De La Lucidez Estética

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DE LA LUCIDEZ ESTÉTICA Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. R.M. Rilke, Elegías de Duino La primera y más simple afirmación de la voluntad de vivir es la afirmación del propio cuerpo. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación El pesimismo es una postura filosófica que infunde un sinfín de sensaciones: animadversión, simpatía, asco, miedo, empatía, pánico, risa, y, en casos extraños, indiferencia. Y es que en el pesimismo hay —además de un humor aciago— una recalcitrante y feroz defensa de la lucidez. El primer blanco del pesimismo es, invariablemente, el optimismo, o lo que es lo mismo, la estupidez. Estupidez que consiste en un falseamiento de «lo que es». Dulcificar y aderezar la existencia a fin de soportarla y tornarla sumamente deseable es —a juicio de alguien como Schopenhauer— imbecilidad pura. O pura imbecilidad. La lectura de Schopenhauer es agria, áspera, punzante. Pero también es implacablemente crítica, despiadada y repleta de un humor salvaje y mordaz. Schopenhauer, antes que odiar la vida, desprecia el optimismo imbécil de la modernidad, sea bajo la máscara religiosa, sea bajo el antifaz científico. El pesimismo no comienza con una negación, sino con una violentísima embestida. Es triste y repugnante observar el modo en que la literatura —y el estilo de vida— optimista se esparce cual epidemia y sin control sanitario alguno. El discurso — idiotizante y misérrimo— que apela constante y fundamentalmente al valor humano, el sentido, el disfrute, la bondad, el amor, la hermandad, lo trascendental —en el más

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DE LA LUCIDEZ ESTÉTICA

Pues la belleza no es nadasino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces

de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamentedesdeña destrozarnos.

R.M. Rilke, Elegías de Duino

La primera y más simple afirmación de la voluntad de vivir es la afirmación del propio cuerpo.

A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación

El pesimismo es una postura filosófica que infunde un sinfín de sensaciones: animadversión, simpatía, asco, miedo, empatía, pánico, risa, y, en casos extraños, indiferencia. Y es que en el pesimismo hay —además de un humor aciago— una recalcitrante y feroz defensa de la lucidez. El primer blanco del pesimismo es, invariablemente, el optimismo, o lo que es lo mismo, la estupidez. Estupidez que consiste en un falseamiento de «lo que es». Dulcificar y aderezar la existencia a fin de soportarla y tornarla sumamente deseable es —a juicio de alguien como Schopenhauer— imbecilidad pura. O pura imbecilidad.

La lectura de Schopenhauer es agria, áspera, punzante. Pero también es implacablemente crítica, despiadada y repleta de un humor salvaje y mordaz. Schopenhauer, antes que odiar la vida, desprecia el optimismo imbécil de la modernidad, sea bajo la máscara religiosa, sea bajo el antifaz científico. El pesimismo no comienza con una negación, sino con una violentísima embestida. Es triste y repugnante observar el modo en que la literatura —y el estilo de vida— optimista se esparce cual epidemia y sin control sanitario alguno. El discurso —idiotizante y misérrimo— que apela constante y fundamentalmente al valor humano, el sentido, el disfrute, la bondad, el amor, la hermandad, lo trascendental —en el más ojete sentido de la palabra— es, más que molesto, exasperante. Esta nueva y antigua «lógica de lo mejor», que desconoce e ignora —por miedo y pusilanimidad— la «lógica de lo peor», habla y exhibe ante nosotros una época indigente, abyecta, enferma y perversa. El emporio y señorío de la estupidez. La civilización es el formato más sofisticado de la lobotomía. Manuales de autoayuda, superación personal, apoyo, posibilidad de renacimiento, la encantadora magia de la felicidad y la valoración, todo ello habla y enuncia una sola cosa: “¡¿Qué nos importa que las cosas sean como son?! Nosotros sólo queremos ser felices”.

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Es curioso: “ser feliz” parece —y creo que Schopenhauer y Cioran estarían de acuerdo— una expresión equivalente a “ser castrado”. Lisiado, mutilado, impedido: cobardía. ¿El pesimismo es cobarde? Ya se entiende que es al contrario. El pesimismo es el (particularísimo) desenlace de un temperamento que no tolera las falacias, las patrañas, los eufemismos, la ceguera voluntaria y desesperada. El pesimista padece intensamente la existencia, sí, pero se niega a narcotizarse e insensibilizarse con la toxina optimista: se niega a negar que las cosas son lo que son y como son, sin remedio alguno. Vivir duele, sí, pero no me acerques tu salvífica estupidez. Antes que arrancarme los ojos, prefiero ser un descontento. ¿Esto es cobardía? ¡Claro que no! Esto es noble.

