Culturas indígenas y culturas urbanas en El Salvador actual

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Culturas indígenas y culturas urbanas en El Salvador actual Ramón Rivas Tres son los pueblos indígenas que hoy en día habitan la geografía salvadoreña: Los nahua-pipiles 1 en los departamentos de Ahuachapán, Santa Ana, Sonsonate, La Libertad, San Salvador, La Paz y Chalate- nango, los lencas de la rama potón, en los departamentos de Usulután, San Miguel, Morazán y La Unión y los cacaopera 2 en el departamento de Morazán. Estas agrupaciones se encuentran localizadas en determi- nados espacios geográficos. Se trata de «campesinos con tradición indígena» 3 . Hay también una población ubicada en los lugares conoci- dos como nonualcos y tepezontes de ascendencia nahua-pipil. En El Salvador no se puede especificar un número concreto de esta población pues no hay un censo que lo confirme. Esta población ubicada en dife- rentes partes del territorio nacional es definida en términos generales como poblaciones o agrupaciones mayoritariamente rurales con fuerte ascendencia indígena y autodefinidos como indígenas. No obstante, para definir al indígena hemos partido de los siguientes características: lo religioso (creencias, ritos y mundo sobrenatural), organización social (unidad local), trabajo y producción (división de las activida- des), vivienda y enseres domésticos, indumentaria, enfermedades y ; La terminología «pipil» viene del nahua pipiltín: «hijos o nobles»; Véase al respecto Fowler, The Pipil-Nicarao of Central América, Pág. 3, En El Salvador, el nahua se llama nahuat. Por el carácter de esta presentación no profundizaremos en la historia cultural de cada uno de estos pueblos, si lo dejamos abierto para futuros estudios histórico antropológi- cos. En lo que respecta a los cacaopera (kakawira) creemos que es un pueblo indígena resul- tado del mestizaje de lencas, sumos, ramas, tawajkas, matagalpas y miskitos, pueblos que en su mayoría hoy en día habitan territorio de Honduras, que se establecieron en la región alre- dedor del siglo VI. También tienen influencia chibcha, un poderoso imperio precolombino, hoy extinto, que existió entre Panamá y Colombia, y están vinculados también a los mayas chon- tales. Los cacaoperas tuvieron su apogeo entre 1400 y 1500. Dejaron piedras labradas y pin- turas rupestres. La región de cacaopera significa «cultura del cacao». 2 Con base en estudios lingüísticos, podemos afirmar que se trata de un pueblo que per- tenece al tronco lingüístico ulúa. 3 La terminología la retomamos de la antropóloga francesa Anne Chapman, que así se refirió a los lencas de Honduras.

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Culturas indígenas y culturas urbanas en El Salvador actual

Ramón Rivas

Tres son los pueblos indígenas que hoy en día habitan la geografía salvadoreña: Los nahua-pipiles1 en los departamentos de Ahuachapán, Santa Ana, Sonsonate, La Libertad, San Salvador, La Paz y Chalate-nango, los lencas de la rama potón, en los departamentos de Usulután, San Miguel, Morazán y La Unión y los cacaopera2 en el departamento de Morazán. Estas agrupaciones se encuentran localizadas en determi­nados espacios geográficos. Se trata de «campesinos con tradición indígena»3. Hay también una población ubicada en los lugares conoci­dos como nonualcos y tepezontes de ascendencia nahua-pipil. En El Salvador no se puede especificar un número concreto de esta población pues no hay un censo que lo confirme. Esta población ubicada en dife­rentes partes del territorio nacional es definida en términos generales como poblaciones o agrupaciones mayoritariamente rurales con fuerte ascendencia indígena y autodefinidos como indígenas. No obstante, para definir al indígena hemos partido de los siguientes características: lo religioso (creencias, ritos y mundo sobrenatural), organización social (unidad local), trabajo y producción (división de las activida­des), vivienda y enseres domésticos, indumentaria, enfermedades y

