Cuentos Varios

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El lobo y la siete cabritillas Un cuento de los hermanos Grimm Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. "Hijas mías," les dijo, "me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas." Las cabritas respondieron: "Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila." Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: "Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una." Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. "No te abriremos," exclamaron, "no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo." Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: "Abrid hijitas," dijo, "vuestra madre os trae algo a cada una." Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: "No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!" Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: "Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta." Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: "Échame harina blanca en el pie," díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: "Si no lo haces, te devoro." El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente. Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: "Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque." Las

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Cuentos de los hermanos Grimm y Andersen

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El lobo y la siete cabritillasUn cuento de los hermanos Grimm

Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. "Hijas mías," les dijo, "me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas." Las cabritas respondieron: "Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila." Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: "Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una." Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. "No te abriremos," exclamaron, "no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo." Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: "Abrid hijitas," dijo, "vuestra madre os trae algo a cada una." Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: "No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!" Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: "Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta." Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: "Échame harina blanca en el pie," díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: "Si no lo haces, te devoro." El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: "Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque." Las cabritas replicaron: "Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre." La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que,

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oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: "Madre querida, estoy en la caja del reloj." Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: "Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme." Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:"¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas,mas ahora me parecen chinitas."

Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas,

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acudieron corriendo y gritando jubilosas: "¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!" Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

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Los músicos de BremaUn cuento de los hermanos Grimm

Tenía un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Brema, pensando que tal vez podría encontrar trabajo como músico municipal. Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el camino, jadeaba, al parecer, cansado de una larga carrera. "Pareces muy fatigado, amigo," le dijo el asno. "¡Ay!" exclamó el perro, "como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy a ganarme el pan?" - "¿Sabes qué?" dijo el asno. "Yo voy a Brema, a ver si puedo encontrar trabajo como músico de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar los timbales." Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan: "Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos?" preguntóle el asno. "No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel," respondió el gato. "Porque me hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi situación es apurada: ¿adónde iré ahora?" - "Vente a Brema con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en la banda." El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos. Más tarde llegaron los tres fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus pulmones. "Tu voz se nos mete en los sesos," dijo el asno. "¿Qué te pasa?" - "He estado profetizando buen tiempo," respondió el gallo, "porque es el día en que la Virgen María ha lavado la camisita del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas." - "¡Bah, cresta roja!" dijo el asno. "Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a Brema; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro." El gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Brema.

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Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima, creyéndose allí más seguro. Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de haber una casa. Dijo entonces el asno: "Mejor será que levantemos el campo y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal alojados." Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y, así se pusieron todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones, profusamente iluminada. El asno, que era el mayor, acercóse a la ventana, para echar un vistazo al interior. "¿Qué ves, rucio?" preguntó el gallo. "¿Qué veo?" replicó el asno. "Pues una mesa puesta con comida y bebida, y unos bandidos que se están dando el gran atracón." - "¡Tan bien como nos vendría a nosotros!" dijo el gallo. "¡Y tú que lo digas!" añadió el asno. "¡Quién pudiera estar allí!" Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros, y, al fin, dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro, y, finalmente, el gallo se subió de un vuelo sobre la cabeza del gato. Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la una en su horrísono música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana en el interior de la sala, con gran estrépito de cristales. Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando que tal vez se trataría de algún fantasma, y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en dirección al bosque. Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus antecesores, se hartaron como si los esperasen cuatro semanas de ayuno.

Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse. A media noche, observando desde lejos los ladrones que no había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán: "No debíamos habernos asustado tan fácilmente," y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno. El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender luz. Tomando los brillantes ojos del gato por

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brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo, para que prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y arañarle. Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el gallo, despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: "¡Kikirikí!" El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán, y le dijo: "¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el juez venga gritar: '¡Traedme el bribón aquí!' Menos mal que pude escapar." Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Brema se encontraron en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.

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La pulga y el Profesor.Autor: Hans Christian Andersen.

Había una vez un aeronauta que terminó un poco mal. Su globo estalló, cayó el pobre hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.

Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser.

Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios.

- Ya Llegarán - decía él.

- ¡Ojalá! - respondía ella.

- Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!

Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.

Pero una noche, al abrir él el cajón, la mujer no estaba ni allí ni en la caja; no se veía ni oía en toda la sala. Aquello era un truco de la joven, la cual ya no volvió, pues estaba harta de aquella vida. Él se hartó también, perdió su buen humor, con lo que el público se aburría y dejó de acudir. Los negocios se volvieron magros, y la indumentaria, también; al fin no le quedó más que una gruesa pulga, herencia de su mujer; por eso la quería. La adiestró, enseñándole varios ejercicios, entre ellos el de presentar armas y disparar un cañón; claro que un cañón pequeño.

