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DESARROLLO DEL NIÑO. EL LACTANTE Y EXPERIENCIAS DEL NACIMIENTO CARACTERÍSTICAS DEL RECIÉN NACIDO En esta sección consideraremos cinco aspectos del neonato: (1) apariencia en los primeros días después del nacimiento; (2) comportamientos reflejos; (3) competencias sensoriales; (4) comportamiento de enfrentamiento y; (5) diferencias individuales entre los neonatos. Por lo general, cada vez hay mayor respeto ante el recién nacido. Hemos pasado de la descripción del bebé que da William James: “asaltado por los ojos, los oídos, la nariz, la piel y las entrañas, todo a una, siente que todo no es más que una destellante y ensordecedora confusión...” (James, 1890 página 488), a la orientación que se nos presenta en una antología de 1300 páginas de investigaciones sobre la infancia, donde se señala que “desde sus primeros días, el infante es un individuo activo, que percibe, aprende y organiza las informaciones” (Stone, Smith y Murphy, 1973 página 4). Aspecto. ¿Qué apariencia tiene el recién nacido? La respuesta dependerá de quien lo esté contemplando. Para Shakespeare, el infante se presenta en el escenario de la vida “lloriqueando y vomitando en los brazos de la nodriza”. Para O. Stanley Hall, el bebé es una criatura fea “con una piel roja, amigada, como si la hubieran escaldado ..., que bizquea, cruza los ojos, tiene un vientre abombado y piernas patizambas” (may, 1891). Frederick Leboyer (1975) describe el nacimiento como “el tormento de un inocente”. En el recién nacido ve esa trágica expresión, esos ojos fuertemente cerrados, esas arqueadas cejas, esa boca gimoteante, esa cabeza que se retuerce tratando desesperadamente de encontrar algún refugio. Esas manos que se extienden hacia nosotros, imploradoras pidiendo, para luego retraerse y escudar la cara: son todos ademanes de temor. Esos pies que patean con furia; esos brazos que de repente se bajan para proteger el estomago. Toda la carne es un gran estremecimiento (Leboyer, 1975, p.6). Hay algunas dimensiones objetivas, a tenor de las cuales es posible describir al neonato, pero desde luego la influencia que ejerzan sobre los adultos esas dimensiones dependerá de la familiaridad que estos tengan con recién nacidos, de sus actitudes frente a ellos y de lo que supongan que debe parecer un neonato. En Estados Unidos, el bebé terminal promedio pesa unos 3.300 g. Los varoncitos pesan algo más que las niñas. La estatura promedio es de unas 50 cm y la cabeza viene a ser un cuarto del tamaño total. Los factores hereditarios, lo mismo que los dietéticos, influyen en las variables culturales por lo que se refiere al tamaño de los bebés al nacer (Munroe y Munroe, 1975). Debido a la presión a que ha sido sometida la cabeza durante la labor de parto, suele presentar una forma alargada o asimétrica. El cuello del infante es corto; su pecho, redando y algo más pequeño que la cabeza. Los pechos de los varoncitos lo mismo que los de ellas suelen estar algo hinchados, debido a la presencia de hormonas maternas, absorbidas por la placenta. Hay una sustancia caseosa blanca, que cubre la piel del recién nacido. Se trata de un material que sirve de protección durante el período prenatal, cuando el feto ha estado rodeado de fluido amniótico. Esa cutícula se desprende del propio nacimiento o al poco tiempo después. La piel tiene una pelusa fina y blanda, el lanugo. Si el cráneo está cubierto de vello, de ordinario suele caerse antes de que nazca el pelo permanente. El color de la piel tiene varios grados decoloración azulada, en las extremidades y en los glúteos así como en la parte baja de la espalda,

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DESARROLLO DEL NIÑO. EL LACTANTE Y EXPERIENCIAS DEL NACIMIENTO

CARACTERÍSTICAS DEL RECIÉN NACIDO En esta sección consideraremos cinco aspectos del neonato: (1) apariencia en los primeros días después del nacimiento; (2) comportamientos reflejos; (3) competencias sensoriales; (4) comportamiento de enfrentamiento y; (5) diferencias individuales entre los neonatos. Por lo general, cada vez hay mayor respeto ante el recién nacido. Hemos pasado de la descripción del bebé que da William James: “asaltado por los ojos, los oídos, la nariz, la piel y las entrañas, todo a una, siente que todo no es más que una destellante y ensordecedora confusión...” (James, 1890 página 488), a la orientación que se nos presenta en una antología de 1300 páginas de investigaciones sobre la infancia, donde se señala que “desde sus primeros días, el infante es un individuo activo, que percibe, aprende y organiza las informaciones” (Stone, Smith y Murphy, 1973 página 4). Aspecto. ¿Qué apariencia tiene el recién nacido? La respuesta dependerá de quien lo esté contemplando. Para Shakespeare, el infante se presenta en el escenario de la vida “lloriqueando y vomitando en los brazos de la nodriza”. Para O. Stanley Hall, el bebé es una criatura fea “con una piel roja, amigada, como si la hubieran escaldado ..., que bizquea, cruza los ojos, tiene un vientre abombado y piernas patizambas” (may, 1891). Frederick Leboyer (1975) describe el nacimiento como “el tormento de un inocente”. En el recién nacido ve

esa trágica expresión, esos ojos fuertemente cerrados, esas arqueadas cejas, esa boca gimoteante, esa cabeza que se retuerce tratando desesperadamente de encontrar algún refugio. Esas manos que se extienden hacia nosotros, imploradoras pidiendo, para luego retraerse y escudar la cara: son todos ademanes de temor. Esos pies que patean con furia; esos brazos que de repente se bajan para proteger el estomago. Toda la carne es un gran estremecimiento (Leboyer, 1975, p.6).

Hay algunas dimensiones objetivas, a tenor de las cuales es posible describir al neonato, pero desde luego la influencia que ejerzan sobre los adultos esas dimensiones dependerá de la familiaridad que estos tengan con recién nacidos, de sus actitudes frente a ellos y de lo que supongan que debe parecer un neonato. En Estados Unidos, el bebé terminal promedio pesa unos 3.300 g. Los varoncitos pesan algo más que las niñas. La estatura promedio es de unas 50 cm y la cabeza viene a ser un cuarto del tamaño total. Los factores hereditarios, lo mismo que los dietéticos, influyen en las variables culturales por lo que se refiere al tamaño de los bebés al nacer (Munroe y Munroe, 1975). Debido a la presión a que ha sido sometida la cabeza durante la labor de parto, suele presentar una forma alargada o asimétrica. El cuello del infante es corto; su pecho, redando y algo más pequeño que la cabeza. Los pechos de los varoncitos lo mismo que los de ellas suelen estar algo hinchados, debido a la presencia de hormonas maternas, absorbidas por la placenta. Hay una sustancia caseosa blanca, que cubre la piel del recién nacido. Se trata de un material que sirve de protección durante el período prenatal, cuando el feto ha estado rodeado de fluido amniótico. Esa cutícula se desprende del propio nacimiento o al poco tiempo después. La piel tiene una pelusa fina y blanda, el lanugo. Si el cráneo está cubierto de vello, de ordinario suele caerse antes de que nazca el pelo permanente. El color de la piel tiene varios grados decoloración azulada, en las extremidades y en los glúteos así como en la parte baja de la espalda,

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debido a la lenta circulación. No es raro que durante las primeras semanas se presenta ictericia, que luego desaparece cuando las funciones del hígado se equilibran. A veces se presentan salpullidos o irritaciones que se claran con enjuagues normales. El aspecto de los neonatos depende de su estado de excitación. Wolff (1966) ha descrito siete estados de excitación, cada uno de los cuales se caracteriza por diferencias en la respiración, en el tono muscular, en la actividad motriz, en el estado de alerta. (ver tabla 1). Cada estado tiene características estables, a las que concurren la integración de las conductas motrices, de la sensibilidad sensorial y de la atención (Dittrichova y Paul, 1971; Asthon, 1973). El estado de excitación del neonato determinará su capacidad para responder a los estímulos ambientales (Campos y Brackbill, 1973; Prechtl, 1974; Ashton, 1976).También el estado del recién nacido sirve de pista para las respuestas que darán sus cuidadores (Komer, 1974). Es claro que los llantos provoquen alguna respuesta de los adultos e intentos de aplicarlos (Moss y Robson. 1968). Ya a nivel más sutil, si el niño se presenta despierto y con gran viveza en los ojos, evocará respuestas en la madre (Korner 1974). Cuando las madres ven que sus hijos son despiertos y alertas, tratan de iniciar alguna comunicación no verbal. De manera particular. cuando el recién nacido está al alcance de la madre, si se trata de un hospital donde se permite la convivencia de ambos, es probable que cualquier cambio en el estado del pequeño, y hasta los propios estados de éste, formen la imagen global con que lo identifica quien lo cuida.

Tabla 1. Clasificación de los estados. SIGNOS

Sueño regular (SR) Descanso completo; baja tonicidad, poca actividad motriz; párpados bien cerrados y quietos; ritmo respiratorio regular y tranquilo; unas 36 respiraciones por minuto.

Sueño irregular (SI) Mayor tonicidad; actividad motriz tranquila; muecas y sonrisas frecuentes; a veces rápidos movimientos oculares; respiración irregular; unas 48 por minuto.

Sueño periódico (SP) Intermedio entre SR y el SI; momentos de respiración rápida y superficial, con instantes de respiración lenta y profunda.

Somnolencia (S) Más actividad que con SR, pero menos con el Si o SP; abrir y cerrar de ojos; ojos tristes y fijos cuando están abiertos, que quizás miren hacia arriba; respiración variable pero de mayor frecuencia que durante el SR.

Inactividad alerta (IA) Escasa actividad; cara relajada; ojos abiertos y “vivos”; respiración constante y más rápida que en el SR.

Actividad vigilante (A) Actividad motriz frecuente y difusa; vocalizaciones como quejidos, respingos o gemidos; respiración irregular; piel sonrosada en actividad.

Llanto (Ll) Actividad motriz vigorosa y difusa; muecas; piel roja; ojos abiertos o parcialmente cerrados; hablar lloroso.

Adaptado de P.H. Wolf, “Causes, controls and organization of behavior in neonate”. Psychologico Issues, 1966, 5. 1 No. 17 total. Con permiso de International Universities Press, Inc. Copyright 1966. by International Universities Pres, Inc. La condición del neonato se evalúa al primer minuto después del nacimiento, y luego al cabo de cinco minutos, mediante el método de calificación o escala de Apgar (ver tabla 2), llamada simplemente el Apgar. Se trata de una escala de 0 a 2, donde se califican cinco signos vitales: ritmo cardiaco, esfuerzo respiratorio, tonicidad muscular, irritabilidad refleja y color del cuerpo. Si la calificación esté entra 7 y 10, quiere decir que el pequeño se encuentra en buena condición; si es de 4 a 6 significa una condición algo deficiente, y esté indicada la administración de oxígeno suplementario, la puntuación de 0 a 3 indica una condición muy deficiente y que es preciso proceder a la resucitación. Incluso entre el grupo

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de calificación más alta, los que están entre 7 u 8 muestran una atención y habituación a los estímulos menos eficiente que los pequeños con más puntuación (Lewis, Bertels. Campbell y Goloberg, 1967).

