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DE PASO A ÍTACA Javier Hernández-Pacheco Nueva York, noviembre 1985

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DE PASO A ÍTACA

Javier Hernández-Pacheco

Nueva York, noviembre 1985

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En un lugar del Mediterráneo, cuyo nombre no sale en los mapas, en una costa abundante en playas y habitada por pocos y pobres pescadores, vivía una vez una ninfa llamada Calypso.

En el reparto que su padre Océano había hecho entre sus miles de hi-jas, a ella le había correspondido esos apartados parajes; y en ellos habi-taba, en aquellos tiempos en que los dioses, que eran muchos, no estaban tan lejos de los hombres, y no era difícil que vinieran a mezclarse en sus destinos, como una fuerza protectora, pero a veces también como algo terrible, en cuyas cercanías los mortales accedían a las más sublimes pa-siones o a las trágicas cimas de un sobrehumano dolor.

En un promontorio, desde el que se dominaba el costero paisaje y que penetraba en las aguas hacia un pequeño islote donde anidaban las gaviotas, había puesto la ninfa su morada. A un rellano a media ladera, de difícil acceso desde tierra, se abría una espaciosa gruta de umbría y areno-sa entrada; y en ella manaban cuatro fuentes, que vertían sus aguas a sendos arroyos, corriendo hacia el mar en diferentes direcciones y dejan-do a su paso un trazo de alegre verdor. Junto a la gruta crecían los cipre-ses, y arbustos de todas clases, que sucedían sus flores a lo largo de las distintas estaciones. Allí vivía Calypso, como el alma protectora de aque-llas costas.

Pasaba el día bordando o tejiendo telas preciosas. Y a veces bajaba hasta la orilla del mar, donde solían visitarla las sirenas, con las que se en-tretenía cantando y conversando de sucesos lejanos, acaecidos en un tiempo del que los hombres no guardan memoria.

Al pie del promontorio, a una cierta distancia de la gruta, había una aldea donde vivían pobres mortales tratando de arrancar al mar su diario sustento. La ninfa había llegado a tener una cierta familiaridad con aque-llas gentes. Ellos, respetando siempre el retiro de su casa, la consideraban como algo propio; y se sentían protegidos y honrados por la cercanía de algo misterioso, que no exigía sino lo que su propia generosidad consa-graba a la rústica diosa. Y ella en efecto los protegía, señalando con fuegos en los días de tormenta la presencia de las peligrosas rocas en torno al promontorio, y en no raras ocasiones, con la ayuda de las sirenas, resca-tando a tierra náufragos que ya desesperaban de volver a puerto.

No era extraño que la ninfa bajase a la aldea, a jugar con las mucha-chas en la playa o, a la caída de la tarde, a ver las barcas volver de sus afa-nes en la mar. Y allí gozaba del respeto y el cariño de aquellas sencillas gentes, a las que había llegado a considerar como parte de su vida, más propia que sus argullosos parientes empíreos, los cuales, ocupados en el

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bullir de su olímpica morada, nunca pasaban por allí y eran para Calypso sólo un lejano recuerdo, a veces casi olvidado, de su propio origen divino. Muy de cuando en cuando la visitaba su padre Océano, y sólo a través de él conservaba un cierto contacto con el mundo de los dioses.

Así, en la sencillez de su apartado retiro, siendo querida y respetada y teniendo a quien querer, Calypso era una ninfa dichosa; y no había congé-nere suyo que fuese objeto de su envidia. Hasta que llegó Ulises, con quien pudo descubrir cuanto más feliz se puede ser... el día que esa dicha se escapó definitivamente de sus manos.

* * *

Fue después de uno de esos temporales en los que la tempestad se hace tanto más terrible cuanto más extraña es en las tranquilas aguas del Ponto. Al final de la tormenta, las sirenas trajeron a Calypso un cuerpo casi sin vida, que habían encontrado mar adentro milagrosamente aferrado aún a unos maderos.

Con la ayuda de la vieja Euría consiguió subirlo hasta la gruta. Era és-ta una de esas ancianas que en las pequeñas aldeas suelen saber todo de hierbas, mucho de partos y algunas cosas de fiebres y otras enfermeda-des. Calypso le tenía gran afecto, pues había aprendido de ella muchas cosas sobre los mortales; y solía ayudarla a veces a cuidar enfermos, o la subía a su casa por el simple placer de su compañía. Y ahora le había pare-cido conveniente recurrir a ella.

Una vez en la gruta, limpiaron y acomodaron lo mejor que pudieron a aquel pobre hombre, que enseguida se sumió en un sopor febril, delirando penosamente en un estado que hacía temer por su vida. Así estuvo tres días, hasta que a la fiebre sucedió un sueño profundo, en el que el náufra-go alcanzó por fin a serenarse.

Fue entonces cuando Calypso, liberada ya del afán por mantenerlo vivo, sentada junto al lecho en que reposaba, comenzó a pensar en el po-sible significado de esa extraña presencia en su casa. Al principio era cu-riosidad, y la fascinación que cabe esperar en un alma sencilla y sedentaria ante lo extraordinario, que cobraba ahora la forma de un marino que vie-ne de lejos. No es que el extranjero despertase en su corazón especiales afectos; sencillamente trataba la ninfa de encontrar en las profundas arrugas que marcaban su rostro una respuesta a los misteriosos interro-gantes que esa presencia despertaba: «¿Quién es? ―pensaba― ¿Adónde irá? ¿De dónde viene? ¿Qué es lo que le sacó de su casa y lo trajo a la mía? ¿Cómo sigue el mundo su curso para que de pronto dos destinos coinci-dan, y se hagan, ya sea por un instante, un sólo camino lo que eran dos?».

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Y las arrugas en la miserable faz del náufrago, no daban más respues-ta que la fuerza de su presencia, y anunciaban que habían llegado pronto a un rostro que, en lo profundo del sueño que lo cubría, era la durmiente imagen del cansancio. Porque aquel hombre, que parecía un viejo, no lo era. A juzgar por sus manos, que no engañaban, no pasaba su edad de una primera madurez. Sin embargo, su rostro tenía un color y consistencia marchitos, como del que ha envejecido a fuerza no de años sino de estar harto. Y es que hay quien se hace viejo porque ha llegado al final; pero hay quien lo es porque, aun estando a medio camino, ya no puede más, y el final es para él el sitio donde se deja caer agotado. Y así conoció Calypso a Ulises: como un peregrino deshecho por el mar, cuya ruta parecía haber terminado a la orilla de su casa.

Era tan miserable la imagen de aquel hombre y había en ella tan poco de atrayente que la ninfa se extrañó al escuchar el repentino comentario de su compañera, que también estaba allí sentada, mirando de cuando en cuando, mientras hacía su labor, al durmiente náufrago y a veces obser-vando cómo ella lo miraba.

―Calypso ―dijo moviendo la cabeza―, el que viene de lejos siempre va de paso. No dejes que se te enrede el corazón en un camino que no sa-bes adónde va: te harás daño en sus revueltas.

―Pero, Euría ―respondió sorprendida la ninfa―, ¿en qué piensas? ¡Si es un montón de carne deshecha! ¡Parece un viejo!

―Pero no lo es, Calypso; eso es en él lo fascinante. Ha sido el mar, no el tiempo, lo que le ha hecho daño. Y no sólo el que bate tu promontorio, sino ese terrible océano de la vida, que a veces es más duro a la hora de destrozar semblantes. Este hombre ha sufrido mucho. Pero déjale que el viento fresco y el reposo le despierten la vida que lleva dentro, y encon-trarás en él mucho que amar. Y además, no es este hombre quien me preocupa, sino tu corazón, Calypso: guarda dentro tanta melancolía que se va detrás de lo que no puede ser, y acabará queriendo de lejos lo que se marcha al fin del mundo.

Euría se permitía hablar de este modo con la ninfa, porque la quería mucho y la conocía muy bien. Y ella le contestó con una amable sonrisa, acompañada de la habitual mirada de sus ojos negros, de los que en efec-to siempre iba colgando una dulce tristeza y que ahora quedaron cargados con un gesto ausente y reflexivo. Volvió a mirar al extranjero, y allí en el fondo de ese corazón que así había descrito su anciana consejera, Calypso tuvo que reconocer el aleteo de una vieja e imperiosa inquietud, que se agitaba ahora ante la irrupción de lo extraordinario.

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―Parece que va a despertar, Euría ―dijo cambiando de tema y le-vantándose―. Llévatelo a tu casa y averigua quién es y adónde va. Ya ten-dré yo ocasión de conocerlo más adelante, si ello es oportuno.

