Cuetnos mágicos

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1 escritura mágica Cuentos Agnes Balmaceda Monique Giustiniani Roxana Pacheco A. un compendio de Aurelia Valentina Dobles Fotografía, Ariane Garnier

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En este libro se puede disfrutar de varios cuentos.

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Cuentos Agnes Balmaceda • Monique Giustiniani • Roxana Pacheco A. un compendio de Aurelia Valentina Dobles

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Cuentos Agnes Balmaceda • Monique Giustiniani • Roxana Pacheco A. un compendio de Aurelia Valentina Dobles Fotografías de Ariane Garnier Ilustraciones de Marcela Valdeavellano sobre fotografías de Ariane Garnier

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Contenido

Introducción, Ariane Garnier y Marcela Valdeavellano…………………………4 Nuestros primeros peces, Aurelia Valentina Dobles………………………………………………5 Los jardines……………………………………………………………….8 Mi jardín, Monique Giustiniani……………………………………………………..9 Las hortensias,

Roxana Pacheco A………………………………………………………12 La libertad………………………………………………………………..14 El viaje, Agnes Balmaceda………………………………………………………..15 La correcta, Monique Giustiniani…………………………………………………….16 La infancia………………………………………………………………..19 Dolor de frijol, Monique Giustiniani…………………………………………………….20

Toño, Roxana Pachco A………………………………………………………...23 Cocoroco, Roxana Pacheco A……………………………………………………25

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Introducción La Zona de entrenarte es un espacio polivalente y plural abierto a la búsqueda, a la investigación y al encuentro de cada persona con su voz, esa voz que puede traducirse a múltiples lenguajes y signos y que escritoras como Aurelia Valentina Dobles hace posible a través de su curso/taller “Escritura Mágica”, en el que tres mujeres descubren la propia, su tono, su manera de decirse y decir: Agnes Balmaceda, Monique Giustiniani y Roxana Pacheco A., son las nóveles escritoras que presentamos por este medio, en nuestras colecciones virtuales de La Zona. Aurelia Valentina Dobles es periodista, escritora, produc-tora, guionista, en fin, su currículo puede ser interminable, pero ante todo, es una poderosa taumaturga, capaz de potenciar las visiones personales de cada participante en sus talleres, hasta la eclosión de un lenguaje que va arti-culándose con el cotidiano de cada quien, ese día a día que las tres cuentistas nos comparten ahora, mediante su propia escritura mágica. Ariane Garnier Marcela Valdeavellano La Zona de entrenarte

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Nuestros primeros peces ¿Cómo introducir un taller que está en proceso? Pues así, con esa verdad: es un proceso en marcha, en curva ascen-dente. Les presento el Taller de Escritura Mágica que dirijo en la Zona de Entrenarte, a punto de entrar en su tercer mes, con el entusiasmo de la guía que propicia, revela, facilita, canaliza y se asombra con los autodescubrimientos de ca-da miembro del taller, en un juego de espejos, de estímu-los, como lo es la vida creativa de la escritura: inmersión en un océano infinito donde tu caballito de mar inspira a mi medusa, el caracol de aquel sale desde la panza de la ballena de esa, y las algas de este otro alimentan el delfín de aquella mientras las olas de este de más acá brillan con la luz de las aletas de la de más allá… El Taller de Escritura Mágica es un proceso ascendente que se va configurando según las características y las ne-cesidades de cada grupo. Coincide con los lineamientos innovadores de la Zona, crear mirando hacia adentro pa-ra ser auténticos. ¿Ascender desde dónde? Desde el punto álgido donde dejamos perdida la confianza en nuestra capacidad litera-ria, rastro que se halla desde luego en la misma infancia. Allí ese creador interior nato que todos guardamos colgó las tenis, depuso las armas, enterró al Sumo Jugador. En nuestro taller desembrujamos al creador interior, preso de falsas creencias. En esta primera etapa liberadora, pro-picia en los participantes experiencias para dejar libre a