Tabla 2. Escala de Apgar. SEÑAL PUNTUACIÓN

0 1 2 Ritmo cardiaco Ausente Lento (menos de 100 latidos por minuto) Más de 100 Esfuerzo respiratorio Ausente Lento, irregular Buen, lloros Tonicidad muscular Flacidez Algo de flexión en las extremidades Movimiento activo Irritabilidad refleja Sin respuesta Llantos Llantos fuertes Color Azul, palidez Cuerpo sonrosado; extremidades azulosas Completamente

sonrosado De V. Apgar, “Proposal for a new meted of evaluating the newborn infant”. Anesthesia and Analgesia. 1953, 32, 260-267. Reimpreso con permiso de International Anesthesia Research Society. Lorenz (1943) supuso que había ciertos aspectos de la apariencia general del niño que estimulaban respuestas emotivas de carácter positivo en los adultos. Así, Lorenz describía como “mono” a aquel bebé cuya cabeza fuera grande en proporción con el cuerpo, los ojos también grandes y redondos y las mejillas mofletudas. En una prueba de la hipótesis de Lorenz sobre el impacto de esas cualidades, Fullard y Reiling (1976) mostraron fotografías de personas mayores, niños, animales adultos y animales pequeños, a sujetos varones y mujeres en un rango de edad que iba desde el segundo grado de primaria, hasta la juventud. Entre los grados sexto y octavo (cuando la mayor parte de las muchachas están entrando en la pubertad), las niñas cambiaron su preferencia de adultos humanos a niños. También ocurría un cambio semejante de la preferencia en los niños que se encontraban entre el décimo y duodécimo grados. Conductas reflejas. Se entiende por reflejos aquellos tipos de conducta fija que de ordinario ocurre como reacción directa a algún estímulo especifico. Se piensa que los reflejos son conductas no aprendidas, que ocurren sin entrenamiento o práctica anterior. Difieren del comportamiento sensorial, como contemplar y seguir un objeto, porque ocurren involuntariamente, cada vez que se presenta un estímulo aparece comportamiento reflejo. La presencia o ausencia de respuestas reflejas claras y regulares se ha empleado como medio de calificar el funcionamiento y madures del sistema nervioso central del neonato (Fiorentino, 1973). Cuestión que intriga es qué función desempeña la vasta gama de reflejos que se han logrado catalogar desde hace 75 años (Kessen, Haith, Salapatek, 1970). En la tabla 3 se proporcionan ejemplos de tres clases de reflejos infantiles: (1) reflejos que sirven a alguna función adaptativa, para la supervivencia del recién nacido; (2) reflejos que son adaptativos para la supervivencia de especies filogenéticamente vinculadas, y (3) reflejos cuyas funciones no se conocen. Entre este último grupo están aquellas conductas estereotipadas que son o restos de conductas más complejas de otras especies, o quizá, recursos latentes para ulteriores adaptaciones, de que no tenemos noticia.

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Tabla 3. Algunos reflejos de los infantes. REFLEJO ESTIMULO EVOCADOR RESPUESTA

I. Reflejos que facilitan la adaptación y la supervivencia.

Reflejo pupilar. Reflejo se hozar. Reflejo de sobresalto. Reflejo de natación.

Luz débil o fuerte. Ligero toque en la mejilla. Ruido fuerte. Colocación del neonato en la posición prona en el agua.

Dilatación o constricción de la pupila. Mantenimiento de la cabeza dirección al toque. Semejante al de Moro, con los brazos plegados y los dedos cerrados. Movimiento de brazos y piernas.

II. Reflejos que tienen que ver con competencias de especie correlacionadas.

Reflejo de agacharse. Reflejo de flexión. Reflejo de presión. Reflejo de Moro. Reflejo de salto. Reflejo de andar.

Cuando los pies tocan una superficie. Presión en las piernas. Presión en dedos y palmas. Colocar al infante sobre su espalda con la cabeza levantada; deja caer rápidamente ésta. Mantener al niño parado y algo inclinado hacia delante. Sostener al niño por las axilas sobre una superficie plana.

Encoge brazos y piernas; levanta la cabeza. Dobla involuntariamente las piernas. Cierra y aprieta los dedos. Extiende los brazos; hecha para atrás la cabeza; extiende los dedos; cruza los brazos ante el cuerpo. Extiende las manos hacia delante y encoge las piernas. Movimiento rítmico de andar.

III. Reflejos de función desconocida.

Reflejo abdominal. Reflejo del tendón de Aquiles. Reflejo de Babinski. Reflejo tónico del cuello.

Estimulación táctil. Golpe en el tendón de Aquiles. Ligero golpe en la planta. Colocar al niño sobre su espalda con la cabeza girada hacia un lado.

Contracción involuntaria de los músculos abdominales. Contracción de los músculos de la pantorrilla y el pie se inclina para abajo. Extiende los dedos de los pies en forma de abanico y el pie se dobla hacia adentro. Extiende el brazo y la pierna del lado hacia donde mira la cara; quedan plegados el otro brazo y la otra pierna.

El infante humano es notable no por la compleja disposición de conductas fijas al nacer, sino por la flexibilidad y capacidad de cambio y de crecimiento en respuesta a las exigencias ambientales. A pesar de todo, el infante tiene un repertorio de respuestas iniciales que le permiten hacer contacto con el ambiente social, obtener alimento, modificar los estímulos molestos y señalar displicencia o dolor. Muchas de las respuestas reflejas, como el reflejo de orientación, succión, prensión o el de andar, pierden su naturaleza automática e involuntaria y reaparecen bajo el control voluntario del niño tras meses de ejercicio y práctica. Existen pruebas de que es posible estimular y reforzar algunas conductas reflejas, de manera que no desaparecen a medida que el niño madura. Si a los recién nacidos se les hace practicar los reflejos de caminar y de asentar las plantas de los pies, por ejemplo, aprenden a andar mucho antes que el niño promedio (Zelazo, Zelazo y Kolb, 1972). En general, los reflejos vienen a ser un punto de arranque para hacer contacto con los objetos y la gente que hay en el ambiente que lo rodea. Esas conductas automáticas son las primeras avenidas por donde circula la experiencia de regularidad y predecibilidad del niño, y de donde surgirán construcciones más complejas basadas en la casualidad (Piaget, 1952).

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Competencias sensoriales. El interés de los psicólogos del desarrollo por la percepción infantil proviene de la hipótesis de Locke, según la cual las experiencias sensoriales son la fuente de todo conocimiento. Para saber cuáles son los conceptos que aparecen durante la infancia y cómo se organizan las experiencias infantiles, hemos de empezar describiendo el tipo de estimulación a que es sensible el niño pequeño. A medida que ha ido adelantando el estudio de las competencias sensoriales, los psicólogos del desarrollo han podido apreciar qué esfuerzos activos e integradores aportan los niños pequeños a sus experiencias sensoriales (Appleton, Clifton y Goldber, 1975). La noción de que el niño es una tabula rasa que absorbe cada nuevo estímulo, va siendo sustituida por la idea deque el recién nacido es un ser que se adapto y a quien le importan las cosas. Los bebés no reciben sin más, pasivamente, las experiencias sensoriales. Pueden diferenciar estímulos familiares de estímulos nuevos, los semejantes de los contrapuestos, los placenteros de los displicentes (Cohen y Salapatek, 1975). La estimación precisa de las capacidades sensoriales del neonato constituye una base para seguir la aparición de la organización conceptual de la inteligencia infantil (Bruner, 1973; Piaget, 1952; Bayley, 1969; Brazelton, 1973). También nos alerta respecto de los estímulos del ambiente que pueden apaciguar, interesar y perturbar. Cuanto más sepamos sobre las capacidades sensoriales de un infante, mejor podemos responder, dentro del marco del ambiente infantil, a los cuidados que se le presten y al tipo de interacción que puede existir entre adultos y pequeños (Bradley y Caldwell, 1976; Yarrow, Rubenstein, Paderson y .Jankowsky, 1973). En la sección que sigue trataremos las competencias sensoriales como la vista, el oído, el tacto, el movimiento, el olfato y el gusto. La vista. Si bien existe un crecimiento y cambio constantes en la anatomía del ojo, en la retina y en el sistema nervioso central, desde el nacimiento hasta la madurez, las estructuras necesarias para la visión están intactas y en funcionamiento desde el parto (Maurer, 1975; Carmichel, 1970). Los recién nacidos saben orientar su cabeza y ojos hacia los estímulos visuales, o bien apartan la cabeza y cierran los ojos ante una luz intensa. Greenman (1963) informa que el 95% de su muestra (120 neonatos) podía seguir visualmente un anillo rojo, al cabo de 96 horas del nacimiento; el 26% seguía el estímulo en los primeros momentos posteriores al parto. Greenman advierte que si bien el recién nacido sabe seguir con la vista, sus movimientos corporales cesaban y toda su atención parecía dedicada a la tarea que llevaba entre manos” (p. 77). El seguimiento visual requiere atención y coordinación motriz del ojo y de los movimientos de la cabeza. También parece exigir alguna diferenciación del objeto seguido, frente al trasfondo, si objeto y trasfondo se movían a la vez, los infantes tenían dificultad en seguirlos (Harris, Cassel y Bamborough, 1974). Esta conducta de seguimiento se ha empleado como uno de varios indicadores de la madurez evolutiva del neonato (Brazelton, 1973). Es algo que mantiene estrecha relación con el estado del infante. En el estudio de los Aleksandrowicz, sobre los efectos de las medicinas aplicadas durante el parto (ver mas arriba), el seguimiento visual y otras respuestas de orientación eran las conductas donde se advirtió más influencia durante el primer día de vida. ¿A qué dimensiones, de todo el abanico visual, atienden los infantes? Aquí consideraremos cinco componentes de la experiencia visual: brillantez, color, movimiento, profundidad y complejidad. Dos clases de preguntas se han hecho respecto a esas experiencias visuales: (1) ¿en qué grado son sensibles los infantes a cada dimensión? y (2) ¿prefieren unas sensaciones visuales a otras? El neonato responde a variantes de la brillantez. La luz del sol, de una vela o de una lámpara, produce una contemplación continuada. El reflejo pupilar funciona desde el nacimiento, pues el niño cierra la pupila ante la luz moderadamente brillante (Pratt et al., 1930; Mann, 1964). A los dos meses de edad

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los infantes eran sensibles a incrementos en la brillantes hasta de un 10% de la intensidad original. Con cada incremento del 10% ó más, los pequeños cambiaban su atención hacia estímulos más brillante (Peeples y Teller, 1975). El estudio de la percepción de los colores en la infancia se encuentra con dos trabas metodológicas. En primer lugar, los estímulos que se presentan al infante han de tener la misma brillantez y complejidad semejantes para que ninguna de esas dimensiones explique de por sí las diferencias posibles de conducta en el infante (Kessen, Haith y Salapatek, 1960). En segundo lugar, el experimentador ha de poder identificar y observar cualquier comportamiento que dé muestras de que el infante está diferenciando los estímulos (Fagan, 1974). En un estudio de hace tiempo, sobre percepción cromática, Chse (1937) movió un campo cromático frente a un trasfondo de otro color. Los infantes siguieron el movimiento en un 90% de todas las presentaciones de color mixto. Cuando el campo y el trasfondo era del mismo color, no se observaba ningún seguimiento. Para que el niño pudiera seguir el movimiento, necesitaba poder distinguir los colores del campo y del trasfondo. En estudios recientes se han empleado varias presentaciones de estímulos que demuestran la existencia de discriminación de color, pero en todas se suele emplear como prueba de la respuesta del niño el tiempo de fijación (esto es, el número de segundos que el infante mira el estimulo). Contemplaban más tiempo un tablero de ajedrez de cuadros de dos colores distintos, que si el tablero era todo del mismo color (Fagan, 1974). Los infantes miraban un rayo de luz roja contra un trasfondo blanco de igual brillantez (Peeples y Teller, 1975). Por fin, tenían tiempos de fijación según la longitud de onda de la luz, lo que demuestra que el infante diferencia el espectro cromático de la misma manera que los adultos (Bornstein, 1975; Bornstein, Kessen y Weiskopf, 1976). La figura 1 muestra el patrón de tiempo de fijación del infante y las calificaciones dadas por adultos respecto del gusto que sienten frente a los estímulos, siendo la misma la longitud de onda. Los infantes contemplaron durante más tiempo los mismos colores que los adultos calificaron de más agradables: azul, amarillo-rojo (anaranjado) y rojo. Contemplaron menos tiempo los colores que los adultos calificaban como menos agradables, como el verde-amarillo. Estos estudios demuestran que los niñitos pueden diferenciar los colores del espectro visual, antes de que sean capaces de aplicarles nombres. En los estudios del movimiento se ha visto que los neonatos perciben los estímulos móviles y muestran interés por ellos (Dayton y Jones, 1964; Haith, 1966). Cuando tienen oportunidad de observar objetos estacionarios y en movimiento, miran más largo rato a los objetos en movimiento (Fantz y Nevis, 1967b). Si se les presentan puntos o luces parpadeantes en movimiento, saben anticipar la dirección del movimiento y seguir su patrón (Nelson, 1968; Dayton, Jones, Steele y Rosen, 1964; Dower, Broughton y Moore, 1971).

