Desarrollo humano y gobernabilidad : el rol de los...

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VI Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública. Buenos Aires, 5 al 9 de Noviembre de 2001. Panel: Políticas sociales en la Argentina. ¿Pueden convivir Nación y provincias? Desarrollo humano y gobernabilidad : el rol de los municipios Autor: Ana Cafiero El presente artículo contiene algunas consideraciones acerca de la vinculación entre los principios de Desarrollo Humano y gobernabilidad, y las oportunidades de descentralización de las políticas sociales. Estas han sido contrastadas a través de una investigación realizada en la Provincia de Buenos Aires durante el año 2000 por el Programa Argentino de Desarrollo Humano. La sustentabilidad, la seguridad humana y la equidad han sido señaladas como dimensiones primordiales para el Desarrollo Humano. Si se repasan los principales argumentos contenidos en las consideraciones conceptuales de los mismos, podrá observarse que en ellos se ha coincidido en denunciar la insuficiencia de modelos teóricos y prácticas políticas que consagran la supremacía de las preferencias individualmente formadas de las personas, aun por sobre cualquier otro principio considerado valioso por la comunidad. Así, un anhelado equilibrio entre diferentes valores sociales fundamentales es reemplazado por una contradicción insoluble entre ciertos derechos individuales y otros valores, como los de equidad, libertad, sustentabilidad o seguridad. En otros términos, considerar que son naturales ciertas libertades de las que sólo pueden gozar pocas personas –en la perspectiva libertaria–, o bien que las mismas son necesarias para un futuro progreso que luego redundaría en favor de todos –en la utilitarista–, implica postular que las privaciones de millones de bonaerenses son justificables. Hace cinco años, el mexicano Carlos Fuentes diagnosticaba: “algo se está agotando en Latinoamérica: los pretextos para justificar la pobreza”. Un lustro más tarde, puede afirmarse exactamente lo contrario: las excusas son inagotables. Algunas se han reciclado, como la falta de méritos suficientes en quienes demandan asistencia del Estado, los riesgos de un gasto social excesivo para el equilibrio fiscal, o la supuesta eficiencia óptima en la asignación de recursos por parte de un libre mercado ensalzado como panacea; otras han surgido del nuevo contexto internacional, como el insuficiente crecimiento económico, la increíblemente susceptible confianza de los inversores, el advenimiento de una sociedad del conocimiento que margina a millones de personas, o la omnipresencia de la globalización. Este proceso discursivo se refuerza en tanto la respuesta que ciertos ideólogos prefieren dar a las amenazas mencionadas es a través de una visión limitada de los conceptos de gobernabilidad y participación. La gobernabilidad es definida desde las perspectivas individualistas como la reafirmación de los límites al régimen político y el incremento de eficiencia en la gestión pública que permita aumentar la obediencia y la sumisión de los ciudadanos. Consecuentemente con esta visión, la participación es concebida en función de un modelo gerencial de organización de la sociedad civil para reemplazar a la gestión estatal en aquellas funciones que estarían implicando gastos en personal considerados excesivos. El enfoque del Desarrollo Humano, que postula la ampliación de las oportunidades y la formación de las capacidades de las personas y las comunidades, debería servir como superador de las aporías de los planteos mencionados: la gobernabilidad podría definirse más bien como el desarrollo de la capacidad que tiene una comunidad para autogobernarse, en tanto la participación podría concebirse como la ampliación de las oportunidades de todos los integrantes de la comunidad para “formar parte” sustancial de ese proceso de autogobierno. Un fortalecimiento de estos principios supone revalorizar el principio de descentralización de las políticas estatales. En este aspecto, el área de las políticas sociales es especialmente relevante. Si bien no es la única función estatal que debería ser objeto de descentralización, la creciente necesidad de su institucionalización ha

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VI Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública. Buenos Aires, 5 al 9 de Noviembre de 2001.

Panel: Políticas sociales en la Argentina. ¿Pueden convivir Nación y provincias?

Desarrollo humano y gobernabilidad : el rol de los municipios

Autor: Ana Cafiero

El presente artículo contiene algunas consideraciones acerca de la vinculación entre los principios de Desarrollo

Humano y gobernabilidad, y las oportunidades de descentralización de las políticas sociales. Estas han sido

contrastadas a través de una investigación realizada en la Provincia de Buenos Aires durante el año 2000 por el

Programa Argentino de Desarrollo Humano.

La sustentabilidad, la seguridad humana y la equidad han sido señaladas como dimensiones primordiales para el

Desarrollo Humano. Si se repasan los principales argumentos contenidos en las consideraciones conceptuales

de los mismos, podrá observarse que en ellos se ha coincidido en denunciar la insuficiencia de modelos teóricos

y prácticas políticas que consagran la supremacía de las preferencias individualmente formadas de las personas,

aun por sobre cualquier otro principio considerado valioso por la comunidad. Así, un anhelado equilibrio entre

diferentes valores sociales fundamentales es reemplazado por una contradicción insoluble entre ciertos

derechos individuales y otros valores, como los de equidad, libertad, sustentabilidad o seguridad. En otros

términos, considerar que son naturales ciertas libertades de las que sólo pueden gozar pocas personas –en la

perspectiva libertaria–, o bien que las mismas son necesarias para un futuro progreso que luego redundaría en

favor de todos –en la utilitarista–, implica postular que las privaciones de millones de bonaerenses son

justificables. Hace cinco años, el mexicano Carlos Fuentes diagnosticaba: “algo se está agotando en

Latinoamérica: los pretextos para justificar la pobreza”. Un lustro más tarde, puede afirmarse exactamente lo

contrario: las excusas son inagotables. Algunas se han reciclado, como la falta de méritos suficientes en

quienes demandan asistencia del Estado, los riesgos de un gasto social excesivo para el equilibrio fiscal, o la

supuesta eficiencia óptima en la asignación de recursos por parte de un libre mercado ensalzado como

panacea; otras han surgido del nuevo contexto internacional, como el insuficiente crecimiento económico, la

increíblemente susceptible confianza de los inversores, el advenimiento de una sociedad del conocimiento que

margina a millones de personas, o la omnipresencia de la globalización.

Este proceso discursivo se refuerza en tanto la respuesta que ciertos ideólogos prefieren dar a las amenazas

mencionadas es a través de una visión limitada de los conceptos de gobernabilidad y participación. La

gobernabilidad es definida desde las perspectivas individualistas como la reafirmación de los límites al régimen

político y el incremento de eficiencia en la gestión pública que permita aumentar la obediencia y la sumisión de

los ciudadanos. Consecuentemente con esta visión, la participación es concebida en función de un modelo

gerencial de organización de la sociedad civil para reemplazar a la gestión estatal en aquellas funciones que

estarían implicando gastos en personal considerados excesivos.

El enfoque del Desarrollo Humano, que postula la ampliación de las oportunidades y la formación de las

capacidades de las personas y las comunidades, debería servir como superador de las aporías de los planteos

mencionados: la gobernabilidad podría definirse más bien como el desarrollo de la capacidad que tiene una

comunidad para autogobernarse, en tanto la participación podría concebirse como la ampliación de las

oportunidades de todos los integrantes de la comunidad para “formar parte” sustancial de ese proceso de

autogobierno.

Un fortalecimiento de estos principios supone revalorizar el principio de descentralización de las políticas

estatales. En este aspecto, el área de las políticas sociales es especialmente relevante. Si bien no es la única

función estatal que debería ser objeto de descentralización, la creciente necesidad de su institucionalización ha

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provocado la proliferación de superposiciones entre niveles del Estado y hasta al interior de cada nivel, en el

marco de una realidad que se impone a cualquier observador: su insuficiencia crónica para cubrir a quienes las

necesitan. Hay quienes suponen que esta limitación se resolvería simplemente mediante un aumento del

presupuesto asignado a las políticas sociales, y cierto es que es esto es imprescindible. Pero si no se modifica el

actual esquema de intervención, resultaría imposible conseguir los recursos necesarios para una cobertura

universal y eficaz sin descuidar otras áreas de la política estatal.

Como ya fuera mencionado en el análisis que se realizó en años anteriores sobre las problemáticas de la

seguridad, la salud o la educación, sería un error pretender destinar más recursos sin cambiar la orientación

fundamental de las políticas. Además de ser insuficiente, esa pretensión permite justificar resultados magros

mediante el latiguillo de la “falta de presupuesto”. Aquí, al igual que en otras cuestiones, se requiere una

redefinición de objetivos, la reasignación de responsabilidades institucionales según niveles de intervención, la

convocatoria a actores tradicionalmente excluidos de ciertas etapas de formulación y ejecución de las políticas,

la integración de estrategias públicas a fin de permitir la potenciación mutua de esfuerzos hoy aislados entre sí,

además de un necesario replanteo de la prioridad de las políticas sociales en la asignación de recursos públicos.

Si bien la seguridad había sido concebida desde los inicios de la Organización de las Naciones Unidas como la

libertad respecto al temor y a la necesidad, como dimensión del Desarrollo Humano la Seguridad Humana

implica la posibilidad de las personas y de las comunidades de ampliar sus oportunidades y formar sus

capacidades en forma segura y libre, en la confianza de que las oportunidades de que disponen hoy no

desaparecerán abruptamente mañana.

Al igual que el concepto de libertad, la Seguridad Humana se percibe más fácilmente por su ausencia que por

su presencia: la mayoría de las personas entiende espontáneamente lo que significa la inseguridad. Sin

embargo, un análisis del concepto de Seguridad Humana permite diferenciar al menos dos niveles

fundamentales: la liberación frente a amenazas crónicas como el hambre, la enfermedad o la represión, y la

protección contra alteraciones súbitas y dolorosas de la vida cotidiana, en el hogar, en el trabajo o en ámbitos

públicos. Estas últimas tienen la particularidad de que constituyen –en grados diversos– riesgos contra todas

las personas que integran cada comunidad. Ello lleva a la clásica diferenciación de la Seguridad Humana entre

su concepción como “libertad respecto al peligro” y como “libertad respecto de la necesidad”.

Las amenazas contra la Seguridad Humana provienen tanto de la acción de los seres humanos como de las

fuerzas de la naturaleza, o incluso de una combinación de ambas fuentes, como suelen serlo el deterioro

ambiental o las inundaciones. Sin embargo, la percepción que sobre tales amenazas se genera suele ser

también fuente de privaciones. Por ejemplo, el miedo a ser asaltado o a perder el trabajo suele disuadir a las

personas a realizar ciertas actividades cuya carencia continuada constituye una privación muchas veces más

perjudicial que las amenazas que la originaron. En este sentido, el concepto de Seguridad Humana debe

integrar también una dimensión subjetiva donde se incluyan los padecimientos que proliferan en el marco de

nuevas tendencias culturales.

La mayoría de los diagnósticos acerca de la actual crisis de inseguridad coinciden en un punto: la creciente

ausencia de confianza en el futuro. La crisis espiritual contemporánea se debe en parte a la decadencia de la

creencia –propia de la modernidad– en que el mañana será mejor que hoy, la falta de confianza en el futuro

para mejorar la propia condición o, en una forma más ingenua, la crisis de la “creencia de que existen

mecanismos para controlar el devenir de una sociedad desarrollada, dominar sus turbulencias y conducirla hacia

formas de equilibrio más armónicas”. Como afirma Robert Castel, esta nueva concepción escéptica de la historia

es indisociable de una desvalorización del papel del Estado como conductor de estrategias que obliguen a los

restantes actores a aceptar objetivos comunes y cumplir con los compromisos asumidos.

