Dave Hickey - El Dragón Invisible

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Presentación: Nota bene x Estrella del Oriente EL DRAGON INVISIBLE x Dave Hickey obra de tapa: Alfredo Benavidez Bedoya

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Sobre la belleza.

Transcript of Dave Hickey - El Dragón Invisible

  • Presentacin: Nota benex Estrella del Oriente

    EL DRAGON INVISIBLEx Dave Hickey

    obra de tapa: Alfredo Benavidez Bedoya

  • ESTRELLA DEL ORIENTE

    PRESENTACIN / EQUIPO EDITORIAL

    J. CAPURROT. CEDRNM. CSPEDESN. HERRERAP. ROTHD. SANTORO

    DG: M. ROLLA

    Participan en este numero:Matias RothMartn Cespedes

    Secciones en el exterior:M. KUTASY (Hungria)S.LIBOLT (Francia)M. NOWERSZTERN (Francia)I. TAMBASCIO (Espaa)

    Se pueden reproducir los materiales publicados, citando la fuente.Registro de la propiedad intelectual E/T.

    E-mail: [email protected]

    PresentacinEQ

    UIPO

    EDIT

    ORIA

    LNOTA BENE: DOS AOS EN LOS QUE no estuvimos durmiendo, sino enfrascados en una obra conceptual, que lleva el nombre de un mamfero y que nos oblig a incursionar en el mundo rizomtico del cine. ESA ES LA RAZN por la cual el NUMERO SEIS SE DEMOR. Estuvimos trabajando.

    ESTE NUMERO SEIS cumple con un pedido de varios de nuestros lectores. Si bien habamos publicado extractos del libro El Dragn Invisible, el reclamo que nos lleg es el de publicarlo completo, (como habamos prometido).Es as que aqu va ese

    texto, in totum, en la primera -y nica- traduccin al castellano que existe. Hasta donde conocemos, no hay una edicin de este libro en nuestro idioma. MIENTRAS TANTO, estamos trabajando, por estos das,en la fase final de LA BALLENA VA LLENA. Esperamos que luego de la salida de nuestro numero SIETE, hayamos culminado la pelcula, para cumplir con la Fundacin Botn, que nos impuls a realizar este gran proyecto. ALEGRA, poder comunicarle a nuestros lectores que esperamos concretar, durante 2013, el pasaje de esta pgina web a un formato mas actualizado, que permita ver videos, y escuchar conversaciones y registros de nuestras reuniones de trabajo, asi como la de otros artistas. A MAX ERNST le debemos, finalmente, este esclarecedor aporte de su

    poema "Encuentro entre dos sonrisas":

    En el reino de los peluqueros, los afortunados no pierden todo su tiempo estando casados.

  • Nada como el hijoSobre el Portfolio X de Robert Mappelthorpe

    Segn el establishment norteamericano, el texto que aqui presentamos porsu sensatez insoportable corroe los cimientos de las instituciones artisticas.Para algunos mandarines de Paris en cambio, es una obra de inspiracionReagano-Thatcherista. Nosotros pensamos que es un texto interesante y quecomo extraa y significativamente, despues de mas de quince aos de publi-cado por primera vez, aun no fue editado en castellano, con algun esfuerzologramos esta traduccin casera, que gracias a la generosa colaboracin deLoreto Arenas, Estrella de Oriente les brinda.

    EL DRAGON INVISIBLEx Dave Hickey

    DAVE HICKEY

    EL DRAGON INVISIBLE

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    Juan ManuelResaltar

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    EL DRAGON INVISIBLE

    Sera agradable que alguna vez un hombreme abordara en la calle y me dijera:Hola, soy el hombre de la informacin y hacetrece minutos que no dice la palabra suyo.Hace dieciocho das, tres horas y diecinueveminutos que no dice la palabra elogio.

    Edward Ruscha, Information Man

    INGRESA AL DRGON

    SOBRE LO VERNCULO DE LA BELLEZA

    Iba a la deriva, soaba despierto en verdad, durante los momentos estancados de una mesa de debate sobre el tema Qu est pasando ahora. Dibujaba puales sobre un bloc amarillo y formulaba estrategias vagas para esquivar trom-padas y matones, cuando me di cuenta de que alguien del pblico se diriga a m. Un joven graduado desgarbado se haba puesto de pie y peda mi opinin sobre cul sera La cuestin de los Noventa. Arrancado sbitamente de mi ensueo dije: La Belleza y luego con mayor firmeza, La cuestin de los Noventa ser la belleza un desliz absolutamente improvisado un arranque ridculo de libre asociacin que sali espontneamente de mis labios vaya a saber por qu. O sera tal vez que... estaba siendo irnico, deseando que fuera cierto pero no creyendo que fuera posible? No lo s, pero el total e incomprensible silencio que recibi esta modesta idea le prest inmediata credibilidad. Mi interlocutor cay sentado de golpe, irradiando consternacin. Por pura perver-sin, decid continuar luego del silencio despus de belleza. Improvisando, comenc por actualizar a Pater ; insist en que la belleza no era un objeto lo bello era un objeto. En imgenes, enton, la belleza era el agente que causaba placer visual en el espectador; y cualquier teora sobre imgenes que no estuviera basada en el placer del espectador pone en tela de juicio su eficacia y se ve con-denada a la intrascendencia. Esto me pareci provocador, pero el pblico segua ah sentado, sin sentirse provocado, y la belleza tambin segua simplemente suspendida en el aire. Una palabra sin lenguaje, serena, extraordinaria y fornea a ese elegante espacio institucional... como un dragn Pre-Rafaelino volando con sus alas de cuero.

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    Si las imgenes no provocan nada en esta cultura me sumerg an ms, si no provocaron nada, entonces, por qu estamos sentados aqu en el ocaso del siglo veinte hablando sobre ellas? Y si solo provocan algo luego de que hablamos sobre ellas, entonces ellas no provocan, somos nosotros. Por lo tanto, si nuestro anlisis crtico pretende ser algo ms que una ciencia dudosa, la eficacia de las imgenes debe ser la razn de la crtica y no su consecuencia el eje de la crtica y no su objeto. Y debido a esto, conclu de forma grandilocuente, dirijo vuestra atencin al lenguaje del efecto visual a la retrica de cmo se ven las cosas a la iconografa del deseo en una palabra: a la belleza.Hice un gesto de voil para marcar la puntuacin, pero fue en vano. La gente estaba retirndose tranquilamente. Mis compaeros de panel miraban fijamente a la distancia o examinaban sus cutculas. Estaba de veras sorprendido. Hay que admitir que fue un desliz. Belleza? Placer? Eficacia? Cuestiones de los Noventa? Admitmoslo, era perturbador. Pero una perturbacin merecedora de una rplica de una pregunta o dos de asentir con la cabeza o al menos de una risa tonta. Me haba adentrado en esa zona muerta, el abismo del silencio. No estaba listo para dejarlo ah, pero la moderadora del panel dio un golpe leve a su micrfono y dijo: Bueno, creo que es todo. As que nunca pude terminar de disparar ese tiro inicial. Cuando empezaron a dispersarse, a acomodar papeles y tocarse los bolsillos, me sent algo enfadado (tragarse una importante alusin a Roland Barthes puede provocar eso). A pesar de ello, ni bien sal del lugar y me adentr en la noche otoal, se apoder de m esa extraa euforia Sherlock Holm-esiana. Haba empezado el partido.Haba descubierto algo; o mejor dicho, haba extendido la mano y descubierto que no haba nada: un vaco que necesitaba comprender. Haba dado por sen-tado que desde los comienzos del siglo XVI hasta apenas la semana pasada, los artistas haban empleado persistente y efectivamente el spero vernculo del

    placer y la belleza para cuestionar nuestros conceptos totalizadores sobre lo bueno y lo bello. Y ahora esto se termin? Evidentemente, s. De todos modos, el vocabulario crtico pareci evaporarse de la noche a la maana y me encontr murmurando preguntas de detective tales como: Quin gana? Quin pierde? Qui bono? aunque sospechaba que saba la respuesta. An as, durante el ao siguiente o ms, de forma aplicada sacaba a relucir el tema de la belleza donde fuera que me encontrara, con quin sea que estuviese hablando. Son-deaba entre artistas y estudiantes, crticos y curadores, en pblico y en privado... solo para ver qu decan. Los resultados fueron inquietantemente consistentes y para nada lo que yo hubiese deseado.

    *

    Lisa y llanamente, si se planteaba la cuestin de la belleza en el mundo artstico estadounidense de 1988, no se daba pie a una conversacin sobre retrica o eficacia o placer o poltica o siquiera Bellini. Se daba pie a una conversacin sobre el mercado. Eso, en aquella poca, era el concepto de belleza. Si decas belleza, ellos respondan: La corrupcin del mercado y yo replicara: La corrupcin del mercado?! Despus de treinta aos de frentico afianzamiento de poder, durante los cules los espacios de arte contemporneo en los Estados Unidos han evolucionado desde una minscula red de galeras privadas en Nueva York hasta un enorme sistema transcontinental de heladeras post-modernas solventadas por fondos del estado. En dicho lapso de tiempo, los rangos de pro-fesionales del arte fueron inflados partiendo de un puado de aficionados del lado este de Manhattan hasta llegar a este masivo ejrcito civil de PhDs y MFAs. Estos burcratas administran un sistema monoltico de patrocinio entrecruzado, que en su estructura, se asemeja bastante al de Francia de principios del siglo XIX.