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ese jugador, que es un niño, una niña que había quedado sofocándose bajo capas y capas de falsas creencias, desa-tinos, opiniones descalificadoras o desalentadoras. Facilitamos autodescubrimientos y retomamos el hilo per-dido: la imaginación, el placer del juego, la libertad total de juicios y expectativas, la observación minuciosa del mo-mento presente como fuente inagotable, la atención sen-sible para ir encontrando, más bien reencontrando, la ex-presión propia, única, cargada de emociones verdaderas. De este proceso solo puede resultar la originalidad, y les aseguro que las primeras muestras que aquí adjuntamos dan indicios de ello. En este primer taller curiosamente las integrantes han si-do todas mujeres, lo cual nos ha motivado aún más a romper las falsas creencias, los paradigmas y limitaciones impuestos (y por ende auto-impuestos), incluidos los de tener que calzar la escritura en un género en particular. Inspirada en Bárbara Jacobs, la escritora mexicana com-pañera sentimental de Augusto Monterroso, suscribo con ella que si los géneros fueron inventados por una tradi-ción literaria masculina, nosotros podemos crear despre-ocupadísimos de calzar en alguno, nadando en la libertad total. Qué alivio, qué delicia… Y es algo que les podemos mostrar como camino también a los hombres… Ah sí… El taller parte de la premisa de que si estás ahí, tenés mu-cho que escribir, mucho que expresar, lo cual se develará poco a poco con asombro creciente y con sello propio. Suavemente, ciertos ejercicios van revelando la capacidad creadora de cada quien. No hay nada que no puedan de-cir, nada que no puedan sentir, nada que no puedan exorcizar, nada que no puedan experimentar. Allí desen-mascaramos las falsas creencias y la desconfianza en sí

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mismo para tomar de la mano al artista interior y sacarlo a la superficie sin miedo, con gozo y con autenticidad. Durante las primeras semanas tocamos la raíz auténtica, el origen de la intuición, limpiamos las malezas y empeza-mos a descubrir la fuente de la verdadera literatura: las propias vivencias, las emociones, los sentimientos propios, la observación de los otros, la fascinación por la condición humana y su larga aventura. Despertamos otras vías hacia la intuición: la observación por otros sentidos, la experien-cia de mirar más allá en cada momento. Es un proceso delicado, paulatino, y estamos en el co-mienzo. Los textos que adjuntamos prefiguran el proceso: acerca-mientos que conectan con la niñez, con las más auténti-cas emociones, libres de juicios y de valoraciones, y las pri-meras incursiones en personajes creados, para conectar con la corriente eléctrica de la creación pura. Lo que en esta etapa vamos a mostrar de las alumnas son

los textos primerizos surgidos a lo largo de los dos meses

iniciales de taller. Y coincidirán conmigo en que ya reve-

lan su respectivo talento liberado y lo que podemos vis-

lumbrar en el futuro de cada una de ellas.

Aurelia Valentina Dobles

La Zona de entrenarte,

Lindora

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Mi jardín Monique Giustiniani

¡Oh deprimente jardín, qué abandonado te tengo! Ya la empleada doméstica (que se cree mi mamá) me ordenó que le dijera al “dizquejardinero”, que viene tan solo una vez al mes, que te ponga abono, fertilizante, que te fumi-gue… De verdad que te ves horrible y por ende, no olés a nada para hacer mi tarea. ¿Qué va a oler aquí? En una esquinilla hay unos ochos chuncos de lo que eran antes unas hortensias, una palme-rita que no ha crecido un centímetro desde que la sem-bramos hace tres años y una mata con una flor despeina-da y fucsia que trajimos de un viaje a Montezuma. Huele a soledad, a completa dejazón, a abandono, como a lo que expide una gaveta que no se había abierto en un par de décadas y de un momento a otro se abre y se encuentra un objeto perdido que llevábamos años de buscar y ya habíamos dado por robado. La hiedra abraza todas las paredes del muro de este peda-cito verde de mi casa. Posee un bálsamo a poder, a orgu-llo, a hombría sin humildad, a manos recién lavadas con terminación en sábila y un toque de vitamina E. Hay unas grises baldosas de piedra antigua que ocupan la mitad del espacio del patio. Las importé del jardín de la casa de mis papás cuando la vendieron, y antes estuvie-ron en los patios de café de la familia de mi padre. Su vaho es a francés joco, un toque más añejón de la cuenta, como a perfume encima de perfume encima de perfume encima de perfume de ocho días de no bañarse. Las marrones piedras volcánicas que adornan la orilla de