Figura 1. La percepción de la profundidad requiere varios procesos conjuntos. El modelo de Brunswick (1956) sobre percepción de profundidad, abarca pistas del tamaño de la imagen retinal, la convergencia de los ojos y la perspectiva lineal. Cada una de estas pistas

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ha de ser calibrada por el perceptor, a la luz de experiencias pretéritas, con el fin de cerciorarse de su probable validez. El infante no muestra ningún grado de acomodación binocular, ante la profundidad, hasta aproximadamente los dos meses de edad (Haynes, White y Held, 1965; Salapatesk, Bechtold y Bushnell, 1916). Parece que los ojos del neonato se enfocan a una distancia fija de unos 20 cm de los ojos. Existen dudas acerca de la sensibilidad de los neonatos a las pistas de distancia. Se han estudiado tres clases de comportamiento naonatal respecte al aprecio de la distancia espacial: tiempo de fijación, reacciones defensivas e intención de alcanzar. McKenzie y Day (1972) observaron la relación del tiempo de fijación con la distancia del objeto. En el caso de bebés de 6 a 20 semanas, el tiempo de contemplación disminuía a medida que el objeto era colocado a distancia de 30 cm a 90 cm. Este cambio en el tiempo de contemplación se toma como prueba de que existe aprecio de distancia y una preferencia por un margen de 30 centímetros. Las reacciones defensivas ante los objetos que se aproximan sirven de prueba de que los niños pequeños advierten la distancia. Bower et al. (Bower, Broghton y Moore, 1910) observaron las reacciones de infantes de dos semanas a una caja que acercaban. A medida que ésta se aproximaba, se abrían más los ojos de los pequeños echaban para atrás sus cabezas y levantaban las manitas ante los ojos. En otro estudio de este comportamiento defensivo se encontró que podían diferenciar cuándo el objeto iba a chocar contra ellos o pasar de largo, puesto que se defendían en el primer caso y no en el segundo (Ball y Tronick, 1971). La intención de alcanzar es un comportamiento que requiere coordinación cuidadosa de la información visual y del comportamiento motor. Al cabo de cuatro o cinco meses, los infantes pueden hacer movimientos de presión bien logrados, cuando los objetos se hallan a su alcance (White, Castle y Held, 1964). Antes de este tiempo, los elementos de esa conducta de intención de alcanzar se reducen a levantar los bracitos, mover la cabeza, cerrar la mano o jugar con las manos o ropa de la persona que los mantiene, aunque sin intención de asir el objeto (Bruner, 1973). Cuatro estudios de intención de alcanzar en presencia de un objeto ilustran la relación entre esa intención de alcanzar y la percepción de la distancia. Gordon y Yonas (1976) presentaron a infantes de cinco meses objetos reales y otros proyectados estereoscópicamente. Los pequeños hacían la intención de alcanzar cuando el objeto parecía estar a mano. Si no era así, o aparentaba no estarlo, los infantes se inclinaban hacia adelante, aunque sin extender los bracitos. Si estaba a su alcance, solían patear, cerrar las manos o colocarlas de manera que pudieran asir el objeto. Field (1976) estudió este comportamiento de intención de alcanzar en niños de dos y cinco años. Observó que tanto los dedos como los de cinco meses hacían movimientos claros de alcance en presencia de algún estímulo visual. Pero los niños de cinco meses hacían menos intentos de alcanzar objetos que no estaban a mano, o bien se fijaban en ellos por un tiempo más breve. Los niños de dos meses hacían menos cambios en los movimientos de sus bracitos en respuesta a la distancia. Sólo una categoría de movimiento (mover el bracito hacia el medio del cuerpo, al menos a cinco centímetros de éste) era reducido en presencia de objetos distantes. Field informa que los niños de dos meses distinguían menos entre objetos alcanzables y no alcanzables, que los de cinco meses. Bower (1972) y Dodwell, Muir y DiFranco (1976) estudiaron la intención de alcanzar, en infantes de dos semanas. Bower encontró el doble de movimientos de alcance cuando se trataba de un objeto cercano que cuando estaba a distancia. Dodwell y col. encontraron que los neonatos raramente trataban de alcanzar objetos bi o tridimensionales. Si bien contemplaba con viveza los estímulos, no había ninguna diferencia por lo que se refiere al comportamiento de alcance, de contemplación o de exploración, se tratase de un estímulo real o representativo. Estos dos últimos estudios indican que la controversia sobre la percepción de la profundidad en infantes se ha reducido a

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los dos primeros meses de vida. Después de ese tiempo no puede haber duda de que el niño advierte la distancia, la que interpreta según su experiencia. Antes de los dos meses, los datos sobre la distancia parecen serles útiles para producir reacciones de defensa a objetos que se aproximan. Por fin, otra dimensión del abanico de estímulos visuales es la complejidad. Se han presentado diversidad de estímulos complejos a infantes, como tableros de ajedrez, franjas, dianas, telas de grandes lunares (polka dots) y dibujos girantes de líneas al azar. Los neonatos parecen preferir los estímulos complejos a los planos que no se ajusten a ningún patrón. Los componentes específicos de un estímulo visual complejo que atraen la atención del infante cambian según la edad. En un estudio sobre la preferencia del tamaño y número de elementos de una gama visual, los infantas de tres días mostraron preferencia por el tamaño si el número de objetos era constante, y preferencia por el número de objetos cuando el tamaño de éstos se mantenía constante (ver figura 2) (Miranda y Fantz, 1971). En general, los recién nacidos contemplan durante más tiempo aquellas formas que son más grandes y tienen contornos bien delineados (Fantz, Fagan y Miranda, 1975). Esas dimensiones reflejan la inmadurez de las habilidades visuales de los recién nacidos. Sin embargo, cuando se mantienen constantes los tamaños, y los contornos bien delimitados, muestran preferencia por mayores cantidades de información (muchos cuadrados a pocos cuadrados). Esta preferencia aumenta durante los seis primeros meses de vida (Fantz y Fagan, 1915). También diferencian entre contornos rectos y curvos (Fantz y Miranda. 1975). Sólo se encontró preferencia por la curvatura, entre los infantes de siete días, si ésta pertenecía al lado convexo; si pertenecía al lado cóncavo no se observaba preferencia alguna. Figura 2. Experimento sobre el tamaño y número en recién nacidos: forma de los estímulos y resultados. El par de números que aparece en la parte superior de cada rectángulo indica el número de cuadrados y el tamaño de cada uno de ellos en pulgadas; los números inferiores indican el tiempo de fijación en exposiciones emparejadas con un total de 30 segundos de duración. (De simón B. Miranda y Robert L. Fantz, “Distribution of visual attention of newborn infantes among patterns varying in size and number of details”. Proceedings, 79th Annual Convention of American Psychological Association, pp. 181-182. Copyright 1971 by American Psychological Association. Reimpreso con permiso.) Mediante estudios de exploración o seguimiento visual en recién nacidos se ha logrado inferir la importancia de la información consistente en filmar los movimientos del ojo del niño y los reflejos de la luz infrarroja en la córnea, Salapstek y Kessen (1966) pudieron rastrear todas esas actividades de exploración de los recién nacidos. Se vio que los niños de un mes exploran primero la parte exterior de cualquier forma; no así los de un mes a dos meses. Suelen seleccionar un solo elemento, a menudo un ángulo, y se fijan repetidamente en el mismo punto. Por el contrario, los pequeños de dos meses examinan mejor la figura, tanto en su interior como en sus extremos (Salapatek, 1975; Leahy, 1976). Así, en el caso de niños muy pequeños, la información primordial que tomarán de los objetos dependerá de las características de los cantos exteriores de los estímulos visuales. En cierto número de estudios se han examinado los esbozo, de caras humanas y su impacto en niños pequeños. Los estímulos podían ser un óvalo con dos puntos en el lugar de los ojos hasta una cabeza de

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maniquí, bien pintada. Fantz (1963; 1967a) informa de preferencia por la cara humana frente a un periódico, una diana o un globo anaranjado con luz, o superficies planas rojas, blancas o amarillas, en caso de niños de diez horas a cinco días. La cara, incluso cuando aparece mezclada o en dos dimensiones, le interesa al pequeño. Como la faz es un estímulo complejo que abarca contornos, contrastes, claroscuros, elementos constantes, movimientos y significado, es difícil saber a ciencia cierta qué, exactamente, le interesa al pequeño en la cara (McGurk, 1974). Haaf (1974) ha indicado que las variables del contorno y la complejidad, no el significado de la cara humana, son las fuentes primordiales del interés en el caso de niños de cinco a diez semanas. Pero a las quince semanas, el grado en que el estímulo se parezca a una cara humana acrecienta claramente el tiempo de contemplación. Cuando a bebés de 10 a 15 semanas se les mostraron los estímulos de la figura 3, los más pequeños miraron más tiempo a los estímulos más complejos, exclusive de si se parecían o no a una cara humana. Los niños mayores contemplaron más tiempo los estímulos que eran a la vez más complejos y parecidos a la cara humana (Haaf y Brown, 1976). Figura 3. Patrones de estímulo que representan tres niveles de complejidad y dos tipos de organización. (De R. A. Haaf y D. J. Brown, “Infants, response to facelike patterns: Developmental Changes between 10 and 15 weeks of age” Journal of Experimental Child Psychology, 1976, 22, 157, Copyright 1976 by Academic Press Inc., Reimpreso con permiso. Maurer y Salapatek (1976) procedieron con otro enfoque respecto de la respuesta infantil a la cara. Filmaron los movimientos de rastreo de niños de uno a dos meses cuando miraban las imágenes, reflejadas, de tres caras adultas en un espejo que tenía sobre la cabeza. Esas tres caras eran: la mamá del bebé, un hombre al que no conocía y una mujer a la que tampoco conocía. Los infantes de dos meses solían examinar los rasgos de las caras, especialmente ojos y boca. Los de un mes miraban más bien a los contornos de la cara, en especial la línea del cabello y el mentón. Los niños más pequeños dejaban de mirar más a las caras que los niños mayores. Miraban menos a la cara de la madre que la de los extraños. Maurer y Salapatek, infieren que, al mes, los bebés muestran capacidad de discernir entre la cara de la madre y la de un extraño, dejándola de mirar en estas condiciones poco comunes y que nada les reportaban. Los estudios sobre las respuestas de niños muy pequeños a las caras y a estímulos parecidos a las caras indican que ya al nacimiento pueden tomar información acerca de buen número de dimensiones visuales de la cara humana. El tipo de información que se procesa parece que cambia durante los tres primeros meses. Incluso el bebé de un mes, que no tiene un esquema integrado de todas las partes de la cara como una unidad, dispone de la capacidad de tomar la suficiente información para diferenciar entre una cara familiar y otra desconocida. El oído.