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    Mientras tanto, distritos electorales poderosos, corporativos, gubernamentales, culturales y acadmicos compiten por poder y dlares exentos de impuestos, cada uno con su propia agenda que se auto-perpeta y ninguno con algn inters creado en el subversivo potencial del placer visual. Bajo estas condiciones culturales, los artistas de este pas se obsesionaban con el mercado? Se preo-cupan por un puado de mercaderes de imgenes picando canaps arriba de un Concorde? Los acusan de cualquier obra de arte que no incorpore madera terciada?Bajo estas condiciones culturales, sugiero que decir que el mercado est corrupto es como decir que el enfermo de cncer tiene la cutcula inflamada. Sin embargo, las expresiones de esta ide fixe generalizada permanecen hoy vigen-tes, no en menor medida por la repentina evanescencia del mercado mismo luego de treinta aos de desprecio por la intimidad de sus transacciones, sino tambin por la radical discontinuidad entre la crtica seria del arte contemporneo y la del arte histrico. En un momento en que fcilmente el sesenta por ciento de la crtica del arte histrico se preocupa por la influencia del gusto, el patrocinio, y los cnones de aceptabilidad que determinan las imgenes que una cultura produce, el volumen de la crtica contempornea en una miasma de negacin alucinante, ignora con firmeza la posibilidad de que cada forma de refugio tiene su precio y se auto-satisface con la queja sobre la corrupcin del mercado. Las transac-ciones de valores llevadas a cabo bajo el patronazgo de nuestras nuevas institu-ciones sin fines de lucro se ven exceptuadas de esta crtica cultural, se cree que son inmaculadas, redentoras, desinteresadas, sin gustos fijos y polticamente benignas. S, claro.Durante mi sondeo informal, descubr que el razonamiento detrs de este supuesto es que los marchante de arte solo se preocupan por cmo se ve, mien-tras que los profesionales del arte empleados por nuestras nuevas instituciones

    se preocupan en verdad por lo que significa. Lo que resulta bastante fcil de decir. Y sin embargo, si tal es el caso, (y yo creo que lo es) no puedo imaginar a nadie salvo al ms enloquecido naif descartar frvolamente a un autcrata que monitorea apariencias y reemplazarlo por un burcrata que monitorea deseo. Ni tampoco lo puede imaginar Michel Foucault, que plantea una variante sobre este mismo punto en Surveiller et punir (Vigilar y Castigar). Nos propone elegir lo que aqu est en juego, elegir entre vigilancia burocrtica o castigo autocrtico. Fou-cault inicia su libro con un antiguo texto terrorfico que describe la prolongada tortura pblica y posterior ejecucin de Damiens, el regicida . Luego yuxtapone esta demostracin de la justicia real sobre el escarmiento a la teora de la crcel reformadora propuesta por Jeremy Bentham en su Panopticn.

    La agenda de Bentham, en contraste con el salvajismo pblico del rey, es aparentemente benigna. Materializa la pasin benvola por el control secreto que denota la prctica pictrica de Chardin, y de igual modo que Chardin , Bentham se preocupa. No tiene intencin de castigar al delincuente, sino meramente de recon-stituir el deseo del delincuente bajo la disciplina protectora de la vigilancia perpetua, secreta, social con la paternal esperanza que, como un hijo, el delin-cuente finalmente internalice esa vigilancia como una conciencia y empiece a controlarse a s mismo como un buen ciudadano lo hara. Sin embargo, a pesar de la aparente bondad de Bentham (y de hecho, justamente por eso), Foucault plantea que la justicia cruel del rey es en definitiva ms justa porque al rey no le preocupa cul es nuestra intencin. El rey nos exige la imagen de lealtad, los rituales de fidelidad y si esto no est disponible, destruye nuestros cuerpos, dejn-donos morir por nuestras convicciones. El director de crcel de Bentham por otra lado, exige nuestras almas, y en el caso de que no estn disponibles, o no puedan ponerse a disposicin de la normalidad social, sabe que nos castigaremos a

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    nosotros mismos, que habremos internalizado su vigilancia constante en la forma de culpa auto-destructiva. Estas son las opciones que nos presenta Foucault; y yo sugerira que dentro de la comunidad artstica el peso de la cultura pende tan pesadamente del lado de Bentham que somos incapaces de verlos como corruptos por igual. Somos, creo yo, nios tan obedientes del Panopticn, tan dedicados al cuidado, la vigilancia y las almas redimibles de las cosas, que hemos trasladado esta opcin compleja y contempornea entre la justicia salvaje del rey y la disciplina burocrtica de Ben-tham, a una eleccin utpica y progresiva entre el corrupto mercado viejo y la valiente institucin nueva. Por lo tanto la belleza se ha visto asociada al cor-rupto mercado viejo porque los marchantes de arte como el rey de Foucault trafi-can objetos y apariencias. Valoran imgenes que prometen placer y emocin. Aquellas que cumplen con su promesa son admitidas en la corte; aquellas que no cumplen son sometidas a la justicia del rey, la cul en efecto, puede ser muy cruel y autocrtica. Pero hay otra cara de la moneda, dado que los marchantes de arte tambin como el rey de Foucault, no se preocupan por qu significa. Por lo tanto, el contenido radical ha florecido tradicionalmente bajo el auspicio de este profundo desinters.La institucin liberal, sin embargo, no es tan desdeosa respecto a las apariencias como el mercado lo es respecto al significado. Como el benvolo carcelero de Jeremy Bentham, los curadores de la institucin son dueos de la confianza pblica. Deben observar con atencin y preocuparse de forma genuina sobre qu quieren decir de verdad los artistas y por lo tanto, deben desconfiar de las apariencias, casi por necesidad. Deben desconfiar de la idea misma de las apari-encias y sobre todo desconfiar de las apariencias de las imgenes, que por virtud del placer que brindan, son eficaces por derecho propio. El atractivo de estas imgenes genera cierta ingratitud, ya que el proyecto entero de la nueva

    institucin ha sido quitarle el peso cruel de la eficacia a la obra de arte y hacer posible que los artistas practiquen esa honestidad plena de la cul ningn artista an ha sido capaz, ni tampoco dese serlo. Pero, si exhibiramos el alma interna de las cosas al prolongado escrutinio pblico, la apariencia franca lo sera todo, y la belleza el bte noire de este agenda, la serpiente del jardn. Le roba el poder a la institucin, seduce a sus feligreses y en todo caso, llena de consternacin a los artistas que se han comprometido a la plena honestidad y eficacia de la institucin.Los argumentos que plantean esos artistas en detrimento de la belleza se redu-cen a una sola queja: La belleza vende. Y aunque sus quejas por lo general se expresan en el lenguaje del radicalismo acadmico, no difieren mucho de los prejuicios haut burgeois de mi abuela contra los empresarios que salen en los peridicos. El arte bello vende. Si se vende a s mismo, es una mercanca idla-tra; si vende otra cosa es publicidad seductora. El arte no es idolatra, dicen ellos, ni tampoco publicidad y yo coincidira con la salvedad de que la idolatra y la publicidad son, en efecto, arte y que las mayores obras de arte son siempre e inevitablemente una mezcla de ambas cosas.

    *

    Finalmente, hay cuestiones dignas de exponer en imgenes dignas de admirar; y la verdad nunca es plena ni las apariencias siempre francas. Intentar que lo sean es neutralizar la excentricidad original y magnfica de las imgenes de la cultura occidental a partir de la Reforma: el hecho de que no son fiables, de que siempre proponen algo discutible y controversial. Esto es lo puramente divertido, vivaz, escurridizo y peligroso de la cuestin. Ninguna imagen se presume inviolable en el saln de baile de nuestra poltica visual y todas las imgenes son poderosas

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    en potencia. Un diseo grfico pobre derroca buenos gobiernos y obstruye buenas ideas; un buen diseo grfico soporta malas ideas. El matiz fluido del placer, la belleza y el poder es un negocio importante y exitoso en esta cultura y lo ha sido desde el siglo XVI, cuando las innovaciones deslumbrantes y elocuentes del arte renacentista le permitieron a los artistas producir imgenes quimricas de tal autoridad que adquiran poder. Y lo adquiran en la intimidad a travs de los observadores de la obra, en lugar de o al menos antes que se les adjudicara ese poder a travs de las instituciones de la iglesia y el estado.

    En ese momento, por primera vez en la historia, el poder de las burocracias eclesisticas y gubernamentales para dotar de significado a las imgenes comenz a debilitarse y el encuentro privado entre la imagen y su observador alcanz el potencial de cambiar el carcter pblico de las instituciones. Las imgenes se tornaron verstiles e irrevocablemente polticas y a partir de enton-ces, y durante ms de cuatro siglos despus del surgimiento de la pintura de caballete, las imgenes planteaban cosas doctrinas, derechos, privilegios, ideologas, territorios y reputacin. Durante el transcurso de este perodo, una coleccin libre y errtica de figuras que significaban belleza funcion como pathos que llamaba nuestra atencin sobre el logos y ethos del planteo visual. Le otorgaba el derecho nico de la imagen a ser mirada y a ser creda. El objetivo de estas figuras de la belleza era conceder el derecho a voto al pblico y reconocer su poder delinear un territorio de valores comunes entre la imagen y su especta-dor y luego, en ese territorio, plantear el argumento valorizando el contenido de la problemtica de la imagen. Sin la urgente intencin de reconstruir el punto de vista del espectador, la imagen no tena razn de existir, ni tampoco razn de ser bella. Por lo tanto, la conveniencia de lo familiar siempre contena la frisson de lo extico y el efecto de esa fusin era, en el mejor de los casos, convincente emocin: placer

    visual. Como dice Baudelaire: Lo hermoso siempre es extrao con lo que quiere decir, claro, que es siempre raramente familiar.

    Dentro de este contexto, Caravaggio, a las rdenes de sus maestros, iba a desplegar el exquisito dramatismo hiertico de la Madonna del Rosario para prestar atractivo visual y autoridad corprea al asediado concepto de la medi-acin de la iglesia e iba a lograr un xito irrefutable, no solo en la defensa del caso de sus maestros sino en imponer el sofisticado glamour de su propio plan-teo a la doctrina. As, hoy en da, cuando nos paramos frente a la Madonna del Rosario en Viena, le rendimos homenaje a una magnfica alusin a un clebre litigio visual un viejo caballo de batalla puesto a pastorear en este caso, un purasangre. La imagen ahora est callada, su frisson argumentativo ha sido neu-tralizado, y la cuestin en s drenada de urgencia ideolgica. Queda solamente la superestructura cosmtica de ese antiguo planteo apenas visible para ser ven-erada por los defensores de la tregua visual bajo la deshilachada bandera del realismo humano y los trascendentes valores formales.