La tendencia aparentemente lineal hacia un mayor individualismo, especialmente en los últimos lustros, dio

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origen a la rápida difusión –si bien a diferente velocidad en las diversas comunidades– de una cultura que

amenaza con consolidarse como una nueva etapa en la historia: el narcisismo. El afán de progreso individual

comienza a procurar una situación de igualación más espiritual que material que impide el surgimiento de

cualquier autoridad moral o política, donde todo proyecto político es degradado, denunciado de hipócrita o

interesado. La desestructuración de los mecanismos públicos globales de protección social –en parte debido a

la crisis económica y en parte por el resurgimiento de una ideología fundada en la desigualdad–, si bien otorga

mayor potencia a la iniciativa individual de la persona, a la vez la deja sola contra el mundo. Mientras el individuo

narcisista se ve liberado de una carga moral que consideraba poco razonable, observa cómo caen sobre sus

hombros cada día más responsabilidades. Si hoy los éxitos son consecuencia exclusiva de un mérito propio –y

ello legitima el no tener que compartir sus frutos–, los fracasos lo son de una culpa también exclusivamente

personal –y entonces se justificaría la denegación de colaborar resignando privilegios adquiridos para solucionar

la situación de los excluidos. La responsabilidad autónoma por el propio porvenir viene inextricablemente

acompañada de la soledad para afrontar los fracasos.

La institución social que continúa sirviendo de principal sostén para evitar el vacío social es la familia, punto de

apoyo y referencia que aún otorga sentido y certidumbre a la vida de las personas, que brinda significado de

trascendencia y sirve de conexión de la persona con la historia de su comunidad.

La desresponsabilización del Estado y de los partidos políticos, la intención de reducir la problemática de la

desigualdad y de la exclusión social a una mera “buena voluntad” –o, peor, a la compasión– de personalidades

políticas que se asumen solamente como buenos administradores, la desaparición de proyectos de

transformación estructural de la sociedad, provocan el surgimiento de nuevas formas de mistificación: sectas,

bandas callejeras, fanáticos de grupos musicales, barras bravas, son simplemente algunas de las salidas que la

inconstante pasión narcisista encuentra al nihilismo denominado “posmoderno”.

El individuo narcisista, desestabilizado y rodeado de un mundo que ha perdido sentido, amplifica todos los

riesgos que lo rodean. Ya no tiene el pasado como punto de referencia ni el futuro como meta que oriente su

acción social. Incertidumbre y violencia son las consecuencias más visibles de esta crisis. Por un lado, el

escepticismo y la sospecha en las instituciones sociales llevan a una situación de incertidumbre que busca

refugio en la intimidad de la familia o en el aislamiento de la propia personalidad. Por el otro, la ausencia de

futuro y la creciente creencia en que las privaciones son producto de la injusticia de unos pocos, provocan

violencia y adicciones, ya no guiadas por un criterio de utilidad sino más bien por alienación. Así, la sociabilidad

retrocede, pues a la violencia y a la incertidumbre se aspira a responder con la autodefensa en espacios

cercados, en tanto la exclusión que ellos producen retroalimenta la espiral de violencia: cuando el crimen

comienza a ser una actividad de muy alto costo personal, se desprofesionaliza, desciende la edad de quienes

delinquen por falta de conciencia de los riesgos que se corren.

Esos jóvenes se endurecen, se autoafirman interviniendo en el mundo de los adultos en el supuesto plano de

igualdad que permite la violencia. Acusan a los dirigentes políticos y sociales de no poder comprender las

privaciones que sufren porque no comparten sus condiciones materiales, o porque pudieron aprovechar

oportunidades que en la actualidad parecen haber desaparecido. Si ha perdido prestigio la imputación de

injusticia contra la estructura de desigualdad que genera el capitalismo incontrolado, entonces la culpa la

tienen personalmente todos y cada uno de los supuestos responsables, ya no por una acción o una

potencialidad económica considerada reprochable, sino meramente por encontrarse del otro lado del muro. En

esta lógica de violencia y desprecio, la imagen actual del “burgués maldito” no se justifica ya en el hecho de

que éste tenga en sus manos un poder económico que le permitiría explotar impunemente a los trabajadores,

sino más bien en la ignominia de que disfrute públicamente de privilegios que hacen más insufrible la condición

de los excluidos. Si la violencia social de las décadas pasadas procuraba legitimarse en su utilidad, la violencia

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personal que hoy predomina se deriva de una diagnóstico ingenuo e impreciso, inocuo para las estructuras de

desigualdad: la imputación personal a quienes disfrutan de ciertos privilegios materiales de provocar la falta de

futuro.

Por otro lado, los argumentos teóricos centrados exclusivamente en la promoción del crecimiento económico

–o en la remoción de los obstáculos que lo frenan– como principal y hasta exclusivo agente de bienestar de la

comunidad suelen dejar de lado la relevancia de la sustentabilidad del Desarrollo Humano. Desde el punto de

vista de la sustentabilidad, es incorrecto considerar únicamente los objetivos públicos que pueden justificarse

por razones económicas de corto plazo. Las principales restricciones a estos enfoques se basan en los riesgos

que implican los recursos energéticos y materiales agotables o lentamente renovables y en la generación de

degradación ambiental cuando sus efectos son de larga duración.

La sustentabilidad ambiental sólo podrá tener plena vigencia para todas las personas en la medida en que sea

considerada como un objetivo superior de las políticas públicas, no postergable por conveniencias económicas

o políticas inmediatas. Si bien es innegable la utilidad de ciertos instrumentos económicos de preservación

ambiental, son insuficientes los planteos exclusivamente económicos debido a que es imposible evitar la

arbitrariedad de cualquier evaluación de las externalidades ambientales. En definitiva, la sustentabilidad

ambiental solamente puede considerarse en términos sociopolíticos. Sin embargo, el problema de la

sustentabilidad ambiental carece de un punto de vista político unívoco. El mero discurso es incapaz de superar

las contradicciones entre racionalidades sustantivas opuestas.

La asignación de beneficios y responsabilidades en todo modelo de desarrollo está fuertemente condicionada

por la distribución preexistente de recursos y por las valoraciones predominantes al momento de formularse tal

modelo. La explicación sistémica sería insuficiente, por cuanto no permitiría emitir juicios de valor sobre cuáles

de las distribuciones de recursos posibles son deseables. Por ejemplo, si se deseara establecer derechos

ambientales a través de una internalización fundada en precios “sombra” –es decir, en función del estudio de

una potencial demanda de tales derechos si estuvieran efectivamente en oferta–, su asignación estaría

fuertemente condicionada por la actual distribución de derechos de propiedad e ingresos. Esto sólo se evitaría

si existiera un conjunto hegemónico de teorías o creencias que indicaran que una asignación más equitativa

constituye un imperativo categórico.

Este último aspecto es destacable, ya que los enfoques más pesimistas respecto a la sustentabilidad del

Desarrollo Humano pronostican el inexorable triunfo de los intereses particulares –por ejemplo, la tendencia de

los propietarios de los recursos naturales a sobreexplotarlos– sobre los derechos de incidencia colectiva,

también denominados por la doctrina jurídica “derechos difusos” o “intereses difusos”. Una postura más realista

deberá comprender la presión de los intereses particulares sobre la sustentabilidad ambiental, pero a la vez

tendrá que reconocer la vital trascendencia que tienen las ideas en las normas de acción de una comunidad.

La principal fortaleza de los proyectos centrados en la sustentabilidad es la confianza en que el futuro

demostrará que sus supuestos son correctos. Con esa convicción lograrán ampliar la difusión de sus proyectos

y a la vez incorporar a ellos crecientes porciones de la comunidad. Pero eso no se logrará a través de planteos

apocalípticos en materia ambiental, es decir, por medio de los llamados a reflexionar ante el peligro inminente

de un desastre ecológico, pues las distorsiones en la consideración del riesgo impiden que tales llamados

tengan un efecto perdurable.

Sólo podrá producirse una profunda reforma en la medida en que se modifique la concepción del régimen

político imperante en la actualidad. En la medida en que se siga justificando exclusivamente por la maximización

del bienestar agregado a través de la formación en privado de preferencias individuales, resultará imposible

llevar adelante políticas públicas que en procura de la sustentabilidad vulneren derechos adquiridos.

La doctrina predominante en las modernas democracias occidentales se funda en el supuesto individualista de

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que los valores relevantes son las preferencias personales de quienes se encuentran en condiciones de votar,

ignorándose los derechos de quienes habitan otras naciones y las oportunidades de las generaciones futuras.

Llevado este principio hasta un punto extremo, las futuras generaciones carecerían de cualquier derecho a

reclamar contra las políticas que afectan sus posibilidades de vida, debido a que se encontraría en contra de la

lógica individualista suponer que tiene derechos una persona que, de continuar la tendencia actual, no llegaría

a nacer. Esta aporía sólo podrá resolverse mediante una revalorización del concepto de comunidad, como una

continuidad histórica que liga el pasado con el futuro.

Por otro lado, de acuerdo a la concepción dominante, las preferencias personales se agregan por un proceso

electoral luego de formarse privadamente, en un ámbito de “libertad negativa” en el que tales preferencias no

se justifican en pública discusión. Esta visión se opone a la de un régimen ideal en el que los valores aceptables

sólo podrían ser impersonales, fundados no en intereses privados sino en principios públicamente justificables;

esto es, en el doble sentido del término “público”: lo que interesa al conjunto y lo que es conocido por todos.

Si, de acuerdo a la actual ideología individualista, “las preferencias no se discuten”, la política o la economía

consistirían simplemente en la posibilidad de compatibilizar intereses idealmente autónomos, sin necesidad de

apelar a argumentos fundados en intereses comunes, tales como la sustentabilidad ambiental o el acceso de

una comunidad al trabajo productivo: se trataría del triunfo del viejo anhelo liberal de “la política mocha”.

El dilema entre el respeto irrestricto de las preferencias individuales –que podría llevar a catástrofes

ambientales– o el establecimiento de una dictadura tecnocrática –que supuestamente permitiría resguardar a

la humanidad de su destrucción a costa de la vulneración de la libertad política– podría ser superado mediante

la recreación de un ideal democrático donde la universalidad de la razón se imponga al dilema de los intereses,

donde la autonomía personal sea entendida como elección públicamente razonada de principios y no como la

formación privada y arbitraria de deseos, donde la potenciación de la acción política promueva la participación.

Precisamente la participación en la cuestión ambiental es fundamental para el logro de un Desarrollo Humano

Sustentable, debido a que la insuficiencia de la información y la inestabilidad de las valoraciones en la materia

hacen insuficiente cualquier procedimiento de evaluación centralizada. No podrán ser suficientes las encuestas,

ni el voto, ni la asignación de precios a la contaminación o a la degradación de recursos naturales, pues con

estos métodos de relevamiento de voluntades sólo se constituyen grupos ocasionales que no se conocen

entre sí y no confrontan experiencias y percepciones, que no pueden cooperar para elaborar ideas o

valoraciones fundadas en el bien común.

Pero si bien la ampliación de la participación constituye un aspecto crucial para el logro de un Desarrollo

Humano Sustentable, sólo la elevación de la sustentabilidad ambiental y del derecho al trabajo como objetivos

no negociables, de forma similar a la consideración actual de los derechos humanos, permitirá su efectiva

protección. Los instrumentos económicos podrán servir coyunturalmente para promoverlos sin requerir de

costosas penalizaciones. Pero sólo podrá garantizarse su plena vigencia para todas las personas en la medida en

que sean considerados objetivos superiores de las políticas públicas, no postergables por conveniencias

económicas o políticas inmediatas.