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Ya in útero, el feto es sensible a los sonidos. Si se acercaba un sonido fuerte de alta frecuencia a los vientres de mujeres que estaban ya en su noveno mes de embarazo, el ritmo cardiaco de los fetos aumentaba (Hohansson, Wedenberg y Westin, 1964). Los neonatos pueden detectar cambios tanto en el volumen o intensidad, como en el timbre. Bartoshuk (1964) encontró que los naonatos eran capaces de discriminar entre tonos de cuatro niveles de intensidad desde suaves (48.5 decibeles) hasta moderadamente altos (78 dE). A medida que el sonido aumenta de intensidad, se acrecienta el ritmo cardiaco del bebé (Stratton y Connolly, 1973). También pueden diferenciar tonos de varias frecuencias. Por ejemplo, los ritmos cardiacos de bebés de seis semanas cambiaban en respuesta aun sonido de 110 ciclos por segundo (cps) y un sonido de 1900 cps (Leavitt, Brown, Morse y Graham, 1976). Los efectos de los sonidos en los infantes varían. Algunos los aplacan, mientras que otros los molestan. Los sonidos de timbre bajo tienden a ser reconfortantes; estimulan el ritmo cardiaco y la actividad motriz. Los sonidos de timbre alto pueden provocar una reacción defensiva, haciendo que el niño se sobresalte o se sobrecoja (Eisenberg, 1960). Kearsley (1973) observó los movimientos de la cabeza, el abrir y cerrar de ojos y el ritmo cardiaco de neonatos cuando oían diversidad de sonidos. Si mostraban respuesta de orientación hacia el sonido, el ritmo cardiaco disminuía y sus ojos se abrían, manteniendo quietas las cabecitas. Cuando los bebés mostraban comportamiento defensivo ante un sonido se acrecentaba el ritmo cardiaco, se cercaban sus ojos y movían la cabeza. Los bebés responden no sólo a las propiedades físicas de la intensidad y del timbre; diferencian además las características fonéticas del habla. Hay estudios donde se ilustra que los neonatos son capaces de distinguir entre ba y ga, r y 1, p, b, d, y f. También responden al contraste entre los sonidos vocálicos (Eimas, 1974, 1975; Trehub y Rabinovitch, 1972; Trehub. 1913). Se está llevando a cabo una fascinante línea de investigación con el propósito de demostrar la interrelación entre el habla de los adultos y los movimientos corporales de los infantes (Condon y Sander, 1974). Mediante un análisis de cada fotograma de películas de movimientos de cara y cuerpo de los bebés, se ha logrado demostrar que según sean los cambios fonéticos y de las palabras hay una alteración en el ritmo y cambio de los movimientos del neonato. Las dos observaciones acerca de que el sistema auditivo está agudamente sintonizado con las distinciones en los sonidos del lenguaje, así como que el ritmo y la variedad de los sonidos lingüísticos se refleja en una “danza lingüística” del niño, nos indica que los bebés están listo, auténticamente pasa participar ya desde los primeros momentos en los intercambios sociales. Tacto y movimiento. Los muchos reflejos que se inician con sólo tocar la piel del niño pequeño o sólo alterar su postura son prueba de la sensibilidad del bebé al tacto y al movimiento. En la mayor parte de los estudios sobre la sensibilidad al tacto se toman en cuenta los cambios en el ritmo cardiaco o en el movimiento corporal en respuesta a determinada forma de contacto (llamado estímulo táctil). Yang y Douthill (1974) trataron de determinar cuál era la cantidad de estimulación en la piel, necesaria pera causar una reacción. Dirigieron bocanadas de aire al abdomen de los bebés, que variabais en intensidad de 0.022 libras por pulgada cuadrada a 0.292 libras por pulgada cuadrada cuando estaban despiertos y cuando estaban dormidos. La intensidad promedio necesaria para causar un cambio en el ritmo cardiaco o un movimiento corporal fue de 0.085 libias por pulgada cuadrada. Para comparar la sensibilidad al tacto entre infantes terminales y prematuros se les aplicaron contra la piel tres anchos de un hilo de plástico. Los infantes terminales mostraron incremento en el ritmo cardiaco al sentir los dos hilos más gruesos. Los prematuros, por el contrario, no mostraron ningún incremento en el ritmo cardiaco ante ninguno de los estímulos. Al evaluar los cambios conductuales, tanto los infantes terminales como los prematuros, movieron sus brazos y piernas en respuesta al tacto del hilo más grueso (Rose, Schmidt y Bridges,

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1976). Esos estudios ilustran que es posible presentar estímulo táctiles a los que el infante no responde; sin embargo, las respuestas de los neonatos a una bocanada de aire o al sentir un hilo de plástico indican que son muy sensibles a su ambiente físico. Condición muy importante que determinará cómo sentirán la estimulación táctil, lo mismo que otras formas de estimulación, es su estado de excitación. Los infantes dormidos manifestaron un ritmo cardiaco más acelerado cuando se les acarició la cara con hilo de nylon que al estar despiertos. Algunos no manifestaron cambio alguno en el ritmo cardiaco al ser tocados estando despiertos (Lewis, Bartels y Goldberg, 1967). Los bebés responden de manera distinta al ser tocados o mecidos, según que la estimulación ocurra antes o después de ser alimentados, lo mismo que según estén despiertos o dormidos. Los bebés despiertos manifestaban una reacción de orientación al ser mecidos antes de comer, y una lave reacción defensiva al ser mecidos después de comer (Pomerlau-Malcuit y Clifton, 1973). Las prácticas comunes para sosegar al bebé, como mecerlo, acariciarlo o envolverlo en blandos pañales suponen que la presión o el cambio de postura es reconfortante. En varios estudios, donde se ha intentado aislar los efectos específicos de estas prácticas de cuidado infantil, se observó que los niños que dormían sobre el estómago tenían un sueño más prolongado y lloraban menos, que quienes dormían sobre la espalda (Brackbill, Douthitt y West, 1973). Korner y Thomn (1972) manipularon tres componentes del apaciguamiento: contacto corporal, mecer y la postura parada u horizontal. Se vio que mecer y colocar el bebé en postura parada tenía los efectos más reconfortantes; mecer ligeramente al niño le ayuda a atender al ambiente de estímulos y a permanecer alerta (Gregg, Haffner y Corner, 1976). Si se mece a los bebés más rápidamente, caen dormidos (Pederson y Ter Vrugt, 1973; Ter Vrugt y Pederson, 1973). El recién nacido está muy bien equipado para la estimulación táctil. El sentirse mecido parece ser una experiencia muy agradable para ellos. La investigación ha demostrado que el estado de excitación del infante influye en la manera como percibe el tacto. Gusto y olfato. Los recién nacidos distinguen sabores y olores. Cuando prueban algo amargo, ácido o salado, se observa que hacen algún gesto reflejo (Peiper, 1963; St. Anne Dargassies, 1966). En los estudios sobre el gusto en la infancia se observa la tasa del chupeteo, la cantidad de fluido consumido o la presión que se ejerce durante la succión, lo que se tiene como prueba conductual de que el infante es capaz de diferenciar entre sabores. Los bebés chupan más las soluciones dulces que las saladas o la simple agua (Jensen, 1932; Desor, Mallar y Turnes. 1973). Cuando se les proporcionó una fuerte solución de agua endulzada y luego agua simple, sorbieron menos el agua simple que cuando el agua iba precedida de una débil solución de agua endulzada. Así como los adultos sienten que el agua sabe algo insulsa después de adaptarse a una sustancia dulce, los niños recién nacidos al parecer experimentan este fenómeno (Engen, Lipsitt y Peck, 1974). Nowlis y Kessen (1976) encontraron que los recién nacidos tienen la capacidad de realizar distinciones aún más refinadas entre sabores, que cuanto se podría inferir de comparaciones entre agua dulce y salada. Se les ofreció 5% y 10% de soluciones de glucosa, y 2% y 4% de soluciones de sacarosa. En ambos casos de soluciones, los bebés mostraron mayor presión de la lengua cuanto más dulce la sustancia. Su respuesta al sabor de estas soluciones era muy comparable a los juicios de los adultos respecto de la dulzura. Los estudios sobre el olfato muestran que los recién nacidos son sensibles a olores tan distintos como ácido acético, alcohol. asafétida (que es una resina que huele a ajo) y aceite de anis (que huele como a regaliz o palodulce). Durante los primeros cuatro días de vida cada vez se volvían más sensibles a la

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asafétida (Engen, Lipsitt y Kaye, 1963; Self, Horowitz y Paden, 1972). Existen pruebas de que los infantes pueden emplear el sentido del olfato para localizar objetos (Reiser, Yonas y Wikner, 1976). Cuando se presentó a bebés, que tenían entre 16 y 130 horas de vida, una solución suave de hidróxido de amonio, de ordinario reaccionaban apartando la cabeza hacia la izquierda, y cuando se les presentaba a la ventana izquierda la volteaban hacia la derecha. En conclusión, las investigaciones sobre las competencias sensoriales de los recién nacidos llevan a afirmar que los infantes muestran agudeza sensorial y cierto grado de preferencia por determinadas experiencias sensoriales. La estimulación sensorial puede tener efecto calmante y apaciguador, o perturbante y doloroso; lo que dependerá del estímulo, de su intensidad y del estado del infante cuando se le presenta el estímulo. Las competencias sensoriales del naonato determinan qué elementos del ambiente físico aceptará y cuáles rechazará como dolorosos o displicentes. Hasta cierto punto, esta estimación de las capacidades sensoriales de los niños no capta todas las competencias del bebé. No podemos extrapolar directamente de las presentaciones controladas de determinados estímulos, según una sola modalidad (vista, sonido, olor, etc.), a la experiencia sensorial, natural y coordinada del niño. De ordinario, el infante no ve a su madre sin que al propio tiempo sienta su olor, la toque o la oiga. Si bien los sentidos se pueden estudiar e investigar cada uno por su parte, en la experiencia del niño no constituyen entidades distintas. Cuando todos los sistemas sensoriales responden a las experiencias, es más probable que la capacidad de reconocimiento, de control o de rechazo de estímulos sea más eficiente que cuanto se pudría inferir al estudiar modalidades solas, aisladamente. Conducta de enfrentamiento. Ya hemos indicado que los reflejos y capacidades sensoriales del infante son instrumentos de los que se sirve para incorporarse al ambiente y modificar los estímulos de éste. Existen sin embargo otros aspectos de la consulta infantil que pueden pasar como esfuerzos voluntarios para responder a los acontecimientos ambientales. Se trata de su conducta de enfrentamiento a la realidad. El proceso general de adaptación hace que el infante cambie y aprenda, a la vez que trata de imponer o hace que se advierta cuál es su voluntad. En la descripción de Lois Murphy (1974) el enfrentamiento a la realidad puede considerarse

como un proceso que exige esfuerzo y que busca la solución de un problema; que se diferencia por un lado de los dispositivos innatos de adaptación, como los reflejos, y por otro del dominio completo y automatizado y la resultante competencia (Murphy, 1974, página 76).

Según esta definición, el enfrentamiento a la realidad puede resultar logrado o fallido. El enfrentamiento a situaciones difíciles dependerá de las capacidades y competencias sensoriales ya adquiridas y de la naturaleza de la dificultad a la que el infante trata de adaptarse. Es claro que la naturaleza de la conducta de enfrentamiento irá cambiando a medida que el niño madura. Además no hay duda de que existen muchas diferencias individuales en las estrategias o estilos de enfrentamiento empleados por los infantes. En cada esfera de la experiencia, desde las funciones de supervivencia como respirar, comer y dormir, al desarrollo de relaciones sociales, el infante va imponiendo organización, dirección y elección (Murphy y Moriarty, 1976). A continuación se tocan tres ejemplos de conducta de enfrentamiento (1) habituación y aprendizaje; (2) control de estimulaciones, y (3) apaciguamiento. Habituación y aprendizaje.