; La terminología «pipil» viene del nahua pipiltín: «hijos o nobles»; Véase al respecto Fowler, The Pipil-Nicarao of Central América, Pág. 3, En El Salvador, el nahua se llama nahuat. Por el carácter de esta presentación no profundizaremos en la historia cultural de cada uno de estos pueblos, si lo dejamos abierto para futuros estudios histórico antropológi­cos. En lo que respecta a los cacaopera (kakawira) creemos que es un pueblo indígena resul­tado del mestizaje de lencas, sumos, ramas, tawajkas, matagalpas y miskitos, pueblos que en su mayoría hoy en día habitan territorio de Honduras, que se establecieron en la región alre­dedor del siglo VI. También tienen influencia chibcha, un poderoso imperio precolombino, hoy extinto, que existió entre Panamá y Colombia, y están vinculados también a los mayas chon-tales. Los cacaoperas tuvieron su apogeo entre 1400 y 1500. Dejaron piedras labradas y pin­turas rupestres. La región de cacaopera significa «cultura del cacao».

2 Con base en estudios lingüísticos, podemos afirmar que se trata de un pueblo que per­tenece al tronco lingüístico ulúa.

3 La terminología la retomamos de la antropóloga francesa Anne Chapman, que así se refirió a los lencas de Honduras.

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curación, ciclo de la vida individual y su lengua. Pese a su marcada aculturación han conservado numerosas costumbres, resultado de la fusión entre las prácticas culturales que introdujeron los españoles y las ya existentes aquí, entre la población indígena prehispánica. Sus condiciones de vida dejan mucho que desear principalmente en lo refe­rente a la salud, la educación y en aspectos referentes al uso y tenencia de la tierra. El número poblacional no puede ser estimado y cualquier cifra o porcentaje sería inventado pues no hay censo alguno que lo con­firme4.

Referencia Geográfica. En 12 de los 14 departamentos que con­forman la geografía nacional se encuentran indígenas dispersos y hay departamentos en donde la concentración es mayor. En El Salvador, este grupo poblacional forma un cuadro muy diferente de lo que suce­de en el resto de países Centroamericanos.

Comunidades de campesinos con tradición indígena en El Salvador Zona Occidental

Ahuachapán

Sonsonete

Santa Ana

Concepción de Ataco, San Francisco Menéndez, San Pedro Puxtla, Tacuba y Apaneca. Sonsonate ciudad (Población dispersa en barrios urbanos y sector rural), Caluco, Cuisnahuat, Izalco, Juayúa, Nahuizalco, Nahuilingo, Salcoatitán, San Antonio del Monte, San Julián, Santa Catarina Mazahuat, Santa Isabel Ishuatán, Santo Domingo de Guzmán y Sonzacate. Texistepeque y Chalchuapa.

Zona Central

La Libertad

San Salvador

Cuscatlán

San Vicente

La Paz

Jicalapa, Chiltiupán, Huizúcar, Jayaque, Teotepeque y Tepecoyo. Panchimalco, Rosario de Mora y Santiago Texacuangos. Cojutepeque, San Pedro Perulapán, Santa Cruz Analquito, Monte San Juan y Santa Cruz Michapa. Apastepeque y San Sebastián San Antonio Masahuat, San Pedro Masahuat, San Francisco Chinameca, San Juan Nonualco, Zacatecoluca, San Pedro Nonualco, Santiago Nonualco, San Juan Tepezontes y Cantones de Santa María Ostuma

4 En El Salvador nunca se ha efectuado un censo poblacional en el que los indígenas hayan sido censados como tales.

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Zona Oriental

Usulután

San Miguel Morazán La Unión

Jiqulisco (Los cantones Salinas, El Potrero y Puerto Los Avalos), Ereguayquín, Ozatlán y Tecapán Lolotique y Moncagua (Cantón el Jocotal). Cacaopera, Chilanga, Guatajiagua, San Simón y Sensembra. Conchagua y Jucuayquín.

