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1 ERNESTO PORRAS COLLANTES CUENTOS MEDIEVALES DE HOY Segunda edición aumentada Los Angeles, 2012

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ERNESTO PORRAS COLLANTES

CUENTOS MEDIEVALES DE HOY

Segunda edición aumentada

Los Angeles, 2012

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© Derechos de autor reservados

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ERNESTO PORRAS COLLANTES

CUENTOS MEDIEVALES DE HOY

Segunda edición aumentada

Los Angeles, en casa del autor, 2012

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Ilustraciones: Cubierta: The Uffington White Horse, según interpretación del autor; imagen de cubierta de Gala Porras Kim. Las ilustraciones anatómicas que acompañan los textos (pág. 28, Tabula VIII, pág. 34, Tabula VII, pág. 58, Tabula I, pág. 71, Tabula II) han sido tomadas de ISBANDRUS (o ISBRANDUS) DIEMERBROECK, Opera omnia, anatomica et medica … nunc simul collecta & diligenter recognita, per Timannun de Diemerbroeck à Dreunen, & Guilielmum à Walcheren, 1685; la ilustración de la página 20 acompañó el texto del cuento “La casa”, publicado en El puente de la lectura 5, [Bogotá] Santillana [1989], págs. 66-67; la ilustración de la página 24 fue elaborada por la niña Gala Doménica Porras Kim, en 1993, para esta colección de cuentos; las ilustraciones de las páginas 38 y 60 pertenecen a José Guadalupe Posada; la ilustración de la página 40 fue elaborada por Gustave Doré, para la edición de Don Quijote de la Mancha (II,40) de don Miguel de Cervantes Saavedra; la ilustración de la página 46 representa al toro Mithraico, la deidad indo-iraniana.

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Para Zdena Isabel

y Gala Doménica

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PRÓLOGO

Estos cuentos se pueden leer, también, de varias maneras.

Cuentos medievales de hoy

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UN DIABLITO CUALQUIERA

Como todo el mundo lo sabe, cuando un hombre le vende su alma al

diablo, éste le hace un transplante de corazón y le saca esa víscera, se la echa

a los perros y, en su lugar, le pone una piedra. Y además, de ñapa, le quita la

risa, y en su lugar le pone una mueca.

Así le pasó a cierto jornalero que un día aspiró a ser capataz de cierta

hacienda de la Sabana. Sabía que por sus propias mañas jamás lo lograría,

así que decidió someterse a la operación de don Sata, para ascender.

Pronto se vieron los resultados. Apenas se recuperó de la cirugía

nuestro hombre, el dueño de la hacienda, tal vez por inspiración de don Luci,

lo hizo capataz y le puso un rebenque en la mano, para que les diera en el

espinazo a los otros jornaleros para que no lo levantaran mucho, pues debían

trabajar agachados, como todo el mundo lo sabe. Los que más se agachaban

y trabajaban casi de rodillas, besando el suelo, esos no recibían rebencazos,

como todo el mundo lo sabe. A los que se atrevían a levantar un poco la

cabeza, ¡zaz! se la bajaba de nuevo el capataz, de un golpe. Y hacía una

mueca, como riéndose.

- ¿Cómo te atreves a faltarme al respeto? – le decía a la víctima. Y

agregaba: ¡A mí se me respeta!

Ernesto Porras Collantes

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Como todo el mundo lo sabe, en ese país, el que lograba conseguir un

miserable trabajo, aún como el de estos infelices jornaleros, tenía que dejarse

chupar hasta la sangre, sin decir nada, y venderla para poder llevar unos

granos de arroz a su casa para dárselos a sus hijos.

Mientras tanto, el capataz se daba aires y se crecía y se empinaba más,

pues el dueño de la hacienda, al ver que ese rejo daba buenas ganancias, le

dio uno más grande al capataz y, además, lo hizo mayordomo. Al mismo

tiempo, al mayordomo le empezaron a crecer los pies, pues como todo el

mundo lo sabe, empezó a usarlos también para ponerles la pata encima a sus

víctimas, antes de propinarles sus rebencazos, en tanto les decía:

- ¡Es que aquí se trabaja bajo presión! – y soltaba una mueca de carca

ca-ca aja-da.

Después de deslomar y derrengar a muchos jornaleros durante muchos

años, como suele suceder, este mayordomo se murió y don Sata se lo llevó

para la paila mocha. Quiso hacer una sopa con él, así que lo mezcló con

otros ingredientes y condimentos y lo echó a la paila. Cuando hervía el

menjurje, lo probó y sintió que se le revolvía el estómago. Airado, metió las

uñas en la sopa, sacó los huesos del mayordomo y, echando pestes, los tiró

por la ventana de su cocina. Cayeron los huesos a la tierra, y unos perros

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callejeros, flacos y hambrientos, que por allí pasaban, los olieron, se

miraron, y no se los comieron. Se alejaron rápidamente, para evitar la peste.

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EL CABALLO BLANCO

Sucedió que un molinero de caña, hombre rudo y de mal genio, al que

ni siquiera las bestias podían soportar sus berrinches, compró para su molino

una mulita blanca aún no del todo desarrollada, para uncirla junto a las

demás mulas que le servían para mover en redondo la palanca del trapiche

de caña. Como se sabe, las bestias dan vueltas y vueltas todo el día alrededor

de la máquina que exprime la caña, en una labor que, en realidad exprime no

sólo la caña, sino que también les saca el bagazo a los pobres animalejos, de

manera que al final del día y de los años terminan extenuados y muertos de

cansancio. Y no era esto todo: sucedía que el molinero de este trapiche les

daba cada fuetazo tras fuetazo, acompañados de palabras gruesas y de

terribles arrebatos de mal genio, cuando quiera creía que una bestia no

obedecía sus órdenes tiránicas.

Pues bien: sucedió que ató la mulita blanca nueva a la palanca

mencionada. Pronto el animal aprendió la rutinaria labor, que parecía hacer

sin mayor dificultad, pero aún así, el molinero le aplicaba el látigo y el

berrinche, por igual, tal vez por costumbre o por imponer su imperio aún

sobre los que no cometían faltas, para prevenirlos sobre cuál sería su suerte

si las cometieran.

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Pasó un tiempo, y con él, un caballero citadino que decidió entrar al

trapiche, atraído por la mula blanca, que se distinguía a la vista, desde fuera.

- Le compro el animal –le dijo al trapichero. Por lo visto, usted le pega

muy duro, pues se advierten en su cuerpo algunos maltratos.

- ¿Y pa qué quere esa mula?

- Mire usted: esa no es una mula: es un caballo fino, y usted lo está

desperdiciando.

- Yo pa qué quero bestias jinas. ¿Acaso ese animal porqués jino, según

usté me dice, podrá ayudar pa qu’el trapiche produzca y venda más

panela que los otros?

- Por lo menos podría darle un poco más de forraje y tratarlo mejor,

pues estos animales rinden más con el buen trato.

- Mire, don: usté no sabe de esto de trapiches: yo me he pasao la vida

aquí y me las sé todas. Ahora, que si lo qui’usté quere es comprarme

el animal, pos se lo vendo, porque aquí no necesitamos lujos, sino

bestias obedientes y produtivas.

El caballero citadino hizo su propuesta.

- Bien: ¿Cuánto vale?

- 500 pesos, dijo el molinero, seguro de hacer el gran negocio, con un

animal que apenas le había costado 100.

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- Negocio cerrado. Le doy 1.000, dijo el caballero.

El molinero aceptó el arreglo sin chistar. Para sus adentros se decía: Le he

engañado. Se ve que no conoce el valor destos animales. Con estos 1.000

podré comprarme hasta 10 mulas nuevas. ¡Qu’entilegente soy!

El caballero montó en su cabalgadura, se despidió y se llevó su caballo

blanco. El caballero era un preparador inglés de caballos de carrera y había

descubierto aquel potro y visto, a primera vista, que era un pura sangre. Lo

llevó a su criadero, lo alimentó sin mezquindad, y lo entrenó con esmero y

con cariño. El caballo blanco miraba a su nuevo amo con ojos casi humanos,

y comprendía el amor que recibía, y trataba de ser el primero en las

competencias de entrenamiento. Su amo lo premiaba con caricias y con

buenos bocados de cebada y otras delicias que él sabía gustaban a los

caballos pura sangre de carreras.

Llegó el día de la carrera en que el caballo blanco se estrenaría en

público. Como quien dice, el día en que asumía su nuevo oficio, para el cual

se había preparado. El caballero citadino había invitado al molinero para que

presenciara el espectáculo, pues le estaba reconocido y juzgaba que le había

vendido el caballo blanco por menos de la quinta parte de lo que realmente

valía. ¡Lo que hace la ignorancia!

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El caballo blanco corrió y llegó el primero, sin esfuerzo. Ese día su

amo ganó un dineral, una suma con muchos ceros a la derecha.

El molinero se retiró a su molinejo. De regreso a su trapiche, para sus

adentros se decía haber aprendido un nuevo y fácil truco para llenar la bolsa.

Volvía convencido de que también sus mulas, como aquélla, podían ganar en

las carreras de la próxima temporada, y decidido a convencerlas de que eran

caballos de carreras como, según decía, lo había hecho el caballero con la

suya, con abundante forraje, entrenamiento, y buen trato.

- ¡Qu’entiligente soy en todo lo q’hago!- se decía alborozado- ¡’Ora sí,

yo tamién m’iaré rico!

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LA MÁS HERMOSA FLOR

- Dentro de treinta y tres días dará la flor más hermosa.

Así me dijo la anciana, al tiempo que me entregaba una matita

enclenque, sembrada en un tarrito de latón cualquiera. Después de

regalármela, se perdió, calle arriba, en tanto que ofrecía su mercancía a los

vecinos. Yo entré a mi casa, subí rápidamente a mi cuarto y lo guardé todo

en el armario. No quería que mi madrastra, al entrar a hacerme la cama, se

enterase de mi adquisición, pues yo había rehusado siempre los

ofrecimientos de las rosas de su jardín, con el pretexto de que no me

gustaban las flores.

Como siempre, o tal vez por mi falta de costumbre, me olvidé de mi

secreto. Una noche, mientras esperaba el sueño, al mirar la guirnalda de

madera del testero de mi cama, súbitamente recordé lo que la anciana me

había dicho días antes, y como ya se acercara la fecha propuesta, me levanté,

fui al armario, y lo abrí. Pero no vi la flor. Encendí entonces la luz central de

mi cuarto y descubrí que el tarro de metal y la mata habían desaparecido y

que en su lugar había una nota, en la que luego reconocí la letra de mi

madrastra. ¿Por qué no te gustan mis flores?, decía el papel, lacónicamente.

Asustado, decidí dejarlo rápidamente en el mismo sitio y cerrar de nuevo el

armario. Así mi madrastra creería que yo no había leído todavía su mensaje.

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Apagué la luz y me interné entre las cobijas, buscando el fondo de la tierra

con el deseo de un profundo sueño y de no despertar jamás. En algún

momento me quedé dormido. Soñé que me visitaba una niña sonriente, de

hermosos ojos, y que con dulce voz me decía p a u s a d a m e n t e : “Toma

esta flor. Es la que florecerá para ti, no lo olvides, dentro de siete

mañanas…” Iba a tomarla, pero no pude, porque en ese momento oí la voz

de mi madrastra que, desde el otro lado de la puerta, decía:

- Son ya las siete de la mañana. Levántate que te tengo una sorpresa.

Quise consumirme de nuevo en el hueco del sueño y soñar la clara voz

de la niña que me entregaba una flor futura, pero todo fue en vano. Un ligero

malestar se había apoderado de mis articulaciones y de la articulación de mis

ideas. Imposible saber si había soñado el hallazgo del florero, o la pérdida de

una nota lacónica de mi madrastra o el anuncio hecho por una niña –o una

anciana- sobre la flor de la séptima mañana…

Después del desayuno, mi madrastra me presentó su sorpresa, con una

sonrisa en los labios: era una matera de las suyas, con una mata de

orquídeas, de las florecidas en su jardín.

- Son las flores más hermosas del país, y son para la ventana de tu

cuarto –me dijo.

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Aunque para entonces yo había decidido ya buscar la flor más

hermosa del mundo, antes de que floreciera, tomé el regalo, para no

contrariar la sonrisa de mi madrastra. Ella por su parte, y tal vez animada por

mi nueva actitud, me contó por qué se llama Mariposa a esta especie de

orquídeas. Me dijo, en la parte más importante de su cuento:

- … y el niño siguió detrás de la mariposa que deseaba cazar y disecar,

para su clase de zoología. De pronto, se lanzó sobre ella y la atrapó, pero

cuando abrió las manos, encontró entre ellas una flor, una orquídea de éstas

que te doy. Y cuando intentó regresar a la escuela, se encontró perdido, en

un paraje desconocido. Con la flor en la mano, caminó y caminó

desconcertado, toda la tarde, sin encontrar el camino de regreso. Al

anochecer avistó la luz de una casa en la distancia, y hacia allí se dirigió. La

casa tenía una sola luz encendida y ciento apagadas. Preguntó a la anciana

que salió a recibirlo por la razón de tan extraño fenómeno, y ésta le replicó:

“Es la última lámpara. Cien años ha que duerme una princesa en esta casa, y

en cada uno se ha encendido sólo una lámpara. La historia dice que, con la

última, llegará la flor con cuyo perfume resucitará la princesa, y que quien la

traiga, será muy feliz para siempre”. En efecto, el niño entró y colocó junto a

la cara de la princesa-niña la flor-mariposa, y en el rostro de aquélla se

dibujó una sonrisa, antes de que abriera los ojos. En el momento en que la

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princesa volvió a la vida, las cien luces se encendieron de súbito y la casa,

antes perdida en la oscuridad, se transformó en un palacio fosforescente. La

flor, a su vez, se transformó de nuevo en mariposa, y como para entonces, el

niño había perdido ya su interés en la zoología, decidió cambiar la mariposa

–que se escapó por la ventana- por la princesa, y vivir feliz en el palacio para

siempre…

Terminado el cuento, subí con la orquídea y la coloqué junto a mi

ventana y pensé que de un momento a otro se transformaría en mariposa y

volaría al país de mis sueños, donde una niña me daría la más hermosa flor,

y que jamás despertaría a las clases de botánica de mi escuela… Pero en

vano fue. Y en vano busqué por todos los rincones de la casa la matera que

me regalara la anciana y en vano traté de soñar de nuevo el bello sueño por

las noches.

Días después, mientras la maestra explicaba por qué no se debe dormir

con flores en el dormitorio y cómo podían causar la muerte a una persona,

abrí mi libro de botánica. Allí, entre sus páginas, había una flor de un

profundo azul extraño, ajada y muerta. Y una nota, en la que reconocí de

nuevo la letra de mi madrastra. La nota decía: “Fue la más hermosa flor”.

Pensé entonces, dolorosamente, que también las personas podían causar la

muerte a las flores. Y entonces pregunté a la maestra:

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- Yo sé que algunas flores pueden devolver la vida a las personas. ¿De

qué manera podríamos volverle la vida a una flor muerta?

La maestra se quedó pensativa por un momento y luego contestó:

- Las flores no resucitan jamás.

Había visto yo la flor más hermosa en el futuro y la más hermosa flor en el

pasado. Pero jamás la tuve viva entre mis manos.

Años después me he dado cuenta de que la más hermosa flor se pierde

cuando se la encuentra.

Ernesto Porras Collantes

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LA CASA

Un hombre pensó construir una casa para su familia. Y empezó a

construirla en el campo. Y empezó a construirla por el techo, porque el techo

es lo que cubre y protege de las lluvias y el viento. Y clavó las tejas con

clavos sobre travesaños de madera. Y barnizó cada teja cuidadosamente. Y

fuese al pueblo por su familia. Y regresó al campo con su familia. Pero el

viento había venido antes y había desclavado las tejas y los clavos y los

travesaños. Y había dispersado el techo por el campo. Vuelta la familia al

pueblo, el hombre empezó de nuevo a construir la casa. Y empezó a

construirla por los muros, porque los muros amparan del viento y el frío y

sustentan el techo. Y entre el cemento puso ladrillos y piedras y todo lo pegó

en forma de muros, y puso dos puertas. Y recogió las tejas y los clavos y los

travesaños y todo lo unió en forma de techo, sobre los muros. Y fuese luego

al pueblo por su familia. Y regresó al campo con su familia. Pero las lluvias

habían venido antes y habían roto la tierra, y los muros con sus ladrillos y

piedras y cemento se habían roto, y el techo, sin sustento, habíase venido a

tierra. Y todo yacía sobre el campo. Vuelta su familia al pueblo, el hombre

empezó a construir por tercera vez la casa. Y empezó a construirla por los

cimientos, porque los cimientos, aunque no se ven, amparan los muros y el

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techo contra el agua y el viento. Y clavó profundamente en el corazón de la

tierra y plantó troncos de madera y puso piedras y lo unió todo con cemento.

