Descartes, el filósofo enmascarado (t. 2) - M. Leroy

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II

NUEVA BIBLIOTECA FILOSÓFICAXL

L. I B R O I I I

EL SECRETO DE DESCARTES«Finalmente, como creo es muy nece­

sario haber comprendido bien, una vez en la vida, los principios de la metafísica, porque ellos son los que nos proporcio­nan el conocimiento de Dios y de nuestra alma, creo también seria muy nocivo ocu­par frecuentemente nuestro entendimien­to en su meditación, porque de este modo no podría ocuparse bien de las funcio­nes de la Imaginación y de los sentidos; y que lo mejor es contentarnos con rete­ner en la memoria y creencia nuestras las conclusiones adquiridas de una vez, em­pleando luego el tiempo restante que dis­ponemos para el estudio, en pensamien­tos en que el entendimiento obra con la imaginación y los sentidos.»

Desearles.(Corto o la Princesa Isabel. «Obras»,

III, p. 695.)

CAPITULO I

Las meditaciones metafísicas

¿Por qué se atuvo Descartes a escribir en el tiDiscurso» una teodicea que completó tres o cuatro años más tarde, con seis meditaciones me­tafísicas? ¿Abandonó sus estudios de física para responder a una necesidad profunda de Su alma? ¿Escribiría su teodicea para seguir la moda, para obedecer a una necesidad de su época?

Lo cierto es que Descartes efectuó esta tarca sin ilusión; seguramente fué para él trabajo fati­goso; lo decimos debido a la confidencia que hi­zo al P. Mersenne cuando le escribió: «Siempre que nía pongo a escribir mi Tratado (de la di­vinidad) lo hago por obligación y para cumplir

■ la decisión tomada, que es poder enviar a V . es­te escrito a comienzos de 1633, si no muero an­tes (1).

Una vez llegado a Holanda, se preocupó de fijar las líneas generales de este tratado de la divini­dad: trabajó muy poco, únicamente durante los nueve primeros meses de su estancia, según de­clara. Lo abandonó para consagrarse a la física, a la fisiología, a la anatomía. En aquel momento su curiosidad experimentó grandes cambios. Esas

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nuevas ciencias le interesaban de tal manera que el matemático genial llegó a decir «se había can­sado de las matemáticas» (2).

Preparaba el «Mundo». En este libro sobre fí­sica desempeñaba Dios papel episódico solamen­te, como recordaremos: era una figura. Entonces los experimentos ocuparon todo el tiempo del filósofo. Se hallaba en pleno ardor; había escri­to ya numerosas páginas. Recuérdese el terrible incidente que interrumpió bruscamente este tra­bajo: la condena de Galileo por el Santo Oficio, en Roma, en 1633. Angustiado, espantado, aban­donó su «Mundo», diciendo que iba a quemar las hojas que tenía escritas ya. Su desaliento era profundo; no obstante el genio venció. Volvió a trabajar, pero en trabajo menos peligroso, es­cribiendo sobre el método. El «Discurso» se pu­blicó en 1637. Descartes, que sabía pensaba de la misma manera que Galileo sobre el movimiento de la tierra, no podía estar tranquilo. Fué el mo­mento crítico de su gran espanto. Inquieto pen­só en volver a su tratado sobre la divinidad, en el que esperaba desarrollar ideas que pusiesen en su punto su ortodoxia. E11 el «Discurso» propuso pruebas de Dios; experimentó la impresión de que aquello no bastaba, reservándose completar­las tan pronto hubiese «visto la manera como recibían su física» (3).

Se ha insistido razonablemente sobre el hecho que Descartes buscaba en aquel momento son-

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dear la opinión. Evidente es por su corresponden­cia, por su actitud, quería escapar a los peligros que acorralaron a Galileo. El sondeo que pre­tendió efectuar con su «Discurso» no le tran­quilizó del todo. El P. Mersenne le reprochó la insuficiencia de sus demostraciones en lo referen­te al alma y a Dios. El jesuíta Vativr le dirigió análogas censuras. Descartes escribió: «No ha sido liquidado del todo el asunto Galileo.»

Entonces se pone a trabajar, según nos dice él mismo, en el «comienzo de la metafísica» escri­ta «hará unos ocho años», apelando a la protec­ción de la duquesa de Aiguillón. Pasa el tiempo; llegamos a 1641. Se publican las «Meditaciones Metafísicas» que tratan de Dios y del alma. Al abrigo de estas demostraciones ortodoxas quiere persuadirse de que podrá estudiar libremente la naturaleza, revelar sus secretos, sin temor a las censuras ni a las ]>ersecuciones.

