DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAJUNIO 2014 efraín huerta · Resumen de todos los insom nios. 2...

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Huerta fue el primero, quizá el único que supo ver el crecimiento de un mal, hecho de imprevisión y de irresponsabilidad, pero sobre todo del lucro e injusticia que desembocaría en la catástrofe de estos años y quién sabe adónde nos llevará JOSÉ EMILIO PACHECO Además EL PADRE DEL PSICOANÁLISIS EN UN PAÍS SURREALISTA DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAJUNIO 2014 522 efraín huerta Resumen de todos los insnios

Transcript of DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAJUNIO 2014 efraín huerta · Resumen de todos los insom nios. 2...

Huerta fue el primero, quizá el único que supo ver el crecimiento de un mal, hecho de

imprevisión y de irresponsabilidad, perosobre todo del lucro e injusticia que

desembocaría en la catástrofe de estos años y quién sabe adónde nos llevará

—J O S É E M I L I O PAC H E CO

Además EL PADRE DEL PSICOANÁLISISEN UN PAÍS SURREALISTA

D E L F O N D O D E C U L T U R A E C O N Ó M I C A � J U N I O 2 0 1 4

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efraínhuerta

Resumende todos los insom nios

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José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Javier Ledesma

J EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACI Ó N

Ernesto Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

Corrido de la enamoradaE F R A Í N H U E R T A

—————————

De vuelta a la metrópoli: “Declaración de odio”E M I L I A N O D E L G A D I L L O M A R T Í N E Z

El habla del albaR A F A E L V A R G A S

Efraín Huerta: antologar al antólogoC A R L O S U L I S E S M A T A

Otro Efraín:el crítico de cineE F R A Í N H U E R T A

Otro Efraín:el periodistaE F R A Í N H U E R T A

Efraín HuertaO C T A V I O P A Z

CAPITELNOVEDADESFreud y México: agudezas, hallazgos e imperfeccionesN É S T O R B R A U N S T E I N

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EDITORIAL

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas

Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional

del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación

Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

I LUS TR ACI Ó N D E P O RTADA : ©J O RG E ALD ER E TE

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Efraín Huerta estaba complacido con ser un buen poeta de segunda del tercer mundo. Desde luego se equivocaba, y no porque haya caído en desuso la jerarquía de los países según su grado de desarrollo o su afinidad política. A cien años de su nacimiento, con entusiastas lectores por doquier, está claro que el poemínimo donde se autorretrataba merece una fe de erratas: donde dice “buen”, debe decir “gran”; donde

dice “segunda”, debe decir “primera”. Este número de La Gaceta es un vehí-culo para mostrar, con hechos, que ése es el juicio que el Fondo aplica al escri-tor nacido en Silao el jueves 18 de junio de 1914.

Poco después del fallecimiento de Huerta, el fce reunió en un volumen su Poesía completa. En este 2014 reaparece en la colección Poesía, también bajo el cuidado de Martí Soler, y con un escueto pero divertido agregado: los ver-sos que aparecen en la página de enfrente, ejemplo de algunas de las vocacio-nes efrainianas. Rafael Solana dijo de Los hombres del alba algo que puede aplicarse al conjunto que el lector hallará en ese volumen: “para quien lee por segunda vez, con detenimiento, sin prisa y sin descuido, estas poesías, Efraín Huerta aparece como un altísimo poeta, de grandes vuelos, de vigorosa per-sonalidad, de exquisita pureza, de novedad sorprendente”. Y es que, como dice David Huerta —cuyo mérito menor es ser hijo de su padre— en la intro-ducción a esa suma poética, uno encuentra ahí “desde la delicadeza lírica del amor declarado con tonos impresionistas […] hasta los estallidos de la sen-sualidad alburera […] Abarcan lo mismo el poema civil que el poema familiar, la viñeta paisajista y las alucinaciones apocalípticas”.

Los primeros dos textos de esta entrega son navegaciones por un poema y por el libro que lo contiene. Emiliano Delgadillo Martínez, enciclopedia am-bulante de la vida y la obra de Huerta, recorre el momento y el clima personal que llevaron a Efraín a escribir su “Declaración de odio” a la Ciudad de Méxi-co, esa musa que en cada generación se renueva. Y Rafael Vargas relee, gracias a la edición facsimilar preparada por Conaculta, aquel poema y lo disfruta como lo hicieron en los años cuarenta sus primeros lectores.

Pero hubo otro Efraín, sin duda más prolífico que el poeta: el redactor de notas periodísticas, el crítico literario y cinematográfico, el ensayista que disertaba sobre política y arte. Carlos Ulises Mata, antólogo de El otro Efraín, explica en unos párrafos el espíritu con que preparó esa variopinta colección, de la que hemos tomado algunos textos que ejemplifican la diversidad de registros del Huerta prosista. Rematamos con las líneas que Octavio Paz, su contemporáneo estricto y compañero de armas creativas, escribió tras la muerte del guanajuatense; están incluidas en el tercer volumen de la nueva edición de las Obras completas pacianas, que empieza a circular en estos días.

Aunque a Efraín le llevó una línea en blanco y una sangría dar un paseo alrededor de su vida, la iconografía que hemos publicado, preparada por Del-gadillo Martínez, muestra lo inmensamente rico que fue su paso por esta tierra. De ahí hemos tomado las fotos que alegran este número. Pero las ilus-traciones merecen explicación aparte: son obra de Dr. Alderete. Invitado por el Fondo a recrear, que no sólo interpretar, varios poemínimos, este artista gráfico nacido en Argentina y radicado entre nosotros hace ya varios años logró poner en un lenguaje fresco, igualmente desmadroso, algunas de esas piezas breves que tanta fama —y tantas confusiones— han traído a la poesía de Efraín. De El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos hemos tomado la ima-gen de nuestra portada y unas cuantas más.

Ya en otro registro, cierra el número la reseña, a la vez encomiástica y críti-ca, de una novedad del Fondo: Néstor Braunstein revisa con admiración Freud en México. Historia de un delirio, de Rubén Gallo.�W

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POESÍA

Vengo a contarles, señores,lo que en Cholula pasó,cuando el general Juan Reyescon sus hombres la tomó.

Era el año diecisiete,nunca lo olvidaré yo.Las balas eran demonios,diablo parecía el cañón.

Ganó el general Juan Reyespor su temerario ardor,pero también sus soldadosdemostraron gran valor.

Luego Reyes mandó traeral que riqueza logró.¡Ay Virgen de los Remedios,la matanza comenzó!

Al señor de Peñafi eltreinta mil pesos pidió.Nunca pensó José Juanaquel tropiezo que dio.

Una mañana en la plazaa una joven se encontró.Hermosa, altiva y señora,que por sus ojos entró.

—“¡Águila de mi sombreroque paloma se volvió!Palomita de mis sueñosque sangra en mi corazón.”

—“Deja en paz a esa mujer”,le dijo con gran vigorel padre Sierra llamado,que en su infancia conoció.

—“Con ella me he de casar”,José Juan le contestó.“Hombre soy y de a caballo,viva la Revolución.”

Señores, no les he dichoque la hija de aquel señorcon un gringo va a casarsey ya las donas compró.

Mujer como ésa, ningunaen belleza y esplendor.Lunar, el de su mejilla,y en sus ojos gran fulgor.

Cuando iban a fusilarlo,Peñafi el no se asustó.Como quería mucho a su hijaJosé Juan lo perdonó.

Vuela, vuela, palomita,vuela sin decirme adiós.A Beatriz ya la consumeel fuego de la pasión.

Una noche, José Juanserenata le llevó.Perdón pidió el general,un perdón para su amor.

El padre Sierra está listopara casar a los dos.José Juan en la cantinasolito se emborrachó.

Ya vienen los federales,vienen con hondo rencor.Nunca olvidarse pudieronque Reyes los derrotó.

Con el ingeniero Roberts,que ya su mano pidió,Beatriz a casarse va,destrozado el corazón.

Tengan paciencia, señores,que la boda comenzó.Los federales ya estáncerca de la población.

Ay José Juan, no te vayasardido por el dolor.Ya Beatriz iba a fi rmarcuando su mano tembló.

Salió Beatriz a la callellorando de puro amor.Va siguiendo a José Juan,el dueño de su pasión.

—“Perdón, mi padre, querido,perdón les pido a los dos.Yo me voy de soldadera, viva la Revolución.”

Ya con ésta me despido,con el alma esperanzada.Aquí se acaba el corridode Beatriz, la enamorada.�W

Muchas afi ciones de Efraín Huerta coinciden en este singular juego narrativo acomodado en estrofas: el amor a los relatos cinematográfi cos; el conocimiento

de la lírica espontánea, la de la calle; la devoción por las mujeronas que colonizaron la pantalla grande; la sensibilidad justiciera. Estos versos rescatados se incluyen por vez primera en la nueva edición de su Poesía completa, que comienza a circular en estos días

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DOSSIER

Eso dijo de su voz este amante del alba: en ella se acumulaba la incapacidad de dormir.

Los descubrimos en estas páginas velando sus armas poéticas antes de odiar a la ciudad

o reinventando el signifi cado de la madrugada. Lo vemos juguetear, con su prosa veloz, con las

divas y las tragedias. Y lo vemos —según el retrato de su par Octavio Paz— convertido en pionero,

en vanguardista sin estridentismos. ¡Cuántos insomnios caben

en una voz!

efraín huertaResumen de todos

los insom nios

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De vuelta a la metrópoli: “Declaración de odio”

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ENSAYO

Efraín Huerta dejó numerosos indicios del momento en que terminó de escribir uno de sus poemas más socorridos, ese en que declara a los cuatro vientos una falsa animadversión por la urbe que lo vio prosperar. En estas páginas se rastrea además su fi logenia

lírica, ora debido a las lecturas que el guanajuatense habría realizado, ora por las convicciones políticas que defi nieron su juventud

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

DE VUELTA A LA METRÓPOLI : “DECLARACIÓN DE ODIO”

Edifi cios de erigida ceniza

josé revueltas, Los muros de agua

A yer terminé la ‘Declara-ción de odio’, enorme poema. Los Talleres Grá-fi cos me la publicarán en folleto. Ha gustado. Y gustará […] Tu carta, ¿la primera carta que me es-cribes?, inesperada por ansiada. Era tan necesa-ria, Andrea, que el gusto y

el placer me atontan. / Te amo. / Efraín.” Así conclu-ye la carta del 9 de diciembre de 1936 que Efraín Huerta envió a su Andrea de Plata, seudónimo de Mi-reya Bravo. Gracias a esta carta sabemos que la “De-claración de odio” — sin duda uno de los poemas más conocidos de Efraín Huerta — fue terminado el 8 de diciembre de 1936. En esa época Huerta solía escri-bir por las noches (en el quicio de una de las ventanas que daban a la Plaza de Santiago, por Tlatelolco), así que podemos suponer que en la mañana del día 9 fue con su poema en la mano a enseñárselo a sus amigos José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez, José Revueltas, Rafael Solana y Octavio Paz, quienes seguramente le dieron su aprobación. Así lo corrobo-ra un artículo de Ramírez y Ramírez, publicado en enero de 1937, en el que señala: “El año pasado se han conocido en México dos grandes poemas, escritos por dos jóvenes poetas de México. Me refi ero al ‘No pasarán’ de Octavio Paz y a la ‘Declaración de odio’, de Efraín Huerta”. Ramírez conoció el poema de Huer-ta de primera mano, pues la “Declaración de odio” no se imprimió sino hasta enero de 1937 precisamente, y no en los Talleres Gráfi cos (¿de la Nación?), como su-puso Huerta, sino en la revista Crítica y Orientación Popular (1936-1937), la cual era dirigida por un joven comunista, Marco Antonio Millán, futuro editor (junto con Efrén Hernández) de la mítica revista América (1942-1959). Recuerda Millán: “En los últi-mos años del régimen de Cárdenas, coordino una re-vista llamada Crítica y Orientación Popular, donde se publica por primera vez la ‘Declaración de odio’ de Efraín Huerta”. El propio Huerta lo confi rmó en un par de ocasiones: “Yo escribí ‘Declaración de odio’ en 1936, el mismo año que Paz publicaba ¡No pasarán!”;

en otro sitio apunta: “publiqué ‘Declaración de odio’ en 1937 [la revista que dirigía Marco Antonio Mi-llán, que tomaba su título del año en curso], con una espléndida ilustración de Rafael Solana”.

Huerta regresó a la Ciudad de México hacia fi nales de octubre y principios de noviembre de 1936. Había estado en Mérida cerca de tres meses, a donde arribó en calidad de representante del Congreso Nacional de Estudiantes — inaugurado el 3 de septiembre de 1936—, y de donde partió como militante comunista y periodista profesional, pues ahí se hizo no sólo con el carnet ofi cial del Partido Comunista Mexicano, apadrinado por Juan de la Cabada, sino también con una carta de recomendación que le abrió las puertas de El Nacional — “baluarte del cardenismo contra el asedio de la gran prensa”, como lo llama José Emilio Pacheco —. En Mérida, el director del Diario del Sur-este, Clemente López Trujillo, lo invitó a colaborar en la fi lial yucateca de El Nacional, lo que prolongó su estancia en la península por más tiempo de lo previs-to. Tal estancia fue crucial en la formación poética de Efraín Huerta, pues allí empezó a publicar sistemáti-camente sus poemas sueltos, y también porque allí escribió “Presencia de Federico García Lorca”, fecha-do el 16 de octubre de 1936 y publicado el 1º de no-viembre en el Diario del Sureste. Esta elegía, com-puesta a raíz de leer la noticia sobre el asesinato del poeta granadino, nos revela, por un lado, a un aveza-do lector de la obra lorquiana — y aun de César Valle-jo — y, por el otro, a un poeta que se encuentra a mi-tad de camino entre “Línea del alba” y “Declaración de odio”, esto es, entre el primer estilo madurado de Huerta y el segundo. A su regreso a la capital, Huerta empezó a escribir su “Declaración de odio” a la Ciu-dad de México, motivado tanto por los contrastes en-tre la península yucateca y la metrópoli del altiplano como por sus más recientes lecturas: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Raúl González Tuñón y Pablo Neruda (léase, especialmente, “Sobre una poesía sin pureza”, el editorial de Caballo Verde para la Poesía). También tuvo presente el Congreso Mexicano de Es-critores y Artistas Revolucionarios, que se llevaría a cabo en Bellas Artes en enero de 1937, así como su in-

greso ofi cial a las fi las del pcm. Todo ello infl uyó en la composición de la “Declaración de odio”, concluida fi nalmente el 8 de diciembre de 1937.

Cuando Enrique Ramírez y Ramírez recuerda conjuntamente los poemas “¡No pasarán!” y “Decla-ración de odio” — notemos que Huerta también tiene conciencia de la cercanía de ambos poemas —, no puede referirse a su contenido, de índole distinta, sino a su impetuoso tono de consigna o proclama compartido. Si el poema de Paz “¡No pasarán!” se ocupa de un acontecimiento puntual, el de Huerta lo hace de un proceso de mayor envergadura que no es sino el de la modernidad urbana. Ya en sus primeros artículos periodísticos lo notamos. Escribe Huerta: “Amanece en Mérida como si un chorro de cuchillos cayese de las alturas; como si nevara dulcemente; como si la ciudad se llenara minuto a minuto de una música blanca y suavemente azul”. En cambio, al ha-blar de la Ciudad de México lo hace de un modo dis-tinto: “algo triste la tarde moribunda, fría, cortante como espada furiosa, de esta metrópoli cruel e im-prescindible”, y más adelante: “La tarde no ha sido triste. Simplemente otoñal. Seca, repleta de hojas caídas y poemas apenas bosquejados”, donde “desde luego, hay un aire de frivolidad ineludible. Un aire sofocante, venenoso”; o bien: “la terrible ciudad san-grienta, dolorosa, rígida y desesperadamente fría”. El contraste simbólico entre la península y la metró-poli es más que notorio. Tras la muerte de Efraín Huerta, Octavio Paz escribió:

Se ha señalado muchas veces el lugar que ocupa la

vida urbana en la poesía de Huerta. Es un rasgo que, al

definirlo, lo define como un poeta plenamente moder-

no. Aunque la Antigüedad grecorromana conoció la

poesía de la ciudad — apenas si es necesario recordar a

Propercio — y aunque también los poetas renacentis-

tas y barrocos la cultivaron con fortuna, sólo hasta

Baudelaire la ciudad no reveló sus poderes, alternati-

vamente vivificantes y nefastos. La modernidad co-

mienza, en la literatura, con la poesía de la ciudad.

[Véase el texto completo aquí, en la p. 19.]

En seguida, el poeta de Mixcoac hablará de ejemplos anteriores a Huerta (López Velarde, Villaurrutia, Leduc) pero para Paz “la ciudad de estos poetas era todavía una capital soñolienta, más francesa que yanqui y más española que francesa (y siempre ‘ra-yada de azteca’)”. Sin embargo, con la vía vanguar-dista iniciada por los estridentistas (esto no lo señala Paz, al menos en ese texto) se inaugura una nueva etapa poética urbana, cuyos mejores exponentes fueron, ahora sí, Efraín Huerta, Octavio Paz, algu-nos compañeros de generación y otros aún más jóve-nes (pienso en Alí Chumacero y Rubén Bonifaz Nuño, los “jóvenes maestros”, como Huerta los lla-maba): “Con nosotros comienza, en México, la poe-sía de la ciudad moderna. En ese comienzo Efraín Huerta tuvo y tiene un sitio central”. En la misma di-rección se encuentra la opinión de Carlos Monsiváis: “Él [Huerta] asume antes que nadie el fatalismo de la gran ciudad, la raíz de la estética cuyo vigor escénico depende en mucho del abandono y la desolación: los cuartuchos de hotel de paso, el recorrido de las gran-des avenidas, la poesía surreal que se alimenta de las maldiciones en la eterna taberna, el hallazgo del ‘piernón bruto’ en un camión Juárez-Loreto”.