Y la ninfa se retiró, dejando el náufrago al cuidado de la vieja curan-dera.

* * *

Al despertar, el extranjero ni siquiera preguntó dónde estaba. Cuan-do pudo caminar, Euría lo bajó a su casa en la aldea; y por propia iniciativa le contó la historia de su salvamento, sorprendiéndose del escaso interés que él mostraba, pues casi ni se molestó en pedir que le ampliase detalles. Por lo demás hablaba poco, y a la pregunta por su identidad e intenciones contestaba con confusos datos, de los que no se podía colegir nada con-creto. No es que pareciese ocultar nada; daba más bien la impresión de no entender por qué alguien podía estar más interesado en su destino que lo estaba él mismo, y ello parecía ser bien poco. Así que Euría pronto aban-donó la inútil pesquisa.

De su actividad tampoco se podía decir mucho. Tan pronto fue capaz de un mínimo esfuerzo, procuraba pagar la hospitalidad de Euría haciendo en su casa algún trabajo, cortando leña o arreglando el techo. Mas aparte de eso, si salía de su cuartucho era sólo para acercarse a la playa; y allí se sentaba en la orilla hasta que la marea lo echaba. Casi sin moverse, mi-rando fijamente al mar, las horas que pasaban sin sentido eran la única caricia que parecía querer recibir. A veces, caminaba por la arena; pero no mucho, pues su forma cansina de andar, parándose de cuando en cuando a hacer distraídamente con el pulgar del pie un surco en la arena, debía cansarlo efectivamente, y se volvía a sentar.

Calypso estuvo atenta por un tiempo a la convalecencia del náufrago. Pero la vaciedad de las noticias que recibía de Euría, terminó por apagar su interés, y casi comenzó a olvidarse de él. Hasta que un día el extranjero se adentró en lo que todo el pueblo respetaba como los dominios priva-dos de la ninfa. Y no fue una vez aislada, sino que comenzó a tomar por costumbre el sentarse cada tarde en unas peñas a cuyos pies bate el mar y que daban al otro lado del promontorio, hacia donde se pone el sol. Allí se quedaba hasta que caía la noche, mirando fijamente al horizonte, como si en él se escondiera la clave de su misterio.

Con las últimas luces de la tarde, sobre todo en los días desapacibles en los que al gemir del viento se unía el furioso romper de las olas, era és-ta una imagen al borde de lo terrible. Y Calypso sentía en su corazón cre-cer un sentimiento extraño, como si eso nuevo y desusado que había apa-recido en aquellas costas, tuviese un significado oculto y misterioso para

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ella. Por otra parte, él nunca intentó acercarse a su gruta. Pero la ninfa sospechaba que ello no obedecía a temor alguno, sino que era resultado de un simple desinterés. Así que, además de intrigada, comenzó a sentirse también un poco molesta por verse invadida y despreciada a la vez.

Por fin un día se decidió a bajar a su encuentro. Quería, si no satisfa-cer la curiosidad a la que tenía derecho, al menos a mostrar su no menos justificado enfado. Y a la caída de la tarde se acercó a las rocas donde él había ocupado su habitual observatorio.

Quizás porque hizo poco ruido al acercarse, o quizás porque el ex-tranjero estaba absorto en sus pensamientos, el caso es que Calypso llegó sin que se diese cuenta, y pudo ver que aquel hombre... estaba llorando.

Al sentirse descubierto, levantó la vista, dejando ver en el rostro, a pesar de sus lágrimas, la perfecta imagen de la indiferencia. No es que desafiase, pero era evidente que le daba igual verse sorprendido en terri-torio ajeno: estaba allí como el que, habiéndolo perdido todo, hubiese tomado posesión del universo, sin tomarse tampoco muy en serio ser su dueño.

Calypso, por un momento, pudo ver en esos ojos el fondo último de la tristeza, como si todo el mar, al que un instante antes miraban fijamen-te, se hubiese metido en ellos, ocultando en su otra orilla lo único que aún podía alegrarlos.

Y en el corazón de la ninfa sucedió a la incoada ira un cordial deseo de consolar, dando a la pregunta que traía pensada un tono amable, que invitaba a conversar:

―Cuando se invade propiedad ajena ―dijo con una irónica pero dul-ce sonrisa―, lo menos que cabe esperar como homenaje es una visita al dueño. ¿O es que ni siquiera puedo saber quién ha entrado en mi casa y con qué intenciones viene?

―Bien sabes quién soy ―respondió él―. Y pues que has visto lo que preguntas, es evidente que vengo a estas rocas a llorar mi suerte; porque desde aquí se ve mejor ponerse el sol y llegar sobre el mundo la piadosa noche. ¿A quién puede molestar un llanto solitaro? El promontorio es grande y hay sitio para quién sólo quiere ser sombra en la última luz de la tarde.

―Y tú, extranjero, ¿qué sabes a dónde llega un sollozo y en qué cora-zón no encuentra eco la tristeza? Hay veces que se oye más lo que no quiere hacer ruido.

―Pues si ese corazón existe, no verá agresión en mi conducta, y me dejará cada tarde ver ponerse el sol, que es todo lo que pido.

―¿Quién eres, extranjero?

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Calypso sabía por los informes de Euría que el náufrago no quería ha-blar de sí, y arriesgaba mucho con una pregunta tan directa. Pero si él sin temor alguno se había adentrado en lo que para todo mortal era prohibi-do, por el sólo capricho de ver morir el sol, no por eso dejaba ella de ser hija de Océano y ninfa dueña de la costa. Y si quería saber algo, lo pregun-taba; y se le contestaba. Que también tenía ojos terribles, muy negros y muy grandes, que sabían dar ordenes sin necesidad de hacerse arrogantes y quizás precisamente porque en su forma de mirar eso terrible se hundía en el fondo de una dulce timidez, como pidiendo por favor lo que ordena-ban.

En Ulises fue aquella pregunta como si en un rio represado se abrie-se, no una compuerta, sino la extensión entera del dique, y el agua man-samente descargase su tensión en el cauce que la acoje.

―Soy Ulises, rey de Ítaca, principal entre los aqueos y vencedor de Troya ―dijo mirando triste el horizonte―. De allí salí victorioso, cargado de honor y de riquezas, para llegar hoy a tu casa como un intruso, sin po-der ofrecerte más presente que mis lágrimas y teniendo que agradecer la compasión de quien no me echa de aquí como a un paria vagabundo. Soy un pobre, al que da vergüenza decir lo que fue, porque no tiene otra cosa para demostrarlo que la confianza que le ofrezca quien lo escucha. Mas esto es aún parte pequeña en mis desgracias: partí de Troya pensando volver a la patria con mis compañeros, varones todos esforzados en la lu-cha y probados en la fidelidad. Y al poco se hizo manifiesto que los dioses se empeñaban en cerrarnos el camino. Lo que era un corto viaje, nos llevó por todo el Ponto; pues la inmensidad se hace pequeña cuando el Hado insiste en que no vuelvas. Una y otra vez lo intentamos, y ya hace de ello años y estoy cada día más lejos de mi patria. Y lo que ha sido peor: cada intento empeoraba nuestra suerte; hasta que mi empecinamiento, con-vertido ya en furia contra el Olimpo, fue enviando uno a uno a mis com-pañeros a la orilla de donde no se vuelve: sus almas al Hades y sus cuerpos al vientre de gigantes o al fondo de los mares, donde, por aquí cerca, ya-cen los últimos. Y nadie los llora más que yo, a quien el cielo, en el colmo de su furia, quiso dejar vivo para ver tanta desgracia. No, Calypso, conmi-go nunca fueron buenas las sirenas: si me sacaron del mar fue para com-pletar la venganza del océano. Por eso, a nadie doy las gracias por librar-me del fondo donde están los que en mí confiaron. ¡Oh dioses, pasamos por tantas ensenadas en las que hubiese sido tan bueno descansar y dar por concluida nuestra marcha! ¿Por qué el maldito empeño por volver?

El sol, a punto de hundirse en el mar, guardaba aún alguna luz para acariciar el rostro de Ulises, pintando de rojo sus ojeras e iluminando en él

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esa amarga paz con que se disfraza el cansancio cuando, ya al final, se ha hecho desesperación.