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la terraza liberan un aroma a azufre y para mí, casi a boñi-ga de vaca. ¡Me encanta ese olor! Me acuerda cuando mi papá venía de la finca de Poás todas las noches, y las her-manas nos peleábamos por quitarle las botas, ya que él no podía solo. Las manos siempre nos quedaban impreg-nadas con un indicio entre azufre y boñiga, ¡qué delicioso olía mi papito! El zacate y todos los costados del jardín están invadidos

por malas hierbas y tréboles. Huelen a los orines del perro de la vecina, que siempre se escapa y viene a deco-rar mi ya decadente pa-tio con sus gracias y sus desgracias, y ni las gra-cias da. Una avispa me tiene azurumbada mientras succiona la miel de las únicas florecillas amari-

llas que dan color a mi desierto… eh, mi patio. “Purunpi-purunpi-purunpi…” y en el “pi” se detiene y succiona abis-malmente rápido un poco de miel. No se queda quieta la bendita avispa, pero por lo menos avispa mi sentido del olfato y me llega una esencia a miel, a dulzura. Me recuer-da a mi hija de dos años, con su fondillito grande por el pañal mojado, moviéndose de un lado al otro por las in-mediaciones de la casa, embarrando miel por doquier y compartiendo su característica fragancia a felicidad, a es-peranza.

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Unos bonsáis, también huérfanos de padre y madre, ador-nan las baldosas y el zacate. Sus raíces enmarañadas de-jan ver unas tres bolitas azules del fertilizante que mi papá les puso. Ostentan un hedor fuerte, como a vinagre, casi enchilan los ojos. Las hojas secas que les cuelgan me tra-en a la memoria el olor de pelo recién cortado, a cartón viejo, a periódico con noticias del día anterior. Las hojitas verde tierno, en cambio, son como exhalar las gotitas de agua fresca que caen debajo del chorro en la lechuga del almuerzo.

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Las hortensias Roxana Pacheco A.

Caminando entre mi jardín, el perfume de las hortensias me ha transportado a un maravilloso día de hace muchos años, cuando para hacer los centros de mesa de mi fiesta de graduación de sexto grado, fui con mi papá y la niña Isabel a una preciosa finca en Coronado. Recuerdo que había muchas hortensias blancas y azules en un inmenso jardín y, junto con un chiquillo de patita pelada, fuimos cortando las que más nos gustaron y poniéndolas cuida-dosamente en unas cajas blancas que la niña Isabel había llevado.

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Cuando ya teníamos la microbús de mi papá llena de ca-jas blancas con esas maravillosas bolas de flores, mi papá nos llevó más arriba a otra finca a la que a veces íbamos los domingos con toda la familia a comprar unos exquisi-tos duraznos que aparentemente solo en esa zona se dan. El carro se perfumó totalmente con ese agradable olor de las flores y los duraznos y yo recuerdo la emoción en la que yo venía con mi padre, que fue mí alma gemela, mi mejor amigo, y con la maestra de seis años de primaria a quien hasta la fecha obedezco, dos personas muy impor-tantes en mi vida, paseando por esas fincas verdes y flori-das, por aquellas callecitas que ya no están, viendo a las mujeres y niños de piel muy blanca pero con las mejillas coloradas y a los hombres de grandes sombreros arrean-do el ganado, y nosotros tres oliendo el suave y delicioso aroma de mis hortensias, las que me hicieron sentirme muy especial el día de la fiesta porque mi papá las fue a buscar.