Y cuando hubo hecho los cimientos, reunió de nuevo los ladrillos y las

piedras del disperso muro, en forma de muros. Y cuando hubo hecho los

muros y las puertas, clavó de nuevo las tejas, uniéndolas con los clavos

sobre los travesaños de madera, encima de los muros, en forma de techo. Y

cuando hubo clavado el techo, lo pintó todo de colores alegres. Y cuando la

casa estuvo terminada, fuese al pueblo por su familia. Pero antes habían

venido al pueblo el frío y la lluvia y el viento y habían dispersado a su

familia y ya no la encontró.

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UN TESORO PARA GUARDAR EN LA CABEZA

El mapa había sido doblado, y así había estado guardado en el fondo

del enorme baúl, durante muchos años. Me produjo sorpresa el ruido que

hizo la tapa del enorme baúl, cuando la levanté. Todo un pasado resurgió

ante mi imaginación infantil, entre una nube de polvo, al desdoblar el mapa

y observarlo: vi a mi abuelo pirata-pata-de-palo saltar por la borda de su

barco y bajar a la playa; vi cómo le brillaba su único ojo al mirar de vez en

cuando el diminuto cofre cerrado que portaba bajo el brazo y que contenía el

valioso tesoro; lo vi errar por la isla, y detenerse en un sitio perdido entre los

árboles; vi cómo levantó una losa y colocó el tesoro bajo ella, lo cubrió de

nuevo y regresó…

Cuando años más tarde bajé yo a la misma playa, gracias a la ayuda

del mapa, encontré la losa, la levanté y encontré el cofre, lo abrí y dentro de

él encontré un papel doblado; lo abrí y emocionado leí. Estaba escrito en mal

romance pero en buen español. Decía el papel: “Vuelve a casa y trabaja,

perezoso”.

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LA QUINTA APORÍA SOBRE EL MÁS ALLÁ

Cuenta Céfalo que cuando Zenón se apartaba de este mundo, pronto a

llegarse al momento y punto en que la vida se encuentra con la muerte, se

acordó de la quinta aporía, la no escrita aún. Simplicius quiere creer que el

Eleata la dictó desde el más allá.

Dice1: “En efecto, si la liebre y la tortuga, de espaldas una a otra, partiesen

desde un mismo punto 0 –al mismo tiempo, o primero una y luego la otra-,

nunca se separarían, pues que para avanzar más allá, a otro punto -1 y 1, de

la ordenada cartesiana, en su orden, tendrían que llegarse antes al sitio

intermedio -1/2 y 1/2, respectivamente; y a su vez, para alcanzar este

último punto, llegarse antes a -1/2/2 y 1/2/2, respectivamente, por razón

semejante, y así, ad infinitum, punto que por ser inalcanzable, les impide

separarse.

Si por el contrario, la liebre y la tortuga decidieran encontrarse para

resolver, al fin, algunas paradojas sofísticas merced al diálogo filosófico, y

para ello partieran de sitios contiguos, una hacia otra, tampoco llegarían a

encontrarse, por la misma razón anteriormente expuesta.

Supuesto que en el infinito se encontraran –según dicen algunos

matemáticos lo hacen las paralelas (aunque no las hayan visto hacerlo)-, aún

1 Citamos la versión que Gracio Falisco nos ha conservado de esta aporía, en Cynegetica, hexámetros 542 y sigs.

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así, digo que no lograrían dialogar, aunque ambas hablaran griego común. Y

esto, por dos razones principales. Una: porque para que se estableciera tal

diálogo, la palabra debería desplazarse por el espacio que separa al receptor

del emisor, y viceversa. Y ni una cosa ni otra son posibles, c.q.d. en mis dos

razonamientos anteriores y en mi aporía sobre la flecha… Dos: porque,

supuesto que el diálogo, a pesar de mi demostración anterior (y por lo que

luego diga Aristóteles) fuera posible entre los animales –ya que entre la

gente no lo es-, digo que aún hay otra razón que lo impide: como en el futuro

lo dirán los gramáticos de Port Royal y Harvard, con otras palabras, toda

oración tiene una suposición y ésta, a su vez, una pre-suposición, que para el

caso, permitirían a la tortuga (o en su caso, a la liebre), llegar al significado

de la oración oída; pero, a su vez, esa pre-suposición contiene otra, a la que

deberían llegarse dichas animalia antes, para catar la que le precede, y así,

ad infinitum. Como es imposible llegarse a la presuposición infinitamente

primera2, será imposible –al menos por ahora-, también, que los animales se

entiendan dialécticamente”.

2 Por esta razón, algunos hombres –los animales no- que han tratado de entender, científicamente, la oración “Dios creó al hombre”, que citan como ejemplo los gramáticos razonados, aún se empeñan en desentrañar los presupuestos de semejante aseveración, sin lograr encontrarlos.

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LA IMAGEN Y LA SEMEJANZA

A dios le dio por crear al hombre en ese tiempo. Concitó a los

elementos y les dijo:

- Quiero un animal al que formen tres cuartos de agua y uno de tierra; que

en su centro tenga fuego y esté sumergido en el aire.

-¡Un animal a imagen y semejanza del planeta! – se dijeron los

elementos.

Y nació, como respuesta, una bella y proporcionada creatura, en la que

se reproducían con acuidad las medidas de todo lo creado precedentemente,

centímetro a centímetro. Era el hombre.

Entonces el dios exclamó, infinitamente feliz, al ver al hombre:

-¡Está hecho a nuestra imagen y semejanza!

El dios era Zeus el Olímpico, triunfador de su padre Kjronos. El día fue el

octavo de la creación.

Y en verdad, fue igual de monstruoso el hombre, porque al noveno,

destronó a Zeus.

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LA INMORTALIDAD PRESUPONE LA MUERTE

Heráclito, 47. Sófocles, Edipo rey, vv. 1529- 1530. En cierta parte del camino estaba apostada la Muerte. Detenía a todo

caminante y le proponía:

- Si me dices qué es el hombre, te perdono la vida.

El sitio en que se apostaba era siempre inesperado. Los que no

habiendo aún nacido se la encontraban, por no poder aún pensar ni articular

palabra, morían. Así acontecía también a los jóvenes, por no tener suficiente

experiencia y conocimiento, y aún a los viejos. Los viejos eran quienes,

paradójicamente, más se la encontraban. Buscábalos la Muerte, pues ella

bien sabe que si de saber se trata, hay que preguntar a quienes se dice tienen

mayor sabiduría.

La Muerte era capaz de morirse por saber la anhelada respuesta, pero

eran los ancianos a quienes encontraba quienes morían, por no saberla.

Llegóse a ella Edipo, anciano ya y pronto a entrar en la ciudad de los

muertos, y le respondió dilemático:

- Sólo al encontrarse con la muerte, sabe el hombre lo que es.

Ernesto Porras Collantes

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La Muerte, entonces, le quitó la vida; pero, para cumplir su promesa,

le dio la inmortalidad.

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LA OBRA ACABADA

A Nicolás Boileau-Despréaux precursor de la piedra pulimentada. En días pasados se exhibió en el Museo de la Acrópolis una de las

últimas obras –tal vez la última- de Praxiteles, recientemente desenterrada

por un acucioso arqueólogo británico. La obra estaba reducida a informes y

minúsculos trozos de mármol blanco. No era de extrañar que los curiosos

visitantes se mostraran defraudados, al no observar, en la vitrina de

exhibición, una más entre las perfectas obras del padrastro de Afrodita, pues

los expertos restauradores del Museo se habían mostrado incapaces de unir

los trozos para reconstruir la figura a que originalmente pertenecían.

¡Y la obra, no obstante, se exhibía como la más acabada del autor!

Vista la destrozada obra, sospeché que alguna razón asistiría a los

organizadores del certamen, para hacer tan osada afirmación. Muy cómodo

me hubiera sido pedir a mi amigo PP, director del Museo, durante el cóctel

de inauguración de la misteriosa exposición, una explicación de la intrigante

paradoja. Pero una difícil inquietud me impidió buscar soluciones fáciles.

De regreso a Baker Street, me interné de nuevo en las arduas páginas

de las Vidas de Diógenes Laertius (el conocido pero desordenado libro de

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Émile Gaboriau1 cuyas memorables paradojas reverencio), en busca de la

anhelada pista. Sin embargo, en ninguna de sus lecturas combinatorias a que

me he aplicado últimamente, he logrado restituir, exclusivamente, la historia

referente a la última obra de Praxiteles. Una de ellas, la más coherente, se

acomoda más a la última –y más perfecta- de Policleto, aquélla en que

descubrió el Canon o divina proporción.

Mi desconcierto2 ha aumentado después de esta lectura (porque de ella

se deduce que la obra exhibida podría ser, bien de Praxiteles –según lo

afirman en el Museo- o bien de Policleto –según entiendo a Gaboriau-, o

bien de un Tercer Hombre, como lo dice Aristóteles en su Metafísica, o -

¿mal?- del primer hombre, como lo creen los atónitos visitantes de la

exposición), pero ya sorteé los paréntesis, excursos y explicaciones en que

abunda, sin permitirme distracciones, hasta encontrar la elemental respuesta.

He aquí la lectura reveladora a que me refiero: 1 En otra ocasión me detendré a describir las rarezas de este libro, aparentemente caótico. Basta por ahora decir, que leídas sus líneas pares, se conforma un texto muy diferente –y hasta contradictorio- del que se descubre cuando se leen las impares, o las impares-pares consecutivamente. Es fama que este libro contiene –como señoras en visita- todas las unidades del primer nivel de articulación léxica, en forma que, por las diferentes combinaciones a que se prestan esas pocas unidades, el lector puede reconstruir –o encontrar, que es lo mismo- cualquier texto. Esto último lo hace el Libro de los Libros, aquél en el que, una vez encontrado el código, y con la mera ayuda de una tabla de combinaciones, cualquier lector bien informado puede encontrar cualquier mensaje de los ya escritos o de los que están por escribirse. El libro es, si se quiere y se me permite decirlo, una acabada y muy completa biblioteca de bolsillo (a pocket-book library). 2 Quisiera saber –y desde su tumba lo informe- qué quiso decir Gaboriau cuando escribe: “Al final, la obra más perfecta de los dioses, ¿qué es sino un puñado desconcertado y sin forma, de minúsculos cristales de tierra?”.

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“La historia cuenta que, desde muy joven hasta el final de su vida

artística, P. se dio, con vehemencia, a la búsqueda de una forma en la que se

manifestara la proporción perfecta. Del caos de la piedra quiso generar el

cosmos. Tomó un gran bloque de mármol –al que aplicó las energías de su

vida- y con el cincel se propuso liberarlo de la parte que cubría la forma

canónica, a fin de exponerla a la luz y admiración del mundo, libre de su

cárcel.

Pasaron los años y al desembarazarse de los trozos informes y sobrantes,

la piedra abría sus entrañas, y la forma pulida y perfecta se alumbraba. Día a

día el artífice sentía su mayor proximidad. Y el doble bisel avanzaba, con

mayor destreza; y picaba en la carne de la piedra, y avanzaba; destrozaba y

construía, en duro y dulce trance vehemente.

Cuando, al fin, la forma salió de la piedra, el cincel se detuvo para

siempre, pues aunque había gastado toda una vida, P. había encontrado el

Canon de la perfección buscada. No importa si para ello hubiera sido

necesario –como lo fue- gastar y reducir a menudos trozos informes la t o -

t a -l i -d a d de la piedra”.3

3 A nadie extrañe que, quienquiera haya sido P., el escultor, no se conozca otra obra suya, después de aquélla, irreconocible, en que alcanzó la perfección deseada y con la que aprendió la inutilidad de emprender otra.

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MUERTOS QUE HABLAN

Mi bisabuelo dejó, entre sus papeles, un manuscrito titulado

“Memorias de un soldado de la Guerra de Independencia”. Allí encontré el

siguiente cuento:

El tío acostumbraba traerme, como regalo de navidad, soldaditos de

plomo, avioncitos de hojalata y otras basuras. El tío me refería las carreras

heroicas de sus jefes en las pasadas guerras, y otros cuentos de miedo. El tío,

en fin, hizo crecer conmigo al futuro militar brillante, desde las botas y las

espuelas para arriba, que luego fui. El día de mi graduación se puso delante

de mí, me colocó las pesadas manos sobre los hombros y, mirándome de

arriba abajo, como adelantándose al futuro, me dijo:

- Ahora sí que eres de mi familia.

Poco después, el tío se fue y no nos volvimos a hablar; tampoco pude asistir

a su entierro. Poco después, mis jefes me dieron unos soldados de verdad, y

una misión en el monte. Corrían cuentos de mmmiedo acerca del enemigo,

pero todo era mmmiserable basura. Poco tiempo después, mis soldados de

verdad se convirtieron en duros soldados, soldados de plomo. Como los que

no veía desde mi niñez. El enemigo los llenó de plomo. Nos llenó de plomo.

Ernesto Porras Collantes

36

Dentro de poco será mi brillante entierro. El tío no podrá asistir; sé

que se me adelantó.

Dentro de poco le diré al tío que ahora sí que soy de su familia.♣

♣ El héroe de esta historia perteneció, sin duda, al bando de los realistas.

Cuentos medievales de hoy

37

EN LAS ÚLTIMAS

Véase también: Tragicomedia de Calixto y Melibea

En las últimas páginas de la edición perdida de Don Quijote se lee:

“Entonces don Quijote le dijo:

- Sancho amigo, decúbrote mi alma: Dulcineo soy.

- Señor, respondióle al punto Sancho, cúbrasela por Dios de nuevo

vuesamerced, que de semejantes dolencias, aunque de miel y dulce,

otros caballeros hanse muerto ya en la literatura…

- Por Dulcinea vivo, siguió don Quijote impertérrito.

- Señor, dígole que no avance por esos pricipicios de contradicciones,

pues descúbrole una muy conocida enfermedad para la que se

desconoce melecina, y el paso próximo de este que su merced llama

vivir es la muerte.

- No temas ya, Sancho –terminó don Quijote- que me mate la muerte,

pues que por Dulcinea muero”.

Ernesto Porras Collantes

38

Cuentos medievales de hoy

39

LA SEPARACIÓN Dulcinea detuvo la puntada de su tejido y, quieta la mirada, miró por

su ventana sobre esa desolada llanura de la Mancha.

Temprano en la mañana había salido don Quijote a su oficio de

cotidianas batallas, y aún se advertían las frescas huellas de Rocinantes

sobre los caminos.

Dulcinea suspiró.

- Sentirá frío, se dijo. Y continuó tejiéndole una cota de suave lana

enmallada, para defenderle el pecho, pues cualquier gripa suele ser a

las veces más temible que todos los gigantes Caraculiambros.

Dulcinea enhebra la dulce y la amarga hebra del recuerdo: aunque

tanto quebrantar lanzas y recibir golpes era, bien vistas las cosas, cosa de

locos, era ese oficio de muerte el que les daba para vivir; y, como a veces se

lo recordaba don Quijote, los peores momentos habíanlos sufrido la ocasión

aquella en que por unos días –que mejor dijera noches- lo habían suspendido

del empleo, por renovación del personal, y fue al pasar de la primera a la

segunda parte del famoso libro.

Ernesto Porras Collantes

40

Mi señora Dulcinea sigue pensando, y pensando se imagina, que si

otros se curan locamente de defenderse contra la muerte, mejor sería hacerlo,

en forma cuerda, contra esta dura vida.

Por eso sigue tejiéndole a su caballero –hasta que regrese- su cota de

suavísima lana. (En vano, porque no vio de nuevo a don Quijote).

Y no lo vio de nuevo porque, como se recordará, nunca lo había visto.

