David de Prado Díez 2010 - revistarecrearte.net fileEn cada uno de los relatos que siguen...

66
Revista RecreArte 12 www.revistarecrearte.net Revista RecreArte 12 > 7 - Creatividad para la vida: Salud y Calidad David de Prado Díez 2010

Transcript of David de Prado Díez 2010 - revistarecrearte.net fileEn cada uno de los relatos que siguen...

Revista RecreArte 12 www.revistarecrearte.net

Revista RecreArte 12 > 7 - Creatividad para la vida: Salud y Calidad

David de Prado Díez 2010

Momentos de gozo y bienestar

Colección de relatos con mensajes subliminales de autoayuda

Juan Antonio López Benedí Advertencia: Los relatos que siguen contienen mensajes subliminales. Léelos y escúchalos en su grabación original para que se conviertan en tus aliados para conseguir tus propósitos.

2

Introducción La lectura es un placer; un placer reservado para un grupo selecto de personas. Un placer que no siempre tenemos ocasión de disfrutar. Muchas otras cosas tienden a interponerse, en nuestros momentos de ocio. Mil requerimientos nos secuestran a diario para negarnos el gozo. El gozo de entregarnos, por unos instantes, a fomentar nuestra imaginación, recrearnos en nuestra intimidad y ampliar nuestro ejercicio con el juego de las palabras. Resulta difícil encontrar el momento adecuado para aumentar nuestro léxico, enriquecer nuestra capacidad para la conversación y, como consecuencia, mejorar la calidad en nuestras relaciones, tanto personales como profesionales. Y paradójicamente solemos pensar que nos vendría bien, que lo necesitamos, en mayor o menor medida. Pero no encontramos el tiempo adecuado para hacerlo. Nos asalta la prioridad de optimizar nuestros recursos, en múltiples sentidos, o desconectar por completo. En sintonía con todo ello, haciéndome eco de tal situación, me propuse escribir este libro. Porque este libro está escrito para quienes desean aprovechar su tiempo, desconectar de las preocupaciones, mejorar en su capacidad de expresión, imaginación y relación, además de lograr objetivos específicos. Estos objetivos se marcan aquí, en esta primera colección, en relación con la mejora de la autoestima, la superación del insomnio, ajustar el peso y dejar de fumar. Y la forma de alcanzarlos es aprovechar la técnica de los mensajes subliminales, ya presentada en mi libro sobre la hipnosis y la sofrología. Los mensajes subliminales transmiten mensajes directamente al inconsciente a través de la asociación de ideas y de la incapacidad de la mente consciente para analizar dos mensajes de forma simultánea. En cada uno de los relatos que siguen introduzco este tipo de mensajes en letra cursiva y previamente muestro el texto completo de los mismos. Mi intención es proponer herramientas útiles aprovechando las particularidades de nuestra forma de captar la información. Tenemos una forma consciente y otra inconsciente. Aquí aprovecharemos las dos para optimizar nuestros recursos, evitando engañosas manipulaciones. Estamos tratando con una técnica poderosa para influir en la mente. Sus resultados se probaron hace mucho tiempo en la publicidad, por ejemplo. Y fueron tan espectaculares que se prohibió su uso. Se consideró que se trataba de una forma de manipulación que ponía en entredicho o directamente impedía el ejercicio de la libre voluntad y capacidad de decisión de las personas. En realidad hay muchos condicionantes que nos influyen desde nuestra más tierna infancia y nos determinan cotidianamente a la hora de tomar decisiones o actuar. No somos tan libres como creemos. Pero ahora podemos hacer uso de los mismos procedimientos que limitan nuestra libertad o nuestra capacidad para alcanzar las metas que nos gustaría lograr en nuestra vida, para ponerlos a nuestro favor. En esto consiste la peculiaridad de este libro. Sin trampa ni cartón, poniendo las cartas sobre la mesa con respecto a los mensajes que se introducirán en el inconsciente de los lectores de forma subliminal, para dar la opción de decidir sobre ellos, deseo ayudar a las personas que quieren dar un paso más y potenciar sus recursos para alcanzar con más facilidad sus metas. Es un libro para personas especiales; para gente lista. Siempre serán un grupo selecto. Esta lectura no es para cualquiera. Este libro está dirigido a quienes desean tener las riendas de su propia vida y usarlas para ser más ellos mismos. Ser más y mejor lo que desean ser. Vivir como desean vivir. Dedicarse momentos de gozo y bienestar para enriquecerse de verdad con los valores que siempre quedan. Por todo ello te felicito y te deseo mucho éxito. Eres una persona especial.

3

1.- Relatos para mejorar la autoestima A continuación se te ofrecen ocho relatos. Los temas son variados, en diferentes sentidos. Pero en todos ellos aparecen insertos los mensajes subliminales que detallo a continuación. Para que tengan efecto deberán leerse los relatos la mayor cantidad de veces que sea posible. En esa forma se estarán reforzando internamente, de manera inconsciente, afirmaciones relacionadas con la autoestima. No es necesario pensar en ello mientras se lee. Incluso es bueno que los relatos absorban la atención y desarrollen planteamientos imaginativos y sugerencias emocionales diversas, independientes del tema de la autoestima. Pruébalos y disfruta de la “magia” que se irá desarrollando en ti mientras te beneficias de un momento de ocio y descanso literario. Obtendrás múltiples beneficios con estas lecturas, en forma consciente e inconsciente.

No es necesario que leas todos los relatos seguidos, aunque tampoco hay inconveniente en ello, si en tal forma disfrutas más. Puedes leerlos de uno en uno, de dos en dos, intercalándolos, pero siempre han de ser relatos completos. Aprovecha para practicar la lectura con diferentes tipos de pronunciación y ritmo. Puedes jugar, como cuando en la infancia te divertías con imitaciones, a simular diferentes voces, gestos y estereotipos de personas conocidas o inventadas. Cuantas más variaciones logres hacer en este sentido mejores resultados globales obtendrás. Diviértete y disfruta para potenciar tu bienestar, tu autoestima y tu crecimiento personal.

Además de leer los relatos para transmitirte subliminalmente los mensajes, también puedes leer estos mensajes repetidamente, de forma directa, voluntaria y consciente, procurando imaginarte como si te los estuvieras transmitiendo con cariño y alegría. Puedes mirarte a un espejo mientras te repites estos mensajes o puedes sentir que te abrazas de forma entrañable, como si fueras también el aire que te envuelve y ese aire, esa brisa, perfumada de ternura, te fuera diciendo estas palabras al oído, susurradas entre sentimientos profundos, agradables y sinceros. Hazlo lentamente y sitúate en un estado emocional adecuado, recordando antes de comenzar algún momento especialmente sugerente y querido; uno de esos que se guardan como un tesoro, como un secreto, para gozarlo eternamente. Mensajes:

1.- Siento en todo momento el orgullo y el placer de ser quien soy. 2.- Doy cada paso con determinación y alegría. Siento fuerza y bienestar. 3.- Doy gracias a cada instante por la plenitud y el gozo que siento en mi interior. 4.- Soy un sol radiante y mi brillo me proporciona gozo y bienestar. 5.- Soy un valor en alza y me siento genial, genial, genial. 6.- Soy una fuente inmensa de poder y amor. 7.- Siento hacia mi un amor inmenso y una gran ternura. 8.- La vida me besa cada día con ternura.

4

DE LEJANAS TIERRAS Estoy caminando por la playa, junto al agua, por la arena. No tengo ninguna orientación consciente; no la conozco ni me hace falta. Pasear, sentirme aquí sin razón ni tiempo, es todo lo que necesito. El mar se me acerca frío. Siento su intención de acariciar mis pies. Pero no se lo permito; prefiero gozarme en el beso cálido y blando. Prefiero esa melodía lenta, sin ritmo consciente ni forma exacta. Prefiero entregarme a todo ese misterio; esas manos doradas que la tierra me tiende. Prefiero, en este momento, esta alfombra de rumor y sal. Y avanzo. Avanzo bajo el sol. Avanzo hasta encontrarme con las rocas. Son cortantes, filosas, con mil agujeros de lava endurecida y áspera, que amenazan con hacerme sangrar si las piso. Acepto su afán de independencia, su orgullo y su aislamiento. Cambio de rumbo. No deseo negociar ni discutir ni aceptar ninguna oferta diferente a la ternura. El sol me comprende y me respalda la brisa. Un punto azulado surge de pronto en el horizonte. Muestra un gran empeño por crecer y acercarse a mí. Se me insinúa con placer. Ante su propuesta me siento. Me siento en una alfombra de hierba verde, para esperarlo. Y escucho con claridad su voz imaginaria. Una voz que quiere ser trompeta. Una voz que me anuncia mil secretos y me habla de quien deseo llegar a ser. Y no soy yo quien responde. Es la vida. Es la vida que late en mi pecho, la que me acerca a ese punto azulado. Esa vida ofrece lo que esta en su mano para darnos mutuo apoyo. Dice que es, como yo, un alma solitaria. Doy mi aceptación. Consiento en este diálogo, asistiendo como espectador. Con cada voz soñada me reconozco. Y puedo reconocer, por la forma de trazar su rumbo y avanzar con decisión, un destino en él. Hay muchos tipos de soledades y algunas son complementarias. Las hay acompañadas; las hay a cada paso. Ya lo había aprendido en otras ocasiones; por eso me concedo esta oportunidad. Quiero compartirme con mi horizonte y abrirme a nuevos mundos. Lo hago con determinación. Es lo que deseo. Pero acontece lo inesperado: aquel lugar azul del horizonte, aquella semilla y promesa de rápida germinación, termina por convertirse en un barco. Y va creciendo con alegría. Es un navío enorme. Siento entonces que yo, con mi ridículo tamaño a su lado, no puedo aportar nada interesante. Me inquieta su fuerza. No obstante, espero. Mantengo la confianza en lo insólito y en la vida que late en mí. Quiero ir más allá de las apariencias. Poco después alcanza el puerto y lo veo aferrarse a él, como si estuviera cansado del vaivén de las olas y necesitara tierra firme. Lo veo abrazarse con sus brazos enormes; con sus brazos como amarras. Eso me transmite un inmenso bienestar. Y ahí permanece tranquilo, como dándose aliento. Doy unos pasos hacia él. Me mira entonces y me hace señas, como si me diera las gracias. Yo respondo, sereno, con mi mejor sonrisa. El latido me incita para acercarme a la zona de embarque. No quiero pensar. Me intriga cada paso que doy, como si no fuera mío. Hay un instante que se hace eterno. Paso por el umbral de los viajeros. Pero yo no voy a ninguna parte ni espero a nadie. Abro la segunda puerta, la de cristal. La sala grande se encuentra abarrotada. De alguna forma comparto esa plenitud. Sabe que he llegado y me ofrece de nuevo su voz de trompeta; su voz de sueños. Me intriga el misterio y se me ofrece como un gozo infinito. No hay explicación. Tan sólo sé que es real. Y aunque no puedo entenderlo, ese latido en el pecho me obliga a aceptarlo. La vida me obliga a aceptar lo que siento. Se me ofrece en su secreto. Porta algo que lleva mi nombre. Me acerco más y me entrega, desde lo más íntimo de su corazón, lo que me traía de lejanas tierras: un amor que inunda mi interior por completo.

5

ILUMINASTE MI VIDA

La puerta se encuentra abierta y el cielo, gris. Amaga la lluvia y reparte preguntas entre los caminantes. Soy ahora uno de ellos. No sé muy bien si mi respuesta es la adecuada. Dudo. Dudo un instante por salir a caminar bajo esta lluvia incipiente. Preferiría ver el sol. Preferiría que se tratara de un día radiante, luminoso. Seguro que es eso. Eso es lo que invita a muy pocos a salir de sus casas. Pero yo debo hacerlo. Y aunque es también la intempestiva hora de la siesta, debo salir. Aunque sea un sábado y la mayor parte de mis vecinos prefieran sentarse frente al televisor. Prefieren dormir o recibir el bombardeo de tragedias sin nombre, sin número; norteamericanas, de oriente medio y de cotilleos. Yo escapo de la tentación de quedarme dormido, a pesar del cansancio y el aburrimiento. Me resisto, con uñas y dientes, a quedar marginado en mi propia vida. Marginado por costumbres, valores y gustos de otros. El aire es una brisa apenas perceptible. No necesito el paraguas. Todo parece estar contenido, expectante. Un pequeño brillo, de vez en cuando, me llama la atención. La tarde me proporciona excusas y me obliga a aceptarlas. Esas pequeñas gotas, que lucen discretas, me llenan de gozo. Parecen sonrisas blancas, sin frío ni calor. No necesito que me ofrezcan nada. Ya pongo yo en ellas la ternura.

Caminamos por la calle cinco o seis personas. No nos conocemos y rara vez nos cruzamos con alguien. Siento un bienestar extraño. Siento como si fuéramos una ciudad de palomas en el jardín inmenso de un niño que, por grande, no alcanzamos a ver. Un sentimiento extraño, pero agradable. Soy un caminante en una tarde gris. Y mis pensamientos vuelan como si fueran libres. Busco un hueco para mi libertad. Me armo de valor, ante la amenaza de lluvia, resistiéndome a la siesta y al televisor. Una hoja amarilla se alza, impulsada por una corriente, al doblar una esquina. Quisiera elevarme con ella. Será de nuevo la fantasía de que somos palomas en un gran jardín. Será que la tarde es gris y me gustaría que brillara el sol.

Abro el paraguas. Noto que esta brisa me moja cada vez más. Una mirada se cruza con la mía. Me sonríe y la siento cercana. Es un instante que pasa. Un instante genial. Y lo más genial de todo es que no ha pasado nada. Lo más genial es que la sonrisa brilla en la mirada y me ilumina en esta tarde gris.

Soy afortunado. Llueve un poco ahora. Muy pocas personas caminamos por la calle, en esta tarde de sábado. Pero soy afortunado. Soy muy afortunado porque he descubierto una mirada, una sonrisa, que me iluminó. Me he cruzado con alguien a quien no conozco. Tal vez no vuelva a ver esa mirada nunca más. Ya no recuerdo sus ojos. Pero ha sido una fuente; el manantial de una sonrisa. Y he bebido en esas aguas. Y he logrado una respuesta. Tengo una respuesta inmensa para mi libertad. Una alegría inexplicable me inunda, con su cosquilleo, por todo el cuerpo. Cierro el paraguas. Un rayo de sol se abre paso entre las nubes. Luego sigue la tarde gris. Seguirá tal vez la lluvia, pero ya no importa. Deseo pasear. Siento una ilusión sin precedentes por poder pasear en esta tarde gris. Será que tengo paz de paloma y que un misterioso encuentro ha resucitado en mí un recuerdo. Será el amor.

Siento que escapaba de lo vulgar y cotidiano. Huía hacia la tarde para evitar lo que otros afanosamente abrazan para sentirse vivos o para no sentirse muertos o para tener la impresión de que sienten algo. Pero ese gran vacío al otro lado de la puerta abierta, esa pregunta del cielo gris y la brisa lenta, se ha llenado. Hubiera querido emborracharme, nublar mi visión para escapar de la nada, pero no hizo falta. El alcohol me hubiera llevado a otra ausencia peor aún: la ausencia de mí mismo. Ahora entiendo. Puse ternura en esos pequeños brillos y me he llenado. Me siento pleno.

6

Ahora la puerta está llena de ti. Y no preciso que seas nadie. Aunque lo seas. Te confundí con la tormenta de un sueño y olvidé tu mirada. Olvidé el amor. Pero el amor no cesa y no se puede olvidar. Por eso volviste a iluminarte en mí. Por eso pudo abrirse paso ese rayo de sol. Un rayo inmenso, de un solo segundo. Un rayo que muy pocos logran ver.

Quise invitarte a tomar algo y me dijiste que no. Deseé que me acompañaras una tarde, que te sentaras conmigo y seguiste tu camino. Pero me dejaste un gran regalo. Me dejaste esa ternura tuya. Y ahora comprendo que he salido hoy para encontrarme contigo. Tú eres la respuesta a esta tarde de sábado. Eres la puerta de mi libertad. Esa mirada pasajera volvió a acercarme a ti. Esa mirada y los pequeños brillos.

La tarde en que te conocí no llovía. Aquella tarde, la vida era luminosa como el sol. Y ahora sé que tú eras exactamente lo que yo necesitaba. Cuando me encontré contigo renací. Y aunque ahora, tras la convivencia y los años, se hayan ocultado nuestras miradas, vuelvo a encontrarte ante mi puerta. Tu sonrisa me besa de nuevo. Tú eres mi lluvia fresca; la lluvia de cada día, la que sólo se ilumina con mi ternura. Mi cuerpo, mi mente, mis ojos, reviven de nuevo ante tu presencia, aunque lo hubiera olvidado. Eres mis alas de paloma. Eres ese inmenso jardín. Como si despertara, a pesar de haber luchado con uñas y dientes para no perderme entre los sueños y las inercias de los otros, eres tú mi horizonte luminoso. Ahora lo sé. Iluminaste mi vida y lo entendí de pronto. Lo he comprendido en este instante. Como aquella vez, cuando te invité a mi mesa y quise compartir contigo mis sueños, los que a nadie más hubiera contado, vuelvo a invitarte ahora. Te acercaste y preparé mi palabra, mi voz, mi voluntad, mi instinto y supe que sería feliz contigo. Tus ojos me sonreían y tu cuerpo llegaba como atraído por un imán, inevitablemente. Estaba dispuesto, como ahora, al encontrarte en mi puerta. Y aunque seas fantasía, la fantasía de un instante de ternura, eres sonrisa de manantial y eso, por siempre, lo serás.

HOY, EN ESTA MESA Es inevitable. Detrás de cada mesa, con el taconeo lento de la tarima y el ritmo de unos cuantos corazones convertido en voz y en esperanza y en deseo de escapar de los pesos, sinsabores y desdichas cotidianas, con cualquier excusa, como la de tomar café aunque no se quiera, los ensueños y palabras despiertan y comienzan a deslizarse, a navegar sobre el papel, como piratas en busca de una libertad fingida, forzada y conseguida a fuerza de esclavitud, de no poder renunciar a la necesidad del paraíso. Cuanto más difícil se pone todo, cuanta más oposición encuentro en mi afán de ser yo mismo, más renace el impulso de apostar fuerte, con imaginación y sonrisas, en pos de esa estrella que nadie más parece ver. Siento su presencia. Seguramente me hechizó su resplandor en una noche sin luna, repleta de cansancio, llanto y soledad. Seguramente lo inventara todo. Debí inventar su nombre y no quise aceptarlo. Seguramente sigo caminando, cada día, en cada momento, con la esperanza de verla aparecer y sonreírme en exclusiva, durante unos minutos, cada atardecer, entre el sol y la luna. No tiene importancia la razón, el sentido, la explicación o el rango de verdad o de mentira. Sólo importan, en todo caso, para el orgullo herido. En este impulso encuentro, cada día, la fuente que sacia mi sed de vida y me alimenta y me llena de energía para seguir luchando con gigantes, que son molinos.

7

Sigo renovando por este medio el modo de escalar fabulosos muros de doncellas, que son lejanos brillos de cuerpos radiantes e imposibles. Sigo renovando el placer de soñar. ¿Cuál ha de ser la esencia de todo enamoramiento? ¿Deberá ser diferente a la de inventar mundos felices para habitarlos y compartirlos con la persona amada? ¿Será la de quien siente el mismo impulso y complicidad de dotar existencia a lo que antes no la tenía? ¿Será aceptarme en lo que soy o inventarme yo mismo? ¿Qué otra paternidad puede ser mayor que la de crear, por voluntad y empeño, cualquier ser que se sienta nacer desde lo más profundo del corazón que late, incluidos los hijos? Doy paso a la vida plena. Y por ello vuelvo a renovar mi contrato de soñador. Vuelvo a decidir, como cada mañana, caminar por los improbables senderos de la poesía. Esa poesía que escapa al empeño de ser encerrada en versos y consiste en dar un paso y otro por la ilusión y el entusiasmo. La que se forja con el empeño de habitar todos los mundos; los posibles y los otros. La que se muestra en la determinación de sentirse viva y en la esperanza que no precisa la aceptación de nadie. La que consiste en la alegría que se encuentra más allá de la razón.

Siento que hoy camino tras quimeras, desde esta mesa. Y que si busco el apoyo de la fuerza, el impulso arrollador de la vida, en la complicidad de una mirada o de un latido, de una palabra convertida en beso y caricia, sin justificación ni excusa, es por ti. Porque tú eres la diosa de la que todo nace. La madre creadora de todo bienestar.

Doy gracias por tu mirada y aliento; por eso que nadie parece ver. Doy gracias por tu secreto. Y a la aurora que amanece en mitad de la noche doy gracias. Por cada impulso inevitable, por este latido de la vida, en este instante. Doy gracias por seguir atento, presente, sintiendo el caudal de la existencia que continuamente brota de esa roca de la experiencia. Por la plenitud de este encuentro, en esta mesa. Y por el gozo de las palabras, que son ríos de tus valles. Siento esta brisa como tu auténtica sonrisa; como el perfume de esta flor campestre y aventurera.

Me vuelvo a declarar humano desde mi ignorancia y mis límites, aceptando el reto de la muerte y el dolor que siento. Pero sin miedo. Esta condición, la que en este mundo se incluye, oculta y ofrece un gran tesoro. Un tesoro que está más allá de las sombras, los esfuerzos y los sufrimientos. Un misterio que se me ofrece cada día a mí, en cada calle, en cien miradas, treinta sonrisas y una mesa. Una mesa interior detrás de la cual, con el eco de los pasos en la tarima y el rumor de los sueños secretos, me encuentro. Sueños siempre vivos. Sueños de ahora mismo, en los que abro la eterna puerta del paraíso, penetro hacia el gozo y me acerco a ti.

CAMISA A CUADROS Se llamaba Andrés y se encontró en su camisa una mancha de tomate. Era una mancha intensa, regular y perfilada en ocre, como si la hubieran pintado con toque y calidad de artista. Una mancha que lo miró y le dijo: “Soy tuya”.

Acababa de estrenar esa camisa. Su fondo era blanco; de un blanco luminoso. Y sobre él destacaban unos listados cuadrangulares, de fina raya azul. Aquella incursión, en mitad de la comida, fue como el sol. Como ese que te hace despertar, al subir las persianas y te arruina todos los sueños. Era una mancha radiante. Tan radiante como intolerable. No pasaba desapercibida. A todos los comensales llegaba su fulgor.

Andrés era un hombre íntegro, de pura raza, y se le hacía difícil aceptar semejante desliz, precisamente ese día. Porque ese día se encontraba comiendo con Marta. A mí, la

8

verdad, no me pareció un asunto grave cuando me lo contaron. Yo ya sabía que Andrés mostraba marcadas preferencias por el brillo social; por la ostentación, más bien. En mi opinión, una mancha no debería causar tanto espanto, especialmente si se puede tapar con la corbata, la chaqueta o una tira de papel. Por ello, de inmediato, me vino la idea de que Andrés pudiera sentir el peso de la culpa, asociado a la mancha; tal vez por la relación que mantenía con Marta. Ella, según me dijeron, le había regalado la camisa. Por eso él se la había puesto para comer juntos ese día. Habían quedado en el restaurante italiano de la esquina, muy cerca de su casa y de la plaza Mayor. Estaban celebrando su tercer día de encuentro.

Esta historia me proporciona aún la excusa perfecta para meditar sobre la culpa y la liviandad en las relaciones apasionadas. ¿Sería él culpable de promiscuidad? ¿Sería culpable por buscar tan sólo el propio gozo, olvidándose de lo demás? Estoy seguro de que jamás hubiera sido capaz de planteárselo; aquellas cuestiones psicoanalíticas nada tenían que ver con su vida y las rechazaba de plano. Ese era el rollo que se traía Sofía para embaucarle. Eso llegó a decirme un día. Pero me aseguró, sonriente y ufano, que no lo conseguiría; su vida no se encontraba disponible para liarse con reflexiones moralistas ni pseudopsicológicas. Él tenía muy claro en qué consistía el bienestar y la salud mental. “¡Las tías se crean montajes alucinantes para amarrarte a la pata de la cama!”. Así era el bueno de Andrés. Todo un personaje.

Aquel día debió montarse también sus cábalas mientras el camarero llegaba con una servilleta limpia y un poco de sifón. Seguro que pensaría: “Soy un tipo con suerte, a pesar de la mancha. Esta tía está loquita por mí; se lo veo en los ojos”. Y según parece Marta sonreía contemplando la escena. A ella no la conozco mucho. Dicen que es de armas tomar; un monumento, eso sí. Pero que se arranca a veces de forma extraña; que son tal para cual. Ese día, al parecer, lo demostró. Le echó valor al asunto, entre otras cosas.

Según mi confidente, en el transcurso de los acontecimientos, a Andrés se le veía atropellado. Me lo imagino. Que si alza una ceja por aquí, una sonrisita por allá, mientras rechina los dientes y se desahoga entre groserías para sus adentros, procurando mantener su compostura. Debió ser todo un cuadro; una obra de ingeniería, me temo. Mil equilibrios imposibles para mantener su intachable imagen. Y siento que siempre ha sido esa la forma que ha usado para demostrar que se encuentra por encima de todo; que domina cualquier cosa que se le ponga por delante; que es genial. Siempre se creyó genial. Jamás se achantó por nada, ya se tratara de un macarra navajero, un negocio, una crisis financiera o cualquier otra situación de riesgo que se le presentara. Donde hubiera que dar la cara y el “do” de pecho, estaba el primero para acogotar a su oponente. Y la verdad es que también a mí me parece genial esa actitud, aunque procuraré no decírselo nunca.

Pero ante aquella mancha, en ese preciso momento, se encontraba desarmado y confuso. Seguro que la veía lanzádole retos del tipo: “Soy tu enemigo mortal; jamás te librarás de mí”. Porque él aún trataba de impresionar a su nuevo ligue. Marta era una rubia maciza y marchosa que le ponía a cien y además le hacía regalos, como la camisa a cuadros. Por otra parte, el camarero, sin duda el más patoso del mundo, cuanto más se esforzaba en limpiar la mancha, con esa fuente de agua, el paño y el sifón, más le fastidiaba, enmarronándole una superficie inmensa. Así continuó el desastre, durante el tiempo infinito de un puñado de minutos. Hubiera podido quedarse en una simple manchita sin importancia, graciosa incluso, junto a su ombligo. Pero se lo tomó como un asunto de poder, “de cojones”, hubiera preferido decir él. Y ya no había remedio ni salvación. Una y otra vez se precipitaban todas aquellas cruces negras, que Andrés imaginaba ya en la libreta de Marta, su nuevo amor imprescindible, y seguro que temía también que se enteraran Sofía, Cristina y Mónica, si pasaban por el restaurante. Siento

9

pena en el fondo; no puedo evitarlo. Pero me alegro. Espero que le sirviera. Sus prejuicios y alharacas le llevarían hacia el temor de convertirse en el hazmerreír del barrio. A mí modo de ver, ya lo es. Aunque también procuraré no decírselo nunca.

Aquel día tenía que hacer algo y montó la bronca al camarero; un pobre chico que no tenía culpa, al menos al principio. Por momentos se le iba calentando la sangre y arremetía con saña contra su víctima inocente, hasta que una carcajada lo salvó. Como si de un jarro de agua fría se tratara, su amor, su rubia fascinante, explotó igualmente con un escándalo inmenso, pero de risas. Poco después se levantó, pagó la cuenta, pidió un mantel azul y lo arrastró, con una guasa incontenible, un gran empujón y fingida ternura, hasta el centro del local. Una vez allí le arrancó la camisa, disparando con afán sus botones entre los atónitos comensales. Empuñó después un cuchillo grande, con la mano derecha, y comenzó a rasgar la prenda cuadriculada, inmaculada y blanca en el origen, hasta separar el trozo marronáceo. La superficie, de unos veinte centímetros cuadrados, había conjugado ya a la perfección el agua, el sifón, el tomate y la vergüenza. “He aquí la fuerza de la vida”, parece que dijo, mientras guardaba los restos en una bolsa de plástico. Y me parece que se la llevó después, junto con el cuchillo, aunque no quedó claro este punto en el relato que me hicieron de los hechos.

A modo de capa usó el mantel azul, para su príncipe. Y dijo en voz alta: “Rendida se encuentra esta mujer ante ti y por ello te besa”. El pobre Andrés debía encontrarse ya en estado hipnótico. Concluida esa parte de la faena, cambió de tercio y se llevó a su amante, secuestrado, a su apartamento. Así demostró cómo se caza a un cazador. Con los recuerdos de la camisa, convertidos en tiras rayadas a cuadros, lo ató a la cama. Colocó cada extremidad en una esquina, después de haberlo desnudado completamente. Acto seguido y sin mediar palabra, se fue. Un día memorable, sin duda. Dicen que la vieron salir zambullida en risas; que no se paró a escuchar las quejas ni se preocupó ante las consecuencias que los alocados tirones de la víctima generarían, amoratando sus muñecas y tobillos con marcas duraderas. Él chilló, hasta desgañitarse, durante cuarenta minutos, según testimonio de los vecinos. Al fin la puerta volvió a abrirse y ella penetró, armada con una botella de sifón y medio kilo de ketchup. Se desnudó entonces. Llegó al dormitorio para encontrarse con su oponente, quien estalló en una risa histérica. Marta vació por completo los recipientes sobre el cuerpo de Andrés y se lanzó a enjugarle y pringarse ella misma, con fruición y deleite, desatando una pasión delirante. Dicen que lo hizo con ternura. Es evidente que estaban hechos el uno para el otro.