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La libertad

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El viaje Agnes Balmaceda

Nos subimos con demasiadas miradas encima al tren que salía del Pacífico. Las curiosas miradas no nos impidieron escoger a nuestras anchas los asientos que preferíamos. La expectativa del viaje y los preparativos del día anterior nos llenaban el alma y el cuerpo de una energía que con-tagiaba hasta las piedras. Estábamos felices, felices de poder ser quienes éramos, de poder mostrarnos… Por mucho tiempo habíamos estado escondidas de todos y de nosotras mismas. Habíamos es-tado escuchando las voces de afuera e intentando desoír las voces internas que gritaban por ser escuchadas. La campana del tren anunció su salida y a medida que avanzaba, el viento empezó a colarse por las ventanas y a enredarse en nuestras alegres melenas, rosa, naranja y amarillo. La tibia brisa nos despeinó al unísono y nuestros pelos flo-

reados impregnaron con su aroma todo el camino de ida

y vuelta.

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La Correcta Monique Giustiniani

Anastasia está tan nerviosa que se le resbala la máscara de sus largos dedos. Los tiene empapados en sudor. Pare-ce que viniese saliendo de lavarse las manos, pero con Parkinson, porque no los puede parar de mover. Hoy es el primer día que la dejan hacer un skit en Saturday Night Li-ve. Y si no lo hace bien, podría ser el último. Rejunta la máscara de Señora de Sociedad del piso y al verla se da cuenta que esa no es la que quería. No es la correcta. Si usa ésta, no la vuelven a llamar a ninguna de las tres líneas telefónicas que tiene conectadas, en caso de que le marquen y ella no oiga el ring ring. Mejor busca otra, la que sí sirve. La correcta. Va corriendo con sus callosos pies descalzos hasta su ma-leta, que parece un gordo mal embutido en un par de je-ans tres tallas más pequeñas, y la abre una vez más para verla estallar a estruendos enfrente de su pálida cara lava-da. El mini-camerino, que ella cree que es más bien un walking closet habilitado, queda inundado a borbollones como cuando llueve mucho en octubre en su país. Desde la maleta vuelan como pajarracos desesperados es-capando de su jaula, sonrisas falsas y sinceras, frondosas cejas pelirrojas-de serio, orejas de burro- para los que les cuesta, narices p’arriba- bien polvoreadas eso sí, boquitas apretaditas y arrugadas- para el enjache, piezas dentales adicionales y huecos negros- para simular dientes que fal-tan, una peluca de rasta que le recuerda la melena de su hija, las botas de vaquero que le heredó su hermano por-que le hacían ampollas (y a ella también), narices grandes

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y pequeñas- para los que no saben olfatear más allá, arru-gas para el ceño, lunares bicolores con y sin pelos, mez-quinos de todos los tamaños… y hasta piojos con persona-lidad propia. Hace un puño con todo su contenido en el piso y se sien-ta con sus piernas flacas dobladas como un indio, de las posiciones más cómodas que hay para ella. Intenta volver a armar otra máscara con más diligencia, pensándolo me-jor, concentrándose más. “La correcta… La correcta…”, si-gue repitiendo en su mente. “¿Y si pongo esta nariz con estos ojos y estas arrugas? Ah no, ya sé, voy a poner este bigote con estas pestañas pos-tizas y las orejas para acá. Qué bueno, les va a encantar esta boca con los ojos bizcos… No, ¡esa no es la correcta!”, se reprocha decepcionada de sí misma. Histérica y ansiosa son las palabras que mejor la descri-ben. Suspirando se acuesta en el piso como en posición de rogarle a Dios, y luego extiende todo su largo cuerpo por el piso. El concreto lavado está tan frío que el color moreno de su cuerpo se torna más oscuro de lo que de-bería, casi morado. Se le llenan las manos y las piernas de parchones colorados y empieza a temblar como cuando a un niño le entra la fiebre. “Diosito, decime qué hacer… ¿Cuál es la correcta?”, ruega con su voz quebrada. De repente siente que alguien le toca el hombro, como que le dan un taponcito llamándola. ¿Será que ya le toca su skit? Pero si faltaban cuatro horas todavía. Vuelve a ver para atrás y no hay nadie. Nada más su refle-jo en el espejito que guindó en la manija del closet para verse y corregirse. Ya entiende.