Es decir, la consolidación de un régimen político que sublima el principio de la supremacía de las preferencias

individuales conforma un dilema insoluble que deviene en una amenaza a la sustentabilidad del Desarrollo

Humano; además, la tendencia cultural predominante hacia el narcisismo difunde una percepción de

incertidumbre que, generalizada, constituye un menoscabo para la Seguridad Humana. Ahora bien, el

diagnóstico sobre el malestar y la crítica sobre la perversión de la estructura social actual no pueden estar

completos sin la caracterización de una tercera amenaza fundamental para el Desarrollo Humano: el explosivo

incremento de la desigualdad socioeconómica. También en este caso, el encumbramiento de una ideología

que afirma la preservación de ciertos derechos individuales por sobre cualquier otro valor social, permite la

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generalización de una amenaza para el Desarrollo Humano de millones de personas que se encuentran privadas

de sus necesidades básicas en un contexto nacional y local de crecimiento inédito de la riqueza.

Al igual que en los principios analizados en los apartados precedentes, en el caso del crecimiento de la

desigualdad, las oportunidades de la comunidad de gobernarse en forma autónoma se ven limitadas

fuertemente por la proliferación de una amenaza global. También aquí, la participación comunitaria podrá servir

como principio motor de un cambio de estructuras que permita incluir dimensiones hoy minusvaloradas: la

sustentabilidad, la Seguridad Humana y la equidad.

El crecimiento de la desigualdad es un fenómeno que se registra en muchas naciones, pero ello no habilita a

considerarlo como algo inevitable, como una fatalidad a la cual todas las comunidades deban acostumbrarse. La

equidad no solamente es un bien público deseable para toda comunidad, sino que además produce otros

bienes públicos esenciales difícilmente alcanzables en su ausencia, tales como el contribuir a la paz social, a la

integración armónica de las familias, a la conciencia cívica y a la capacidad de concertación social.

El Premio Nobel Amartya Sen demostró que el crecimiento económico no produce por sí efectos mecánicos

sobre la salud y la educación de las comunidades. Si se origina en forma conjunta con un aumento de la

desigualdad, puede incluso producir el efecto contrario. La percepción de un crecimiento de la injusticia social

desincentiva la asistencia a establecimientos educativos y destruye el clima de confianza social que permite

aumentar la esperanza de vida al nacer, como se demuestra en recientes investigaciones realizadas por centros

de investigación en los países con más alto Desarrollo Humano.

La equidad es un principio estrechamente vinculado con el de Seguridad Humana. Los riesgos y amenazas que

las personas viven cotidianamente se incrementan ante situaciones de iniquidad. El problema de la desigualdad

alcanza su manifestación más extrema en el campo de la seguridad, pues hace referencia a una injusta

distribución del derecho a la vida: la enfermedad, la violencia, la insuficiente alimentación, son fenómenos que

se sufren en forma diferente según la situación socioeconómica de cada persona. Si se nace en un hogar

pobre, es mayor la probabilidad de enfermarse, de morir más joven, de sufrir violencia, de recibir una

educación insuficiente o un salario inferior, de estar desocupado o subocupado durante largos períodos.

La iniquidad en la satisfacción de necesidades básicas, en el acceso a los servicios públicos, en las

oportunidades laborales o educativas, en el ingreso, en la alimentación, en el trato recibido por parte de las

instituciones públicas y privadas, constituyen importantes obstáculos para el despliegue de las oportunidades

vitales de las personas y las comunidades en un marco de certeza y confianza.

El principio de equidad sirve como marco analítico para la formulación de tres dimensiones fundamentales del

concepto de Seguridad Humana: socioeconómica, ambiental y pública. La iniquidad socioeconómica implica

inseguridad para las personas, en tanto obstaculiza el acceso a un trabajo estable y dignamente remunerado, a

un ingreso asegurado ante la vejez o la incapacidad, al crédito, a la capacitación laboral, o a la competencia

económica en condiciones legítimas.

La polarización en la distribución de ingresos y bienes provoca asimismo inseguridad respecto al entorno

ambiental: no solamente genera límites para el acceso a los servicios sociales, sino también promueve el

consumo desmedido de los recursos naturales no renovables y la emisión descontrolada de productos

contaminantes. Además, suele ser causa de la profusión de las adicciones ante la carencia de percepción de

futuro. Por otro lado, muchos accidentes son causados por la presión que sufren las personas de bajos

ingresos a someterse a condiciones laborales riesgosas o indignas.

También la concentración económica es causa del incremento de la violencia, tanto social como familiar, de la

marginación social, del desencanto y de la apatía política y social.

A la vez, la inseguridad es causa de iniquidades. La inseguridad socioeconómica provoca un aumento en la

polarización de bienes e ingresos, generalmente a través de incrementos en los costos de acceso causados

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por mayores riesgos y amenazas. La inestabilidad laboral es causa de reducción de los salarios. Un ambiente

inseguro suele provocar inconvenientes de salud, que generan además un deterioro en las oportunidades

económicas de quienes los sufren. La violencia social es sufrida en mayor medida por las personas de menores

ingresos, quienes además deben tomar frecuentemente precauciones que son demasiado onerosas para sus

posibilidades. La marginación social es también una de las principales causas de la heterogeneidad económica.

La participación en instituciones del Estado y de la comunidad, basada principalmente en la conciencia de la

efectividad de la propia acción para el logro de objetivos valorativamente fundados, es un recurso idóneo para

enfrentar situaciones de pobreza y precariedad ocupacional.

Por otra parte, iniquidad y seguridad se vinculan no solamente desde el punto de vista individual, sino que

también son dimensiones estrechamente asociadas desde un enfoque comunitario. Las condiciones de

igualdad de oportunidades y de recursos constituyen una garantía para la Seguridad Humana. Violencia,

desempleo y enfermedad, si bien son fenómenos generalizados a escala mundial, representan consecuencias

naturales aunque evitables del incremento de la desigualdad.

La tensión entre los principios de Seguridad Humana, equidad y sustentabilidad no puede ser resuelta por

medio de un criterio meramente interindividual de asignación de preferencias personales, sino a través de una

evaluación valorativa de su relación a la luz de una consideración de la comunidad en su conjunto,

considerando a la vez la diversidad de las valoraciones de todos los grupos sociales y la visión que liga su

composición actual como una continuidad del pasado con una proyección sobre un futuro común. Así, la

perspectiva individualista a ultranza obstaculiza la consecución de tales objetivos, en tanto procura equilibrar

preferencias generadas en forma atomizada en base al supuesto de que pueden ser compensadas. Solamente

el acuerdo acerca de cuál orden social puede ser considerado válido para el conjunto de la comunidad

permitirá superar tales tensiones.

Acerca del concepto de gobernabilidad

Hace un cuarto de siglo se inició una serie de trabajos teóricos acerca de la gobernabilidad, concebida

originariamente como la remoción de aquellos límites que impiden cumplir sus objetivos a las instituciones

públicas. Sin embargo, el problema contenido en tal concepto no es absolutamente original en la reflexión

teórica sobre la política: el debate sobre las formas de gobierno, sobre la eficacia de la acción estatal, sobre la

naturaleza de los recursos que permiten el establecimiento de sistemas de dominación de algunos grupos

sobre el resto de la comunidad, sobre las relaciones entre el poder político y el poder social y económico,

sobre la legitimidad de las instituciones públicas, se ha venido desarrollando durante siglos, atravesando las más

diversas perspectivas ideológicas. En buena medida, los primeros análisis –entre los cuales se pueden incluir los

de Ralf Dahrendorf, Norberto Bobbio o Mancur Olson– hacían referencia casi exclusiva a la sobreexigencia

propia de los regímenes democráticos. Estos estudios reflotaron el postulado de Alexis de Tocqueville que, ya

a mediados del siglo XIX, analizaba el malestar de las sociedades más igualitarias provocado por la percepción

negativa de condiciones de vida juzgadas por ideales públicos muy exigentes.

Las posturas más tradicionalmente conservadoras en la actualidad hacen hincapié en el exceso de funciones

que el Estado de Bienestar había asumido y que aún no se han desmantelado por completo: para ellos, la

gobernabilidad es un problema de supresión de actividades gubernamentales negativas para el libre

funcionamiento del mercado. Algunos autores, entre ellos Samuel Huntington, llegan a prescribir una

impermeabilización de “las instituciones públicas frente a las demandas sociales inconvenientes para el

mercado”, aceptando incluso el riesgo de “introducción de elementos de autoritarismo”.

Una postura similar adoptan los neoconservadores que centran su crítica no en el mercado sino en el poder

estatal. Nozick y Hayek son los más reconocidos partidarios del “Estado mínimo”, abiertamente hostiles a la

redistribución de la riqueza mediante políticas fiscales, consideradas por ellos formas sospechosas de

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totalitarismo. En esta concepción, la gobernabilidad se refuerza en la medida en que el Estado solamente

asume la función de garantizar la seguridad pública y la eficacia de los contratos.

También los “liberales” democráticos, partidarios de cierto reformismo social, ponen el énfasis en el riesgo de

que “la pasión por la igualdad” –que mencionaba Tocqueville– genere una sobrecarga en las instituciones

estatales que podría transformarse en una amenaza para la libertad política y económica. Desde esta

perspectiva, la gobernabilidad consiste en restringir la esfera de la política hasta el límite del mercado, a fin de

permitir la reconstrucción de su autonomía.

También desde posturas más reformistas existieron trabajos pioneros en la temática: Macpherson y Habermas

afirmaron en la década de 1970 que la crisis de legitimidad del Estado de Bienestar implicaría la crisis de un

modelo político de preservación de la desigualdad en el marco de la dominación económica de un grupo

privilegiado. Esta crisis permitiría la potencial recurrencia a soluciones autoritarias. Más recientemente, Claus

Offe analiza la difusión de valores individualistas que obstaculizan la solidaridad entre los dominados.

Por último, especialmente desde los organismos internacionales se subrayan las amenazas a la gobernabilidad

que se generan en el ámbito internacional, en el marco de una proliferación de nuevos escenarios financieros,

comerciales, políticos y ambientales.

Estas concepciones se relacionan estrechamente con las diferentes “visiones de la pobreza en América Latina”

analizadas en un reciente trabajo del Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas (CIEPP). Son

vinculaciones que explican en buena medida las diferentes concepciones relativas al papel de las políticas

sociales en la promoción de la gobernabilidad. La visión “modernista–tecnocrática” concibe a la pobreza como

producto de una enfermedad que debe ser erradicada para que no infecte al “cuerpo social sano”; las

soluciones suelen encontrarse en propuestas de crecimiento económico que permitan revalorizar las riquezas

que los pobres poseen y que actualmente no son valorizadas. La visión “asistencial–represiva” ve a la pobreza

como un peligro social y político que debe mitigarse mediante “la asistencia, la reeducación y la represión”. La

visión “caritativa” considera moralmente inaceptable a la pobreza, y reclama solidaridad hacia los afectados

expresada mediante una ética personal entre el donante y el receptor, ejercida predominantemente a través

de organizaciones no gubernamentales.