    Sin embargo, antes de hacer una reverencia, debemos preguntarnos si el real-ismo de Caravaggio hubiese sido tan mordaz o su realizacin formal tan exquisi-tamente espectacular, si su agenda poltica contempornea, bajo la presin crtica de una Iglesia rival no se hubiese presentado tan apremiante. Y an ms, deberamos preguntarnos si siquiera la pintura habra sobrevivido hasta que Rubens la compr, porque de algn modo, la agenda ya haba expirado. Lo dudo. Somos una civilizacin que ama el litigio y no nos gustan los perdedores. La histo-ria de la belleza, como toda historia, cuenta la versin del ganador; y esa versin se relata en los grandes mausoleos donde las imgenes como las de Caravaggio, habiendo cumplido su misin en el mundo, son sepultadas y dnde an siendo

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    colgadas con gran pompa, nos brindan una maravillosa y conmovedora experi-encia visual. No obstante, uno se pregunta si nuestro criterio sobre los placeres del arte estn bien fundados en la tristesse glamorosa que sentimos ante la pres-encia de estos caballos de batalla institucionalizados, si las imgenes contem-porneas son de verdad enaltecidas al ser institucionalizadas en su infancia y si puede haber una misin en el mundo para ellas tambin. Por ms de cuatro siglos, la idea de hacerlo bello fue la clave de nuestro vernculo cultural la ametralladora del amante y la alegra del prisionero el ltimo reducto de los no privilegiados y la nica ruta directa desde la imagen al individuo sin un desvo hacia la iglesia o el estado. Ahora parece que la generosi-dad perdida, como el fantasma de Banquo , est condenada a acechar nuestro discurso sobre el arte contemporneo que ya no precisa enaltecer imgenes o insinuarlas como parte del lenguaje vernculo y al que ni siquiera se le permite intentarlo. La ruta que va desde la imagen al espectador ahora se desva hacia una institucin alternativa aparentemente distinta de la iglesia y el estado. An as, no es difcil detectar el aroma de los sacerdotes de Caravaggio al pisar sus alfom-bras de lana gris o congelarse los zapatos en sus salas de espera polares. Uno debe sospechar, creo, que se nos niega cualquier directa atraccin a la belleza, por prcticamente las mismas razones que a los suplicantes de Caravaggio se les neg atraccin a la Virgen: para mantener el trabajo de los burcratas. Caravag-gio, al menos, nos muestra la Virgen, en toda su magnfica autonoma, antes de darnos instrucciones de no mirarla y redirigir nuestros ojos culposos a ese rosario de madera que cuelga de los dedos del sacerdote. Los sacerdotes de la nueva iglesia no son tan generosos. La belleza, en su territorio, no tiene cabida; y a nosotros nos dejan contando las cuentas del collar y murmurando los textos de la honestidad acadmica.

    Afortunadamente, cuando estaba en medio de mi sondeo informal, se desat la gran controversia sobre exhibir las fotografas erticas de Robert Mappelthorpe en lugares pblicos, lo cul me brind una muestra cabal del asunto y al prin-cipio me senta optimista, incluso estaba entusiasmado. Este escndalo pareca una de esas instancias mgicas donde el litigio visual privado que provoca todo arte de calidad podra expandirse hacia el litigio ms eficaz de la poltica estatal y desafiar algunas de las restricciones legales sobre la conducta que elogian las imgenes de Robert. Me equivocaba. La comunidad artstica estadounidense, en el apogeo de su poder e inmunidad, eligi el papel de la asolada virgen: arrojarse postrada ante la primera plana de los EEUU y retar justamente a la bota fascista a que aplastara su ultrajada inocencia.Todava ms, esta comunidad eligi ignorar las cuestiones especficas que plant-earon las fotografas de Robert a favor de la poltica de altura. Sali enrgica-mente en defensa del status quo y de todos los beneficios y privilegios que haba adquirido durante los ltimos treinta aos, y lo hizo bajo la andrajosa pancarta de la libertad de expresin una consigna publicitaria que supongo que est bastante desacreditada (y con razn) por el anlisis crtico feminista de imgenes. Despus de todo, una vez que una comunidad acepta el supuesto de que ciertas imgenes son certificadamente txicas, esto prcticamente abre la puerta como se dice en la jerga jurdica.Y por ltimo, casi nadie se detuvo a considerar por un momento el increble triunfo retrico que signific todo el asunto. Un nico artista con un singular conjunto de imgenes logr de algn modo eclipsar el aura de aislamiento, aburguesamiento y mistificacin moral que rodea la prctica del arte contemporneo en este pas. Logr amenazar directamente a aquellos con verdadero poder a travs de su celebracin de la marginacin. Cre que haba llegado el gran momento, sobre todo porque era la celebracin y no la marginacin lo que haca peligrosas a estas

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    imgenes. Simplemente, era su agudeza retrica, su liberacin directa del espectador profano. Fue precisamente su belleza lo que encendi la embestida y en este campo, creo, hay que darle crdito al Senador Jesse Hehms, quin en su primitiva inocencia, al menos distingui lo que haba all, comprendi lo que propona Robert y lo tom acertadamente como un directo desafo contra todas sus creencias. El Senador podr no saber nada de arte, pero la retrica es su negocio y no dud en responder al reto. Como es de esperar, tena derecho. El arte es un instrumento poltico democrtico, o no es.As que, no se trataba de que haba hombres hacindolo en las imgenes de Robert. En aquella poca eran retratados y exhibidos con regularidad en las pare-des de galeras privadas y espacios alternativos subvencionados por el estado de todo el pas. No obstante, por culto a la honestidad plena y la apariencia franca no eran retratados hacindolo de modo persuasivo. Entonces, no era que los hombres lo estaban haciendo, sino que Robert lo estaba haciendo bello. Ms precisamente, se apropiaba de un vernculo barroco de la belleza que era ante-rior y que claramente exceda el canon puritano de atractivo visual al que adhera la institucin teraputica. Este canon pretende que miremos arte, por ms banal que sea, porque mirar arte es bueno para nosotros; sin importar y en definitiva a pesar de qu es lo especficamente bueno que la obra de arte o el artista nos presenta. Este hbito de subordinar lo bueno del artista a las polticas elevadas de la expresin, por supuesto, cobra sentido en los mausoleos de la antigedad donde surgi, y dnde difcilmente podramos hacer otra cosa. Dnde tal vez, es bueno para nosotros mirar a La Madonna del Rosario sin palidecer ante su Poltica de la Contrarreforma, porque esa poltica ya est muerta. Y donde tambin podra ser bueno para nosotros, mirar un retrato de Sir Thomas Lawrence y comprender su romntica identificacin heroica con la aristocracia terrateniente. Sin embargo,

    es demente y moralmente ignorante enfrentarse a la obra de un artista vivo (en aquel momento, moribundo) como nos enfrentaramos a los artefactos de la Atlntida Perdida con indulgente pericia para valorar su celebracin apasio-nada, parcial y poltica de la marginalidad estadounidense y al mismo tiempo negarse a captar su contenido o a discutir su planteo que se relaciona tan ntimamente con la confianza, el dolor, el amor y el abandono del ser.Sin embargo, esto era exactamente lo que se esperaba y deseaba, no por parte del gobierno, sino por el establishment del arte. Era cuestin de libertad de expresin. Por lo tanto, la defensa del director del museo procesado por exhibir las imgenes, fue presentada prcticamente en trminos de la naturaleza reden-tora de la belleza formal y la naturaleza crtica de la vigilancia. El espectador sofisticado, le dijeron al jurado, responda a la elegancia de la forma sin importar la temtica. Sin embargo, este espectador debe ser lo bastante valiente para mirar la realidad y comprender las fuentes de la belleza formal en la torturada patologa privada del artista. Si esto suena como la vieja dialctica patriarcal sobre los trascendentales valores formales y el realismo humano, lo es; con el agregado adicional de que en las Cortes de Ohio, ahora se cree que las fuentes de la belleza no son la corrupcin del mercado, sino la corrupcin del artista. Entonces, clara-mente, todo este litigio para establecer la corrupcin de Robert Mappelthorpe hubiese sido innecesario si sus imgenes de alguna manera reconocieran esa corrupcin, y eso lo calificara para nuestro perdn. Pero no era el caso.No hay mejor evidencia de esto, creo yo, en el hecho de que mientras la contro-versia Mappelthorpe haca furor, la retrospectiva de Francis Bacon atraa multi-tudes en Los Angeles County Museum of Art y Joel-Peter Witkin exhiba con sere-nidad institucional. Sucede que las imgenes de Bacon y Witkin hablan un lenguaje de sntomas que es ampliamente tolerable para el status quo. Mistifican al contenido de Mappelthorpe, lo estetizan, lo personalizan y en ltima instancia

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    lo marginalizan todava ms como una conducta artstica con significantes que denotan angustia, culpa y desesperacin. No es la representacin lo que deses-tabiliza, es el halago. Ni tampoco es el anlisis crtico central lo que cambia al mundo. El anlisis crtico de la corriente dominante ennoblece el rol aparente de la institucin teraputica de oposicin al gobierno y disimula su mandato no reconocido de neutralizar el disenso. Primero encerrndolo en un ghetto y luego mistificndolo. Al confrontarse con imgenes como las de Mappelthorpe, que por virtud de la atraccin directa que ejercen ante el espectador desprecian su para-guas protector, la institucin teraputica es revelada inmediatamente por lo que es: el basural moral de una civilizacin pluralista.

    Sin embargo, lo vernculo de la belleza, en su recurso democrtico, es que sigue siendo un instrumento de cambio potente para esta civilizacin. Mappelthorpe lo utiliza, como tambin Warhol, como tambin Ruscha, para involucrar a individuos de adentro y fuera del ghetto cultural en debates sobre qu es bueno y qu es bello. Y lo hacen sin recibir beneficios del clero, lo hacen en la calle, sobre la margen donde podramos, si tenemos la suerte, confrontarnos con ese hombre de la informacin y su recordatorio de que no hemos dicho la palabra elogio desde hace ya dieciocho das, tres horas y diecinueve minutos.

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    Cuando pienso en qu tipo de personaquisiera tener como empleado,creo que sera un jefe.

    Andy Warhol, The Philosophy

    Nada Como el Hijo

    SOBRE EL PORTFOLIO X DE ROBERT MAPPELTHORPE

    Pas cinco minutos observando sus imgenes desde afuera con el objeto de encontrar alusiones justificables a otras obras de arte. Se me vino a la mente Leonardo, Correggio, Rafael, Bronzino, Caravaggio, Ribera, Velzquez, Chardin, Reynolds, Blake, Grme, Fantin-Latour y un grupo de fotgrafos. Sin duda, un historiador de arte lo habra hecho mejor, pero en definitiva hubiese arribado a la misma conclusin: Estas imgenes contienen demasiado arte para pertenecer a eso. Podrn vivir en la morada del arte y hablar el lenguaje del arte a quin est dispuesto a escuchar, pero lo cierto es que pertenecen a una categora de experiencia ms amplia y vertiginosa dentro del arte y a la cul desearamos que no perteneciera.

    *

    Por ejemplo, La Incredulidad de Santo Toms de Caravaggio (1961). Con su fondo envuelto en la oscuridad y escena delineada que se separa, la pintura nos inscribe en espectadores cmplices. Cristo resucitado toma serenamente al incrdulo Toms de la mueca y gua el dedo ndice extendido del santo hacia la herida lateral. Otros dos discpulos se arriman, apoyndose sobre el hombro de Toms para observar ms minuciosamente. Nosotros tambin nos sentimos compulsados a inclinarnos hacia adelante por el formato tres cuartos de la pintura que como un zoom barroco, o como la mano de Cristo sobre nuestra mueca, suave pero firmemente nos aproxima al centro de la escena. Entonces, as como Cristo abre su herida a Santo Toms, Caravaggio (pretendiendo disuadirnos de

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    nuestra duda y falta de fe) nos abre esta escena naturalista al detalle. Y nosotros, sintiendo el desafo y la repugnancia por la caracterizacin nuestra del artista de ateos desconfiados (y culpables por la secreta certeza de que, en efecto, lo somos) debemos reaccionar con honor, confianza, creyendo al contrario de Toms, lo que ven nuestros ojos. (Mirar es dudar). As que para liberarnos de la culpa, y de la conjetura de Caravaggio sobre nuestra incredulidad, trascendemos la mirada, vemos con el corazn y nos rendimos a la magnfica autoridad de la imagen, expandiendo nuestro amor penitencial y fe por Cristo a la Palabra de Dios a la pintura y finalmente al mismo Caravaggio.