¿Son estas (Meditaciones» tan apologéticas co­mo Descartes dijo? ¿Como quiso o como dijo? Poco lo son en realidad. Unicamente se trata de Dios en la tercera y quinta meditaciones; del al­ma se trata en la segunda. Como ha hecho ob­servar C. Adam, «a primera vista, las «Medita- dones» parece no se relacionan con la religión; en ellas observamos que su pensamiento, en el fondo, se relaciona con la ciencia, como siem­pre». ¿Sería comedia?, se pregunta fríamente el historiador de Descartes (4).

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Si nos acercamos a Descartes sufriremos la impresión que, desde liaoe mucho tiempo, se re­serva, busca la manera de abroquelarse contra los peligros que hicieron sucumbir a Galileo. Lo evidente es que no quiso entregar al público su «Mundo» sin haberse asegurado antes. Quería protegerse; por eso escondió su «Mundo». El pro­testante Saumaize, escribió entonces: «De no ser tan buen católico nos lo hubiere dado a conocer ya» (5)-

Las «Meditaciones» aparecieron, pues, antes que el «Mundo», y, por lo tanto, la metafísica antes que la física.

Los más recientes historiadores de Descartes se ven inclinados a creer que dicho trabajo no le fué impuesto por las condiciones generales de la ciencia y la teología. No se exigía a los físi­cos la teodicea como prefacio necesario. Nos en­contramos dispuestos a admitir este modo de con­siderar las cosas: pero si las condiciones genera­les no explican la tentativa metafísica del físico- anatómico, ¿no habrá que buscar las razones de este celo tan brusco en motivos completamente personales?

No ocultó Desearles que lo que le interesaba no era la metafísica, sino la física. Toda su co­rrespondencia, y especialmente sus cartas confi­denciales a Mersenne (6), y todo el «Discurso», desde luego, acompañado todo ello de ensayos científicos que parece se olvidan hoy, con gran

injusticia, lo han demostrado con creces. Enton­ces, ¿por qué interrumpir súbitamente un orden de trabajos tan interesantes, tan importantes, tan decisivos, para hacer argumentación escolás­tica? Tras el «Discurso», el único problema que se planteaba Descartes era éste: ¿Debo publicar la metafísica o la física? (7).

El filósofo planteó bien su pregunta, pero des­de el punto de vista de la oportunidad, no des­de el lógico, como sugiere el historiador de su pensamiento religioso. Nada prevalece contra el hecho de que su «Discurso» estaba lleno de en­tusiasmo científico, sin ardor apologético alguno; nada prevalece en contra del hecho que Descar­tes añadió algunas líneas rápidas sobre Dios, du­rante la impresión del libro. ¿No es este último hecho prueba de que Dios no preocupaba su pensamiento en aquel momento? Amargo momen­to, que duró desde 1629 hasta 1637.

Hay que confesar qué Descartes estalxi enton­ces inquieto; más que nunca. Se defendía invo­cando las verdades de la Iglesia. ¿En qué estado de ánimo se defendía?

Era a fines de 1632: se hallaba el filósofo en De- venter, ciudad en que el celo y la fe calvinistas eran especialmente intensas.

Tal vez nos dé el secreto de la devoción de Descartes una anécdota, nacida en dicha ciudad por aquellos días.

El teólogo Revio, con el que Descartes vivía

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por entonces en gran intimidad, intentó conver­tirle al protestantismo. El filósofo declinó con­versar sobre asunto tan peligroso con un ecle­siástico, no queriendo, según confidencia de J. Du Bois, que es quien nos da a conocer dicha anécdota, «entrar en discusión con hombre ha­bituado a la controversia». Pero como su amigo insistiese contestó:

— Soy de la religión de mi rey.Revio volvió a insistir.— Y de la religión de mi nodriza (8).¿Sería ironía? ¿Se trataría de una salida? ¿Pro­

nunciaría Descartes en aquella ocasión la pala­bra más moderna de toda su vida, como se ha afirmado? ¿Consideraría la religión como tradi­ción social, a la manera de Balzac, en la carta que escribió al obispo de Aire, en que el autor del «Sócrates cristiano», afirmaba «no querer creer nada más cierto que lo que le enseñaron su madre y su nodriza» ? (9).

¿Qué pensaremos de una fórmula común a Descartes y a Balzac? También fué la de Male- branche, que, según refiere su íntimo amigo Ra- cán, decía que la religión de los hombres hon­rados era la de su príncipe. ¿Sería la fe actitud mundana, conveniencia social para la inteligen­cia de aquellos tres contemporáneos, de aquellos tres hombres tan característicos de aquella épo­ca, de estos tres inventores en el arte y el pen­samiento?

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Evidente es que Descartes no cesó de disimu­lar durante aquellos siete u ocho años el más ín­timo elemento de su pensamiento. La impresión que nos produce sohre este punto es clarísima.