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El profesor estaba orgulloso de su pulga, y ésta lo estaba de sí misma. Había aprendido algunas cosas, llevaba sangre humana y había estado en grandes ciudades, donde fue vista y aplaudida por príncipes y princesas. Aparecía en periódicos y carteles, sabía que era famosa y capaz de alimentar, no ya a un profesor, sino a toda una familia.

A pesar de su orgullo y su fama, cuando viajaban ella y el profesor, lo hacían en cuarta clase; la velocidad era la misma que en primera. Existía entre ellos un compromiso tácito de no separarse nunca ni casarse: la pulga se quedaría soltera, y el profesor, viudo. Viene a ser lo mismo.

- Nunca debe volverse allí donde se encontró la máxima felicidad - decía el profesor. Era un psicólogo, y también esto es una ciencia.

Al fin recorrieron todos los países, excepto los salvajes. En ellos se comían a los cristianos, bien lo sabía el profesor; pero no siendo él cristiano de pura cepa, ni la pulga un ser humano acabado, pensó que no había gran peligro en visitarlos y a lo mejor obtendrían pingües beneficios.

Efectuaron el viaje en barco de vapor y de vela; la pulga exhibió sus habilidades, y de este modo tuvieron el pasaje gratis hasta la tierra de salvajes.

Gobernaba allí una princesa de sólo 18 años; usurpaba el trono que correspondía a su padre y a su madre, pues tenía voluntad y era tan agradable como mal criada.

No bien la pulga hubo presentado armas y disparado el cañón, la princesa quedó tan prendada de ella que exclamó:

- ¡Ella o nadie!

Se había enamorado salvajemente, además de lo salvaje que ya era de suyo.

- Mi dulce y razonable hijita - le dijo su padre -. ¡Si al menos se pudiese hacer de ella un hombre!

- Eso déjalo de mi cuenta, viejo - replicó la princesa. Lo cual no es manera de hablar sobretodo en labios de una princesa; pero no olvidemos que era salvaje.

Puso la pulga en su manita.

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- Ahora eres un hombre; vas a reinar conmigo. Pero deberás hacer lo que yo quiera; de lo contrario, te mataré y me comeré al profesor.

A éste le asignaron por vivienda un espacioso salón, cuyas paredes eran de caña de azúcar; podía lamerlas, si quería, pero no era goloso. Diéronle también una hamaca para dormir, y en ella le parecía encontrarse en un globo aerostático, cosa que siempre había deseado y que era su idea fija.

La pulga se quedó con la princesa, ya en su mano, ya en su lindo cuello. El profesor arrancó un cabello a la princesa y lo ató por un cabo a la pata de la pulga, y por el otro, a un pedazo de coral que la dama llevaba en el lóbulo de la oreja.

«¡Qué bien lo pasamos todos, incluso la pulga!», pensaba el profesor. Pero no se sentía del todo satisfecho; era un viajero innato, y gustaba ir de ciudad en ciudad y leer en los periódicos elogios sobre su tenacidad e inteligencia, pues había enseñado a una pulga a conducirse como una persona. Se pasaba los días en la hamaca ganduleando y comiendo. Y no creáis que comía cualquier cosa: huevos frescos, ojos de elefante y piernas de jirafa asadas. Es un error pensar que los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina.

- Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisito - decía la madre de la princesa.

El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa.

El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo:

- ¡Ya lo tengo!

- Padre de la princesa, permitidme que haga algo. ¿Queréis que enseñe a los habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo.

- ¿Y a mí qué puedes enseñarme? - preguntó el padre.

- Mi mayor habilidad - respondió el profesor -. Disparar un cañón de modo que tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es de gran efecto, además.

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- ¡Venga el cañón! - dijo el padre de la princesa.

Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste resultaba demasiado pequeño.

- Fundiré otro mayor - dijo el profesor -. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del cañón.

Le facilitaron cuanto pedía.

Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión.

La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un salvaje.

- Tengo que subir para enfriarlo - dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del globo -. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo.

- Se lo permito, aunque a regañadientes - dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que tenía en la mano.

