Cuentos y Leyendas - Apuntes de Lengua y Literatura · 2009. 3. 14. · Cuentos y Leyendas 185 Pues...

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i. Cuentos y Leyendas 183 Juaquiniyo Contemplando desde cerca una vez a Joaquín Lafargue -Juaquiniyo le llamábamos en el pueblo-, me expliqué por qué, en general, son buenos mozos los franceses: porque el abuelo de Joaquín, al salir de Francia para rodar por el mundo y establecerse en Andalucía, actuó allá de bomba aspirante de la fealdad gabacha habida y por ha- ber, y trájosela toda a España, y la transmitió íntegra, cabal a su nietezuelo Juaquiniyo. Era Juaquiniyo tan feo, que junto a él, Picio, Chuchi y el famoso sargento Utrera, a quien, de puro feo, hubo que darle el santo óleo con una caña, fueron las mismísimas tres Gracias de la Mitología, o las mismísimas tres diosas que se disputaron la manzana de oro. A la verdad, Juaquiniyo, que tenía la sal por arrobas y andaba siempre del más bendito humor del mundo, en especial cuando estaba algo asomado, y estábalo ordina- riamente una o dos veces al día, no se resignaba sino a duras penas con aquella fealdad colmada que le había cabido en suerte, yeso que, herrero como era, la disimu- laba algún tanto con la tizne propia del oficio, queél, con

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  • i.

    Cuentos y Leyendas 183

    Juaquiniyo

    Contemplando desde cerca una vez a Joaquín Lafargue-Juaquiniyo le llamábamos en el pueblo-, me expliquépor qué, en general, son buenos mozos los franceses:porque el abuelo de Joaquín, al salir de Francia para rodarpor el mundo y establecerse en Andalucía, actuó allá debomba aspirante de la fealdad gabacha habida y por ha-ber, y trájosela toda a España, y la transmitió íntegra,cabal a su nietezuelo Juaquiniyo.

    Era Juaquiniyo tan feo, que junto a él, Picio, Chuchi yel famoso sargento Utrera, a quien, de puro feo, hubo quedarle el santo óleo con una caña, fueron las mismísimastres Gracias de la Mitología, o las mismísimas tres diosasque se disputaron la manzana de oro.

    A la verdad, Juaquiniyo, que tenía la sal por arrobas yandaba siempre del más bendito humor del mundo, enespecial cuando estaba algo asomado, y estábalo ordina-riamente una o dos veces al día, no se resignaba sino aduras penas con aquella fealdad colmada que le habíacabido en suerte, yeso que, herrero como era, la disimu-laba algún tanto con la tizne propia del oficio, queél, con

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    masculina coquetería, conservaba adrede en el rostro, paraque los poco avisados achacasen en parte a lo extraño ypegadizo de la fragua lo que no era sino natural (¿?) con-génito.

    Pues bien; en cierta ocasión, como Juaquiniyo, apar-tándose algo del mosto, hubiese trabajado de firme todoun verano y se encontrase con buen acopio de obra en suherrería, se dispuso a llevarla a la feria de Écija, en dondeesperaba salir de ella pronto y ventajosamente; y parahacer el viaje como Dios mandaba, fue un día a las CasasCapitulares, a fin de obtener un pasaporte o carta de se-guridad: aquel indispensable documento de policía quedesnaturalizó pocos años después la pericia económica denuestros Gobiernos, convirtiéndole para in aeternum en laantipática cédula personal, mera carta de pago de la másodiosa de las socaliñas fiscales.

    El negociado en que se expendían los pasaportes, ytambién las boletas, cuando de higos a brevas pasabantropas por Osuna, estaba a cargo de un don Fulano Pozo,hombre serio donde los hubiese, pero a quien venía comode molde aquello de que «debajo del sayal hayal»; por-que el buen boletero, a pesar de su coram vobis, de susgrandes bigotes blancos y de sus gafas de cuatro cristales,las últimas que yo, siendo adolescente, alcancé a ver enservicio activo, era un grandísimo socarrón, capaz deburlarse de un entierro, todo sin perder la aparente serie-dad de su gesto y el grave entono de su habla. Nadie leconocía tan a fondo como el muchachuelo que tenía detagarote en su mesa, ya muy acostumbrado a las frecuen-tes y disimuladas bromas de su taimado jefe.

