Cuentos infantiles, parte IV

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CUENTOS INFANTILES PARTE IIII VARIOS AUTORES

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Cuarta parte de una recolección de cuentos infantiles que realicé para encargo.

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CUENTOS

INFANTILES

PARTE

IIII VARIOS AUTORES

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CUENTOS INFANTILES

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IIII

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EL ZORRO GLOTÓN

Un buen día, un zorro encontró una cesta de comida que unos granjeros habían dejado en el hueco de un árbol. Haciéndose tan pequeño como pudo, pasó por el estrecho agujero para que los demás animales no le vieran zampándose aquel rico banquete. El zorro comió, comió, comió... y comió todavía un poco más. ¡No había comido tanto en toda su vida! Pero cuando terminó

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todo y quiso salir del árbol, no pudo moverse ni un centímetro. ¡Se había vuelto demasiado gordo para salir por el hueco! Pero el zorro glotón no cayó en la cuenta de que había comido demasiado y pensó que el árbol se había hecho más pequeño. Asomó la cabeza por el agujero y gritó: -ISocorrooo! iSocorrooo! Sacadme de esta horrible trampa. En ese mismo momento, una comadreja pasó por allí y, al verla, el zorro exclamó: -Oye, comadreja, ayúdame a salir. El árbol está encogiendo y me está aplastando. -A mí no me lo parece -rió la pequeña comadreja- El árbol es igual de grande que cuando lo he visto esta mañana. Quizá tú hayas engordado. -¡No digas tonterías y sácame de aquí! -le chilló el zorro— Me muero, en serio. A esto la comadreja replicó: -Lo tienes bien merecido por comer demasiado. Lo malo es que tienes los ojos más grandes que el estómago. Tendrás que quedarte ahí hasta que adelgaces... y entonces podrás salir. Así aprenderás a no ser tan glotón. El pobre zorro tuvo que quedarse dos días y dos noches en su triste encierro. ¡Nunca jamás volvería a comer tanto!

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FLORECILLA SILVESTRE

El payasito Elarhú, una tarde mientras se daba el espectáculo

del circo recordó a Florecilla Silvestre, aquella flor que por su blancura, una mañana de abril le había deslumbrado. Era sábado cuando Elarhú al sentirse solo, triste y aburrido, empezó a andar sin rumbo alguno. De pronto se encontró en el campo y ¿oh sorpresa!, en medio de tanta hierba vio que asomaban los pétalos muy blancos de una flor. ¡Qué linda es! se dijo, hay tantas hierbas a su alrededor que no le dejan lucir su belleza y hasta está desvanecida. Y

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¡claro! como no va a estar así, si estas hierbas la están asfixiando. Elarhú de inmediato empezó a quitar las hierbas más próximas de aquella flor en su deseo de reanímala. Pero eso no bastaba, Florecilla necesitaba algo más. Ya sé, se dijo Elarhú, le daré mi aliento y empezó a soplarle despacito y con mucha suavidad, pero Florecilla seguía desvanecida. ¡Necesita agua! pensó Elarhú tenía con é una cantimplora, no lo dudó un instante y la regó. Pero, ¿qué pasó?, el agua no llego a Florecilla. ¡Que torpe soy! se dijo Elarhú. Debí quitar más hierbas, tener más paciencia y realmente regarla. No debí vaciar el agua de un sopetón, ¡ Qué pena! ya no me queda ni una gota. Muy preocupado al ver que florecilla no se reanimaba, pensó ¿qué podría hacer? En eso, el payasito Elarhú, recordó como hacía reír a las personas que asistían al circo y le ofreció a Florecilla todo un espectáculo. Florecilla Silvestre ( como la bautizó Elarhú) pore ese gesto que tuvo el payasito le obsequió una linda sonrisa y una mirada muy tierna. ¡Necesitas que te cuiden! dijo Elarhú a Florecilla Silvestre. Luego agregó: -No te prometo nada, tengo tanto trabajo en el circo, pero tú necesitas que te cuiden. Vendré a verte a mitad de semana y traeré abundante agua para regarte. Así lo hizo Elarhú, el día miércoles estaba ya de regreso. -¡ Florecilla Silvestre!, ¡ Florecilla Silvestre! gritaba el payasito conforme se iba acercando a ella. Florecilla al verlo se alegró mucho. El payasito Elarhú para expresarle su cariño, frotó su naricita en los pétalos de Florecilla Silvestre y esta vez la regó con mucho cuidado.

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¡Qué tiempo haría que a Florecilla Silvestre nadie la regaba! que de inmediato absorbió todo el agua y se puso muy pero muy bonita. -¡Que bella estás Florecilla Silvestre! le dijo el payasito Elarhú, tus pétalos están sonrosados y brillantes. -¡Mírate! dijo Elarhú a Florecilla Silvestre al verse tan linda exclamó: -Gracias por ponerme bonita Elarhú. -Tú eres muy bella, Florecilla le dijo el payasito. Lo único que necesitas es que cuiden y yo te cuidaré. Así lo hizo el payasito Elarhú, cada mitad de semana iba a verla a Florecilla Silvestre, frotaba su naricita en sus pétalos, la regaba con sumo cuidado y no permitía que crezcan hierbas a su alrededor. Florecilla le agradecía envolviéndolo con su fragancioso aroma, lo cual halagaba mucho a Elarhú. Y así fueron pasando una y otra semana; uno y otro mes. Florecilla Silvestre ya se había acostumbrado a los cuidados del payasito Elarhú y a la forma tan peculiar con él le expresaba su cariño, que al llegar a media semana ya se ponía impaciente a esperarlo. Pero un miércoles, que debería Elarhú irla a vez, no apareció. Florecilla se puso muy triste. ¿Le habrá pasado algo? pensó y aguardó toda la semana con angustia y melancolía. Ya finalizando la semana y al vez que Elarhú no aparecía, su pena fue tan, pero tan profunda, que de sus bellos ojos escaparon dos gruesas gotas de lágrimas. De pronto escuchó: -¡Florecilla Silvestre!, ¡Florecilla Silvestre! Era la voz inconfundible del payasito Elarhú. Florecilla se alegró tanto que hasta dio un brinco su corazón. Efectivamente era el payasito Elarhú, pero estaba tan diferente, como si quisiera esconder algo que le preocupase.

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Tenía el maquillaje más acentuado y la naricita muy , pero muy colorada. Florecilla quiso preguntar a Elarhú por qué estaba tan cambiado y sobre todo por qué tenía la naricita tan colorada. ¿Habrá frotado otros pétalos? pensó Florecilla; pero prefirió quedarse callada y esperó a ver que decía Elarhú. El payasito empezó a contarle a Florecilla con muchas incoherencias que acabaron por desconcertarla. Elarhú hablaba de una y otra cosa, que se suponía Florecilla debía estar bien informada, sin embargo Elarhú jamás le había contado de todo aquello, y al naturalidad con que lo hacía aumentó más su desconcierto. Elarhú no frotó su naricita como otras veces y ni se preocupó por echarle agua a Florecilla, por lo que esta le preguntó: - Elarhú ¿trajiste agua? - Si, por supuesto, contestó Elarhú, Ahora te riego. Pero Elarhú solo estaba físicamente allí, sus pensamientos estaban en otro lado. Cogió su cantimplora y vació de golpe el agua. Y como estaba tan, pero tan distraído, el agua fue a dar a un costado. Parecía la primera vez, cuando a Florecilla no le cayó ni una gota de agua. Elarhú ni reparó en ello y se despidió de Florecilla Florecilla sintió en esa despedida, un adiós para siempre. Y realmente no se equivocó, Elarhú nunca más apareció por esos campos. Florecilla Silvestre quedó muy apenada, no entendía ni cómo ni por qué Elarhú se había marchado. Su tristeza era tanta que su pétalos empezaron a marchitarse y las hierbas cada vez se multiplicaban más a su alrededor. Así fue pasando el tiempo y Florecilla parecía que de melancolía se iba a morir. Un mañana que parecía era el fin de Florecilla pues se había desvanecido por completo, vio a su lado que había una pequeña flor.

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Un botoncito muy tierno asomaba a la tierra muy cerca de ella. Esto la reanimó de inmediato y volvió su corazón a alegrase y sus pétalos a relucir su belleza. Florecilla Silvestre no estaba sola, tenía un retoñito a quien cuidar y por ese botoncito ella vive alegre como ninguna Florecilla del campo lo fue jamás.

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GOBOLINO, EL GATO AVENTURERO

Brincando por un camino polvoriento, el pequeño Gobolino se preguntaba qué aventuras le aguardarían. Cuando nació era el gato de una bruja. Hasta ayer había sido un feliz gato faldero, pero ahora debía emprender una nueva vida. Al atardecer llegó a una ciudad bulliciosa. Las luces de las ventanas le hacían guiños y parecían grandes ojos amarillos. En montones de hogares felices crepitaba la lumbre, y gatos gordos y comodones dormitaban bajo las sillas. Pero Gobolino no pertenecía a nadie... y nadie pertenecía a Gobolino.

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Saltó al alféizar de una ventana y echó una ojeada al interior. Dentro de la habitación se veían docenas de grandes jaulas. Y dentro de cada jaula había un gato sentado en un cojín de terciopelo azul. Un anciano estaba sentado ante una mesa cortando carne y poniéndola en doce platos azules. La piel de los gatos era muy lustrosa, tenían los ojos brillantes y los bigotes limpios. Gobolino les oía ronronear incluso a través de la'ventana. "Se les ve muy cuidados y contentos", pensó. "Pero nadie que tenga tantos gatos querría tener otro más." En aquel momento, se abrió la puerta de par en par y se oyó una voz que decía: -Gatito, gatito, lindo gatito, ¡ven aquí! "¡Oh, me está llamando a mí!", pensó Gobolino entusiasmado. El anciano recogió a Gobolino y lo depositó en una jaula vacía con un cojín azul y un plato de carne. Al cabo de un rato, Gobolino se dirigió a la gata de la jaula vecina. -¿Qué hacemos en estas jaulas? -le preguntó. -¿No lo sabes? -se burló la gata-. Ahora eres un gato de exposición. Por la mañana, el anciano cepilló y peinó a sus gatos uno por uno. Se sorprendió un tanto al ver las chispitas de colores que salían de la piel de Gobolino, pero no dejó de decirle lo bonito que era. -¡Qué piel, qué cola, qué colorido y qué preciosos ojos azules!... Los otros gatos gruñeron. -Mira, están celosos -dijo el anciano mientras anudaba una cinta roja alrededor del cuello de Gobolino. -¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó Gobolino a la gata de al lado. -¿No lo sabes? -contestó ella desdeñosa- Mañana es el día de la exposición de gatos. Van a llevarnos a todos. Mucho antes de llegar, Gobolino pudo oír los maullidos de los cientos y cientos de gatos reunidos en la exposición: allí

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habían gatos grandes, pequeños; gatos negros, blancos, atigrados; gatos persas; gatos gordos, flacos, guapos, feos..., y todos los gatos de nuestro anciano. Entre ellos estaba Gobolino, el gato de la bruja, con sus ojos candorosamente azules. Al ver a Gobolino, algunos gatos empezaron a cuchichear: -¿Quién es ese gato negro tan raro? No estaba aquí el año pasado. -No, es nuevo -decían otros. Aunque Gobolino no podía oír todas las frases, las jaulas eran todas un susurro: "¡Gobolino! ¡Gobolino! ¡Gobolino!" Fueron pasando los jueces examinando a los gatos. Al cabo de un rato, sacaron unas tarjetitas de colores y las prendieron en los más bonitos. El vecino de Gobolino tenía una tarjetita de color rojo en la que ponía "PRIMER PREMIO". El gato de enfrente llevaba una azul. El anciano corrió entre las jaulas acariciando a los que habían conseguido premios y prometiéndoles toda clase de ricos manjares para la cena. Entonces, el juez principal se levantó para proclamar al mejor gato de la exposición. ¡Era Gobolino! Por unos momentos reinó un gran silencio; después, silbidos; luego, bufidos, y, finalmente, grandes lamentos. Los iracundos gatos continuaron protestando hasta que, de una de las jaulas, surgió un gran rugido: "¡Gobolino es el gato de una bruja!". Por todas las jaulas se extendió el furioso murmullo: "¡Gobolino es el gato de una bruja!". Al oír los silbidos y los bufidos, los jueces se pusieron pálidos. -¿Por qué, por qué nacería yo en casa de una bruja? -dijo Gobolino acurrucándose en su jaula- No quiero ganar premios. Sólo quiero un hogar. ¿Qué va a ocurrirme ahora? El anciano fue obligado a marcharse de allí rápidamente y a llevarse todos sus gatos. Al salir, abrió la puertecita de la jaula de Gobolino y le dejó abandonado en la calle tras increparle.

