CuentosHambrientos, 1

112

Transcript of CuentosHambrientos, 1

CUENTOS PARA HAMBRIENTOS

CUENTOS PARA HAMBRIENTOS

Narradores de la Fundación Centro de Poesía José Hierro

LITERATURA SOLIDARIA“Con un pan bajo el brazo“

Madrid, 2009

Diseño de portada e ilustraciones: Adolfo Gilaberte

Edita: Sol de invierno

Depósito Legal: M-18383-2009Realiza: REPROFOT, S.L.Celeste, 2 - 28043 [email protected]

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico,químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo de los autores.

PRÓLOGO

– 9 –

Es duro comenzar a ser creador, hacerte consciente de tusvirtudes y limitaciones, aprender a hacer callar a tu orgullo yescuchar al maestro. Son duras las primeras correcciones, esdifícil asumir que después de tanto esfuerzo, tu creación noes todo lo buena que debería ser. Sólo la constancia, el traba-jo, las ganas de aprender a decir lo que uno necesita decirpuede dar lugar a un libro como este.

Muchas horas después, muchos años después de la inten-ción, del primer cuento “correcto”, muchas letras y papelesrotos después aflora el talento. Es entonces cuando uno seconvierte en creador.

Pero es duro ser creador, construir desde la nada, derra-marte en manos de otro, estrujarte el ingenio y la piel paradecir algo distinto, para aportar algo siempre nuevo. Y hayque seguir trabajando, aprendiendo siempre, y enseñando.

Ahora es el momento de mostrar el talento y esta colecciónde cuentos no sólo quita el hambre, sino que alimenta. Todosy cada uno de los relatos que habitan en este libro son unauténtico regalo y un ejemplo a seguir por muchos otrosgrupos de creadores que piensan que nunca verán editadossus trabajos. Esta es la muestra de que con trabajo, con ilusióny con ganas, uno puede hacer que su voz y su palabra dejenconstancia de su valía para siempre.

Leyendo este libro me siento como una de esas orgullosasmadres que aplauden con lágrimas en los ojos al ver cómo a

– 10 –

su pequeño le entregan una medalla. No importa si la meda-lla es al más rápido, al más alto o al más lento. La medalla quele cuelgan lleva en realidad todo el amor, la ternura y la satis-facción que siente su madre sólo por el hecho de existir,porque no nos confundamos, cuando se es madre son loshijos los que nos dan la vida, y no al contrario. Son nuestrarazón de ser, nuestro sentido. Este grupo de narradores hatallado un cofre lleno de trofeos, de tesoros de los que mesiento parte. Y me emociona tremendamente pensar que talvez yo haya podido tener algo que ver en que este milagroque para mi representa dar a luz un libro.

Ojalá este libro llegue muy lejos, atraviese fronteras, pupi-las, puertas y manos, ojalá alguien reconozca toda la valía quehay encerrada entre las tapas de este libro. Yo hablo ennombre de la poesía, en nombre de José Hierro, de MargaritaHierro, en nombre de los que amamos la literatura y nosemocionamos ante un trabajo bien hecho donde convivenalumnos y maestros, todos alumnos y maestros del resto. Yohablo en nombre de los que leemos y apreciamos el trabajo yno necesitamos que el título venga acompañado de unpremio, ni de una etiqueta.

Hablo en nombre de los que creen en vosotros, narradorescon mayúsculas, cuando digo gracias por dar sentido a nues-tras manos cuando lean vuestro libro.

Tacha Romero

– 11 –

HAMBREp@labra

Sobre el fondo gris de una fachada sin encalar, sentado al solen una silla demasiado breve, el inglés ladea el sombrerosobre los ojos y dormita. A su lado, las sábanas restallan y seazotan desde las cuerdas cuando una ráfaga de aire les inflala panza blanca. En ese escenario escueto, la figura excesivadel durmiente se sale por los márgenes. El gato que seovillaba a sus pies arquea el lomo y se marcha un segundoantes de que se alce el paño verde que cubre el vano de lapuerta.

—Señor. ¿Se ha dormido? Mire que en junio dormirse al sol noes cosa buena. La comida está. Si quiere se la pongo y se echa ustedun ratito.

Mercedes desplaza –hacia la ropa tendida– el peso enormede sus caderas. El hombre sentado se cala el sombrero y lamira, pero no la ve. En la reja de la ventana se enmaraña,vertical, un fandango de Marchena.

La noche que el inglés conoció a la niña, los patios deGranada se desangraban en Cruces de Mayo. Cientos declaveles, miles, saturaban de olores el aire y el sentido común.

– 12 –

Cerca del Generalife, una peña había montado una barralarga, coronada de luces, donde se vendían cerveza y pinchosmorunos. Frente a ella, entre el humo de la fritada y los gritosde los chiquillos, un grupo de mujeres bailaban en corro unarueda sevillana. Allí se acodó, extravagante y desproporcio-nado, junto a una caña de Mahou y a un borracho abotarga-do que apestaba a sudor viejo. Las manos de ellas se elevabanpor encima de sus cabezas enredando el aire. Encaradas consu pareja, cimbraban las espaldas, el pecho desafiante, cara-coles con las muñecas y... plante. Un “voy y vengo”, un “sípero no”, un juego de amor entre hembras para seducir almacho que mira. En uno de esos requiebros, la niña gira,choca con el inglés y cae, agarrándose el tobillo. Y al caer, leregala –durante un segundo– un vacío de pupilas negras quelo envenenan. Esos ojos turbios del dolor que atenaza se leantojaron al inglés semejantes a los del placer satisfecho y esole bastó para anhelar ser él la fuente y el instrumento de esedeseo saciado.

Mercedes ha preparado un guiso de cordero. Sentado a lamesa, come en silencio asintiendo al palabreo de la mujer queva y viene, trasteando por la cocina. La cuchara llega a laboca, y –junto al pedazo de carne mechada– los dientesdesgarran una guindilla que desgrana sus semillas obscenas.El inglés se deleita con la punzada.

—A la procesión de mañana se viene usted conmigo. A la misa,yo ya no me meto, si no quiere, no pase. Me espera usted fuera y, dela que salga, ya nos vamos juntos. Hale, ¿qué me dice? Si quiera porver cómo adornan las calles. —Y, en la última frase, Mercedesengalana el mantel con una fuente de gachas dulces.

La mañana de Corpus se despierta carnal y soleada. Aúnes temprano y baja de la sierra un aire suave que eriza losporos de las pieles blancas que celan las mantillas y provoca

– 13 –

un oleaje manso en los toldos y marquesinas colocados paracubrir a los fieles del sol del mediodía. Por la puerta delPerdón, desde la calle Cárcel, entran Mercedes y el inglés enla Catedral.

Bajo la luz filtrada de colores que baña la Capilla Real, labusca. Deja vagar, azules y ávidos, los ojos sobre aquel mar decuerpos apretados, irguiendo o sentando el suyo de formamecánica, según le arrastre la marea del templo. Hasta que,con el sonido de la campana que anuncia la Consagración dela Forma, la ve. Una ola que se repliega sobre si misma, arro-dillada y sumisa, obediente a la atracción de la luna redonday blanca que el sacerdote eleva sobre su cabeza.

—“Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo.” La mira al levantarse, clara, traslúcida; una gota de agua

en un océano que –transformado en río– discurre, ahoralento, por el pasillo central de la nave. En el altar, el oficiantesatisface de infinito las bocas abiertas.

—El cuerpo de Cristo.—Amén.Fuera, en la calle, ya hace calor. Siguiendo al palio que

cobija la Custodia, van las hermandades de penitencia ygloria. Detrás, una banda de cornetas y tambores y el resto decongregaciones y cofradías. La calle Mesones está alfombradade flores y hierbas aromáticas que crujen bajo el peso de losperegrinos. Sus pies quiebran las ramas y levantan al aireolores de juncia y de mastranzo. El inglés sabe que ya lo havisto. De cuando en cuando, ella vuelve la cabeza y sus ojosle lanzan sogas para que él se agarre. Al torcer por ReyesCatólicos la niña ve una mujer que, desde la plaza de SantaAna, ofrece a los caminantes naranjas y alfajores. Se acerca alpuesto, compra un cuartillo de gajos y se aleja a solas hacia el

– 14 –

Real. Unos pasos más allá, camina tras ella la presa que secree león.

El inglés le da alcance en el puente Cabrera. La coge de lamuñeca que trenzaba caracoles y la arrincona con las caderascontra el pretil. A un centímetro de su boca susurra en caste-llano, para que ella le entienda:

—Si supieras el hambre que tengo de ti, te asustarías.Y la niña se ríe para ofrecerle los dientes blancos. La boca

le huele a naranja. Es joven, pero sabe que no hay mejor agui-jón para el deseo que verlo dibujado en los ojos del otro y leofrece de nuevo en los suyos, doblados y suplicantes, esamirada que emponzoña. Y sobre el río, bajo la sombra formi-dable de La Alhambra, mientras resuenan cerca delSacromonte los tambores de la Hermandad del Cristo delConsuelo, el inglés hambriento de colmillos afilados, se comesu cintura.

—Es lo que tiene el cordero, que está mejor de un día para otro.Gachas no me quedan, pero tengo pestiños de miel. –Mercedes reti-ra de la mesa el plato colmado de huesos. El hombre niega,agradecido, con la mano y se desabrocha la hebilla del cintu-rón de cuero. Recostado sobre la silla de la cocina, saciado deluz, mira por la ventana con el convencimiento de que enunas horas, esta noche a lo sumo, volverá a tener hambre.

Hambre

– 17 –

LA PLANTA DE MI PIELourdes García

Mi marido dice que soy una mujer muy rara. Por ejemplo, noentiende el bulto de mi pie. Cuando he caminado durantehoras o me preocupa algo, se erige una pequeña inflamaciónjusto en el inicio del puente.

—Que sea porque has andado mucho, pase. Pero que tesalga por alguna preocupación, francamente, Marga, no loentiendo. Mira que eres rara, hija.

Y, sí. Tal vez, Adolfo tenga razón; tal vez, sea una rarezamía, pero el caso es que la planta de mi pie es como unamaquinaria extraña compuesta de muchas piececitas. Nofalla: cuando algo no funciona, alguna de ellas se estropea yahí está el molesto bulto.

A veces, a mí también me cuesta entenderlo. A veces, nocomprendo qué me pasa: sólo sé que estoy como rara, comotonta, y de ahí al bulto, hay un solo paso. Al principio, es unapequeña molestia, tiene la forma de un minúsculo chichón,pero no se queda ahí la cosa: crece y crece. Cuando se hacefuerte, el dolor puede llegar a ser insoportable.

– 18 –

—Pero, vamos a ver, Marga, hija, ¿qué es lo que te preocu-pa ahora? Si no te falta de nada. No me digas que tienesestrés: no tenemos hijos, vivimos desahogadamente... De loúnico que te tienes que ocupar es de la casa y de la perra.Marga, de verdad que no te entiendo. —Me inquiere mi mari-do cuando me ve cojear por la casa. Bueno, si es que me ve. Aveces me imagino ante sus ojos como una mancha borrosaque se va difuminando poco a poco.

Y, no sé, a lo mejor es eso, que no tenemos hijos. ComoAdolfo siempre está tan ocupado, todo el día trabajando,metido en la oficina, nunca encontramos el momento. Bueno,él nunca encuentra el momento: dice que no tiene tiempopara “eso”. Y, claro, a veces, me da por pensar cosas raras, pordar demasiadas vueltas a la cabeza. Mi madre dice que mepreocupo demasiado, que los problemas si no se piensan, seacaban esfumando. Puede que esté en lo cierto.

Esta mañana me ha costado levantarme. Y es que lo queera estos días un bultito, se ha convertido en un chichón,y lo que era un chichón se ha transformado en una infla-mación en toda regla, pero acabará desapareciendo.Transcurridos unos días, se disuelve y en su lugar aparece unsarpullido, unos cuantos granitos, que también se acabandiluyendo sin dejar rastro, como si nada, como los problemassi no se piensan.

Voy a la cocina a prepararme el desayuno y sobre la enci-mera encuentro una nota de Adolfo. A él le gusta mucho eso:dejarme mensajitos por la casa, recordándome esto o lo otro.“No me esperes para comer. Tengo mucho trabajo en la ofici-na. No te olvides de llevar la perra al veterinario. Un beso.”

Es verdad, lo había olvidado: Kuka también está muy raraestos días. Siempre está hambrienta, y lo que es peor: ayermismo vomitó en el parque. Antes de hacer la compra, lallevo a que la examinen.

– 19 –

—Esta perra no está enferma. Lo que le pasa es que estáembarazada –me dice Don Lucas, el veterinario.

Ay dios mío, qué alegría. No me lo puedo creer, mi Kuka vaa ser mamá. ¿Y cuántos cachorros vienen? No sé, eso no impor-ta. Me da igual el gesto reprobatorio de Adolfo y su dedo índi-ce levantado para señalar lo que él califica “mis ideas debombero”. Pienso quedarme con todos. En cuanto llegue a casa,le llamo para contárselo. Verás la cara de tonto que se le va aquedar. No creo que se enfade porque le llame al trabajo. Esmuy “tiquismiquis” con sus cosas: “Marga, a la oficina no mellames a no ser que sea una emergencia. Ni siquiera al móvil.No me parece serio atender llamadas personales en el trabajo”.Pero esto es una emergencia. Qué digo, esto es un notición.