La autodefinkión. Hay un buen grupo poblacional que desde 1992 (fecha en que se celebraron los 500 años de Conquista e inicios de la Colonia) se han venido autodefinido como indígenas y se han adheri­do a las poblaciones ya existentes o simplemente se han autoconfor-mado. No obstante, los rasgos físicos muy marcados en determinadas regiones dilatan al grupo poblacional originario. En términos genera­les podemos afirmar que la situación de los indígenas, presenta un alto grado de mestizaje, razón por la cual se hace difícil determinar su exis­tencia o visibilidad. En estos lugares representados en el cuadro, vemos que, en la mayoría de poblaciones, el idioma y la vestimenta tradicional se han extinguido en un 90%, siendo muy pocas las comu­nidades en donde aún se observan.

El indígena como algo del pasado. Existe una cierta aptitud entre un grueso poblacional en considerar al indígena como un elemento del pasado y muchos asumen su no existencia. No obstante, los indígenas mantienen su identidad, dentro de su comunidad y principalmente en sus hogares y se expande muchas veces sólo hasta sus caseríos y can­tones y esto tiene razones históricas.

La migración. El fenómeno migratorio, en el interior mismo del país y hacia el exterior, iniciado antes, durante y después de la guerra de la década de los ochenta, imposibilita también hacer un recuento de su población. Es más, en un país como El Salvador, hay veces que es contraproducente, como individuo, si se trata de alcanzar mejoras, identificarse como indígena y esto complica el fenómeno. Claro queda que este acelerado proceso de migración, por los embates de la natura­leza y la violencia sociopolítica que abatió al país y sus lugares de orí-gen, es un hecho clave para poder comprender su avanzado estado de desintegración sociocultural. Muchos indígenas, en su deseo por sobrevivir han tenido que dejar, sus lugares de origen para establecer­se en las ciudades. Hay indígenas que de una vez han tenido que emi­grar hasta otras urbes fuera de las fronteras patrias para establecerse en

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ciudades de EEUU, Canadá, Australia y en Europa. Las consecuencias de la migración para la cultura aún no han sido ampliamente estudia­das, pero, sin lugar a duda son catastróficas para la conservación de su identidad como unidad cultural. La transculturacíón es un hecho sin precedentes.

La tierra. Para los indígenas que han quedado en el país, la tierra juega un papel de primer orden y es considerada como «la madre que da la vida», pero ya no para aquellos que han emigrado y regresan (sobre todo los jóvenes). Hay un buen número de jóvenes con fuerte ascendencia indígena que ya no se identifican con la tierra pues el tra­bajo agrario es visto más como una carga que como una fuente de vida por el hecho también de no ser rentable. En lo referente al uso de la tie­rra, es constituido por colectividades e individuos pobres, cuyos depri­mentes niveles de vida son el resultado de un largo proceso histórico y de la forma en que fueron insertados, primero en el sistema colonial y posteriormente en la estructura económica de la República indepen­diente. Su explotación ha sido doble: por una parte, una explotación de clase, por su condición precisamente de campesinos pobres y margi­nados, carentes de tierra y de recursos, insertos en muchos casos, en sistemas de explotación semifeudal, como el peonaje y otras formas de servidumbre. Por otra parte, por su condición de indígenas, discrimi­nados y despreciados por el racismo inherente de los sentimientos de superioridad cultural de la sociedad nacional, dominada por los valo­res culturales «occidentales».

A mediados de 1800, en el marco de las Reformas Liberales, los indígenas perdieron las mejores tierras convirtiéndose, estas, princi­palmente en plantaciones de café. Al interior de las regiones donde se ubica la mayor población de indígenas en el país, aquellos que poseen tierra disponen nada más que de lo suficiente para poder subsistir. En términos generales, los indígenas poseen algún pedazo de tierra con papeles legales de posesión que les ayuda, en parte, sólo para sobrevi­vir. Es sólo un reducido número de indígenas el que tiene acceso al cul­tivo de la tierra y un buen porcentaje se ubican como parcelarios. Si bien es cierto los indígenas cultivan la tierra, lo hacen en calidad de arrendatarios o «a medias». Ellos también se ubican, en su mayoría, como peones y como «cortadores» en las fincas de café, principal­mente en el centro y occidente del país, pero en los últimos años no son rentables estas fincas por la baja de los precios en los mercados inter­nacionales. Los indígenas pierden estas fuentes de trabajo.