Calypso se había sentado allí cerca, mirando cómo él miraba al mar mientras hablaba, y escuchando. Porque una de las cosas que mejor hacía Calypso era escuchar: apenas se movía, y en su silencio casi se confundía con el paisaje; mas sólo para darle vida y convertirlo también en especta-dor, que a quien lo necesitaba invitaba a seguir hablando, con la sensación de que su pena o alegría interesaba al mundo entero, y al mismo tiempo con la seguridad de que nadie miraba su vergüenza, si era eso lo que sen-tía. Si intervenía era sólo para dar pie a continuar, con la pregunta precisa.

―A quien tanto ansía volver, alguien muy querido debe estar espe-rando en la patria. Dime, extranjero, ¿cómo es tu casa, tus padres, tu fami-lia?

―Guarda mi hogar la más prudente de las mujeres ―respondió Uli-ses―. Su nombre es Penélope, hija del noble Ícaro. Allí la dejé al partir con un hijo en su regazo, que ahora se sentará en la asamblea entre los hom-bres. ¿Qué será de ellos? ¡Ya casi no me acuerdo de sus rostros! Quizás me creen muerto y abandonaron la espera de mi vuelta. ¡Está todo tan lejos que es como otro mundo que casi se pierde en las brumas del re-cuerdo! Y sin embargo, cuántas veces, en medio de la galerna y del furor del viento contrario, esa imagen no ha sido el impulso para seguir adelan-te: Ítaca, Penélope; la patria, el hogar. Y la imaginaba quizás hilando; y fi-jaba mi ilusión en esos brazos que tantas veces guardaron mi dormir; y soñaba despierto que volvía a casa, como un dia más, del ágora o de los campos, o de atender con mi hijo negocios en el puerto; y ella apenas le-vantaba la vista para decir con la sonrisa de siempre: «Ya has vuelto, Uli-ses; has tardado un poco».

La noche ya había sustituido a la luz en el cielo, y al lucero de la tarde le daba vergüenza alumbrar las lágrimas de un hombre. También el viento de cuando en cuando, junto con alguna ola, quería tapar con su murmullo la pena que llegaba a ser sollozo.

―Ulises, ¿dónde está Ítaca? ―Allí, donde se pone el sol; lejos, muy lejos. ―Ven, te llevaré a tu casa; y te enseñaré un camino más fácil, para

que puedas volver cuando quieras. Y no temas, que sabré respetar desde lejos tu dolor. ¡Muchas gracias por contármelo!

Y Ulises, con su cansino paso de siempre, se dejó conducir por la nin-fa, bajando hacia la aldea por una senda que llevaba hasta la playa, por donde siguieron los dos andando despacio y en silencio. Porque una de las cosas que mejor hacia Calypso era callar; y ese silencio se hacía compañía:

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no molestaba, como suele ocurrir con el que calla, que casi siempre estor-ba en el dolor tanto como el que habla. Su presencia era algo que se podía olvidar, si así se tenía a bien; con la sensación, sin embargo, de que segui-ría estando allí cuando fuese necesaria. Era el tipo de compañía, a veces tan amable, que dan los animales: que están vivos, pero que sus escondi-dos sentimientos se dejan moldear por la imaginación del que está triste, hasta que parecen convertirse en vaciado perfecto de la propia desgracia, en el que el corazón puede descansar sin encontrar otro sentimiento que la compasión. Sólo que, a diferencia de los animales, esto en Calypso ten-día a ser verdad.

Cuando salió la luna, Ulises tuvo la sensación de que alguien había ordenado que brillase para él; porque todo aquello: la playa, el promonto-rio al fondo y las casas del pueblo, blancas de día y ahora de plata, le pare-ció de pronto hermoso, hecho como bálsamo a la medida de su pena. Y movido por un sentimiento de agradecimiento se fijó ―era la primera vez― en Calypso, que al pararse él se había quedado de frente mirándolo. Y Ulises, entre lo que veía a la luz de la luna y lo que el recuerdo, a pesar del descuido, había guardado, fue reconstruyendo su figura.

No, no era excesivamente hermosa. Pero tenía la prestancia y porte alegre que da ser hija de los dioses. Y es que las ninfas no son como los mortales, que tienen que llevar el cuerpo que les toca. Ellas, en cierto mo-do, eligen su propia contextura, en la medida en que adquieren la forma humana que mejor responde al tipo de vida que libremente quieren. Y su muy larga existencia había formado en Calypso un semblante que no era el que uno buscaría en una amante; tampoco era el tipo maternal, que se impone como una nana que nos hace ser niños de nuevo. No, Calypso te-nía cara... como de hermana; de hermana chica, que siempre anda con ojos de admiración, en los que el varón de la familía encuentra confirmada la estima que a veces el mundo le discute. Pues tenía una forma de querer ―y se le notaba en esos ojos― que parecía consistir en sentirse orgullosa de los suyos. Y quería tanto ―también se le notaba― que el que recibía su cariño se veía de pronto como mirando el paisaje desde una montaña, muy por encima del resto del mundo; pero también por encima del propio valor, con uno nuevo que estaba ahora en la forma de ser querido.

Por eso, aunque tenía un aspecto que no era de chiquilla, sin embar-go, a los ojos negros le subía una expresión de admiración, que reflejaba una infantil tendencia a dejarse sorprender y dejaba en sus rasgos un eco de adolescencia. Y cuando uno descubría eso, su rostro adquiría casi de repente, como por sorpresa, una belleza misteriosa, que no se sabía don-

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de estaba, y sólo con el tiempo ―porque es difícil ver lo transparente― se llegaba a intuir que era la del mundo cuando ella lo miraba.

Ulises, por un momento, pensó: «¡Qué bien se está aquí; y qué gran-de es el mar para volver a puerto!». Y a Calypso, con un susto, le dio ver-güenza su mirada, dejando caer por primera vez la vista al suelo.

―¿Te veré otro día? ―preguntó él. ―Te dirán en la aldea que soy un poco montaraz y solitaria. Así que

puedes venir a tu roca cuando quieras: te la presto; pero yo prefiero la soledad de mi guarida, y agradecería que se siguiese respetando.

Calypso tuvo que hacerse violencia para dar esa respuesta; y le dio pena el desconcierto de Ulises, al que se había hecho evidente la inconve-niencia de su propuesta.

―Que el cielo te guarde, extranjero. ―Y que él recompense tu compañía. Muchas gracias por mi parte. Ulises, recuperada su desilusión habitual, se dio la vuelta y comenzó

a marchar hacia su casa. Y Calypso hizo lo mismo, tomando entonces la firme decisión de guardar su corazón lejos de aquel extranjero.

* * *

Así siguieron las cosas por un tiempo, mientras terminaba de pasar el invierno. Hasta que un día el destino, que es el nombre de lo que pasa, quiso que Ulises comenzase a cobrar un significado especial en la vida de aquellas personas.

Fue otra vez una de esas terribles tormentas, de las malas; de las que sorprenden a los pescadores en la mar y se echa sobre ellos como si los hubiese estado acechando. Calypso, después de señalar con un fuego las rocas de su promontorio, bajó a la playa al caer la tarde, a ver si habían vuelto todos los hombres. Y se encontró allí con una tragedia en ciernes.

―¡Calypso, mi hijo: dicen que estaba cerca del peñón de las gaviotas! Y la buena mujer ya no pudo seguir contando, y se hundió en los bra-

zos de otra matrona, mientras sollozaba desesperada al recordar aquella tarde, largo tiempo atrás, en que ya perdió a su marido en la mar.

Calypso tuvo que seguir preguntando, hasta que un compañero que había estado con el muchacho terminó de referirle lo ocurrido:

―Salimos con dos barcas. Ya le avisé que se estaba poniendo muy mala mar; pero se empeñó en ir a recoger otra red que tenía por allí cerca. Se retrasó un poco, y ya sabes que dar la vuelta al peñón es muy difícil con esta mar, pues se forma una corriente terrible. Creo que encalló, pero quedó al otro lado y no le vi más. Mi barca estaba haciendo mucha agua

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―continuó a modo de disculpa, bajando la vista al suelo―, y no me atreví a dar la vuelta.

Calypso sabía lo que eso significaba: el peñón no ofrece refugio al-guno, pues lo baten por encima rabiosamente las olas, y cuando sube la marea sólo cabe esperar una suficientemente grande que termine de arrastrar al que buscó refugio en él.

Había que hacer algo. Pero la dolorosa expectación de aquellas gen-tes, que la miraban ansiosos, tomaba en su corazón la forma de un casi rabioso sentimiento de impotencia. «¿De qué me sirve ser la hija de mi padre ―pensó―, si ni siquiera en esto puedo cambiar el curso del des-tino?». Y ella misma sintió también que tenía que pedir la ayuda de al-guien.