- ¡Soltad las amarras! - gritó él -. ¡Ya sube el globo! Los presentes entendieron que decía: - ¡Cañón!

El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes.

La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando. Y todavía siguen esperando, y si no lo crees, vete al país de los salvajes, donde todo el mundo habla de la pulga y el profesor, convencidos de que volverán en cuanto el cañón se enfríe. Pero lo cierto es que no volverán nunca, pues están entre nosotros, en su tierra, y viajan en primera clase, no ya en cuarta. El globo ha resultado un buen negocio. Nadie les pregunta de dónde lo sacaron; son gente rica y honorable la pulga y el profesor.

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El Niño Travieso.Autor: Hans Christian Andersen.

Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; afuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa en la que ardía un buen fuego y se asaban manzanas.

-Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.

-¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa y el viento hacía temblar todas las ventanas.

-¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo.

-¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.

Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de frío y tiritaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros.

El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, le escurrió el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.

-¡Eres un chico alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas?

-Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparo; puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.

-Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.

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-¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-. ¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo!

Tensó el arco, le puso una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.

-¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y con una carcajada se marchó.

¿Se había visto un chiquillo más malo? ¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas!

El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente lo habían herido en el corazón.

-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño.

Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho.

Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quizá! demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas.

Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.

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Los viajes de GulliverAutor: Jonathan SwiftErase una vez un hombre que se llamaba Gulliver. Era médico de un barco y a menudo emprendía

viajes que le llevaban a tierras muy lejanas. En uno de esos viajes, a bordo del mercante Antílope,

no podía ni imaginar cuán lejos le llevaría el barco ni qué asombrosas aventuras le aguardaban.

Después de muchos meses navegando, el barco se acercó a las costas de una tierra desconocida.

De pronto estalló una terrible tormenta y el viento arrojó al Antílope contra las rocas.

Inmediatamente, el barco se partió en dos. Antes de que se hundiera, los tripulantes, aterrados, se

tiraron por la borda. Sólo Gulliver consiguió nadar a través del furioso oleaje y llegar a tierra sano y

salvo. Los otros marineros se ahogaron todos.

Una vez fuera del agua, Gulliver se arrastró por la playa. Luego, completamente agotado, quedó

sumido en un profundo sueño. Al despertar, sin idea de cuánto tiempo había estado durmiendo, el

sol brillaba intensamente en sus ojos. Soltó un gemido e intentó estirarse, pero comprobó

horrorizado que no podía moverse. ¡Tenía los brazos, las piernas y la espesa cabellera firmemente

sujetos al suelo!

Entonces sintió que algo le subía por la pierna. Levantó la cabeza cuanto pudo y vio a un diminuto

personaje -no mayor que su dedo meñique-caminando sobre su pecho. Luego vio con asombro

que al menos otros cuarenta hombrecillos trepaban por todo el cuerpo ¡armados con pequeños

arcos y flechas!

Lanzando un enorme grito, Gulliver trató de liberarse. Rugió tan violentamente que muchos de los

hombrecillos que se habían encaramado a él cayeron al suelo; los otros salieron huyendo. Pero al

ver que Gulliver no podía soltarse, se volvieron y le lanzaron una lluvia de flechas, tan pequeñas y

afiladas como agujas.

—¡Ay! ¡Ay! -exclamó Gulliver al sentir las flechas que le herían en la cara. Más tarde, otra rociada

de flechas le dio en el pecho .y en las manos. Retorciéndose de dolor, Gulliver trató

desesperadamente de romper los miles de hilos que le sujetaban al suelo.

Pero era inútil luchar: las ligaduras eran demasiado fuertes. Por fin, Gulliver se dio por vencido.

Permaneció tendido en silencio y poco a poco le fue venciendo el sueño. Al cabo de un rato le

despertó el ruido de martillazos. Volviendo otra vez la cabeza cuanto pudo, vio que junto a él

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habían construido una pequeña plataforma de madera y un hombrecillo, elegantemente vestido, se

encaramaba a ella lentamente.

-¡Hilo bigismo ad poples Liliput! Ig Golbasto magnifelus Emperoribory… -gritó el hombrecillo al oído

de Gulliver.

Gulliver le respondió: -No comprendo. ¿Dice usted que su país se llama Liliput?

Gulliver trató de hacerle entender al hombrecillo que estaba hambriento y sediento. Pero cuando le

trajeron una bebida, ¡resultó estar drogada! Total que quedó dormido.