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-¡Criatura miserable! ¡Aléjate! No quiero volver a verte nunca más. Colocó a los demás gatos en su carreta, fustigó al flaco caballito y se alejó a galope entre una nube de polvo. A Gobolino no le dio ninguna pena verlos marchar. En verdad, no le había gustado nada ser un gato de exposición, y eso de vivir en una jaula le parecía muy aburrido. "Estoy seguro de que, en alguna parte, hay un hogar donde me querrán", pensó. Dejando atrás la ciudad, Gobolino corrió hacia el sur en dirección al mar. Pasó por ciudades y villas, por cabañas y por granjas. Pero en ninguna parte le recibieron bien. Así pues, su corazón dio un brinco cuando divisó el mar, con sus reflejos de plata, y los barcos, de grandes velas blancas. Al llegar al muelle, se sentó al sol y no se cansaba de mirar los barcos, las gaviotas y los marineros. Súbitamente, de entre un montón de cuerdas salió un ratón. Gobolino lo cazó de un solo zarpazo. -¡Bien hecho! -dijo alguien tras él. Era la voz de un joven marinero que le miraba con una sonrisa amistosa. -En mi barco, el Mary Cruz, hay muchos ratones, y no tenemos ningún gato. ¿Te gustaría venir con nosotros para atraparlos? "¡Por fin!, aquí hay alguien que me necesita", pensó. Y contestó al marinero. -Seguro que me gustará el mar. ¡Gobolino, el gato del barco! Navegaron por océanos llenos de sol, por islas maravillosas y arrecifes de coral. Pero una mañana, el viento encrespó las aguas y la sombra de una bruja marina se proyectó sobre el barco. Los marineros la vieron volando allá, arriba, pero creyeron que era una gaviota. Al caer la noche arreció la tormenta y las olas se hicieron tan altas como montañas. El Mary Cruz navegaba a bandazos, el viento aullaba y crujían los maderos. Las olas se estrellaban

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sobre la cubierta. Por dos veces Gobolino estuvo a punto de caer por la borda, arrastrado por el agua. Entrada ya la noche la tormenta se recrudeció. "¿Es que no se va a acabar nunca?", pensó Gobolino mientras rodaba de un lado para otro. Al amanecer la tormenta continuaba. Pero entonces Gobolino escuchó un sonido nuevo. Era la voz de la bruja marina que entonaba esta canción: Por fin el Mary Cruz al fondo se hundirá, de su tripulación nadie se salvará, pues ningún marinero de cuantos lleva dentro sabría deshacer mi viejo encantamiento. Un antiguo recuerdo asaltó a Gobolino. Recordó que, hacía mucho, mucho tiempo, estando en la cueva de la bruja, había escuchado las siguientes palabras: "Sólo hay una manera de deshacer el encantamiento de una bruja: se ha de saltar sobre su sombra y gritar ¡TONTERIAS!". Nadie vio al gatito trepar por los cabos del barco hasta el nido de la corneja. Hubo de agarrarse bien fuerte. Las olas empapaban su piel y llenaban de agua sus ojos. Como el sol estaba cubierto por grandes nubes, la bruja marina no proyectaba sombra alguna. De repente, retrocedieron las nubes y el sol apareció en un trocito de cielo azul. Los marineros descubrieron a Gobolino allá arriba, sobre ellos, y escucharon su voz que resonaba más fuerte que la misma tempestad: -¡Ama, oye, ama!, ¿no me conoces? Soy Gobolino, el gato de la bruja: no dejes que me ahogue en este horrible barco. La bruja marina, al oírle, le contestó: -¿Es eso cierto? ¿Qué estás haciendo a bordo del Mary Cruz? -Me subieron los marineros. No me pude escapar. -¡Los gatos de las brujas saben nadar como focas! -replicó la bruja marina acercándose cada vez más al barco-. ¡Tírate al agua y nada! Cuando el barco se haya ido a pique te recogeré con mi escoba y te llevaré a casa.

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-¡Está tan lejos y es tan profundo! -sollozó Gobolino-. Tengo miedo. ¡Oh... me estoy cayendo! -¡Bueno, venga! -dijo la bruja-, prepárate para saltar a mi escoba cuando yo pase. Justo cuando la luz empezaba a palidecer, cruzó la bruja por delante del sol. Su sombra se proyectó sobre la cubierta por un instante. Gobolino saltó, pero no a la escoba, sino encima de su sombra, gritando en voz muy alta ¡TONTERIAS! mientras caía. Con un rugido de ira, la bruja desapareció. -¡Traidor, traidor! -gritó, en el momento que el viento la engullía. De repente, se hizo sobre el mar una gran calma. El Mary Cruz estaba a salvo. Los marineros no comprendían lo que pasaba y murmuraban cosas sobre Gobolino. -No era una gaviota. ¡Era una bruja! -Y él hablaba con ella. ¡Yo le oí! -Dijo que era un gato de bruja. -No me extraña que la bruja persiguiera al barco. Todos miraban —-a Gobolino y nadie quería cogerle en brazos ni acariciarle. El gato se sentó en cubierta, triste y solitario. Al mediodía, se acercó a hablarle el capitán. -Oye, Gobolino -dijo afectuosamente-, me temo que tendremos que separarnos. Mis marineros se niegan a trabajar hasta que no te marches. Trae mala suerte llevar a bordo al gato de una bruja. Gobolino asintió, y el propio capitán le llevó a tierra. Los marineros despidieron al gato con grandes saludos, pero él no quería mirar atrás y ver como se alejaba el Mary Cruz dejándole en tierra. Así que siguió adelante valientemente pensando para sus adentros: "No importa. Seguro que alguien ha de querer pronto al pequeño Gobolino"

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GOBOLINO, EL GATO FALDERO

Una noche oscura, Gobolino trotaba por un camino solitario a través de un bosque, cuando vio ante sí a un viejo leñador, caminando con un pesado fardo de leña a sus espaldas. Gobolino se sentía solo y perdido, y se alegró mucho de encontrar a alguien. Silenciosamente siguió al leñador hasta que llegaron a una casita. El viejo dejó caer su carga de madera, se apercibió de la presencia del gatito y le dijo:

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-¡Bueno, bueno! ¿De dónde has salido tú? ¿Tienes hambre, quizás? Seguro que te apetece un platillo de leche. Entra en la casa y te daré de comer. Gobolino se quedó atónito. En la cocina estaba Rosabel, la criada que cuidaba de la dama Alicia en la torre del bosque. ¡Era la nieta del leñador! -¡Rosabel! ¿Qué estás haciendo ahí? -gritó el anciano-. ¿Por qué no estás con tu señora en la torre? Antes de que ella pudiera responder, vio a Gobolino en la puerta. -¡Sácale de ahí! -gritó-. ¡Sácale de aquí! ¡Es un gato embrujado! El hizo que se derrumbara la torre y despertó al dragón. ¡Echale, abuelo! Pero el leñador alzó a Gobolino en brazos y le habló con ternura. -¿Es verdad eso? ¿Eres un gato embrujado? Por toda respuesta Gobolino dejó oír un maullido largo y tristón. El anciano no podía creer que un gato tan bonito pudiera hacer algo realmente malo y se negó a echarle. Al principio Rosabel anduvo enfurruñada y no le hablaba; pero después de unos días también a ella empezó a gustarle Gobolino. Cada mañana Gobolino se instalaba cómodamente en una silla mientras Rosabel lavaba los platos y preparaba la comida. Rosabel, que era muy coqueta, cada noche le pedía a su abuelo dinero para comprar un vestido. Tanto le rogó y le suplicó que por fin el anciano le dio una moneda de plata. A la joven ya sólo le tocaba esperar a que pasara la vieja vendedora de telas de seda y satén. Pocos días después llegó la vieja. -Venga, pase junto al fuego y bébase una taza de té mientras me enseña sus telas -le dijo Rosabel.

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La anciana lanzó una risotada y ató su burro cerca de la casita. Al escuchar esa risa, Gobolino levantó las orejas, se la quedó mirando fijamente y pensó: "Sólo las brujas se ríen así y tienen esas narices tan largas y tan ganchudas." Rosabel eligió una tela de color de oro tan brillante que resplandecía bajo el sol. -¿Cuánto me costaría hacerme un vestido de este hermoso satén dorado? -le preguntó. -Dos monedas de plata -respondió la bruja. -¡Pero sólo tengo una! -¿Y qué? ¿Crees que voy a regalártelo? Cuando ya recogía las telas apresuradamente, dijo Rosabel; -¡No, espere! ¿No aceptaría alguna cosa a cambio? -le rogó la niña-. Puede llevarse mi moneda de plata y uno de estos pasteles, o mi colcha de seda, o el reloj de cuco... -¡Jo, jo, jo, jo! -se rió la bruja- Yo como moras silvestres, duermo en cualquier zanja y para saber la hora miro al sol o la luna. No me ofrezcas pasteles, ni colchas, ni relojes. Hay una sola cosa aquí que aceptaría a cambio. Dame ese hermoso gatito y tu moneda de plata, y puedes quedarte el satén. -¡Pero Gobolino es de mi abuelo! Él nunca me perdonaría que yo le regalara el gato. -Jummm. Bueno, no importa. Si cambias de parecer, estaré tres días en la choza al final del bosque. Durante los dos días siguientes Rosabel estuvo de muy mal talante. Al tercer día cambió de ánimo. Le sirvió a Gobolino un plato de natillas y le halagó con estas palabras: -Gobolino, bonito, mira esto, es mi mejor bolso de terciopelo. ¿Te gustaría dormir en él? "Qué buena es", pensó Gobolino. "Me equivoqué al pensar que tenía mal genio." Y se metió en el bolso. Tan pronto como estuvo dentro, Rosabel ató fuertemente las cintas para que no pudiera salir. -¡Ja, ja! Ahora podré tener mi vestido dorado. Le diré al abuelo que te escapaste.