―¡Ulises!, ¿dónde está el extranjero? ―fue lo único que se le ocu-rrió.

Enseguida unos muchachos salieron corriendo a buscarlo. Y al cabo de un rato trajeron a Ulises a la playa, donde todo el pueblo se había jun-tado ya en torno a la ninfa y a la madre del muchacho.

Cuando Calypso empezó a contarle lo que estaba ocurriendo, po-niendo en la narración toda la ansiedad de quien le va mucho en ella, se sintió molesta por la indiferencia con que Ulises la escuchaba. Al terminar ella de contar, sin decir una palabra, él se acercó a la fila de barcas que estaban varadas fuera del alcance de las olas. Las examinó un momento; y se dirigió después a la que le pareció mejor.

―¿De quién es? ―preguntó señalándola. El dueño era un viejo pescador, de los buenos. Y Ulises lo miró un

momento de arriba a abajo. ―Tú tampoco tienes mucho que perder ―dijo―. Vámonos. Y empezó a montar la vela, como el que sale a la mar en una apacible

mañana de verano. La vieja compañera del viejo pescador aún puso un gesto de espanto.

Pero su marido ni siquiera la miró, y ella bajó la vista primero, y se dirigió después a la madre que lloraba; porque la gente de mar sabe que hay ve-ces en que ciertas cosas tienen que hacerse, y siempre a alguien toca ha-cerlas.

Mas Calypso sí pensó qué derecho tenía ella a pedirle a aquel hom-bre, un extranjero, que arriesgase su vida por quien no conocía. Era como exigir que devolviese el pago de su rescate dando al océano, su viejo enemigo, una oportunidad más de consumar en él su venganza. Y la ninfa se estremeció al ver con qué desprendimiento efectivamente estaba él dispuesto a aceptar el reto, sin darle importancia a perder la propia vida

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en un juego cuyo resultado le era indiferente. En la frialdad de su gesto creyó ver el rostro de la muerte, que parecía ―no ahora, sino tiempo ha― haberse apoderado de él. Casi estuvo a punto de intentar detenerlo; pero también pensó que hay en efecto cosas que tienen que hacerse, y al final tampoco importa el corazón con que se hagan.

Por lo demás él era ya imparable. El pescador que había estado con el muchacho aún se acercó, diciendo que quería acompañarlos; mas Ulises, forzando el rostro al desatar un último cabo, le dijo casi entre dientes:

―Tú deberías estar allí ahora o el chico aquí; y no siendo así, volve-rías sólo para estorbar. Tu vida vale demasiado para ti para que sea de va-lor a los demás.

El viejo pescador miró de reojo al compañero con un punto de des-precio y luego a Ulises con la satisfacción en el rostro de sentirse bien mandado.

―Listo para embarcar ―gritó, más fuerte que el viento, con un gesto que se había hecho juvenil.

―Vámonos ―repuso Ulises. Y con la ayuda de unos muchachos, bajo la ansiosa mirada de todo el

pueblo, echaron la barca al mar, ya con la vela henchida, que empezó a dar botes y a encabritarse, levantando la proa a las olas que rompían.

Ya salir a la mar fue un milagro: la barca tenía que dejar romper la ola y lanzarse hacia adentro antes que rompiese la siguiente. Un fallo, y roda-ría hecha pedazos a la playa. Pero salieron, y llegaron al peñón tras una azarosa travesía. Y allí en efecto estaba el muchacho.

Lo difícil venía ahora: la barca tenía que esperar a la deriva a que Uli-ses, nadando, saliese a las rocas en medio del batir del agua, para volver con el chico, que estaba medio muerto. Al viejo lo arrastraba la corriente; y una y otra vez volvía a acercar la barca, jugándose en unas brazas que Ulises no la alcanzase al volver, o estrellarla contra los rompientes, per-diendo así los tres toda esperanza. Pero la pericia, el valor y la desespera-ción unidos, lograron lo que era imposible.

Al principio parecía que el viejo volvía solo. Y cuando varó en la playa se vio por qué: el muchacho casi no se movía, y Ulises, como él, estaba tendido en el fondo de la barca, sangrando por todo el cuerpo, destrozado por las olas en la roca. Aún se levantó, miró a la madre y, con el gesto indi-ferente del principio, como el que ha cumplido una misión que no es la suya, dijo:

―Ése es tu hijo, mujer; cuídalo tú ahora. Y dando la vuelta, ante la mirada de todo el pueblo, comenzó a andar

hacia las casas. Hasta que a los pocos metros, el primer golpe de viento lo

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tiró a la arena, en la que quedó tendido, otra vez como el resto de un nau-fragio que el mar, harto de él, hubiese devuelto a tierra.

Calypso, que sin decir nada había estado mirando la escena, saltó a por él y vio la herida que tenía en la sien. Lo recogieron y lo llevaron a casa de Euría. Y allí lo echaron, limpiaron y velaron, mientras de nuevo deliraba en medio de la fiebre.

Y la ninfa se vio otra vez junto al lecho de un hombre desconocido, cuyo sino parecía yacer destrozado ante sus ojos, necesitando una ayuda que no quería pedir. Pero esta vez ya no era un extraño, sino un pobre hombre que estaba allí medio muriéndose porque ella sí le había pedido lo que necesitaba de él.

Por ello, cuando comenzó a despertar, Calypso estaba esta vez a su lado, sentada en el suelo apoyada en el jergón donde dormía, mientras esperaba ansiosamente las primeras palabras que salieron de sus labios.

―Penélope ―dijo al abrir los ojos, con una sonrisa que se perdió de nuevo al cerrarlos.

Pero no fue tanto el nombre invocado lo que le dolió a Calypso como la sombra de decepción que vio en aquellos ojos al cruzarse un instante con los suyos.

«¿Y yo qué hago aquí ―pensó, también decepcionada― velando un hombre que no es mío?».

Quiso levantarse; y en su corazón luchaba lo que le parecía conve-niente con lo que su instinto de agradecimiento le dictaba. Mas cuando ya casi lo hacía, escuchó de nuevo la misma débil voz, que, con el calor de antes, se llenaba ahora de su nombre.

―Calypso. Y al mirar se encontró con los ojos abiertos de Ulises, plenamente

conscientes de lo que ahora estaban viendo; y en sus labios, aún casi dor-mida, la primera franca sonrisa que ella le veía. Y con el relámpago de una recuperada ilusión en el rostro, Calypso devolvió esa sonrisa.

―¡Que el cielo recompense tu valor, Ulises! ¡Muchas gracias! ―le di-jo.

―¿Llevas aquí mucho tiempo? ―No sé, unas horas; ¿qué más da? ―¿Cómo está el muchacho? ―Ya pasó todo; estará mejor en unos días. La madre ha estado casi

más tiempo aquí que allí, preguntando cómo estabas tú. Él, sereno ahora, volvió a cerrar los ojos, dispuesto a seguir durmien-

do. Y ella, expresado su agradecimiento, pensó que ahora sí debía irse. Mas al intentarlo, Ulises, sin abrir los ojos, se asió a su brazo, con una pre-

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sión que expresaba a la vez angustia, una orden y el ruego de que no lo hiciese. Y Calypso se quedó, también muy quieta, sintiendo agradable el calor de su mano en la suya, dispuesta a proteger un sueño que ahora sí era de paz y en el que el duro rostro del extranjero se había relajado en esa sonrisa de antes, que se había dormido también con él.

* * *

La ninfa aún quiso mantener la ficción de que allí no pasaba nada. Por un tiempo se conformó con los informes de Euría, según los cuales Ulises iba mejor. Pero hay cosas que no tienen remedio, y una de ellas suele ser lo que ocurre entre hombres y mujeres, aunque sean diosas. Y es curioso que los protagonistas de la historia casi no se dan cuenta de lo que para cualquier espectador es evidente; y mientras se van deslizando por ese dulce resbaladero que termina en los brazos del otro, les parece que están cada día tan lejos de ello como el anterior.

Ulises, después de su intervención en el salvamento del muchacho, ya no era un extraño en la aldea. La gente lo saludaba, lo invitaba a sus fiestas, y se sentían orgullosos cuando se detenía con ellos. Los mucha-chos comenzaron a interesarse por él; y cada vez eran menos las tardes que marchaba al promontorio y más las que a la luz del fuego terminaba el día contándoles historias de mares extraños, de aventuras y pasiones fas-cinantes para ellos. Por lo demás, la utilidad de su experiencia comenzó a hacerse imprescindible; y el extranjero cada día lo iba siendo menos.

