DAPPER

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137 136 DURANTE LOS TRES primeros meses del año, las aguas que rodean el archipiélago noruego de Lofoten registran un tráfico de embarcaciones superior al habitual. Botes individuales, barcos familiares y grandes bu- ques faenan juntos con un mismo objetivo: hacerse con un pellizco del tesoro que tran- sita por el fondo del mar en esta época del año. Tan preciado botín se llama skrei –que significa ‘nómada’ en noruego antiguo–, un bacalao que viaja miles de kilómetros desde el mar de Barents, en la frontera con Rusia, hasta llegar aquí, donde desova. El skrei es venerado por la comunidad. Se festeja su llegada, se captura a diario durante cerca de tres meses y en marzo los pescadores más veteranos despiden a los que han sobrevi- vido brindando desde tierra con un trago de aguardiente de patata con unas gotas de aceite de hígado de bacalao. Un tributo ideal para decirle “hasta el año que viene” al más preciado de los bacalaos. Como suele ser habitual en pueblos in- sulares, la tradición está marcada a fuego en aquellos habitantes que aún viven de la pesca. Poco a poco, el turismo ha ido im- poniéndose como principal actividad eco- nómica en las islas; pero para aquellos que aún trabajan en la cubierta de un barco o en las lonjas de los pueblos, la pesca del skrei sigue generando un profundo respeto, tanto por el animal como por las tradiciones que rodean a su captura y que se transmiten de generación en generación desde hace 6.000 años, cuando el hombre llegó a estas costas para quedarse. El pistoletazo de salida que da inicio a la temporada corre a cargo de un inspector pesquero. Ese día, los barcos se disponen uno junto a otro con la proa hacia la bocana del puerto, con un inquieto traqueteo en los motores, similar al ánimo de sus patrones, ávidos por iniciar un año más la pesca del skrei. Enfundados en gruesos trajes de agua, con jerséis de lana, gorro, capucha y guantes para combatir el frío –entre 0 y 11 grados bajo cero en esta época–, los pescadores par- ten mar adentro cuando se da la señal. No se alejarán mucho, puesto que el pescado transita cerca de la costa, pero la jornada se alargará ocho horas, en el mejor de los casos. Y así, durante cerca de siete semanas de frenética actividad. A partir de las seis de la mañana, el goteo de embarcaciones enfilando las aguas del fiordo es incesante. Las hay de todo tipo: desde buques especializados, hasta pequeños botes de menos de cuatro metros a bordo de los cuales viaja un solo pescador, pasando por las naves de tamaño medio en las que faenan familias de tres y cuatro miembros. Los excesos cometidos en el pasado han he- cho que en la actualidad la comunidad mime más que nunca su preciado tesoro. Es por ello que se controlan minuciosamente tanto las cantidades capturadas como los métodos de pesca usados. Así, las embarcaciones de menor tamaño suelen faenar con palangre, y la pesca de arrastre se reserva únicamente para los barcos de mayor envergadura. Una vez de vuelta al puerto, es hora de ha- cer recuento y preparar el producto. Un ope- rario maneja la grúa y apila sobre el cemento del muelle las cajas de acero que cargan las naves pesqueras. Dentro, decenas de bacalaos se apilan frescos y sin despiezar, a la espera de que los trabajadores divididos por equipos se encarguen de aprovechar al máximo todo el producto.Y en el caso del bacalao ocurre, un poco, como en España con nuestro queridí- simo cerdo: se aprovecha todo. Toca separar hígado, tripas, cabeza y cocochas. El despiece de esta última parte del pescado viene profun- damente marcada por la tradición ancestral. La costumbre dicta que sean los niños, y sólo ellos, los encargados de arrancar las cocochas y comercializarlas a su antojo. Una forma de introducir a los más pequeños en la actividad pesquera y, a la vez, de fomentar su respeto por las costumbres. La pieza de pescado limpia se empaqueta y parte rumbo al continente, desde donde se distribuirá a todo el planeta con el sello skrei, un distintivo apreciado internacionalmente y que asegura que el bacalao ha realizado el trayecto entre Rusia y las Lofoten, o lo que es lo mismo, que su carne es más firme y jugosa que la del resto de bacalaos. Una auténtica delicatesen con aroma a tradición (www.mardenoruega.es). Las aguas de las islas Lofoten esconden un bocado exquisito. Es el denominado ‘skrei’. Año tras año los pescadores del lugar esperan con ansia la llegada de este bacalao nómada REGALO DEL ÁRTICO CADA AÑO SE PESCAN un máximo de 40 toneladas de ‘skrei’ en las islas Lofoten. Esta delicatesen noruega sólo está disponible entre enero y abril, y se comercializa en España, Alemania, Francia e Italia desde hace una década. Durante las siete semanas que dura la temporada, toda la comunidad se entrega en cuerpo y alma al bacalao, desde los más veteranos hasta los escolares TEXTO Y FOTOGRAFÍAS DANIEL MARTORELL LIFE STYLE Gourmet

