Cuentos ecologicos y mitológicos

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JACQUELINE BALCELLS - ANA MARÍA GÜIRALDES CUENTOS ECOLÓGICOS Y MITOLÓGICOS ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN EDITORIAL ANDRÉS BELLO Primera edición, 1999 Segunda edición, 2001 Tercera edición, 2004 Cuarta edición, 2005 Quinta edición, 2010 © JACQUELINE BALCELLS - ANA MARIA GÜIRALDES Derechos exclusivos © EDITORIAL ANDRÉS BELLO Ahumada 131, 4 o piso, Santiago de Chile Registro de Propiedad Intelectual Inscripción N° 107.417, año 1999 Santiago - Chile Se terminó de imprimir esta quinta edición de 1.000 ejemplares en el mes de junio de 2010 IMPRESORES: Productora Gráfica Andros Ltda. IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE ISBN 978-956-13-1561-7

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JACQUELINE BALCELLS - ANA MARÍA GÜIRALDES

CUENTOS ECOLÓGICOS Y MITOLÓGICOS

ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN

EDITORIAL ANDRÉS BELLO

Primera edición, 1999

Segunda edición, 2001 Tercera edición, 2004 Cuarta edición, 2005 Quinta edición, 2010

© JACQUELINE BALCELLS - ANA MARIA GÜIRALDES

Derechos exclusivos © EDITORIAL ANDRÉS BELLO

Ahumada 131, 4o piso, Santiago de Chile

Registro de Propiedad Intelectual

Inscripción N° 107.417, año 1999 Santiago - Chile

Se terminó de imprimir esta quinta edición

de 1.000 ejemplares en el mes de junio de 2010

IMPRESORES: Productora Gráfica Andros Ltda.

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

ISBN 978-956-13-1561-7

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LA LLEGADA DE PEGASO

Un primero de enero, en lo más alto de la cordillera, y justo a las doce de la noche, un resplandor que no era el de la Luna sobre la nieve, ni el reflejo de las estrellas, ni menos los focos de una interplanetaria, iluminó las cumbres. Un enorme par de alas planeó suavemente y los cascos de un espléndido caballo se posaron sobre la nieve. Pegaso, entonces, erguido e inmóvil, esperó a que las últimas siete ninfas descendieran de su lomo.

La voz cristalina de una hermosa mujer de cabello rojo hizo eco en la soledad cordillerana:

—¡Llegaron las Pléyades!

De inmediato las catorce doncellas que allí estaban se acercaron a Pegaso y a las recién llegadas.

—¡Estábamos muertas de frío! —gimieron a coro las tres Gracias—. Casi perdemos, por unos instantes, nuestra alegría.

Pegaso relinchó y extendió sus alas para formar con ellas una gruta de plumas. Las ninfas comprendieron de inmediato y se deslizaron, graciosas, para refugiarse bajo ellas. Pegaso semejaba una enorme gallina protegiendo sus veintiún pollos. Bajo sus alas, acurrucaditas, las griegas iniciaron su reunión.

—Hermanas —habló la musa—: estamos aquí reunidas, como bien lo saben todas, porque la voz del planeta Tierra nos ha llamado en su ayuda. Cada una de nosotras tiene a su cargo algún elemento de la naturaleza o de la vida humana por el que debe responder.

—Mis primas de los bosques —dijo la hamadríada Crisapelea— están enfermas y asustadas, y las de los bosques de araucarias peligran junto a las enormes sierras que cortan los troncos.

—¿Y qué me dicen del mar? —interrumpió Doris, la nereida—. Cuentan que muchas de sus playas tienen aguas contaminadas por desechos de los humanos; y los peces, mar adentro, mueren víctimas de los barcos factorías que los pescan en forma indiscriminada.

—El caso de nosotras, las náyades, también es dramático —gritó una grácil mujer- cita de trenza rubia—. Tenemos fama de curanderas y, sin embargo, ya muchas no pueden sanarse ni a ellas mismas: tal es la suciedad que invade nuestras fuentes. ¡Debéis ayudarlas!

—¿Y qué dicen ustedes, Horas? —relinchó Pegaso.

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—¡Ay! —se quejaron Thalló, Carpo y Auxó, sin soltar sus macetas de flores—. Nosotras trabajamos para que las semillas broten, crezcan y fructifiquen; pero ellos, los hombres y sus pesticidas, arrasan con todo.

—¡Cómo las entendemos! —habló Maia, una de las siete Pléyades—. Si hasta desde el cielo vemos cómo los hombres destruyen lo que ellos llaman la capa de ozono; el Sol ya no sabe cómo contener sus rayos para no seguir hiriendo a la Tierra...

—¡Aaaaaayyyy! —se oyó el suspiro de Atix, la oceánica.

—Ella está triste —cuchicheó Doris en el oído de Pegaso, que metía la cabeza entre sus patas para escuchar la conversación—. Me contaba, la pobre, que los ríos que ha visitado ya no tienen peces ni menos salmones que salten entre sus aguas.

—¡Pobres salmones!... —El débil murmullo de la ninfa reafirmó el comentario de Doris.

—¡Alegría, alegría! —cantaron las tres Gracias para levantar los ánimos de la insólita reunión—. ¡No estamos aquí para quejarnos, sino para ayudar: por la ecología, debemos trabajar!

—¡Hiiiiiii!...

El relincho de Pegaso, junto con un sonoro batir de alas que levantó la

nieve y dejó a las veintiuna mujeres blancas de pies a cabeza, dio inicio a la

segunda etapa de la reunión.

—¡A organizarse, el tiempo apremia, señoritas! Beban primero un sorbo de la ambrosía que llevo en la vasija de oro oculta en la tercera pluma de mi ala izquierda. Este líquido de los dioses, que me entregó Apolo en persona, les dará fuerza y calor, entumecidas doncellas.

Las griegas se abalanzaron a beber el delicioso elixir.

—¡Mmmm! Lo están haciendo cada día mejor —dijo Carpo, una de las Horas, relamiéndose los labios.

—Juraría que Hera metió mano en su preparación —comentó una de las Pléyades con los ojos semicerrados, mientras paladeaba en forma concienzuda.

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Pegaso corcoveó impaciente, extendió sus alas y relinchó. Su belleza compitió en majestuosidad con el imponente paisaje cordillerano.

—Ahora..., ¡cada cual a su tarea! —habló el caballo alado—. En doce meses más nos reuniremos en el Polo Sur y ojalá todos podamos decir... ¡misión cumplida! Si me necesitan —agregó—, sólo tendrán que llamarme tres veces, gritando al viento: ¡Evohé..., Evohé..., Evohé.-..!

Tan fuerte gritó Pegaso que el eco, luego de retumbar en las cumbres, regresó a la Tierra convertido en un rayo azul.

Las veintiuna griegas desaparecieron.

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LA VALIENTE LUCHA DE LAS HAMADRÍADAS

La lluvia caía copiosa sobre el bosque de araucarias, y el viento y el ruido del agua golpeaban las copas de los árboles. Sin embargo, poniendo más atención, Crisapelea oyó un murmullo distinto al producido por la tempestad. Una sonrisa alegró su rostro y la griega se deslizó como un leve soplo entre los troncos. Llegó a un lugar donde los árboles, dejando libre un amplio círculo, daban cabida a una insólita ce- unión.

¡Por ahora no hay problema de la lluvia hay que

gozar, trutrutruca, ay, que mañana no tengamos

que llorar!

La hamadríada Melianay cantaba al son de las trutrucas que sus hermanas tocaban con lentos compases, mientras meneaban las cabezas de largos y lisos cabellos negros.

Crisapelea aguardó, escondida tras un grueso tronco, a que las ninfas araucanas terminaran su canto.

—¡Evohé! —saludó la ninfa, sólo una vez, para no hacer de su saludo un llamado a Pegaso.

Las hamadríadas araucanas, sorprendidas, corrieron hacia la recién llegada.

—¡Crisapelea! ¡Qué pronto has venido! ¡Estamos tan asustadas! —exclamaron los espíritus de las araucarias, mientras la abrazaban.

—Yo las veo muy contentas... —se extrañó la recién llegada.

—Es solamente por el agua del cielo que cantamos hoy —dijo Melianay.

—Mañana estaremos llorando —siguió una segunda ninfa, con voz temblorosa.

—En cuanto salga el sol, llegarán los hombres con sus hachas —gimió otra de flequillo espeso—. Y tú sabes lo que eso significa...

—Sí, lo sé —respondió Crisapelea—; por eso estoy aquí. Tenemos toda la noche por delante para imaginar cómo salvar el bosque... y a ustedes. Ya verán cómo encontraremos la manera.

Y, uniéndose a sus hermanas, tomó ella misma la trutruca y comenzó a cantar una canción griega. Sus hermanas reían, tratando de entender la letra, y bailaban.