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Y corrió por el bosque con el bolso de terciopelo hasta que llegó a la choza. La vieja estaba ya empezando a recoger sus cosas para marcharse. -¡Jo, jo! -se rió-. Ya sabía yo que vendrías. Le arrebató el bolso y lo ató a la silla del burro. Rosabel se llevó su satén dorado a cambio de Gobolino y la moneda de plata. Durante semanas y semanas viajó Gobolino a través de una tierra de brujas en la que nunca brillaba el sol. Finalmente la vieja vendedora se detuvo para visitar a una amiga suya que vivía en una cueva en lo alto de una montaña. A la entrada de la cueva un gatito negro con los ojos tan verdes como la hierba recibió a los recién llegados. Era Salima, la hermana gemela de Gobolino. Los dos gatitos se pusieron muy contentos al encontrarse. . Compartieron un gran tazón de sopa cocida en el caldero de la bruja, y Salima le enseñó a Gobolino todos los trucos que había aprendido. Hizo salir extrañas melodías del caldero, acompañadas de cerditos voladores. Hizo invisible a la bruja y, por un instante, volvió roja la piel de Gobolino. -Enséñame ahora tú lo que sabes hacer, Gobolino -pidió Salima -No sabe hacer nada -dijo burlona la vieja- Apenas saca unas chispitas y hace travesuras tontas. Pero se niega a hacer algo malo. -Es verdad. Nunca quise ser un gato de bruja. Los gatos de bruja son malos, malos, malos. ¡Y los hechizos de las brujas son tanto o más crueles! -¡Gato miserable! -chilló la bruja-¿Cruel has dicho? ¡Esa no es palabra para un gato de bruja!

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Lo agarró por la cola y lo arrojó en el caldero. Gobolino se hundía y volvía a sacar la cabeza una y otra vez jadeando... y toda la magia que tenía al nacer se disolvió en el caldo de la bruja. -Salta detrás de mí, hermanito -le dijo Salima montando en una escoba. Con muchísimo esfuerzo Gobolino logró escapar del caldero y trepó a la escoba, que inmediatamente se remontó por los aires, más arriba que la Montaña del Huracán. -Oh, Salima, gracias por salvarme -sollozó Gobolino-. De veras, ¡gracias! -No hay nada que agradecer -respondió Salima- Después de todo eres mi hermano. Pero eres una desgracia para la familia, y no quiero volver a verte. Te dejaré caer, ya es tiempo de que yo vuelva a casa. Vamos ¡salta! Salima le dio un empujoncito con la pata y Gobolino cayó dando vueltas por el aire hasta que fue a dar al fondo de un río. -ÍAy, me ahogo, me ahogo! -gritaba desesperadamente. Cuando era un gatito embrujado podía nadar como un pez. Pero ahora apenas podía mantenerse a flote. Por suerte había unos niños jugando en la orilla. -¡Mira, mira! ¡Es un gatito! ¡Rápido! ¡Saquémoslo de ahí! -Los niños corrieron a por una rama y le pescaron, calado hasta los huesos. -Pero si es Gobolino, el mismo gatito que rescatamos hace muchísimo tiempo. ¿Aún sabes sacar chispitas por el hocico? ¿Y hacerte invisible?

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Gobolino sacudió su cabecita con tristeza. Pero los niños lo arroparon bien y lo llevaron a casa. -Mira, papá -gritaron desde la puerta-¡Mira lo que encontramos ahogándose en el río! Es otra vez ese gatito de bruja. -Los gatos de bruja saben nadar, no se ahogan -respondió el padre. Tomó a Gobolino entre sus manos y lo miró un buen rato. -Este no es un gato de bruja -afirmó finalmente- Es un gatito faldero común y corriente. -Entonces ¿nos lo podemos quedar? -No veo por qué no. Los niños se fueron a dormir, más contentos que nunca. La mujer del granjero le puso a Gobolino un platillo de natillas y más tarde lo dejó dormitar sobre su regazo. Después de tantas aventuras extrañas, Gobolino era feliz. Tenía un hogar para siempre. Por fin conseguía ser ¡el gato faldero!

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GOL DE FEDERICO

Rápido, cada vez más rápido, Federico corría detrás de la pelota. Al conejo Federico le gustaba el fútbol más que todo en el mundo. Podía jugar el día entero sin cansarse nunca. -Federico, entra -llamó su mamá-. Debes vestirte para el cumpleaños de tu hermana. -¡Rayos! -exclamó Federico. Era lo último que quería hacer. -¡Mira cómo estás! -lo reprendió doña Coneja-. Sube inmediatamente a tu cuarto y ponte ropa limpia. Los invitados están por llegar. Federico vio que su madre estaba poniendo las velas en el pastel de cumpleaños de Liza. También había comprado un pastel de café. "Comeré de ese pastel", se dijo decidido.

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Federico todavía estaba furioso por haber tenido que dejar su juego favorito. -Esta fiesta sería mucho más divertida si jugáramos al fútbol en vez de cantar esas estúpidas canciones -rezongó-. Seguro que jugaremos a esas estúpidas sillas musicales o le pondremos la estúpida cola al estúpido burro. Federico se demoró lo más que pudo en vestirse con ropa limpia. Fue el último en llegar. Después de que todos cantaron Feliz Cumpleaños, mamá Coneja comen/ó a repartir el pastel. -Yo quiero pastel de café -dijo Federico. -No, no comerás pastel de café -elijo mamá Coneja-. Es para los grandes. El pastel de cumpleaños es para los niños. -¡Pero yo no quiero pastel de cumpleaños! ¡Yo quiero pastel de café! -gritó Federico, con una verdadera pataleta. -¡No! -repitió su mamá. Federico estaba tan enojado que no se pudo contener. Hizo entonces algo horrible. -Si yo no puedo comer, nadie comerá -dijo, y ¡escupió sobre el pastel! ¡Eso fue el acabóse! Esta vez sí que Federico se había metido en un tremendo lío. -Federico, ¿cómo pudiste hacer eso? -exclamó mamá Coneja espantada- ¡Sube al altillo inmediatamente! ¡Más tarde me ocuparé de ti! Las mejillas de Federico ardían mientras subía las escaleras. Pero realmente no le importaba. El altillo era el taller donde los conejos decoraban los huevos de Pascua. Una habitación grande y agradable, perfecta para jugar a la pelota. De pronto, Federico oyó unos gritos estremecedores que llegaban desde afuera. A lo lejos escuchó un canto aterrador. ¡Hop, hop, hop! Conejitos hop. Somos tres zorros amigos que a buscar hemos llegado los más tiernos conejitos para un delicioso asado. ¡Hop, hop, hop! Conejitos hop.

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Federico miró por la ventana, y vio tres zorros grandes y salvajes. ¡Ahora estaban todos en terribles problemas! Abajo, conejos, conejas y conejitos lloraban y temblaban, cerraron las ventanas v echaron cerrojos a las puertas. Luego todos bajaron al sótano, que era el lugar más seguro. Y con tanto alboroto, nadie se acordó de Federico. ¡Rápido! Había que pensar en hacer algo. Federico tomó un enorme canasto lleno de huevos y lo arrojó por la ventana. En ese momento, los zorros llegaban corriendo dispuestos al ataque. Pero tropezaron, cayeron y chocaron entre ellos en la resbaladiza mazamorra de los huevos rotos. I.os salvajes animales no estaban preparados para esto. Maltrechos y cubiertos de claras y yemas, miraron hacia arriba y vieron a Federico, que reía a carcajadas en la ventana del altillo. Murmuraron algo y desaparecieron entre los arbustos. Pronto los tres zorros volvieron con una escalera muy larga. Comenzaron a subir hacia la ventana del altillo. Pero Federico estaba preparado. Había alineado todos los tarros de pintura, destinados a los huevos de Pascua, y los fue arrojando uno por uno sobre los zorros: primero el amarillo, luego el azul, enseguida el violeta, y finalmente un gran tarro de pintura color rojo brillante. Esto fúe demasiado para los zorros. Furiosos volvieron a los arbustos. -¡Victoria!-, gritó Federico, pateando su pelota de fútbol a través del cuarto. Pero casi inmediatamente sintió unos fuertes golpes. Todo comenzó a temblar en el altillo. ;Qué estaba pasando ahora? ¡Los zorros habían regresado! Y trataban de entrar derribando la puerta. -¡Paf! ¡Paf! ¡Paf! Sin asado no nos dejarán.

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Federico necesitaba avuda. Pensó en Brutus, el toro que estaba en el galpón. ¡Pero el galpón estaba tan lejos! "Sólo tengo una posibilidad", se dijo. Federico puso su pelota de fútbol en el borde de la ventana. Este sería el tiro más importante de su vida. Federico le dio con todo. La pelota salió disparada y desapareció por la ventana abierta del galpón. -Ja, ja, ja! ¡No nos dio! -rieron los zorros, dando otro fuerte golpe a la puerta. ...que cayó sobre el cerdo e hizo chillar de risa a los cerditos. Rieron con tantas ganas que volcaron el cubo de leche. La leche empapó completamente al cabrito. ¡Sacudiéndose y tratando de secarse, el cabrito despertó a las ovejas y las asustó tanto... ...que cayeron sobre la escalera, que tiró y desparramó los fardos de pasto... ...que fueron a caer sobre... Brutas, el toro! Brutus tenía un carácter terrible y no le gustaba que interrumpieran su siesta. Resoplando, rompió el corral, echó abajo la puerta del galpón y salió. Estaba tan furioso que nada podía detenerlo. ¡Había sólo una cosa que Brutus odiaba, más aún que el ser molestado mientras dormía la siesta, y eso era el color rojo! Yeso fue, ni más ni menos, lo que vio cuando irrumpió en el patio... ...¡tres zorros rojos como carros de bomberos! Brutus galopó tras ellos y los hizo aullar y correr despavoridos. Federico sabía que esta vez los zorros se habían ido para siempre. -¡Bien hecho, Brutus! -gritó desde la ventana- ¡Lo logramos!

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El peligro había pasado. Los conejos salieron del sótano. Cuando descubrieron lo que Federico había hecho, lo aplaudieron emocionados. Y todos felices celebraron no solamente el cumpleaños de Liza sino también su buena suerte. Liza les dijo a todos: -Federico será el mejor futbolista del mundo. Nadie más habría podido disparar un tiro así.

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LA BICI DE MIGUEL

Es fantástico! -suspiró Miguel, tendido en la cama y contemplando su póster favorito-. ¡Qué bárbaro! ¡El rayo del espacio, la bici espacial! ¡Menudo aparato! Cada noche, antes de dormirse, se quedaba largo rato mirándolo. Luego, soñaba con ella. Una noche de verano, acababa de cerrar los ojos cuando de repente oyó un ruido extraño.

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Se incorporó rápidamente y vio que el póster se agitaba violentamente. De pronto sonó como un silbido y la bici se desprendió de la pared y fue a caer al suelo. Asombrado, Miguel la miró, boquiabierto, y se cayó de la cama. Allí mismo, en su cuarto, estaba la bici en tamaño natural... y la chica del póster en carne y hueso. —¿Quién eres tú? —preguntó Miguel, hecho un lío. —Me llamo Tina y soy una ciclista del espacio. ¡Vamos a dar una vuelta! Muy sigilosamente, Miguel ayudó a Tina a transportar la bici escaleras abajo hasta el jardín. '¡Menuda sorpresa tendrían mamá y papá si me vieran ahora!", pensó él. Cuando salieron al jardín, iluminado por la Luna, Tina saltó sobre el rayo del espacio y salió disparada. —¡Mírame, Miguel! ¡Qué divertido es pedalear en esta bicicleta espacial! Miguel estaba impaciente por montar en ella y cuando Tina se bajó, saltó sobre el rayo del espacio y exclamó: —No ha estado mal, ¡pero fíjate en mí! Se disponía a partir cuando se detuvo en seco y añadió: ¡¡Pero si no tengo casco espacial!! Tina señaló su cabeza y dijo: —¡Pero si lo llevas puesto! De vez en cuando el casco soltaba como un leve silbido.