Intento correr para llegar cuanto antes a casa, pero no es tanfácil. Como la hinchazón del pie no me permite pisar bien elsuelo, se me acaba inflamando también la rodilla, pero no impor-ta, hoy nada importa. Qué alegría, mi Kuka va a ser mamá.

Ya en casa, dejo las bolsas de la compra desparramadaspor el pasillo. Kuka no deja de darme lametones, excitada,mientras marco apresuradamente el número de la oficina.

—¿Adolfo? No te lo vas a creer.—No, disculpe, no soy Adolfo. ¿Quién es? –contesta

alguien desde el otro lado de la línea.—¿Quién eres? ¿Eres Carlos?—No, soy Alberto: su asistente nuevo. ¿Puedo ayudarla?—Sí, digo, no, tú no, quiero decir que necesito hablar con

Adolfo. Es urgente –respondo yo, nerviosa.—Lo siento señora, pero Adolfo no está: se ha cogido el día

libre. Si es muy urgente, puedo llamarle al móvil: déjeme sunúmero de teléfono y, en un momento, se pondrá en contactocon usted. ¿De qué empresa llama?

—No, no es necesario. Gracias. –Y cuelgo.

– 20 –

Recojo las bolsas del suelo. Kuka está ahora tumbada sobrela alfombra del salón, muy quieta. Voy cojeando hasta la coci-na como una mancha borrosa que se va difuminando poco apoco. Y es que el dolor del bulto de mi pie, a veces, puedellegar a ser insoportable. Pero se acabará diluyendo y en sulugar quedará un rastro de granitos, que también desaparece-rá, como los problemas si no se piensan.

– 21 –

EL TRAPECISTAAdolfo Gilaberte

—Es como Vila-Matas, ¿sabes? ¿Lo conoces?Desde el suelo, el hombre me mira con ojos de pájaro indefenso.

A pesar de la oscuridad del callejón, percibo un leve movimiento decabeza.

—¡¿No?! Es todo un personaje. Con él nunca sabes dóndeacaba la ficción y dónde comienza la realidad… A él le deboestar aquí ahora, contemplando tu muerte… Te lo voy acontar. Supongo que eso te lo debo yo.

El hombre no se mueve, su respiración se arrastra por el suelo enun vaivén desacompasado de ida y vuelta. Desde una de las venta-nas encendidas nos llega un ruido de sartenes y cacerolas con suinoportuna musicalidad. La realidad cotidiana impregna el callejónsosegando mis sentidos y mi conciencia. Sacudo la cabeza. Escupoal suelo. Respiro hondo repetidas veces. Pasados unos segundos, larealidad desaparece de nuevo.

—Todo está conectado. Es terriblemente sencillo. Vila-Matasescribió hace años un artículo sobre una lectura que de uncuento de Hemingway hizo ante estudiantes, El gato bajo la

– 22 –

lluvia, del que García Márquez había dicho que era el mejorcuento que había leído nunca. Mucha tela es eso, claro. Y Vila-Matas, hambriento de literatura siempre, lo buscó, el cuento,y lo leyó; pero no entendió nada, dice en el artículo y tambiénlo dijo tras aquella lectura pública…

Los ojos del hombre van perdiendo luz. La noche avanza por elcallejón mostrando su boca de dientes negros.

—Entonces, en aquella charla, pidió a los estudiantes quele ayudaran a entender aquel cuento. El cuento, ¿sabes?, enprincipio no es nada del otro mundo, pero bueno…

—¿Qué cojones me estás contando, chiflado hijo de puta?El hombre escupe estas palabras sin levantar la cabeza; la sangre

y la saliva caen por su barbilla, gotean hasta el suelo; luego me miraretador con un puño en el aire.

—Te estoy contando una historia. Soy escritor. ¿Aún no tehas dado cuenta? Una historia, nada más. Sobre las conexio-nes, sobre el flujo de corrientes invisibles que nos conecta alas personas entre sí. Sobre el hilo de palabras que nos haunido hoy. A ti y a mí…

—Me duele. Me duele mucho el pecho, joder.Su voz, rota por el golpe en la nuez que acabo de darle hace unos

minutos, suena débil, como la emisión de un programa de radiodesaparecido hace años, del que sólo queda una vaga y fantasmalestela en el aire del presente.

—Calla, no te esfuerces o te vas a quedar sin voz. Tú escu-cha, luego hablas si quieres.

El hombre se retuerce en el suelo y avanza unos centímetros,intenta alcanzarme con las manos. Se detiene; un gemido brota desu garganta. Sus brazos caen a los lados de su cabeza como dos fríostentáculos.

– 23 –

—Ahora viene lo interesante. Escucha. Yo quería escribirun cuento, y buscando inspiración, que es como ese destelloque brilla con más fuerza que el resto, recordé lo que habíaleído días atrás sobre un cuento de Hemingway, las palabrasde García Márquez encumbrándolo, y, al igual que habíahecho Vila-Matas (aunque en aquel momento yo eso lo desco-nocía; el enlace entre Vila-Matas y el cuento El gato bajo la lluviaapareció como una búsqueda más en la pantalla de mi orde-nador), emprendí la caza del cuento para comprobar por mímismo las cualidades de aquella maravilla. Lo importante,amigo, igual que decía Hemingway que lo importante en sushistorias era justo lo que no se contaba en ellas, a donde real-mente quiero llegar, es a la aparición de Vila- Matas en todoesto. El malabarista de la realidad. El trapecista sobre el abis-mo, como han dicho de él. Y entonces surgió el milagro. Lasconexiones se establecieron libremente, como dos gotas deagua que al caer se unen en un punto del cristal. En mi cabezase unieron el juego de la realidad y la ficción y tu muerte.

El hombre está llorando. La herida del pecho le supura de lágri-mas de un rojo sangre. Sus manos están teñidas del mismo rojosangre. Sus manos titilan como dos estrellas agonizantes. En susojos se mezcla el miedo y la muerte, a partes iguales. Sus ojos pare-cen un reloj de arena.

—La idea de un escritor que fuerza o manipula la realidadpara sus fines artísticos, ya me rondaba por la cabeza hacetiempo. Y me dije: “¿Y si existiese una especie de taller litera-rio, una empresa de ocio como la de la película The Game, enel que la gente pagara para que ellos les proporcionasen expe-riencias únicas, oscuras o primarias? Experiencias que lesacercarían a la realidad como el ojo de un microscopio.Sensaciones de primera mano”. Vila-Matas cuenta que, paraél, convertirse en otro ha sido a menudo el mejor modo de

– 24 –

escribir algunas de sus historias. Pero, ¿y convertirse en lamuerte? ¡Ser la muerte que mira a los ojos del que muere,instalarse tras sus pupilas…! ¿Cómo ser capaces de describirlos segundos finales de alguien que agoniza sin faltar a lasimple y pura verdad? Para describir una puesta de sol notienes más que salir a contemplar una, pero, si quieres escri-bir sobre la muerte de alguien, describir un asesinato, unhecho cruel, ¿cómo te las ingenias…?

Una leve brisa cruza el callejón aleteando nuestra ropa, lleván-dose mis palabras tras las vallas de madera del fondo. En una venta-na de los pisos de arriba se escucha a una pareja en la cama. Élresopla como un caballo viejo. Ella sólo deja caer algún gritito comouna lluvia desganada por el canalón del edificio. El hombre apenasse mueve. Me acerco a él; en sus ojos hay una distancia de miles dekilómetros. Su cuerpo está rígido, las piernas estiradas hacia atráscomo un nadador sin agua. Me acerco más, le miro a los ojos, perci-bo las débiles corrientes subterráneas que aún mueven los músculosde su cara, el más mínimo cambio de expresión de su rostro se memuestra con una asombrosa nitidez. Con una inexplicable vida. Susojos se van cubriendo de un suave velo que parece empañar suconciencia.

—Ya casi estamos acabando. Ya queda poco para concluirlo que tenía que contarte. En realidad, ¿qué voy a contarte yaque tú no sepas? Es evidente que la historia que quería escri-bir ha tomado un rumbo diferente, ha traspasado la fronterade la ficción. Lo siento. Ha sido algo superior a mis fuerzas.Como un embudo enorme por el que ya es imposible ascen-der. Lo siento, de verdad, la casualidad es aterradora, y túestabas esta noche aquí. No hay más motivos. Te lo juro. Nopude resistir la tentación de llevar yo mismo a cabo lo queestaba imaginando para mi personaje. Decidí ser mi persona-je, y ser yo quien, sin necesidad de apuntarme a ese ficticio y

– 25 –

macabro taller literario, experimentara la sensación de matara alguien. Sentirlo de verdad. Verlo con mis propios ojos. Yescribirlo después. ¿Qué te parece…? He tenido que tomarnotas, ¿lo comprendes, no?, eso es lo que he estado escri-biendo en esta libreta mientras charlábamos, nada de malgusto, no te preocupes, sólo he apuntado cómo has reaccio-nado, el primer gesto que han hecho tus labios cuando hassentido la primera puñalada, tu cara de sorpresa y luego dealarma, las manos llenas de sangre, el miedo que reflejabantus ojos, cosas así. Luego lo retocaré en casa. Le daré másprofundidad, más… Es curioso, ni siquiera sé tu nombre. Yome llamo Enrique, Enrique Vila-Matas. Soy escritor, aunqueúltimamente ando un poco desorientado… ¡Oye! ¡Eh! ¿Meoyes…? ¡Eh…!

Me quedo contemplando al hombre unos segundos, fija-mente, aguzo la mirada para no perderme ningún detalle. Ensus pupilas no hay luz, no hay sombras. No hay nada. Nisiquiera está él. Es como asomarse al vacío, a un abismoneutro pero a un tiempo desolador, un lugar donde sólo reinala indiferencia ante la muerte. Donde alguien ha instalado uncable en lo alto para que un trapecista lo cruce con los ojosvendados.

Sus dedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblanligeramente y se quedan inmóviles. En mi libreta apunto: Susdedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblan ligeramente y sequedan inmóviles, me recuerdan a los gusanos de seda que tenía deniño. Cuando la muerte aún era un misterio.

El trapecista

– 29 –

LA VIUDACarlos Ollero

Cuando lo vio allí, dentro del ataúd, no pudo reprimir lasensación casi física de un golpe en el estómago. Aquel muer-to, todavía joven, apenas tenía sesenta años, era aquel por elque había convertido su vida en una trama de opereta, en unjuego del escondite en el que siempre los que se escondíaneran ellos y el resto del mundo se la ligaba. Le habían puestouna especie de túnica blanca que le ocultaba todo el cuerpoexcepto la cara, los ojos cerrados y una expresión todavía desorpresa. Su aspecto era bueno, porque la rapidez y lo impre-visible del ataque al corazón no había dejado lugar al dete-rioro que una larga enfermedad podía producir en un cuerpo.Pensó egoístamente que mejor así, quizá no hubiese soporta-do verle apagarse paulatinamente, y sin esperanza por efectode una larga enfermedad.

Siempre había sabido que algo en sí mismo era distinto alresto de sus compañeros. No era algo físico: no estaba enfermo,ni siquiera pensaba que estuviera loco. Al principio, de niño,sólo le parecía una cuestión de gustos; al elegir los juegos,prefería aquellos que no involucrasen el uso de la violencia oun esfuerzo por el cual acabase sudando y jadeando como un

– 30 –

gorrino. De hecho, envidiaba a las niñas y sus juegos tan origi-nales y entretenidos: las veía crear historias e inventar situacio-nes para sus muñecas, intercambiar vestidos; jugaban a vivir.Mientras, los chicos se ocupaban en jugar al fútbol, a las cani-cas, siempre compitiendo y siempre intentando quedar porencima de los demás.

Todo eso le resultaba agotador, jugaba por seguir lacorriente y porque no tenía demasiadas alternativas, ya lerecriminaba bastantes veces su padre la flojera, como le gusta-ba decirle: ‘’Álvaro, eres un flojo, si no fueses hijo mío pensa-ría cosas raras de ti que prefiero ni imaginarme’’. Cómo paraencima darle motivos para que dirigiese sobre él sus regañi-nas porque no era lo bastante machote.

El conflicto vino después, en la pubertad y en la adoles-cencia, cuando, primero se opuso radicalmente a seguirhaciendo aquello que no le gustaba, y en segundo lugarempezó a sentir que realmente no le atraían las chicas nadamás que como compañeras o confidentes.

Aún así, decidió seguir fingiendo; se convirtió en el rarito delgrupo, no salía con ninguna chica y tampoco se unía al coro devoces juveniles cuando pasaba alguna cerca de ellos. Despuésvino la mili, no podía recordar una época más inútil en toda suvida. Ya después de cumplir con la sociedad y, una vez lejos delos cuarteles, fue cuando decidió que ya estaba bien de negarsela evidencia, y comenzó a explorar aquello que sentía y quehabía decidido que ni le avergonzaría ni le arruinaría la vida.

Fue manteniendo una serie de más o menos fugaces y discre-tas relaciones a lo largo de los siguientes diez años. Fugacesporque el amor, a veces, tarda en llegar y discretas porque laépoca era poco proclive a que se aireasen ciertas conductas;existir, existían, pero por favor que no se entere nadie.