Cuentos medievales de hoy

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VERSOS MORTALES

Véase también: “Romance de la hija del rey de Francia” “Iba yo por un camino

cuando con la muerte di.

-¡Amigo! – me gritó la Muerte

pero no le respondí,

pero no le respondí.

Miré no más a la Muerte,

pero no le respondí.

La Muerte, que desde hacía algún rato estaba observando a Nicolás

Guillén, le dio tiempo para que colocara el último punto de la poesía

anterior. Y antes de que la tinta se hubiera secado, con su seca mano sacó su

gran libro de cuentas, y bajo la columna titulada Salidas, pero sin cuidarse

de rimas ni aliteraciones, escribió, a manera de verso, el nombre del escritor,

y un punto.

Cuando ya se lo llevaba, Guillén le suplicó a la Muerte:

- ¡Amiga! Volvamos, que se me quedó por escribir una segunda

estrofa…

Ernesto Porras Collantes

42

Pero la Muerte lo miró –y pensó que esa segunda estrofa ya estaba

escrita- y no le respondió”.♣

♣ Los versos de Nicolás Guillén aparecieron por primera vez en Ellas, de La Habana, en diciembre de 1945. Los de la Muerte, según nos informaron, están incompletos aún, e inéditos.

Cuentos medievales de hoy

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¿CÓMO SERÁ EL ALMA DEL HOMBRE?

To my friend Alim Raj Al-Jarmil Véanse: La vida es sueño, Edipo rey, Pulgarcito, Ciencia nueva. Quiso Minos, rey de Creta, tener un hijo en quien se recreara su

imagen y su poderío. (No sabía que su sangre estaba destinada a la

perdición). Al levantar, por primera vez, el velo que cubría la cuna del

infante, sus ojos incrédulos se recrearon en un hijo que era la reproducción

bestial de un toro poderoso cuya cabeza se perdía en el cuerpo de un

hombre.

Se consultó al oráculo si convenía dar muerte al monstruo, y el

oráculo contestó:

- En vida no os volveréis a ver si lo encerráis en un recinto como el

vuestro.1

Se descartó entonces la muerte de la criatura, también el destierro, así

como el abandono en un monte o su enclaustramiento en una torre, como lo

proponían algunos consejeros pertenecientes al partido tradicionalista de la

literatura, en nombre de inalienables principios humanit-arios. En cambio, se

escogió una solución –de compromiso- que, sin descartar el destierro,

1 La respuesta pítica abusa de la reflexión (que permite la lengua) y de la ambigüedad.

Ernesto Porras Collantes

44

encerraba las ventajas del enclaustramiento y del abandono en el bosque, sin

retorno: se recluyó al Minotauro –que así se llamó, en la antigüedad, a la

criatura- en el Laberinto, construcción que reproducía, en pequeña escala, la

ciudad de los hombres, pero sin hombres y sin aparentes salidas.

- El día que lo entienda, saldrá de su confinamiento- predijo el experto

que dirigía el experimento.

- Ese día tendremos la prueba de su humanización y recobrará entonces

el derecho de acceder al trono –continuó un asesor del proyecto que

masticaba inglés como hablando en chicle.

- O, simplemente, no será así: no encontrará la salida y se perderá en su

bestialidad –terminó otro, que sabía bien lo que se decía.

Siglos después, Pausanias, el célebre periegeta, en su descripción de

Grecia2, entre atónito e incrédulo, al referirse a los relieves que se

descubrían sobre el trono del dios Amicleo, hecho por Baticles de Magnesia,

manifiesta que “… respecto al Minotauro, no sé por qué lo representó

Baticles atado y llevado vivo (a Atenas) por Teseo”.

2 Pausanias, Descripción de Grecia: Atica y Laconia. [Madrid] Aguilar [1964], pág. 238.

Cuentos medievales de hoy

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Se explican las objeciones de Pausanias, en vista de la versión oficial,

según la cual Teseo, en su expedición punitiva, dio muerte al Minotauro

dentro del Laberinto3. Pero la verdad, recogida parcialmente en el testimonio

de Baticles, hasta donde ha podido ser desvelada, es otra: desde muy

pequeño –desde antes de nacer, según algunos historiadores- gustó el

Minotauro, como el resto de los niños, de jugar a las escondidas. Y de

esconderse tras las máscaras. Recluido en el Laberinto, se dio a tal juego,

cada vez con mayor ahínco y perfección: se las ingenió para convertirse así,

sin dejar de ser uno, en una multitud de personas, a fin de no estar solo.

Pobló, pues, el Laberinto, de una multitud de artificiales acompañantes. El

juego fue rudimentario al principio: se colocaba una máscara y, a

continuación, corría hacia la próxima esquina y la doblaba, para esconderse.

Entre tanto, volvía a aparecer en el primer lugar –sin máscara-, para iniciar,

él mismo, la búsqueda del enmascarado. Encontraba las huellas, las seguía, y

doblaba la esquina. Para entonces –nunca simultáneamente, claro está-, el

enmascarado aparecía en el lugar inicial… se cambiaba la máscara por otra,

y emprendía carrera hacia otro escondite. Volvía a aparecer en el primer

lugar el buscador –sin máscara, claro está-, y el juego proseguía, inacabable,

3 Véase: Pequeño diccionario Larousse ilustrado.

Ernesto Porras Collantes

46

Cuentos medievales de hoy

47

uno solo el buscador y muchos los buscados, uno solo el fin y muchos los

principios.

El repetido fracaso del buscador, lejos de hacerlo desgraciado, le

alegraba, pues prolongaba el juego y contribuía a hacerle más humana la

ciudadela. Le hacía encontrarse, cada vez, menos perdido. Hasta que llegó a

encontrar su mundo laberíntico tan natural, como el hombre nuestro, el suyo.

El día que Teseo penetró en la ciudadela en busca del monstruo –su

único habitante- para matarlo, al abrir una de las puertas de acceso, se

encontró con un hombre, al parecer, perdido. Teseo no supo que se trataba

del monstruo, disfrazado, a la sazón, humanamente.

El día que Teseo penetró en la ciudadela, y abrió una de las puertas de

acceso, el Minotauro lo vio, y a su vez, le pareció encontrar, por vez primera

al –hombre- que buscaba.

(El juego había llegado a su primera perfección).

Se cuenta que Teseo depuso su feroz intención, pues comprendió que

el recluso, lejos de ser el monstruo victimario que se alimentaba con la flor

de la juventud helena –como se le hacía aparecer panfletariamente en los

informes oficiales- era, acaso, la víctima de oscuras intrigas palaciegas de la

corte cretense. Entendió que el recluso, lejos de ser su enemigo, era su igual,

pues podía ser su aliado contra el verdugo común: Minos.

Ernesto Porras Collantes

48

Se cuenta que Teseo decidió, entonces, rescatarlo, y llevarlo vivo a

Atenas. Desde allí agitarían al populacho cretense para que, derrocado

Minos merced a una revuelta, su hijo regresara, dueño del trono. Minos, el

voraz, sería devorado por la máquina de su propia invención.

No fue con redes que Teseo sometió al Minotauro. Lo enredó en la

palabra, le instruyó en sus deseos, le despertó la pasión devoradora. Así,

atado en ese hilo enmarañado, abrióle las puertas del Laberinto y lo sacó y se

lo llevó al Continente.

Pero, el Minotauro, que había llegado a orientarse en la intrincada

ciudadela, llegado a Atenas, la más grande entre las ciudades de los

hombres, no pudo descifrar su laberinto bestial y se perdió: Teseo lo salvó y

lo mató –Atenas.

Hace unos tres años, la Misión Inglesa de Atenas dio con el paradero

de la tumba del Minotauro, cerca de la puerta Itonia. Y abrieron las puertas

de la milenaria tumba. El juego había llegado a su última perfección: ¿Cómo

será el alma del hombre si –como lo reportaron los incrédulos pero expertos

antropólogos de la Misión- se encontró que el esqueleto del Minotauro era el

de UN HOMBRE?4

4 Creo que viene a cuento uno que leí cuando era aún muy niño. Esto, y el

hecho de que el libro en el que se encontraba –perteneciente a mi abuelo-

Cuentos medievales de hoy

49

estaba bastante estropeado por las polillas, me impide recordar el cuento

detalladamente. Lo que recuerdo es lo siguiente:

“Hace muchos años vivía en cierta ciudad del Oriente (de Inglaterra,

claro está) un rico-hombre a quien todos –él el primero- reconocían en su

ciudad como ejemplo del hombre de éxito (self-made man). Había nacido y

había pasado su niñez –según se jactaba- en la alcantarilla del pueblo, y sin

haber permitido –según se jactaba- que la escuela le deformara la

inteligencia, pronto había descubierto la escalera que lo transformaría, de un

hijo de cloaca, en otro, al conducirlo, con el correr del tiempo, a la posición

de banquero, empresario y uno de los dueños del pueblo.

La milagrosa fórmula de Mr. Boundbee –o Boundbeast: como no

recuerdo ahora el nombre, recomiendo, para algunas precisiones, la lectura

de Hard Times, de Charles Dickens-, o como se llamara este ejemplar, para

sortear el duro temporal, es muy conocida, y por eso prefiero no divulgarla.

Lo cierto era que en sus negocios de mercachifle se arreglaba para cambiar

esto por lo otro, como un segundo Midas. Muerto este gran hombre –

después de 50 o 70 años de juegos sucios- y transcurrido el tiempo prescrito,

sus hijos ordenaron la exhumación de sus restos mortales, a fin de

emplazarlos en el gran mausoleo familiar. Y cuando abrieron el ataúd de su

padre, encontraron dentro el esqueleto de UN ASNO”. (Advierto que mi

abuelo, dueño del libro en mención, que era más previsivo que la mayoría de

nosotros, prohibió, al morir, que se exhumara su cadáver…).

Ernesto Porras Collantes

50

REGRESO A REDINLEHUIS

A Uys Krige

La carretera que va de Pretoria a la Ciudad del Cabo pasa por

Redinlehuis. Redinlehuis es un pueblecito enterrado, medio kilómetro a lado

y lado de la carretera, en el desierto de Kalahari. Se da la vuelta a la última

llanura alta del Transvaal y después de tres horas de viaje en bus, por entre

un paisaje de grandes y grisáceas piedras prehistóricas, pequeños matorrales

y vigilantes plantas cabeza-de-hombre, se pasa por Redinlehuis.

El penúltimo viaje que hice al pueblo, para visitar a mi íntimo amigo

Uys, me apeé a la entrada (a la salida está, al otro extremo de la carretera, el

cementerio). Caminé hasta el hotel, para dejar mi maleta. Me molestó tener

que subirla yo mismo al cuarto, en medio del calor del día y con el cansancio

del viaje. Pero esto me lo esperaba. Los paisanos ya no están, como antes,

dispuestos a recibir huéspedes o no saben cómo se lo hace en los hoteles de

las populosas capitales. Tampoco me pidieron los consabidos datos de

identificación y ni siquiera se molestaron en informarme el precio de la

habitación. Tal vez por ser cliente conocido. En el bar no había servicio ese

día, así que, con la lengua seca, salí en dirección al lugar donde me esperaba

mi viejo amigo.

Cuentos medievales de hoy

51

En otro tiempo, Uys había sido un gran negociante de plumas de

avestruz pero, desde que la guerra se acabó, se acabó el negocio. Las

grandes damas ya no se envolvían, para aparecer apetitosas al vencedor,

embutidas en las memorables plumas. Después, sin dejar las plumas, decidió

hacer con ellas una especie de escobillas para limpiar el polvo que había

empezado a invadirlo todo, y largas escobas, que le compraban para sacar el

hollín de las chimeneas.

- Las más preciosas son las que nacen bajo el ala del avestruz macho –

me explicaba, refiriéndose a las plumas. Y luego, como hablando

consigo mismo, pero en tercera persona, que era como lo hacía

cuando hablaba de sí mismo, me decía: Con ésas, Uys no puede hacer

nada, ya no le sirven hoy para nada…

En los mejores días del negocio, Redinlehuis había sido un poblado de

casitas limpias, con sus blancos gabletes, sus paredes de alegres colores y

techos de zinc siena y ocre y almacenes y bares y todo lo demás. Nadie

pensaba por entonces en morirse, así se tuviera nombres lapidarios como el

de aquel áspero y enorme mastodonte del “Ruddy Rusty”, ése que por vez

primera importó los pianos verticales –marcados en la fábrica alemana ‘con

el nombre del único hijo de mi mamá’, según decía-, para los jolgorios del

pueblo. (“Rusty” está ya hace años bajo dos metros de tierra, mohosiándose

Ernesto Porras Collantes

52

al otro lado del pueblo. Dicen que también se murió el día que quiso, como

quien se muda de una ciudad para otra).

Caminé, pues, una o dos cuadras, en dirección hacia donde yo sabía

que Uys me esperaba. Ni una mosca turbaba la caliente quietud del

mediodía. Recordé, no sé por qué, lo que en otro tiempo le oí a Uys, al

comentar la decadencia del pueblo a consecuencia de la caída de los

negocios de plumas.

- Vuelen ustedes –dijo en esa ocasión. Uys se queda aquí, porque aquí

enterrará al último del pueblo, es decir, a sí mismo.

Con todo, recuerdo también que logré llevarme a Uys conmigo, el día

que decidí emigrar, con la promesa de enterrarlo en el cementerio de

Redinlehuis, cuando llegara la ocasión, como en efecto llegó.

Caminé, pues, otras dos cuadras, y cuando llegué al cementerio –pues

hacia allí me dirigía, según ya se habrá descubierto-, penetré bajo su blanca

puerta de gabletes, siempre abierta, y seguí por la calle del centro, derecho

hacia donde todos los años, desde hace años ya, me espera Uys. Soy el único

que, por el día de su entierro, visita el lugar donde me parece que estuviera

recién enterrado, para cumplirle una promesa. Soy cliente conocido.

Hoy he vuelto, precisamente por eso.

Cuentos medievales de hoy

53

Desde hace quince años, los vecinos, salvo los que están entre el polvo

del cementerio, abandonaron a Redinlehuis. Desde hace cinco, ya nadie –

salvo este sobreviviente- se baja a la entrada del pueblo; y desde hace poco

me di cuenta que hasta la memoria del mismo se acabará con estas líneas

memorosas, ya sea porque está muy viejo ya quien las escribe, ya sea porque

con él se entierra, dentro de poco, el último del pueblo. Yo nací en

Redinlehuis. Uys soy yo.

Ernesto Porras Collantes

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PARCAS PALABRAS

Penelopea y Elena tejían. Usaban una sola madeja, y cada una, uno de los

dos extremos del extenso hilo.

- ¡Tarda tanto Ulises!, decía la una.

- ¡ Que no llegue Agamenón!, respondíale la otra.

Seguía el tejido, y a poco, el diálogo, de nuevo se oyó:

- ¡Me asedian tantos!

- ¡Tantos como me asediarán!

El tejido siguió y las voces se oyeron de nuevo:

- ¿Al fin terminarás, Elena, tu tejido de batallas?

- Sí, al final.

- Yo, porque quiero a mi hombre, destejeré esta noche.

- ¡Ay! ¡Si yo pudiera!

Elena estaba en Troya; Penelopea, en Itaca. (Klytemnestra, en Mycenas…).

Cuentos medievales de hoy

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UN REFUGIO CONTRA LA MUERTE Y UN REFUGIO PARA LA

MUERTE

Oíd los que estáis dormidos, despertad del sueño grave, destapad los oídos quitad la mundana llave con que cerráis los sentidos.

Un ermitaño

Un hombre dedicó su vida a construir un refugio para protegerse

contra los dardos de la Muerte. Y construyó una gran muralla circular, alta y

espesa, con ese fin. Quiso comprobar la eficacia de su fábrica, y para ello

contrató a otros hombres para que, desde dentro del recinto amurallado, unos

defendieran sus vidas del ataque que otros les infligirían, desde fuera. Pero

la noche de la prueba, la muralla no defendió las vidas de los unos ni las

vidas de los otros. Entonces construyó una segunda muralla circular, dentro

de la anterior, pero más alta y más espesa que la primera, para el fin que se

proponía. Y para comprobar la eficacia de su fábrica, contrató a otros

hombres para que, desde dentro del recinto doblemente amurallado, unos

defendieran sus vidas del ataque que otros les infligirían, desde fuera. Pero

la noche de la prueba, la muralla no defendió las vidas de los unos ni las

vidas de los otros. Entonces construyó una tercera muralla circular, dentro de

las anteriores, pero más alta y más espesa que la primera y la segunda, para

el fin que se proponía. Y para comprobar la eficacia de su fábrica, contrató a

otros hombres para que, desde dentro del recinto triplemente amurallado,

unos defendieran sus vidas del ataque que otros les infligirían, desde fuera.