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—Es el oxígeno -dijo Tina. Miguel llevaba también un reluciente traje espacial, con grandes bolsillos para las provisiones. Montó de un salto en la bici, listo para lanzarse a pedalear. Primero avanzó vacilante en una dirección... luego en la otra. ¡Al fin lo consiguió! Pero qué trabajoso era pedalear en aquella bici. —Ojalá tuviera motor. —Vaya, si tiene cohetes propulsores... —Has de apretar ese botón que hay en el manillar. ¡No, no lo toques! ¡NO! Era demasiado tarde... Al apretar Miguel el botón, se oyó un ruido sordo debajo del sillín y los cohetes se pusieron en marcha. -¡Has de apretar el interruptor para desconectarlos! —¿Dónde está? Pero antes de que Tina pudiera responder, sonó una explosión y de la parte trasera de la bici se escapó una llamarada de color púrpura. Miguel salió disparado a través del jardín en dirección al auto de su papá... iPang! La rueda delantera chocó con el guardabarros del auto. iCatacloc!, sonaron los cohetes, mientras la bici trepaba por la parte al auto de su papá posterior del auto. Pero no bajó por el otro lado y Tina se quedó observando impotente cómo Miguel, agarrándose con fuerza a la bici, se remontaba con ella hacia la oscuridad del cielo.

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Tina vio alejarse la bici espacial con la que Miguel se perdía en la noche. En un segundo, estuvo a cien metros. En dos segundos, había subido un kilómetro. Y un minuto más tarde seguía subiendo... Al fin, Miguel encontró el interruptor y la bicicleta se detuvo. Miró hacia abajo por primera vez. Colgada en la oscuridad divisó una pequeña bola verde y azul. "Qué color más raro para una pelota de tenis", pensó. Pero no era una pelota. ¡Era la Tierra! Se veían claramente Africa y la India. Cuando Miguel se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa, se sintió muy solo y desamparado, y notó cómo el corazón le palpitaba. Tenía algo de miedo. Al flotar se metió las manos en los bolsillos del traje espacial, pero lo único que encontró fue un envoltorio de una chocolatería de Venus: "Chocovenus". De pronto, le saludaron las luces de una nave espacial. Se sintió mucho mejor. Pero había algo que no marchaba bien. Lo notaba por momentos. Al acercarse, Miguel vio a un hombre con traje espacial que le hacía señas.frenéticas, colgado de un tubo. Al parecer, estaba gritando, pero Miguel no oía nada. La máquina se puso en marcha y Miguel se lanzó tras la caja, que se alejaba dando vueltas. La recogió y la metió en su bolsillo espacial y se dirigió a la nave. Se detuvo junto al gran casco gris. Al subir, la tripulación lo aclamó con grandes vítores y aplausos. Era un héroe. Buen trabajo, chico —dijo el capitán—. Esa caja es muy importante. Es nuestra brújula espacial. Sin ella, nos habríamos perdido.

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Trató de enjugarse la frente, pero aún llevaba el casco puesto. —Te mereces una recompensa. —Sólo quiero ir a casa —dijo Miguel. Estoy muy cansado. Quiero ver a mis padres. Así pues, el capitán puso la nave en supermarcha rumbo a la Tierra, usando la brújula espacial. La "pelota de tenis" que había visto Miguel se fue haciendo cada vez más grande, hasta que llegó a ocupar toda la ventana. Pronto Miguel comenzó a ver los campos que brillaban bajo la luz de la luna y el río que se curvaba en dirección a su casa. — ¡Ahí es donde vivo! —gritó—. ¿Podéis dejarme bajar? El capitán le prendió una medalla espacial en el traje y maniobró la nave hasta que estuvo suspendida sobre la casa de Miguel. —¡Ponte en la plataforma de lanzamiento! Miguel recogió su casco y se dirigió al tubo, de pronto oyó un ruido extraño y sintio que caía. Miguel intentó agarrarse a algo, y cerró los ojos fuertemente... Cuando volvió a abrirlos, estaba en su cama y el sol entraba a raudales por la ventana. Se frotó los párpados y miró el cartel de la pared.. — Ahí está la bici espacial... ¡Y Tina! Todo ha sido un sueño trepidante. ero no había mirado debajo de la cama, donde le aguardaban más sorpresas.

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LA CAJA DE PANDORA

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Imaginaos una época, hace muchos, muchísimos años, cuando no existían en el mundo ni la desdicha, ni la enfermedad, ni el rencor. Una época en que nadie se lastimaba nunca, ni envejecía demasiado. Y puesto que nadie envidiaba a su vecino, no había peleas, ni guerras, ni muertes. Una época en que reinaba la abundancia para todos y no existía la codicia. Los matrimonios no se peleaban nunca. Por este motivo, a Pandora y Epimeteo les encantaba estar siempre juntos, bailando, divirtiéndose, jugando y durmiendo al sol de una primavera que duraba todo el año. Una persona poco amable hubiera dicho que Pandora era una mujer consentida. Pero nadie era tan poco amable para decir semejante cosa, y Epimeteo gozaba colmándola de regalos. Cada día le llevaba un vestido nuevo, o unas sandalias, o joyas, o una estatua para el jardín. La búsqueda de obsequios para su esposa le llevaba cada vez más lejos de su casa. Cuando se quedaba sola, Pandora se paseaba por las habitaciones de su soleada mansión. Un día Epimeteo llegó a casa con un objeto grande y cuadrado, envuelto en un paño. Era una vieja y polvorienta caja, asegurada con unos cierres y una cuerda dorada. —¿Qué es esto? —preguntó Pandora, riendo y bailando en torno a la caja—. ¿Es un regalo para mí? —No, Pandora —contestó su esposo con firmeza—. Esta

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caja me ha sido confiada por el dios Mercurio para que la tenga a buen recaudo. Me advirtió que si alguna vez la abría, iba a lamentarlo, y yo le prometí que, pasara lo que pasara, jamás la abriría. —Déjame que mire dentro. ¡Sólo un instante! —¡No, Pandora! No nos pertenece. Debemos respetar los deseos de Mercurio. No la toques. Al día siguiente, cuando salió Epimeteo, Pandora se puso a pensar en la caja. Sus pasos la llevaban una y otra vez a ella, hasta que no pudo resistir que sus dedos se acercaran a aquellos polvorientos cierres, a aquella cuerda dorada de la caja. "Me pregunto qué habrá dentro", pensaba. "Creo que Epimeteo bromeaba acerca de lo que le dijo Mercurio. Al fin y al cabo, es un regalo para mí. Además, la promesa la hizo él, no yo. No va a pasar nada porque mire en su interior un momento." Sus dedos comenzaron a desatar el nudo de la cuerda, pero se detuvo a tiempo. Entonces decidió distraerse realizando pequeñas tareas por la casa. Mas por la tarde ya no podía dominar su impaciencia. Desató la cuerda y levantó los cierres. Inmediatamente brotó de la caja un pequeño murmullo, como el aleteo de una mariposa contra el cristal de una ventana.

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—¡Pero si parece un animalito! ¡Oh, no puedo dejarlo encerrado ahí dentro! Pandora abrió por fin la caja. Ante su mirada impaciente apareció un tarro, sellado con cera y cubierto de polvo. De su interior provenían unos sonidos que cada vez se hacían más fuertes. "Si rompo el sello", pensó, "Epimeteo sabrá que he abierto la caja". Así pues, cerró la caja nuevamente y trató de no pensar más en ella. Pero..., ¡cómo deseaba saber lo que había dentro de aquel tarro! Sus miradas a la caja y sus pasos inquietos delataban su nerviosismo. De pronto, como en un sueño, se encontró junto a la caja abierta, limpiando el polvo del misterioso tarro. —¡Pandora! ¡Pandora! ¡Por favor, déjanos salir! —gemía un coro de vocecillas dentro del tarro. Pandora ardía de curiosidad. Se mordió los labios. —Pero no debo, ¡no debo! Mi esposo dijo que... —¡Y qué sabe Epimeteo! ¡Por favor, por favor, déjanos salir! El mundo nos necesita. ¡El mundo no está completo sin nosotros! La tentación era demasiado poderosa y Pandora no supo

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resistirse a ella. Rápidamente, retiró el sello de cera. El tapón salió disparado, impelido por una horrible avispa negra. Su aguijón derramaba veneno. En su zumbido había la palabra Muerte. Le siguió otro insecto de alas membranosas y ojos saltones, murmurando Temor. Luego salió del tarro una sabandija, y su rastro de baba trazó en el suelo la palabra Enfermedad. Un mosquito, del color de la escarcha, salió volando por la ventana y agostó el jardín, convirtiendo flores y césped en espinas y cizaña, pulgones y orugas. Su plañido parecía decir ¡Hambre! Pandora trató desesperadamente de volver a colocar el tapón, pero una avispa le picó en la muñeca y exclamó con aires de victoria: —¡Estúpida, ya no puedes detenernos! Somos las cosas perversas que tu mundo jamás ha conocido; constituimos un presente de los dioses, que envidian vuestra felicidad. ¡Yo soy la Vejez! El tapón se volvió más y más pesado en manos de Pandora, hasta el extremo de que no pudo sostenerlo y cayó al suelo; en el dorso de su brazo aparecieron las arrugas y manchas propias de la vejez. Al mirarse en un espejo de bronce vio su rostro arrugado y su cabello salpicado de canas. Una gélida ráfaga del Invierno se escapó del tarro y sopló sobre ella haciéndola temblar de frío. Con un último esfuerzo, Pandora logró meter de nuevo el tapón y cerró la tapa de la caja, pero antes habían escapado ya del tarro la Inquietud, la Ira y los Celos, que bajaron por el

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sendero y se posaron sobre la cabeza de Epimeteo en el preciso instante en que éste llegaba a casa. Epimeteo obligó a su mujer a ponerse en pie y la abofeteó. —¡Malvada! ¡Eres desobediente, estúpida y egoísta! —gritó furioso—. Te dije que no debías abrir la caja. ¿Por qué no haces lo que te mandan? Y Pandora, que no había conocido en su vida un trato tan duro, sintió que por primera vez se le llenaban los ojos de lágrimas. También la Desdicha se había escapado del tarro. En la calle se escuchó un tremendo ruido de peleas y llantos terroríficos. Todo aquel hermoso mundo parecía haberse vuelto horrible, feo y malvado. Entonces Pandora oyó una diminuta voz que provenía del interior del tarro: —¡Pandora! ¡Pandora! ¡No me dejes aquí sola! ¡El mundo me necesita! ¡El mundo no está completo sin mí! —¡No volveréis a engañarme! —sollozó Pandora, arrojándose sobre la tapa de la caja. —Pero es que yo puedo ayudarte. ¡Déjame salir! ¡Por favor, déjame salir! La vocecilla sonaba casi tan lastimera como la de la propia Pandora. Por fin, ésta rogó a Epimeteo que se hiciera a un lado, abrió la tapa de la caja y destapó el tarro.