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Su cultura. Esta población se caracteriza por un sin fin de prácti­cas, que van desde lo religioso, lo social, lo organizativo y hasta en sus rasgos físicos, forma de expresarse y hasta en la lengua que algunos de ellos aún conservan. Las tradiciones que aún practican ya no son las que encontraron los españoles al momento de su llegada en 1525, sino más bien el resultado del proceso vivido, en el marco del encuentro de diferentes pueblos. Sobreviven costumbres producto de la fusión de diferentes culturas.

La lengua indígena persiste sólo entre algunas familias nahua-pipiles, principalmente en el occidente del país y lo estarían hablando, un núme­ro aproximado de 150 personas. Esta lengua es ahora de carácter domés­tico pues ellos hablan muy bien el castellano y el nahua se habla sólo en familia. La vestimenta ha sufrido modificaciones y ya casi no se usa y los que la visten son aquellas personas de edad avanzada, principalmen­te las mujeres nahua-pipiles y en actos especiales. Son muy pocas las mujeres que usan su atuendo tradicional, «el refajo». No obstante, los hombres usan sombreros de palma o de material sintético y camisas mangas largas. Usan zapatos cómodos pero en época de lluvia prefieren usar botas de hule. Los indígenas se conocen, más por su fisonomía que por lo que hacen. Los lugares de ubicación indígena están rodeados tam­bién de población no indígena que en el mayor de los casos conforman la mayoría. Las fiestas, en las poblaciones son muy llamativas y las orga­nizaciones tradicionales lideran el proceso de los preparativos y el des­arrollo de la misma: las celebraciones religiosas centradas en el santo (santa) patrón (patrona), los rezos, las peregrinaciones, los encuentros de santos, la comida tradicional y los juegos que le acompañan son los ingredientes principales de la fiesta y sin faltar la pólvora y la ingestión de bebidas alcohólicas. Existen aún estructuras ancestrales de organiza­ción y algunas prácticas culturales que los juntan y vivifican, como es el caso de /as mayordomías y la Alcaldía del Común5. Los hombres y las mujeres tienen roles diferenciados y, a la vez, complementarios. Existen, aún, diferentes formas consuetudinarias de organización, como por ejemplo: la Alcaldía del Común, las cofradías con sus mayordomías, las hermandades, consejos y la familia, que son los rasgos organizativos comunitarios y algunas formas de autoridad tradicional.

5 Se trata de una instancia elegida por las comunidades indígenas y dentro de sus atribu­ciones está la de resolver problemas que surgen dentro de las comunidades. Funciona para­lelamente y en forma coordinada con la Alcaldía oficial. El Alcalde del Común se elige cada dos años y puede reelegirse por un período más. Existe en Izalco.

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Participación de la mujer indígena en la organización. La parti­cipación femenina en el aspecto organizativo es limitada, pero su par­ticipación en los espacios nacionales, políticos y organizativos es cada vez más representativa. En la práctica, las mujeres indígenas necesitan que se les abran más espacios de participación. No es solamente el fac­tor tiempo, las pesadas jornadas de trabajo o la actitud tradicional del esposo, en el mayor de los casos, las que dificultan su participación. Para la mayoría de las mujeres el enfoque de las organizaciones en temas como reivindicaciones culturales o históricas son bastante abs­tractas y alejadas de la realidad diaria que ellas enfrentan para satisfa­cer sus necesidades básicas. Esto no quiere decir que las mujeres no tienen interés o la capacidad para organizarse, pues ellas invierten su escaso tiempo en la búsqueda de soluciones para sus problemas dia­rios: el mejoramiento de la vivienda, salud, alimentación par los hijos pequeños, servicios de salud, escuela para los hijos pequeños, etc. Estos asuntos raras veces aparecen en la agenda de las organizaciones indígenas.