ASALTO AL SILENCIO

Un lobo solitario sugería el origen de semejante aullido. Nadie hubiera podido imaginar que el señor de Montigny, antiguo censor y acomodado caballero de los barrios nobles, se encontrara detrás del mismo. Yo fui testigo de tal prodigio. Siento en mi piel aún el escalofrío que me produjo. No había causa aparente para su tropelía, pero tampoco voluntad capaz de impedirla o condenar posteriormente el atrevimiento. Las calles siguieron silenciosas, mucho más que antes del atropello; era como si todos los vecinos nos hubiéramos quedado esperando la segunda parte, la consecuencia de aquello. Y así permanecimos, durante un momento eterno, sin que nadie pudiera dar razón de lo que pasaba. Hasta el tráfico se detuvo. Un taxista me lo confirmó, con cierto orgullo heroico. Fue un extraño conjuro; un arranque de locura en mitad del caos.

10

Pocos fueron, no obstante, los que alcanzaron un grado de claridad suficiente como para aprovechar el momento y transformarse con el mundo. Yo, desde luego, no tuve ese placer. La mayoría de los vecinos, poco a poco, perdieron interés por el suceso y se dejaron llevar de nuevo por el ajetreo cotidiano. Hubo quienes no llegaron a tomar conciencia de nada; asimilaron los acontecimientos con la rutina de uno más de los domingos de agosto. Pero ese agosto de Madrid, a las nueve de la mañana, pudo ser el último. La mayor parte de los vecinos del barrio de Salamanca estaban de vacaciones y los turistas deambulan por otras rutas monumentales y pictóricas. Yo hubiera debido pedir explicaciones a quien correspondiera, al concejal jefe del distrito, por ejemplo. Pero no lo hice. No pude. No soy tan audaz, aunque me gustaría.

El señor de Montigny, don Andrés de Montigny Gutierrez, se había levantado temprano. Era su costumbre. Doy un paseo todas las mañanas y me informan cada día de sus andanzas en el kiosco de los periódicos. El quiosquero las conoce paso a paso. Tras el aseo, con agua fría y jabón francés, llega el meticuloso ritual de la ingestión de sus primeras viandas. Se las sirven en la salita, con el resol de la plata. Y ese día, con especial determinación, entre un manjar y otro, había comenzado a visitar las secciones habituales de la prensa diaria. El ama de llaves lo vio entregado a sus quehaceres. Así se lo trasmitió después a su confidente. Había dejado abierto el balcón, siguiendo su costumbre, para aprovechar la frescura de la mañana y cuando aún el sol no había descubierto aquella parte de la casa. Él era un ser silencioso, taciturno, sin alegría, al decir de quienes no frecuentaban mucho su compañía. Siento pena al recordarlo. Aseguraban que a la fuerza se le torció el carácter; por lo de su mujer. Habladurías. Ninguno de aquellos charlatanes había intentado averiguar los verdaderos motivos de la conducta solitaria y triste del vecino del cuarto izquierda. Nunca les preocupó su bienestar. No se encuentran, entre sus intereses, intentos serios de conocer la realidad. La explican tan sólo, como si ya la conocieran. Doy fe. Y son de los que nunca salen de vacaciones. Habitan permanentemente las aceras y las ventanas, tras las cortinas, dando gracias a Dios por la bendición de sus vidas, frente a la inquina y el descalabro de lo que contemplan. Y ese día, como uno de cada seis, se quedaron sin respiración; al punto casi de perder la vida en un instante. Les salvó tan sólo que este mundo es duro para negociar salidas anticipadas y que por entonces mantenía la singular tarea de mantener a todos atados y bien atados; especialmente a los carcamales de la plenitud vital.

Pero Andrés de Montigny no entraba en ese grupo y tampoco en ningún otro. Su verdadera historia, el misterio de su vida, era muy diferente; muy diferente a lo que aquellos cuervos imaginaban. Y encontraba un cierto gozo en tal situación. Ya le habían llegado sus cuchicheos y jerigonzas, aunque jamás se molestó en aclarar ni contradecir sus patochadas; le hacían gracia. Por lo que procuraba alentarlas con un estudiado arte de sadismo social. Creo que siento respeto y admiración por ello. Con dudas en el fondo, eso sí. Pero una parte de mi vida resuena con ese misterio que guardaba en su interior.

El día en cuestión, tras alcanzar la columna de su amigo y compañero de andanzas, en otros tiempos, apuntó al margen de la página: “Soy responsable de esto”. Dejó después el periódico en un mantelito verde, sobre la mesa, iluminada ya por el sol. Cerró entonces los ojos, impresionado por la noticia que allí se comentaba. Su fiel servidora, radiante con su cofia blanca y su delantal, se detuvo en la puerta al descubrirlo en semejante actitud. Ella misma se lo contó a su vez a mi confidente. Había ido a la sala para retirar la bandeja del desayuno, tras sacar brillo a la plata. Y procuró evitar cualquier “ruidito”, para favorecer lo que interpretó como un feliz sueño y merecido descanso. El quiosquero me advirtió que había sido una semana de misteriosas tensiones, llamadas inesperadas y salidas inusuales. Su versión me proporciona credibilidad.

Pero todos se equivocaban, incluido el señor de Montigny. Él fue el primero en asustarse por el gozo que sintió en la irrupción de su terrible aullido. Creyó que se trataba

11

de algún ataque de culpa y locura. Culpa en la añoranza del bienestar perdido y locura como consecuencia de las insidias de sus enemigos. Soy testigo de la animadversión del vecindario. Sus enemistades se habían reproducido como setas al cambiar un buen día el régimen. El caso de su auxiliar era muy otro. Tenía mucho valor, al menos para su admirado señor. Lo que a Berta se le antojaban inquietudes eran en realidad desahogos que aliviaban precisamente aquellas. Don Andrés, que así le llamaba, había conocido en su blanca edad a una mujer joven que le mantenía la emoción en alza y le devolvía una parte de la vida, a cambio de la otra. Nada sabían sus vecinos de aquello. Si de algo podía presumir Don Andrés de Montigny era de su discreción; su discreción y esa habilidad, prácticamente sobrenatural, me temo, para cumplir al pie de la letra con el aserto evangélico “que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”, aunque a él le gustaba más al contrario. Todavía siento su nostalgia por los viejos tiempos.

Instantes antes del esperpéntico alarde que salió de sus pulmones, vía caja de resonancia natural amplificada, se encontraba sumido en un profundo silencio; en un genial silencio de razones encontradas e irreconciliables. Los comentarios de Manolo, en aquella columna suya, cotidiana y hasta genial, según popular reconocimiento, le habían llegado al alma. Jamás hubiera podido imaginarse él, precisamente él, acostumbrado a estar por encima de todas las cosas con genial lucidez, como si ya hubiera sido laureado por el resplandor divino, que aquella reflexión sin importancia, dicha evidentemente sin malicia y que pasaría desapercibida incluso para el propio autor, pudiera tener un efecto tan demoledor. Don Andrés llegó a pensar que fue el verdadero detonante de su rugido, aunque se equivocaba.

Nadie supo nunca por qué llegó a ocurrir. Soy testigo de que ni siquiera el protagonista; él especialmente. Los sucesos sobrenaturales acontecen por sorpresa; una sorpresa para cualquiera que busque razones. Sin embargo, a la hora de vivir, los pensamientos suelen ser como una fuente. Fluyen y fluyen para olvidarse y confundirse. Parecen alejarse, diluirse en la inmensa marejada de las emociones, de las sensaciones. La sensatez, transitoriamente, suele trocarse en otra cosa. El poder se disipa en miedos. La ignorancia empuja y se apodera implantando el caos, desde lo inaprensible. Sólo nos salva el amor.

Aquel rugido interior se había ido forjando lento, muy lento; desde sus tiempos de adolescente. Siento que en eso nos parecemos todos. Diferentes rugidos se gestan ansiosos en nuestros sueños por alcanzar fortuna y descubrir el mundo. Unos nacen, otros evolucionan hacia su frustración y otros, como en este caso, estallan por sorpresa. Pero no supo Don Andrés de su existencia, ni la sospechó siquiera, hasta el momento mismo de su irrupción inesperada. Eso mismo me pasó a mí. Y por supuesto no lo relacionó con su vida: ordenada, comedida y cauta; con los placeres y deslices adecuadamente planificados, matizados entre las sombras de su ostentosa necesidad de mostrar nobleza. Fue imbuido por un espíritu aventurero, que heredó de su padre, quien aristocratizó su linaje con el antiguo recurso de anteponer el “de” a su apellido y construyó una complicada saga. A fuerza de repetir su fantástico árbol genealógico y por amor filial, terminó el hijo por creérselo completamente. No escatimó jamás el progenitor en recursos para mostrarse con esplendor, ocultándose al tiempo ante sí mismo. Se trataba de un hombre de lujo inmenso, en cuestiones de fantasía. Los artificios y complejos procesos de alianzas, fortunas y negocios eran de tal magnitud que ya resultaba posible imaginarlos con el detalle que mostrara la tradición, por lo que tuvo que concluir el hijo que fueron reales. No se le permitió una sola ocasión para cuestionárselo en otra forma. Nadie osó jamás discutir ni dudar nada, quedando asentado con firmeza el poso del rancio abolengo en tierras francesas, entre un gran secreto de peregrinajes y disimulos, desde los tiempos de la Revolución. Sabía poner en sus relatos altas dosis de encanto y ternura. No alcanzó con su fantasía el tronar de los cañones ni el golpear de la

12

guillotina, porque los dolorosos trances quedaban siempre ocultos, incluidos los falsos; no resultan de buen ver.

La extraordinaria explosión de su pecho, trompeteando roncamente por su garganta, fue como una catarata de vida oculta. Aquel día alcanzó los oídos del barrio a través de la puerta abierta del balcón. Yo me imaginé con temor el fin del mundo. Los escasos pero atentos centinelas de nuevas vecinales, cuervos variopintos, se toparon con el fragor insólito, en aquella mañana de domingo, para quedarse callados y a la espera de la noticia que besa con alguna continuidad. Y ésta en verdad se produjo, aunque no llegaran a descubrirla conscientemente en su percepción ni en su memoria; fue como un fenómeno sonoro más allá de la barrera del sonido. Se rasgó el espacio y el tiempo en una colisión dimensional. Ocurrió en cada uno de ellos, pero escapó a su limitada comprensión del mundo, aunque removiera unos cuantos corazones.

Aparentemente el orden de las cosas era el mismo del día anterior, pero no era cierto. Una incomprensible sombra de luz se había precipitado desde el más allá de la existencia y campeaba con libertad entre las momias vivas. No se trataba de ningún espíritu errante, como algunos pudieran haber interpretado; era otra cosa. Era un impacto de ternura sutil, como un polvillo suave. A través del aire se introducía en las almas de los vejestorios, porque no había jóvenes disponibles aquel día. Siento decirlo, al menos en mi caso.

Pero el señor de Montigny ignoraba todo aquello. Si alguien le hubiera sugerido algo, en algún momento, casi le hubiera escupido a la cara; a él nadie le tomaba el pelo. Era una cuestión de orgullo de estirpe. Por eso nadie se lo dijo; por eso y porque nadie lo sabía, salvo el que suscribe, como honrosa excepción; todo un placer y honor.

A Don Andrés le seguía inquietando la primera parte de semejante proceso, la que le afectaba en forma directa e incuestionable: ¿cómo pudo ser tal gruñido agónico, estertórico y sobrecogedor? Pensó en visitar a quien pudiera darle alguna explicación: un médico, un psiquiatra. Pero inmediatamente desechó la idea; hubiera sido aceptar la pérdida de su cordura y no estaba dispuesto. No soy yo quien debe opinar al respecto, aunque le alabo el gusto. Si tenía que transigir y aceptar el duro trance al que la vida le empujaba, debió pensar que lo haría en contra de su voluntad; prefería morir dando batalla a la sinrazón que aceptar perder el orden, como blasón principal de su existencia.

Doy por seguro que Berta quedó muy preocupada. Preparó una tila, según explicó después, tras el lapsus de respirar cada traza del tierno polvillo de luz. Quiso ofrecérsela al señor, pero no reunió el valor suficiente para dar el paso y se la tomó ella. Y como quiera que su corazón insistía en la taquicardia, repitió con ansia de la pócima hasta dar buena cuenta del perol completo. Después quedó medio atontada, aunque no por su determinación y aquello inquietó a su patrón, acostumbrado a la vivaz y permanente alegría que mostraba siempre. Se vio incluso tentado a cargar con la culpa, aunque terminó desechando tan absurdo sentir, por falta de justificación o pruebas consistentes. Siento que tampoco las había.

El resto de los afectados por la extraña fuerza no convocaron asamblea ni comentaron nada, en aquel momento, aunque muchos sintieron la tentación de lanzar un manifiesto y pedir explicaciones. Si no lo hicieron fue por el respeto que su taciturno vecino les inspiraba; por el respeto y porque no sabían a ciencia cierta si afectaría a su posterior bienestar. Y así quedó por entonces. Pero la sombra luminosa prosiguió con su labor incansable, adueñándose de las entrañas, más del alma que del cuerpo dada su condición, de los habitantes del barrio. Generó en todos como un restañar de látigo apresurado, en su carrera hacia el nuevo amanecer. Nadie se dio cuenta. Nadie pidió explicaciones. Nadie comentó ni se comunicó ni se interesó siquiera por la opinión de los otros, excepto yo. Por ello escribo esta historia. A partir de ese momento una nueva sonrisa iluminó todo saludo y pensamiento, considerándola absolutamente normal.

13

EL HOMBRE CAPICÚA

Érase una vez un hombre capicúa. Doy testimonio: logró comenzar su historia en su final. Con las gracias por delante, hablaba consultando conclusiones. Años me llevó comprender su extraña vida. Al hacerlo, terminó de comenzar. En un segundo me asomé a un abismo: su finalizado origen. En cada encuentro solía aparecer en el momento de irse. Por un instante nos cruzábamos. Otras veces, en cambio, estaba. Imposible asegurar cuándo llegaba o cuándo se iba. Pero todo esto carece de importancia. Disfruté de la historia por curiosear en lo irreal, aun a riesgo de volverme loco. Conocí al señor Manam el día de la evanescencia. Procedía yo de una fiesta, con plenitud de reflejos y conciencia. Y se concretó desde una nube por el paseo de la Castellana. Fue un gozo espurio, a la altura de la estatua del insigne Ramón María del Valle Inclán. La noche terciaba bruma; seca bruma de la Villa y Corte, que se quedaba en el aliento. Me siento aún conmovido al recordarlo. Cuando realizaba el saludo habitual a mi rígido amigo, escuché un crujido en su pernil dignísimo. ¡Cuál no sería mi sorpresa! Pero más sorprendido y aliviado en mi interior quedé cuando finalmente descubrí su origen.

- Crick, adiós. Crick. - Querrá decir ¡hola! - No. ¿Pasea usted a menudo, si menudo a usted pasea? ¿No?

- Perdón. ¿Cómo dice? - No digo, no. - Soy un poco torpe y no entendí su primera pregunta. - Tan sólo fue interés, fue sólo tan. - Pero yo quisiera responderle, aunque no sea más que por educación. - En ese caso... ¿pasea usted a menudo, si menudo a usted pasea?... caso ese en. - Me gusta este lugar. Tiene un sabor entrañable. Es como el amanecer del sol en mitad de mi noche. He convertido este paseo en un momento radiante, roto con la discreción necesaria.

Sentía la conversación afectada. Notaba que algo extraño ocurría y dudé por un instante de mi lucidez. Me costó trabajo darme cuenta del problema con exactitud. Resultaba difícil concentrarse en las palabras. La escena tenía cierto brillo. Mis sentidos estaban absortos. “¿Cómo debo tomarme semejante cuadro?”, me preguntaba. “¿Será algún esperpéntico personaje que mi viejo amigo me proporciona, con vida propia?” La razón no respondía. La locura se imponía con su gozo peculiar y temí por mi cordura. Me invadía un extraño bienestar.

Sobre la pierna izquierda de la estatua reposaba una curiosa mano. Soy un tanto desmemoriado pero aquello me impactó. En la zona de los dedos tenía un guante blanco, cortado en negro por la palma, con dudoso valor estético. El resto del brazo era negro también. Anchas mangas se perdían en una especie de negra chaqueta, que más parecía un pantalón. En el centro, en alza, un turbante blanco. Enfundaba completamente su cabeza y tenía orificios previstos para ejercitar los sentidos de la vista, olfato y gusto. Hacia la parte baja y pudenda me pareció ver un gran pañal blanco. Los colores y formas contrastaban tan fuertemente con la elegancia del traje negro, que aún me siento sobrecogido. Creí que se trataba de algo genial. Ejecutaba un genial crujido terroso, rítmico, en cada mano y una genial postura.

14

- ¿Va usted a un baile de disfraces? - Es caballero ingenioso... caballero es. - Soy un hombre normal. No me tengo por ingenioso y no quisiera ofenderle. - ¿Podría? - Nunca había visto una indumentaria semejante. - No. Yo tampoco. Yo no. - ¿Por qué se oculta usted entre la estatua y la fuente? Se inclinó hacia delante, depositó las manos en el suelo, enderezó el tronco invertido, levantó las piernas y... recobró, insólitamente, la posición original. Avanzó dos pasos; se aproximó tranquilo, produciéndome una inmensa sensación de desconcierto. Elevó el anterior zapato y lo extendió, convertido en mano. Tuve que corresponder necesariamente; parecía saludarme con un adiós. Mi cerebro comenzaba a reaccionar. Pero dudé de poder ofrecer una respuesta coherente. - ¿Vive usted lejos de aquí? - De lejos vengo aquí y aquí vengo lejos ¿De?. Entonces caí en la cuenta. ¡Sus frases! Por mucho amor que tuviera al léxico creativo, aquello me sobrepasaba. - Siento que me habla usted de un modo algo extraño. - Extraño no será. Será no extraño. Pero cambiaré. Todas sus frases caminaban hacia la simetría menos ésta; ya me había acostumbrado. Esa diferencia me permitió reaccionar. Pero... ¿sería un error? Tampoco era su obligación mantener el orden que me impactaba a mí. Lo que no dejó lugar a dudas fue su cambio; todo un alarde. Se inclinó lateralmente. Su costado izquierdo tocó el suelo. Recogió piernas y brazos, se convirtió en una neblina blanca y se elevó. Desde la altura de mi cabeza fue alargándose hasta la acera. Adquirió una complexión familiar, una forma precisa que me llenó de un sentimiento de amor: era el reflejo de mi imagen. Todo ocurrió muy rápido; en un inmenso instante. Parecía haber estado allí desde siempre y pensar en lo anterior era locura. Aquella alucinación sólo podía ser fruto de mi loca fantasía; mejor no recordar. Me encontraba ante una imagen tridimensional de mí mismo. - ¿Cómo pudo usted hacer eso? - ¿Eso hacer usted pudo cómo? Todo comenzó a girar a gran velocidad; una velocidad de vértigo. Pensar era imposible. Su cara, mi cara, delante de mí. Esa forma de hablar. No entendía. Mi mente giraba; parecía subir y bajar al mismo tiempo. Mi estómago se revolvía. El mundo giraba en una extraña forma de ternura. Sentía ganas de vomitar de gozo. Vueltas y más vueltas. La vista se nublaba. Giraba. Sentía. Las líneas se desdibujaban. Mi estómago saltaba entre júbilo de vida. Me desmayé. Desperté en mi cama. Los recuerdos se me emborronaban entre vagos sueños. Sin el menor remordimiento lo hubiera olvidado todo. Pero algo me lo impedía. Puedo notar aún cómo me besa un cálido sentimiento. Sobrevolé mi infortunio y me levanté de un salto. Comencé a componer la historia de cada hoy. El café se resistió en tostadas. La mañana se inventó autónoma en un día que ya no era gris. Cada minuto parecía ingrato, pero los fui llenando con elixir de vida. Ya estaba dispuesto a salir. Abrí la puerta y alguien me retuvo. - ¡Buenos días! Soy el señor Manam. ¡ Que usted lo pase bien! Me sorprendí entrando y saliendo, sin darme tiempo a reaccionar; resultó cómico. Sonreí, seguí adelante y procuré disimular mi singular resaca; una resaca de ternura. Aún tenía mucho trabajo pendiente. Las calles no estaban puestas. Las oficinas se sumían en el caos. Había que inventar muchas historias. Es una labor ímproba ser el centro responsable del mundo circundante; organizar el ser con su entidad de cada

15

devenir. Comencé por esbozar un interludio con el conserje. Rápidamente quedó implantada la secuencia: sencillo, servicial, humano y lacónico. Se dispuso a sonreír con presteza. Siento que se perdiera después entre rutinas. - ¡Buenos días, jefe! - ¿Qué tal, Manuel? Comencé a diseñar entonces una amplia avenida, salpicada con chapas montadas en diferentes formas, ruidosas y humeantes. Los peatones se ponían en marcha y todo parecía funcionar de un modo diferente. La cúpula azulada se centraba en la luz del cielo; el escenario estaba en movimiento. En ese momento me inventé un coche y entré en su interior. La documentación, con mi nombre, reposaba en la guantera; lo comprobé. Rodando por la avenida coloqué semáforos, después de haberlos rebasado. Pero alguien tuvo el impulso de situarse a mi lado. Me saludó con orgullo y se fue hacia atrás. No estaba previsto. Quedé sorprendido. ¿Quién será el intruso?, pensé. - ¡Manam! -me dijo cuando ya no estaba. - Insolente! -respondí. Decidí no prestarle atención. Pero insistió mi pensamiento. Manam era el nombre del primer personaje, también insurrecto. Parecía empeñado en complicarme la existencia. "¿Tendrá que ver con mi estrambótico sueño?” pensé. “¡Nunca se sabe! ¡Así son los arrolladores de realidades! Tengo que situarme". Borré la escena y comencé de nuevo. Dibujé tan sólo al señor Manam: sombrero escaso, gafas, chaqueta y pantalón deslucidos, zapatos paisanos y cara de vagabundo. Accioné su figura y cambió de atuendo. - ¿Por qué se empeña usted siempre en alterar mi mundo? ¿Acaso no pertenece a él? - Pertenezco en lo que escapo y escapo en lo que pertenezco. - ¿Fue usted el causante de mi pesadilla? - Entonces tomaré forma. Yo no causo nada. Tú eres el foco emisor y receptor. Todo lo que ocurre es tu responsabilidad. - En ese caso, hay un error. Yo a usted no le di vela en el entierro. ¡Es más! Me acaba de estropear mi historia de hoy. - Eso es pura ignorancia. Yo pertenezco a tus sueños y en ellos me diste vida. Comienzo al terminar tu voluntad y por eso para ti mi existencia es capicúa. - ¡Discúlpeme, señor! - Manam es mi nombre. - Es cierto. ¡Discúlpeme, señor Manam! Aquí hay algo que no encaja. - Ni podrá encajar nunca, mientras mires en una sola dirección. Para ser capicúa se precisa simetría. - Comencemos de nuevo. - ¡Imposible! Yo termino. - Entonces déjeme pensar. - Cuando piensas yo no existo. Reemprendí nuevamente mi labor. Decididamente atónito me dirigí a la oficina. Tenía que esforzarme en razonar. Sólo así me deshacía de aquel desagradable payaso. - ¿Te encuentras bien? -me preguntó mi compañero de fatigas al verme llegar. - Sí, sí; no es nada. - Pues por tu aspecto... yo diría... - ...¿Tú conoces al señor Manam? - ¿Cómo has dicho? - No... nada... son tonterías mías.

y el placer de ser quien soy.

16

- Pongámonos a trabajar entonces. - Tienes razón. Será lo más sensato. Componiendo relaciones, sumas restas y otras gaitas, entré en un éxtasis mundano. "¡Qué maravillosa sensación sentirse inútil! Las máquinas son adorables. Los anuncios, verbo divino. Si no se hubiera inventado este mundo, sería prioritario hacerlo. La sombra del señor Manam es insufrible. ¡Dejaré de soñar! Así no tendré que perder el tiempo volviendo a componerlo todo". - ¿Tienes los informes financieros? - Sí; aquí están. - ¡Magnífico! Desarrollaremos otro esquema. Estudiaré esto en profundidad para mejorar la eficacia. - ¿Quieres cambiarlo todo? - ¡Naturalmente! Tenemos que ser los mejores. - ¿Estás seguro de que no te pasa nada? - Tanto como eso... es difícil de afirmar. Pero no importa. ¡A trabajar! - ¡Está bien, está bien! Si insistes... no se hable más. Me entregué indomable al afán del trabajo. Los informes ya cobraban forma y mi mundo se canjeaba en números. Varios libros de balances, impuestos, contratos, sombras y esbozos de procedimientos. "¿Sombras? ¡Cuidado!”, pensé. “Todo en marcha organizada se administra, se coloca, se sitúa en pos de sí, para recobrarse de nuevo en el sistema. La columna de la izquierda se altera hacia la derecha. La curva se quiebra y ensalza. Lo de arriba pasa abajo, para luego completarse en un total más comprimido. La regla es lo primero. Todo debe cuadrar. Si alteramos porcentajes, comisiones y tipos de interés, suprimimos las vacantes y cerramos sucursales, queda centralizada la gestión con un moderno sistema. Ahorramos tiempo y espacio, recuperando inmovilizados. Con este ordenador todo queda clausurado. ¡Es perfecto! Incrementamos capital, deduciendo más impuestos, con los modelos del sistema. A punto estoy de acabar la singladura. Atracaré en puerto seguro". - ¿Ha terminado usted, buen marino? -irrumpiendo en mi despacho estas palabras sorprendentes, me alteré-. Llevo un sinfín contemplando y no me pude contener. - ¿Señor Manam? -pregunté atisbando de reojo. - El mismo; para servir a su deshonra. - ¡No es posible! Estoy pensando. - Eso crees, cerebro insensato. Razonaste hasta la saturación y ya te has vuelto incapaz de continuar haciéndolo. - ¿Por qué me acosas sin descanso? - Por no querer descansar. - Hagamos un trato. - Para tratar conmigo deberás incumplir tu palabra. - No comprendo. - Ese es tu problema. Jamás podrás comprender. Con la estampa gentil de aguador vespertino, apareció el señor Manam; la idea misma de su presencia me crispaba. Pero ahora, aturdido, me llenaba de consuelo. Era incapaz de reaccionar. Me dio a beber de su cubil y sucumbí, dormido. "Es imposible trabajar sin descanso. El sueño alternado en la vigilia se hace placer necesario. Y es destino humano recrear el mundo con cada despertar. Imposible escapar. ¿Por qué pretendo hacerlo? Debo aceptar al señor Manam", concluí. - Veo que vas comprendiendo y por eso mismo sentirás que hablamos con ms sentido.

17

- La razón de la sinrazón... - ...Por ahí avanzarás ligero. - ¿Cuál es tu propósito conmigo? - Si lo tuviera, me hubiera ido. - Puesto que huir no puedo, quisiera que fuésemos amigos. - En tu mano está. - ¿Cómo lograrlo? - Ya lo hiciste. Recuerda la simetría. - Quedo a tu disposición. - Estoy listo para ayudarte con la mejor medicina; ¡ven conmigo! Fuimos andando hacia atrás hasta llegar a ayer. Nos detuvimos un instante. Rectificamos semblantes y seguimos más allá. - Verás la historia del fin, proyectada en el principio. Observa y profundiza en todo. Tendrás oportunidad de hacer lo que creas razonable. El tiempo discurría insólito. Parecía impensable andar por él hacia atrás. Pero, por más insensato que fuera, nada restaba en la vivencia. Vivía hacia delante, con el tiempo transcurriendo en retroceso. ¡Mejor no poder pensar! - ¡Actúa! Modifica lo que quieras. No te sientas cohibido. - No me atrevo. Me resulta extraño. ¿Cómo puedo modificar el pasado? - Si fuera pasado, sería inaccesible. Lo que ahora vives es presente. Recuerda el eje de simetría. Ese eres tú; el presente. Yo vivo en tu pretérito o futuro, dependiendo hacia dónde mires. - El mundo se descompone y yo lo creo a cada instante, no sólo cada mañana... - ¡Exactamente! Y tiene dimensión de inmensidad. Es la razón de la sinrazón... - Creo que voy comprendiendo. Siempre jugué a componer realidades. Me creía maestro en ese arte. Ahora me descubro muy humilde aprendiz. Pero estoy dispuesto a seguir con la hazaña y la enseñanza. Con presteza me incorporé, en presente, dentro de un pasado cercano. Reemprendí el futuro de lo pretérito y cambié mi conversación. El resultado fue sorprendente. Avancé después hacia el porvenir de mi anterior espacio-tiempo. Recuperé la memoria del pasado rectificado y comprobé que estaba ajustada, según los cambios de mi conciencia actual. Sin embargo, la anterior también quedó vagando entre sueños. Resultaba interesante, pero un tanto exhaustivo; me quedé dormido. - ¡Buenos días, querido amigo! -me despertó una voz, entre melancólica y simpática. - ¡Buenos días! -contesté abriendo un ojo. Una neblina me impedía ver. Arremetí con las puñetas; no hubo forma. Salté hacia el agua salvadora. Froté muy bien mis órganos y elementos de discernir. Quedé clarificado. Contemplé en el espejo mi imagen matutina: todo en orden. La hubiera borrado para asentarla de nuevo, pero no tenía tiempo. La obligación se impuso a la vanidad.. Volví inmediatamente al origen: nada. El interlocutor se fue. Me senté un momento, desolado. Deshilaché el pensamiento. - Aún estoy aquí. - ¿Dónde? - En el rincón; frente a tus ojos. Enfoqué el sector. Algo se desdibujaba. Las sombras se confundían sin aglutinarse. La distorsión giró. El ángulo del muro se abultó en su concavidad. Paré en seco. - ¿Señor Manam?