Se querían desde hacía tiempo, fue algo lento, arduo, comoun parto difícil. Llevaba trabajando en aquella oficina desde

– 31 –

hacía tres años cuando llegó Eduardo. Era toda una promesade la abogacía y estaba destinado a terminar siendo socio delbufete. Con menos de treinta años, felizmente bien casadocon la hija de uno de los socios y con una corta pero brillantetrayectoria como abogado. Álvaro se fijó en él: su figura espi-gada y sus manos largas, blancas, con uñas exquisitamentecuidadas, le llamaron rápidamente la atención. Cuando inter-cambió las primeras palabras, pudo ver que los ojos deEduardo parecían estar pidiendo algo más a la vida, a pesarde su previsible éxito; aquella mirada le estaba pidiendoayuda, pero solo alguien como él podía interpretar correcta-mente su gesto, ni siquiera el propio Eduardo sabía lo quequerían decir sus ojos.

Al principio, se veían en la sala del café, en grupos distin-tos. Las miradas de curiosidad de Álvaro hacían que Eduardose sintiese observado, extrañamente observado. Despuésvinieron cenas de empresa en Navidad, roces mezclados conchampán y por fin un volcán desatado en el servicio del hoteldonde aquel año se celebraba lo bien que le había ido al bufe-te. Siguieron citas después del trabajo, encubiertas comoreuniones inaplazables. Viajes a destinos convenientementeamañados para que la distancia fuese su aliada. Noches pasa-das soñando con otra vida, juntos, sin tener que dar explica-ciones a nadie. Años de relación tapada, sospechas y rumoresen la oficina donde había más de uno que aseguraba ciertascosas que realmente no había visto.

Por fin se habían decidido, Eduardo dejaría a su mujer, sushijos eran mayores, su posición en la empresa le importabaun “carajo” y los años que les quedasen los querían disfrutarjuntos; por eso cuando aquella señorita ataviada con eluniforme del tanatorio entró en la sala preguntando por laviuda, torció el gesto y tuvo que reprimirse para no adelantarla mano extendida diciendo: ‘’Yo, yo soy la viuda’’.

– 33 –

REGRESO A LOS PRAZERESCarmen Guzmán

A mi madre, que también vive en el cielo.

Después de veinticinco años apilando pálidos legajos en elsótano, distraerme del color negro de la tinta, del tacto áspe-ro de las carpetas polvorientas, o del frío acero de las anillaspara mirar el cielo era como volver a sentir hambre.

Apenas había pasado una semana desde que trasladaronel archivo de la Compañía de Seguros a la decimoséptimaplanta, cuando una mañana salí de casa con la intención deno ir al trabajo; sin despedidas, sin explicaciones, quizá sinretorno. Nadie me esperaría.

A la salida del aeropuerto, tomé un taxi, un anacrónicoMercedes con el que me identifiqué al primer golpe de vista.“Por favor, a la plaza Marqués de Pombal”, le dije al conduc-tor. “¿No trae equipaje?”, me preguntó algo extrañado. “No,sólo esta vieja mochila y mi gabardina.” El cielo de Lisboa,desde la ventanilla del taxi, irradiaba una luz de estaño claroque despertó en mi estómago vacío las esquirlas de un sueñonunca enterrado.

Unos metros antes de llegar al hotel, le pedí al taxista queparara. Me apetecía caminar un poco antes de subir a la habi-tación. Es más… no tenía prisa por alojarme. Desde la acera

– 34 –

de enfrente vi el cartel: “Hotel Flamingo”. Las letras conser-vaban el apagado brillo de un esplendor varado en la memo-ria. Una pátina de pasado se aferraba al parpadeo de losneones y al eco de mis pasos hambrientos. Me senté en unapequeña terraza de la rua Castello. “Un café con leche y unpastel de crema con canela”, le pedí al camarero con unasonrisa de burla en mi boca: Blázquez, ahora mismo quiero en mimesa el expediente número 2548/90. ¡Hacía tanto tiempo que nome sentía tan bien! El primer bocado evocó en mi paladar laemoción de un viaje que parecía venir de muy lejos en el tiem-po. Entre mis dedos se deshacía en migajas aquel deliciosobizcocho. “En busca del sueño perdido”, me dije; en tanto mimente trataba de encontrar aquellas palabras y gestos quedespués de tantos años me decían que quizá nunca existieron.O, por el contrario, tal vez ahora encontraría las señales queno supe reconocer, agarrado a esa seguridad que siempre nosespera en casa, y nos protege de los sueños. Creo que pasébastante tiempo sumido en mis ensoñaciones, pero lo ciertoera que no conseguía destapar lo que me había llevado hastaaquel cielo de estaño, después de una vida sin recuerdos.

Me colgué la mochila a la espalda y comencé a vagar porla avenida de la Liberdade, deteniéndome en las esquinas deazulejos blancos y azules, frente a los edificios de arquitectu-ra decadente y nostálgica; mientras mi mirada escudriñabalos rostros que se cruzaban en mi camino. Quería perdermeen el cielo de Lisboa para vislumbrar un gesto, una voz, uncolor ocre que me devolviera un sueño perdido en el pasado.Pasé por la Estación del Ferrocarril, atravesé la Plaza delRossio hasta la Plaza de los Restauradores, y llegué al Cais deSodré. En un restaurante del puerto estaban asando sardinas,y entre aquel olor de mar y brea, mi cuerpo comenzó a resu-citar de una larga muerte. Ocupé una mesa en la terraza; noquería renunciar ni a un sólo instante de cielo. Y tras saborear

– 35 –

un arroz con gambas y cilantro, y casi una botella de vinoverde, me senté en una roca. Encendí un cigarrillo, lanzandoel humo hacia el cielo roto por el gritar de las gaviotas, mien-tras me abandonaba al bamboleo de las barcas amarradas almuelle.

No sé cuánto tiempo estuve allí, sólo sé que debí regresarsobre mis pasos hasta el café Martinho da Arcada donde metomé una copa de Oporto y unas croquetas de bacalao. “Aquíao leme sou mais do que eu: sou um Povo que quer o mar queé teu”, decían los versos del poeta, escritos sobre la bruma dela tarde. El silencio apagó su voz y el chirrido de los tranvías; yyo sentí el frío tacto de una mano deslizándose sobre la míacomo una vaga ilusión. Sé que en ese momento mis ojos brilla-ron y dos lágrimas como dos perfectos diamantes brotaron delas cuencas de sus ojos. Y los recuerdos comenzaron a revolo-tear en mi pensamiento como un susurro de hojas de cerezo alcaer al suelo, lentamente, con la cadencia de lo efímero.

En el centro, un círculo de velas se quemaba en una parrilla, alos pies de un cerezo. Piedras impregnadas del aura de todas lasalmas que yacían entre los macizos de flores moradas. Visibles ataú-des cubiertos por una voluptuosa seda aferrándose a la vida. A esavida que, a veces, imaginamos más allá de la muerte. CondesaAlbertina da Silva Alves (1907 – 1937), un busto entre dos ciriossobre soportes de hierro herrumbroso y obstinado. Permanecí muchotiempo frente a aquel busto, petrificado ante su sepulcro, hasta queel tiempo se detuvo en los latidos de mis venas: la vida se disolvió enla muerte y la muerte se hizo sangre. Bajo mi mirada, la fría piedrapareció cobrar vida y los rasgos de aquella mujer, todavía jóvenes,mostraban una expresión de extraña viveza. Las cuencas vacías desus ojos se llenaron del brillo de mis ojos y los vértices abultados desu boca se estremecieron en una mueca de delirio. Y la sombra de laCondesa abandonó el cementerio dos Prazeres, envuelta en una luzde estaño claro, con un vaporoso vestido de satén y un camafeo

– 36 –

granate en su blanco cuello. Regresó a las calles de adoquines, a lasterrazas de los restaurantes, a los locales de fados, en busca delenamorado ausente. Regresó a la tarde lejana en que en este mismocafé me contó la historia de su vida: una vida de placeres que aban-donó para morir de amor.

Comenzó a llover con una lluvia fina y muda. Me puse lagabardina, y entre los destellos de las luces navideñas y elhumo de castañas asadas llegué al barrio de Alfhama. Acordesde saudade se escapaban por las rendijas de las puertas entre-abiertas, cruzaban las estrechas calles hasta las grietas de loscorazones melancólicos. Me tomé otro oporto y una bifana enuna pequeña taberna, mientras miraba el salpicar de las gotasde lluvia sobre los adoquines, mientras con mi pañuelo seca-ba dos lágrimas y unos grandes ojos verdes llenaban unascuencas vacías. Mientras caminaba despierto por un sueñoenterrado en el que ya no era más que un fantasma de untiempo pasado.

En la radio suena una canción de Jacques Brell. La lluviagolpea con dulzura el techo del taxi. Imagino el cielo de Parísy viajo hasta una humeante sopa de cebolla y unos carnososmoules, regados con un bermejo borgoña, en la orilla del Senasoñando labios encendidos. Pero dónde está Blázquez, ¿se puedesaber dónde se ha metido? En el bolsillo de mi gabardina, dosperfectos diamantes brillan en la noche hambrienta.

Regreso a los Prazeres

– 39 –

DESCENSOMarta del Río

10 de agosto, las cuatro, cuarenta grados en el reloj de Moncloa. Comienza nuestro viaje.Mi maleta ocupa el maletero, en el asiento de atrás la que

Miguel arrojó antes de salir, la suya.Al girar la cabeza me despide un Madrid adormecido por el

sopor de la siesta.El coche avanza por la autovía, conduce Miguel. Habla

poco. De vez en cuando protesta, no funciona el aire acondi-cionado. Enciende el CD, Madonna canta Like a virgin. A ratosme mira, creo que sonríe. Le paso un After-Eight. Lo mete ente-ro en la boca, le observo, lo saborea, despacio, achica los ojos yse le pone “esa” mirada, la de lobo hambriento, no sé descri-birla de otra manera. Me pide otro.

Lo miro de reojo mientras simulo centrar mi atención en elpaisaje. El sol me quema, se cuela por la ventanilla derecha, lamía, me hace cosquillas en los ojos, juega al escondite entre mifalda, se desliza por mis piernas, envuelve mi cuello con subufanda de fuego y se instala en mi regazo como un pequeñopasajero. A Miguel ni lo toca.

El sudor comienza a resbalar por mi espalda, me rodea el cuelloy desciende por mi pecho empapando el sujetador. Madonna canta.

– 40 –

Me lo quito, desabrocho los botones del escote y me retiroel pelo hacia arriba con la mano derecha mientras deslizo laizquierda por el cuello. Reto a Miguel con la mirada, busco enla suya “ésa”, la de lobo. Me pide otro After-Eight, no hamovido una pestaña. Pisa el acelerador y el motor despide unchorro de aire frío, el CD se detiene.

El horizonte dibuja un pentagrama de nubes en el quepequeños destellos garabatean unas notas aún silenciosas. Elsol hace rato que se apeó del coche. Miguel habla cada vezmenos, sube el volumen del CD, escucho un blues que no séreconocer.

Bajo la ventanilla y el aire húmedo me seca la piel, huele aotoño.

Paramos a hacer noche en una pequeña ciudad de casaspequeñas. Recojo mi maleta, el peso me encorva la espalda, laarrastro hasta el hostal, un edificio gris de muros descosidospor la humedad que se asoma con propósito suicida al bordedel río. Comienza a llover.

Durante la cena Miguel juguetea con el móvil, conversa-mos a ratos, lo miro, parece sonreír.

Subimos a la habitación. Me desnudo despojándome condelicadeza del envoltorio y busco en él “esa” mirada, ni rastro.

El viento azota los cristales, un relámpago ilumina la habi-tación mientras Miguel me acomete por detrás. La tormentadescarga y se aleja.

Las cuatro, ha cesado de llover. Estoy tiritando.Me levanto buscando algo de abrigo, Miguel duerme

profundamente, desnudo, boca abajo.Descubro la caja de After-Eight junto a su maleta, la atrapo

y esparzo las chocolatinas a su lado, sobre mi almohada toda-vía húmeda.

11 de agosto, las seis, diecisiete grados. Amanece sobre laterminal de autobuses.

No llevo maleta.

– 41 –

UNA PIEDRA Y LA PUNTA DE UN ZAPATOAna Cubas

Para Tomás siempre, por los charcos y por las estrellas.

A veces la vida comenzaba a ser insoportable. Cada día eramás difícil inventarse nuevos sueños, los de siempre se ibanalejando. Esa noche el dolor también creció.

Decidí salir a pasear por las calles solitarias y oscuras deMadrid. Eso no solía fallar. Además, llevaba días sintiendo suhambrienta llamada. Al principio, eran sólo susurros, peroesa noche, a la altura del Ateneo, la voz se hizo más fuerte yde repente se abrió, muy despacio para no asustarme, la puer-ta se abrió.

Desde dentro me llegó una luz cegadora, caliente: era elsol. Y allí, delante de mí, apareció: guapo, alto, triste.

—Ven –me dijo–, esta noche la Cacharrería será sólo paranosotros.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, no podíahablar, me costaba tanto respirar; pero algo me impedíaechar a correr. Nunca supe si fue el brillo de sus ojos o esamano enorme tendida hacía mí, lo único que sé es que deci-dí entrar.

– 42 –

A pesar de todo, seguía sin poder hablar; al principio tratede preguntar:

—¿Pero?, ¿eres tú?En ese momento sólo fui capaz de ajustar el cuello de mi

abrigo a la nuca – dio igual– el frío seguía subiendo por mispies, no era capaz de dejar de tiritar; las manos no paraban deatar y desatar el cinturón de mi abrigo. En mi cabeza se agol-paban mil preguntas, pero seguí allí, parada, sin ser capaz dehablar: durante mucho rato, sólo fui capaz de abarcar aque-llos dos metros de genialidad.