Esa noche cesó la música, pero el murmullo de las ninfas se mantuvo hasta el amanecer.

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A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de Sol se filtraron entre las aún húmedas espinas de los árboles, el rugido de un animal mecánico se abrió paso en, el bosque. Un enorme camión se detuvo en el mismo claro donde la noche anterior se habían reunido las ninfas. Varios hombres provistos de hachas descendieron de la parte posterior del vehículo. Sus toscas botas se hundieron en el suelo blando y, a una orden gritada, cada cual se dirigió a una araucaria.

Fue entonces cuando, por arte de magia, tantas ninfas como árboles surgieron de los troncos. Y ante los atónitos ojos de los hombres, se abrazaron cada una a su árbol con un griterío agudo que era entre lamentos de niñas y cantos de pájaros.

Los leñadores quedaron paralizados.

¿Quiénes eran y de dónde habían salido aquellas mujeres tan bellas y extrañas?

—¿Serán espíritus de las indias muertas? —musitó un fornido hombre moreno, bajando su hacha.

—Sí..., los araucanos defienden sus árboles —murmuró otro a su lado, con un repentino escalofrío.

—Esto no me gusta nada —agregó un tercero, dando un paso hacia atrás.

Pero el jefe no estaba para misterios.

—¡Eh, señoritas! Este es un trabajo serio: por favor muévanse, porque durante la mañana tenemos que dejar todos los árboles cortados.

Las hamadríadas, aún inmóviles y aferradas con todo su cuerpo a sus araucarias, no v respondían.

El murmullo entre los leñadores comenzó a crecer. Entonces el jefe enarboló su hacha y dio un paso adelante.

—¡Por última vez les advierto: o se mueven o dejo caer el hacha!

El hombre levantó sus brazos, aferrando el mango del pesado utensilio y contó:

—Uno..., dos... y...

La ninfa frente a él ni siquiera suspiró. En cambio los demás hombres retrocedieron hacia el camión, mientras gritaban:

—¡Patrón, no haga eso! ¿No ve que son aparecidas?

—¿Aparecidas a mí? ¡Verán cuando dé el primer hachazo!, y ustedes... —vociferó, mirando por sobre su hombro—, si no me imitan, están despedidos.

Varios de los hombres se persignaron; los otros se limitaban a observar.

—¡Tres! —el grito lleno de furia del patrón cayó junto con el hacha.

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Un lamento que pareció nacer del corazón de las araucarias llenó el bosque.

El hacha, incrustada a un centímetro del hombro de Melianay, aún temblaba con la fuerza del impacto. No así la ninfa que, lentamente, se volvió y clavó sus ojos en el hombre que había tratado de matarla. Él, tan blanco como los hongos que habían nacido entre la humedad del suelo, se estremeció y no pudo sostener la mirada. Dio media vuelta y, sin mirar ni una vez hacia atrás, subió al camión y puso el motor en marcha. Los demás lo siguieron en el más completo silencio. Pronto el mido del motor ya no se escuchó.

Por esta vez, el bosque de araucarias se había salvado.

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¡SIRENA A ESTRIBOR!

Una brisa salada humedeció sus verdes cabellos, tan parecidos a las olas, y Doris, la nereida, corrió por la arena, feliz como una niña. Cuando oyó voces, buscó con rapidez un escondite. La roca, a sus espaldas, ofrecía un buen lugar para no ser descubierta por el hombre y el niño que se acercaban. Se deslizó rápida y, acurrucada contra la piedra, escuchó las voces que reiniciaban el diálogo. ,

—¿Y por qué la pesca es tan mala, papá? ¿Cuándo regresarás como antes, con el bote tan cargado que casi no te veías entre los peces? ¿Te acuerdas cuando, después de venderlos, partíamos los tres al pueblo y, mientras tú tomabas una cerveza, mi mamá y yo recorríamos el mercado?... ¿Y por qué...?

—Ya, hijo, ya —interrumpió seco el padre la retahíla de preguntas.

Caminó hacia el bote de madera varado en la playa y lo acarició pensativo.

—Pero... ¿por qué, papá? —insistió el niño.

—¡Por eso!

El índice acusador del hombre apuntó, a lo lejos, algo que parecía ser humo de la chimenea de un barco.

Doris había escuchado sin perder detalle. Decidida, corrió hacia el agua y se zambulló de cabeza en un perfecto piquero. El chasquido de su cuerpo contra las olas llamó la atención del pescador y su hijo, pero sólo un revoloteo de espuma mostraba el lugar donde se había sumergido la nereida.

Como un pez de largos cabellos la grácil ninfa descendía y descendía hacia el fondo del océano. Bien lo sabía ella: eso que había mostrado el dedo del hombre no era otra cosa sino un barco-fábrica, de aquellos que luego de pescar toneladas y toneladas de peces en las costas los faenaban en sus bodegas. Y después repletaban sus freezers, arrojaban al mar los desechos y las especies sobrantes y emprendían el regreso a su país.

—¡Ya se las verán conmigo! ¡Venir de tan lejos a terminar con los peces de estas costas como si fueran el fruto de sus propios campos!

Entonces Doris, junto con ver un pez en forma de ave, tuvo la idea: llamaría a las sirenas. Si ellas trataron una vez de embrujar a los tripulantes del barco de Ulises, ¿por qué no ahora a estos piratas pescadores?

—¡Evohé! ¡Glub, glub, evohé.J —la voz de la nereida viajó a través de los abismos.

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Instalados en la cubierta del barco-facto- ría, los marineros no podían dar crédito a sus ojos: ahí, a pocos metros de distancia, tres muchachas de frondosos cabellos flotantes que más parecían alas de pájaros, cantaban con los brazos extendidos hacia el barco.

Vengan hacia nosotras, marineros de alta mar. Aquí esperan las sirenas que los quieren abrazar...

Las voces de las mujeres invadieron el espacio marino. Ya nada más se oía. Todo se detuvo: las nubes en el cielo, el oleaje contra la proa, el viento sobre la cubierta. ¿Era eso un canto? No: era un susurro verde. ¿Eran voces humanas? No: era una música de pájaros. Los marineros, aferrados con ambas manos a la baranda, contuvieron su deseo de lanzarse al agua. Uno de ellos, en un susurro, murmuró:

—¡Sirenas! ¡Preciosas sirenas a estribor!

Las mujeres en el agua sonreían. Y sin dejar de cantar ni de nadar, se fueron alejando mientras cada nota de sus voces resonaba en los tímpanos de los hombres de mar.

Lentamente, el barco fue girando su rumbo. Algunos marineros se lanzaron al agua. Otros, con las miradas fijas en las bellas mujeres, gritaban:

—¡Esperen, esperen por favor!

A los pocos minutos —u horas— las sirenas se perdieron entre las blancas arenas de una playa, en tanto el barco, con un estruendoso ¡craashhh!, encallaba contra una roca.

Entonces Doris, la nereida, con un suspiro de satisfacción, se sumergió en una ola y desapareció bajo las aguas.

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EL CIELO SE HA PERDIDO

Era un día frío y gris. Los rayos del Sol apenas se filtraban a través de la densa capa nubosa que cubría la ciudad. Los transeúntes caminaban con las cabezas bajas y, de vez en cuando, cubrían sus bocas con pañuelos y bufandas para toser en forma entrecortada.

Calíope, la musa, se mezclaba con la gente, cubierta de pies a cabeza con un manto amarillo —regalo de su hijo Orfeo—

para observar la triste ciudad. Mientras caminaba, anotaba en su libreta azul los detalles que más le llamaban la atención. La gente la miraba, curiosa, pero sin detener su paso.

—Gases contaminantes, aerosoles, humos de chimeneas, quemas de basura, incendios... ¡uf! —suspiró la ninfa—. ¡No es tarea fácil!

Y, meditabunda, comenzó a subir un pequeño cerro hasta llegar a cierta altura, donde se sentó sobre un banco con vista a la ciudad.

Miró hacia abajo; en esos instantes un chorro de humo negro expelido por el tubo de escape de un bus envolvió completamente a cuatro escolares que cruzaban la calle.

Calíope cerró los ojos, impactada por la escena; entonces llegó a sus finos oídos el ruido del medio ambiente: bocinazos, rugidos de motores, ulular de sirenas: incluso pudo escuchar el crepitar de cientos de incineradores y el rugido quemante de las chimeneas de las fábricas. Sintió que su corazón, siempre tan dulce, era invadido por una ira y una angustia desconocidas para ella.

—¡Tontos, tontos, tontos!

Y tironeó las orillas de su manto con ambas manos, hasta hacerlo deslizar de sus hombros: quedó vestida solamente con su alba túnica griega.

No lo pensó más. Se encaramó al banco en que estaba sentada, y ante un par de atónitos paseantes, cantó con voz lastimera:

¡Oh pobres desgraciados, que el cielo ya no veis! ¿Es que ya no conocéis esos ocasos dorados que los dioses os han dado y que perdidos tenéis?