18

- El mismo que se te oculta. - ¿En qué consiste hoy el juego? - En conocernos. - ¿No nos conocemos ya? - ¡Imposible! Aún estoy aquí. - ¿Y cómo nos conoceremos? - Volviendo a ser quienes somos. - ¡No sabía que hubiéramos cambiado! - Difícil es no hacerlo. - Procedamos pues. ¡Usted dirá! - Es mi llegada y tu despedida. - ¿A dónde voy? - Podrás ir donde quieras. Yo soy el seor Manam. Se apagó en el eco y la distorsión. La neblina se hizo aliento. Respiré profundo. Sentía grandes los pulmones. Inspiraba generoso. Una alegría inmensa me inundaba con el aire. Un resplandor se abrió con un crujido leve. Estaba dentro. Comencé a verlo claro. Pensaba sin limitación. El mundo era infinito. ¿Estaba borracho de oxígeno? Sería la falta de costumbre. Había respirado poco hasta entonces. Quería recuperar inhalaciones perdidas. Tenía hambre de aire fresco. Empecé a volar. Volaba sin alas; no eran necesarias. Estaba en todas partes. - ¿Has visto al señor Manam? -me pregunté en oriente. - Se fue hacia el centro -respondí en el sur. - Aquí se inventó fundido. Se ha vuelto a incorporar disuelto en el tiempo. Está y no está. Sólo la voluntad le crea. - Desde los confines vuelvo. Hacia allí persistes. - Escuché en muchas bocas ese nombre, con otras letras. - ¿Estaba allí el señor Manam? - Por supuesto. Estaba desapareciendo. Se mostraba oculto. Hablaba, como yo ahora, desde el ángulo derecho de este infinito. - ¿Le conociste? - ¡Imposible! Tan sólo conozco. Miles de voces, preguntas y respuestas, historias y cánticos. Cada átomo, cada instante, tenía voz. Y era mi voz. Tan sólo mi voz, infinitesimalmente infinita. Trabajo me costó levantar semejante inmensidad. Pero lo hice. Guardé silencio. Incorporado en yo, de mí, por mí, fui caminando. Todo estaba en su sitio. Lo había inventado infinitas veces. Iterarlo estaba fuera de lugar. Abrí, tranquilamente, la puerta de la oficina. Aún conservaba el silencio; por eso pude entrar. Me senté y pensé. Fui incapaz de moverme. Mi pensamiento estaba en todas partes. Guardé la paz. Me puse a escribir. - Ayer encontré un extraño personaje -me dijo mi colaborador. Parecía buscar una fiesta por el paseo de la Castellana. Estaba un tanto perdido y loco. - ¿Te dijo su nombre? - Se me olvidó preguntarlo. - Se llamará Manam. - ¿Y tú cómo lo sabes? - Supongo que será intuición. ¿Dónde has despertado?

- ¿Dónde va a ser? ¡En mi cama! - ¿Te encontrabas bien anoche?

- No recuerdo... estaba un poco mareado. Alguien me acompañó a casa. - ¿Habías bebido? - Tú sabes que nunca bebo... Es extraño... Ahora que lo dices. ¿Por qué me has hecho estas preguntas?

19

- Algún día lo comprenderás.

EL CAMINANTE SOLITARIO

Por una llanura inmensa, bajo un sol agotador, caminaba un hombre joven, solitario y hambriento de aventuras. Inició su camino algunos meses atrás, cuando la vida le empujó por los valles y las cantarinas aguas de los ríos en las montañas, soñando con el mar. En las noches se tumbaba a contemplar las estrellas y se dejaba atrapar por ellas, en vuelos misteriosos, más allá de cualquier mundo conocido. Dormía en aquella forma, aderezada por la magia, cuando la luz y las sombras se turnaban para marcar el rumbo de la vida: iluminando en el día lo exterior y en la noche lo interno, cuando el manto de la oscuridad se empeñaba en disimular cualquier rastro de colores y formas. Dirigió desde el principio sus pasos hacia el oeste porque, iniciando su marcha con el sol, se dejaba guiar por éste, imitándolo al levantarse y al acostarse. Y siempre pensaba en la primera estrella que aparecía, asomándose con timidez en la penumbra fronteriza del horizonte, como si se tratara de una dulce princesa, curioseando desde la ventana de su palacio. A veces le hablaba o le dedicaba algún verso, desde su soledad viajera, entregándose a escuchar su respuesta, filtrada por la brisa entre las hojas de los árboles. Y así dormía, entre el susurro acariciador de la voz imaginada. Al terminarse el tierno abrazo de las tierras verdes, cuando sus pasos le llevaban por la aridez de la llanura seca y ardiente, cuando los días se sucedían sin rastros de humedad y las reservas de agua se le agotaban, comenzó a sentir miedo. Oscuros pensamientos le asaltaban, empujándole a pensar que estaba equivocado, que su buena estrella le había engañado, confundido y seducido hacia la perdición. Rara vez encontraba alguna sombra y se lanzaba entonces a ella, aprovechando su propia ropa para extenderla entre las ramas del arbusto y extraer algo de humedad de las hojas con su cuerpo desnudo y sediento. Utilizaba entonces las noches para viajar, con la esperanza de encontrar de nuevo algún valle, donde corriera el agua. Y en cierta ocasión, cuando ya daba por perdida la vida y la ilusión de su aventura, quedó rendido, dormitando, y tuvo un extraño sueño. Una mujer se le acercaba en él sonriente, le ponía un bálsamo en sus yagas y le besaba después con ternura, llenándole de frescor con sus besos y su mirada. En silencio fue sintiendo un dulce consuelo, hasta llegar a quedar nuevamente dormido, dentro de su ensoñación. Y entonces se sintió volar. Tomándole de la mano, ella le guiaba por regiones celestes, entre sonrisas y brisas de sabor sublime. Llegaron finalmente a un lugar colgado del espacio, entre las estrellas, con un suave balcón de nubes. Desde allí, extendiendo su mano, le mostró una vista extremadamente bella de cuerpos celestes deslizándose, como en una danza, al ritmo lento de una melodía indescriptible, que le hacía vibrar en todas las células de su cuerpo. Y por primera vez escuchó su voz, que le dijo: “Te he traído aquí para que liberes tu mente de los miedos y sombras que en los últimos días te atormentaron. Debes tener confianza porque dentro de poco alcanzarás tu destino. Allí te espera una grata sorpresa, que coronará con justicia todos tus esfuerzos”. Con aquellas palabras se despertó aturdido. Seguía estando en la aridez del desierto y el frío de la noche le obligó a cubrir su desnudez y a retomar su camino. Tras dos o tres horas de una marcha inesperadamente alegre, descubrió un resplandor en el horizonte, mucho antes del tiempo en que correspondía al sol nacer. Con curiosidad se acercó a la hoguera de lo que terminó resultando ser un pequeño campamento. Un hombre sonriente, equipado con una abundante barba blanca, que

20

destacaba sobre sus ropas negras, con ribetes dorados, le recibió con naturalidad y alegría, le abrazó y le dijo: “Bienvenido, hermano; sea en buena hora tu llegada. Te esperábamos desde hace días y debo confesarte que habíamos comenzado a dudar que nos encontraras. Sólo mi señora mantuvo siempre la confianza. Permítenos atenderte.” Varias personas surgieron entonces de inmediato, le despojaron de sus ropas gastadas, le lavaron, sanaron sus heridas y perfumaron. Después le ofrecieron diversas frutas, manjares y bebidas. Cuando estuvo preparado y satisfecho, le llevaron a los aposentos de la princesa. En ella reconoció a la mujer de sus sueños, quien le sentó a su lado y le ofreció compartir su vida, sus riquezas y su amor.

EL CANTO DE LA FLOR

En un rincón escondido, en un pequeño jardín, se oyó un buen día el canto de una flor que despertaba. En un principio creyeron, todas las plantas cercanas, que fuera un ave escondida la fuente de aquellos trinos. Pero por más que indagaron, con ayuda de la brisa, nada pudieron hallar que confirmara sus sospechas. La causante de la música, sin saber lo que pasaba, también enmudeció y se dedicó a investigar, imitando a sus compañeras. Cada cual, en su movimiento, inundaba con diferentes esencias el aire, lanzando así sus mensajes para explorar aquel sonido, mas no lograron respuesta. Y mientras ellas se entristecían, por sus pesquisas frustradas, los jardineros se alegraban por la fiesta de los perfumes que el día les ofreció, aunque no acertaban a explicarse tan peculiar maravilla. A su vez también quisieron saber la razón del prodigio y convocaron asamblea en el jardín, con los más expertos y ancianos. Grandes discursos se oyeron, titánicas disputas y controversias, hasta que al fin se cernió, sobre el recinto, el manto de la noche.

Cansados y entristecidos, todos fueron a dormir y en sus sueños siguieron volando sobre el misterio, sin que la suerte les tocara con su feliz aliento. Así pasó la oscuridad y la luz del sol retornó para abrir de nuevo los ojos y encender las hojas. Y cuando en aquella labor estaba todo el jardín al completo, se oyó de nuevo el canto que asombraba a los presentes. Un gran silencio estalló, al repetirse el prodigio y sin que nadie se moviera ni entendiera, iniciaron su entrega a una dulce escucha. La flor siguió con lo suyo, que era endulzar el jardín, sin que al hacerlo supiera que era aquel su cometido. Pronto la nueva música cruzó, al abrigo del secreto, grandes distancias y muros, transformando el valle entero, donde el jardín moraba.

Desde los bosques quisieron, todos los que atendían, descubrir el origen de tan misterioso hechizo, pero sólo una respuesta, al preguntar se encontraron: “cierra los ojos y siente el aire, que es la voz de un corazón despertando enamorado y sin saber que lo está”. Y así se quedaron tiempo, escuchando a la dulce flor, hasta que al fin ella misma, contemplando aquel silencio, cayó en la cuenta del prodigio y comenzó a sonrojarse. Su voz se detuvo, su corazón se quebró, y ante el unánime asombro, esa música espantada, en una llama se alzó. Alumbró el cielo y la tierra y hasta los mares sintieron en sus aguas el reflejo. Cuando al fin el resplandor dejó su puesto a la calma, con sorpresa se encontraron, allí donde estuvo la planta, un tesoro de brillantes, esmeraldas y rubíes. Al antiguo ritmo del canto se extendieron los cristales y poco a poco llegaron a cobijar nubes y estrellas. En un palacio grandioso se transformó aquella flor, que al despertar un buen día, sin que nadie se lo explicara, dejó salir una música, tan dulce y milagrosa, que sublimó todo el valle.

Desde entonces y en secreto, que espero me respetéis, confesaré que es la estancia, donde me acerco al dormir.

21

2.- Relatos para dormir más y mejor

A continuación se te ofrecen otros ocho relatos. Los temas son también variados. Y de nuevo, en todos ellos, aparecen insertos los mensajes subliminales que detallo a continuación. Para que tengan efecto deberás leerlos, te recuerdo, la mayor cantidad de veces que te sea posible. En esa forma se estarán reforzando internamente, de manera inconsciente, afirmaciones relacionadas con el condicionamiento de dormir con mayor calidad, profundidad y hábito. No es necesario pensar en ello mientras lees, ya sabes. Deja que los relatos absorban tu atención y desarrollen planteamientos imaginativos y sugerencias emocionales diversas, independientes del tema de dormir, aunque con orientación onírica. Suéñalos. Prueba a hacerlo y disfruta de la “magia” que se irá desarrollando en ti mientras te beneficias de un momento de ocio y descanso literario. Obtendrás múltiples beneficios de estas lecturas, en forma consciente e inconsciente. No es necesario que los leas todos seguidos, aunque tampoco hay inconveniente en ello, si en tal forma disfrutas más. Puedes leerlos de uno en uno, de dos en dos, intercalándolos, pero siempre han de ser relatos completos. Aprovecha para practicar la lectura con diferentes tipos de pronunciación y ritmo. Cuantas más variaciones logres hacer en este sentido mejores resultados globales obtendrás. Diviértete y disfruta para potenciar tu bienestar, tu calidad y profundidad a la hora de dormir, así como tu crecimiento personal.

Además de leer los relatos para transmitirte subliminalmente los mensajes, también puedes leer estos mensajes repetidamente, de forma directa, voluntaria y consciente, procurando imaginarte como si te los estuvieras transmitiendo con cariño y alegría. Puedes mirarte a un espejo mientras te repites estos mensajes o puedes sentir que te abrazas de forma entrañable, como si fueras también el aire que te envuelve y ese aire, esa brisa, perfumada de ternura te fuera diciendo estas palabras al oído, susurradas entre sentimientos profundos, agradables y sinceros. Hazlo lentamente y sitúate en un estado emocional adecuado, recordando antes de comenzar algún momento especialmente sugerente y querido; uno de esos que se guardan como un tesoro, como un secreto, para gozarlo eternamente. Mensajes:

1.- Al meterme en la cama siento mucho sueño y me duermo de inmediato. 2.- Mi sueño es cada día más profundo y reparador. 3.- Cada noche gozo del bienestar de dormir muy profundamente. 4.- Cada día me resulta más fácil dormir profundo, soñar y descansar. 5.- Cada mañana me levanto feliz por el inmenso descanso de soñar y sentir paz.

22

6.- Mi mente profunda me proporciona un descanso y un sueño cada vez mejores. 7.- Duermo cada día más y mejor. 8.- La vida me besa en cada sueño y gozo mientras duermo.

AROMA DE PAPEL

Al abrir mi cartera lo encuentro. No necesito meterme en ningún lugar reservado. Aunque es en la paz de mi habitación, en mi silencio, donde se abre por completo el tiempo de la nostalgia: el aroma de papel. Me subyugó desde la infancia. Sin entrar aún en la cama, me embelesaba ya ese perfume soñado. Anhelaba rodearme con sus ondulaciones de cebolla, impresas por la tinta negra y roja de la máquina de escribir. Aún las siento. Sólo eran facturas, de las que mi padre y mi abuelo emitían para sus clientes. Y mucho de aquello me ha quedado, perdida ya toda forma. Algo muy especial; una forma de magia, de sueño lúcido, me embargaba cuando quedaban distribuidas, en pequeños montones, sobre la mesa. Ese olor me sedujo siempre y aún me hechiza; me excita al toparme con él entre los huecos de la rutina. Me duermo en su abrazo sutil. Es posible que, con los años, muchos otros recuerdos se encadenen. Es posible que me atropellen ahora, casi a traición, con emociones disfrazadas de ayer. Lo cierto es que su voluntad secreta me encadenó de inmediato a la pluma y a la página en blanco. En su tensión virginal me reta ahora, para humillarme tal vez. Mi voluntad se empaña. Se me hace muy cuesta arriba otorgar la forma de las palabras al sentimiento, al sueño que palpita en mí. En este aroma es violento desnudarse. Porque me desnudo en lo más íntimo, con cada palabra, para servir a la curiosidad de la mirada ajena. Un desgarramiento de ternura me parte en dos, día a día. Por un lado escapo más, con este rapto; con el rapto profundo hacia el perfume añejo. Por otro me planto, me supero y me hago fuerte, mientras me llega el desafío; este desafío que el futuro impone a mi presente. ¿Seré capaz de inmortalizar este instante? ¿De parar los cronómetros del mundo para transigir con este aroma reparador, en la agonía de una eterna presencia?

El papel me mira y me sonríe. Cada día me increpa más. Todo eso le parece muy bien. Pero quiere mis obras y no mis anhelos de la noche. Las palabras, me dice, se las lleva el viento, por más gozo que me ofrezcan. Es fácil arrebatarse; escapar del esfuerzo en un sueño y flotar. Es una droga. Es una droga y deja yermos los campos de la vida. El bienestar del aroma salta sobre mí, buscando la preñez de mis trazos; exigiéndome caricias de pluma para dormir. Me invita a desarrollar el camino de la tinta, que aguardaba inquieta en la prisión de su latido. Su abrazo es muy aromático. Comenzó con las primeras luces de mi percepción y se insinúa impúdico. Me seduce sin recato para asegurarse el triunfo en sus propósitos. Y sabe que nunca se degradará ante mis ojos porque lo amo profundamente. Me inspira tantas cosas, tantos recuerdos, emociones, vidas y mundos. Me inspira lo real y lo imposible; lo pragmático y quimérico. Su desvergüenza será siempre belleza, para mí. Al tocar los folios que transporto, al sentir el tacto pálido de su esperanza y mis esfuerzos, mi piel también se ha conmovido desde la niñez. Algunos poros besan la escritura y se impregnan de su maquillaje. Después se miran y se abrazan entre sí, disputándose el galardón hasta que, finalmente, lo gastan y desaparece. El aroma de papel vuelve a subyugarme, sigiloso, hasta que cierro los ojos para respirar en lo profundo del relax que siente. De su mano, las imágenes me hablan nuevamente sin

23

parar. Son como amigos y familiares que encuentro, tras muchos años de ausencia, y se alegran tanto que me llevan de acá para allá entre sus fiestas. Pero la página en blanco es mujer celosa y llama insistente mi atención con su perfume, para que no olvide que sólo ella es mi amante consagrada. Me advierte, con el ceño fruncido, que mis caricias se pierden sin fruto cuando me dejo seducir por locas fantasías y nostalgias vanas. En cambio, cuando nos unimos en la intimidad y trabajamos juntos, se puebla el jardín del edén de nuestra creación. Y yo no puedo más y me admiro y me entrego, subyugado, al amor que me atrapa: la papirogamia de la literatura. A veces me comporto como un amante ingenuo, inexperto, porque doy por sentado que lo haré bien. Pero cuando me dejo arrebatar por el aroma del papel, cuando tiemblo en su presencia, sobrecogido, como la primera vez, cuando me tiendo, convertido en tinta, en su lecho virginal, entonces sé que nuestros juegos serán fértiles, aunque prolonguen su embarazo muchos años. ¡Qué importa el tiempo! ¡Cómo puede ningún aplauso aproximarse al sublime placer de nuestro embeleso! El mundo queda lejos y ajeno. Nadie podrá compartir nuestro secreto, aunque lo publiquemos a los cuatro vientos, con luces de neón y banderolas. Lo que tú y yo sabemos, lo que en este momento vivimos y nos decimos, es sólo nuestro. Aun así, como rasgo generoso del amor más puro, hemos dejado la puerta abierta para algún lector atrevido, que se complazca en acompañarnos. A cambio le exigimos su discreción. Será inaceptable, lo tomaríamos como ultraje vil, si alguien viniera, sin más, irrumpiera con su mirada en la sagrada eternidad de nuestro encuentro y nos trajera el ruido del mundo, la densa acritud de vapores y desperdicios, difuminando y tal vez extinguiendo el perfume propio, discreto, de estas páginas que esperan más allá de la rutina. Deslizo mis dedos sobre el papel. La seducción me mueve a la complicidad del acto voluntario y secreto. Muy despacio, acaricio la piel inmaculada. Me devuelve una sonrisa de complacencia y continúo. Los relojes han detenido su implacable discurso para abrir un hueco transversal; una intimidad secreta, eterna. El espacio se disuelve, se difumina y deja paso a la conciencia, al sentimiento, completamente entregado en el deleite del presente. El pasado y el futuro pierden su sentido para dejarme en la soledad más abundante de la emoción: el silencio. El índice y anular, unidos al dedo medio, captan el abismo afilado, el fin de mi compañera blanca. Se acaba y se concreta, en el mismo acto: en su forma. Aprovecho el momento me apodero de ella; de esa superficie liviana y sonora. La llevo, tímida, a mi nariz y a mis labios. Ese aroma... intenso y delicado, más mío que nunca, me inunda en lo más profundo de mi ser. Con un beso regalado extiende la fragilidad de nuestra comunión a la comisura del encuentro; es fragilidad y riesgo. Y el murmullo me responde en su serenidad; aplanada y suelta, se deja hacer. Es entonces mi perfume el que se insinúa. Lo aborda pronto y plasma la peculiar presencia en su intimidad. Ya no soy un pajarillo errante, al antojo de las brisas. Mi voluntad sabe también asirse con fuerza al timón, para trazar su propio rumbo. Aunque nuestro destino es uno solo, un nuevo horizonte para ambos. El primer aroma despertó mi más profunda esencia, dormida. Pero en adelante, su presencia dejará de ser imprescindible. Por mis medios saldré ya de la inmovilidad, de la noche estancada y vacía, para acercarme voluntario a esta inevitable y deseada compañera de ruta. Ya no tengo necesidad de invocar los hados y esperar su venia. Ahora llegan siempre atentos y dispuestos, en consonancia con mi voluntad, desde mi centro. Las fragancias combinadas llegan lejos, más lejos que, cualquier impulso ajeno.

24

Dejando de buscar en estas páginas la candorosa comprensión de una madre-amante, de un refugio protector frente a lo extraño de mí, me encuentro con mi propio caminar adulto. En él, desde la independencia de las dos entidades, bien definidas, la del papel y la mía propia, nos unimos en un matrimonio alquímico. Por su mediación producimos el oro más puro de la existencia creativa. Ya no hay rubores ni ocultamientos. Nuestro secreto, nuestro amor, se ha hecho más cercano y transparente que nunca, porque está de más esconder nada; porque se han extinguido nuestros miedos y alcanzado una relación más firme y profunda. Nuestros labios se vuelven más silenciosos. De más están las palabras ante esa vida plena. Se hace sentir el cariño; sin más. Cualquier gesto y confirmación es pobre. Nuestros perfumes son uno; imposible establecer ya su diferencia. Mas no somos esclavos ni nos debemos nada. El papel sirve con la misma entrega y dedicación a las mil plumas que en él escriben. Igualmente yo trabajo sobre múltiples superficies: yeso, lienzo, madera, cartón, bronce, hierro, cintas magnéticas, discos, barro, piedra,... Pero cuando estamos juntos, cuando nos encontramos de nuevo, somos el uno para el otro, sin celos ni preguntas ni misterios. Sabemos de nuestros mutuos devaneos, los damos por supuestos, y ni siquiera pensamos en ellos. Nuestra integridad se encuentra más allá de cualquier exigencia. Ambos sabemos que las demás experiencias nos enriquecen y aportan valores nuevos a la relación. Si nos hubiéramos encerrado en un encuentro exclusivo, por aquello que otros llaman fidelidad, hace tiempo que estaríamos muertos; hace tiempo que hubiéramos renegado el uno del otro. Pero nuestra libertad nos lleva a la creación del matrimonio más estable; el que por nada se ve afectado ni puesto en crisis; el que sólo sabe crecer y fortalecerse en la riqueza que continuamente se amplía, en vuelos que trascienden cualquier horizonte. Por eso es tan grande y productiva, tan intensa, la hora en que nos encontramos; deleite mayor se escapa a la memoria de los siglos. Y además las obras quedan. Porque no nos preocupa que nadie sepa ni comprenda ni admire nuestra felicidad; no queremos ser ejemplo. El acta levantada en su eternidad, la realidad de nuestro aquí perenne, compartida o no, es el monumento, la más incontrovertible descendencia que nos inmortaliza. Y aunque alguien en el futuro disolviera, ignorara, quemara o secuestrara nuestro perfume, nuestro encuentro exclusivo, tantas veces recreado, tampoco importa. La eternidad de este momento alcanza la realidad por sí misma; está hecho. Si las circunstancias nos llevan a un lector, hacia ti tal vez, nos regocijaremos compartiéndonos, gozándonos, en este "ménage à trois". Pero nada pondrá ni quitará nada en la irrevocable propiedad que hemos sembrado en la infinitud de los tiempos y espacios. Y sin embargo la amabilidad de los ojos que abran su mundo a nuestra realidad, como nosotros lo hacemos a la suya, en la serenidad de un encuentro, nos hará despertar de nuevo en nuestro letargo complacido. Ahora sabemos tú y yo, papel, lector, ahora nos hemos descubierto en un aroma nuevo. Imperceptible al principio, como todo lo que nace, irá tomando forma con el tiempo hasta moverte, hasta movernos, en una nueva existencia imperecedera. ¡Hay tantas cosas, tantos instantes y deleites de creación que nos aguardan! Mas no hay prisa. La hora sonará para cada cual. Aprovechando el paso de Kairós, nuestro calvo y divino amigo, tomándolo por sus tres únicos pelos, la ocasión brindará al esfuerzo y la constancia el éxito seguro; el que ya estamos disfrutando en el interludio de esta papirogamia.

25

H O R I Z O N T E

Descubrí mi destino caminando hacia el horizonte. Allí donde el sol se apaga; allí donde la noche se derrite en lágrimas adolescentes y tules con sabor a escarcha y granadina, se encontraba el estandarte de mi señorío. Allí se ondulaba y acariciaba el viento a la brisa seductora y grácil de la mañana, mientras aguardaba, serena, mi llegada. Varias veces, en mi ruta, me detuve para contemplar aquel punto imperceptible, lo que supuse quimera, sueño, deseo, anhelo vano, espejismo, ilusión, error de expectativas, y a punto estuve de volver atrás, hacia las voces sabias del pasado, hacia los que me deseaban lo mejor: no sufrir, no alejarme, no esforzarme. Y sin embargo, a pesar de los abrazos interrumpidos, de mis pies atados, enfangados entre el lodo de mis fantasmas, algo me impulsó a seguir constantemente. Recuerdo una mañana de sol y de sonrisas. Yo había entornado los ojos y extendido mi brazo hacia lo imposible. Fue entonces cuando topé‚ con tu mirada. Instintivamente retraje mis dedos y oculté‚ mis demandas en el bolsillo derecho del pantalón. Tú también quedaste sorprendida, hiciste un gesto con tu cabeza, un saludo cortés y escapaste. No fuiste muy lejos, revoloteando en pequeños círculos, como una mariposa azul y verde. Teñida por el sol , te volvías amarilla y anaranjada, para después ocultarte entre el negro, rojo y blanco. Espiabas tras los pétalos de las rosas, evitando mis reclamos con rápidas huidas. También flotabas, tras el perfil de cualquier nube, obligándome a seguirte. ¡Qué ingenuidad encantadora! Entonces me sentía triunfador, por haber untado en miel la ráfaga de viento que te llevaba, deteniendo así tus alas, para atraparte. Aún me cuesta admitir mi torpeza, mi ignorancia. Aún no me atrevo a preguntar dónde se encuentra el motor, la voluntad que dispuso nuestro encuentro. Creí que había llegado. Me pareció escuchar la voz que proclamaba la bienvenida al mundo feliz. Y no fue sino una más de entre las múltiples escalas. Poco después comprendí que, en aquel trayecto, en mi camino hacia el lucero del alba, hacia la insigne Venus, todas las paradas, apeaderos, estaciones grandes y pequeñas, se anunciaban de igual modo. Poco a poco, cuando al fin logré‚ identificar el mástil, aún minúsculo, cuando dejé de dudar sobre la legitimidad de mis sueños, comprendí las maravillas del paisaje que me rodeaba. Así descubrí los pinares, navegando sobre dunas blancas, y los capiteles corintios, las columnas de mármol, los frontones y la hierba, las praderas inmensas, con reflejos de cielo entre la bruma, y las playas gigantes, las rocas, los acantilados... Entonces pude zambullirme en el mar y gozar y saltar y nadar y reír. Esta mañana recogí unas conchas. Desde el horizonte me saludó con alegría mi destino. Entre los nácares blancos, negros y rojizos, entre las miniaturas perfectas de luna, noche y pasión, que descubrí después de mucho buscar, me sorprendió también la aparición de una caracola grande. De inmediato la acerqué a mi oído, al derecho, recliné ligeramente la cabeza y mantuve un silencio sagrado. Su concierto de olas, como el eco de la realidad que me envolvía, me susurró unas palabras, con voz de musa: "tienes visita; alguien te espera en la puerta del paraíso". Y yo entonces lo dejé todo y salí a tu encuentro. Reconocí tu mirada, el latido de tu corazón, desde la lejanía. Corría dispuesto a superar todas las marcas. Llegué junto a ti casi sin aliento; nos abrazamos. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que tu espalda se apoyaba en mi estandarte.