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DURANTE LOS TRES primeros meses del año, las aguas que rodean el archipiélago noruego de Lofoten registran un tráfico de embarcaciones superior al habitual. Botes individuales, barcos familiares y grandes bu-ques faenan juntos con un mismo objetivo: hacerse con un pellizco del tesoro que tran-sita por el fondo del mar en esta época del año. Tan preciado botín se llama skrei –que significa ‘nómada’ en noruego antiguo–, un bacalao que viaja miles de kilómetros desde el mar de Barents, en la frontera con Rusia, hasta llegar aquí, donde desova. El skrei es venerado por la comunidad. Se festeja su llegada, se captura a diario durante cerca de tres meses y en marzo los pescadores más veteranos despiden a los que han sobrevi-vido brindando desde tierra con un trago de aguardiente de patata con unas gotas de aceite de hígado de bacalao. Un tributo ideal para decirle “hasta el año que viene” al más preciado de los bacalaos.

Como suele ser habitual en pueblos in-sulares, la tradición está marcada a fuego en aquellos habitantes que aún viven de la

pesca. Poco a poco, el turismo ha ido im-poniéndose como principal actividad eco-nómica en las islas; pero para aquellos que aún trabajan en la cubierta de un barco o en las lonjas de los pueblos, la pesca del skrei sigue generando un profundo respeto, tanto por el animal como por las tradiciones que rodean a su captura y que se transmiten de generación en generación desde hace 6.000 años, cuando el hombre llegó a estas costas para quedarse.

El pistoletazo de salida que da inicio a la temporada corre a cargo de un inspector pesquero. Ese día, los barcos se disponen uno junto a otro con la proa hacia la bocana del puerto, con un inquieto traqueteo en los motores, similar al ánimo de sus patrones, ávidos por iniciar un año más la pesca del skrei. Enfundados en gruesos trajes de agua, con jerséis de lana, gorro, capucha y guantes para combatir el frío –entre 0 y 11 grados bajo cero en esta época–, los pescadores par-ten mar adentro cuando se da la señal. No se alejarán mucho, puesto que el pescado transita cerca de la costa, pero la jornada se

alargará ocho horas, en el mejor de los casos. Y así, durante cerca de siete semanas de frenética actividad.

A partir de las seis de la mañana, el goteo de embarcaciones enfilando las aguas del fiordo es incesante. Las hay de todo tipo: desde buques especializados, hasta pequeños botes de menos de cuatro metros a bordo de los cuales viaja un solo pescador, pasando por las naves de tamaño medio en las que faenan familias de tres y cuatro miembros. Los excesos cometidos en el pasado han he-cho que en la actualidad la comunidad mime más que nunca su preciado tesoro. Es por ello que se controlan minuciosamente tanto las cantidades capturadas como los métodos de pesca usados. Así, las embarcaciones de menor tamaño suelen faenar con palangre, y la pesca de arrastre se reserva únicamente para los barcos de mayor envergadura.

Una vez de vuelta al puerto, es hora de ha-cer recuento y preparar el producto. Un ope-rario maneja la grúa y apila sobre el cemento del muelle las cajas de acero que cargan las naves pesqueras. Dentro, decenas de bacalaos

se apilan frescos y sin despiezar, a la espera de que los trabajadores divididos por equipos se encarguen de aprovechar al máximo todo el producto. Y en el caso del bacalao ocurre, un poco, como en España con nuestro queridí-simo cerdo: se aprovecha todo. Toca separar hígado, tripas, cabeza y cocochas. El despiece de esta última parte del pescado viene profun-damente marcada por la tradición ancestral. La costumbre dicta que sean los niños, y sólo ellos, los encargados de arrancar las cocochas y comercializarlas a su antojo. Una forma de introducir a los más pequeños en la actividad pesquera y, a la vez, de fomentar su respeto por las costumbres.

La pieza de pescado limpia se empaqueta y parte rumbo al continente, desde donde se distribuirá a todo el planeta con el sello skrei, un distintivo apreciado internacionalmente y que asegura que el bacalao ha realizado el trayecto entre Rusia y las Lofoten, o lo que es lo mismo, que su carne es más firme y jugosa que la del resto de bacalaos. Una auténtica delicatesen con aroma a tradición (www.mardenoruega.es).

Las aguas de las islas Lofoten esconden un

bocado exquisito. Es el denominado ‘skrei’. Año

tras año los pescadores del lugar esperan con

ansia la llegada de este bacalao nómada

REGALO DEL

ÁRTICO

CADA AÑO SE PESCAN un máximo de 40 toneladas de ‘skrei’ en las islas Lofoten. Esta delicatesen noruega sólo está disponible entre enero y abril, y se comercializa en España, Alemania, Francia e Italia desde hace una década. Durante las siete semanas que dura la temporada, toda la comunidad se entrega en cuerpo y alma al bacalao, desde los más veteranos hasta los escolares

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS DANIEL MARTORELL

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