El antecedente ineludible de la poesía de la ciudad moderna — y, en particular, de la “Declaración de odio” — es Vrbe. Súper-poema bolchevique en 5 cantos (1924) de Manuel Maples Arce. Aunque la experien-cia vanguardista de Vrbe abreva en otra tradición — la de la ciudad industrializada, “hecha toda de rit-mos mecánicos”, donde “los motores cantan / sobre el panorama muerto”, cara al futurismo y a Maia-kovski —, muchas de las imágenes poéticas y, sobre todo, el tono de desafío característico del estriden-tismo tendrán descendencia en los poemas de Efraín Huerta. Dice Maples Arce: “esta nueva belleza / su-dorosa del siglo”, “¡Oh ciudad fuerte  / y múltiple,  / hecha toda de hierro y de acero”; y Efraín Huerta: “Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro, / de acero, sangre y apagado sudor”. Las “calles subversivas” o las avenidas saqueadas por el sol, por donde “pasan los batallones rojos” de Maples Arce, son las mismas que recorren las “columnas”, los “mi-litantes comunistas” y las “huelgas victoriosas” de Huerta. Ambos poetas captaron la violencia inhe-rente de la urbe, donde la inocencia y la pureza no existen: “alguna novia blanca se deshoja”, dice Ma-ples, o bien: “La lujuria apedreó toda la noche  / los

balcones a oscuras de una virginidad”; a su vez, Huerta escribe en “La poesía enemiga”: “escuchar el eco de una virginidad perdida  / en el tiempo preci-so”, y en “Verdaderamente”: “en el alba las rodillas desesperadas de una virgen”. Los “horizontes humi-llados”, “devastados”, y “el panorama muerto” de Vrbe se asemejan a la ciudad huertiana, con su “ce-mento doloroso de las banquetas” (“Los ruidos del alba”). La paleta gualda de Maples Arce (“y el jar-dín,  / amarillo / se va a pique en la sombra”) precede a la obsesión amarillenta, mustia, marchita de Huer-ta, señalada tempranamente por Antonio Alatorre en su hermosa reseña de Los hombres del alba. Sin embargo, Huerta no adopta el instrumental poético más característico del Súper-Poema: cables, moto-res, dársenas, grúas, fábricas, tranvías, escaparates, postes telefónicos, tubos ascensores, mástiles, tras-atlánticos, trenes, explosivos, gallardetes, cordajes, vidrieras, máquinas, pistolas, vapores, arquitectu-ras de hierro… Muy poco de este instrumental lo en-contramos en Los hombres del alba. La poesía de Huerta no es propiamente vanguardista, como sí lo es la de los estridentistas, o tal vez lo sea en cuanto al sentido metafórico de la palabra: “Octavio Paz re-cuerda que el término vanguardia es una metáfora que delata una concepción guerrera de la actividad literaria”.1 Lo que es claro es que Huerta no compar-te con los poetas estridentistas la “estética de timbre eléctrico y martillazo”, señalada por Paz en su prólo-go a Poesía en movimiento (1966). En todo caso Huer-ta es continuador del romanticismo estridentista, esto es, de su actitud rebelde (“la poesía entra en acción”), de la misma manera que es continuador del romanti-cismo de Apollinaire y Maiakovski, para decirlo con Octavio Paz. Si Maples Arce suspiró por la utópica Estridentópolis (“¡Oh ciudad internacional!”), Huer-ta maldijo por la metrópoli real, la Ciudad de México, “cruel e imprescindible”:

Ciudad que llevas dentro

mi corazón, mi pena,

la desgracia verdosa

de los hombres del alba,

mil voces descompuestas

por el frío y el hambre.

(“Declaración de amor”)

Desde su arribo a la capital mexicana en 1930, Huer-ta sintió admiración y curiosidad por el mundo que lo rodeaba: “Mira, la ciudad nunca me dio miedo, ni siquiera por venir de la provincia; para mí, el mundo era Garibaldi y los rumbos de por allá”. Efraín Huer-ta fue desde muy temprana edad un observador apa-sionado, como consta en sus escritos juveniles: “pa-rece que soy otro en Irapuato. A todo le encuentro detalles hermosos. Al jardín, a las calles lavadas; los campanarios me dicen más que hace años”. El con-traste entre “la paz provinciana” y la capital del país ayudó a que Huerta se enamorara de la realidad con-tradictoria de la metrópoli: “pienso, sin embargo, que no sabría vivir en una ciudad como Querétaro, y que México, con su grandeza y su miseria, es mi cuna, mi sustento”. Muchos años después, José Emi-lio Pacheco señalará:

En lo que hoy nos imaginamos como una capital gra-

ta, humana, habitable, el México de 19[37]-1944,

Huerta fue el primero, quizá el único que supo ver,

como lo demuestran Los hombres del alba, el creci-

miento de un mal, hecho de imprevisión y de irres-

ponsabilidad, pero sobre todo del lucro e injusticia

que desembocaría en la catástrofe de estos años y

quién sabe adónde nos llevará.

C O N T I N Ú A E N L A P Á G I N A 1 3 �E

1 Efraín Huerta, “La poesía actual de México”, en El otro Efraín (fce,

2014). En su “habilísimo prólogo” (Huerta dixit) a Poesía en movimiento,

Octavio Paz escribió: “El núcleo de la ‘vanguardia’ está formado por los

cuatro poetas arriba citados [Pellicer, Novo, Cuesta, Villaurrutia]. La pa-

labra ‘vanguardia’ quizá no les convenga y ellos no la usaron casi nunca

para califi car su tendencia. A su izquierda, está Manuel Maples Arce, éste

sí un auténtico ‘vanguardista’, por vocación y decisión. Fue el fundador

del ‘estridentismo’. El nombre fue poco afortunado y el movimiento duró

poco. Pero Maples Arce nos ha dejado algunos poemas que me impresio-

nan por la velocidad del lenguaje, la pasión y el valiente descaro de las

imágenes. Imposible desdeñarlo, como fue la moda hasta hace poco”.

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Porque es imposible desligar la vida de la obra de un autor, Rafael Vargas ofrece aquí, para redondear lo que en otras de estas páginas

se dice de Huerta, un puñado de claves sobre su biografía, con lo que arroja luces sobre aspectos tan cruciales como los signifi cados que el bautizado

como Efrén — aunque tal vez hayamos olvidado esto — depositaba en la palabra alba, o bien

las propias raíces de su vocación

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

EL HABLA DEL ALBA

I1930: luego de un agitado proceso electoral en el que José Vasconcelos afi rma haber triunfado, su contrin-cante, Pascual Ortiz Rubio, ocupa la presidencia de la República. México, según el censo realizado ese año, tiene en conjunto dieciséis y medio millones de habi-tantes. La Ciudad de México, su capital, cuenta con poco más de un millón. El país comienza a vivir un proceso de industrialización, y en consecuencia crece la corriente migratoria a las ciudades. Como parte de ella, a mediados de ese mismo año llega al Distrito Fe-deral la familia Huerta Romo, con la intención de que los hijos mayores estudien en la Universidad Nacio-nal, que acaba de conquistar su autonomía. México cambia con rapidez, y la mayor parte de esos cambios — como, por ejemplo, la popularización de la radio (la xew comienza sus transmisiones el 18 de septiembre de 1930) — se refl eja en la metrópoli.

Efraín Huerta tiene 16 años de edad. Por su talento para el dibujo, quiere inscribirse en la Academia de San Carlos, pero ya no hay cupo. Para aprovechar su tiempo, decide ingresar a la Escuela Nacional Prepara-toria, a la que empieza a asistir el 11 de febrero de 1931.

En el maravilloso edifi cio de San Ildefonso su des-tino toma otro rumbo. Prácticamente de inmediato, porque también está inscrito en el grupo A-1, conoce a Rafael Solana, cuya amistad será muy importante en su formación como lector y, a través de él, a Enrique Ramírez y Ramírez, a quien también le interesan el dibujo y la pintura, aunque quizá menos que la políti-ca. Su amistad lo ayudó a crecer intelectualmente con rapidez. Recuerda Solana que durante un tiempo apo-daron a Huerta el Paisano, como también recuerda haberse sorprendido el día en que se dio cuenta de lo mucho que aquél sabía de poesía. “Ignorábamos que le interesase la poesía, hasta el día en que fue el único que supo decirle al maestro Loera y Chávez de quién es el verso ‘Le dard empoisoné du sauvage’…”1

Uno de los motivos de ese creciente trato con la poesía era una muchacha llamada Mireya Bravo Mun-guía, nacida en Zaachila, Oaxaca, en 1916. También estudiaba en San Ildefonso. Huerta la conoció en fe-brero de 1933, cuando ella se lavaba las manos en una fuente. Resulta grato imaginar la escena, similar a las estampas de los antiguos romanceros, como ésta, de Gil Polo:

Si el agua te es placentera

Hay una fuente tan bella

Que para ser la primera

Entre todas, sólo espera

Que tú te laves en ella.

Mireya, a sus 16 años, era una muchacha informada y buena lectora, y, en las cartas que Huerta le escribe, los nombres de libros y autores tienen casi siempre un lugar relevante. Como bien supone Emiliano Delgadi-llo Martínez, Huerta prácticamente se convirtió en poeta para conquistarla. Muchas de las cartas que le envió durante su noviazgo formaron parte de ese aprendizaje literario.

Lograr el amor de su musa le tomó más tiempo que dar sus pasos iniciales como poeta. Absoluto amor, su primer libro, apareció en agosto de 1935. Su noviazgo con Mireya se prolongó por ocho años, en los que cu-pieron rupturas y reencuentros. Se casarían en febre-ro de 1941.

Aunque esos pasos iniciales fueron un tanto incier-tos y derivativos — muchas veces se ha dicho que en las páginas de sus primeros poemas se advierten las som-bras de Alberti, de García Lorca, de Neruda —, es inne-gable que también muchos de esos primeros versos consiguen desplegar cierta gracia plástica o sonora. En todo caso, Absoluto amor tuvo la virtud de presentarlo ante los lectores con el nombre que utilizaría en lo sucesivo.

“Tal vez ni sus hijos sepan — dice Rafael Solana en el texto ya citado — que el nombre con que pasa a nues-tro Parnaso se lo puse yo. En la escuela pasaba lista como Huerta Romo, Efrén; pero al momento de reu-nir sus versos para editar su primer libro, le hice notar que sería más eufónico que cambiase su nombre de pila por el del héroe de María, aunque no por una ad-miración a Jorge Isaacs que no sentíamos. Decidió ha-cerlo, y nunca más, ni él ni nadie volvió a acordarse de aquel Efrén que se mencionó en su bautismo…”

1 (“El dardo envenenado del salvaje”) Solana no revela el nombre del

autor ni añade más porque da por consabido que ese verso procede, tal

cual, en francés, de Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes. Con él Reyes

hace una sutil alusión al Viaje a Oriente, de Lamartine.

IITiene razón Rafael Solana. Efraín suena mejor, si bien no es más que una variante de Efrén, nombre arameo. Su signifi cado, en ambos casos, es el mismo: “fructífe-ro”. ¿Efrén Huerta habría escrito otros poemas? ¿Ha-bría sido una persona distinta del Efraín al que segui-mos leyendo y admirando? No tiene mayor caso pre-guntárselo. Lo que sí sabemos es que esa fructífera huerta de poesía que él fue, que ha sido, que segura-mente será en el futuro, debe poco de su nombradía a su apelativo personal y mucho, en cambio — todo —, a los nombres y palabras que empleó para construir sus poemas.

Entre ellas hay una que, por lo menos en México, no se puede pronunciar sin que de inmediato nos re-mita a su obra: alba. O quizá, más que una voz aislada, sola, se trate, en su caso, de un concepto: el alba. El alba es el emblema de la poesía del joven Efraín Huer-ta. Y en Los hombres del alba, su primer libro (así como Libertad bajo palabra era para Octavio Paz el primer libro que reconocía como tal, porque en él se recono-cía), podemos apreciarlo en toda su complejidad.

Huerta lo maneja con una gran pluralidad de senti-dos: lo convierte en un concepto polisémico. Aunque el alba, para él, no deja de tener los signifi cados habi-tuales — anunciación de la claridad, proximidad de la luz y, por ende, renacimiento, revelación, esperanza, conocimiento —, es claro que, dependiendo de su si-tuación inmediata en el cuerpo del poema, puede en-tenderse también como joya, espejo, lámpara, pan, valor, resistencia, fuerza, rebelión.

Sin embargo, a veces también parece ligarse a no-ciones contrarias a aquéllas: desaliento, fatiga, triste-za. A ratos el alba promisoria parece tornarse más bien una hora ominosa, que hace recordar aquella defi ni-ción de “la hora del lobo”, que en la hermosa película homónima Ingmar Bergman pone en boca del perso-naje principal, Johan Borg: “Es la hora entre la noche y el día. Es la hora en que muere la mayoría de las perso-nas; la hora en que el sueño es más profundo, cuando las pesadillas parecen más reales. Es la hora en que los demonios son más poderosos. La hora del lobo es tam-bién la hora en la que la mayoría de los niños nace.”

Hay en el alba lugar para cosas tan contradictorias porque se trata de una hora indefi nida (“ni del todo es de noche, ni del todo es de día”, para decirlo con san Juan de la Cruz), sin luz, o en todo caso con una luz blanquecina, lechosa, turbia, carente de color, “luz de eclipse”, dice Antonio Alatorre en la espléndida rese-ña que dedicó al libro en el número 7 de la revista Pan, correspondiente al bimestre enero-febrero de 1946.

Sin quererlo, se nos vienen de nuevo a la cabeza esos murales de Orozco en los que oscuras masas de obreros caen acuchillados, y grises niños famélicos mueren amontonados unos sobre otros. Ésos son los hombres del alba. Largamente habla de ellos en sus dos “Declaraciones”, la de odio y la de amor, que son de sus poemas más sinceros y decisivos: “Ciudad que llevas dentro mi corazón, mi pena, la desgracia verdo-sa de los hombres del alba…”

Tiene toda la razón Alatorre cuando señala que las “Declaraciones”, los tres “Cantos de abandono” y “La muchacha ebria” — “poesía reconcentrada”, los lla-ma — son lo mejor del libro, que debe haber leído con-cienzudamente en el transcurso de 1945. En lo perso-

nal, creo que la corona del libro es, precisamente, la “Declaración de odio”, cuya primera versión apareció en la revista dirigida por Solana, Taller Poético, en 1937. Seguramente Huerta habrá vuelto sobre él más de una vez hasta dejarlo listo para su inclusión en Los hombres del alba, siete años después. Entre las mu-chas lecturas que nos requiere la obra de Huerta, está la de comparar por lo menos tres ediciones del poema, cuya trascendencia es clara.

Para comenzar, me parece evidente que varias de las mejores páginas de Carlos Fuentes — en especial algunas de las que se encuentran al comienzo de La región más transparente (“ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mi-neral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos…”) — no habrían sido escritas, o no serían exactamente como las conocemos, sin el poema de Huerta, que sin duda Fuentes, gran lector de poesía, conoció pronto. El muchacho de 25 años que era Fuentes cuando co-menzó a escribirla, a mediados de los años cincuenta, encontró una de las piedras angulares para erigir el edifi cio de su novela en el poema de Huerta.

Creo asimismo que un poema como “Épica”, de José Carlos Becerra (“Me duele esta ciudad / me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima como un muerto invencible”), guarda también una relación directa con la “Declaración de odio”, de Huerta, y que uno de los libros más importantes de Jaime Reyes (Isla de raíz amarga, insomne raíz), debe mucho a ese poema específi co y a Los hombres del alba en general. De hecho, en el título del libro de Reyes hay un reco-nocimiento implícito al legado que recibió de Huerta, quien en 1962 publicó “La raíz amarga”.

“Declaración de odio” es un poema de inmenso po-derío, un poema de genio que requiere de un análisis pormenorizado para mostrar su enorme riqueza. No es sólo una suerte de imprecación colérica contra la ciudad. Es un poema de amor. Un canto de amor des-pechado a la ciudad, en cuyo centro habita una mujer concreta. Si no hubiese otro poema de similar calidad en Los hombres del alba, bastaría con él para que Huerta se hubiese abierto un lugar en la historia de la poesía de lengua hispana.

IIIEn realidad, basta con ponerse a leer un rato a Huerta con detenimiento para que uno se dé cuenta de que se ha escrito relativamente poco sobre su obra y que aún está pendiente la valoración de su legado; abundan los comentarios al paso, las anécdotas, pero no los análi-sis detallados, las calas en profundidad.

Por fortuna, la reedición cuasi facsimilar de Los hombres del alba que este mes ha puesto a circular la Dirección General de Publicaciones de Conaculta ya ha dado lugar a un estudio así. El volumen, que repro-duce las 198 páginas del original, con todas sus carac-terísticas — salvo por el papel, que resulta imposible duplicar —, incluye cuarenta páginas más, en las que se despliega un notable ensayo de Emiliano Delgadi-llo Martínez. En él, a manera de epílogo, se cuenta con gran amenidad y conocimiento la historia del libro.