Él, al principio, sólo sonreía; entre sus dientes dejaba esca-par toda la luz del mar: irradiaba vida esa boca, grande ydulce. Esa boca acostumbrada a embelesar sonrío mucho ratohasta que por fin me dijo:

—Pasa, te estaba esperando.—¿A mi?, ¿estás seguro?, pero…—Tranquila, pasa, no pienses; pasa y déjate llevar, deja que

te acompañe esta noche, una vez más.“Vamos –me dije– respira hondo”, y me decidí a entrar.

Un pie, luego otro, y de pronto, sonando un maravilloso ynocturno Chopin, subí la escalera agarrada de su mano.”

“¡Qué alto eras de cerca!”Estuvimos toda la noche hablando sin parar: yo te conté

que mi vida se estaba desintegrando, que el Tiempo con sutiránica presencia estaba empezando a marcarlo todo,amenazándome constantemente; te conté cómo cada nochecerraba los ojos tratando inútilmente de ignorarlo y cómo élseguía; cómo utilizaba su espantosa voz para decirme aloído: ”Es inútil, hagas lo que hagas ya siempre serás mía, notienes forma de escapar. Puedes dibujar habitaciones mara-villosas en hoteles llenos de estrellas, puedes amar miles de

– 43 –

rostros en sueños, puedes dejarte acariciar por todos ellos opodrías dejarte vencer; da igual, ya sólo yo, siempre, estarécontigo”.

Te conté cómo últimamente aparecía también a plena luzdel día, te conté cómo estaba consiguiendo volverme loca consu risa sarcástica, irrumpiendo con sus palabras en los mejo-res momentos: “No te hagas ilusiones, aún en la vida deldeseo nuevo, cuando todo sabe a tripas, cuando nada esausencia, cuando todo son huecos donde poder alcanzar laverdad, cuando el hambre es absolutamente voraz…, enalgún momento se encontrarán otra vez nuestros ojos ysabrás que sigo allí y que, en ese preciso instante, ya no serásla misma: otra vez habrás perdido, aunque la memoria te digalo contrario, otra vez te habré ganado”.

Cómo insistía cuando veía que ya no podía más: “Aún enel absurdo sufrimiento, o quizá más, es ridícula tu existencia:no existe, aunque dé miedo, la certeza. Eres sola, eres sola ysin sentido, aunque construyas, sueñes o te inventes miles,sólo yo estoy aquí; para siempre, contigo”.

Aquella fue una noche muy larga, tú también me hablastede tus imposibles sueños de ficción, de cómo aún llorabas porParís, de tu mundo, triste y libre, de qué se yo; así, seguimossoñando bajo las lámparas de tulipa verde. Estábamos rendi-dos cuando entraron los primeros rayos de sol y me dijistemuy bajito al oído: “Recuerda siempre que para llegar al cielosólo hace falta una piedra y la punta de un zapato.”

Desde entonces algo en mi vida cambió, ya no tenía siem-pre ganas de llorar. Cada noche, nada más ponerse el sol,empezaba a andar Paseo del Prado arriba, a paso ligero,cada vez más hambrienta, sin apenas parar a descansar;llegaba casi corriendo y ahogada de felicidad. Ya no teníamiedo, ahora cada vez que aparecía le interponía tu precio-sa voz sin erre dándome instrucciones para llorar, o tu

– 44 –

imagen mirándome a los ojos y asegurándome que siempreestarías ahí:

“Que sólo tendría que asomarme a esa puerta y sonreiríassin sorpresa, convencido como yo de que nuestro encuentro casualera lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citasprecisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o queaprieta desde abajo el tubo del dentífrico.”

Ahora vago por la noche de Madrid, contenta, a vecesflotando, a veces de charco en estrella, de estrella en charco; yasí, a veces. Porque su espada, a veces, ya no me da miedo.Porque, a veces, he encontrado una forma de escapar. Porque,a veces, ya no tengo miedo a mi vida de certera irrealidad.Porque, a veces, de charco en estrella, de estrella en charco.

Una piedra y la punta de un zapato

– 47 –

HAMBRE DE PERROSAdolfo Sastre

—Basilio, ¿no crees que nos hemos equivocado?—Joder, no empieces. Yo también estoy harto y no me

quejo. Sólo pensar que a final de mes voy a poder enviar dine-ro a mi mujer me alivia de todas las calamidades que estamospasando.

—Ya, pero... desde que llegamos nos levantamos antes deque amanezca; nos tomamos un café con leche y un pedazode pan desmigado, salimos del barracón a la carrera y a lassiete empezamos a trabajar como negros, y no paramos nipara mear. ¡Coño!, en el pueblo no ganaríamos dinero, peropor lo menos, no sé...

—Tranquilo, Félix, yo también me agobio a veces.Además, este frío me tiene encogido. Lo que daría por untrozo de pan con chorizo y un buen vaso de vino. ¡Eso sí queme calentaría!

—Vamos, que... te pasa como a mí, que a estas horas tienesun hambre de perros. ¿Y qué es lo que podemos comer? Estepan negruzco y carne de lata, y fría.

—Sí, tenemos que encontrar otro sitio para comer. Sipudiéramos hablar con alguien, a lo mejor nos indica algún

– 48 –

lugar donde poder sentarnos y calentar estas latas, que cadadía me saben peor. Aquí entre las máquinas, el día menospensado nos van a descubrir y nos van a echar a la calle.

—Me parece que no te das cuenta que estamos enAlemania, que los únicos españoles de la fábrica somos tú yyo, que aquí no habla español ni dios y que los otros extran-jeros deben ser turcos; ni siquiera hay italianos.

—Basilio, por lo menos podríamos cambiar de latas, porvariar un poco.

—Ya, pero es que éstas son las más baratas del mercado yya sabemos lo que comemos. Ves: BREKKIES – Köstilches.¿Está claro, no? Anda, anímate; imagina que después decomer pudiéramos echar una partidita con su carajillo y sufarias.

—Mira, llevamos veintisiete días y parece que hace unaeternidad que llegamos.

—Qué me vas a contar. Por la noche saco de la maleta lafoto de mi mujer y de mi hijo, y los miro, los miro, los miro...

—Vale, no empieces tú ahora. Te vas a reír, pero, ¿sabes loque me ronda por la cabeza? La cantidad de latas diferentesque tienen estos tíos. Yo, las únicas que había visto eran las desardinas y jurelillos.

—Mira, como no entendemos lo que ponen, cuánto másbaratas mejor.

—Basilio, ¿te has dado cuenta de que cuando suena la sire-na, se van todos al restaurante, hasta los extranjeros?

—Será que llevan más tiempo y ganan más que nosotros.—Tenemos que ahorrar todo lo que podamos para estar

aquí lo menos posible y, cuando volvamos, montar unnegocio.

—Yo pienso montar un bar. Mi mujer cocina muy bien y,entre los dos, seguro que lo hacemos funcionar de putamadre.

– 49 –

—Mi ilusión es reabrir la tienda de mis padres. Ahora estámedio hundida, pero con un buen arreglo...

—¡Calla!... calla... Parece que viene alguien. ¡Pégate contrala pared!

—¡Hostias! Parece un encargado. Cómo nos vea nos jode.Se acerca..., se acerca...

—¿Espagnoles?—Sí... Sí...—¿Pero qué hacer aquí y no comer?—Estábamos comiendo estas latas, señor, pero no mancha-

mos nada, después lo limpiamos todo.—Pero, ¿por qué no comer con trabajadores en comedor?—Es que no tenemos dinero para el comedor, queremos

ahorrar.El encargado sonrió y nos dijo con cierta lástima: —Pero hombres en comedor de empresa no pagar, ser

gratis.—Nos miramos atónitos sin poder creer lo que oíamos. El

encargado cogió una de las latas, la observó y soltó una carca-jada:

—Pero ser carne para perros.Ahora ya comemos choucroute y patatas que aquí las

llaman “Karttofen”.

– 51 –

HAMBURGUESA DOBLEAndrés Portillo

Lo reconozco, odio el binomio perfecto casi tanto como elconjunto vacío. Sin ir más lejos, aborrezco el país de la dobleE y la doble U por su doble moral. No soporto los dobles queprotegen a presidentes y reyes con doble fondo, ni a los tiposcon doble personalidad que sueñan con matarlos. Me revuel-ven las tripas las habitaciones dobles con doble cama, losgüisquis dobles con sólo dos cubitos de hielo, doblar las rodi-llas, que doblen las campanas. Desprecio a los actores medio-cres y a los dobles que doblan sus escenas de riesgo. Detestolas películas dobladas. Las lenguas de doble filo. La gente queme dobla el sueldo. El pito doble, la doble v, las novelasdoblemente negras y, por supuesto, el pasodoble.

Me doblego porque doblo una esquina y me tropiezo conuna chica preciosa a la que seguro doblo la edad. Me doble-go porque nunca se sabe... Me disculpo, le sonrío, y medevuelve una sonrisa doblemente luminosa. Le digo que esla chica más bonita de todas con las que me he tropezado enla vida, que me gusta, sobre todo, porque tiene un par detetas estupendas. Dice que no me engañe, que en realidadlleva un sujetador de “Doble Push-up”. Dice que yo también

– 52 –

le gusto, por duplicado, porque hablo sin dobleces y porquea simple vista parezco un tío bastante interesante. Nospresentamos. Nos damos un beso a cada lado del rostro. Leconfieso que me revientan los besos dobles, que prefiero milveces los de tornillo, aunque, de momento, me doblego.Charlamos. Entre otras cosas me cuenta que es actriz dedoblaje. Le cuento que yo me dedico a desdoblar bajos depantalón en El Corte Inglés para luego volver a doblarlos. Aella le hace gracia mi profesión, a mí la suya me repateapero me callo y me doblego, como ya dije, porque nunca sesabe.

La invito a cenar y acepta con un doble sí. Apuesta por unburguer. Me viene una arcada. Apuesta por una hamburguesadoble con doble de ketchup y mostaza. ¡Vomitivo! Le digo queelija por mí y dobla su apuesta. Me viene una nausea. Pidodos cervezas dobles porque en estos sitios inmundos no haytercios ni quintos de cerveza.

La chica es una almendrita garrapiñada, veintidós prima-veras, labios reventones como claveles rosas y ojos poten-cialmente traicioneros de color azul turquesa. Coqueta ypicarona en la pose y en el verbo. Abusa sin pudor de miscuarenta y cuatro años que van tirando a verde y yo me dejohacer. Como y hablo con la boca llena de carne y pan, con lasretinas llenas de carne y pan, con la cabeza llena de carne ypan. A los postres, le comento que estoy hambriento. Ellasaca el teléfono móvil del bolso y dice que no me preocupe,que tiene pensado llamar a su gemela, a su doble. Noto quellegan a un acuerdo sin necesidad de mucha negociación.Cuelga y me propone hacer un trío esta misma noche, en supiso dúplex, en su cama doble. No lo dudo, acepto con untriple sí y me froto las manos por triplicado sin que ella mevea. Elemental, nunca hay dos sin tres en esta vida tridi-mensional, pienso.

Hamburguesa doble

– 55 –

Y TÚ ESTABAS ALLÍÓscar Muñoz

—Hola, ¿dónde estás?—Estoy en un taxi. Vuelvo para casa. ¿Qué quieres?—Necesito verte.—No empieces Miguel, no podemos vernos.—¡Tranquila! Marta está trabajando, me acaba de llamar,

tiene que doblar turno, porque una compañera…—Vale, vale, para.El taxista soltó el pie del acelerador y miró por el espejo a

los ojos de Verónica.—No, no. Continúe, no es a usted… ¿Qué quieres ahora Miguel?—Quiero que pasemos unos días juntos, salir de la ciudad,

pasar un fin de semana en la sierra, desconectar de todo.—Ahora no puedo hablar; luego te llamo.Verónica siempre acepta mi invitación, la utilizaba de la

misma manera que ella me utilizaba a mí. Sin tiempo parapreparativos, el viernes a mediodía salimos hacia un aparta-do hotel. Solíamos ir a otro, mucho más económico y máscercano, pero el lunes era festivo y todo estaba completo.

Las citas de un adúltero son una sobredosis de adrenalinay Verónica renovaba mis hormonas con el mismo deseo queyo devoro una raja de sandía en verano.

– 56 –

En la habitación del hotel, un enorme cojín blanco apura-ba su inerte postura sobre la cama, hasta que Vero, mientrasme besaba, con la mano derecha y de espaldas, lo arrojó sinpiedad al hueco que había entre la pared y el lecho.

El roce de nuestros cuerpos evaporó el aire que había anuestro alrededor. Durante un minuto el espacio entre los dosno existía, la unión de nuestros labios hambrientos convertíaen hermético nuestro secreto. Desnudos sobre la cama, laenvoltura de su boca y la cascada de su cabello rizado acari-ciando mis ingles, amenazaban con terminar de forma prema-tura mi gozo. A base de imaginación levanté un dique paracontener el oleaje de placer que se avecinaba, y cambié a unapostura más clásica para que continuase erguido. La holguraentre el cabecero y la pared acompasaba con su ruido el ritmode mis caderas, pero fueron sus gemidos, sus trémulos senosy el calor de sus muslos los que terminaron haciendo brecha,provocando una marea de satisfacción desbordada.