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De éste salió volando una frágil y diminuta criatura blanca, parecida a una polilla. Al posarse sobre el rostro de Pandora, ésta se sintió más animada y preguntó: —¿Qué clase de linda y perversa criatura eres tú? —Yo soy la Esperanza —murmuró la pequeña y alada criatura, y se alejó volando para plantarles cara a todos aquellos males horrendos. La esperanza llevó al helado jardín la promesa de la primavera y enjugó muchas de las lágrimas del mundo. Al partir, rozó la mejilla de Epimeteo. De rodillas, Pandora le preguntó a través de sus lágrimas: —¿Podrá el mundo perdonarme alguna vez? Su esposo la miró largo rato y sonrió. —Eso espero —dijo suavemente—. Eso espero.Imaginaos una época, hace muchos, muchísimos años, cuando no existían en el mundo ni la desdicha, ni la enfermedad, ni el rencor. Una época en que nadie se lastimaba nunca, ni envejecía demasiado. Y puesto que nadie envidiaba a su vecino, no había peleas, ni guerras, ni muertes. Una época en que reinaba la abundancia para todos y no existía la codicia. Los matrimonios no se peleaban nunca. Por este motivo, a Pandora y Epimeteo les encantaba estar siempre juntos, bailando, divirtiéndose, jugando y durmiendo al sol de una primavera que duraba todo el año.

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Una persona poco amable hubiera dicho que Pandora era una mujer consentida. Pero nadie era tan poco amable para decir semejante cosa, y Epimeteo gozaba colmándola de regalos. Cada día le llevaba un vestido nuevo, o unas sandalias, o joyas, o una estatua para el jardín. La búsqueda de obsequios para su esposa le llevaba cada vez más lejos de su casa. Cuando se quedaba sola, Pandora se paseaba por las habitaciones de su soleada mansión. Un día Epimeteo llegó a casa con un objeto grande y cuadrado, envuelto en un paño. Era una vieja y polvorienta caja, asegurada con unos cierres y una cuerda dorada. —¿Qué es esto? —preguntó Pandora, riendo y bailando en torno a la caja—. ¿Es un regalo para mí? —No, Pandora —contestó su esposo con firmeza—. Esta caja me ha sido confiada por el dios Mercurio para que la tenga a buen recaudo. Me advirtió que si alguna vez la abría, iba a lamentarlo, y yo le prometí que, pasara lo que pasara, jamás la abriría. —Déjame que mire dentro. ¡Sólo un instante!

—¡No, Pandora! No nos pertenece. Debemos respetar los deseos de Mercurio. No la toques. Al día siguiente, cuando salió Epimeteo, Pandora se puso a pensar en la caja. Sus pasos la llevaban una y otra vez a ella, hasta que no pudo resistir que sus dedos se acercaran a aquellos polvorientos cierres, a aquella cuerda dorada de la caja. "Me pregunto qué habrá dentro", pensaba. "Creo que Epimeteo bromeaba acerca de lo que le dijo Mercurio. Al fin y al cabo, es un regalo para mí. Además, la promesa la hizo él, no yo. No va a pasar nada porque mire en su interior un momento." Sus dedos comenzaron a desatar el nudo de la cuerda, pero se detuvo a tiempo. Entonces decidió distraerse realizando pequeñas tareas por la casa. Mas por la tarde ya no podía dominar su

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impaciencia. Desató la cuerda y levantó los cierres. Inmediatamente brotó de la caja un pequeño murmullo, como el aleteo de una mariposa contra el cristal de una ventana. —¡Pero si parece un animalito! ¡Oh, no puedo dejarlo encerrado ahí dentro! Pandora abrió por fin la caja. Ante su mirada impaciente apareció un tarro, sellado con cera y cubierto de polvo. De su interior provenían unos sonidos que cada vez se hacían más fuertes. "Si rompo el sello", pensó, "Epimeteo sabrá que he abierto la caja". Así pues, cerró la caja nuevamente y trató de no pensar más en ella. Pero..., ¡cómo deseaba saber lo que había dentro de aquel tarro! Sus miradas a la caja y sus pasos inquietos delataban su nerviosismo. De pronto, como en un sueño, se encontró junto a la caja abierta, limpiando el polvo del misterioso tarro. —¡Pandora! ¡Pandora! ¡Por favor, déjanos salir! —gemía un coro de vocecillas dentro del tarro. Pandora ardía de curiosidad. Se mordió los labios. —Pero no debo, ¡no debo! Mi esposo dijo que...

—¡Y qué sabe Epimeteo! ¡Por favor, por favor, déjanos salir! El mundo nos necesita. ¡El mundo no está completo sin nosotros! La tentación era demasiado poderosa y Pandora no supo resistirse a ella. Rápidamente, retiró el sello de cera. El tapón salió disparado, impelido por una horrible avispa negra. Su aguijón derramaba veneno. En su zumbido había la palabra Muerte. Le siguió otro insecto de alas membranosas y ojos saltones, murmurando Temor. Luego salió del tarro una sabandija, y su rastro de baba trazó en el suelo la palabra Enfermedad. Un mosquito, del color de la escarcha, salió volando por la

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ventana y agostó el jardín, convirtiendo flores y césped en espinas y cizaña, pulgones y orugas. Su plañido parecía decir ¡Hambre! Pandora trató desesperadamente de volver a colocar el tapón, pero una avispa le picó en la muñeca y exclamó con aires de victoria: —¡Estúpida, ya no puedes detenernos! Somos las cosas perversas que tu mundo jamás ha conocido; constituimos un presente de los dioses, que envidian vuestra felicidad. ¡Yo soy la Vejez! El tapón se volvió más y más pesado en manos de Pandora, hasta el extremo de que no pudo sostenerlo y cayó al suelo; en el dorso de su brazo aparecieron las arrugas y manchas propias de la vejez. Al mirarse en un espejo de bronce vio su rostro arrugado y su cabello salpicado de canas. Una gélida ráfaga del Invierno se escapó del tarro y sopló sobre ella haciéndola temblar de frío. Con un último esfuerzo, Pandora logró meter de nuevo el tapón y cerró la tapa de la caja, pero antes habían escapado ya del tarro la Inquietud, la Ira y los Celos, que bajaron por el sendero y se posaron sobre la cabeza de Epimeteo en el preciso instante en que éste llegaba a casa. Epimeteo obligó a su mujer a ponerse en pie y la abofeteó. —¡Malvada! ¡Eres desobediente, estúpida y egoísta! —gritó furioso—. Te dije que no debías abrir la caja. ¿Por qué no haces lo que te mandan? Y Pandora, que no había conocido en su vida un trato tan duro, sintió que por primera vez se le llenaban los ojos de lágrimas. También la Desdicha se había escapado del tarro.

En la calle se escuchó un tremendo ruido de peleas y llantos terroríficos. Todo aquel hermoso mundo parecía haberse vuelto horrible, feo y malvado. Entonces Pandora oyó una diminuta voz que provenía del interior del tarro:

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—¡Pandora! ¡Pandora! ¡No me dejes aquí sola! ¡El mundo me necesita! ¡El mundo no está completo sin mí! —¡No volveréis a engañarme! —sollozó Pandora, arrojándose sobre la tapa de la caja. —Pero es que yo puedo ayudarte. ¡Déjame salir! ¡Por favor, déjame salir! La vocecilla sonaba casi tan lastimera como la de la propia Pandora. Por fin, ésta rogó a Epimeteo que se hiciera a un lado, abrió la tapa de la caja y destapó el tarro. De éste salió volando una frágil y diminuta criatura blanca, parecida a una polilla. Al posarse sobre el rostro de Pandora, ésta se sintió más animada y preguntó: —¿Qué clase de linda y perversa criatura eres tú? —Yo soy la Esperanza —murmuró la pequeña y alada criatura, y se alejó volando para plantarles cara a todos aquellos males horrendos. La esperanza llevó al helado jardín la promesa de la primavera y enjugó muchas de las lágrimas del mundo. Al partir, rozó la mejilla de Epimeteo. De rodillas, Pandora le preguntó a través de sus lágrimas: —¿Podrá el mundo perdonarme alguna vez? Su esposo la miró largo rato y sonrió. —Eso espero —dijo suavemente—. Eso espero.

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LA CREACIÓN DEL HOMBRE

Era una noche oscura en que brillaban las estrellas, un grupo de pieles rojas se acurrucó alrededor del fuego. De pronto, el guerrero más anciano se puso en pie. Tenía el rostro tan viejo y tan oscuro como la tierra: estaba envuelto en una manta de colores brillantes. Allí y entonces comenzó a relatar la historia del nacimiento del mundo... «Cuando Coyote, el perro del desierto, terminó de hacer el mundo, tomó el viento, que tenía forma de caracola, y le dio vuelta para hacer el cielo. Puso colores brillantes en los cinco rincones del mundo y de pronto brotó un arco iris que separó la noche del día. Entonces se sentó y empezó a silbar; el Sol y la Luna comenzaron a moverse. Coyote puso árboles, estanques, montañas y ríos en las praderas, y creó todos los animales. -Y finalmente, haré al Hombre-se dijo Coyote en voz alta.

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Los animales le oyeron y quisieron ayudarle. Así pues, todos se sentaron en circulo en medio del bosque: Coyote, el oso pardo, el león, el oso colmenero, el ciervo, el carnero, el castor, la lechuza y el ratón. -Puedes darle la forma que quieras -dijo el león-, pero creo que tendría que tener unos dientes afilados para morder la carne, y también unas garras largas. -¿Como las tuyas? -preguntó Coyote. -Bueno... sí, como las mías -dijo el león-. Necesitará pelo, por supuesto. Y una gran voz para rugir. -¿Como la tuya? -preguntó Coyote. -Si. como la mía -respondió el león. -Nadie quiere una voz como la tuya -interrumpió el oso pardo-. Tú espantas a todo el mundo. En cambio, el Hombre debería poder caminar sobre las patas traseras para acercarse a las cosas y apretarlas entre sus brazos hasta aplastarlas. -¿Como tú? -preguntó Coyote. -Bueno, sí, como yo -replicó el oso pardo. El ciervo, que temblaba nervioso y no paraba de echar miradas por encima del hombro, dijo: -¿Por qué habláis de morder carne y aplastar cosas? Eso no está bien. El Hombre debe saber cuándo corre peligro para poder escapar. Debe tener unas orejas de caracol para poder oír hasta los ruidos más débiles. Y ojos como la Luna, que lo ve todo. Y una cornamenta, claro. Necesitará una cornamenta. -¿Como la tuya? -preguntó Coyote. -Bueno, sí. Como la mía -repuso el ciervo. -¿Como la tuya? -intervino el carnero, despectivo-.¿Para qué sirve una cornamenta? Son largas y puntiagudas y se enganchan en todas las ramas y los arbustos. No sirven para embestir, Pero si tuviera unos cuernos...

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-¿Como los tuyos? -preguntó Coyote. El carnero dio un respingo. No le gustaba que lo interrumpieran. Entonces se levantó el castor y dijo: -Os estáis olvidando de lo más importante: la cola. Supongo que las colas finas y largas estarán muy bien para espantar a las moscas. Pero el Hombre tiene que tener una cola ancha y plana. ¿Cómo, si no, va a construir diques en los ríos? -¿Como tú? -preguntó Coyote. -No hay nadie que pueda construir diques como yo -dijo el castor, fanfarroneando. -Me parece que el Hombre es demasiado grande -chilló el ratón-. Sería mucho mejor si fuese pequeño. -¡Estáis todos loo-cos! -gritó la lechuza- ¿Y las alas? Si queréis que el Hombre sea el mejor de los animales, tenéis que ponerle alas. -¿Como las tuyas? -preguntó Coyote. -¿Sólo sabes decir eso? -se quejó la lechuza-. ¿Acaso no tienes ninguna idea? Coyote se puso en pie de un salto y se colocó en el centro del círculo. -¡Qué animales más tontos! ¡No sé en qué estaría pensando cuando os hice! Todos queréis que el Hombre sea exactamente igual a vosotros. -Yo supongo que el Hombre debe ser exactamente como tú. Coyote -gruñó el oso colmenero. -¿Entonces, cómo podrían distinguirnos? -respondió Coyote- Me señalarían diciendo: "Ahí va el Hombre". Y señalando al Hombre dirían: "Ahí va Coyote", No, no, no, no. El Hombre tiene que ser distinto. -¡Pero con cola! -gritó el castor. -¡Y alas! - gritó la lechuza. -¡Y cuernos! -baló el carnero. -¡Que ruja! -rugió el león. -¡Y muy pequeño! -chilló el ratón.

