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De humanismos

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Alfredo del MAzo MAzA

Gobernador Constitucional

MArcelA González SAlAS

Secretaria de Cultura

Ivett tInoco GArcíA

Directora General de Patrimonio y Servicios Culturales

AlejAndro BAlcázAr González

Director de Patrimonio Cultural

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.

©AuGuSto ISlA | De humanismos

Primera edición: 2018DR ©Secretaría de CulturaBoulevard Jesús Reyes Heroles Nº 302,delegación San BuenaventuraToluca, Estado de México, C. P. 50110

ISBN 978-607-490-235-8

Autorización del Consejo Editorialde la Administración Pública Estatal No. CE: 228/01/04/17

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

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PRólogo

SI, coMo ApuntA jAcqueS lAfAye, las humanidades con-formaban, ya bien entrado el siglo XX, la parte medular del sistema educativo europeo –y de sus émulos ameri-canos–, hoy es una realidad su confinamiento en áreas académicas “especializadas”, ese eufemismo con que la educación relega el estudio del griego clásico y del latín –“lenguas muertas”–, así como de la literatura, la historia y la filosofía, refugiados en las universidades, desampa-rando a la sociedad; ¿supone esto también la muerte del humanismo, en los albores del nuevo milenio? ¿Se halla en peligro de extinción?

Augusto Isla parece diferir de tales dictados, y los refuta como mejor sabe hacer: con una prosa pulcra y argumentativa, escéptica al mismo tiempo que reveladora y provocadora, con la cual convoca un raudal de hombres y mujeres quienes, desde distintos enfoques y momentos en la historia, han manifestado la impostergable necesidad de reivindicar valores –como la libertad y la verdad– que nos permitan construir “un porvenir más justo y más libre, fincado en el corazón de ese humanismo defendido por Platón, Erasmo, Luis Vives, Nietzsche, Marx, Freud, Ca-mus y por todos los que pensaron en un futuro mejor para ese conjunto de seres privilegiados por la razón”, como bien subrayaba Hugo Gutiérrez Vega cuando prologó otro título de nuestro autor.

Para hablar del origen del humanismo no podemos ceñirnos a épocas o corrientes específicas: su gestación –centrándonos en la visión occidental– viene desde los

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albores del helenismo, pues tenía como pensamiento medu-lar la renovación espiritual. Siguiendo a William James, el humanismo no es una tesis, sino una perspectiva filosófica, que nos encauza hacia “totalidades abiertas”; es romper con todo “absolutismo”, con todo “intelectualismo”, con “toda negación de la variedad y espontaneidad de la experiencia” humana. O, como corrobora Burckhardt, los humanistas buscaban realizar el descubrimiento “del hombre como hombre” –o como “individuo”–, para resaltar su “digni-dad”. Mas, en los tiempos que corren, las humanidades no se han limitado al amor por las lenguas y las filosofías antiguas, ni por los cánones clásicos: se han henchido con nuevos contenidos –más acordes con la globalización y la era digital–, como el “colonialismo corporativo y transna-cional”, los desafíos bélicos internacionales y locales, los estudios étnicos y de equidad de género, el terrorismo o la explotación de los recursos naturales.

Los pensadores estudiados por Isla se revisten, de una u otra forma, de algún “ideal humano”, vigente ayer, hoy y siempre; así, iniciamos nuestro viaje con Epicteto, quizá el más célebre de los filósofos estoicos, de quien aprendimos el medio más cabal para ejercer una verdadera libertad, independientemente de las circunstancias en que el devenir nos sume.

Más tarde, con Erasmo –llamado “príncipe del huma-nismo”, quien criticó severamente las arbitrariedades y los abusos manados desde el seno de la Iglesia (aunque él nunca rompió en definitiva con el catolicismo), los fana-tismos y las “actitudes ferozmente dogmáticas”, como nos recuerda Carlos García Gual–, encontramos un humanismo por el cual el hombre se forma a sí mismo, en una perpetua búsqueda de cualidades éticas que nos permitan actuar siempre para el bien.

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Con Sebastián Castellio reconocemos un espíritu crítico más valeroso, dispuesto a oponerse ante la barbarie, las censuras, incluso ante las amenazas y las ejecuciones. Este humanista francés promovió la libertad de conciencia, los derechos humanos y, sobre todo, la tolerancia, “virtud tan infrecuente en aquellos días como en los nuestros”, asienta nuestro autor.

Con Ortega y Gasset celebramos la novela magistral de Cervantes a través de las Meditaciones del Quijote, libro primerizo del filósofo madrileño, con el cual proponía “ensayos de varia lección” que “un humanista del siglo XVII hubiera denominado salvaciones”. ¿Salvarnos, de qué? De la cotidianidad, entendida ésta como el mundanal ruido, la ociosidad perniciosa, la “rutina histórica”. Ambos, Cervantes y Ortega y Gasset, son para Isla “enemigos de lo falso, de lo superficial, riéndose al unísono de nuestros entusiasmos ridículos, de nuestra disposición a envilecer-nos, a morir en vida”.

La original y siempre provocativa figura de Nietzsche es vista a través del “brillante y certero” Georg Brandes, un influyente intelectual danés con quien el genio alemán sostuvo una camaradería epistolar no exenta de discrepan-cias y desencuentros, pero de la que emergió una genuina admiración y el reconocimiento –por parte de Brandes– de estar ante una figura capital del pensamiento universal, cuya presencia “merecía la atención del mundo”.

Difícil de etiquetar, el polifacético intelectual Tzvetan Todorov –“apóstol del humanismo”, como lo denominó un rotativo francés– abrevó en tantos y tan disímiles temas que resultaría harto engorroso enumerarlos todos: totalita-rismo, antropología, choque de culturas, formalismo ruso, semiótica, política… sin desatender los menesteres artís-ticos. Carente de un optimismo obcecado, supo reconocer

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que el “humanismo moderno” debía partir de la premisa de reconocer el mal y el horror de que somos capaces para con nuestros semejantes, pero en la afirmación de la “posi-bilidad del bien”, “no un bien universal y absoluto –señala Ángel Vivas–, sino la posibilidad de hacer el bien concreto a personas concretas, la necesidad, no de crear paraísos en la Tierra, sino de no empeorar el mundo y mejorarlo en la medida parcial de lo posible”.

“No cambiará su actitud hacia el mundo. Se odiará a sí mismo y odiará al género humano. He aquí un humanismo al revés, una misantropía”, dice Isla al visitar a Cioran, el pensador franco-rumano que, aunque escéptico y apóstata, nos legó una obra que engendra “una dicha de reconcilia-ción, la provocada por el verdadero desengaño”, según señala Domínguez Michael.

El humanismo utópico y marxista del Che –quien buscaba en el “hombre nuevo” un dechado de virtudes (honestidad, voluntad de cambio y sacrificio), de una ética coherente y categórica– se ve opacado, nos dice Isla, por “una posteridad oscilante entre la estética kitsch y los altares”, pues la figura del revolucionario ve, en su “consagración oficial”, lo peor de su imagen: “la tentación dogmática”.

Es evidente que no podemos hablar de un conjunto de ideas filosóficas comunes entre los humanistas revisados; como bien indica el propio Isla, “cada humanismo es hijo de su tiempo”: hubo quienes confrontaron los regímenes totalitarios o demagogos, la xenofobia y la intolerancia, otros se vieron favorecidos por ellos –o, al menos, no fueron víctimas de persecuciones o agravios–; algunos se han elevado como héroes reconocidos por la vox po-puli mientras otros fueron protagonistas ignotos para sus contemporáneos. No obstante, no hay que tergiversar sus

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motivaciones o sus contradicciones (condiciones estas que rubrican nuestro yo y nuestro sino): ellos “han sabido ver la enorme complejidad del escenario político –Manuel Arranz dixit– y han extraído lecciones de la historia”; han compren-dido que las ideas nunca son completamente puras: todos podemos ser justos o pecadores, víctimas o victimarios.

Asimismo, Augusto Isla sabe, como Luca Bianchini, que los humanistas anteponen el diálogo por sobre la di-sertación egotista, pues “reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra, la relación necesaria entre dialéctica y retórica, la confianza del aprendizaje como un intercam-bio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos”. De ahí la significación de leer estos ensayos, que provocan la discusión y el intercambio de ideas y propician el acercamiento a nuevas lecturas de la realidad. Con esto, nuestro autor busca reivindicar y renovar el humanismo, que renazca “esa necesidad de expresarse, de saberse, de reconocerse en su universal condición humana y en su específica determinación social, cultural, espiritual”, como ha señalado Estela Fernández Nadal, a propósito del pensamiento del filósofo argentino Arturo Andrés Roig.

Me gustaría concluir regresando a Lafaye, cuya pro-puesta crítica –al igual que la de Isla– no busca sumarse al clamor genérico de los estertores de los humanismos; antes al contrario, proyecta un acercamiento novedoso a estas corrientes –de gran influjo en las ciencias y en las artes, en las filosofías y en las ideas políticas y sociales– por parte de las nuevas generaciones; para que adviertan que “el humanismo no ha sido una doctrina, sino una dinámica y una esperanza; una fuerza espiritual independiente de y superior a los programas educativos. Ser humanista hoy es

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dar la prioridad al capital humano sobre el capital finan-ciero, y al medio natural sobre las necesidades artificiales. Mientras siga viva la aspiración a la plenitud de humanidad no morirá el humanismo”.

cArloS vAlenzuelA ocAñA

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Hacia una esPiRitualidad alteRnativa

cuAndo eScuchAMoS que una persona califica a otra como estoica lo hace en un sentido admirativo; quiere decir, al menos, que muestra entereza frente a la adversidad y el dolor. Es lo que queda, en el habla común, de lo que fue el estoicismo en la Grecia antigua: escuela filosófica, doctrina, actitud florecida en el periodo helenístico que corre de la conquista de Alejandro el Grande al dominio de Roma. Lo funda en Atenas Zenón de Citio (326-264 a. C.), a quien sus contemporáneos apodaban “el pequeño fenicio”, ya que nació en Chipre, entonces plaza de colonos fenicios. Fue discípulo de Crates, filósofo cínico quien, como todos los practicantes de esa escuela de saber y vida, era un tanto extravagante no sólo por su rechazo a las convenciones sociales sino también por las duras pruebas a las que so-metía a sus aspirantes. Tal vez por eso, Zenón se aleja de Crates y crea su propia escuela: el estoicismo, que deriva su nombre de la stoa, pórtico donde el chipriota enseña los principios del buen vivir basado en la sencillez, la fortaleza interior, la modestia, el dominio de sí y la indiferencia ante los bienes materiales.

A lo largo de los años el estoicismo evoluciona en rigor intelectual. Discípulos de Zenón como Cleantes y, sobre todo, Crisipo construyen un discurso filosófico complejo que abraza lógica, física y moral; la lógica guía nuestros juicios hacia la verdad, la física nos ofrece una concep-ción del mundo como un orden naturalmente armónico y, finalmente, la moral, emanada del recto pensar y una visión cósmica bien plantada, conduce la vida; en suma,

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el estoicismo, como sabiduría, entreteje conocimiento y ética, un saber y un arte de vivir: un buen estoico es aquel que, sabiéndose parte de un todo hermoso, se adhiere a sus leyes. La sabiduría estoica enraíza, así, en una paradoja: es obediencia y libertad; sólo vive libremente quien se somete a un orden superior, a eso que llamamos Dios: pneuma, fuego artífice que anima al mundo con la razón; logos del universo, omnipresente en la piel y en las entrañas de las cosas, en las fuerzas todas de la naturaleza.

Esa omnipresencia divina hace del Pórtico un panteís-mo. “Dios es el todo que ves y el todo que no ves”, decía Séneca. Dios único con diferentes manifestaciones; por eso Epicteto a veces se refiere a Dios, a veces a los dioses, entidades correspondientes a la mitología del pueblo grie-go. El hombre mismo participa de ese orden natural; en tanto criatura dotada de razón tiene, pues, un parentesco con Dios, aunque en él actúen tendencias negativas que lo denigran y esclavizan. Pero, si logra vencerlas, llega a ser libre justamente cuando opta por vivir en armonía con la naturaleza, con la divinidad como principio rector o, lo que es lo mismo, el hegemonikón.

La traducción moral de esa armonía es la virtud, virtud única, pues se es virtuoso o no se es. Quien es virtuoso despliega las virtudes concretas que cada situación exige: prudencia, reflexión, justicia, magnanimidad… Mediante el ejercicio de la virtud –que es el bien–, el hombre se diviniza y Dios se humaniza por entero. La recompensa de esta moral es la dicha, el cumplimiento de un destino, pues que los dioses nos han creado para ser dichosos; la dicha es la ataraxia, esa paz que priva en el alma cuando el hombre ha logrado sujetar las pasiones: envidia, cólera, miedo, celos, resentimiento, codicia… En este sentido, el estoicismo es un racionalismo, una invitación a vivir

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libres, tanto de las cosas exteriores como de las pasiones contrarias a la razón, a esos sacudimientos de alma que, pese a todo, son inclinaciones interiores necesarias para que, en contraposición a ellas, como fruto de un empeño, surja el bien. El estoicismo es una ética de la ascesis, del esforzado triunfo sobre aquellas tendencias oscuras tam-bién inscritas en la condición humana: la insensatez y el apasionamiento.

* * *

Durante el periodo helenístico, Atenas había perdido su hegemonía política pero conservaba su señorío cultural. Incluso bajo el dominio de Roma, una minoría acogió el es-toicismo que, en pleno corazón del imperio, tuvo represen-tantes distinguidos de muy diversas condiciones sociales: Marco Aurelio, emperador; Séneca, cortesano acaudalado, y Epicteto, liberto, es decir, esclavo emancipado. Éste, quien aquí nos interesa por ahora, nació en Hierápolis de Frigia, en el año 30 de nuestra era. Muy joven llegó a Roma, donde fue comprado por Epafrodito, un liberto de Nerón. Su nombre, Epicteto, designa precisamente “lo que acaba de ser adquirido”. No se sabe bien si fue su amo quien lo liberó o si a la muerte de éste alguien más le concedió la libertad. De lo que estamos seguros es de que aquella inte-ligencia singular volvió los ojos al estoicismo, doctrina en la cual lo inició Musonio Rufo. Fiel a la ortodoxia estoica, se concentró sin embargo en la meditación moral, aunque en el telón de fondo de sus reflexiones y enseñanzas estén siempre el amor a la verdad, la necesidad de asirse de ati-nados juicios y opiniones sanas, así como la resignada y al propio tiempo soberana aceptación de la fatalidad como

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clave de la sabiduría: “aquel que se resigna a lo que fatal-mente sucede es sabio y apto para el conocimiento de las cosas divinas”. La inflexión moralista del liberto es un eco cultural de la decadencia de una civilización y, sin embargo, su calidez se antoja perenne. Leamos su punto de partida:

De todas las cosas que existen en el mundo, unas dependen de nosotros y otras no. De nosotros dependen nuestros jui-cios y opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones; dicho de otro modo, todos nuestros actos […] Las cosas que dependen de nosotros son libres por su naturaleza misma; nada puede frenarlas ni levantar obstáculos ante ellas. Al contrario, las que no dependen de nosotros son débiles, esclavas, y están sujetas a mil contingencias e inconvenientes, además de que nos son totalmente extrañas.

Tal vez por su misma experiencia de esclavo liberado, puso énfasis en el valor de la libertad interior, en la concep-ción del verdadero bien como algo que reside en nosotros mismos, pues es ahí, en nuestra interioridad, donde el poder de la virtud descubre el espacio para su vuelo, de modo que, por obra de la voluntad, la razón puede desterrar todas las esclavitudes: temores, pasiones, vicios. “Abstente y soporta” fue su divisa.

* * *

Cuando el emperador Domiciano decretó –en el año 93– la expulsión de los filósofos, Epicteto volvió a Grecia y se instaló en Nicópolis; ahí ejerció su magisterio, siempre congruente con su austero modo de vivir: apenas una cho-

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Zenón de citio

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za, una estera, una lámpara de barro. Siguiendo el ejemplo socrático, nada escribió. Su pensamiento, tal como ha llegado hasta nosotros, lo recogió Arriano de Nicomedia, un discípulo suyo: un manual (Enquiridión) y un conjunto más amplio de disertaciones. ¿Hasta qué punto tropezamos con un discurso adulterado? Acaso las palabras no son las mismas, pero confiemos en que permanece intacto el espíritu de aquellas lecciones que van de la máxima a la parenética, es decir, del enunciado de reglas de vida a las exhortaciones inspiradas en la más alta exigencia moral, tan alta que Epicteto decía no conocer a estoico alguno –a ese alguien, uno solo– que fuese feliz en la enfermedad, en el peligro, o ante el desprecio, la calumnia, la muerte: la sabiduría no nos es accesible del todo, pero al menos podemos acercarnos a ella.

La elevada exigencia de la ética estoica hace de ella una senda estrecha por la que transitan apenas unos cuantos: una aristocracia del espíritu, alejada del hombre común. El estoicismo no ofrece, pues, un recetario para salvar a la humanidad, sino solamente traza una posible ruta hacia la sabiduría para aquellos individuos interesados en alcanzar la plenitud humana.

Por Arriano conocemos las fórmulas de Epicteto en su expresión más sencilla. Pero es probable que, evocando el método socrático, sus lecciones se hayan desplegado como preguntas y respuestas: era un maestro, no un predicador. Buscaba la verdad en compañía de sus oyentes o, mejor, sus interlocutores; no una verdad contemplativa y abstracta, sino concreta y práctica, relacionada con el saber vivir: phronesis, más que sophía. Su ortodoxia estoica tiene que ver con una tradición que se remonta a Diógenes y Só-crates, esos dos modelos en quienes alaba un arte de vivir libremente: Diógenes era libre “porque había roto todas

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las trabas de la esclavitud; porque se había desentendido de todo, aislado por sus cuatro costados y nada lo sujetaba […] Sócrates, que tenía mujer e hijos y no era menos libre que Diógenes, porque, como él, había sometido todo a la ley divina y a la debida obediencia a los dioses”. Ambos eran libres no solamente por su paradójica obediencia a los dioses, sino porque sus juicios eran correctos y los guiaban por el camino del bien, puesto que la raíz del mal es la ignorancia. Un abismo separa a Sócrates de Diógenes pero ambos cabían en la ortodoxia ecléctica de aquel liberto jovial y, al propio tiempo, severo y temible, como un rayo. Y cabían porque ambos se enfrentan con igual valentía al poder: Sócrates a sus jueces, Diógenes a Alejandro de Ma-cedonia; el uno con la dialéctica, el otro con la burla astuta; porque ambos viven en desapego, sólo atentos al devenir del alma, ocupados en la perfección interior.

* * *

Huérfano de esa alegría que abunda en los filósofos cínicos, Epicteto hizo su propia lectura de Diógenes; lo despojó de toda anécdota pedagógica inquietante, de sus destellos ocurrentes y provocadores. Epicteto amaba el orden, Dió-genes mantenía una relación iconoclasta con el mundo; aquél cultivaba el espíritu de gravedad, éste se reía de todo, con proverbial insolencia; aquél cuidaba la limpieza de su cuerpo –porque equivalía a la pureza del alma–, éste hacía gala de su desaliño. En cambio, los identifica el que ninguno de los dos espera ni teme nada; viven por igual, indiferentes a los bienes terrenales, sólo preocupados por su libertad, por la edificación de sus singularidades, basadas en un arte de vivir propio, desnudo de toda ornamentación:

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sobriedad para disfrutar la fiesta del mundo, a sabiendas de que se trata de un viaje tan maravilloso como breve; de una serena resignación ante la muerte. En la cercanía de este gran momento, Epicteto abre los brazos y canta su plegaria a Dios: “me voy, y lleno de reconocimiento hacia ti, porque me has juzgado digno de participar en tu fiesta, de contemplar tus obras y de comprender tu forma de dirigir el mundo”.

* * *

El estoicismo –y en particular Epicteto– ha ejercido un gran influjo en el devenir espiritual del occidente cristiano. Su manto doctrinario ha cubierto el pensamiento de místicos y doctores de la Iglesia católica. Por citar dos ejemplos habría que recordar que Teresa de Ávila se refería a Juan de la Cruz como su “senequita” y que, para Francisco de Sales, Epicteto era “el mayor hombre de bien de todo el paganismo”, y lo dijo a pesar de que para éste los cris-tianos, incluyendo sus mártires, eran simples fanáticos cuyos suplicios no provenían tanto de la razón como de una obstinación opuesta a la sabiduría.