Calypso, poco a poco, se encontró con que pasaba más tiempo en la aldea que en su casa. Mejor dicho, la encontraron los demás así, porque a la ninfa parecía lo más natural eso que en ellos despertaba una sonrisa medio maliciosa, medio comprensiva ―y, como los querían a los dos, también complaciente―, pero en cualquier caso harto significativa.

«A ver qué dice Ulises»; «esto lo resuelve Ulises»; «¿dónde está Uli-ses?», eran sus constantes respuestas a una serie de problemas que tiem-po antes ni se hubiese dado cuenta de que existían, y que eran ahora para ella evidente competencia de su autoridad protectora de la aldea.

Y es que no hay nada más fecundo para los demás que dos personas que se están enamorando sin querer. La energía que lleva a echarse en los brazos del otro, retenida, se proyecta en cosas que se hacen juntos; hacia un mundo convertido en discreto espejo que guarda esa imagen que uno no se atreve a mirar de cara. Y esas cosas, hechas ahora pretextos, se vis-ten de luces nuevas; y el mundo salta radiante cuando se ama en él lo que el propio corazón quiere esconder tras su inocencia. Los ojos que se pier-den y se ven sorprendidos en los ojos que buscaban, siempre encuentran

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entonces la justificación del brillo que los traiciona, invitando al compañe-ro a mirar la vida común en que su amor se esconde; como si ese amor fuese algo social, la vida de los demás, el mismo latir del mundo.

¡Y cómo vale ese afecto camuflado! ¡Qué feliz puede hacer un simple roce, o una sonrisa correspondida que guarda en sí todo el tesoro de la ambigüedad! Porque esta significación oculta es la salvación de una felici-dad que sería tremenda si destapase su verdadero rostro, y hay amores que así se tienen que proteger de sí mismos. Por eso, toda ocasión es buena para volver a esconderlo: un nuevo proyecto, a ser posible para otros, en el que los amantes se puedan disolver y seguir queriendo. ¡Todo menos quedarse solos: que no se rompa el encanto!

Y movida por ese amor que iba creciendo cuanto más se escondía en lo que hacía, la vida de la aldea cambió en unos meses. Ulises se convirtió, conducido por Calypso, en lo que era desde siempre: un rey que sabe go-bernar. Se construyó un muelle; se buscaron nuevos caladeros; se botaron barcos más grandes, que él sabía construir; se dirimieron disputas con al-deas competidoras. Y los pescadores veían cómo eran posibles cosas que antes sólo se soñaban. En las fiestas se bailaba, y se escuchaba a Calypso cantar sus tristes baladas de mares divinos; mientras todos la miraban a ella, y ella miraba a Ulises sencillamente así, como si la caricia de sus ojos no tuviese otro significado que el agradecimiento del pueblo, y él tuviese que recibirla con una sonrisa que todos pudieran ver, inocente, también como dirigida a ellos; mientras que a los dos en verdad poco a poco les iba sobrando el mundo entero.

Pero no son tan fáciles las cosas: el amor que se oculta sólo crece y se alimenta de lo que se ha hecho su pretexto; y el abrazo final termina sien-do la sanción en el aire de raíces que ya crecieron juntas. Un día fue una mirada que se negó a bajar al suelo y se recreó descarada, perdiendo su sonrisa, en los ojos del otro, que también miraban asustados. Otro día la causalidad juntó dos manos que, más allá de la ocasión, siguieron tem-blando la una en la otra, en una sensación que no quería ser más e inten-taba silenciar el pensamiento que en ella se escondía. Otro día, en esa so-ledad por la que el amor se dejó sorprender, fue un beso, que quiso ser de amigo y terminó, aún con vergüenza, en los labios que todavía se empe-ñaban en callar. Y cuando, de tanto crecer, la pasión rompió sus diques, al final se encontraron los amantes despertando en la cueva de Calypso, uno en los brazos del otro, sin haberse dicho aún que se querían. La sorpresa, que al alba buscaba en vano seguir durmiendo, se plasmó entonces en sonrisa agradecida, que llegaba tarde sobre una historia de amor que ya estaba escrita y reposaba por fin en lo terrible de su propia felicidad.

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Y a los habitantes de la aldea les pareció lo más natural que Ulises pasase a vivir al promontorio.

* * *

Calypso jamás pensó que se pudiese ser tan feliz. Su cara, sin dejar de ser la que era, se fue transformando conforme más amaba lo que veía al despertar por las mañanas; y se hizo radiante, más de niña. Hasta casi perder el triste acento de sus enormes ojos. Casi, porque aún conservaban éstos la expresión de asombro ante esa felicidad, que parecía, incluso a ellos, venirles grande.

Ulises era otro; y de día en día saltaba a su rostro la juventud que só-lo estaba en él cansada y despertaba ahora al calor de esa dicha de la que ya no se acordaba y a la que se saluda con la pasión del reencuentro.

Y en un rincón del Ponto, del que ni siquiera se guarda el nombre, nació por unos meses un reino alegre de pescadores, donde vivir era go-zoso para aquellos que a la caída de la tarde miraban con orgullo, pasean-do por la playa, al nuevo rey, Ulises; y a su lado, casi siempre mirándolo asombrada, a su vieja amiga Calypso, que ahora también era su reina.

Así pasó un tiempo. Un día Calypso estaba en casa, tejiendo, como solía hacer cuando Ulises estaba fuera. Y con ella se encontraba la vieja Euría. Habían trabajado las dos en silencio, un buen rato. Pero el entu-siasmo de la ninfa en su labor, que hacía medio cantando, en absoluto le daba a la tarde tono alguno de tristeza; y la pregunta de Euría hubiese sorprendido a cualquier espectador que supiese menos que ellas.

―¿Qué vas a hacer cuando se vaya, Calypso? ―Morirme. La áspera declaración no correspondía a su semblante. Calypso se-

guía conservando en el rostro una sonrisa, y su vieja tristeza se apagó del todo cuando siguió hablando.

―Pero ahora es mío, Euría. ¿No lo entiendes? Lo he hecho yo: estaba muerto, tú lo viste; y me ha revivido entre las manos al calor de mi cariño. Tengo el mismo derecho a quererlo que si fuese su madre.

―Pero, mi niña, ¿y a retenerlo? ―Sí, ya sé que eso es otra cosa. Pero, ¿sabes cuál es mi contento?

Que soy tan feliz que me basta lo que tengo, y me sobra todo el futuro, así tenga que pagar con él una mirada suya.

Euría y Calypso se conocían muy bien. Y la vieja sabía que la ninfa, aparte de ser buena, era mucho más lista que sus afectos; y nunca perdía esa distancia, a veces dura, que da respecto del mundo el ser hija de los dioses. Por eso le había preguntado, un poco inquieta, lo que para su vejez

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era temor evidente; y se tranquilizó enseguida al ver hasta qué punto «su niña» era dueña de la situación.

―Y ahora me quiere, Euría ―Calypso casi reventaba de felicidad al decir esto―. Un día se dará cuenta de que en el fondo de mis ojos se ve a su mujer que aguarda; pero da igual: eso no hará mentira lo que ahora siente, y no estoy dispuesta a que esa idea me amargue el calor de su abrazo ahora cuando regrese.

―Bueno, a lo mejor nos empeñamos en lo peor, y no tiene por qué ocurrir. Efectivamente, parece que te quiere, ¿por qué iba a querer mar-charse? ―dijo la vieja con un suspiro.

―No me decepciones, Euría ―repuso ahora la ninfa, poniéndose se-ria―. ¿Desde cuándo sería lo mejor que los hombres dejaran de ser fieles? ¿Y cómo podría yo amar a quien hace traición para quererme?

Calypso se estremeció, al oír de la propia boca lo que antes sólo pen-só de lejos. Y en el ambiente, sobre el que la tarde iba cayendo, flotó en el silencio un tono de pesadumbre.

Y sin embargo, Euría aún tuvo que ver con sorpresa los ojos de in-mensa alegría de Calypso al oír la lejana voz de su amante, que volvía ha-ciendo fiestas: ¡cómo saltó corriendo, dejando atrás la labor, para ir a re-cibirlo!; ¡y cómo volvían los dos, medio abrazados, anunciando en su mi-rada lo bien que iban a estar sin ella! Y mientras se despedía, pensó lo te-rrible que puede ser la felicidad para quien tenía un corazón como su niña. Euría, que no Calypso, se fue esa tarde muy triste a casa.