Delgadillo, joven ensayista de 26 años (nació en la Ciudad de México en 1988), tiene fama ya de ser un investigador informado y cuidadoso, y gracias a los autores que cita de cuando en cuando — la estaduni-dense Helen Vendler, por ejemplo, extraordinaria lec-tora de poesía — es fácil advertir que se procura bue-nos maestros. Por lo que conozco de su trabajo, me parece que su interés lo lleva más a la historia de la li-teratura que a la crítica literaria, propiamente, aun-que es obvio que tiene el gusto y los indispensables conocimientos de poética para practicarla. Por lo pronto, su ensayo, que permite comprender e imagi-nar el proceso de composición del libro, es una muy bienvenida aportación a la lectura de Efraín Huerta.

En el centenario del nacimiento del Gran Cocodrilo, cabe esperar que se incremente el número de estudio-sos de su obra, pero para que eso ocurra es necesario contar con más ediciones de sus libros, y propiciar que los nuevos lectores de poesía los encuentren fácilmen-te en las librerías, no sólo en las bibliotecas públicas. En tal sentido, la edición facsimilar de uno de los li-bros más importantes de Huerta, cuya edición origi-nal era hasta ahora conocida sólo por un puñado de bibliófi los, representa un gran estímulo.�W

Rafael Vargas es un historiador afi cionado de la maquinaria poética.

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Efraín Huerta: antologar al antólogo

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

A unque el esquema de con-trastes tajantes que propo-ne Carlos Monsiváis podría matizarse, el planteamien-to es convincente y puede documentarse hasta con facilidad — sobre todo si se recuerda el paisaje nacio-nal donde ocurrió — evoca-do por el propio Monsiváis:

el de “una vida cultural pobre y una militancia ex-trema en el contexto de la Guerra Fría”.

Añade el cronista que en las tres décadas transcu-rridas para pasar de una estación crítica a la otra, “Efraín Huerta escribe poesía fuera de los aparatos de consagración”, “publica un libro importante: Es-trella en alto (1956) y poemas de la signifi cación de El Tajín (1963)”, sin que ello baste para lograr un prota-gonismo determinante, pues “su modo de vida lo ex-trae del periodismo” e “inevitablemente, se declara (y se le declara) un marginado literario”. Siguiendo su argumento, el punto de quiebre que hizo pasar a Huerta de esa marginación a la centralidad que luego ocuparía siempre ocurrió el año terrible de la ma-tanza de Tlatelolco: “A partir de 1968, la renovación de criterios revalúa a Huerta, su erotismo reveren-cial, su amargura ideológica, su humor salvaje, su to-pografía mítica”.

Aunque Monsiváis no lo dice, la nueva y defi nitiva visibilidad y audibilidad adquirida entonces por Huer-ta se explica por algo menos escapadizo que “la reno-vación de criterios” operada en ese año convulso: tiene su origen en la publicación, precisamente en 1968 y por parte de Joaquín Mortiz, del volumen Poesía 1935-1968, compilación histórica a la vez que antología crí-tica de Efraín Huerta, cuya selección fue explicada por el poeta con estas palabras:

Recojo en este volumen casi todos los poemas publi-

cados en libros, plaquettes y diversas revistas, de 1935

a 1968, excluidos de manera involuntaria algunos

poemas extraviados y de manera voluntaria los poe-

mas “políticos” (“¡Mi país, oh mi país!”, “Elegía de la

poesía montada”, “Barbas para desatar la lujuria”,

etc.), que espero juntar en un libro que se titularía Los

poemas prohibidos y que podría editarse hasta en for-

ma póstuma.

Equiparable en importancia — por el antes y el des-pués que marcó — a la aparición en 1944 de Los hom-bres del alba, la publicación de Poesía 1935-1968 tuvo, por lo menos, un efecto triple. El primero, editorial, al volver accesibles colecciones poéticas y libros que no se habían reeditado tras su publicación primera, varias décadas atrás, siendo Absoluto amor, de 1935, el más alejado en el tiempo. El segundo, literario, al revelarlo como un poeta mayor ante sus contempo-ráneos y ante los integrantes de dos generaciones posteriores a la suya. Y el tercero, un efecto crítico, al introducir Huerta en el breve prólogo de la autoanto-logía y en la selección misma (en ese caso implícita-mente) dos categorías de apreciación que se volve-rían perdurables y aún ahora infl uyen en el estudio de la poesía efrainiana, a veces olvidando que el poe-ta las enunció en términos descriptivos y no jerár-quicos: por un lado, la categoría de los “poemas poe-mas”, es decir, los poemas no prohibidos o, si se quie-re, los lícitos y autorizados —¿por quién?—, que venían a ser los incluidos en el libro; y por el otro, en un conjunto diferente y contrastante que se anun-ciaba para una compilación posterior, la categoría de los “poemas políticos”, identifi cados por él mismo como “poemas prohibidos” (como se sabe, la colec-ción que reunió a ese segundo grupo la publicó en 1973 la editorial Siglo XXI, con un título cuyo tramo fi nal — “y de amor” — ha creado más de una confusión

y repetidos casos de misreading entre los críticos: Poemas prohibidos y de amor).

Es tal la relevancia de ese libro que José Emilio Pacheco llega a insinuar que su publicación y su re-petida lectura representan una especie de momento crítico (usado el término en la acepción que le otorga la física nuclear) a partir del cual la condición o clási-ca o canónica de Efraín Huerta se reafi rma. Dice li-teralmente Pacheco que con Poesía 1935-1968:

Huerta encontró por fin los lectores y las lectoras que

no tuvo en las tres décadas pasadas. Se convirtió en El

Poeta del México post68 y en el maestro y modelo de

buena parte de lo que, con un arraigado galicismo, lla-

mamos la joven poesía. El establishment al que en más

de una ocasión había afrentado Huerta nunca le negó

(contra lo que se dice ahora) su reconocimiento, pero

en los setentas tuvo que sumarse a la apoteosis y le dio

todos los premios. El hombre modestísimo y cordial

que siempre fue Huerta agradeció estas recompensas,

tomó su autoirónica distancia respecto a ellas y consi-

deró su único, verdadero y legítimo triunfo: el que lo

quisieran los jóvenes (y ante todo las jóvenes).

Con ser cierto, lo extraordinario de todo lo hasta aquí dicho es que Poesía 1935-1968 no es un libro ori-ginal de Efraín Huerta. En este sentido: es un libro que no incluye ni un solo poema que no se hubiera divulgado antes en otros libros o en plaquettes, revis-tas, antologías y hasta sueltos, publicaciones todas ellas que circularon y fueron reseñadas a largo de las décadas, siempre elogiosamente.

La explicación, entonces, del excepcional efecto suscitado por ese volumen, además de en la calidad extraordinaria de la mayoría de los poemas que lo componen y hasta en la renovación de criterios invo-cada por Monsiváis, debe buscarse en un rasgo poco atendido: Huerta fue el mejor antólogo de sí mismo y ese libro, todavía más que al escribirlo, lo hizo al se-leccionar sus partes. En otros términos, Huerta hizo de la actividad antológica un ejercicio esencial para defi nirse — ante sí y ante los demás, ante su tiempo y ante la posteridad — como el gran escritor que cele-bramos en 2014 en ocasión de su primer centenario natal.

DE POEMAS Y LIBROSLa afi rmación anterior sería desmedida si Poesía 1935-1968 fuera el único caso que la ejemplifi cara, pero no es así. Si se revisa la obra de Huerta a partir de la publicación de Los hombres del alba — ejemplo insuperable en su obra de un libro homogéneo en es-tilo e intención que, si bien se publicó en 1944, fue escrito casi en su totalidad entre los 21 y los 25 años —, se observará que no volvió a publicar libros poéticos unitarios concebidos como proyectos siste-máticos de escritura.

En contraste con autores de todos los periodos y lenguas, tras la hechura y publicación de su libro central de 1944, Huerta hizo su obra posterior a gol-pe de poemas, no de libros. Publicó libros, claro está, pero éstos son, de una o de otra manera, antologías. Veámoslos, siguiendo su orden de aparición. Estrella en alto (1956) es la oportuna conjunción de poemas que “no cupieron” en Los hombres del alba junto con otros acumulados en la década, como se asienta en el prólogo. Los poemas de viaje (1956) es una reunión de piezas escritas a lo largo de cinco años, en ocasión de sus viajes por Estados Unidos, la Unión Soviéti-ca, Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Poemas pro-hibidos y de amor (1973) es una autoantología en apa-riencia temática — por el título —, pero al analizarla es, al mismo tiempo, un intento de autobiografía ideológica a través de poemas escritos durante 35 años, un manifi esto de reafi rmación de sus creencias y el marco creado para dar a conocer, por primera

vez, los poemínimos. Los eróticos y otros poemas (1974) es un mosaico de seis secciones que son casi seis plaquettes autónomas: las que reúnen los ex-traordinarios poemas del deseo (“Apólogo y meridia-no del amante”, “Juárez-Loreto”, “Barbas”); otra con diez poemas de asunto cubano escritos tras su pri-mer viaje a la isla; una más de poemínimos; otra de poemas “para pintores”, y la última de escritos va-rios llamada “los otros poemas”. Circuito interior (1977) es una miscelánea poética vasta y fl exible que, como la anterior, acoge sin disonancia la caudalosa sucesión de poemas compuestos en la etapa de admi-rable fecundidad posterior a la experiencia hospita-laria de 1973. Transa poética (1980) es — lo dice Huer-ta — “una autoantología caprichosa que deberá irritar a muchos y que muy pocos celebrarán”.1 Estampida de poemínimos (1980) es, de nuevo, una autoantolo-gía del género ya entonces buenamente celebrado y malamente imitado que no recoge todos los redacta-dos hasta la fecha de edición, sino sólo los publicados en libros anteriores.2

DAMAS NEGRAS Y OTRAS ESPECIES CRESTOMÁTICASSe ha hablado de las antologías poéticas de Efraín Huerta, pero la indagación no concluye ahí, pues el género antológico en sí se halla en el centro de su ac-tividad literaria y la atraviesa en varios momentos signifi cativos.

Para revisar varios de esos momentos, señalemos primero — y es un dato casi desconocido — que Efraín Huerta es autor de una obra subterránea que, si bien no llegó a publicarse — al no superar el fi ltro de su au-tocrítica o por no haber estado destinada a ese fi n —, forma parte de su proyecto general de escritura. Ese corpus oculto y heterogéneo lo integran: poemas terminados e inconclusos (mecanografi ados y ma-nuscritos); decenas de versiones descartadas de otros que sí incluyó en sus libros; incontables notas de lec-tura; textos privados en los que enjuicia obras y re-trata autores; centenares de cartas dirigidas a las personas que quiso (acompañadas a su vez de recor-tes de periódico, fotografías y papeles varios); apun-tes y aforismos de tono autobiográfi co, y en un gran apartado, compilaciones antológicas de poemas, re-latos, artículos, ensayos y libros enteros leídos, trans-critos a mano, ordenados e indizados por él mismo.3

La variedad de ese legado — una parte en posesión de sus hijos y otra en el Fondo Reservado de la Biblio-teca Nacional — se conserva en ordenadas carpetas y fólders; en cuadernillos hechos a mano con cartulinas de colores distintos (destinados a recoger la versión fi nal de poemas editados o inéditos); en series de ho-jas recortadas y dobladas que conservaba para sí o re-mitía por carta a diversos destinatarios y, sobre todo, en unas libretas de papel revolución y en unos cuader-nos de “forma francesa” que, al tener sus tapas oscu-ras, fueron llamados por Huerta “damas negras”.

Si bien no existe un inventario completo de esos cuadernos antológicos, son múltiples las referencias

1 Así sea de pasada y en tono de broma, Huerta llegó a declarar su apre-

cio por el recurso de la compilación heterogénea a la hora de componer al-

gunos de sus libros. Dijo: “Explico: [la palabra] miscelánea me apasiona,

porque todos mis libros tienen, como dijo un crítico tamalero, de chile, de

dulce y de manteca” (“Paseo de verdades con Rogelio Naranjo”).

2 Los títulos restantes de Huerta son, en realidad, poemas sueltos de

mediana o gran extensión sólo por convención considerados como libros:

Para gozar tu paz (1957), La raíz amarga (1962), El Tajín (1963), Barbas

para desatar la lujuria (1965), y Amor, patria mía (1980).

3 Aunque en su parte sustancial está inédito, el material descrito ha

sido citado en ensayos y trabajos académicos. Emiliano Delgadillo incluyó

en su tesis “La fragua de Los hombres del alba de Efraín Huerta: 1935-

1944” (unam, 2014, inédita; vease aquí en la p. 7, un fragmento de su tercer

capítulo) una parte de gran interés a la que llamó “Manuscritos de 1935”:

cuatro cuadernillos con versiones primigenias de los primeros poemas de

Los hombres del alba, valiosas en sí, al grado de que se leen como poemas

autónomos “alternos”, y utilísimas para adentrarse en el taller poético del

escritor.

En un artículo publicado a tres semanas del fallecimiento de Huerta, Monsiváis buscó describir en dos frases — y en dos fases también — el contrastante

trayecto seguido por la obra poética de aquél en la consideración de los críticos y de los lectores de a pie. Dijo Monsiváis que Huerta pasó de ser — al inicio de la década

de los años cincuenta — “un poeta conocido de obra desconocida”, a verse consagrado — veinticinco años después —

como “un poeta admirado y leído”

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

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que sobre ellos existen. Al realizar con Huerta una entrevista en 1978, Cristina Pacheco tuvo en sus ma-nos y hojeó una decena, refi riendo así la ocasión:

Efraín se dirige hacia un librero lateral y de allí saca

unos cuadernitos sin pasta, de magnífico papel revolu-

ción, en cuya primera página se lee “Notas y seleccio-

nes”. Todos tienen consignada la fecha: 1932, 1933, 1934.

— Este de 1933 lo escribí en Irapuato; este de 34 tiene

fragmentos de Unamuno (hay otros nombres y entre

ellos aparece reiteradamente el de Alfonso Reyes). — Y

mira este otro, insiste mostrándome su manuscrito de

Los fantasmas del deseo de Luis Cernuda, 1933. —¿Y

éste? Donde habite el olvido, Signo, Madrid, 1937.

De signo más heterogéneo, otro de los cuadernos es descrito por el propio Huerta en un pasaje del artícu-lo “Varias perfecciones”, de 1970:

Cuando la hipérbole lo acosa, nada detiene al escritor.

Conviértese, entonces, en una mula de varas galopan-

do a rienda suelta. Así escribía yo hace varias décadas,

en los cuadernos que he dispuesto pasen a las dignas

manos de José Emilio Pacheco. En un cuadernillo de

veinte páginas, fechado en Irapuato, Gto., y en Nopa-

la, Hgo., en 1932, advierto transcripciones de los auto-

res más disímbolos: Pierre Louys, con su pequeño

fragmento de La pequeña Fanion […] Poemas de Jaime

Torres Bodet, de Paul Verlaine, de André Maurois, de

Gautier y de Baudelaire […], de José Juan Tablada y

de Ramón López Velarde […] El fragante cuadernillo

termina en una cuarteta de Baltasar Dromundo, to-

mada de su Romance de la Niña Nueva.

La existencia de las carpetas y, sobre todo, de las li-bretas y las “damas negras”, trasciende la mera cu-riosidad al haber concurrido en su elaboración moti-vaciones diversas y profundas. De acuerdo con su testimonio, Huerta comenzó a elaborarlas al no po-der adquirir los libros y las revistas cuyos poemas y pasajes en ellas transcribía, para luego leerlos él mis-mo o dárselos a leer a Mireya Bravo, o aun para tener-los ambos a la vez, según lo muestra el que subsistan cuadernos con “tiraje” de dos ejemplares idénticos.4

En otros casos, los cuadernos fueron concebidos como antologías de piezas escritas ex profeso para incluirse en ellas. En Efraín Huerta. Absoluto amor (1984), la historia documental de Mónica Mansour, se reproducen varias páginas de los cuadernos, entre ellas una de los pertenecientes a esta categoría, tan semejantes a los álbumes de versos que las musas de-cimonónicas formaban con el concurso de sus admi-

4 Para sorpresa de mi ignorancia, la práctica de copiar a mano poemas y

libros enteros no era inusual en el México de la época. En El trato con es-

critores, José Luis Martínez recoge este recuerdo del mismo periodo

(1932-1937): “Entre nuestros primeros bailes, nuestras primeras novias y

nuestras primeras cervezas, leíamos encarnizadamente los libros de Alí

[Chumacero] y los que luego fuimos procurándonos cada uno. Un día des-

cubrimos a García Lorca, cuyo Romancero gitano, que nos prestaron sólo

un día, copió Alí con su abierta escritura por la noche para que pudiéra-

mos leerlo” (Uam, 1993, pp. 45-46). A su vez, José Revueltas, en carta de

diciembre de 1936, le dice a Olivia Peralta, su primera esposa: “Desde aquí

te voy a remitir la primera entrega de tu antología. Te preparo alguna cosa

buena” (Las evocaciones requeridas I, Obras Completas de José Revueltas,

vol. 25, Era, 1987, p. 117).

radores. En esa página se lee: “Rafael Solana, pa-triarca de la religión de estas damas negras, deposita una tímida en las dignas manos de Ephraím Huerta”. En la entrevista con Cristina Pacheco, Huerta le mostró otro del mismo tipo: “Mira, en este [cuader-no] que se llama ‘Greguerías mínimas’ hice que me escribieran algo los amigos de entonces. En el prime-ro, que es de 32, hay algunos hai-kais de don Francis-co Monterde”.