* * *

Pero no olvidemos a Séneca, ese estoico diferente, único por su personalidad múltiple; a ese cordobés que se en-cumbró en la Roma imperial, en un tiempo ya desquiciado por la tiranía, por una sinrazón en la que se acomodó como preceptor de Nerón –en quien confió durante los primeros años de gobierno y para quien escribió De la clemencia–.

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Séneca representa la anticipación del espíritu cristiano; creía en la igualdad de los hombres y se opuso a la escla-vitud. Hombre virtuoso, que apelaba a las virtudes de la templanza, la fortaleza, la prudencia y la justicia como los caminos para acceder a la sabiduría, era, a la vez, inmen-samente rico, gracias a las dádivas de Nerón. “El último sabio, el primer intelectual moderno”, dice María Zambra-no. Rico y, al propio tiempo, austero en su vivir. Sabiduría que lo acerca a los cristianos: “has de vivir para el prójimo si quieres vivir para ti”. ¿No está aquí la doctrina de la caridad? Ese prodigarse al otro define la diferencia entre vivir y simplemente existir. Su ética se funde con la estética, con ese ocuparse de la limpieza y la elegancia, aun en la adversidad; recordemos que padeció el destierro durante ocho años en la isla de Córcega, cuando así lo dispuso el emperador Claudio. Mas ni siquiera ese destierro lo alejó de su actitud estoica, pues al fin y al cabo consideraba que su patria era todo el mundo visible.

Como sabio cosmopolita, venció los contratiempos de la vida; se resignó a todo: a su enfermedad –el asma– y a la misma muerte cuando Nerón lo obligó al suicidio, y en ningún momento dejó de ser el médico espiritual, el hombre de bien para quien el oro y el poder eran sólo bagatelas –aun cuando los romanos dijeran de él que era un desvergonzado usurero, como señala Paul Veyne en su estudio Séneca y el estoicismo–. ¿Su obra cumbre? Las Cartas a Lucilio, en las que pone en evidencia la concien-cia de la finitud, la devastación del tiempo y el conocer para vivir y morir.

Con Séneca, se confirma la idea de que el estoicismo es una secta aristocrática, dispuesta a llevar al hombre co-mún la “amarga medicina” del consuelo, de la resignación

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La muerte de Séneca (réplica, 1612-1615), Peter Paul Rubens. Museo nacional del Prado, Madrid, españa

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acrópolis de atenas

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pues, cuando llega su hora –aquella semilla divina que lleva consigo el hombre–, ha de soportarlo todo, incluso el principio de crueldad que dicta su injusta muerte.

* * *

Pero volvamos a las lecciones de Epicteto, que nos recuer-dan, en estas horas de la modernidad –tan contaminadas del apego a los bienes materiales y, a la vez, tan vacías–, que hay otra senda para llegar a ser hombres, para vivir y morir con dignidad. Desde esa lejanía clásica, como una llama viva, nos llega el eco de una voz que el oído finísimo de Montaigne, de Pascal o de Simone Weil, más cercanos a nosotros, ha captado como hilo de una tradición espiritual, testimonio de la humana grandeza, que nada necesita de esa dogmática cristiana tan dada a adjudicarse la verdad única acerca de los valores: la construcción del sujeto ético y, por ende, una vida colmada de sentido bien pueden pres-cindir de todo fundamento religioso; otras posibilidades están inmersas en la propia naturaleza, si le arrebatamos sus secretos. Como afirma André Comte-Sponville, en El alma del ateísmo: “Cualquier religión forma parte, al menos en cierto aspecto, de la espiritualidad; pero no toda espiritualidad es necesariamente religiosa. Por mucho que creáis o no en Dios, en lo sobrenatural o en lo sagrado, no dejaréis de veros menos confrontados con el infinito, la eternidad o el absoluto, y es cosa vuestra. La naturaleza basta. Basta la verdad. Basta nuestra propia finitud tran-sitoria y relativa”.

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necedad y Melancolía

corre el Año de 1509. Nubes negras presagian una tor-menta espiritual en Europa. Erasmo de Rotterdam, que ya por entonces goza de amplio prestigio gracias a sus Adagios y al Manual del caballero cristiano, viaja de Ita-lia a Inglaterra, donde se siente mejor que en ningún otro lugar. Está ansioso por abrazar de nuevo a sus amigos, un Tomás Moro, hospitalario siempre con él; un Juan Colet, que le había descubierto a Pico della Mirandola, y a un Marsilio Ficino, paladines del neoplatonismo florentino… En el trayecto –que, según un amigo mío viajero, duraba aproximadamente un mes– redacta, pluma en mano, rápido como una saeta, un regalo para su anfitrión, Tomás Moro, en cuyo hogar cerca del río gozará las delicias de la campiña inglesa. Lo titulará Moriae Encomium, libro compuesto por sesenta y ocho breves capítulos y escrito en un tono satírico, emparentado con esas representaciones medievales en las que el bobo o el loco hacen uso de la palabra.

Nosotros lo conocemos como Elogio de la locura, entendida ésta como estupidez, como necedad, como esa pulsión del ser humano que suele acompañarnos a lo largo de nuestras vidas sin cuya presencia no explicaríamos bue-na parte de nuestra condición ontológica, por así decirlo. Ya sobre el lomo del caballo, ya en las postas donde reposa, nuestro viajero le concede la voz a la necedad que, a sus anchas, se regocija clavando sus dardos en el cuerpo de los hombres. Toda visión satírica de nuestro mundo, dice Gilbert Highet, “que revele a los seres humanos tal y como son debe aspirar a convertirse en una fotografía, para, de

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hecho, lograr ser una caricatura. Deben exhibir, a la luz del día, sus características ridículas y repulsivas […] burlarse de sus virtudes y exagerar sus vicios, desacreditar los dones más valiosos del ser humano […] considerar sus religiones como hipócritas, su literatura como opio, su amor como lascivia…”. Satirizar es un derecho del crítico, una moda-lidad literaria del espíritu edificante. La sátira es medicinal; una burla que enseña, que –descansando sobre un fondo serio, como toda broma escondida detrás del biombo de sus travesuras– entrega mejores frutos que la solemnidad.

Tal es el caso del Elogio de la locura, un juego de la imaginación erasmiana, inscrito en el movimiento de la pre Reforma; compendio –no sé bien si afortunado o torpe– de la actitud crítica y, al propio tiempo, sumisa y autoritaria de este humanista aristocratizante, muy poco propenso a la disputa, pero lo suficientemente ambiguo para no dejar contentos ni a quienes defendían entonces a una jerarquía eclesiástica enferma ni a quienes optaban por una reforma cristiana fuera de ella.

Las páginas de ese “discursillo”, considerado por Mar-cel Bataillon como una “obrita de pasatiempo”, destilan provocación, pero también convicción; han sido escritas por quien tiene un gran sentido del absurdo, por un huér-fano atormentado por su origen, desde la penumbra de su melancolía. No es el discurso de la sinrazón, el del loco propiamente, el de un Sade, un Artaud, sino el de un racio-nalista melancólico: es la razón con su disfraz carnavalesco.

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Rotterdam lo ve nacer en 1469 como hijo ilegítimo de un clérigo. La peste lo deja en orfandad. Otro clérigo lo adopta.

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Estudia en Gouda, Utrecht, Deventer. Todo un periplo que termina con su ingreso al monasterio de Emaús de Steyn, con los canónigos regulares de san Agustín; ahí se ordena sacerdote, pero su mente inquieta lo arroja de la vida con-ventual. Erasmo quiere ser libre, dedicarse solamente a leer y escribir, nos dice León-Ernest Halkin. Será en adelante un intelectual vagabundo y, por ende, pobre: vivirá de sus lecciones, de encomiendas pedagógicas eventuales. Ego mundi civis esse cupio. Será un ciudadano del mundo, es decir de ninguna parte; un hombre sin raíces, sin familia, atado a sus enfermedades, a una lengua muerta que, como hombre del Renacimiento, él reactivará con elocuencia ciceroniana. Todo lo escribirá en latín bajo la inspiración del tribuno romano: sus Adagios, su Manual…, sus Co-loquios, sus tres mil cartas, muchas de ellas reveladoras de su gran sentido de la amistad, de su hambre de ternura, de sus pasiones equívocas: “tú rechazas a quien muere de amor por ti […] única esperanza de mi vida”, escribe a Roger Servais.

Erasmo se sobrepondrá a su debilidad, tal vez pro-veniente de la sífilis contraída en Lovaina. Lee y escri-be frenéticamente. La mar de tradiciones doctrinales confluyen en aquella avidez: aristotelismo, platonismo, estoicismo, el Nuevo Testamento, san Pablo. Lo devora todo y a cada pensamiento le da su lugar. Vive su genio hipocondriaco a plenitud en el tiempo que le toca, el del humanismo renacentista. Pero no nos confundamos. El humanismo, dice el historiador Peter Burke, “es un término en cierta manera elástico cuyo significado puede variar según quien lo utilice”.

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En aquellos días, el humanismo significaba el retorno a las fuentes de la antigüedad clásica, el estudio del latín y el griego en sus autores más distinguidos; invitaba a la imitación y la recreación de las formas clásicas. ¿Y el humanista? Así designaban los estudiantes al profesor que cultivaba la gramática, la retórica, la poética, la historia, la filosofía moral. Erasmo venera a Cicerón, pero tam-bién a san Pablo. ¿Una mixtura de cristiano y pagano? No, cristianiza a aquél para mejor percibir el rostro del redentor: Cristo siempre por encima de cualquier anta-gonismo devocional; un Cristo sencillo, simplísimo, a quien solamente iluminan la piedad y el amor, ajeno a las lucubraciones teológicas y a tal punto enemigo de ese vano saber que, al hablar de Erasmo, Richard Popkin comenta con ironía: “si nos quedamos tontos cristianos, llevaríamos una vida verdaderamente cristiana y podría-mos evitar todo el mundo teológico”.

* * *

Erasmo se doctora en Bolonia, pero sueña con estudiar teología en París. Para su desgracia, sólo encuentra ahí discusiones banales; deviene entonces un escéptico: los asuntos humanos son oscuros; ningún esfuerzo intelec-tual nos aclarará el misterio de la vida cristiana. En este sentido se torna un antiintelectual, un filósofo cristiano que proclama la vigencia de una caridad evangélica tan sencilla como los pescadores que siguen al nazareno por los caminos polvorientos de Galilea. Erasmo invita a los cristianos a vivir su fe en libertad, sin dogmas. Pero, al propio tiempo, permanece –no sin criticarla– en el seno de una Iglesia afligida por la corrupción, la frivolidad, los

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erasmo de Rotterdam

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abusos. Su espíritu individualista se alimenta de una doble inconformidad: la decadencia eclesiástica y la religiosidad popular; abomina de la rutina litúrgica, las peregrinaciones, el fetichismo de las reliquias, de la devoción mariana, toda esa corteza que esconde una genuina espiritualidad. Pero esta postura radical –fundamentalista, se diría hoy– se desvanece tan pronto sobreviene la ruptura luterana, y el príncipe de los humanistas se ve obligado a defender la integridad de su Iglesia.

Erasmo sufre por partida doble: por una cristiandad desgarrada y por verse involucrado en indeseables disputas; ansía la Reforma, le duele el cisma; combate contra Lutero con mano vacilante –aunque en apariencia enjundiosa, pues tal vez secretamente le concede la razón–. Erasmo y Lutero se consumen en el mismo fuego de la rebeldía, mas éste la lleva hasta las últimas consecuencias, mientras que aquél, acaso a regañadientes, se erige en el intelectual orgánico –por decirlo así– de la Contrarreforma, en súbdito malhumorado de una Iglesia indispuesta a ceder en sus privilegios, sobre todo en el dominio de las almas, y cuyos inquisidores, además, lo ven con malos ojos.

* * *

En su Humanidad (Una historia de las emociones), Stuart Walton sostiene que al llegar el Renacimiento la melancolía adquirió la dimensión de un ánimo espiritual digno; que “en un mundo dominado por el dolor, ser despreocupado y feliz pudo parecer el estado propio de un idiota”. Recor-demos que, dos décadas antes de que Erasmo redactara su Elogio…, su admirado Marsilio Ficino había publicado De vita coelitùs comparanda (1489), una apología de esa

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dolencia –la melancolía, digo–, probablemente ligada a los pensadores más lúcidos: aquellos que mejor comprenden la oscura ladera de nuestro ser, aquellos que se adentran con más claridad en nuestro centro abismal, a diferencia de esos otros que con despreciable facilidad encuentran la plenitud dichosa. Pero amén de esta moda –por decirlo así–, que años después habrá de disgustar a un Montaigne, Erasmo tiene sus motivos particulares para ceñirse a la tristeza.

* * *

Si el gran motivo para la melancolía erasmiana es una cris-tiandad desunida, más aún lo es su origen ilegítimo. De sus amados clásicos retiene expresiones que nos hablan de su profunda melancolía: “Lo mejor es no nacer –optimum non nasci– y, si ya ha nacido, lo mejor es desaparecer pronto…”; “Sombra y polvo es el hombre…”; “Mísera y calamitosa es la vida del hombre…”. Erasmo parece odiarse a sí mis-mo mas, para evitar la postración de su alma, vierte sobre los otros su rencor: es irónico, hiriente, vengativo, según Lewis Spitz; desprecia la vida; los deleites de la carne se le antojan tétricos y sucios. El blanco principal de sus odios: el pueblo judío. En su libro Tragedy of Erasmus, Harry S. May, a partir de la lectura de las cartas del humanista holandés, documenta su furia antisemita: los judíos son una peste; su religión, falsa y vacía… un pueblo asesino, responsable de la muerte de Jesús… un pueblo de racistas y desdichados. Erasmo lleva a tal extremo su antisemitismo que, cuando su amigo Johannes Reuchlin es acusado por los inquisidores de favorecer la causa judía, él, tan dado a exaltar la amistad, guarda silencio, pese a la estupidez de la acusación, pues Reuchlin, aunque no libre del todo de

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parcialidad antijudía, nos da testimonio de ecumenismo: aprecia a los judíos como seres humanos y reconoce que han amado y aman a su Dios, y han sufrido por siglos una injusta persecución; no hay herejía alguna en ellos, pues extraños son a la fe cristiana. Por eso, en su acercamiento psicohistórico a la vida y la obra de Erasmo, May se pre-gunta si no era ese pueblo un espejo de su desarraigo, de ese ir y venir por la geografía europea. Erasmo –de nuevo, aquí, en este punto, coincidente con Lutero– parece antici-parse a la “solución final” hitleriana: hubiese querido ver su exterminio. Medievalismo convencional, enfermo de prejuicios antisemitas y modernidad trágica modelan una identidad moral tan confusa como su sexualidad misma, a la que me he referido a propósito de sus cartas a Servais (a quien alude como “la mitad” de su alma).

Pese a ser considerada como una obra menor, como una broma escrita apresuradamente, el Elogio de la locura compendia el pensamiento de Erasmo. Todo él está ahí pues, en la autoalabanza de esa fuerza activísima del ser humano que es la necedad, el sabio holandés deja ver, con enjundia crítica de los vicios de su tiempo, aquellos que padecen las clases sociales –los hombres del poder, prín-cipes, jerarcas religiosos sin excepción (ya que ni siquiera al papado pone a salvo de su aguijón) y también el vulgo, con sus amores, su pereza, su glotonería– pero, a la par, la omnipresente necedad muestra a quien le da la voz –con la astucia de la exageración satírica– en su humor sombrío, pues que Erasmo se empeña en devaluar todo lo que a su paso encuentra: el arte, la amistad, la mujer, el origen mis-mo de la vida humana. La sátira erasmiana es la expresión cabal de un temperamento melancólico surgido del odioso estigma de la filiación ilegítima, de la temprana orfandad, de los tal vez no correspondidos amores, del alma atribu-

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lada por una Iglesia –la suya– entrañable y sin remedio; temperamento melancólico de una inteligencia cultivada con tesón que piensa paradójicamente en la ignorancia como única posibilidad de dicha.

Si la necedad sólo presumiese de ser la inspiradora de la guerra, de la sed de oro, de la fama, de los extravíos de la vida monacal, de las estúpidas sutilezas de los teólogos, de las ventajas de los poderosos… por qué no defenderíamos su melancolía; pero, más allá de esto, la languidez de su ánimo ofende a la mujer –animal inepto y necio–, reduce el origen de la vida humana a una genitalidad irrisoria, proclama el desprecio a la vida, de suerte que el ejercicio lúdico se torna trágico y la broma se inscribe en el mal gusto –por lo demás muy cristiano, o al menos muy paulino– pues, detrás de su burla, palpita una cultura nihilista y misógina. Así, la jac-tancia de la necedad, convencida de que el universo entero es para ella, traza la hipérbole de la amargura erasmiana.

En las últimas páginas de su Elogio…, Erasmo abandona la sátira y discurre sobre los misterios de la fe cristiana, ciertamente otro género de la locura. Entonces resplandece san Pablo con su delirio, con su palabra rotunda: “Aceptadme como ignorante…”. “Nosotros somos necios por Cristo […] El que de vosotros se crea sabio, se vuelva necio para que sea sabio”. Aquí, en estas citas, está el Erasmo fundamentalista, el que nos recuerda que “el misterio de la salvación, [Dios] lo reveló a los pequeños, es decir, a los necios…”, el que exalta la necedad de la cruz, el perfil simplísimo de discípulos de Cristo, de sus “apóstoles torpes y rústicos” a quienes recomienda cuidadosamente la necedad, que huyan de la sabiduría, presentándola como ejemplo “a los niños, a los lirios, al grano de mostaza y a los pajarillos, seres todos estúpidos y que viven solamente por la naturaleza,

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Martín lutero

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libres de artificios…”. No está por demás aclarar que la palabra fundamentalismo no alude aquí a la actitud del fanático, sino al sentido de quien prefiere el amor al saber, la propagación de una doctrina evangélica que implica el desapego de los bienes materiales, para que resplandezca en toda su pureza el sentimiento de piedad.

Locura, necedad, estulticia son, pues, conceptos ambi-guos, como el propio Erasmo: son sombra, pero también luz, luz cristiana y salvífica; pulsiones generadoras de atrocidades y grandes vicios, pero también fuerzas bien-hechoras que ayudan a vivir, a soportar las calamidades de la vida –como la vejez, pues chochear y olvidar mitigan las penas que trae consigo–; dan nombre a los extravíos de la razón, pero también son el resorte de la espontaneidad y de cierta dicha, pues sin ellas, atenidos a los rigores de la sabiduría, el corazón se endurece. Así, la desmesura del discurso erasmiano en el Elogio… no pierde del todo el equilibrio y el ansia de vivir; en cambio, otras almas me-lancólicas, como la de Keats, optan por la muerte, siendo jóvenes aún. A Erasmo lo salva el convencimiento de su superioridad religiosa, el sentimiento de pertenecer a una comunidad que, no obstante autoritaria y plagada de de-fectos, le da cobijo y sentido del vivir.

* * *

Dedicado a Moro, el Elogio de la locura fue escrito en 1509 y publicado en 1511, hace poco más de quinientos años. Su tiraje de mil ochocientos ejemplares se agotó en un mes. Ya se dijo que todo Erasmo está ahí, incluso –aunque de paso– su antisemitismo, pues a los judíos se refiere como gente “obstinada”. Pero, evidentemente, Erasmo es mucho

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más que su Elogio…; es el autor de tres mil cartas, de otros textos ya citados; es el traductor de clásicos de la antigüe-dad grecolatina, el gran preceptor de Europa, el pacifista, el pensador moderado y conciliador. Fue tan prolífica su escritura que Henry Osborn Taylor llega a decir que, si Erasmo hubiese escrito menos, hoy sería más leído. En un mundo editorialmente tan abrumado como el nuestro, se agradecen las buenas antologías. En los años ochenta del siglo XX mexicano, la SEP, en su colección Cien del mun-do, coordinada por el llorado Carlos Montemayor, publicó Ensayos escogidos, con selección y prólogo de Humberto Martínez. Quienes pensamos que Erasmo siempre tiene algo que decirnos –contrariamente a Taylor, de cuya pluma se desprende la sentencia de que los escritos erasmianos hoy salen sobrando– esperamos nuevas antologías.