    De esta manera, la religin de Cristo y la religin del Arte se infectan una a otra erticamente en nuestro complejo encuentro con la imagen y la Palabra de Dios. Porque del mismo modo que Cristo confa en Santo Toms y se somete a ser tocado ntimamente, nosotros confiamos en la imagen y tambin nos sometemos a ser tocados considerando a la belleza como la marca distintiva de su gracia y beneficencia. Y as como Cristo, por su sumisin dignifica a su discpulo y lo con-trola, tambin nosotros por nuestra sumisin, dignificamos a la imagen y ejerc-emos control sobre ella. Al hacerlo, demostramos que aunque en los dems aspectos no seamos siquiera semejantes al Hijo, podemos sin embargo, como l, entregarnos, adoptar una actitud humilde por Dios, por el arte, por otros y llenos de culpa, ajustarnos a las condiciones de nuestra propia sumisin. Y en esa sumisin redimir nuestra culpa y dominar, triunfar ante la imagen contenida de nuestro deseo en un instante exquisito y suspendido de placer y control.

    *O eso le hubiese hecho creer Robert, quin se inici en el seno de la Iglesia y la abandon para crear su propio lenguaje de redencin en la calle: un dialecto muy

    bien diseado sobre lo clsico y lo kitsch que flirteaba con lo bajo y desarmaba a lo alto con encanto. Con el paso del tiempo, l cultivara ese dialecto de belleza srdida, lo refinara hasta el punto de la transparencia y extendera la franquicia de su obra ms all de la competencia del mundo del arte y sus institu-ciones. Luego, cuando por fin esas instituciones culturales se dignaron a aceptarlo en sus filas, esas imgenes transparentes invalidaron toda negativa de responsabilidad institucional y siguieron haciendo accesible aquello que haban estado haciendo accesible todo el tiempo. De manera totalmente frontal. La gente estaba conmocionada y Robert muri dejndonos con un repertorio de imgenes que son tan difciles de ignorar como imposibles de malinterpretar.Claro que las imgenes slo trataban de trasgresin, de pagar por eso por adelantado con la suspensin del deseo y disfrutarlo. Pero no trataban de tras-gresin porque s. Aquellos a quines el mundo iba a cambiar, deban cambiar al mundo. Toda la misin de Robert, se originaba en su entendimiento de que si uno iba a cambiar el mundo con arte, hay que cambiar gran parte de l. Por lo tanto, el axioma de que el significado de un signo es la respuesta a l, adquiri para l una dimensin no slo cuantitativa sino tambin cualitativa. l los quera a todos a todos esos espectadores y al quererlos, vio al mundo del arte por lo que era: otro retrete.No le bastaba con la buena intencin de sus imgenes que privilegiaran la calidad (aunque esperaba que lo hagan). Tambin deban tener gran significado, para bien o para mal; porque a la hora de la verdad, el verdadero poder para dar vuelta el status quo solo podan concederlo imgenes de representantes de ese status quo, en la calle y en los altos estamentos del poder. As que se embarc en una peligrosa seduccin, pero era el hombre indicado. Y andando por un terreno tan peligroso como el de Wilde, adopt la doble irona de la revelacin completa y torn a la eficacia de sus imgenes en funcin directa de su poder

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    para privilegiar al espectador no cannico. Para privilegiar, en ltima instancia, a ese Senador de Carolina del Norte e insistir en su reaccin porque, en verdad, si el Senador no pensaba que una imagen era peligrosa, entonces no lo era. Sea lo que fuera con lo que los excitados entendidos se halagaban a s mismos crey-endo, si lo que est en juego es la trasgresin y se insiste en ello, era siempre el Senador, y solo el Senador, el amo de la Ley, ese Padre, a quin importaba escandalizar.

    *

    Vi las imgenes X de Robert por primera vez esparcidas sobre una mesita con un tablero de medidas en el penthouse de un traficante de cocana sobre Hudson Street. Y en ese contexto eran simplemente lo que deban ser un fajo de instan-tneas ertico-elegantes, objetos de recuerdo, piezas atrevidas fotografas que haba tomado el artista cuando no estaba haciendo arte, incursiones noir en el masoquismo metafsico, intercambiando cartas por cocana. Mientras tanto fueran de circulacin privada, seguiran siendo eso: imgenes refinadas y pertur-badoras, claro est, pero en definitiva artefactos clandestinos, a lo sumo textos perifricos como los diarios de Joyce o la coleccin ertica de Delacroix. Hoy las imgenes de El Portfolio X son fotografas refinadas y es lo mejor. Se ubican como imgenes acreditadas dentro de su obra completa junto a antecedentes y derivados pornolgicos, y su presencia carga de riqueza y aspereza al resto de la obra.

    An as, colgadas en la pared en medio de sus elegantes hermanas, estas imgenes parecen tan incidentales, su legitimidad artstica se nota tan reciente-mente acreditada que casi uno espera ver aserrn en el suelo. Es tan obvio que

    parecen venir de otra parte, de la zona portuaria; es obvio que traen consigo al mundo de las paredes blanco-hielo, el aura de la sonrisa cmplice, los malos hbitos, el lenguaje sucio, y recintos con ladrillo a la vista repletos y llenos de humo, barras de aserradero y letreros escritos a mano en la pared. Podrn ser legtimas, pero como mis primos segundos, Tim y Duane, estn lejos de ser respetables, incluso en la actualidad. La familia y los amigos se dividen en bandos de lealtad y sin duda continuarn dividindose as; y es sta enemistad familiar, creo yo, ms que cualquier protesta provinciana sobre su contenido lo que define la dificultad de las imgenes del Portfolio X. Porque las verdaderas preguntas que las circundan, en su mayora an no formuladas, derivan menos de lo que mues-tran sobre el sexo que de lo que dicen sobre el arte si es que son arte y hasta los supuestos partidarios de Robert parecen dispuestos, en el momento adec-uado, a asignarles ciudadana de segunda clase dentro de la obra completa.Es una pelea antigua en verdad, que data del surgimiento del Barroco y si se me permite hacer una comparacin sin que esto implique una ecuacin, sugiero que estas fotografas noir mantienen la misma relacin con el resto de la obra de Robert que los Sonetos de Shakespeare con el cuerpo de su labor literaria. Los Sonetos como las imgenes X, han servido constantemente de lnea divisoria de aguas para la crtica, separando a los buenos de los malos. Durante los cuatro-cientos aos en que estuvieron en boga, estos poemas fueron citados alternativa-mente como la corona de laureles de Shakespeare o como prueba de su subya-cente debilidad con nada menos que Dr. Johnson, Coleridge, Wordsworth, Byron y Bernard Shaw optando por lo ltimo y manifestando una u otra versin de la queja de Henry Hallam sobre que es imposible no desear que Shakespeare no los hubiese escrito. Un sentimiento que para cualquiera que haya estado al tanto de discusiones sobre El Portfolio X entre expertos en fotografa le resultara sin duda familiar.

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    Ambos, Los Sonetos y El Portfolio X, parecen sufrir y beneficiarse por igual de su mancha de legitimidad marginal. El hecho de que ambos proyectos sean hijos bastardos, inicialmente concebidos en la intimidad del discurso privado y solo posteriormente elevados en su categora, ha despertado persistentemente sospechas de que su coyuntura formal y ardiente intensidad es en menor medida producto del arte y ms que nada un sub-producto de la agenda profana. Segn las pruebas sinceras que presentan los textos e imgenes, esta agenda sugiere cierto comportamiento sexual indecoroso no ficticio y a conciencia por parte del artista y Shakespeare. Dependiendo del comentarista, por supuesto, estas francas revelaciones han o bien iluminado la produccin ms pblica o con-taminado dicha produccin con un aura extra-textual de ansiedad febril. As que la pelea contina. Pero creo que no continuara tan enrgicamente ni pareceran tan crticas las cuestiones de legitimidad y comportamiento sexual indecoroso, si las obras en cuestin no fueran tan auto-confinadas si existiera alguna postura externa, alguna estrategia cultural diferenciada desde la cul podramos anal-izarlas. Pero no existe. Como La Incredulidad de Santo Toms, ambos Los Son-etos y El Portfolio X, exigen de nuestra complicidad y nos definen en el acto de atencin de cierta forma relativamente incmoda. En un tpico soneto, por ejemplo, el verdadero William Shakespeare se dirige a su amante real (del gnero que sea) y describe su relacin en una de dos maneras. O bien describe a su amante para ella misma (Pues he jurado que eras blanca y credo que eras resplandeciente, t, tan negra como el infierno y tan oscura como la noche.), o se describe a s mismo para su amante (Siendo vuestro esclavo, qu puedo hacer sino esperar la hora e instante de vuestro deseo?). En consecuencia, los roles binarios que posibilita el soneto aquellos de hablante y a quin se le habla, observador y observado, descriptor y descripto, dominante y sometido se ven todos favorecidos. Estn agotados y contenidos en la

    transaccin binaria principal entre el poeta y su amante, cuya absorta obsesin est concisamente demostrada en la estrofa de cuatro versos del Soneto XXIV:

    Ve ahora qu buenos servicios han prestado los ojos a los ojos.Mis ojos han dibujado tu figura, y los tuyos sirvende ventanas a mi pecho, por donde el solse deleita en pasar para contemplarte.

    Aqu, exceptuando la fuente de luz Caravaggesca, no existe ninguna referencia externa ni posicin neutral fuera de la transaccin, por la cul podamos analizar. Las palabras que omos son articuladas por una persona real para otra persona real; las imgenes que vemos las muestra Otra persona para incluso Otra persona ms, y ambos se entrelazan en el acto de mirar. Simplemente no se toma en con-sideracin al auditor cultural objetivo en la situacin retrica. Lo cul no quiere decir, claro, que no podamos inventar uno, solo que es casi imposible hacerlo sin entrar en una difcil complicidad con un participante u otro en la narrativa real del deseo de la cul el lenguaje es un rastro. En otras palabras, debemos confiar en alguien, de algn modo entregarnos a una posicin u otra.