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Nadie escuchó al ratón. Estaban todos demasiado ocupados peleándose. Se mordían, se arañaban y se embestían: los animales luchaban en el bosque mientras Coyote se mantenía apartado, con el ceño fruncido. Volaban los pelos, las plumas, las pezuñas y los cuernos. Coyote los recogió y, juntándolos, hizo toda clase de animales nuevos y raros, como el camello y la jirafa. Después de la pelea los animales quedaron tumbados en el suelo, sin fuerzas para seguir luchando. -Creo que tengo la solución -dijo al fin Coyote. Los animales lo miraron; algunos gruñeron. Pero Coyote se dirigió a todos por igual. -El oso tenía razón cuando dijo que el Hombre tenía que andar sobre las patas traseras. Eso significa que podrá alcanzar los árboles. El ciervo estaba en lo cierto al decir que el Hombre debía tener buen oído y buena vista. Pero si el Hombre tuviera alas, como propuso la lechuza, se daría de cabeza contra el cielo. La única parte de pájaro que necesita son las largas garras del águila. Creo que las llamaré dedos. Y el león acertó al decir que el Hombre tenía que tener una voz muy fuerte, pero al mismo tiempo debe tener una voz débil, para que no asuste tanto. Creo que el Hombre debería ser suave como el pez, que no tiene pelos que le den calor ni picores. Pero lo más importante -concluyó Coyote- ¡es que el Hombre debe ser más listo y más astuto que todos vosotros! -Como tú -mascullaron todos los animales. -Bueno, sí, gracias -dijo Coyote-. Como yo. Se oyeron muchos gruñidos y silbidos airados, y los animales gritaron: -¡Siéntate, Coyote! ¡No nos gustan tus tonterías! -Bueno -dijo Coyote, paciente- Hagamos un concurso. Cada uno de nosotros hará un modelo de Hombre en barro. Mañana veremos todos los modelos y decidiremos cuál es el mejor.

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Así fue como todos los animales salieron corriendo a buscar agua para hacer barro. La lechuza hizo un modelo con alas. El ciervo hizo uno con orejas muy grandes y unos ojos inmensos. El castor modeló un animal con una cola ancha y plana. El ratón hizo un modelo muy pequeño. Pero Coyote hizo al Hombre. El Sol se puso antes de que ninguno hubiera terminado su modelo. Se echaron sobre la tierra, en el bosque. Todos dormían, excepto Coyote, que trajo agua del río y la echó sobre todos los otros modelos. La cola de barro del castor se cayó. La cornamenta de barro que había hecho el ciervo también, y lo mismo sucedió con las alas de barro de la lechuza. Coyote sopló en la nariz del modelo de Hombre que había hecho. Y cuando los demás animales se despertaron, descubrieron que había un animal nuevo en el bosque. Era el Hombre. Tras contar este fantástico relato, el viejo guerrero se sentó, arrebujándose en su manta. Mientras se apagaba el resplandor de la hoguera, estuvo sentado, callado como la propia tierra, mirando hacia la oscuridad. En la distancia, se pudo escuchar el grito del Coyote que resonó por toda la pradera.

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LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO

Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba. -¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas! Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía:

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-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien. Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro. Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico. -Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora! Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió. Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo.

-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos. Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.

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LA NAVIDAD DE PAPÁ NOEL

Papá Noel terminó de abotonarse su camiseta más gruesa, se puso su pulóver y su jersey de punto, se enfundó su grueso chaquetón rojo y se enrolló la bufanda. "¡Qué noche para salir!", pensó, mientras el granizo golpeaba las ventanas y los copos de nieve se escurrían por debajo de la puerta. "Es una noche para sentarse junto al fuego y comer tostadas calientes con mantequilla." Se puso sus calcetines de lana más gruesos, sacudió el lodo de sus botas y hurgó por aquí y por allá hasta encontrar unos guantes. Una vez vestido, se miró al espejo y exclamó: -No es raro que todos crean que soy gordo. ¡Con toda la ropa que llevo encima!

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Afuera, Rodolfo, el reno, esperaba impaciente la orden de ponerse en camino. Hacía tanto frío que los patines del trineo se congelaban por momentos. Papá Noel comprobó que llevaba todos sus regalos y arrancó a galope por el aire a través de una cortina de nieve. -Jo, jo, jo, jo -soltó una carcajada, aunque no del todo exultante- El caso es que no puedo alegrarme con la Navidad de este año, Rodolfo. ¿Por qué hay que celebrarla siempre a mitad del invierno, con un tiempo tan horrible? Rodolfo removió las campanillas del trineo, que tiritaban de frío, y dijo: -Estoy de acuerdo, éste no es tiempo para andar viajando. Un reno se puede romper una pata. Se detuvieron sobre un tejado, resbaladizo por el hielo. Rodolfo miró de reojo a Papá Noel, con toda su ropa, i -Oye, ¿no podrías prescindir de las chimeneas este año? Papá Noel se encogió de hombros. -¿Y de qué otra manera voy a entrar en las casas? No querrás que llame a la puerta... Metió primero un pie, luego el otro, se tapó la nariz y se lanzó hacia la oscuridad. Pero llevaba demasiada ropa. Resultaba demasiado grueso con tanta lana para poder deslizarse hasta la parrilla de la chimenea y entrar en la primera casa. Atascado a mitad del -¡Nunca más! El año que viene vendré antes. -¿Mucho antes? -le preguntó Rodolfo, desapareciendo bajo una nube de nieve* -En julio -contestó Papá Noel, que se sintió mejor sólo de pensar en ello-. ¡Jo, jo, jo! Julio llegó muy pronto. Papá Noel estaba tan ocupado en su intento por conseguir tener todos los regalos a tiempo que ni siquiera pudo ir de vacaciones. -Bueno..., dicen que un cambio es tan bueno como un descanso -le comentó a Rodolfo-. Realmente, este verano

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me hacen mucha ilusión las Navidades. Saca el carro de seis ruedas, no necesitamos ir de casa en casa con el viejo trineo. Papá Noel se afeitó, pues sólo se dejaba crecer la barba en invierno por causa del frío, y se vistió con sus téjanos favoritos, una camiseta y las sandalias. Se miró en el espejo. "Me siento en plena forma", pensó, y se lanzó a la calle. Debido a la ola de calor, en ese mes de julio los tejados estaban todos secos y era fácil trepar a ellos. El carro de seis ruedas era liviano y, cuando aterrizaron en el primer tejado, Rodolfo se sentía aún descansado. La chimenea estrecha no era un problema esta vez. Papá Noel bajó por su interior tan fácilmente como una carta cae en un buzón. Una vez dentro de la casa se paró en la alfombra de la sala a limpiarse el hollín de la nariz. Tras mirar a su alrededor, pronto se dio cuenta de que algo no andaba bien. No había ningún vasito de jerez, ni siquiera un trozo de pastel, esperándole; tampoco había el árbol de Navidad, ni guirnaldas, ni los regalos que compran las mamás y los papás. La casa tenía un aspecto solitario y vacío. Poco a poco comprendió lo que pasaba. ¡La familia se había ido de vacaciones! ¡Qué faena! Se habían ido de vacaciones y no pensaron en él. Pero lo peor de todo es que no había zapatos donde dejar los paquetes. O sea, que tuvo que arreglárselas para volver a subir la chimenea con todos los regalos a cuestas. -¡No me esperaban! -dijo, tratando de salir de la chimenea, sudoroso y molesto-. ¡Se fueron de vacaciones! ¿Puedes creerlo? -comentó a Rodolfo. Este no le prestaba atención. Estaba ocupado sacudiéndose el enjambre de moscas y mosquitos que le acosaban. -Estas moscas no las hay en invierno -refunfuñó sacudiendo su cola de reno. Lo mismo sucedió en todas las casas. O la familia se había ido de vacaciones o, lo que es peor, los niños estaban

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despiertos por culpa del calor. Más de una vez tuvo que volverse sigilosamente chimenea arriba por miedo a ser visto. Una familia incluso llamó a la policía porque escucharon ruidos extraños en su chimenea. -Un ladrón -dijeron por teléfono-. Y creemos que hay otro en el tejado. -¡Nunca más! -dijo Papá Noel saltando en el carro de seis ruedas y galopando sin parar hasta el amanecer. Los regalos, que no habían podido ser repartidos, se caían del carro por las sacudidas-, ¡Confundirnos con ladrones! ¡Lo que faltaba! ¡Nunca más! Para repartir debidamente todos los regalos, tuvo que salir como de repartidos, se caían del carro por las sacudidas-, ¡Confundirnos con ladrones! ¡Lo que faltaba! ¡Nunca más! Para repartir debidamente todos los regalos, tuvo que salir como de costumbre en la Nochebuena. Se abotonó su camiseta más gruesa, su jersey, su chaqueta de punto y su chaquetón rojo; se envolvió en su bufanda y se calzó los guantes. Rodolfo sacó el pesado trineo y galoparon a través de la nieve sin mediar palabra. Papá Noel no tenía ninguna gana de gritar ni jo, jo, jo ni ja, ja, ja. Se había olvidado su segundo par de calcetines y comenzaron a castañetearle los dientes. Cuando llegaron al tejado de la chimenea estrecha, Papá Noel se ajustó bien el cinturón, se puso la bolsa sobre el hombro y se sentó en la punta de la chimenea. -No sé para qué me mm-m-molesto -murmuraba mientras forcejeaba por entrar. Abajo, en la sala, diez guirnaldas cruzaban el techo de punta a punta. En un cubo rojo había un pino alto de ramas estiradas, que sujetaban un centenar de luces de colores, y tiras y tiras de papel de plata. Una luz blanca entró por la ventana, reflejada en la nieve, e iluminó la estancia, llena de felicitaciones navideñas.

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"Para Papá "Noel'', decía una nota en la mesa junto a un vasito de jerez y un trozo de pastel. Papá Noel bebió y comió. Se sentía muy emocionado. En habitaciones cercanas los niños dormían bien abrigados. A los pies de cada cama había un zapato con una tarjeta especialmente dirigida a él. -Ah, qué hermosa es la Navidad, -suspiró, y un nudo en la garganta le impidió soltar su "Jo, jo, jo". Volvió a subir al tejado. Esta vez le resultó más fácil trepar y sus crecidos bigotes de invierno evitaban que el hollín se le metiera en la nariz. -Lo siento, Rodolfo -le dijo al salir de la chimenea-. En el futuro pienso hacer los regalos en Nochebuena. Rodolfo no parecía escucharle. Contemplaba las estrellas, más allá de los tejados cubiertos de nieve. Una luna de oropel se columpió al sonido de las campanas de la iglesia. -Jo, jo, jo -dijo el reno para sí-. ¡Qué hermosa es la Navidad!

