De Nueva Grandeza Mexicana-Salvador Novo

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De nueva grandeza mexicana. Salvador Novo. Tengo veintitrés años y no conozco el mar, mientras tanto podemos nadar. ¿Podré yo hacerlo? Nunca mejor que ahora comprendo que el mundo está superpoblado. La gente estorba al individuo. Cuántas veces he buscado sin hallarlo un paraje desierto en mi vida. Un sitio donde dar rienda suelta a todo lo salvaje que llevo dentro, olvidado de que soy yo, confundido con la naturaleza. Abrazarme de un árbol, correr, saltar, gritar o simplemente quitarme los zapatos y el saco sin temor a que nadie me mire. Este rubor a rebelar mi identidad se exacerba hasta el límite, cuando se trata de comparecer en traje de baño delante de gente. Cómo me gustaría nadar si nadie me viera. Cómo detesto a todos estos descarados que se asolean tumbados en la arena y a todas estas flappers llenas de colorines que nadan tan bien. Me siento demasiado alto, me siento también débil y flácido a pesar de mi grasa. Si comparo los míos con los brazos musculosos de esos señores me debo de ver muy jorobado. Y qué pensaran de mis piernas tan peludas; luego no sé nadar. He dicho ya, otra vez, que detesto los baños turcos públicos, pero siquiera en ellos no está obligado uno a lucir ningunas destrezas, mientras que aquí necesito mover los brazos y avanzar con ellos yo que sólo sé adelantar con los pies. Todo este tiempo he estado ardiendo de vergüenza, dentro de mi enorme bata pintoresca, mirando mis pies, deformados por el calzado y cuyos dedos encima, rectangulares, como cigarros habituados a estar en cajaya fuera de la caja. Tendré que decidirme sin embargo. ¿O vuelvo a mi cuarto o entro en el agua? En realidad, absolutamente nadie ha reparado en mí. Rupert Eugeni a lo lejos me llaman semejantes a peces. Hay unos muchachos hawaianos, morenos que enseñan a nadar. Recurro a uno de ellos y con toda la seriedad de su profesión me conduce al agua que parece rechazarme. ¡Oh! Mi primer contacto con el océano. Yo avanzaba de la mano de mi instructor: lenta, me enviste, su dulce lengua de templado fuego. Ya soy todo suyo. Entra en mi boca, estruja mi cabeza, llena mi oído de rumos profundos. Me levanta en sus manos múltiples y mis brazos, en vano,

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De nueva grandeza mexicana.

Salvador Novo.

Tengo veintitrés años y no conozco el mar, mientras tanto podemos nadar. ¿Podré yo hacerlo? Nunca mejor que ahora comprendo que el mundo está superpoblado. La gente estorba al individuo. Cuántas veces he buscado sin hallarlo un paraje desierto en mi vida. Un sitio donde dar rienda suelta a todo lo salvaje que llevo dentro, olvidado de que soy yo, confundido con la naturaleza. Abrazarme de un árbol, correr, saltar, gritar o simplemente quitarme los zapatos y el saco sin temor a que nadie me mire. Este rubor a rebelar mi identidad se exacerba hasta el límite, cuando se trata de comparecer en traje de baño delante de gente. Cómo me gustaría nadar si nadie me viera. Cómo detesto a todos estos descarados que se asolean tumbados en la arena y a todas estas flappers llenas de colorines que nadan tan bien. Me siento demasiado alto, me siento también débil y flácido a pesar de mi grasa. Si comparo los míos con los brazos musculosos de esos señores me debo de ver muy jorobado. Y qué pensaran de mis piernas tan peludas; luego no sé nadar. He dicho ya, otra vez, que detesto los baños turcos públicos, pero siquiera en ellos no está obligado uno a lucir ningunas destrezas, mientras que aquí necesito mover los brazos y avanzar con ellos yo que sólo sé adelantar con los pies. Todo este tiempo he estado ardiendo de vergüenza, dentro de mi enorme bata pintoresca, mirando mis pies, deformados por el calzado y cuyos dedos encima, rectangulares, como cigarros habituados a estar en cajaya fuera de la caja. Tendré que decidirme sin embargo. ¿O vuelvo a mi cuarto o entro en el agua? En realidad, absolutamente nadie ha reparado en mí. Rupert Eugeni a lo lejos me llaman semejantes a peces. Hay unos muchachos hawaianos, morenos que enseñan a nadar. Recurro a uno de ellos y con toda la seriedad de su profesión me conduce al agua que parece rechazarme. ¡Oh! Mi primer contacto con el océano. Yo avanzaba de la mano de mi instructor: lenta, me enviste, su dulce lengua de templado fuego. Ya soy todo suyo. Entra en mi boca, estruja mi cabeza, llena mi oído de rumos profundos. Me levanta en sus manos múltiples y mis brazos, en vano, buscan asirse. Me abandono a flotar o hundirme. No estoy nadando, yo no estoy aquí para los demás, ni quiero lucirme, ni tengo ningunos propósitos, ni deseo aprender a nadar, ni a ninguna otra cosa. En vano es que me digas ¡Oh sabio instructor! Que accione con los brazos, no quiero ir a ninguna parte. Con el cuerpo en el mar mis ojos pueden ver el cielo y la tierra, y esto me basta.