    Lo que estoy sugiriendo, por supuesto, con este pequeo discurso sobre la retrica incidental de Los Sonetos, es que nuestra relacin con las fotografas del Portfolio X es fcilmente igual de problemtica. El rol de auditor cultural objetivo que suponemos personificar a causa de la presencia fsica de la fotografa en la galera podr por cierto no existir. Existen pocas dudas de que las imgenes capturadas en estas oscuras fotografas, como aquellas de Los Sonetos, son rastros de transacciones erticas perdidas en las cules el enamorado describe a su amante para su amante, o se describe a s mismo para ella y congela ese

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    momento de aprensin como condicin de su relacin. Por tanto, todas las posi-ciones retricas que implican las fotografas se ven agotadas en la transaccin suspendida entre quien mira y quien es mirado y el confortable rol de especta-dor de arte se inscribe fuera de este escenario, ya que nos hacen interpretar un rol frente a la imagen que estamos desacostumbrados a reconocer al menos en pblico. Todo lo cul tiende a confirmar las veladas sospechas de aquellos crticos que han abordado El Portfolio X como feligresas en La Scala: irradiando sofisticacin pero templados de seduccin, ansiosos por su placer y temerosos de ser manipulados con fines sexuales ms que culturales por la descarada muestra ornamental. Sospechosos de que el armazn formal de las imgenes haya sido de algn modo contaminado por sus orgenes en el erotismo propio de la situacin. Esta ansiedad, me parece a m, se justifica perfectamente, aunque la ofensiva ambigedad es meramente lamentable. De hecho, es absolutamente irremediable y en menor o mayor medida, el punto clave. El potencial ertico y esttico de las imgenes de Robert deriva precisamente del mismo lenguaje retrico y exhibicin iconogrfica, igual que la Venus de Urbino de Tiziano. Y ms all de la tendencia del espectador no hay modo de clasificarlas. Equivalen a nada ms (ni nada menos) que a lecturas alternativas entrecruzadas de forma tan inextricable en nuestra percepcin de ellas como las retricas espirituales y estti-cas de La Incredulidad de Santo Toms (que tambin se entrecruzan con un sub-texto algo nauseabundo, necroflico) Lisa y llanamente, los rituales del sometimiento esttico en nuestra cultura hablan un lenguaje tan estrechamente anlogo al del sometimiento sexual y espir-itual que no se los puede distinguir cuando se funden en la misma imagen. O para situar el caso histricamente: Por casi cien aos hemos objetivado las estrategias retricas de la construccin de la imagen y venerado sus misterios bajo el

    seudnimo de belleza formal. Como consecuencia de ello, cuando esas estrate-gias retricas son de hecho empleadas por artistas como Caravaggio o Mappelt-horpe para proponer sumisin espiritual o sexual, estamos tan condicionados a adoptar una actitud humilde ante el aspecto esttico de la imagen que simple-mente no podemos distinguir el envoltorio del premio, el vehculo de la carga til, la forma del contenido. Por lo tanto, ahora, en nuestra cultura los panoramas de dominacin por sometimiento que caracterizan nuestra participacin en el arte elevado, la religin elevada y el masoquismo clsico como sistemas de deseo, se cruzan todos en la convencin de la imagen capturada, que es su atributo comn y la pieza principal de su teatro ritual. Una vez que aceptemos la objetivacin de valores formales, las preguntas sobre si una manifestacin es mejor que otra, deriva de otra, es desplazada por otra, o se transforma en otra, se tornara inexplicable o irrelevante. Tal vez todos estos panoramas deberan ser considerados redentores y perver-sos por igual y desde luego, dada la imagen capturada y la tendencia del espectador, todo es posible. Aunque por lo general, en cualquier contexto, uno es ms probable que los otros. Sin embargo, imgenes como las del Portfolio X de Robert Mappelthorpe y textos como los de Los Sonetos de Shakespeare volt-ean los altares ante los que veneramos haciendo que todos parezcan probables. Al hacerlo, colapsan y funden nuestras jerarquas de respuesta al sexo, arte y religin y generan en el proceso bastante ansiedad. Por lo tanto podemos, segn nuestra ambicin o deseo, leer El Portfolio X en el lenguaje de la religin, de la sexualidad o del formalismo esttico, pero debemos hacerlo sabiendo que el mismo artista posicion sus imgenes exactamente en su interseccin. Las categoras son nuestras y de nuestra cultura as que finalmente las mismas imgenes, bajo la presin de nuestras categoras, no parecen ser nada en particular. Solo parecen ser demasiado. Y nos dejan preguntando: Por qu me

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    someto a esta imagen barroca y resuelta del brazo de un hombre desapareciendo dentro del ano de otro hombre? Y por qu elijo analizarlo? Y por qu Robert debi someterse al espectculo real, ntimo y balsmico? Por qu eligi retra-tarlo? Y finalmente, por qu el amante se arrodill y se someti a que un puo lubricado se introduzca en su orificio anal? Y por qu eligi ser retratado as?Y claro, la respuesta en todos los casos, es placer y control pero diferido, siem-pre diferido. Desviado por rituales concntricos de confianza y aprensin, perfiln-dose a travs de manifestaciones sexuales, estticas y espirituales, resonando hacia afuera desde el corazn de la imagen a travs de cada decisin para ampliar el contexto de su integracin social. Suspendiendo el tiempo en cada situacin, posponiendo la consumacin, y luego, de pronto en la cima del sus-penso cayendo en picada, rpidamente en espiral sobre una imagen que ahora parpadea en un glamour glacial en la interseccin del sufrimiento mortal y el xta-sis espiritual, donde el imperio de la ley se cruza con la gracia de la confianza. En verdad, es una imagen de la nada ni siquiera una idea, pero tan palpablemente corprea por un lado y tan tcnicamente extravagante por el otro, que parece a punto de explotar por sus propias contradicciones internas. O simplemente desa-parecer cuando apartamos la mirada.

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    Porque los espritus libertados de las leyes de los mortales, asumen con facilidad los Sexos y Formas que desean.

    Alexander Pope, The Rape of the Lock

    Noche de Graduacin en Tierra Plana

    SOBRE EL GNERO DE LAS OBRAS DE ARTE

    Como hijastro de la Factory, estoy seguro de una cosa: una imagen puede cam-biar el mundo. Vi que esto pas experiment el Antes y Despus, como dira Andy por lo que s que las imgenes pueden alterar la construccin visual de la realidad que todos habitamos, y pueden modificar las expectativas que deposita-mos y las prioridades que imponemos a esa realidad. Y adems s que esas alteraciones pueden desatar profundas ramificaciones polticas y sociales. Por lo tanto, aunque ahora sea crtico de arte y profesionalmente adicto a la ansiedad de cambio, no puedo olvidar que la cuestin es ms compleja de lo que parece. Sim-plemente, hay cambio, y hay cambio; y cuando ese signo anteriormente suges-tivo asume el aspecto enervante de la agitacin Browniana , y esa previa oportuni-dad de desafo para optimizar la eficacia de los anlisis crticos propios se convi-erte en la exigencia de analizar a la manera tediosa de un sermn, uno puede volverse un poco contemplativo respecto a toda la tentativa: respecto a conectar puntos de enlace, por as decirlo, sobre determinados objetos que se presentan como invitaciones estratgicas para citar esos talismnicos textos tericos que fueron en primer lugar su fuente de inspiracin. De hecho, cuando el cambio deja de provocar ansiedad al desafiar el lenguaje de valores de uno, y las obras de arte como distintas disposiciones de naturaleza muerta en un estudio de dibujo se convierten en simplemente oportunidades de crits morts a la moda, es inevitable buscar explicaciones y ser cada vez ms sen-sibles a todos aquellos aspectos de la construccin de la imagen contempornea que no cambian, y que tal vez, limitan la posibilidad de cambios sustanciales (o al menos, ms ambiciosos). Respecto a m, mi asombro y consternacin son cada

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    vez mayores ante la continua perseverancia de anticuadas convenciones mod-ernistas sobre la condicin cannica de lo plano y la inconsecuencia de la belleza en las imgenes del siglo XX. En mi opinin, los atributos lingsticos implcitos en la negatividad del espacio ilusorio su ausencia metafrica y los atributos retricos latentes en nuestro concepto de belleza ampliamente desarticulado, deberan pesar mucho ms que el resultado de cualquier reticencia acadmica.

    Fue despus de todo la invencin del espacio ilusorio lo que le otorg al lenguaje visual de la cultura europea esas dimensiones de negatividad y de tiempo remoto que generalmente se toman en cuenta para diferenciar el lenguaje humano del lenguaje de los animales. Ventajas que nos permiten mentir e imagi-nar convincentemente en nuestro discurso, afirmar lo que estamos negando y construir memoria narrativa al contextualizar nuestras aserciones dentro de una realidad pasada y futura, condicional o subjuntiva. Durante cuatro siglos la cultura visual de Occidente goz de estas opciones y abus de ellas. Hoy, por alguna razn, nos quedamos contentos con deslizarnos por esta tierra plana de moder-nidad Baudelairiana, atrapados cual cckers en el eterno y categrico tiempo presente de un terreno tan empobrecido visualmente que ni siquiera podemos mentir con algn provecho en su lenguaje de imgenes ni tampoco imaginar con cierta autoridad ni siquiera recordar. Y tal es la hegemona demandante de esta planicie anti-retrica que los artistas contemporneos se vieron de hecho forzados a desviar sus obras a mbitos del habla, la danza, el texto, la fotografa y diseos de instalacin para explotar los espacios semnticos y ventajas retricas que an siguen disponibles en la prctica literaria y teatral; para, en el mejor de los casos, aproximarse burdamente a efectos que Tiziano tena al alcance de la mano en el peor de sus das.

    *

    Como mnimo, esta es una situacin muy particular y para nada simple. Por lo tanto, simplemente para abrir un poco el juego, quisiera sugerir en este ensayo que la tenacidad de tabes respecto al espacio femenino y recursos femeni-nos derivan de ideas subliminales y ampliamente residuales sobre el gnero de la obra de arte en s. (Que resultan caractersticas del lenguaje con el cul habla-mos de ella y la relacin que pretendemos mantener con ella). Sino, estos tabes seran en gran medida valorados por default, basndose en la comprensible renu-encia de los artistas y crticos heterosexuales de desafiarlos y al hacerlo enfrentar la posibilidad de ser culpados de afeminamiento burgus. Ya que, como todos sabemos, en la poltica de gneros hostil del arte contemporneo, el afectado encantador, es decir, lo afeminado en el arte es dominio del homosexual varn. No voy a apartarme de esta situacin descaradamente sexista (y encubier-tamente homofbica), salvo para advertir que est ampliamente validada por patriarcales panoramas de la historia del arte implcitos en crticas etiolgicas y ultra modernistas como Working Space de Frank Stella y Absorption and Theatri-cality de Michael Fried las cules me apresuro a apuntar son por lejos lo mejor en su clase y en su categora, muy buenas por cierto. (Creo que uno puede admirar la sutileza y agudeza de Fried y la percepcin de Stella de las variaciones histricas en la construccin de la imagen, sin tener que compartir sus ideas.)