Y la tercera muralla sí defendió las vidas de quienes estaban dentro y los

valió contra los ataques mortales de quienes estaban fuera, aquella noche.

Ernesto Porras Collantes

56

Aquella noche, al fin, el hombre fuese satisfecho, a dormir, dentro de su

fortín. Y aquella noche soñó que desde dentro de su corazón, donde había

vivido refugiada siempre, la Muerte, que no duerme, salió, lo atacó y lo

mató. Cuando despertó al otro día, estaba muerto.

Cuentos medievales de hoy

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LA LEY SALUDABLE

Un hombre tenía dos cabras. Y las dos cabras eran todo cuanto tenía.

Y su vecino tenía un verde campo y prados y bosques. Y a las dos cabras les

gustaba visitar las propiedades del vecino. Y un día el vecino le dijo al

hombre: tus cabras visitan mis campos y prados y bosques, sin mi permiso.

Y se comen el color verde de mis pastos y las hojas de mis árboles, sin

permiso. Entonces el hombre prohibióles a sus cabras volver a las

propiedades del vecino. Pero, ya sea por la terquedad proverbial de estos

animales, o porque entendieran otra cosa, o por recrearse con la hermosura

de los pastos, las dos cabras volvieron a visitar las propiedades del vecino.

Entonces este dijo al hombre: yo quiero una de tus cabras para mi mesa, y

así quedaré pago según la ley, comiéndome de lo suyo a quien ha comido de

lo mío. Pero las dos cabras era todo cuanto tenía el hombre y así lo dijo al

vecino. Las cabras daban leche y la leche era todo su sustento. Oído lo cual,

y después de pensar (¿?), el vecino dijo al hombre: Entonces no son tus

cabras quienes han comido de lo que no les pertenece, sino tú, vecino mío.

Pues mis pastos y mis hojas se convierten en leche y ésta a su vez se

convierte en tu propia carne. Yo quiero una libra de tu carne para mi mesa, y

así quedaré pago, según la ley, comiéndome de lo suyo a quien ha comido de

lo mío. Y yendo a cortar, no encontró carne en parte alguna del cuerpo de

aquel hombre, pues era ya muy anciano y estaba muy gastado. Entonces el

vecino dijo al hombre: Tú escondes tu carne para no pagarme. Y fuese a

donde el representante de la ley y díjole: Un vecino mío esconde su carne

para no pagarme dos librillas que me adeuda. Y el hombre tuvo que

comparecer ante el representante de la ley y este le preguntó por qué no

ajustaba su deuda. El hombre respondió que por ser ya muy viejo y pobre no

Ernesto Porras Collantes

58

tenía ya ni una libra de carne en parte alguna de su cuerpo. Entonces, el

representante de la ley preguntó al de la queja: Si este hombre tuviera carnes

en su cuerpo ¿Cuáles de ellas reclamarías como formadas con tus pastos y

las hojas de tus árboles? Porque de esas cortarías. Y volvió a demandar el

representante de la ley: Y si este hombre no tiene carnes en su cuerpo ¿Qué

carnes han sido formadas con tus pastos y con las hojas de tus árboles?

Porque de esas servirías a tu mesa. Y como el de la queja no acertara a

responder, el representante de la ley consultó la ley entre sus libros. Y dijo al

Cuentos medievales de hoy

59

de la querella: La ley de este pueblo, en su sabiduría, prohíbe a sus

habitantes comer de lo que no existe, porque es peligroso para la salud. Pero

te dejo en libertad para que si quieres comer tal alimento, lo hagas por tu

cuenta y riesgo. El de la querella hizo entonces un esfuerzo y pensó por

segunda vez, con lo que concluyó en no arriesgarse. Y maravillado de ley

tan rara✽ y tan escondida, se volvió para su casa, convencido de que tal ley,

por quien velaba era por su integridad personal…

✽ Ley rara: aquélla que no favorece a los carniceros.

Ernesto Porras Collantes

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LECCIONES DE LA VIDA

Poco a poco los hombres le fueron perdiendo el apego a la Muerte.

Particularmente, los más ancianos. Al mismo tiempo, dieron en halagar a la

Vida.

Entonces la Muerte determinó disfrazarse de Vida.

- Tengo de darles una lección todavía –se dijo la Muerte. Y maestra al

fin, tomó su Leccionario y lo consultó con una sonrisa descarnada de

satisfacción. Acto continuo determinó disfrazarse de Vida fácil. De

mujer de vida fácil. Y salió a cualquier callejuela nocturna y dejó que

los hombres cortejaran sus flaquezas, con éxito rotundo.

- Desde que nací, nunca vi mujer igual a ésta: tanta perfección no

parece de este mundo –decíale un hombre a otro, engolosinado.

- Ni la volveremos a ver –respondíale el otro, con la seguridad de quien

dice la última palabra.

Los hombres estaban motivados; los hombres aprendían con

aplicación y con deleite. Aprendían a morir desde que nacían.

Cuentos medievales de hoy

61

La Vida, que a todas éstas habíase quedado sin clientela, contemplaba

el espectáculo. Compasiva, se dijo:

- No permitiré que se engañe más a estos infelices. Y como también

estaba disfrazada, se quitó una máscara.

También era la Muerte.

Ernesto Porras Collantes

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SECRETOS PARA BIEN ACOMPAÑARSE Y PARA SER HOMBRE Y VALIENTE

Esta rara fotografía dice que cuando yo tenía seis años era un niño

campesino. En ella llevo un pollito pescuecipelao entre mis brazos, ese gran

amigo mío inolvidable, José Pío. Vivíamos en la casa de mi abuelo José

Cornelio, en la falda de la montaña de Vera, allá en la vereda de San

Lorenzo. Detrás de la casa se alzaba la montaña, y delante de ella, pasaba el

camino que terminaba en el río. Yo no sabía si era niño u hombre, si vivía en

San Lorenzo o en mi casa, y para mí la montaña se llamaba Montegrande, el

río era sólo un lugar lleno de agua barrialosa donde mi abuela María Andrea

se había ahogado, y Montegrande, el lugar donde un monstruo encadenado

se les había aparecido una tardecita a mis tíos José Santos y José Misael, y

casi que se los traga.

Mi abuelo José Cornelio era persona muy seria, y por eso le habían

dado palo o vara de Corregidor de San Lorenzo. La vara era un palo de

guayacán amarillo y tenía un nudo en la punta y un cabezal de cuero, que

olía a cuero, para meter la mano. A veces lo llamaban de Zumbamicos para

que fuera a separar a los godos que estaban matando a los liberales, y otras

veces para que fuera a separar a los liberales que estaban matando a los

godos, porque unos y otros acostumbraban enjumarse, según decían, y

pelearse y matarse con peinillas y machetes, después de misa. Don José

Cornelio se enrumbaba entonces hacia Zumbamicos, acompañado sólo con

su palo de Corregidor.

Mi abuelo quería que yo fuera un hombre. Lo sé porque una noche me

lo dijo y me puso una tarea que debía hacer para ser un hombre. Estábamos

echados bocarriba, como todas las noches lo hacíamos los hombres -es decir,

mi abuelo y mis tíos- y yo, en la barbacoa del patio. Y como todas las

Cuentos medievales de hoy

63

noches, se oía el canto del búho y del trespiés entre el silencio y la oscuridad

del patio. Y como todas las noches, los hombres se habían echado a contar

sus historias de jinetes sin cabezas, judíos errantes, madremontes, candilejas,

y patasolas, que se les habían aparecido a sus compadres y conocidos por

regresar tarde de la noche a sus casas por esos caminos oscuros. Y como

todas las noches, me enviaron una y otra vez, a través de ese patio oscuro,

hasta la cocina, para que les trajera café negro. Y ya mi abuelo se había dado

cuenta del miedo que me daba atravesar ese camino oscuro. Y me llamó

cerca y me dijo, muy serio:

- “José Ernesto, quiero que seas hombre. Para que lo aprendas, me le vas a

dar diez vueltas a la casa, desde mañana a esta hora, durante diez noches.

Cuenta cada vuelta con los dedos de las manos.”

La casa estaba retirada de la barbacoa y de la cocina, entre la

oscuridad. Detrás de la casa, mi tía María Felisa –la nueva mujer de José

Cornelio- había sembrado siemprevivas, esas florecillas blancas con las que

se hacen las coronas para las abuelas muertas, y que huelen a cementerio.

Ella me lo había dicho, y desde entonces yo paseaba poco por allí de día.

Durante el día siguiente, con la ayuda de mi tía, hice muchos

ejercicios con los dedos, para contarlos de corrido sin equivocarme, y

descubrí con alegría que tenía diez dedos en las manos, y me preparé para la

prueba. Desde entonces orino antes de cualquier prueba.

Cuando los hombres llegaron, por la tardecita, como siempre, se

tendieron sobre la barbacoa, para descansar, comentar sobre la jornada de

trabajo, contar sus cuentos miedosos, y tomar café tinto. Me enviaron a traer

la primera tanda de café, y luego de tomarse sus primeros sorbos, empezaron

con los cuentos. Yo pensaba, mientras tanto, que mi abuelo se había

olvidado de la prueba a que me iba a someter. Esta vez José Santos, el mayor

Ernesto Porras Collantes

64

de mis tíos, contó de nuevo el cuento de la aventura que habían pasado en

Montegrande, él y José Misael. Contó que “ese día salimos los dos de

cacería, para acompañarnos, al mediodía, hacia Montegrande. Y por el

camino oímos el canto del trespiés, tres veces. Pero, a pesar de esto, no le

hicimos caso, y subimos con las escopetas bien cebadas, y con oído atento,

hasta el lugar donde se pisteaba a los venados. Así pasamos toda la tarde al

acecho, pero ningún venado, ni cajuche, ni guacharaca, ni animal grande ni

chico se apareció por allí. Cosa extraña, dijimos. Pero decidimos esperar un

poco más, para ver si con la caída del sol veíamos por fin alguna presa,

aunque sabíamos que nos exponíamos a ciertos peligros. Pero, para eso

éramos hombres. Cuando nos dimos cuenta, ya la noche había caído y el

bosque estaba tapado por los árboles. Entonces quisimos regresar a toda

marcha. Y fue entonces cuando empezamos a sentir que avanzábamos hacia

atrás, y que algún animal grande avanzaba hacia nosotros a nuestras

espaldas, con ruidos de pasos cada vez más fuertes sobre la hojarasca y de

cadenas que se arrastraban, y los árboles temblaban a nuestro alrededor. El

olor que despedía ese bicho era fétido y penetrante. En realidad nos

sentíamos paralizados por un terror inaguantable. Y eso fue todo lo que

recordamos de esa noche, pues perdimos el sentido. Cuando nos

despertamos, al otro día, nos encontramos medio amarrados con cadenas,

medio desnudos y medio tapados con hojas secas. Entonces nos desatamos y

desatamos la carrera a casa, como almas que lleva el Cabicas”. Para terminar

el cuento, todos soltaron la carcajada, menos yo. Luego, mi abuelo José

Cornelio me miró y me dijo: “bueno, mijo: ahora te toca a ti dar tus vueltas.

Desde aquí te miraremos.” Aunque me había preparado para dar las vueltas a

la casa, empecé a darlas con miedo, parecido al que habían sentido mis tíos

al terminar la suya y volver a ella. Me detuve un poco en la primera esquina,

Cuentos medievales de hoy

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antes de enfrentarme al jardín de siemprevivas, ese cementerio oloroso a

abuela muerta, ese cementerio negro que luego he soñado tantas veces, luego

pasé junto a ellas -paticas pa’ qué te+ tengo-, tomé el rumbo del costado

siguiente, y aparecí a la vista de los hombres, que me miraban. Empecé la

segunda vuelta, con mayor seguridad, luego la tercera, y así seguí hasta

completar mis diez primeras vueltas, cuando se me acabaron los dedos.

Volví a la barbacoa, y ya me sentía más cerca de ser hombre. Durante las

nueve noches siguientes, después de surtir de café a los espectadores, cumplí

mis vueltas. Recuerdo que en la tercera oí el canto del búho, que subía hasta

las nubes entrelunadas, y en la séptima, el del trespiés, triste, pero no perdí el

sentido, ni me vine hacia donde mi abuelo como alma que lleva el Cabicas.

Todo esto fue tenido en cuenta a mi favor, y al final de la décima noche los

hombres me recibieron en la barbacoa, como un hombre más++.

+ En la vereda de San Lorenzo no usamos la forma os, en casos apurados como éste. ++ Yo no podía entender por qué y para qué mi abuelo daba tanta importancia a que yo fuera un hombre, si yo ya era un niño y no una niña. Es necesario que ustedes sepan, como luego lo supe, ese por qué y para qué. Para ello permítanme que les pregunte si ustedes conocen lo que son las arepas tolimenses de maíz amarillo, llamadas de ceniza con chicharrón. Si no lo saben, permítanme que les diga que son arepas de otro mundo. No son como las caldenses o antioqueñas de maíz blanco –aunque también me gustan. En fin, parte de su secreto sabor y aroma radica en que el maíz se cuece en agua con ceniza, para quitarle la cáscara. Luego de cocido, toma un color amarillo y un olor que sólo se puede conocer cuando se lo come en forma de arepa. El maíz se muele y se mezcla con chicharrón triturado. Se hacen luego con él unas arepas redondas, tan grandes como el tiesto en que se van a asar, es decir, deben ser círculos de unos 30 centímetros de diámetro, y ½ de espesor; encima se les pone una capa de chicharrón triturado, de más, y encima, otra arepa, igual a la primera. Es decir, la estructura de la arepa en sí tiene tres capas o niveles, el del medio, de chicharrón. Después se pone a calentar el tiesto, como lo hacía tía María Felisa, sobre las tulpas de piedra del fogón de leña, y se asan las arepas. Y finalmente, se parten luego en cuartos, como lo hacía tía María Felisa y, como ella decía luego, después de que pasé la prueba, “a José Ernesto me le dan un cuarto, como a todos los demás hombres”. ¡Esa era la importancia de ser hombre!, según llegué a entenderlo después.