Mientras dormía, quinientos carpinteros e ingenieros construyeron una estrecha carreta de madera

para trasladarlo a ver al emperador de Liliput. Fueron necesarios novecientos hombres armados

con palos para colocarlo sobre la carreta y más de mil caballos para transportarlo a la ciudad.

La procesión se detuvo a las afueras de la población, junto a las ruinas de un viejo templo. Allí fue

trasladado Gulliver, donde le colocaron pesadas cadenas en las piernas aseguradas con cientos de

candados.

Cuando se despertó, Gulliver comprobó que habían cortado todas las ligaduras que le sujetaban.

Se levantó despacio y miró a su alrededor. Asombrado, vio a sus pies una ciudad entera en

miniatura, con casas, calles y parques. Miles de personajillos le contemplaban con la boca abierta.

A cierta distancia de la muchedumbre había un magnífico caballo, sobre el cual iba sentado el

emperador, de porte majestuoso. Más alto y bien parecido que el resto de la gente que había visto

hasta entonces Gulliver, el emperador de Liliput lucía un casco de oro, incrustado con piedras

preciosas y decorado con un airoso penacho. En su diestra sostenía una espada casi tan grande

como él, con la empuñadura engarzada con brillantes. El caballo, al ver a Gulliver, se encabritó

asustado; entonces el emperador desmontó y caminó majestuosamente en torno a los enormes

pies de Gulliver.

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Cerca del templo había una elevada torre, casi tan alta como el propio Gulliver y, con mucho, el

edificio más alto de Liliput. El emperador y sus cortesanos subieron las escaleras de la torre para

ver mejor a Gulliver. Luego se dirigieron a él a través de bocinas. Pero aunque Gulliver les habló en

inglés, alemán, francés, español e italiano, aquéllos parecían no entender una palabra de lo que les

decía, y él no lograba entenderles a ellos. El emperador bajó de la torre y dio unas palmadas. De

inmediato le fueron llevadas al gigante veinte carretas repletas de carne y pan.

Al mirar a la multitud que había congregada a sus pies, Gulliver pudo distinguir a las damas de la

corte por sus lujosos ropajes. Cuando se inclinaron ante él con una reverencia, sus mantos de raso

y las colas plateadas lanzaban destellos. Eran todas tan bonitas que Gulliver sintió deseos de

tomar a una en sus manos para examinar “más de cerca sus diminutos vestidos. Pero era

demasiado educado para hacer semejante cosa.

Las elegantes damas de la corte parecían escandalizadas y se taparon los ojos cuando vieron a

Gulliver tomar cada carreta una por una y engullir la comida que le habían ofrecido. Al verle tragar

barriles enteros de vino algunas hasta se desmayaron.

Al fin terminó la visita real y Gulliver se quedó a solas en el templo…, a solas, exceptuando a los

cientos de soldaditos que le custodiaban.

Pero no todos los habitantes de Liliput se sentían felices de tener a un gigante encadenado tan

cerca de la población. Aquella noche, un grupo de hombres se deslizaron furtivamente entre los

guardias y atacaron a Gulliver con sus flechas, lanzas y cuchillos. Rápidamente fueron rodeados

por la guardia personal del emperador, que les ataron las manos a la espalda. Con el puño de su

afilada lanza, el capitán de la guardia fue empujando a los atacantes más y más cerca de las

manos extendidas de Gulliver, al tiempo que parecía decir:

-Han intentado matarte, gigante. ¡Encárgate tú de ellos!

Page 16: Cuentos Varios

Gulliver tomó en sus manos a sus atacantes y se metió a cinco en el bolsillo. Al sexto lo sostuvo

frente a su boca abierta como si fuera a tragárselo. ¡Cómo gritaba y chillaba aquel hombrecillo!

 

Pero Gulliver lo depositó suavemente en el suelo y luego colocó a los otros cinco junto a él.

Rápidos como el rayo, todos salieron corriendo tan deprisa como se lo permitían sus piernecillas.

Toda Liliput estaba asombrada de la benevolencia mostrada por Gulliver hacia los hombres que

habían intentado matarlo y corrieron a darle la noticia al emperador. Todos los ministros de Estado

se hallaban reunidos en la corte para discutir lo que había de hacerse con el extraño gigante que

las olas habían arrojado a la playa de Liliput.