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Ve una muchacha delgada, hasta atractiva podría decirse, con unos rizos negros y mal amansados que cuelgan por su espalda. Una cara muy seria, que esconde una sonrisa y un buen sentido del humor, le suplica con sus oscuros ojos. Cada una de sus líneas de expresión cuenta una his-toria diferente. El día que la aceptaron en la universidad. El momento en que le dijeron que su papá estaba enfer-mo del corazón. El sí que le regaló a su esposo el día que se unieron ante Dios. Sus tres hijas, cada una con su lugar definitivo y auténtico, en su cara, en su corazón, en su al-ma. La ilusión de hacer algo bien. La desilusión de no sa-ber reconocerlo… Se levanta del piso, vuelve a empujar al gordo dentro de la maleta, pero esta vez no deja ni uno de sus props afue-ra. Lo único que necesita es su humilde bolsita de maqui-llaje y su cara como lienzo para enseñarle al mundo que ella sí es la correcta.

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Dolor de frijol Monique Giustiniani

Ya le dije a mami que no diga que tenía dolor de oído, que era dolor de frijol. ¡Obvio! Vengo llegando del doctor de las orejas y me sacó con un aparato largo, frío y metáli-co, como el que usa mi tía la dentista, un frijol seco, arru-gado y que olía un poquito feo, de la oreja derecha. Vie-ras la cara de mis papás cuando lo vieron. ¡No lo podían creer! Preguntaban, ¿pero qué es eso? Como si no tuvie-ran ojos. Si hasta yo sabía lo que era. Se notaba que era un frijol. ¡Oh, mami! ¡Qué loquilla! Lo raro es que desde que me sacaron el frijol como que oigo todo diferente. Cuando el doctor abrió la puerta pa-ra despedirse de nosotros en su oficina, sonó un crujido durísimo. Cuando mi papá le dio la mano para agradecer-le, yo creí que le había dado una nalgada de lo fuerte que sonó. Parecía que había un aguacero fuertísimo -como de piedras-, cuando mi mamá metió la mano en la billetera y buscó entre las monedas y los billetes para pagarle a la se-ñora que siempre está maquillada en frente de la compu-tadora. El elevador sonaba como cuando despega un avión, había tanta bulla que no oía a mis papás hablar por celular con mis abuelos, para decirles que no era nada lo mío. Escuché cada uno de los pasos de las personas que caminaban abajo en el hospital. Y cuando digo cada uno, es CADA UNO de los pasos de esos elefantes (tienen que dejar de comer un poco). Las camillas se arrastraban durí-simo por el piso, como un cienpiés perezoso y panzón, y lloraban pidiendo auxilio. Una viejita perseguía su anda-dera (como la de mi bisabuela Naná), pero se me pararon

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los pelos cuando la escuché, era igualito a cuando mi compañera Nela pasa las uñas por la pizarra para que todos gritemos en cla-se. Una señora más nalgona de la cuenta y con la cara jalada y sonrisa congelada, picaba hielo con los taconzotes de sus zapatos, no entendía que eso era el piso, ¡la vieja esa! Tuve que taparme las orejas… era demasiado el bullón. Y eso que a mí me gusta oír tele con el volumen alto. Siem-pre me regañan o me apagan la tele si está así. Yo me hago la que no escucho a mi mamá. Es más fácil que hacer caso. En el carro, camino a mi casa, fue otra vez el peor día de todos mis 6 años de vida. Mis papás comenzaron a gritar, en lugar de hablar. Lo raro es que se gritaban con cariño, se daban la mano y se reían felices, como si se gustaran. Luego rompieron las reglas de la casa y pusieron el volu-men de la música altísimo. Creo que no se dieron cuenta que se iban a reventar los parlantes, como hizo una vez mi papá en una fiesta con sus amigos muy tarde en la no-che. A todos los carros les cambiaron los pitos, sonaban como los pitos de esos camiones super gigantes, creo que se llaman furgón. Hasta las motos y las bicis tenían esos sonidos. Escuché todas las malas palabras que se pueden imaginar: “movete cara de picha”, “estúpido”, “¡tenía que ser vieja!”, “compre anteojos malparido”… Hay palabras que no sabía que existían ni sé qué significan. Cómo se tratan de feo las personas que manejan, peor que mi her-mana mayor y yo. Lo raro es que mis papás ni se dieron cuenta lo que se decían en los otros carros…

