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Los Cuadernos Inéditos PRIMADONNA Jorge Ordaz A su regreso de Corfú, Barbaja aguardaba a Angélica con un proyecto que no admi- tía demora. Se trataba del estreno, en el Teatro de la Scala de Milán, de una ópera que había encargado a los hermanos Bot- tego, expresamente para ella. El acontecimiento estaba previsto para la tercera semana de diciem- bre. El reparto ya estaba conccionado, y los ensayos ya habían comenzado. El negocio en con- taduría parecía asegurado, pasase lo que pasase, pues a las obras bottegianas la gente solía acudir en tropel, con una curiosidad morbosa, tanto para atacarlas como para denderlas. En esta ocasión habían preparado los Bottego un «melodrama bí- blico en tres actos, siete cuadros y un epílogo» intitulado La mujer de Putifar, en el que no esca- seaban los elementos, en principio polémicos, que tanto habían dado que hablar en sus anteriores producciones. Giananco Bottego era un hábil compositor egresado del Conservatorio de Bérgamo, en donde había recibido las enseñanzas de Simone Mayr. A los dieciocho años se inició en el mundo de la ópera con un «drama jocoso en un acto»: Rita, ovvero la sposa punita, que e puesta en escena en el propio Conservatorio bergamasco conci- tando un moderado interés por parte de gunos alumnos de su peña y público seguidor de nove- dades y rarezas. La prensa no se dio, en general, por enterada de la primicia, pero Gazzetino dejó dicho de ella que al menos en una cosa había acertado el autor, y era en no caer en la tentación de conndir lo jovial con lo trivial; y que la parti- tura, si bien típicamente primeriza, introducía, sin embargo, algunos aciertos aislados en la ctura de los personajes, siendo de notar la exclusión de «ciles floripondios y atletismos vocales que, a buen seguro, debieron de resultar muy indigestos para ciertos paladares adocenados harto acostum- brados a las socorridas escurriduras de los satéli- tes rossinianos». El libreto de Rita era obra de su hermano ge- melo Pierantonio quien, desde su más tierna in- ncia había mostrado una indeclinable proclivi- dad a la creación literaria, como lo avalaba, entre otras, una composición poética de siete mil dos- 61 cientos versos, en octavas reales, sobre la historia de la ndación de Roma, pergeñado a la temprana edad de quince años. Físicamente los dos herma- nos parecían intercambiables, salvo por lo que se refiere al pelo, pues Giananco lo tenía, y en abundancia, mientras que Pierantonio, por mor de una lúe sifilítica contraída en una mala experiencia mercenaria, se había quedado calvo como una bola de billar; juego en el que, por cierto, era un virtuoso, sobre todo tocante a filigranas a cuatro bandas. Giananco y Pierantonio Bottego habían co- menzado juntos su carrera como routiniers hacía unos cuatro años. En este lapso de tiempo habían bricado incontables artectos sonoros y exci- pientes musicales, entre los que se contaban un sinnúmero de adaptaciones -o simples plagios-, interpolaciones, refritos y otras macedonias por el estilo, que los empresarios de provincia, poco es- crupulosos a la hora de contratar el género, les encargaban por cuatro cuartos. Hubieron de esperar al estreno de Camilla -ins- pirada en asunto de Dalayrac que ya había transi- tado Paer con rtuna en una de sus «óperas de rescate»- para que aguantase una de sus obras más de tres días en cartel, éxito sin precedentes para los dos hermanos, que, por cierto, no se lo acababan de creer. Algún gacetillero virtió, en aquella sazón, plomo derretido diciendo que la ópera estaba «destituida de toda gracia», ltábale a las arias «férvido acento», el libreto era «pura gallo» y, por si era poco, la música era una «mescolanza singúltico - espasmódico - tremo- losa». No se desanimaron, empero, y a pesar de las «ineludibles dentelladas de los mandibulados licularios de la prensa» -como declaron a dúo, inconmovibles- se dispusieron a escribir una obra que estaban seguros les iba a consagrar definiti- vamente: Pericles, sobre el drama del inmortal Shakespeare, nunca antes hollado en el campo músico-dramático. El estreno, verificado en el romano Teatro del Fondo, en la primavera de 1827, e un estrepitoso acaso y un escándalo de dimensiones municipales. En la stretta del final del segundo acto, hubo de suspenderse la repre- sentación pues los cantantes, incapaces de ha- cerse oír en medio de la general algarabía, se negaron a salir a escena, mientras la orquesta, descuadrada, con los vientos por un lado y las cuerdas por otro, no era sino pura batahola, y el teatro entero un carnaúm de gritos, silbidos y