Asimismo, las compilaciones respondían a la cos-tumbre de Huerta de tomar notas, citas y referen-cias precisas de los libros y revistas leídos, a efecto de utilizarlas en la elaboración de sus escritos en

prosa, compuestos muchas veces mediante el re-curso de armonizar antológicamente pasajes pro-pios y fragmentos de otros copiados de sus cuader-nos. Sin perdonar la autoburla, Huerta hacía proce-der su inclinación compilatoria de una desviación personal (“soy un mañoso y tengo espíritu de archi-vero”). No hay duda, sin embargo, de que le gustaba tenerlas a mano y de que las siguió elaborando, fre-cuentación a la que aludió con claridad en más de una ocasión.5

Al lado de esas motivaciones “utilitarias” para compilar los cuadernos, existen otras, a mi modo de ver más importantes. Miradas a la distancia — he re-visado una decena —, las “damas negras” son auténti-cas y rigurosas antologías: de tipo crítico, de los pasa-

5 Hay dos menciones elocuentes. Al cerrar un ciclo de conferencias en

1965, dijo, socarrón: “Confi eso y se ha escuchado que estas lecturas, como

las del año pasado sobre la poesía, son producto en gran parte del espíritu

de ropavejero que me anima”. Luego, en 1979, en el prólogo a Transa poéti-

ca, anunció su decisión de no adornarlo de citas, con todo y que guardaba

miles “en esos cuadernos y esas carpetas”: “Repito que los epígrafes y los

textos breves de que dispongo forman una montaña, una cordillera […] In-

sisto que son un fregabundal — vocablo que le robo impunemente a Vicen-

te Leñero — de notas que yo debería revisar para alargar un poco más es-

tas necias palabras”.

jes considerados como centrales en los libros, revis-tas y periódicos que Huerta leía; de tipo histórico, de los poemas, los capítulos de novelas y las frases que juzgaba perdurables y hallaba coincidentes con sus postulados literarios en diferentes épocas; y al fi n, de las obras que adoptaba como modelos artísticos. Vis-tas así, las compilaciones de diverso tipo y formato que Huerta hizo y se conservan pueden ser estudia-das como indicadores — parciales, pero fi ables — del esprit du temps literario y cultural de los años y perio-dos a los que pertenecen, y también como bitácoras precisas de las oscilaciones y las reiteraciones regis-tradas por su gusto de lector ordenado y exigente.

LA PROSAComo quizá no podía ser de otra manera, en la prosa de Efraín Huerta — el continente oculto de su geo-grafía escritural — se manifi esta también su acen-tuada vocación antológica, de dos maneras.

La primera, en la elaboración de las tres compila-ciones de su obra en esa modalidad que ideó: Textos profanos (unam, 1978), Prólogos de Efraín Huerta (unam, 1981) y Aquellas conferencias, aquellas char-las (unam, 1983, pról. de Mónica Mansour), que no llegó a ver impresa. Y la segunda, en la gran cantidad de sus escritos literarios y periodísticos compuestos con el procedimiento de la crestomatía, reivindicado de forma explícita en más de una ocasión. Tras expli-car que la palabra crestomatía — “tan horrible que provoca escalofríos” — se la descubrió Huberto Batis, Huerta reveló haber aprovechado el método antoló-gico para elaborar varios artículos de extensión me-diana y larga, de los que publicó algunos en Textos profanos tras escribirlos en la década anterior. Se trata de textos, precisamente, crestomáticos sobre una variedad peregrina de asuntos: las cucarachas, el futbol, las salamandras, los bisontes, los búfalos, los poemas de toreros, los sonetos satíricos, las per-fecciones corporales, las pesadillas y los cuentos de hadas, sobre los cuales es oportuno decir que — con-tra la defi nición de “crestomatía” que aportan los diccionarios — carecen de intención educativa y se ven animados, más bien, de un propósito de diver-sión y curiosidad literaria.

De parecida manera (y el tema aquí sólo se deja apuntado), el aprecio de Huerta por los valores expo-sitivos, analíticos y lúdicos de los fl orilegios y las an-tologías se manifi esta diversamente también en dos aspectos poco estudiados de su quehacer: i) en las páginas de tema fílmico que tuvo a su cargo, por ejemplo “Close-up de nuestro cine”, en El Nacional, en la que, al lado de sus propios escritos, antologaba fragmentos, textos íntegros, citas y aforismos de otros autores, que seleccionaba y a veces traducía porque tenían relación con su exposición o por el mero gusto de darlos a conocer a sus lectores, y ii) en algunas de las columnas misceláneas que Huerta sostuvo por años, formadas con apuntes de asunto e intención variados, como es el caso de “Columnas del Periquillo”, “El Periquillo en su balcón” (estas dos en El Nacional) y “Libros y antilibros” (en El Día), en cuya elaboración mostró haber alcanzado una madurez y una pericia envidiable en el género antológico de la revista.

EFRAÍN HUERTA: ANTOLOGAR AL ANTÓLOGO

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

“EL OTRO EFRAÍN, ANTOLOGÍA PROSÍSTICA”A la luz de lo que se ha dicho, practicar una antología de los escritos en prosa de Efraín Huerta ha de ha-cerse teniendo a la vista la libertad y la alegre soltura de las maneras antológicas que él mismo desplegó. El uso de esas facultades resulta, por lo demás, indis-pensable, ante la enormidad, la dispersión y el defi -ciente conocimiento que en este momento se tiene de la prosa de Huerta: sobre su precisa extensión y aun sobre la calidad y vigencia de los escritos que la forman.

Ante ese escenario, El otro Efraín. Antología pro-sística de Efraín Huerta, ha sido realizada teniendo en cuenta dos principios. Uno: se ha hecho con la de-liberada voluntad de eludir la discusión sobre la po-sibilidad y la conveniencia de integrar una “prosa completa”, adoptando al respecto una actitud más práctica y sobre todo más apropiada al estado actual de conocimiento y valoración de esa franja de su obra, el cual, ya se dijo, es parcial e incipiente, sobre todo en la parte de los artículos políticos, los de cine y los que podrían ocultarse bajo seudónimos aún no identifi cados. Y dos: integrando la selección a partir de tres grandes núcleos: i) los escritos de importan-cia obvia, sea por pertenecer a la etapa de confi gura-ción de la generación literaria con la que se identifi ca a Huerta (la de la revista Taller, aunque también se recogen los publicados en otras revistas), sea porque contienen apuntes valiosos hechos en primera per-sona sobre sus ideas literarias y políticas y sobre la escritura de su obra (los prólogos y las entrevistas), o hasta por su rareza (La causa agraria); ii) los escritos que el propio Huerta consideró dignos de perdura-ción más allá de su primer destino periodístico (por eso los reunió y editó), que forman grupo con los que quiso ver compilados e intentó publicar, en los que su visión del mundo y la literatura se redondea (las nue-ve conferencias de 1964 y 1965); y al fi n, iii) los escri-tos rescatados por los investigadores que hasta hoy se han preocupado por iluminar diversas zonas de la geografía prosística huertiana: Mónica Mansour, Guillermo Sheridan y Alejandro García, cuyos es-fuerzos críticos y compilatorios ameritan ser reco-nocidos y ver multiplicados sus efectos.

A partir de ese universo, el cual sin criba alguna formaría un volumen monstruoso de más de mil pági-nas o dos intimidantes de más de 600 cada uno, se optó por elaborar una antología de lectura, entendida como una selección de los mejores escritos del con-junto, en este sentido: los que más me gustan a mí y los que creo que podrán gustar a más lectores. El re-sultado es una selección de 176 textos, ninguno de ellos inédito, algunos publicados hasta en dos ocasio-nes y sin embargo todos poco conocidos o ignorados al haberse publicado por primera vez entre 1936 y 1980, en periódicos y revistas cuya posesión actual está re-servada a las hemerotecas y a los coleccionistas, y la segunda (si es el caso) en compilaciones que circula-ron en medios muy restringidos o están agotadas.

El resultado es sorprendente por partida doble: por los escritos incluidos, cuya lectura nos descubre a un Efraín Huerta otro (periodista, lector, cronista urba-no, poeta en prosa, crítico de cine y de artes, polemis-ta), y también por los que no se recogen, es decir, por la inmensidad oculta y dispersa de la que son indicio (la selección representa la octava o novena parte del total conjeturable). La antología consta de siete apar-tados: “Libros y autores”, “Párrafos sobre artistas”, “Crónicas líricas y urbanas”, “Cine”, “Artículos políti-cos y de actualidad”, “Prólogos” y “Entrevistas”.�W

Para este artículo el autor retoma algunos pasajes de su prólogo a El otro Efraín. Véanse algunos adelantos de la obra aquí, en las páginas 14-17.

Carlos Ulises Mata es articulista, ensayista, poeta e historiador de la literatura. Ha participado en varios coloquios acerca de la obra de Huerta.

E � V I E N E D E L A P Á G I N A 7

Algunos versos de Huerta se ajustan a lo señalado por Pacheco: “Te declaramos nuestro odio perfeccio-nado a fuerza de sentirte cada día más inmensa,  / cada hora más blanda, cada línea más brusca”. No por nada el símbolo de la ciudad es, para Efraín Huerta, el de la desgarradura: “Ciudad que lloras, mía, / ma-ternal, dolorosa”, “Ciudad, invernadero, / gruta des-pedazada” (“Declaración de amor”). El proceso de modernización que vivió Huerta fue sumamente violento y fue precisamente éste el que lo motivó a hablar de la realidad apremiante, de inmiscuirla en su vida y en su obra. Si Carlos Montemayor encuen-tra “el germen de la visión cotidiana” en “Línea del alba”, a partir de la “Declaración de odio” esa visión crece, alcanzando su plenitud en los poemas de la se-gunda parte de Los hombres del alba:

Conozco el hambre, el frío

haciendo de pies mármoles,

la miseria en los gestos

de los desamparados del subsuelo,

el alcohol amarillo, corazón,

que beben trozos de hombres

en la desierta plaza

donde calumnias, iras

y verdes maldiciones

brotan como el cariño

en la piel de los ciegos.

(“Tu corazón, penumbra”)

En esta misma dirección quiero destacar la plena coincidencia de la poesía de Efraín Huerta con lo ex-presado por los escritores de Hora de España en la “Ponencia colectiva” leída en Valencia durante el Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultu-ra, en 1937, el mismo año de la “Declaración de odio” y de “Los hombres del alba” (no por nada los colabo-radores de Hora de España pasaron, en 1939, a engro-sar las fi las de Taller; sus afi nidades son evidentes):

nosotros declaramos que nuestra máxima aspiración

es la de expresar fundamentalmente esa realidad, con

la que nos sentimos de acuerdo poética, política y

filosóficamente. Esa realidad que hoy, por las extraor-

dinarias dimensiones dramáticas con que se inicia,

por el total contenido humano que ese dramatismo

implica, es la coincidencia absoluta con el sentimiento,

con el mundo interior de cada uno de nosotros.

Aunque México no vivía días de guerra abierta, la tras-cendencia histórica de la realidad mexicana (la de “los desamparados del subsuelo”) era equivalente a la española; la Revolución ocurriría en el mundo en-tero, según el sentimiento de fi n d’époque y según la fe en los postulados del marxismo. En “¡No pasa-rán!” Paz había usado como epígrafe la sentencia del historiador Élie Faure: “España es la realidad y la conciencia del mundo”; y Revueltas insistía en la res-ponsabilidad histórica: “La Historia no es lo que ha pasado, sino esto que estamos haciendo hoy, aquí, en todo lugar. Estamos haciendo historia todos. Los ac-tivos y los indiferentes, los canallas y los limpios. ¡Una Historia como no la había visto jamás la tierra!” Para Efraín Huerta, como para sus camaradas, la realidad no podía ser ignorada. “La realidad, como un fardo pesado, era más violenta que cualquier en-sueño”, escribió Revueltas al comienzo de Los muros de agua. En el ciclo de Los hombres del alba encontra-

DE VUELTA A LA METRÓPOLI : “DECLARACIÓN DE ODIO”EFRAÍN HUERTA: ANTOLOGAR AL ANTÓLOGO

mos la insistente idea de abrir los ojos al mundo, de no ocultar ninguna verdad, de no huir del “mal gus-to” según el llamamiento de Neruda (“quien huye del mal gusto cae en el hielo”), de denunciar cualquier atisbo de falsedad: “No era verdad tanta limpia belle-za” (“La traición general”); “Días enturbiados por salvajes mentiras” (“Declaración de odio”); “Rehú-yes la mentira y el olor de las callejuelas” (“Precurso-ra del alba”). Huerta quiere que la realidad del mun-do en el que vive afl ore desde lo más profundo:

Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro,

en lo más hondo y verde de la vieja ciudad.

(“Los hombres del alba”)

La visión cotidiana de los primeros poemas de Los hombres del alba, como el verso señalado por Octavio Paz en su ensayo sobre Huerta, “alba suave de codos en el valle”, se ensancha y ahonda a partir de “Declara-ción de odio” por la incorporación de la experiencia de Huerta en el poema, experiencia a la vez apasionada y trágica que deja una impronta de la condición huma-na. Su poesía gana transparencia y las imágenes se lle-nan de realidad, o mejor, de impurezas de la realidad. Las diferencias halladas entre una región casi virgi-nal, Yucatán, y una metrópoli abigarrada y violenta, la Ciudad de México, aunadas al fervor revolucionario de la década roja de 1930, provocaron un verdadero quie-bre poético en la vida y en la obra de Huerta. Mucho tiempo después reconocerá que “Declaración de odio” representó su primer gran poema (el segundo es “Los hombres del alba”, escrito en junio de 1937). Sin lugar a dudas, el poema marcó un antes y un después en su quehacer poético. Vale la pena leer la reseña que Huer-ta escribió sobre La rosa blindada de González Tuñón para acercarnos a sus ideas poéticas de entonces. Sir-van de ejemplo, momentáneamente, las palabras pro-logales al libro Poemas prohibidos y de amor (1973): “�‘Declaración de odio’ nace de la lectura del argentino Raúl González Tuñón”. Echemos también, pues, un vistazo a la poesía del autor de “Las brigadas de cho-que” y “La paloma y el jabalí”.

Quiero terminar con una observación: así como José Emilio Pacheco señaló la hermandad entre Los hombres del alba e Hijos de la ira de Dámaso Alonso (ambos de 1944), “sin posibilidad de infl uencia mu-tua tienen numerosas semejanzas”, así quiero apun-tar la hermandad entre la “Declaración de odio” y un poema de Rafael Alberti, “Capital de la gloria”, escri-to en el otoño de 1936 y publicado en febrero de 1937 en la revista Hora de España, tanto por su afi nidad temática y política, como porque en el fondo respira la Capitale de la douleur de Paul Éluard, poeta admi-rado y conocido tanto por Alberti como por Huerta.

En dos artículos periodísticos de 1937, Huerta da fe de que leyó el poema de Rafael Alberti — Huerta era asiduo lector de las páginas de Hora de España —. ¿Habrá conocido el gaditano la “Declaración de odio” de Efraín Huerta?�W

Nota bene: Las cursivas en todas las citas son del autor.

Emiliano Delgadillo Martínez es autor de Efraín Huerta. Iconografía. Véase aquí una breve reseña de esta obra en la p. 20.

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOSEFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

Si pudiera sacarme los ojos y comérmelos…

RECUERDO DE BLANCA ESTELA PAVÓNSi pudiéramos hacer un millón de cosas. Y entregar el alma, el espíritu, el cuerpo todo, apagado y mortal. Dar la sangre, las manos cercenadas. Todo sería por ella: por su propia sangre, por su alma, por su juventud y su claro espíritu. Por su an-cha bondad y su maravillosa alegría.

Estar junto a ella, lejos de ella, era pensar en el redescubrimiento de la alegría. En la pantalla, a excepción de su ágil papel de comerciante en pequeño de Los tres huastecos, la vimos entregarse en forma decidida al temperamento dramáti-co de sus personajes. Su voz y su rostro daban para eso, casi en forma esencial.

Ismael la hizo llorar en el más perfecto estado de patetismo; la hizo gritar des-garradamente ante la muerte de su hijo en el incendio. Y la hacía reír y cantar cuando fue necesario. No mucho. Ella estaba viviendo, en su bien defi nido papel de Chorreada, una vida espiritual que la hizo famosa.

Era una muchacha de nuestro pueblo. Inventora de la abnegación y del sacrifi -cio. Pueden o no haber gustado los temas generales de esas películas; pero fueron sus películas, sus mejores películas y sus magnífi cas creaciones estéticas. Ella fue quien fue, quien es, desde Cuando lloran los valientes.

Más tarde, repito, se entregó a un personaje redondeado casi a la perfección. Y el público fue amándola, admirándola, consintiéndola. Frágil, sanamente emo-cional, Blanquita era la hermana consentida de la gran fraternidad de los artistas del cine, teatro y radio. Pues no se negaba a nada. Se la necesitaba, y allí estaba, cabal y entera. Le pedíamos una canción, y cantaba canciones. Y tomaba la guita-rra entre sus brazos largos y limpios y empezaba el gran alboroto de la alegría. Y danzaba y reía y hacía chistes. Era la alegría en persona. Sirena de digna pureza en un mar de inquietudes y de azoro ante lo inesperado.