26

ENCUENTRO EN EL CAMINO

La senda me acerca a la vera del río. Voy en mi coche. Paso letreros y apenas miro. Los montes y su floresta, el verde en las huertas y los ocres en las piedras blandas, me van guiando. Y como el agua de un torrente, lamiendo la tierra arcillosa, me dejo llevar por la vega. Capirotes y casas blancas, de las de siempre, se alternan con las nuevas, de varias alturas. La prosperidad construye sus propias raíces en el campo abonado por el trabajo humilde. Se ve que llega, discretamente, la riqueza a los que fueron pobres. Una lluvia improvisada me despierta del automatismo del volante; llama mi atención hacia el camino. Avanzo entre los puntos de humedad sonora, con el ritmo acompasado del limpiaparabrisas. El paisaje se me nubla. A pesar de todo, bajo el gris plomizo, distingo dispersos los olivos; por las lomas de los cerros se reparten entre algarrobos y almendros. Con éstos me llega el sabor a turrón y mazapán. En las casas está el fuego y junto a él, las manos que trabajan y descansan. Se incorpora una música de fondo; surge del aire, de las penumbras neblinosas del recuerdo. La banda irrumpe con sus trompas, flautas, bombos y platillos. Gorras de plato coronan la marcha uniformada. Llega un cruce y tengo que parar. Leo enfrente: Orihuela. Mis íntimas voces de nuevo se disparan. La nostalgia se alimenta de lluvias como ésta. "En Orihuela, su pueblo y el mío,..." Estoy seguro de que Miguel Hernández bebió sus sentimientos en aguas similares. Su serenidad, su ritmo, invita a la sugerencia del poema que se llora en gotas, sobre el suelo manchado por el barro vivo. De nuevo en el presente, me alimento de paisaje. Los campos de altos verdores sueñan con panochas doradas. Hay un coche detrás que se impacienta y hago señas para que siga su rápido camino. Pocas veces me ocurre. Normalmente soy yo quien se adelanta; hoy es un día especial. Me estoy regando en la vega para asirme, fructífero, a su estampa eterna. La lluvia amaina. Las gotas se desvanecen entre silencios proverbiales. Hasta el motor parece serenar su ronda maquinal. Se me hace humano. Por influjo de esta tierra vital, se van preñando los metales del vehículo, que prolonga mis piernas y mi voluntad de caminante. Su textura cobra sentimientos y late en biología. Vive en un corazón de emociones serenas, compenetradas con la huerta que nos circunda; compenetrada con la paciencia que escucha el sonido de los frutos de la tierra en crecimiento. La sensibilidad de sus gentes se atesora en ese azúcar que ha de repartirse por el mundo y en las olivas que gotean su esencia por las venas de la vida. Un campesino espera en la cuneta. Está mojado. Paro el coche.

- ¿Puedo ayudarle en algo, buen hombre? -pregunto, inquieto por la humedad traicionera de sus ropas.

- Gracias; estoy esperando a algún vecino que vaya hacia Almoradí. Esta lluvia me ha sorprendido demasiado lejos. Seguro que pronto pasará quien me pueda llevar. - No tiene que seguir ahí; yo le acerco. - ¡Hombre! Muy amable, gracias; aprovecharé su invitación: ya estoy bastante mojado. Sube con cierta dificultad. Se ve que no esta acostumbrado a la técnica moderna. Carga detrás un fardo que lleva al hombro y cierra la puerta. Bajo la boina luce un pelo cano y piel de pergamino añejo. Los ojos negros, pequeños, entre las arrugas talladas, dan gracia a su cara. Me tiende la mano, con una sonrisa. - Soy Manuel Blázquez -dice. - ¡Encantado! Mi nombre es Juan -correspondo al saludo. - ¿Usted no es de por aquí, verdad? - ¡Efectivamente! Soy de Madrid.

27

- ¿Y qué se le ha perdido por la vega? - Vengo buscando inspiración para escribir. Esta tierra es rica en frutos, paisajes y leyendas. Estoy seguro de poder encontrar aquí base y alas para el misterio del lenguaje. Cuando despliego en tinta sus signos, sobre el papel, abro la puerta de un mundo magnífico que me subyuga. Tras cada palabra me llega el aliento y latido de un cosmos nuevo; un destino que se me desvela lentamente, hasta aparecer en su desnudez total. Y entonces yo soy otro; me descubro con una faceta más que ignoraba de mí mismo... Pero... ¡discúlpeme! Le estoy aburriendo. Siempre me dejo llevar por mis fantasías. Prefiero que me hable usted. - Veo que le gusta lo raro y las historias. Le contaré algo que me ocurrió hace muchos años. Nunca se lo había relatado a nadie; ni yo mismo soy capaz aún de explicarme lo que pasó. Si no fuera por las pruebas que aún conservo, pensaría que fue un sueño. ¡Lo he dudado tantas veces! - ¿Y cómo es eso? ¡Cuénteme, cuénteme! ¡Me tiene en ascuas! - Verá usted: era yo un joven sencillo, campesino alegre y con muchos amigos. Vivía, por aquel tiempo, en un barrio humilde de Orihuela. Solía recorrer, por las tardes, la vega que rodeaba el pueblo, entonces más que ahora. Paseaba entre las acequias y brazales, abriendo y cerrando, por acá y por allá, para regular el agua en los cultivos. Entre panizos, legumbres y herrenales veía pasar los ocasos. Aquellos verdes en crecimiento me hacían renovar las esperanzas. Un día, cuando regresaba de mis labores, ya anochecido, vinieron a prenderme tres civiles. Me mostraron papeles: unos blancos y otros pajizos. Yo no entendía nada. Con mucho esfuerzo había conseguido aprender dos o tres letras en la escuela: las justas para firmar con mi nombre. Distinguía un poco mejor los números y por ello saltaron a mi vista un ocho con tres ceros detrás. Aquellos hombres, de grueso bigote y tricornio, exigían que les entregara tal cantidad o me diera preso. La confusión se apoderaba de mí con saña, aprovechando el abono del cansancio. Por fortuna, la vida, usurpando el magisterio del hambre, me había enseñado a enredar y convencer con las palabras. Así logré, tras unos vasos de vino, que me concedieran un aplazamiento. Tampoco ellos sabían muy bien a qué se debía tanta urgencia en apresarme. Yo no tenía noticias del asunto. Les habían informado que se trataba de una deuda contraída a cuenta de ciertos terrenos desde hacía muchos años y que yo, sistemáticamente, me negaba a pagar. Pero mi gran sorpresa les convenció de que era la primera noticia que recibía. Les dije que tal vez se tratase de un error. Yo no era propietario de ninguna tierra, aunque me gustaría. Llevaba ya unos cuantos años trabajando para otros y sabía que así nunca haría fortuna. Si me confirmaban que pagando tal cantidad las huertas serían mías, yo procuraría satisfacerles. Y así partieron, con viento fresco, dándome un respiro.

- ¿Y dice usted que pretendían llevarle preso por una deuda que usted ni conocía? –pregunto atónito.

- Así era. Pero déjeme seguir, que lo bueno empieza ahora. Yo vivía con mi mujer y no teníamos hijos. Con ella comenté la situación y esbozamos un plan. Debía aprovechar cada minuto. Me hacía falta tiempo para ver las tierras, enterarme por otras fuentes de lo que ocurría y conseguir dinero. La situación era extraña y suponía una gran oportunidad. Por otra parte, no tenía el más mínimo interés en terminar con mis huesos en la cárcel. Partí de inmediato. Había que desaparecer antes de que los civiles volvieran. Necesitaba prepararme bien para nuestro próximo encuentro. A María, que así se llamaba mi esposa, le advertí que comunicara a los guardias mi próximo regreso; que estaba buscando lo que me exigían. Me preparé un hatillo con muda, camisa, navaja, pan, queso y longaniza. Nos despedimos con un beso y un abrazo; no sabía cuándo podríamos reunirnos otra vez. Salí de casa y cambié de acera, con gran fortuna: los tres emisarios de tan particular y avasalladora justicia doblaban la esquina. Me refugié tras

28

un carro que pasaba y evité sus miradas. Emprendí una fuga alocada por calles y callejas. Todas me parecían igualmente inhóspitas. Tomé respiro un instante junto al portalón de un patio. Apoyado en el muro y buscando refugio en él, por si mis perseguidores andaban cerca, vi un pequeño altar adosado a la pared del fondo. Se respaldaba con un azulejo tintado. A él me abría el paso una arcada ojival. Era una figura de la Virgen del Carmen. Pensé, sin saber cómo ni por qué, que la madre de los marineros me tendía su mano, ofreciéndome cobijo. Desde el azul de cielo y mar unidos, entre la luz serena de dos candiles, algo parecía decirme. Bajo palio de tejas celestes, incipientes desde el blanco vertical, sus ojos me traspasaron, en un instante, sin retenerme. Y tras el impacto recuperé mi escapada. Pasé también por delante del gótico portal de la iglesia de Santiago. Miré el escudo que resaltaba sobre el frontis: era y es el de la España reconquistada por los Reyes Católicos, con su granada abajo. Las flechas a un lado y el yugo al otro me hablaron de la lucha que había emprendido, huyendo del sometimiento: una guerra sin cuartel a la injusticia. Y más abajo: Santiago, el apóstol peregrino de España, guardando y soportando el tímpano. Me mostraba su confianza y apoyo; también podía contar con él. Seguí adelante borracho por la ansiedad y el miedo de sentirme perseguido. Daba vueltas sin rumbo fijo. El tercer descanso lo hice bajo el arco de otra puerta: esta vez en una calzada. Estaba en el colegio de Santo Domingo. Y algo allí me daba fuerzas de nuevo para seguir en mi aventura. Aunque la verdad es que cada vez me encontraba más perdido y cansado. Soñaba con llegar a un lugar donde reposar tranquilo; un espacio abierto al asilo silencioso, sin preguntas. Continué en mi evasión a través de vericuetos insospechados, que iban surgiendo nuevos, desconocidos, ante mi visión desconcertada. Hasta que, finalmente, tras un recodo, oculta a las miradas e ignorada por mí, descubrí la puerta de una iglesia. Era muy tarde, pero estaba abierta. Para entrar tuve que agacharme mucho y que arrastrarme casi. Un pequeño espacio oscuro y con olor a madera rancia, aguardaba tras el esfuerzo. Dos hojas inmensas y gastadas en su parte baja, comunicaban con el recinto sagrado. Pertenecía el templo al convento de las Madres Reparadoras; así lo indicaba en unos carteles. Había mucha gente en el interior; una ceremonia terminaba. Con el propósito de pasar desapercibido, me recliné en uno de los bancos de la última fila. Las personas allí reunidas se iban levantando, disponiéndose para salir, mientras el sacerdote se aproximaba con una canastilla, recogiendo la caridad de los feligreses. Yo no tenía intención de dar nada. Acababa de cambiar el último billete y sólo me quedaban unas monedas para terminar el mes. Por esa razón me puse a mirar el artesonado. En la nave central se distinguían unos artísticos canecillos. Me llamaron la atención las innumerables lámparas de velas con sus chorreones formando estalactitas; proporcionaban un ambiente de nebulosa dorada y aromática. Las columnas, de policromía un tanto descuidada, me devolvían al suelo entre altares encendidos con grandes cirios. Y al bajar la vista lo encontré ante mí, parado, como una estatua de materia humana. Sonreía y esperaba mi atención; parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Vestía con casulla sencilla de tonos blancos y rojizos. Me miraba amablemente. En sus manos, además del cestillo de las limosnas, llevaba unos papeles de tonos oficiales. Sin pronunciar palabra, los puso en las mías y siguió su periplo. Permanecí inmóvil, cataléptico. El corazón se me disparaba en taquicardia. Se me congeló el aliento y un escalofrío resbaló por todo mi cuerpo. Tras unos instantes de eternidad, abiertos transversalmente en mi conciencia, llegué a ojear aquel legado. Para colmo de mi sorpresa, reconocí entonces los impresos que horas antes me habían presentado los guardias civiles. Entre ellos había, además, ocho mil pesetas: la cantidad justa para cancelar la deuda. Cerré los ojos y me puse a dar gracias a Dios. Cargado de humedad jubilosa, me desvanecía en lágrimas que se deslizaban por mis mejillas. No sé muy bien lo que ocurrió después; creo que me quedé dormido. Veía el suelo, las losetas de color ocre que a mis pies se extendían por toda la nave. Otras negras

29

marcaban un perímetro interno, que reproducía el real a unos dos metros de los límites de éste. De improviso, todo se convirtió en luz y me sentí muy bien, sin saber cómo ni por qué. Estaba como flotando en la radiación de un sol que calentaba con suavidad. El resplandor crecía por instantes hasta que, completamente deslumbrado, perdí toda noción de tonalidad y formas. La sensación de bienestar se mantuvo e incluso volviose más intensa, pero la oscuridad se hizo dueña y señora. La línea sombría sustituyó por completo a la superficie amarillenta. De su centro, como si del cuerno de la abundancia se tratara, comenzaron a llover monedas de oro. Me desperté con la aurora. Sentía frío y fui a buscar abrigo a una barraca. Estaba en medio del campo, junto a una huerta sembrada de tomates. Se distinguían cerca naranjos y limoneros, medio amasados en los primeros resplandores de la mañana. Tuve suerte. El improvisado albergue estaba bien provisto. Tenía una puerta pequeña, como la de la iglesia de la noche precedente. En el interior: un camastro con colchón de lana y algunas mantas, una mesa, una silla, cestos y herramientas de labranza, distribuidas a discreción por el suelo y las paredes. Sin pensarlo dos veces me tendí, bien cubierto para contrarrestar la baja temperatura. Volví a dormirme de inmediato. Me encontraba cansado, aturdido. Un nuevo sueño acompañó mi descanso. Yo era, en éste, el propietario del terreno. Me afanaba mucho, ocupado por los trabajos propios del campo y la construcción de una casa grande, en la que colaboraban también varios albañiles. Estaba feliz. Cada noche, después de regar, entraba en la cabaña, me acercaba al fuego, sobre el que humeaba un puchero negro, y mi mujer me ofrecía un cuenco con caldo de verduras; en un plato, dos tomates rajados con un poco de sal por encima: era mi cena favorita... Unos golpes me despertaron nuevamente. "¡Manuel...Manuel Blázquez!", me gritaban fuera. Quedé muy sorprendido al escuchar mi nombre. Yo mismo no sabía dónde me encontraba. ¿Quién habría dado con mi paradero? Mi asombro y temor crecieron al comprobar que se trataba de los guardias; los mismos guardias que traté de evitar con mi huída. El corazón me dio un vuelco en el pecho y se quedó temblando en taquicardia. No se me ocurría nada que pudiera hacer. No había forma de escapar. La evasión había fracasado. Pero no entendía muy bien cómo. Desolado por la realidad, salí dispuesto a entregarme; dispuesto a aceptar la derrota. Ellos sonreían. Parecían contentos. Al fin y al cabo, habían resuelto el caso con mucha diligencia. - ¿Qué tal te encuentras, Manuel? ¿Has descansado bien? -me preguntó el cabo mientras me incorporaba. - Esperábamos verte más contento -agregó el otro, con bigote grueso y puntiagudo. - ¿Y por qué había de estar contento? No he pasado buena noche -respondí. - Pero, a pesar del cansancio, tendrás que reconocer que tu suerte es poco usual -insistió el tercero. - ¿Mi suerte? Más vale no tocar ese tema. Las desgracias siempre abruman a los pobres. - ¡Hombre, Manuel, no te quejes! Tu ya has dejado de ser pobre. - No os burléis de mí. Si así fuera, ¿por qué iba a estar durmiendo aquí, solo y pasando frío? - ¡Bueno, que no se hable más! -intervino nuevamente el cabo. Hagamos lo que hemos venido a hacer, que hay que volver al cuartel. - ¡Pues, ea, aquí me tenéis! Estoy listo. - Debes firmarnos estos papeles; son provisionales. Cuando los documentos definitivos se encuentren preparados, el juez te pedirá que los rubriques en su presencia y quedará todo dispuesto. - ¿Tendré que dejar el trabajo durante mucho tiempo? - ¡No, hombre! Un par de horas a lo sumo.

30

- ¿No habré de dormir en la cárcel? - ¿Y por qué ibas a hacerlo? Tu casa no está tan lejos. - Entonces, ¿no estoy arrestado? - ¿Has hecho algo malo? - ¿Yo?... No... pero como ayer... - Bueno, no era imprescindible que nos dieras las ocho mil pesetas personalmente. Lo hizo tu mujer por ti; con eso vale. Sólo quedó pendiente tu firma y por eso hemos venido. Ya comprendemos que tienes mucho trabajo. Aunque ahora podrás dejar las faenas que hacías para los demás y dedicarte exclusivamente al cuidado de tus tierras. Es una propiedad grande y te dará buenos beneficios. Tu eres un experto en hacer que los campos rindan. Por un momento pensé que continuaba soñando. Me restregué con fuerza los ojos y me tiré del pelo, para asegurarme. - ¿Mi mujer os pagó las ocho mil pesetas? -pregunté al fin. - Sí. Cuando volvimos a tu casa ya habías salido. Ella nos estuvo explicando que fuiste a buscar el dinero y que tenías que atender varios asuntos pendientes, por lo que no sabía cuándo regresarías. Nos ofreció unos vasos de vino, con unos taquitos de queso, y estábamos en esas, bebiendo y picando tranquilamente, cuando llegó tu mensajero. - ¿Mi mensajero? - Un chaval muy simpático. No le habíamos visto antes por el pueblo. Traía un sobre para tu mujer. Esta, al abrirlo, vio que se trataba de las ocho mil pesetas. Se puso muy contenta y nos las entregó. Dijo que habíamos tenido suerte porque pensaba que ibas a tardar más tiempo en reunirlas. Fue todo un detalle por tu parte enviarlas. Así quedó el asunto resuelto de inmediato, aunque no pudieras estar presente. - ¿Y cómo sabíais que me encontraba aquí? - ¡Era lógico! Cualquiera de nosotros hubiera hecho lo mismo. Tenías que venir a examinar tus nuevas propiedades. Por eso pensábamos que te encontraríamos alegre. Son unas tierras magníficas. Había varios pretendientes tras ellas. Esa fue la razón de que nos metieran tanta prisa. Y si no hubieras pagado la deuda tan rápidamente, se habrían salido con la suya. Estaban convencidos de que no tenías dinero. Ha sido como un milagro. ¿De dónde lo sacaste? - Me lo prestaron. Tengo buenos amigos y gente que me debe favores. Tuve que improvisar la salida. En mi cabeza se alborotaron todas las ideas. No sabía si reír o llorar. No podía creer lo que me contaban. ¿Qué estaba pasando? ¿Era una broma? ¿Un sueño, tal vez? Preferí guardar silencio sobre la verdadera naturaleza de los hechos. Puesto que las noticias eran buenas, me convenía ser cauto y sacar provecho de la confusión reinante. ¡Aquella huerta era mía! ¿Cómo había llegado allí? ¿De dónde salieron las ocho mil pesetas? ¿Serían las que me dio el cura? ¿Y el mensajero? Tenía que hablar con María y poner todo esto en claro. Despedí con una sonrisa de agradecimiento a los civiles y quedé en invitarlos en otra ocasión. En ese momento no tenía nada para ofrecerles. Ellos comprendieron y partieron contentos. Ya se sentían agradecidos por el vino y el queso de la noche anterior. Al quedarme solo penetré de nuevo en la barraca. La mayor claridad del sol cadete me permitió reconocer el hatillo sobre la mesa. Era el mismo con el que salí de casa; el que me preparó mi mujer. Lo cogí, di una vuelta rápida por entre las hazas rubias del rastrojo, las tomateras, las glebas cansadas, pardas y rojas. Pasé por entre las prometedoras ramas de naranjos y limoneros, la procesión de tamarindos, chopos, álamos y el cañar verde. Un olmo daba sombra a la noria quieta. Mucho había que trabajar para ordenar con sentido la economía de esas tierras. Se veían mal atendidas,

31

pero muy ricas. En los fenales pastaban algunas vacas. Me puse tan contento de ver aquello que comencé a correr y a reír y a saltar por todas partes, como un loco. Llegué al camino y lo seguí, ansioso por ver la cara de María, contemplando nuestra heredad milagrosa. Ya pensaríamos luego en lo realmente acontecido. Si la guardia civil lo decía, no había por qué dudar de su palabra: ellos eran la voz de la autoridad. Lo que vino después ya te lo puedes imaginar y permíteme que te tutee: días de gran regocijo, unidos a un trabajo intenso. Una mañana me citó el juez en el Ayuntamiento y me leyó unos documentos que Fermín Hernández me legó, junto con sus endeudadas tierras. Resultó ser éste un compañero de milicia de mi padre; un personaje un tanto extraño. En el pueblo no le conocían. Sus propiedades se convirtieron, después de la guerra, en un campo descuidado. Algunos vecinos se habían aprovechado del abandono y, de forma ilícita, cultivaban a escondidas. Por eso tenían pequeñas cosas por acá y por allá, pero sin una explotación organizada. Al aparecer mi nombre en el testamento, se suscitaron muchas envidias y ciertos caciques trataron de calmar sus cóleras conmigo. Debido a la curiosa historia que acabo de relatarte, pude asumir la propiedad y vivir holgadamente desde entonces. Procuré, eso sí, mantenerme al margen de los comentarios y habladurías que se suscitaron. Me fui alejando de las amistades, con la excusa del trabajo, para recluirme en la finca. Construí, como en el sueño, una casa grande donde vivíamos mi mujer y yo hasta hace poco. Ya éramos muy mayores y el trabajo del campo es muy duro. Hace dos años que arrendamos las tierras y nos compramos un piso en Almoradí. - ¿Y no indagaron sobre lo que pasó? ¿De dónde salieron las ocho mil pesetas? ¿Por qué le dejó su herencia Fermín Hernández? - La verdad es que no he encontrado aún respuesta a esas cuestiones; me cansé de buscarla. Aquella mañana, cuando llegué a casa, mi mujer me esperaba para preguntarme de dónde había sacado el dinero y yo creía que era ella quien me lo iba a explicar. Le conté lo sucedido y llegamos a la conclusión de que fue un milagro; que la providencia divina nos había favorecido de aquella forma tan particular, que simplemente debíamos aceptar la voluntad del altísimo y comportarnos siempre como buenos cristianos. Y eso fue lo que hicimos. Naturalmente, a nadie dimos cuenta de lo realmente sucedido y dejamos que cada cual sacara sus propias conclusiones. Nosotros con trabajar, gozar de los bienes recibidos y dar gracias diariamente por ellos, teníamos suficiente. Tú eres la primera persona que conoce el misterio; ya poco importa guardar su secreto. Por otra parte, ¿quién puede creerlo? Mi María murió hace unos meses. No tuvimos hijos. Sólo me quedan los recuerdos. Cada día me doy un paseo hasta la finca y así me distraigo. - ¿Y no se le ocurrió preguntar al cura de aquella iglesia? - Fue lo primero que pensé. Pero no pude encontrarla: no existe. - ¿Y su padre? ¿No le dijo nada de Fermín Hernández? - Mi padre murió en la guerra y mi madre poco tiempo después. A Fermín Hernández nunca llegué a conocerlo y lo de ser compañero de milicia lo decía en la carta que dejó, pero sin más explicaciones. El me nombró responsable y heredero de sus tierras a condición de que asumiera todas sus deudas. Nunca he sabido por qué y nadie hay que me lo pueda decir. - ¿Y por qué no siguieron viviendo en la casa, aunque arrendaran las tierras? - La verdad es que, en los últimos años, las cosas cambiaron mucho para la vega. El río Segura se fue convirtiendo en un sumidero de las fábricas, las granjas y las alcantarillas de muchos pueblos. Aquella tierra bondadosa, aquel vergel donde pasamos tantos años felices, comenzó a oler mal. Ya nos daba asco el agua de las acequias, que de allí provenía. Algunos vecinos se fueron uniendo en la "Coordinadora Pro-Río Segura". Pero nosotros, que lo habíamos amado tánto, que tánto nos había

32

supuesto ese regalo del cielo, nos fuimos llenando de tristeza y tuvimos que alejarnos. Aunque tampoco éramos capaces de estar lejos del lugar donde latía nuestro corazón. Por eso nos quedamos en Almoradí. Mi mujer se consumió ya; no pudo soportarlo. Yo aguanto aún. Mucha gente se sensibiliza con el problema. Y en lo más profundo de mi corazón sigo alentando la esperanza de que la vega vuelva a ser lo que fue. Ruego a Dios para que me permita vivir lo suficiente. Me niego a renunciar a este nuevo milagro. En mis oraciones, cuando camino junto al río cada día, le pido que me escuche y que al igual que a mí me ayudó y me sacó de la miseria, lo haga ahora con el Segura. Y yo sé que El me escucha. Si se retrasa es porque el problema debe ser muy complicado y hace falta tiempo. Pero volverá a ocurrir. No sé cuándo ni por qué medio actuará; no me importa. Tengo toda mi confianza puesta en El y sé que no me fallará. Con estas palabras entramos en el pueblo. Me indica el camino y lo dejo en el portal de su casa. Tiene los ojos cargados de lágrimas y no quiero aceptar la invitación, que por compromiso me hace, de tomar algo; sé que necesita el silencio. Después de haber vaciado su alma, sólo el sueño puede remediar su soledad. Por mi parte, también yo prefiero permanecer a solas. La lluvia ha vuelto, atraída por la luz crepuscular. Es como si quisiera apagar el fuego del sol en el ocaso y aliviar su sufrimiento, su agonía. Continúo junto al oscuro cauce del río, siguiendo tortuosamente su corriente, por el capricho de la carretera. Yo también voy llorando por dentro. Manuel me contagió su nostalgia.