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  • Los Cuadernos Inéditos

    PRIMADONNA

    Jorge Ordaz

    Asu regreso de Corfú, Barbaja aguardaba a Angélica con un proyecto que no admitía demora. Se trataba del estreno, en el Teatro de la Scala de Milán, de una

    ópera que había encargado a los hermanos Bottego, expresamente para ella. El acontecimiento estaba previsto para la tercera semana de diciembre. El reparto ya estaba confeccionado, y los ensayos ya habían comenzado. El negocio en contaduría parecía asegurado, pasase lo que pasase, pues a las obras bottegianas la gente solía acudir en tropel, con una curiosidad morbosa, tanto para atacarlas como para defenderlas. En esta ocasión habían preparado los Bottego un «melodrama bíblico en tres actos, siete cuadros y un epílogo» intitulado La mujer de Putifar, en el que no escaseaban los elementos, en principio polémicos, que tanto habían dado que hablar en sus anteriores producciones.

    Gianfranco Bottego era un hábil compositor egresado del Conservatorio de Bérgamo, en donde había recibido las enseñanzas de Simone Mayr. A los dieciocho años se inició en el mundo de la ópera con un «drama jocoso en un acto»: Rita, ovvero la sposa punita, que fue puesta en escena en el propio Conservatorio bergamasco concitando un moderado interés por parte de algunos alumnos de su peña y público seguidor de novedades y rarezas. La prensa no se dio, en general, por enterada de la primicia, pero Il Gazzetino dejó dicho de ella que al menos en una cosa había acertado el autor, y era en no caer en la tentación de confundir lo jovial con lo trivial; y que la partitura, si bien típicamente primeriza, introducía, sin embargo, algunos aciertos aislados en la factura de los personajes, siendo de notar la exclusión de «fáciles floripondios y atletismos vocales que, a buen seguro, debieron de resultar muy indigestos para ciertos paladares adocenados harto acostumbrados a las socorridas escurriduras de los satélites rossinianos».

    El libreto de Rita era obra de su hermano gemelo Pierantonio quien, desde su más tierna infancia había mostrado una indeclinable proclividad a la creación literaria, como lo avalaba, entre otras, una composición poética de siete mil dos-

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    cientos versos, en octavas reales, sobre la historia de la fundación de Roma, pergeñado a la temprana edad de quince años. Físicamente los dos hermanos parecían intercambiables, salvo por lo que se refiere al pelo, pues Gianfranco lo tenía, y en abundancia, mientras que Pierantonio, por mor de una lúe sifilítica contraída en una mala experiencia mercenaria, se había quedado calvo como una bola de billar; juego en el que, por cierto, era un virtuoso, sobre todo tocante a filigranas a cuatro bandas.

    Gianfranco y Pierantonio Bottego habían comenzado juntos su carrera como routiniers hacía unos cuatro años. En este lapso de tiempo habían fabricado incontables artefactos sonoros y excipientes musicales, entre los que se contaban un sinnúmero de adaptaciones -o simples plagios-, interpolaciones, refritos y otras macedonias por el estilo, que los empresarios de provincia, poco escrupulosos a la hora de contratar el género, les encargaban por cuatro cuartos.