¡Lo inesperado! Ah, si pudiera sacarme los ojos y comérmelos lo haría por su sencilla y mexicana belleza, por su voz de fi no cristal educado, de seda. Por su ca-rrera hacia el triunfo. Por su seguridad ante las cosas. Por las rotas palabras de angustia y sus lágrimas de aquella noche en que recibió su Ariel. ¿Qué no hubié-ramos hecho por ella los que supimos entenderla y amarla?

Cuando hice su perfi l pude escribir lo siguiente:

Maestra de danza, cantante y actriz de radio y de cine, Blanca Estela Pavón es la jo-

ven estrella de más limpia promesa en la cinematografía mexicana. Desde los 13

años asomó en ella la magnífica artista que sería más tarde, que es hoy. Entonces no

era sino Florecita, graciosa y expresiva cancionera de xew y xeq. Pero su porvenir

estaba, sin embargo, aquí, en el cine. En La liga de las canciones, El niño de las monjas,

Cuando lloran los valientes, Vuelven los García, La cortesana, Nosotros los pobres, Los

tres huastecos y Ustedes los ricos.

Su magnífica voz y su reconocida fuerza dramática la llevaron a Nueva York, por

cuenta de Metro Goldwyn Mayer, a doblar a Ingrid Bergman en Luz que agoniza y El

hombre y la bestia; a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó y a Ann Baxter y Deborah

Kerr en otras cintas. De vuelta en su país, la chica nacida en Minatitlán fue impo-

niendo con gracia y a pulso su personalidad. Y es ya, como se dijo arriba, la joven es-

trella de más segura promesa en la cinematografía mexicana.

Blanca Estela Pavón es fina y espiritual. No es bonita; es bella. No inspira, sugie-

re. Es una característica intuitiva del lenguaje, y sabe penetrar hasta la raíz, hasta el

oculto sentido de las palabras. Esto es lo que se llama, sin duda, ser actriz. Agita y

conmueve. Nadie solloza tan hermosamente, ni tan elegantemente como ella. Posee

el rostro más sensible de nuestro cine. Con dos películas más tendrá para dejar de

ser una poética promesa, para transformarse dignamente en la más perfecta reali-

dad de la pantalla nacional.

Blanca Estela Pavón es más actriz de intención que de intensidad, fenómeno muy

extraño entre las artistas latinoamericanas. Es dueña de todas las virtudes necesa-

rias para tener derecho a superarse constantemente, y sabemos que ella lo hará.

Allí dije: “Nadie solloza tan hermosamente… como ella”.

Cierto: ella nos enseñó el secreto de la crispación, de ese estremecimiento de todas las fi bras; el secreto de sentir que la piel es tan sólo una superfi cie de lla-mas. Sollozar y llorar… ¡El resto es biografía, secos y duros datos biográfi cos! No es ya su vida lo que late adentro de nosotros, sino su violenta muerte de paloma.

Para nosotros, Blanquita sabía brillar con soberana dignidad entre un mundo de increíbles mediocridades. Y a su brillo respondíamos con el justifi cado elogio a su reciedumbre de actriz. La rodeábamos de dulzura, de consejos, de protec-ción, “Blanquita, no hagas esto, no hagas lo otro”, y generalmente no lo hacía, o lo hacía cuando ya los compromisos estaban fi rmados.

¿Qué fue lo último que le dije después que me cantó “Sólo tú”? Le dije que re-tornara a las actuaciones vigorosas y que no se nos anduviera perdiendo en una selva de banalidades. Que yo sabía que Rogelio estaba escribiendo para ella el pa-pel estelar absoluto que se merecía. Y creo que me agradeció el consejo. Pero no, no era aconsejarla. Era tan sólo no dejarla escapar. Que no se nos fuera de entre las manos, en una palabra.

Ella tenía un amable gesto de atención a las palabras. Sabía escuchar y doble-garse ante la fuerza de las enseñanzas. Era fl exible y expresiva. No creo que haya sabido disimular nunca. Se entregaba fi rme y casi conscientemente a su carrera y a sus admiradores. Parecía una adolescente que acaba de descubrir un mundo de triunfos, éxitos y laureles.

Ahora, en estos momentos, en esta amarga hora de este amargo día miércoles, ella está en lo alto. Perdida para siempre entre la niebla, el frío y la arena volcáni-ca. Es nuestra paloma muerta. Y es como haber perdido un tibio pedazo de nues-tro deseo de vivir. O de no seguir viviendo. ¿Qué no quisiéramos hacer o haber hecho por ella? ¿Era necesario, era humano este abatimiento por su caída? ¿Es cierto eso que ha pasado? ¿Son ciertas esas lágrimas vertidas aquí y allá?

Es cruel y despiadada la imaginación y serían crueles las palabras y las imágenes de la Elegía por la Paloma Muerta. Mejor dicho: serán crueles las imágenes y las pala-bras. Aquí estoy y allí están mis amigos periodistas, escribiendo sobre ella, sobre la fl or destrozada. Creando la fi na y merecida inmortalidad de Blanca Estela Pavón.

¿No nos enseñó ella misma a sollozar? ¿No creó un aire irrespirable de trage-dia en sus fi cciones? Somos, en cierta forma, sus fi eles discípulos. Los fraternales discípulos de una hermana adorable y adorada. Pero ahora se nos ha ido de las manos para una dulce eternidad. Nos la ha robado una tragedia. Se nos ha ido Florecita en un segundo que fue un siglo de mortal agonía.

También dije ayer, u hoy… No sé. Pero dije:

Lloramos por ella, por su joven cuerpo aniquilado, como lloramos por quienes a su

lado hallaron la misma muerte. Nuestra oración sea por ella, por don Gabriel, por

Paco Mayo, por Luis Bouchot, por Chavito Toscano…

Un racimo de amigos y hermanos muertos, y ella, Blanca Estela Pavón, orquídea

del arte más auténtico, en medio de todos, como el hada madrina del eterno

recuerdo.�W

Primera aparición en Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, 23 de octubre de 1949. Posteriormente reproducido en Close-up, La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010.

“Amo mi siglo”: López Velarde cristalizó en esa sencilla frase el motor primigenio del cronista y con ella se puede resumir la labor

de Huerta más allá de la poesía. El otro Efraín da cuenta de esa labor y nos regala textos como los que aquí presentamos; en éstos orienta su mirada — y su amor — hacia dos fi guras míticas del cine nacional, una de las grandes

pasiones a las que su pluma dio cauce

Otro Efraín: el crítico de cine

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OTRO EFRAÍN: EL CRÍTICO DE CINE

MARÍA FÉLIX: TRES ARIELESBárbara! ¡Endiabladísima! Parece tenernos condenados en el séptimo círculo donde nunca se pierde una apuesta, y condenada ella misma a no perder nunca, a pesar siempre sobre nuestras débiles espaldas, sobre nuestras conciencias pecadoras.

Especie de demonio tutelar de nuestro cine, luciferino ángel de la guarda, des-medidamente hermosa y satánica estatua vigilante de todo lo que sucede y debe suceder en este paraíso de bien organizadas maldades y de perfectas envidias.

Alas de bronce deben haberle crecido y en los ojos no habrán de faltarle los ma-liciosos brillos del triunfo. De once feroces académicos, cinco votaron por ella, tres por Dolores del Río y tres por Libertad Lamarque. No se diga que fue, el suyo, uno de esos triunfos arrolladores que pasman y desmayan a las multitudes. Su trabajo en Doña Diabla le costó. Como le costó en Enamorada y Río Escondido. Y así, la bella desterrada puede ya pasear por las Europas, al par que su majestuo-sa presencia, tres estupendas cartas de victoria.

Fueron segundos de angustia, de desesperación: al escenario habían llegado ya Dolores del Río y Libertad. Dolores con su alta clase y su dignidad de gran se-ñora: La casa chica, Deseada. Libertad, otra desterrada ilustre (curioso: las tres lo son y cada una por su estilo y motivos muy distintos), con el respaldo de su Otra primavera.

Ganó la ausente. Triunfó la tremenda desdeñosa. La aislada en sí misma. La mala amiga mía. Y hubo, para ella, para su bien meditada lejanía, un aplauso de escándalo menor, desde luego, que el que se llevaron como ramos de gladiolas Dolores del Río y Libertad Lamarque, las leales, las siempre presentes.

A varios colegas, a artistas señalados, les pareció increíble el triunfo de María Félix. No hubo absurdo ni inmerecido [triunfo], increíble, tan sólo. Sorprenden-te, en una palabra. Tanto o más que el triunfo de Judy Holliday sobre la experta veterana Gloria Swanson, que con sólo la imitación de Chaplin tenía ya el Óscar en casa.

Pero así son las cosas. Nunca se había integrado una terna de mayor calidad y categoría. Tal vez pueda com-parársele aquella que formaron Rosita Díaz Jimeno (Pepita Jiménez), Dolores del Río (La otra) y la propia arrolladora María, María la Grande, por Enamorada. Y entonces también ganó María. Así son las cosas, y es una pena que los inconformes quieran salirse de cua-dro y hablar, por hablar nomás, de errores académicos.

* * *

¡Diabla! ¡Demoníaca! ¿Qué extraños magos te confi -rieron tan maravillosos poderes? ¡Calibánica! Eter-namente ausente: estás en París, en Roma, en Madrid. Estás en todas partes. Tu espíritu, a lo largo de esa no-che, se apoderó del aire, de las estatuillas, de las pala-bras, del mármol. Y una de las estatuas fue a dar a tus manos. Pero no estás en México. Estás y no estás. ¡Angelísima! María de Todititos los Ángeles. Cada día menos nuestra y cada día más dueña, tú, de noso-tros, pobres inconscientes, humildes enjuiciadores, miserables académicos, inquisidores de 16 mm, fi eles

testigos de lo bueno, lo malo y lo peor de eso que se llama cine nacional. Testigos de tu prolongada ausencia y de ese triunfo de fantasía que acabas de obtener: des-tacarte, de golpe, de la terna integrada por lo mejor de América Latina: Dolores, Libertad y tú, endemoniadísima María.

¿Quién había de decírtelo, María? Viejos tiempos aquellos, 1943. En Xochimil-co, el Indio Fernández, Gabriel, Subervielle, Pedro y Dolores creaban María Can-delaria, es decir, hacían que el cine nuestro recomenzara artísticamente. En cla-sa, hacías La china poblana; esto es, apenas te iniciabas, archibellísima, en el arte de conquistar todo lo conquistable. Para mí, aquella mañana es inolvidable. Arroyito te tomó las fotos más claras y luminosas del presente siglo. Más tarde, el mundo se arrodilló ante tu persona, ante tu personalidad. Después, ese angelote que es el Indio Fernández te hizo cobrar una vida real, contrapuesta al clima poé-tico de El monje blanco. Y ganaste con Enamorada y con Río Escondido. ¡Ah, pro-digiosa norteña! Mira que ahora ganarle a Dolores y a Libertad. Pero ganaste, y aquí está tu Ariel, aguardándote, ilustre desterrada por propia voluntad. Ven por él. Ven hacia nosotros.

* * *

¡Cero y van tres! Tres Arieles que le han caído a María como del cielo, o como del infi erno. Ella, como estrella, pertenece ya a una especial mitología, muy superior a lo elementalmente popular cinematográfi co. María es mundial, universal. No hay límites que no haya rebasado. Nada ha perdido y, la muy bárbara, todo lo ha ganado. Qué bien. No se cree que María pierda su sitio, y hasta se podría organi-zar una mesa redonda para discutir su actual situación con respecto a nuestro cine y en relación con las mediocres películas que ha hecho fuera de México. Ha-bría que conminarla, entonces, a que, por lo menos, cada año hiciera una película entre nosotros. Sería su mejor camino de salvación.

Envío: María de Toditos los Arieles. Bella es Europa, mágica la Costa Azul, límpido el cielo de Italia, tierno el azul de las seis de la tarde por los Campos Elíseos. Pero ¿todo eso es acaso comparable con los días y las noches del Valle de Méxi-co? La Ciudad de México te reclama. Te reclama la Re-pública entera. Y tantos millones de mexicanos no pueden estar des-equilibrados. De todos modos, ven a darnos el deseado equilibrio. A recoger tu Ariel y a explicarnos a Gabriel Figueroa y a mí por qué no contestaste los cables que hace un año te pusimos desde todas partes de Europa, y si recibiste los cisnes azules que el gran camarógrafo te mandó por el cielo.

¡Salud, hermosa! ¡Suerte, sonorense! Que Ariel, espíri-tu alado, te siga protegiendo y librando de todo mal.�W

Primera aparición en Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, 15 de julio de 1951. Posteriormente reproducido en Close-up, La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010.

Especie de demonio tutelar de nuestro cine, luciferino ángel de la guarda, desmedidamente hermosa y satánica estatua vigilante de todo lo que sucede y debe suceder en este paraíso de bien organizadas maldades y de perfectas envidias.

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Extraídas también de El otro Efraín, en estas notas se advierten, de entrada, las cualidades de la prosa del periodista Huerta. Se trata aquí

de dos textos complementarios: mientras que el primero es una bienvenida entusiasta a Henri Kloz, el segundo es una suerte de lamentación por el malhadado

día en que el surrealista francés halló su destino bajo nuestro cielo, procedente de uno “atmosféricamente anonadador”

Otro Efraín:el periodista

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

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OTRO EFRAÍN: EL PERIODISTA

HENRI KLOZ EN EL VALLE DE MÉXICOEl traído y llevado surrealismo, esa doctrina estética de tanta sencillez y tanta confusión, tiene en su haber el nacimiento y desarrollo de ciertos tipos ejempla-res, o prototipos, de los cuales se valen sus cada día menos abundantes partida-rios para hacer más efectiva su labor apostólica. No nos referimos concretamen-te a ningún progenitor surrealista, ni tampoco cometeremos la torpeza de decir, por ejemplo: Ah, esa ilimitada novela, Nadja, del diáfanamente puro André Bre-ton. Desde luego que no.

Por la razón sencilla de ser atacado sin descanso, el surrealismo ha llegado a convertirse en un lugar común, y no nos creemos en la obligación de citar tal o cual personaje: cualquier empleado de tercera de la secretaría que ustedes quie-ran podría, si se lo pidiese una comisión idónea de intelectuales mexicanos, dar amplias charlas sobre los dictados del pensar con ausencia de todo control ejer-cido por la razón, es decir, del automatismo psíquico puro. ¿Se entiende? Si no, aclararemos que nuestro rumbo se encaminaba de mostrar lo corriente que es ya el surrealismo entre todos los hombres, a pesar de quererlo tener guardado como oro en paño sus procreadores. La gran revolución, en vez de hacerse añicos o enmohecerse en lo que pudo convertirse en su tumba, rebasó su cauce inun-dando con su maravilloso evangelio los humanos entendimientos, antes de su sagrado rocío tan sedientos y desorientados.

Un prototipo surrealista, Henri Kloz, ocupará por hoy nuestra atención. Que no se alarme la reacción por lo que vamos a escribir; la libertad de prensa, que otros confunden con la publicación de libelos, nos ampara. Además, la solvencia de la patria ideal de cuyo seno es hijo Kloz, sería, en dado caso de que nos procesaran, nuestra máxima defensa.

Henri Kloz es un joven pequeño burgués, estudiante de ciencias químicas, ex futbolista y, desde su llegada al mundo, incondicional apasionado del surrealis-mo. Buen chico, por lo demás, y muy sentimental cuando lo espían. Las malas lenguas — escribir la fi losofía de la mala lengua es como una conminación —, que abundan en todas partes y se reproducen por millares, aseguran por su salvación que Henri Kloz es producto del talento creador de Ramón Gómez de la Serna. (Pensamos que, de haberlo conocido la deliciosa Minnie, se habría suicidado en la primera mitad del segundo acto.) Habiendo vivido muchísimo tiempo desterrado de su país de origen, el dulcísimo suelo francés, acusado por autorizados alienis-tas de cometer punibles actos en contra de la santa moral y pretender, queremos decir propugnar, en tumultuosos mítines de franco carácter o matiz subversivo, la desaparición inmediata de la cortesía y del aburrimiento, por considerar que estas virtudes son contrarias al espíritu progresista del siglo xx, nadie sabe dón-de pasó los días, seguramente negros, de su destierro, siendo lo más seguro que los haya pasado en las profundidades desérticas del Sahara, o en el fondo del mar en busca de la piedra fi losofal, o surrealistamente enamorado de una sirena ve-leidosa. Nada se sabe de cierto, repetimos, sobre el asunto de su exilio. Pero es el caso que hoy, cuando su recuerdo comenzaba a borrarse de la frágil memoria de los hombres, aparece en México, ante el jubiloso asombro de nuestro planetilla intelectual y de la sabida región más transparente del aire.