-¡Ehg, likibugal bigismo avidaly! -dijo el emperador, lo cual significaba: “está claro que es un

gigante amigable, no hay nada que temer”. Pero Gulliver se sentía muy solo encadenado en el

templo y deseaba poder huir y volver a su casa junto a su esposa y sus hijos.

Al descubrir que Gulliver no quería hacerles ningún daño y que era un hombre pacífico y amable, la

gente de Liliput lo desató y lo dejó en libertad.

—Pero debes dar vuelta a tus bolsillos —dijo el emperador— para asegurarnos de que no llevas

armas peligrosas.

Gulliver, que ya entendía algunas palabras del idioma liliputiense, se vació los bolsillos y colocó sus

pertenencias en el suelo. El emperador se sorprendió tanto de lo que vio que dejó que toda la

gente de Liliput se acercase a mirar aquellos objetos maravillosos.

—Ahora debes prometerme que vivirás en paz con todos los liliputienses -dijo el emperador

Golbasto— y que defenderás a Liliput de sus enemigos.

—Me sorprende oír que tenéis enemigos, Majestad —dijo Gulliver, cortés.

—¡Oh, sí! Estamos en guerra con la gente de Blefuscu. ¿No lo sabías? Viven en una isla del otro

lado del mar.

Poniéndose de puntillas, Gulliver pudo ver la isla. En realidad, no estaba muy lejos: sólo un

estrecho la separaba de Liliput.

El puerto de Blefuscu se encontraba al amparo de los acantilados de la isla, y en él había una flota

de cincuenta barcos de guerra, que no eran más grandes que los barcos de juguete con los que

había jugado Gulliver de pequeño.

—Traedme cincuenta barras de hierro —dijo Gulliver.

La gente de Liliput se esforzaba y sudaba bajo el peso de las cincuenta vigas. Eran del tamaño de

un alfiler.

Gulliver las dobló una tras otra, transformándolas en anzuelos.

—Ahora traedme la cuerda más fuerte del país.

Los liliputienses le llevaron un fino hilo. Gulliver ató el hilo a los anzuelos y entró en el agua

caminando.

Page 17: Cuentos Varios

Nadó unos minutos en dirección a Blefuscu. Al llegar a aguas poco profundas, Gulliver se puso en

pie y caminó hacia la costa.

En la playa se habían reunido treinta mil soldados y marinos de Blefuscu, que iban a invadir Liliput.

Pero la aparición de Gulliver, que surgió de las aguas, llenó sus treinta mil corazones de pánico.

—¡Giganticus! —gritaron, creyendo que Liliput había contratado a un horrible gigante para luchar

contra ellos—. ¡Gentelilli enviagor ferrífero gigantico! ¡Mató ranos!

Los viajes de Gulliver

Los marineros de las cincuenta naves de guerra se tiraron por la borda y escaparon nadando para

salvarse. Los soldados arrojaron sus arcos y sus flechas, y huyeron a esconderse en las montañas

del interior del país.

Gulliver se detuvo en la playa, sacó los hilos y los anzuelos que llevaba y los fue enganchando uno

tras otro a la proa de todos los barcos del puerto. Cortó las cadenas de las anclas con su

cortaplumas y, luego, tirando de los cincuenta hilos, sacó los barcos del puerto y los llevó a Liliput.

La gente de Liliput gritó hasta quedar ronca al ver a Gulliver acarreando la flota con las cincuenta

cuerdecillas. Cuando llegó a tierra, le aclamaron.

—¡Tres hurras para el Hombre Montaña! Ha salvado a Liliput.

Gulliver llevó los barcos al Puerto Real y luego fue a visitar al emperador.

—Ahora explicadme —dijo, agachándose junto a palacio— ¿Por qué estáis en guerra con

Blefuscu?

—¡Porque son muy malos! —contestó el emperador Golbasto, que aún bailaba de alegría por la

noticia de la victoria—. ¡Comen los huevos pasados por agua agujereando la parte redonda! ¿Te lo

imaginas? ¡Es una costumbre repugnante! Pero ahora los hemos derrotado y los obligaremos a

comerlos por la parte puntiaguda.

Gulliver no podía creer lo que oía.

—¿Estáis en guerra por eso? De haberlo sabido, nunca os habría ayudado.

De repente, se sintió muy solo entre toda aquella gente. Tenía ganas de volver a casa.