    Hubieron de esperar al estreno de Camilla -inspirada en asunto de Dalayrac que ya había transitado Paer con fortuna en una de sus «óperas de rescate»- para que aguantase una de sus obras más de tres días en cartel, éxito sin precedentes para los dos hermanos, que, por cierto, no se lo acababan de creer. Algún gacetillero virtió, en aquella sazón, plomo derretido diciendo que la ópera estaba «destituida de toda gracia», faltábale a las arias «férvido acento», el libreto era «pura gallofa» y, por si fuera poco, la música era una «mescolanza singúltico - espasmódico - tremolosa». No se desanimaron, empero, y a pesar de las «ineludibles dentelladas de los mandibulados folicularios de la prensa» -como declararon a dúo, inconmovibles- se dispusieron a escribir una obra que estaban seguros les iba a consagrar definitivamente: Pericles, sobre el drama del inmortal Shakespeare, nunca antes hollado en el campo músico-dramático. El estreno, verificado en el romano Teatro del Fondo, en la primavera de 1827, fue un estrepitoso fracaso y un escándalo de dimensiones municipales. En la stretta del final del segundo acto, hubo de suspenderse la representación pues los cantantes, incapaces de hacerse oír en medio de la general algarabía, se negaron a salir a escena, mientras la orquesta, descuadrada, con los vientos por un lado y las cuerdas por otro, no era sino pura batahola, y el teatro entero un cafarnaúm de gritos, silbidos y

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    vituperios de todos los tonos, intercambiados entre los detractores de la obra -los más- y sus defensores, escasos en número pero firmes en sus convicciones y muy bien situados en los palcos. Al poco rato de suspenderse la función la platea entera era un campo de Agramante en el que el público, faltándose al respeto, se hallaba enzarzado en una endiablada rebatiña. Del gallinero y las galerías altas planeaban hacia abajo las hojas del libreto. Volaban asimismo, en fuego cruzado, mondas de frutas y variadas hortalizas y tubérculos en dirección al escenario, desertado ya de los operistas los cuales, con gran pavura, se habían agrupado, parapetados tras los bastidores, junto con los músicos de la orquesta y el apuntador, que en la retirada había perdido las gafas y se quejaba de que no veía bien las evoluciones escénicas.

    En medio de la zalagarda se, oían algunas -pocas- voces sensatas, pronto acalladas por los que pedían la cabeza de los Bottego, quienes se mantenían en el anonimato, medio escondidos, en un palco de proscenio, muy acongojados. No obstante, lograron salvar el fisico, escapándose por un pasillo lateral, casi a gatas, confundidos entre la enfebrecida multitud, mientras el propio Gianfranco todavía tenía el tupé, para despistar, de increpar en voz alta a los «autores de tamaño engendro», como si la cosa no fuera con ellos.

    La carrera de los hermanos Bottego parecía sentenciada, pero -cosas del espectáculo- no fue así, sino más bien al contrario. Los empresarios empezaron a reclamarlos, y la polémica, cuando no el puro escándalo, les acompañó desde entonces casi inevitablemente. Su fama se acrecentó por doquier. En estas estaban cuando les llamó Barbaja.

    En el ensayo general con todo de La Mujer de Putifar, todo había salido a pedir de boca. Fuera y dentro de la compañía todo el mundo especulaba con lo que sucedería el día del estreno. Y bien, el día señalado, en contra de todo pronóstico esperable, sucedió que no sucedió nada; es decir, nada que pudiese interpretarse como marca de la casa, o sea alboroto y estropicio generalizado; hasta losatrevidos decorados de Sanquirico se habían mantenido en pie y ni los mismos autores, tan habituados a arrostrar emociones fuertes y a tener quesalir por piernas cual Orestes perseguidos por lasFurias, acertaban a explicárselo. Barbaja se hallaba perplejo, pues no sabía si el estreno habíaque considerarlo un éxito o un fracaso, y en el

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    fondo hubiese deseado un poco más de «espíritu combativo» por parte del público asistente. Los intérpretes no salían de su asombro al ver que, ni habían tenido que salir corridos del escenario, ni habían sido blanco de ningún producto de la rica y variada horticultura local. Una vez más, «el númen inimitable de la señorita Caffi» había catalizado una noche inolvidable, por encima del valor intrínseco de la obra. Volvía, pues, la Caffi de sus mejores días, complaciendo a las capillas escalígeras con sus prodigiosas facultades en toda su magnificente plenitud.