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Uno de los mecanismos de adaptación que se emplea en todas las modalidades sensoriales, es la habituación a cualquier sensación repetitiva. Habituación significa que el infante ya no responde a cada estímulo como si se tratan de una nueva experiencia. Si es cuestión de un evento que es idéntico a otro que le precedió de inmediata, y si ese evento se reitera con frecuencia, el recién nacido ya no responderá. Ahora bien, si se le presenta un nuevo estímulo, como mayor intensidad de sonido, o el mismo sonido a un oído distinto, el infante muestra un incremento en su responsabilidad. Esta renovada atención recibe el nombre de deshabituación. La habituación es un fenómeno relativamente estable que refleja la respuesta específica del infante a determinados eventos sensoriales, pero no una falta total de atención o de cambio de estado. Se puede considerar como una forma muy simple de aprendizaje (Peeke y Herz, 1973). La habituación en parte depende de la naturaleza del estímulo. Por ejemplo, 15 presentaciones del sonido de un timbre no produjeron habituación en recién nacidos (Graham et al., 1968). Por otro lado, bastaron seis presentaciones de una luz azul, prendida repetidamente durante 20 segundo, para producir habituación (Adkinson y Berg, 1976). La habituación depende también de las características del infante. Hay varios estudios, según los cuales los bebés aparecen como habituables rápidos o lentos (McGurk, 1972); Greenberg, O’Donnell y Crwtord, 1973; DeLoache, 1976). Hay infantes que disminuyen rápidamente su atención a estímulos iterados, mientras que otros continúan respondiendo a cada presentación. Las diferencias en esa rapidez de habituación puedan tener relación con la madurez del infante al nacimiento, con la cantidad de anestesia aplicada durante el parto (Moreau y Birch, 1974) o a diferencias innatas en competencia intelectual. Los fenómenos de la habituación han sido muy útiles como medio de explorar otras capacidades cognoscitivas. La capacidad del infante pera diferenciar entre estímulos complejos se puede evaluar observando su tipo de habituación y deshabituación. Por ejemplo, los infantes de cuatro meses se habituaron a un móvil de tres elementos; luego se les dio oportunidad de observar el mismo móvil o alguna variante del mismo durante media hora cada día, por tres semanas, en su casa. Al final de las tres semanas se observó su respuesta al móvil original. El tiempo de contemplación era más prolongado cuando hubo una diferencia moderada entre el móvil original y el casero. Los estímulos idénticos o los en extremo diversos no parecieron tan interesantes (Super et al., 1972). Se han encontrado resultados semejantes en respuestas a conjuntos de notas musicales, sonidos fonéticos o formas complejas (DeLoache, 1976; Kinney y Kagan, 1976). Todos esos estudios apoyan la noción de que los niños pequeños son capaces de formar y retener un esquema de experiencias sensoriales contra el que comparan los nuevos eventos. Los estudios sobre condicionamiento clásico y en condicionamiento operante, con recién nacidos, han suscitado cuestiones acerca de sí los infantes puede o no alterar sus conductas en respuesta a cambios sistemáticos del ambiente. En los estudios de condicionamiento clásico, se emparejó una respuesta refleja ya existente, como la succión o el reflejo de orientación de la cabeza, tras aplicar un dedo en la mejilla, la flexión del pie o el parpadeo a una bocanada de aire, con un estímulo neutro, como un sonido, el ruido de un timbre o luces destellantes (Stevenson, 1970). Parece que hay algunas respuestas qué se condicionan mejor que otras. La succión, el voltear la cabeza y la aceleración del ritmo cardiaco se han logrado condicionar exitosamente durante los primeros días de vida, (Kaye, 1967). Sameroff (1971) sostiene que el condicionamiento clásico es particularmente difícil para el recién nacido, puesto que requiere la capacidad de representar el estímulo condicionado como señal de un suceso futuro. La teoría del desarrollo cognoscitivo de Piaget no atribuye ese tipo de competencia representativa a los niños muy pequeños. Por otro lado, los resultados de los estudios de habituación, de que hemos tratado arriba muestran que al menos para los tres o cuatro meses, los bebés pueden reconocer y diferenciar

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evento, estímulo moderadamente discrepantes. El éxito de los estudios recientes sobre condicionamiento clásico, donde se empleó el ritmo cardiaco como respuesta condicionada (Clifton, 1974; Crowell et al., 1976) indican que existen en efecto mecanismos de codificación efectiva que ya funcionan en el recién nacido. Los estudios sobre condicionamiento operante ilustran que los infantas son sensibles a las consecuencias de su propia conducta. Hay ciertos reforzadores (como la leche, la solución de dextrosa, las luces formando figuras, al movimiento de un móvil o la voz de la madre) que logran incrementar la frecuencia de esa respuestas del pequeño (Haugan y McIntire, 1972; Millar, 1972). Paponsek (1967) estudió el aprendizaje en naonatos mediante una combinación de técnicas de condicionamiento clásico y del operante. Colocó a los niños en una cuna con una cabecera especial; cada vez que giraban la cabeza rotaba también la cabecera, de manera que era posible contar el grado de los giros y la frecuencia de los mismos. Se estimulaba que voltearan la cabeza haciéndoles caricias en la mejilla. Se presentaba un sonido (EC), se le acariciaba la mejilla (El) y si volteaba la cabeza se le daba un retornamiento positivo de leche. Paponsek encontró que necesitaban un promedio de 177 ensayos para condicionar a los naonatos al criterio de responder en cinco ensayos consecutivos. Los niños de tres meses sólo requerían 42 ensayos, y los de cinco meses, 28. Además, variaba mucho la facilidad con que se condicionaba a los más pequeños. Entre el grupo de neonatos, el más rápido alcanzó el criterio en una semana, y el más lento en 80 días. Es claro, pues, que los recién nacidos pueden aprender a alterar su conducta en esas condicionen controladas, pero se trata de un entrenamiento lento y de gran variabilidad de respuestas. Control de la estimulación. Los infantes emplean cierto número de técnicas para controlar o modificar la estimulación, tales técnicas pueden estar encaminadas a provocar o a terminar la estimulación. El hecho de que incluso en la oscuridad el niño se dedique a buscar, se puede considerar como esfuerzo por lograr más información y complejidad (Haith, 1968). Las protestas que manifiestan si se les deja echados o boca arriba o si se les cubre la cabeza con un paño pueden reflejar el deseo de que se los coloque en un ambiente con estímulos más diferenciados (Korner y Grobstein, 1966; Freedman y Freedman, 1969). Brazelton et al. (1964) observaron que durante las primeras semanas de la vida manifestaban al menos cuatro tácticas para enfrentarse a estímulos displicentes: (1) remoción activa del estímulo; (2) aparte el objeto empujándolo; (3) disminuir la sensibilidad hacia el estímulo, durmiéndose; (4) emberrincharse. En dicho estudio, cada pequeño empleó estas técnicas con variada frecuencia. Se idearon varios experimentos para dar oportunidad de que alteraran deliberadamente los estímulos de su ambiente. En un estudio, cuando más rápidamente chupaban, el estímulo visual se hacia más brillante; presto aprendieron a aumentar la succión para mantener la brillantez (Siqueland y De Lucia, 1969). En otra demostración de la capacidad para controlar los estímulos de su ambiente, se ató un cordel al tobillo del niño y a un móvil que pendía sobre la cuna. La frecuencia e intensidad de los movimientos de las piernas hacia mover el móvil. Otro grupo de infantes veía mover el juguete pero éste era manejado por el experimentador, no por los pequeños. Casi se triplicó e1 movimiento de la pierna en la condición en que ellos dirigían el control del movimiento del móvil (Rovee y Rovee, 1969). En la mayoría de los casos, sin embargo, el comportamiento del niño, como voltear la cabeza o patear, no produce los cambios deseados en el ambiente; cuando solos produce, como en el caso de mamar o cuando los lloros atraen a la madre, la evidencia sugiere que los infantes son capaces de reconocer esta relación contingente que les resulta reforzante. Es imposible subestimar el potencial del niño para iniciar o terminar eventos ambientales. Los investigadores que realizan estudios empleando

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como sujetos niños muy pequeños saben muy bien que éstos pueden concluir una sección experimental llorando, forcejeando o durmiéndose (Gregg, Clifton y Haith, 1976; Bell, 1974). El hecho de que puedan escupir lo que no desean comer, su renuencia a mamar o el que caigan dormidos cuando se están alimentando, son signos por todos sabido de la autonomía en cierne del bebé. Apaciguamiento. El apaciguamiento consiste en lograr un estado de calma y tranquilidad, cuando el niño estaba florando o emberrichado. Se han empleado varias técnicas para averiguar cuál es su valor como tranquilizador (Birns, Blanck y Bridger, 1966). Resultan efectivos de manera general, los sonidos de baja frecuencia y poca intensidad, endulzar el chupete, mecer y colocar tos pies del bebé en agua tibia. Pero cada pequeño muestra preferencia por determinada técnica, aunque no hay ninguna que sea la mejor para todo un grupo. Los bebés que se apaciguaban sin dificultad con un estímulo, se tranquilizaban también con todos los demás, y los bebés que eran difíciles de calmar con determinado estímulo, también lo eran con los demás. Como señalamos en la sección sobre tacto y movimiento, el mecer y el cambiar de la posición horizontal a la parada, tienen consecuencias sosegadoras para los pequeños. Estos no sólo difieren en el tipo de conducta que experimentan como tranquilizadores, sino también en la rapidez con que logran recuperarse de la tensión. La dimensión reactividad-irritabilidad se considera como un elemento estable del comportamiento de los recién nacidos (Yang, Federman y Douthitt, 1976). Se define como “un vigoroso lloriqueo y una respuesta rápida y vocal a estimulación aversiva (golpear con una arandela o liga de goma en la planta del pie)”. (p. 208). Bell (1974) ha logrado demostrar convincentemente que la irritabilidad y el apaciguamiento son componentes de la conducta infantil, con importantes consecuencias a las respuestas que logran educir de sus cuidadores. La respuesta que den éstos al niño emberrinchado se ajustará a aquellas prácticas de apaciguamiento que funcionen, y con gran rapidez. De esa forma, los pequeños contribuyen al tipo de cuidado que reciben, llorando, rechazando ciertos alimentos o sobresaltándose u intranquilizándose con ruidos fuertes o cuando son bañados en agua fría. Y, a su vez, contribuyen a la calidad del cuidado, respondiendo positivamente a las atenciones que reciben. Cuando el bebé se calma después de que le han cambiado los pañales o sonría ante una voz familiar, quien lo cuida comienza a sentir que su acción produce algún impacto. Durante los tres o cuatro primeros meses, como ha demostrado Papousek, el niño responde más y más y anticipa determinados eventos ambientales. A su vez, quien cuide de él siente satisfacción al darse cuenta del gusto y comodidad que esas experiencias proporcionan al pequeño. Las diferencias individuales en la conducta infantil. Todos los aspectos hasta aquí tratados se podrían catalogar como variabilidad individual. Desde los partos precedidos de prolongados trabajos, hasta los que son relativamente fáciles; desde la fuerza del reflejo de succión, a la sensibilidad a la luz, desde la fuerza de la protesta, al apaciguamiento fácil, todas las dimensiones varían. Es precisamente esa enorme variación lo que vuelve tan intrigante la perspectiva interaccionista No hay ambiente que tenga consecuencias idénticas para todos los niños, porque todos ellos difieren por muchos aspectos. A la inversa, cada niño tiene el potencial de aportar algo único a su ambiente, hasta el punto de poderlo cambiar de una generación a otra. La variabilidad tiene una función importante de adaptación a largo plazo. Permite a la especie una oportunidad más de supervivencia, a pesar de alteraciones a veces radicales en el ambiente físico o social. La variabilidad es nuestra garantía. Cuanto más variados sean los miembros de la especie, mayor probabilidad existe de que haya al menos algunos que puedan adaptarse a marcados cambios en el ambiente. Al juzgar la variabilidad, no podemos por menos de considerarla buena, un beneficio para la supervivencia humana.

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La perspectiva ecológica nos inclina a ver cada ambiente con referencia a lo que significa para la variabilidad individual y por su flexibilidad frente a las diferencias. Reseñaremos tres dimensiones de la variabilidad individual, que tienen implicaciones respecto del modo como los bebés responden a sus ambientes y las personas que hay en esos ambientes responden a los bebés. Esas tres dimensiones son (1) la madurez física de los recién nacidos; (2) las diferencias sexuales y (3) las diferencias temperamentales. La variabilidad en la madurez física al nacer. No todos los recién nacidos tienen el mismo peso, estatura y peso del cerebro. Estas variaciones reflejan a su vez diferencias en la madures física, que tienen consecuencias en la capacidad del niño para regular sus funciones de supervivencia. Los bebés que pesan menos de 2.5 kilos se llaman bebés de poco peso. El término de “prematuro” ya no se use tanto, porque se prefiere distinguir entre el poco peso al nacer, debido a un parto antes de tiempo, y el poco peso por alguna condición patológica debido a la cual el bebé no pesa lo que debería por su edad de gestación. Este último grupo de bebés de “poco peso” por su edad es más probable que experimenten complicaciones, que los bebés que se han adelantado pero que tienen un peso normal si se atiende a su edad de gestación (Tanner, 1974; Fitzhardinge y Steven, 1972; Usher, 1975). La variabilidad en el peso al nacer se puede atribuir a varios factores. Según Tanner (1974) la tasa del crecimiento fetal es antes que nada resultado de la interacción entre la predisposición genética del niño y las características del ambiente uterino. La tasa del crecimiento disminuye a partir de la trigésima segunda semana de edad de gestación y se acelera de nuevo durante los dos primeros meses y medio hasta los cinco meses, después del nacimiento. Los bebés que pesan dos kilos y medio al nacer, por ejemplo, crecen más rápidamente en las semanas que siguen al nacimiento, que los bebés que nacen con cuatro kilos. Si bien las correlaciones entre la estatura y peso de la madre y el peso del niño al nacer son exiguas, existen significantes correlaciones de un 0.5 respecto al peso de los bebés nacidos de la misma madre (Robson, 1955; Tañer, Healy y Lerraga, 1972). Es muy probable que el crecimiento fetal quede limitado por el tamaño del útero y el volumen de la placenta. Otros factores que quizá influyan en el peso al nacer son la desnutrición materna, el peso de la madre, el hecho de que ésta fume o no, el sexo del bebé y el orden de nacimiento de éste. La desnutrición materna hace disminuir el crecimiento fetal en las dos a cuatro últimas semanas de la gestación (Greenwald, 1967). Hasta las 38 semanas, los fetos suelen pesar más o menos lo mismo en todas las culturas. A partir de ahí los efectos de la pobreza se trasuntan en reducción del peso. El tabaquismo de la madre puede reducir el peso al nacer en 0.17 kg (Butler, Goldstein y Ross, 1972). A partir de las 35 semanas, los varoncito son mayores que las mujeres. Hacia las 40 semanas, los bebés varones pesan 0.15 kg más y tienen 1.1 cm más que las niñas. Por fin, los primogénitos pesan unos 0.10 kg menos que sus hermanos y crecen más rápidamente una vez fuera del útero (Tanner, 1974). El resultado más llamativo en variabilidad de la madurez física al nacer es el “niño con poco peso”. La premadurez, junto con el poco peso para la edad al nacer, ocupan la octava causa de muertes en Estados Unidos (Fitzpatrick, Reader, Mastroianri, 1971). Últimamente se ha logrado algún éxito en hacer que sobrevivan los bebés de menos de un kilo; pero de todas formas el índice de mortalidad de los infantes de poco peso sigue siendo estable y comparativamente alto.