—¡Que se calle esa loca! —gruñó un viejo asmático. Apenas podía respirar. Levantó su bastón, amenazante.

—¡Cómo permiten que se turbe la tranquilidad de este lugar! —alegó una señora de sombrero, al tiempo que miraba con reprobación el hombro desnudo de la musa.

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—¡Ejem, señorita! —se acercó un guardia—: haga el favor de bajar de ese banco y respetar el silencio del parque —terminó gritando encima del ruido de bocinas y motores que llegaba con fuerza hacia el lugar.

Calíope enmudeció de sorpresa.

¡Era primera vez en su vida de musa que le sucedía algo así! ¡Pero ella no iba a permitir una derrota! Volvió a cerrar los ojos unos instantes, y cuando los abrió estaba decidida.

—¡Clío, Polimia, Euterpe, Terpsícore, Erato, Melpómena, Talía, Urani... ¡Evohé..., Evohé..., Evohé...!

De inmediato se escuchó un sonido vibrante que llegaba de lo alto y el fiel Pegaso, batiendo sus enormes alas, descendió hasta posarse en la cumbre del cerro. Las ocho ágiles hermanas de Calíope saltaron del lomo del caballo alado y corrieron ladera abajo con risas y cantarinas voces. Luego, sin preguntar siquiera el motivo del llamado, se dispusieron a actuar junto a su hermana.

—¿Están listas? —susurró Calíope.

Ellas asintieron con la cabeza.

Erato organizó rápidamente las voces, dando la nota inicial con un largo fa sostenido. Y, ante el asombro del viejo del bastón, de la señora del sombrero y del guardia que no podían cerrar la boca de la impresión, Santiago entero comenzó a escuchar una lírica coral —verdadera música de los dioses— que se imponía por sobre el estruendo de la ciudad:

OOoooooohhhhhhhh... se abrirán las nubes, Aaaaaaaaahhhhhhh... y entrará el Sol,

OOooooooohhhhhhh... soplará el viento Aaaaaaaaahhhhhhh... y volará el esmog.

Las nueve musas empezaron a elevarse y sus túnicas ondearon a impulsos de una levísima brisa que se dejó sentir.

Poco a poco los bocinazos fueron disminuyendo, el ruido de los motores se aquietó, dejaron de rugir las chimeneas y de vibrar los incineradores: millones de hombres y mujeres, de pie en la mitad de las calles, fijaban su atención en esos seres fantásticos que cantaban suspendidos en el aire.

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De lo que sucedió esa mañana hablarían más tarde las generaciones: la ciudad entera se paralizó —¿minutos?, ¿horas?, ¿días?, ¡nadie lo supo!— Para escuchar a nueve hermosas mujeres que cantaron a los cielos abiertos. Y sucedió que esa mañana de abril las nubes se esponjaron, el aire quedó límpido y transparente, la cordillera se vino encima de blancura, y árboles y flores exhalaron toda su fragancia. Y sucedió también que, por primera vez en muchos años, los habitantes del lugar supieron lo que era su ciudad sin esmog. Y eso fue más impactante aún que el vuelo de Pegaso, que se alejaba con las nueve musas.

El caballo alado y su preciosa carga se perdieron en un punto del horizonte, y desaparecieron para siempre. Pero aún, por largas horas, los maravillados transeúntes pudieron gozar de la bellísima ciudad que acababan de descubrir.

Al día siguiente, todo había vuelto a su gris normalidad.

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¡NO ENSUCIES MI FUENTE!

El muchacho, silbando despreocupado, se acercó al arroyo de aguas saltarinas y sintió sobre su rostro los cientos de gotitas que volaban hacia él desde la cascada. Sin dejar de silbar, depositó su carpeta en el suelo, encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo al agua. Luego, al ver la caja vacía, la lanzó también a la fuente, no sin antes arrugarla entre sus dedos. Absorto en sus pensamientos, y mientras estudiaba el lugar, impulsó con su pie unas latas vacías, dos o tres botellas plásticas, cáscaras de frutas —restos de algún picnic—, y todo eso fue a dar al centro del arroyo. Sólo entonces eligió una roca plana para

sentarse; sacó de su carpeta block y lápiz, y comenzó a trazar líneas con mano segura.

La hoja en blanco se llenaba lentamente: el agua con reflejos claroscuros, la vegetación enmarcada con quejumbrosos sauces, la cascada amplia y vaporosa como el velo de una novia. La mano corría sobre el papel, ágil y nerviosa. Ahora aparecía una forma sobre las aguas: unas líneas oscuras que el joven difuminó con la yema de su dedo delimitaron lo que parecía un par de hombros femeninos. Luego vinieron los cabellos, largos y flotantes como la misma cascada.

El joven seguía sin levantar los ojos del papel, sólo entregado a su minuciosa tarea. De la silueta de mujer pasó a la sombra del oleaje que esos brazos levantaban al nadar.

En ese momento escuchó el grito.

Levantó la cabeza, sobresaltado, y contempló, estupefacto, cómo las aguas frente a él se levantaban para sostener a la más bella niña que sus lápices jamás habían dibujado.

—¡No me mires, desdichado! —exclamó la niña mientras lo alejaba con un gesto de sus manos.

Pero el joven, en lugar de obedecer, lanzó carpeta y lápiz por los aires y, como un autómata, comenzó a caminar hacia el arroyo.

—¡Detente! —volvió a escucharse un grito que más pareció un lamento.

Pero, ¿cómo detenerse? La mujer frente a sus ojos era una visión para la cual no había palabras. Más que humana, la figura de Marcia, la náyade, era un rayo de luz entre las aguas. Con sus ojos húmedos de furia y su mano enérgica en el aire, indicaba los desperdicios que el joven había lanzado al llegar.

—Ensucias mi fuente, como todos los hombres, y además has tenido la desgracia de mirarme...

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—¡La dicha de mirarte! —susurró el dibujante, embobado.

—Pagarás cara esa dicha —respondió Marcia—: el hombre que ensucia la fuente y mira a su ninfa está condenado.

—¡Dichosa condena si viene de ti! —insistió él.

—¿Aunque sea la muerte? —advirtió, sarcástica.

—Si viene de tu mano, mátame mil veces..., sólo déjame antes tocarte —balbuceó el joven, como un alucinado.

Y de un salto se lanzó al arroyo.

En ese mismo instante Marcia desapareció ante sus ojos.

El joven nadó y nadó, enloquecido. Buscó en el fondo, reapareció para respirar, dio vueltas alrededor de la fuente lanzando agua con grandes manotazos, y así siguió hasta quedar exhausto.

Flotaba de espaldas sobre la superficie, cuando sobre él comenzaron a caer los desperdicios: una lluvia de latas, cáscaras y plásticos se golpeaban contra sus piernas y cara, sin tregua. Quiso nadar y ya no pudo. Trató entonces de ponerse de pie, pero siguió de espaldas: era como si estuviese adherido al agua por lazos invisibles... Tenía cáscaras sobre sus ojos, boca, nariz, cabellos... ¡Se ahogaba en desperdicios más que en el agua!

¡Y ahora desde la cascada descendían verdaderos basurales que llenaban la fuente! Un olor nauseabundo llegó a sus narices. Ya no podía más. ¿Dónde estaba esa bella mujer? ¿Era esta la muerte que le había pronosticado?

El sol se escondió y un pesado sopor comenzó a cerrar sus párpados. Sintió que se hundía junto a toda esa basura y perdió el conocimiento.

Cuando despertó, vio todo blanco. Escuchó, como en un sueño, una voz que decía:

—Pudo haber muerto: lo encontró un campesino del lugar. Dijo que flotaba sobre el arroyo cubierto de basuras: pensó que estaba ahogado.

A través de la ventana que daba a la cama del enfermo, Marcia miró al hombre.

Pegaso, a su lado, piafaba, impaciente por partir. Ella subió a su lomo.

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Ya volaban entre las nubes y el caballo alado preguntó:

—¿Cómo te fue esta vez, Marcia?

—Por lo menos, desde hoy habrá un hombre más en la Tierra que no volverá a ensuciar un arroyo —respondió, muy seria, la náyade.

Y desde arriba buscó otro lugar donde seguir su tarea.

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EL TERROR DE DONA MARIQUITA

La pequeña y regordeta señora Mariquita se paseaba de arriba abajo sobre el amplio salón de su casa verde. Sólo su hijo mayor comprendía que esos paseos agitados de su madre obedecían a una gran preocupación. La vio mirar hacia el campo y observó un ligero estremecimiento de sus alas.

—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó, acercándose. ,

Desde que su padre había muerto en fiera lucha contra un enorme insecto azul, él se sentía responsable de ese trabajador y esforzado ser que era su madre.

Ésta respondió con un suspiro.