    Este gnero de crtica teleolgica inevitablemente retrata el surgimiento del arte pre-moderno evolucionado hacia el modernismo elevado como una lucha viril que finalmente triunf sobre el afeminamiento del espacio ilusorio y muchos otros recursos diseados para congraciarse con el espectador. Stella seala la mag-istral inversin Caravaggesca de pasiva recesin Manierista a agresiva invasin

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    Barroca; Fried seala el xito de los pintores franceses de finales del siglo XVIII, como Greuze, Vernet, Van Loo y la primera poca de David, en dejar caer una invisible cuarta pared sobre la imagen, castamente protegiendo del espectador la extravagancia ertica y participativa del espacio Rococ, dejando un simulacro de observador creado por el artista dentro del ambiente pictrico hermticamente cerrado. Este simulacro es lo que Fried llama la ficcin suprema: el espectador simplemente no est all. Fried da a entender, acertadamente creo yo, que este recurso est diseado para asignar al observador no-participativo el rol de obser-vador moral objetivo. Desafortunadamente, la consecuencia menos benigna de todo esto es que marca el comienzo de la vigilancia; volviendo a asignar al espectador el rol de voyeur irresponsable, alienado, elitista. Es este aspecto de la ficcin suprema que Fragonard explota tan seductoramente en su pornografa haut, y que Chardin, ms amenazadoramente, emplea para brindarnos visiones secretas ( a travs de su lente sociolgica unidireccional) de las rdenes ms bajas en sus momentos ms privados.

    Sin embargo, el punto crtico que cabe aqu destacar es que ambos Stella y Fried desarrollan sus anlisis reestableciendo el tradicional mnage trois del Alto Renacimiento: obra-artista-y-espectador. En la cumbre de su sofisticacin, esta dinmica de la percepcin del siglo XVI estableci un vnculo comn de edu-cacin, religin y gnero (masculino) entre artista y espectador. De ser consid-erado, el artista era el menos calificado del do, pero al menos por convencin, se supona que ambos camaradas se posicionaban codo a codo enfrentados a lo otro del espacio pictrico de la obra que retroceda rpidamente, evocando tanto la expectativa de una Arcadia celestial como el misterio del otro ertico. Por lo tanto, el plano de la imagen ofrece tanto una ventana al socorro espiritual como la expectativa de una vagina celestial (potta del cielo) al espectador, que

    puede acceder a ello va la santa virgen o el himen simblico segn su tendencia Neoplatnica.

    Esta presencia simultnea de sensaciones espirituales y carnales en las obras de arte es, por supuesto, un aspecto crucial de la libre solucin renacentista a la antigedad clsica y cristiana. Le permiti al artista del Renacimiento explotar tanto la corporeidad profana de las imgenes clsicas como los imperativos teolgicos asociados con la doctrina de la palabra encarnada ( La Palabra hecha Carne). Sin la redencin de este perpetuo doble-sentido y su invitacin a lecturas encubiertas, claro, Ovid hubiese sido blasfemo, Rafael un tanto aburrido, y la Santa Teresa de Bernini casi inexplicable. Con este recurso, lo que llamamos arte moderno, es prcticamente imposible.

    Entonces, con Stella y Fried, este mnage obra-artista-y-espectador se ve reesta-blecido. El vnculo de comunidad entre artista y espectador se disuelve por la singularidad proftica del artista, y junto con l el preconcepto de que tanto artista como espectador tienen igual percepcin de los misterios encubiertos de la obra. La fuerza ahora se atribuye a una obra de arte segn su vnculo con el artista; la debilidad se detecta segn su vnculo con el espectador. (Hasta donde yo pude determinar, la palabra fuerza en la crtica contempornea es un directo eufem-ismo del concepto medieval de virtud, un trmino de aprobacin sensible al gnero que indica virilidad y poder en hombres, y castidad y compostura en mujeres; por analoga, el trmino debilidad en la crtica indica afeminamiento en hombres y promiscuidad en las mujeres). En esta dinmica reestructurada, la funcin del espectador es ser dominado y anonadado por la obra de arte, la cul experimenta un cambio de sexo y se ve personificada en el simulacro del ser autnomo e impenetrable del artista masculino.

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    Este mnage re-establecido tambin se refleja en un cambio de la mitologa del castigo en la creacin artstica. Hacia finales del siglo XVIII, el tradicional mito de Pigmalin (cuya romntica relacin con lo otro de su creacin, engendra un equivalente profano del milagro de la Palabra Encarnada) fue reemplazado por el Frankestein de Mary Shelley. La ninfa ertica de Pigmalin es ahora reemplazada por el monstruo del Dr. Frankestein; una imagen autnoma y poderosa del ser prometeico y subterrneo de su creador, tomando venganza de quienes lo miraran. Resulta revelador que el miembro femenino dominante del crculo de romnticos ingleses sea el primero en explicar el lado ms oscuro de su concep-cin de la obra de arte como criatura radical y autnoma del ser alienado.

    Entonces, re-examinadas estas prioridades, la validez del espacio ilusorio retirado en la pintura fue inmediatamente cuestionada. Este espacio imaginario fue tradi-cional y justificadamente percibido como propiedad comunal, compartido entre la obra y su artista/espectador. Las nuevas prioridades modernas insistan en que no exista tal comunidad, y por lo tanto, el plano de la imagen representa la lnea de propiedad que divide al mundo corriente de seres inferiores del territorio elevado de la profeca encarnada del artista. As, cuando Stella elogia la reconver-sin de Caravaggio del tradicional mnage trois al pas de deux, alaba al artista que transforma a su estudio en catedral del ser. Claro que al hacerlo, tambin expresa su callada desaprobacin y rechazo hacia una larga tradicin de artistas como Warhol, Tiepolo, y el generoso Boucher que se arriesgaron a ser culpados de afeminamiento frvolo al transformar sus estudios y su arte en confluencias promiscuas de lo otro.

    Por supuesto, desde el punto de vista del artista, esta alianza exclusiva y elitista entre el artista y su obra podra parecer una circunstancia sana. Desde el punto

    de vista de un espectador profesional como yo (cuyo trabajo es establecer rela-ciones con obras de arte) no lo es tanto. En la medida que los anlisis histricos de Stella y Fried reflejan con precisin el carcter del arte contemporneo (y en gran parte lo hacen), al entrar en una galera puedo perfectamente esperar enfren-tarme a un grupo de conos autnomos fingiendo que yo no estoy presente o bien a un grupo de autodidactas difciles entrometindose en mi espacio y planten-dome reivindicaciones tericas. Luego de aos de tales confrontaciones, me queda cada vez ms claro que nuestra caracterizacin de la obra de arte del siglo XX como entidad cautivante y autnoma que pasamos la vida intentando entender, que nos plantea exigencias mientras finge que no estamos ah, es sim-plemente reasignarle a la obra de arte el rol de padre distante y disfuncional al estilo del patriarca bblico. Pero, incluso los crticos de arte merecen un respiro de este abandono casi abusivo.

    *

    De todos modos, ya debera quedar claro que la naturaleza de la temtica que estoy discutiendo aqu tiene un doble aspecto. En primer lugar, estoy sugiriendo que durante los ltimos cuatrocientos aos, la obra de arte ha experimentado un nmero de cambios de gnero. Como consecuencia de esto, la cultura mod-erna que en la poca de Vasari , investa a las obras de arte de atributos tradi-cionalmente calificados de femeninos belleza, armona, generosidad, etc. ahora otorga validez a las obras por medio de sus equivalentes masculinos fuerza, singularidad, autonoma, etc. equivalentes que, en mi opinin, ya no grafican condiciones. En segundo lugar, estoy sugiriendo que la dinmica de estos cambios de gnero presuponen que el gnero del artista y del espectador no estn cambiando, y claro que lo estn. Esta realidad invita a un replanteo ms

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    radical de la dinmica de gneros inherente a nuestra percepcin de la historia del arte del que ninguno de nosotros probablemente tenga tiempo de realizar.

    Adems, quisiera ser claro sobre otros dos asuntos. Primero, la cuestin de si esas antiguas cualidades femeninas siguen existiendo en las obras de arte no es lo que aqu se est cuestionando. Claro que siguen existiendo. Simplemente, ya no son validadas por nuestro lenguaje de valores. Como tales permaneces verbalmente invisibles y por tanto accidentales en cualquier conclusin a la que podemos arribar en una disertacin seria sobre las virtudes de la obra. Esta condicin, por supuesto, contribuye enormemente a la engaosa relacin entre la crtica y el mercado actual. De hecho, puede no haber ninguna solucin entre un lenguaje crtico dedicado a principios de especulacin abstracta y un mercado que funciona por virtud de relaciones que se cree se establecen entre seres humanos y obras de arte. Segundo, la cuestin de si estos dos conjuntos de atributos tradicionales son de verdad masculinos o femeninos tampoco viene al caso. Aunque sea cierto (como me parece a m) que estas antinomias tradicion-ales se relacionan ms con nuestros conceptos cambiantes del poder y del dere-cho que con las llamadas verdades del gnero biolgico. Es esta tradicional ficcin del gnero la que comunica el comportamiento real y no mi concepto revi-sionista de l. Y entonces, al menos para m, el planteo sobre el gnero de las obras de arte genera un conjunto de cuestiones morales y estticas que simplemente me gus-tara insinuar describiendo parte de un paseo por el Kimbell Art Museum en Fort Worth, Texas. Principalmente, estoy interesado en el cambio radical de clima moral que uno experimenta al caminar desde el saln de pinturas del siglo XVI hasta el saln de pinturas del siglo XVII. Al abandonar una sala en la que cuelgan entre otras obras: Christ Blessing de Bellini, Madonna and Child with Saint Cath-

    erine de Tiziano, e ingresar a otra sala en la que cuelgan The Cardsharps de Cara-vaggio, Cheat with the Ace of Clubs de La Tour, Four Figures on a Step de Murillo, un clrigo de El Greco, un soldado de Velzquez y Saint Matthew de Ribera.Claro, lo primero que uno nota, caminando de un saln al otro es que se da vuelta el plano de la imagen. Esa ventana que mira hacia afuera propia del siglo XVI gira sobre su eje hacia una ventana que mira hacia adentro propia del siglo XVII. La retirada es reemplazada por el escorzo, el espacio femenino es reemplazado por la invasin masculina y esa invitacin Renacentista desde lo real a travs del plano de la imagen y hacia la posibilidad de compasin ideal, se ve reemplazada por la invasin Barroca del poder profano, a travs de imgenes cuyo naturalismo glido exigen ser percibidas como ms verdaderas, ms autoritarias que la reali-dad en la que Usted est inserto. Por lo tanto su rol como espectador se ve radi-calmente alterado: Usted era el que observaba en el saln del siglo XVI el bien-venido husped invitado por Cristo y la Virgen a ingresar a esa remota potta del cielo de Arcadia en retirada. Al entrar en el siglo XVII, usted es el observado atra-pado fuera del espacio de las pinturas por la autoridad de la mirada y la ilusin. Usted est parado en el muelle ante las figuras elevadas del santo de Ribera, el cura de El Greco, y el polica de Velzquez, todos los cules le clavan la mirada sin piedad. Ms all de ellos no hay ningn atractivo misterioso, ningn refugio ni respiro, slo oscuridad. Incluso las pinturas de gnero en el saln del siglo XVII insisten en su pecado origi-nal, su culpa, su complicidad. El espacio de los Cardsharps de Caravaggio se extiende a la sala en que usted est, ubicndolo junto a la mesa, convirtindolo en testigo ntimo y cmplice de un engao que no puede evitar. Lo mismo puede decirse de Cheat with the Ace of Clubs de La Tour, con el estmulo adicional que la trampa mira hacia afuera del plano de la imagen, atrapndolo con esa mirada barroca en su complicidad. En Four Figures on a Step de Murillo, toda la pintura