Después de hacer el amor, abrí el grifo del lavabo buscadoun trago de agua fresca. Sólo aguanté unos segundos frente alespejo, el esfuerzo mermó la resistencia de mis piernas ybusqué asiento en el retrete. Desde esta postura y en silencio,comencé a escuchar los murmullos de una conversación.Acerqué mi oído a la pared, pero el ruido de las cañeríasdistorsionaba las palabras. Al volver a sentarme retomé micuriosidad por saber de la conversación.

Como un perro que olisquea su presa, fui arrimando mioreja a cada rincón de aquella caja de resonancia con funcio-nes de cuarto de baño. Para entonces Verónica se habíaquedado dormida. En mi búsqueda me tropecé con un espe-jo de aumento. Mi cara multiplicada por tres. Me asusté. Conforma de gusano, un secador de pelo con tres posiciones ydos velocidades parecía una lapa sobre el azulejo blanco.

A modo de auricular descolgué su manguera y acerqué suextremo a mi oreja. Al otro lado una pareja discutía. No sé de

– 57 –

qué. Las voces me eran familiares lo que hizo que me queda-ra un tiempo escuchando.

Rebasando los limites de lo absurdo y hasta donde mepermitía mi sentido común intenté la comunicación con elotro lado. Recordé entonces, cuando una mañana volviendode comprar el pan, subí en el ascensor y escuché una vozque salía de entre un puñado de orificios. En esta ocasión,una voz masculina me preguntaba si estaba hablando conTelepizza.

—No. Se ha equivocado, esto es un ascensor. Respondí yo.Con este antecedente, daba por sentada cualquier posibili-

dad. Tal vez estaba ante un secador de pelo tribanda, de terce-ra generación y varias funciones. La categoría del hotel sepodría permitir tal excentricidad. Pero mi intento de comuni-cación fue en vano, mis palabras se las llevaba el viento.Pensé que quizás mi secador no sintonizaba con el suyo, y, asu vez, el mío era sintonizado por otro. Probé a cambiar deposición con el selector de velocidad:

Palanca hacia abajo, velocidad 2, posición 3.La cálida voz de un hombre en actitud cariñosa se escu-

chaba al otro lado. Con él una mujer, y ahora no dudé, era lavoz de Marta, era ella con otro hombre.

Debía encontrarse muy cerca de nuestra habitación paraque la escuchara tan clara. Pensé en despertar a Verónica ydecírselo, teníamos que salir y volver a Madrid cuanto antes.Que ella estuviera con otro hombre no me importaba tantocomo que me viera con otra mujer. Pero antes de devolver elsecador a su sitio probé a cambiar de velocidad:

Palanca hacia arriba, velocidad 1, posición 2.En el otro canal, la pareja había dejado de discutir. Ahora

era ella la que hablaba sin parar, hablaba sobre la reparaciónde unos zapatos o algo así. A pesar de lo desconcertante dela situación, identifiqué la voz del otro lado. Era mi madre.

– 58 –

La sorpresa provocó que me resbalara y me diera con elmármol del lavabo en la frente. Supongo que fue el golpe loque despertó a Verónica.

—¿Qué haces? –gritó cuando entró en el baño.Y ahí estaba yo, tendido entre el retrete y el lavabo, con un

secador de pelo en la mano, que había arrancado de cuajosujetándome a él para evitar la caída.

Ante la mirada perpleja de Verónica, me acerqué al oído eldichoso aparato. Antes de intentar una explicación mediana-mente coherente, debía asegurarme de que los protagonistasde mi paranoia seguían ahí.

—¿Se puede saber qué coño haces? Llevas más de diezminutos con el secador funcionando.

Entonces me llevé las manos a la cabeza, la izquierda, a lafrente y la derecha, a la oreja, que estaba tan caliente comouna patata asada. Coloqué mi cabeza bajo el grifo para aliviarla temperatura, y como pude, volví a acoplar el artilugio a susitio. No había lugar para una explicación. Estaba confuso einquieto, habíamos bebido y esnifado más de la cuenta y noiba a compartir mi locura con Verónica.

Supuse que el conducto del aire acondicionado coincidíacon el entramado de cables que recorre el edificio, cualquiercosa antes de reconocer mi alucinación.

Mientras Vero se daba una ducha, intenté distraerme conlas imágenes del televisor y probé a secarme con delicadosgolpecitos la oreja con la toalla.

Al cabo de un rato, volví a escuchar el maldito cacharro,subí el volumen del televisor, necesitaba pensar e intentabaprocesar un plan de escape que fuera convincente paraVerónica, pero no hizo falta.

—Tenemos que irnos Miguel –dijo con voz temblorosacuando salió del cuarto de baño.

– 59 –

LOS MUERTOS HAMBRIENTOSLuis Serna

Sabemos cómo mover las manos para enfatizar mejor nues-tras opiniones, caminar con pasos vacilantes si nos dirigimos,distraídos, a recoger unos papeles en la impresora comparti-da. Los leemos, con el paso algo más apresurado en el cami-no de vuelta, sin entender su contenido, con un gestoreflexivo y misterioso entre los ojos y las arrugas de la frente,como si en esos papeles estuvieran las claves de nuestra vida.Un gesto que es mezcla de escepticismo, concentración ycontenido hastío. A veces, nos juntamos dos o tres y hablamosde la crisis, de la última película o de la fiesta interrumpidapor la lluvia en el cumpleaños de nuestra hija Sara. Rarasveces entramos en temas políticos o íntimos. Si es íntimo,buscamos que sea intranscendente. Son pequeños trucosdignos de maestros en el oficio, nadie puede notar la diferen-cia, nadie diría que no estamos vivos. Hace tiempo que deci-dimos que es mejor morirse de hambre que no pasarse la vidacomo hambrientos. Esta mañana ha ocurrido un sucesoespantoso: Ramiro, el gordito de las gafas, ha dicho: “Noaguanto más”, y ha comenzado a golpear el auricular del telé-fono. Nos hemos acercado a su mesa con la desaprobación en

– 60 –

nuestras caras: a los muertos no nos gustan estas sobreactua-ciones. Las palabras se le quedaban entrecortadas entre sollo-zos: “Paula, me acaba de dejar, la vida es una mierda... y melo dice así, a distancia, sin mirarme a los ojos, desde la frial-dad del teléfono”. La desaprobación de nuestras caras se ibaconvirtiendo en reproche, aún así le hemos llevado al rellanode la escalera, donde está la zona de descanso. Le hemos invi-tado a un café con avellanas y luego, entre los ruidos metáli-cos que produce el molinillo de la máquina, Daniel, le hacontado un trozo similar de su vida, profundizando exquisi-tamente en los detalles, pausando los momentos anteriores aldesenlace que ha sido impactante, ingenioso. La carcajadaha sido unánime, hasta a Ramiro se le han caído dos lágrimasde tanto forzar los ojos con la risa, y ha tenido que sujetarseel costado con la mano.

Hemos vuelto a nuestras mesas, con la satisfacción en lascaras. Daniel tiene mucha experiencia, eso se nota; en cambioRamiro... es verdad que empieza ahora, murió el verano pasa-do nada más acabar Económicas. Nos gustó desde el princi-pio su audacia. Su inteligencia. No fue necesario explicarlenada, se nos murió a los pocos días. “Sólo se puede vivir siestás muerto”, nos confesó con toda naturalidad, un lunes deenero, cuando tomábamos el primer café. Quizás por eso mefastidia más la escena de esta mañana: hay quien no se adap-ta a estar muerto. Espero que no sea este el caso de Ramiro.¡Me duele mucho la gente que no sabe ser profesional!

Los muertos hambrientos

– 63 –

LO VIO VENIRTomás Alegre

Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apartar sudestino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podía perder?Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento de amor, decompañía, de pan..., hambriento de terminar con lo que undía empezó mal, muy mal.

Luis Prada se levantaba con el ruido del tráfico, apenasabría las persianas de los ojos y ya estaba allí, sumergido enel atasco, con los coches rodando sobre el puente y el ruido desus bocinas quemándole los oídos. La hora punta era sudespertador automático.

Echó a un lado el cobertor y se levantó acartonado.Necesitaba desentumecer el cuerpo y comenzó los estira-mientos: primero piernas y brazos, y luego los músculos de lamandíbula, por si ese día encontraba algo que comer. Antesde abandonar su hogar se abrigaba un poco, porque su sensa-ción de hipotermia era permanente durante todo el año, ycaminaba hacía su restaurante favorito.

En el Ketutín guisaban tan bien los conejos que, aún humean-do en la fuente, conservaban intacta la esencia de cuandocorrían en las jaulas. A las nueve de la mañana el restaurante

– 64 –

llevaba dos horas abierto y no tendría problemas para desa-yunar con las sobras.

Luis pasó una noche inquieta. El culpable de su desasosie-go fue su compañero de alojamiento que había llegado demadrugada, borracho, murmurando canciones propias conletras incomprensibles. A él se le metió el runrún en la cabezay no pudo pegar ojo. Al principio, intentó calmar el espíritucantarín de su vecino con palabras subidas de tono, palabrasde censura que insuflaron en el espíritu rebelde de Alejandrola vitalidad de lo prohibido, y todavía elevó más su vozquebrada de tenor. La pared de la borrachera le impedía escu-char las recriminaciones de un Luis desesperado que se dio lavuelta intentando conciliar el sueño, y lo dejó solo con sustragos y con la mala leche embotellada que su socio habíaacumulado con el tiempo. Por la mañana, Alejandro dormiríala mona mientras él tendría que buscarse la vida, como habíahecho durante los últimos seis años.

—Mañana hablaremos –acabó de sermonear. —Sí, mañana ajustamos cuentas –advirtió Alejandro, a la

vez que perdía el equilibrio y golpeaba su frente contra eltabique de cemento.

Su colega sólo llevaba tres años en el negocio y ya se habíacorrompido. Su carácter irascible y su falta de dominio sobreel alcohol le habían convertido en una persona inestable. Ensu interior sólo conservaba un odio permanente contra lasociedad, a la que culpaba de su derrota; un rencor quedesplegaba con su presencia y que afectaba a todo lo que semovía a su alrededor. Aunque compartían habitación y traba-jo, Luis procuraba no mezclarse con él en su tiempo libre, yhuía de su compañía con la misma rapidez que el tinto trepa-ba hasta la cima de su cabeza

Vivían junto a otros “sintecho” bajo el puente que enlaza-ba la M40 con la Nacional I; dormían pegados a los pilares de

– 65 –

hormigón, y las estaciones del año se sucedían entre camas decartón y mantas desgastadas. Los dos trabajaban pidiendolimosna en la Iglesia del Salvador, en el barrio próximo deValdeaguas. Ahí fue donde empezaron sus problemas, a laspuertas del paraíso prometido.

A diario se colocaban recostados en el pórtico, adaptados ala forma como esculturas románicas, como dos postes simé-tricos. La única diferencia era que el vaso de plástico con elque recaudaban los donativos, siempre se vencía con el pesodel lado de Luis, como si él fuera el mendigo bueno y aAlejandro, que así bautizaron al asesino, le hubieran asigna-do en el reparto el papel de ladrón malo.

No importaba el lado que ocuparan en el umbral, las mone-das llenaban el cazo de Luis mientras que el de su vecino hacíaaguas. Su rostro amable, su sonrisa, abrir la puerta y el saludoque regalaba al pueblo cuando entraba y salía de escuchar eloficio divino, eran notas que inclinaban la balanza a su favor.Mientras que el plato de Alejandro se llenaba de resentimiento,con el delirio de saberse apartado del mundo y con la idea deestar perdonando la vida a los afortunados, a los que creía obli-gados por caridad cristiana a sufragar sus vicios con dinero.

El juez, basándose en el dictamen de los psiquiatras,sentenciaría que el homicida sufría un desequilibrio mentalque le producía trastornos de personalidad, hasta el punto deenvidiar a la víctima por sus beneficios con la mendicidad.“Estaba ofuscado”, dirían los testigos, cuando los agentes ledetuvieron durmiendo, con el cuchillo ensangrentado entresus ropas; y también dirían: “y un poco borracho”. Al criminaltambién le concederían atenuantes por su borrachera; porqueel estado de embriaguez de Alejandro aumentaba en el inte-rrogatorio, conforme las palabras salían de las bocas indigen-tes que compartían con ellos la sombra del puente, hasta elpunto de que, al final del relato, el asesino se tambaleaba.

– 66 –

Incluso algunos compañeros que presenciaron el altercadoachacarían a Luis mala fe durante la pelea y en el momentojusto de la agresión. Informaron que él estaba sereno, y que seempeñaba en seguir las convulsiones producidas por la iraborracha de su agresor. El hoy cadáver imitaba los movi-mientos de su adversario como en un espejo, y se mantuvofirme frente a Alejandro cuando éste intentaba herirle, sinhuir, sin intentar defenderse; hasta que consiguió colocarse ensu punto de mira, esperando a que el filo del cuchillo se clava-ra en la diana de su corazón.

Ambos se conocieron bajo el mismo techo, ya de mayores,con su indumentaria ajada e idénticos problemas, pero suvida anterior había transcurrido por distintos caminos.Alejandro, o El Segis, era directivo de una multinacional,vestía trajes caros de diseño, pululaba por las esferas del dine-ro, manejando, y vivía a lo grande. Era de los tipos que trasuna noche de sexo, se acicalaba el pelo con la mano y se ajus-taba el nudo de la corbata frente al espejo, antes de abando-nar un domicilio desconocido.