—Nada, hijo, nada. Sólo que deberás vigilar a tus hermanos, mientras yo hablo con los vecinos.

Y sin decir más, dio un impulso a sus alas para alejarse en un vuelo corto hasta la próxima planta.

Doña Mariquita aterrizó en el corazón de una flor de manzano. Allí la esperaban todos sus vecinos, ya convocados a la reunión de emergencia.

—Amigos y amigas —comenzó ella, con voz temblorosa—: debo advertirles que algo terrible sucederá dentro de poco...

Un murmullo interrumpió sus palabras, y ella levantó su pata derecha para imponer silencio:

—Necesito que me escuchen con calma y atención: si actuamos con rapidez, quizás podremos salvarnos...

—¿Salvarnos? ¿De qué? —la voz trémula de una chinita anciana la volvió a interrumpir.

—Los he convocado —siguió doña Mariquita— para darles una mala noticia: he sabido por el abejorro, tan amigo de mi esposo fallecido, que los hombres de esta granja se aprestan a fumigarnos con un terrible insecticida, tal es la cantidad de pulgones que han encontrado entre las hojas de nuestro huerto.

—¿Insecticida? ¡Eso es la muerte también para nosotros! —gimió la anciana.

—¡Y tan bien que estábamos aquí con tanto pulgón para comer! —gritaron unos cuantos vecinos.

—¡No hay salvación, moriremos todos! —insistió la anciana quejumbrosa.

Mariquita levantó dos de sus patas y el silencio regresó.

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—De nada sirve lamentarse. Lo que hay que hacer ahora es huir de este huerto.

—¿Y qué haremos con los viejos y los enfermos? —preguntó un vecino gordo. ,

—Los transportaremos en hojas o como sea. Ahora, cada uno a su casa, a prepararse. La partida será cuando el sol se filtre entre los girasoles.

Un revoloteo de alas y patitas dejó la flor vacía. Doña Mariquita se encaminó hacia su casa, más angustiada que nunca. Ella sabía que era imposible salvarse: la lluvia mortífera abarcaría varios kilómetros, y ellos, con sus débiles alas no alcanzarían a huir. Sin embargo, la obligación era intentarlo.

No bien entró a su casa, el ruido metálico de las máquinas fumigadoras en plena preparación se dejó sentir en cada árbol, en cada planta, en cada hoja.

¡Nadie esperó que el sol se filtrara entre los girasoles! En desbandada, portando enfermos y ancianos en las espaldas, entre gritos de los pequeños que no querían dejar de tomar leche de pulgones, los insectos huían a través de las plantas.

Una lluvia gris y un olor penetrante avanzaban a lo largo y ancho del campo.

Los diminutos seres eran ahora una mancha roja que se desplazaba en el aire en ondulantes vaivenes, perseguidos por un olor nauseabundo.

A pocos minutos los más débiles cayeron a tierra ante la desesperación de los que no podían ayudar. Poco a poco los últimos, que eran los más viejos y lentos, fueron quedando inertes sobre el camino. La nube tóxica avanzaba. Doña Mariquita, a la cabeza de los fugitivos, vigilaba a sus hijos más pequeños que la seguían sin entender. Miró hacia atrás: todo en el campo se inclinaba bajo el peso de gotas venenosas. El vuelo de cada chinita se hizo más lento y débil y, cuando el hijo mayor de la enérgica guía murmuró "mamá, ya no puedo mover las alas", ella sintió que el mundo entero se le venía encima. Se dio vuelta para ayudarlo y entonces las vio. Primero pensó que eran tres humanos, listos para fumigarlos, ahora de frente. Pero un humano cuando va a fumigar no sonríe. Ni tiene ese olor a miel, ni lleva macetas de flores en sus manos. Ni menos se inclina abriendo su túnica para decir:

—¡Vengan! ¡Vuelen hacia nosotras, que las salvaremos!

En unos instantes las chinitas reuniendo sus últimas fuerzas y sin detenerse a saber lo que sucedía, con un impulso se posaron sobre manos, brazos, piernas y caras de esas tres mujeres con aroma a ambrosía que las atraían de manera irresistible.

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Thalló, Carpo y Auxó —las tres Horas, ninfas de la vegetación—, cubiertas de pies a cabeza del enjambre de pequeños insectos, corrían a campo traviesa, perseguidas ellas también por el gas venenoso que ya casi tocaba sus cuerpos.

—¡Evohé, Evohé, Evohé! —fue el grito desesperado de las tres ninfas.

Y entonces los asombrados ojos de aquellos que avanzaban cubiertos por máscaras antigases, vieron descender a un caballo blanco y alado que, después de posarse en tierra firme, inclinaba su cabeza para que tres mujeres vestidas de movedizas túnicas rojas saltaran a su lomo. Luego, un relincho en el espacio les demostró que no soñaban. Las tres mujeres envueltas en su manto fugitivo, volaban ya hacia un lugar seguro.

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ATIX Y LOS SALMONES NEURÓTICOS

Atix, la oceánida, subió por el río hasta llegar al gran lago. Su misión, si quería aceptarla —le había dicho Pegaso—, era liberar a esos salmones en cautiverio: los peces estaban a punto de morir de neurosis aguda. Tal cual: ¡neurosis aguda, agravada por un terrible estrés! Así, neuróticos y tristes, se dejaban morir, angustiados por el encierro que interrumpía la historia natural de un salmón, creado para una corta pero aventurera vida. Por eso

deambulaban en el estanque a cabezazos contra las rejas, y también contra su poderoso instinto que los llamaba a correr río arriba y a bajar hacia el mar, saltando.

Atix, de pie junto al estanque, los miró compasiva. Deformados, con una cabeza enorme —síntoma típico de los salmones estresados— ni siquiera movieron sus aletas para saludarla. Sin embargo, Atix, sin tomar en cuenta la poco calurosa recepción, comenzó de inmediato su trabajo: aprovecharía la oscuridad de la noche para abrir de par en par esas compuertas que los tenían aislados. Lo hizo, no sin cierta dificultad, y esperó ansiosa la avalancha de salmones que saldrían de esa piscina cerrada, en busca del camino al río.

Esperó, y esperó... ¡Pero nada ocurrió! Los peces seguían nadando, abúlicos e indiferentes, entre las paredes de su celda, sin acercarse siquiera a la abertura que los liberara.

—¡Hey! ¿Qué les pasa? ¿No quieren acaso venir a mi río? —preguntó Atix, golpeando sus manos para llamar la atención—. Si no se deciden luego, llegará el día, con él los hombres, y ya no podré hacer nada por ustedes.

—¿Qué río? ¡No conocemos ningún río! ¡Me río de tu río! —dijo un salmón deforme y malhumorado.

—¿Cómo los vamos a conocer —siguió una hembra salmón— si nacimos aquí? Nos trajeron en forma de huevo y nunca hemos abandonado este lugar: yo hace un año que vivo en esta balsa.

Una voz soñolienta y trémula interrumpió a la que hablaba:

—¡Viene el lobo! ¡Viene el lobo! Atix miró hacia todos lados, asustada. Pero sólo vio a un pez flaco que se debatía entre estertores, como si agonizara fuera del agua.

Un salmón de cabeza deforme explicó: —Quedó así desde la última vez que nos atacó un lobo marino; fue tal su desesperación al verlo tan cerca y no

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tener más espacio donde huir, que nunca más quiso comer y se está dejando morir.

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La explicación dejó a Atix consternada. ¿Cómo lograr que esos pobres peces que nunca habían conocido lo que era nadar en libertad se interesaran por escapar?

¿Cómo convencerlos de que tenían derecho a una vida natural y no a un simulacro en cautiverio?

¡Quizá aflorara su instinto si ella les contaba una historia fantástica! Y tan fantástica como real.

—Escuchen —dijo entonces la ninfa, tomando asiento en el borde de la pileta—, les voy a contar la historia de los que quizás fueron sus parientes cercanos.

Atix se acomodó una vez más y con voz pausada, mientras los peces seguían con su triste indiferencia, dio comienzo al relato:

—No hace mucho tiempo, cuando los ríos eran claros y los peces saltaban en las aguas, una hembra salmón había puesto sus huevos entre las rocas de un torrente.

"El salmón macho se acercó a su compañera con un suave coletear, y entre los dos iniciaron un baile.

"Día a día y hora a hora los padres vigilaron los huevos, hasta que una mañana los vieron nacer: unos pequeños alevines, sus hijos, miraban por primera vez el mundo de las aguas. Los padres entonces se despidieron: sabían lo que iba a suceder. La misma historia que viven todos los salmones. Esos pequeños bajarían hasta el mar para nadar en las aguas del océano, y allí crecerían hasta que el instinto les indicara que era hora de regresar. Y así fue: llegado el tiempo subieron río arriba, contra todas las dificultades; remontaron corrientes y cascadas; esquivaron rocas para descansar en algún remanso... Por fin llegaron al mismo lugar donde estuvo su nido... y repitieron el proceso de sus padres: la hembra desovó, el macho fecundó y los dos bailaron.