Cómo leerlo, es cosa aparte. Hay en él caducidades tan obvias y aborrecibles que ni siquiera forman parte de la razón oficial de su Iglesia: Benedicto XVI exoneró al pueblo judío de toda responsabilidad en la muerte de Jesucristo; no fue el pueblo, sino la aristocracia del tem-plo (aunque tampoco esto es cierto pues, en su libro El proceso a Jesús, Paul Winter ha demostrado que fue la autoridad romana la que lo juzgó por el delito de rebelión y lo sentenció a morir en la cruz, procedimiento primitivo que solamente ella –la autoridad romana, digo–, y ninguna otra, podía aplicarlo).

* * *

El admirable Lucien Febvre, cofundador –con Marc Bloch– de los Annales, escribió, en su reseña del Erasmo de Johan Huizinga:

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Ciertamente no fue un héroe, menos aún un profeta. Fue un hombrecillo débil, enfermizo y pulcro, que nunca levantaba la voz. Pero su consejo es útil cuando el tiempo presagia tormenta, cuando los jóvenes sueñan con frenéticas hazañas, con la conquista del mundo, con catástrofes universales, con la gloria; cuando durante meses y meses hay que esperar agazapado a que pase la tormenta, murmurando, como los condenados de la balada de Aragon:

Oh, vosotros que fabricáis muertes,no siempre seréis los más fuertes…

Como lo ha señalado Halkin, una de las preocupaciones de Erasmo era la civilización y los peligros de su desapari-ción, pero se trataba entonces de la civilización cristiana, de esa utopía de la cristiandad unida, no de lo que nos inquieta hoy, que es la humanidad plural, incluido el pueblo judío que su humanismo aborrecía. ¿Qué queda de Erasmo?

* * *

Stefan Zweig publicó su Erasmo de Rotterdam: Triunfo y tragedia de un humanista en vísperas de la segunda guerra mundial. Zweig no duda de las convicciones erasmianas, de un humanismo que no conoce otro camino para ganar en humanidad sino que la cultura derrotará las pasiones, las persecuciones, las guerras. Pero, un tanto escéptico, considera que “al sobrevolar la civilización, los huma-nistas no captan la indomable violencia de las fuerzas primitivas del mundo de los instintos, y su optimismo cultural banaliza el problema, terrible y difícilmente solucionable, del odio que alimenta a las masas y de las

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grandes y pasionales psicosis de la humanidad…”. Como en los tiempos de Zweig, qué podía hacer Erasmo, recluso en sus habitaciones, viviendo en medio de sus papeles, en ese reino ficticio de la razón, sordo entre el estruendo de su entorno, aislado, impotente para fertilizar sus idea-les conciliatorios en mitad de un campo de batalla en el que Lutero, su gran adversario, se mostraba más firme, más hecho para la guerra y frente al cual, como siempre, Erasmo defiende una independencia, colindante con su pusilanimidad. Como dice Stefan: “La valentía nunca fue el punto fuerte de Erasmo, así que prefiere huir antes que luchar”; huye de la algarabía mundana. Con sesenta años a cuestas, Erasmo envejece: su ánimo se colapsa a la par que su cuerpo. Se queja de todo. Su vida cotidiana es un infierno. Lo abruman la carestía, la baja calidad del vino y, sin embargo, escribe frenéticamente: cartas, traducciones, coloquios. Pero, como afirma Zweig, “en lo más íntimo sabe desde hace mucho tiempo que no tiene ningún sentido en tales momentos de locura universal llamar a la humanización de la humanidad; sabe que su idea del humanismo, elevada y sublime, está vencida”. Las guerras de religión cubren de sangre a Europa; cada partido, por así decirlo, da la batalla. Todos en nombre de Cristo. Y Erasmo, incomprendido, está de más: su sueño de una Europa unida se ha roto. Ni siquiera le atrae el intento conciliador de la Dieta de Augsburgo, en el que consumía lo indeseable: la discordia entre la vieja Iglesia romana y los movimientos reformistas. “Que Dios me saque de este mundo frenético y me lleve por fin junto a él”, suplica un Erasmo que atestigua el asesinato de sus amigos: Barquín, John Fisher, Tomás Moro. Erasmo, en-fermo y fatigado, viaja de Friburgo a Brabante, su tierra natal, pero se detiene en Basilea. Ya nada desea: incluso

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rechaza el cardenalato. Sólo quiere morir libre, tal como ha vivido.

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El entrañable Stefan nos recuerda que, por esos años, Maquiavelo publica su Príncipe, texto que se contrapone al espíritu erasmiano. “Para Maquiavelo el sentido últi-mo es el poder y su despliegue; para Erasmo, la justicia. Aquél piensa en una fragmentación por naciones; éste en la unificación bajo el signo de una cultura común”. Aquél es pragmático; éste, un idealista. Resulta claro que Zweig se inclina en favor de Erasmo, pues

todo ideal humanista que agudice gradualmente la mirada del mundo y la claridad del corazón está determinado a ser siempre espiritual y aristocrático, dado a pocos y administrado por éstos de espíritu en espíritu y de generación en generación como una herencia pero, a pesar de ello, esta fe en un futuro destino común de la humanidad nunca se perderá del todo, ni siquiera en un tiempo de máxima confusión.

Tal es el legado glorioso de Erasmo, a los ojos de Zweig.

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toleRancia y desacato

SeBAStIán cAStellIo (1515-1563) se consideraba a sí mis-mo como alguien que “quiere hablar como un hombre de la masa, que detesta las desavenencias y sólo desea que la religión no se demuestre por medio de rencillas, sino por medio del amor compasivo: no con prácticas externas, sino con la intimidad de la conciencia”. Pero claro está que fue algo más que eso. Dos siglos después de las querellas que protagonizó con Calvino, Voltaire alude a él como un sabio más grande que quien lo expulsó de Ginebra por envidia. Y hoy, gracias, entre otros, a Stefan Zweig, vuelve a nosotros vivo y radiante, como quien luchó por la inviolabilidad de la palabra y el derecho a una opinión propia; en fin, por la tolerancia, virtud tan infrecuente en aquellos días como en los nuestros.

Lucien Febvre, el gran maestro de la Escuela de los Annales y autor de un admirable estudio sobre Rabelais, El problema de la incredulidad en el siglo XVI, nos recuerda que en aquella centuria “únicamente la religión matizaba con su color el universo”. Y bien sabemos lo que ello signi-fica: intolerancia, persecución, hoguera y, al propio tiempo, batallas heroicas por la libertad de conciencia, por el mu-tuo perdón, por la tolerancia; Reforma y Contrarreforma, violencia y benevolencia; ríos de palabras enloquecidas, pero también de otras plenas de claridad que, si sabemos leerlas en la justa dimensión de que valen como testimonios históricos, aún pueden iluminarnos.

Después de atestiguar la quema de herejes en Lyon –obra de los inquisidores católicos–, Castellio adopta la

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causa de Calvino, sin adivinar por supuesto la insania que encierra el alma del reformador; lo sigue como a un faro de libertad espiritual. Se instala en Estrasburgo –en un albergue organizado por la mujer de Calvino–, y más tarde en Ginebra, cuando el autor de Institutio Christianae Religionis, impulsor de la doctrina que cambió el rostro de Europa, instaura su dictadura teocrática. Mas pronto Castellio, convencido de la libertad de conciencia como supremo don del espíritu, habrá de disentir de aquel hombre a quien Zweig, autor de Castellio contra Calvino, describe como sombrío, sin edad, sin alegría, falto de sensualidad y compasión. Como bagatelas veríamos hoy las discrepancias de aquellos hombres, ebrios de religiosidad. Castellio, en abierto desacato, considera que el Cantar de los Cantares es sólo una composición profana; y el misterio trinitario, cosa de la subjetividad. Calvino se irrita. Para quien ha pasado del reclamo de libertad a la construcción de un nuevo dogma y cree, además, que Dios le ha concedido la gracia de declarar qué es el bien y qué el mal, cualquier adversa nimiedad desata su furia. Entonces mueve mar y tierra para impedirle el derecho a predicar y lo expulsa de Ginebra, de allí donde Calvino, en pleno delirio, supone haber establecido el reino de Dios sobre la tierra y donde los mandamientos de éste se traducen en los de aquél, único intérprete.

Y ese erudito, obstinado con su independencia interior –“de mirada enigmáticamente tranquila”, como retrata Zweig a Castellio–, abandona el aire enrarecido de una Ginebra cobardemente sometida a la voluntad de ese en-fermo, “fisgón profesional de las costumbres”, que todo lo prohíbe: arte, poesía, música, a cambio de sólo trabajar y obedecer. A los humanistas de su tiempo les dolió la suerte del saboyano. Montaigne lamenta la miseria de Castellio,

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Juan calvino

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dedicado durante largo tiempo a corregir pruebas de im-prenta y labrar la tierra en los suburbios de Basilea para apenas ganarse el pan cotidiano.

Pero bastará atestiguar una injusticia brutal para volver a la batalla. Así como Voltaire escribirá su Traité sur la tolé-rance como una reacción ante la muerte de Jean Calas –tor-turado y sacrificado en el “potro” el 10 de marzo de 1762, sospechoso de haber asesinado a su hijo Marc-Antoine, hugonote que había expresado su deseo de convertirse al catolicismo–, así también Castellio redacta en 1554 su De haereticis an sint persequendi… en respuesta al asesinato de Miguel Servet, un joven temerario e insolente que había desafiado la autoridad teológica de Calvino. No obstante, temiendo la ferocidad del tirano de Ginebra, Castellio se guarece bajo el pseudónimo de Martinus Bellium. Más aún, para despistar a los intolerantes, el texto aparece como im-preso en Magdeburgo cuando, en realidad, fue en Basilea. Dedicado al duque de Wurtemberg, De haereticis… es un indignado manifiesto en favor de la tolerancia religiosa.

En cuestiones religiosas no hay ideas claras y evidentes, pensaba Castellio. Si así fuere, ¿por qué derramar mares de tinta? Todos podemos equivocarnos. Y, de ser así, ningún hombre o partido puede reivindicar el derecho a una verdad única. La diversidad es el sino de los cristianos, a los que sólo se les permite dirimir sus diferencias por caminos espirituales. Por tanto, el poder terrenal, el del Estado, es ajeno a los asuntos concernientes al mundo interior. ¿Por qué, pues, el uso de la fuerza, la intervención en los cuer-pos? “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”, decía Castellio.

Bajo el cielo cruel de Ginebra, un hombre había sido llevado a la hoguera. La insidia de Calvino había conducido, escondiendo la mano, el proceso de Servet: era un hereje.

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Pero el hereje, para Castellio, no era sino la denominación que empleaba quien quería liberarse de un enemigo perso-nal. Quien busque en la Sagrada Escritura no encontrará esa palabra terrible, señal de discordia, de odio que paradójica-mente anidaba en almas que, como la de Calvino, habían proclamado la libertad de conciencia para mirar de frente misteriosas verdades contenidas en la palabra de Cristo.

En Castellio podemos ver un precursor de la tolerancia liberal en toda su firmeza, pero también en toda su ambigüe-dad. Firmeza que implica el desacato, la entera disposición autosacrificial: el saboyano, una vez descubierto, fue acu-sado de herejía (incluso, de haber robado madera); lo salvó la muerte, pero ni siquiera pudo descansar en su tumba, profanada por los fanáticos. Ambigüedad que admite las diferencias pero, al propio tiempo, abriga la esperanza de un consenso feliz en torno a la verdad. Escuchémosle: “si a veces tenemos opiniones diferentes, entendámonos al menos y concedámonos entre tanto el amor y la unión de la paz, hasta que consigamos la unión en la fe”.

El alegato racionalista de Castellio se anticipa a John Locke, tanto en ese pacifismo religioso, que exige no molestarse unos a otros, como en la reivindicación de un Estado laico dentro de cuyos muros la res publica se separa de la intimidad propia de los credos, donde la libertad ha de reinar a sus anchas. Está, pues, cercano a Locke, aunque distante de los tañidos de campanas de un Voltaire cuyo sen-tido de la tolerancia abarca ya la extrema incredulidad. Pues Castellio, si bien se niega a condenar a los cristianos que piensan de manera diferente –e incluso a turcos y judíos–, no quita el dedo del renglón en cuanto a enseñar a éstos y ganarlos mediante “la verdadera religión y la justicia”. Y es que resulta difícil admitir en un cristiano –o en cualquier otro creyente– una radical comprensión ecuménica entre

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las confesiones. Pues aun el más benevolente y compasivo, creyendo vivir en santa verdad, conservará al menos una brizna de voluntad de poder sobre la tierra.

La tolerancia, como principio de convivencia, es hija de la diáspora cristiana, que sucede al derrumbe del monolito católico. Y, más concretamente, es un reclamo de los in-dividuos y los grupos más débiles, aspirantes a ocupar un espacio legítimo dentro de la cristiandad, cuya soberbia no mengua ni siquiera por la proclamación del libre examen. A despecho del entusiasmo de Zweig por Castellio, éste, con toda su benevolencia, no deja de ser “un hombre severo, que nunca se ríe”, según nos dice Febvre; incapaz también de renunciar a atraer a los paganos al redil de la verdad del nazareno. Tolerar favorece la coexistencia entre las diversas opiniones cristianas, pero evita también establecer un mal antecedente para la obra evangelizadora, pues Castellio se pregunta:

¿Quién estaría dispuesto a servir a Cristo bajo la condición de que una diferencia de opinión, acerca de un punto debati-ble con aquellos que detentan la autoridad, se castigará con la muerte en la hoguera, por órdenes de Cristo mismo, más inhumanamente que los que morían en el toro de Falaris, y esto aunque la víctima invocara a grandes voces a Cristo y proclamara a gritos su fe en él?

A turcos, judíos, ateos –únicos verdaderos adversarios– había que cerrarles la boca con el buen ejemplo (sobre todo a estos últimos, que constituían el mayor peligro, al menos en el ámbito cultural europeo).

De hecho, más grave que la acusación de hereje era, en el siglo XVI, la que imputaba al otro la condición de ateo. Según Febvre, esta palabra carecía de un significado pre-

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ciso: “fue una expresión fuerte para producir escalofríos a un auditorio de fieles”. A pesar de la simpatía que Voltaire sentía por Castellio, éste no se escapó de usarla, pues él fue también uno de los acusadores de Rabelais, por muchos señalado a la sazón como un incrédulo. Las detonaciones de Castellio tenían, pues, un alcance limitado. Y en este sentido, Zweig, sustrayendo el discurso de Castellio de su entorno, exagera el valor de su testimonio histórico al presentarlo como impulsor de la más amplia libertad, aunque no deja de tener razón cuando concluye: “siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder”.

En efecto, sin el desacato no se habría generado la tole-rancia, esa fórmula de vida colectiva que, paradójicamente, emerge del mundo dogmático del cristianismo. Alzarse y desobedecer siguen siendo hoy el camino para conquistarla, aunque no se trata ya de hacer valer, sin miedo a ser perse-guido, la opinión propia. Es cierto que prevalecen fuerzas sociales saboteadoras de las diferencias individuales –ra-cismo, homofobia, credos religiosos, fanáticos–, pero tal vez la más grande amenaza recae sobre modos colectivos discrepantes de la cultura hegemónica. La misma demo-cracia, tan dada a la retórica pluralista, parece compatible con nuevas manifestaciones de intolerancia.

La más peligrosa de esas manifestaciones alude al fa-talismo de una modernización de los pueblos, equiparable al proceso de globalización. Se agazapa detrás de una racionalidad que no concede lugar al arte de la duda; y, aunque le otorga al multiculturalismo estrechos márgenes cotidianos, le cierra el paso a una diversidad que sugiere no tanto echar atrás la historia en nombre de una justicia que puede implicar otros agravios –como es el caso de ciertos

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etnocentrismos que pretenden reparar daños ancestrales–, sino simplemente recorrer el camino hacia otras moder-nidades, hacia otras mundializaciones discordantes de un devenir de sumisiones intolerables.

La globalización se ha erigido en el único horizonte posi-ble, en apariencia emancipador, pero en el fondo sutilmente opresivo, tan dogmático y excluyente como la sometida Gi-nebra de Calvino. Pues así como éste condenaba a Castellio como corruptor impío, perro ladrador, malhechor, blasfemo, hoy los defensores de ese dogma planetario califican a los disidentes como globalifóbicos, es decir, enfermos. Como si la salud y el bien tuviesen un solo sentido, como si tales valores no albergaran a menudo antagonismos irresolu-bles. A éstos se ha referido John Gray con su doctrina de la tolerancia fundada en el modus vivendi, que encierra el compromiso de instituciones comunes en las cuales las exi-gencias de valores puedan reconciliarse. Pero el problema no es que los hombres tengan diferentes necesidades y, por tanto, razones para vivir de maneras diferentes, sino cómo lograr una pluralidad políticamente aceptable. Tal vez los movimientos sociales contrarios a la globalización no encuentran aún toda claridad deseable, pero sí saben, como en los tiempos de Castellio, que el desacato es el arma fundamental para asaltar la fortaleza de esta sonriente intolerancia, pero más devastadora que ninguna.

Todo proceso de racionalización comienza con una dialéctica de la negatividad, incluso aquel que concedió a la burguesía su dominio. A ésta le llevó largo tiempo aprender a ser “propositiva”, como dicen hoy los ideólo-gos conservadores. Poco a poco, las nuevas luchas por la tolerancia del modus vivendi descubren sus actores, sus estrategias. El altermundismo fluye por pequeños ríos con humor, alegría, también con rabia; prolifera en barriadas,

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selvas, calles, donde el tumulto grita contra la depredación. ¿Desembocarán estas ilusiones dispersas en un mar pode-roso? ¿Se atreverán esas rebeldías a enunciar de nuevo la palabra “revolución”, devastada por los tiranos, por esos seres guiados por la excesiva virtud, acicateados por un sentido enfermo de lo absoluto? Lo único cierto es que la historia no termina en este ahora, como quisieran algunos palafreneros del Capital.

Ahora mismo, la pesadilla de la cacería emprendida por los poderosos del mundo en nombre de la “libertad duradera” moviliza las más altas conciencias en favor de la tolerancia. Acaso las movilizaciones no sean sino una puesta en escena de la impotencia, de ese exilio en el que vivimos la mayoría de los hombres. Y, sin embargo, las palabras de Castellio siguen siendo todo un estandarte para la desobediencia: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”.

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PRofundidades de esPaña

el poetA heInrIch heIne (1797-1869), acaso el último ro-mántico, confesaba que cada lustro se hundía en las páginas de El Quijote y encontraba en él luces diferentes, aunque invariablemente creía que el quijotismo –como actitud del personaje cervantino– padecía esa patología de querer introducir en su presente un pasado que ya había fenecido, sin más armas que un caballejo, una débil armadura y un cuerpo no menos frágil.

¿Era la obra cumbre de aquel genio, Miguel de Cer-vantes, una manera de confrontarse con su propia nada? ¿Cómo leer ese libro de libros? En apariencia, anidaba en él una crítica a la extravagante pseudocaballería de la aristocracia, a los libros que la enaltecían, a su prostitución literaria. Lo cierto es que la orden de la caballería había perdido sentido con el advenimiento del Estado moderno en un momento histórico en el que el ideal caballeresco, el espíritu de abnegación y la ética del honor cedían el paso a otras formas institucionales.

El reflejo literario de aquel crepúsculo era el sinsen-tido de la épica: un género que, obsoleto ya, pedía otra narrativa. La épica mostraba un pretérito idealizado. Se imponía ahora la novela como aproximación al presente. En este sentido, El Quijote es un modelo pionero de la novela moderna. Cervantes traza en El Quijote un retrato de su nación llena de contrastes: el idealismo delirante y el brutal realismo. Está ahí España, pero también la condición humana que transita de una época a otra: de la Edad Media al Renacimiento.

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El genial Cervantes –escritor, soldado– construye en El Quijote una obra que lo rebasa, más allá de la paro-dia, en la que se anudan el conocimiento profundo de los hombres y la poesía. Muerto un abril de hace cuatro siglos, a la edad de 69, Cervantes vive aún peleando por su Dulcinea, por un ideal de belleza, con el entusiasmo de quien anhela una humanidad mejor. El Quijote es una novela y una utopía humanista.

Unamuno se preguntaba: ¿cuál es la nueva misión hoy de don Quijote en este mundo? “Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no lo oigan los hombres y un día se convertirá en una selva sonora, y esa voz solitaria, que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y la muerte”.

Pero visitemos a otro intelectual de aquella generación del 98: José Ortega y Gasset abrazará aquel libro genial para meditar sobre su amada España.