Quizás nuestra época necesita (urgentemente) del pesimismo. Él vaticina —aun si inconscientemente— la erupción del magma trágico. El pesimista tiene el valor, la osadía y la fuerza para ver «lo que es» sin ninguna clase de anteojos paliativos. La lectura de los pesimistas —en todas sus presentaciones, modalidades y talantes— es algo así como un tamiz: la verdad que se enuncia ahí sólo puede ser comprendida (y asumida) por quienes son capaces de soportarla. No se trata de una “verdad pesimista”, sino de la verdad que el pesimismo es capaz de sentir y pensar. Esta capacidad en que consiste volver la mirada a la finitud, la insignificancia, la podredumbre, el hastío, el dolor, la desesperación, lo inconmensurable, es una capacidad que depende directa y proporcionalmente al grado de intoxicación, llamémosle, espiritual. No es posible pensar estas verdades cuando se está demasiado envenenado de resentimiento. La estupidez —lo contrario y el enemigo de la lucidez, incluyendo por supuesto la pesimista— es el resultado de un odio previo a los juicios, valoraciones e ideas que el pensamiento (de lo) imbécil pueda enunciar y aceptar. Se pueden tener razones para creer que tal o cual verdad (optimista) es tal, pero son sólo añadidos, anexos, adornos. La verdad optimista no se encuentra —así sea por la vía de la razón—, la verdad optimista se desea, se busca, se anhela, se quiere, se necesita.

El pesimista no la necesita porque no está lleno de rencor, odio, fobia. La rabia de Schopenhauer jamás se desata (fundamentalmente) contra la existencia, sino contra la estupidez. El descontento de Cioran —acorde con la expresión de Rosset— en modo alguno está relacionado con el temor o la ira del resentimiento. Están, de algún modo y con diferencia de escalas, libres del tósigo cristiano-nihilista. El desenlace ascético de Schopenhauer y la infelicidad irreparable de Cioran son —desde mi perspectiva— dos manifestaciones de una lucidez que, a pesar de todo, no logra asir un “elemento” que, creo yo, es el paso que media

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entre la postura trágica y el gesto pesimista. Un elemento francamente estético.

Trágico es afirmar lo real tal como es, sin reticencias ni subterfugios, en su carácter irremediable, irreparable, insignificante y absurdo. Trágico es la fuerza de la alegría. Esa fuerza que está ausente en el pesimismo. ¿Falta de lucidez? No estoy muy seguro. Se trataría, espero no errar, de una cuestión de humor. Lo que de lúgubre hay en el pesimismo es eliminado en el carácter —y la sabiduría— de lo trágico. La alegría es profundamente absurda e irracional. No habla, no expone sus motivos, o mejor aún, no los tiene. Toda afirmación es absurda, insensata, demencial incluso. Y lo es precisamente por la experiencia en que consiste y de la cual “proviene”. A falta de una palabra más adecuada, llamaré a esto la experiencia de lo sagrado. No se piense en ninguna clase de teísmo (explícito o de closet). Lo sagrado es lo real, claro, pero también es sacro el hecho de que haya lo real. El misterio de que las cosas sean, el enigma en que consiste el ser, eso es lo que trato de llamar «sagrado». No se trata de añadirle algo más —algo sobrenatural, místico o extraño— a lo que es, sino ser capaces de experimentar lo real en su carácter profundamente enigmático, es decir, estético: lo que de absurdo e inocente hay en el hecho de que las cosas existan. Y de que sean como son. ¡Eso es lo que acontece en la obra de arte! La belleza es enigma. Esa fuerza absurda, efusiva e inquebrantable es la alegría, alegría que consiste en una afirmación, en la contemplación festiva del carácter sacro-enigmático de lo que es y del hecho de que sean. No niego que tanto Schopenhauer como Cioran hayan entablado una relación extraordinaria con el arte —especialmente con la música— ni que hayan encontrado en ella no sólo consuelo, sino también una momentánea “adecuación” y acuerdo con la existencia. ¿Qué faltó en ellos, entonces? Esa pregunta, dada la naturaleza de la alegría —y por ende, lo trágico— quizás no tenga respuesta.

O quizás sí.