    Tiempo después, en 1830, la empresa del Teatro Italiano de París ofreció a Angélica 80.000 francos por temporada, cifra de las más elevadas que se habían pagado hasta la fecha. Barbaja no se atrevió a superar la oferta, y Angélica, viéndose liberada de sus compromisos aceptó la sustanciosa contrata. París la esperaba impaciente.

    Alguien le había dicho -o tal vez lo había leído en alguna parte- que París era una gran ciudad para el que viajaba con cuantioso equipaje, media docena de lacayos y dos cocineros. Angélica no disponía de tanta servidumbre, a excepción de una dama de compañía que le hacía también de secretaria particular y una camarera-peinadora; pero acarreaba el suficiente equipaje (incluida una bañera portátil de la que no se separaba en ninguno de sus viajes) como para considerarse una persona importante.

    Tras la revolución de julio, el París de Luis-Felipe volvía a vestir sus mejores galas. Aires frescos, incensurados, oreaban el ambiente cultural de la capital francesa. Los teatros abrían de nuevo sus puertas a un público deseoso de solaces y entretenimientos. Los salones particulares continuaban siendo el lugar de encuentro de la buena sociedad y de los artistas de todo pelaje, mientras los cenáculos literarios bullían en creaciones airadas y febricitantes a tenor de los nuevos tiempos, y en los ateliers se componían grandes frescos históricos coloristas y revolucionarios.

    Su primera incursión en el cartelón del Teatro Italiano fue en el papel de Fiordéligi del Cose Jan Tutte mozartiano. A pesar del buen hacer en el aria Come scoglio, del primer acto, su interpretación adoleció de algunos pequeños defectos y no estuvo, en conjunto, a la altura de otras ocasiones. Los nervios de la presentación ante un público muy distinto del que hasta entonces había conocido hicieron mella, y su actuación se vio

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    sensiblemente disminuida en calidad. Superado este leve inciden! de paréours, Angélica se sacó la espina del poco afortunado debut parisino con una Irene de Messina, obra pasadera de Pacini -el «rey de las cabaletas», con la que logró el reconocimiento del público melómano parisiense. El

    . éxito de la estación lo constituyó, no obstante, una producción del rossiniano Barbero con un reparto de campanillas, compartiendo los honores del triunfo con la genial trinca de divos formada por Rubini, Tamburini y Lablache. En aquella velada memorable, la «Tremenda» sorprendió a todos en la escena de la «lección» intercalando, fuera de los gorgoritismos al uso, una canzona compuesta por ella misma: Lapartenza, inspirada en una tonada popular de su isla natal que había oído cantar de pequeña a una de las domésticas de su casa, y cuyas melancólicas cadencias contribuyeron a que los asistentes, hombres y mujeres, acabaran haciendo uso masivo de sus pañuelos.

    La crítica fue espléndida en sus juicios, como lo habían sido los comentarios en caliente en el foyer. Quién, desde la Revue Musicale elogió su excepcional métier y distinción de maneras; quién, desde el Journal des Débats, alabó su versatilidad y formidable portée, comparable a la de las recordadas Giuditta Pasta y Henriette Sontag, ambas desgraciadamente retiradas de las tablas. Su rivalidad con la otra gran soprano del momento, María Felicitas Malibrán, fue inevitable. Malibranistas y caffistas pronto agruparon sus fuerzas en bandos irreconciliables. Las esgrimas dialécticas se convirtieron a menudo en batallas fisicas, campales, con intercambio de bastonazos; y los estrenos de una y de otra, las respectivas facciones se dejaban ver y oír ostensiblemente con reiterada frecuencia.

    Angélica, en el entretanto, había sido introducida en la marea de la vida social parisiense de la mano de Déodat de la Calprenede, joven de rancia estirpe angevina, sobrino del marqués de Montmércy, con quien, según lenguas, vivía un apasionado idilio.