Page 18: Cuentos Varios

Le daban mucha pena los blefuscus que había derrotado y decidió visitar la isla para disculparse.

Cuando el emperador Golbasto se enteró de lo que había hecho, se puso furioso.

—¡Traición! ¡Es un traidor a Liliput! ¡Lo mataré! ¡Envenenad su bebida!

¡Incendiad su casa! ¡Probablemente en este momento esté comiendo un huevo por la parte

redonda!

El primer ministro señaló que les era muy útil tener un gigante a su servicio.

—No creo que tengamos que matar al Hombre Montaña, Majestad.

-Bueno -replicó Golbasto—, en vez de eso, le arrancaré los ojos.

Enviaron al heraldo de la corte a anunciar el castigo. Gulliver acababa de volver de Blefuscu y se

había echado al sol mientras se le secaban las ropas. El heraldo se detuvo junto a su oreja y tocó

una rara trompeta.

-Oh, Hombre Montaña, extranjero y traidor —leyó en un pergamino—, el glorioso emperador

Golbasto ha decidido perdonarte la vida.

Gulliver se puso de pie y miró al heraldo.

—Pero como has traicionado a la nación de Liliput, los arqueros reales te arrancarán los ojos con

sus agudas flechas, mañana al mediodía. ¡Dios salve a Golbasto!

Gulliver recogió sus escasas pertenencias y atravesó corriendo la ciudad hasta el puerto. Allí se

encontraba el galeón real de Golbasto, que era el barco más grande de toda la flota liliputiense.

Cargó su chaqueta, su pistola y su sombrero en el galeón, lo sacó del pequeño puerto y salió

nadando al mar. No miró atrás ni una sola vez; lo único que oía era el sonido de las olas a su

alrededor.

Después de un rato, trepó al galeón. Era del tamaño de una cuna y se veía obligado a sacar los

brazos y las piernas por el borde. El viento y la corriente del agua lo llevaron a través del océano.

Arrullado por el suave movimiento del galeón, Gulliver cayó en un profundo sueño.

Page 19: Cuentos Varios

Entonces, desde lo alto del palo mayor de un barco mercante, un marinero descubrió el galeón con

su catalejos.

Primero pensó que era un barril que había caído al mar, pero después vio a Gulliver.

En seguida despacharon un bote para recogerle.

Gulliver dio las gracias al capitán por haberle salvado; con el galeón bajo el brazo, descendió a su

camarote. ¡Por primera vez en varios meses, iba a dormir en una cama! Durante el largo viaje a

casa, se sentó todas las noches a cenar en la mesa del capitán y le contó sus extraordinarias

aventuras en Liliput.

Page 20: Cuentos Varios

JUAN SIN MIEDOAutor: Hermanos Grimm

Había una vez dos hermanos que eran muy distintos entre sí.El mayor se llamaba Pedro y el menor se llamaba Juan.Uno era rubio y otro moreno. Uno delgado y otro robusto.Uno reía por todo y otro lloraba por nada.Y además, uno, al contrario que el otro, no tenía miedo nunca.Su madre decía:-¿Qué vamos a hacer con Juan? Hay que ver, a este hijo mío, ¡no hay nada que le dé miedo! Incluso mira hacia los relámpagos en noches de tormenta, mientras todos se refugian aterrorizados.Él mismo solía preguntarse:-Eso del miedo ¿que será?Y observaba con curiosidad a la gente cuando se echaban a temblar al oír historias de fantasmas.Un buen día, Juan decidió ir a conocer el mido; se despidió de su familia y echó a andar.Siguió sendas y caminos, atravesó valles, subió a montes escarpados y entretanto conoció a personajes curiosos, divertidos o aburridos, pero no se topó con el miedo.Cierto día llegó a la capital del reino y fue a ver los jardines que rodeaban el palacio, cuando observó un gran ajetreo a su alrededor.Un paje iba fijando en los troncos de los árboles un cartel que decía lo siguiente:"Por expresa voluntad del rey, bla, bla, bla, a aquel que tenga el valor de pasar tres noches seguidas en el castillo encantado, se le otorgará la mano de la princesa"