* * *

Hay quien cree que la desgracia duele menos cuando llega esperada. Y no es verdad: al golpe que se aguarda se une siempre la decepción de una ilusión irracional, que aún se aferra a la esperanza de que no va a pre-sentarse lo temido. Y esto fue lo que le ocurrió a Calypso el primer día que Ulises, a la caída de la tarde, volvió un poco triste, después de ponerse el sol.

―¿Te pasa algo? ―le preguntó. ―No, mujer; es el tiempo ―repuso él, como se hace cuando uno no

quiere hablar de lo que pasa. En efecto, hacía un dÍa extraño, y el viento racheado soplaba lúgubre

en los acantilados. Aquella noche hablaron poco, y Calypso tuvo que esconder la prime-

ra lágrima después de mucho tiempo. Pasaron unas semanas. Ulises la seguía queriendo, Calypso lo sabía;

pero sabía también que cuando volvía a casa desde la aldea, al ponerse el sol, pasaba por la roca que da a poniente; y allí se quedaba, escapándosele

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la nostalgia a donde los ojos se quedaban cortos, embargado de una pena que ahora él, además, se sentía obligado a no enseñar.

Un día Calypso ya no pudo contener la angustia que ella también es-condía, y el saludo se les hizo a los dos sollozo, ocultando cada uno su ros-tro detrás de la cara del otro al abrazarse.

―Calypso, yo... ―intentó empezar Ulises. ―No, amor; no digas nada. Por favor, ahora no. ¿No ves que lo sé to-

do? Soy siglos más vieja que tú, y además hija de los dioses. ―Pero, Calypso, yo... te quiero. Ella se liberó justo un poco del abrazo, para poder mirarle a los ojos,

y sacando aún de su llanto la mejor sonrisa, le dijo: ―Te repito que lo sé todo, Ulises. ¿No iba a ser eso lo primero? Pase

lo que pase: ¡muchas gracias por quererme; me has dado mucho más de lo que me puedes quitar!

Y Ulises en aquel momento la amó como aún no había hecho antes.

* * *

Pero es cierto que las relaciones entre los amantes, sin perder su dul-zura, se iban haciendo cada día más precarias, semejante a esa llamarada que en el cénit de su potencia se ve incapaz de prender en la leña gruesa y hacerse brasa en ella.

Calypso lo sabía. Y cuando el Olimpo, que siempre quiere ser dueño de los mortales destinos, decidió enviar su veredicto final, la ninfa sabía también que lo que sus divinos congéneres quisieran disponer, no era sino consumación de una tragedia que mostraba ya su fatal curso en los ojos de aquel que ella quería.

Los dioses en efecto, como siempre, deliberaron lo que en este caso era oportuno; y enviaron al mensajero habitual a comunicar a la ninfa lo que se había decidido sobre ella. Y Hermes, calzadas sus aladas sandalias, cruzó de nuevo el ancho mar, como tantas veces, dispuesto a desvelar el último capítulo de su destino.

Cuando, tras largo vuelo por desolados mares, llegó a la morada de la ninfa, su primera sorpresa fue lo grato del paraje. Era un mediodía, no es-pecialmente señalado por viento ni bonanza, en el que la luz del Ponto descansaba en las aguas y en las formas de la costa, sugiriendo al mundo no afanarse mucho en su camino. La umbrosa y arbolada entrada de la gruta, invitaba a entrar en su frescura. Y allí encontró Hermes Argifonte a la ninfa, sola, tejiendo con lanzadera de oro un hermoso terciopelo y can-tando una triste melodía.

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Se sorprendió el divino mensajero de que Calypso no se sorprendiese al verlo. Pero es cierto que ella lo reconoció como al puntual correo que llega sin sobresalto, en el momento en que se sabía iba a venir, sin haber-se hecho esperar y sin anticipar con un susto esa llegada.

Las ninfas son deidades extrañas. Por un lado, el ser hijas del Océano las sitúa en los más altos grados de la divina genealogía, permitiéndoles mirar al Olimpo como la morada de uno más de sus iguales. Y sin embar-go, están tan apartadas de esa cima del poder, que a veces representan la imagen, un tanto triste en su dignidad, de la nobleza impotente.

Calypso nunca había estado en el Olimpo. Quizás porque no estaba dispuesta a ser tratada como una más de las innumerables deidades ex-trañas al lugar; o quizás porque vivía más a gusto en su sencillo retiro, sin sentir la necesidad de abandonarlo; y más probablemente por ambas co-sas a la vez. Por ello no conocía a Hermes. Sin embargo, al verlo supo quién era y a qué venía; y se permitió tratarlo con una total ausencia de sorpresa o ansiedad y atenderlo como la que, más que recibir honores al ser visitada, era capaz de honrar con su hospitalidad. Y así, en su contacto inicial, la ninfa, sin ofenderlo, se dirigió a él como lo que era, con la con-descendencia que al fin y al cabo corresponde a un simple mensajero.

Conocía además el contenido de su desgraciada embajada; y por eso, aún se permitió añadir un punto de ironía al saludarlo.

―Se alegran mis ojos de verte, Hermes del áureo callado. Y no he te-nido con frecuencia esa dicha; pues no sueles frecuentar estos parajes. Pero dime qué puedo hacer por ti, que mi corazón desea satisfacer lo que me pidas, si está en mi poder y es cosa hacedera.

Hermes, que estaba acostumbrado a ser tratado con el temor que co-rresponde a quien sus mensajes ―con frecuencia terribles― son manda-tos que ordenan su cumplimiento, se sintió desconcertado ante la sereni-dad de Calypso. Y es que la ninfa, que solía comportarse como una chiqui-lla para quien, como sus pescadores, la trataban como diosa, se presenta-ba ahora ante él como la diosa que era, con una fuerza y dignidad que no dejaba el más mínimo resquicio a su, quizás inconsciente, intención de tratarla como una joven cuyos caprichos amorosos no tenían más impor-tancia que haberse hecho molestos al olímpico designio.

Aún intentó el Argifonte sacar palabras de su desconcierto, pero se embarazó aún más cuando Calypso dio muestras de su desinterés, mien-tras despreciaba su misión con una señorial hospitalidad.

―Mas por importante que sea tu encargo ―dijo sonriendo― seguro que puede esperar a que llegue tu reposo después de largo viaje. Pasa y

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descansa, y déjame mostrar mi alegría por verte, compartiendo contigo mi mesa y mi morada.

Y el divino heraldo se vio sorprendido otra vez por un esplendido y señorialmente improvisado banquete. Hasta que en su corazón hubo de reconocer que el entorno, los manjares y la extraña belleza que Calypso desplegaba con una altivez recuperada de su olvidada alcurnia, le daban al momento una fascinación que nada tenía que envidiar a la majestad olím-pica.

Una vez terminado el agasajo, sin ser preguntado por ella, el Argifon-te se sintió obligado a desembarazarse de su embajada.

―Calypso ―dijo, visiblemente molesto―, es mi encargo decirte que Zeus, que lleva la Egida, ha dispuesto poner fin a la peregrinación del ex-tranjero que hoy albergas en tu casa. Pues no es su destino acabar aquí sus días, sino volver al hogar donde le esperan los suyos; una vez que se ha aplacado la ira de los dioses contra él y ha sido escuchado su deseo de regresar.

La ninfa lo miraba fijamente. Y Hermes, incapaz de aguantar esa mi-rada, que se había hecho fría e impasible, bajó los ojos, fijando la atención en el nervioso juego de sus dedos con la copa que sostenía en la mano.

Cuando Calypso, tras un largo y embarazoso silencio, se decidió por fin a responder, Hermes la volvió a mirar. Y aún descubrió una nueva be-lleza en su rostro, del que se había ido ahora la arrogancia, recuperando su dulce tristeza, una vez que él había comenzado a tratarla como una diosa.

―Sois duros de corazón, moradores del Olimpo ―comenzó a decir, con una voz distraída y suave, mirando fijamente a ninguna parte, como si careciese de sentido dirigir a nadie una queja que se conformaba en su desesperación sólo con ser proferida―, y celosos más que toda criatura, resentidos cuando alguna diosa como yo encuentra su gozo en un mortal. Artemisa mató a flechazos a Orión, que era el amor de Aurora de rosáceos dedos. Y cuando Demeter, la del pelo hermoso, siguiendo su deseo amó a Jasón, al saberlo Zeus envió contra él el rayo asesino. Y ahora me toca a mí, porque guardo en mi casa, amándolo y siendo querida por él, un hom-bre que saqué del mar y al que vosotros entonces no habías señalado otro destino que hundirse para siempre en las aguas procelosas. Y cuando a cambio de mares sin puerto yo le ofrecí el calor de mi afecto y la luz de esta morada, atreviéndome a soñar incluso con hacer eterno nuestro amor, sólo entonces os acordasteis de que tiene otro hogar al que debe regresar.