    Su primera entrada juntos tuvo lugar en el Teatro de la Puerta de San Martín, la noche de la premiere de Antony, de Alexandre Dumas. Angélica y Déodat llegaron al local con una hora de adelanto con respecto a la hora prevista para el comienzo de la función, y la sala, para entonces, ya estaba de bote en bote, hirviendo de animación.

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    El numeroso público que se había congregado para el acontecimiento era de lo más variopinto y heterogéneo. Allí veíanse tipos de toda clase y condición. Ilustres cráneos académicos se hallaban diseminados por el patio de butacas, entre ellos el de Casimir Delavigne, el celebrado autor de Marino Faliero, cuya entrada fue coreada con significativos vítores. Rostros de habitués, de la tertulia del Arsenal y artistas consagrados, destacaban junto a otros desconocidos o a punto de darse a conocer, de lunares palideces, salidos de miserables mansardas. Jóvenes lechuguinos, de atractivas ojeras conseguidas tras arduas ingestiones de vinagre puro, mostrábanse acompañados de solícitas_ y coquetas grisetas.

    El muestrario de pilosidades faciales era enorme. Las pelambreras intonsas, híspidas; las barbas copiosas, fluviales; y las melenas lacias, merovingias, alternaban con los cortes de pelo a la mécontent y las vedijas abrillantadas con aceite de macasar. Los atuendos no eran menos extravagantes, por lo general: jubones de un rojo carmañola; chalecos de fantasía; lazos dégagés; corbatas a la bergami de color «muslo de ninfa»; fraques y levitines a la moda, de cinturas avispadas, como en las litografías de Déveria; pantalones crudos, ceñidos a la entrepierna; cuellos como cucuruchos; sombreros de todo tipo incluso normales. Entre tanta guardarropía el traje de Angélica, de chifón amarillo -horrendo referens-, no desentonaba en absoluto.

    Los conscriptos de la nueva secta de los hugólatras, con el Prefacio de Cromwell bien aprendido, y las réplicas cortantes del Hernani siempre listas para la cita, hallábanse en partidas, estratégicamente situados en sus apostaderos, manteniendo la guardia alta; intercambiándose contraseñas de inteligencia, a lo francmasón; imprecando a los filisteos; y aplaudiendo a las mujeres jóvenes y guapas que, un tanto azoradas, dejaban al descubierto los hombros desnudos ante las miradas recelosas de sus maridos enfundados en sus trajes centenarios y alcanforados.

    Angélica y Déodat aguantaron como pudieron la avalancha de gritos y ovaciones que se fue suscitando a lo largo de la representación. Antes de terminar el primer acto el entusiasmo era ya desbordante. Una vez más, el espíritu de los nuevos tiempos había ganado la batalla. Al término de la función pasaron, previo estrujamiento, a saludar,

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    en los atiborrados camerinos, a los protagonistas de la jornada, el mulato Dumas y los dos primeros actores, monsieur Bocage y madame Duval. Con ellos estuvieron departiendo hasta que lograron salir por una puerta trasera, en evitación de agolpamientos, y en vistas del gentío que esperaba incansable a la salida del teatro para tributarles el homenaje debido y hacerles partícipe de sus fervores románticos. Luego se fueron los dos solos a Chez Véry, a comerse, en el reservado, una exquisita poularde aux coulis de queues d' écrevisses.

    Después de aquella noche de estreno, hicieron acto de presencia en diversos bailes y tertulias dados por notables personalidades de tout París. En el salón de la condesa de Merlin tuvo oportunidad de conocer a algunos de los artistas y aristócratas más influyentes del momento. Aquella distinguida y encantadora dama criolla, née Mercedes Jaruco, allá en La Habana, con sus buenos oficios hizo todo lo posible para reunir a las dos prima donne del momento en una velada en la que imperó el mutuo respeto. Ambas cantatrices incluso se animaron a interpretar al alimón el dúo del tercer acto de La Vestala, de Spintini acompañadas al piano por el afamado Thalberg. En contra de aviesas predicciones, la Malibrán y la Caffi intimaron enseguida y terminaron por hacerse grandes amigas, dejándose ver juntas de compras en varias ocasiones, para pasmo de sus respectivos e irreductibles seguidores que más hubieran deseado verlas tirándose de los pelos, a la pura greña, en plena vía pública.