Henri Kloz, en consecuencia, es un viajero nada común. Apenas tiene días contados entre nosotros y ya el Valle está bajo su dominio, a merced de su juvenil impulso, pues según su propia confesión, Kloz no puede vivir tranquilo sin ima-ginarse, sin soñarse dueño, si no de todos los mares, continentes, constelaciones, sí de varios kilómetros a la redonda del suelo que sus pies de impaciente máximo pisan. No llegó a México por ninguna de las vías ordinarias; descendió con la pri-mera lluvia de junio, goteando brillantes estrellitas, como cualquier Liliom. De-claró venir directamente de una zona celeste donde todo es “atmosféricamente anonadador” y son desconocidos los actos de cortesía, de tedio, de disidencia y sabotaje; que ahí, en fórmula que a nosotros nos extrañó por lo poco original, “había pasado los mejores años de su vida”. A los periodistas díjoles venir a rom-per lanzas en defensa de monsieur André Breton, injustamente atacado, quizá por la envidia o la falta de capacidad comprensiva de los tipos del altiplano patrio, o sea, del Anáhuac romántico y legendario. Que, con honradez que también nos extrañó, habíase cumplido la profecía de su mismísimo padre, de Ramón el de las greguerías, que fue, según versión del propio Kloz, de esta guisa: “Quizá algún día quede solo sobre cubierta Breton, aguantando el fuego de todas las escua-dras”, lo que en regular romance signifi ca que Gómez de la Serna pronosticó, se-ñaló el momento solemne en que Breton se quedaría clamando en el desierto. Henri Kloz trae, pues, una honrosa misión: la defensa del incomprendido, del abandonado por la traición de sus antiguos cofrades de parto. Felicitémosle por-que nos ha demostrado que todavía hay sobre la tierra abnegación y fi delidad; y felicitémonos de poder contar — con los dedos naturalmente — a otro heroico su-rrealista. No todos los días nos es dada la dicha de palpar una existencia como la de este desmesuradamente rebelde Henri Kloz.

Pero, en vista de que los linotipos no esperan y esta crónica, por su importan-cia informativa tiene que ser dada a conocer sin más tardanza, suspendemos aquí la presentación de Kloz, prometiendo en cercano número de nuestro periódico dar detalles exactos de su labor reivindicadora.�W

Primera aparición en El Nacional, 2 de julio de 1938. Posteriormente reproducido en Aurora roja, México, 2006.

DESVENTURAS Y SUICIDIO DE HENRI KLOZTriste misión la nuestra, de narrar con brevedad las desventuras y el inevitable suicidio de nuestro amigo Kloz. No quisiéramos hacerlo. Pero el deber informati-vo es más fuerte que nuestra voluntad de no hacer nada. Hay deberes que se cum-plen hasta con alegría; los hay que nos apasionan como si de amar se tratara; y se dan deberes que, por ineludibles, pesan como una tonelada de piedra sobre la con-ciencia. A estos últimos pertenece el de hoy. ¿Por qué, nos preguntamos angustia-dos, Henri Kloz sólo era conocido nuestro y ningún reportero le prestó el interés sufi ciente como para hacerse su amigo y no abandonarlo en sus tribulaciones? ¿Y por qué el afán de evitar escribir sobre seres desventurados y su muerte? No so-mos egoístas. Al contrario: más ampliamente ya no podemos obrar.

Pero es que Kloz, tipo caótico de la posguerra, si resucitase, nos reclamaría airado por no escribir acerca de sus últimos días. Y siendo los surrealistas como son, capa-ces hasta de tomarse en serio ellos mismos, mejor será que digamos, temerosamente, nuestras visiones fi nales de la vida del héroe. Aclaramos que ni de sus desventuras, ni de su estruendoso suicidio tenemos la culpa. También él, a su debida hora, se en-contró solo en la cubierta de la lancha surrealista. No le salvó ni su contextura de ha-bitante de las nubes, ni aun le dieron una mano quienes estaban obligados a dársela.

Henri Kloz, haciendo gala de su independencia, no se puso en contacto desde luego con M. Breton. Temía encontrarse con Diego Rivera y decirle que es, ade-más de un “monstruo de inteligencia” (Elie Faure), un caso extraordinario de clownería, demostrándoselo con la publicación Choque, en la que apareció un ar-tículo del pintor de Coyoacán, afi rmando que el surrealismo es un arte de mari-cones. Kloz dejó correr el tiempo, pensando en mítines de calle y preparando ma-nifi estos a la nación. Sí pensó encontrarse con Efrén Hernández, ya que en su Breve historia de la literatura americana, Luis Alberto Sánchez asegura que el autor de El señor de palo es un “joven escritor surrealista, autor de un cuaderno promisor, titulado Tachas, solfeo de prosa joyciana”. Pero no encontró a Efrén, y, un tanto decepcionado, se echó a buscar prosélitos entre los habitantes de la Ala-meda Central, sitio en que se apareciera, una cruda noche de verano, el fantasma doloroso del Perro Andaluz. Y halló una docena de pioneros criollos del surrea-lismo, jóvenes dispuestos a emprender la cruzada reivindicadora. Unas cuantas inspiradas frases de Kloz y un regular almuerzo bastaron para convencerlos.

El primer mitin se llevó a cabo ante la impasibilidad del Benemérito Juárez, a quien los ángeles aún no acaban de coronar. La cosa principió apaciblemente, hasta que nuestro moderno templario abordó las cuestiones fundamentales y espinosas del surrealismo. Entonces el desorden, como una porción de olas rebeldes, se hizo poco a poco dominador, no sólo del bien luminoso hemiciclo, sino de toda la aveni-da. Fueron los setenta limpiabotas de la Alameda, con su prodigiosa intuición, los alborotadores. Los siseos y los gritos de reprobación alcanzaron tal poder, que los escasos mercenarios de Kloz aconsejaron a éste prudencia y siempre pru-dencia. Pero Kloz no escuchó los sabios consejos de sus alquilados, siguiendo fogo-samente la exposición de la doctrina y lanzando centenas de salivazos intelectuales a los estultos desorientadores que sólo han visto en M. Breton un “chifl is” y no lle-gan, en su ceguera, a percibir el carácter evangélico y noble del gran poeta francés.

Pero en un momento sublime, las dóricas columnas estriadas temblaron y agotóse la paciencia marmórea de los leones del monumento; un frío viento de tragedia sopló; las mujeres sufrieron un ataque de histeria agudísima y los hom-bres sintieron que habían perdido para siempre la facultad de soñar, y que de ahí en adelante serían como dice Platón que eran los habitantes de la Atlántida. Des-encadenóse el huracán; la multitud curiosa y furiosa obligó a Henri Kloz y a sus ocasionales partidarios a huir. Lentamente, con esa lentitud guardiana del que-branto moral, se renovó la tranquilidad; los leones de mármol siguieron en repo-so y las columnas apaciguáronse. Juárez el Impasible, continuó siéndolo.

Poco más tarde se supo que Kloz y su cuadrilla eran perseguidos por la policía. Las escenas que presenciamos fueron épicas. Los silbatos de los fi eles guardianes del or-den entremezclábanse con la desesperante sirena de los hombres del fuego, también partícipes en el fi lm. Las rotativas dieron a luz escandalosas extras, en que se habla-ba de orden subvertido y perturbación de la paz pública; los bares y los cafés donde la intelectualidad se reúne se despoblaron; tembló oscilatoria y trepidatoriamente una vez más; los pegasos, aprovechándose de la confusión, emprendieron el ansiado vue-lo; pasó sobre la ciudad un hálito de sobrenaturalidad, como si los dioses del Olimpo protestaran por la agresión hecha a uno de sus más distinguidos miembros.

Pero, como dijera un húsar de la muerte, órdenes son órdenes. Y la policía (¡Sí-ganlo por el aire en bicicleta, aunque no sepan astronomía!), la policía secreta y uniformada prosiguió la persecución, con tal saña que cualquiera hubiera dicho que andaban en busca del sátiro redivivo de Düsseldorf. Y en verdad que la huida de Kloz y testaferros semejó un trozo de una de esas películas de episodios que otra vez comienzan a estar de moda. Cuando ya, a la altura del Banco de México, creían los policías atraparlo, Kloz ordenaba a cualquiera de sus secuaces que le protegiera, entregándose, la retirada. La velocidad de Kloz era demoniaca; ni sus mismos pandilleros supieron cómo ni cuándo lo perdieron de vista. El caso es que en un momento, “el Zócalo, en el que cabe la más recia tempestad”, viose repleto de un público ansioso que contemplaba a un joven desmelenado escalando la fa-chada de la Catedral; que pronto llegaba hasta el amarillento reloj y abrazaba a la más hermosa de las estatuas, quizá la Esperanza, esculpidas por Tolsá; que, domi-nando el vacío y la angustia trepidante de la multitud, gritaba que iba a morir por un ideal sacrosanto y que jamás el mundo, del cual se llevaba una impresión as-querosa, volvería a tener noticias suyas.

Y el espectacular suicidio consumóse. Kloz se lanzó al aire “planeando”, y cuando estaba a diez metros del suelo, se evaporó cual tenue suspiro de mucha-cha, igual que deben evaporarse los auténticos surrealistas al morir.

Las calles asfaltadas parecieron pocos minutos después anchos ríos de lágri-mas. Algunos timoratos hablaron del Anticristo y nosotros, acongojados, comen-zamos apresuradamente una invocación al recién desaparecido.�W

Primera aparición en El Nacional, 10 de julio de 1938. Posteriormente reproducido en Aurora roja, México, 2006.

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Efraín HuertaO C T A V I O P A Z

SEMBLANZA

En este breve y condensado testimonio, escrito poco después de la muerte de Huerta

y publicado en 1983, Paz pone en claro el papel de Huerta como uno de los iniciadores de la poesía de la ciudad

en nuestro país y recuerda — y nos recuerda —, con un par de instantáneas bien elegidas, a quien fuera su amigo

y correligionario desde la adolescencia: íntima complicidad de autores

hoy centenarios

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

E l poeta Efraín Huerta murió en los primeros días de fe-brero de 1982. Murió en un hospital de esta ciudad de México que, simultánea-mente, inspiró algunos de sus más exaltados poemas de amor y algunos de sus sarcasmos más violentos. Se ha señalado muchas veces el

lugar que ocupa la vida urbana en la poesía de Huer-ta. Es un rasgo que, al defi nirlo, lo defi ne como un poeta plenamente moderno. Aunque la Antigüedad grecorromana conoció la poesía de la ciudad — ape-nas si es necesario recordar a Propercio — y aunque también los poetas renacentistas y barrocos la culti-varon con fortuna, sólo hasta Baudelaire la ciudad no reveló sus poderes, alternativamente vivifi cantes y nefastos. La modernidad comienza, en la literatu-ra, con la poesía de la ciudad. Algunos poetas mexi-canos — pienso en López Velarde y en Villaurrutia — percibieron y expresaron en líneas sobrecogedoras la seducción ambigua de la ciudad que, al afi nar y pu-lir nuestra conciencia y nuestros sentidos, nos hace más sensibles, más lucidos — y más vulnerables. Otro poeta, Renato Leduc, supo oír y recoger, como un ca-racol marino, el oleaje urbano; también supo trans-formarlo, con humor y melancolía, en breves e inten-sos poemas. Pero la ciudad de estos poetas era toda-vía una capital soñolienta, más francesa que yanqui y más española que francesa (y siempre “rayada de azteca”). A mi generación, que fue la de Efraín Huer-ta, le tocó vivir el crecimiento de nuestra ciudad hasta, en menos de cuarenta años, verla convertida en lo que ahora es: una realidad que desafía a la rea-lidad… Con nosotros comienza, en México, la poesía de la ciudad moderna. En ese comienzo Efraín Huer-ta tuvo y tiene un sitio central.

Lo conocí cuando era estudiante de la Escuela Na-cional Preparatoria. Era amigo de otros jóvenes que, como él, comenzaban a escribir: Rafael Solana, Car-men Toscano y alguno más. Leían a los poetas espa-ñoles de ese momento — García Lorca, Salinas, Al-berti, Guillén — y también a los mexicanos: Pellicer, Villaurrutia, Novo, Torres Bodet. No tardaron en descubrir a Neruda, que fascinó a Huerta. Les inte-resaba más la literatura que la política, más la poesía que la novela y más la novela que el ensayo. No asis-tíamos a los mismos cursos pero, gracias a Rafael So-lana y a Carmen Toscano, conocí a Huerta. Fuimos amigos y nunca dejamos de serlo. Lo fuimos tanto que me invitó a ser uno de los dos testigos de su pri-mer matrimonio. Más tarde las pasiones políticas nos separaron y nos opusieron pero no lograron ene-

mistarnos. Vi en él siempre al Efraín de nuestra ado-lescencia: al poeta apasionado e irónico, al amigo un poco silencioso y afable. En su trato Efraín era cor-tés y discreto, como buen mexicano. La violencia de algunos de sus poemas y epigramas contrastaba con su fi nura personal… El más inquieto de aquellos mu-chachos, Rafael Solana, fundó Taller Poético, una lu-josa revista dedicada, como su nombre lo indica, ex-clusivamente a la poesía. Todos los poetas de enton-ces colaboramos en sus páginas, de Enrique González Martínez a Neftalí Beltrán. Después Solana nos invi-tó a Efraín Huerta, a Alberto Quintero Álvarez y a mí para, con él, emprender una nueva aventura: Taller, revista literaria. La historia de esta revista ha sido contada varias veces — y en versiones un poco distin-tas. No voy a repetirlas ahora. En 1941 apareció el último número de nuestra revista. Después, nos dispersamos.

Muy joven aún Efraín Huerta ingresó en el Parti-do Comunista de México. Era amigo de Enrique Ra-mírez y Ramírez y también de José Revueltas. En esos años comenzó a escribir poemas políticos en los que se esforzaba por ajustarse a los moldes estrechos del realismo socialista. Por fortuna, pocas veces lo

conseguía enteramente, de modo que aun en sus poemas de propaganda hay líneas y fragmentos que son relámpagos de poesía. Nada más alejado de los gustos poéticos y del temperamento de Huerta que el didactismo de esa literatura doctrinaria. Curiosa o, más bien dicho, reveladora contradicción: en esos años en que estaba poseído por la certeza de partici-par en el “movimiento ascendente de la historia” (¿habrá conservado esa ilusión hasta el fi nal?), escri-bía en uno de sus mejores poemas: “Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño” (La rosa pri-mitiva, 1950). Esta línea revela, una vez más, que el poeta acaba siempre por vencer al ideólogo. En su úl-timo periodo Efraín volvió a encontrar la vena de su juventud y compuso varios poemas notables, como “El Tajín” y la autoparodia “Juárez-Loreto”. Tam-bién cultivó el epigrama, los “poemínimos”: breves, punzantes y, a veces, alados. A pesar de toda esta di-versidad, fue ante todo un poeta lírico; sus obras me-jores son poemas de amor y de las emociones y senti-mientos que acompañan al amor: sensualidad, tris-teza, celos, remordimientos, melancolía, júbilo. La ciudad fue para él historia, política, alabanza, impre-cación, farsa, comedia, drama, picardía y otras mu-chas cosas pero, sobre todo, fue el lugar del encuen-tro y el desencuentro.

Termino esta nota apresurada y apesadumbrada con una observación: hay un Efraín Huerta poco co-nocido, oculto por lecturas más fervorosas que aten-tas. La violencia de muchos de sus poemas, sus sar-casmos y su afi ción a las expresiones fuertes han obscurecido un aspecto de su obra juvenil: la delica-deza, la melancolía, la reserva, el gusto por las geo-metrías aéreas y las gamas perladas y grises. En sus primeros poemas Huerta fue un poeta apasionado y contenido. No en balde su segundo libro se llama Lí-nea del alba (1936). El título alude a indecisas leja-nías y claridades tímidas que poco a poco, conforme la madrugada avanza, se precisan: casas, árboles, ca-lles, gente. Al releer esos poemas de juventud — tenía apenas veintiún años — encontré una línea que, estoy seguro, no fue pensada sino vista en algún amanecer y cuya luz siempre lo acompañó: “alba suave de codos en el valle”.�W

Octavio Paz, como Efraín Huerta, nació en el annus mirabilis de la literatura mexicana: 1914.

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convencionalismo, con su humor privilegiado y la agudeza de su mirada, llegó a constituirse en una de las voces más potentes y preclaras de las letras de su siglo.

poesía

Compilación de Martí Soler

y prólogo de David Huerta

2ª ed., 2014; 656 pp.