Pese a sus diferencias, estas perspectivas teóricas comparten una concepción común sobre la gobernabilidad:

la delimitación de un espacio para la actividad de las instituciones estatales definido por la legitimidad que se les

otorga, en el cual la voluntad política del grupo gobernante consigue objetivos por medio de la obtención de

obediencia cívica. Así, los estudios sobre gobernabilidad democrática han tratado sobre los dilemas entre

legitimidad y eficacia, la sobrecarga de presiones y demandas al gobierno, las tendencias corporativas en el

mercado y la sociedad civil, los cambios tecnológicos y las nuevas amenazas demográficas, ambientales o

sociales.

También estas perspectivas suelen hacer referencia a una tensión crónica entre participación y gobernabilidad,

en tanto un “exceso” de demandas al gobierno o al conjunto del régimen político podría conllevar una crisis de

legitimidad o de eficacia. Sin embargo, la demanda dirigida a los gobernantes refleja también un

reconocimiento de la legitimidad de su función, aunque sea crítica respecto a sus orientaciones o a su

capacidad de actuar eficazmente. Las demandas al régimen político podrían ser excesivas para los recursos

disponibles en el corto plazo y hasta inconsistentes, pero aun reclamos de esta naturaleza configuran la

oportunidad de afirmar una esfera de legitimidad de la acción política. Por el contrario, la apatía política

constituye una amenaza potencial hacia el régimen democrático, en tanto no necesariamente implica

consenso pasivo: puede ser reflejo de una indiferencia no sólo hacia las políticas de gobierno sino también

hacia el conjunto del régimen político, o bien de la exclusión de la legitimidad de la acción gubernamental en

algunas áreas de interés público.

9

Desde el enfoque del Desarrollo Humano, el concepto de gobernabilidad debe ser visto como el

fortalecimiento de la capacidad de todos los integrantes de una comunidad para gobernarse, controlando

eficazmente tanto las amenazas que provienen de sus propias contradicciones como del contexto regional e

internacional. Superando la visión administrativista que centra el concepto simplemente en el cumplimiento de

procedimientos para el logro de objetivos formulados a través de normas sustantivas, la gobernabilidad también

implica el desarrollo de la capacidad de las instituciones públicas y comunitarias para formular y ejecutar

proyectos políticos transformadores. En este sentido, no solamente implica el cumplimiento de los objetivos a

priori asignados al régimen político, sino también la incorporación de innovaciones que permitan adaptar las

esferas de intervención pública a los desafíos que genera una realidad cambiante. En definitiva, la legitimidad

de la intervención estatal debe establecerse mediante un debate público en el cual todos los integrantes de la

comunidad puedan participar eficazmente. La gobernabilidad no es solamente un asunto de legitimidad, sino

también de eficacia, entendida ésta como la idoneidad para lograr objetivos para los cuales la legitimidad fue

atribuida. Esto no significa vulnerar esferas restringidas al acceso de los poderes públicos, sino más bien

promover la generación de proyectos innovadores que constituyan verdaderas herramientas de transformación

para la integración de sectores excluidos de diferentes esferas de la comunidad.

Sistematizando este enfoque, el concepto de gobernabilidad puede diferenciarse en tres niveles que

mutuamente interactúan reforzándose:

? existencia de recursos (económicos, sociales, técnicos, políticos) suficientes como para transformar la

realidad en función de proyectos colectivamente debatidos y formulados,

? atribución de legitimidad popular a las instituciones públicas y comunitarias y a sus esferas de intervención,

? capacidad de gestión en tales instituciones para utilizar los recursos disponibles en la transformación de la

realidad en función de las esferas de legitimidad atribuidas.

Ninguno de los tres niveles constituye una realidad inmodificable, en tanto pueden ser afectados –

conjuntamente o por separado– por proyectos y prácticas deliberadas o inintencionadas de los actores. A los

fines de este trabajo, se ha ensayado una clasificación de dimensiones e indicadores de la capacidad de

gestión de cualquier institución estatal, diseñada en función de las problemáticas prioritarias en la Provincia de

Buenos Aires. La misma permitirá demostrar la interrelación entre los niveles mencionados:

1. capacidad institucional: disposición de recursos pasibles de ser destinados en forma relativamente

autónoma, con la menor cantidad de restricciones debidas a la existencia de normas superiores o a la

institución que los brinda; en este nivel, se pueden ejemplificar los siguientes indicadores:

? atribuciones legales: grado de autonomía;

? funciones originarias y delegadas de gobierno;

? disposición de recursos económicos libremente disponibles;

? insumos, equipamiento y tecnología disponibles;

2. capacidad de organización: administración, distribución y coordinación de recursos para el logro de los

objetivos fijados, y adaptación de los mismos a los cambios producidos en el entorno:

? estructura administrativa;

? composición del gasto;

? formas de formulación, ejecución y evaluación de políticas públicas;

? articulación entre liderazgos políticos, técnicos y comunitarios;

? coordinación entre grupos de diferentes niveles socioeconómicos, ideologías o de colectividades;

3. capacidad de convocatoria: incorporación de organizaciones comunitarias en el diagnóstico, formulación,

ejecución, evaluación y control de políticas públicas:

? canales de participación comunitaria;

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? difusión de las políticas públicas;

? promoción de la identidad comunitaria;

4. capacidad de cooperación: reproducción de relaciones de cooperación con otras instituciones públicas,

privadas o comunitarias de similar o de diferente nivel:

? cooperación con organizaciones comunitarias;

? cooperación con otras instituciones públicas;

? cooperación con organismos internacionales o académicos;

5. capacidad del personal: existencia de personal idóneo, comprometido con los proyectos que la

institución adopta y con los cambios en los procedimientos que se implementan para realizarlos:

? cantidad de personas afectadas a la institución;

? grado de dedicación y eficiencia de las mismas;

? perfiles profesionales y entrenamiento específico para la función que deben cumplir en cada

instancia;

6. capacidad de gestión de información: producción y acceso a información pertinente, actualizada y

suficientemente desagregada para la formulación y evaluación de políticas públicas:

? información sobre beneficiarios actuales y demandantes potenciales de las políticas públicas;

? información sobre recursos disponibles para ser administrados por la institución;

? conocimientos y aplicación de técnicas de evaluación de políticas públicas.

Descentralización y políticas sociales

El contexto signado por nuevas amenazas a la sustentabilidad del Desarrollo Humano, por el crecimiento de

una tendencia cultural que provoca una incertidumbre existencial sobre el futuro y por el explosivo aumento

de la desigualdad, obligan a reconsiderar la importancia de la gestión local ante la emergencia de desafíos que

trascienden su papel tradicional, a fin de promover las oportunidades de desarrollo de la gobernabilidad y la

participación comunitaria. Ya no se trata únicamente de nuevas funciones de gobierno, también debe

considerarse la necesidad de recrear una identidad y la conciencia de un futuro común que reduzca la

incertidumbre.

Las contradicciones descriptas en el capítulo anterior convocan a realizar un esfuerzo de adaptación de las

relaciones entre las instituciones gubernamentales: el mundo ha cambiado profundamente desde que se

crearon las actuales instituciones municipales y se fijaron sus funciones y procedimientos. Ya el Estado nacional

ha debido readaptarse para reencontrar su rol en un mundo profundamente transformado; los estados locales

aún deben hacerlo, incrementando su capacidad para gobernarse y promoviendo formas de participación que

permitan un proceso de descentralización de polít icas públicas más acordes a las nuevas realidades. Este

proceso no servirá para modificar radicalmente el contexto internacional mencionado, pero –en tanto los

estados nacionales procuran una solución al mismo– sí será un instrumento que ayude a responderle con una

comunidad más integrada, más sustentable y más confiada sobre su destino común.

Especialmente en el área de las políticas sociales, el nuevo papel del Estado municipal solamente podrá

cumplirse en la medida en que se fortalezcan los procesos de descentralización. Para lograr objetivos de

Desarrollo Humano no solamente hace falta más presupuesto, sino que es mucho más importante modificar las

prioridades en las diferentes áreas de las políticas públicas. Evidentemente, buena parte de los objetivos de los

programas sociales no podrán lograrse sin aumentar el presupuesto a ellos destinado. Pero además, se

requiere una muy importante transformación en las políticas públicas, asignando prioridades y responsabilidades

acordes a las potencialidades y debilidades de los diferentes actores públicos y comunitarios. Con la actual

estructura de gasto en políticas sociales, no solamente se está lejos de una cobertura universal de los

beneficiarios potenciales, sino que la amplia mayoría de los actuales beneficiarios distan mucho de ver

11

satisfechas sus necesidades básicas. En buena medida, las necesarias transformaciones en la metodología de las

políticas sociales se verán fortalecidas con un nuevo impulso a los procesos de descentralización que se han

revitalizado a principios del año 2000 en la Provincia de Buenos Aires.

Correctamente planificada, una descentralización de las políticas sociales hacia los municipios podrá incrementar

las oportunidades de participación y gobernabilidad. Para ello, se requiere no sólo que el Estado Provincial

transfiera funciones y recursos, sino también que fortalezca la capacidad de los municipios y de las

organizaciones comunitarias para cooperar en el diagnóstico, la planificación, el diseño, la ejecución, la

evaluación y el control de las políticas públicas que se descentralicen. Además, también es necesario

profundizar aún más la ya difundida legitimidad de los estados locales para la ejecución de este tipo de

políticas, otorgando especial énfasis a las debilidades que aquí se describen.

La descentralización significa que el gobierno central transfiere funciones y recursos a otras instituciones o a los

gobiernos locales para que, de acuerdo a las necesidades específicas de cada distrito, formulen sus propios

proyectos de desarrollo, los ejecuten y los evalúen.

El concepto de descentralización hace referencia a un proceso por el cual se otorgan mayores funciones de

gobierno a una institución estatal local con algunas de las siguientes características:

? cuenta con autoridades ejecutivas y deliberantes representativas elegidas por voto directo y universal;

? tiene como objetivo el bien común en todas las áreas de acción de gobierno no reservadas a otros niveles

estatales; es decir, no tiene una especialización funcional;

? está dotada de autonomía en el ejercicio de sus competencias, lo cual supone poder tomar decisiones sin

otros condicionamientos que el cumplimiento de formalidades legales;

? la autonomía no solamente incluye las decisiones políticas, sino que también remite a una faz económica,

en la medida en que los recursos de que dispone están relativamente fuera del control de otros niveles

superiores de poder estatal;

? tiene capacidad de coacción para poder ejecutar sus decisiones, aspecto especialmente relevante para la

imposición de tributos;

? tiene la posibilidad de cooperar con otras instituciones públicas o comunitarias y de convocar a la

participación popular en diferentes aspectos de la gestión.

Como puede verse, el proceso de descentralización involucra tanto cuestiones jurídicas, como políticas,

económicas y sociales. Incluso es preciso remarcar que en algunos países europeos, la descentralización fue

acompañada de un reagrupamiento de unidades político–territoriales, en el marco de un proceso que se

denominó de “regionalización”: los prototipos son Gran Bretaña, que a principios de la década de 1970 redujo

en un cuarto sus entidades políticas locales, y la ex–Alemania Federal que entre 1965 y 1974 redujo de

24.000 a 3.500 unidades básicas de administración local: ciudades, municipios y comunidades administrativas.

Tradicionalmente, la defensa de la descentralización había sido enarbolada por perspectivas ideológicas

reaccionarias, contrarias a los procesos de democratización que fueron produciéndose bajo el liderazgo del

centralismo estatal. En una concepción que combinaba los prejuicios aristocráticos y burgueses contra el

aumento de poder del Estado, los privilegios facilitados por las jerarquías comunales y los paternalismos locales

eran preservados por las autonomías municipales. El ala más conservadora del liberalismo, representada en la

teoría clásica –entre otros autores– por Montesquieu y Tocqueville, veía en la división territorial de poderes

una de las principales fuentes de moderación y equilibrio de los procesos de igualación que promovía la

centralización del poder estatal. Esta visión se complementaba con la preservación de una fuerte autonomía

de la sociedad civil por oposición a una esfera estatal cuya expansión constituiría la principal amenaza para la

libertad.