EL PENSADOR ERRANTE Erase una vez un pensador consternado, que se batía en duelo con su estupidez. Esta, mucho más hábil y cortés que aquél, le permitió escoger armas. Se decidieron por las pistolas. Pero quiso el azaroso destino favorecer la insensatez y cayó el estúpido al primer disparo. A partir de entonces, abatido por la ausencia se su media faz, se dedicó a viajar para disipar sus penas, cantándolas en elegías a los cuatro vientos. Mas no fue suficiente redención aquella. El arte se mostraba lejos de su austera vida. Tal causa encontró en el origen de su inclinación a meditar sobre la existencia. Se dedicó un verano a recorrer los Pirineos y desde Huesca partió para su misión esforzada. Alcanzó Sabiñánigo, Jaca y Canfranc en transporte rodado. Pero encontrándose ya en el paso que le conduciría sin remedio a Francia, se apartó de la técnica y peregrinó por los montes a pie. En aquellas alturas, donde el aire se halla más despejado, quiso reconciliarse con la paz necesaria para su metafísica profunda. Y puesto que recordaba la filosofa primera de Aristóteles, se propuso hacerlo al estilo peripatético, discurriendo a la vez con los pies y el pensamiento. Carente de estupidez se encontraba obligado a proceder siempre con suma seriedad. Anotaba con cuidado las ocurrencias y contradicciones, al toparse abiertamente con la cruda realidad natural. Pero sin que pudiera percatarse del hecho, la pureza del oxígeno que respiraba introdujo un cambio en su sangre, metabolismo y actividad neurológica. Las reflexiones que acuñaba para la posteridad también se hacían sensibles a las mutaciones. Recorrió muchas montañas y visitó múltiples lagos, llegando incluso al fabuloso salto que llaman "Pont d'Espagne". Mas no cedió a la tentación de descender a Lourdes, donde la virgen le aplazó la entrevista. Prefirió reposarse en Panticosa. Su

33

meta se encontraba en el pico del Aneto. Llegó a hacerse consciente de la irresistible atracción que producían en él las altas cumbres. Y se dejaba seducir por la llamada. Había en ella algo de sobrenatural y prodigioso, que le permitía cubrir el hueco que dejó su estupidez primera. Una mañana de agosto, con la señora de la nieves como anfitriona, consintió en el dejamiento, entre el ozono de las coníferas. La brisa silbaba con cadencia por entre las laderas y los valles. Sentado en una roca cerró los ojos y entonces, como le ocurriera a Hesíodo en aquellos siglos tan alejados, descubrió cómo las ninfas le hablaban para contarle sus mitos. - ¿Quién eres? -escuchó en la intimidad de una suave música sin palabras. - Alguien que camina, observa, siente, reflexiona, encuentra, duda, decide y vive -respondió en una expresión unísona de sus entrañas. Y por el aroma notó cómo las ninfas se retiraban al oeste sin alejarse mucho. Comentaban algo entre campanillas. Parecían degustar la ambrosía mientras hablaban; así eran de dulces y sabrosas sus palabras. Resultaba imposible discernir sus diálogos. Se expresaban en una lengua totalmente desconocida, compuesta como por pequeños cantos de ave. El pensador no podía extraer conclusiones racionalmente asentadas, lo cual le situaba en una posición verdaderamente incómoda. Le quedaba el consuelo de contemplar el cuadro como una composición de insuperable armonía estética. Todos sus sentidos se llenaban de delicadeza. Era tan agradable que se encontró prendado en una experiencia hipnótica. - Ahora estás listo -musitó una de las ninfas. Presta atención a nuestro relato y disponte a obtener el provecho que te deparará. Cada palabra tiene su importancia y el orden no es cualquiera. Si alcanzas el don de sembrarlo en tu tierno ser te convertirás en lo que llaman sabio. Desde ese momento tu pensar y decir beberá en las mismas aguas que sirven a los dioses. Así concluyó el primer mensaje que fue entonado en la menor. Tras el silencio, un rumor en do mayor se le aproximaba. Y con tal fondo en clave de sol se concretó: - En el principio de los tiempos, cuando los dioses templaban la materia entre su aliento y las aguas, se permitió que el azar trazara con líneas firmes una piel de toro, en recuerdo de la cultura que en el mediterráneo plantaron. Y la pusieron a sus puertas, como escudo de casa señorial. Así se produjo la península en la que nos encontramos. Sabrás también que tras varias luchas y estrategias logró quedar el laureado Zeus en la cumbre del Olimpo. Desde ella dirigía, por su divina voluntad, las acciones que en el mundo debían acontecer. En cierta ocasión, como ya tenía por costumbre en función del bien mismo de la existencia humana, se enamoró de una mortal, llamada Alcmena y se relacionó hierogámicamente, adoptando la forma de su esposo: Anfitrión. Como fruto de sus seducciones obtuvo a uno de sus hijos predilectos: el famoso Heracles, al que posteriormente se conociera por su nombre romano de Hércules. Este, en su calidad de semidios, llegó a poseer un carácter tutelar propio, como protector del suelo, símbolo de la honestidad en las operaciones comerciales y el poder militar. Podrás verlo en los cielos, convertido en constelación del hemisferio boreal, donde fijó su residencia eterna tras sus muchos trabajos y aventuras en la tierra. A ellas haremos mención en nuestro relato. Llegó a la península, poblada por gentes zafias e ignorantes y derrotó al gigante Gerión, el de las tres cabezas, seis brazos y tres cuerpos unidos por la cintura, que mantenía al pueblo en la barbarie y gozaba de la fama de ser el hombre más fuerte del mundo. Dispersó sus ganados, restableció la justicia e introdujo la luz del conocimiento. Pero el gran Heracles estaba aquejado por un mal que le proporcionaba terribles sufrimientos, provocado por los celos de Hera, la esposa de Zeus. Su cabeza parecía estallar a veces por causa de unos pinchazos y

34

como chillidos fortísimos que en ella se concentraban. Visitado el oráculo, con el fin de encontrar la paz y el alivio para sus tormentos, le reveló que debía realizar ciertos trabajos, a las órdenes de su hermanastro Euristeo, rey de Micenas. El décimo consista en robarle los bueyes a Gerión, que ya citamos, rey de Tartesos. Estos animales, rojos y de admirable belleza, estaban guardados por el pastor Euritión, hijo de Ares, y el perro bicéfalo Ortros, nacido de Tifón y Equidna, a quienes mató con sendos golpes de su maza. Cuando el monarca hispánico se enteró de lo sucedido salió al encuentro del héroe, a quien se enfrentó en singular combate y perdió la vida, traspasado por una flecha en sus tres cuerpos. Pero antes de llevar a cabo tal hazaña pasó por la que sería región del Bearn, donde reinaba Bebrix, por cuya hospitalidad se sintió honrado. Abusando de la misma, sedujo a la princesa Pirene quien, prendada por sus dones enfermó con el mal de amores. Heracles mantuvo un breve romance con la bella joven, pero debía continuar para concluir con el encargo que se le había encomendado. Por seguir a su amado se adentró en los bosques peninsulares y allí fue devorada por las fieras. Embargado el semidiós por el amor y los remordimientos, quiso construirle un mausoleo que inmortalizara su nombre. Se dirigió al lugar en el que ahora nos encontramos, por aquellos tiempos llanura, y depositó su cadáver lavado y recompuesto, devolviéndole la plenitud de su hermosura. Hecho esto cogió su maza y con grandes golpes hizo temblar la tierra. Enormes bloques de piedra saltaron y los amontonó acercándose a los cielos. De esta forma construyó esta cordillera que se conoce, desde entonces, con el nombre de Pirineos en recuerdo de la princesa a la que Heracles amó. A esta altura del relato el pensador despertó. Se sintió turbado al percatarse de la presencia de una adolescente que le contemplaba con rostro angelical. Sonreía en la fragancia de un silencio sosegado. Y esperó con infinita paciencia a que el durmiente recuperara su conciencia plena. Este se debatía confuso pues no sabía si había sido un sueño el encuentro con las ninfas o acaso era ahora cuando comenzaba a dormir o su despertar era una dulce muerte que al paraíso lo condujo. Las razones eran pobres y no alcanzaban a explicar su realidad. Así es que se decidió por imitar a su bella acompañante, que no esperaba nada. - Yo soy Pirene -se presentó la joven cuando respiraba calma. Heracles me inmortalizó y ahora gozo del privilegio de conceder ciertos dones a los caminantes que se acercan a mi altar. - Es un gran honor el que me haces al presentarte ante mí -respondió el pensador aturdido. Yo soy un humilde peregrino de la razón, que sucumbió a la seducción de las altas cumbres y ahora se adentra en la magia de sus misterios. - Conozco tus referencias; las ninfas ya me informaron. Cuando te dormiste en su presencia, en el transcurso de su magnífico relato, se enfadaron mucho y tuve que intervenir para que no te despearan. Es lo malo que tenéis los intelectuales. A la hora de soñar os quedáis dormidos. Mas yo considero que no es ese suficiente pecado para merecer la muerte. Prefiero verlo como una ingenua carencia de quien aún no ha crecido lo suficiente. Por eso no has alcanzado el dorado privilegio de la sabiduría que te prometieron. - Lamento profundamente haber sido tan descortés. Pero en el fondo me alegro porque así me siento aliviado de un horroroso crimen que cometí hace tiempo. A mí siempre me enseñaron a ser sensato. Por ello llegué al extremo de batirme en duelo con mi estupidez. Al derribarla en el primer disparo me sentí perdido y cojeando me encaminé por las sendas de la lógica bipolar. No podía salir de los juicios de lo bueno y malo, verdad y falsedad, razón y locura. Ahora, al cabo de tanto tiempo, me has permitido darme cuenta de que he recuperado la estupidez, que yo creí perdida para siempre y así podré superar mi lacra de mero pensador errante, para convertirme en un hombre completo.

35

- Me congratula tu renacimiento. De nuevo te has hecho merecedor de proseguir por la senda que conduce a la fuente de la sabiduría, de donde mana toda verdad. Y dicho esto se alejó Pirene, regresando al punto las ninfas musicales. Ya no se mostraban tan jubilosas y las sonrisas resplandecientes que exhibieron antes se trocaron en tímidas muecas. - La siempre amable intercesión de Pirene te libró de nuestra venganza y aún nos ha movido a continuar con nuestra obra. Has de saber que será por su palabra y no por tus merecimientos por lo que proseguiremos nuestro relato. Pero ya no ha de ser el mundo de los dioses el que te ofrezcamos; para él pasó tu oportunidad. En esta ocasión te referiremos una leyenda más cercana al plano humano. Y de la misma forma que antes, concluyó el alegato en clave musical, aunque fuera en esta ocasión el tono de la nota Re menor, el sustento. Ya se escuchaba el murmullo en Do acercándose. Reclamaba toda la atención que la revelación merece. - El primero en habitar estas cumbres fue un patriarca con su pueblo. Se llamaba Aitor. Por entonces el mausoleo de Pirene era un lugar que gozaba de la eterna primavera. Y aquellas gentes disfrutaron de juventud perpetua, como don concedido por la bella amante de Heracles. Tan sólo el jefe tenía una larga barba blanca y el resto del pelo también canoso. Él era el más anciano; símbolo de la tradición, el conocimiento y el respeto. Mas no le vinieron tales símbolos durante su estancia; ya los traía. Todas las noches se sentaban ante el fuego para hablar de antiguas leyendas de su nación original, de cómo decidieron cambiar de tierra, de la forma en que descubrieron aquella región mágica y de la mejor manera de vivir y alcanzar la felicidad. Sembraron trigo en las altiplanicies, cuando aún era desconocido este cultivo en los valles y llanuras bajas. Pero un día Aitor, mientras atendía los problemas de los más humildes, sentado bajo su roble favorito, observó cómo caía de los cielos un polvo frío y cristalino, que se deshacía al contacto con los dedos, convertido en agua. Nunca había visto tal cosa. Y él lo interpretó como un signo de los dioses, por medio del cual le indicaban que su vida paradisíaca había terminado. Lo comprendió y aceptó de buena gana, lanzándose por el precipicio desde la roca más alta, no sin antes reunir al pueblo en asamblea para explicarles su propósito y las razones que le guiaban: se aproximaba una poca de muerte, frío y desolación para quienes habitaban las alturas. Era un equilibrio natural que la tierra demandaba. La naturaleza necesitaba descanso, allí donde había sido demasiado vital. Les recomendó que descendieran a los valles. Ellos siguieron sus consejos, como siempre habían hecho y por eso se encuentran pueblos abandonados que repiten el mismo nombre en zonas más bajas, donde dieron a conocer el cultivo del cereal. Y hasta hoy en día, cuando se ve nevar en las montañas, los más sabios recuerdan al viejo Aitor, con su pelo y barba blancos, cayendo y aceptando la muerte como ciclo natural de la vida. Aquí se detuvieron las ninfas en su relato y condujeron silenciosamente al pensador a una fuente cristalina. Bebiendo de sus aguas comprendió por primera vez, sin el más mínimo esfuerzo, la esencia de todas las cosas y ya no necesitó jamás de la ayuda de nadie para conocer la verdad. Como recuerdo del hecho adoptó el nombre de Aitor y fijó su residencia en las cumbres, en una humilde casa, donde recibe y calma las angustias humanas con sus sabios consejos.

36

FIRME DECISIÓN

Se levantó despacio, recogió sus papeles y se dispuso a salir. Su decisión estaba clara; inamovible. Dirigió por última vez la vista hacia el otro lado de la mesa y aquella peculiar sensación de vacío renació en su pecho, en su estómago, como si el abismo amenazara, con garras de viento, en los acantilados de la vida. Él había dejado su perfume navegando secreto en el aire inmóvil y una lágrima estuvo a punto de escapar y abrazarlo, pero recopiló toda la fuerza de su convencimiento para impedirlo, para que nadie supiera lo que en su interior se gestaba. Se permitió regalar incluso una sonrisa, como prueba de que no precisaba limosnas afectivas, que no pasaba nada y se lo gritó a sí misma, con fuerza y sin palabras, para convencerse; era lo mejor, lo más sensato para no traicionarse, para salvar el honor, aunque perdiera la vida. En ese instante renunciaba a su fuente y su alimento para abrirse en canal, hasta lograr que su propio corazón la abasteciera, transformándose en el único motor de su creación, de su mundo, para jamás volver a necesitar a nadie. Dio un par de pasos, con la cabeza firme y la mirada atenta al horizonte. Llegó a la puerta y retó a la muerte, haciéndola temblar con su firmeza.

EN MITAD DEL SILENCIO

Estaba allí, tendida, en mitad del silencio, como una estrella, como Venus, al ocultarse el sol. No parecía buscar nada ni pedir ni necesitar ayuda alguna, aunque yo sé que no era del todo cierto. Sin embargo, procuré respetarla o tal vez me invadió su apariencia serena. El caso es que, durante un eterno minuto, permanecí suspendido en mi conciencia, con la mente en blanco. Después me asaltó el miedo. Como una semilla de rápido desarrollo, germinó desde mi estómago y extendió sus tallos y sus hojas y sus ventosas por todos mis tejidos y órganos, hasta que noté con claridad la angustia de su abrazo y estalló en mi cerebro un grito. No sé muy bien si llegó a oírse fuera, pero mis células sí lo escucharon, de la primera a la última, hasta en la planta de los pies. Y salté. Me lancé alocado al agua y me abracé a su cuerpo. Le pedí que despertara; apreté con furia su pecho contra el mío, trasladé mi aliento, mi alma, a su boca para mirarme de nuevo en su sonrisa, pero no me respondió. Y lloré por mi abandono en su distancia. Estaba muerta; ahogada en aquella piscina y sola, en mitad del silencio y lejos, como una estrella al amanecer.

EL HINCHA

Su llegada a este mundo quedó marcada por el sello del club: fue su primer documento. Su padre no podía concebir mayor orgullo que conceder a su hijo un carnet de socio, que le sirviera como partida de nacimiento. Después, algunos otros lo convirtieron en costumbre curiosa, graciosa o imprescindible para demostrar a los demás su fidelidad o empeño. Pero el caso de Manolo era distinto. Para él se trataba de un acto consustancial, íntimo: sagrado. No hubiera sido posible imaginar la vida sin el rumor del estadio y los colores del equipo. Cuando se enteró que los toreros entraban en capilla al ponerse el traje de luces, para encomendar a Dios su vida antes de pisar el ruedo, estuvo a punto de presentar una demanda a la revista en que referían el hecho, pensando que el periodista en cuestión estaba tratando de sacar partido a su propia tradición, aplicándola

37

al mundo de los toros; había sido siempre su rito esencial. El tenía una habitación dedicada a la historia y los éxitos de su club de fútbol, con balones firmados y camisetas sudadas y mil reportajes de cada jugador y la evolución del estadio. En ella entraba una hora antes del partido, cada fin de semana, para rezar por la victoria del equipo y cumplir de paso con el mandato cristiano de santificar las fiestas. Cuando salía de viaje con la peña, realizaba su rito en función de la hora de salida y después, ya en la ciudad donde tuviera lugar el encuentro, buscaba un tiempo de soledad y retiro, para disfrutar despacio y sin interrupciones de la emoción, del espíritu de victoria al que se encomendaba, con ligeros movimientos de los pies, imitando toques magistrales de balón y quiebros de cadera y remates de cabeza al fondo de las mallas. Si el equipo jugaba en casa, todo aquello lo hacía en su sagrado altar, con el himno del club sonando, entre entusiasta y solemne. Y si no había tenido la suerte de estar presente en el estadio, animando a su equipo en el terreno del adversario, mantenía su encierro hasta la conclusión del encuentro. Con el paso de los años había adquirido un equipo de televisión con pantalla panorámica gigante y se había abonado a cualquier medio y sistema que le garantizara la mejor retransmisión. Antes lo hacía pendiente del transistor, con aquellas voces vibrantes, que llegaron a ser tan familiares como la de su propio padre. Con él solía compartir la mayor parte de sus hazañas; era su mentor y maestro. Desde aquella feliz idea de inscribirle al nacer, sus regalos, anécdotas, visitas a los entrenamientos y santificación de las fiestas asistiendo a los partidos, repletos de sabios comentarios, siempre comprensivo con los errores propios y visceral juez de los ajenos, toda su vida estaba llena de un mundo intenso, inmenso, apasionante, que rara vez un ser humano tiene de vivir; se sentía íntimamente agradecido y lleno de amor por aquel ser incomparable, que le había puesto en el camino de la felicidad. Cuando sus amigos y vecinos se quejaban por lo insulso de la vida, por las injusticias y sinsabores de este “valle de lágrimas”, él los compadecía y no terminaba de entender que no se entregaran en cuerpo y alma al fútbol. Aquella intensa emoción de contemplar un partido inmerso en el entusiasmo y los cánticos de los hinchas, no tenía comparación posible con ninguna otra cosa en la vida; en realidad llegó a descubrir después otra complementaria. El, por supuesto, desde que era un niño había jugado en la categoría de alevines, infantiles y juveniles, con la ilusión de llegar al primer equipo y transformarse en uno de aquellos héroes; fue la mayor ilusión de su padre y la suya propia. Y a punto estuvo de conseguirlo. Lamentablemente, una lesión traicionera le apartó para siempre de aquel camino triunfal. Su progenitor sufrió una gran decepción, aunque jamás hablara de ello ni le reprochara nada. Pero tuvo la sensación de que un brillo especial se apagaba en su mirada. Y Manolo lloró en secreto y hasta en público, en muchas ocasiones, durante meses. Se encerraba en su cuarto consagrado y revisaba una y otra vez las fotografías de su trayectoria deportiva, las biografías de sus jugadores favoritos y los sueños, los infinitos sueños albergados desde niño, sobre lo que hubiera podido ser. Entonces comprendió lo que era el infierno. Pero no renunció; eso jamás. Se preparó intensamente para hacerse entrenador e incluso representante de jugadores juveniles. Su padre le felicitó al conseguirlo y le ofrecía consejos y sugerencias útiles, pero ya no le acompañaba con el mismo entusiasmo que antes e incluso le sugirió montar su propio santuario futbolístico, en su nueva casa, aprovechando que por aquellos días Manolo se casó, fundando así su propia familia. Su mujer, enamorada también del deporte, como no podía ser menos, le respetaba enormemente y admiraba su dedicación y entrega. Soñaban juntos con mantener la tradición y hacer socio al hijo que les llegara, desde el primer instante de vida, como le ocurrió a él, y le prepararían con amor y la técnica precisa para ser estrella. Su padre hizo lo que pudo y se lo agradecía infinitamente, pero él se encontraba mucho más preparado y lograría lo que en su caso no fue posible, por un exceso de ingenuidad; “las lesiones pueden evitarse con la preparación necesaria”, le decía a su esposa en aquellos momentos

38

de intimidad y confidencias, en los que planificaban con ilusión su recién estrenada vida. Y ella confiaba y creía en sus palabras, aunque le resultara difícil de aceptar desde la razón; había visto siempre el otro lado, el trágico y desagradable de los accidentes y la fragilidad humana. Era fisioterapeuta. Así se conocieron, en el tiempo de las terapias de rehabilitación. Manolo tuvo ocasión, por entonces, de encontrar la sensibilidad del alma femenina aplicada a su mundo sagrado: el fútbol. Jamás hubiera podido imaginar tal grado de amor, comprensión y auténtico conocimiento del tema en una mujer. Hasta entonces, su trato con el otro sexo había sido siempre absolutamente superficial y vinculado al disfrute momentáneo y sin compromisos, pero ella consiguió hacerle despertar a un nuevo mundo. Aunque no por ello irrumpía en la intimidad de su espacio sagrado, de su cuarto, museo y templo, en sus instantes de entrega trascendental. Tenían otros momentos para compartir el lugar y los recuerdos y los sueños, desde el respeto a las mutuas soledades. A ella también le gustaba rabiosamente el cine y aprovechaba los retiros de él para asistir al espectáculo de una buena película, en la pantalla grande, en compañía de sus amigas. Iban juntos, a veces, a ver los partidos, cuando el padre, por alguna razón no podía asistir. Los años habían hecho ya estragos y tenía que respetar el ritmo de su cuerpo, en especial de su corazón, si pretendía estar presente en otros momentos, antes de aceptar definitivamente la condena de verlos tan sólo ante el televisor.

Manolo era feliz. Tanto con su padre como con su mujer, festejaba los goles con abrazos y saltos y toques de trompetilla y besos, aunque naturalmente disfrutara de manera distinta la alegría, en una ocasión u otra. Al conocerla a ella comenzó a preferir su compañía en el estadio, aunque tal deseo le hacía sentir culpable y traidor ante su padre, resultando inconfesable incluso para sí mismo. Pero lo cierto es que la pasión desatada en aquellos momentos, en compañía de su mujer, se transformaba en algo tan erótico que cada noche que seguía a una victoria se transformaba en un éxtasis de gozo incomparable. Esta era otra de las razones por las que le resultaba muy difícil comprender a quienes decían que no les gustaba el fútbol, especialmente cuando llegaban después a confesar que la vida matrimonial se les había convertido en un martirio. Al principio, llevado por su intenso entusiasmo, les recomendaba adentrarse en el erotismo del fútbol, compartiendo, con quienes más confianza tenía, el íntimo secreto de su existencia. Pero pronto desistió, ante la ceguera y torpeza de sus interlocutores; tuvo que admitir que algunos nacen para vivir amargados y que por nada del mundo quieren dejar de torturarse con sus miserias. El no deseaba discutir; le resultaba inútil y con demasiado riesgo de contagio. Por eso decidió cultivar con más entusiasmo la sacralidad de su mundo y apartarse poco a poco de las conversaciones con la gente de la peña y especialmente de las que en algún momento mantuvo con los despreciadores del deporte. Tenía muy claro cuáles eran los límites de su mundo, de su paraíso particular, y ya no estaba dispuesto a transgredirlos por nada ni por nadie. Todos los días daba gracias a Dios por haberle concedido los dones que llenaban de abundancia su vida y rogaba para que también repartiera alguno entre los menos afortunados.

Cuando su padre murió, por causa de un fatal ataque tras un gol que llegó a hacer historia, comprendió que eso era entrar directamente en el cielo y deseó, aunque sin atreverse a confesarlo, morir también así, con el aderezo de hacerlo a la vez en el encuentro íntimo con su mujer. Aquella idea fue como rizar el rizo. Por eso mismo, sin más aclaraciones, instaló un televisor más en el dormitorio y a veces, en señalados partidos, le proponía verlos juntos, abrazados y desnudos, en la intimidad de la alcoba, dejando a sus hijos al cuidado de la abuela. Habían tenido un niño y una niña preciosos, aunque intensamente rebeldes al acercarse la adolescencia. Por eso mismo, a pesar de los esfuerzos de la pareja, tuvieron que aceptar que ninguno de los dos sería estrella del balón. Jugaron al fútbol en la infancia, eso sí, pero después debió trastornarles algún

39

virus, como a los programas de ordenador con los que se entretenían y decidieron dedicarse intensamente y con ahínco a estudiar, sin demasiado tiempo para entrenar ni ver partidos reales, fuera de los videojuegos. Tal decepción les llegó al alma a sus progenitores, pero la respetaron. Al final se dieron cuenta de que también aquello les unió más entre sí, llegando a descubrir nuevos paraísos del erotismo ante el televisor, en partidos internacionales.

Manolo y su mujer fueron felices durante muchos años, hasta que un día alcanzaron, a la vez, el sueño, finalmente compartido, de morir en pleno éxtasis de pasión y triunfo.

LA MIRADA Su mirada me decía que estaba sola. Y aunque tratara a su vez de mostrarme que no era cierto, que sus amigas le hacían siempre compañía, cada tarde, cuando salía a pasear con su hijo, aprovechando el buen tiempo y aunque riera con cierta asiduidad medida, como si fuera feliz, dentro del consagrado ritmo de la partitura que le había tocado interpretar, desde el otro lado de la terraza, en silencio y sin remedio, cuando nadie salvo yo la veía, su mirada, su camuflado estilo de vida aceptable, su rutina y su pretendidamente necesario bienestar, su cuidado engaño, me pintaba en el aire la soledad, en clave de misterio, para después borrarla, con la culpa y la vergüenza de no tener suficiente con su buena vida. Se había casado con un hombre responsable y trabajador, con quien vivía en una casa que otros envidiaban; se vestía a la moda, con estilo y clase, asegurando un brillante futuro para ese fruto de su vientre, que habría de enfrentarse al incierto destino con garantías, como las suyas, las del bienestar social, las que le aseguraban comer mucho, aunque lo hiciera poco, y un espacio grande para llenar como suyo, cuyos vacíos le hacían dudar cada día y querer escapar, en silencio, hacia cualquier lugar inexistente. Y todo aquello le resultaba triste, aunque su razón dijera que era perfecto y sin argumentos posibles tuviera que transigir y convencerse de que no era normal, que estaría enferma y que no era una buena señal, por lo que habría que ocultarla con rapidez, antes de que se dieran cuenta y la despreciaran y la dejara su marido, que trabajaba tanto para cuidarla y protegerla, a ella y a su hijo. Con alguna píldora se arreglaría. Por la buena vida tendría que dar gracias continuamente al cielo y olvidar su soledad y su tristeza, caprichos de niña malcriada, pues no tenía justificación para quejarse. ¿De qué podría hacerlo, cuando poseía todo lo que siempre había deseado? ¿Qué le faltaba para llenar ese terrible hueco, esa insensata sensación de soledad y tristeza, que devoraba inmisericorde sus entrañas? Fabriqué una mirada nueva, repleta de ternura y caricias, para abrazarla con urgencia, en aquel mismo lugar, en la calle, en la terraza de ese bar cualquiera, por encima de las cuatro mesas que nos separaban y la cargué con una pasión ciega, para abordarla con desmesura. Ella recibió el impacto y enrojeció, se le tensó la espalda y el cuello, sin permitirse mirar hacia donde yo estaba y sin poder evitarlo. Sus tres amigas se giraron, sin saber muy bien lo que pasaba ni encontrar tampoco la razón. Pero no quisieron preguntar, en un pacto improvisado y secreto, como si alguna fuerza oculta se lo impidiera. Ninguna fue capaz de comentar nada. ¿Cómo? ¿Qué? Sólo ella contagió su escalofrío, esa especie de calambre que atravesó su cuerpo, despertándolo, aunque tampoco se atrevió a decir nada. Después se levantaron. Durante unos segundos sintió que su vacío se llenaba y se aterrorizó. Se hacía tarde. Su buena vida esperaba, sensata y cuajada por aquella amargura silenciosa, propia de este mundo; ese germen de la muerte que la hacía envejecer, como a todos, y ante el que resultaba peligroso rebelarse.

40

3.- Relatos para adelgazar

A continuación se te ofrecen ocho relatos más. Los temas son variados, como en los casos anteriores. Y en todos ellos aparecen también insertos los mensajes subliminales que detallo a continuación. Recuerda que para que tengan efecto deberán leerse los relatos la mayor cantidad de veces que sea posible. En esa forma se estarán reforzando internamente, de manera inconsciente, afirmaciones relacionadas con el control voluntario del peso y de tu imagen física. No es necesario pensar en ello mientras se lee. Incluso es bueno que los relatos absorban la atención y desarrollen planteamientos imaginativos y sugerencias emocionales diversas, independientes del tema del adelgazamiento. Pruébalos y disfruta de la “magia” que se irá desarrollando en ti mientras te beneficias de un momento de ocio y descanso literario. Obtendrás múltiples beneficios con estas lecturas, en forma consciente e inconsciente.

No es necesario que leas todos los relatos seguidos, aunque tampoco hay inconveniente en ello, si en tal forma disfrutas más. Puedes leerlos de uno en uno, de dos en dos, intercalándolos, pero siempre han de ser relatos completos. Aprovecha para practicar la lectura con diferentes tipos de pronunciación y ritmo. Cuantas más variaciones logres hacer en este sentido mejores resultados globales obtendrás. Diviértete y disfruta para potenciar tu bienestar, el aspecto y la salud que deseas, además de tu crecimiento personal.

Ya sabes que, además de leer los relatos para transmitirte subliminalmente los mensajes, también puedes leer estos mensajes repetidamente, de forma directa, voluntaria y consciente, procurando imaginarte como si te los estuvieras transmitiendo con cariño y alegría. Puedes mirarte a un espejo mientras te repites estos mensajes o puedes sentir que te abrazas de forma entrañable, como si fueras también el aire que te envuelve y ese aire, esa brisa, perfumada de ternura te fuera diciendo estas palabras al oído, susurradas entre sentimientos profundos, agradables y sinceros. Hazlo lentamente y sitúate en un estado emocional adecuado, recordando antes de comenzar algún momento especialmente sugerente y querido; uno de esos que se guardan como un tesoro, como un secreto, para gozarlo eternamente. Mensajes:

1.- Sólo encuentro placer en los alimentos que mejor digiero, me sacio con rapidez y adelgazo hasta mi peso ideal. 2.- Encuentro placer en el ejercicio físico y la dieta equilibrada. 3.- Adelgazo hasta lograr el aspecto y la salud perfectos. 4.- Adelgazo día a día y mantengo mi salud física, mental y emocional en estado óptimo. 5.- Alcanzo día a día mi peso y aspecto ideal. 6.- Quemo completamente los alimentos que como y bebo, hasta lograr mi bienestar perfecto. 7.- Aprovecho todos los nutrientes de lo que ingiero y elimino lo que me sobra. 8.- Adelgazo y me siento muy bien.

41

EL ÁNGEL AVENTURERO Érase una vez un ángel luminoso, que habitaba una estrella lejana. Sólo moraban

en ella seres de luz. Cada encuentro, cada abrazo que se daban, era una fusión de colores. Su mayor placer consistía en compartir la alegría, la paz y el entusiasmo con quienes les rodeaban. Sus expresiones eran eternas sonrisas y sus corazones, los ecos mismos de la armonía universal. El espíritu del juego daba forma en sus naturalezas a los alimentos. Y residían en ciudades que no tenían estructuras fijas; se moldeaban con los impulsos que mejor convenían en cada instante. Se regían en aras de la equidad y el bien común.