* * *

Fechas y nombres se entrelazan en la memoria: guiños de un dios desconocido. Cuatro siglos de la aparición del Quijote, medio siglo de una partida, la que a todos nos aguarda. Cervantes y José Ortega y Gasset: dos momentos cumbre de la hispanidad. Un libro los une: Meditaciones del Quijote. 1914: Ortega tiene treinta y un años. Es su primer libro. Lo escribe con fervor, con el optimismo de quien quiere lo nuevo, una España nueva, como Cervantes ni más ni menos, hartos ambos de la rutina histórica, llámense novelas de caballería, gastados heroísmos o filosofías anquilosadas,

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qué más da, pues se trata apenas de señales de un vivir a destiempo, de una inautenticidad inadmisible.

Ortega está de vuelta de Alemania, donde ha bebido los alientos agrios del neokantismo. Y, sin embargo, allí en Marburgo ha aprendido lo que es el rigor, esa claridad que Menéndez Pelayo atribuía a la cultura la-tina –en contraposición a la “niebla germana”, lo cual no era sino un prejuicio de esa España negada a pensar de verdad, a “buscarle tres pies al gato”–. Y entonces, aquel joven maduro en edad y en intelecto se sienta a meditar. ¿Y qué es la meditación? “Es el movimiento en que abandonamos las superficies, como costas de tierra firme, y nos lanzamos a un elemento más tenue, donde no hay puntos materiales de apoyo”. ¿Y acerca de qué? Del quijotismo, no del personaje sino del libro, del misterio allí encerrado, de su gran equívoco, de la búsqueda de lo nuevo, más allá de la superficie, más allá de los árboles que impiden ver el bosque. Se trata de la experiencia de lo profundo, de saber qué es España, de qué está hecho ese entorno mudo que ciñe a la humana vida, argamasa de un yo y una circunstancia que merecen ser salvados, en su caso, del marasmo histórico.

Meditaciones del Quijote se antoja un título ambiguo. Cuenta María Zambrano que siendo niña vio el libro y creyó que trataba algo así como que don Quijote se echaba a pensar. Pero en realidad quien se echaba a pensar era Ortega, aunque era ese “libro máximo” el que le sugería la aventura, lo cual no era poca cosa, pues de la fuente cervantina manarían energías tales que nunca imaginó el célebre manco. “Yo solo ofrezco modi res considerandi posibles maneras nuevas de mirar las cosas”, decía Ortega; maneras tan radicales como la realidad que buscaría desde su perspectiva, porque para él no habrá otra manera de mirar

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las cosas. Conceptos como verdad, razón, vida alumbrarían las veredas de su entendimiento.

Cervantes y Ortega renuevan su mundo; el uno, desde la cima del Renacimiento; el otro, desde la idea de la razón vital, que germina ya en las páginas de esas Me-ditaciones; ambos en lucha abierta contra la tradición, ambos preguntándose por qué el español se obstina en vivir anacrónicamente consigo mismo. Desde la posteridad orteguiana, el genio cervantino deviene crítica: conciencia crítica, subjetividad dueña de sí, pues la locura del señor don Quijote no es sino el anacronismo de una cultura, un querer introducir en la realidad un pasado desaparecido. El estro de Cervantes no lleva a Ortega a exaltar su obra, a caminar complacido en ese territorio glorioso de sus antepasados, en la tragedia de su nada; por el contrario, lo mueve a explorar cómo podría la meditación guiar la vida, dar claro rumbo a su pueblo. “¿Dónde está –decidme– una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente dedicada, una palabra que alumbre el destino de España?”.

Y cree que esa luz no podrá encontrarla en la soledad de un “pueblo viejo”, pues España es parte de algo más grande: “es un promontorio espiritual de Europa”. Por eso, las andanzas del meditador traspasan las fronteras españolas. Quiere ser más que un hombre mediterráneo, que se asume en esa “ardiente y perpetua justificación de la sensualidad, de la apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces que dejan las cosas sobre nuestros nervios conmovidos”. ¿Por qué conformarse con los árboles si es posible mirar el bosque? El concepto es al bosque lo que las sensaciones a los árboles. Ciertamente en éstos late la vida, y la razón no tiene que aspirar a sustituirla: “esta oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar,

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Miguel de cervantes saavedra

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entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver y el palpar!”. Aquí está, en larva, la razón vital como método, como doctrina, como imprescindible pacto para la sobrevivencia de la cultura.

El ajuste de cuentas con el racionalismo lo llevará tam-bién a integrarse a otros universos culturales más amplios, liberadores de una hispanidad adormecida, enferma de falsos orgullos, como un aristócrata, en el peor sentido, pudriéndose en recuerdos. ¿Por qué los suyos se avergüen-zan de otros legados? “¿Por qué se olvida [el español] de su herencia germánica?… Yo aspiro a poner en paz mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboración”. Como nuestros Contemporáneos –ese grupo sin grupo tan cercano al talante de Ortega–, adopta la crítica como verdadero patriotismo, justamente como el patriotismo cervantino complejo, burlón, equívoco. Y “¿de qué se burla [Cervantes]? Lejos, sola en la vieja llanada manchega, la larga figura de don Quijote se encorva como un signo de interrogación; y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española. ¿De qué se burlaba aquel pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel? ¿Y qué cosa es burlarse? ¿Es burla forzosamente una negación?”.

Ortega no niega su hispanidad, perspectiva inevitable de su mirada: “el individuo no puede orientarse sino a tra-vés de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera”. Pero, eso sí, rechaza aquella perversión axiológica que confunde “las más ineptas degeneraciones con lo que es la España esencial”. Regreso a México. ¿No estaban acaso en la misma ruta nuestros Contemporáneos –Cuesta, Villaurrutia–, críticos de la chabacanería nacio-nalista? Cuesta reseña con poca amabilidad La rebelión de las masas. ¿Un bofetón a su alter ego?

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Ortega lee a Cervantes pensando en su presente. De ese pensar surge la posibilidad de una filosofía, y con ella la de una cultura propia, entrañable, que le permite a un pueblo ser auténtico, ser él mismo. Bulle en ambos un ethos de la magnanimidad, una disposición para grandes empresas. Cervantes cosechará los frutos en El Quijote; Ortega, en El tema de nuestro tiempo, en La rebelión de las masas, ambos ensayos de estimulante reciedumbre moral. Pues si en un ensayo invita a su generación, sumida en la apatía, a un despertar para cumplir “con pulcritud su destino históri-co”, en el otro busca caminos salvíficos de una civilización amenazada. Si en El tema de nuestro tiempo se pregunta “cómo avecindar la verdad, que es una e invariable, dentro de la vitalidad humana que es, por esencia, mudadiza y varía de individuo a individuo, de raza a raza, de edad a edad”, en La rebelión de las masas pone a la intemperie el inmoralismo de una Europa que, víctima de su abundancia, ha prohijado mediocridad y barbarie.

Se trata, pues, en un caso, de que los ideales de la cultura –verdad, bondad, belleza– abracen los propios de la vida –sinceridad, impetuosidad, deleite–, de que la razón encarne en el mundo, que es la historia; de que, allende todo relativismo, la verdad ilumine, desde la perspectiva de cada individuo, la dimensión vital, de suerte que “yuxtaponiendo las divisiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta”. Se trata, en el otro, en La rebelión de las masas, digo, de hacer un alto para poner en orden no el saber sino la sociedad misma, agobiada por “la arrolladora y violenta sublevación de las masas”, de ese hombre medio, niño mimado e ingrato, que todo exige a cambio de nada, que “arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto” en un mundo donde la ascensión de nivel vital

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José ortega y gasset

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germina en esas minorías selectas, esforzadas, exigentes consigo mismas.

Crítico de una razón indiferente ante la vida, crítico de una sinrazón que se concreta en la vida innoble de las masas, se nos presenta como un meditador enemigo de los extremismos ya filosóficos –ni racionalismo ni vitalismo– ya políticos –bolchevismo y fascismo–; amante, en cambio, de delicados equilibrios: raciovitalismo, perspectivismo, morigerada democracia, liberalismo, tolerancia; como un meditador hambriento de presente y futuro, sin que esto signifique la negación del pasado, de sus experiencias esen-ciales. Y precisamente una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor:

He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantablemente la solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, y una ciencia política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nuestra vida.

Dice Julián Marías, discípulo del meditador madrileño, que casi todo lo que se escribe sobre Ortega es perfecta-mente inútil cuando no desorientador. Tal vez tenga razón. Yo no quisiera contribuir a esa desorientación. Hablo de Ortega desde mi experiencia, experiencia de gratitud de un lector que encontró en él caminos de luz para comprender al hombre, la sociedad, la historia. Lo leí durante largas

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horas, en la penumbra de una celda conventual que un fraile franciscano nos facilitaba a mí y a un grupo de amigos que formábamos un círculo de estudio. Escogí a Ortega para disertar creyendo que, por escribir éste en mi lengua, me resultaría más accesible. Ahora me doy cuenta de que era sólo una verdad a medias.

Es cierto que Ortega quería ser accesible (incluso una buena parte de su obra es periodística). Pero nunca dejó de ser, en el mejor sentido, un aristócrata, un “aristócrata en la plazuela” y, por tanto, advirtió: “no hay grandes probabilidades de que una obra como la mía que, aunque de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusiones y elisiones, muy entretejida con toda una trayec-toria vital, encuentre el número generoso que se afane, de verdad, en entenderla”.

¿La entendió, por ejemplo, entre nosotros un Jesús Reyes Heroles, aspirante a hermanar, desde la burocracia, ideas y acciones? Como si en Ortega no se hubiese dado la acción, como si no se hubiera opuesto a la dictadura de Primo de Rivera, como si no hubiese fundado la Agrupación al Servicio de la República y participado en la Alianza de Intelectuales Antifascistas con José Bergamín, Antonio Machado y Menéndez Pidal. Hasta donde pudo, según su propia circunstancia, tomó las riendas de la acción. Y, después de todo, ¿no son el pensar y el escribir una acción en sí mismas, la acción primordial de quien ha elegido la vocación intelectual?

Acaso no la entendí del todo, pero la sentí, la gocé. ¡Cuánta hondura cobra en su pluma la lengua de mis padres, como una mano tendida al infinito! Y saboreé ese fruto mayor, único, que nos legó un alma exigente y poderosa, lanzada al mundo a correr su propia aventura sin más armas que su conciencia. Débil armadura, como la del Quijote.

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Pero ¿no es eso la vida para el gran madrileño, un quehacer, un inventarse a sí mismo, un atender a la vocación que cada hombre va descubriendo al hacerse? Y aquí nos vuelve a aparecer don Quijote, ya no como el demente que toma por gigantes los molinos de viento, sino el hombre con míse-ras ilusiones. Pues lo que es anormal en el héroe cómico de Cervantes es, piensa Ortega, normal en el hombre que imagina portentos, dioses.

Durante largo tiempo, olvidé al meditador creyendo que su discurso era acaso demasiado huraño, desdeñoso –a fuerza de exagerar sus argumentos– sobre el influjo de las minorías en la historia, sobre ese hombre-masa por él aborrecido, ambiguo también merced a una ética que me parecía saturada de elementos formales como excelencia y perfección, sólo al alcance de unos cuantos; incluso abusivamente retórico, aunque yo sabía que para Ortega era imprescindible lo oblicuo, lo metafórico, para hacerse entender, para cumplir aquella divisa suya: “la claridad es la cortesía del filósofo”. Pero ahora caigo en la cuenta de que, cuando nosotros vamos a él, él ya está de regreso, más lúcido que nunca, cargado de advertencias pasmosas. En los años treinta del siglo XX diría a sus alumnos: “Sé. Y vosotros lo sabréis dentro de no muchos años, que todos los movimientos característicos de este momento son históricamente falsos y van a un terrible fracaso”. Se refería a todos los extremismos, al fraude vital que los sustenta.

Por eso, hoy lo recuerdo, en este tiempo nublado, en este tiempo de canallas, esta vez asociado con Cervantes: ambos enemigos de lo falso, de lo superficial, riéndose al unísono de nuestros entusiasmos ridículos, de nuestra disposición a envilecernos, a morir en vida, pues la envi-lecida, ya lo decía él, “es la suicida superviviente”.

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Y Ortega, sin ser biologista, era un enamorado de la vida, la vida humana “a la altura de los tiempos”, un alma sensible a la naturaleza y a las obras del espíritu, pues fue ni más ni menos que “una tarde de primavera en el boscaje que ciñe en el Monasterio de El Escorial, nuestra piedra lírica”, lo que lo llevó a escribir sus Meditaciones… “En lo alto, un lucero latía al mismo compás, como si fuera un corazón sideral, hermano gemelo del mío y, como el mío, lleno de asombro y de ternura por lo maravilloso que es el mundo”. Aquí está el humanista de cuerpo entero.

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un diálogo en la ciMa

yA Se SABe que AnteS de hundIrSe en las sombras de la megalomanía y verse como el más incomprendido de los hombres, como el crucificado, Nietzsche se conformaba con unos cuantos lectores selectos: Jacob Burckhardt, Hyppolyte Taine, Richard Wagner… Uno de ellos, poco conocido pero brillante y certero, fue Georg Brandes (1842-1927). Este intelectual danés fue no sólo un lector del genio alemán, sino también su interlocutor; con él, sostuvo una amistad epistolar, amén de haber asumido con rara modestia el desempeño de difusor de su obra en Dinamarca. Y digo con modestia porque Brandes no era un cualquiera: contaba con un prestigio como estudioso del movimiento romántico y atrayente conferencista. Escribía en danés y en alemán, disertaba en francés. Pero sobre todo pensaba críticamente en los asuntos humanos que entonces estaban en el centro de los debates: el matrimo-nio, la propiedad, la monarquía, la Iglesia; instituciones estas que, a su parecer, había que cambiar para respirar libremente. Como Nietzsche, era un solitario, pero po-seía un sentido del equilibrio que lo ponía a salvo de los vendavales furiosos que azotaban el alma del autor de Zaratustra: “Usted no se parece a mí, es otro y tan otro que no me siento tranquilo en su presencia…”, le dice en una de sus cartas. Nietzsche lo inquieta, pero no lo seduce; lo admira, pero toma su distancia: está a su altura. La co-rrespondencia entre ellos discurre en un tú a tú; disienten pero se respetan: comparten el espacio de la elite de una Europa que pronto estallaría.

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La correspondencia entre Brandes y Nietzsche, cons-tituida por veintidós cartas, abarca poco más de un año, entre noviembre de 1887 y enero de 1889. Y transcurre en dos diferentes niveles: el afectivo y el intelectual; el primero nos revela a dos seres humanos interesados el uno por el otro: intercambian saludos corteses, buenos deseos, retratos; el segundo se despliega en una dialéctica conci-sa, en la que uno y otro intentan autodefinirse y también definir cada uno a su interlocutor, ambos inscritos en “una época crítica para los valores morales”, con reacciones paralelas y, al propio tiempo, distantes entre sí. Brandes se antoja más abierto y generoso; el alemán, más cerrado, con la mirada más fija en su camino, más obstinado en su rebeldía, levemente desdeñoso pese a su provincianismo germano –Brandes es para Nietzsche un “buen europeo y misionero de la cultura”–. El danés, en cambio, busca puentes comunes: cesarismo, odio a los pedantes y a la pedantería; a veces pregunta sin obtener respuesta, pero ese silencio no obsta para que, en reconocimiento sincero del genio, lo difunda por los medios a su alcance –artículos, conferencias– en una Escandinavia que nada sabe acerca del exótico alemán.

Tal vez, para asimilar lo que hasta entonces había be-bido de las fuentes del genio, escribe un hermoso texto: Nietzsche. Un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, que a Federico le agrada desde el título mismo, pues “es lo más fuerte que de mí se ha dicho”. Dos temas llaman la atención de quien fue apasionado adversario de todo “misionero moralizante”: la historia y la moral. Y su presentación del gigante transcurre más o menos así: la historia –y, por ende, las civilizaciones que fragua– es obra de las grandes personalidades; son ellas las que le imprimen sus rasgos esenciales, su “unidad de estilo”,

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Jacob Burckhardt

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las que logran vencer el filisteismo intelectual, ese yugo forjado por la doxa impersonal, guía de las masas, que no son sino copias defectuosas de los hombres sobresa-lientes, ánforas de resentimiento con respecto a todo lo que es genial. Por eso, la educación histórica no sólo es estéril sino peligrosa, pues, amén de consagrar la inerte mediocridad, es la ruina de las fuerzas creadoras, aunque no deja de ayudar a quien busca en el pasado ejemplos deslumbrantes que alientan la energía del hombre.

En consecuencia, la tarea de la humanidad no es atender la felicidad de la mayoría u ocuparse del destino del rebaño, sino producir grandes hombres, abonar el terreno para la creación de personalidades donde habiten la bondad y la pureza, pues solamente ellas se constituirán en fermento de la elevación humana. Vástago de Schopenhauer, el autor de Ecce hommo se aleja de él tan pronto como descubre que en el corazón de su ethos está la piedad cristiana, un ethos para esclavos, para quienes se suman al cúmulo del sufrimiento humano; por el contrario, los amos viven en libertad y en alegría: escriben su propia moral. Brandes asocia a Nietzsche con Renan, con su esperanza en una nobleza intelectual, enemiga del populacho.

Brandes presenta a Nietzsche con su propia visión crítica. En su ensayo destaca la importancia de Así habló Zaratustra; sin embargo, no comparte la opinión del autor en cuanto a valorarla como su obra maestra. Le parece que no tiene la suficiente plasticidad; es monótono su discurso, aunque su estilo es sonoro; si algo admira en él es ese en-treveramiento de logos y poesía. Es un libro claro por su alegría, pero oscuro por su lenguaje enigmático; un libro para temerarios, para “escaladores de montañas morales”.

No tenemos por qué dudar del buen juicio de Brandes, pero Zaratustra señala un momento decisivo en el pensa-

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miento de Nietzsche: el de “sí” a la vida, a ésta y a ninguna otra, a lo que ofrece como posibilidad, como inventiva, allende la moral con su tumulto asfixiante de deberes; a la vida que irrumpe con su alegría, sus horrores, en las convenciones sepulcrales, en la rutina de un vivir con sus falsas certezas.

¿Qué atrajo a Brandes de la obra nietzscheana? Me atrevo a afirmar que su pulsión romántica pues, a despecho de su crítica al romanticismo, el discurso del alemán fluye dentro de esa gran corriente espiritual, aunque, como lo apunta Rüdiger Safranski,

Nietzsche de ninguna manera era un romántico en el sentido de un retorno al cristianismo, pero lo era por la forma en que entendía lo dionisiaco como centro de incitación de lo real. Lo mismo que los románticos, empeña su lanza contra la somnolencia de la moral convencional […] se siente im-pulsado también por la aspiración romántica de lo salvaje, a lo monstruoso […] no va en la dirección de la gran quietud, sino que se dirige a la aventura…

¿Qué agradecerle a Brandes? Su lectura inteligente y serena, que nos abre la puerta de la casa de los enigmas nietzscheanos, hecha de razón y sinrazón, de poesía y profecía; casa habitada por un Nietzsche desgarrado en su aislamiento, en una misantropía de la que brota, pa-radójicamente, su grande amor a la humanidad; a ratos despectivo respecto de la plebe y de lo plebeyo, pero obs-tinado en su confianza de que la humana criatura sabría, con su inmenso potencial, alcanzar otros horizontes, los del superhombre, no en un sentido biológico sino moral, semilla de una civilización poscristiana, que, aun siendo futuro, a la par regresaría a la comarca donde rigen los

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ideales de Dionisos, a ese reino de los sueños de su amada Grecia –la suya, pues que no hay una sola Grecia, sino tantas como las que cada quien elabora en su imaginación, aunque siempre sensual, alegre, trágica–, la Grecia de los inconformes con una Europa que por entonces prepara las bayonetas para el sacrificio más cruento de la historia.

Y también hemos de agradecerle a Brandes haber dado pie a que Nietzsche se mostrara de cuerpo entero, huma-no, en toda su grandeza y con sus debilidades, enfermizo, inseguro, pero también afable, agradecido, sencillo, capaz de dialogar –aunque solo hasta cierto punto– con alguien que, en muchos aspectos, se perfila como superior a él, más cosmopolita, dispuesto siempre a aprender de los de-más; un Nietzsche cuya lucidez se extravía en la noche de su propio desorden interior y llega a creer que pronto “el mundo se estremecerá convulsionado ante la gran debacle de la que soy factótum”, después de haberse definido a sí mismo como vir obscurissimus, como “bestia valiente” que navega a contracorriente, ignorado justamente porque intenta comprender, con pasión y angustia, una cultura achacosa, decadente y, sin embargo, segura de sí misma, del progreso que representa.