Aun a pesar de estas ideologías, se crea y crece una máquina burocrática cuya formalidad normativa,

12

capacitación profesional y estricta estructura jerárquica, permite la llegada del poder del Estado a un amplio

territorio y a la vez la igualación de los derechos civiles y políticos. En este contexto de ampliación del Estado

Nacional luego surgen los grandes partidos populares que difunden la conciencia política de vastos sectores

sociales. Sin embargo, es el mismo Tocqueville el que observa –en la primera mit ad del Siglo XIX– que la

participación comunitaria en asociaciones civiles y –sobre todo– el funcionamiento de los poderes municipales

constituyen también parte del proceso de democratización del poder político. Es probable que el proceso que

Tocqueville describía se refiriera más bien en una primera etapa a la toma de conciencia política de los sectores

burgueses como contribuyentes privados de los servicios comunales, pero que constituiría luego una amenaza

para éstos, en tanto la centralización podía terminar generando un proceso de igualación social que culminara

en una mayor presión de los sectores populares hacia una distribución de otras fuentes de poder económico y

social. El crecimiento integral de diferentes sectores sociales, en relación a distintas dimensiones de la

conciencia política, ha hecho que tanto los sectores democratizantes como los elitistas acercaran sus

posiciones respecto a la necesidad de descentralizar ciertas funciones de gobierno. Además, la complejización

de las funciones estatales ha tornado indispensable que los gobiernos locales participen en cada vez más

funciones de la gestión estatal –aun cuando frecuentemente ello ocurriera por meros procesos de

desconcentración administrativa. Así, se promovió un mayor acercamiento de los funcionarios municipales a las

cada vez más amplias tareas del Estado, a la vez que se incrementaba el contacto de la comunidad con las

instituciones locales de gobierno. De hecho, en la conciencia de los ciudadanos suele resultar difícil deslindar

responsabilidades entre niveles del Estado, y el Municipal es el que cotidianamente ofrece mayor contacto

visible.

La influencia de la cultura política de los Estados Unidos a partir de la segunda mitad del Siglo XX, que contaba

con un modelo interno de descentralización política –replicado por el sistema constitucional argentino–,

desarticuló la idea predominante en las naciones europeas que concebían que, cuanto más unitario y

centralizado fuera un Estado, más poderoso sería. De todas formas, recién es a fines de la década de 1960 en

que se comienzan a producir fuertes procesos de descentralización estatal, primero en Europa y luego en el

resto del mundo: los ya mencionados casos de Gran Bretaña y Alemania son precedidos por Austria y

Dinamarca a fines de la década de 1960, y seguidos por Suiza, Bélgica y Suecia –en este caso, el proceso se

motivó más en la estrategia de formación de élites administrativas en su independencia respecto a los

funcionarios políticos– en la década de 1970, y por Francia y España en la de 1980. Es notable el hecho de

que los procesos de descentralización se hayan producido tanto en países con gobiernos socialistas –por

ejemplo, en Francia, nación con una fuerte tradición centralista, a principios de la década de 1980– como en

los regidos por partidos conservadores –por ejemplo, Estados Unidos bajo los gobiernos de Reagan y Bush, en

parte como una estrategia para reducir el número de empleados públicos.

En América Latina, la Argentina constituía el ejemplo de estructura constitucional más descentralizada, pero a

partir de 1982 México encaró una política de vigorización de la vida municipal, aunque desde 1988 la

descentralización se orientó más hacia la sociedad civil a partir del Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol),

manteniéndose una muy escasa proporción del presupuesto en los municipios. A mediados de la década de

1980 se sumó Colombia que, mediante el aumento del poder municipal, limitó el poder de las “agencias

descentralizadas” del gobierno central. En parte, tales fenómenos se dieron en respuesta al explosivo

crecimiento de las periferias de las grandes ciudades del mundo, que sobrepasaron los límites jurisdiccionales de

las antiguas divisiones municipales, en algunos casos provenientes de la Edad Media. A la vez, las migraciones

hacia las grandes urbes fueron acompañadas de la virtual desaparición de pequeños municipios rurales.

La Provincia de Buenos Aires también desplegó una serie de iniciativas pioneras en la región. A partir del año

1988, se inició un profundo proceso de descentralización de recursos y funciones hacia los municipios, cuyos

13

principales ejes fueron el aumento proporcional y absoluto de los fondos transferidos a los gobiernos locales, la

transferencia del 98% de los mismos por vías no discrecionales, la descentralización administrativa tributaria –

especialmente del impuesto inmobiliario rural y en ingresos brutos a pequeños y medianos contribuyentes, y

en menor medida del inmobiliario urbano, mejorando sustancialmente la cobrabilidad de los mismos–, la

consolidación de un sistema de información permanente sobre el estado de sus cuentas con la Provincia –que

permitió una mayor equidad y transparencia en las mismas–, la regularización de los aportes de los municipios al

IOMA y al Instituto de Previsión Social, y la operación descentralizada de créditos internacionales para el

fortalecimiento municipal. En todos los casos, se instalaron en tales relaciones mecanismos de premios y

castigos que permitieron la construcción de obras tales como salas materno infantiles, ampliación de hospitales,

viviendas y asilos de ancianos. También se realizaron importantes avances en la descentralización de programas

de vivienda y en políticas de salud y educación, en los cuales se crearon instituciones para la incorporación de

la comunidad en la gestión de las políticas públicas: entre otros, los consejos comunitarios municipales para el

área de tierra y vivienda, los 2.500 consejos de escuela, los consejos municipales de salud y los consejos

administrativos de hospitales públicos. Muchas de las organizaciones comunitarias que surgieron como

consecuencia de estas políticas hoy son pilares del desarrollo de la participación ciudadana. Con el inicio del año

2000, recomenzó la tendencia a la descentralización de funciones de gobierno, especialmente en el área de

las políticas sociales: el traspaso de la compra de alimentos y la formulación y ejecución del Programa de

Desarrollo Local (PRODEL) constituyen dos muestras cabales de la actual revalorización de una de las mejores

tradiciones políticas: la transferencia de instrumentos de poder para el pueblo.

Por otro lado, a partir de la década de 1980 en Europa –y de 1990 en la Argentina–, comienzan a proliferar

procesos de descentralización al interior de los grandes municipios, en muchos casos acompañados de sistemas

de planificación estratégica participativa. En Italia, Turín, Florencia, Milán y Bolonia son los casos pioneros, en

Alemania, se destacan los de Colonia, Stuttgart y Berlín, en Suiza, Zürich, en Holanda, Rotterdam, en Gran

Bretaña, Londres, y en España, Barcelona. En América Latina, se destacan los casos de Bogotá (Colombia) y

Córdoba (Argentina). Recientemente, numerosos municipios adhirieron a este proceso, entre los cuales

sobresale la iniciativa de La Plata.

26 razones para descentralizar las políticas sociales

La descentralización es un proyecto que no se basa únicamente en argumentos filosóficos o doctrinarios. Hay

también para apoyarlo razones prácticas. Día a día miles de funcionarios estatales constatan la persistencia de

obstáculos al Desarrollo Humano y las oportunidades perdidas por los problemas operativos que causan ciertas

funciones centralizadas de gobierno.

La opinión sobre las ventajas de la descentralización en otras áreas de gobierno es mucho menos coincidente

que en la de las políticas sociales: por ejemplo, existen diferencias acerca de la conveniencia o de la viabilidad

de descentralizar las políticas de seguridad o de educación media o superior. Pero en políticas sociales, en

buena parte por las razones que aquí se describen, existe prácticamente unanimidad sobre la urgencia de

establecer políticas descentralizadas. Las mismas no solamente deben involucrar a los programas del Gobierno

Provincial, sino también y fundamentalmente a los del Nacional, pues es allí donde se producen las principales

ineficiencias. La actual estructura de gasto se distribuye entre un 53% que corresponde al Estado Nacional, un

39% a los provinciales y sólo un 8% a los municipales.

Tras la consulta realizada a más de 100 informantes calificados en la materia, puede afirmarse en forma

concluyente, y prácticamente sin distinciones por origen partidario o nivel estatal, que existen notorias

coincidencias acerca de que la descentralización de las políticas sociales se hace necesaria, entre otras, por las

siguientes razones:

? el aumento de funciones de los organismos estatales y comunitarios locales, en la medida en que vaya

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acompañado de la transferencia de los recursos necesarios, es un incentivo fundamental para la formación

de capacidades técnicas y de coordinación para la gestión local de políticas sociales; además, la

conformación de un gabinete social con funciones ampliadas permite fomentar la cooperación entre las

diferentes áreas de la gestión municipal;

? la iniciativa de los ejecutivos municipales para organizar equipos que generen políticas sociales innovadoras –

y que permitan superar el asistencialismo convencional– también se vería alentada en la medida en que sus

funciones se vean incrementadas: en todas las organizaciones públicas existen capacidades y recursos

ocultos que cuando son articulados se potencian;

? a la vez, la difusión de tales innovaciones serviría de ejemplo para que otros municipios también puedan

implementar políticas semejantes;

? en algunos casos, aun los equipos técnicos municipales requieren definiciones políticas que aporten

prioridades para la unidad en la gestión, y que los funcionarios municipales de más alto nivel difieren por

limitaciones que provoca la centralización de funciones de gobierno: por ejemplo, por desconocimiento de

algunas normas o parámetros técnicos, o por dificultades para prever la disponibilidad futura de recursos;

? el aumento de funciones municipales sirve también para incrementar la responsabilidad del ejecutivo

municipal, permitiendo reemplazar progresivamente algunas de las sacrificadas actividades que realizan

periódicamente en la Capital Provincial en defensa de recursos y oportunidades para su pueblo: una mayor

delimitación de funciones impedirá que pueda delegar “culpas” en otros niveles estatales por la insuficiencia

de recursos;

? una modificación de la legislación que aumente la autonomía del Estado local facilitaría la capacidad de

cooperación con otros municipios de la región, a fin de establecer proyectos de municipios asociados; así,

se evitarían los comportamientos del tipo del “dilema del prisionero”, en el cual el contacto bilateral de las

autoridades municipales con las provinciales y la falta de conocimiento sobre las estrategias de otros

municipios, con frecuencia los lleva a competir en un juego donde se obtienen resultados muy inferiores a

los que se conseguirían con estrategias de integración;

? un aumento de las oportunidades de cooperación permite asimismo potenciar la posibilidad de establecer

estrategias que involucren recursos que tradicionalmente no se encuentran bajo el control de los

municipios en forma aislada: entre otros temas, referidas a promoción y regulación del transporte, gestión

de residuos domiciliarios, instalación de establecimientos universitarios y terciarios, contratación de

capacitadores en temas administrativos, comerciales o productivos;

? también se fomentaría la cooperación con municipios de otras regiones con fines comunes o

complementarios, e incluso con otras instituciones que disponen de un importante potencial para colaborar

con el fortalecimiento de la gobernabilidad: entre otros, organismos internacionales, universidades e

institutos de investigación;