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LA PALOMA Y LA HORMIGA

Un bonito día de primavera, cuando ya el sol iba cayendo en un caluroso atardecer, una blanca paloma se acercó a la fuente del río para beber de su cristalina y fresca agua. Necesitaba calmar la sed desúes de estar todo el día volando de acá para allá. Mientras bebía en la fuente, la paloma oyó unos lamentos.

-¡Socorro! -decía la débil voz-. Por favor, ayúdeme a salir o moriré. La paloma miró por todaspartes, pero no vio a nadie. - Rápido, señora paloma, o me ahogaré. -¡Estoy aquí, en el agua! - se oyó. La paloma pudo ver entonces una pequeña hormiga metida en el río.

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- No te preocupes- dijo la paloma-, ahora te ayudaré a salir del agua. La paloma cogío rápidamente una ramita y se la acercó a la hormiga para que pudiera salir del agua. La pobre estaba agotada, un poco más y no lo cuenta. Quedó muy agradecida. Poco después, mientras la hormiguita se secaba las ropas al sol, vio a un cazador que se disponía a disparar su escopeta contra la paloma. La hormiga reaccionó con rapidez, ¡tenía que impedir como fuese que el cazador disparase a su salvadora! Y no se le ocurrió otra cosa que picarle en el pie, El cazador, al sentir el pinchazo , dio un brinco y soltó el arma de las manos. La paloma se dio cuenta entonces de la presencia del cazador y alzó rápidamente el vuelo para elejarse de allí. ¡ Qué bien que la hormiguita estuviese ahí para ayudarla! Cuando pasó el peligro, la paloma fue en busca de la hormiga para agradecerle lo que había hecho por ella. Ambas se sentían muy contentas de haberse ayudado, pues eso las uniría para siempre. La paloma y la hormiga supieron entonces que su amistad duraría ya toda la vida.

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LA PRINCESA DE LA LLUVIA

En casa de Elisenda se habían juntado hoy nueve niños en total, porque a parte de ella y sus tres hermanos.también habían ido dos vecinas y los hijos de dos parejas de amigos de sus padres. Unos tenían una hija y los otros, un niño y una niña. Se habían reunido porque tenían pensado ¡r a buscar setas, pero el mal tiempo les había fastidiado el plan. Al principio se disgustaron y estaban desanimados, pero uno de los amigos de los padres de Elisenda dijo de pronto: -¡Ya sé qué haremos! ¡Como somos muchos, podemos hacer una obra de teatro! -¿Una obra de teatro? -pregunta el grupo extrañado. -¡Nosotras no somos actrices! -dijo una de las vecinas que se

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llamaba Anita. -¡Y no tenemos papeles, no sabremos qué tenemos que decir! -Se quejó otra. -¡Veamos! -les interrumpió el amigo de los padres que tuvo la idea. Vosotras queréis ser estrellas de teatro, ¿sí o no? -¡Sííí! -gritaron entusiasmadas casi todas. -¡Entonces eso está hecho! -Vamos a ver quién puede ser cada una... -Yo quiero ser la princesa de la obra -se adelantó Anita. -¡No! Soy yo la princesa -dijo su hermana. -¿Y por qué yo no? ¡Yo también quiero ser princesa! -reclamó Elisenda. Y así una por una, las cinco niñas que había en total, dijeron que querían ser la princesa del cuento. -¿Ah sí? ¿Todas queréis ser princesas? Entonces de acuerdo, ¡todas lo seréis! ¡Haremos una historia con cinco princesas! Las niñas se miraron entre ellas, porque ahora sí que no entendían nada. ¿Cómo podría ser que en una misma obra hubiera cinco princesas? Antes de que empezaran a pedir explicaciones, el director dijo: -La historia transcurrirá en un pueblo donde hay cinco princesas . que seréis vosotras. Pero no todas podréis hacer de princesas cada día y lo haréis por turnos,según el tiempo que haga. Una será la princesa de los días soleados, otra la de los días nublados, otra la de los días con niebla, otra la de los días que nieva y otra la de los días de lluvia como hoy. ¿Qué os parece? Las niñas se miraron, arrugaron la nariz y dijeron casi al mismo tiempo: -¡Yo quiero ser la princesa de la lluvia! Los niños rieron a carcajadas. -¡Así no acabaremos nunca! -dijo el hermano mayor de Elisenda. -¡Entonces la princesa de la lluvia se lo tendrá que ganar! -Decidió entoncesel director de la compañía de teatro. Haremos un concurso donde cada una de vosotras tendrá que demostrarnos que ella es la princesa de la lluvia. Los

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cuatro niños y yo seremos el jurado y votaremos a quien se lo merezca. ¡Tenéis cinco minutos para pensaros cómo lo haréis! Las cinco niñas se quedaron dudando sin saber qué decir ni qué hacer, y al cabo de un momento empezaron a quejarse porque aquello les parecía muy difícil y no sabían cómo se podría demostrar eso de ser la princesa de la lluvia... Todas se quejaban menos Elisenda.que en lugar de protestar decidió ir a preguntarle a la lluvia que podía hacer. Bajo el porche de su casa contempló la lluvia durante unos minutos. De pronto entró corriendo, toda emocionada y dijo: -¡Ya sé cómo es la princesa de la lluvia! ¿Puedo empezar yo? Como las otras seguían quejándose, Elisenda cogió una sábana y se subió a una especie de escenario que había hecho el director con unos baúles grandes de madera que había encontrado en la habitación. Elisenda se arrodilló, se sentó sobre sus pies, se echó hacia delante como si fuera una piedra y se cubrió con la sábana. Entonces, desde abajo, empezó a hacer el sonido de la lluvia... Primero caía poquita: Elisenda picaba con un dedo de la mano sobre la palma de la otra. Después un poco más fuerte: Elisenda picaba ya con dos dedos y parecía que llovía más. Ahora un poco más: ya eran tres dedos...y así hasta llegar a picar con los cinco dedos a la vez, ¡que sonaba casi como el chaparrón que estaba cayendo en esos momentos! Entonces se levantó y se envolvió la sábana sobre la cabeza como si fuera un larguísimo velo. Al ver que todos se habían quedado embobados, saludó como si fuera una gran actriz de teatro. ¡Y así consiguió que todos aplaudieran a la nueva princesa de la lluvia que se había inventado!

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LA RATITA PRESUMIDA

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Erase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda. - Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.- La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice: - Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le respondió: - No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? - Y el gallo le dice: - quiquiriquí- . - Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces- . Se fue el gallo y apareció un perro. - Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le dijo: - No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? - . - Guau, guau- . - Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta- . Se fue el perro y apareció un cerdo. - Ratita, ratita tú que eres

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tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le dijo: - No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces? - . - Oink, oink- . - Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario- . El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: - Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le dijo: - No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches? - . Y el gatito con voz suave y dulce le dice: - Miau, miau- . - Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.- Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.

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LOBO CON PIEL DE CORDERO

Erase una vez un lobo que tenía mucha hambre, y quería comerse una oveja de un rebaño que vivía cerca de su casa. Pero el pastor del rebaño siempre estaba muy atento y por muchos intentos que hacía nunca lo conseguía. Pensó un día el lobo en cambiar su apariencia para que así le fuera más fácil conseguir su comida. Paseando por el bosque con gran sorpresa vio una piel de oveja y se le ocurrió ponerla por encima para parecer una oveja. Así lo hizo y se fue a pastar con el rebaño, despistando totalmente al pastor. Al atardecer, para su protección, el rebaño fue llevado a la parte de la granja donde pasaba la noche, quedando la puerta asegurada. El lobo se dijo ―ahora cuando el pastor se duerma cogeré a la oveja que esté más gorda y me daré un auténtico festín‖. Pero esa noche, buscando el pastor la comida de su familia para el día siguiente, fué donde estaba el rebaño y cogió al lobo creyendo que era un cordero, lo sacrificó al instante.

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Cuando la mujer del pastor intentato cocinarlo, se dió cuenta de que realmente no era un cordero, sino un lobo, y llamo a su marido, este reconoció all lobo que ya habia intentado en varias ocasiones atacar a sus ovejas, y se puso muy contento por haberlo matado. Debemos tener mucho cuidado, pues las apariencias engañan.

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LOS DOS HERMANOS

El hermanito cogió de la mano a su hermanita y le habló así: - Desde que mamá murió no hemos tenido una hora de felicidad; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a puntapiés. Por comida sólo tenemos los mendrugos de pan duro que sobran, y hasta el perrito que está debajo de la mesa, lo pasa mejor que nosotros, pues alguna que otra vez le echan un buen bocado. ¡Dios se apiade de nosotros! ¡Si lo viera nuestra madre! ¿Sabes qué? Ven conmigo, a correr mundo. Y estuvieron caminando todo el día por prados, campos y pedregales, y cuando empezaba a llover, decía la hermanita: - ¡Es Dios y nuestros corazones que lloran juntos! Al atardecer llegaron a un gran bosque, tan fatigados a causa del dolor, del hambre y del largo camino recorrido, que,

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sentándose en el hueco de un árbol, no tardaron en quedarse dormidos. A la mañana siguiente, al despertar, el sol estaba ya muy alto en el cielo y sus rayos daban de pleno en el árbol. Dijo entonces el hermanito: - Hermanita, tengo sed; si supiera de una fuentecilla iría a beber. Me parece que oigo el murmullo de una. Y levantándose y cogiendo a la niña de la mano, salieron en busca de la fuente. Pero la malvada madrastra era bruja, y no le había pasado por alto la escapada de los niños. Deslizándose solapadamente detrás de ellos, como sólo una hechicera sabe hacerlo, había embrujado todas las fuentes del bosque. Al llegar ellos al borde de una, cuyas aguas saltaban escurridizas entre las piedras, el hermanito se aprestó a beber. Pero la hermanita oyó una voz queda que rumoreaba: «Quién beba de mí se convertirá en tigre; quien beba de mí se convertirá en tigre». Por lo que exclamó la hermanita: - ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en tigre y me despedazarás! El hermanito se aguantó la sed y no bebió, diciendo: - Esperaré a la próxima fuente. Cuando llegaron a la segunda, oyó también la hermanita que murmuraba: «Quien beba de mí se transformará en lobo, quien beba de mí se transformará en lobo». Y exclamó la hermanita: - ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en lobo y me devorarás! El niño renunció a beber, diciendo: - Aguardaré hasta la próxima fuente; pero de ella beberé, digas tú lo que digas, pues tengo una sed irresistible.