El juego también llamó a sus puertas y se enganchó. Encualquier lugar donde se apostara, allí estaba el futuro Segis,lo mismo daba una maquina tragaperras que el Gran Casinode Madrid. Caminaba luciendo su metro ochenta y cinco;almibarado con su don de gentes, su palabra embaucadora ysu bolsillo generoso. Un día quebró la multinacional, la perdi-ción se apoderó por completo de su persona y acabódurmiendo a la intemperie, en un solar del ayuntamiento,junto a otros orillados del río social. Con el tiempo, bajo aquelpuente sin agua, fue donde sacó a flote su mal vino y comen-zó a beber peleón.

Luis nunca consiguió un apodo. Fue un personaje sinextremos, hasta que una noche maldita acabó con su matri-monio. La noche que encontró su casa vacía y se sintió sólo.

– 67 –

Ni siquiera consiguió comprender la nota manuscrita queencontró sobre la mesilla de su habitación. Se quedó sin fuer-zas para continuar y más tarde llegaron las depresiones quele arrastrarían fuera del trabajo. Luego se dejó llevar por lacorriente de la marginación y bajo aquel puente conoció laotra cara del bienestar: una vida sin horario, sin prisa, sinfuturo, sin nada. Él también había vestido traje y corbata, yvendía en Roldán, una empresa de electrodomésticos. Tenía,como El Segis, el don de la palabra y las formas necesariaspara convencer.

Mientras se iban conociendo hablaron de las cosas quetenían en común: desde soñar con el cielo, hasta como perdie-ron el trabajo; desde la circunstancia que les había arrastradoa limosnear, hasta donde encontrar los mejores contenedoresde los restaurantes; y, al final, acabaron pidiendo el pan en lapuerta de la misma iglesia.

Aquella tarde llegó una pequeña diferencia, camufladaentre los cuentos antiguos, pudriéndose en las palabras quenunca fueron dichas, y en su casa, bajo la cubierta del puen-te, llegó el enfrentamiento, cuando ya el ruido de los motoresamainaba bajo la persiana irregular de la puesta de sol, cuan-do la hora punta estaba declinando. Entonces, cuando comen-zaba a amanecer el silencio, empezó la tragedia.

Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apar-tar su destino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podíaperder? Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento deamor, de compañía, de pan..., hambriento de acabar con loque una noche había empezado mal, muy mal.

– 69 –

EL PASEO DE LOS GRANADOSMiguel Àngel Martín

Los cuervos pisotean los granados al caer la tarde. Por elcamino de grava, frutos destrozados muestran sus tripas rojasy podridas en el calor aún salvaje de octubre.

Los pajarracos se muestran hambrientos, sus negraslenguas acarician las semillas esféricas de las granadas comosi fueran los ojos de sus hermanos.

Caminar por aquel alejado paraje es un riesgo, la causasegura de volver al hogar con los zapatos pringosos y el almaseca, endurecida como la piel cuarteada de los frutales.

Amanda rechaza aquel paseo, día tras día, contemplandode lejos los granos pisoteados que le parecen proyectilesinútiles aún con restos de vísceras.

Nunca se atrevió a cruzar ese atajo, a pesar del rodeo queello suponía. Hasta aquella tarde en la que él le quitó loslibros del brazo y sonriendo, sin pedir su opinión, caminóseguro destrozando granadas y corazones aún tibios.Amanda, en su caminar lento y nervioso, arrastra con suszapatillas un reguero de sangre.

El paseo de los granados

– 73 –

COUSCOUS Soledad Davia

—Toma este plato de latón. —Mujer... Gracias, es muy bonito y, ¡qué grande! —Pues… aquí están las patas, es una mesa bandeja. Pon

esta tetera y estos vasos encima. Delante estos pufs de cuerorepujado y, debajo, esta alfombra. Y –ya de paso– en el techocruzas estas telas.

—¡Bueno! ¡Con esto decoro medio salón! Te has pasado,Julia.

—Tengo muchas más cosas. Mañana te las traigo. Mi mejor amiga volvía de su aventura argelina. Ha estado

trabajando ocho años en la Embajada y, aunque me invitómuchas veces, nunca encontré el momento de ir a visitarla.No es que no me interesara, que me apetecía mucho, perosiempre surgía algo a última hora que lo impedía: el naci-miento de mis adorables hijos, el atentado de las torres geme-las, un contrato temporal por aquí, otro que parecía fijo porallá, una operación de apendicitis mía y otra de menisco dePedro…, ¡qué se yo! Fue absolutamente imposible.

Pero siempre hemos estado en contacto y, cuando vino paralo de su padre, estuvo en mi casa y la ayudé en el tanatorio,

– 74 –

ya que su madre –la pobre– no se entera de nada. En estetiempo he recibido mucha correspondencia gráfica de Julia:vestida de berebere, comprando en el mercado; con lostuareg, rodeada de niñas sonrientes y mujeres veladas.

Y ahora ha vuelto con un equipaje que parece como si hubie-ra trabajado con Alí Babá. Cada vez que nos vemos me regalaalgún cachivache y, la verdad, la casa me está cogiendo unaspecto de jaima… que tiene a mi marido un poco harto. No nosfalta nada: alfombras, cojines, pufs, la famosa mesa bandeja, tete-ra de alpaca, vasos de té, perfumes de benjuí y almizcle, y unaenorme cachimba. Podemos incluso disfrazarnos todos porqueme ha regalado también un baúl taraceado lleno de trajes, braza-letes, babuchas, checchias para ellos y velos para ellas.

—¿Qué es eso? —Te va a encantar, tú que eres tan buena cocinera. —No habrás traído un cordero… —No, pero lo podrías meter dentro junto con garbanzos,

verduras y couscous. —¡Anda!, una de esas ollas para preparar couscous.—Exacto, un alcuzcucero que habrá que estrenar un día de

éstos. —Yo había pensado que nos reuniéramos este sábado que

viene mi hija. Dicho y hecho. Un reto de esa índole me pone. Aún están

mis primos celebrando aquella “Auténtica Olla Podrida” delnoventa y seis, que nos tuvo tres días en proceso de digestióny casi lleva a urgencias al tío Sebas.

El alcuzcucero tenía capacidad para alimentar a una tribunómada del desierto durante el ramadán, pero siempre se mehan dado mejor las grandes cantidades que la escueta cocinade autor: “Uña de ventresca de chanquete con crujiente hojade rúcula y dedal de balsámicos en reducción”.

– 75 –

Conseguir la receta no planteó ningún problema. La pues-ta en escena, tampoco; es más, para motivarnos pusimos unmix de música para la danza del vientre. Encontrar comensa-les dispuestos a la cata fue lo más fácil, no en vano me heganado el “Delantal de oro” por votación familiar. Lo máscomplicado fue limpiar aquel artilugio tan enorme. Tuvimosque fregarlo con la manguera del jardín y tanto la tapa comoel keskés, al ser agujereados, nos mojaron los pies de tal mane-ra que terminamos la limpieza con botas de agua.

Como fuente calorífica utilizamos ese paellero de gas buta-no que sacamos todos los años para el aniversario y, desdeprimera hora del sábado, comencé a preparar el couscous.Pedro se encargó de la sémola porque era duro trabajar esacantidad con aceite y sal, y luego con agua para que sedesprendieran los granos. Mientras se cocían los garbanzosen la cocina, estuve limpiando y cortando zanahorias, calaba-cines, ajos, cebollas, nabos, apio, alcachofas, tomates, pimien-tos, pollo y cordero; y puse a calentar el caldo.

Los efluvios olorosos se enroscaban y danzaban voluptuo-samente por el jardín, se filtraban cautivadores con su aromá-tica melodía por los patios de los vecinos que, como pitonesenamoradas, subían persianas y se deslizaban por las venta-nas, hechizados por aquel culinario prodigio.

La fascinación se hacía mayor, así que cuando quité lasémola del keskés y vacié la marmita para rehogar en ella lasverduras y las carnes, con aceite de oliva de Jaén, ya empeza-ba a entrar gente. Al echar cilantro, jengibre, comino, canela,pimentón y clavo sobre las viandas de la marmita, vinieronlos que faltaban. Puse entonces carnes y verduras en el keskésy el caldo dentro de la marmita, comenzando la segundacocción al vapor, y era tan grande la legión de vecinoshambrientos que sólo pusimos la condición de que se trajeransu propio almohadón.

– 76 –

Unos mezclaban el couscous con mantequilla, lo rodeabancon los garbanzos calientes y repartían pasas remojadas porencima; otros disponían los trozos de carne caliente en gran-des fuentes, y yo di el toque final espolvoreando pimienta decayena sobre las salseras con el jugo de cocción.

Montada la jaima en el jardín, todos disfrutamos mucho.La mayor recompensa fueron los lagrimones de Julia cuandotodos los comensales prorrumpieron en sonoros eructos, queyo recibí como un cumplido.

– 77 –

LAS VOCALESSusana Obrero

Ahora vale la penavivir / aunque haga frío

aunque la tarde vuele. / O no vuele.Es lo mismo.

MARIO BENEDETTI

Amanece

Anochecía. Hablaba aturdida a la almohada, a la cama, a lasparedes, a nadie... Ansiaba la hazaña, saludar a algún amigo...

Asomó Adrián. La alegría abandonó la habitación.Aparecieron las palizas amontonadas, las calumnias, lasmalas horas hambrientas de ayuda…

Manos ásperas aprietan la cara asustada, amnésica...Adrián arañaba las palabras:

—¡Calladita, Ana, calladita! –amenazó.Ahora aclaro la cabeza. Añoro largas caricias, canciones,

amor... Aguanté las lágrimas. Hablé alto, angustiada, aburrida,harta, hastiada...

– 78 –

—Adiós Adrián, lárgate. ¡Al carajo Adrián! –más alto–¡Aléjate! —aullé.

Acaba la amnesia. Aumenta la claridad. Amanece.

Mequetrefe

Ernesto, ¡mequetrefe! Eres ese estúpido egoísta que me repe-le. Desecho de estercolero, extracto de excremento...

Te esperé en el estudio, me dejé seducir, engañar... Meengatusaste, te encanta experimentar. Me rendí en ese deve-nir extraño ¡Estúpida...! ¿Crees que me dejaste?

Eres el peor personaje que he tenido enfrente. Me embara-zaste, ¿entiendes? Este embrión enano que me crece esErnesto en esencia. Sé que crecerá en ese extraño espacio, seráel recuerdo eterno de este error.

Me encantaría que te encogiera ese pene enano del quepresumes. ¡Me espanta ese recuerdo!

Ernesto, ¡mequetrefe! Me embarazaste veloz, en segundos,ni me enteré. ¡Eyaculación precoz Ernesto! Tres segundos esprecoz. Deberías entenderlo. Te dejo veloz, precoz Ernesto.Eyaculo este eterno deseo de dejarteeeeeeeeeee.

I Mayúscula

Estaba en bañador, nervioso. Me examinaba para conseguir eltítulo de socorrista. La monitora llegó sonriente, nos explicóque sacaría una letra y comenzaría a examinar a partir de ahí.

– 79 –

Metió la mano en un saquito y enseñó sonriente una I mayús-cula. Quizá fue su sonrisa o la casualidad de esa I mayúsculapartiendo su escote, no sé… pero cuando dijo Ignacio Iniestano pude dar ni un paso.

Mi instrumento invertebrado invadió mi bañador.Irrumpió inexorable, inesperado, indómito, incisivo... Intentédisimular mi inflamación inquebrantable. Interpuse imáge-nes, ideas inofensivas. Inútil...

Irreductible, irrefrenable, ingrávido e inoportuno. Inclinado,indecente, inconmensurable. Mi irritación insistía inextinguible,infalible, incontrolable...

Imaginé iglesias, iguanas, infiernos... Inútil. Sin igual miinstrumento imperaba incauto, insurrecto, inmenso, impo-nente...

—¿Ignacio Iniesta? –insistió.—Sí –dije impotente...

o minúscula

Óscar me regaló un anillo sin envolver en el bar de su calle.Pidió dos cañas, se lo sacó del bolsillo y me lo dio. Era comouna o minúscula en mi mano.

Una o odiosa y ocurrente que me prometía orillas conlodo, orgías ordenadas, oleajes oprimidos, orgasmos oscuros,otoños con ojeras, ochocientos obstáculos, olvidar otros ojos,no otear océanos locos, todos los ocasos organizados, ocultaropiniones opuestas, oliendo ortigas no orquídeas. Ofrecíaobligaciones…

Yo cogí oxígeno, le devolví su anillo sin odio, sin amor.Miré la o en su mano y puse delante una N con tres palillos.

– 80 –

Salí a la calle, miré a la luna y grité:—No, coño, no.

Ultimátum

Umbral umbrío del universo,murmullo gutural de burbuja.Hurón subjuntivo y truculento, furúnculo lujurioso.Su dulzura pulula por el subsuelo.Usurero, puñetero, pústula urbanizable.

Huye, es humano huir.Hurga en tu ruptura y sutura.

Busca utopías urgentes.Ukeleles zulús ululando unánimes.Unicornios supurando humor, utilizando cucuruchos vudús,ungiendo untuosos ungüentos.Cúpulas con huellas de culturas.Turbulencias purpurinas.