? además, si ello va acompañado de un aumento de las responsabilidades de los Concejos Deliberantes,

puede ayudar a la profundización de una mayor conciencia democrática en los cuadros partidarios y en los

ciudadanos, y a la vez en una formación de capacidades políticas de los dirigentes, al ser convocados a la

deliberación y decisión en aspectos crecientemente complejos de gestión pública: de esta forma podrían

insertarse nuevas funciones que ayuden a destrabar o a cambiar el eje de muchos conflictos motivados en

cuestiones nimias o personales;

? también, la descentralización de políticas sociales es un fuerte estímulo para la participación comunitaria, ya

que la eficacia de tales actividades aumenta en la medida en que la institución hacia la cual se dirigen tiene

mayores funciones y responsabilidades: la disminución del empleo convencional ha provocado la necesidad

de recrear espacios de interacción que no podrían surgir solamente mediante la transferencia de dinero o

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alimentos a beneficiarios que pasivamente y en forma aislada los reciben en su hogar;

? a la vez, las oportunidades de control comunitario sobre quienes llevan adelante las políticas sociales se

fortalecen, haciéndose más visibles sus objetivos, prioridades y procedimientos;

? las actuales normas instauradas con el objetivo de fomentar el control de las compras y contrataciones

municipales resultan inadecuadas para la agilidad que se requiere en la gestión de políticas sociales: por

ejemplo, los plazos y condiciones establecidos para las licitaciones frecuentemente obligan a comprar en un

plazo muy corto –“hay que comprar rápido lo necesario para los próximos seis meses porque hay que rendir

en 40 días”– grandes cantidades de productos que requieren el alquiler de enormes depósitos y su

mantenimiento y seguridad, la limitación a ciertos proveedores, las constricciones para conseguir una

razonable variedad en los productos que son adquiridos –especialmente si se trata de alimentos–, o la

aceptación incluso de un porcentaje de productos que se encuentran en mal estado y luego son

desechados por los propios beneficiarios; evidentemente, no es lo mismo licitar la compra de materiales

para la construcción de viviendas u obras públicas que la provisión de alimentos: cuando una obra se inicia,

se puede razonablemente predecir qué materiales e insumos serán necesarios para terminarla;

? el mayor conocimiento que los estados locales tienen sobre la realidad inmediata del municipio también les

permite diseñar y gestionar políticas sociales ágiles y más factibles de ser corregidas mediante su evaluación

permanente, evitando las dificultades que cualquier organismo estatal centralizado padece para formular

políticas destinadas a municipios tan heterogéneos y distanciados como los de la Provincia de Buenos Aires;

? el conocimiento sobre la realidad local no se agota en la mayor vinculación cotidiana con una realidad

socioeconómica heterogénea y dinámica, sino –y muy especialmente– se relaciona con la existencia de

actores locales con intereses, prácticas y cualidades personales peculiares: se trata de componentes

personales cuyo desconocimiento hace frágiles los acuerdos;

? asimismo, con una mayor descentralización podrían resolverse algunos de los problemas provocados por una

heterogeneidad que no solamente está dada por las diferencias socioeconómicas a nivel regional, sino

también por las disparidades del tamaño de los municipios: en tanto algunos que tienen menos de 10.000

habitantes y quedan a más de 300 kilómetros de La Plata tienen enormes dificultades para acceder a

ciertos organismos provinciales en igualdad de condiciones, en otros casos existen condicionamientos

técnicos y políticos para que las instituciones provinciales puedan ejercer actividades de monitoreo sobre

municipios hasta 100 veces mayores;

? además, los actuales procedimientos de evaluación y monitoreo de proyectos municipales suelen resultar

excesivamente formalistas para los funcionarios locales, que en muchos casos se ven obligados a adoptar

en pocos días terminologías esotéricas, a estudiar extensos instructivos de formulación de proyectos, a

preparar excesivos papeles para objetivos menores –y a veces luego enterarse que han ocurrido cambios

en los programas nacionales o provinciales que los hacen inviables–, a adaptar buenos proyectos a

requerimientos formales que muchas veces los obstaculizan, e incluso a disfrazar objetivos y actividades de

algunos programas para cumplir con requerimientos técnicos formulados desde escritorios muy distantes,

hasta en ciertos casos a sabiendas y recibiendo consejos ad hoc de “emprolijamiento” de quienes los

ocupan: en algunos programas, ciertos términos parecieran tener el efecto mágico de permitir aprobar un

proyecto, a pesar de que en muchos casos simplemente se trata de una cuestión de cambio de redacción

y no de objetivos;

? también el mayor conocimiento que las instituciones municipales tienen sobre la realidad local permite una

rápida corrección en la fijación de prioridades de las políticas sociales con la participación de las

organizaciones comunitarias;

? a la vez, una descentralización planificada facilitaría la unificación de las políticas sociales y del padrón de

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beneficiarios, permitiendo el reemplazo de la actual superposición entre programas del Estado Nacional y

del Provincial por una estrategia municipal de fortalecimiento de la sinergia entre programas;

? la descentralización fomenta incluso la incorporación sinérgica a la planificación de los esfuerzos realizados

por las organizaciones de base y no gubernamentales, además de potenciar una apertura de objetivos –“la

voluntaria de Cáritas hombro a hombro con la manzanera”–;

? especialmente en los municipios medianos y pequeños, la visibilidad y la unificación de las políticas locales es

asimismo un factor que favorece la equidad en la selección de beneficiarios y en la priorización de ciertos

perfiles familiares, y minimiza los riesgos de arbitrariedad en la distribución de recursos entre diferentes

barrios u organizaciones comunitarias, que a la vez evita la disminución de la solidaridad por la emergencia

artificial de antagonismos entre beneficiarios efectivos y potenciales: “poner toda la información en la misma

bolsa evita conflictos y permite negociar en mejores términos”;

? la unificación también serviría para evitar las dificultades que suelen tener los municipios pequeños para

conocer la existencia, los objetivos y los procedimientos de los programas sociales disponibles en la

Provincia, la Nación y en las organizaciones internacionales;

? como ya fue demostrado en numerosas experiencias de descentralización, en general, ésta fomenta la

eficiencia en términos de tiempo y de costos económicos para el logro de similares resultados;

? a diferencia de otras áreas de la acción estatal donde, por razones técnicas, existe menor discontinuidad

que en las políticas sociales –por ejemplo, a pesar de las dificultades presupuestarias, no es habitual dejar

viviendas a medio construir, o interrumpir las clases en mitad de año–, el aumento de la descentralización

de políticas sociales permitiría una mayor regularidad en su ejecución, que redundaría en favor de la

seguridad socioeconómica para los beneficiarios;

? la continuidad evitaría las tensiones que sufren las autoridades locales ante las demandas de quienes ven

interrumpidos los beneficios, que suelen producirse aún cuando las interrupciones sean planificadas y

advertidas de antemano, ya que en la mayoría de los casos se trata de paliativos que no resuelven la

insuficiencia de oportunidades;

? asimismo, la continuidad evita los desequilibrios en el presupuesto municipal frecuentemente provocados

por la necesidad de adquirir en forma intempestiva insumos o bienes de capital para poder adherir a

políticas sociales originadas en otros niveles estatales, por las transferencias de ingresos de emergencia que

se requieren para resolver “baches” de los programas nacionales, por la irracional distribución de

funcionarios que deben administrar programas intermitentes, o incluso por la necesidad de compensar la

lentitud e inseguridad con que llegan a veces los documentos o los pagos para algunas personas que son

contratadas para administrar tales programas;

? por último, las capacidades y las oportunidades para diseñar procesos locales de planificación estratégica

participativa del Desarrollo Humano se verán fortalecidas en la medida en que se disponga de recursos que

puedan ser asignados a los objetivos que por ellos se prioricen.

Habitualmente se menciona, como un obstáculo técnico insalvable para la descentralización de políticas

públicas, la necesidad de concentrar poder estatal para intervenir con eficacia en el control de una realidad

que genera desafíos crecientemente complejos para las instituciones. Tal vez en ningún caso como en las

políticas sociales sea tan poco apropiado este argumento, en tanto lo que se pierde en escala se recupera con

creces en diversidad. Quizá la única excusa técnica que pueda utilizarse para oponerse a la descentralización de

políticas sociales es la supuesta diferencia de capacidad de gestión entre los funcionarios provinciales y los

municipales. Como podrá confirmarse con la información contenida en este trabajo, tal opinión está fundada

en buena medida en el desconocimiento de ambas realidades. La gestión municipal se ha ido complejizando en

las dos últimas décadas, para lo cual ha debido recurrir a una mayor cantidad de personal con perfiles

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profesionales definidos y a periódicos procesos de capacitación del mismo. La estabilidad del régimen

democrático y el contacto cotidiano con una población que ha aumentado su capacidad para reclamar a las

autoridades en forma eficaz, también han promovido el fortalecimiento de la idoneidad para responder a

demandas más exigentes y diversas, y obstaculizado las oportunidades de seleccionar arbitrariamente a los

beneficiarios.

Por otro lado, si bien se ha desarrollado una alta capacidad gerencial y profesional en la Administración Pública

Provincial, las dificultades para gestionar políticas para una población numerosa y en un territorio tan extenso

como el bonaerense han provocado las limitaciones que han sido reseñadas. En escala, los gastos en traslados

de profesionales provinciales hacia los municipios del Interior y de funcionarios municipales hasta la Capital

Provincial o la Nacional, constituyen un costo difícilmente mensurable solamente en dinero: el tiempo que se

pierde en los viajes, los accidentes muchas veces fatales y las demoras en las tramitaciones son sólo algunas de

las características más visibles del actual modelo de gestión. Además, en períodos de ajuste se suelen recortar

gastos para pasajes y viáticos, por lo cual disminuyen –y a veces literalmente desaparecen– las oportunidades

de los funcionarios provinciales para tomar contacto con la ejecución de políticas de las cuales se deben

responsabilizar. Es decir, ya no se trata de un problema de desigualdad en las capacidades profesionales, sino

más bien de una imposibilidad de contacto con los ciudadanos.

Además, el aumento de las funciones es el mejor aliciente para el fortalecimiento de las capacidades. Aun en

los municipios más pequeños, no faltan personas capacitadas. Lo que sí suelen faltar son las posibilidades

materiales y reglamentarias para poder contratarlas, debido fundamentalmente a la actual normativa y a la

distribución de recursos entre la Provincia y los municipios. Incluso puede ocurrir que los responsables de

algunas comunas deban realizar malabares jurídicamente dudosos para contratar personal idóneo, resignando

en algunos casos recursos adicionales, o bien tomando el riesgo de ser procesados por ello. Como bien lo ha

graficado un funcionario municipal: “a veces, se debe contratar un profesional cuya remuneración es superior a

la que permit en las normas provinciales, incluso mayor al salario del Intendente; pero, como resulta

absolutamente necesario, se recurre a partidas que tenían otro destino; y por querer hacer bien las cosas, se

termina perjudicando quien lo contrata”. Un aumento de la autonomía que habilite al municipio para normar

sus propios criterios de contratación permitiría blanquear estas situaciones, y así además evitar que la relativa

habitualidad de estas prácticas luego derive en casos reales de corrupción.