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Cuando llegaron a la tercera fuentecilla, la hermanita oyó que, rumoreando, decía: «Quien beba de mí se convertirá en corzo; quien beba de mí se convertirá en corzo». Y exclamó nuevamente la niña: - ¡Hermanito, te lo ruego, no bebas, pues si lo haces te convertirás en corzo y huirás de mi lado! Pero el hermanito se había arrodillado ya junto a la fuente y empezaba a beber. Y he aquí que en cuanto las primeras gotas tocaron sus labios, quedó convertido en un pequeño corzo. La hermanita se echó a llorar a la vista de su embrujado hermanito, y, por su parte, también el corzo lloraba, echado tristemente junto a la niña. Al fin dijo ésta: - ¡Tranquilízate, mi lindo corzo; nunca te abandonaré! Y, desatándose una de sus ligas doradas, rodeó con ella el cuello del corzo; luego arrancó juncos y tejió una cuerda muy blanda y suave. Con ella ató al animalito y siguió su camino, cada vez más adentro del bosque. Anduvieron horas y horas y, al fin, llegaron a una casita; la niña miró adentro, y al ver que estaba desierta, pensó: «Podríamos quedarnos a vivir aquí». Con hojas y musgo arregló un mullido lecho para el corzo, y todas las mañanas salía a recoger raíces, frutos y nueces; para el animalito traía hierba tierna, que él acudía a comer de su mano, jugando contento en torno a su hermanita. Al anochecer, cuando la hermanita, cansada, había rezado sus oraciones, reclinaba la cabeza sobre el dorso del corzo; era su almohada, y allí se quedaba dormida dulcemente. Lástima que el hermanito no hubiese conservado su figura humana, pues habría sido aquélla una vida muy dichosa. Algún tiempo hacía ya que moraban solos en la selva, cuando he aquí que un día el rey del país organizó una gran cacería. Sonaron en el bosque los cuernos de los monteros, los ladridos de las jaurías y los alegres gritos de los

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cazadores, y, al oírlos el corzo, le entraron ganas de ir a verlo. - ¡Hermanita -dijo-, déjame ir a la cacería, no puedo contenerme más! Y tanto porfió, que, al fin, ella le dejó partir. - Pero -le recomendó- vuelve en cuanto anochezca. Yo cerraré la puerta para que no entren esos cazadores tan rudos. Y para que pueda conocerte, tú llamarás, y dirás: «¡Hermanita, déjame entrar!». Si no lo dices, no abriré. Marchóse el corzo brincando. ¡Qué bien se encontraba en libertad!. El Rey y sus acompañantes descubrieron el hermoso animalito y se lanzaron en su persecución; pero no lograron darle alcance; por un momento creyeron que ya era suyo, pero el corzo se metió entre la maleza y desapareció. Al oscurecer regresó a la casita y llamó a la puerta. - ¡Hermanita, déjame entrar! Abrióse la puertecita, entró él de un salto y pasóse toda la noche durmiendo de un tirón en su mullido lecho. A la mañana siguiente reanudóse la cacería, y no bien el corzo oyó el cuerno y el «¡ho, ho!» de los cazadores, entróle un gran desasosiego y dijo: - ¡Hermanita, ábreme, quiero volver a salir! La hermanita le abrió la puerta, recordándole: - Tienes que regresar al oscurecer y repetir las palabras que te enseñé. Cuando el Rey y sus cazadores vieron de nuevo el corzo del collar dorado, pusiéronse a acosarlo todos en tropel, pero el animal era demasiado veloz para ellos. La persecución se prolongó durante toda la jornada, y, al fin, hacia el atardecer, lograron rodearlo, y uno de los monteros lo hirió levemente en una pata, por lo que él tuvo que escapar cojeando y sin apenas poder correr. Un cazador lo siguió hasta la casita y lo oyó que gritaba:

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- ¡Hermanita, déjame entrar! Vio entonces cómo se abría la puerta y volvía a cerrarse inmediatamente. El cazador tomó buena nota y corrió a contar al Rey lo que había oído y visto; a lo que el Rey respondió: - ¡Mañana volveremos a la caza! Pero la hermanita tuvo un gran susto al ver que su cervatillo venía herido. Le restañó la sangre, le aplicó unas hierbas medicinales y le dijo: - Acuéstate, corzo mío querido, hasta que estés curado. Pero la herida era tan leve que a la mañana no quedaba ya rastro de ella; así que en cuanto volvió a resonar el estrépito de la cacería, dijo: - No puedo resistirlo; es preciso que vaya. ¡No me cogerán tan fácilmente! La hermanita, llorando, le reconvino: - Te matarán, y yo me quedaré sola en el bosque, abandonada del mundo entero. ¡Vaya, que no te suelto! - Entonces me moriré aquí de pesar -respondió el corzo-. Cuando oigo el cuerno de caza me parece como si las piernas se me fueran solas. La hermanita, incapaz de resistir a sus ruegos, le abrió la puerta con el corazón oprimido, y el animalito se precipitó en el bosque, completamente sano y contento. Al verlo el Rey, dijo a sus cazadores: - Acosadlo hasta la noche, pero que nadie le haga ningún daño. Cuando ya el sol se hubo puesto, el Rey llamó al cazador y le dijo: - Ahora vas a acompañarme a la casita del bosque. Al llegar ante la puerta, llamó con estas palabras: - ¡Hermanita querida, déjame entrar!

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Abrieron, y el Rey entró, encontrándose frente a frente con una niña tan hermosa como jamás viera otra igual. Asustóse la niña al ver que el visitante no era el corzo, sino un hombre que llevaba una corona de oro en la cabeza. El Rey, empero, la miró cariñosamente y, tendiéndole la mano, dijo: - ¿Quieres venirte conmigo a palacio y ser mi esposa? - ¡oh, sí! -respondió la muchacha-. Pero el corzo debe venir conmigo; no quiero abandonarlo. - Permanecerá a tu lado mientras vivas, y nada le faltará ­asintió el Rey-. Entró en esto el corzo, y la hermanita volvió a atarle la cuerda de juncos y, cogiendo el cabo con la mano, se marcharon de la casita del bosque. El Rey montó a la bella muchacha en su caballo y la llevó a palacio, donde a poco se celebraron las bodas con gran magnificencia. La hermanita pasó a ser Reina, y durante algún tiempo todos vivieron muy felices; el corzo, cuidado con todo esmero, retozaba alegremente por el jardín del palacio. Entretanto, la malvada madrastra, que había sido causa de que los niños huyeran de su casa, estaba persuadida de que la hermanita había sido devorada por las fieras de la selva, y el hermanito, transformado en corzo, muerto por los cazadores. Al enterarse de que eran felices y lo pasaban tan bien, la envidia y el rencor volvieron a agitarse en su corazón sin dejarle un momento de sosiego, y no pensaba sino en el medio de volver a hacer desgraciados a los dos hermanitos. La bruja tenía una hija tuerta y fea como la noche, que continuamente le hacía reproches y le decía: - ¡Ser reina! A mí debía haberme tocado esta suerte, y no a ella. - Cálmate -le respondió la bruja, y, para tranquilizarla, agregó: - Yo sé lo que tengo que hacer, cuando sea la hora. Transcurrido un tiempo, la Reina dio a luz un hermoso niño. Encontrándose el Rey de caza, la vieja bruja, adoptando la

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figura de la camarera, entró en la habitación, donde estaba acostada la Reina, y le dijo: - Vamos, el baño está preparado; os aliviará y os dará fuerzas. ¡Deprisa, antes de que se enfríe! Su hija estaba con ella, y entre las dos llevaron a la débil Reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera; cerraron la puerta y huyeron, después de encender en el cuarto una hoguera infernal, que en pocos momentos ahogó a la bella y joven Reina. Realizada su fechoría, la vieja puso una cofia a su hija y la acostó en la cama de la Reina. Prestóle también la figura y el aspecto de ella; lo único que no pudo devolverle fue el ojo perdido; así, para que el Rey no notase el defecto, le dijo que permaneciera echada sobre el costado de que era tuerta. Al anochecer, al regresar el soberano y enterarse de que le había nacido un hijo, alegróse de todo corazón y quiso acercarse al lecho de su esposa para ver cómo seguía. Pero la vieja se apresuró a decirle: - ¡Ni por pienso! ¡No descorráis las cortinas; la Reina no puede ver la luz y necesita descanso! Y el Rey se retiró, ignorando que en su cama yacía una falsa reina. Pero he aquí que a media noche, cuando ya todo el mundo dormía, la niñera, que velaba sola junto a la cuna en la habitación del niño, vio que se abría la puerta y entraba la reina verdadera, que, sacando al reciennacido de la cunita, lo cogió en brazos y le dio de mamar. Mullóle luego la almohadita y, después de acostarlo nuevamente, lo arropó con la colcha. No se olvidó tampoco del corzo, pues, yendo al rincón donde yacía, le acarició el lomo. Hecho esto, volvió a salir de la habitación con todo sigilo, y, a la mañana siguiente, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la noche; pero ellos contestaron: - No, no hemos visto a nadie.

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La escena se repitió durante muchas noches, sin que la Reina pronunciase jamás una sola palabra. Y si bien la niñera la veía cada vez, no se atrevía a contárselo a nadie. Después de un tiempo, la Reina, rompiendo su mutismo, empezó a hablar en sus visitas nocturnas, diciendo: «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo? Vendré otras dos noches, y ya nunca más». La niñera no le respondió; pero en cuanto hubo desaparecido corrió a comunicar al Rey todo lo ocurrido. El Rey exclamó: - ¡Dios mío, ¿qué significa esto?!. La próxima noche me quedaré a velar junto al niño. Y, al oscurecer, entró en la habitación del principito. Presentóse la Reina a media noche y dijo: «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo? Vendré otra noche, y ya nunca más». Y después de atender al niño como solía, desapareció nuevamente. El Rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero acudió a velar también a la noche siguiente. Y dijo la Reina: «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo? Vengo esta vez, y ya nunca más». El Rey, sin poder ya contenerse, exclamó: -¡No puede ser más que mi esposa querida! A lo que respondió ella: - Sí, soy tu esposa querida. Y en aquel mismo instante, por merced de Dios, recobró la vida, quedando fresca, sonrosada y sana como antes. Contó luego al Rey el crimen cometido en ella por la malvada bruja

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y su hija, y el Rey mandó que ambas compareciesen ante un tribunal. Por sentencia de éste, la hija fue conducida al bosque, donde la destrozaron las fieras, mientras la bruja, condenada a la hoguera, expió sus crímenes con una muerte miserable y cruel. Y al quedar reducida a cenizas, el corzo, transformándose de nuevo, recuperó su figura humana, con lo cual el hermanito y la hermanita vivieron juntos y felices hasta el fin de sus días.

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PEDRITO Y EL LOBO

Había una vez un pequeño pastor que se pasaba la mayor parte de su tiempo cuidando sus ovejas y, como muchas veces se aburria mientras las veía pastar, pensaba qué hacer para divertirse.

Un día, decidió que sería buena idea divertirse a costa de la gente del pueblo que había en los alrededores. Se acercó y empezó a gritar: – ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo! La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano y corriendo fueron a ayudar al pobre pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor. Y se enojaron.

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Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que pensó en repetirla. Y cuando vió a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar: – ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo! Las pobladores, al volverlo a oír, empezaron a correr otra vez pensando que esta vez se había presentado el lobo, y realmente les estaba pidiendo ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riendo al ver como los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enojados. A la mañana siguiente, el pastor volvió a pastar con sus ovejas en el mismo campo. Aún reía cuando recordaba correr a los aldeanos. Pero no contó que, ese mismo día, si vió acercarse el lobo. El miedo le invadió el cuerpo y, al ver que se acercaba cada vez más, empezó a gritar: – ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo! ¡Se va a comer todas mis ovejas! ¡Auxilio! Pero esta vez los aldeanos, habiendo aprendido la lección el día anterior, hicieron oídos sordos. El pastorcillo vió como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, y chilló cada vez más desesperado: – ¡Socorro! ¡El lobo! ¡El lobo! – pero los aldeanos continuaron sin hacer caso. Es así, como el pastorcillo vió como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras para la cena, sin poder

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hacer nada. Y se arrepintió en lo más profundo de la broma que hizo el día anterior.

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CUENTOS INFANTILES, PARTE IIII.

SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES

DE ISIDORA CARTONERA EN JULIO DE 2014.

www.facebook.com/IsidoraCartonera

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