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    gira en torno a las intenciones implcitas del observador que est parado, en reali-dad, en la calle mirando fijo a un proxeneta, su prostituta y una anciana que som-bramente presenta al espectador a su hija de espaldas en una obvia escena de adquisicin de servicios sexuales. El espectador se ve obligado a asumir el rol de comprador lascivo, bloqueado en el lugar por las complejas invitaciones que surgen de las miradas del hombre y las dos mujeres.Lo que a m me interesa del radical cambio de clima entre estos dos salones de esplndidas pinturas es que el cambio de gnero formal de espacio femenino a masculino se ve acompaado por un cambio acorde con los intereses morales de los gneros segn se describen en los dos libros de Carol Gilligan sobre este tema: In Another Voice y Mapping the Moral Domain. A comienzos de su carrera como psicloga, Gilligan se enfrent al hecho de que la mayor parte de la investigacin psicolgica sobre la naturaleza humana de juicios de valor haba sido llevada a cabo con sujetos varones. Durante la dcada pasada, entonces, Gilligan y sus colegas han trabajado para compensar este desequilibrio. Durante el proceso descubrieron que los hombres y mujeres de nuestra cultura encaran cuestiones morales desde dos perspectivas absolutamente distintas. Descubri que los hombres tienden a juzgar basndose en lo que Gilligan llama una tica del derecho que deriva de ideas sobre justicia abstracta y que se basa en una jerarqua de valores y responsa-bilidades que apunta a respetar la separacin y autonoma radical de los individuos. Las mujeres, por el contrario, incluso cuando arriban a las mismas conclusiones, tienden a basar sus decisiones en lo que ella llama la tica del cuidado que deriva de una visin de interdependencia humana, necesidad humana, valores comparti-dos, comunicacin y la posibilidad de nutricin. Encuentro interesante esta distincin por varios motivos. En primer lugar, la descripcin de Gilligan de una tica del derecho brinda un modelo bastante preciso del canon de la mayor parte del arte y crtica del siglo XX en su nfasis

    jerrquico por la no-comunicacin autnoma. En segundo lugar, la distincin que establece Gilligan entre la tica del cuidado y la tica del derecho describe casi exactamente el cambio de clima entre los salones del siglo XVI y XVII en el Kimbell Museum. Y este elegante cambio en el antiguo clima moral debe recordarnos el grado en el que las ideologas de cuidado y autonoma se manifiestan hoy en da como cuidado por la autonoma, en un maligno folle deux en el cul el txico cuidado femenino es extravagantemente empleado como txica autonoma masculina. De esta forma la misma cultura ha creado una industria de restricti-vas legiones incalculables de artefactos rgidos y poco generosos vestidos de agobiante nutricin profesional. Ubiquen al soldado de Velzquez y al Cristo de Bellini cara a cara y visualizarn toda la dialctica: la necesidad de juzgar frente a la posibilidad de compasin, la elegancia de la autonoma frente a la generosidad de la belleza, el duro primer plano de la realidad bajo control frente al misterio que se disuelve en la distancia, fuera de nuestro control. En algn lugar entre ambas caras, insisto, yace una reali-dad ms rica, un lenguaje mejor, un sentido de comunidad ms complejo y un arte ms valiente. Algo ms que la inarticulada e intransitiva tierra llana del plano de la imagen.

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    La diferencia jurdica entre contrato e institucines bien sabida: el contrato presupone en principioel libre consentimiento de las partes contratantes y fija entre ellos un sistema recproco de derechos y obligaciones;no puede afectar a un tercero y es vlido por un perodolimitado. Las instituciones, en cambio, fijan circunstanciasa largo plazo que no solo son involuntarias sino tambin inalienables;... tienden a reemplazar un sistema de derechos y obligacionespor un modelo de accin dinmico, autoridad y poder.

    Gilles Deleuze, Frialdad & Crueldad

    Despus del Gran Tsunami

    SOBRE LA BELLEZA Y LA INSTITUCIN TERAPETICA

    El tema aqu es la belleza no lo que es sino lo que provoca su funcin retrica en nuestro dilogo con las imgenes. En segundo lugar, el tema es cmo, en los ltimos dos tercios de este siglo, hemos llegamos a prescindir de ella y cmo hemos prescindido de ella al re-asignar su funcin tradicional a una imprecisa confederacin de museos, universidades, oficinas gubernamentales, funda-ciones, publicaciones y planes de pensiones. Defino generalmente a esta nube de burocracias como la institucin teraputica; aunque bien podran servir otros nombres. Uno podra llamarla academia, supongo, salvo que no sustenta ningn criterio ni plantea ninguna agenda profana ms all de su garanta tran-quilizadora de que la experiencia artstica bajo sus auspicios polticamente correctos ser redentora. Una garanta basada en una fe an ms profunda en la observacin de la imagen como una forma de gracia que por propia natu-raleza, es buena tanto para nuestra salud espiritual como crecimiento personal; sin importar y a pesar de la panoplia de males y beneficios inconmensurables que cada obra en particular pueda equivocadamente incitar.

    Supongo que no hace falta aclarar que esta institucin teraputica es un artefacto peculiar del siglo veinte. Pero, para comprender cun peculiar es, debemos preguntarnos: Qu otro siglo desde la Alta Edad Media pudo haber defendido una institucin encargada de secuestrar todo un campo artstico evolutivo de su supuestamente disfuncional cultura madre con la supuesta intencin de resca-tar a ese campo del saqueo poltico y mercantil? Sugiero que ninguna. Y sin embargo, despus de siglos en que los burcratas han estado empleando

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    imgenes para validar, extraer la esencia y desintoxicar instituciones con el objeto de glorificar sus batallas, alabar a sus reyes y publicitar sus doctrinas al fin hemos logrado tener en este siglo una institucin para validar, extraer la esen-cia y desintoxicar nuestras imgenes con el objeto de glorificar sus batallas, alabar a sus reyes y publicitar sus doctrinas y por supuesto, neutralizar su poder. No debe sorprender entonces, que esta institucin teraputica se cre en el perodo subsiguiente al mayor florecimiento de imgenes rebeldes en la historia de la humanidad, sobre el final del perodo ms largo desde el Renacimiento durante el cul el control institucional y pedaggico sobre las artes pudo ser con-siderado nominal en el mejor de los casos.

    Como sabemos, estas imgenes recargadas, especulativas resistieron como flores en un gran tsunami de duda y confusin espiritual que majestuosamente atraves los ltimos aos del siglo XIX, encrespndose en el siglo XX y explotando casi inmediatamente despus por toda Europa en una conflagracin de guerras y revoluciones. No obstante, hacia los aos veinte, volvan a estar disponibles las respuestas y las garantas contra la duda y confusin y haba hombres en el poder para encarnarlas. As que, de manera totalmente sensata, estas nuevas elites ideolgicas comenzaron a reafirmar su control. En la Unin Sovitica, los minis-tros de cultura de Stalin empezaron a legislar la absoluta subordinacin de la forma al contenido en el nombre del proletariado. En los Estados Unidos, Alfred Barr, al servicio del capital legado, proclam la absoluta subordinacin del conte-nido a la forma. Mientras que en Alemania, en nombre de la burguesa Nazi, el ministro del Reich Joseph Goebbels, el ms brillante y malvado de todos, estaba orquestando su complemento perfecto. De seguro tenan objetivos diferentes, pero casi simultneamente, cada uno de estos tres golpes de estado consoli-daron y activaron los poderes del patrocinio para neutralizar la fuerza retrica de

    las imgenes contemporneas. Para minimizar la espera, por as decirlo, entre cmo se ve y qu significa; porque mientras que solo lo bello es presentado maravillosamente, no hay friccin y las cosas no cambian.

    Claro que la sorpresiva apropiacin Fascista de la retrica futurista en Italia fue un animal poltico completamente diferente, aunque hace referencia al mismo asunto escurridizo de la retrica privada y el poder pblico. Result que el golpe de Mus-solini no encontr la horma de su zapato hasta principios de la dcada del sesenta cuando los intelectuales de la guerra fra en Washington eligieron el cho-vinismo cultural del expresionismo abstracto, montando exhibiciones itinerantes que efectivamente convirtieron a las telas de Pollock en musculares y metafricas vallas publicitarias para una Amrica viril, imperialista, omnipresente.

    *

    Claro que hoy, la naturaleza retrica del discurso es difcilmente discutible. Si aceptamos el axioma contemporneo de que el significado de un signo es, en efecto, la respuesta a l, entonces todos los factores apuntan a considerar a las obras de arte como instrumentos retricos en lugar de entidades filosficas o copias fundamentales. Todava ms, en una cultura legalista como la nuestra en la cul la categora de una imagen ha sido problemtica desde que Moiss baj de la montaa, y todos los grandes artefactos visuales desde la Capilla Sixtina hasta los Polos Azules generan situaciones de polmica en lugar de consenso cierta cantidad de inversa variabilidad entre cmo se ve y lo que significa, creo yo, se da por descontada. Sin embargo, bajo el auspicio decadente de la institucin teraputica, las consecuencias de esta espera siguen sin ser analizadas.