Hay casos en que las mujeres participan poco en las organizaciones pero el hecho de esa poca participación no quiere decir que no se iden­tifiquen con los problemas que afectan a los indígenas en general y, sobre todo, con lo que resta a las tradiciones culturales, todo lo con­trario.

Cultura urbana en un país de migrantes

No se puede hablar de una cultura urbana estandarizada en El Sal­vador por el solo hecho que la misma no es homogénea. La historia sociocultural del país, desde la conquista y colonización, ha sido un acontecimiento relacionado con un marcado clasismo y con un fuerte racismo que en algunos momentos de la historia ha presentado matices más fuertes. Las condiciones económicas de determinados sectores, instituciones como el ejército y los estratos sociales divididos entre indígenas, campesinos, obreros, clase media, alta y burguesía han sido elementos que han impedido que se pueda hablar de una cultura urba­na generalizada. Hay una cultura urbana en el país exclusiva de un sec­tor privilegiado que puede acceder a cualquier tipo de productos cul­turales. Por ejemplo, en San Salvador existe una especie de fragmen­tación dividida en sectores altos y de clase media y baja, a nivel social.

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A nivel económico son prácticamente dos mundos diferentes que no se relacionan entre sí. En los últimos años hasta los mismos centros comerciales han sido instalados pero en diferentes sectores sociales y son los mismos productos los que se ofrecen y las mismas diversiones. Hay supermercados y centros comerciales aquí y allá pero los de aquí prefieren esos y los de allá prefieren los suyos. Las diferencias en el vestir, hablar y hasta en los gustos se percibe desde lejos. Pero tam­bién, podemos decir que el acceso al mercado cultural es diferenciado y varía de acuerdo a los gustos y preferencias pero además eso se evi­dencia en la participación en lo referente a la educación y la salud. La calidad de estos servicios no es la misma para todos los sectores ya que hay escuelas de «primer nivel» y de segunda y hasta de tercer nivel y lo mismo es para la salud. Por vivir en una sociedad cosmopolita hay sectores en los que su relacionamiento tradicional persiste y se impo­ne al del patrón cultural citadino.

El crecimiento de la violencia radica, en gran parte, en el hecho que el Estado a lo largo de la historia no ha podido articular políticas socia­les y económicas demandadas por la población, lo que ha polarizado las relaciones sociales creando pobreza, desempleo e incertidumbre entre los sectores más pobres, lo que lleva a un incremento de la vio­lencia. El problema se agrava con la emigración campo-ciudad, al no insertarse los sectores migrantes al mundo laboral citadino. No hay tra­bajo. Al no existir políticas adecuadas en la preservación y conoci­miento del patrimonio histórico de las ciudades, la inseguridad, la vio­lencia y la contaminación, entre otros aspectos, no contribuyen en nada a la generación de un espacio ritual de identificación local. En la peri­feria de la gran ciudad se han creado los anillos de miseria llevando a la generación y existencia de subculturas ahora agrupadas en pandillas juveniles conocidas como maras. Hablar de una cultura urbana en el país trasciende por ejemplo trabajos como: San Salvador. El esplendor de una ciudad. 1880-1930, de Gustavo Herodier, o San Salvador, His­toria Urbana (1900-1940), de América Rodríguez, pues estos trabajos light solo representan una idealización de San Salvador y no hacen un estudio profundo sobre lo urbano donde la apropiación del espacio social es clave en el control y marginación que el grupo hegemónico hace sobre el resto de grupos sociales.