Progreso falso, pues bien dice Brandes: para Nietzsche, “la magnitud de un progreso se mide por la importancia de los sacrificios que exige. Una higiene que mantiene vivos a millones de seres débiles e inútiles que hubieron debido morir no es un progreso verdadero”.

La empresa editorial Sexto Piso ha puesto a nuestra dis-posición, en castellano, el ensayo de Brandes, las veintidós cartas que testimonian la amistad entre el erudito danés y el genio alemán, amén de un artículo necrológico de Brandes, fechado en 1900, año de la muerte de Nietzsche, y una nota aclaratoria sobre los síntomas de los desvaríos

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nietzscheanos: defensa contra quienes pretendían ofuscar la gloria del genio. “¡Era terriblemente triste ver cómo, en algunas semanas, se había apagado la última chispa de su razón, y observar la manera en que un hombre genial, que no tiene semejante, se ha transformado en una pobre y lastimosa criatura!”.

Brandes era sólo dos años mayor que Nietzsche, y le sobrevivió veintisiete. Con seguridad, esa breve amistad, lejana pero cálida, con el portento deja en él una profunda huella espiritual, un dolor imborrable que inferimos del tono mismo de su “artículo necrológico”, alusivo a la tragedia de Nietzsche, a la ironía de su des-tino, pues “llegó la felicidad ansiada, golpeó su puerta, pero el desgraciado no respondió al encontrarse preso de sus alucinaciones”. ¿Qué fue lo que más admiró Bran-des? “La grandiosidad de un estilo al que dedicó toda su vida”. Pero ¿en qué consistió tal grandiosidad? Me parece que no se refiere tanto a la escritura como a algo que está más allá, a ese fuego en el que se autoinmoló aquel hombre impar en su combate imposible contra toda una civilización envenenada por el espíritu cristiano; grandiosidad que es sacrificio, tan personal que sólo un iniciado pudo asumir.

Sin embargo, dudo que Brandes se haya dejado tocar por ese fuego. Ya en sus cartas nos legó constancia de aquello que lo apartaba de su amigo. Brandes era un libre-pensador, un anticlerical, pero no un misógino; le choca-ban ciertas filípicas nietzscheanas y se rehusaba a aceptar consideraciones que apenas valoraba como hipotéticas, pero expuestas con tal fuerza que podían seducir a algu-nas almas ya distraídas, ya desesperadamente anhelantes de una renovación moral. Mas, a despecho de sus firmes convicciones intelectuales y políticas, Brandes se dio a la

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friedrich nietzsche

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tarea de comprender y difundir una presencia que merecía la atención del mundo.

* * *

Estamos en Turín, Italia, una mañana fría del 3 de enero de 1889. El genial Federico Nietzsche ha buscado en el clima mediterráneo un poco de paz para su alma atormentada. De pronto, advierte que un cochero maltrata a su caballo. El filósofo, compadecido, corre a abrazarse al cuello del equino. Y llora. Cuando regresa a casa le dice a su madre “soy un tonto”. Son sus últimas palabras. Durante los si-guientes diez años, antes de morir, vive un atroz silencio.

Este pasaje de la vida del filósofo inspiró al cineasta húngaro Béla Tarr para filmar El caballo de Turín (2011), que comienza justamente con un plano-secuencia en el que vemos a un viejo campesino montado en una destar-talada carreta azotando a su caballo rumbo a su humilde cabaña, donde lo espera su hija. Ambos guardan carreta y caballo; un viento furioso agita la cabellera de los per-sonajes. Guarecidos ya, la joven, entre amorosa y servil, desviste al padre, impedido por la inmovilidad de su brazo derecho. El viejo reposa en el camastro, mientras la muchacha prepara el alimento. “Está lista”. Se sientan a la mesa y comen una patata caliente. Él se levanta y, sentando frente a la ventana, contempla un árbol lejano sin follaje, mientras ella, en pleno vendaval, extrae agua del pozo. Todo es desolación.

Durante seis días, la rutina se repite. ¿Son los seis días de creación del mundo señalados metafóricamente por la Biblia, o los seis días de la destrucción? El ritmo narrativo es moroso, exasperante. El blanco y negro del relato acentúa

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el drama de los personajes, padre e hija, que en mitad de aquella nada solamente ven pasar el tiempo acompasado por la música de Mihály Víg, reiterativa como ese mover-se –desesperanzado y sin sentido– de los personajes, cuya vida languidece ante nuestros ojos. ¿Es el eterno retorno sugerido por el filósofo?

Cuando, en el segundo día, aparece un tercer personaje venido del pueblo cercano, comprendemos mejor la trama. Sólo quiere un poco de licor. Pero aprovecha para lanzar su perorata: ellos (acaso los hombres, pues quiénes más) han conquistado y degradado todo. Todo está en ruinas… Ha desaparecido lo excelente, lo digno, lo noble… No hay Dios ni dioses… Ni bien ni mal… No habrá cambio en la tierra… Todo está perdido para siempre… Las luces se apagarán como el fuego que deja de arder en la pradera. El viejo lo interrumpe con un “Ya basta”. El visitante recoge la bebida, paga y se va.

Otro día, un grupo de gitanos extrae agua del pozo. Están ebrios de alegría, como buscando lo imposible: la libertad. Casi al final los personajes que habitan la humilde cabaña descubren que el caballo se niega a moverse, a comer; que el pozo se ha secado; que nada queda ya sino el árbol sin follaje. ¿Una fábula apocalíptica? ¿Una metáfora del fin del mundo? Béla Tarr declaró después de esta filmación que no haría más cine. En 2011 contaba apenas con cin-cuenta y seis años. “Ya dije todo lo que tenía que decir”. Su silencio parece equiparable al de Nietzsche, al de los personajes que en la última escena se rehúsan a comer las patatas calientes. ¿Llegará así el acabose de los seres humanos? ¿Sin el estruendo de las bombas, calladamente, en medio de una naturaleza que ha castigado la soberbia de la criatura humana? Ya no se trata de la muerte de Dios, sino de la muerte de los hombres, del fin de la aventura

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humana que, alguna vez, predijo ese gran misántropo que fue Emil Cioran. Pero ya sin la esperanza nietzscheana de un hombre trascendido, del superhombre que no tendrá un hogar. Pues que, después del crepúsculo, solamente asoma la noche. Sin el Dador de sentido, sin la Razón. Sólo la oscuridad que cubre la pantalla.

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un Paseo PoR el JaRdín iMPeRfecto

en el Año 2001, Tzvetan Todorov le concedió a Catherine Portevin una serie de entrevistas. El fruto de esas conver-saciones es un libro que lleva por título Deberes y delicias, una vida entre fronteras (2002). Ella se antoja embelesada con la voz dulce de aquel hombre tan cortés, dueño de una serenidad desconcertante, pues a pesar de haber sufrido la experiencia totalitaria le preocupaba antes que nada “llevar una vida mejor, más rica en sentido y belleza, más abierta a lo absoluto, también más feliz”. Nacido en Bulgaria en 1939, Tzvetan nos revela, al final de aquel largo diálogo, que había vivido entre fronteras: países, lenguas, culturas; campos de estudio y disciplinas; fronteras entre lo banal y lo esencial, lo cotidiano y lo sublime, la vida material y la vida del espíritu. ¿Qué buscaba este admirable desplazado? Simplemente, cómo vivir.

Cuando Tzvetan platicaba con su entrevistadora, tenía 62 años. La adolescencia estaba lejos, pero aún recordaba el 5 de marzo de 1953, día de la muerte de Stalin, protector faraónico, casi dios, “ese rostro bueno, esa sonrisa gentil bajo los bigotes blancos, esa mirada benévola del hombre en uniforme que nos contemplaba desde todas las paredes de la ciudad donde aparecía su foto. Lo veo todavía: color gris claro, un poco de azul, un poco de rojo… Todo era armonioso y apacible, la paz y la seguridad”. Pero detrás de aquella imagen, el infierno; el reino del mal, por así decirlo. Tzvetan acabaría desconfiando de las grandes palabras: Paz, Justicia, Igualdad, pero también de los promotores del Bien colectivo. El hombre moderno sólo cuenta con el amor, con

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ese único sagrado. “Pocas personas se sacrificarían hoy día por Dios, por la nación o por la clase obrera, es decir, por abstracciones. Pero muchos padres están dispuestos a sacrificarse si la vida de sus hijos está en peligro y lo mismo podría decirse de otras formas de amor”.

* * *

A decir verdad, este políglota –leía en francés, alemán, inglés, ruso– jamás se sintió víctima directa del régimen totalitario ni padeció amenaza personal alguna. “Mi expe-riencia del totalitarismo no está ligada […] a sus momentos de paroxismo. No estuve en las ciudades ucranianas cuando toda la población se moría de hambre, cuando los padres terminaron por comerse a sus propios hijos. No estuve en Auschwitz en 1944, cuando trenes enteros llevaban a los judíos búlgaros para que los mataran”. Pero el mal estaba ahí: en la incongruencia entre las frases de los represen-tantes del poder, la vida que llevaban y la que hacían vivir a la población. Tzvetan gozó el privilegio de ser hijo de un funcionario cultural de alto rango; su padre había estu-diado letras y filosofía en Sofía, era un erudito devoto de Chejov y director de la Biblioteca Nacional. Pero no por ello dejó de inquietarle la represión, el adoctrinamiento, el abuso de poder, la extrema escasez: aún se acuerda de la alegría que provocaba el que alguien, a su regreso de Europa occidental, pudiera traer algunos rollos de papel higiénico. Sin embargo, aquel joven lúcido desde enton-ces supo adaptarse a ese régimen que, siendo una trampa, parecía natural. Fueron para él un refugio la amistad, las caminatas en la montaña, el trabajo manual, la lingüística misma (por donde escapó de las presiones ideológicas).

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* * *

A los 24 años, Tzvetan inició una vida nueva. Una tía le ofreció una beca para viajar al extranjero. Eligió París por razones en apariencia banales: admiraba la pintura impre-sionista, el canto de Edith Piaf, las amplias avenidas de ese “paraíso de la imaginación”, como le llama Luis Cardoza y Aragón. Una primera frontera, un primer desgarramiento. Tzvetan deja atrás la humana calidez de la familia y los amigos a cambio de un ideal vago. Le consolaba la idea de regresar pronto, pero tardará dieciocho años en pisar de nuevo tierras búlgaras; sufrirá el etnocentrismo francés, la antipática discriminación contra los desplazados, pero su talento brillará en los círculos intelectuales, al lado del generoso Roland Barthes, de la hospitalidad de Jacques Derrida, de Roman Jakobson. Y se entregará a la literatura, “no sólo porque ésta participa de la elucidación del mundo, sino porque le agrega belleza y, de esa manera, lo hace me-jor […] la humanidad es más feliz con la literatura que sin ella”; la literatura es pensamiento: coadyuva a comprender mejor al hombre y al mundo.

En el clima de libertad que le ofrecía París, pudo ha-berse ocupado de la amarga experiencia totalitaria. Pero decidió no prestarle un minuto de su atención, al menos en sus primeros años parisinos. Se rehusará, también, a entrometerse en asuntos políticos, en ese mundo de mentira que es la palabra pública. Medroso, huye de los conflictos. Para qué discutir con los intelectuales si bien sabe que éstos prefieren la radicalidad, más que la prudencia de la moderación. 1968 despierta en él sentimientos encontra-dos: lamentaba la vulgaridad. No dejaba de inquietarle la ceguera idealista de los intelectuales: “viven de las ideas, muchos se hacían maoistas, pero no tenían idea de cómo

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vive un chino en la época de Mao […] este ha sido uno de los grandes problemas de las élites”. Pero participaba en el proyecto de Vincennes.

* * *

En su ensayo Las morales en la historia (1991) –el primero que me introdujo a su pensamiento– apunta:

los acontecimientos que se desarrollaron en mayo-junio en París y en otras ciudades francesas no fueron, como lo cre-yeron sus protagonistas en la época, el anuncio de una era nueva, sino, muy por el contrario, el último coletazo de un periodo que tocaba a su fin y un adiós: prepararon el fin de los utopismos (de derecha y de izquierda) en el espíritu de los intelectuales.

Éstos no se colocaban en la vanguardia, sino en la retaguardia; es decir, retardaban el momento de la caída del monstruo totalitario: patética resultaba la presencia de un Sartre vendiendo La Cause du Peuple, adoptando posturas marxistas. ¿Cuál sería entonces el papel de los intelectuales? “Representar el papel de Tábano, o también el de aguijón en la sociedad: ésta podrá ser la función del intelectual moderno, si no teme demasiado padecer la suerte de Sócrates”. Quiero decir que Tzvetan no creía que los intelectuales franceses –de quienes estaba más cerca– es-tuvieran dispuestos a asumir los riesgos de ser las primeras víctimas de ese régimen con el cual soñaban pero cuyas entrañas en el fondo ignoraban o no querían ver.

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tzvetan todorov

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Tzvetan fue un intelectual híbrido, un desplazado. En parte muy francés, y en parte no. No olvidaba que sus orígenes estaban en la filología eslava, pero tampoco lo que Francia le había dado, sobre todo su referencia hu-manista. ¿Le inquietaba ser un desplazado? No lo creo. “El individuo es multicultural. Las culturas no son islas monolíticas”, dijo alguna vez. El problema estaba en otro lado: el miedo a los inmigrantes, al otro, a los bárbaros: ese miedo “que nos arriesga a convertirnos en bárbaros” . Le incomodaba la pedantería académica francesa, sólo útil para exhibirse, pero son los pensadores franceses a quienes invoca en su paseo por el “jardín imperfecto” –expresión esta de Montaigne, “hombre bisagra entre lo antiguo y lo nuevo que ha leído a todos los antiguos y al que leerán todos los modernos…”–. Montaigne será el punto de partida de un humanismo que culmina en Constant, pasando por Montesquieu y Rousseau; a esta familia –por llamar de algún modo a este agrupamiento– se adhirió Todorov, no sin antes cuestionar a los enemigos de la modernidad, en particular a los conservadores como Louis de Bonald.

De hecho, después de su ensayo Nosotros y los otros (1989), Tzvetan se reconocerá como humanista. Y será este pensamiento el que lo aleje de la amargura totalitaria, pues en él encontrará la idea de la autonomía y la libertad del hombre, del individuo que tiene su raíz en otra idea: la de la universalidad, que es, al propio tiempo, unidad del género humano, inobjetable siempre y cuando le conceda un espacio a la reivindicación de la humana diversidad.

* * *

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El humanismo es emancipación de la tutela religiosa, aceptación del ser humano tal cual es: imperfecto, torpe, a menudo merecedor de un poco de compasión; habitante de un jardín que se puede trabajar, pero sin pensar nunca en el Edén: al humanista no le es dado prometer la per-fección –esencia de las utopías de izquierda y derecha–, pero sí decidir su destino. Siguiendo a Rousseau, admite que el gran problema de la existencia humana reside en la reconciliación entre las exigencias sociales e individuales.

El hombre no es, en sí, bueno ni malo: es “un ser inde-terminado” en el plano de la moral que, necesitando cons-tantemente de los otros para afirmar su propia existencia, puede contribuir tanto a su felicidad como a su desgracia; que posee un margen de libertad en sus elecciones; que, por lo tanto, es responsable del bien y del mal que hace. El hombre vive en una dimensión social. De ahí su desacuer-do con Sade, que proclama la soledad como la condición verdadera del ser humano. Quiérase o no, los otros cuen-tan: el niño abandonado muere por falta de cuidados, no a consecuencia de la “guerra perpetua y recíproca”. Por el contrario, esa gran vulnerabilidad podrá estar en el origen del sentimiento de compasión, propio de todos los seres humanos. La autonomía del individuo, entendida como la negación del otro, se traduce en autonegación.

Fatigado de la tiranía, Tzvetan apeló a un humanismo bien temperado –como lo sugiere Montesquieu–, anclado en una universalidad que toma en cuenta la naturaleza hete-rogénea de cada sociedad y en una confianza en la aptitud de los hombres para gobernarse a sí mismos dentro de ciertos límites. Este humanismo moderado le permitió a Tzvetan la experiencia del éxtasis. Educado en el seno de una familia agnóstica, puede afirmar con emocionada lucidez:

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No sé qué quiere decir hablar con Dios, pero reconozco ese contacto con lo absoluto ante la belleza, la de un paisaje o la de una obra de arte, una Crucifixión de Grünewald o de Tiziano, un gesto de Suzanne Farrell en los ballets de Balanchine, una melodía simple de Schubert que me conmueve. Y también en el amor, en el afecto, en la ternura hacia los míos.

El pensamiento humanista de Tzvetan se expresa no sólo en lo trascendente: encuentra su continuidad en un apego a los valores cotidianos. La ternura que vierte al referirse a su madre lo dice todo: “sus gestos de cuidado y bondad valían mucho más que los proyectos revolucionarios”. Por eso, no es de extrañar que al toparse con los pintores holandeses del siglo XVII enaltezca un arte pictórico que sale de las iglesias y entra en las casas particulares: deja a un lado la seda de los monarcas y fija su atención en la gente común. Pintores como Rembrandt, Vermeer, De Hooch, Steen, Ter Borch, Hals, Metsu inspiran su libro El elogio de lo cotidiano (1998). Dicho genéricamente, “el pintor constata que la belleza puede estar albergada en el objeto más insignificante, en el gesto más común, siempre y cuando él, el pintor, lo plasme en toda su calidad. Descubre en sí mismo un poder insospechado: por obra y gracia de sus pinceles puede mostrar que los objetos son dignos de una admiración no sólo estética sino ética”. Si De Hooch exalta la virtud doméstica, Steen censura las debilidades humanas. En virtudes o vicios, lo que está inscrito es la afirmación de la vida terrenal, el bullicio del mundo.

Una joven comiendo ostras, una chica cortando cebo-llas, otra pelando manzanas, otra más bañándose en un río, un niño bebiendo; escenas que representan la amo-nestación paterna, una proposición amorosa, una pareja en la cama, un caballero y una dama bebiendo vino. Aquí

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está también el ser humano. Es la vida cotidiana, no nece-sariamente feliz, pero sí susceptible de ser transformada “desde adentro” para que renazca “iluminada de sentido y belleza”. El artista pinta y legisla, tal vez no de manera consciente, pero es el ensayista moral; en este caso Tzve-tan, quien pone en relevancia el entreveramiento de la estética y la ética. En ¡El arte o la vida!, estudio sobre el genio holandés, apunta que Rembrandt no pintó escenas de la vida cotidiana, pero lo hizo en otras formas de la expresión plástica, el dibujo y el grabado: mendigos a la puerta de una casa (aguafuerte), interior de una cocina (dibujo a pluma, tinta y sanguina); aquí y allá el mundo del trabajo, las mujeres y los niños. Cotidianidad por exce-lencia. Mas el artista elegirá no divinizar lo humano, sino humanizar lo divino. Sus dibujos subrayan la proximidad. El empleo de imágenes profanas en un contexto sagrado inyecta cotidianidad en la historia.

Del nuevo testamento, Rembrandt escoge a menudo escenas que se parecen a la vida cotidiana de sus conciu-dadanos: Cristo, Marta, María, la adoración de los pastores cumplen gestos de significación sagrada, sin dejar de ser individuos profanos.

* * *

Sus responsabilidades públicas impiden a Todorov ser un viajero constante. Sin embargo, visita el Reino Unido, donde traba amistad con Berlin; Estados Unidos, donde imparte cursos en Yale y despierta su pasión por el jazz… y también México, donde el tema del encuentro con el otro –obsesión suya– le sugiere su gran ensayo La Conquista de América. Polonia, por su parte, le daría pie para escribir

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Frente al límite. Pero estamos en 1991. Han pasado tres décadas desde que visitó Auschwitz por primera vez. El asunto de los campos de concentración estaba lejos de su atención. Como le confiesa a Portevin: “no buscaba dema-siado saber aquello que me hubiera preocupado, mi vida me apasionaba, evitaba inconscientemente toda formación que pudiera arruinarla”. No obstante, acaba por encarar este episodio histórico tan doloroso. Frente al límite (1991) contiene, sin duda, las páginas más entrañables de su biografía intelectual.