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Hermes la miraba ahora con una cierta simpatía y conmiseración lle-nas de respeto.

―Mas dile a Zeus que sus designios serán cumplidos. Es imposible re-sistirse a la voluntad de los dioses.

El Argifonte, al oír esto, ya pensaba que había concluido su misión, cuando de pronto, la habitual sencillez de la ninfa se transformó en un sardónico gesto, que borró de su faz el último trazo de dulzura.

―Sobre todo cuando el divino querer ―continuó ahora― es lo sufi-cientemente astuto para exigir que se cumpla siempre lo que de todas formas pasa. Si Ulises se hunde en el océano, es voluntad de los dioses que lo haga. Si su mujer lo espera en vano durante años sin fin, los dioses lo han querido. Si ahora yo me voy a ver sin el bien al que llegué tarde, también se cumplirán sus mandatos. ¿Has visto alguna vez un dios fraca-sar, Hermes?

El Argifonte la miraba ahora atónito, pensando que aquella mujer, en su despecho, estaba llevando la conversación por terrenos en los que él, divino recadero, se perdía.

―Me gustaría ver un Dios que fracasa; cuyos designios no se cum-plen, porque no se conforma con lo que ocurre; un Dios que quiera un bien que no sea mal para nadie: que mande que el sol se vaya a donde todos los días se escapa y que se quede aquí también alumbrando nuestro gozo, sin quitarnos tampoco la noche, que ofrece consuelo al alma atribu-lada. Me gustaría poder adorar una Providencia que no reconozca el mun-do como su obra definitiva, que admita que se le resiste; y que sea capaz de mantener, a pesar de ello, la promesa de su omnipotencia como algo que triunfará, sin daño para nadie, en otro mundo nuevo donde ya no quepa maldición. ¿Sois así en el Olimpo?

Con chispas en los ojos, sin esperar respuesta a su pregunta, Calypso se había levantado ahora y miraba desafiante el horizonte del mar, y de cuando en cuando a Hermes, que escuchaba, de nuevo desconcertado, su sacrílego discurso.

―No, Hermes, ese constante triunfo es signo de vuestra inutilidad. Que Zeus disponga que el rayo no mate, que el sol no salga o no se ponga, que Ulises no vuelva a Ítaca, e iré al Olimpo a reconocerlo como mi último señor. Mientras tanto guardo mi adoración para otro Dios, cuyo querer no se haga responsable del daño que hace el mundo al ir rodando. Por ello, puedes decir al portador de la Egida que se hará como él dice: Ulises vol-verá al hogar donde lo esperan. Pero declaro con esto mi desprecio, por-que Zeus no dispone otra cosa que lo que va a suceder sin él, sencillamen-te porque un mortal es más fuerte que su propio corazón. Y sabed todos

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allá en aquel monte, que esta conversación nuestra es un vano interme-dio en la historia de mi desgracia, pues viene sólo a decir que lo es. ¡Y para eso, Hermes, no era necesario tu viaje: yo ya lo sabía!

La ninfa ya no pudo soportar el amargo discurso, cuya verdad termi-nó por ahogar su alma, haciéndola romper en sollozos, incapaz de mante-ner una dignidad que ya no le importaba.

El Argifonte, que en un principio sencillamente quería disculpar las terribles cosas que escuchaba, atribuyéndolas a un lógico despecho, vis-lumbró ahora por un instante, en lo lejano de su capacidad de entender, que Calypso podía tener más razón de lo que él estaba dispuesto a plan-tearse por otro instante más como posible. Y decidió que, una vez comu-nicada su embajada y no teniendo ninguna intención de ver ampliados semejantes argumentos, era el momento de partir, de vuelta a la vieja se-guridad del Olimpo, donde todos estaban convencidos de su inapelable poder.

―Dime, Calypso, si puedo hacer algo por ti ―le dijo por fin, con un último gesto de simpatía.

―Muy bien sabes que no, Hermes ―contestó la ninfa. Y el Argifonte comprendió que sobraba toda otra despedida. Se diri-

gió a la entrada, y cuando una última mirada atrás le mostró como Calypso, sola en su dolor, se ocupaba en secarse las lágrimas ignorante de su presencia, levantó el vuelo, contento de haber concluido una misión que había resultado más difícil de lo esperado.

* * *

Cuando se quedó sola, Calypso tardó un poco en recuperar la claridad en su alma. Pero al fin tuvo que reconocer que esta visita, por mucho que la tachase de inútil, significaba para ella la última luz sobre su desilusión. Y cuando hubo comprendido esto, su pena dejó de ser para ella misma, y se acordó de Ulises; pues bien sabía cómo su corazón se debatía entre dos compromisos imposibles a la vez de sostener. Y de pronto se sintió culpa-ble, no tanto de lo que había sucedido entre los dos, como de haber con-sentido en la terrible ambigüedad de un final que se estaba prolongando inútilmente.

Ya decidida a intentar comunicarle esa claridad que tanto le había costado asumir, al caer la tarde se dirigió a la roca por donde sabía que él pasaría de vuelta a casa. Allí estuvo sentada un buen rato, esperando mientras llegaba y mirando allá lejos, muy lejos, donde Ulises le dijo una vez que estaba Ítaca y ella no veía ahora más que el horizonte vacio. Y pensó en Penélope: «¡qué buena tiene que ser, si él la quiere tanto!». Y se

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le ocurrió envidiarla, con una mezcla de fraternal afecto, sorprendiéndose al descubrir de pronto por qué. No por ser más querida por aquél que am-bas amaban. Calypso sabía que en esto del cariño ella tenía ahora la ven-taja de estar cerca, y que en el corazón de un hombre poco puede el frio recuerdo ante el calor amante de unos brazos que se sienten. No, la ven-taja de su rival era..., ¡ninguna que no fuese haber llegado antes! Y tuvo que sentir en el último fondo del corazón lo cruel que es alcanzar la vida y encontrarla ocupada, y tener que dejarla marchar como un barco en el que no se cabe.

Cuando llegó, Ulises, por un instante, se vio sorprendido. Pero los ojos de Calypso no sabían de reproches; e invitaban a sentarse y a hablar de nuevo, como la primera vez.

―Sí, Calypso, vengo aquí todas las tardes, y pienso en ella, y en mi hi-jo, que me esperan. Y el mar se me hace otra vez pequeño para ahogar esa nostalgia. Y luego te quiero a ti. Tú sabes que es verdad; y si tú así lo sientes, yo también sé que lo es. Y luego pienso que no quiero a ninguna de las dos; y otra vez que a ti sí y a ella no; y la siguiente lo contrario. ¡Me voy a volver loco!

―No, Ulises, si es muy fácil: nos quieres a las dos. Ahora más a mí, que te estoy acariciando ―y mientras en efecto lo hacía, Calypso le son-reía con los ojos suyos grandes, a los que había vuelto del todo su vieja melancolía y de los que salía ahora una infinita comprensión―, y a ella la querrás más cuando por fin vuelvas.

Era incapaz de ser celosa; ni siquiera de pensar que no se puede que-rer a la vez a dos mujeres: «¡qué saben las hembras ―pensaba la hija de los dioses― lo que cabe en el corazón de estos mortales!».

Y Ulises siguió hablando: ―Pero es que no es eso: hay momentos en la vida en que no manda

el cariño. No es tampoco el frio deber: es una pasión más fuerte que la vida, que impulsa a donde alguien espera porque un día te fuiste diciendo que volverías. Y aunque se rompa el mundo, aunque el corazón se te que-de colgando en el camino, sabes que tienes que volver. Los hombres de guerra llamamos a esto fidelidad; y su contrario es hacer traición.

Calypso se estremeció al oír la palabra. Y Ulises siguió: ―Tengo la sensación de haberte hecho mucho daño. Pero es cierto

que no podía más; no podía seguir. Y te juro, Calypso, que nunca un náu-frago encontró mejor orilla donde decir «ya no puedo». Y te quise como el que llega al final, para descubrir después que el viento fresco del cariño...

―Se hacía recuerdo de la palabra dada ―concluyó Calypso la frase―. ¿Me parezco a ella?