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Cuando llegué a mi casa, mis hermanas y la muchacha sa-lieron corriendo a saludarme, felices porque mi dolor de oído no era nada malo. Y ahí ya sí casi casi me vuelvo lo-ca. Me gritaron “te queremos muuuuuuchopichoooooou-cha”, “te aaaaamo y te adoro con tooooodo mi co-razóóóóóón amén,” “qué querés que te hagaaaaaaamos de comeeeer?”… pero sonaban como cuando alguien ca-mina muy despacio en las películas y es un sonido muy fuerte y que da miedo. Como hablan los monstruos llenos de pelos, con ojos rojos y mal aliento. Yo me sentía ente-rrada en un montón de sonidos, como cobijada y enreda-da y muerta del calor en las orejas. Sentía que me iba a es-tallar por dentro. Me quería esconder. No sabía qué hacer. Dije que tenía que ir al baño. Hice ninis como dos veces y me lavé los dientes con los cepillos de mis dos hermanas como cuatro. Cuando escuché con mis super oídos bióni-cos que no había nadie afuera, abrí la puerta del baño bien suavecito, aunque no sonó suavecito, saqué mi colo-chera por el pasillo y al ver que no había moros en la cos-ta, salí corriendo a la cocina, y esta vez sí cogí dos frijoles. Uno para cada oreja. Cuando se me vuelvan a pudrir en un mes, le digo a mami que fue el hada de los frijoles la que me los metió. Por di-cha yo todavía creo en las hadas.

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Toño

Roxana Pacheco A.

Ya no sabía qué más hacer para desaparecer a ese horro-roso muñeco, lo escondía debajo de la cama y el niño ga-teando lo encontraba, lo subía a lo más alto del armario y en un temblor se caía, lo guardaba en una gaveta olvida-da y la señora decidía hacer orden en la casa. Finalmente un día decidí tirarlo en el ático; la niña lloraba todos los días por su mugriento muñeco con los dedos mordidos y los ojos sin pestañas, pero yo me las arreglaba poniéndola a jugar con sus otras muñecas, con unas bebés más nue-vas, más graciosas y menos pesadas que Toño a quien yo tenía que cargar de regreso del parque porque la niña ni se lo aguantaba.

Siempre tuve la curiosidad de saber por qué se les había ocurrido regalarle un muñeco tan grande a una niña de apenas dos años, probablemente en ese momento era lin-do el condenado muñeco, pero cuando yo empecé a tra-bajar en esa casa, ya se le notaban los años y el cuidado que una niña tan pequeña podía darle. Por suerte que desde siempre no tuvo pelo, era un pelo pintado en la ca-beza de hule que ya se estaba borrando.

En el ático estuvo como dos meses, esa chiquita no lo ol-vidó, lo lloró todos los días como quien pierde a un hijo. Los señores de la casa lo buscaban por todo lado, llama-ban a las casas de las abuelas para que volvieran a revisar por si lo habían dejado olvidado algún domingo cuando iban de visita, los hermanos que nunca habían hecho na-da así por otro juguete, ayudaban a buscar al famoso To-ño, consolaban a su hermanita y le prestaban sus muñe-cos, pero nada era suficiente para esa niñita.

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Hasta yo empecé a tener compasión de ella, pero siempre pensé que lo superaría. Tarde o temprano se olvidaría de Toño.