Page 21: Cuentos Varios

Y ni corto ni perezoso pidió audiencia con el rey y le dijo:-Majestad, yo iré al castillo ahora mismo.El monarca se sorprendió muchísimo al oírlo, y de inmediato pensó: Este chico no es de por aquí, no sabe los peligros a que se expone, debo advertirle que muchos intentaron la hazaña de dormir en el castillo, pero ¡ay!, huyeron  presa de espanto.-Muchacho -dijo el rey-, no dudo en tu valentía  ¿sabes a lo que te expones?-Me gustaría saberlo... -respondió Juan-, estoy decidido y no se hable más.Y continuó en su estilo llano:-Por cierto, ¿es guapa la princesa?-Oh -exclamo el rey, boquiabierto por tal desenfado.Y lo condujo hasta un ventanal, desde donde podía verse a la princesa en una torre, leyendo.Entusiasmado, porque era muy bella, Juan repitió convencido:-¡Allá voy!Dos guardias lo acompañaron hasta la entrada del castillo y después se fueron más rápido que volando. Él abrió la herrumbosa puerta con una enorme llave que hizo curjir la madera vieja. Recorrió parte del castillo, apartando a fuerza de soplidos las telarañas que le impedían el paso. Al anochecer encendió un fuego en la chimenea y se echó a dormir. A medianoche lo despertó una carcajada espeluznante. Abrió los ojos y vio a una bruja horrenda. Observando las temibles garras de sus pies y de sus manos, que ya se disponían a apresarlo, le dijo, medio dormido:-Abuelita, si vas descalza te puedes resfriar. Anda, vete a la cama que es tarde...Y canturreó: "Bruja, brujita, vete a la camita"Desconcertada, la bruja se marchó cabizbaja.Por la mañana, el joven despertó tan alegre como siempre y recorrió otra parte del castillo. Aquí le tocó ahuyentar a manotazos a todo tipo de insectos, lo que no le supuso ninguna dificultad.

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Una vez más se hizo de noche, encendió el fuego y se dispuso a dormir.Sería de madrugada cuando oyó unos rugidos espantosos que lo sacaron de su profundo sueño. Y vio dos enormes tigres que mostraban sus afilados colmillos y se relamían ante la idea de devorarlo.Juan se levantó, rezongando:-Uf, en este castillo no hay quien duerma.Acercándose a los tigres, con un rápido juego de manos los ató por las colas, de modo que, al moverse, tironeaban el uno del otro. Y les dijo:-Tigrecitos, tigrecitos, silencio y  quietecitos.Los tigres se marcharon llorosos, moviéndose con gran dificultad. Y Juan se volvió a dormir.Despertó al amanecer y se fue a recorrer la zona del castillo que le quedaba por ver. Hay que decir que sólo encontró roedores a los que auyentó silbando.La tercera noche fue la más ajetreada de todas. En medio de su sueño, Juan recibió la visita del habitante del castillo, del que se había apoderado años atrás y que, a fuerza de terror, alejaba de allí a los habitantes del reino.

¡Era un monstruo de tres cabezas, a cuál más horribles! Echaba humo por los inmensos agujeros de sus narices y rugía con tres tonos de voz por sus tres gargantas. Al estornudar, derribaba incluso árboles, y sus malvadas carcajadas se oían a kilómetros de distancia.-Pero ¿que veo?, ¿un ser de tres cabezas? Debo estar soñando aún...El monstruo, ofendido, lo cogió, lo levantó hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos y rugio:-¿Cómo te atreves a dudar de mi existencia?Juan aprovechó su privilegiada posición, tomó con sus manos las cabezas del ogro, las guntó y las retorció algo por aquí  y un poquito por alló, hasta que formo una sola:

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-Asi es como debe ser una cabeza, una y no tres. ¿Dónde se ha visto semejante disparate?El ogro, confundido, lo dejó en el suelo, mientras oía su recomendación:-Y ahora, ogro bonito, dejame descansar un poquito.Una vez hubo cubierto su estancia de tres días en el castillo, Juan volvió al palacio. El rey lo recibió con todos los honores y lleno de admiración por su hazaña.Y así se casó con la princesa, que aceptó encantada el enlace. Pero cuando el joven le contó lo ocurrido en el castillo, ella decidió hacer algo al respecto.Una noche, cuando su esposo estaba profundamente dormido, ella fue a por una jarra y la lleno de agua fría. Luego regresó a sus aposentos y se la echó a Juan encima.Juan despertó despavorido, una sensación desconocida le recorría el cuerpo, temblaba como una hoja y apenas podía hablar, tanto terror lo embargaba.Y así fue como conoció el miedo, gracias a la ingeniosa idea de su esposa, la princesa.