En El Salvador la poca diversificación del mercado cultural se limi­ta sólo a determinados activismos culturales pero falta mucho el senti­do de apropiamiento y expresión de ese mundo citadino. Podemos

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afirmar que al hablar de una cultura urbana hace falta ahondar en la conformación de ese mundo urbano que no ha sido del todo pacífico y que evidencia el enfrentamiento entre tradición y modernidad y en donde el debate y el conflicto social van más allá del esplendor infraes-tructural para humanizar esa apropiación del espacio urbano. Los cam­pesinos y los indígenas no forman parte del espacio urbano. Conside­ramos además que el mundo citadino expresa sus manifestaciones cul­turales y a la vez sus problemáticas en la vida nocturna, como sucede en las grandes ciudades del continente latinoamericano, pero en El Sal­vador urbano esto sucede pero a una escala menor. Estos espacios noc­turnos pueden servir como barómetros sociales pues su función es expresar las frustraciones, esperanzas y sueños de la persona pero no existe esa cultura y la poca que se presenta más parece algo forzado. El Estado, desde una perspectiva histórica y reciente, por no tener esa política de prevención de problemas sociales ha hecho que el fenóme­no de la violencia se acreciente notablemente en el país lo cual no per­mite un racionamiento franco y abierto entre los grupos sociales. El referirnos a una cultura urbana en El Salvador del 2006 nos conlleva a pensar en el involucramiento de todos los sectores pertenecientes a la comunidad con ideas creativas de beneficio para todos, por ejemplo esforzándose por llegar a crear circuitos y estrategias efectivas para el fomento del turismo urbano y por ende para el fortalecimiento de la identidad local.

La cuestión es que se constata un fuerte proceso de debilitamiento, en el sentido de la pérdida de elementos propios de la cultura en nues­tro país, pues así lo considero, hay un debilitamiento que coincide con su decreciente protagonismo en la historia salvadoreña en la última década pero que viene desde los inicios de la conformación de la repú­blica. No hay ni ha existido un proyecto de nación. Como no se trata de lamentar las consecuencias que ha tenido para nuestro país su impú­dica despersonalización, sólo nos referiremos al fenómeno de asimila­ción cultural protagonizado por la constante emigración promovida y al mismo tiempo condenada por el Estado en su afán centralista y uni-formizador. Esta cultura de la migración nos ha llevado a la transcul-turación como país con todas las consecuencias del caso.

La cultura popular salvadoreña ha sufrido un tremendo golpe con la llegada de la transculturación. La guerra y luego la penetración de las ideas, costumbres y formas de ser importadas han arrasado con las tambaleantes tradiciones populares rurales y urbanas y hasta de clase.

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La fiesta popular urbana ha sido sustituida por un uniformismo aí cual hasta la misma Iglesia se ha prestado. Los desfiles civiles, los encuen­tros populares ahora son un aremedo, sólo porque hay que hacer algo. Hay hasta iglesias, organizaciones civiles y hasta individuos a título personal que en su afán por exterminar cualquier seña de identidad hasta son capaces de invertir cantidades de dinero en contra propagan­da. Sería interesante hacer un estudio sobre el porqué tanto odio y ahín­co contra expresiones populares, Pero por otra parte los nuevos centros de encuentro urbano, dígase «centros comerciales» a la Estados Uni­dos son un acontecer que la gente lo está haciendo propio cada día que pasa y en estos lugares prefabricados el visitante encuentra desde un limpiabotas hasta supercines, palmeras que escenifican el ambiente y hasta cascadas, todo en un ambiente completamente reacondicionado y con todas las comodidades del caso.

El culto a lo efímero, es decir a lo pasajero pervive hoy, con mayor intensidad, en la cultura impulsada desde el poder, esa cultura de la máscara que cubre la verdad. Esos proyectos hoy tienen un nombre y mañana otro. Pero la gente se hace al medio, no hay un sentimiento crítico, es como que el pasado es rápidamente conquistado por el pre­sente y hasta la enseñanza se acopla a eso como muy bien lo reafir­ma la psicóloga Guillermina Várela, en lo referente a la educación institucionalizada: «Hay muchos valores a los que deberíamos tener acceso todos los salvadoreños por medio de la educación, pero no los tenemos por ignorancia, nos falta esa actitud de querer conocer. La educación debería de ser más práctica, vivencial, una educación para la vida no como slogan, sino como una verdadera práctica en la escuela en donde se potencialicen los verdaderos valores culturales, que los niños lo vivan...» «La educación, hoy en día, es sin conteni­do, sin significado, sólo memorístico». En este sentido, la eficacia alcanzada por los canales de transmisión culturales ha hecho de la cultura una vivencia externa y epidérmica, ajena en todo momento a lo cotidiano, que ensalza lo superfluo y entroniza una visión unidi­mensional de las cosas.