Un buen día, se decidió nuestro ángel a volar por uno de sus infinitos rayos de luz. Y se dijo: “digiero mi energía para transformar mi espacio”. Porque sus costumbres eran muy distintas a la hora de viajar. Así me lo pareció cuando me contaron su historia. Y no sacio aún mi curiosidad al recordarlo. Me quedé con ganas de preguntar mucho más sobre aquel curioso mundo. Pero la experiencia me aconteció con demasiada rapidez.

Cruzó sin desplazarse el universo y llegó a un pequeño planeta. Esta actividad constituía uno de sus pasatiempos favoritos; había visitado mundos por doquier. “Yo adelgazo en forma para crecer en experiencia”, me dijo y no conseguí entenderlo hasta que decidí no pensar.

En aquella ocasión descubrió algo que le hizo temblar de entusiasmo: su propia imagen reflejada en las cristalinas aguas de un lago sereno. Y lo que a mi modo de ver era intrascendente, para él se convirtió en excepcional. La vegetación y los colores de ese mundo le atrajeron sobremanera. Su aroma era el peso y por él se diferenciaban sus naturalezas orgánicas. Tan sorprendido estaba que se dedicó a recrear la música de su entusiasmo, entre los variados huecos y formas que encontró a su paso. Así experimentó, asombrado, que actuaban como cajas de resonancia. Su impulso ideal, aquel que moldeaba las ciudades en su mundo, se expandía en complicadas variaciones. Y por ello recreó incansable sus reflejos. Estaba maravillado y a la vez apenado, porque la mayor parte de los habitantes del lugar no pudieron escuchar su gran concierto; deseaba regalárselo. Encuentro en ese gesto una gran ternura. Pero llegó a tomar forma el tiempo de regresar a su estrella antes de conseguirlo. Cuando volvió a su hogar se dedicó a contar a todos, con inmenso placer, su experiencia. Tenía en sus colores brillos nuevos. Sus abrazos cambiaban el entorno. Y tal ejercicio se convirtió en costumbre anhelada. Desde entonces comenzó a dotar de sentido físico al sueño de volver a ese mundo. Lo haría convertido en apariencia tangible, con órganos y sentidos, que le permitieran interactuar con la materia de aquel planeta. Su dieta lúdica sería modificada. Debía conseguir una estructura equilibrada para todas sus dimensiones. Pero semejante propuesta pareció en extremo alocada a su familia; aquel recóndito lugar era demasiado simple. Comparado con su estética vibratoria resultaba escaso. Escaso en conocimiento y armonía. Para poder sintonizar con la frecuencia de tal dimensión, tendría que sacrificar la mayor parte de sus capacidades, por lo que la conciencia quedaría reducida a la mínima expresión. El no tenía mucha idea de lo que aquello significaba y tampoco se preocupó por averiguarlo; su entusiasmo era tan grande, que ningún obstáculo le podría frenar.

Como preparación de su viaje, los encargados de las transferencias de fondos energéticos le pidieron un plan, un propósito, una expectativa de lo que obtendría, como justificación del gasto, y un presupuesto en valor aproximado de vitalidad material. Fácil le resultó dejarse llevar por su fantasía, para poder cumplir con los requisitos. Su exposición

42

fue sencilla y directa: “Descenderé al genotipo humano, dejándome un conductor de seguridad con mi fuente energética completa, sin acceso directo, para no quemar las débiles conexiones nerviosas que utilizan allí. Habrá un depósito de vitalidad, en una dimensión intermedia, que actúe a su vez de filtro entre los diferentes mundos y su reserva será la correspondiente a la media energética que utilizan en setenta años aquellos cuerpos. Adoptaré la forma de una mujer, para experimentar la fecundidad de las formas, los sonidos, los colores, los aromas, los sabores y las sensaciones del tacto, a través de caricias amorosas. Con esta riqueza llenaré mi alma, alimentándola con nuevos brillos y tonalidades, que después compartiré con mis hermanos estelares”. Su propuesta fue aprobada por el consejo y se le asignó el cupo de energía temporal solicitado, con un remanente para imprevistos, y un pasaporte para encajar en el código genético del mundo seleccionado, llamado “Tierra”.

Comenzó su viaje y se fue sintiendo progresivamente cansado, hasta quedar dormido. Su conciencia se desvaneció hasta convertir su luz en una suave penumbra y desde ella soñó con algo que le presionaba y le empujaba y se sintió chillar y llorar, con el desconsuelo de encontrarse perdido. Mucha energía invirtió en organizar aquella materia y grandes esfuerzos le costó comenzar a jugar como imaginó. Pero lentamente sus sueños le guiaron a través del plan previamente trazado, para llenarse de la gran riqueza de experiencias que anhelaba. Y hoy mismo se encuentra, por aquí, muy cerca, entre nosotros, con muchas ganas de recordar completamente sus planes y propósitos, que lentamente le llegan desde su luz original.

EN EL DEPORTIVO ROJO Encerrado en un deportivo rojo, aparcado en una calle cualquiera, vivía convertido en un sueño de su propio sueño. Los vecinos se preguntaban la razón de tan singular permanencia bajo el sol sin sombras, ante el silencio austero y la mirada autista del encausado. Pero no hay explicación que la vida precise; estaba allí y era aquella razón suficiente para que el corazón mantuviera el ritmo incesante de sus latidos y los pulmones bombearan el aire dentro y fuera. Y es la vida a fin de cuentas quien manda; es la pulsión visceral de la existencia la que permanece más allá de pensamientos y palabras y criterios dudosos, aun cuando se dan por ciertos. Alguien aseguró que la causa era el pulso con su pareja, la cabezonería de él por demostrar que no la necesitaba, que prefería vivir con su coche, que era lo más importante de su vida y jamás le pedía explicaciones ni le chantajeaba con caprichos para compartir el placer. Pero no existían garantías reales de la certeza de aquella historia; ni siquiera había testigos que le hubieran visto nunca acompañado por una mujer. Otros decían que se dedicaba a los negocios y había perdido la casa en un embargo; se había refugiado en el coche para conservarlo, para poder escapar si aparecían los agentes judiciales o cualquier otro enemigo público, privado o improvisado; también tenía miedo a que se lo robaran o le rayaran la pintura; días atrás, antes de habitarlo en forma permanente, lo decoró con carteles de aviso y ruego a los maleantes. Pero no confiaba ni en la buena voluntad ni en las intenciones sanas de los agresores; al fin y al cabo, los malos eran malos y ningún letrero les impediría ejercer su naturaleza, como cuando las prohibiciones de fumar se ocultaban bajo el humo de los cigarrillos. Y por encima de todo seguía allí, día tras día, sin que nadie le viera moverse. Tenía aspecto de haber sobrepasado los treinta, o de no haber llegado y disimularlo a fuerza de tratar su cuerpo sin respeto. Como el calor era asfixiante a mediodía y permanecía quieto, aparcado en ese trozo de calle sin sombras, había optado por quitarse

43

la camisa y bajar las ventanillas. Pero el techo era fijo; un fallo del deportivo, tal vez una bendición, según se viera, para protegerse de los ataques del sol y los menos cuidadosos con las propiedades ajenas. Comenzaba a ser leyenda. Fue una lástima que terminara todo en aquella forma. Pero con los elementos naturales y las máquinas sofisticadas no se debe jugar. Debería haber aprendido de la Armada Invencible, aunque tal vez no hubiera llegado a aquella parte de la historia, porque a él las cosas viejas nunca le habían interesado mucho; por eso había ahorrado hasta poder comprarse el último modelo de automóvil, que había terminado por convertir en casa. Habitaba en lo nuevo, lo moderno, lo veloz y lo potente, aunque no se moviera para no gastar; mientras no terminara de pagar el coche, no tendría suficiente para la gasolina. Así lo tendría, durante varios años, como nuevo. Seguramente no imaginaba lo que estaba a punto de suceder. En esta ocasión no se trató de una tormenta, como en el caso de los famosos barcos españoles, en pugna con los ingleses. Muy otra fue la causa del singular incidente acontecido al inquilino del deportivo rojo. Uno de los días, sobre las tres de la tarde, se debió sentir urgido por algún tipo de necesidad fisiológica; este punto no terminó de aclararse nunca en las investigaciones que siguieron al caso. De cualquier modo y manera, fuera lo que fuera aquello que le llevara a moverse del asiento, cuando lo intentó se dio cuenta de que su piel se había fundido con la del respaldo. Con cuidado, para no dañar la tapicería, prosiguió inútilmente en su intento de independizarse. Y no sólo fracasó en su intento sino que comenzó a dejarse el pellejo en la venturosa acción y comenzó a sangrar. Una extraña forma de gelatina se extendió con ansia por las grietas, como si lo abrazara. La perfección de aquel novedoso modelo automovilístico, le llevaba a compensar ciertas irregularidades; estaba dotado con un sofisticado ordenador, de inteligencia experta, que interactuaba de continuo con las diferentes partes del vehículo. Y debió ocurrir que la prolongada permanencia fue aceptada finalmente como una más de las piezas. Pero la forma irregular de aquel cuerpo, delgado pero tridimensional, se asumió desde la necesidad de ser reabsorbido, para compensarlo. Así pues, la gelatina avanzó inexorable hasta lograr convertirlo en estampación, en tatuaje del cuero, para que el conductor lograra sentarse cómodamente en el asiento. A partir de entonces, hombre y máquina se fundieron en un solo ser, alcanzando la mística eternidad.

LA TARDE QUE AMANECIÓ Atardecía. Una multitud de miradas torbas se esparcían por la plaza sin más propósito que asistir admiradas al juego publicitario, que los saltimbanquis del aire desplegaban como si lo pasaran bien, como si estuvieran divirtiéndose, cuando sólo pensaban en terminar y cobrar lo prometido por aquel absurdo montaje, elaborado exclusivamente para engañar a los turistas y a otras gentes desocupadas; parásitos de rentas, desde su cerrazón de currantes, porque los pobres y los trabajadores tenían vedado el acceso a las terrazas; unos por dinero y otros por tiempo. Antes de alcanzar la noche abrieron la puerta. Con mirada alegre y travestida, asomaron su orgullo un puñado de elegidas y enchufados; estas cosas fueron siempre así, por mucho que los tiempos e ideologías cambiaran; tan sólo trastocaban los nombres de las familias y los colaboradores. Pero tales pormenores resultaban invisibles para los presentes. Una infinidad de curiosos, que pagaban por estar mirando aunque no entendieran nada ni se molestaran en hacerlo, daban colorido a la plaza. En el fondo era un buen ambiente. Unos lo disfrutaban por razones contrarias a los otros; cada cual, desde el lado opuesto de la barra, procuraba sacar el máximo jugo a la tajada o a la tarde.

44

Fue una suerte estar allí. Sin cita previa encontré la terapia que buscaba. Los aires grises, turbulentos y escocidos, con los que llegaba, los mismos que me obligaron a mirarlo todo con un gesto retorcido, se fueron transformando a ritmo de verbena y buenas gentes en pie de fiesta. No hace falta mucho más. Con atreverse a vivir y a seguir el curso de las aguas del río de la vida, suele ser suficiente; como un milagro. Es un privilegio asistir a su aparición, a su irrupción luminosa en los designios del destino. Como si nada pasara, como lo más natural del mundo, la bondad me ha sonreído en esta puesta de sol entre las calles, en esta plaza grande y acogedora. Este es mi sitio y quiero estar con estas buenas gentes. Ahora entiendo que es verdad. Aunque quisieran jurar en falso, no podrían corromper el hecho de su certeza. Las gentes de la puerta me miran y me hermano a ellos con orgullo. En silencio les pido perdón por mis injurias, fruto de esa pasada amargura que me cubría al llegar aquí. Pero ahora se encuentra todo en su sitio; donde siempre estuvo con su grandeza sublime, aunque antes no fuera capaz de entender ni ver ni aceptar lo que este mundo me ofrece, en cada instante, como un regalo, sin esperar que yo lo entienda y aunque proteste y gruña al encontrarlo. Es una suerte estar aquí. Se me acercó una joven, con mirada triste y rostro agradecido. Parece que también llegaba maltratada por su escaso tacto para entender la vida. La invité a sentarse y me miró con recelo. Contemplé en su gesto ese mismo retorcido esbozo de miseria, de oscuridad del alma relegada a la penumbra por un exceso de cachivaches ante la ventana. La comprendí enseguida; incluso cuando me espetó que ella no estaba en venta, aunque fuera pobre. En cualquier otro momento me hubiera sentido ofendido y hubiera retirado de inmediato la ayuda que pretendía ofrecerle. Pero entonces lo entendí. Respeté su atravesado honor y contemplé su marcha, con mi moneda en su mano. Yo le hubiera ofrecido más, pero no quiso aceptarlo. Entonces se encendió la luz. La plaza, anochecida, amaneció de nuevo y yo me sentí contento por estar allí. Esperé tranquilamente y acepté, sin más, lo que la vida quisiera darme. Contemplé con asombro la infinidad de veces que había dejado pasar la fortuna, como aquella chica, despreciando lo que se me ofrecía como demasiado fácil, sencillo: natural. Pero di las gracias por aquella visión. Desde el más recóndito escondrijo de mi mente, de mi alma tal vez, me sentí agradecido a la vida y fue como si el sol naciera. En aquellas tierras oscuras, las mismas que hace mucho tiempo me esforcé por olvidar, esa tarde, en esa plaza, entre gente sencilla y adorable, amaneció de nuevo.

LABERINTO DE ESPEJOS De improviso la vida se le llenó de espejos y ya no supo mirar fuera. De cualquier forma, posición, intención o perspectiva, aunque pensara en mirar como una máquina, sin sentimientos ni pasión ni prejuicios, allí volvía a encontrarse, bajo las máscaras, los disfraces, las palabras o los diferentes nombres que llenaran su entendimiento. Estaba perdido en un mundo, tan cercano y tan absorbente, que no salía de su propio laberinto mental. Tal vez había sido siempre así. Tal vez la sorpresa provenía del hecho de haberse dado cuenta en ese preciso momento. En cualquier caso, tenía que resolver el conflicto con urgencia; no había tiempo para disquisiciones. Cada una de ellas se convertía en un nuevo reflejo de los reflejos y los artificios de formas y luces ocultaban más y más los caminos de acceso al exterior. Se estaba volviendo loco, se enjaulaba progresivamente o al menos corría ese riesgo: quedar definitivamente aislado. Por eso tomó de improviso, cortando con sadismo cualquier tiempo para poder pensar, analizar o sopesar con respecto a lo sensato, como hacía siempre, la decisión que marcaría definitivamente su vida.

45

Avanzó en dirección al puente. El río bajaba intenso, inmenso: desmedido. Se adentró sin miramientos en su estructura, sobre el agua y hacia ella. Alguna vez oyó, leyó, imaginó probablemente con cierta profética inclinación, que lo mejor para salir de una trampa era lanzarse voluntariamente a otra; en ese proceso habría de encontrar la que fuera lo suficientemente ligera como para romperse y liberarle definitivamente. Existía el riesgo de perder la vida en cualquiera de aquellos trances; era mejor no pensarlo; ya lo hizo una vez y resolvió por todas aceptar la posibilidad, asumirla como parte del proceso y verla a su vez como puerta. Morir era una forma de superar el laberinto, aunque no tuviera garantías de que por ese medio pudiera entrar en otro peor. Por eso prefería no volver a tocar el tema y quedarse con la mejor parte: el sueño de libertad. No obstante, la falta de avales firmes, le llevó al puente. Allí se encontraba su ocasión. Con altas dosis de certeza, llegaría transformado a la otra orilla, al más allá de sus reflejos. Y se detuvo en el centro. Donde más alto se abría el ojo del tiempo y la corriente, donde más cerca podría llegar a estar del cielo en aquella construcción de piedra gris, tal vez romana y cuanto menos antigua, se detuvo. Ella no dijo nada al principio; él tampoco lo esperó. Estaba acostumbrado a los reflejos, a las reacciones miméticas. Por eso fueron suyas las primeras palabras de saludo. Ella resultó llamarse Esperanza y estuvo tentado, al pronunciar su nombre, de pellizcarla o amagar lanzarla al vacío, por ver si reaccionaba con voluntad propia o se trataba tan sólo de un espejismo, otro más de los nacidos en su mente engañosa. Pero no hizo falta; le dejó plantado al instante y así comprendió que era real. Durante unos instantes sintió el impulso de imitarla, de salir tras ella y convertirse él mismo en reflejo y pasar así al otro lado del espejo; hubiera sido una solución, la puerta que intuía, pero no se atrevió. Permaneció allí, como enraizado, por un tiempo indefinido y sin nombre, hasta que sintió la humedad en sus mejillas. Sus ojos habían reventado en llanto y en su corazón sintió dolor. Así avanzó la pena, como prueba evidente de su encuentro con lo ajeno. Había sido abandonado y en aquel hecho se topaba con el sentido de su vida: Desde ese momento, se dedicaría a buscar su Esperanza.

PASION Y DESEO La estertórica huella del abismo amenaza. Humeante, emboscado entre gargantas verticales, atrae mi atención. Se hace irresistible. Desde su mismo borde lanzo mi vista en la profundidad. El pulso atiende, aguarda la señal definitiva, desde el latido contundente. El corazón está inquieto; las manos tiemblan bajo la piel rasgada por el frío intenso. Y los pies, ateridos al cuero reseco, esconden su angustia. Lejos han quedado las roncas melodías de la rutina. La visión se difumina entre contornos neblinosos, que recogen las formas de un pasado incierto. ¿Hasta dónde llegará la osadía del destino? ¿Hasta qué punto será fuerte el presente para arraigarse en la vida? Todas las cuestiones vuelan sin esperanza de respuesta. Quedó atrás la ocasión de ejercer la voluntad y seguir el camino correcto. La decisión palpita aún en mis labios, pero las contracciones del parto han perdido ya su sentido y se mantienen tan sólo como cuchilladas agudas de un dolor continuo. Llegó la hora, me miró a los ojos y siguió su camino. Yo no fui capaz de hacer el más mínimo gesto, de mostrar mi profundo deseo de alcanzar la meta. Inmóvil, con los párpados abiertos en la exaltación de la pupila, paralizado, contemplé la aparición de la puerta mágica del mundo; fui cómplice de su invitación a pasar, pero volvió a cerrarse ante mi hielo mudo.

46

Pasaban las horas en el salón de techos altos. El silencio, la estampa desvaída de un paisaje silbado y poco más se interponía entre el sofá y las tazas selladas con chocolate seco. Un reloj acompasaba la soledumbre del espacio abovedado. El eco pendular lastraba los resquicios de un vacío desmedido. Las palabras huecas, insistiendo una y otra vez, al fondo, con lujuriosa cadencia, se contoneaban, como espíritus eróticos, en su danza roja, mientras mis ojos se encendían por la pasión. El deseo insatisfecho la traía una vez más; se incrementaba por momentos su esclavitud. Una nueva porción del espesor caliente, humeante, me acompañó con su aliento. Entre la verticalidad de la cerámica, me sedujo reiterativa. Los reflejos, la suavidad del trazo y el tacto contundente se aproximaron a mis labios en un rito redescubierto. Pronto llegarían. La ocasión demoraría la escasez de sus tres delgados hilos muy cerca de mí. Era imprescindible que para entonces hubiera conseguido vencer el frío, recuperar la agilidad de mis dedos; quedaron entumecidos por el estupor de la sospecha. La traicionera convicción de la culpa los paralizó; ese fantasma estúpido me vence siempre y no valen armas contra él: escapa inmortal entre carcajadas. Puedo escuchar aún los ecos de su visita, los estertores trágicos de su cadencia ultraterrena, los pasos de felino, la mullida presión sobre las hojas, escapando por un rincón del jardín. Salgo a su encuentro. Me precipito en oleadas de pasión maltrechas, esperpénticas, cubiertas por los harapos de un destino indiferente, de un severo castigo por la timidez de siempre, la que se eternizaba en dudas, en temblores, en soliloquios internos y manos sudorosas, apretadas, ante tu presencia ingrávida e inaprehensible. Me ha vencido el tiempo y tu mano sigue siendo tuya y tu imagen, tu venerado sueño y tu nostalgia, mía. Me precipito hacia el umbral. Suenan tres toques de campana, tres rumores intensos de penumbra, de vacío estelar, de interminable escena, repitiéndose por compromiso, en pruebas deslucidas, con actores faltos de expresión, de soltura, de vida, de arrogancia transida de ese amor al arte, que desprenden los que nos subyugan. Rozo apenas el marco, la puerta, y comprendo lo inútil de mi pretensión. Vuelvo a hundirme en el pozo candente, entre mis manos, y refugio mi vista en la fingida ignorancia de lo ajeno. El chocolate ya se encuentra frío; se ha dejado engañar por la injusta entropía y se decide a unirse a los hielos de mis manos. La taza es fiel al calor, como mis entrañas, que me abrasan y asolan, únicamente en el silencio de mi más profundo centro, invisibles al resto de felices mortales. Se han vertido dentro de mi ser los rescoldos, los braseros que ayer calentaron mis piernas y los pies escarchados, que ocultaban las faldas de la mesa redonda, donde fui seducido para no decidirme a salir, como todos, como aquellos que luego regresaron saciados de vivir, de gozar, de reír sin tapujos ni palabras vendidas ni consignas de cultos ni chantajes. Ya están cerca de nuevo. Se bebieron alegres, con el fuego en los labios, sus tazones espesos, sus aromas de dulzor, de amargura y de placer. Se arrojaron de golpe, sin pensarlo, a los ríos de lava, al magmático exabrupto del deseo, al latido del volcán trocado en biología, en espiración, en sangre y en pulsiones tiernas de las vísceras blandas, sonrosadas, a veces viscosas, pero ansiosas siempre de contacto, de calor, de sentirse protegidas y engullir despacio, de abrazar con ardor posesivo y no soltar jamás. Ya puedo sentir sus ecos, en la mesa cercana, sus silbantes susurros en mi oído, como jadeos en la penumbra de una excitación creciente, compulsiva, sudorosa, tensa, agotadora y amable, por instantes, avanzando a caballo del placer, de la entrega, el esfuerzo y la ternura, con un beso atrapado entre los dientes y los dedos hundiéndose en cualquier recodo de la piel, de los músculos, de los miembros confundidos por pasión de noche y de misterio. Se me acercan, lascivos, los dedos de la muerte, con su cáscara ingrávida de hueso amarillento, con su arrogante sonrisa de los ojos huecos, de no mirar

47

dulzuras ni amor ni sentir ni padecer, de afanarse tan sólo en posesiones impúdicas, de carnes desgarradas y procaces sueños, celosos de la vida. La pasión me incita a perderme y no existir. El irresistible trote de los potros desbocados, de los relámpagos, los rayos y los truenos, en noches sin cobijo, entre encinas punzantes y zarzales, entre zanjas resecas y terrones pedregosos de un verano injusto, de un agosto sofocante, en mitad de diciembre, desatado en la meseta, árido y ardiente, contumaz, agresivo, como esta taza blanca, que conservo entre mis manos, con las manchas, que imagino, de carmín, de muchos labios, de muchas bocas hambrientas de calor, de pasión, de miradas sobre el borde, traspasando los misterios y buscando la dulzura, que se impregna más allá: en tí. Se me muestran en rojo tus deseos, entreabiertos, apareciendo en los dientes, devoradores de instantes, que me llaman, que me ordenan, acercarme a ti cuando no estoy, cuando me encuentro lejos, abrasado en mis ansias de encontrarte, de saberte anclada a mi piel, en un tenue balanceo, en un pequeño yate, sin nadie, blanqueado de luna, en un mar menor. Pero aquellos dedos, los que siempre se asoman bajo el manto de sombras, de no saber, de soledad implacable, se insinúan de nuevo, con su música de golpes, de palillos, de crustáceos con pinzas asesinas, que se acercan despacio, en oleadas, sobre la arena en penumbra, con sabor a sal y rumor de caracolas, de un ahogado sonámbulo, que se adentra por las aguas, por la boca de ese pozo grande, infinito, que se abre ante mí. Ya están a punto de entrar. Apuré, trasnochado, mi tazón de chocolate, tras el primer café, expectante de pasión, esclavo. Sólo quedan restos, huellas, de lo que pudo ser. El frío aguarda. Desde la puerta me reclaman, me hacen gestos nerviosos, con sus brazos de hielo, porque desean ya colgarse de los míos, acompañarme de nuevo por la calle ancha y angustiosa, por la tromba candente de los humos y la congestión inalterable, el insomnio del lunes, del trabajo, del estrés, de las cuatro rutinas que se empeñan siempre en agotarme, en confundirme y poner en fuga tus ausencias, tus placeres amargos, los de mi cama infinita y desolada, los que acarician el aire, tus delirios, tus miradas de fuego y de puñales blancos, tus mejillas sedosas, de flor, inexistentes, y tus labios tiernos, brillantes, ondulados, entreabiertos, que me muestran la muerte voraz, el marfil agudo, como si fuera un rebaño, paciente, de corderos, que me arrojan al dulce bogar de tus senos turgentes, de tu vientre, de lo que no tengo conmigo. Mis sueños se han vestido, se han manchado de rastrojos, de látigos incansables, que laceran mis pies con su resquemor agudo, vacío, desértico, aparatosamente desolado, porque estuvo lleno de vida, de esperanza, de sonrisas verdes, de soles creciendo, engordando por millares, como vientres llenos de amor y de paciencia, como madres. Y ahora quedan tan sólo estos inviernos, que se agolpan en gavillas, como mieses, y que sólo saben reclamar los vencimientos de las letras firmadas, de los créditos, que mendigué pensando en ti, creyendo en tus mentiras, en tus promesas hueras; creyendo que eras carne y pasión y deseo y ansiedad continua y búsqueda y angustia, como yo, como mis manos y mis pies descalzos y cubiertos de llagas. Pero yo ya sé de tu inocencia. No precisas disculparte ni mirarme enrojecida, inquieta, arrepentida, con esas lágrimas a punto de saltar, mientras tus labios me inundan de consuelo y tus caricias me arropan, como a un niño indefenso, a quien se va a dejar solo, entre las brujas y los rigores de la noche, en una habitación distante, desterrada del calor, de los abrazos. Tú no tienes culpa de nada. Jamás te pedí permiso para inventarte. Jamás conté contigo para exigir tu presencia. Eres libre, mi amor. Goza feliz en tus vuelos de paloma, en tus saltos de gacela, en tu soplar alegre por los horizontes azules. Disfruta tú, que puedes, del paraíso eterno, mientras yo me agoto en mi agonía, mientras yo me espanto por tu ausencia y me entrego esclavo, en brazos del

48

deseo, y consumo mi vida en las hogueras de la pasión inútil. Tu no puedes socorrerme porque no existes, porque, si fuiste real, no supe verte y me quedé parado, llorando como un crío y creciendo en la ansiedad de una protesta gratuita, caprichosa, reticente ante el riesgo de la vida. Pero así aprendí a quererte, a buscarte, equivocado, agregando más y más vacío a esta sed de ti, que se ha hecho eterna, a esta insondable amargura de los campos arrasados, por las brasas del deseo y las llamas rugientes de la fiera pasión, de la que jamás pudo ni podrá quedar calmada, satisfecha, porque aunque me abraces ya, aunque me jures que eres cierta, se convirtió en un dragón, en un monstruo insaciable, que exige el continuo sacrificio de doncellas. Por eso, si de verdad estás ahí, si te mueves fuera de mis sueños, no te acerques a mí, no me envuelvas con tu cuerpo, aunque te lo pida a gritos y te ruegue. Y si me amas, si no has podido evitar el clamor de mis lamentos y te encuentras cerca, entonces prepara tu espada y tu lanza y tu armadura y destrúyeme sin dudar, devórame en este instante, para salvarme de mí, de mi ansiedad y mi angustia; de mi pasión y deseo.