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    Pues digo, lector, o iba a decir, que llegó a esta oficinanuestro Juaquiniyo y, sombrero en mano, cuadróse respe-tuosamente como un quinto, y dijo lo que pretendía alseñor Pozo, el cual le miró de hito en hito por encima delas gafas un buen espacio de tiempo, y, al fin, abriendo uncajón de su mesa, sacó un pasaporte en blanco, alargóloal escribiente y, con voz grave y reposada, empezó a in-terrogar:

    -¿Su gracia de usted?Juaquiniyo clavó los diminutos, pero vivísimos ojos en

    el severo semblante de Pozo, y respondió más serio queun testamento:

    -¿Mi grasia? No tengo ninguna. Cabarmente soy ladesgrasia andando.

    -¡Por su nombre le pregunto! -rugió Pozo, levantándo-se del sillón y haciendo ademán de acometer a Juaquiniyo.

    Este, asustado, dio un paso atrás; mas cuadróse de nue-vo, no sin mirar furtiva y precautoriamente hacia la puer-ta, y dijo su nombre y sus apellidos, y a preguntas conse-cutivas, su edad, estado, oficio, etcétera; hecho lo cual,Pozo, que había comenzado a pasearse a lo largo de laoficina, paróse frente al congénere de Vu1cano, y mirán-dole el rostro con fijeza dijo al amanuense:

    -Niño, escribe: «Ojos verdosos, chicos y hundidos».y tomó a su paseo. Juaquiniyo perdía la serenidad, bien

    que ya ella no se andaba muy ganada, e intentó interpelaral señor Pozo; pero volvió en seguida sobre su íntimoacuerdo, en tanto que el maleante oficinista, parándoseleotra vez cara a cara, dictaba al escribiente:

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    -«Nariz quebrada, corta, respingona, de las que llamande rabadilla de pato».

    A Juaquiniyo se le podían tostar habas en la cara.Volvió a pasear el uno, volvió a trasudar el otro, y des-pués de un nuevo alto y de otra mirada en hito por encimade la vidriera de sus gafas, Pozo retornó al dictado, di-ciendo al tagarote:

    -«Boca hasta las orejas, sumida y sin dientes».

    Agotósele a Juaquiniyo la paciencia. Ya no fue suyo,y encarándose a su vez con Pozo, gritóle:

    -«Don Poso, o don Charco, ¿tié usté más que poné ahíFeo totá, y se espacha más pronto?»

    Y el hasta allí gravísimo Pozo rompió a reir a carcaja-das, con estupor de Juaquiniyo, y, sacando la petaca,alargó amistosamente un cigarro a aquel hombre feo, gra-cioso y, vamos al decir, cargado de esteras.

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    SalvadorRueda

    (Benaque-Málaga-, 1857 - Málaga, 1933)

    Aguafuerte

    Todavía no contaba yo los cartorce cumplidos, y ni porcasualidad habían visto mis ojos un alfabeto, cuando yasabía leer de corrido en varias cosas; por ejemplo: en lashojas de un árbol, en la página movible de una fuente, enel brillante fondo de un crepúsculo.

    ¡Qué educación tan extraña la que me tocó en suerte!Aprendí «administración» de las hormigas; «anatomía»,desollando, con evidente crueldad, a las lagartijas; «his-toria natural», admirando el vestido de los insectos;«astronomía», mirando las musarañas; «naútica», cru-zando a nado grandes distancias del mar que rompe en mipaís; «antropología», visitando las grutas en persecuciónde las águilas; «música», oyendo los aguaceros; «escul-tura», buscando parecido a los seres en las líneas de lasrocas; «color», en la luz; «poesías», en toda la Naturaleza.

    Efecto de mi perpetua soledad enfrente de árboles, ríos,mares y montañas, llegué a tener amores, a los catorceaños, con todas las mariposas que deslumbraban mis ojos,con todas las fuentes que me dan de balde su música y