Ernesto Porras Collantes

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Mi tía María Felisa supo que mi abuelo me iba a someter a esa prueba

tan terrible. Ella era una viejita cascarrabias, menudita y bajita, blanquita y

más bien coloradita, pecosita y ojiazul, y muy activa y revoloteadora por

toda la casa. Tenía una memoria asombrosa, y una letra muy hermosa. Me

quería mucho porque, gracias a ella, yo había aprendido a comerme mis

primeros tamales calientes con almojábanas, que ella preparaba y me daba, y

porque yo le buscaba y recogía los huevos que algunas gallinas levantiscas y

protestantes, entre ellas la negra pescuecipelada esa –“que si no fuera por lo

buena ponendera que es haría un sancocho con ella”-, ponían y escondían

entre los matorrales del patio, en vez de hacerlo civilizadamente, en el

ponedero. Y esa mañana en que supo de la prueba, además de ayudarme con

las cuentas de los dedos, me dio un consejo, para no sentir miedo por la

noche, al dar mis vueltas. Me dijo, muy claramente, como si lo escribiera en

mi cabeza, con esa letra inglesa que tenía: “Lo que te voy a contar lo aprendí

de boca de un Monsieur francés que un día se apareció por aquí en San

Lorenzo. Se vino por el camino de Montegrande, y venía a averiguar si por

aquí habíamos encontrado enterrados alguna vez huesos de animales grandes

y tiestos de indios, al sembrar la yuca o al hacer las casas. En opinión de

José Santos, por lo que había hablado con el Monsieur, el francés era tal vez

un cazador de enormes animales que habían pasado por San Lorenzo hace

muchos, muchísimos años y tendría que darse prisa y correr mucho, pero

muchísimo tras ellos, si quería atraparlos alguna vez. Pero el francés no

parecía tan apurado. Se llamaba don Monsieur Maurice Aguer de Barendi

Sieur de Trifouillez-le-soi. El hombre era muy muy alto, largo, y muy

delgado como una tabla; y chupaba una pipa y bajo un mostacho echaba

humo continuamente por la boca cuando no hablaba, y tal vez por eso

cuando hablaba, hablaba como si tuviegra una carragspera gangosa en la

Cuentos medievales de hoy

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gagrganta. No topó los huesos que buscaba, pero sí chupó mucho

aguardiente que le dimos, porque le gustaba enjumarse y decir “Mergde,

cabgrones, la garde meurt mais elle ne se grende pas” y otras expresiones

que sé decir, pero que no sé qué signifiquen, y que tal vez sean antiguos

pensamientos que dicen los franceses, como “Megrde alors, ¡encore la

mergde embouitellé!”, que decía al chuparse su aguardiente. Una tarde nos

contó que había pertenecido a la Legión Extranjera y que había tenido que

pelear en Agerlia, al norte de Árfica, que es en Francia. Y que el primer día,

el capitán que los mandaba les había dicho, después de formarlos firmes, que

ahora tendrían que enfrentarse a su primera batalla, como hombres. Y que la

Francia podría quedar en ridículo si ellos no mostraban toda su valentía, su

hombría, incluso antes de morir. Y que, desde luego, iban a sentir mucho

miedo, y que a lo mejor les iban a traspasar el cuerpo con balas para

matarlos. Y que por eso y para salvar el sagrado honor de la Francia, les

ordenaba, que una vez puestos a discreción, abrieran filas y se buscaran unos

árboles que por allí había, y que por allá orinaran y desocuparan sus vejigas

completamente. Y que luego volvieran a cerrar filas. De esta manera, al

tener miedo, les dijo cuando volvieron, no presentarían el terrible

espectáculo de orinarse en los pantalones, y que en todo caso, tampoco se

les saldrían los orines por los huecos de las balas que iban a recibir, cosa

que, si sucedía al contrario, sería por demás vergonzosa para la Legión

Extranjera. Por eso, señoras y señores, nos dijo don Maurice, desde entonces

y por el honorg de mon pays, antes de empezarg cualquierg aventuga

peliglosa, yo orino, para darme ánimo y hombría y, ¡merde!, que la fórmula

me ha salido infalible”. Yo oí el consejo del Monsieur, por boca de mi tía, y

lo seguí al pie de la letra antes de empezar mis vueltas, y eso fue un secreto

que guardé y que no recordaban los desmemoriados de mis tíos ni mi abuelo.

Ernesto Porras Collantes

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Otro secreto de hombres, que guardé muy bien durante los diez días de mis

vueltas, fue mi pollito pescuecipelado José Pío. Era amarillito y tan grande

como mi puño. Lo amarraba de una pata a la vuelta de la primera esquina de

la casa, al anochecer, antes de dirigirme a la barbacoa. Al dar mi primera

vuelta, sin que me alcanzaran a ver, le soltaba la cuerda y me lo guardaba

muy bien debajo de la camisa, sosteniéndolo al mismo tiempo con una

mano, muy disimuladamente. Así dábamos los dos las diez vueltas cada

noche. Recuerdo que a veces oía sus comentarios, durante el recorrido. Me

daba algunos picotazos suaves en el estómago y decía, a veces, alguna

palabra de aprobación con sonidos de su lengua polluna. Después de

terminada la prueba y de haber sido recibido como hombre en la barbacoa,

ese secreto se descubrió. Y todo fue porque José Pío, empezó a caminar

detrás de mí, de noche y de día, como si yo fuera su mamá gallina, sin darse

cuenta de que yo ya era un hombre. Y piaba continuamente, y sólo se

calmaba y perdía el miedo y hacía sus comentarios pollunos de aprobación –

pí pí, pí pí- cuando yo lo levantaba y me lo metía debajo de la camisa…y allí

cabeceaba y se dormía. Y todo fue también porque mi tío José Sósimo, el

más joven, y quien me había enseñado a cantar, y con el que más confianza

trataba, me preguntó una noche de esas, en la barbacoa: José Ernesto: dinos

¿No es cierto que José Pío se acostumbró a estar bajo el calor de tu camisa

desde la noche en que empezaste a dar tus vueltas alrededor de la casa?

Todos soltaron una carcajada de gusto, cuando yo le respondí que sí.

Cuentos medievales de hoy

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DEL LIBRO DE GUISADOS

Cuando era niña soñaba con ser un hada madrina. Pero luego, el

escritor que escribió su vida la escribió en forma enrevesada, y ella terminó

siendo la bruja de este cuento y la de todos los cuentos. Fue causa del

terrible error el hecho de que la máquina que usó el autor tenía el teclado

enrevesado, es decir que, la tecla donde normalmente aparece la A

correspondía a la Z, la de la B correspondía a la Y, etc., etc. No fue extraño,

pues, que en consecuencia, fuera, durante muchos años, la encargada de

comerse guisados los niños de los cuentos infantiles. Para entonces, rezaba

en su cédula de ciudadanía (su identification card, que entonces se llamaba

carte d’identité) que sus atributos eran todavía los mismos que asustaban a

los viejos cuando éramos chicos: larga la nariz, cortas las carnes, hundida la

boca, pero saltones los ojos. Que periódicamente salía de su infecta casucha

del bosque y bajaba a la ciudad para comprarse en algún supermercado las

escobas necesarias para sus vuelos nocturnos. Que la Oficina del Ministerio

de Bienestar Familiar, de la cual dependía su oficio, la había provisto de los

otros implementos necesarios para su ejercicio profesional, como eran, un

gato negro maullón y flaco como ella, un caldero, y una escalera para hacer

subir a los niños con algún pretexto y hacerlos luego caer entre la sopa

hirviente merced a una oportuna voltereta de la misma. En fin, que la habían

abastecido de otras cosicas útiles –que por sabidas no se escriben en los

libros de caballerías- como son sal y pimienta, para aderezar sus platos.

Ernesto Porras Collantes

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Ha de saberse que esta bruja desempeñaba su empleo sin gusto y que,

desde hacía algún tiempo, había solicitado al gobierno central su traslado a

la ciudad.

Cuando se supo, en los costureros oficiales de la capital, que Bienestar

Familiar había recibido la solicitud de traslado y estaba estudiándola, se

desató un tejido de conjeturas sobre cuáles podrían ser los motivos de la

misma. ¿Quería, tal vez, ingresar a la burocracia citadina, ser un brujo más

respetable? ¿Y, merced a esa promoción, poder participar ya no en cuentos

sino en las cuentas largas y jugosas que estos magos corruptos adobaban,

según se narra en los relatos costumbristas? ¿O sería que, porque había

dedicado sus mejores años al cuidado de la niñez y había despachado con

eficiencia a los hijos, pedía ahora como premio hacer lo propio con los

padres? ¿Y retirarse luego con una buena pensión y cesantías y disfrutarlas y

poder comerse -¡al fin! ¡qué diablos!- lo que le diera la gana? ¿Y que al

considerarse vieja e inútil, veía acercarse la muerte y quería, según el

hispánico precepto, arrepentirse de la mala actividad pasada, y abrazarse

piadosamente a la futura anterior?.

Se supo también que tal era su afán por trasladarse, que había llegado

al extremo de dirigirse a algunos cuentistas de la época, en ofrecimiento de

sus servicios, para que la ocuparan –por escrito- en oficios de cocina en casa

de alguna familia citadina respetable, (lo) la cual, por supuesto, no habían

logrado conseguirle.

Hemos dicho que esta bruja desempeñaba su trabajo con disgusto y sin

apetito, y esto se explicaba, pues según dicen los eruditos, la profesión había

perdido su aliciente al democratizarse. La profesión de tragón, en efecto,

había florecido con brillo en la antigüedad, gracias a los esfuerzos de dioses

como

Cuentos medievales de hoy

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Ernesto Porras Collantes

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Kjronos, engullidor de sus propios hijos, o como Kali, de los suyos; había

mantenido su respetabilidad en la persona de semi-dioses como Polifemo, o

en la de artistas de resonancia como Scilla y Caribdis, o de románticos

presos políticos como el Minotauro, o ya en ejemplares de felice recordación

histórica, como Leviatán (que para algunos, gracias a Dios, no ha muerto).

Pero después se sucedieron dragones muy ordinarios y asquerosos

monstruos, como Grendel, aquél que vivía en los lodazales del Beowulf…

-Y ahora –dice un erudito de cuyo nombre no quiero acordarme

porque lo olvidé- cualquiera puede aspirar a comerse a cualquiera, y así sí

que se pierde el gusto profesional.

Para evitar mayores reflexiones, el Instituto determinó pasar el

curriculum vitae de la solicitante al estudio de una Comisión de Críticos

Literarios y Cacadémicos , antes de decidir sobre la petición.

La vida de la bruja había sido un cuento de hadas bien escrito, hasta

ese momento.

La Comisión nombrada estudió un centenar de cuentos folclóricos,

porque así lo había hecho antes Propp, y a continuación rindió un Informe.

Los dogtores escrevieron:

“este hinforme bien importante se los comunicamos para publicitarlo pues

lógicamente antes hubieron otros –mejor dicho, han habido otros

conversatorios —mal influenciados y pueden que haigan otros saberes más

peores a realizarsen y sobretodamente controversiales y herrados que anden

proliferando y, más peorísimo, que hallan coadyubado con hechar mentiras

por la discursivisación de la textualidad del sentido porque ustedes pueden

imaginarsen de que es bien plausible –mejor: es bien factible- de que los

estimados del argumentario en que se involucró el imaginario de la bruja a

nivel de tendencias merecen un sendo rediretcionamiento y un

Cuentos medievales de hoy

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redimensionamiento al cien por ciento de sus falencias, que irrumpa la

oscuridad de su constructo figural y la conlleve, pues develan un imaginario

disciplinar que destaca y unos saberes de cara a un identitario al interior del

cual se posisiona una femineidad colapsada, periclitada y no epicentrada y

sin tetnología de punta ni estado del arte ni concecto de instrutsión ni

intrutsión ni sententrión embase a la cual se devela masque todo de que si

no se reúsa a repocisionarse y recepcionarse talento nacional de tal malnitud

habemos cacademícos y gentes que pensamos; que como no aplica deviene

necesario ir a por ella para ingresarla ha un hospital, y entrarla para dentro

para que no se salga para afuera ni se suba para arriba”[sic de caetera et

caetera]. Y, para ponerlo sin tantos tetnisismos cacademicos, y para que

todos lo entiendan, y para ponerlo en coiné española, sacamos en claro que

el concienzudo estudio llegaba a la conclusión de que la verdad –es decir, de

veras- la bruja no podía aspirar a desempeñar trabajos de tanta

responsabilidad como los de la ciudad, porque era una vieja flaca y

fanfarrona, lo uno por lo otro, pues se le había encomendado, primero, el

negocio de Pulgarcito y sus hermanos, y los había dejado escapar, y luego se

había sucedido (sic) lo de su célebre fracaso frente a Hanzel y Gretel… y se

había venido a aclarar que en ningún cuento había sido capaz, jamás, de

engañar y comerse a un solo ingenuo niño. Los dogtores terminaban su

informe con esta pregunta: ¿Entonces, cómo puede atreverse a aspirar a

ingresar al gremio de quienes pueden comersen (sic) a los padres en la

realidad?

Este es uno de los cuentos que desaparecieron –y de los que por lo tanto nunca se supo cómo estaban escritos, ni qué narraban - en la quema que se hizo de los libros del marqués de Villena, por orden de Juan II, en 1434. Hay quien dice que el rey se enfureció

Ernesto Porras Collantes

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al leer el manuscrito y encontrarse con su estilo enrevesado, digno sólo de los estúpidos que lo escribieron. Se cuenta que sobre esta bruja dijo don Quijote. después de leerlo, que “tan buena puede ser una gata como una rata”, y que quiso indicar con ello que hada madrina o bruja come-niños que no acierta a comerse ninguno, si bien se las guisa, tienen el mismo sabor; también se cuenta que a propósito del Informe, se le vino a las mientes aquella variación de las palabras de Feliciano de Silva, que tanto le gustaban y que lo enloquecían de felicidad, sobre “El sentido del sinsentido que a mi sentido se hace, de tal manera mi sentido enflaquece, que con sentido me quejo de, etc. etc.”. Conocido el Informe rendido por los cacademicos, el ilustre cacademico de la Cacademia Colombiana de la Lengua ad laterem obscurum, prestigioso periodista y ex-candidato Presidencial Alejandro Águila Orjuela, escribió, con el pulido, limpio, esplendoroso –y sobre todo claro- estilo que lo caracteriza, la siguiente página inmortal, en su periódico, para defender a la inculpada:

Aceptable, intrépida Mujer Enervando, calificativas cualidades, insertadas valoradas, imponen la

majestuosidad, intensifica ésta mujer, dorado color valorado, crecen las personas, han sido portante hidalguía; grandioso atavión, conocidísimas

razones, un arroyador grandioso proceder, congregados impulsos, amplios y plenos, brotan, reserva la persona, radea características, valuable,

triunfal decoro, maguan batallar político. Mujer, persistente, repunta, máximas proyecciones, hay curiosidad

abismal, cuya encantadora, pondera campo de batalla, seguir luchando arreciadamente, conquistando relativa, resaltada titanidad, dorando así,

horizonte congregan, paldión augusto la lucha, dando intrínseco ejemplo, para imponer espejo moralidad, rodada una profundidad intima, pleno

conocimiento, haciende, fomentándose dignísima honradez dicha valentia disparo hondo la verdad, acatada, más llegado, momento, atraída carisma

reflejante la mujer, y muy superiorteniéndose extensa asbcetación, conclomerado colombiano, u sea gestora la multud, mayores rótulos: son

variables, ascendente afectivos, toman, decisión no dejarla sola, hacia venideras contiendas electorales, calándose terreno caretización,

portando mensaje razón verdadera, diciendo combatiendo, llama olímpica palabra la verdad, la comarca politiquería actual, es cima ejecutoria. Dicha mujer terreno denso, supo arar tendrá frutificado momento,

premiacción decorosa, con gracia trabaja enfocando oposición, arraigadas antañamente malas administraciones, habrán fundamentado, ejecutivos

diferentes turnos de Gobiernos, rostro colombiano. Colombia, tendr una desplegadora, vocera, una pronta luchadora,

magnifica representación, portadora torrente dignidad, coronada por altísima voz de oro, facilidad atrae la verdad....

Cuentos medievales de hoy

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AMÉRICA

Yo era un niño cuando mi abuelita me llevó a su lado. Y yo era el niño

mimado de mi abuelita. Y mi abuelita me guerraló un buque de guerra. Y el

buque tenía dos torres con cañones. Y el buque era de color gris y era de

plomo. Y era hueco por dejabo y por eso yo tenía que tenerlo en mi mano

para digirirlo cuando lo llevaba a naguevar en la alberca del patio. No era

sumarino, pero yo lo metía en el agua para verlo naguevar dentro y fuera del

mar y mi buque naguevaba como los que yo veía en Acciones de guerra.

Acciones de guerra era una rivista que yo recogía dentro del Banco, en una

esquinita, cada semana. Era una revista de dijubos coloreados que la colonia

alemana de la Dorada ponía en la esquinita del Banco sobre una mesita para

que el niño mimado de mi abuelita y otras presonas la regogieran cada

semana y miraran los buques de guerra de los alemanes que eran como mi

buque. Yo llamaba a mi buque América.

Yo miraba mi buque, y mientras lo miraba, caminaba por dejabo de las

torrecitas, por los lados de la torre central y por dejabo de sus dos cañones y

no entraba en él, porque las ventanas y puertas estaban cerradas. Y tampoco

caminaba sobre mi buque cuando lo tenía sugermido.

Lo que más me gustaba de mi escuela era el olor a cuero de mi maleta

escolar y abrirla para que el niño mimado de mi abuelita sintiera salir unidos

el olor del cuero, de los lápecis y el del pan que allí guardaba. Y la calse que

más me gustó al entrar, fue la de lectura. La que leía los cuentos era la

maestra. Se sentaba en un asiento delante del tablero y leía los cuentos.