978�607�16�1929�7

$320

EL OTRO EFRAÍNAntología prosística

E F R A Í N H U E R T A

A Huerta el poeta lo conocemos todos; el periodista, sin embargo, el reseñista, el crítico de cine, ha estado reservado a quienes tuvieron el privilegio de leerlo en publicaciones de su tiempo, y algo más tarde, a quienes tuvieron acceso a esfuerzos notables — Aurora roja, Close-up — por recuperar sus trabajos en prosa. A esos empeños se suma El otro Efraín, cuya vocación está manifiesta en su título. En el ejemplar de La Gaceta que el lector tiene entre sus manos podrá hallar cuatro breves adelantos procedentes de esta antología, que sale a luz como parte central de las conmemoraciones de nuestra casa a propósito del centenario del natalicio del Gran Cocodrilo. Más que cualquier descripción, la lectura directa de esa muestra mínima seguramente bastará para dar unos atisbos de esa vertiente para muchos desconocida, a la vez que permitirá entrever el carácter variopinto de la

POESÍA COMPLETA

E F R A Í N H U E R T A

La manera natural de celebrar a un autor, para una casa editorial, es reeditarlo, contribuir a revitalizar su obra e impulsarla a alcanzar nuevos tiempos y nuevos lectores. Hace ya 26 años que Martí Soler preparó para el Fondo el volumen que reunió la Poesía completa de Huerta, que apareció en los legendarios “ataúdes blancos” de nuestra colección Letras Mexicanas; la conmemoración del centenario del natalicio de uno de nuestros más caros autores, en junio de este año, se antoja como la ocasión idónea para sacar de las prensas una nueva edición, esta vez en la colección Poesía, de la obra de una de las mayores plumas que han florecido en nuestro país y que hemos tenido en suerte recoger en nuestro catálogo. Sea esta nueva edición un pretexto para reconocer los poemarios ya vueltos clásicos, a la luz de estos otros tiempos, y para conocer los que acaso se hayan omitido, con el agregado del inédito “Corrido de la enamorada”. Así, con el abanico entero desplegado entre las manos — ese amplísimo espectro que surge de las zonas más íntimas de la sensibilidad del poeta, expresadas en versos preñados de amor y erotismo, y que llega a sus más furibundos cantos, comprometidos con las transformaciones sociales y políticas de su tiempo —, podrá el lector vislumbrar con deleite cómo y por qué este poeta, con su voluntad manifiesta de romper con el canon y sustraerse de todo

recopilación. Carlos Ulises Mata la ha integrado con numerosos artículos, conferencias, crónicas, reseñas, prólogos, entrevistas y testimonios que Huerta produjo a lo largo de medio siglo y que hasta tiempos recientes habían permanecido dispersos en distintas publicaciones y archivos recónditos. Llena de resonancias, de vasos comunicantes, la lectura de esta colección de escritos hace posible rastrear el itinerario intelectual y reconstruir la vasta constelación de intereses del guanajuatense, que — más allá de sus apetitos literarios — incluyen lo mismo el cine que los temas sociales y políticos más punzantes de su tiempo. Por más profunda que sea la visión de Huerta que resulte de la lectura de su poesía, ésta permanecerá trunca hasta no conocer los escritos de El otro Efraín.

letr as mexica nas

Selección y prólogo de Carlos Ulises Mata

1ª ed. 2014, 666 pp.

978�607�16�2055�2

EFRAÍN HUERTA Iconografía

E M I L I A N O D E L G A D I L L O

M A R T Í N E Z

Si el lugar común es cierto, entonces una iconografía vale más que cientos de miles de palabras. Es mucho lo que se ha dicho y escrito estos días en que, a propósito del centenario del natalicio de Huerta, hemos refrescado colectivamente nuestra memoria sobre la inmensa

E s fácil amargarle a cualquiera la lectura de su libro favorito: basta con hacer ex-plícito el impacto que tuvo en el medio ambiente la fabricación del papel y las

tintas que lo componen, el uso de las computa-doras con que se diseñó la portada y se formaron las páginas, la utilización de las láminas de im-prenta y de hilo y goma para la encuadernación, el transporte de todas las materias primas hasta donde se transformaron en ejemplares termi-nados y de ahí al punto de venta en que los lecto-res, ingenuos, entramos en contacto con esa obra amada. Cada una de estas etapas significa cierto aporte de mugre al entorno natural, cier-to consumo de agua y energía, y se necesita ser muy insensible para no entristecerse, al menos un poco, cuando se toma conciencia de que un bien tan noble, tan benéfico para quien lo incor-pora a su ser, es a la vez un generador de detritus ambientales.

E l bendito papel es uno de los principa-les villanos de esta historia, sea que provenga directamente de árboles re-cientes —se dice entonces que contie-

ne fibras vírgenes—, sea que provenga del reci-clado. En ambos casos, el proceso por el que las masas de celulosa devienen en esbeltas hojas sobre las que puede imprimirse exige grandes cantidades de agua (al menos cien litros por cada kilo de papel), lo mismo que la aplicación de químicos que tal vez embellecen el acabado pero pueden contaminar ríos y acuíferos. Por cierto, el balance global del proceso de recicla-do no siempre es positivo: el consumo de ener-gía, por ejemplo para reunir el papel de dese-cho, más la utilización de sustancias contami-nantes y la generación de aterradores lodos a partir de la tinta y demás aditivos del papel ya usado pueden hacer que la buena intención re-sulte contraproducente. La huella ecológica, pues, de ese magnífico material inventado en China poco antes de nuestra era es muy severa.

N o menos atroz es el eco medioam-biental que produce el uso de tintas, sobre todo las que emplean metales como aluminio o cinc, pues suelen

estar hechas con aceites derivados del petróleo y con disolventes que, en algunos casos, pueden afectar la muy traqueteada capa de ozono at-mosférico. Las láminas o planchas de impre-sión representan una fuente adicional de con-taminación; según cálculos reportados en el Manual de la buena edición —un librito que es fruto del Proyecto Greening Books, sobre el que hablaremos más adelante—, entre un quin-to y un cuarto del impacto ambiental de la edi-ción proviene de actividades vinculadas con las planchas. Casi otro tanto en este cochinero se origina con la transportación, incluido el ir y venir de ejemplares entre el almacén y las li-brerías (y de éstas a aquél cuando, ay dolor, se presentan las devoluciones).

¿ Debe esta información llevarnos a abandonar por completo el milenario arte de hacer libros impresos? Por suerte, la respuesta es un contundente

no, pero conviene que los hacedores de este no-ble producto —lo mismo los papeleros que los distribuidores, los diseñadores y los impreso-res— incorporen en su vida cotidiana los crite-rios de la ecoedición. Ésta es una manera inno-vadora de gestionar las publicaciones atendien-do diversos principios de sostenibilidad, con el propósito de minimizar el impacto ambiental a lo largo del ciclo de vida de los productos edito-

Ecoedición

C A P I T E L

DE JUNIODE 2014

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LOS JESUITAS EN LA ESPAÑADEL SIGLO XVI

M A R C E L B A T A I L L O N

Entre 1945 y 1946, el célebre autor de Erasmo y España, uno de los hispanistas de mayores alcances en el siglo xx, dictó en el Colegio de Francia un curso a propósito del nacimiento de la Compañía de Jesús: una agrupación cuyo origen se remonta a un puñado de estudiantes de la Universidad de Alcalá, unidos con propósitos evangelizadores, que más tarde se desarrollaría hasta convertirse en una congregación religiosa que por siglos ha ejercido una enorme influencia no sólo en España sino en buena parte de América y Europa. Los contenidos del curso de Bataillon, fruto de indagaciones arduas tanto en cartas y juicios de la Inquisición como en los documentos de la agrupación religiosa y en la correspondencia de Ignacio de Loyola y sus colaboradores, permanecieron durante más de cincuenta años en sus archivos, sin que hubiera la certeza — pese a que parecían conformar un conjunto destinado a darse a la imprenta — acerca de si el autor en efecto tenía la intención de incorporarlos a su proyecto historiográfico. Los herederos del legado del historiador pidieron la valoración de varios expertos — en especial de Pierre-Antoine Fabre, quien se ocuparía de elaborar un riguroso aparato crítico para la obra — y éstos coincidieron en la pertinecia de sacar a la luz estos estudios originales, que mucho tenían que aportar a la comprensión del fenómeno jesuita. Ello sucedió en Francia en 2009 y fue rápidamente secundado en España al año siguiente. Por su enorme relevancia para nuestro continente lingüístico, el Fondo pone ahora a disposición de un público mucho más vasto el resultado de esas investigaciones.

historia

Edición anotada y presentada

por Pierre-Antoine Fabre

Presentación y notas de Gilles Bataillon

Traducción de Marciano Villanueva Salas

1ª ed. 2014; 344 pp.

978�607�16�1360�8

$240

aportación de uno de nuestros más queridos autores. La iconografía que ahora presentamos busca complementar las numerosas publicaciones y homenajes que se han hecho en torno a su producción literaria, y dar así un rostro visible al que fue un autor, un alto poeta, sí, pero ante todo un hombre. Para integrar esta biografía visual, Emiliano Delgadillo Martínez — un joven pero documentadísimo estudioso del legado huertiano — ha escudriñado en archivos públicos y familiares para construir este mosaico que, más allá de los textos, permitirá al lector vislumbrar el mundo de Huerta e imaginarlo en los escenarios que inspiraron su poesía, lo mismo que en su trato con sus amigos y su familia, con sus colegas y con fi guras públicas de su tiempo. Como tampoco se trata de prescindir de las palabras, las imágenes — entre las que fi guran reproducciones de escritos y fotografías nunca antes publicadas — se encuentran engarzadas por una cronología precisa que las articula y permite seguir la secuencia de ese fructífero arco vital que partió del modesto Silao de 1914 y, tras una realización plena, alcanzó su fi n en la Ciudad de México en 1982.

tezontle

Investigación iconográfica, prólogo, cronología

y sel. de textos de Emiliano Delgadillo M.

1ª ed., 2104; 156 pp.

978�607��16�2010�1

$255

EL GRAN COCODRILO EN TREINTA POEMÍNIMOS

E F R A Í N H U E R T A

“Una mariposa loca capturada a tiempo”: tal fue la descripción que hizo Huerta de sus poemínimos, y difícilmente alguna otra podría definir mejor estas pequeñas piezas de ingenio, casi siempre surgidas — como guiños flamígeros, chispazos — del habla vernácula o de los refranes populares. Más allá de sus celebrados poemas mayores, acaso sean los poemínimos de Huerta la parte de su producción que más se ha difundido y que más firmemente se ha arraigado en la república de las letras hispanoamericana. Pero ello sólo para ciertas generaciones, vale decir. El libro que ahora se presenta, como parte de los festejos del aniversario del natalicio de Huerta, se propone recoger un puñado de esos poemas — pequeños sólo en su extensión —, a manera de homenaje, y

prepararlos así para otros públicos, pero ante todo, para las nuevas generaciones. Para ello se ha invitado al Dr. Alderete, uno de los más renombrados ilustradores contemporáneos latinoamericanos, a acompañar los poemínimos con interpretaciones gráficas en las que ha sabido captar el humor y el desenfado del Gran Cocodrilo. El resultado de esta unión insólita se ha depositado en un libro empastado a la vieja usanza — en encuadernación holandesa y con grabados —, destinado a perdurar en un lugar entrañable de toda biblioteca.

los especia les de a l a orill a del viento

Ilustrado por el Jorge Alderete

1ª ed. 2014; 80 pp.

978�607�16�1�965�5

DEL HOMBRE COMO CONEJILLO DE INDIASEl derecho a experimentar en seres humanos

P H I L I P P E A M I E L

Uno de los temas centrales del debate en torno a las implicaciones éticas y jurídicas de la ciencia es la investigación en seres humanos. Esta práctica, tan antigua como la propia medicina, es consustancial a ella y crucial para su progreso; las personas, por otra parte, tienen la libertad de decidir participar en ensayos y experimentos clínicos. Sí, pero ¿hasta qué punto?, ¿dónde se hallan los límites?, ¿cómo puede ello hacerse de manera segura y responsable? Sociólogo de formación, Philippe Amiel ha estudiado diversos aspectos de la en ocasiones tirante relación entre la investigación biomédica y el derecho, y de igual forma ha participado en numerosas discusiones orientadas a conformar políticas públicas en su natal Francia. En su investigación, al margen de desgranar el tema y sembrar hondas reflexiones, ofrece un recuento de la compleja genealogía de la normatividad — que tiene su punto de partida en los juicios de Nuremberg y llegaa los marcos jurídicos vigentes —, para de esa manera fundamentarla necesidad de un nuevo contrato social que concilie las necesidades y responsabilidades de la ciencia con la libertad de los individuosde decidir sobre sí mismos y de tener acceso a nuevos tratamientos.

ciencia, tecnología y socieda d

Traducción de Yenn y Enríquez

1ª ed, 2014; 328 pp.

978�607�16�18580

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riales, desde la obtención de las materias pri-mas hasta el destino final de los residuos. No es una ocurrencia de editores con preocupa-ciones ecológicas sino una oportunidad de cambio en el modo de trabajar que permitiría reducir lo más posible la afectación al mundo no humano sin renunciar a los beneficios que solemos reconocer a los libros y las revistas.

E l día 5 de este mes, cuando se cele-bra el Día Mundial del Medio Am-biente, se llevará a cabo una jornada informativa sobre esta materia, a la

que hemos denominado “Libros verdes: cómo reducir el impacto ambiental de la edición” y en la que participarán dos de las personas que más han impulsado este giro de timón en España: Àngel Panyella Amil y Jordi Pan-yella Carbonell, padre e hijo que desde El Tinter, una imprenta afincada en Barcelona, han realizado investigación con fundamen-tos científicos para primero medir y luego reducir el maltrato al medio ambiente de la actividad editora. Participarán también José Sarukhán, de la Conabio, y José Carlos Fer-nández Ugalde, del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, quienes pro-curarán llamar la atención gremial sobre la importancia de este cambio de paradigma.

T odo comienza con un análisis del ciclo de vida de libros o revistas, que puede plantearse desde la “cu-na” —el origen de las materias pri-

mas— hasta la “tumba” —el destino final de los residuos sólidos—. Desmembrado en los diversos subprocesos, se procura establecer el efecto de cada uno en el calentamiento global, en la destrucción del ozono estratos-férico, en la acidificación de los suelos, en el consumo de agua, entre otras dolencias, para luego determinar el nivel de afectación del proceso completo. Con esas tétricas medi-ciones pueden luego verse opciones de ecodi-seño, desde el formato, la selección de pape-les o tintas, que reduzcan el mal que los edi-tores hacen a su entorno.

L os investigadores de Greening Books han ideado asimismo un mecanis-mo, llamado la “mochila ecológica”, para comunicar al lector los niveles

de impacto en rubros muy concretos, como el tipo y la cantidad de papel usado, o las cer-tificaciones con que cuentan las empresas involucradas en la hechura del libro. Hoy no estamos acostumbrados a leer esos datos, como durante largo años la información nu-trimental de los alimentos era un estorbo en los paquetes para el grueso de los consumi-dores. Hacemos votos desde aquí por que en un futuro no utópico se vuelva habitual esta clase de comunicación y contribuya a elec-ciones más sensatas de los consumidores.

H ay quien piensa, con agradecible ra-dicalidad, que la verdadera alterna-tiva amigable con el medio ambien-te es el libro electrónico. Para enfa-

tizar el mal que hacen los editores de obras impresas, los promotores del e-book han acu-ñado en inglés una bonita —y violenta— fór-mula, según la cual una entidad como el Fon-do practica sobre todo la dead tree edition: así las cosas, seríamos antes que nada comercian-tes de árboles muertos. Sin duda, algo de razón hay en esta alternativa, pero el optimismo de los adelantos tecnológicos suele opacarse al revisar la lógica de la industria de artefactos informáticos, adicta a la obsolescencia planifi-cada, a la renovación incesante e insensata. Los colosales tiraderos de basura asociada a la electrónica, con sus toneladas de metales pe-sados —en una densidad superior a la que hay en las minas de donde se extraen—, son una advertencia de que, con toda la suciedad pro-pia de la hechura de libros en papel, lo más adecuado es adoptar la ecoedición, esa vía in-novadora para hacer lo mismo de manera distinta.�W

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

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P ocas veces he recibido en mi vida el llamado a hacer algo tan grato, tan afín a mis anhelos, incluso tan conmovedor, como la invitación a comentar un libro que conocí en 2010 y que leí con fruición y con creciente entusiasmo en inglés mientras esperaba que se publicase en español, allí donde corresponde, en el lugar mismo donde la acción transcu-rre, en nuestro país, en esta ciudad.

Con Freud en México, de Rubén Gallo, difícil es decidir qué es lo más notable: la rigurosa documentación histórica, la minuciosa investigación de las fuentes, el comentario agu-

do, la exuberancia de la prosa, el rebosante humor destilado en cada página, la ori-ginalidad de la refl exión sobre lo ya conocido, la calidad y el tino en la selección de las ilustraciones. ¡Vaya!, todo: empezando por la portada (esta magnífi ca cubierta de un Vanity Fair de 1935 en la que Freud analiza un sueño mexicano que tiene la platinada Jean Harlow, debida a la portentosa imaginación plástica de Miguel Co-varrubias) y terminando por las conclusiones culminantes de una obra tan perfec-ta sobre la historia y la prehistoria del psicoanálisis en nuestro país que, incluso, hace encomiables sus imperfecciones. En total acuerdo con el mayor de los comen-taristas del aporte freudiano, Theodor W. Adorno, se justifi ca ahora repetir que: “nada es verdad en psicoanálisis con excepción de sus exageraciones”. El libro de Rubén Gallo es un abigarrado compendio de exageraciones que ponen de manifi es-to la verdad escondida en las huecas y tradicionales frases de reconocimiento aca-démico a la novedad freudiana bautizada hiperbólicamente como “revolución”.

Gallo nos muestra un Freud y nos presenta un psicoanálisis que parecen haber nacido para implantarse en su tierra prometida: México. Como si el inconsciente de Freud fuese un inconsciente en barbecho, a la espera de la semilla fecunda que contradiga el título mismo de este libro en inglés: Into the Wilds of Psychoanaly-sis. Wild, aquí, no es tanto lo “salvaje”, como el “desierto”, el “yermo”. El wild West de las tierras de cowboys es, sí, salvaje, pero no lo es el México que recibe a Freud. La traducción más precisa que se me ocurre es “agreste”, ligeramente distinto del título que ahora presentamos: Freud en México sería El México de Freud. En lo agreste del psicoanálisis. “El México de Freud”; sí, aplaudo la duplicidad del geni-

tivo: Freud tenía un México que le era propio y México tiene “su” Freud, idiosin-crático. Creo que con ese agreste subtítulo podríamos prescindir sin perder nada del otro subtítulo: Historia de un delirio. En el libro, escrito en inglés, no encuen-tro delirios ni delirantes; apenas si encuentra uno excentricidades, funciona-miento desorbitado de un pensamiento trasplantado, tan exótico como esos Habsburgos francoaustriacos que pretendieron armar un imperio en el México que ellos quisieron soñar: incomprendido y distante.