    En el salón de madame Joubert -de quien se decía que tenía los pies más menudos de todo París- conoció al poeta alemán Heinrich Reine, con quien no llegó a amistar; y en un baile en casa del barón Rotschild volvió a toparse con el maestro Rossini, en la cima de su prestigio, aunque ya había renunciado al cargo de «Compositor de su Majestad e Inspector General del Canto de todos los Establecimientos Musicales Regios» que le había ofrecido Carlos X. El «cisne de Pesaro» saludó amigablemente a Angélica, felicitándole por �u reciente triunfo en el Barbero. Angélica agradeció el cumplido, y ya dentro de una conversación más informal le contó los pormenores de su primer e intrépido encuentro en aquel típico restaurante veneciano, lo que motivó la hilaridad del obeso maestro y de los invitados que hacían el

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    nutrido corro. Para acabar de celebrarlo, se pusieron a bailar un rigodón, ante el asombro justificado de quienes conocían bien al maestro y no entendían cómo siendo tan renuente a este tipo de entretenimientos sociales parecía, sin embargo, encantado con sus giros danzantes.

    Angélica y Déodat frecuentaron, también, el fantástico salón de la princesa Belgiojoso Triulzi, con sus paredes forradas de terciopelo oscuro jaspeado de estrellas argentadas, a tono con el mobiliario. La propia princesa no era menos insólita: estatuaria e inescrutable como una esfinge, un halo de fascinación y misterio envolvía su persona. Todavía se comentaba el affaire acaecido antes de que pasase a residir a Francia, cuando la policía austríaca descubrió en su villa de Locate, próxima a Milán, el cadáver embalsamado de un amante suyo, dentro de un armario ropero. En París, corazones sensibles disputábanse su amor hasta el delirio. El garzón, casi un adolescente, Hyacinthe de Bailly era uno de ellos; hasta que conoció a Angélica. Entonces, como el más estricto seguidor de corteses códigos amorosos cuyo corazón se estremece a la vista súbita de la faz de su amada y sabe empalidecer con elegancia, Hyacinthe se enamoró locamente de la gran dama del canto, pese a que la recibidora de sus ansias amorosas no tuviese intención alguna de corresponder a sus deseos. Pero a Bailly tampoco le importaba demasiado; se sabía un amador desventurado, un coleccionista de pasiones imposibles, al que le bastaba para sentirse aliviado, con derrochar sus sentimientos a cambio de muy poco. El asunto, sin embargo, trascendió lo suficiente como para que lenguas interesadas propalaran la especie de que la Caffi, desbocada, compartía el lecho con dos amantes al mismo tiempo. No tardó en enterarse Déodat, y picando el cebo que le habían tendido, exigió a Hyacinthe una satisfacción. Le envió los padrinos y se concertó el duelo.

    Al cabo de una semana los dos presuntos amantes de Angélica Caffi se batían en el campo de honor, que para la ocasión resultó ser el Bosque de Boloña, al amanecer. Hyacinthe, además de un corazón pródigo y solitario era, por vocación, un dandy. El día del duelo apareció impecablemente vestido, con un gabán de color grosella; chaqueta y pantalones de cachemira beige; guantes de cabritilla de color crema -los primeros de los seis que a lo largo de la jornada solía calzarse- y, en la

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    solapa, una gardenia. Al pasar dejaba tras de sí un rastro de opiata, pungente.

    Todo sucedió con absoluta normalidad, como era de esperar entre caballeros. El duelo fue a pistola, y a doce pasos. Ninguno de los dos era un virtuoso de las armas de fuego. En el momento justo sólo se oyó una detonación. Saltó la gardenia del ojal, y el cuerpo de Bailly quedó tendido en el suelo, inerte. Un borbotón de sangre, roja como un clavel reventón, brotó de su pecho tiñendo de rojo los delicados encajes de su camisa de seda a la altura de la tetilla izquierda. En la recámara de su pistola se halló, en vez de la bala usual reglamentaria, una ovalada perla negra. No había disparado. En su mano guardaba, estrujado, un papel en el que había escrito de su puño y letra:

    Sventurato il cor che fida nel sonriso del amor.