Un día para sorpresa de todos, un hombre que venía es-porádicamente a hacer oficios pesados como limpiar vi-drios y subir al ático a poner veneno para los gatos que parían en él, encontró a Toño tirado arriba, sin vestir, y con una de sus gruesas piernas de hule parcialmente am-putada por una lata de zinc.

Entre la emoción de la familia por haber encontrado se-mejante tesoro, y el dolor de la niña por la pierna de su amado muñeco de hule, maloliente, despintado y sucio, se armó un alboroto.

Después de llevar al muñeco a la Clínica de Muñecos, allá por Plaza Víquez, para ver si podían pegarle la pierna, los padres regresaron a la casa y no tuvieron que investigar demasiado, era obvio, la única que subía al ático, además de Eusebio, era yo, que en las noches iba a sentarme ahí para ver la luna por una pequeña ventana y fumarme un cigarrillo.

Jamás me imaginé que por culpa de Toño yo perdería mi trabajo, pero años después comprendí que Toño era co-mo un hijo para esa pequeña niña de largas trenzas ne-gras, que por cierto yo le daba de jalonazos cuando nadie me veía para que obedeciera. Insisto, el muñeco era horroroso, pero para ella no era feo, ni olía mal, ni pesa-ba mucho, para ella era como es mi hijo pa-ra mí, un tesoro que gracias a ese viejo en-trometido de Eusebio pudo recuperar.

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Cocoroco

Roxana Pacheco A.

Aquel niño a quien alguien muy especial apodó Cocoro-co, tenía una de las virtudes más importantes de un ser humano completo, sabía escuchar.

Cocoroco sabía escuchar el grillar de un grillo y sabía que éste buscaba a su pareja, a un león rugiendo cuando veía a su presa, el aullar de un lobo por la noche y a la gallina cacareando por la mañana.

Sentado frente al mar, lo escuchaba bramar y a las olas re-ventar, con el silbido del viento sabía que se acercaba el estallido de una tormenta que haría al pescador levantar y sacudir sus redes para dejar a la mar descansar.

Reconocía el amanecer por el cantar del gallo, el trinar del ruiseñor y el pipiar de los pichones y en el calor de sus sábanas de seda crujiendo, cerraba sus ojitos de nuevo para escuchar a la paloma zurear, a los pájaros trinar y al perico gritando.

Salía de su habitación al escuchar el chispear del fuego que anunciaba el delicioso café que crujía al sopear su pan y lejos muy lejos, podía escuchar la locomotora silbar.

Todo lo que escuchaba tenía un significado para Cocoroco, todo era vida, era naturaleza, podía comprender el relinchar de un caballo al oír chas-quear un látigo, a la oveja balando cuando sabía que le quitarían su lana, y la vaca mugiendo cuando estaba siendo ordeñada.

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Cocoroco tenía una peculiar comunicación con la natura-leza porque la podía entender, podía interpretar todos sus sonidos y así como se alegraba con el piar de un pollito si-guiendo a su madre la gallina, sufría por un el gruñir de un chancho que sería cena por la noche.

Cocoroco sentía a través de su oído porque tenía la virtud de saber escuchar, escuchar el llanto de un niño en la cu-na al despertar y el largo bostezo de un anciano esperan-do la hora del café.

Tenía un sentido muy especial, único, que lo hacía ser un niño muy especial porque Cocoroco sabía escuchar y por sobre todo lo que podía escuchar con sus oídos, estaba lo más importante, lo que escuchaba con su corazón.

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Diseño: Marcela Valdeavellano

Esta es una publicación virtual de La Zona de entrenarte©

22 de abril de 2011

Centro Comercial Vía Lindora, 100 metros norte de Mac Donald’s,

Radial de Santa Ana, San José, Costa Rica.,

Centroamérica. Tel. +506 22054320

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“Escritura Mágica” es un taller que Aurelia Valentina Dobles Imparte exclusivamente en La Zona de entrenarte y forma parte del ciclo de cursos y talleres de especialización que se ofrecen para potenciar el talento inédito de todas las perso-nas, sin importar edad ni nivel educativo, porque en La Zo-na afirmamos que todos, somos artistas.

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