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Existe cierto número de estudios donde se confirman la vulnerabilidad de loa bebés de poco peso (Drillien, 1964; de Hirsch, Langford y Jansky, 1965; y Braine, Heimer, Wortis y Freedman, 1966; Caputo y Mandell, 1970). En las observaciones realizadas en niños de poco peso, en intervalos de cuatro meses a cuatro años después del nacimiento, se ha visto que la falta de peso acarrea toda una constelación de desventajas, como alta incidencia de retraso mental, severo y trastorno de las capacidades motrices gruesas. En un estudio de seguimiento durante diez años, de 70 niños que pesaron 1 500 g o menos al nacer, y de sus controles emparejados de peso nominal el nacer, se encontró que los prematuros mostraban a los diez años mayor incidencia de mortalidad, rebaso mental, falta de aprovechamiento escolar y defectos visuales, que los controles (Wright, 1972). Como los infantes prematuros no logran ajustarse bien al ambiente externo ni a regular sus funciones de supervivencia, es preciso disponer de un medio especial para ellos (Babson et al., 1975). A los bebés de poco peso se los cría en incubadoras que han de mantenerse a una temperatura constante de 32ºC o más, se debe controlar la humedad y regular la cantidad de oxígeno del aire. La incubadora tiene dispositivos que permiten manipular al niño a través de aberturas herméticas. Sobre todo hay que tener especial cuidado con las infecciones, y en mantener una respiración regular. Desde siempre, la manipulación del bebé de poco peso se procura que sea escasa, para evitar contagiado y también para impedir que se canse. Cualquier estimulación que pudiera sobresaltar al niño o hacerlo llorar se evita lo más posible. De ordinario no se permite que los padres participen en el cuidado de sus hijos de poco peso. Las especiales circunstancias ambientales en que es atendido el niño de poco peso acarrean dos consecuencias distintas. Algunos investigadores han parado mientes en la privación sensorial provocada por las condiciones estériles y el escaso manejo del infante de poco peso (Solkoff et al., 1969; Katz, 1971; Scarr-Salapatek y Williams, 1973). Según esos estudios, si el período de mínima experiencia sensorial se prolonga durante las primeras semanas de vida puede acarrear cierto trastorno en el crecimiento motor y mental, según se ha visto en las muestras prematuras a edad posterior. La otra consecuencia es el trastorno de la relación progenitor-hijo, que ocurre cuando se llega a mantener en el hospital al bebé desde tres a doce semanas después de que la puérpera ha regresada a su casa. Tras comparar a madres de prematuros y a madres de infantes terminales, Blau et al., (1963) informaron que las madres de infantes prematuros tenían actitudes más negativas para con el embarazo y el hijo, que las madres de bebés terminales. Elmer y Gregg (1967) informaron que el 39% de los niños blancos que recibían malos tratos habían nacido con poco peso. Débese esto a la dificultad de cuidarlos, al trastorno de sus competencias sensoriales, a su aspecto enclenque o a la separación física que sufrieron durante las primeras semanas de vida, es el caso que, cual se infiere de cierto número de estudios, a las madres les es difícil responder con cariño a los bebés de poco peso (Barnett et al., 1970, Klaus y Kennell, 1970; Leifer et al., 1972; y Seashore et al, 1973).

Cuidado de infantes de poco peso (Basado en el estudio de Scarr-Salapatek y Williams, 1973)

Para acrecentar el bajo nivel general de estimulación en infantes de poco peso al nacer se pueden emplear varias técnicas. Los infantes de este estudio tenían peso promedio al nacer de 1572 gramos. Su estancia promedio en el hospital fue de seis semanas, de las cuales dos y media permanecieron aislados. El programa de estimulación especial abarca las siguientes intervenciones.

1. Colocar en la cuna un móvil con un solo pajarito. 2. Ocho sesiones de estimulación, durante media hora, que consistían en mecer, hablar, acariciar, dar

palmaditas y mantener al niño parado, para que eructara; siempre en su cuna. 3. Al ser sacado de la cuna se les colocaba en un móvil sobre la bañera.

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4. A la hora de darles de comer, las enfermeras los mecían, les hablaban y jugaban con ellos. 5. Una vez salidos del hospital se practicaban visitas a los hogares, donde se procuraba dar

instrucciones sobre el cuidado infantil, los juegos más convenientes y la manera de ayudar al desarrollo.

6. Se proporcionó a las madres un móvil, una sillita para niños, pósters, juguetes y un libro de dibujos para el pequeño.

Hubo un grupo de control de bebes que recibió el cuidado hospitalario tradicional, según el cual sólo se manipulaba al pequeño al darle alimento, al asearlo y al examinarlo, pero no había estímulos visuales cerca. Al final de un año, el CI promedio del grupo experimental fue de 95.3 mientras que el segundo grupo de control fue de 85.7. El 22% del grupo experimental y el 67% del grupo de control calificó por debajo de 90.

Para compensar esas dos consecuencias negativas, o siquiera una, se han ideado algunas intervenciones como por ejemplo colocar un colchoncito de agua en el moisés; grabaciones de patrones rítmicos, en especial el ritmo cardiaco de la madre; manejo frecuente, caricias y trato suave; así como un programa de entrenamiento para que los padres puedan alimentar, limpiar e interactuar con sus bebés (ver Recuadro 3.1, para detalles sobre un estudio de intervención). En general, los resultados de los estudios para comprobar la efectividad de esta mayor estimulación no son uniformes. El resultado más frecuente ha sido que con un incremento en la estimulación se mejoren las competencias sensoria-motoras, como la responsividad a estimulaciones, tonicidad muscular y capacidad motrices (Cornell y Gottfried, 1976). Por otro lado, los resultados de estudios sobre la mejora del nexo madre-hijo no presentan datos fiables. Las oportunidades de tocar o manejar a los bebés de poco peso tienden a acrecentar la confianza de la madre y a que ya en el hospital lo sostenga y acaricie más (Barnett et al., 1970; Klaus y Kennell, 1970). No se han encontrado diferencias a largo plazo en el comportamiento materno cuando se permitió manipular al bebé o cuando se le proporcionaron a éste técnicas de estimulación (Leifer et al.,1972; Powell, 1974). Las diferencias sexuales entre los neonatos. En cierto sentido, por así decir, el que los sexos de los recién nacidos sean diferentes no viene al caso, dado que esas diferencias sexuales nada significarían si no fueran por las expectativas culturales correspondientes a la conducta varón y mujer. A pesar de todo, resulta interesante preguntarse si no existe algún rastro de realidad, alguna pista diferencial comportada por los bebés varones y mujeres, que pudieran explicar el distinto trato que se propina a niños y a niñas. Por los datos sobre diferencias sexuales en los recién nacidos se infiere que hay tres clases de éstas: 1) diferencias en tamaño físico y en vulnerabilidad; 2) diferencias en capacidades sensoriales y; 3) diferencias en el empleo y organización de la conducta oral. Diferencias en tamaño físico y vulnerabilidad. Según varias medidas de la madurez física, las niñas parecen estar más maduras al nacer que los varoncitos, aunque sean de menor estatura y pesen menos. En madurez esquelética, los huesos de la niña son dos semanas más maduros al nacimiento; tres semanas más maduros al cabo de seis meses; y ocho semanas más maduros al año. También es diferente el ritmo de maduración de determinados huesos en los niños y en las niñas (Tanner, 1974). Ya al nacimiento, los varoncitos son más musculosos, mientras que las niñas tiene más grasas. El ritmo de crecimiento es más rápido durante los

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primeros meses en el caso de los niños. Al cabo de siete meses, el ritmo de crecimiento es más rápido en las niñas. Por lo que hace a la madurez neurológica, las niñas van como unas dos semanas adelante de los niños ya desde el nacimiento. El proceso de la maduración fetal que resulta en un mayor grado de maduración esquelética y neurológica al nacimiento en el caso de las niñas, hace también que el feto femenino tenga más tonicidad o resalto. Braine et al. (1966) en su estudio de infantes de poco peso al nacer informaron que “los prematuros varones eran inferiores notablemente a las niñas del mismo peso al nacer, tanto en las pruebas mentales como motrices, a los trece meses y medio de edad”. Los niños son más vulnerables a ciertos daños prenatales y del nacimiento (Singer et.. 1968). Los índices de mortalidad infantil de los niños pequeños norteamericanos son más elevados en caso de los varoncitos que de la niñas en cualquier período, desde una hora hasta los once meses después del nacimiento. Dentro de Estados Unidos se informa de mayores índices de mortalidad infantil en el caso de los niños, en cualquier grupo racial, sea caucásico, negro, indio, chino o japonés (Ministerio de Salubridad de EEUU, 1972). Diferencias en capacidades sensoriales. Si hubiera diferencias innatas en la manera como varones y mujeres perciben sensorialmente, tales diferencias podrían ser el origen de la distinción que se hace en las prácticas de socialización y las expectativas sociales que han surgido para hombres y mujeres. Se ha encontrado en diversos estudios sobre la sensibilidad al tacto, que las niñas recién nacidas son más sensibles a la estimulación táctil mínima, que los niños (Lipsitt y Levy, 1959); Bell y Costello, 1964, Wolff, 1969). Pero en otros estudios sobre sensibilidad táctil no se han encontrado diferencias sexuales (Maccoby y Jacklin, 1974). No se sabe a ciencia cierta si esas diferencias en los resultados de los estudios se deban a imposibilidad de controlar el estado de excitación de los niños durante las pruebas o al tipo de estimulación que se haya empleado. En una reseña de estudios sobre visión y oído en los recién nacidos, Maccoby y Jacklin (1974) encontraron que la gran mayoría de los estudios sobre recién nacidos no señalan diferencias significativas por el sexo en sensibilidad en esas modalidades sensoriales. Diferencias en el uso y organización del comportamiento oral. Las niñas recién nacidas, según se ha observado, realizan más exploración oral que los niños (Korner y Kraemer, 1972). Las niñas mostraron más sonrisas reflejas y movimiento rítmico de la boca que los niños, según se vio al querer codificar o cifrar las conductas que ocurrían espontáneamente durante el sueño (Korner, 1969; 1973). Los niños manifestaban más sobresaltos más espontáneos durante el sueño, pero no se encontró diferencia sexual entre naonatos por lo que se refiere a la frecuencia o tasa de la succión espontánea o nutritiva (Korner, 1974). Sin embargo, las niñas responden a las cosas dulces consumiendo más que los varones (Nisbett y Gurwitz, 1970). Moss (1967) observó que las niñas, a los tres meses de edad, tocaban más objetos con la boca que los niños. Estos resultados sobre actividad oral se han relacionado con que las niñas maduran antes en competencias verbales. Aunque la sensibilidad oral y el habla tenga que ver con la boca, no es tan obvio por qué ese comportamiento oral de exploración tenga que resultar en un habla más pronta en las niñas; más bien cabría suponer que si las bebés niñas tienen la boca ocupada con chupetes, el pulgar, las sábanas o con juguetes, debería ser más difícil para ellas llegar a hablar. Cabría especular que las niñas, al tener competencias orales desde muy temprano, han de poder iniciar y controlar fuentes importantes de satisfacción y placer oral (Murphy y Moriarty, 1976).