"¡El ciclo había terminado! La anciana pareja de dos años pudo entonces morir en paz. Y los recién nacidos se lanzaron a su vez en su loca y maravillosa aventura hacia el mar.

Atix terminó de hablar y observó de reojo a su auditorio para ver el efecto de sus palabras: los antes desganados peces se movían ahora más rápido, con un nuevo vigor en sus aletas. Algunos comenzaron a acercarse a la compuerta abierta para mirar con curiosidad el caudal lejano. Las hembras salmón tenían un brillo pensativo y nostálgico en sus pupilas: ¿un nido en el río?, ¿un baile en el torrente?, ¿un viaje río abajo?, ¿también ellas podrían ver a sus hijos corriendo hacia el mar?

El salmón flaco —el obsesionado por los lobos— abrió la boca para recibir con disimulo unos granos de afrechillo que flotaban en la superficie.

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—¿Y bien? —preguntó Atix—. ¿Quieren ustedes volver a vivir la aventura de sus antepasados y no aceptar imitaciones de río y de mar?

La respuesta no fue necesaria: cientos de jóvenes salmones se asomaban ya a la boca de la pileta; primero cautelosos y luego, con elásticos saltos en el agua, ¡huían hacia la libertad!

—Aquí alguien se llevará una gran sorpresa —sonrió Atix, frente al enorme estanque vacío.

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PEGASO Y LA GUERRA CONTRA LOS PUMAS

—¡Esto se acabó! —dijo el hombre, y pateó con rabia las piedras, junto al cuerpo inerte y destrozado de la vicuña—. Mañana mismo saldremos a la caza del puma: no quedará uno solo de esos asesinos en los alrededores —agregó golpeando la culata de su rifle con la palma de la mano.

Diego lo miró en silencio. Temía esos arrebatos de furia de su padre, y más ahora, que, como todos los demás campesinos, había comprado un enorme rifle para cazar animales.

El niño odiaba la caza.

—¡Pobre vicuña... pero también pobre puma! —murmuró con una mezcla de sentimientos que no podía precisar.

Él nunca olvidaría ese incendio, meses atrás, cuando el bosque en llamas se llenó de gruñidos despavoridos, y vio aparecer al puma en loca carrera junto a sus crías. En un momento el animal se detuvo, miró hacia el bosque y volvió a internarse entre el fuego para regresar, unos momentos después, con uno de sus hijos, todo chamuscado, entre sus fauces. Diego, incrédulo, admiró para siempre a esa bestia.

Pero su padre no pensaba así. Para él, el puma, además de ser un peligro porque a veces mataba a las vicuñas, era un enemigo natural del hombre al que había que exterminar.

—Mañana, a primera hora, partirás conmigo. Ya es tiempo de que te dejes de sentimentalismos y te hagas hombre —ordenó el padre.

Esa noche Diego durmió mal, y sus sueños se vieron interrumpidos por toda clase de pesadillas. Vio a una hembra puma herida de muerte por un rifle tan grande como un árbol, mientras, a su lado, las pequeñas lloraban con lamentos de niño. Se despertó gritando igual que los pequeños animales de su pesadilla:

—¡Mamá! ¡Mamá!

El sol comenzaba a levantarse, y la voz de su padre lo hizo saltar.

—¡Es la hora, arriba!

Partieron. No habían caminado diez minutos cuando un relincho entre el follaje los hizo detenerse. Algo blanqueó entre las ramas, un ruido de cascos aplastó hojas secas, y la figura espléndida de un caballo blanco apareció ante ellos. Era un animal enorme y musculoso. Sus crines albas y brillantes ondearon cuando corcoveó con gracia, a guisa de saludo. Padre e hijo lo contemplaron atónitos.

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El pelaje, al costado de los flancos, parecía una montura de plumas. Lentamente, el corcel se acercó a ellos, se detuvo casi rozándolos, y esperó...

Los ojos del hombre brillaron de codicia. Si volvía al pueblo con ese caballo, sería el hombre más admirado de la región.

Ni él —ni nadie— había contemplado nunca un animal así. Diego, por su parte, creyó haberlo visto antes... ¿en un libro de cuentos?

—¿Tienes una cuerda? —musitó el padre.

Pero la cuerda no era necesaria: el animal, dócil, inclinó la cabeza frente a ellos. El niño estiró lentamente su mano para acariciar con timidez esas majestuosas crines blancas. El caballo no se movió.

—¡Vamos, hijo, monta! —dijo el hombre, ayudándolo a subir sobre el amplio lomo.

Unos instantes después, ambos galopaban sobre la extraña y suave montura de plumas.

De pronto el caballo se detuvo en seco y olfateó el aire. Y, sin esperar una orden de su jinete, cambió bruscamente de dirección y comenzó a avanzar al paso, tan silencioso como si sus cascos no tocaran el suelo. El padre y su hijo, poseídos por esa quietud extraordinaria, se dejaron llevar confiados. Siguieron así durante algún tiempo y de pronto, cuando casi habían olvidado el motivo de su viaje, aparecieron: el puma y sus dos crías dormitaban al sol en el claro del bosque. El campesino, con un ademán rápido, salió de esa especie de encantamiento y bajó el seguro de su rifle.

El chasquido metálico quebró el silencio. El puma levantó la cabeza y dio un salto. En ese instante el caballo, con un corcoveo violento, hizo perder el equilibrio al jinete, que dejó escapar el rifle por los aires.

El caballo y el puma se midieron con los ojos. Mientras tanto el hombre, acobardado, sin el arma mortal entre sus manos, empujó a su hijo y juntos se deslizaron por ese lomo de plumas hasta el suelo, para escabullirse luego tras unos árboles.

Y allí, escondidos y temblando, contemplaron lo que jamás en su vida podrían olvidar: el caballo pareció hincharse; desde su lomo, con un movimiento circular y amplio, se extendieron dos gigantescas alas. Y con un

batir que movió hasta la última rama de los árboles, el animal se elevó del suelo y planeó sobre el desconcertado puma. Luego agarró al félido con su hocico y a las crías entre sus patas delanteras.

—Los depredadores como tú son necesarios —explicó entonces Pegaso a su temblorosa carga, mientras orientaba su vuelo hacia el más

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hermoso Parque Nacional, donde los pumas estarían a salvo.

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¡POLVI-JUGOS TUTICOLOR!

El camión, pintado de rojo con enormes letras de color, irrumpió a bocinazos en la tranquilidad del pueblo.

—Jugos, promoción de jugos! —era el prometedor llamado emitido por el altavoz que se alternaba con la música festiva—. ¡Frutillas, kiwis, papayas! ¡Todos los sabores! ¡Gratis para el delicado paladar!

De las casas comenzaron a salir los niños; sonrientes mujeres se asomaron a las ventanas, y desde allí los alentaban a seguir al alegre vehículo. Este, con su carrocería llamativa en la que se podía leer Polvi-Jugos Tuticolor, se desplazó lentamente hasta detenerse en un costado de la plaza del pueblo. Una vez allí, y

en un dos por tres, varias muchachas de pollerines cortos y sonrisas llenas de blancos dientes, instalaron un gran mesón, con toldo y todo, donde depositaron rumas de vasos de papel.

Los niños hicieron una fila:

—¿Qué sabor prefieres? —preguntaban las promotoras con voces cantarinas.

Y, según la elección, cada niño partía feliz con los labios y la lengua verdes, rojos o amarillos.

En pocos minutos la plaza se había llenado; las muchachas de Polvi-Jugos Tuticolor, sin perder sus sonrisas, ofrecían un vaso tras otro a los clientes que se multiplicaban, ahora de todas las edades. La promoción de jugos en polvo era un éxito rotundo.

—Nos instalaremos aquí con una sucursal —decidió un hombre gordo del camión, sobando satisfecho sus manos.

—Es muy fácil prepararlo, señora —explicaba una promotora—: agua, polvo y ¡listo! Ni siquiera hay que revolverlo.

—¡Qué lindos colores, dan ganas de beber! —comentó una dueña de casa, mirando un vaso rojo cereza.

—¡Parecen acuarelas! —dijo un niño, con una sonrisa de olor kiwi.

Tres horas más tarde, la producción de Polvi-Jugos Tuticolor se había agotado.

Las muchachas de pollerines cortos hicieron desaparecer toldo y mesón, subieron al vehículo y el camión partió, no sin antes anunciar por el altavoz un triunfal regreso para instalarse en el pueblo.

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Al atardecer de ese día una extraña comitiva apareció caminando por la calle principal.