Llamaba luego a algunos chicos uno por uno para que parados frente a ella y

con la espalda hacia nosotros le contaran el cuento nuevamente. Los más

grandes se sentaban en las filas de atrás y por eso tal vez no oían la historia,

Ernesto Porras Collantes

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porque cuando pasaban ante la maestra, no podían abrir la boca y la maestra

los gogía del cuello entonces y les estrellaba la cabeza una o dos veces

contra el pizarrón. Les decía que lo hacía porque eran unos testaduros pero

que si no ponían oídos ella iba a mostrarles que ella era más testadura. Yo no

creo que la maestra era una testadura, porque leía unos cuentos muy bonitos.

Y porque uno de esos cuentos era el que me gustaba y era el que casi

siempre nos leía. El cuento era sobre un niño que se embarcaba para ir muy

lejos a buscar un tesoro de perlas para dárselo a su mamita al regresar. Y lo

que más me gustaba del cuento era el roscón con azúcar y el vaso de leche

que la maestra me daba al terminar la calse. Yo oía el cuento bien porque yo

me sentaba en la primera fila de pupitres. El niño mimado de mi abuelita

dejaba que la maestra estrellara unas dos o tres cabezas contra el tablero,

antes de levantar el dedito para ofrecerse a ganar el roscón y el vaso de leche

que era el premio. Entonces la maestra medio sonriendo le decía al niño

mimado de mi abuelita que pasara delante a narrar. Ese niño era pelirrojo y

pecoso y ya le faltaba un diente de arriba y por eso era tan feo para los

demás, menos para la abuelita. Tenía pecas sobre toda la nariz, en los codos

y en las rollidas. Las pecas de las rollidas se podían ver porque usaba

pantalones cortos. Y tenía varios secretos o turcos para ganarse el roscón y

la leche. Uno era ijaminar (¿o mimaginar?), mientras, mientras la maestra

leía el cuento, que el niño que se embarcaba era el de mi abuelita y que la

mamacita del cuento era mi abuelita. El otro era que me montaba en un

barco de vela como el que estaba pintado en mi caja de lápides de colores. El

otro era que nague… navegaba (mejor dicho: naguevaba) bien adentro del

mar, no sólo hasta lejanas islas, y que además luego me lanzaba al agua y me

metía me metía en las profundidades porque yo sé que allí están los tesoros

que se han perdido o que no han buscado otros niños antes. El otro era que

Cuentos medievales de hoy

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buscaba no sólo perlas, sino unas veces perlas, otras veces diamantes, y otras

veces perlas y zafiros y otras perlas brillantes que nadie conoce, para la

cabeza, los zarcillos y el pecho de mi abuelita. Y además buscaba entre las

rocas del fondo y les perguntaba a los peces con los que me encontraba por

el camino. Así, cada vez que yo pasaba a contar el cuento podía variar

muchas cosas y me ijaminaba otras nuevas. Lo único que no variaba era mi

barco, que era de vela. Y el nombre, que era América. Los chicos grandes de

la fila de atrás, especialmente el más grandote de ellos, me interrumpían

muchas veces, con desesperación, tal vez porque no sabían a dónde los

llevaba yo con mi narración. Decían que así no era el cuento y que yo lo

variaba muchas veces y que además yo era un mentiroso al decir que me

metía en el mar porque yo no sabía nadar y que debería sentarme en mi

banco otra vez, antes de que encontrara el tesoro, es decir, mi roscón y la

leche. Pero la maestra me pedía que siguiera con mi cuento porque yo creo

que lo que más le gustaba de la calse de lectura era mi narración. Y

premiarme con mi roscón y mi leche. Y tal vez por eso era que les decía que

era más testadura que ellos. En el cuento que leía la maestra siempre se decía

que el niño le prometía a su mamacita que cuando fuera grande se

embarcaría a tierras lejanas del oriente y del resto del mundo para traerle

perlas finas y zafiros. En mis variaciones yo no podía esperar para

embarcarme hasta ser tan grande como los chicos que formaban en las filas

del cruso quinto de primaria y mucho menos hasta ser tan grande como un

hombre grande. Porque quién sabe si la salud de mi abuelita podía esperar

tanto tiempo, y hasta mi regreso. Además, América era un barco muy

pequeño y de papel, con velas de papel pintado, y no podía llevar pasajeros

muy pesados. En ese tiempo yo no había aprendido aún a hacer barcos más

grandes. En mis viajes con América me sucedían a veces algunas aventuras.

Ernesto Porras Collantes

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Recuerdo que una vez me perdí en el mar, pues aún no había aprendido a

orientarme. Y todo, porque el probesor de feografía aún no nos había dado la

clase para enseñarnos que, sobre la mano derecha estaba siempre el oriente,

en la mano izquierda siempre el occidente y delante siempre el norte y

siempre atrás el sur. Casi no regreso. Otra vez me encontré con una sirena y

le pergunté por el tesoro. Cuando volteó la cara para responderme, me di

cuenta que su cara era igualita a la cara de mi vecinita de enfrente de mi

casa. Y yo les cuento que varias veces en la noche yo me despertaba

llorando, en los brazos de mi abuelita, porque yo soñaba que mi abuelita y

mi vecinita se irían a morir algún día. Lo que pasaba era que yo la había

visto unas dos o tres veces, aunque ella no lo había notado, porque las

mujeres son así, y yo soy muy tímido con ellas porque los hombres somos

así, y yo estaba enamorado de esa niña. Me gustaba sobre todo su vestido de

faldita volada. Pues bien: cuando la sirena volvió la cara para responderme,

vi la de la vecinita y, aunque las sirenas no usan ni faldas ni vestido alguno,

esa vez también me desorienté mucho y casi no regreso. Los chicos grandes

de la fila de atrás, mientras tanto, se ponían felices cuando me veían en tales

peligros. Pero yo me escapaba de ellos, gracias a mis amigos del agua y del

aire. Después de recorrer el fondo del inmenso mar de la India, yo regresaba

con los diamantes de sus cuevas y aquel enorme rubí que resplandecía entre

el azul y el verde del mar, bajo el sol. Un enorme pájaro de colores que tenía

la cara sonriente de mi vecinita, me tomaba entre sus alas que recorrían el

mar, y me dejaba con suavidad sobre mi barco, América. Y quien ha visto

ese pájaro y esa cara olvida todo y nada puede recordar… Los chicos

grandes me seguían, después de clase, en el recreo, y algunas veces yo

compartía con ellos el roscón azucarado, pero no la leche. Una vez no les

participé y me siguieron por la calle, a la salida de la escuela. Ese día casi

Cuentos medievales de hoy

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me ahogo en un charco. Como ustedes saben, en las calles del puerto de la

Dorada se forman charcos después de llover. Y a mí me gusta meterme en

los charcos, pero no me metía en ellos, por miedo. Y es que, como ustedes

saben, los charcos son muy profundos y llegan hasta el cielo, y es por eso

que dejan ver el cielo y las nubes cuando uno los ve. Si uno se mete y se

mete más y más en un charco se va hacia abajo, se sumerge (¿sugerme?) y se

va por entre las raíces de los árboles cercanos y yo creo que llega hasta

donde viven los monjes, que son unos hombres chiquititos y rosaditos que

viven entre las raíces de los bosques con las cabezas hacia abajo, que nacen

con barbas largas y cuando mueren son bebés, y si uno tiene suerte y no se

ahoga, para salir tiene que perguntarles dónde hay otro charco abierto, hacia

las calles de la Dorada. Es por eso que yo les aconsejo que cuando lleven sus

barcos de papel, como yo lo hacía, a naguevar en los charcos, se contenten

con empujarlos con una vara, para que se impulsen, sin meterse mucho entre

el charco. Ese día los tres chicos me siguieron, sin que yo me diera cuenta. Y

ese día yo saqué mi barco de verdad, hecho de papel, que guardaba en mi

maletín, y me senté a la orilla del lago, es decir, del charco que encontré, y

lo eché para empujarlo con la mano, sobre el agua. Se llamaba América y

cabeceaba sobre las olas, con el viento. Volaba sobre el cielo. Íbamos

acercándonos a la India, donde el mar rodea a Bagdad, que en ese momento

estaba al norte, porque me quedaba de frente, y Japón yo no sé a qué mano

estaba. Íbamos a encontrarnos con el pájaro de amplias alas y carita de niña

bonita que me sacaba suavemente de las profundidades marinas. Un golpe

en la espalda me lanzó de frente entre el charco y la voz del más grande de

los chicos me gritó que esto era para que aprendiera a nadar. Los chicos se

alejaron a la carrera, riéndose. Yo logré agarrarme, como pude, al borde del

Ernesto Porras Collantes

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charco y por eso no me ahogué. Pero quien ha vivido un hundimiento como

éste, antes de llegar a la India, jamás puede olvidarlo.

Cuentos medievales de hoy

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¿LO MATÓ?

La Historia –y aun

creo, la prehistoria- está abrumada con testimonios e historietas sobre reyes

que mataron a sus hijos –para salvar su propio pellejo- y sobre hijos de reyes

que mataron a sus padres, para asegurar su pitanza. Y hasta causa cierta

desazón hablar con alguien sobre asesinatos de esta índole, especialmente

porque –aunque no hay crimen perfecto-, dada la majestad de los asesinos,

esos crímenes, como son de público conocimiento, no se investigan, y se

quedan casi siempre impunes.

En la Biblioteca Encadenada de la Catedral de Hereford se puede

consultar el Mapamundi dibujado en el año de 1300 por Richard of

Haldingham o Lafford. En el centro de esa carta hay una especie de mancha

de tinta negra que, según conjeturas de hombres conocedores de cosmografía

y astrología , representa un mar interno cerca al centro del mundo. En

realidad es una especie de charco de tinta que allí se le derramó al autor, y

Ernesto Porras Collantes

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por eso se la llama “el charco”. Este mapa y este mar interno o charco

importan a la presente narración, porque se ha descubierto que por allí se

comunica la geografía de este mundo con la de otro, que se dibuja al reverso

de la hoja de vellum (o piel de carnero) que empleó el autor para dibujar su

obra. E importa porque la geografía que se dibuja al otro lado del charco

representa el reino de Basilio I. E importa porque el Príncipe Basilio, su hijo,

se le rebeló al frente de un ejército de amotinados, y quiso despojarlo de su

corona. Basilio I ya estaba alertado sobre la conspiración, y preparado,

ocultamente, para repelerla, y así lo hizo. El Príncipe y sus seguidores fueron

derrotados y su ejército desbaratado hubo de huir a los confines del reino y,

para salvar el pellejo, hubieron de pasar, a través del charco o mar interior, al

mundo dibujado en el verso del mapa de Hereford. El reino de Basilio I fue

conocido en la Edad Media con el nombre de reino de los Antípodas, porque

por allí viven quienes tienen los pies en dirección diametralmente opuesta a

los nuestros, por vivir al otro lado de nuestra geografía, según lo acabamos

de referir. Mucha gente tiene conocimiento de esta Provincia, pero pocos

saben que los antípodas o vasallos del reino de Basilio I, por su misma

condición, no sólo tienen pies y cabezas dirigidos en dirección opuesta a los

nuestros, sino que, por lo mismo, caminan hacia atrás3 y, obviamente,

piensan enrevesadamente porque hablan bustrofedónicamente (por ejemplo,

El mirífico Padre fray Antonio Daza dice, al referirse a esa Provincia que es gente que “vive en las riberas de un gran lago, y cuyo dormir es debajo del agua” (Citado por fray Pedro Simón, en Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, Primera parte, Primera noticia, capítulo I, Bogotá, Medardo Rivas, 1882, pág. 5). Las noticias que ambos historiadores traen sobre que esa gente también tenía “las orejas tan largas que les arrastraban hasta el suelo y [que] debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres”, por muy verosímiles que parezcan, carecen de veracidad, como lo han demostrado las investigaciones llevadas a cabo por un grupo de otorrinolarinontologogólogos de la Universidad de California, Berkeley, recientemente. 3 ¿Y quién dijo que nosotros caminamos hacia adelante?

Cuentos medievales de hoy

83

dicen, al presentarse, para evitar malentendidos: -“Adopítna nu yos oy”) y

porque nos ha gustado caracterizar, históricamente, a los del otro lado del

charco, como gente retrógrada. Una vez traspasada la frontera del agua –o de

la tinta negra, según se quiera-, los fugitivos se encontraron en un nuevo

mundo, y tuvieron que tratar de acomodar sus pasos a la extraña geografía

inglesa; y naturalmente se encontraron perdidos, pues como puede

comprobar cualquier persona que mire el mapa referido, aún con su ayuda es

más fácil perderse que orientarse, entre tantos ríos y tierras –muchos de ellos

inexistentes-, desconocidos, aún para el autor de la carta, quien

evidentemente confundió muchas veces unos lugares con otros. Después de

largo vagar y caminar hacia adelante pero marchar realmente hacia atrás, de

creer que iban, pero en realidad volvían, por tan confusa geografía, fueron a

dar a una tierra que en el mapa se sitúa al este-este, más allá del Jardín del

Paraíso (Paradyse Park), lugar que en él se llama de los salvajes o país de

Quepec. En una breve apostilla –véase parte superior derecha del

mapamundi- comenta el autor que el bárbaro venció al salvaje y que allí

estableció su reino Basilio II, hecho que está subrayado en el mapa con una

conveniente mancha de tinta roja. Y desde entonces las crónicas quieren

pintar a este bárbaro Basilio como a rey feliz. Y es que para no perturbar su

felicidad, había amaestrado a sus leales lacayos para que no le trajeran malas

noticias. Quien se hubiera atrevido a traerlas hubiese sido considerado

desobediente, loco o traidor, y su cabeza hubiera rodado bajo el hacha del

verdugo. El castillo mismo de Basilio II aparece dibujado en el mapa sobre

un alto promontorio –a pesar de que la tierra era aún plana en aquella época-,

entre árboles, y aislado por un foso, para alejar la mala vista y evitar los

ruidos y los malos olores contaminantes de la aldea circundante. El nombre de esta tierra de salvajes significa, en su lengua, ‘espejo’.

Ernesto Porras Collantes

84

Para completar su felicidad, cuentan los que cuentan esta historia, que

un día le anunciaron la buena nueva del nacimiento de un hijo. Pero que ese

día –es decir, esa noche- soñó que se miraba en un espejo, y encontró que su

rostro se parecía al de su padre, Basilio I. Y que soñó que, como él,

perseguía también a su hijo hasta los confines de su reino. De ello sacó como

conclusión que su hijo también se levantaría para arrebatarle la corona. Y ya

fue menos feliz.

Muy preocupado se sintió por esa mancha que se reflejaba también en

el hijo de su propia sangre y, para evitar que se repitiera su propia historia y

acaso su muerte, su primer impulso fue mandarlo a botar -como aún se

acostumbra, entre las buenas familias, en esos casos, para evitar percances

ulteriores- y despeñarlo desde las murallas de su castillo, al abrigo de la

noche, para que abajo, los perros de la aldea le dieran buena sepultura en sus

hambrientos buches al cadáver expuesto.

Pero unos mercaderes –camelleros- de paso, procedentes del país

de la lejana Francia –que en el mapamundi mencionado se sitúa en Africa-

habían traído la conseja de que sus monarcas estaban empleando ahora con

éxito un milagroso hechizo para curar una nueva y rara enfermedad que

había hecho su aparición entre los pueblos salvajes y bárbaros, en las

colonias que poseían en Europa. Afirmaban que el virus (o morbo) era

contagioso, y que una vez contraído atacaba a los siervos el deseo loco,

inexplicable e incontenible, de levantarse atrevidamente contra su rey y

señor natural, para matarlo y liberarse. Y agregaban que por ello muchas

testas coronadas ya habían besado el polvo; pero que unos sabios monjes

habían descubierto –gracias a dios- que si se exorcizaba a los levantiscos

endemoniados con una buena dosis de palizas se les podía curar de la

posesión demoníaca que los dominaba y se les podía convertir en siervos

Cuentos medievales de hoy

85

mansos y en feligreses temerosos del Señor. Y que si se oponían al

tratamiento se les debía pasar por las armas, graciosamente y sin ceremonia,

dándoles un buen tiro en la cabeza et pas plus, amén. Esta formidable

doctrina de la guerra santa conquistó la atención de Basilio II, quien ahora

sabía que tendría dos enemigos potenciales que podrían rebelarse contra su

corona en el futuro. Adoptó entonces una doble estrategia para cuidarse del

doble peligro: daría a su hijo la mejor instrucción militar posible, para que

enfrentara a los aldeanos -como correspondía a quien iba a heredar la

corona- en caso de que contrajeran el endemoniado virus levantisco. En caso

de que lo vencieran, tendría un enemigo menos, pero en caso de que el

Príncipe resultara vencedor, estaba dispuesto a abdicar en su favor, con lo

cual quitaba de por medio el motivo por el que pudiera atentar contra su

vida. En ambos casos, se libraba del doble peligro futuro…Y en todo caso

sabía que debía estar alerta y preparado, como su padre, para repeler

cualquier sorpresa inconveniente.