Se trata de un documento que va contra la idea de que los campos eran un mundo puramente hobbesiano. Pues, junto a los ejemplos que ilustran la desaparición de todo rastro de sentimiento moral, se encuentran también otros en los que la enseñanza es diferente. Inevitablemente se entrevera ahí la reflexión sobre el mal, para comprenderlo; pero sobre todo ese pensar en las formas en que aparece el bien, vale decir, ese florecer de la moral redentora y también la preocupación por el otro; comprende el mal de los agentes a partir no tanto de consideraciones psicológicas individuales como de una sociedad totalitaria que produce seres fragmentados: durante el día verdugos capaces de anular en su interior todo sentimiento de compasión y, llegada la noche, esposos ejemplares y padres amorosos; pero más que nada fija la mirada en el bien, en aquella dignidad que va desde lavarse la cara y lustrar los zapatos –gestos tan apreciados por un Primo Levi– hasta la libertad, incluso, como lo sostenía Jean Améry, la de ir altivamente hacia la muerte como si se marchase hacia la vida; o poner atención en el cuidado del otro, tender la mano a los que sufren, bendecir el momento trágico –como lo hace Margarete Buber-Neumann– agra-deciendo al destino haber encontrado, en Ravensbrück, a Milena Jesenska, otrora amiga de Kafka.

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Se trata de ejercicios de bondad, de una bondad sin ideo-logía, sin pensamiento, sin discursos, sin justificaciones; se trata del cuidado, nombre con el que Todorov designa la acción moral por excelencia, una acción mediante la cual un yo toma por objeto el bienestar de uno o varios tú; en este sentido, afirma Tzvetan:

los campos confirman esta omnipresencia ya que, incluso en las circunstancias de mayor adversidad que puedan ima-ginarse, cuando los hombres y las mujeres se encuentran desfallecientes de hambre, transidos de frío, agotados de fatiga, golpeados y humillados, continúan teniendo sencillos gestos de bondad: no todos, no todo el tiempo, pero de modo suficiente para que nuestra fe en el bien salga reforzada.

Experiencias éticas que tropiezan con sentidos de vida, como en el caso de Viktor Frankl, fundador de la logoterapia.

* * *

En su ensayo Los abusos de la memoria, Tzvetan dis-tingue el buen uso del mal uso de la recuperación del pasado. Si él se ha ocupado de investigar tales sucesos justamente en ese momento es porque ha considerado que esos acontecimientos trágicos le han impuesto el deber de testimoniar, pues que “los verdugos nazis quisieron aniquilar a sus víctimas sin dejar rastros; el memorial recupera, con una sencillez consternadora, los nombres propios, las fechas de nacimiento y de partida hacia los campos de exterminio”. Así restablece a los desapareci-dos en su dignidad humana… En este sentido, Tzvetan

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no sacraliza la memoria, que de otro modo se volvería estéril, sino que la pone al servicio de la justicia.

El buen uso de la memoria no excluye el olvido. En el nivel individual sería cruel el recuerdo constante de lo vivido. El olvido ha curado a muchas personas de la experiencia de los campos de concentración. En tal caso, cada cual tiene el derecho a decidir. Tzvetan recuerda las palabras de Paul Déroulède: “el olvido no entra en nuestros corazones”.

Así pues, el pensamiento abstracto que toca los temas de la libertad y la autonomía individual, la reflexión so-bre la pintura –ya la de los pintores holandeses del siglo XVII, ya la de Goya– que se ocupa de la mirada sobre lo que ocurre en el mundo terrenal, la observación de la experiencia moral en los campos de concentración le dan a Todorov, a fin de cuentas, la categoría de un heredero del humanismo moderno, así como la oportunidad de em-prender un fecundo paseo por el jardín imperfecto. Sereno, sin prejuicios, pleno de fe en el hombre y en sí mismo.

* * *

José María Ridao nos cuenta que Todorov lo invitó a cenar cerca de su casa parisina y que, al terminar de confiarle, durante la sobremesa, las inquietudes sobre la prensa, el pensamiento y la política, se echan a andar aparentemente sin rumbo, pero aquel paseo tenía un destino: la casa de la rue Rollin, donde Descartes vivió entre 1644 y 1648. Al llegar, Todorov se detiene y le dice: “quería que vieras esto”. Y le enseña el fragmento de una carta que el filósofo le envió a la princesa Elizabeth de Bohemia, reproducido en una placa que dice: “Estando como estoy, con un pie en un

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país y el otro en otro distinto, encuentro que mi condición es muy feliz, en tanto que es libre”. Ridao comprendió entonces que Todorov le estaba mostrando el modelo de vida que había adoptado como suyo, y en el que había en-contrado la serenidad y el estímulo para forjar una actitud más que levantar una doctrina. Porque esa actitud no es sino la actitud de humanismo por la que su persona y su obra serán sin duda recordadas.

Todorov interioriza los valores del humanismo. Apren-de lo que significa la moderación del poder, la democracia con su igualitarismo, sin menospreciar las jerarquías –por ejemplo, los niños no pueden cuidar a sus padres–; hace suya la idea de la libertad política como un bien inesti-mable; pero no de esa libertad estropeada por la ausencia de restricciones, ni de esa libertad que reclaman los ricos y los fuertes para aumentar su poder en la sociedad. El humanismo no entraña un individualismo, pues sería como pasar de un extremo al otro: del todo “Estado tota-litario” al todo “individuo ultraliberal”. Pero se congratula con el descubrimiento del individuo, que es también una revelación de lo humano.

Más allá del lugar común de que el Renacimiento haya sido un mero escrutinio de la Antigüedad, significa también, en el ámbito de la pintura flamenca, el encuentro con la individualidad. Robert Campin, Jan van Eyck, Rogier van der Weyden introducen, en sus retratos, al individuo en la imagen. “El sentido de esta pintura no es hacer renacer lo antiguo, sino descubrir lo humano. Por eso forma parte del advenimiento del humanismo”, afirma Todorov en su ensayo El elogio del individuo. Aprecia enormemente la felicidad doméstica que se consigue gracias a las activi-dades más simples de la vida: lavar las heces de los hijos, procurarles salud y alimentación; estima el amor y la amis-

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tad: “una buena vida es una vida rica en amor”, nos dice en una de las páginas de El espíritu de la Ilustración. Retengo unas líneas alusivas a su intimidad familiar:

Mi padre murió en mis brazos. La familia cuya casa habita-ba y que lo cuidaba me había avisado que estaba muy mal. Tomé enseguida el avión, mi padre me sonrió y, asegurado de mi presencia, se dejó agonizar, lanzó su último suspiro dos días después; estaba solo con él en ese momento, cerré sus parpados, até su mandíbula para que no se le cayera. Luego lavaron su cuerpo y lo vistieron. Estaba hermoso. Tenía 92 años, y acababa de publicar un libro de memorias.

Todo Tzvetan está aquí. Lo veo en una fotografía con su cabellera blanca como espuma del mar, su amable sonrisa, la mano izquierda sobre el pecho, con la mirada puesta acaso en Nancy, su pareja, durante varios años lejos del humo de los crematorios que flota en el bosque.

Colofón

Pensando invariablemente en el otro, hasta el postrer día, Tzvetan, en su último libro, Insumisos, decidió inclinar su mirada compasiva sobre aquellos que se negaron a some-terse a la coacción del poder, a los insumisos. Resistencia y afirmación: “Un doble movimiento permanente, en el que el amor a la vida se mezcla inextricablemente con el odio a lo que la infecta. Resistir significa, ante todo, una forma de lucha que uno o varios seres humanos libran contra otra acción física o pública, que llevan a cabo otros seres humanos”. Itinerarios diversos, conmovedores por igual: Etty Hillesum en Holanda; Germaine Tillion en Francia;

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Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsyn en la Unión Soviética, Mandela en Sudáfrica y Malcolm X en Estados Unidos contra la discriminación… Todos implicados en acción y reflexión, teoría y práctica. Todos enarbolando la causa del hombre libre y justo. Todos escalando la cumbre del humanismo. Como Tzvetan, que apenas hace unos meses dejó de respirar el aire, dejándonos en la orfandad, sin la luz de su palabra buena.

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germaine tillion

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vaRiaciones soBRe una MisantRoPía

BAjo lA luz del renAcIMIento, el genial Pico della Miran-dola (1463-1494) publicó –a sus escasos veintitrés años– su Oratio de hominis dignitate, que le sirvió de prólogo a las novecientas tesis que tituló Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae. Su célebre discurso fue y sigue siendo un paradigma del humanismo, entendido como exal-tación del hombre cuyo libre albedrío lo puede conducir ya a las alturas de un ángel, ya a los abismos de la bestialidad. Como todo humanista, creyó que su pensamiento ayudaría al bienestar del hombre, centro del universo; como todo cristiano optimista y tolerante, si los hay, abrió su corazón a los vientos del sincretismo y de la diversidad. Lleno de amor al género humano, consideró que éste era capaz de vin-cularse con Dios sin mediaciones, sin rituales, sin dogmas. Pero aquel joven que tempranamente dominó el griego, el árabe, el hebreo… pagó caro su atrevimiento: fue juzgado, condenado por herejía y padeció la cárcel. Sometido y hu-millado, el brillante discípulo de Marsilio Ficino ofendió a musulmanes y judíos. Sin embargo, esta flaqueza no logra eclipsar los destellos de su gran Oratio, ejemplo vivo de un humanismo que supo apreciar la grandeza humana.

* * *

Cada sociedad genera sus humanismos –estudios, idea-les– para mejorar la condición humana. La Antigüedad clásica, el Renacimiento, la Ilustración, el romanticismo…

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Unos miran hacia adelante, otros hacia el pasado. Todos son emanaciones de una inconformidad con lo vivido: unos permanecen como testimonios individuales; otros se convierten en ideologías orgánicas y trascienden como conciencia colectiva. Innovar o revivir, crear o imitar mo-delos, no importa. El Renacimiento imita a los antiguos, pero quiere superarlos. Todo vale si de lo que se trata es de que la humanidad, tan elástica como perfectible, prosiga por un camino ascendente.

En contraste con el humanismo de Pico, en el crepúsculo de una civilización ensoberbecida por su progreso, cabe la sensación de vejez, el agotamiento, el tedio, el vacío. Émile Michel Cioran (1911-1995) expresa con suma inteligencia esa atmósfera decadente. Aunque nace y crece lejos de los grandes centros urbanos en una Rumania rural, a los veintiún años parece haber leído todo, por así decirlo. El escenario ya no es Rasinari, donde vio la luz primera; ya no es ese universo pastoril donde ha sido feliz como un “animal salvaje”; ni Sibiu donde, sustraído del paraíso bucólico, el adolescente alimenta su timidez, sino Bucarest, lugar en el que, insomne, pasea por sus calles, disfruta sus burdeles. Es ahí donde dice “adiós a la filosofía” y sus sistemas, señales todos de “una vida personal pobre e insulsa”; es ahí don-de, harto de cultura e historia, escribe En las cimas de la desesperación. En las primeras páginas de este libro, en el capítulo “Yo y el mundo”, apunta, entre paréntesis, “escrito el 8 de abril de 1933, el día en que cumplo veintidós años, experimento una extraña sensación al pensar que soy, a mi edad, un especialista de la muerte”.

Todo Cioran está aquí: el sinsentido de la vida, la ta-nática avidez de sí mismo, la persistente autodenigración: “soy una fiera de sonrisa grotesca que se contrae y se dilata infinitamente, que muere y crece al mismo tiempo, exal-

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Émile Michel cioran

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tada entre la esperanza de la nada y la desesperación del todo…”; y más adelante: “soy un fósil de los comienzos del mundo […] soy la contradicción absoluta, el paroxismo de las antinomias y el límite de las tensiones; en mí todo es posible, pues soy el hombre que se reirá en el momento supremo, en la agonía final, en la hora de la última tristeza”. Nunca deja de ver hacia adentro. Ya en París, adonde viaja como becario del Instituto Francés de Bucarest, escribe en una “Carta a un amigo lejano” (1957):

…me veo, en medio de los civilizados, como un intruso, un troglodita enamorado de caducidad, sumergido en plegarias subversivas, presa de un pánico que no emana de una visión del mundo, sino de las crispaciones de la carne y de las tinieblas de la sangre […] Sí, en mis crisis de fatuidad, me inclino a creerme el epígono de una horda ilustre por sus depredaciones, un turanio de corazón, heredero legítimo de las estepas, el último mongol.

Si aquel joven no se suicida es porque le repugna “lo mismo la vida que la muerte”. Cioran vivirá ochenta y cuatro años. En el transcurso de su larga vida, continuará observándose y, desde esa experiencia interior, centrará su atención en el hombre. No cambiará su actitud hacia el mundo. Se odiará a sí mismo y odiará al género humano. He aquí un humanismo al revés, una misantropía. Y escri-birá y escribirá. No por gusto ni por capricho, sino como una catarsis.

Desde la perspectiva individual –soledad, desespera-ción, sufrimiento–, la misantropía de Cioran dibuja un conflicto con el mundo; pero, vista desde la dimensión cultural, cabe preguntarnos ¿el narciso negro que lo corroe no es reflejo de su tiempo? ¿No están ya el aburrimiento,

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el tedio y el vacío en Baudelaire, en Mallarmé…? Pero Cioran es algo más que un simple crítico de la moderni-dad: es un desencantado de la civilización –innecesaria para él–; su desaliento se remonta a los orígenes: el naci-miento del hombre está marcado por la insignificancia; es minúsculo, baladí. El hecho de que se considere el centro del universo es una cosa; el que lo sea, otra. En el fondo, es una criatura megalómana, “un mamífero que debería haber tenido un destino mediocre, [que] está comprome-tido con un destino que le queda demasiado grande”. El hombre está maldito desde sus comienzos. Por eso, lo que inventa se vuelve contra él y, cuanto más se agita, más se acerca a su final. La historia es la negación de todos los valores, la prueba de su fracaso: “todos sus sueños se estrellan contra lo grotesco del desarrollo histórico”. El devenir humano es también un antídoto contra las utopías, esos “monstruosos cuentos de hadas”.

Y, sin embargo, las necesita; son su fuerza, pues las ilusiones contenidas en ellas –como la libertad, por ejem-plo– son imprescindibles para soportar la vida, para evadir la atroz condición humana. El progreso mismo, salvo en su aspecto tecnológico, es una ilusión, la “utopía por ex-celencia”, mas, por grande que sea, no lo salvará. Pienso en todos esos bobos que idolatran a Steve Jobs, creador de una tecnología que galopa al precipicio de la nada, de espe-jismos que nos acercan y nos distancian al propio tiempo. Una nueva utopía seductora de las multitudes que esperan toda la noche para adquirir los nuevos trebejos. Pero esa utopía, como otras tantas, “corresponde al infantilismo. Entraña un procedimiento mental que me da náuseas. Nada más contrario a mi naturaleza, a mis ideas, a mis sensaciones, lo que no me impide reconocer una constante del espíritu humano y que el hombre no puede prescindir

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de divagaciones utópicas, si quiere actuar, enseñar, predi-car…”. No se puede agitar la sociedad con las máximas de La Rochefoucauld: un pozo de amargura elegante, si se quiere, pero tan intensa como la de Cioran.

El discurso misantrópico de Cioran es un grito, un esta-llido, una bofetada, “una sucesión de exclamaciones”; sus deslumbrantes verdades no emergen de una lógica serena, sino de una inspiración furiosa: “Yo no he tenido pasiones, sino arrebatos”. En vano discutir con él. De ahí que, en sus “Reflexiones sobre Cioran”, Susan Sontag desatine deba-tiendo con las “argumentaciones” del rumano: Cioran no argumenta, clava su ponzoña con rencorosa precisión. Por eso, el aforismo es su arma más afilada; en él encuentra la palabra más justa, la más hiriente injuria contra sí mismo, contra la vida, contra Dios. A Cioran se le toma o se le deja en sus claridades y en sus sombras. Hay quienes devoran todo lo que escribe, por coincidir con su cansancio, con su rabia o por mero esnobismo; pero también hay quienes pronto lo abandonan, como un amigo a quien le di a leer Breviario de podredumbre, por considerarlo monótono, hiperbólico y acaso insincero.

* * *

Cioran escribe sus primeros cinco libros en rumano. Pero en 1947 decide redactar en francés; era, para él, un idioma odioso,

con todas sus palabras pensadas y repensadas, afinadas y sutiles hasta la inexistencia, volcadas hacia la exacción del matiz, inexpresivas a fuerza de haber expresado tanto, de terrible precisión, cargadas de fatiga y de pudor, discretas

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hasta en la vulgaridad […] Una sintaxis de una rigidez, de una dignidad cadavérica las estruja y les asigna un lugar de donde ni el mismo Dios podría desplazarlas…

Detesta sus rigores, empero, asume el reto y lo conquis-ta. Él, tan indiferente a toda gloria –aspiración ridícula–, anhela secretamente ser leído. Breviario de podredumbre fue un martirio: lo rehace cuatro veces, para no ser consi-derado un “meteco”. Este libro, extraído –según él– de sus “bajos fondos” para injuriarse e injuriar la vida, le abre el camino de la consagración como uno de los grandes escritores en lengua francesa. Escritos en rumano o en francés, los títulos mismos de sus libros llevan la impronta de su morbidez: Silogismos de la amargura, La tentación de existir, Desgarradura, Del inconveniente de haber nacido… Todos parecen ser variaciones del primero, cada vez más concisos, más fragmentarios, en ascenso sonoro como el Bolero de Ravel.

* * *

Entre el creer y el no creer en la imposibilidad de la fe –in-vención cristiana–: así vive su alma atormentada, cautiva de amor a los místicos, deseosa de eterna calma, de un éxtasis que, por momentos, experimentó en su estancia alemana, allá por los años treinta. Como todo blasfemo, es un pensador profundamente religioso. ¿Cristiano a su pesar? Como Nietzsche, aborrecía el cristianismo. ¿Pero acaso no lo llevaba en la sangre, como una tara? Su padre era sacerdote ortodoxo; mas, a diferencia del germano, que creía en el hombre y en su capacidad de superarse a sí mismo, Cioran pensaba que creer en el hombre es una

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necedad, una locura. En La tentación de existir, la retórica anticristiana se concentra en el odio a san Pablo,

un judío no judío, un judío pervertido, un traidor […] Cuan-do ya no sé a quien detestar, abro las Epístolas y en seguida me tranquilizo. Tengo a mi hombre […] Una civilización podrida pacta con su mal, ama el virus que la roe, no se respeta a sí misma, deja a un san Pablo ir y venir… Por esto mismo, se confiesa vencida, carcomida, acabada. El olor de la carroña atrae y exita a los apóstoles, sepultureros ávidos y locuaces […] El paganismo les trató con ironía, arma inofensiva, demasiado noble para doblegar a una horda insensible a los matices.

Y, sin embargo, ¿no se asemeja Cioran al de Tarso, no desprecia, como éste, el mundo, la carne; no mira con malos ojos toda sensualidad, no incluso percibe en el comer “un acto de envilecimiento cotidiano”, aunque, a diferencia del apóstol, Cioran nada espera de su renuncia?

* * *

Fernando Savater, en un hermoso libro, Ensayo sobre Cioran –por el que luchó durante muchos meses para que fuese aceptado como tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid–, dio en el clavo en su aprecia-ción: “la única tarea [de Cioran], si se la puede llamar así, es el desengaño”. Es comprensible que las demoliciones del pensador rumano fueran rechazadas como habitantes de la academia filosófica; que alguien, proveniente de la periferia del mundo y aspirante a “sensibilizarse a la os-curidad que la policromía ilusoria pretende enmascarar”,

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fuese indigno de ser considerado como filósofo, a despe-cho de que sus reflexiones sobre la existencia, el tiempo, la vida, Dios, la historia, la libertad… se abordaran de otra manera, evitando toda pedagogía, gozando la negación de la felicidad, de la vanidad de todo esfuerzo, del orden mismo del mundo. Difícil resulta la aceptación de alguien al que se le revela la inanidad del ser, ese despertar de la conciencia que riñe con “las personas decentes y de provecho”, esa violencia que admite la eternidad de la miseria, ya la interior, ya la de la vida social. Pues que el hombre ensucia y degrada todo lo que lo rodea. En lo personal, mucho agradezco a Savater que haya desper-tado mi curiosidad y que, de su mano, muchos lectores de habla hispana nos hayamos adentrado en el atrayente infierno cioraniano.