POR SI NO ERA UN ANGEL

Aquel día me dejé llevar por la brisa de la tarde y entré en el autobús, como si fuera un navío, en busca de nuevas Américas por descubrir. Ya sabía que el mundo estaba completamente explorado y que encontrar nada menos que un continente era una tarea absolutamente imposible. Ya lo sabía; mi inteligencia me daba para eso y para algo más. Pero de todas formas me embarqué en la aventura de viajar por las calles de Madrid, como si de verdad esperara algún misterio virginal detrás de cualquier esquina. Así fue como llegué a la librería, sin la menor intención de hacerlo, en el origen, pero empujado, sin resistencia alguna, por aquella ventolera. Me detuve ante el escaparate sin que ningún libro me atrajera; paré por los adornos. Siempre me habían atraído esos complementos de escritorio de madera y lustre finos, que jamás usé, aunque infinidad de veces me imaginé haciéndolo y creyendo que entraría por su mediación en un ambiente mágico, en el que me serían revelados todos los misterios de la vida y la felicidad permanente, de tal forma que ya no tendría necesidad de volver a escurrirme por las calles buscando nada; allí mismo, en mi mesa, encontraría definitivamente la puerta del Paraíso, quedando instantáneamente salvado de esta existencia miserable. Sueños. Ese era uno de mis deleites secretos; fantasías encantadoras que prefería mantener siempre allí, protegidas de cualquier roce material, como un tabú, para no correr el riesgo de comprobar que se trataba de otra mentira. En mi vida había ya tantas frustraciones que tenía el cupo lleno. Por eso mismo, aunque me quedé parado ante aquellos objetos, evocadores de mis delirios, penetré en el establecimiento sin la menor intención de adquirir ninguno; me lancé directamente a la bacanal de los libros, con la esperanza de encontrar alguna belleza nueva que exaltara mi deseo adormilado. Después de unas cuantas vueltas por anaqueles abarrotados, me encontraba saturado y con el recuerdo escondido, tras mil palabras y elogios, sin saber exactamente lo que me hubiera gustado encontrar. Entonces, como en un destello, aparecieron sus ojos; el verbo fluido que una vez me hizo volar, pero no recordaba su nombre. Traté, sin demasiado éxito, de repasar el santoral y un muestrario de apellidos, por si alguna asociación me lanzaba, como en las máquinas tragaperras, la combinación ganadora, pero no era mi tarde afortunada. Lo que sí me cayó del cielo fue el nombre de

49

la editorial que publicó la novela, cuyo título tampoco recordaba, aunque sí la historia y la emoción que me produjo su lectura. Y me acerqué a la dependienta para preguntar por el lugar donde exponían aquellos fondos. Así la encontré. Tenían tres títulos y ninguno era el que yo había leído; el viento cambiaba para situarse en popa. Me animé a indagar un poco más. Resultó que aquella mujer conocía algunos textos de mi escritora estelar; dos de los allí presentes, ignotos aún para mí. Se ofreció, como buena vendedora, a recomendarme uno; la historia de un amor frustrado. Enseguida noté un aroma suave que me envolvía. Su mirada parecía esconderse, como si me observara sólo con el corazón. Tal vez debí decirle entonces que me hubiera gustado acompañarla a ver la película que también me comentó con el interés de asistir a su proyección. Tuve la sensación de que nos alumbraba una perspectiva muy diferente sobre el dolor y el sufrimiento de la guerra civil española, porque ella valoraba la tristeza de las pérdidas, que yo despreciaba. Pero su opinión me abrió una puerta nueva. Tiempo después pensé que podía estarme ofreciendo, como enviada del cielo, una forma de redención para los infiernos que procuraba olvidar en lo más profundo de mi alma. Por ello la dejé y me fui sin decir nada, como si se tratara de otro sueño imposible, intangible; por si no era de verdad un ángel.

¿QUÉ MÁS PODRÍA ESPERAR?

Desprendido de aquel atuendo pesado, quiso esperar un poco más; demorarse unos instantes en su infinita sonrisa. No existía ninguna razón aparente que pudiera dar consistencia al hecho; tampoco hacía falta. El estaba convencido de que las cosas, sencillamente, ocurren; “la vida no es racional”, solía decir. Podría llegarse a una conclusión: era la respuesta inevitable a la sensación de libertad; cuando se sufre durante muchos años el pesado lastre de los malentendidos y las injusticias, cualquier cosa puede ocurrir. Pero no serían más que meras especulaciones gratuitas. Hay quienes gustan de hacerlas con cualquier excusa; mucho más, por tanto, en semejantes circunstancias.

Su propuesta sorprendió a todos los asistentes, en ese momento, y a medio mundo después; cuando los periodistas publicaron la noticia, seguramente adornada por el impacto que en ellos causó, como en el resto de los cuarenta y nueve asistentes. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Cualquiera habría apostado la vida por la otra opción, la lógica, la que no admitía ninguna otra alternativa racional y, evidentemente, los allí convocados eran gente sensata y cuerda; por eso estaban allí. Algunos de ellos habían hecho grandes esfuerzos, movidos por sus ideales solidarios, para conseguir que la justicia triunfara y sintieron repentinamente despreciados sus méritos, aunque es cierto que al final lograron comprender las razones de la sinrazón, tras no quedarles más remedio que aceptar su voluntad.

Arnaldo les miró con ojos de pedir disculpas, acostumbrado como estaba a recibir golpes, pero necesitaba ser sincero. Tras aguantar el dolor de las mentiras durante años, sin que nadie se molestara en escucharle ni en tomar en consideración ninguno de sus actos ni conductas, necesitaba experimentar la libertad de decidir lo inesperado; saborear la satisfacción de comprobar que todos, sin excepción alguna, respetarían su voluntad; se lo debían, por muy sorprendente que pudiera parecerles. Y en verdad gozó de unos instantes de gloria. Nunca hubiera podido imaginar que se le presentaría semejante oportunidad; tenía que aprovecharla. Cuando las cámaras le enfocaron tras el veredicto absolutorio, cuando le preguntaron qué sentía y se produjo ese silencio, necesitó explotar

50

en aquella sonrisa y dispararse después, con el arma del policía que tenía a su derecha. Había conseguido ser liberado de su condena y que la sociedad le pidiera disculpas. ¿Qué más podría esperar?

REGRESO

Regreso para volver a verte. Me detengo ante la ventana; esa cristal inmenso que te acerca y separa del mundo. Aquí permanezco porque no estás. Y me importa pero no hago caso; como si no pasara nada. Sólo quiero verte y decirte lo que no te dije, porque no encontré a tiempo las palabras y cuando lo hice ya te habías ido. Sigues sin estar. Nuestros caminos se extienden por una niebla que oculta la luz de tu casa y me pierde, nos confunde y arrastra por lugares extraños, ajenos, aunque sean cotidianos. Porque sólo me resulta familiar tu presencia, tu mirada intensa, azul, de unos cuantos minutos y el roce breve de tu mano y ese aliento que se asoma directamente desde el corazón, por tu latido y tus palabras inteligentes, en aquel ambiente ambiguo, común y ajeno a los dos. No estás. Y no sé dónde encontrarte. Será que no es el momento o que quizá no existes y sólo fue aquello el efecto de la magia de la vida, que te trajo ante mí, desde el otro lado de los sueños, para que siguiera atento, siempre despierto, esperándote en tu nueva aparición, hasta que logre pronunciar tu nombre y conjurar tu presencia, para hacerla eterna, a mi lado, en el presente en que nuestros mundos se abracen y ya no se puedan separar.

4.- Relatos para dejar de fumar

A continuación se te ofrecen otros ocho relatos. Los temas son también variados. Y de nuevo, en todos ellos, aparecen insertos los mensajes subliminales que detallo a continuación. Para que tengan efecto deberás leerlos, te recuerdo, la mayor cantidad de veces que te sea posible. En esa forma se estarán reforzando internamente, de manera inconsciente, afirmaciones relacionadas con el condicionamiento para dejar de fumar. No es necesario pensar en ello mientras lees, ya sabes. Deja que los relatos absorban tu atención y desarrollen planteamientos imaginativos y sugerencias emocionales diversas, independientes del tema del tabaco, aunque con orientación onírica. Suéñalos. Prueba a hacerlo y disfruta de la “magia” que se irá desarrollando en ti mientras te beneficias de un momento de ocio y descanso literario. Obtendrás múltiples beneficios de estas lecturas, en forma consciente e inconsciente. No es necesario que los leas todos seguidos, aunque tampoco hay inconveniente en ello, si en tal forma disfrutas más. Puedes leerlos de uno en uno, de dos en dos, intercalándolos, pero siempre han de ser relatos completos. Aprovecha para practicar la lectura con diferentes tipos de pronunciación y ritmo. Cuantas más variaciones logres hacer en este sentido mejores resultados globales obtendrás. Diviértete y disfruta para potenciar tu bienestar, tu salud y satisfacción a la hora de respirar y relacionarte con otras personas, así como tu crecimiento personal.

Además de leer los relatos para transmitirte subliminalmente los mensajes, también puedes leer estos mensajes repetidamente, de forma directa, voluntaria y consciente, procurando imaginarte como si te los estuvieras transmitiendo con cariño y alegría. Puedes mirarte a un espejo mientras te repites estos mensajes o puedes sentir que

51

te abrazas de forma entrañable, como si fueras también el aire que te envuelve y ese aire, esa brisa, perfumada de ternura te fuera diciendo estas palabras al oído, susurradas entre sentimientos profundos, agradables y sinceros. Hazlo lentamente y sitúate en un estado emocional adecuado, recordando antes de comenzar algún momento especialmente sugerente y querido; uno de esos que se guardan como un tesoro, como un secreto, para gozarlo eternamente. Mensajes:

1.- El cigarrillo es una oruga que me pica y escupe nicotina al tocar mis labios. 2.- Siento asco al fumar. 3.- Tiro el cigarrillo al tocarlo. 4.- El tabaco me hace vomitar.

5.- El cigarrillo es una serpiente venenosa que escupo de mi boca. 6.- El cigarrillo me produce un calambre intenso y doloroso al tocarlo.

7.- El tabaco me produce repugnancia. 8.- El tabaco llena mis pulmones de alquitrán pegajoso y me genera vómitos. Es un asco.

EL AGUA DESOLADA Érase una vez un parque acuático, repleto en verano de bulliciosos bañistas. Sus

aguas mansas, a fuerza de controles, como animal enjaulado se sentían. Los propietarios y encargados, expertos en la explotación comercial y los servicios técnicos, hacían uso de aquel medio como de un objeto más. Se adueñaban de esa riqueza natural. Se creían con plenos derechos de apropiación. Era suficiente, para ellos, con pagar los recibos y cumplir las normas estipuladas. Pero usurpaban vida y voluntad de soñar. Nadie se paró a pensar que pudiera haber un alma, unos sentimientos y una conciencia en el agua. Una voluntad responsable de la entidad y cohesión de aquellas moléculas. Tal idea resultaría escandalosa, ridícula, para ellos. Porque, además de sentirse dueños de la naturaleza entera, también creían estar en posesión de la verdad. La sabiduría total, así lo creían, se encontraba en sus bolsillos y bibliotecas. Pero el parque acuático tenía su propio mundo; un mundo oculto, envuelto en un delgado papel, como un cigarrillo antiguo, liado a mano. Un mundo velado para sus miradas. Este es el relato de una noche de verano. En ella, por primera vez, el agua se desnudó ante mí. Fue una sensación mágica. Compartí su intimidad secreta y su sonrisa. Como una oruga que se despierta siendo mariposa, el agua me sedujo con su hechizo fugaz. Fue como un sueño de los que abren las puertas de la vida. Por ello me recreo ahora en esta magia, de nuevo, y la comparto contigo. Una magia que, después de muchos años, pica en mi corazón aún. Una magia y un duende que escupe la conciencia desprevenida. Una magia que se pega, cual nicotina en los pulmones de quienes fuman.

52

Una magia que no se cansa al prestarse como ayuda eficaz para quienes mantienen limpio su corazón. Para mí se acerca la vida ahora, para tocar de nuevo mis labios, mi imaginación y mis oídos; para tocarlos con ese beso dulce de labios amorosos y deseados, que también te ofrezco a tí. Y así lo recuerdo y lo vivo de nuevo. Lo recuerdo y lo siento. Veo otra vez llegar a los socorristas, una mañana, como tantas otras, acompañados por sus asistentes. Los técnicos se encaramaron con agilidad a la maquinaria. Consultaron relojes, filtros, llaves, juntas, tuberías. Todo estaba en regla. Seguidamente, como quien limpia a un niño los restos que la papilla dejó en su cara, se dedicaron a rescatar lo que la naturaleza añadió en la noche al elemento acorralado. Y vuelvo a notar el asco que me produjo un gusano aplastado por sus botas. Debieron pensar, al hacerlo, que se trataba de un cigarrillo. Les gustaba fumar. Lo recuerdo bien. Me llamó la atención aquello. Aún la jornada estaba en calma. Yo miraba tras la verja. La hierba circundante, recién humedecida, sonreía discreta al sol. El orden se encontraba ya dispuesto para admitir el caos de la chiquillería.

Se abrió la puerta. Una primera tromba de corazones, semejantes a autómatas bajitos, tomó la plaza. Recorrieron los rincones, para dar buena cuenta de la extensión de sus dominios. Seguí mirando. El agua tembló confusa ante el panorama. Allí estaba, con el bozal puesto y la correa al cuello, resignada a soportar lo que los niños quisieran hacer con ella. Ni una pequeña ola se le permitía, para dar muestras de bravura y mantener la agresión a raya. Y tiro de nuevo, como entonces, de mi pantalón. Se me habían pegado los pies al suelo. Me puse a caminar hacia el control de entrada. Había un cigarrillo junto al charco en que me encontraba. Recordé el gusano y me sentí muy mal. No sé por qué me imaginé al tocarlo. No sé por qué me metí en el charco. No lo había visto. Quise escapar. No me gustan ni el tabaco ni los charcos. Son manías. Me hacen sentir sucio. Hace tiempo que me ocurre. Por ello, para no vomitar, me dejé llevar por la fantasía mientras caminaba hacia la puerta.

Imaginé que cerraba los ojos el agua y comenzaba a soñar. Soñaba con los rápidos y los arroyos de la montaña. ¡Qué alegría daba verlos! Esos cánticos de su pasado animaban su encarcelamiento. Debía sentirse como aquellos esclavos de Carolina del Sur, que entonaban cantos espirituales mientras recogían el algodón.

Un estruendo y salpicón cercano me trajo de nuevo al mundo. Un cuerpecillo se había incrustado en su seno, muy cerca de mí. Y ella debió también despertar de improviso de su aventura onírica. Miles de sus mansas gotas salpicaron los contornos. Quedé empapado, pero aguantamos el primer envite. Todo era jolgorio. Como abuela sin dientes y mirada consumida en las nostalgias, les dejaba hacer. Complaciente, se miraba en el brillo de aquellos ojos abiertos, entre chillidos.

Al sonar el primer tiempo, a golpe de silbato, quisieron dotarla del movimiento que había ya perdido. Parecía un muñeco de trapo. Imaginé que gesticulaba, con resortes de hilo, en un guiñol. Las olas de la piscina eran fuegos de artificio, controlados por el capricho de una atracción turística. Pero el pelele daba muestras de su furia de juguete, meciendo al azar los cuerpos en remojo. Las olas provocadas, cual anti-depresivo, batieron sonrisas sin gracia, en la emoción yacente. El griterío ampliaba sus ecos agudos, encrespados por las cumbres blandas. El gallinero de crestas resbalaba de acá para allá, con su algarabía.

- ¡Qué bien! Esto es como el mar -comentaba Julio, un madrileño de pelo revuelto y siete años, con su amigo Manolo.

- No, no -replicó el otro-. En el mar pica el agua y está sucia; aquí es mucho mejor.

53

La húmeda encarcelada hizo mueca de alegrarse ante el comentario; alguna cualidad tenía que aportar su esclavitud. Mas no llegó a sonreír sinceramente. Enseguida se dio cuenta de la trampa. Aquello no había sido un piropo, sino una reivindicación para su libertad perdida. Sintió la bota del cazador sobre su cabeza, en la fotografía del safari. Miles de lágrimas brotaron de sus ojos, como si se tratara de surtidores ornamentales. Sus visitantes y consumidores lo tomaron como una gracia más, que la empresa del parque les ofrecía. Los vigilantes se sorprendieron ante la improvisación pero, al fin y al cabo, no entrañaba peligro alguno; si volvía a repetirse, avisarían a los de mantenimiento. Nadie más constató el hecho. La verdad, como siempre, pasaba desapercibida. La anciana tuvo que controlarse, para no estropear el maquillaje de cloro y azuletes. Grandes nubes se aproximaron, para servirla de consuelo con su abrazo. Pero su gran corazón, el único don de la naturaleza que guardaba intacto, las convenció para que siguieran su curso y no estropearan el día a los pequeños.

Y se contempló a sí misma en una playa de arena blanca, lamiendo los pies de los infantes. Yo también estaba allí. Entre frágiles castillos, jugaba con cubos, palas y pieles tiernas. Los niños se esforzaban por someterla, en pocitos y fosos esbozados; pero la ingenuidad a nadie daña. Después se retiró mar adentro, para soñar en los abismos. El silencio de las grandes olas y el poder de sus ritmos, que a tantos marineros inquietaban, fueron la cuna en la que meció sus primeros anhelos. Allí quiso probarse, como madre del mundo, cuando éste aún palpitaba en su inestable existencia. Y recordó aquellos esfuerzos, aquellos pulsos pacientes, meticulosos y prolongados. Millones de años para las primeras síntesis orgánicas, ayudada por la tierra, el sol y el aire. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Y cuando aquel hombre, de la ciudad de Mileto, le concedió el título de primera dama? "Nada veo -decía- en lo que no se encuentre presente el agua; debe ser éste, por tanto, el elemento fundamental y origen del resto..."

La sirena anunciaba ya la proximidad letal de la desolación. La mansedumbre retornaba inalterable. Las aguas bonachonas, calladas, despertaban de sus nostalgias marinas, para recuperar el sueño del ascetismo y los artificios castradores. Las nubes le hicieron recordar, al despedirse, aquella tarde de otoño, en que descendió pausadamente por los montes, tras acariciar la brisa, para llegar a los arroyos y descansar en el lago. Entonces supo lo que era la paz. Se abrazaba a las hojas distraídas, que flotaban en la superficie, para mantener un idilio tierno, un intercambio de secretos y magias. Fue por aquel tiempo cuando le contaron lo diferente que era vivir colgada de la rama de un castaño, un roble, un chopo, un álamo,... y contemplar, desde allí, la biosfera del bosque y sus habitantes. Ella había participado en instantáneas semejantes, al final de la lluvia, cuando se deslizaba perezosa por aquellas mismas foliaciones, en su juventud, cuando aún eran rabiosamente verdes y se dedicaba a acariciarlas, para disfrutar de sus brillos y tonalidades ocultas, y las gotas eran como lágrimas vertidas por su inmovilidad, por la quietud secular de los árboles, y el agua era todo movimiento, alegría, mensajes de los cielos, con destino terrestre y viajero. Aquellas vegetaciones, aquel valle anclado en la permanencia, le enseñaron, entre las quejas de su esclavitud, la felicidad de lo eterno, el hábito de los ciclos, mantenidos con exactitud de cronómetro, como esos mayordomos ingleses, que una vez contempló resbalando por los cristales de las villas londinenses, como los tranquilos discursos sin voz de los santones en otras latitudes o los ancianos, que se aferraban con fuerza a los últimos quehaceres imaginarios, para obligar a la muerte a firmar un nuevo aplazamiento de la deuda, como las hojas de canas amarillas, que se resisten a perder su altura, a pesar de los innumerables sueños en que desearon acompañar a sus húmedas amantes, en sus rutas.

54

El lago era un mundo, que le transmitió el secreto y la enseñanza de la veneración que los humanos, en sus íntimas nostalgias, le dedicaban, porque sabía colarse de rondón en sus mentes y corazones solitarios, cuando el silencio les liberaba de las tiranías del estrés y las sórdidas maquinaciones sobre la rentabilidad de los momentos; mentiras que aceptaban sin más, sin descubrir, salvo honrosas excepciones, la poderosa verdad de la riqueza auténtica. Y ella comprendía ahora la profundidad de aquellas reflexiones, desestimadas entonces por la torrencial juventud, que no podía aceptar otra cosa, más allá del cambio y el movimiento continuo, de aquel permanente chisporroteo del fuego y las palabras, que desde hacía siglos los hombres tranquilos se empeñaban en atribuir a un tal Heráclito, como si no lo hubiera expresado el mundo mucho antes, en otras formas muy claras y rabiosamente más divertidas. Pero el sol pica y hay que trabajar. Todavía, a pesar de los años y su servil presente, mantiene actividades mínimas, que también los técnicos pretenden controlar y se incomodan al tener que admitir sus límites y la inevitable rebeldía de la naturaleza, ante los esquemas lógicos. El agua se evapora, volando hacia su amor sublime e inalcanzable, y a pesar de los requerimientos absolutistas de los niños y los mayores. Ellos sí se permiten, en aquellas horas de más calor, retirarse a las sombras de los bares y merenderos distribuidos por el parque, para refrescarse internamente, descansar y reponer energías, cambiar de posición y actividad, alcanzar una nueva perspectiva sobre el mundo, mientras ella pretenden que se quede condenada a la quietud artificial o el movimiento regido exclusivamente por sus voluntades egoístas. Menos mal que no les hace siempre caso. A los humanos sólo se les puede escuchar a veces, porque en la mayor parte de sus propuestas hay demasiada ceguera, demasiada prepotencia, por considerarse los amos del mundo. Piensan que pueden actuar siempre a su antojo con todo y ni siquiera sospechan que, cuando lo hacen, es por la bondad intrínseca, residente en los seres que, como ellos, conforman la realidad. Están demasiado mimados. La naturaleza hizo un gran esfuerzo al parirlos, al madurarlos en su seno a lo largo de un embarazo mucho más complejo que el de sus otros hijos; les concede un gran valor, pero esos vástagos malcriados necesitan aprender lecciones con mayor rigor y severidad, comprender y colaborar mejor en el ecosistema, en lugar de protestar tanto y exigir mayor dominio aún. El agua tiene su propio criterio al respecto de la educación, pero su sabiduría le hace también entender y respetar las directrices del todo. Y es que, ciertamente, hay que tener aún mucha paciencia con ellos; prácticamente acaban de nacer, aunque su ignorancia les haga sentirse viejos. ¡Qué sabrán, semejantes reflejos de estrella fugaz, lo que es el discurrir, el permanecer, el tiempo y la existencia! Sólo cabe mirarles con ternura y aguardar a que crezcan, para dialogar como adultos. Mientras tanto ella les consiente también, de vez en cuando, sus exigencias calamitosas; "¡ya aprenderán!", se repite a modo de justificación, dando así sentido a su desolación y a su esclavitud. En el silencio de las olas, en su parque artificial, ama profundamente a sus carceleros y les sirve con cariño incondicional. Se acerca la hora de las más íntimas quietudes, revisiones y trabajos. El mundo inventado para la comodidad de quienes viven lejos del mar y de los lagos, y especialmente para quienes reniegan de la irremediable irracionalidad de la naturaleza, de su libertad anterior y posterior a la lógica, ese ambiente tan alejado de la verdadera vida de la Tierra, cierra sus puertas, para dormir y pactar de nuevo, revisar los contratos con la biosfera y pagar los plazos a los que, voluntariamente, se comprometieron, sin más presiones ni exigencias que las suyas propias. Llega la noche. Todos se van a sus casas y el agua, el agua eterna y desolada, se permite el lujo de transvestirse en humedad y volar un poco, sin ser vista, como quien toma una medicina, sabiendo que su enfermedad se debe al sacrificio que ofrece a los demás, para que

55

aprendan y crezcan, como a la vida conviene, y así confía en que pronto quedarán curados y recuperará su salud y libertad de siempre. La oscuridad la envuelve en su manto y la consuela; la naturaleza conoce sus esfuerzos y sabrá recompensarla: siempre fue generosa. Y en esa noche secreta nos encontramos; ella convertida en nube, en ligera neblina, arropada en brisa. Yo paseaba por el campo, ignorante aún de la gran oportunidad que se me presentaba. Haciendo gala de alguna magia antigua, tomó ante mis sentidos apariencia de mujer, aunque tal detalle me lo desveló más tarde, cuando ya, a punto de amanecer, habíamos alcanzado un grado de intimidad y confianza que hacía posible lo imposible. El agua me dijo que su nombre era María y que paseaba en busca de románticas aventuras, tras un largo día repleto de trabajo. Le pregunté entonces a qué se dedicaba, pero no quiso responder; me miró con esos ojos tiernos, que atraviesan el alma acariciándola con dulzura y no dijo nada. Después comprendí que yo no estaba preparado aún para oír la respuesta y muy lejos de llegar a entenderla. Pero sí me ofreció, tomándome por el brazo y acercándose a mi cuello, rozando el lóbulo de mi oreja izquierda, unas palabras: “Prefiero que hablemos de cosas más alegres y nos olvidemos, por unos instantes, de lo que somos o pudimos ser. ¿Te atreves a soñar y vivir lo que dure el sueño?”. Confieso que, en ese momento me enamoré. No sabía aún lo que me había pasado. Tan sólo experimenté un intenso escalofrío, una emoción que me excitó y me abrió horizontes infinitos, desde los más recónditos rincones de mi cuerpo y de mi alma. Y dije que sí; que contara conmigo sin límite ni necesidad de nada. La noche se transformó entonces en día y aquellos instantes en eternidad. De lo que ocurrió después prefiero guardar un discreto y caballeroso silencio. Sólo puedo decir que, al despedirse, me confesó entre lágrimas su desolación de agua esclavizada y que esperaba verme y sentirme de nuevo, cuando yo pudiera. Por ello, desde entonces, practico la natación cada día y me entrego en secreto a disfrutar de los besos y caricias, que sólo el agua sabe dar.

REDENCIÓN DE UN INFELIZ

Erase una vez un infeliz contestatario que paseaba por una región inmensa , repleta de perales. Cuantas ramas, insectos y otros míseros objetos salían a su paso sucumbían ante el peso de su desconsuelo. Se encontraba en tan estrambótico paraje llevado por sus neblinosas turbaciones. Pero he aquí que, por fortuna, se cruzó en su destino con un misterioso cuclillo. El pájaro, extraviado por el angustioso desamor del día solitario, había caído en una profunda contemplación meditativa. Y al encontrarse aquellas dos miradas desvencijadas, un suspiro intenso se adueñó del aire.

- ¿Quién eres? –interrogó el contestatario. - Tendrás que identificarte tú primero -dijo el cuclillo-. Mi presencia es menos inquietante que la tuya. - ¡De ningún modo! –prosiguió el caminante-. Te exijo una adecuada respuesta a mi pregunta.

El cuclillo ignoró la impertinencia con aire de superioridad. - ¡Apártate de mi camino! No tengo tiempo para perderlo contigo -

respondió. - Pues has de saber, pretencioso animal insignificante, que no atenderé tus

ruegos y mucho menos tus órdenes hasta que vea satisfecha mi demanda.

56

El ave no respondió. Puede inferirse que ni siquiera escuchara el alegato. Voló a la rama de un peral cercano. Allí continuó sumido en un silencio denso, soterrado y abismal. El infeliz contestatario asumió el hecho como ofensa que le hiriera en lo más profundo de su amor propio. No pudo evitarlo. Había sido humillado por un manojo de plumas enhuesado. Una furibunda descarga de adrenalina le envenenó la sangre.

- ¡Eres un ave estúpida y tendrás tu merecido! -estalló vociferante. Y arrebatado por la cólera saltó hacia la rama. Pero, naturalmente, la débil

prominencia del árbol sucumbió ante el peso insoportable. El cuclillo volvió a abrirse en un nuevo vuelo sin importancia, que apenas perturbó su paz contemplativa. Mas no escarmentó el insensato, renovando su cólera maligna, y mantuvo su inútil persecución durante un tiempo indescriptible. El plumífero, por su parte, tomó con gusto lo que interpretó como un juego divertido y creció su aprecio por el absurdo contestatario. Una sonrisa se esbozó en su cara de ave y superó la crisis depresiva que lo había sumido en tan deplorable y angustiosa soledad. Por ello decidió socorrer a su casual e infeliz compañero de desventuras, en justa correspondencia por el beneficio recibido. - ¿Te parece divertido nuestro juego? - ¿Quién lo hace, ave impertinente? Has de saber que tu insolencia te costará la vida. - Jugarse la vida es uno de los deportes más emocionantes que conozco. Te agradezco la oportunidad que me has brindado para mantenerme en forma. Y si al fin sucumbo no tengo nada que perder; ya había pensado desaparecer voluntariamente de la existencia. La nueva opción que tu empecinamiento ha abierto en mi futuro me permitirá, al menos, morir en el éxtasis de una emoción y dejar un recuerdo en el mundo, por efímero que pueda ser, de mi paso por él, a través de tu incondicional colaboración. Porque hagas lo que hagas cumplirás con ésta, que es mi última voluntad. - ¿Y aún piensas que en algo he de colaborar contigo? - ¡Ya me dirás cómo puedes evitarlo! Sin darte cuenta te has convertido en el juego que la naturaleza me ha regalado en su insuperable generosidad. - ¿Que yo soy un juego que la naturaleza te ofrece? - ¿Acaso tu superior inteligencia no te había permitido aún percatarte de tal hecho?... Uhmmm!... Esos impulsos incontrolados son capaces de embotar la mente más lúcida. - ¡Aquí el único embotado eres tú, plumífero idiota! - ¡Ya veo, ya!... El contestatario se sentó perplejo, pretestando un cansancio que terminó por hacerse real. Las reflexiones del cuclillo le habían descolocado. No podía soportar que tan minúsculo cerebro de pájaro le hubiera superado en el discurso. ¡Dónde quedaría el excelso reino de lo humano! Pero lo cierto es que la pesantez de su propia conciencia, cual viscosa y gigantesca larva pegada a su cabeza, le sumió en un sopor trágico. Aquel oprobioso compañero de viaje terminaría por aniquilar las pocas fuerzas que en su cuerpo habían sido. Y por no rendirse a él lo hizo al sueño. Inmediatamente le asaltó el letargo más deleznable. En cambio la batalla inoportuna, a que su infelicidad le había vendido, no quedó zanjada. Ya no era el pájaro cuco quien lo acorralaba; se trataba ahora de un enemigo mucho más insidioso y mordaz. Su conciencia apesadumbrada y cansina, la que arrastró lastimera por el fango de los años, había tomado la imagen de un ser mutante, parásito y a caballo entre insecto y hombre. Aquel despojo rechoncho y baboso, encaramado a sus hombros, se hizo con las riendas del delirio.