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    Freud, de hecho, seal esta variable inversa entre cmo se ve y qu significa en su ensayo: Los escritores creativos y el soar despierto. Aqu, Freud describe a la tarea del artista como el cumplimiento encubierto de deseos infantiles social-mente inaceptables, los cules toleramos por la puramente formal es decir, la esttica produccin de placer que l [el artista] nos brinda en la presentacin de sus fantasas. Le damos el nombre de aliciente o placer previo a una produc-cin del placer como esta, que se nos ofrece para posibilitar la liberacin de un placer todava mayor que surge de recursos fsicos ms profundos. Freud, por supuesto, al definir nuestro placer formal como puro, supone que los aspec-tos retricos de la presentacin de una obra son diferenciables de su contenido ms radical, y adems, que de alguna manera lo mitigan. Yo sugerira que lejos de optimizar los deseos radicales e infantiles del artista, la retrica de la belleza los politiza, los pone pblicamente disponibles, y de hecho los propone como opciones sociales. An ms, sugiero que el ministro del Reich Goebbels com-prendi esto, como lo hizo Alfred Barr y Stalin y que ninguno de ellos se sinti particularmente optimista ante tales perspectivas.

    Esto no pretende afirmar, por supuesto, que el arte es solo publicidad. Salvo que el arte, fuera de la vitrina institucional del misterio teraputico, es imposible que no sea publicitario y jams es apoltico. La publicidad de productos y la pornografa solo definen las condiciones restrictivas del proyecto artstico, sus extremos obje-tivos y somticos, pero participan, al igual que lo real, en ese cambio acumulado, esa variable coleccin de tropas y figuras que forman la retrica de la belleza. Y de hecho, dado que estos esfuerzos marginales existen fuera del dominio de la institucin teraputica, siguen empleando esa poderosa retrica para vender jabones y sexo, construyendo imgenes en las cules las figuras de belleza funcionan como siempre lo han hecho en el discurso visual de la cultura europea.

    Primero, privilegian al espectador al exhibir indicadores que designan un territorio de valores compartidos, autorizando as al espectador a responder. Segundo, valoran el contenido de la imagen, lo cul suponiendo su intencin dudosa o neu-rtica, esta necesitando ser valorado.

    La antigua implicancia de esta definicin es que la belleza retrica, como la esta-mos considerando, es a grandes rasgos un concepto cuantitativo. Propone privi-legiar a muchos individuos. Sin embargo, dado que la retrica puede en oca-siones desempear una de sus funciones ms eficientemente que las otras, cabe sealar algunas diferencias. Podemos, por ejemplo, distinguir entre la imagen ms bella que simplemente privilegia a la mayora de la gente, y la imagen bella ms efectiva que valoriza el contenido ms absurdo (ay! problemtico) a la mayor cantidad de gente por el mayor perodo de tiempo. La Madonna of the Chair de Rafael cumplira todos los requisitos aqu por haber valorizado exquisita-mente las problemticas doctrinas de la Palabra Encarnada y el dar a luz de una virgen a generaciones de catlicos que no debieron ser tan ingenuos. Adems, podramos decir que la imagen bella ms efectiva es la que valoriza el contenido ms perturbador a los espectadores ms ricos, poderosos e influy-entes exclusivamente; y en esta categora, creo que debemos identificar a Las Damas de Avignon de Picasso. Una pintura que o bien debemos considerar un magnfico xito formal (lo que sea que eso signifique) o de manera ms realista como manifestacin de la deslumbrante percepcin de Picasso del cambio de valores operado en el mercado al que dirige su producto. Lo digo en serio. Evalen este panorama: Pablo llega a Pars, a efectos prcticos, un hombre rstico, con todo el concepto provincial y propio del siglo XIX de la elite cultural y sus tendencias an sigue imaginando que los ricos y tontos prefieren celebrar sus privilegios e indolencias estetizando su entorno ms prximo en esta

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    atmsfera pastel refinada, de fibrilacin. Procede a pintar las imgenes de su perodo Azul y Rosa bajo este concepto equivocado (Por Dios, payasos en pastel!) luego Leo y Gertrude lo presentan a un grupo de avanzada. Conoce a unos estadounidenses ricos e imprudentes y poco a poco, ya que no era ningn tonto, percibe entre la elite cultural con la que se est codeando y a la que peligrosamente se est aferrando, un desfase en sus parmetros de auto-definicin. Esta gente ya no est construyendo miradores ni situando Madonas symboliste en grutas llenas de vegetacin. Estn corriendo con toros algo que Pablo puede comprender y midiendo su poder y seguridad segn su capacidad para tolerar cambios transitorios de alta velocidad, altos niveles de distorsin sim-blica y mxima discontinuidad psquica. Son Americanos, en otras palabras, Americanos posteriores a Henry James, que no buscan un sosiego simblico, que no se sienten cautivados por almiares, campesinos felices o damas romnti-cas. As que Pablo Picasso ni el primero ni el ltimo artista a quin la voraz ambicin de xito lo iba a dotar de aguda sensibilidad cultural va en busca del oro, resume una era, y sin ser culpa suya, crea finalmente la piedra angular de la primera gran institucin teraputica.No es mi intencin menoscabar los logros de Picasso con esta alegre caracteri-zacin, pero quisiera poner especial nfasis en el hecho de que en aquella poca, se pintaban cuadros para la gente, no en contra de ella. Tambin me propongo sugerir que si analizamos la multiplicacin de estilos desde aproximadamente 1850 a 1920, encontraremos para cada uno de ellos, una tertulia de espectado-res, un pblico ya ubicado. Por lo tanto, un autntico conjunto de estilos, de bellezas, fue inventado, y ninguno de ellos muri, nunca. Persiste un pblico para cada uno de ellos. Y si da la impresin de que yo he astillado el concepto de belleza existente al proyectarlo sobre esta proliferacin de bellezas, bueno, ese es ms o menos mi objetivo.

    Por casi 70 aos, durante la adolescencia de la modernidad, profesores, cura-dores y acadmicos solo pudieron retorcerse las manos y llorar ante el espec-tculo de una cultura explosiva dominada por pintores, marchantes, crticos, comerciantes, segundos hijos, gastrnomos rusos, espaoles arribistas y expa-triados americanos. Abundaban los judos, como as los homosexuales, bisexu-ales, bolcheviques y mujeres que actuaban de forma sensata. Gente vulgar vincu-lada con la fabricacin y el comercio, que no saban ms que de romance y bienes races, compraban difciles paisajes impresionistas. Amantes jvenes de tipos con monculos despachaban a travs del Atlntico los tesoros de la civili-zacin europea para sus magnates. E inquietantemente para quienes sentan que deban tomar el control o que alguien debera tomarlo proliferaban las bellezas, cada una encontrando su pblico, cada una soportando su propia carga retrica de licencia psico-poltica. No sorprende entonces, que las elites culturales de Europa y los EEUU iban a aprovechar la oportunidad de la Gran Depresin mientras todos esos comerci-antes vulgares vergonzosamente pasaban hambre para retomar el control sobre una cultura profana que corra desenfrenada. Lo hicieron pacficamente en Pars y Bloomsbury, violentamente en Mosc y Berln, y muy elegantemente en Nueva York, donde un joven caballero brillante logr transformar su pasin desenfrenada por contemplar pequeos cuadros aduladores y cenar con seoras mayores y adineradas en un Museo de Arte Moderno. Fue un momento histrico, una instancia decisiva por decir poco, as que no resulta sorprendente que gran parte del arte del que Alfred H. Barr Jr. se apropiara de los ricos, Joseph Goeb-bels, Reichminister fr Volksaufklarung und Propaganda calificara de inapropiado para el volk. Un hecho que debera despertar nuestras sospechas sobre si la institucionalizacin de Barr de estas obras no revela su propia reserva elitista sobre la conveniencia de estas imgenes, en condicin no redimida, para el volk.

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    De todos modos, tanto Barr como Goebbels, habiendo adquirido poder institu-cional, actuaron con agendas prcticamente paralelas: claramente ambos opera-ban desde el entendimiento que las obras de arte, libradas a su propio pblico, tenan el potencial de desestabilizar el status quo.Barr operaba desde la premisa de que el arte puede ser bueno para nosotros. Seleccionaba el arte que consideraba mejor para nosotros, y destacaba a travs de textos y yuxtaposicin aquellos aspectos del arte que l consideraba indicaban su calidad. Entonces, si uno hubiese asistido a la inauguracin de una exhibicin organizada por Barr de obras de Czanne, Gauguin, Seurat y Van Gogh, habra quedado claro que Barr estaba transformando sus aspectos retri-cos en valores formales, y nos recomendaba a esos artistas por su relativa-mente estrecha zona de convergencia regional y tcnica. Pero, al mismo tiempo estaba borrando sus agendas sociales, polticas y filosficas que eran igual de evidentes y francamente dispares. Goebbels, por otra parte, seleccionaba el arte que consideraba peor para ser exhibido en Entartete Kunst. Luego destacaba, a travs de textos y yuxta-posicin, aquellos aspectos que l consideraba indicaban su degeneracin. Estos resultaban ser las mismas cualidades que Alfred Barr consideraba que indicaban calidad, pero no teman: un curador transforma los aspectos retricos de la obra, otro los difama. Mientras quede reafirmado el control institucional y los aspectos retricos de la belleza queden neutralizados, cul es la diferencia? Bueno, clara-mente, nuestra relacin con las imgenes es diferente. Nuestra relacin con imgenes autorizadas por la belleza dista radicalmente de nuestra relacin con imgenes autorizadas por la institucin teraputica. Precisamente ste es el caso cuando una imagen en particular se ve sometida a un desplazamiento de autori-zacin, como podr asegurarle cualquiera que haya prestado una obra a un museo. Visitar a esa obra es como visitar a un viejo amigo en prisin. Es una

    imagen claramente distinta, situada en medio de una poblacin de idnticos delincuentes, privada de su excentricidad y derechos, aunque sin embargo, a causa de esta prdida, investida de una clase de poder intolerante vagamente amenazador. Para insinuar la naturaleza de esta disparidad, quisiera trazar algu-nas analogas entre estas relaciones y las analizadas por Gilles Deleuze en su ensayo de 1967: Frialdad y Crueldad.

    *

    En este ensayo, Deleuze busca desbaratar el concepto mixto de sadomaso-quismo, y disolver la presunta reciprocidad que Freud sugiere que existe entre el sadismo y el masoquismo. Si uno est dispuesto a aceptar a Sade y Masoch como modelos de las locuciones que cargan con su nombre, Freud exitosamente logra que los consideremos conceptos recprocos haciendo referencia a sus textos y delineando elegantemente su contenido opuesto. De forma ms crucial, Deleuze plantea que a pesar de que tanto la narrativa de Sade como la de Masoch retratan perseguidores y vctimas y ambos explotan los nexos sexuales del placer y el dolor, no hay razn para contraponerlos. Las narrativas similares no necesariamente cuentan historias similares ni tampoco versiones de la misma historia. En narrativas del deseo, importa de quin es la historia, quin escribe el guin y quin describe la escena quin determina el d