Cuando Basilio II consideró que era llegado el tiempo, mandó que se

reclutara un grupo mercenario de pobresores o instructores alquilados en

esos lejanos reinos africanos para que entrenaran al Príncipe en cómo hacer

la guerra santa, amén.

Y el Príncipe crecía, como hijo feliz –según se decía-, porque el rey

también había prohibido que le trajeran malas noticias. Y porque le había

asignado para sus habitaciones y recreo una amplia ala del castillo, aislada

del resto del mundo, para evitar toda contaminación y malos olores, así

como un ministro privado, y suficiente servidumbre personal.

Llegado a su mayor edad, y como parte de su entrenamiento, el

Príncipe pidió visitar su reino para darse cuenta del estado de las tribus de

Quepec y del territorio que heredaría con la corona, así que organizó una

Ernesto Porras Collantes

86

expedición para tal fin. Acompañado por un cortejo, y sobre enjaezados

caballos, emprendió el lento y cuidadoso descenso, por el parapetado y

escarpado camino que conducía a la aldea de Quepec, más allá del foso, al

pie de la alta montaña del castillo, y hacia las tierras y campos del reino.

- ¿Qué se oye?, preguntó el Príncipe, a la mitad del descenso.

Allá a lo lejos se oían los ladridos insistentes y los aullidos de los

perros que ya habían venteado la lejana presencia de los visitantes que se

acercaban. Eran perros flacos descendientes de aquellos otros gordos que el

rey había mandado alguna vez para aperrear a los aldeanos rebeldes. Sus

enflaquecidos nietos les servían ahora a los naturales de bulliciosos

campaneros domesticados, para dar la alarma. Esto le respondió con

parsimonia junto al oído al Príncipe, su viejo, gordo y rojizo ministro, que a

su lado cabalgaba.

-¿Qué se huele?, preguntó, un poco más abajo.

Subía, también, llevado por los últimos vientos de marzo, el olor

picante de la humareda de la lejana quema que algunos aldeanos hacían, para

preparar las rozas en las posesiones del rey. Y así se lo hizo saber al Príncipe

su viejo, gordo, y parsimonioso ministro.

-¿Qué se ve?, preguntó el Príncipe, un trecho más abajo.

Allá abajo, desparramados y en parches sobre la tierra circundante

empezaban a verse, vecinos a los caños y socavones rojizos, como basura

amontonada, bohíos de techos de paja oscura, agarrados y sostenidos sobre

patas, como abrumados o tumbados por un vendaval invisible que los

hubiera apachurrado. Eran los ranchos de Quepec. Y así se lo hizo saber al

Príncipe su ministro gordo y viejo.

-¿Vive alguien en esas rancherías?, preguntó el Príncipe.

Cuentos medievales de hoy

87

-Sí, Majestad, le respondió el viejo gordo. Dicen que varios miles de

piezas.

-¿Piezas? ¿Qué quieren decir, con eso?

- Varios millares de cabezas, Majestad.

-¿Es decir, hombres?, volvió a preguntar el Príncipe.

-No, Majestad. Dicen que aunque lo parezcan, y huelan a carne

humana, no son hombres, que son bestias, respondió el viejo; y después de

una pausa agregó, con voz suave y baja, y como diciéndole un secreto: se las

usa para todo género de labores; por eso dicen que son piezas y en realidad

las llaman cabezas útiles.

-¿Y lo cree así también su Majestad, el rey?

- Naturalmente , así lo creo, Majestad.

- ¿Y a esos buitres que dan vueltas arriba, a la distancia, qué los atrae?

- Tal vez las carnes asadas de las piezas –perdón, cabezas-, pues

perdemos algunas en la estación de quemas y se quedan expuestas y

podridas, en el campo. Dicen que sus propios perros se les acercan pero no

se las comen porque huelen aún a sus amos en ellas, y que no dejan que los

buitres los sepulten en sus buches. Lo que yo creo es que los perros no se las

comen porque esas carnes dizque no tienen buen sabor, sin adobo.

-¿No tienen buen sabor…? ¿Y cómo es que lo sabes?

-Por boca del alcaide, Majestad.

Llegada la comitiva al pie de monte, el Príncipe plantó su real dentro

del fuerte y ciudadela amurallada que dominaba el camino, junto a la aldea.

Desde allí pudo divisar al alzar la vista, las agrisadas torres del castillo, que

como moles de piedra se elevaban sobre el lugarejo. Sintió un sinsabor en la

garganta, al tiempo que una vocecilla molesta que no atinaba a saber de

dónde surgía le susurraba, entrecortadamente, en su oído interno:

Ernesto Porras Collantes

88

[Vocecilla interior] -“Algo… me huele… a podrido…por aquí.”

A la cual respondió la que parecía ser su propia voz:

[Voz interior del Príncipe] -“¿Acaso estás perdiendo la cabeza? ¿No te

recuerdas que eso te está prohibido? No te atrevas a traerme malas noticias,

impertinente”

[Vocecilla interior]-“¿Acaso tienen buen sabor las que te ha soplado el

ministro al oído?”

Al siguiente día vino el alcaide con su tropa a presentar armas en la

plaza del fuerte. Era un hombrecillo vestido de brillantes y colorines, como

presentador circense, para las circunstancias. En el estrado se sentó el

Príncipe, y junto a él, su cortejo. Como para distraerse de los complicados

movimientos exhibicionistas, vistosos y vanidosos de la fanfarrona fanfarria

militar de la presentación, el ministro puso sus ojos en una fina pieza de

crochet rosado que tejía con movimientos estudiados y con mano de,li,ca,da:

introducía el gancho terminado en una fina aguja de plata engastada en

ébano en sucesivos lazos y lo sacaba amaneradamente, para enrollar el hilo y

volver a producir un lazo y otro lazo. Casi al final de la presentación, se

acercó al oído del Príncipe y le susurró:

-He dado todas mis puntadas y lo he arreglado todo. Y he mandado

que la traigan a vuestra presencia, Majestad.

[Vocecilla interior]- “¿Y si la traen con lazo al cuello, como a bestia?”

-¿La presentarán a mi presencia como a persona?, preguntó el Príncipe.

-No puedo asegurarlo. El alcaide tiene sus formalidades para esta clase

de presentaciones, Majestad.

La soldadesca estaba formada con sus mosquetes a discreción, a lado

y lado de la corta plaza de armas.

[Vocecilla interior]- “¿Verla de nuevo…?”

Cuentos medievales de hoy

89

[Voz interior]- “¡…qué felicidad!”

Por la entrada a la plaza, opuesta al estrado, la traían. Parecía una

natural de la aldea de Quepec. Aparentemente frágil, de baja estatura. Lucía

pelo negro y lacio, aparentemente despeinado; el chingue que vestía cubría

parte de su larga falda. Caminaba descalza. Diríase que no tocaba el suelo, al

avanzar, hacia el Príncipe.

[Vocecilla interior]- “¿Recuerdas la noche que te separaron de ella?”

[Voz interior]- “¡Yo estaba tan acostumbrado, después de ocho años, a

jugar con sus pechos!”

[Vocecilla interior]- “Di mejor que estabas acostumbrado al sabor y al

olor de la leche que mamabas de su pecho y aún sientes en tu boca . Y a

dormirte allí luego. Y a sus palabras, que fueron las primeras que aprendiste,

y que aún usas. Y luego, al cuidado con que te vestía y te acostaba. Y a sus

cuentos repetidos que aún resuenan insistentes en tu oído y que, para

dormirte, a veces te contaba…”

[Voz interior y Vocecilla]-“¡¡QQuuee ppaarraa ddoorrmmiirrnnooss,,

aa vveecceess nnooss ccoonnttaabbaa!!”

El Príncipe, sonriente al oír el coro interno de vocecillas, inclinó de

lado su cabeza sobre la mano izquierda, como para prepararse a oír de nuevo

las fábulas que en parte y vagamente recordaba.

-Es ella. Detrás viene el alcaide, dijo el ministro gordo, en tanto

suspendía inquieto su laborioso elaborinado tejido. Y agregó: dicen que

tiene quinientos años, y que es capaz de desencadenar tormentas. Y que voló

desde el castillo de vuelta hasta la aldea, la noche en que llegaron los

instructores.

[Voz interior] –“Llegué hasta a odiar por primera vez a mi padre, por

el cambio. Fue como sacarme una uña de la carne. Varios días lloré su

Ernesto Porras Collantes

90

ausencia en silencio. Creo que me marchité un poco; era como planta a la

que hubieran trasplantado a otra maceta. Después, muchas noches en mis

sueños voló hacia mí y me la encontré y aún me la encuentro de tiempo en

tiempo, a veces como a madre, y a veces como a novia.”

Llegados frente al estrado, el alcaide intentó poner sobre el hombro

derecho de la mujer el cabo de su rebenque, para que se hincara, pero éste,

sorpresivamente, rebotó sobre su propia cara, golpeándolo. La soldadesca se

puso firme con un solo golpe de tacón. El Príncipe se puso de pie, y desde

allí le dijo:

-Bienvenida, señora. ¿Eres la que fue mi nodriza?

-Sí. Ésa soy.

El Príncipe hizo un ademán para invitarla a que se sentara a su lado.

Pero la mujer hizo otro para significar que se quedaba de pie. El Príncipe

tornó a sentarse.

-Recuerdo a veces, tu voz remota, ni cercanamente igual a otra

ninguna. Es el pasado, y de eso, nada más se dice hoy.

-Porque está prohibido.

-No a ti. Habla. Termina esa historia que empezaste para mí aquella

última noche. ¿No te irás nuevamente sin contármela?

-Debes saber que no me gusta que, sin mi permiso, te hayan cambiado

los calcetines bordados que te calcé y el vestido de crochet que me parece te

puse anoche, antes de dormirte, por las botas y el vestido militar que llevas

hoy. Esa historia no cuadra a las botas de la soldadesca.

-¡Aguarda, aguarda!, intervino solícita la voz del ministro. Y

continuó: Los vestidos y aderezos se los guardo todos, desde los primeros

que le tejí y los demás que le vestiste y los que aún le visto a su Majestad, y

le tejeré.

Cuentos medievales de hoy

91

-Se necesitarían cuatro lunas para contarla y cuatro y muchas otras

para oírla y entenderla.

-Cuéntala, no obstante, pidió el Príncipe.

-Contaré una parte de ella, para complacerte, y otra parte para ejercitar

un poco mis mandíbulas mohosas. Te contaré, pues, ese cuento infantil:

“Hace más de mil años que los aldeanos me pidieron que viniera a

visitarlos. Yo era entonces un poco más joven que ahora soy y por eso podía

atravesar el aire a voluntad y volar por varios días desde cualquier distancia

sin cansarme. Al llegar encontré que los aldeanos vivían sólo en un tiempo

presente imperfecto, es decir, que cada persona se estrenaba a sí misma cada

día, sin guardar recuerdo del día anterior; entonces les enseñé el camino

hacia el pasado, para que abrieran y atravesaran la cortina del humo del

moque hacia el pretérito perfecto; y les enseñé a usar la flor de la campana

blanca -la que sólo da su sombra entre la noche- y la flor de la campánula

dorada o farolillo –farolillo cuya luz sólo vierte sombra-, para borrar con

claroscuro los límites entre los ancestros muertos y los vivos, entre tú y yo,

entre lo mío y lo tuyo, y para que vivieran como padres e hijos, y como

hermanos; y a partir de entonces se llamaron hombres a sí mismos.

Esto fue mil años antes de la invasión. Y la invasión la recuerdan en

Quepec hasta los niños que aún maman teta. Todo empezó cuando entraron

en este territorio, fugitivos de un lejano reino, los restos del ejército

hambreado y desbaratado del capitán Basilio. Confundían unos países con

otros, y habían atravesado ciénagas y selvas que se multiplicaban delante de

ellos; traían brotados los ojos alucinados, y venían cubiertos de algas y

porquerías que se les habían pegado, como babas negras de tinta y bichos de

las ciénagas que habían atravesado.

Ernesto Porras Collantes

92

Nuestros vecinos no habían visto hasta entonces bestias semejantes a

ésas, medio-hombres y mitad caballos; traían las carnes temblorosas y casi

no podían pronunciar palabra, y las que pronunciaban no se las entendíamos;

los recibimos hospitalariamente, y por esto contaron luego sus historiadores

–y ellos así se lo creyeron- que los adorábamos como a dioses. Les dimos

nuestros vestidos porque los suyos estaban rotos, y venían sudorosos y

malolientes, aunque jamás pudimos acostumbrarlos a que se bañaran. Y

después de que les llenamos con una buena cena los estómagos –estragados,

pues por el camino se habían comido unos a otros-, y les curamos las heridas

y las llagas, y les dimos nuestras casas para que descansaran, abrieron las

bocas. Creyeron que los adorábamos como a dioses y empezaron a exigir.

Con armas que lanzan fuego y ruido, pidieron que les hiciéramos sus casas

en un poblado, junto a la aldea, en este sitio donde ahora estamos, pues ellos

no saben aún cómo se trabajaba con las manos. Un día, después de que les

hicimos las casas y su pueblo, Basilio se apareció entre nosotros, y con las

armas en la mano, parceló nuestras tierras y les puso límites, y nos robó

nuestras mejores tierras, y nos obligó a que las cultiváramos para él. Esa fue

la época en que decidió contarnos, llamándonos en sus cuentas cabezas o

piezas, y empezaron a repartirse entre ellos a nuestros niños, a nuestros

esposos y esposas, a nuestros ancianos, como a cosa propia, como a bestias.

Nunca habíamos visto que esto se hiciera entre hombres, y nunca pensamos

que fuera posible hacerlo. Y no estábamos acostumbrados a ello, ni teníamos

sonidos en nuestra lengua para nombrar aquello. Y pensamos lo peor.

Porque sabíamos que a Basilio le había quedado el gusto por la carne

humana, pensamos que tal vez nos repartía para devorarnos pues, además, le

descubrimos que tenía en la boca un gran colmillo agudo de color

amarillento y notamos que mientras más comía, más el colmillo le crecía, y

Cuentos medievales de hoy

93

más el hambre se le despertaba, pues se decía que tenía dos estómagos4.

Mientras tanto, se decía también que a muchos de los hombres de Basilio se

les había transformado el brazo derecho en un foete, de manera que por allí

les nacía algo como una flexible cola larga. Algunos vecinos no quisieron

trabajar bajo esa cola, y entonces, para escarmentarnos, Basilio mandó

perros de dientes tajantes a la una de la tarde, para que a algunos les sacaran

las tripas, y los devoraran ante los ojos de sus hijos; a esto lo llaman

aperrear. Y a las dos de la tarde mandó cortar a otros las narices5 y a las tres

de esa tarde, cortó con el filo del cuchillo, la mano derecha de algunos

desgraciados. Prometió que a su hora, cortaría a otros los testículos y a otras

los pezones de las tetas. Pensábamos que con ellos quería hacer sopa y

alimentarse para alimentar su hombría. Y, entonces, aterrorizados, le

construyeron su castillo, allá sobre esa roca.