Tu futuro.Huracán de murmullos para huir de tu runrún.

Las vocales

– 83 –

DÍAS DE CINEEsther Rodríguez

La vida en los valles se detiene como viento entretenido en losrincones. En este valle, la vida parecía detenerse ante los ojosde un muchacho, que trataba de espantarla a manotazos, sinpoder evitar golpearse en sus propias narices. Nilo creciómuy despacio, a la sombra de una familia curtida, como losbaúles de piel que duermen en los desvanes de los antiguoscaserones, repletos de secretos inconfesables y ocultos, bajocapas y capas de polvo de difuntos. Creció con noches amora-tadas bajo sus pequeños ojos. Creció engrasando la piel violá-cea de aquellos cuerpos inertes y destripados que su padredesollaba en el granero. A veces él mismo le ayudaba. Se fija-ba con atención en cómo su padre soplaba con delicadeza lapiel del animal para apartar el pelo, y después, en cómo hacíay con qué precisión, un corte en aquella pequeña isla de pieldesnuda, para después, tirar cada uno de un lado y arrancarla piel sin apenas dificultad. Luego, el animal, desnudito, seasaba a fuego lento durante horas, en esa caverna que palpi-taba al fondo de la posada. Nilo hacía bailar la brocha doradaen un sumiso oleaje, acariciando al animal asesinado, embal-samándolo con aquella delicia extraída de las olivas más

– 84 –

verdes, mientras a sus espaldas y en la más espeluznanteoscuridad, chisporroteaba el fuego del infierno. Su mirada seconcentraba en el vaivén resplandeciente como si fuera unimportante asunto, y tan sólo se permitía algún viaje imagi-nario hacia las piernas de la última mujer que hubiera entra-do por la puerta.

Ponía todo su empeño en hacer bien su trabajo, que habíapasado de generación en generación con enfermizo entusias-mo. Pues eso mismo que él hacía, lo había hecho su padre, suabuelo, su tatarabuelo, su tataratatarabuelo y así repetidamen-te; por ello, tenía plena conciencia de que ése sería el trabajode sus futuros hijos y de sus nietos, y de los hijos de susnietos, y de los hijos de los hijos de sus nietos. Porque éltendría hijos, de eso estaba tan seguro como de que el corde-ro que dormitaba entre cuajarones de sangre estaba muerto.Un día se abriría la puerta y entraría la mujer de su vida conpelo ondulado y pechos tiernos en donde perderse parasiempre, con olor a bosque entre las piernas y con grandescaderas.

Para saciar ese desconsuelo, Nilo acudía a la Merche, unamuchacha que cada mañana traía a la posada calabacines,tomates, lechugas, pimientos y cebollas en un cajón desvenci-jado y fregaba las cacerolas de la posada. Se arremangaba lablusa hasta los codos y frotaba los restos secos de la comidaque se quedaba adherida a los bordes del perol. Frotaba contal fruición que sus pechos bailaban trastornados bajo lablusa. Nilo miraba el baile de aquellos pechos y pensaba querozaba la belleza. Tenía caderas para acoger a todos los hijosdel pueblo, del vecino y de toda la comarca del valle, y unospechos que ahogarían a cualquiera que quisiera comerlos. Noera bonita, ni sabía hablar bien. Le faltaban dientes y de lanariz le salían pelos como alambres, y aunque su aliento apes-taba a cebolla, era tanta la carne que ostentaba, que Nilo no

– 85 –

podía evitar volverse loco entre heno, mugidos y piel, y latiraba entre los puercos y le subía la falda mientras su boca seperdía en ese inagotable escote con el que saciaba el hambrevoraz de la adolescencia. Nilo cerraba los ojos para no vercómo aquella boca mellada gemía mientras la embestía confuria. En ese instante, justo cuando el río se desbordaba pordentro, todo era dulce. Después de derramarse, volvía a suinmunda realidad. Se levantaba dando un pequeño salto y seataba el pantalón con prisa, para después dejarla sola, con lasbragas sucias, bajadas hasta los tobillos, la mirada perdida enel vacío y con alguna lágrima resbalando por la mejilla.Después Nilo volvía a aceitar corderos muertos y a fijar sumirada en aquella puerta que tanto tardaba en abrirse. Yaaliviado, retornaba a sus viajes imaginarios.

Cierta mañana llegó al valle un equipo de cineastas que sehabían establecido allí para grabar una película sobre laposguerra. En el pueblo se armó un gran revuelo porquebuscaban gente del valle, con una sola ceja, capaz de dar a lapelícula el tono; pues en el valle, el tiempo parecía habersedetenido en los años cuarenta. No es que Nilo pensara acudira la entrevista. Él sólo pensaba en las actrices. Seguro quehabía alguna gran actriz entre el reparto. Y seguro que come-ría en su posada. Tendría que estar preparado entonces. Asíque sus ojos, de vez en cuando, escapaban de la piel brillantea la madera seca. Esa misma mañana alguien encargó unamesa para cuatro personas. Nilo pensaba que una de ellasfuera el director, otra el realizador, el productor, el guionistay, poco a poco, comenzaba a desanimarse. Tal vez no apare-ciera ninguna mujer. Tendría paciencia y la esperaría. Amedia mañana, tuvo un pálpito y asegurándose de que no leobservaban, dejó de acariciar al último cordero degollado yfue al baño de señoras. Escondido en el portarrollos, abando-nó su teléfono móvil con la videocámara grabando y con un

– 86 –

extraño anhelo empequeñeciendo su estómago. Aquél minús-culo espacio de luz palpitante tenía ahora un pequeño cora-zón a la espera de un milagro. La mesa fue ocupada por treshombres y una mujer.

Pandora Quintás era la mujer más bella que jamás hubiesevisto Nilo. No tenía ondas en el cabello, ni unas grandes cade-ras, ni ese olor a musgo que tanto añoraba. Pidieron corderoasado con patatas y ajo, aderezado con miel y vinagre, y bienchurruscadito en el infierno, que Nilo sirvió luciendo astafirme entre las piernas. Pero algo sucedió en aquella mesa quehizo que Pandora se levantara y saliera en dirección al grane-ro. El vaivén de sus caderas hacía bailar su falda, mientrasclavaba los tacones en el suelo a golpe de tango. Llevaba unpequeño celular pegado a la oreja, y unas lágrimas negras leresbalaban por la cara. En el granero, Pandora Quintás iba yvenía nerviosa. Ya no hablaba por teléfono, simplementepaseaba perturbada. Se asustó cuando, en uno de sus girosvio a Nilo a sus espaldas. Y más aún cuando la arrojó al heno,entre puercos y vacas. El espanto se asomó a los ojos de laactriz impidiéndole articular palabra alguna, aunque sí queintentaba zafarse de aquel indeseable que le arrancaba lasbragas. Y Pandora Quintás le golpeaba en el pecho con lospuños cerrados; comenzó a gritar ridículamente, hasta que lamano de Nilo le tapó la boca. Pandora Quintás comenzó adesorbitar sus ojos, como queriendo decir, hasta que quedócomo un andrajo salpicado de semen y desamparado entremugidos y estiércol. Así, Nilo, no la quería. Cuando la Merchellegó al granero, alertada por esa agitación entre los animalesque ella bien conocía, no pudo más que ayudar a Nilo adesplazar el cuerpo hasta la parte trasera. No sin antes hacer-le prometer que la haría suya para siempre, pues de lo contra-rio, hablaría, y una vez hablara, no pararía jamás. Que sóloella tendría esos hijos que tanto él deseaba. Y allí, Nilo y la

– 87 –

Merche cavaron un hondo agujero, mano con mano, muyprofundo, donde depositaron a la muñeca rota y la cubrieroncon capas y capas de arena, estiércol y silencio; y allí mismoplantaron tomates, apio y acelgas.

Después hubo más revuelo en el valle. La policía pregun-taba y preguntaba, pero Nilo no dejaba de aceitar corderos, yla Merche, de fregar cacerolas. Registraron la posada de caboa rabo, y por fin, se marcharon. Se marcharon todos. Tambiénlos actores y el director y el productor y el guionista, y jamásgrabaron película alguna en aquel profundo y perdido valle.El país se volcó tras la búsqueda de Pandora Quintás, menosen aquella posada, que sólo parecía importarles no perder lahuerta con las lluvias de invierno. Y como las intervencionesdivinas no piensan en asuntos baladíes, como lo son los trase-ros de las señoras, por muy bellos y famosos que sean, Nilosólo pudo conseguir una hermosa defecación de la Merche,grabada en la videocámara de su móvil el día de autos, y unamujer estéril que jamás le daría hijo alguno que continuaracon tan bella empresa como es aceitar corderos degollados,pero que le tenía a sus pies, hincado de rodillas, como se tienea los pajarillos en vías de extinción.

– 89 –

EL SUEÑO DE WEANMichel Cedenilla

Ella no dice nada. Duerme. La vigilo. Me siento como un mirón espiando el sueño de una donce-

lla. De tanto en tanto, deja escapar un resoplido de dragón ohipa haciendo temblar su cuerpo de sirena.

Hace rato que Wean se ha abandonado a su sueño. Lacontemplo con envidia, alternando el juego de la vista entresu contorno gris y el azul ultramar del Atlántico. Por fin estoyante el océano después de tanto tiempo de añoranza. Amigoentrañable y, a la vez, traicionero. El mismo océano que devo-ra insaciable a los hambrientos del mundo, a los hambrientosde oportunidades. Es como su hermano, el Sáhara, puro en suinmensidad, afable en la belleza, acogedor en la calma; perohostil, atemorizador e impío cuando se enoja y suelta su furiasobre cuantos cobija.

He vuelto a sus playas vírgenes.

—Intentas alimentarme con promesas que no cumples,pero yo sigo pasando hambre, hambre de tener a alguienverdaderamente conmigo. Nunca estás cuando te necesito.

– 90 –

Hoy, tanto el mar como el desierto han puesto sus manosjuntas haciendo cuenca. Invitan a refugiarse en ellos, a disfrutaren soledad de su compañía.

Wean se rasca el costado con sus uñas largas, con unademán de coquetería, pero sin llegar a despertarse. Ruedamedio giro y continúa en la placidez de su sueño sobre ellecho cálido de arena.

—¿Por qué no haces el favor de dejarme en paz? Pareceque sólo vengo a casa para discutir contigo. Me exiges muchopara lo poco que me das. Yo también estoy hambriento decariño, pero en vez de entregarnos, siempre nos peleamos.

Decido bañarme en la inmediatez de la playa, ahora que lamarea baja deja un dédalo de canales y pozas en la platafor-ma que separa la arena de la rompiente de las olas.

¡Qué gozo de baño en silencio! Tan sólo escucho el rumordel oleaje. Me abandono al vaivén de la resaca, entre rocionesde espuma. El aire huele a yodo y mi nariz se dilata cuantopuede para inspirar todo su aroma. Olor a brisa marina, aasperjes de agua salada. Estoy desnudo, en un intento desentirme liberado, como esta costa prístina, ajeno a las impo-siciones humanas. Libre, liviano, natural, puro, sencillo. Sóloen la compañía de Wean y de un grupo de pagazas y gaviotasque observan mi desnudez tan blanca como sus plumajes; midébil piel de nieve que pronto se tornará rosada a medida queel sol la posea. Cernida en el aire, un águila pescadora meobserva, sigue mis torpes movimientos de pez extraño ygrande. Demasiado bocado para saciar su hambre, decidetirarse contra una presa que abarque con sus garras. El aguafría estimula mi cuerpo adormecido y fatigado. Soy unamedusa dejándome mecer por el mar. Relajado, floto sobre lasondulaciones que propicia el oleaje. Por un momento, heperdido el control.

– 91 –

Mi cerebro se ha sumado a la danza del cuerpo y se haolvidado de lo único que sabe hacer: pensar. ¡Qué alivio!Necesitaba tanto satisfacer esta hambre que vagaba a gritospor los pasillos de mi conciencia. Hambre de serenidad, deequilibrio, de paz; hambre de un tiempo lento, masticadominuto a minuto. De reencontrarme con el otro que tambiénsoy, mi mejor amigo, siempre abandonado y depuesto pornada realmente importante.

—¡Se acabó! Cuando vuelvas ya no estaré para recibirte. Wean duerme y yo la miro y me adormece tanta placidez;

y acompaño su sueño. Me convierto en una parte del mar ydel desierto. Virginal e inocente, desearía que salvaje. Ser a lavez mar, ola, planta, arena, viento, gaviota, pez o foca, y noser nada al mismo tiempo. No soy nada, y lo soy todo a la vez.Me regocijo en la grandiosidad de reconocer mi insignifican-cia. Y así, y ahí, me hago grande, me hincho de conciencia demí mismo. El sentido de la existencia se esclarece en un breveinstante como éste.

Y Wean sigue dormida.

El sueño de Wean

– 95 –

EL DÍA DE LA COMUNIÓNNieves Sánchez

La débil claridad del amanecer se filtró por la persiana entrea-bierta. Verónica suspiró con alivio. ‘’¡Por fin es de día!’’, sedijo.

Al lado, su marido roncaba ligeramente como lo habíaestado haciendo casi toda la noche mientras ella no podíaconciliar el sueño.