En estos tiempos hemos sido capaces de someter la creación y el pensamiento a un solo amo: el dinero, patrón de cualquier intercambio cultural por leve que sea, señor absoluto de las modas y los modos de percibir la realidad. El culto al poder ha penetrado por todos los rinco­nes de la sociedad salvadoreña, se ha instalado cómodamente en nues­tras casas y nos hace parecemos cada día más en las aficiones, los gus-

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tos consumibles y hasta en nuestra imposibilidad de ver el mundo con un color crítico.

El cacareado pluralismo cultural no es otra cosa que la desintegra­ción de los valores colectivos; la uniformización individualizada de nuestras apetencias sirve muy bien al juego de la diversidad en el que nos obligan a participar. La «cultura del espectáculo» no es inofensiva; nos engaña haciéndonos creer que la realidad tiene muchas caras, cuando en verdad todos los aspectos de esa pluralidad no son sino foto­copias de un único mundo: el de la sociedad que se devora a sí misma consumiendo sin parar las ofertas (muchas, ciertamente, pero calcadas unas de otras) del poder. ¿Ante qué perspectiva antropológica nos encontramos como individuos integrantes de esta nación? ¿Qué iden­tidad nos caracteriza? Menudo rollo.

La cultura popular ante el avance de lo urbano se está transforman­do en una cultura individualizada, en una cultura privada. La privati­zación de la cultura ha sido un hecho que ha ido parejado con el des­arrollo del mercado que la convirtió en valor de cambio, de prestigio y de diferenciación social. Sectores sociales privilegiados se han apro­piado de los valores populares, desechando aquellos que la contradecí­an: lo bajo, lo grosero, la inversión social de algunos rituales, el carác­ter ambivalente de los conceptos, la significación multiforme del arte popular, todo aquello que significaba un obstáculo para el acapara­miento de poder para un determinado sector social fue suprimido o absorbido y manipulado en su propio provecho.

La cuestión es que no se trata, pues, de retroceder en el tiempo, de mirar al pasado con nostalgia. Como escribe Eduardo Galeano:

«Nuestra auténtica identidad colectiva nace del pasado y se nutre de él pero no se cristaliza en la nostalgia. No vamos a encontrar, por cierto, nues­tro escondido rostro en la perpetuación artificial de trajes, costumbres y obje­tos típicos que los turistas exigen a los pueblos vencidos. Somos lo que hace­mos, y sobre todo lo que hacemos para cambiar lo que somos».

De lo que se trata es de ver en que medida se aprovechan los espa­cios que quedan, que han quedado y aún más que a lo mejor hay que buscar. Entendido esto como espacios de desarrollo cultural. No se trata de inventar lo que no existe. El problema se agudiza cuando la gente se va. ¿Qué pasa con el medio geográfico que dejaron? ¿Qué pasa con los que se van y vuelven? Habría que profundizar en estudios sobre los niveles y grados de identidad que aún conservan y hacia

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dónde nos lleva el acelerado urbanismo sobre todo cuando aún somos sociedades que nos debatimos entre el pasado y el presente. Es urgen­te estudiar hacia dónde se dirige la «cultura urbana» en nuestro país, sobre todo cuando ésta crece en un medio no organizado y en un medio en donde las políticas culturales brillan por su ausencia

«San Antonio Abad». Fotografía de Carlos Henríquez

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Rosa Mena Valenzuela. «Bailarina del Follie Bergére». Año 1965. Cortesía de: MARTE. Colección de Jorge Muyshondt