Otros posibles obstáculos para una mayor descentralización deben ser considerados, no porque resulten

insalvables, sino debido a que deben diseñarse para ellos estrategias desde la Provincia a fin de fortalecer la

capacidad de gestión municipal de políticas sociales:

? las actitudes de algunos funcionarios municipales hacia determinadas políticas sociales pueden ser

obstáculos para su gestión, en la medida en que no se disponga de edificios y muebles adecuadamente

acondicionados para la correcta atención de beneficiarios: mostradores altos, escritorios que se encuentran

a varios metros del mostrador, armarios altísimos que impiden el contacto con el público, pocas sillas y en

mal estado, recibidores minúsculos, son ejemplos de un diseño poco idóneo para que el ciudadano perciba

ser respetado; mostrando una vieja foto de una oficina municipal, el Intendente de Benito Juárez ha

ironizado sobre los premios que pensaba otorgarle “a quien encontrara al empleado entre los muebles”;

? también las actitudes cooperativas podrán fortalecerse si se define el perfil profesional del personal

municipal a cargo de programas sociales, y se lo capacita para fomentar la participación comunitaria,

incorporar nuevos objetivos o brindar información y atender demandas de ese tipo de beneficiarios: por

ejemplo, en algunos municipios, hubo programas nacionales de empleo de emergencia que fueron

ejecutados desde dependencias organizadas para otras tareas, con lo cual se provocaron conflictos que se

hubieran evitado si hubiera existido personal con perfiles profesionales específicos y locales adecuados para

18

la atención de beneficiarios;

? en los municipios grandes, como ya se hiciera referencia, disminuyen las posibilidades de control popular y

de monitoreo por parte del Estado Provincial, y por ello debería concebirse alguna estrategia de

descentralización a su interior que permita generar en los barrios institutos autárquicos con funciones

específicas para la gestión de programas sociales;

? por último, en la medida en que no se prevean mecanismos de redistribución equitativos y ágiles entre los

recursos municipales y los provinciales, la descentralización derivaría en un aumento del aislamiento que a la

vez aumentaría el riesgo social, porque podría ocurrir que en ciertos municipios se produzcan fenómenos

tales como sequías, inundaciones o cierres de empresas que provoquen una inmediata necesidad de

recursos adicionales.

Descentralización y planificación

La descentralización de las políticas sociales hacia los municipios debería además ser acompañada de una

iniciativa provincial para el fortalecimiento de las capacidades de éstos para la formulación participativa de

estrategias de Desarrollo Humano.

En principio, es necesario diferenciar entre la planificación local del territorio y la planificación participativa del

Desarrollo Humano. La primera responde a una extensa tradición académica, pero no necesariamente

participativa. Incluso, como menciona Zygmunt Bauman, en forma análoga a los fosos y torreones medievales,

a veces responde a una distribución del territorio que, con el pretexto de ofrecer seguridad –pero que

también se vende como exclusividad, como garantía de poder “estar sólo entre iguales”, de evitar cualquier

contacto con vecinos que “piensen, actúen o tengan un aspecto distinto”–, aísla a las élites con grandes

costos, no sólo para ellas, sino también para el resto de la población, que es excluida cultural, psicológica y

políticamente. Los miedos urbanos contemporáneos se orientan menos por la integridad y la seguridad de la

ciudad en su totalidad, que por el aislamiento del propio hogar dentro de ella: “tampoco es cuestión de amar

u odiar al prójimo, sino de mantenerlo a distancia: así se anula el dilema y se vuelve innecesario elegir entre el

amor y el odio”. El resultado de una planificación semejante es que, lejos de integrar al territorio, lo despoja de

su valor y su capacidad para otorgar identidad. Con ello, surgen élites que pueden no estar sujetas al espacio

local, habitar en las condiciones de vida propias de otras élites del mundo, totalmente distanciadas de su

entorno. Este aislamiento también permite escapar a las consecuencias de la actividad empresarial, liberándola

del deber a contribuir a la vida cotidiana y a la perpetuación de la comunidad. En términos de Bauman, “quien

tenga libertad para escapar de la localidad, la tiene para huir de las consecuencias. Este es el botín más

importante de la victoriosa guerra por el espacio”. O, más claramente: “las riquezas son globales, la miseria es

local”.

Tales criterios son análogos a los diseños urbanos de las visiones utópicas tradicionales, de “sueños excelsos y

desastres abominables”, donde se planifica en forma exhaustiva el espacio urbano “a partir de cero” en un

lugar deshabitado, “de acuerdo con un diseño terminado antes de iniciar la construcción”. La autoridad de un

plan semejante no admite disenso ni polémica, “no admite argumentos referidos ni apoyados en otra cosa que

el rigor lógico y estético. Por su naturaleza, las funciones del planificador urbano son inmunes a la agitación

electoral, sordas a las quejas de las víctimas reales o imaginarias”. Se trata de la ilusión de la “perfecta

articulación de necesidades humanas definidas científicamente y la disposición unívoca, transparente y legible

del espacio vital”, que al igual que la Brasilia de Niemeyer, resultó una pesadilla para sus residentes.

Obviamente, las tendencias actuales en la planificación urbanística han aprendido tales lecciones. Sin embargo,

las visiones tecnocráticas persisten no solamente en ciertos criterios urbanísticos, sino también en la

formulación de algunos planes estratégicos que incorporan otras dimensiones de la gestión pública además del

territorio. En contraste con estas visiones, la ampliación de un espacio público diverso brinda a las personas la

19

oportunidad de responsabilizarse de sus actos, en palabras de Richard Sennett, “en una sociedad

históricamente imprevisible”, no en “un mundo onírico de armonía y orden preestablecido”, pues “los hombres

no se vuelven buenos siguiendo las órdenes buenas o los buenos planes de otros”. La responsabilidad

comunitaria se desarrolla en la interacción con la diferencia y la variedad, no en espacios libres de sorpresas,

ambivalencias y conflictos.

En este sentido, la planificación local del Desarrollo Humano se diferencia de la planificación del espacio no sólo

por su objeto, sino más bien por la incorporación de actores a un debate abierto que permita a la vez la

expresión de la diversidad y la asunción de compromisos. El municipio es el actor principal, pero no el único: es

quien en definitiva toma las decisiones, debe administrar los recursos y delimitar responsabilidades. Pero

precisamente son aquéllos los aspectos más relevantes de un proceso que aspire a fortalecer la planificación

estratégica local: desarrollar las oportunidades de intervención de los grupos con menores capacidades de

interacción, negociación y cooperación, e incorporar al debate especialmente a los actores que por su poder

social o económico pueden frustrar los objetivos a ser priorizados. La falta del primer aspecto vulnera la

equidad en la formulación del plan. La ausencia del segundo, afecta la sustentabilidad en su ejecución. Sin

desarrollar su capacidad para intervenir, los sectores desfavorecidos perciben estar en una comunidad con un

destino indeterminado e ingobernable. Pero todos los que intervienen en el plan lo perciben si no se logra

responsabilizar a los sectores con mayor poder.

Especialmente a partir de los inicios de la década de 1990, en el mundo han proliferado planes estratégicos de

desarrollo de las ciudades, entre los cuales destacan los de Barcelona, Río de Janeiro o Bogotá. En los últimos

años, numerosos municipios en la Provincia de Buenos Aires han iniciado procesos con diverso nivel de

formalidad para el desarrollo de planes estratégicos de desarrollo local. Fuera de ella, se suelen mencionar los

casos más conocidos de Córdoba, Río Cuarto, Rosario o Rafaela. Algunas experiencias vinculadas a estos

procesos, en su mayoría recientes, permiten extraer conclusiones preliminares:

? en la mayoría de los casos, los planes estratégicos son requeridos por iniciativa de ejecutivos municipales

con liderazgos consolidados tras varias administraciones continuas, que buscan superar eventuales

diferencias entre decisores y ejecutores de las políticas locales;

? el consenso y la firme voluntad de los partidos locales permite aumentar la viabilidad y la sustentabilidad del

plan, integrando en espacios de consenso y generando compromisos con los actores locales con mayor

poder –diversos organismos del Estado, empresas, entidades sectoriales, sistemas educativo y de salud,

agencias de desarrollo y dependencias del Estado Provincial, unidades académicas y de investigación,

clubes, sociedades de fomento, etc.– para el diagnóstico, formulación, financiación, ejecución, evaluación y

control de las políticas municipales;

? también aportan a la formación de compromisos y a la sustentabilidad del plan –ante la emergencia de

eventuales recortes presupuestarios o cambios electorales– la transparencia en la información y la difusión

amplia de los reales objetivos, el respeto por la diversidad de tiempos políticos, económicos y sociales, y el

compromiso inicial de los recursos necesarios para desarrollar las primeras etapas del proceso de diagnóstico

y formulación de políticas;

? la máxima autoridad del plan debe ser una junta promotora que incorpore no sólo a representantes de

jerarquía del Departamento Ejecutivo, sino también de partidos opositores del Concejo Deliberante y otras

instituciones que puedan demostrar un compromiso con el destino común del municipio;

? el equipo técnico que se establezca debe difundir otras experiencias nacionales e internacionales de

desarrollo local, y aplicar y transferir diferentes técnicas de investigación y motivación, para evitar que los

recelos personales obstaculicen los talleres y comisiones;

? también es relevante la diferenciación entre los talleres de consenso para establecer en cada área el

20

diagnóstico y las prioridades, y las comisiones intersectoriales para formular propuestas operativas, mediante

la diagramación de una intensidad creciente que fomente la participación comprometida de las entidades

que se encuentren involucradas directamente en la ejecución de las políticas para cada área;

? los objetivos de un proceso de planificación son la formulación de una cartera de programas y proyectos, la

transferencia de metodologías de gestión, la movilización de la comunidad para la toma de decisiones, y la

generación de nuevos ámbitos de debate abierto sobre las prioridades públicas;

? el desafío, que se consolide la institucionalización de un esquema participativo de gestión de políticas

públicas locales que fomente la gobernabilidad.

Contra la formulación de planes estratégicos participativos, suelen levantarse tres tipos de argumentos:

? el primero se refiere a la dificultad para que los debates deriven en acuerdos, debido a la incapacidad que

las personas tendrían para trascender su interés personal más estricto, y que por ello sería preferible que el

sistema anónimo y anárquico de mercado logre, mediante la combinación de las preferencias personales, un

equilibrio que permita vincular el interés individual con el colectivo;

? el segundo afirma que la diversidad de intereses y valores impide llegar a acuerdos para establecer una

estrategia común que guarde un mínimo de coherencia entre los objetivos y las decisiones instrumentales;

? el tercer argumento hace referencia a la enorme cantidad de veces en que las consecuencias

inintencionadas de las estrategias superan a los objetivos fijados, y en muchas de ellas los efectos

negativos superan a los positivos.

En buena medida, el primero y el segundo de los argumentos no tendría fundamento si existiera una base

suficiente de información disponible para que los actores puedan en un debate abierto vincular sus

necesidades con las de los otros: muchas veces, las negociaciones multisectoriales se traban por falta de

información acerca de algunas hipótesis que manejan algunos actores –por ejemplo, sobre las probables

consecuencias de una determinada política, o bien sobre la condición relativa en que se encuentran otros

actores.

Además, la formación de los ciudadanos en conciencia cívica y de los dirigentes en habilidades de coordinación

de demandas de grupos sociales, permitirá desarrollar capacidades para vincular las preferencias y los valores

personales con el interés público. También, la experiencia en el debate permite descubrir que no es necesario

acordar sobre todas las cuestiones posibles, sino que se puede ir arribando a consensos parciales que vayan

destrabando el conflicto. Asimismo, la interacción mediante un debate abierto sobre cuestiones de interés

común permite conocer valores e intereses de actores con los que existe poco intercambio, cuya exposición

puede modificar algunos de los criterios de otros actores sobre lo que es justo o no lo es, facilitando el

consenso. Por último, el debate abierto obliga a establecer prioridades según valores públicamente

justificables, trascendiendo las trabas que genera una negociación anárquica basada en preferencias

individualmente formadas. Incluso, a veces la necesidad de exponer abiertamente un valor obliga a llegar a

reformularlo en términos más coherentes y públicamente aceptables, facilitando la conformación de acuerdos.