Vivían en el tercer piso de uno de los edificios de nueveplantas que formaban el conjunto. Un populoso barrio más delos que se habían construido en la periferia de Madrid. Enrealidad, era una ciudad dormitorio a veinte kilómetros de lacapital. Surgieron muchas en la década de los setenta. Enalgunas provincias, el pueblo llano empezó a estar hambrien-to de trabajo y también de comida. La agricultura y ganade-ría minifundista no proporcionaban alimento suficiente paralas familias numerosas y los más jóvenes se vieron obligadosa viajar hacia las zonas industriales de reciente creación.

Verónica y Damián se conocieron poco después de llegarde sus respectivos pueblos, cuando vivían en unas chabolasimprovisadas. Con el trabajo de ambos, consiguieron reunirlo suficiente para dar la entrada del piso donde ahora estaban

– 96 –

felices. Se casaron muy ilusionados y poco después nacióNuria. Era una niña sana, preciosa, muy tranquila. Más tarde,María, que fue como una muñequita a la que su hermana (quepara entonces ya contaba cuatro años) se empeñaba en cuidarcomo tal. Y tres veranos después, vino al mundo el niño quedeseaban y que sería el último; le llamaron Víctor. La causadel insomnio de Verónica era la excitación que sentía porqueese día que estaba amaneciendo sería especial. Su hija mayoriba a hacer la Primera Comunión. ¡Estaría tan bonita comouna novia! Esto le recordó que pronto sería su aniversario debodas; habían transcurrido once años y estaban tan enamora-dos como al principio.

En estos pensamientos estaba sumergida cuando decidiólevantarse.

Se fue a la cocina. Desde la ventana, contempló la salidadel sol de aquel precioso día de mayo. Los pájaros de la cerca-na alameda le regalaron un maravilloso concierto. Se sirviócafé con leche y, ¡qué demonios!, hoy se permitiría el lujo deacompañarlo con unas riquísimas magdalenas que su madrehabía hecho para la celebración.

Llevaban unas semanas muy atareadas con los preparati-vos de la Comunión: comprando el vestido de Nuria, lalimosnera, los guantes blancos, el misalito con cantos dora-dos, los recordatorios con la foto de la niña y la ropa paratodos. Por suerte, habían contado con la eficaz ayuda de suamiga Raquel que vivía con Marcos, su marido, en el pisocontiguo. Ella también la ayudó el día anterior a preparar lacomida y la mesa en el salón-comedor para la familia máscercana. Celebrarlo en un restaurante les hubiera resultadomuy caro y había que reservar dinero para la letra del piso.

Verónica terminó el desayuno y se sintió culpable, comosiempre que comía dulces. Cuando se casó estaba muy delga-dita pero con los embarazos había ido acumulando peso.

– 97 –

Sintió envidia de Raquel pero se consoló pensando que, cuan-do ella tuviera niños, perdería su esbelta cintura y no tendríatanto tiempo para cuidar su larga melena y su impecablemaquillaje.

Era hora de despertar a Damián.

—Cariño –le susurró al oído dándole un beso–. Recuerdaqué día es hoy.

—Sí, en un momento me ducho y estaré listo para desayu-nar –contestó él, incorporándose perezosamente.

—Nuria, hija. Despierta. Papá ya salió del baño, así es queahora te toca a ti y luego a los pequeños. Vas a estar preciosa–dijo animándola.

La mañana pasaba deprisa: arreglando la casa, a los niños,y –por último– poniendo a Nuria su bonito vestido.

Luego llegó su amiga, ya muy elegante, y la ayudó a dar losúltimos retoques al vestido y al peinado de la niña que estabaradiante y feliz. Ahora le tocaba a ella el turno de ponerseguapa. Se dirigió a su cuarto, se arregló y –de camino al salón–pensó entrar en la cocina a beber agua y comprobar que todoquedaba en orden. En unos momentos saldrían para ir a laiglesia. La puerta estaba entornada y lo que vio la dejó sinrespiración, pero se retiró en silencio dominando su impulso.

No supo cómo pero consiguió estar el resto del día aparen-temente tranquila. En un día tan bello para su hija, nada debíaempañar la alegría de la niña. Caminaron todos hasta eltemplo. Estaba en medio de la plaza, era sencillo pero lo habíanadornado para la ocasión y todos se sintieron emocionadosviendo a los chiquillos tan quietos, como transformados…

Toda la familia comulgó. Ese día era entrañable. Después,las felicitaciones, los regalos a la niña, unas fotos con ella y lacomida en el salón. La fiesta transcurrió animada hasta casientrada la noche y, al fin, las despedidas.

– 98 –

Acostaron a los niños que, rendidos como estaban detantas emociones, se durmieron enseguida. Verónica cambióel rostro de felicidad que casi siempre mostraba y que, duran-te ese día, se había esforzado en mantener por otro muydistinto: el de una mujer herida, profundamente herida.

Se puso frente a su marido.

—¿Desde cuándo sois amantes? –le soltó con rabia. Él fue a abrazarla y le dijo:

—Estás muy cansada cariño, has tenido mucho trabajoestos días.

—¡Déjame! No te atrevas a tocarme, eres un golfo –-dijo,soltándose furiosa.

—Estabais abrazados con tanta pasión que ni Raquel ni túos disteis cuenta cuando esta mañana me asomé a la cocina.

Al sentirse descubierto, Damián reaccionó bruscamente. —¡Estás loca! –gritó, fuera de sí–. No es lo que parece. —No quiero que me grites –ordenó ella. Abrió la puerta del piso y lo empujó hacia el rellano como

si sus fuerzas se hubiesen multiplicado. Él estaba desconcer-tado, aquella no era la mujer sumisa que conocía.

—¡Vete de esta casa, no quiero volver a verte nunca más! –¡Puta gorda! ¡Estás loca! –gritaba, intentando entrar de nuevo. Pero ella ya había cerrado la puerta con llave. Llevó los niños a su cama, estaban dormidos y ajenos a

todo lo ocurrido, pero -con ellos a su lado- se sentiría mássegura y los protegería mejor. Los acariciaba, una y otra vez,y se secaba las lágrimas con el dorso de la mano sin tenerconciencia del paso de las horas. ¡Qué distinto el insomnio deesta noche del de la anterior!

Al amanecer, creyó que acababa de despertar y que habíatenido un sueño. La hermana mayor de su madre, su tíaRosario, había venido de visita, y le había dicho:

– 99 –

—Niña, ten cuidado con tu marido y con tu vecina. Henotado algo en sus miradas…

—Pero, tía, mi marido me quiere. Tienes cosas de vieja. Note consiento que hables así de Damián.

De momento, se dio cuenta: no había sido un sueño. Susubconsciente lo había borrado pero esa conversación habíatenido lugar meses atrás. Por eso ya no hablaba con su tía. Eltemor a aquella verdad la había bloqueado, la había dejadociega. ¡Ciega por amor!

Sólo ahora, con el nuevo día, recordándolo, había recobra-do la vista. Abrió la ventana, y un rayo de sol la traspasócomo un cuchillo. El concierto de los pájaros de la alamedahirió sus oídos tanto que apretó sus manos sobre ellos y lloródesconsoladamente.

– 101 –

EL PAYASO Y SU SARCASMOAntonio Vega

Me llamo Jack Winter y estoy hambriento. Me encuentro en laGran Vía, vestido de payaso, mendingando. Escribo letrerospiadosos, mejor dicho, eso lo hacía antes; ahora soy sarcásti-co, y lo que anuncio en mis pancartas resulta ser de lo máshiriente para los transeúntes. Ellos saben que la gran mayoríade la gente que pide lo hace porque son drogodependientes;sólo hace falta mirarlos a la cara. Lo que está claro es que anadie le gusta mendigar ni prostituirse o robar.

Yo, en un principio, escribía cosas como: “Estoy enfermo,necesito comer y pagar el alquiler de una habitación en la queestar”.

Me tomaban a pitorreo, claro.Se me ocurrió lo siguiente: que la gente de a pie compara-

se a unos mendigos con otros, ya que aún estando enfermo,mi aspecto era saludable; ni fumaba ni bebía, y mi disfraz depayaso estaba bien limpio y bien planchado. Entonces mevino a la mente una idea y volví a escribir los carteles: “Estoyenfermo, hambriento; necesito pagar una habitación en la queestar, y también quiero dinero para cervezas y canutos”.

Fue entonces cuando empecé a recibir más limosnas.De ahí mi sarcasmo y mi sonrisa.

El payaso y su sarcasmo

– 105 –

HOMENAJENuria Lara

Abril. Diez de la mañana. Cielo raso, azul intenso. Genteamontonada. Llantos, saludos y tristeza. Un ataúd de brillan-te madera sale de la puerta principal. La viuda, Lucía, sollo-za. No hay consuelo para ella. Llora sin distinguir las caras delos que la besan y abrazan. Sube a un coche que sigue a otrorepleto de coronas de flores. Otros siguen el de ella. Llegan alcamposanto y proceden al entierro. Mientras, los pájaroscanturrean en los árboles y Lucía sigue llorando.

Leandro, su Leandro ha muerto. Había sido su marido durante treinta y cinco años. No es

que fuera un hombre aburrido pero su vida transcurrió deforma pausada, sin altibajos. Y eso a Lucía le había dadoseguridad.

Leandro se dedicaba a vender libros. Era bueno en sutrabajo y se conocía el callejero de la ciudad como la palma desu mano.

Sus compañeros de oficio le envidiaban por esa pasmosafacilidad con que endosaba libros a domicilio y el buenhumor que irradiaba, a pesar de andar de un lado a otrodurante toda la jornada.

– 106 –

Pero, a medida que pasaban los años, había empezado a ircuesta abajo. Llegaba a casa molido, se despanzurraba en elsofá con el mando a distancia en la mano, y con una buenacerveza encendía la televisión. Se le podían pasar las horasviendo todo lo que aquella caja tonta le ofrecía: programas dedebate, de viajes, de animación; magníficos documentalessobre las focas, los elefantes africanos; programasbasura...Todo.

De vez en cuando llamaba a su mujer con un grito...¡Lucíaaa!

—¿Qué pasa hombre? —Mira lo que dicen en la tele... Y ella aparecía –azorada– secándose las manos con el

paño de cocina, porque estaba enharinando los boquerones;escuchaba un momento y volvía a sus boquerones y a suscazuelas.

Él seguía en su sofá hasta la hora de acostarse. Pasaba eltiempo y el estado físico de Leandro iba degenerando. Lucía,preocupada, le incitaba a salir los domingos soleados alparque. A pasear. A dar de comer a los peces del estanque.Pero él negaba tales propuestas.

—Los domingos son para descansar. Para no hacer nada,decía.

Prefería el sofá frente a la televisión. Vaciaba su mente, sehinchaba su cuerpo. Prefería eso a todo lo demás, incluso avender libros.

Lucía, ante esta situación, convenció a Leandro paraacudir a un experto.

El médico le dijo a Lucía que la obesidad que padecíaLeandro era cada vez más preocupante. Que podía estar rela-cionada con algún desajuste mental como el estrés o la ansie-dad. Que era conveniente que siguiera una dieta estricta baja

– 107 –

en calorías y alta en vegetales. Que era imprescindible quehiciera ejercicio físico. Que si tenían algún problema.

Pasó varios meses con un régimen estricto, pero aquel díaLeandro, casi de un trago, acabó con la lata de cerveza. Habíallegado la primavera y el calor empezaba a sentirse.

Se dirigió a la cocina. Abrió la nevera, sacó otra lata y separó un instante a observar lo que contenía el frigorífico:pollo, sopa, algún embutido. No dudó. Estaba hambriento. Ahacer gárgaras la dieta, el colesterol y su puñetero médicovegetariano de mierda. Se iba a dar un homenaje. Se lo mere-cía. Había estado todo el día pateándose las calles para novender ni una enciclopedia. Iban a caer el pollo, la sopa y todolo que se le antojara. Y punto.

– 109 –

PRÓLOGO ...................................................................................................................................................... 7

HAMBRE. P@labra .................................................................................................................................. 11LA PLANTA DE MI PIE. Lourdes García ........................................................................... 17EL TRAPECISTA. Adolfo Gilaberte ........................................................................................... 21LA VIUDA. Carlos Ollero .................................................................................................................. 29REGRESO A LOS PRAZERES. Carmen Guzmán ........................................................ 33DESCENSO. Marta del Río ............................................................................................................... 39UNA PIEDRA Y LA PUNTA DE UN ZAPATO. Ana Cubas ........................... 41HAMBRE DE PERROS. Adolfo Sastre ................................................................................... 47HAMBURGUESA DOBLE. Andrés Portillo ..................................................................... 51Y TÚ ESTABAS ALLÍ. Oscar Muñoz ...................................................................................... 55LOS MUERTOS HAMBRIENTOS. Luis Serna ............................................................. 59LO VIO VENIR. Tomás Alegre ...................................................................................................... 63EL PASEO DE LOS GRANADOS. Miguel Ángel Martín ................................... 69COUSCOUS. Soledad Davia ............................................................................................................ 73LAS VOCALES. Susana Obrero ................................................................................................... 77DÍAS DE CINE. Esther Rodríguez ............................................................................................. 83EL SUEÑO DE WEAN. Michel Cedenilla ........................................................................... 89EL DÍA DE LA COMUNIÓN. Nieves Sánchez .............................................................. 95EL PAYASO Y SU SARCASMO. Antonio Vega ............................................................. 101HOMENAJE. Nuria Lara ................................................................................................................... 105

Í N D I C E

Pág.