* * *

En política, ¿qué es Cioran, de izquierda o de derecha? Ninguna calificación podría atraparlo. En sus Cuadernos (1957-1972), que preparó Simone Boué, las agitaciones de 1968 en París pasan de largo; no le merecen una sola línea. ¿Qué podría decir un indiferente? “Occidente es una podredumbre que huele bien. Es un cadáver perfumado”. Para él, todas las sociedades son malas, pero hay peores. Así, rechaza lo mismo la sociedad burguesa, ilusión li-bertaria y “quintaesencia de la injusticia”, que la tiranía comunista. Rechazar o aceptar el orden establecido, da igual; nada cambiará. En su “Ensayo sobre el pensamiento reaccionario (A propósito de Joseph de Maistre)”, leemos: “lo trágico del universo político reside en esa fuerza oculta que conduce a todo movimiento a negarse a sí mismo, a

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María Zambrano

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traicionar su inspiración original y corromperse a medida que se afirma y avanza. Porque en política, como en todo, nadie se realiza sino a través de su propia ruina”. Cioran no pertenece a nadie; el juvenil pasaje de su adhesión a La Guardia de Hierro –movimiento fascista, ultranacionalista, antisemita– le produce, a la postre, “vergüenza intelectual”. Y aquí, de nuevo, Sontag se equivoca atribuyéndole “una sensibilidad católica de derechas”. Cioran es un procla-mador de la pasividad, de la negación, incluso de ese no hacer nada en la vida. Es un escéptico desesperado: “no sirvo para nada y no quiero servir para nada… soy como un león marino abúlico”.

Escéptico, el rumano duda incluso del valor del inte-lecto. Cioran prefiere la compañía de la gente humilde –pescadores, campesinos–, de aquellos que nada saben o cuya sabiduría no es convencional: “un barrendero sabe más de la vida que un filósofo” y, por eso mismo, logran el acceso a la felicidad (cosa que a él no se le da, por eso se considera un fracasado que la persigue sin conseguirla). Un escéptico que, sin embargo, no cesa de admirar. Ejercicios de admiración lo ponen contra la pared de sus dubitaciones; admira a Jorge Luis Borges, a Mircea Eliade… a María Zambrano, a quien dedica palabras conmovedoras:

quisiéramos consultarla en los momentos cruciales de una vida, en el umbral de una conversión, de una ruptura, de una traición, en la hora de las últimas confidencias, graves y comprometedoras, para que nos revele y explique a no-sotros mismos, para que nos dispense, por así decirlo, una absolución especulativa, y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestros callejones sin salida y nues-tros estupores.

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Sin olvidar el éxtasis que le produce la música de Bach.

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Cioran, el pensador, deambula por una senda, la del asco a la gente y a sí mismo; Cioran, el hombre inmerso en su cotidianidad, ¿camina por otra? Responde a las cartas de personas desconocidas, acepta entrevistas, se muestra com-pasivo; ofrece refugio a víctimas de la persecución durante la guerra; se ocupa de la suerte de sus sobrinos; derrocha gentileza, simpatía y humor cuando recibe visitas en su departamento de París, “ese cementerio bullicioso” que será su cárcel a partir de 1937; disfruta ya las caminatas en el parque de Luxemburgo, ya los largos paseos en bicicleta por todo el territorio francés, ya las veladas con sus amigos. Piénsese lo que se quiera, él es así: por un lado, nos dice que “los sentimientos entre amigos son falsos”; por otro, confiesa su cariño hacia los suyos, como Samuel Beckett. Es contradictorio, pero nunca pierde la lucidez, ni siquiera en el enunciado de sus paradojas: “que la vida no tenga sentido es una razón para vivir, la única, su realidad”. Si como pensador arroja sus flechas envenenadas, después, en su diario vivir, las recoge y las guarda. Así, no obstante que nos diga que “inclinarse hacia el bien es una aberración, una violencia con el ser”, si alguien lo consuma es por una especie de distracción del orden; pues bien, él acaba siendo un distraído, un hombre pleno de bondad, un hombre de luz, como suele decirse.

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Ya viejo, Cioran se deja retratar. Sus profundas arrugas deletrean un inmenso sentimiento de duelo. Viéndose tal vez en el espejo de Diógenes, en El ocaso del pensamiento (1940) se pregunta: “¿Qué habrá impulsado a Diógenes hacia la catastrófica ruptura del hechizo ingenuo, delica-do y envolvente de la existencia? […] ¿Qué consuelo le habrá faltado, qué caricias le truncaron, para separarle de la felicidad a la que debió ser sensible incluso si nació con vocación de réprobo?”. Algo perdió también Cioran en el camino, como el entrañable cínico: ¿las fresas salvajes del personaje de Bergman, el sombrero que guarda el patriarca de Un gato sobre el tejado caliente? ¿El trineo del ciuda-dano Kane, de Orson Welles? Sí, algo que nada compensa. Ni los amores, ni la gloria, ni las cosas acumuladas en el desván de la memoria; algo que lo obliga a mirar hacia la nada, hacia las cenizas –que son “el desenlace de todo”, y en lo que sustenta su humanismo al revés, su misantropía–. ¿La misantropía, un destino arrastrado por los genes como leño inocente, a la deriva siempre, habitante de uno y otro hotel durante veinticinco años?

El pesimismo: una enfermedad de familia. Todos los míos la han padecido. Mi hermano está igual que yo al respecto. Mi padre, un ansioso consumado que tenía miedo de todo, increíblemente honrado, modesto y sin estatura; mi madre, am-biciosa, farsante, alegre y amarga según los momentos, activa, obstinada, de una vanidad poco común y extraordinariamente capaz, de una mentalidad más fina que la de mi padre, en el fondo destrozada, interiormente decepcionada. Yo he heredado casi todos sus defectos y algunas de sus cualidades, pero no tengo nada de su energía y su obstinación. A su lado, soy un simple veleidoso, un aspirante, una promesa…

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Este juicio sobre la madre me recuerda al de Kafka sobre la suya: “Se aferra tanto por no vivir”.

La familia es el entorno que dibuja el tatuaje de su des-tino; en las últimas páginas de Ejercicios de admiración nos dice:

Yo nací cerca de los Cárpatos y adoré el pueblo donde pasé mi infancia. A los diez años tuve que abandonarlo para ir al liceo de la ciudad. Fue una experiencia terrible que nunca olvidaré: el espectáculo de un animal llevado al matadero. Los condenados a muerte deben conocer sensaciones seme-jantes antes del suplicio final. Yo sabía que lo perdía todo, que era expulsado de mi propio edén y que no merecía ese castigo. Cuando pienso en ello tras una vida entera, me doy cuenta de que tenía razón de haber reaccionado así, que en el fondo la civilización es un error y que el hombre debería haber vivido en la intimidad con los animales, apenas dife-rente a ellos. En ningún caso debería haber ido más allá del estatuto del pastor. La conclusión de una vida se reduce a la constatación de un fracaso.

Pero ese fracasado, ese hombre que se consideraba un holgazán, “un león marino abúlico” oscilando entre la duda y la ansiedad mística, nos ha dejado un testimonio tan cruel como grandioso que perdurará con su lucidez mientras se prolongue la aventura del hombre, más cercana a su extin-ción de lo que creemos.

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el adveniMiento del HoMBRe nuevo

en lA MItoloGíA GrIeGA, Atlántida es una isla gigantesca donde los hombres construyeron un mundo ideal, goberna-do por una casta de guerreros. De ella nos habla Platón en Timeo y Critias, y Francis Bacon en su Nueva Atlántida. Todos los grandes soñadores imaginan su Atlántida. ¿Cómo imaginó la suya Ernesto Che Guevara en la pequeña isla de Cuba, en el aquí y el ahora de los años sesenta del siglo XX? Porque ese alguien que fue médico, viajero, combatiente te-merario, lector autodidacto, funcionario irreverente y, claro está, revolucionario; ese alguien –digo– algo imaginó más allá de esos fragmentos que nos han dejado sus palabras, su praxis infatigable y, sobre todo, esa ira al propio tiempo metafísica y psicológica que, confundida con una noble indignación ante la injusticia, explica tal vez la elaboración de su mito. Mito que han propiciado también su muerte sacrificial en plena madurez, una revolución decadente y ese inmenso estuario de aguas podridas que es el mundo de hoy, necesitado de héroes, aunque tal necesidad, según Claudio Magris, es triste, “porque presupone situaciones terribles que afrontar; por lo demás, el énfasis monumental y funerario –que a menudo falsifica su imagen– devela, involuntariamente, esa tristeza”.

* * *

Todo es grande en Ernesto: sus virtudes –fuerza de volun-tad, abnegación, altruismo– y sus defectos –prepotencia,

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machismo, rigidez, cólera–. ¿Fue el hombre más completo de su tiempo, como afirmó Sartre? Difícil es estar de acuer-do con él pues, reducido a su vehemencia revolucionaria, fue también amante veleidoso, padre irresponsable. ¿O fueron el amor y la vida familiar sólo un momento de flaqueza del héroe trágico?

Siendo yo joven admiré su arrojo, su sentido del sacri-ficio; ahora, viejo, veo también esa megalomanía que le hizo creer que podía desatar el nudo de la humana tragedia. Pienso en Cioran: quien aspire a regenerar a la humanidad debería comenzar la obra de regeneración por y para sí mismo. De otra suerte, sólo descarga sobre los demás su desequilibrio y su deseo caótico, que lo abruman.

Era su vocación la de un guerrero. Independientemente de que le asistiera la razón, cuando pensaba que la lucha armada era entonces la única solución para los pueblos que combaten por liberarse, la violencia corría por sus venas: desde niño fue incontrolable y nunca apartó de sí mismo el modo desconfiado e hiriente de tratar a los demás.

* * *

Toda revolución altera radicalmente el cuerpo social. A dicha alteración, teóricamente en bien de la libertad y la dicha colectiva, le acompaña la violencia, pues ¿qué domi-nadores ceden de manera pacífica? Pero ello no nos exime de consideraciones éticas. No me refiero a divagaciones metafísicas, sino a una imprescindible racionalidad histó-rica que aparece ya en el pensamiento de John Locke como justificación de la revuelta ante el poder. Cabe, pues, en ese mundo convulsionado, una ética de la revolución fundada en la real posibilidad de liberación, en cuyos inicios está el

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ernesto Che guevara

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socavamiento de condiciones humanas opresivas; una ética que, en la etapa posrevolucionaria, fija los límites de la ac-ción represiva –la cual, de excederse eventualmente, podría negar el fin propuesto por el movimiento revolucionario triunfante que, dicho sea de paso, no es sino un medio–. La crueldad y el exceso son inadmisibles en tanto que denigran la vida humana, cuya dignidad ocupa un espacio central en la idea revolucionaria. Y vida humana es también la del enemigo, la del adversario vencido.

En unos aspectos, el Che era un hombre reflexivo; en otros, un huracán. En los días posteriores al asalto del po-der político, el siempre astuto Fidel Castro, para mantener inmaculado su liderazgo, confió a Guevara la suerte de los prisioneros; conocía su frialdad para apretar el gatillo, su hambre de venganza. Sin reparo alguno, el “guerrillero heroico” dio paso al “carnicero de la Cañada”. Bajo su responsabilidad estuvieron juicios sumarios y ejecucio-nes de centenares de reales o imaginarios enemigos de la revolución, ¿quizá porque, a fin de cuentas, el pueblo cubano no era su pueblo? En plena asamblea de la ONU, el argentino bramó: “fusilamientos, sí. Hemos fusilado y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”. ¿Son palabras de un humanista o de un fanático? Tal vez las de un hombre que sólo cree en su verdad. Con pesar recojo unas líneas de sus Notas de viaje: “Aullando como poseído asaltaré barricadas y trincheras […] Teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga en mis manos”. Debido al escándalo internacional, Castro se vio en la obligación de frenar el ímpetu de aquel Ayax enloquecido.

A pesar de su temperamento peligroso, Fidel Castro le confía responsabilidades importantes: primero como jefe del Departamento de Industrialización del Instituto

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Nacional de la Reforma Agraria; después, como presi-dente del Banco Central y, más tarde, como ministro de Industrias. En esta última encomienda, no sólo aporta sus fatigas, sino también fértiles ideas: el trabajo voluntario, que actualiza una práctica de las sociedades con fuerte sentido comunitario –recordemos el tequio de los antiguos pueblos de Mesoamérica–; el estímulo moral, que antepone al estímulo material; asimismo, la sustitución de la ley del valor por la planificación. Pero el Che no sugiere ni persuade: impone. Desoye a los expertos: René Dumont no pudo convencerlo de que los estímulos morales sólo son eficaces en el cortísimo plazo; a la gente común, al obrero, los maltrata: nunca deja de fustigar con patanería la indisciplina de los cubanos. Parafraseo a Gracián: “el buen modo es la gala de la vida”.

* * *

Régis Debray escribe:

El Che imponía la disciplina, sin vueltas ni relaciones perso-nales. ¿Acaso existe un carisma de la distancia? […] Sentía un placer malsano en hacer llorar de rabia, de humillación, de exasperación. El comandante Pinares (alias Sánchez, en Bolivia) me había pedido que le dijera que ya no podía más, que aquello era insoportable… Era algo inconsciente por parte del Che, algo neurótico. Para quebrar así a hombres como aquél, que eran duros entre los duros, tipos que lo habían dado todo, se necesitaban más que sarcasmos. A diferencia de Fidel, el Che no tenía ninguna psicología en el sentido de entender al otro, de entrar en los problemas cotidianos del otro… Era altruista con la humanidad, pero no con su prójimo inmedia-

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to. Tenía en verdad la estructura del perfecto sectario, como pueden serlo santo Domingo, los santos y mártires cristianos. Todos los fundadores de religiones son así.

* * *

Como funcionario se muestra autoritario pero, sobre todo, impaciente. A pesar de comprender que el socialismo en Cuba era entonces joven y tenía errores, a cualquier objeción respondía: está en ciernes “el hombre nuevo”, que él vislumbraba esporádicamente en algunas actitudes: solidaridad, ánimo heroico, voluntad apasionada. Tenía razón en afirmar que si el hombre bajo el socialismo no es movido por nuevos valores, el cambio sólo es formal. La sal de Mariátegui condimentaba el pensamiento del Che: el socialismo es una creación heroica. Pero, a mi parecer, tal gestación espiritual no ocurre de la noche a la mañana: los modos de producción –como categoría totalizadora– ma-duran en la larga duración. Si al capitalismo le ha llevado siglos su desarrollo, ¿por qué el socialismo habría de con-sumar su plenitud en el brevísimo tiempo de una vida? Ya lo había dicho Mao: “el camino al socialismo es una larga marcha”. ¿En este aspecto, como en otros, los deseos del Che excedían las posibilidades de lo real? Un humanista devorado por la ansiedad de un asmático.

* * *

La abuela paterna era atea; Celia, su madre, había recibido una educación religiosa. Ernesto fue bautizado según el rito católico. Si en su vida adulta fue creyente o no, poco im-

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porta. Su mentalidad era judeocristiana; su concepción del hombre bajo el socialismo me remite a la idea evangélica de la comunidad de los santos, inspirada en el sacrificio personal y el amor al prójimo; una comunidad virtuosa que no conoce ambición censurable alguna. El ideal del nuevo orden social, a realizar en el aquí y el ahora, se asemeja a la aspiración cristiana de la plenitud de los tiempos. Nada hay más parecido al hombre nuevo concebido por Guevara que una conversión a lo Pablo de Tarso. Pero el fenómeno paulino pertenece a la hagiografía, a la esfera de las excepciones.

* * *

Durante su periodo cubano, Fidel encomendó también al Che tareas diplomáticas. Viajó a Estados Unidos, Europa, Asia y África en busca de apoyo al gobierno revolucionario. Consiguió simpatía, pero también despertó recelos tanta irreverencia. Fidel lo dejó hacer y deshacer hasta agotar su paciencia en aquel discurso pronunciado en Argelia en febrero de 1965; en su perorata, se queja de los soviéticos, de su trato mercantil con los países del mundo socialista, impropio en la medida en que deberán ser otras las leyes que rijan esos vínculos; pero lo hace sin consultar y en un momento en el que el jefe máximo de la revolución busca-ba una alianza salvadora. Si a partir de ese acontecimiento hubo ruptura explícita o no, carece de significación; lo que sí hubo fue la evidencia de que la radicalidad del Che se había convertido en un escollo para la razón de Estado. El Che intuye la incomodidad del dirigente y regresa a Cuba sólo para despedirse de todos: de Fidel, de su segunda mu-jer, Aleida March, y de sus cuatro pequeños hijos. Todo un

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ejercicio de abnegación y renunciamiento, el de un solitario con elevados deberes históricos, que lo conduce a afirmar, en un tono de apóstol:

no tengo hogar, ni mujer ni hijos, ni padres ni hermanos ni hermanas; mis amigos son mis amigos en tanto piensen políticamente como yo y sin embargo estoy contento, siento algo en la vida, no solo una poderosa fuerza interior que siempre sentí, sino también el poder inyectarla a los demás y con un sentido absolutamente fatalista de mi misión que me despoja del miedo.

Dice Rafael Argullol que:

El héroe romántico es, en el sueño o en la realidad, un obse-sionado nómada. Necesita recorrer amplios espacios –los más amplios a ser posible– para liberar a su espíritu del asfixiante aire de la limitación. Necesita templar en el riesgo el hierro de su voluntad. Necesita curar en geografías inhóspitas la herida que le produce el talante cobarde y acomodaticio de un tiempo y una sociedad marcados por la antiépica burguesa.

Guevara se marcha al Congo donde, considera, el im-perialismo había alcanzado extremos brutales; participa en un movimiento rebelde contra el gobierno espurio que había derrotado al prometedor Lumumba. Pero pronto se decepciona: los líderes, Soumaliot y Kabila, son unos farsantes; los guerrilleros, víctimas de supersticiones y alcoholismo, riñen entre sí; el grupo, lejos de valorarlo, lo ningunea: el Che es un combatiente más, un don na-die agobiado por el tedio, el paludismo y la sensación de fracaso; al cabo de seis meses estériles, abandona la misión. Ha errado lugar y compañía. Imagino su narciso

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herido, su rabia, su soledad. Regresa a Cuba, pero sólo para preparar su nueva aventura: Bolivia, sí, que será el cementerio de sus afanes, de sus fatigados huesos; pero también el firmamento de su posteridad, de esa imagen mítica producida, sin proponérselo, por Alberto Korda en marzo de 1960, en el acto de despedida de las víctimas del sabotaje al barco francés Le Coubre, que transportaba armas para el gobierno revolucionario cubano.

* * *

Me detengo en las últimas imágenes del Che con vida. Enmarañado el cabello, harapiento, nostálgico de abismos, cumpliendo su destino. Nada tiene de patético; por el contrario, todo es grandioso, en contraste con el unifor-me planchado de los oficiales y el aire nauseabundo de su satisfacción. ¿Mártir o héroe? Da lo mismo. Simple-mente, alguien que, en gesto de suprema solidaridad con los humillados del mundo, se entregó a la muerte. Era su “causa”. Para él valía la pena. Otros la continuarían; otros demostrarían, como él, que la probidad moral tiene aún cabida en el mundo. Tal fue acaso el cálculo de este aventurero excéntrico, diferente por su profundo sentido sacrificial. Una ráfaga de M2 alivió para siempre su asma, su impaciencia justiciera. ¿Veo al Che muerto o el cuadro de Mantegna, Lamento sobre Cristo muerto? El mismo escorzo prospectivo, aunque a Guevara nadie lo llora, nadie le cierra aquellos hermosos ojos que ahora navegan por el infinito, sin rumbo, como la condición trágica del hombre.

* * *

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ernesto Che guevara

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Lamentación sobre Cristo muerto (1457-1501), andrea Mantegna. Pinacoteca de Brera, Milán, italia

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Hago un paréntesis. El aventurero prefigura al hombre de armas tomar. El joven asmático vagabundea por Sudamé-rica. Le conmueve la pobreza de nuestros pueblos, her-manados por la lengua, la religión y la desgracia. El odio antiimperialista tatuará su sensibilidad revolucionaria, del mismo modo que la localización política del mal alimen-tará su visión optimista y voluntarista del combate. Más tarde, se instala en tierras guatemaltecas, donde se propone defender el gobierno de Árbenz. Allí ahonda su formación marxista al lado de Hilda Gadea, a quien hará su compañera sentimental por un tiempo. Destituido Árbenz, se refugia en México. El encuentro con Fidel Castro definirá su rumbo. En Sierra Maestra prueba exitosamente su arrojo y talento como estratega. Al cabo de la lucha, recibe la estrella dorada de Martí, que colocará en su emblemática boina. Como revolucionario, se consideraba más avanzado que Castro, a quien veía como “líder de una burguesía de izquierda”. Aunque autodidacto, su cultura marxista era sólida. Estudió al Marx joven y al maduro: Los manuscritos económico-filosóficos de 1844 y también El Capital; por supuesto, a Lenin y a Mao Zedong, protagonistas de las dos grandes intervenciones históricas del marxismo. Aborrecía las ver-siones escolásticas, pero creó la suya, dispuesto siempre a poner el pellejo para demostrar sus verdades. Discutía con otros, pero sólo para asegurarse que tenía la razón.