¿Por dónde abordar una obra tan polifacética? Ya comencé haciendo un giro extraño, el de la comparación entre el original y la traducción, pero hay aun otras sorpresas que nos aguardan y nos agradan. Para empezar, la dedicatoria misma, que parece estar cambiada de destinatario. Julia Joyeux, en inglés, “who taught me Freud” — “quien me enseñó Freud” — y Julia Kristeva, en español, sin aclarar la razón del homenaje hasta llegar al prólogo a la edición mexicana donde Rubén aclara que esta doble Julia, lingüista, fi lósofa y novelista, fue su “maestra de psi-coanálisis” en 1995, cuando el autor tenía apenas 25 años. Una década después, él y Terence Gowen acompañaron a Julia Kristeva en un viaje en el que seguían los pasos de santa Teresa de Ávila (1515-2015). Los chismosos (los detallistas, si se prefi ere) pronto caeremos en cuenta de que Julia Kristeva, búlgara, más búlgara que el yogurt, es, ofi cialmente, la esposa del justamente célebre Philippe Sollers, uno de los dandis en el movimiento del 68, el dandi del dandismo, que contó las intimidades del grupo cercano a Lacan en su novela Femmes, como más tarde lo hiciera entre nosotros Jorge Volpi en El fi n de la locura. Resulta que Sollers es el seudónimo de Philippe Joyaux y es por eso que su esposa puede fi rmar con el ape-llido Joyaux y dar, usando ese nombre, el curso que fue iniciático para Rubén Ga-llo y cuyo título en inglés se ha trastocado en el prólogo como “La revuelta en la obra de Freud”, en lugar del que aparece en el original inglés: “El sentido y el sin-sentido de la rebelión”. “Sense and Nonsense of Revolt”. Rebelión, sí, la freudiana, rebelión contra lo establecido y lo convencional; no revolución ni revuelta.

Comentar cada hallazgo, ilustración, párrafo o capítulo del libro sería divertido e instructivo tanto como imposible dado el espacio disponible en La Gaceta y porque lo más interesante es leer el libro. Puedo garantizar a los lectores que ni por un mo-mento decaerá su atención cuando lean la obra. Los sobresaltos serán constantes,

FREUD Y MÉXICO: AGUDEZAS, HALLAZGOS

E IMPERFECCIONES

N É S T O R B R A U N S T E I N

RESEÑA

Este año salió a la luz un libro de Rubén Gallo sobre la relación de Sigmund Freud con nuestro país, en el

que se explora su afi ción por la lengua española, el modo en que el médico vienés fue leído por acá y los inauditos nexos que estableció con algunos mexicanos. Braunstein incita aquí a la lectura de esta obra, detectando sus aciertos y señalando

con humor uno que otro de sus excesos

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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS

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FREUD Y MÉXICO: AGUDEZAS, HALLAZGOS E IMPERFECCIONES

desde enterarse de las piezas mexicanas que faltaron en la exposición de las anti-güedades de Freud que se montó en San Ildefonso, como descubrir que “el más serio de los escritores de su generación en cuanto lectores de Freud” fue Salvador Novo. ¡Y qué Salvador el Novo nos muestra nuestro Gallo! Yendo a la biblioteca del poeta encontró la primera edición de las Obras completas de Freud en la edición española traducida por López Ballesteros, esa traducción que concitó la aprobación del pro-pio Freud, quien podía muy bien leer el español pues se formó en nuestra lengua como autodidacta para leer a Cervantes. Sorpresa: los textos de Freud, especial-mente los dedicados a la sexualidad, tenían comentarios, más bien, expresivas in-terjecciones de Novo, “juguetonas, ingeniosas y altivas”, dice Rubén, en cuanto el psicoanalista se refería a la homosexualidad, el bestialismo, las perversiones, etcé-tera. En esa época Novo tenía una pasión: los choferes de taxis y autobuses que lo atraían por su olor a gasolina. Eso lo llevó a ofrecerse como colaborador en la albu-rera revista El Chafi rete para acabar siendo prácticamente el autor de la publicación que aparecía, según rezaba el encabezamiento, con relojera periodicidad: “cuando se le pega la gana porque no tiene quien lo mande”. La combinación de nuestro Ga-llo con Novo, Freud, los chafi retes, el maravilloso retrato de Novo pergeñado por Rodríguez Lozano y otros etcéteras que no se me pega la gana detallar hacen de este capítulo una joya literaria del humorismo chilango aunque Gallo sea tapatío pero, si la hizo como tapatío en el DF, ¿cómo no la haría de chicano puesto a director de es-tudios en Princeton, la universidad más prestigiosa del continente?

¿Qué sigue? Un resumen exhaustivo de las refl exiones sobre la psicología del mexicano que se apoyaban en las obras de Sigmund Freud: desfi lan por allí Samuel Ramos, Santiago Ramírez, Octavio Paz, Erich Fromm y varios etcéteras. Gallo descarta la idea vulgar de que el psicoanálisis llega a México de la mano de André Breton y los surrealistas aunque no descuida la referencia a Remedios Varo, a Leonora Carrington y a Luis Buñuel. De este modo, y con una página en-cantadora sobre el Hotel Posada Freud en las playas del Caribe mexicano, termi-na la primera parte del libro, que llevaba en inglés el título del libro que hoy co-mentamos: “Freud en México”, y comienza la segunda, llena de giros pasmosos, de abracadabras y de “¡ábrete, ajonjolí!” que es “El México de Freud”.

Comienza con un capítulo, el más audaz de la obra entera, que es un aporte in-soslayable a la psicobiografía de Sigmund Freud, un ensayo que va mucho más allá de México pues su tema es “El español de Freud”. Mexicano era precisamente el destinatario de una carta (el abogado Carrancá y Trujillo) que desde Viena recibió en 1934 una nota manuscrita en la que el fundador decía: “En mi juventud tuve el placer de aprender su hermoso idioma y por eso estoy en posibilidad de apreciar [su artículo]”. Los freudólogos del mundo entero conocemos desde hace mucho tiempo este afecto de Freud por la lengua española y las palabras castellanas que aparecen en sus escritos. Sin embargo, no somos muchos los que nos adentramos en la co-rrespondencia entre él y su amigo de la adolescencia, Eduard Silberstein, que no se dio a conocer sino en 1989, sin que se aclarase cómo las cartas llegaron a la Bibliote-ca del Congreso en Washington. Esa amistad, en alguna medida epistolar pero en mucho mayor medida muy personal, se prolongó de los 15 a los 25 años de Freud (1871-1881). Pocos fueron los freudianos que se atrevieron a profundizar en el len-guaje íntimo que compartían estos dos chicos. Ellos crearon una Academia Espa-ñola con sellos secretos y se rebautizaron como Cipión y Berganza, los dos canes del “Coloquio de los perros” de Cervantes, al que ubicaban en Sevilla y no en el Valla-dolid de la novela ejemplar. Rubén Gallo no se limita a releer el coloquio del manco de Lepanto sino que lo interpreta en clave freudiana: los dos perros prefi guran a los participantes en el diálogo psicoanalítico, uno que habla (Berganza-Silberstein) y uno que escucha (Cipión-Freud). Ahorrémonos aquí las conclusiones de este análi-sis de la relación platónica entre los canes, aunque los lectores más sagaces ya ha-brán captado el subtexto erótico del diálogo perruno y de la correspondencia confi -dencial y secreta de los adolescentes en busca de su identidad sexual.

Freud, en una carta del 7 de febrero de 1884, le contó y describió a Martha Ber-nays, por entonces ya su “novia veterana”, con riqueza de detalles, la intensa amis-tad que lo había unido a Silberstein, a quien había visto ese mismo día, tres años después de la interrupción de la correspondencia que pudimos leer al terminar el siglo pasado. En aquel día de 1884 escribió a su muy amada una larga carta en la que, sin transiciones, sin puntos y aparte, completamente de corrido, pasa del re-lato del largo tiempo compartido con el camarada (“acostumbrábamos estar lite-ralmente juntos todas las horas del día que no pasábamos en el aula”) a la novia (“después apareciste tú y todo lo que contigo vino”). Habrá que recordar que las últimas cartas que fi guran en la correspondencia a Silberstein son de 1881, que no hay más cartas al amigo pues ambos vivían en la misma ciudad sin ninguna nece-sidad de comunicarse por escrito, y que Freud conoció a Martha en abril de 1882. La primera de las cartas a “My sweet darling girl” (tal parece que la lengua verná-cula no es la más apta para el amor), cuando los novios debieron sepa-rarse por un viaje de ella, es del día siguiente a su compromiso, el 19 de junio de 1882. La continuidad de las fechas es llamativa ¿verdad?

El desparpajo de Gallo al leer a Cervantes desde Freud y a Freud des-de Cervantes lo lleva a lugares inexplorados de la historia de Freud como, por ejemplo, el enigmático suicidio de la primera esposa de Silberstein en Viena, en 1891, no se sabe si antes o inmediatamente después de una consulta con un especialista en neurología… llamado Sigmund Freud, que tenía su consultorio en el tercer piso del edifi cio desde don-de ella se arrojó por una ventana, según sabemos por el relato de una nieta de Silberstein, Rosita Braunstein Vieyra, historia que le fue co-rroborada en 1981 por Anna Freud. Un misterio que, como todo miste-rio auténtico, llama a la búsqueda de sus claves pero con el que nadie se ha atrevido. A falta de documentos es lícito imaginar.

Rubén Gallo cita, además, algunas cartas de Freud a Silberstein, de 1876, escritas en Trieste, el único puerto marítimo del imperio austro-húngaro, donde realizó, a los 19 años de edad, la primera investigación científi ca de su carrera, cuyo tema era la por aquel entonces totalmente desconocida reproducción y vida sexual de las anguilas. ¿Una casualidad o un anticipo de los tres ensayos para una teoría sexual de 1905 y todo lo que le siguió? Trieste, donde está el castillo de Miramar que Freud “pudo haber visitado”, dice Gallo, el que Maximiliano hizo construir para su siempre lejana Carlota, (la “mamá Carlota” que se fue de México estando

embarazada, no se sabe bien de quién pero seguro que no de su marido), ese casti-llo, antecedente del de Chapultepec, que aparece en uno de los sueños de la Traumdeutung.

Gallo diseca esta “travesura literaria” (así la llama) de las cartas amistosas de Freud a Silberstein que debían proseguirse sólo en “el idioma ofi cial de la Acade-mia Española”. Con toda paciencia analiza las minucias del vocabulario y la sinta-xis macarrónica del español de Freud. Debemos lamentar que, en aquel tiempo del que todos sabemos (por otra carta a su novia de 1885), Freud decidiera, anuncian-do una profecía que se cumpliría al pie de la letra, que iba a dar mucho trabajo a gente que aún no había nacido: sus biógrafos. En un mal día destruyó la corres-pondencia y los textos inéditos de los 14 años anteriores, es decir, precisamente, a partir del comienzo de la amistad de “Cipión” con “Berganza”. En cenizas se con-virtieron así las cartas que él recibió de Silberstein; por eso nos quedamos con una correspondencia tuerta y coja, aunque tengamos la parte que más nos interesa, la que el estudiante Sigismund (¿el de Calderón de la Barca?) escribió.

Gallo señala que son pocos los analistas que desmenuzaron esta corresponden-cia y ellos recayeron sobre aspectos anecdóticos como la tímida inclinación de Freud por una jovencita llamada Gisela (Gisela Fluss), de la que ambos varones acabaron burlándose y llamándola “Ictiosauria”, nombre de un monstruo prehis-tórico. Los psicoanalistas, nada menos que ellos mismos, dejaron de lado el tipo de relación que había entre ambos jóvenes y la elección de una lengua privada para sus comunicaciones. Para Gallo, sin pelos en la lengua, esa Academia Española era “una institución abierta que anticipó la unión de dos amigos que ahora conocemos como matrimonio homosexual”. El español de ambos era el idioma en que expresa-ban sus fantasías mientras que el alemán era el utilizado para la realidad. Todas las vicisitudes del amor juvenil se dejan ver en la relación entre ambos, incluyendo el tormento de los cáusticos celos sufridos por Freud al enterarse de que Eduard se estaba viendo con una amiga en Leipzig, lejos de Viena, y de su presencia controla-dora. Por todo ello, como si hablase del secreto de las anguilas, Gallo se permite hablar del “curioso híbrido de una bisexualidad bilingüe”, de un período de indefi -nición sexual de los dos que acabó en una elección defi nitivamente heterosexual. De todos modos, el confl icto persistió, como todos lo sabemos — y el propio Freud lo admitía — en la prolongada y difícil amistad con su joven colega Wilhelm Fliess ini-ciada en 1887, con quien pudo superar la ambigüedad en la elección del objeto amo-roso pues, según decía, “triunfó allí donde el paranoico fracasa”.

A esta altura debo interrumpir la jugosa reseña de cada uno de los capítulos del libro y renunciar a las arriesgadas lecturas que hace Gallo de los sueños de Freud que, debido o a pesar de su atrevimiento, pasan a formar parte del libro que las ins-piró: La interpretación de los sueños. Digo que la obra de Rubén es un apéndice a la obra mayor de Freud pues entiendo que cada nueva interpretación y reconstruc-ción del trabajo onírico en un sueño de Freud se agrega al texto original así como cada nueva versión del drama edípico se incorpora al mito de Edipo, según decía Lévi-Strauss. Esta doble adscripción del sueño freudiano y el mito tebano confl u-yen en el momento cumbre del libro sobre el México de Freud, aquel en donde, por una vía insólita, Freud aparece implicado en el coyoacanense asesinato de Trotski, un episodio que, a su vez, forma parte del mito de Edipo, además de abordar el cri-men político más impresionante del siglo xx. Eso me llevaría a la historia del juez Carrancá y Trujillo, que tuvo a su cargo el proceso penal contra Ramón Mercader. Ca-rrancá fue el único mexicano que se carteó con Freud a partir del envío que le hizo de la revista Criminalia en 1934, publicación que fuera gratamente recibida por Freud. En el acuse de recibo Freud se alegraba de poder leer el artículo sobre la “psicotéc-nica judicial” inventada por Carrancá haciendo uso del español que había aprendi-do junto a Silberstein. Carrancá se complugo en reproducir la respuesta de Freud de modo facsimilar en la entrega siguiente de Criminalia. Poco después, en 1937, el criminalista envió su libro sobre el derecho penal mexicano a Freud y éste lo con-servó entre los volúmenes que llevó de Viena a Londres al exiliarse en 1938.

El incoluvramiento ulterior del juez mexicano en el juicio penal a Ramón Mer-cader (1940) se integra de manera sorprendente con la obra freudiana y con el mito de Edipo cuando nos enteramos de que la madre del asesino, Caridad del Río, esperaba en un coche a la puerta de la casa de la calle ¡Viena! donde su hijo Ramón cometía el crimen más sonado del siglo xx. Ella, la madre incitadora del crimen, estaba lista para darse a la fuga con el asesino, teniendo a un lado, al vo-lante del automóvil, a su amante, un general soviético posible e insólitamente re-lacionado por lazos familiares con íntimos discípulos de Freud, tema que queda para una insólita novela policial que Gallo insinúa: ¿cuál era el parentesco entre Leonid Eitigon y Max Eitigon, el mecenas del movimiento psicoanalítico? Bien sabemos, por Freud mismo, que el complejo de Edipo no puede ser invocado en un juicio penal como argumento ni por el fi scal ni por el defensor, pero esta ilus-

tración, que parece tomada de una tragedia de Sófocles, es deslum-brante, aun cuando carezca de valor jurídico.

Debería también en este momento debatir en detalle la experiencia del convento del padre Lemercier en Cuernavaca y la atinada evoca-ción de la película El monasterio de los buitres, “based on a true story” como se dice hoy en día aun cuando no tenga nada que ver con la histo-ria real, dirigida por Francisco del Villar, que habría de ser el padre de otro Francisco del Villar, mi amigo, que descansa en paz como tam-bién se dice, el único mexicano, hasta donde yo sé, que tuvo sesiones de psicoanálisis con Jacques Lacan. En la película el papel de la mujer fa-tal come-monjes fue adjudicado nada más y nada menos que a la Tigre-sa Irma Serrano. El experimento de Lemercier, como bien sabemos, atrajo en 1967 la condenación del Vaticano tanto a esa aventura como a cualquier intento diabólico, presente o futuro, de psicoanalizar a los monjes. Sospecho que mi paisano Francisco, este otro Francisco, sería más tolerante.

Desocupado lector: ya le conté algo de lo que hay en el libro. Dígame ahora con franqueza, si tendría el atrevimiento y la desvergüenza de no leerlo.�W

Néstor Braunstein, psicoanalista de origen argentino, es experto en la obra de Carl Gustav Jung; su obra más reciente es Clasifi car en psiquiatría (Siglo XXI, 2013).

FREUD EN MÉXICO. HISTORIA

DE UN DELIRIO

vida

y pensamiento

de méxico

Traducción

de Pablo Duarte

1ª ed., 2013; 371 pp.

978�607�16�1802�3

$345.00