    Eran las quejumbrosas palabras de Alaide, en La Straniera, de Bellini, rol que en aquellos días protagonizaba con suceso su amada Angélica.

    El trágico accidente afectó seriamente a la cantante, y durante unas semanas se recluyó en su residencia de la calle del Faubourg de Saint Honoré, donde sólo tenían acceso unos pocos íntimos, entre los que se contaban la Malibrán y el tenor Nourrit, que aquellos días estrenaba en el Teatro de la Opera el Robert le Diable, de Meyerbeer. Déodat, por su parte, después del duelo prefirió retirarse prudentemente, y por una larga temporada, a su finca de recreo en la Auvernia.

    Las cuerdas vocales de Angélica eran muy sensibles a los cambios de estado de ánimo (así como a las malas digestiones y a las afecciones meteorológicas), y sus actuaciones inmediatas al fatal episodio se resintieron de ello sensiblemente. Hubo de escuchar, en alguna ocasión, el ominoso estallido del silencio, y el no menos insidioso de los sonidos sibilantes. Una vez más en los momentos difíciles se sentía muy insignificante y muy sola; y le acechaban los fantasmas del fracaso y de la pérdida de voz.

    La recuperación empezó con el nuevo año de 1832. En enero, la Malibrán se despidió del público parisiense -antes de emprender viaje hacia Bélgica para encontrarse con su amado, el violinista Bériot- haciendo el papel de Desdémona, en el Otello rosiniano, que tantas veces había representado y tantas satisfacciones le había propor-

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    donado. Angélica sintió la marcha de su amiga y comprensiva confidente. Iba a echar de menos, realmente, su ayuda en las horas bajas y sus impagables consejos, pues Angélica siempre estaba dispuesta a aprender de otras compañeras, y más si eran de la categoría artística y humana de la hija del viejo García.

    La primavera, sin embargo, no trajo buenos augurios. En marzo, por la fiesta de la mi-careme, la gente había vuelto a salir con sus máscaras y vestimentas estrafalarias a jaranear por las calles. Angélica, entusiasta como era de este tipo de celebraciones populares, se había sumado, de la mano de unos amigos, a la multitud festiva que, regocijadamente rememoraba con jácaras, músicas y bailes callejeros, las algazaras carnavalescas. Al pasar por el bulevar de los Capuchinos un grupo de individuos, ataviados con disfraces de la Comedia del Arte, la rodeó brincando y haciendo gestos burlones. De repente, uno del grupo -un grotesco trufaldino- cayó al suelo, entre las bromas de los demás, que le daban por ebrio. Pasados unos segundos y, a pesar de los fuertes zarandeos, no volvió en sí. Se acallaron las voces. Un brighella se acercó y le quitó la careta. Ante los ojos estupefactos de los concurrentes apareció un rostro inexpresivo, empañado por una lividez sepulcral que presagiaba la agonía de la muerte. Angélica dio un grito desgarrador y salió corriendo. Corrió sin parar, hasta llegar a casa, exhausta y sudando de miedo.

    Lo que Angélica había dado hasta aquel momento como simples rumores sin visos de verosimilitud, se le había materializado de la noche a la mañana en una realidad terrible y próxima: el cólera morbo asiático había iniciado desde hacía unos días, silencioso e implacable, su cosecha de muerte en la ciudad. Ante el peligro creciente de la epidemia, Angélica optó por salir de París lo más pronto posible. Su contrato no expiraba hasta mayo, pero prefirió perderlo y afrontar las pérdidas. Hacía un par de semanas un tal Ramón Carnicer, músico español amigo de Rossini, que le había sido presentado en casa del banquero Aguado, le había propuesto una jira por España, concretamente a Barcelona y Madrid; y pensó que aquel era el momento propicio para contestar afirmativamente a la invitación.

    (Del libro inédito «Prima Donna (o la vida de Angélica Caffi, cantante)»

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