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En un estudio donde se informa de la relación entre el cuidado materno durante la infancia. y el desarrollo intelectual, cognoscitivo y de la personalidad, a los diez años, nos insinúa algunas posibilidades intrigantes respecto de la trascendencia de las diferencias sexuales a tan temprana edad (Yarrow, Goodwin, Maheimer y Milowe, 1973). Los investigadores estudiaron a 53 niños adoptados. Tuvieron en cuenta cierto numero de dimensiones de la relación entre la madre y el hijo, a los seis meses de edad. Correlacionaron esas variables con características intelectuales y de la personalidad, cuando los niños tenían diez años. Cuatro características de los niños de diez años se relacionaban significativamente con las medidas del trato entre madre e infante; eran el desarrollo intelectual, la efectividad social, el dominio social y la profundidad o significancia de las relaciones sociales. En el caso de los niños había una pauta de correlaciones significativas con algunas de las variables anteriores de la relación entre madre e infante, y el desarrollo intelectual. También mostraron patrones semejantes, a los diez años, la profundidad de las relaciones, la efectividad social y el dominio social. Ninguna de las variables del cuidado materno tuvo relación significativa con las variables de trato social o de rasgos intelectuales, en el caso de las mujeres. Cabe especular que esos datos sobre la infancia indican que la niña recién nacida es algo más autosuficiente e intacta que el niño, Quizá el ambiente social inmediato no influya tanto en las mujeres durante los primeros meses de la vida, precisamente porque son más capaces de regular sus estados intentos de necesidad y son más efectivas en conseguir que tos demás les proporcionen los debidos cuidados. Diferencias individuales en el temperamento. El interés por el temperamento se vincula con la teoría de las disposiciones. La noción de temperamento indica que existen algunas características biológicas heredadas que sirven como punto de partida para el desarrollo de la personalidad. Si el ambiente es propicio, tales predisposiciones se irán transformando en prácticas dominantes que tendrá la persona para superar las dificultades o enfrentarse a ellas. Los elementos que se han descrito como aspecto, del temperamento en los recién nacidos, de ordinario se refieren sólo a las respuestas de éstos ante cualquier estimulación. Escalona (1968) estudia diversos componentes del temperamento individual, como la permeabilidad de las lindes entre el yo y el ambiente estimulante, y la sensibilidad diferencial del infante en las diversas modalidades sensoriales. En estudio longitudinal del desarrollo infantil, Thomas, Chess y Birch (1970) catalogaron a 141 naonatos, respecto de nueve cualidades temperamentales, como el nivel de actividad, el ritmo, el acercamiento/retraimiento, la adaptabilidad, la intensidad de las reacciones, el umbral de respuesta, el talante, la distracción, el intervalo de atención y la persistencia de ésta. Basándose en esas calificaciones pudieron identificar a tres grupos de bebés: los que eran “fáciles” de poner en actividad; los “lentos” y los ‘difíciles”. Estos agrupamientos por temperamento se advertían ya en el segundo o tercer mes de la vida. En la tabla 4 se describen las características de las tres clases de bebés y el porcentaje de la muestra total que se pudo clasificar sin inconveniente en uno de esos tres grupos. Era un estudio de seguimiento durante diez años, los autores señalaron que las consecuencias que tenía determinado temperamento dependían de las respuestas que daban los progenitores a esas características de sus hijos (Chess y Thomas, 1973). Por ejemplo, a los niños “difíciles” les resultaba más fácil aceptar el cambio y disfrutar de las nuevas experiencias si sus progenitores tenían paciencia y eran condescendientes, que si eran criticones y caprichudos. Pero pocas de esas dimensiones del temperamento infantil quedaron inalteradas a lo largo de la niñez. En realidad constituyen un delineamiento del tipo de conductas que los niños estimularán de sus cuidadores. El temperamento infantil determina también que clase de interacción será la que tanto los progenitores como los infantes encontrarán más recompensantes recíprocamente. Cada una de las dimensiones del temperamento se puede evaluar positiva o negativamente, según sea el significado cultural de cada característica y el

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modo en que los cuidadores responden a ellas. Pero de por sí, ninguna de esas características temperamentales producirá impacto negativo en la adaptación.

Tabla 4. Características temperamentales. TIPO DESCRIPCIÓN PORCENTAJE Fácil Buen talante; regularidad de las funciones corporales; reacción

de intensidad baja a moderada; adaptabilidad; aproximación positiva frente a situaciones nuevas, en vez de retraimiento.

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Lento Bajo nivel de actividad; tiende a retraerse ante un nuevo estímulo; se adaptaban lentamente; talante algo negativo; reaccionaban con poca intensidad.

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Difícil Funciones somáticas irregulares; reacciones demasiado intensas; tendían a retraerse ante nuevos estímulos; se adaptan lentamente a los cambios del ambiente; mal talante en general.

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Desde hace veinticinco años para acá ha habido fuerte tendencia en la investigación del desarrollo a insistir en la importancia de los factores ambientales para la formación de la personalidad. Este punto de vista resulta atractivo porque nos lleva a confiar en que podemos controlar el crecimiento y cambio de nuestros hijos. La orientación de Escalona, Murphy, Thomas et al, nos recuerda que existen pautas de la individualidad que ya se transparentan al nacimiento y que se pueden ir expresando durante toda la niñez. Podemos pelear para que cambien ciertos aspectos del temperamento que nos parezcan inconscientes, pero el temperamento en sí tiene determinada vitalidad y el niño no lo abandona sin mucha resistencia. Al repasar las ideas de las características heredadas, aprendemos que muchas de las dimensiones de la variabilidad se trasuntarán en fuertes o flacos, según sea el tipo de cultura y las experiencias de cada uno en el proceso de la socialización. Es importante advertir que esas diferencias individuales les permiten a los niños un sentido de unicidad y de autenticidad, a medida que se enfrentan con la realidad. Ya desde el nacimiento se tienen predisposiciones para cierto tipo de acción. La gente con la que el recién nacido vive y a la que quiere, el mundo físico con el que se encuentra y los obstáculos que ha de hacer frente sirven para modelar una individualidad única, de manera que, debido a la inclinación personal y a las experiencias anteriores, la persona elegirá determinados modos de conducta para llegar a sus metas, y obtener las gratificaciones que requiere. Cuanto observamos en el comportamiento humano, por ende, es producto de la interacción entre las características temperamentales y los encuentros con el entorno. LAS PRIMERAS EXPERIENCIAS SOCIALES Cada vez nos estamos dando cuenta mejor de hasta qué grado los infantes pueden participar en las interacciones sociales desde el nacimiento (Richards. 1974; Ainsworth, Bell y Stayton, 1974; Wilson, 1975). Hay que señalar aquí que no son los infantes los que unilateralmente son enseñados por los adultos a cómo participar en los encuentros socialmente significativos; por el contrario, adultos e infantes participan en interacciones recíprocas a las que tanto unos como otros aportan competencias sensoriales, los recién nacidos están bien equipados para experimentar y responder a los estímulos sociales. El neonato puede responder a estímulos auditivos de todo el rango de la voz humana. Más aún, parece ser que la voz humana es uno de los primeros estímulos que evoca la respuesta de sonrisas. (Wolff, 1963). Los infantes pueden diferenciar aquellos esbozos que tengan que ver con los rasgos de la cara, y parece que prefieren dichos rasgos a otras configuraciones. Son sensibles al tacto y les gusta

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que los acaricien, que los mezcan y los mantengan suavemente en brazos. Se han realizado dos observaciones independientes sobre el tipo de conducta que despliegan los infantes en su relación con los objetos o con la gente (Richards, 1974; Brazelton et al, 1974). Cuando responden ante objetos, los niños se vuelvan tensos, doblan brazos y piernas, que dirigen hacia el objeto y se quedan con la vista fija en él. Cuando responden a la gente, en especial a la madre, parecen más relajados, manos y pies se mueven con mayor suavidad y existe un ciclo de tensión y relajamiento, cuyo propósito quizá sea invitar a la interacción. Aun a riesgo de parecer teleológicos, nos atrevemos a decir que el infante humano aparece con la capacidad de identificar y encontrar un ambiente social de interacción; es capaz de responder. En esta sección trataremos tres componentes de las primeras experiencias sociales: (1) las interacciones entre madre e infante, (2) las interacciones entre padre e infante, y (3) las primeras experiencias sociales en el hospital. Las interacciones entre madre e infante. En los estudios recientes sobre el desarrollo socioemocional durante la infancia ha llegado a ocupar lugar céntrico la noción de las interacciones entre la madre y el infante. Los estudios que aquí describiremos ponen de relieve el creciente interés por los patrones de modificación mutua que aparecen en los primeros contactos. Hasta cierto punto, las madres están menos preparadas para tratar con sus nuevos hijos, qué éste. Hubert (1974) en un estudio de mujeres obreras británicas primerizas advirtió que tenían muy poca información sobre control natal, los procesos de la concepción, el embarazo y la crianza. Estas mujeres casi no habían tenido contacto con niños recién nacidos, no habían visto cómo se amamantaba y de ordinario les repugnaban las necesidades y comportamientos de los niños pequeños. “Piensan que el bebé no es más que el muñeco que se emplea en las clases de maternidad, algo que se queda quieto en los brazos de la madre cuando los bañan y que deja que le pongan todos esos lindos vestidos, sin protestar” (p. 47). La noción de las expectativas culturales pare can la infancia puede verse en operación en la manera como las madres responden al llanto, el tipo y calidad de estimulación que propinan a sus hijos y la aceptación o rechazo de amplia gama de conductas infantiles. Brazelton (1973) describió la reacción de las madres de Zambia ante los recién nacidos. Se observó a esos niños a menos de 24 horas de vida y luego al cabo de diez días. A las 24 horas, los bebés estaban fláccidos, enjutos y no respondían; es decir, que debido a dietas inadecuadas de las madres, que además de ser multíparas apenas si tenían acceso a proteínas, los neonatos mostraban todos los signos de la desnutrición intrauterina. Ahora bien, al cabo de 24 horas, las mamás pusieron a los bebés en sus caderas, los amarraron bien al talle y dejaron el hospital, rumbo al poblado. Al cabo de cinco días, bien amamantados se mostraban alertas y responsivos. A los diez días, esos bebés puntuaban por encima de las normas norteamericanas en interés social, viveza, aceptación de consuelo y “monería”, según la escala de calificación de infantes de Brazelton. Las madres africanas esperaban que sus bebés respondían de una manera vigorosa y activa: a pesar del aspecto descorazonador de esos bebés deficitarios, eran tratados de una manera que fomentaba la recuperación de sus competencias intelectuales y motrices. Si las expectativas que la madre tienen respecto del comportamiento del hijo influyen en su orientación hacia éste, el comportamiento del niño también demanda determinado tipo de crianza. Los lloros del niño siempre evocan el cuidado materno (Moss y Robson, 1968). El insomnio y la inquietud son otros comportamientos infantiles que inclinan a la interacción. Si los niños están alertas y se fijan en las cosas, es probable que la madre intente iniciar algún juego y el contacto de las miradas (Korner. 1974). Otras madres se sirven de ese estado alerta del hijo como ocasión para brindarles el alimento (Brown et al., 1975). Los infantes no sólo inician las respuestas maternas, antes bien refuerzan ciertas conductas