Desde esa época empezamos a observar que la cola larga del foete

tenía el efecto de convertir en idiotas y bestias a aquellos que golpeaba. Y

por eso hubo resistencia. Y fue la época en la que nuestros hombres,

amenazados en su hombría también por el hambre canina de Basilio, se

reunieron apresuradamente con los ancianos en la casa grande de los

hombres para aconsejarse. Fue la época en la que yo les abrí la puerta

grande, la del humo del moque, para que la atravesaran y visitaran a nuestros

antepasados y a los antepasados de nuestros antepasados, y para que les

contaran el apretado peligro en que vivíamos sus familiares aún vivos de

4 Últimamente se ha descubierto que, según los gastroenterólogos, esta enfermedad es muy común, particularmente en los países desarrollados. Su nombre técnico es digastria (o trigastria, si los estómagos en cuestión son tres), y se sabe que los alimentos pasan de uno a otro estómago, durante el proceso digestivo, y a veces se devuelven a la boca del paciente, para nueva masticación y salivación. 5 El documento –que hemos consultado- en que se contiene esta declaración dice, interlineadamente: “y a algunas mujeres las tetas”.

Ernesto Porras Collantes

94

esta orilla de la tierra y sobre todo, para que oyeran su consejo, y qué nos

convenía hacer.

La aldea de los antepasados es treinta y tres y más veces más grande

que la nuestra; sus casas nacen junto a los riachuelos entre flores, y se

alimentan ellos del olor y los colores de las más bellas, y con el olor de una

sopa de frutos y yerbas que ellos llaman cuchuco y que les recuerda, como a

los desterrados, su tierra natal ; allí un viento maravilloso toca por

siempre su instrumento, el pájaro que llaman del Paraíso recorre el cielo con

sus alas, y cada mañana la aurora abre dulcemente su nueva rosa al día sobre

valles y montañas cuyos ecos cantan los cantos de sus pájaros; allí las bestias

son mansas, las olas de las aguas se bañan unas a otras, y el pez rosado salta

entre sus ondas; allí no se siente dolor alguno y no se sabe que haya tiempo;

allí nadie muere una segunda muerte. No saben pronunciar la palabra

maldad y todos tienen una sonrisa de niño entre sus labios.

Terminada la visita, y cuando llegó el momento de emprender el

regreso, algunos de nuestros hombres quisieron quedarse en sitio tan ameno,

pero al ver que sus compañeros ya se preparaban para la vuelta, ante la

posibilidad de no volver a ver pronto a sus madres y a sus novias, o a sus

esposas e hijitos, que habían dejado al otro lado de la gran puerta, el

recuerdo les arrancaba de sus ojos azules, lágrimas intensamente azules.

Entonces les rogaban insistentemente y con desesperación al resto de sus

compañeros que les abrieran el pecho y que les y arrancaran de allí ese El cronista fray Pedro Simón descubrió las razones fisiológicas y etnológicas que explican la razón de estas preferencias alimenticias de los antepasados muertos de Quepec. Según él, carecían de ano, y todo lo explica con las siguientes autorizadas palabras: “[…] por no tener vía ordinaria para expeler los excrementos del cuerpo, se sustentan con oler flores, frutas y yerbas, que guisan solo para esto” (Fray Pedro Simón, Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, Primera parte, Primera noticia, cap. II, Bogotá, Medardo Rivas, 1882, pág. 5).

Cuentos medievales de hoy

95

deseo de quedarse en el feliz mundo de los muertos, y que los convencieran

de que ellos también debían regresar ya al arduo mundo de los vivos. Pero

aquéllos cerraron los corazones y apresuraron su salida como para no

contaminarse de los que se quedaron, desgraciados, llorando un mar azul,

al otro lado, en esa tierra de la felicidad.

Pero a este lado, si sales ahora para recorrer las calles de la aldea, tal

vez ni las encuentres, porque se han ido borrando y algunas se han marchado

ya a otros lugares, caminando los caminos, o encontrarás unas pocas, que

cojean, bordeadas a trechos por ranchos vacíos y caídos durante la

desbandada. Y te encontrarás con el desierto. Por consejo de sus

antepasados, los aldeanos huyeron apresuradamente, y subieron, en su

mayoría, a los bosques de la cima de las montañas, con sus familias, para

refugiarse y evitar la desgracia de convertirse en bestias. A los restantes les

tendieron un lazo y cayeron acorralados y tuvieron que quedarse, contra su

voluntad, y ahora lloran lágrimas de sangre, en esta tierra de la infelicidad.

Los que se quedaron y no alcanzaron a huir trabajan por rondas, en labores

que no hacen ni las bestias, en los campos y en las minas, y muchos

desaparecen en el aire antes de volverse polvo, o se vuelven locos bajo el

látigo y el plomo de la soldadesca que vive en esta ciudadela de los

invasores. Son las llamadas cabezas útiles, los forzados por el terror, que

caminan sin sangre, como muertos-vivos sin voluntad, como bestias, que

laboran para alimentar a Basilio II, El Feliz, y a los suyos.

Estos son los cuentos infantiles que yo les cuento a nuestros niños. Y

luego me preguntan ellos que cuándo terminará esta violencia, y yo les

respondo que pronto. Y les digo que ya veo el día en que los alzados en

armas que habitan, libres, las montañas, bajarán como furias de sus montes y

Ernesto Porras Collantes

96

subirán al promontorio de Basilio, lo sacarán de su cueva y lo obligarán a

tragarse el sabor amargo de su propia triaca mortal. Porque ese es su futuro”.

-¡Traición al rey! ¡Esta bruja está loca, atrapadla!, gritó, más que

mandó, el alcaide, a su tropa. Pero, al mismo tiempo, la mujer hizo sonar la

palma de sus manos, batiéndolas como si aplaudiera una vez, y desapareció.

Cuentan que el Príncipe estaba aún absorto bajo el hechizo de su

palabra –tal como sucede cuando una canción que nos gustó sigue sonando

insistentemente en nuestro oído- cuando la mujer desapareció; que parecía

mirar hacia afuera, pero que sus ojos fijos veían realmente vueltos hacia

adentro, llevados hacia esos mundos que se abren más allá de la frontera del

moque, donde los alzados se emboscan en la cima de montes y montañas,

que parecían despertarse al paso de sus ojos sobre ellos. Y dicen que ni las

palmas de la mujer, ni los gritos del alcaide, ni el tumulto inútil de la

soldadesca pudieron despertar del ensimismamiento al Príncipe.

Y cuentan que aún absorto, ordenó la vuelta al castillo. Y que dijo al

ministro:

-Ya oí, vi y tomé olor a cuanto era necesario. Y siento que esto tiene

mal sabor. Ordena mi regreso.

Y dicen que inició el ascenso con los suyos. Traspasaron el foso. Una

hierba espesa y alta había invadido la vía y los pretiles del parapetado y

escarpado camino. Hubo que luchar con ella para abrirse paso. Pero crecía, a

mayor altura que las cabalgaduras, y crecía más rápidamente que se la

cortaba con las espadas. Algunos miembros de la comitiva pensaron en

regresar para auxiliarse con la guarnición del fuerte, pero encontraron la

retaguardia igualmente impedida por la alta hierba. Los árboles habían hecho

avanzar sus raíces enormes como si hubiesen caminado hacia el camino,

obstruyéndolo, a trechos. Y sus fuertes ramazones se abrazaban con bruscos

Cuentos medievales de hoy

97

movimientos en la altura y oscurecían el cielo por momentos. Después de

una lucha larga y desesperada en la que muchos quedaron por el camino, sin

aliento, unos pocos lograron llegar a un escampado. Allí, a la entrada de una

choza alicaída, estaba sentado un hombre calvo, viejo y andrajoso,

extremadamente flaco, tal vez ciego. A él se acercaron.

- “Ya conozco su pregunta. Muchos otros viajeros ya me la hicieron

desde hace muchos años”- musitó, sin siquiera alzar las cuencas de sus ojos;

y sin esperar pregunta alguna, dejó salir en chorro las palabras silbantes por

su boca desdentada : “Veo que ustedes buscan un castillo que solía estar por

estos parajes, donde ahora sólo está mi choza”- y la señaló con su mano

sarmentosa-. “Oí decir, en mis días, quiero decir, en los días en que me

aparecí por aquí, que era de un rey Basilio, según alcanzaba a recordar quien

me lo dijo. A ese Basilio lo mataron”.

Y luego, dejando escapar un sonido sordo, una especie de risa que

parecía subir regurgitando desde el fondo de su propio estómago vacío,

prosiguió: “¿Y saben quién lo mató? Su propio hijo. Quien también había

matado a su propia madre, al nacer”.

-¡Imposible! ¡Yo no los maté!, protestó el Príncipe.

-“Hijo: el pasado no se puede modificar. Sólo se modifican las

versiones del pasado. Una segunda versión cuenta que se vio cómo los

naturales, alzados en armas, descendieron por todos los caminos desde sus

campamentos de las selvas con sus fusiles y en espesa masa, y que aliados

con sus antepasados muertos -quienes tomando cuerpo se levantaban

presurosos de la tierra, se limpiaban el polvo y se ponían rápidamente a la

vanguardia, y no podían morir una segunda muerte- derrotaron a la

soldadesca del fuerte, y a su alcaide, y a todos y cada uno de los esbirros y

sabuesos cebados de Basilio los mataron una y dos y tres veces y luego los

Ernesto Porras Collantes

98

ahorcaron, al tiempo que se extendían como espesas yerbas silvestres por

todos los montes y trepaban hasta el promontorio del castillo, y todo lo

invadían y no dejaban piedra sobre piedra sin remover, con el fragor del

fuego y el fuego de su furia feral contenida por tan largo tiempo. Busquen

una piedra del castillo, y ya no la verán ni debajo de la tierra. Hasta el foso

del castillo fue borrado de la historia. La jornada de desbarate que Basilio

comandaba al llegar por primera vez a la aldea –una jornada en la que venía

huyendo de su padre, cuyo ejército le perseguía, pues había intentado

matarlo para tomarse el reino- terminó en su muerte y desbarate final sufrido

en estos parajes, luego de un paréntesis de lo que fue un reinado cruel y

brutal e inútil. Y abran los ojos, porque el camino que ustedes siguen no

conduce a ninguna parte, y es imposible distinguir entre él y quien lo

camina, porque tanto este camino como sus caminantes descaminados nunca

saben ya si van o si ya vienen y si suben o los suben, pero en realidad bajan

o los despeñan. Ya vieron que sobre el paraje subieron y crecen abundantes

y llenos de vida las hierbas y los árboles, y así se multiplican hoy los

aldeanos que bajaron de nuevo a sus aldeas.

Otra versión de los hechos –que no descarta la anterior- es, según

entendí, que Basilio mató a su propio hijo, el Príncipe. Como Basilio era

algo mago, creyó leer en alguna parte que su hijo terminaría por matarlo

para quitarle el reino. Por eso, con mano habilidosa y consejo de un ministro

gordo, le tejió una trampa, un lazo, para adelantársele: por un lado, lo crió

con la leche de una lugareña, es decir, una aldeana de Quepec, que además

fue su primera maestra, pues le enseñó sus primeras palabras y le contó las

primeras fábulas infantiles. Y ella fue para él el ser que más se pareció a la

madre que no tuvo y a la que cobró profundo cariño; por otro lado, hizo

instruir al Príncipe en las artes de la guerra y quiso luego enviarlo a

Cuentos medievales de hoy

99

pacificar, es decir, a exterminar, a los lugareños que se oponían a su tiranía.

El Príncipe se opuso a participar en la matanza. Por lo tanto, Basilio

encontró en ello el pretexto que buscaba para declararlo desobediente y

traidor al rey, y sin ninguna ceremonia le mandó a cortar la cabeza, amén.”

-¡Pero eso es imposible!¡Puedes ver que yo estoy vivo!

- “Ni yo puedo ver –dijo el anciano, al tiempo que levantaba las

vacías y oscuras cuencas de sus ojos hacia el Príncipe, por primera vez-, ni

tú estás ya vivo, aunque ahora me veas.”

Un grito se atravesó como una espina en la garganta del Príncipe y un

súbito movimiento involuntario de sus párpados le volvió, de repente, al

momento en que, terminado el ascenso, tornaban a la vida palaciega, y el

ministro le decía:

- Ya volvemos. Mañana serán las vistas con el rey, Majestad.

En efecto, atravesaban ya la gran puerta del castillo, y nuevamente

penetraban en él. El Príncipe se retiró a sus habitaciones, cansado y agitado

por las experiencias de ese día. El ministro se retiró, también.

Desde este momento en adelante se precipitan los últimos hechos.

Pero no sin que antes el Príncipe, encerrado en la más íntima de sus

habitaciones, midiéndola a paso lento, de ida y vuelta, tratara de ordenar las

dispersas imágenes que por primera vez se le habían revelado a su

imaginación aquel día. En las órbitas oscuras y sin ojos y en la boca

desdentada de aquel viejo que había visto y oído –¿en la realidad o en la

imaginación?- se le revelaba el absurdo de su reino.

[Vocecilla interior]- “¿Viste cómo o era o se parecía a tu padre, le

viste el único colmillo?”

[Voz interior] -“Fantástico parecido, absurdo que lo fuera.”

Ernesto Porras Collantes

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[Vocecilla interior] – “Absurdo y fantástico que ahora estés viendo un

presente cuyo futuro era el pasado en la historia que te contó. Acaso estés

viviendo ahora un pasado extinto, un pasado imperfecto de un presente

imperfecto de una gramática imperfecta. Acaso sea verdad que conjugas el

verbo caminar valiéndote de una gramática que, como el camino de que te

habló el viejo, ya no sepa si va o si ya viene, si sube o si ya baja.”

El Príncipe continuó su pasear de ida y vuelta por su habitación, ahora

con paso más vivo.

[Voz interior] – “Este camino viene desde muy lejos, y ya se acerca a

su final”.

[Vocecilla interior] – “ ¿Quieres decir que ese fin es la abdicación de

la corona en ti, según ya te la ofreció Basilio, y sobre lo que mañana se

tratará en las vistas?”

[Voz interior] – “No es la corona lo que ahora quiero. La corona está

manchada con sangre, y esta sangre mía está manchada en sangre por mi

padre. Esa fue su mala estrella, esa fue mi mala estrella. ¿Para qué la

corona? ¿Para seguir derramando sangre y para reinar sobre un desierto?”

[Vocecilla interior] – “¿Le dirás eso mañana, en las vistas? Por lo que

veo, se te subió la sangre a la cabeza.”

[Voz interior] – “No quiero perderla. Incitaría su ira.”

[Vocecilla interior] – “¿Harás que él la pierda?”

[Voz interior]- “Sí.”

[Vocecilla interior] – “¿Lo matarás, entonces? ¿Cómo?”

[Voz interior] - “En forma que mis manos no se manchen.

Simplemente: no evitaré la catástrofe cuando los alzados en armas ataquen y

arrasen el castillo. Las versiones del hecho dirán por eso que lo maté; y

podré decir yo que yo no lo maté. Que lo mató su verdadero hijo.”

Cuentos medievales de hoy

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[Vocecilla interior] – “¿Y no lo eres tú?”

[Voz interior] – “Sí, lo soy por sangre. Pero el ejército de aldeanos

alzados en armas es su verdadero hijo, hijo reprimido, nacido de su forma de

reinar, porque nuestras obras son nuestros verdaderos hijos. Y yo y ellos nos

parecemos en lo que nos diferenciamos, pues somos hijos de la sangre: ellos

de la que han vertido, y yo del que la ha hecho verter. Y a ese ejército será a

quien corresponda aniquilarlo. Ya es tarde. Ahora, por fin, retirémonos a

descansar.”

Temprano, al otro día, un emisario trajo la noticia al castillo. Habían

encontrado al Príncipe, allá abajo. Parecía haberse despeñado por el

precipicio de las murallas del castillo, y ya los perros se le habían acercado

por un lado, para verlo, sin atreverse a tocarlo, menos a comérselo.

Ernesto Porras Collantes

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INDEX

Páginas

Prólogo 6

Un diablito cualquiera 7

El caballo blanco 11

La más hermosa flor 15

La casa 21

Un tesoro para guardar en la cabeza 23

La quinta aporía sobre el más allá 25

La imagen y la semejanza 27

La inmortalidad presupone la muerte 29

La obra acabada 31

Muertos que hablan 35

En las últimas 37

La separación 39

Versos mortales 41

¿Cómo será el alma del hombre? 43

Regreso a Redinlehuis 50

Parcas palabras 54

Un refugio contra la muerte y un refugio para la muerte 55

La ley saludable 57

Lecciones de la Vida 60

Secretos para bien acompañarse y para ser hombre valiente 62

Del Libro de guisados 69

¿Lo mató? 74

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