57

- Eres un vil gusano asustadizo, aunque dotado con afortunados huesos que te permiten llevarme a mí, tu sombra implacable, ahorrándome la desagradable untuosidad de escurrirme entre tus vísceras, que fácilmente cederían, reventando con el peso de mi realidad. - Pero tu vida, babosa, la tienes de prestado y presiento que se apagará muy pronto. Eres un parásito del que me desprenderé como de una vulgar pulga. - No creas, granuja, que te librarás tan fácilmente de mí. Yo viviré mientras tú vivas. - ¡Eso lo veremos! Y con la arcilla fresca que los sueños proporcionan moldeó el onírico contestatario un bufón a su antojo. Sintiéndose así la divinidad de su creación insufló en aquellas narices, tiernas aún, el espíritu de la pesantez. Al separarlo de sí pudo verlo y reírse de su vampiresca deformidad. Y con cada carcajada él crecía y la pringosa larva se reducía prodigiosamente. Llegó hasta el punto de convertirse en un gigante infinito, que había desintegrado por completo a su burlón compañero, a fuerza de jocosidad. Se sintió ligero y pudo volar libre, por fin, del ancla que lo lastraba. Por aquellos espacios y auroras oceánicas se encontró con Nietzsche, que en aquel momento escribía con su eterna voz de profeta: "...¡Pero sólo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto porque lleva cargadas sobre sus hombros demasiadas cosas ajenas..." Y el eco de las palabras permaneció en sus oídos, mientras el indómito filósofo del bigote se alejaba. Acto seguido se vió despertar y hablar, por entre los lacónicos perales, con el cuclillo altivo. Pero ya no lo veía como un ser perverso. Con él paseó despreocupadamente, pues gozaba de alas por medio del concurso exclusivo de su voluntad inconsciente. Juntos habían dado un nuevo rumbo a sus vidas macilentas. - Deseo expresarte mi gratitud -insinuó el contestatario en sueños- y como muestra de generosidad y amistad sincera te concederé un nombre. Por su mediación alcanzarás propiedad y dejarás de ser un ave común. - Ese es un gran regalo, que aceptaré encantado, con mi máximo reconocimiento hacia tí. Pero me parecerá incompleto si junto con mi nombre no me das también el tuyo. - Lo haré con gusto. Hasta ahora todos me han conocido por el nombre de Renato. Mas no me parece bien seguir usándolo porque ya no soy el mismo que fui. Por fin he conseguido librarme de la causa de mis desventuras y eso hay que celebrarlo con una identidad nueva... Comenzaron a sonar las campanas y se le antojaron el anuncio y festejo de su nueva vida. Pero tal intensidad cobraron que todo lo demás se disolvió. El tañido acompasado se transformó en la única realidad, hasta que el encanto del sueño se deshizo y despertó a su mundo de vigilia. Inopinadamente, se encontraba en medio de un gran cortejo, que se aventuraba en procesión por entre los perales. En él se hallaba el origen de las insistentes campanadas que lo habían arrebatado del sueño. Y se sintió asaltado, robado y maltrecho porque aquellas, que parecían buenas gentes, lo habían despojado, sin el más mínimo atisbo de consideración, del momento más crucial de su existencia. Por ello se le antojaron como la venganza de la babosa que, al desintegrarla en su antigua apariencia, se había reproducido en muchas nuevas. Y comprendió que las realidades de los sueños eran engañosas y distaban mucho de ser auténticos logros de la vida. Mas se resistía él a abandonar tan sustanciosas enseñanzas y decidió ejercer fuera lo que acababa de vivir dentro. Con una risa estertórica comenzó a mofarse de los intrusos campaneros y demás asistentes de la comitiva. Estos, al percatarse de la situación, aceleraron el paso hasta desaparecer en breve, creyendo que se trataba de un loco peligroso. Y superada la batalla se dedicó a buscar al cuclillo, para reconciliarse con él. Cuando lo encontró estaba muerto; herido fatalmente, sin duda, por

58

el espanto del alboroto. "La violación del silencio y la intimidad es un pecado mortal", pensó. Pero no por ello renunció a su afán de poner un nombre al ave. Así es que lo bautizó con el apelativo de "Periván" y procedió con un entierro solemne. Sobre la lápida dejó escrito: "Aquí yace Periván, el cuclillo con nombre propio que murió en el éxtasis de una fuerte emoción". Hecho esto se encaminó a un río cercano. Sumergiéndose en sus aguas proclamó, con toda la solemnidad que fue capaz de dar al acto: "Este es el fin de Renato, ahogado en las corrientes por el lastre de los pesos ajenos". Y saliendo a los pocos instantes exclamó con alegría: "Y éste es el principio de Ramón, que emerge como el loto, de la basura de las profundidades, para contemplar la luz del día y gozar de todo lo que la vida tiene de bello". Y así es como aquél que comenzó siendo un infeliz contestatario se transformó en un hombre de bien que, contento y optimista, recorrió el mundo entero sonriendo sin descanso, como profeta del desahogo y la felicidad. Aunque fue siempre consciente de que todo se lo debía a Periván, el sacrificado cuclillo, y al fabuloso tesoro que encontró en su mundo de sueños e ideales.

SALVADOS

Detrás de su sonrisa, como si el alma se le vistiera de fiesta, despertaba el recuerdo de los viejos tiempos, de los viejos amigos, finalmente reencontrados. Allí, en la mesa del pub, tras un café irlandés y el velo de los sueños decorándole el paisaje, se encontraba Jaime. Aún no se había fijado en ella. Miren sintió una oleada de ternura inundándole sin recato, como la música de fondo, mitad melódica y suave canción, mitad murmullo de voces tranquilas, sonrientes, compañeras de tarde de domingo. Avanzó sobre el tacto de la madera, taconeando firme en un compás de cómplice sofocado y cálido. Su mesa, cuadrada y envejecida al estilo de Irlanda, junto a una rinconera con frases, recuerdos y colores entre marrones y negros y trigueños, como para invitar a cobijarse de las lluvias y los vientos en penumbra, sobre la tarima sonora de profundos ronroneos, apoyaba su entusiasmo ansioso de tintas y palabras que dieran forma a sus misteriosos sueños, siempre llenos de colores y vidas sin otro esqueleto que el suyo, tan solicitado siempre entre los nombres y formas de la fantasía. Llegó por fin. Se detuvo unos instantes, sigilosa, para envolverle con su perfume ingrávido y acariciarlo entre el tacto de las miradas, antes de llamar su atención de ningún otro modo. Y quisiera haber prolongado el momento eternamente, porque le resultaba excitante penetrar en ese misterio virgen que nadie imaginaba, en el centro del bullicio intranscendente, generando mundo de pasión y sentimiento y temores y recuerdos capaces de llevar al cielo y al infierno sin pedir permiso y sin necesitarlo. Pero él la descubrió por el rabillo del ojo y saltó dejándolo todo para abrazarla y besarla y decirle tantas cosas, que no cabían en mil palabras que manaban sin cesar junto a su oído, entre su pelo rubio y su perfume de siempre, más brillante y adornado de experiencias nuevas, que se moría por descubrir y compartir, entre silencios y sonrisas y comentarios atropellados, de los que expresan todo sin completar las frases, porque no hay tiempo destinado a los formalismos gramaticales. Muchos fríos y calores, muchas sombras y muchos soles y lluvias y sequedades se habían sucedido desde la última vez que ninguno de los dos pisó aquel local; más para ella que para él. Pero tenían la sensación de no haber salido nunca y estar desayunando en él, como el primer lunes, a las once, cuando acababan de cruzar sus primeros saludos, tras ser presentados en la oficina. Miren había ido a trabajar con unos pantalones negros y una camisa blanca, ajustada, con dos botones abiertos, como si su pecho necesitara

59

espacio para abrazar el cielo y Jaime había estrenado su traje gris, con un corte moderno y del que al fin le dijo que le sentaba tan bien, tras semanas de confesiones, cuando ya se les habían agotado varias veces las palabras que no dicen nada, porque quisieran decir demasiado. Lo importante esperaba ocasiones raras, salpicadas con descuido entre mañanas o tardes, como si no fuera urgente, aunque en realidad les quemara desde el primer momento de forma insoportable. Y de nuevo encendían la ocasión, tras dos años de aventuras por diferentes mundos, que sin querer se entrometieron y les llenaron de fríos y añoranzas. Pero en esa estampa dominical, superadas ya las pruebas de las distancias y los silencios mutiladores, se lo dirían todo; se permitirían vivir y sentir y soñar sin límites, porque se lo habían ganado. Y por eso se abrazaron y besaron, como en ninguna otra ocasión hicieron antes. Y por eso sus manos y sus labios y sus miradas se entregaron, sin esperar la venia de las palabras, a la fiebre de soltarse en mil sentidos y sentimientos y deseos contenidos desde aquel día, que parecía el mismo, interminable, borrador y creador de cualquier otro mundo. Ya no había huecos ni sentido para cobijar comedimientos. Y sin embargo nadie en el pub llegó a notar nada extraño, porque todo ocurrió en los diez segundos de un saludo como tantos otros de los que allí se encontraban o se descubrían o se cansaban de acompañarse con la rutina de siempre, sin memoria ni sombra de novedades. Ellos estaban en otro tiempo, dentro del mismo espacio que compartían las mil voces y miradas y gestos, y en un mundo infinitamente grande, en aquel rincón, entre maderas sonoras y marrones, compartiendo en un segundo la eternidad. Nadie sospechaba ni imaginaba nada; ni siquiera sus palabras y pensamientos encontraban la puerta y la llave de todos sus lugares y vivencias de aquel instante eterno. Y ella se sentó con él, abriéndosele los ojos del hombre para la mujer y se fijó en su vestido malva, discretamente escotado y con un corte en diagonal en su falda, que insinuaba el tacto tentador de su rodilla y su pierna izquierda, desde la mitad del muslo y descendiendo lenta y estilizada, como caricia prolongada, por esa piel suave, imposible de ignorar. Y entonces le dijo que la encontraba excitante, como siempre, pero mucho más desnuda, desprovista de los espesos ropajes de los miedos y los prejuicios con que, a pesar suyo, la había vestido siempre. Y ella también le confesó que había recibido sus labios y su cuerpo como fruta madura y antiguamente prohibida por algún tabú, hoy desterrado a fuerza de quemarlo en inquisitoriales hogueras, con el fuego de los sueños de aquellos años, de millares de momentos y días y noches y recuerdos falseados, por no caber ya en sus fundas ni en los muros sociales ni en las dudas traicioneras. Al fin habían alcanzado, en aquel lugar tan secreto y escondido, ante la visión ajena, el tiempo de la verdad y estaban salvados para siempre.

CON LAS BOTAS PUESTAS Si lo hubiera pensado, hubiera salido corriendo; por eso acertó y no movió ni un dedo. Los acontecimientos se sucedieron con demasiada rapidez. Aquella barba blanca, aquellas alpargatas viejas y la música del sifón rompiendo el ritmo de la orquesta, como si se tratara de un sabotaje, desbordaron las vivencias de aquel par de minutos exquisitos. No hubo tiempo para planificar ni prever ni descorrer con ansia la cortina del porvenir para mirar detrás; simplemente murió. Pero su vida saltó como una explosión de colorido mágico hasta el último instante, como si hubiera formado parte de una coreografía meticulosamente pensada y contrastada y aprobada por los mejores críticos, antes del estreno. Y sin embargo, la única norma y cálculo era la improvisación.

60

Se pringó con saña, como si su único objeto en la vida hubiera consistido en comerse perpetuamente un bocadillo que salpicara aceite por todas partes, embadurnándole de la cabeza a los pies, mientras sonreía al saborearlo y comentaba su deleite con los invitados, que en todo momento compartían su banquete. Aquellos ojos chispeaban, entre el paisaje nevado de su cara. Un bocado tras otro, el sabor de las distancias evocadas, de las estepas cercanas, por enredadas con hilos de colores a su palabra y sus historias, seguramente inventadas o cuanto menos recreadas por su forma de mirar más allá de lo cotidiano, de lo monótonamente absurdo en que muchas veces nos empeñamos en convertir la vida. Por eso acertó al detenerse y asistir pasmado al nacimiento de ese mundo explosivo, escandalosamente alegre, que descubrió junto al precio que pagó con la vida el propio autor.

Es posible que, en otra forma, hubiera pasado desapercibido. Podría haberse tratado de una cháchara más de taberna; cosas de borrachos. Pero la muerte abrazada a su sonrisa lo convirtió en algo excepcional, único y valioso como un diamante de talla exclusiva. Se llamaba Pedro. Su corazón se partió como una nuez, a pesar de que siempre se mostrara fuerte y pareciera gozar de la solidez de una roca. Y ocurrió porque nunca renunció a agasajar la vida hasta los límites del paroxismo. Y Miguel, allí parado, con la copa mediada de ese vino rojo que le sirvieron, en aquel bar con suelo de madera, comprendió lo que era vivir y morir con las botas puestas.

CARITA DE MUÑECA Con esa carita de muñeca resultaba imposible decir que no. Tampoco hubiera sido su intención hacerlo, seguramente; pero la candidez de su mirada, ese descuido ingenuo al mover los labios, esos labios sonrosados que besaban las palabras, la inclinación suave de ese rostro angelical, enfocándole directamente, sin disimulos ni recatos, consiguieron borrar por completo las dudas y hasta las palabras con las que ponerles un esqueleto. Sólo había una respuesta. Y esa respuesta era: “lo haré por ti”. Fue un encuentro absolutamente fortuito, inesperado e inevitable, al parecer. Ella no volvió a dar señales de vida; a los pocos instante, ya no estaba. El había cumplido su palabra y no esperó a recibir a cambio ni las gracias. Sus mundos se cruzaron en aquel puente y quedaron unidos para siempre, confundidos en uno solo, en una sola mirada tierna y liviana, como nube decorada del atardecer. Con esa carita de muñeca, con esa voz suave, envolvente, de terciopelo cálido, le preguntó si sería capaz de saltar y el caminante lo hizo, deslizándose por el reflejo de aquellos ojos tiernos.

SOBRE RUEDAS Se llamaba Pedro y su gran sueño había sido siempre, desde que apenas alzaba un palmo del suelo, recorrer el mundo en bicicleta. Para ello se estuvo entrenando noche y día en el patio de su casa, en la calle, en el colegio y en un club ciclista de aficionados. No pretendió, en ningún momento, hacerse profesional de tal deporte; la propuesta le llegó sobre la marcha, al constatarse los magníficos resultados que conseguía en las diferentes pruebas. Y estuvo a punto de renunciar. Los compromisos y exigencias, a los que se veía obligado por contrato, por medio de un texto que nunca llegó a leer, le iban separando progresivamente de la meta real de sus preparaciones. Fue aconteciendo como por

61

descuido, sin que nadie en particular opinara sobre el tema. Y un buen día terminó por resultarle absurdo. “Eran locuras de niño”, pensó. Abandonó la idea, el sueño, porque no le quedaban fuerzas para continuar luchando por aquella apuesta personal. Dejó aparcada su gran ilusión, escondida entre los matorrales de cualquier cuneta y la olvidó. En ese tiempo, sus conquistas deportivas habían ido en aumento; comenzó a convertirse en leyenda. Se dejó aconsejar con sensatez y comprendió que aquello era temporal, que inexorablemente el tiempo terminaría por sacarle, como a todos los que le antecedieron, del mundo de la competición; tenía que aprovechar su momento con el máximo de concentración, esfuerzo y sacrificio personal. Si tardaba en decidirse, terminaría siendo demasiado tarde: imposible. Por eso relegó su sueño al fondo del morral, con el propósito de recuperarlo en mejores tiempos, hasta que se le traspapeló la idea. El camino del éxito combinaba esfuerzos con recompensas y a través de éstas creyó descubrir el propósito de su vida. El podium le catapultó a la satisfacción de sus más íntimos deseos, sintiéndose al mismo tiempo deseado. No tenía necesidad de abrir la boca; le ponían en bandeja infinidad de regalos, antes de poder necesitarlos. La mayoría de ellos sobrepasaba los sueños del común de los mortales. Y los laureles pululaban con el aroma de fugaces perfumes, disputándose la causa del mayor deleite, continuamente presentes y a la vez ausentes, como hermanos del olvido. Con el tiempo, a fuerza de no encontrar arraigo en nada, parecieron desaparecer los alicientes que otros, como él mismo en el pasado, ponderaban. Un pálpito insatisfecho comenzó a encontrar cobijo muy cerca del corazón y a crecer allí hasta reducir el espacio de su víscera vital. Sus rendimientos bajaron comprendió que se acercaba el momento de la renuncia; sólo así conseguiría mantener en auge la leyenda, con tanto esfuerzo conquistada, para no correr el riesgo de morir de asco ante la mirada atónita de sus múltiples seguidores. Trataron sus asesores de encender nuevamente la mecha, para explotar un poco más aquella fuente de riqueza, pero todos sus intentos resultaron vanos; tuvieron que aceptar la situación y el único beneficio ya disponible de un final glorioso. Pedro comprendía las preocupaciones del equipo, los anhelos, y deseaba esforzarse para complacer sus sensatos planteamientos. También procuraba cumplir con la imagen alegre del triunfo, que las cámaras y la opinión pública esperaban de él. Pero su corazón se ahogaba sin remedio y las fuerzas se le desvanecían. Cerrada finalmente la etapa, con lágrimas en los ojos ante su imagen laureada, quiso conocer el mundo. Sentía que ninguna de sus raíces le ataba al lugar en que su vida se convirtió en una estela luminosa. A pesar de mantener el sabor de los grandes logros, de lo que cualquiera sería capaz de imaginar, satisfecho con creces y acumulado en baúles y cajas y armarios, coronados con trofeos, se sentía triste, decaído. Por ello, ante la oferta que un buen día encontró en el buzón, una más de las miles que repartían a los vecinos del barrio, se dijo a sí mismo que estaría bien cambiar de aires y alejarse con la inercia de lo que no importaba ni más ni menos que nada. Descendió del avión en algún lugar exótico, de grandes soles, colorido y sonrisas, aunque ese día estuviera gris y amenazara con alguna rabiosa lluvia tropical. Quisieron consolarle con las esperanza de que se trataba de algo puntual y pasajero y él dijo que no importaba, que estaba bien y que era bello igualmente. Sonreía a los preocupados organizadores, mientras su corazón, arrinconado, se entregaba al sueño, sin que pudiera tampoco recordar con qué soñaba ni saber siquiera que lo hacía. Le invitaron a una fiesta, como compensación y bienvenida. En ella gozó de los bailes y el calor latino. Y algo en él se encendió, como fruto de los hechizos del ritmo, las miradas, la música de las caderas y el candor de los labios acariciadores de esperanzas. Aquellas pequeñas cosas, las cotidianas en esas tierras, sembraban el ambiente de sonrisas y pasión. La noche le sumió en un sopor amable.

62

Al llegar la mañana sintió el incontenible deseo de montar en bicicleta. Le consiguieron una y recorrió las calles y las playas y los paisajes menos frecuentados, en compañía de una disimulada escolta de guías y acompañantes del equipo. Algo despertaba en su pecho. Lo atribuyó al lugar, las vacaciones, las circunstancias... y todo contribuyó, sin duda. No prestó atención a más; tan sólo viajaba sobre aquellas dos ruedas y desde ellas contemplaba el mundo. Ahora, sin tener que atender a tiempos ni administrar esfuerzos, podía observar lo cotidiano y sentirlo en su piel. Había en ese gesto, en esa actividad tan familiar y evocadora de vítores y marcas y esfuerzos triunfadores, un algo peculiar, indescriptible pero vivo; podía notarlo con la claridad del pulso de su propio corazón, aunque no supiera nombrarlo ni compartirlo con nadie. Por otra parte, quienes le habían acompañado en los últimos años, pudieron verlo aparecer también en su mirada y su actitud. Y así propuso a la agencia que le facilitaran la forma de continuar viajando en bicicleta, por los rincones más insólitos. Un año después regresó a su casa y, repasando algunos objetos y cuadernos de cuando era niño recordó que había tenido el sueño de recorrer el mundo en bicicleta. Y ahora sabía por qué.

SUEÑOS DE SOL Y SOMBRA

- ¿Os importa que me siente y os mire? –dijo el recién llegado. - ¿Y a qué viene eso? Este es un lugar público; haz lo que quieras –respondió

una de las interpeladas, girándose después forzadamente para dar la espalda al nuevo pesado que las abordó.

- Me hago cargo de que es un poco insólita mi pregunta; efectivamente es un local abierto para que cada cual se siente donde quiera o pueda, sin discriminación y no tendría por qué hacerla. También es cierto que, una vez lanzada y a pesar de lo prudente de mi intención, pudiera interpretarse el gesto como un vulgar asalto de esos ligones que bombardean a las chicas guapas. Pero podéis estar tranquilas; en realidad soy un pacífico cazador de sueños y os aseguro que mis procedimientos son absolutamente benevolentes y gozosos. Lo peor que puede pasar es que no os enteréis de nada, es decir, que sigáis como estáis.

Ellas prefirieron ignorar la cháchara del loco, por lo que no le hizo falta seguir con más explicaciones y se sintió completamente libre para entregarse, en cuerpo y alma, a su trabajo. Así pues, con la libreta expectante y el bolígrafo dispuesto a ejecutar los impulsos del corazón, dejó sus ojos ausentes, perdidos, en los de la chica rubia que tenía enfrente y comenzó la función. Sus pupilas brillaron, como una pantalla al comenzar la sesión de cine y por ellas desfilaron colores, sentimientos, sensaciones y sueños, hasta alcanzar la forma de palabras, que el cerebro relanzaba a sus dedos, a su piel excitada y eran música, filtrándose despacio por las venas y saliendo en pequeñas trombas de tinta que el papel reflejaba como signos, con un sentido incierto aún, hasta su posterior lectura, pero dando realidad al espurio sentir, desvanecido otras veces en el aire al pasear. Y todo ello se convirtió en historia, verdadera o falsa, que llevaba al éxtasis al escritor mientras sus musas, ajenas al proceso, proseguían con sus quejas sobre amores frustrados y la poca sensibilidad de los hombres, que sólo se interesaban por el fútbol, el sexo y el dinero insuficiente con trabajos sin fin.

Él contempló, en aquella mirada verde, el sabor de las montañas, paseando descalzo y con la mano llena de otra mano y el corazón sonriente, respirando el aire que no cesaba de acariciarles y unirles, en un misterioso tálamo nupcial, donde el amor florecía desde lo intangible hacia el esplendor de un cielo cubierto de mil colores e

63

impulsos, que exaltaban los cuerpos y los hacían temblar por regiones inexploradas, más allá de las estrellas, en el tacto de cada zona de la piel, de todo el cuerpo, del latido combinado en un ritmo lento y rápido al mismo tiempo, entre ese aroma de brisa fresca y jazmín y rosas, que brillaba intenso, por todas partes y por ninguna, cayendo en éxtasis de almas entregadas a los secretos de la fiebre sanadora y el clamor vital.

La expresión del escritor se transformó en sonrisa, que sus cercanas musas interpretaron como estúpida. Él se llevó su libreta sembrada por los sueños y las utopías que en ellas se forjaban; se sintió completo y agradecido. Quiso compartirlo y no escucharon, aunque tuviera en realidad la llave y el secreto por tanto tiempo esperado; aquello que lanzaban en quejas al aire otoñal, como si brillara por su ausencia. Y allí quedaron, separando nuevamente sus caminos en la vida, entre sueños de sol y sombra.

TIEMBLO Mientras recorro las calles, en busca de un rincón tranquilo, tiemblo. Y tiemblo porque me asalta esa voz, ese aliento soñador que no cesa y me conmueve y arrastra. Me parece imposible reconducirlo, negociar o tratar de convencerlo de nada. Tal es su insistencia, cuando aparece, que no admite alternativa. Pero la realidad es que tiemblo al encontrarlo porque un día me llenaron tus ojos de paisajes y me dejaron secuestrado en ellos y ya no pude esconderme de tu presencia, aunque tú escaparas de mí. Entonces me hicieron temblar tus caricias y tus besos y todas aquellas palabras compartidas, entre susurros y risas y recuerdos y esperanzas de elevar castillos de ilusión y brisa. No estoy seguro de recordar tu nombre. A fuerza de extrañarlo y repetirlo, su música, la tuya, lo fue transformado con variaciones múltiples, hasta elevarlo al rango de sinfonía y esconderse al normal sentido humano, para ocultarse en el orden de los cuerpos celestes y perfectos, desde donde ahora me asalta, sin excusa ni tiempo, para hacerme temblar y llevarme a buscar un rincón tranquilo, mientras recorro las calles, para darte cuerpo entre mi tinta y tus palabras.

TOMAR EL TREN La señora Emilia, con sus bolsos y maletas en el carrito, procuraba abrirse paso en su desesperación. Creía que todas aquellas personas, jóvenes, viejos, turistas con mochila y empleados, se cruzaban a propósito para entorpecer su ruta y conseguir que perdiera el tren; que se habían puesto de acuerdo con los de la taquilla, para quedarse con su dinero y obligarla a volver a pagar. Así entendía que se hicieran ricos, aprovechándose de los pobres, obligados siempre a viajar con prisas. Era la segunda vez que pisaba esa estación. Antes las cosas eran diferentes. Sus recuerdos, los de aquel momento, los únicos que había creído siempre verdaderos, los que se le estaban cayendo a pedazos, como si a nadie importara semejante tragedia, le hablaban al oído, en esa forma dulce que tienen de contarse las mentiras piadosas, de un mundo tranquilo, donde cualquier persona estaba dispuesta a ayudar con una sonrisa y desear un buen viaje. Ella había pasado treinta años en el pueblo diciéndoselo a la gente, recomendándoles que tomaran el tren y soñaran despiertos, mirando por aquellas ventanas que recorrían el mundo ofreciendo sus misterios. ¿Con qué cara les miraría al volver? Ahora todo era complicado y difícil; como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Antes, su Antonio se ocupaba de aquellas cosas y era muy sencillo; ella, con

64

organizar la maleta y los bocadillos tenía suficiente. Nadie se hubiera atrevido a cortarles el paso. Con sólo mirarles hubieran adivinado que se dirigían a la capital y les hubieran llevado el equipaje a la escalera misma del vagón de pasajeros, del suyo, el que decía el billete; eran otros tiempos. Pero ahora la respiración se le atragantaba mirando para todas partes, sin ver lo que necesitaba. Techos y paredes estaban llenos de carteles y nombres y números y tarjetitas y luces que cambiaban sin dar tiempo a leer lo que decían, porque ella tenía que hacerlo despacio, y no conseguía saber a dónde dirigirse para llegar a su tren. “Seguro que es ya la hora y no llego a tiempo”, se decía mientras el sudor aparecía en su frente y su bigote. Pero no quería abandonar; tenía que conseguirlo. ¿Cómo iba a dejar sola a su hija en aquel trance? Dios tenía que saberlo y comprenderlo y ayudarla. ¿No se ocupaba siempre el cura de marearles con aquello de que los pobres eran los únicos que llegarían al cielo? ¿Y cómo era posible entonces que Dios no hiciera algo para ayudarla a llegar al tren, cuando eso tenía que ser muchísimo más fácil que la eternidad celestial? Y además era importante; su pequeña la necesitaba. -¡Hágame el favor! ¿Por dónde se encuentra el tren que dice en el billete? He llegado en autobús del pueblo y estoy como perdida con toda esta gente... Antes no era así... Y aquel bendito, un ángel a los ojos de la buena señora, le acompaña hasta el andén, ante la puerta misma del coche siete, y se siente salvada. Ella le pregunta, allí mismo, al despedirse, por su nombre, con una sonrisa y él responde, con otra, que se llama Jesús. Ya no quiere saber nada más. Cada cual sigue su camino y Emilia piensa que está muy claro: ¿quién más podría haber acudido en su auxilio, en medio de aquel infierno?

Revista RecreArte 12 www.revistarecrearte.net

Frey Rosendo Salvado nº 13, 7º B 15701 Santiago de Compostela. España.

Tel. 981599868 - E-mail: [email protected]

www.iacat.com / www.micat.net / www.creatividadcursos.com

www.revistarecrearte.net

© Creacción Integral e Innovación, S.L. (B70123864)

En el espíritu de Internet y de la Creatividad, la Revista Recrearte no prohíbe, sino que te invita a participar, innovar, transformar, recrear, y difundir los contenidos de la misma, citando SIEMPRE las fuentes del autor y del medio.

Revista Recrearte:

Director David de Prado Díez

Consejo de Redacción

Consejo científico