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―En que te quiero; y en que puedes, si te place, reclamar una pala-bra que no te di, pero que estaba guardada en la verdad de lo que nos ha pasado. Yo no podría dar un paso, si tú no me dejas.

―¿Y ver como se pudre mi bien entre mis brazos? No, Ulises, te quie-ro demasiado para no dejarte ir, y mi tragedia es que te tienes que mar-char para que pueda seguir amándote. Hasta ahora no fue tan malo lo que nos ha ocurrido. Tú no podías más; y lo ancho del mar unido a tu cansan-cio casi justifican nuestra historia, con tal de que pase a ser recuerdo. Y yo prefiero un recuerdo limpio que un amante traidor entre mis brazos. En cuanto a mí: bueno, no se puede decir que fue un riesgo calculado; pero sí que sabía lo que iba a pasar, por más que no pude resistirlo. Sabes, a ve-ces me gustaría ser como las muchachas de la aldea, una más; y luchar a fuerza de instinto por lo que quiero. ¡Te aseguro, amor mío ―y Calypso, que se había acercado a su amante, se abrazaba ahora a él, apoyándose en su pecho mientras él la acariciaba―, que no te escaparías! Que aunque no soy muy hermosa, has visto que sé querer y cómo mi corazón está lleno de delicias, que embriagan el corazón de quien se acerca, como tú, a gustar de ellas. Pero sé demasiado, Ulises; y a los dioses como nosotros, tan impotentes, el mucho saber nos mata el instinto y nos hace escépti-cos: al menos lo suficiente para ver que hay cosas que no pueden ser. Aunque, por otra parte, quizás así podemos salvar lo que nos da el des-tino. Y te aseguro que a quien ha sido feliz, un recuerdo le compensa la vida. ¡Gracias otra vez, Ulises, por dejarte querer y por quererme tú lo que has podido!

Calypso, que había levantado un momento la vista para mirarle, se dejó cerrar la boca y los ojos con un beso, y volvió a reclinar la cabeza en su pecho. Y allí quedaron los dos un largo rato, mientras el buen sol, ocul-tándose, casi los invitaba a quedarse así dormidos para siempre, bajo las caricias de un suave viento de poniente, que por un momento le pareció a Calypso que traía de esa Ítaca que tanto temía el calor de un infinito agra-decimiento y la bendición para ese último instante en que fue feliz.

* * *

La fidelidad es una extraña virtud. Cuando el amor ya casi se va mu-riendo, de lo lejos que están las caricias que un día lo alimentaron, ella es como su hermana mayor, más fuerte y correosa, hecha al viento frío de caminos solitarios y educada en el recelo hacia albergues prematuros; y sólo ella es capaz de cogerlo entonces en sus brazos y llevarlo allí donde se puede reponer. Es algo del fondo del alma; está donde los hombres se pa-recen a los perros, que son orgullosas imágenes de esa virtud, quizás por-

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que su instinto siempre vuelve a la majada que los está necesitando. Es incluso, en el último rincón del alma, al que apenas llegan las razones, una virtud vegetal: la que tienen las raíces cuando siempre disuaden al viejo roble de ladera del intento suicida de transplantarse a la vega en tiempos de sequía, obligándolo a buscar en su sitio el agua que necesita, más aba-jo, esperando entretanto, mientras crece, tiempos mejores. Es cierto que por culpa de estas raíces alguno que otro se agostó de tanto perseverar en pedregales; pero éste es el tributo de una orgullosa raza por su nobleza.

Y en efecto, a Ulises lo llevó a Ítaca la fidelidad con el amor casi muerto. Mas es cierto que Penélope fue buena enfermera. Y eso lo sabía la fidelidad, que siempre busca el alivio de su hermano chico llevándolo de vuelta al sitio donde una vez creció y se hizo grande. Y Ulises nunca se arrepintió de haber vuelto; y fue feliz, muy feliz... Por más que algunas no-ches en que soplaba rabioso el viento de levante, al amanecer cogiese su caballo, y como un rey que en su propia casa se siente peregrino, lo hicie-se galopar hacia un monte que domina el puerto. Allí se sentaba triste, sin llorar, a ver en el mar salir el sol y tratando inútilmente descifrar el áspero mensaje que el viento le traía del otro lado del Ponto. Y volvía a casa ya bien entrada la mañana. Penélope que, sin conocerla, amaba a Calypso desde que Ulises le contó la historia, sabía respetar su seriedad en esas ―no eran muchas― mañanas de invierno. Porque era buena, y siempre supo agradecer que le devolvieran lo que se pudo robar; y porque, casi como la ninfa, también era lista, y sabía que el corazón de un hombre es terreno inmenso para un sólo dueño. Suyo era su amor, su sonrisa por la tarde al volver a casa, las caricias que un día estuvieron tan lejanas; mas Penélope sabía también que esa nostalgia que queda en el corazón de los hombres aun después de volver a casa, tenía en su esposo el nombre de Calypso.

Pero, por mucho que queramos hacerlos mensajeros, los suspiros no son marineros para llegar a la otra orilla; y el viento que intenta recogerlos los va perdiendo en el camino. Por eso Calypso nunca supo que ―al me-nos ciertas mañanas de invierno― Ulises la seguía queriendo. Y cuentan los pescadores de una playa que no tiene nombre, que la ninfa se murió de tristeza.

―Si cuando llegues, por lo que sea, encuentras tu casa en ruinas, yo sé que volverás aquí; porque siempre sabes regresar donde te esperan.

Estas fueron sus últimas palabras cuando se despidieron. Lo dijo por animarle a él; pero durante mucho tiempo los pescadores efectivamente la vieron, cuando volvían a puerto, sentada cada tarde en una roca que

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baten las olas, desde la que se ve ponerse el sol; y ellos sabían que miraba el horizonte buscando en él una vela que no vendría.

Un día, pasado el tiempo, llegó a la aldea un barco mercante buscan-do agua; y como tenía que hacer algunas reparaciones, se quedó en la pla-ya algunos días. A los pescadores les gustaba en estos casos oír relatos de puertos lejanos, que ellos nunca verían. Y había entre la tripulación de aquella nave un marinero ciego, que cantaba bellas historias; y les contó del último de los aqueos ―Ulises, rey de Ítaca―, de su alegre vuelta a ca-sa, de su triunfo sobre los usurpadores y de la gloria de su hogar en su re-greso.

Calypso ―que por aquel entonces bajaba poco― estaba esta vez en el corro que escuchaba. Y aún salió de su corazón, antes de romperse del todo, un último agradecimiento de ver lo triste que se iban poniendo sus pescadores. El cantor nunca supo por qué una historia alegre iba haciendo a su auditorio, uno a uno, irse marchando en silencio; pues por respeto a su reina, ellos nunca le contaron que acababa de cantar los últimos versos de su desgracia.

Y Calypso se fue marchando también por la playa, sola, sin que nadie, ni siquiera la vieja Euría, intentase dar consuelo a quien no quería nin-guno.

Fue la última vez que la vieron. El promontorio, que ya no era casa a la que fuese a volver nadie, se fue quedando desierto: las fuentes dejaron de manar, y los árboles que un día lo adornaron, se secaron. Milenios después, hoy sólo queda de esta historia una áspera colina y a media lade-ra una gruta desapacible, a cuya boca, que bate el viento, se sienta de cuando en cuando un chiquillo a llorar su mal de amores. Y los habitantes de esa costa, pobres pescadores, tienen fama de tristes, y cuentan de ver-dad tristes historias, como ésta de la que un día fue su reina en un tiempo lejano del que sólo se guarda la nostalgia.

Dicen que la ninfa murió de querer de lejos. Y es un poco verdad. Pe-ro es más cierto que esa noche en que murió, más bien, su última espe-ranza, Calypso se transformó, como quería, en un limpio recuerdo; y la recogió su padre, llevándola a un sitio ―no se sabe si en el aire, en el mar, o en un valle escondido en medio de altas montañas― donde el Gran Se-ñor de los hombres y los dioses vela las bellas memorias, que están dor-midas hasta el día en que el mundo, como Calypso, concluya su curso. Y ese día las hará despertar, vivas, y no pasarán jamás.

Y así será. Porque el Dios que ella quería adorar, el que no hace daño en sus designios, existe. Y en El, para la que tanto esperó y en vano a quien la quiso de paso, hay una casa a la que siempre vuelven los que

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nunca regresaron, porque iban, como Ulises, camino de la suya. Y allí, para el corazón que se rompió en lo imposible, hay un divino querer en el que caben, juntos, todos los amores, y será realidad para siempre el que aquí no pudo ser.