Eran tres mujeres altas y fornidas de trenzas oscuras y blusas de amplias mangas. Su aspecto era el de campesinas ganas y alegres que dejaban a su paso un penetrante aroma a frutas maduras y frescas. Atravesaron la plaza y siguieron hacia el otro lado del pueblo, camino al huerto de los manzanos. Y sólo cuando allí llegaron, detuvieron su caminar: era un lugar descuidado, lleno de árboles viejos y enfermos. Ellas miraron y acariciaron con cuidado cada una de las maltratadas ramas y, con un largo suspiro, dejaron sus canastos en el suelo.

Lo que allí hicieron nadie lo supo y a nadie preocupó. Sin embargo, tarde en la noche, cuando los habitantes del lugar se estiraban en sus lechos para conciliar el sueño, un olor dulce y penetrante que entraba por sus ventanas abiertas les hizo creer que soñaban con manjares celestiales y cayeron en un sopor profundo.

Y al día siguiente, al despertar, ese perfume de frutas se les hizo otra vez patente, y cada uno sintió la imperiosa necesidad de comer manzanas.

—Mamá, quiero jugo de manzana —pidió un niño con ojos de urgencia.

—Paciencia, hijo, luego volverán los Polvi-Jugos Tuticolor con todos los sabores —dijo la madre, sin mucha convicción, y deseando también hincar el diente en una pulpa blanca.

—¿Y por qué no vamos a buscar manzanas al viejo huerto? —decía a su vez otro niño a otra madre.

—¡Uf! ¡Ese huerto! —contestó ella, levantando los hombros y dibujando en forma inconsciente una gorda manzana, con la yema de su dedo, sobre la mesa del comedor.

En el almacén de la esquina, el vendedor insistía:

—¡Les he dicho que no tengo manzanas! Hasta que, finalmente, al atardecer, cuando el sol se escondía como una inmensa fruta rojiza, un grupo de niños comenzó a correr por el mismo camino que habían hecho las tres campesinas el día anterior. Parecían empujados por una mano perfumada e invisible que no les permitía detener su paso. Cuando llegaron al huerto, la carreta se detuvo en forma brusca: el triste y desolado lugar que ellos conocían bien, con arbustos secos y manzanos pasmados se ofrecía ahora ante sus ojos como un jardín de rutilantes árboles de cuyas ramas colgaban enormes frutos dorados.

Sus bocas se abrieron ansiosas y se llenaron de agua, y sin hablar corrieron cada uno al árbol más cercano. Los mordiscos hacían que el jugo grueso y cristalino corriera por sus mentones y cuello. ¡Más que comer una fruta, bebían el más exquisito de los néctares!

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Una hora más tarde sólo se escuchaba el crujir de las pulpas en las bocas del pueblo entero, reunido en el viejo huerto.

Los hortelanos, entonces, comenzaron a mirar con ojos expertos esos árboles renovados. ¿Qué había sucedido? ¿Qué milagro o qué abono había provocado el fenómeno? ¿Cómo era posible que, en una noche, lo que fue viejo y descuidado se hubiera transformado en joven y esplendoroso?

La respuesta llegó con el grito de un niño:

—¡Miren!

En el tronco de un árbol, escrito sobre un papel muy blanco y con letras tan doradas como las manzanas, decía:

Desconfiad de lo que parece y no es. Buscad en la naturaleza toda fuente de vida

LAS HESPÉRIDES

¿Y qué pasó con el camión?

Como a su vuelta ya nadie lo quiso en el pueblo, dicen que ahora anda en las grandes ciudades tratando de convencer a los que no tienen árboles frutales.

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MILAGRO EN LA CASA DE LOS SECO

Era una tarde calurosa de octubre. El pavimento recalentado devolvía reflejos brillantes que aumentaban el sofoco de los transeúntes. Ni un árbol refrescaba el ambiente en esa calle

desnuda. Los frontis grises de las casas habían tomado también ese color soporífero y enceguecedor de los suelos. Las puertas de madera descascaradas parecían clamar por un verde que las cubriera.

Unas cuantas nubes se movían en el cielo; sin embargo, su aspecto oscuro, en lugar de invitar a la frescura, aumentaba la sensación de agobio.

En la casa de los Seco, la situación no cambiaba: el brillo de la pantalla de televisión hería los rostros embobados de los cinco niños y los acariciaba con esa luz impersonal que endurecía sus expresiones. Una voz con acento nasal invadió la pequeña habitación:

"Ahora, amiguitos..., ¡qué felicidad volver a encontrarnos con nuestro héroe El Rompetodos, enfrentado a la lucha del cruel Supertitán..."

—¡Bajen el volumen! —gruñó un hombre desde el baño.

—¡Cambien de canal! —alegó desde la cocina la voz de una mujer. —¡Yo quiero ver el boxeo! —¡Cállense que no oigo! —gritó una muchacha subiendo el volumen de la radio de pilas.

—¡Ay, mi ojo! —¡Antipático! —¡Papá!

El hombre salió del baño: —¿Por qué no haces callar a esos niños? —increpó a su mujer, en la cocina, con voz dura.

Ella se asomó en el umbral, mientras secaba las gotas de sudor que corrían por sus sienes:

—¿No ves que estoy ocupada con el almuerzo?

El hombre suspiró y miró a sus hijos.

—¡Basta de peleas! Ahora vamos a ver el fútbol.

La hija mayor se levantó y se fue a su dormitorio dando un portazo. Los mellizos volvieron a trenzarse a puñetes y los otros dos —ya adolescentes— hicieron un gesto de fastidio, sin tener muy claro el porqué.

En la cocina, la madre, afirmada en el lavaplatos, miró con hostilidad por la ventana las baldosas resquebrajadas de ese patio desnudo, donde el sol inclemente deshacía una inútil manguera y donde no había una sola hoja que contuviera sus rayos.

Entonces, la estridencia del timbre sobresaltó a toda la familia.

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—¡Aaabraaaan! —la voz agria de la mujer sonó por encima del relato del fútbol.

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Bajo la mirada enérgica del padre, uno de los mellizos se levantó con desgano para abrir.

Un aroma suave, a menta y a violetas, refrescó bruscamente la habitación. El hombre y sus hijos quedaron con los ojos clavados en la puerta. Allí, tres mujeres delgadas y rubias, con vestidos que ondeaban como si una brisa inexistente los moviera, preguntaron sonrientes:

—Traemos plantas y flores. ¿Aceptan el regalo?

Nadie supo qué responder. Ellas repitieron la pregunta. Esta vez la voz que contestó vino de la cocina:

—¿Quién dijo flores?

El dueño de casa se incorporó y, entre tímido y confundido, convidó a las recién llegadas a pasar.

Eufrosine, Talía y Aglaé irrumpieron entonces en la sala de la casa. Y lo que sucedió fue para la familia Seco una insólita sorpresa: las Tres Gracias, cantando, comenzaron a distribuir flores y plantas en los lugares que siempre debieron estar cubiertos por ellas. Una sensación de alegría animó lentamente los rostros de grandes y chicos. ¿Era posible que sólo el contemplar un ramo de margaritas les quitara las ganas de gritar? ¿Y el color verde de una aralia diera una sensación de frescura a esa habitación caldeada? ¡Un grupo de helechos en la ventana era como mirar un bosque! ¡Y ese patio hirviente y vacío que los ojos de la dueña de casa contemplando esa misma mañana con agobio, repartía ahora el colorido de un rosal y la frescura de una parra!

La hija mayor canturreaba acompañando el fresco sonido que producía el agua al escapar de la vieja manguera. Mientras tanto ellas, las ninfas, se afanaban en distribuir más y más macetas, que acarreaban desde un carretón tirado por un caballo blanco que, en paciente espera, permanecía detenido frente a la casa. Entonces las ninfas entonaron con sus melodiosas voces:

Regalamos la frescura que aliviará el corazón, para que de tantos hombres se vaya el malhumor.

Y en el interior de la sala el dueño de casa había cambiado el fútbol por una animada conversación con sus hijos adolescentes. Las visitantes sólo sonreían. Los mellizos, entusiasmados, ayudaban a acomodar la tierra de hojas en largas jardineras frente a las ventanas. Y la madre, con ojos rejuvenecidos, preparaba té frío para todos.

Y así, al atardecer, cuando las ninfas se despidieron y el último clap-clap de las pezuñas de Pegaso se escuchó en la esquina, una de las casas de ese barrio inhóspito había dejado de ser triste.

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AVENTURA EN EL DESIERTO

Tres niños del grupo Cervatillos de los boy-scouts se habían perdido. Deambulaban bajo el sol inclemente en busca del árbol en forma de cruz que les indicaría el buen camino; pero los potreros que cruzaban una y otra vez no levantaban de su suelo sino matorrales de contornos amorfos.

—¿Quiere decir que estamos perdidos? —preguntó Pedro, quien, pese a su protector solar factor 8, lucía la piel más roja que granada madura.

—Así parece —musitó Félix, el más pequeño, observando al mayor en espera de aliento.