* * *

Ernesto Che Guevara nació en Rosario en 1928. Es hijo de un tiempo y de un imaginario social. Su juventud estuvo inscrita en un peculiar modo de imaginar la existencia, de alimentar expectativas. La rebeldía marcó a su generación

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en Latinoamérica, pero también en el corazón de su odia-do imperio estadounidense. Rebeldía contra los padres, contra la mediocridad, contra ese Todo que representa el capitalismo. Es inevitable asociar su figura con James Dean, con el movimiento Beat; en fin, con el sentimiento, ampliamente compartido, de que no sólo era necesario sino también posible transformar un orden oprobioso. Un rayo de entusiasmo. En este sentido, Guevara cumplió: su derrota final no fue un fracaso, sino solamente el gran riesgo, una de tantas consecuencias asumidas por quienes padecen la enfermedad de la acción, por quienes abrazan alegremente la idea de morir con una noble causa. No hace falta defenderlo, como lo hace la academia oficial cubana, acusando de tergiversadores a todos aquellos que le atribuyen perfiles idealistas, voluntaristas o románticos. Él sigue ahí, inconmovible, en el centro de las fantasías transgresoras. Medio siglo después de su aventura, es aún, como dice Michael Löwy, “el profeta vengador de las revoluciones futuras, revoluciones de los condenados de las tierras, de los hambrientos, oprimidos, explotados y humillados de los tres continentes que domina el impe-rialismo: Asia, África, América Latina”.

* * *

El imaginario social ha cambiado. La charlatanería demo-crática ha clausurado el camino de las armas, pero no ha podido desacreditar del todo el horizonte: la derogación histórica del capitalismo, fuente copiosa de los males humanos. Recuerdo unas líneas suyas, lamentando con justa rabia –a propósito de Rockefeller– “la miseria que es necesario acumular para que surja un ejemplo así…

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y la suma de ruindades que conlleva una fortuna de esa magnitud”. Por eso indigna a quien respeta su memoria una posteridad oscilante entre la estética kitsch y los alta-res. Si, por una parte, la imagen del asceta prolifera en los objetos de consumo cotidiano –camisetas, vasos, cajitas de cerillos– que conviven, promiscuamente, con carteles de una bella muchacha desnuda y un coche de carreras y lo reducen a un mero fetiche, por otra, su consagración oficial rescata lo peor de él: la tentación dogmática. La tienda y el discurso burocrático profanan su luz y destruyen, por igual, su potencia simbólica.

* * *

Cuba, en las manos dinásticas de Raúl, “se ha abierto” a la insignificancia consumidora: teléfonos portátiles, compu-tadoras, acceso a espacios de bienestar antes prohibidos. La voracidad con que la población ha recibido estas medidas pragmáticas apenas señalan la dificultad de la construcción de ese hombre nuevo soñado por el Che.

Marzo de 1965: el célebre argentino envía una larga misiva a Carlos Quijano, director del semanario uruguayo Marcha. El texto es conocido como “El socialismo y el hombre, en Cuba”; en él hace un recuento del heroísmo revolucionario cubano que comienza con el asalto al Cuartel “Moncada” el 26 de julio de 1953, la lucha gue-rrillera en Sierra Maestra, y que culmina en enero de 1959 cuando se instaura el gobierno revolucionario. El heroísmo de la insurrección cede entonces su lugar al otro, el de la construcción de una nueva sociedad: “para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer el hombre nuevo”. El hombre comunista. Sin dejar de

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considerar que el camino era largo y lleno de dificultades, el Che esperaba mucho del poder de la educación, del trabajo voluntario, de los sentimientos de amor, del sacrificio de “la masa”. Bajo el cielo revolucionario, habría de florecer una nueva cultura:

El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada. Precisamente este es uno de los puntos fundamentales de nuestro estudio y de nuestro trabajo y en la medida en que logremos éxitos concretos sobre una base teórica o, vice-versa, extraigamos conclusiones teóricas de carácter amplio sobre la base de nuestra investigación concreta, habremos hecho un aporte valioso al marxismo-leninismo, a la causa de la humanidad.

El humanismo que el Che proclamaba antepone el alto interés de la revolución a las preocupaciones –taras, diría él– cotidianas del individuo: la familia, los hijos, la ropa, los zapatos… ¿Comprendía “la masa” la convocatoria de aquel exaltado hijo de las pampas? Ofrecía su ejemplo pero dudo que haya sido estimulante para la mayoría.

Antes que el Che, Trotsky –en el fondo también un utopista– vio perfilarse un hombre nuevo, el hombre co-munista, cuando nos dice:

El proceso de la edificación de la cultura y de la autoeducación del hombre comunista desarrollará hasta el maximum de su fuerza todos los elementos vitales de las artes en la actualidad. El hombre será incomparablemente más fuerte, más prudente e inteligente y más refinado. Su cuerpo se hará más armóni-co, sus movimientos más rítmicos y su voz más musical; las formas de su modo de ser adquirirán una representatividad

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más dinámica. El término medio del intelecto se elevará hasta el nivel de un Aristóteles, de un Goethe y de un Marx. Sobre esas cumbres se elevarán otras nuevas.

¿El sueño quedó atrás?

* * *

Cuba se actualiza y, al propio tiempo, revela cuán vulne-rable es la propuesta de un mundo alternativo. Guevara pensaba que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Y de ellos brindó el más claro ejemplo; con ellos eclipsó todos sus defectos. Con ellos también pone el dedo en la llaga de esa mediocridad que se deja deslumbrar con tanta baratija: la técnica, si no se sabe emplear inteligentemente, no es más que una tara más, ya no del pasado, sino del presente.

Los problemas del socialismo cubano son hoy más modestos, más prácticos. Se trata, como lo ha señalado Guillermo Almeyra, de producir eficientemente, de distribuir con justicia y equidad alimentos y servicios; y esto sólo será posible con la participación consciente del pueblo cubano.

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elogio de una esPiRitualidad sin dios

hAce poco leí lAS declArAcIoneS de un alto prelado católico en el sentido de que el divorcio entre el Estado y la Iglesia ha dado la espalda a la tradición religiosa y olvidado nuestras raíces, al propio tiempo que presagiaba nuestra ruina moral. El discurso llamó mi atención porque me trajo a la memoria unas líneas de Karl Rahner que se antojan una respuesta a tales enunciados; en efecto, el je-suita alemán desdeñaba la “barata propaganda reiterada y teológicamente falsa de que, donde la Iglesia y el clero no tengan control y determinen los principios de la acción, no puede haber más que desintegración y ruina”.

Con esto quiero decir que mientras en otros lares muchos cristianos aceptan el ideal laico –y, por ende, rechazan la voluntad de dominio de la religión, así como sus derivaciones clericales–, en México la jerar-quía católica no se resigna a vivir en la modernidad, en una realidad en la que, como afirma el filósofo católico Jacques Maritain, “la unidad de la fe ya no estructura el mundo ni es concebible la vuelta al esquema sacro-medieval”; más aún, si el cristianismo ha echado raíces en diversos medios es porque se ha adaptado a ellos, pues de otra suerte no pasaría de ser una secta (en el sentido más peyorativo). Comprendo que esto es difícil de admitir para el cristiano común, sobre todo para el católico que, emponzoñado por una tradición autoritaria y dogmática, quisiera que nada cambiase. T. S. Eliot decía: “Por fanático que parezca el anuncio, el cristiano no puede contentarse con nada menos que una organi-

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zación cristiana de la sociedad”. Al cristiano le acecha la tentación totalitaria.

Pero la sociedad se ha secularizado. Según Harvey Cox, “la secularización implica un proceso histórico, casi ciertamente irreversible, en el que la sociedad y la cultura son liberadas de la tutela del control religioso y de las cerradas concepciones metafísicas del mundo”. Y de este proceso emerge una pluralidad democrática, abierta a la libertad de creencias y a formas de la espiritualidad no necesariamente asociadas con la experiencia religiosa. Es cierto que subsisten las tensiones entre la razón secular y la religión: los secularistas ven en el hombre guiado por la religión una criatura maniatada por el dogma; el religioso, en cambio, apela al señalamiento de la anarquía. En este sentido, me parece justa la apreciación de John Cogley: “Cuanto más católica es una nación y más profundamente arraigados los supuestos de la religión-cultura, más difícil el desenredo”. ¿Los mexicanos estamos condenados a vivir en este enredo por largo tiempo?

* * *

Hace muchos años impartí una clase de ética basándome en un canon escolástico. Cuando un amigo, fraile fran-ciscano –progresista, está por demás decirlo–, descubrió mis apuntes, se horrorizó. Gracias a él leí a Spinoza, pero sobre todo a Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano y mártir cristiano, que nació en Breslavia, Alemania (hoy territorio polaco), en febrero de 1906. Perteneció a una familia de la alta burguesía prusiana. Estudió teología en Tubinga e hizo estudios en Berlín y Nueva York. Formó parte de un movimiento ecuménico que fundó la Iglesia confesante,

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dietrich Bonhoeffer

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rama no oficial del luteranismo, surgida de la Declaración de Barmen, redactada por Karl Barth, amigo suyo. El pensamiento de este genio me atrajo de inmediato por su modernidad y su lucidez; militó contra el nacionalsocialis-mo, por lo cual fue ejecutado en un campo de exterminio pocos días antes del colapso nazi.

El punto de partida de Bonhoeffer es la aceptación de un mundo sin religión. Su preocupación era cómo hablarle al hombre secular mundanamente: sí, Dios ha muerto, al menos si lo concebimos como una entidad que satisface necesidades o resuelve problemas, como una especie de tapa-agujeros; la madurez del hombre obliga al cristiano a ser honesto, a reconocer que debemos vivir en el mundo como si Dios no existiera, a arreglárnoslas sin referencia a Dios, ese Dios que atiende carencias de saber, de pan, de dicha. La Ética de Bonhoeffer proclama la libertad, la responsabilidad: cada quién construye su orden moral; la definición a priori del bien y el mal es improcedente, pues el cristianismo no alberga certezas válidas para siempre. Pero ¿cómo partir al encuentro de Cristo –ya que de eso se trata– bajo el cielo cambiante de la historia, en medio de sus turbulencias?

Cuatro siglos antes de Bonhoeffer, en su apacible solar humanista, Montaigne construyó el suyo –vale decir su orden moral– como una reacción personalísima, adentrán-dose en su propio ser, escuchando en su alma la voz de la naturaleza humana y demostrándonos así cuánto puede ella, la naturaleza, hacer por sí misma. Mas, paradójicamente, no es Cristo quien le lleva de la mano, sino Sócrates, en cuya fuerza espiritual confía sin vacilación alguna. Para este cristiano helenizado, vivir es la más ilustre de las ocupaciones; pero, claro, vivir convenientemente, sin pro-digios ni extravagancias, con moderación, paciencia, salud,

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alegría. La espiritualidad de Montaigne presta su atención a los murmullos de la estética, pues nada hay tan hermoso como actuar bien y debidamente, como hombre, señor de la Tierra y, por tanto, obligado a cuidar sus maravillas.

Con fe o sin ella, Montaigne –como Bonhoeffer– nos enseña a vivir sin Dios, sin trascendencia, en la inmanencia del aquí y el ahora. La afirmación de la vida no soslaya la muerte, pero tampoco corre tras ella; la reconoce como su extremo, nada más. Al autor de los Ensayos no lo he leído: lo he vivido. Su ciencia de la vida, pese a ser tan personal, iluminó la mía, como seguramente enciende la luz en mu-chos más, por la sola razón de ser tan honesta, tan simple, tan accesible como el viento, pues se trata de ser hombre en su justa dimensión, de eso que llamamos dignidad.

Ética, espiritualidad, sabiduría se entrejen; las fronte-ras entre ellas son imprecisas. Obrar bien nos trae la paz, nos colma de dicha, nos hace sentir parte de un absoluto –que no se confunde con Dios–. El resultado es, pues, la elevación espiritual. Y, en sentido contrario, una apertura del espíritu a la infinitud no puede sino traer como con-secuencia el obrar sabiamente, con rectitud y nobleza. En días recientes, en la lectura de la obra de André Comte-Sponville he fortalecido mi convicción de que, si bien la religión es parte de la espiritualidad, no toda espiritualidad es religiosa; de que el ateo puede experimentar su propia espiritualidad, vivir lo inexplicable, el misterio, sin ne-cesidad de la trascendencia, en los límites de lo que él llama la inmanensidad: un vivir sin esperar nada, sin la sensación de carencia alguna, en la plenitud; de que, no obstante indefenso, sin el asidero del Padre eterno, sin la promesa de su gloria, el ateo puede actuar con serenidad, amar el silencio, tocar el punto extremo de la vida del espíritu –que es la experiencia mística– aunque sea por

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un instante, pues que ese librarse del insignificante yo e integrarse al absoluto no es privativo del creyente.

La inmensidad nos coloca en el corazón del ser, dentro del todo cósmico, ese todo lejano que el ateo puede expe-rimentar. En su estimulante El alma del ateísmo, Comte-Sponville nos dice:

Sólo es necesario un poco de atención y de silencio. Basta con que la noche sea negra y clara, que nos encontremos en el campo y no en la ciudad, que se apaguen las luces, que levantemos la cabeza, que nos tomemos el tiempo para mirar, para contemplar, para quedarnos callados… La oscuridad, que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano.

Si la obra de Montaigne se erige como una reacción contra el imperialismo eclesiástico que dominó la Edad Media, la de un Alain de Libera o un Comte-Sponville, entre otros, se inscribe en el movimiento radical de una mo-dernidad que proclama el Estado laico y la espiritualidad atea como opciones liberadoras de los valores teocráticos; en el mismo sentido, el discurso de Karl Barth, Paul Tillich, Rudolf Bultmann, Dietrich Bonhoeffer, Harvey Cox, se esfuerza por “modernizar” la experiencia religiosa cris-tiana en un mundo profano. Según Cox, en su célebre La ciudad secular, si la audacia teológica de Barth nos remite a una realidad divina en la que “Dios no tiene necesidad del hombre y por lo tanto puede dejar vivir al hombre”, la actitud de Tillich –expresión de un periodo de luto que comenzó con la muerte de Dios– deviene en un consuelo “para aquellos que crecieron en una fe en la que ya no pueden creer”. Aproximarse al hombre urbano-secular y encaminarlo de nuevo al redil cristiano esclarecen el sentido de la nueva palabra teológica: mientras Bultmann

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intenta “desmitologizar” el mensaje bíblico, Bonhoeffer piensa –insisto– que la madurez y la irreligiosidad, paradó-jicamente, acercan a Dios más que nunca. En tanto, Cox, otrora horizonte de mi entusiasmo, acaso un poco necio, precisa: “El evangelio […] no es una llamada al hombre a que vuelva a la dependencia, pavor y religiosidad […] Es una llamada al hombre de esta era técnica. Con todo lo que significa, buscando hacer de ella una morada humana para todos los que viven en ella”.

Es posible que estos afluentes de la “segunda Refor-ma” algo les digan a los cristianos –católicos o protes-tantes– comprometidos en nombre de la fe en la obra del progreso humano. Pero estériles lo han sido para quienes han perdido la fe. Y encontrarse con ella no es algo que suceda a voluntad: se tiene o no se tiene. Comte-Sponville confiesa haberla perdido, a cambio de lo cual se mantiene fiel a lo mejor que la humanidad ha producido. Mas tal mudanza, explícitamente enunciada, no desemboca en una exaltación, sino en un ateísmo sereno, sin aspavientos; en él ha descubierto su nuevo camino, así como Nietzsche creyó descubrir el suyo en ese radicalismo aristocrático –como lo definió Georg Brandes, su contemporáneo–; un radicalismo enemigo furioso de la piedad cristiana, alegre, señorial, devastador, dionisiaco, que se mueve al borde del abismo nihilista, de las odiosas verdades universales, hijas por igual de fanáticos y de nihilistas. Pero Nietzsche no lo vivió; el ánimo y la vida sólo le alcanzaron para predicarlo.

Cada domingo tocan a mi puerta los testigos de Jehová y me hablan de cosas que me parecen absurdas. Yo les correspondo con una sonrisa y una súplica: vivan aquello en lo que creen; que eso les baste. Y cierro mi puerta, como también mis oídos a tanto disparate que se profiere sobre asuntos como el aborto, el pecado, el cielo, el infierno.

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Vivo en silencio los pocos principios que guían mi vida. Si Dios existe o no, carece para mí de importancia. Sí me importa, en cambio, la belleza de este mundo, que ha de estar hecha de justicia, o no será. No sé si he logrado del todo emanciparme de ese abominable sentido de culpa que abruma al hombre medio, por lo demás ajeno a esas grandes tempestades doctrinarias que caracterizan a la diáspora cristiana. Como padre sólo encendí mi pobre lámpara para hablarle a mi hija sobre los principios que podrían orientar el rumbo de su corazón: libertad, toleran-cia, sentimiento de justicia… en mis amigos he respetado el rostro de sus creencias.

Más que perder la fe por el convencimiento de que Dios no existe, he huido del embadurnamiento guadalupano de un catolicismo que no asume compromisos morales; por algo somos uno de los pueblos más corruptos del mundo: devoción y barbarie han acompañado nuestra historia. Nada más saludable ha sido para mí que alejarme de esa constelación de fenómenos que alimentan la historia taná-tica y el fanatismo del medio en que crecí; fenómenos que describo con palabras de Michel Onfray: “La brutalidad ideológica, la intolerancia intelectual, el culto a la mala salud, el odio al goce del cuerpo, el desprecio hacia las mujeres, el placer en el dolor que uno mismo se inflige y el desprecio por la tierra en nombre de un más allá de pacotilla”. Lo que he encontrado en mi fuga –o conquista de la inmanencia, como diría el poeta David Huerta– es una espiritualidad natural, desesperada si se quiere, pues, para decirlo con Gide, nada hay más allá del “fondo os-curo de la muerte”; pero feliz por la oportunidad que el azar amoroso me ha brindado para habitar este mundo poblado por toda clase de maravillas. Pronto nadie sabrá que estuve aquí.

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SONETOS INÉDITOS

III Ya somos el olvido que seremos.El polvo elemental que nos ignoray que fue el rojo Adán y que es ahoratodos los hombres y los que seremos.

Ya somos en la tumba las dos fechasdel principio y el fin, la caja,la obscena corrupción y la mortaja,los ritos de la muerte y las endechas.

No soy el insensato que se aferraal mágico sonido de su nombre;pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá quién fui sobre la tierra.Bajo el indiferente azul del cielo,esta meditación es un consuelo.

jorGe luIS BorGeS

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Jorge luis Borges

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índice

PRóLOGO 7

HACIA UNA ESPIRITUALIDAD ALTERNATIVA 13NECEDAD Y MELANCOLíA 29TOLERANCIA Y DESACATO 47PROFUNDIDADES DE ESPAñA 57UN DIÁLOGO EN LA CIMA 71UN PASEO POR EL JARDíN IMPERFECTO 85VARIACIONES SOBRE UNA MISANTROPíA 103EL ADVENIMIENTO DEL HOMBRE NUEVO 119ELOGIO DE UNA ESPIRITUALIDAD SIN DIOS 139

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De humanismos, de Augusto Isla, se terminó de imprimir y encuadernar en 2018, en los talleres de Impresos Blanquel, Pedro Cortés 402, Col. Santa Bárbara, C. P. 50050, Toluca, Estado de México. En su composición se utilizaron tipos de la familia Times New Roman y New Century Schoolbook. El papel de los interiores es cultural de 90 g y el del forro, cartulina sulfatada de 14 pts. El tiro consta de mil ejemplares.

Cuidado de la edición: Carlos Valenzuela Ocaña.Diseño: Helí López Sandoval.

Editor responsable: Hugo Flores Moreno