Amartya Sen expresa esto de manera formidable: “no hay que crear artificialmente en la mente humana un

espacio para la idea de la justicia o de la equidad por medio de bombardeos morales o de arengas éticas. Ese

espacio ya existe y es cuestión de utilizar de una manera sistemática, convincente y eficaz los intereses

generales de los individuos”.

Respecto a la tercera cuestión mencionada, es obvio que no se pueden eliminar absolutamente las

consecuencias inintencionadas. Pero incluso algunas de éstas pueden sentar luego las bases para otras

decisiones efectivas, especialmente si la estrategia local se orientó hacia la formación de capacidades –por

ejemplo, puede ocurrir que alguna estrategia de capacitación profesional no logre instalar una determinada

industria, pero sus resultados pueden servir para la instalación de otras. Lo que sí se puede hacerse al

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establecer planes estratégicos participativos, es tornar predecibles las consecuencias inintencionadas, y

precisamente para ello se requiere del debate y la racionalización de los objetivos y los instrumentos. El

aprendizaje basado en la experiencia es un gran aliado de las reformas racionalmente planificadas: “las cosas

suelen ser exactamente lo que parecen y, de hecho, más o menos lo que parecían ser a las personas que

lucharon sin desmayo para conseguirlas. Aunque junto a estos casos de éxito haya otros casos de fracasos y

desviaciones, podemos aprender de lo que ha ido mal para hacer mejor las cosas la próxima vez”.

La descentralización de las políticas sociales en la visión de los funcionarios y de la población

A fin de relevar la percepción que tienen sobre la descentralización de las políticas sociales quienes constituirían

los principales responsables de su formulación y ejecución, en el marco del Programa Argentino de Desarrollo

Humano se realizaron 182 entrevistas a funcionarios municipales y concejales en diversos municipios del

Conurbano y del Interior de la Provincia de Buenos Aires. Con las mismas se ha relevado la percepción de los

principales actores del Desarrollo Humano Local acerca de las oportunidades y capacidades para la

descentralización de las políticas sociales. Las opiniones relevadas permiten dar cuenta de la voluntad política

de 44 gobiernos locales.

Las entrevistas fueron realizadas durante el año 2000 a funcionarios de todas las jerarquías municipales, en

distritos que fueron seleccionados con un criterio que permitiera discriminar según características diferenciadas

en cuanto al tamaño de la población, la región, el partido político gobernante y la continuidad o el cambio de

intendente municipal en las últimas elecciones. Entre otros, fueron entrevistados 22 intendentes municipales,

44 secretarios y subsecretarios y 41 directores de diferentes áreas –en especial, gobierno, acción social y

hacienda. También fueron entrevistados delegados municipales, jefes de departamento o de división,

asesores, coordinadores de programas, profesionales y empleados de planta permanente. En particular, se

privilegió la formulación de entrevistas a funcionarios directa o indirectamente vinculados con la ejecución de

programas sociales, pero a la vez que ocuparan cargos de jerarquía en el gobierno municipal. En cuanto a los

concejales, además de los criterios mencionados, se priorizó que en la selección se incluyera tanto a los que

pertenecían al partido gobernante local como a los que son oposición en su distrito.

Además, a fin de relevar la legitimidad que los ciudadanos bonaerenses le asignan a la gestión municipal de

programas sociales, se realizó simultáneamente una Encuesta sobre gestión local en 67 municipios de la

Provincia de Buenos Aires, seleccionados con un criterio que permitió categorizarlos –entre otras variables– de

acuerdo al tamaño de su población, la distancia respecto a la Capital, la representación de las diferentes

regiones de la Provincia y el signo partidario del Ejecutivo Municipal. De todas formas, por haberse respetado

en el diseño de la investigación los diversos parámetros de la conformación del universo de municipios y

ponderado posteriormente determinadas variables, la muestra seleccionada es ampliamente representativa

para el conjunto de los 134 partidos de la Provincia de Buenos Aires.

Los resultados de la encuesta se pueden sintetizar de la siguiente manera: es indiscutible la legitimidad que los

bonaerenses asignan a la descentralización de las políticas sociales. Ellos confían más en los municipios por su

conocimiento en las necesidades de cada pueblo, por su capacidad para convocar a la participación

comunitaria, por su aptitud para seleccionar a los beneficiarios de las políticas y por su eficiencia en la utilización

de recursos provenientes de los impuestos. También, los bonaerenses manifiestan que la descentralización

permite a la población controlar mejor las decisiones, en tanto desestiman la hipótesis que afirma la existencia

de problemas que no podrían ser resueltos por un municipio.

Respecto a la operatoria de las políticas sociales, la comunidad demanda mayor control sobre quienes las llevan

adelante, una más intensa participación de las organizaciones comunitarias, la ampliación de su cobertura y la

modificación de las formas de identificación de beneficiarios. También es ampliamente mayoritaria la opinión

sobre la necesidad de reasignar fondos públicos a favor de las políticas sociales.

22

En buena parte del territorio provincial, los ciudadanos bonaerenses confían en la idoneidad de los funcionarios

municipales, aunque son mayoría quienes dudan sobre su capacidad estratégica para concebir el desarrollo

futuro de la comunidad o para la generación de proyectos transformadores que superen la estricta concepción

administrativa de la gestión municipal.

Si bien mucho se ha avanzado, aún debe fortalecerse la participación de las personas en las organizaciones

comunitarias y en la gestión municipal. A fin de analizar la predisposición de los jóvenes a aumentar su

intervención en las políticas sociales descentralizadas, se realizó una encuesta en algunas localidades de la

Provincia de Buenos Aires, aplicada por alumnos de cinco universidades nacionales. Resulta muy auspicioso el

hecho de que, en la encuesta aplicada a los menores de 25 años, ellos mostraran muy buena disposición hacia

la participación en políticas sociales, tendencia que se incrementaría en la medida en que se descentralicen

hacia los municipios y que participen más en ellas las organizaciones comunitarias.

La participación de los jóvenes no solamente suele expresarse a través de una serie de actividades continuas

en determinadas instituciones, sino que a veces toma la forma de acciones episódicas que ellos no asocian a

una institución determinada, sino más bien a objetivos específicos: por ejemplo, el mejoramiento del barrio o

de la ciudad, acciones de cuidado del ambiente o de asistencia a personas pobres. Si bien no suelen implicar

un elevado grado de integración con los objetivos generales de la institución que coordina tales actividades –

porque no suelen estar vinculadas estas acciones al incremento del poder social que promueve la participación

en organizaciones comunitarias–, son modos que de todas formas demuestran una predisposición favorable a

realizar actividades en favor de la sociedad local. La canalización de esta predisposición por parte de

instituciones que la sepan potenciar y orientar hacia objetivos de Desarrollo Humano es un desafío del cual no

puede desentenderse el municipio.

Dado que la hipótesis que más incrementaría la predisposición de los jóvenes a aumentar su participación es la

que refiere a hacerlo por “una buena causa”, resulta pertinente analizar en qué áreas los jóvenes estarían más

interesados en participar: es la lucha contra la pobreza el tema que más interés despierta en ellos, seguido de

la cuestión ambiental, la educación, la salud, el embellecimiento de la ciudad, y la seguridad pública. La religión

y la política son las dos áreas menos mencionadas por los jóvenes encuestados. Otras hipótesis alternativas

estarían vinculadas a la disposición de más tiempo libre o de más dinero, la ocurrencia de eventuales cambios

en la política, la invitación para colaborar si quien convoca es una institución confiable, o bien si en la actividad

a desarrollar también participan amigos.

Las actitudes favorables hacia la participación de los jóvenes no solamente están asociadas a cuestiones

referidas a cambios institucionales que incrementen la descentralización o la incorporación de organizaciones

comunitarias, sino también al grado de identificación que tengan con la ciudad en la que viven y a su

percepción sobre la calidad de la representación política y social.

Para la formulación y ejecución de políticas descentralizadas, los funcionarios municipales y los concejales

entrevistados afirman en forma casi unánime que es priotario que la asignación de recursos esté

suficientemente institucionalizada como para evitar intermitencias o fluctuaciones en los montos transferidos.

La regularidad en la ejecución de las políticas sociales no sólo otorga mayor seguridad socioeconómica a los

beneficiarios, sino que facilita la planificación y la eficiencia de los recursos municipales.

Entre las cuestiones operativas, se subraya la necesidad de incrementar la capacidad de cooperación entre

diferentes áreas del municipio, aspecto que seguramente podrá facilitarse en la medida en que no sólo se

rediseñen los organigramas para otorgar más peso a la gestión de las políticas sociales –es razonable suponer

que ello tenderá a ocurrir si se traspasan los fondos–, sino también en que se capacite en forma específica al

conjunto de funcionarios en las diferentes prioridades mencionadas. Esta capacitación no debe tomar sólo la

forma de cursos, sino más bien debe aspirar a generar un proceso continuo de asistencia técnica desde la

23

Provincia y entre los mismos municipios. Asimismo, deberá reforzarse la producción de información pertinente y

actualizada, especialmente porque este tipo de políticas tiene la peculiaridad de aplicarse en condiciones que

cambian muy rápidamente. Es absurdo seguir diseñando políticas sociales basándose en los datos del Censo de

1991. Producir información tiene costos inmediatos. Tomar decisiones a ciegas, es desaprovechar recursos que

nunca podrán recuperarse.

La cooperación entre áreas internas y con organizaciones comunitarias se reforzará también en la medida en

que el municipio pueda identificar un proyecto estratégico hacia el cual canalizar esfuerzos. A su vez, ello

depende de la capacidad del liderazgo político para convocar y coordinar a los equipos técnicos y a las

instituciones de la comunidad.

La formulación de un proyecto estratégico y de los programas necesarios para llevarlo a cabo, claramente

explicitados y conocidos por los ciudadanos, permite articular recursos y esfuerzos del municipio o de fuera de

él. No solamente amplía las oportunidades para transformar la realidad en función de los objetivos planteados,

sino que también fortalece las capacidades para conseguir otros objetivos. Además, en la medida en que lo

hagan propio, un proyecto de largo plazo desarrolla en los ciudadanos un mayor sentimiento de identificación

con la comunidad.

Para ello, se requiere incrementar y optimizar los procesos de planificación estratégica participativa en los

municipios. La participación comunitaria en tales proyectos podrá hacerse efectiva en tanto las personas

perciban oportunidades ciertas de intervenir en aspectos importantes para su vida común. En un debate

abierto entre los participantes sobre asuntos de interés generalizable, podrán definirse las líneas de acción que

permitan a los municipios intervenir eficazmente para el Desarrollo Humano de todos los bonaerenses.

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Humano del Senado de la Nación. Entre 1994 y 2000, Coordinadora del Programa Argentino de Desarrollo

Humano y del Programa Bonaerense de Desarrollo Humano. Desde 1995, Presidenta del Consejo de

Administración del Hospital Materno Infantil Ana Goitia de Avellaneda. Desde Enero de 2001, Subsecretaria de

Cooperación Internacional del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.

Subsecretaría de Cooperación Internacional, Gobierno de la Provincia de Buenos Aires

Domicilio: San Martín 140 piso 13° (1004) Ciudad de Buenos Aires

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