Sebastián, de doce años, frunció el ceño. Limpió el sudor de su quemada frente y ordenó:

—Caminemos lento para no transpirar y no deshidratarnos: lo dice el Manual de los Cortapalos.

—Pero ¿dónde estamos? —insistió el menor, con ojos de susto.

—Creo que nos desviamos como... ocho kilómetros del campamento. Tendremos que caminar unas... dos horas todavía.

—No puedo más de dolor de cabeza —se quejó Pedro.

—Y yo tengo sed —dijo Félix.

—Nos queda sólo una cantimplora con agua, así es que tendremos que cuidarla —advirtió Sebastián.

Reiniciaron la caminata. Sus gruesos y toscos zapatos se hundían en la tierra y partían los terrones resecos; el sol del mediodía los obligaba a inclinar la cabeza y entrecerrar los ojos: tanto era su resplandor. Sentían cómo el sudor se deslizaba bajo sus camisas. De cuando en cuando levantaban sus cabezas en busca de la sombra de algún árbol; pero nada más que potreros, pelados como una duna, se extendían ante su vista.

Ya no hablaban. La respiración de Félix se hacía más agitada, y de pronto cayó al suelo con un grito de dolor. Sebastián se acercó de inmediato:

—¡Lo único que nos faltaba! ¡Metiste el pie en una trampa de conejos! ¡Pedro: ven a ayudarme!

Pero Pedro se había sentado en el suelo y apoyaba sus manos en la frente. Tenía los ojos enrojecidos y parecía a punto de dormirse.

—¡No sé por qué el sol pega tan fuerte, nunca me había pasado esto! —murmuró Pedro, antes de desmayarse.

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Sebastián, solo entre sus compañeros caídos, no podía creer lo que estaba sucediendo.

—¡Espérame! —le gritó a Félix que lloriqueaba, con su pie preso. Y corrió hacia el otro con la cantimplora en la mano. Nervioso, vació todo el precioso contenido en la cabeza del exánime compañero.

Este abrió los ojos:

—¡Ay, llévate el sol, Sebastián, llévate el sol!

Y se volvió a desvanecer.

Sebastián, de pie frente a Pedro, que ahora exhibía un color rojo violáceo, sólo atinó a sacarse la camisa para cubrir cabeza y hombros del caído. Volvió entonces hacia Félix que, entre gemidos, tironeaba su tobillo.

Los dos niños forcejearon con ahínco la metálica trampa, pero ésta, en lugar de ceder, apretaba. Más allá Pedro, bajo la camisa, ya no se movía.

—¡Si al menos se escondiera el sol! —gritó Félix, con lágrimas en los ojos—. Me voy a morir de dolor y sed...

Sebastián, ahora con sus hombros desnudos, sentía cómo los rayos del sol se hundían en su espalda. Sacó el Manual de los Cortapalos de su bolsillo, y buscó "insolación".

—Busca primero Trampas de conejos —pidió Félix, ansioso.

—Es más grave lo de Pedro —le respondió el amigo. Y leyó—:

Cubra el cuerpo del insolado con una sábana húmeda. Protéjalo de los rayos solares y déle líquido en abundancia.

Sebastián cerró el libro de un golpe. —Estamos fritos.

El sol respondió acentuando más su calor. Félix se puso a llorar y lamió sus lágrimas con la punta de la lengua. Pedro seguía inmóvil.

"Un boy-scout no puede perder la calma", se dijo Sebastián tratando de consolarse. ¡Pero no sabía qué hacer! Miró con rabia ese cielo que enviaba luces cegadoras y entonces... ¡las vio! ¿Eran siete mujeres o eran siete nubes las que abrían sus mantos largos como praderas verdes en el cielo? ¿Deliraba? ¿O era un sueño? Sintió que un maravilloso frescor le invadía la espalda y los rayos del sol se atenuaron con dulzura. ¿Era esto posible? Félix, con la mano aferrada a su tobillo, preguntó:

—Sebastián: ¿nos estaremos muriendo? Pero su amigo no respondió. Seguía con la vista fija en lo alto. ¡Sí, realmente eran

siete mujeres las que cubrían el espacio sobre sus cabezas y sujetaban con sus manos enormes velos verdes! ¡Ellas eran las que contenían los inclementes rayos! La voz de Félix se escuchó nuevamente:

—Sebastián, nos acabamos de morir, porque viene un ángel a buscarnos...

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—No es un ángel, es un caballo —fue la respuesta del atónito muchacho.

En efecto, desde muy arriba y trayendo como jinete a una de las siete pléyades, descendía Pegaso. Con un batir de alas que surtió el efecto de un inmenso ventilador, se posó a unos metros de los niños. Una vez allí, Maia —la hermosa pléyade—, con un brillo de estrellas en su sonrisa, se acercó al desvanecido Pedro. Y levantando amorosamente la cabeza del niño entre sus manos, le entreabrió los labios y dejó caer en la boca un líquido dulce y transparente. Los otros dos, inmóviles y expectantes, vieron cómo su amigo entornaba lentamente los ojos y sonreía para decir:

—¡Qué bueno, se llevaron a ese sol!

Maia sonrió otra vez. Un gesto de su dedo bastó para que Pegaso se acercara. La pléyade miró entonces a Sebastián y Félix, que la observaban casi sin respirar, y les dijo:

—¿Qué les parecería regresar al campamento en el lomo de un caballo alado?

Horas más tarde, sentados frente al fuego nocturno del campamento, y ya repuestos de su odisea, los tres amigos repetían una y otra vez la aventura. Sin embargo, nadie creyó una palabra. ¿Mujeres que cuelgan del cielo? ¿Caballo con alas que diserta sobre la capa de ozono? ¡Visiones de insolados!

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¡SALVEMOS LA ANTÀRTICA!

La misión de las ninfas estaba casi terminada. Aunque no habían podido solucionar todos los problemas ecológicos que amenazan hoy al planeta, al menos habían logrado introducir en algunos hombres la idea de cuidar la naturaleza. Ahora, instalados dentro del iglú construido hace varios años por niños representantes de los cinco

continentes,* conversaban con un pingüino.

—Querido amigo —dijo Pegaso, dirigiéndose a su anfitrión—: nos encontramos en este continente helado porque sabemos que está en peligro, pero nuestra visita es sólo de carácter informativo, ya que no tenemos ninguna ninfa experta en hielos... (* Véase el Epílogo.)

El pingüino tomó un aire doctoral, cruzó sus manos en las espaldas y levantó la mirada hacia el techo del iglú, como para poner en orden sus pensamientos.

—¿Qué pasa exactamente en la Antártica? —se impacientó la hamadríada, creyendo que el ave no iba a contestar.

Esta le hizo un gesto de calma con su ala derecha y dio tres balanceados pasos:

—La Antártica, distinguidos visitantes, es el único continente virgen que queda en la Tierra, y la supervivencia de la humanidad entera depende en gran parte de la protección de este territorio helado.

—¿Y de qué hay que protegerlo? —preguntó la oceánida.

—Si ustedes piensan que los hielos de este continente representan el setenta y cinco por ciento del agua de todo el planeta, podrán imaginar lo que sucedería si estos hielos se derritieran...

—¿Y por qué se van a derretir ahora si no lo han hecho en millones de años? —se asombró una de las Gracias.

—Porque resulta que en el subsuelo de la Antártica, bajo tres kilómetros de hielo, hay minerales codiciados por el hombre. Entonces... ¡boom! —exclamó el pingüino dando un salto, mientras aleteaba con sus aletitas.

—¿Boom? —preguntaron las tres Gracias, abrazándose asustadas.

—¡Dinamita! —explicó el pingüino, mirando a su auditorio—. Para extraer esos minerales los hombres emplean dinamita...

—... y esas explosiones provocarán el derretimiento de los hielos, con lo que el nivel de los océanos subirá —continuó Pegaso, que había seguido la explicación atentamente.

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—¡Exacto! —dijo el pingüino, dando otro, par de pasos antes de continuar—: Y al subir el nivel de los océanos se pueden producir no sólo inundaciones en los puertos más importantes del mundo, sino que también los cambios de clima tan drásticos como una terrible sequía en África...

Las Horas, junto a Pegaso, se estremecieron.

—¿Tienen frío? —preguntó el pingüino.

—No, sólo que nos aterra la inconsciencia del hombre que está destruyendo su propio planeta —respondió una de ellas.

—¡Anímense! Por algo este lugar pertenece a todos los niños del mundo: ¡ellos salvarán la Tierra! —los reconfortó el amable pájaro.

—¡Es de esperar! —comentó Pegaso, y relinchó.

El pingüino siguió entusiasmado:

—Llegará un día en que se acabarán los experimentos con bombas atómicas, terminarán las guerras y la pobreza, y la voz de los hombres cuerdos se alzará por sobre la de aquellos que sólo defienden intereses económicos egoístas...