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de crianza. Como decíamos en la sección sobre el apaciguamiento, cuando los bebés pasan de un estado desasosegado a otro de relajamiento, las madres experimentan cierta forma de reforzamiento condicionado que las inclina a repetir esa misma táctica de apaciguamiento cuando el niño vuelva a sentirse molesto. El carácter recíproco de las interacciones entre madre e hijo se ilustran en los siguientes dos estudios. Bel y Ainsworth (1972) observaron las respuestas que daban las madres a los lloros de los hijos durante el primer año de vida. Cada tres semanas realizaban visitas a los hogares, que duraban unas cuatro horas. Había mucha variación en la cantidad de llanto de los niños, desde 21 minutos a una hora, aunque otros casi no lloraban. Los lloros, de manera general, disminuían desde el primero al tercer cuarto, y permanecían estables durante el último cuarto. También variaba la respuesta o responsividad de la madre a los lloros de los hijos. Durante el primer cuarto, las madres más responsivas sólo pasaban por alto un 4% de los lloros, mientras que las madres menos responsivas ignoraban 97% de los lloros. A lo largo del año solían despreocuparas menos por los lloros y respondían a ellos con mayor rapidez. Las madres son más congruentes en su tipo de respuestas que los bebés en su frecuencia de lloriqueos. En otras palabras, las madres que durante los tres primeros meses probablemente ignoraban el llanto, probablemente lo ignorarían también en los tres últimos meses. Por otro lado, no fue posible predecir por la cantidad de lloros de los tres primeros meses, si el niño seguiría llorando igual o menos en los tres últimos meses. Parece que la responsividad de la madre es la que modifica el lloro del niño y no al revés. Pero, ¿en qué dirección ocurre tal modificación? Cuanto más rápidamente respondían a los lloros, menos probables era que los bebés lloraran en lo sucesivo (ver tabla 5). Varios eran los procedimientos empleados para acabar con los lloros, como tomar al bebé, darle de comer, hablarle, tocarlo, ofrecerle algún juguete o simplemente entrar en su alcoba. El factor más importante en reducir los lloros durante el año fue la prontitud de las respuestas de la madre. Lloraban menos y durante menos rato que aquellos bebés cuyas madres aceptaban las necesidades de éstos y estaban dispuestas a responder a ellas; por el contrario, lloraban con mayor frecuencia los bebés cuyas madres se despreocupaban. Los lloros se pueden entender como una comunicación cuyo propósito es fomentar la proximidad y la interacción. Si los niños aprenden que los lloros se deriva una consecuencia predecible, es más probable que empleen otros medios de comunicación y estarán más dispuestos a modificar la intensidad de sus demandas.

Tabla 5. Duración de la falta de responsividad de la madre a los llores y duración de éstos. DURACIÓN DE LA FALTA DE

RESPONSIVIDAD DURACIÓN CUARTO CUARTO CUARTO CUARTO Primer cuarto .19 .37 .12 .41ª Segundo cuarto .45ª .67b .51b .69b Tercer cuarto .40ª .42ª .39ª .52b Cuarto cuarto .32 .65b .51b .61b

El segundo estudio fue una descripción de los detalles de la interacción entre madre e infanta durante las veinte primeras semanas después del nacimiento, en cinco parejas de madres e hijos (Brazelton, Koslowki y Main, 1974). Se visitó a las madres y a los hijos una vez por semana en su casa y otra vez eran filmados en el laboratorio. Las observaciones filmadas iban acompañadas de una narración de las interacciones. En el recuadro 3.2 se describen dos patrones harto distintos de interacción madre-infante. Parece que los niños pasaban por ciclos de atención y de sustraimiento de ésta. Si la madre responde a una mirada viva y atenta, mirando a su vez, hablando o tocando el niño se hace más atento, aumenta el movimiento rítmico de su cuerpo, mueve la lengua, gorjea y sonríe. Después de llegar a un “pico de

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excitación”, el pequeño de ordinario se retrae por un breve momento, como limitando la cantidad de interacción. Si la madre continúa provocando o estimulando la interacción, puede aumentar la intensidad del retraimiento de manera que el niño quizá se voltee o mire a otra parte, a un objeto distante o se ponga nervioso. En el caso de interacciones logradas, madres e infantes pasan por fases de comunicación, intensificación de la interacción y retraimiento de ésta. Los pequeños aprenden a reprimir los movimientos del cuerpo para enfocarte más intensamente en la interacción. Las madres aprenden a acelerar y desacelerar sus esfuerzos, permitiendo al niño lapsos para recuperación y para recomenzar. La alimentación. La alimentación proporciona repetidas ocasiones para la interacción entre madre e hijo. En el hospital, el tiempo del amamantamiento es la única vez por lo general, en que las madres pueden sostener y acariciar a sus bebés. En la interacción que ocurre pueden advertirse cierto número de fuentes de satisfacción. Los infantes tienen la experiencia de satisfacer su hambre, recibir estimulación táctil reconfortante y explorar los complejos estímulos auditivos y visuales que se transparentan en la voz y las facciones de la madre. Las madres tienen la satisfacción de ver cómo los pequeños cambian de un estado tenso, desasosegado o nervioso, a otro estado relajado y de comodidad, gracias a que les han proporcionado la leche. Para las madres, el amamantamiento es uno de los modos más concretos de realizar la importancia de su papel como protectoras y proveedoras. Ainsworth (1973) describe cuatro etapas del desarrollo del apego social (ver tabla 6). En la primera etapa, durante los tres primeros meses de vida, los infantes tienen estrategias para señalar, activar y atraer a los otros hacia sí. Estas estrategia incluyen respuestas reflejas como el reflejo de Hozar, chupar y asir. También incluyen algunas conductas más autónomas como llorar gargarear, sonreír y acariciar. En esta etapa muchas de las conductas del niño tienen influencia en los demás. Pero el infante no diferencia si prefiere claramente a los familiares de los extraños.

Tabla 6. Secuencia de las cuatro etapas en el desarrollo del apego social. Etapa Edad Características

Primera etapa Desde el nacimiento hasta los tres meses.

El infante mama, empuja con la boca, sujeta, sonríe, gargarea, abraza y sigue con la vista para mantener la cercanía con quien lo cuida.

Segunda etapa De los tres a los seis meses. De los tres a los seis meses el infante responde más a las figuras familiares que a las extrañas.

Tercera etapa De los siete meses hasta el inicio de la segunda infancia.

El infante busca la proximidad física y el contacto con el objeto de su apego.

Cuarta etapa De la segunda infancia en adelante.

El infante usa varias conductas para influenciar la conducta del objeto de su apego y satisfacer su necesidad de cercanía.

En la segunda etapa, entre los tres y los seis meses de edad, los infantes manifiestan su apego a través de una responsividad diferencial a unas cuantas personas que les son familiares, en comparación con una mayor reserva para con los extraños. Esta responsividad diferencial incluye más sonrisas y más placer al ver a las personas familiares, unido a mayor pena en el momento en que se aleja una persona conocida. En esta etapa, los infantes comienzan a diferenciar algunas de las características que hacen exclusivos a quienes los cuidan. Con esto, los niños están diciendo dos cosas al responder en forma diferenciada: 1) sé quién eres y 2) me gustas.

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En la tercera etapa, desde los siete meses hasta la segunda infancia (hasta los dos años), los bebés realizan esfuerzos prepositivos por permanecer cerca de quienes los cuidan. Gatean siguiéndolos, los llaman desde otras habitaciones, se abrazan de sus piernas o sujetan su vestido, o se refugian en su regazo. La cuarta etapa en el desarrollo del apego empieza en la segunda infancia y se puede prolongar hasta bien entrada la niñez. Los niños comienzan a utilizar estrategias que cambian las conductas de quienes los cuidan para que satisfagan sus necesidades. Índices del desarrollo neurofisiológico del niño en el primer año de vida. Preparado por el profesor Schelovanova, N. M. A los dos meses:

1. Esta tranquilo cuando está despierto, mira los juguetes suspendidos sobre su cabeza. 2. Cuando un adulto le habla, sonríe continuamente. 3. Sigue un móvil se mueve delante de sus ojos.

A los tres meses:

1. Ríe a carcajadas. 2. Como respuesta a la conversación que se dirige a él, expresa su alegría sonriendo, haciendo

ruidos, y moviendo rápidamente brazos y piernas. 3. Sostiene bien su cabeza, pasa mucho tiempo sobre el estomago, apoyándose en los brazos. 4. Cuando se le toma por las axilas, se sostiene a sí mismo parcialmente sobre sus piernas, las

dobla en la ingle. A los cuatro meses:

1. Busca objetos que hagan ruido, encuentra a un adulto al oír su vos (encuentra de dónde vienen los sonidos).

2. Cuando está despierto está contento: sonríe, balbucea con fuerza, se mueve con los brazos extendidos, dobla y estira las piernas.

3. Se ocupa largos ratos con los juguetes colgados delante de él, toca y toma objetos. 4. Cuando come, toma la botella con ambas manos.

A los cinco meses:

1. Reconoce varias caras (da respuestas distintas). 2. Diferencia los tonos de voz que se dirigen a él. 3. Canturrea melodías en algunos momentos. 4. Con destreza dirige su mano hacia una sonaja que se le ofrece sobre su pecho. Sujeta la sonaja

durante períodos relativamente largos. 5. Levanta su cuerpo, pasa mucho tiempo sobre su estomago apoyándose en las palmas de sus

manos extendidas. 6. Estando acostado sobre la espalda, se vuelve sobre sus estómago. 7. Sujetado de las axilas se para firmemente.

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A los seis meses: 1. Pronuncia sílabas. 2. Toma con libertad juguetes desde distintas posiciones y se ocupa con ellos durante largos

períodos. 3. Se mueve en el corral. Gatea distancias cortas. 4. Come bien con una cuchara, abre la boca cuando ve alimento, toma la comida con los labios. 5. Estando sobre el estomago se vuelve sobre su espalda.

A los siete meses:

1. Balbucea largo rato. 2. Al pedirlo un adulto, busca con la mirada y encuentra objetos que se mueven. 3. Juega con una sonaja, la golpea y la mueve. 4. Gatea con facilidad. 5. Se poste de pie erguido, cuando se le sostiene por las manos.

A los ocho meses:

1. Repite en voz alta varias sílabas. 2. Al pedírselo un adulto, repite el movimiento ya aprendido, de aplaudir con las manos. 3. Insiste mucho para obtener un juguete que llame su atención, y hace muchos movimiento

diferentes para lograr su objetivo. 4. Los juguetes le ocupan largos períodos, los observa y los golpea uno contra otros. 5. Se sabe sentar y acostar sin ayuda. 6. Se pone de pie sujetándose de algún objeto. Se levanta y se inclina solo. 7. Come un pedazo de pan sosteniéndolo él mismo. 8. Bebe de una taza, cuando un adulto se la sostiene.

A los nueve meses:

1. Imita a los adulto, repitiendo sílabas que un adulto le pronuncia. 2. Encuentra objetos cuando un adulto los nombra, estando escondidos en distintos lugares. 3. Hace distintos movimientos (“dame la mano”, “adiós”) cuando un adulto se lo pide. 4. Se ocupa con objetos de diferentes maneras de acuerdo con las características que tienen: hacer

rodar, mete y saca, etc. 5. Da pasos laterales, sujetándose del barandal del corral. 6. Camina, ayudado por un adulto.

A los diez meses:

1. Imita a los adultos, repitiendo diferente sonido y sílabas. 2. Conoce el nombre de algunos niños, de algunos adultos. 3. Al pedírselo un adulto, encuentra y entrega juguetes que se le piden. 4. Responde al juego “Te voy a alcanzar, te voy a alcanzar”. 5. Jugar con objetos (abrirlos, cerrarlos, golpearlo, etc.) es una actividad constante. 6. Se trepa y baja. 7. Camina sostenido de una andadera.

A los once meses:

1. Pronuncia las primeras palabras que tiene significado (mamá, da si gua-gua, etc.). 2. Realiza actividades ya conocidas cuando se le pide. 3. Domina nuevas actividades como poner una encima de otra, sacas anillos de un palo, etc.

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4. Se pone de pie solo. 5. Camina con poca ayuda.

A los doce meses:

1. Pronuncia entre seis y diez palabras. 2. Camina solo. 3. Bebe solo de una taza.

El presente artículo fue capturado de: NEWMAN Y NEWMAN (1983). Desarrollo del Niño. México. Edit. Limusa. Pp. 106-135.