—¡Pero eso sería el Olimpo! —comentó el caballo alado.

El ave lo miró con seriedad.

—Así es. Sería como el cielo. Y ahora que estamos en diciembre, el mes de la Navidad, ¿cómo no voy a ser optimista?

Sobre las nieves eternas de los glaciares y el azul transparente del mar austral, Pegaso se elevó por los aires con su preciosa carga en el lomo. Abajo quedaba la Tierra, ese lugar del universo al que ellos, los seres mitológicos, habían volado para enseñar a cuidar.

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EPÍLOGO

En enero de 1990, una delegación de niños, junto a Jacques Cousteau, visitó la Antártida. Construyeron un iglú, en el que clavaron, a modo de símbolo, la bandera con la cual expresaban que los niños del mundo habían tomado posesión de ese continente.

Los niños y niñas que participaron en esta maravillosa aventura fueron los siguientes:

Gerónimo Brunner, chileno, 11 años.

Cory Gillmenr, norteamericana, 12 años.

Kelly Jean Mathenson, australiana, 11 años.

Fumiko Matsumoto, japonesa, 11 años.

Elise Otzenberger, francesa, 11 años.

Oko Joseph Shio, africano de Tanzania, 12 años.

¿Quién seguirá ahora a cargo de esta importante misión?

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LAS AUTORAS

Jacqueline Balcells nació en Valparaíso. Estudió periodismo en la Universidad Católica de Chile, pero ha destacado principalmente por sus cuentos para niños y adolescentes. Y no sólo en Chile. Sus primeras publicaciones aparecieron en Francia, donde la prestigiosa editorial Bayard Presse incluyó varios de sus cuentos en la colección J'aime lire. Uno de ellos, La pasa encantada, fue uno de los títulos más vendidos en 1984, alcanzando a más de 250.000 ejemplares.

Antes de iniciarse como escritora Jacqueline Balcells fue "contadora" de sus propios relatos: ella inventaba tramas y creaba argumentos para entretener a sus hijos, quienes se convirtieron en sus primeros críticos.

Entre sus obras publicadas en Chile están El niño que se fue en un árbol, El archipiélago de las Puntuadas, El polizón de la Santa María, El país del agua, Cuentos de los Reinos Inquietos y El mar de las maravillas.

Ana María Güiraldes nació en Linares. Desde su niñez fue una gran lectora, siempre atenta a la última novedad que aparecía en librerías. Envalentonada por algunos premios en concursos literarios a nivel escolar, decidió muy temprano que su futuro sería profesora de Castellano y, tal vez, escritora. Así, en 1969 egresó de la Universidad Católica y, más tarde, casada, y con el primero de sus cinco hijos recién nacido, comenzó a escribir en forma profesional. Sus cuentos para niños aparecieron en revistas y diarios, y en 1970 fue llamada a colaborar en el suplemento infantil "Pocas Pecas", de El Mercurio, donde dio vida al personaje del mismo nombre.

Aunque a partir de entonces ha escrito varios libros para adultos, la mayor parte de su obra está dedicada a los niños. Entre sus libros podemos mencionar Ratita Manta, Un embrujo de cinco siglos, El castillo negro en el desierto, El violinista de los brazos largos y muchos más.

Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes han formado una interesante dupla, y juntas han escrito un importante número de obras de gran éxito. Entre éstas destacamos una trilogía de ciencia ficción integrada por A venturas en las estrellas, Misión Alfa Centauro y La rebelión de los robots, para la cual contaron con la especial participación de Alberto Balcells; dos volúmenes de cuentos policiales titulados Treces casos misteriosos y Querido fantasma, en los que el lector debe participar descubriendo al culpable.

Últimamente, Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes han creado otra serie, también policial, protagonizada por Emilia, una jovencita poseedora de una certera intuición para descubrir culpables. Los dos primeros títulos, que ya se han convertido en favoritos de los lectores jóvenes, son Emilia. Intriga en Quintay y Emilia y la Dama Negra. A éstos se une ahora el tercer título: Emilia.

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Cuatro enigmas de verano. Son cuatro historias en las que los lectores se volverán a encontrar con la simpatía y la agudeza de Emilia.

INFORMACIONES SOBRE LOS PERSONAJES

¿QUIÉNES SON LOS PERSONAJES MITOLÓGICOS QUE APARECEN EN ESTOS CUENTOS?

Pegaso: Caballo alado, corcel de las musas, el gran protagonista de estas historias.

Musas: Son nueve hermanas que se ocupan de guiar el pensamiento de los hombres a través de la dulzura. En Grecia acompañaban a los reyes y les dictaban las palabras necesarias para restablecer la paz. Calíope es la primera de las musas en dignidad y representante de la poesía épica.

Nereidas: Son divinidades que personifican las olas del mar. Viven en el fondo marino, en el palacio de su padre, sentadas en tronos de oro. Son bellas y pasan su tiempo cosiendo, tejiendo y cantando. Los poetas las imaginaban nadando entre tritones y delfines. Doris es la nereida que protagoniza uno de los cuentos.

Hamadríadas: Son las ninfas de los árboles. Nacen con el árbol que protegen, y comparten su destino. Se ponen felices cuando el agua del cielo riega los bosques y guardan luto cuando los árboles pierden sus hojas. Dicen que las hamadríadas son muy longevas, que viven varios siglos. A pesar de su edad, Crisapelea, la hamadríada que protagoniza otro de los cuentos, representa apenas veinte años.

Náyades: Son las ninfas del agua. Encarnan la divinidad de fuentes y arroyos. Tienen fama de curanderas, y los enfermos griegos bebían de sus aguas para sanarse. Pero, como son muy celosas de la pureza de sus fuentes, se enfurecen cuando alguien se baña en ellas. Dice una leyenda que Nerón se sumergió en la fuente de Marcia —la ninfa protagonista de una de las historias del libro— y sufrió una parálisis y fiebre alta.

Las Horas personifican la idea de brotar, crecer y fructificar. Presiden el ciclo de la vegetación y sostienen en la mano una flor o una planta. Tres de ellas —Thallo, Auxóy Carpo— intervienen en una de las historias salvando a unos pequeños insectos.

Hespérides: Son las ninfas del atardecer. Su misión principal es la de vigilar, con la ayuda de un dragón, el jardín de los dioses donde crecen las manzanas de oro, regalo que la Tierra hizo a Hera, cuando ésta se casó con Zeus. Ellas salvan el huerto de una de las historias.

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Las Tres Gracias: Son divinidades de la belleza. Reparten la alegría de la naturaleza en el corazón de los hombres. Viven en el Olimpo en compañía de las musas, con las cuales cantan. Siempre se las ve abrazadas. Sus nombres son Eufrosine, Talía y Aglaé.

Pléyades: Son siete hermanas que se convirtieron en las siete estrellas de la constelación de las Pléyades. Según la leyenda, su transformación en estrellas habría sido causada por la pena que sintieron cuando su padre, el gigante Atlas, fue condenado por el dios Zeus a cargar el cielo sobre sus espaldas. Convertidas en estrellas, estarían siempre con él.

Oceánidas: Son hijas del océano. Personifican los ríos y las vertientes. Son 41 hermanas y en uno de estos cuentos aparece Atix, la mayor de ellas.

Las Sirenas aparecen como invitadas especiales.

Según la mitología griega, contrariamente a lo que siempre hemos sabido, se dice que las sirenas son demonios marinos, mitad mujeres y mitad pájaros. La representación de las sirenas como mujeres-peces es posterior y no corresponde a su origen.

Las sirenas, según la leyenda más antigua, vivían en una isla del Mediterráneo y atraían con su música a los marinos que navegaban frente a sus costas. Y cuando éstos, embrujados por su canto, se acercaban, los barcos encallaban en las rocas que rodeaban la isla y ellas, entonces, se comían a los náufragos. En este libro las encontraremos ayudando a Doris, la nereida que protagoniza una de las historias.

OTROS PERSONAJES DEL OLIMPO QUE SE NOMBRAN EN LOS CUENTOS

Apolo: Dios de la música y de la poesía. Hijo de Zeus y de Léto.

Hera: La diosa griega más importante. Esposa del dios Zeus, cabeza de todos los dioses.

Ulises: Es el héroe más célebre de la antigüedad. Su leyenda está en el famoso relato de La Odisea, escrita por Homero. Cuenta La Odisea que Ulises, en uno de sus viajas, cuando pasó cerca de la isla de las sirenas, ordenó a su tripulación taponearse los oídos con cera para que no escucharan su canto, y él mismo se hizo atar al mástil de la embarcación para escucharlas sin ceder a su llamado. Desesperadas con su fracaso, las sirenas se lanzaron al mar y murieron.

Orfeo: Según la mitología griega, Orfeo era el mejor músico del mundo. Era hijo del dios Apolo —quien le enseñó a tocar la lira— y de la musa Calíope.