A quienes le interrogaban con demasiada pre­cisión sobre los dogmas, respondía con evasivas. No siempre logra!» contener sus nervios, cuando la pregunta se le dirigía con demasiada viveza, visiblemente apurado por su razón, como puede verse, por ejemiplo, en su respuesta a las sextas objeciones. ¿No se recusa, con respeto sospecho­so, como teólogo, en el «Compendio de las seis Meditaciones» particularmente? Espinas cree que debido a exceso de fe el filósofo sacrificó las prue­bas de los artículos esenciales del credo católico: «Instintivamente, velaba a los ojos del público, bajo generalizaciones tomadas de la antigüedad, los puntos vivos de la ortodoxia católica, como si hubiese en él algún respeto humano a mostrar ante aquel público, alimentado de lugares comu­nes antiguos y apasionado por las bellas letras, las intimidades de su devoción» (io).

Hay que tener en cuenta que el historiador apologista se mostró sensible al evidente disimu­lo del filósofo, pero, ¿en qué funda la realidad de este Descartes devoto? No vemos por qué ten­diese Descartes a abandonarse a ese respeto hu­mano ante sus corresponsales jesuítas u oratoria- nos, a quienes quería tranquilizar ante la sagra­da facultad de teología de París, cuyo patrocinio,

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cuyo apoyo solicitó con tanta pasión; ante su pú­blico, finalmente, en el que figuraban las perso­nas piadosas.

Sainte-Beuve tomó de un obscuro teólogo de aquel tiempo las siguientes líneas dirigidas con­tra Malebranche: «No podríamos satisfacer al mismol tiempo la razón y la fe, porque la razón nos obliga a abrir los ojos y la fe nos ordena ce­rrarlos». Por eso Bossuet vió un momento, tras sus jornadas de confianza cartesianas, «un gran combate que se esbozaba en contra de la Iglesia, con el nombre de filosofía cartesiana». ¿Habrá que ver en este contraste, en este escepticismo latente, la explicación del enigma religioso de Descartes? (n .)

Tal vez sea así; pero se nos objetará que Des­cartes creyó probar la existencia de Dios; las pruebas que dió sobre esta cuestión alcanzaron celebridad. Ahora queda por saber qué es lo que revelaron del verdadero pensamiento del filósofo.

CAPITULO II

El Dios de Descartes«PBcllmcntc suponemos no hay Dios,

ni cielo, ni llerni. y que no tenemos cuer­po; pero no podríamos suponer no exis­timos mientras dudamos de la verdad de todas esas cosas.»

Descartes.(«Obras», IX , p. 26. «Principios de la

Piloso fia», primera parte, núm. 7.)«Agraviamos a las verdades dependien­

tes de la (e, y que no pueden probarse por demostración natural, cuando que­remos afirmarlos por medio de razones humanas, y probables solamente.»

Descartes.(«Obras», I, p. 193. Carta del 27 de mayo

de 1630.)«Concebir a Dios y concebir que exis­

te es casi lo mismo.»Desearles.

(«Obras», 111, p. 396. Carta al P. Mer-senne.)

«Queremos pertenecer al Consejo de Dios y encargarnos con 61 de regir el mundo, cosa que causa Infinidad de va­nas Inquietudes y enfados.»

Descartes.(«Obras», IV , p. 292. Carta a la Prince­

sa Isabel. IB de septiembre de 164B.)

Descartes medita y se dice: uCogiio crgo sum»; convenciéndose inmediatamente no es juguete de un sueño, víctima de un espíritu maligno. Esto tal vez sea para él, menos que para el público, manera de repudiar la magia, que con tanta fre­cuencia se concertaba con el aristotelismo. De todas maneras, el recuerdo de los sueños de Sua- via parece ser ea este momento muy sensible.

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Parece que Descartes los rememore como hom­bre que fué engañado por falaces mensajes.

El filósofo continúa su meditación diciéndose: ¿Qué vale mi evidencia? ¿Sé en verdad si estoy despierto cuando creo estarlo? Montaigne dijo: «Velamos cuando dormimos; dormimos cuando estamos en vela.»

Estoy despierto, se responde Descartes. Invo­co la idea de Dios, que existe en mí, como ga­rantía de su existencia y de la evidencia existen­te en mi pensamiento.

Luego añade:La idea de perfección existe en mi pensamien­

to: sér imperfecto, la idea de perfección no ha podido nacer de mí, en mí, porque no puede ha­ber en el efecto más que en la causa; «lo más perfecto no podría ser consecuencia y dependen­cia de lo menos perfecto» (12). Por lo tanto, lle­ga hasta nosotros desde el exterior. Pero, ¿de dónde? ¿De quién? Solamente puede venir de aquel que es perfecto. La ¡dea de perfección di­vina, que comporta la ¡dea de existencia, está en nosotros como la huella que deja el obrero en su obra.

En resumen, Descartes dice, pensando en Dios por la idea de perfecto, que existe en él: «Pienso en Dios, luego Dios existe.» Del concepto de Dios pasa Descartes a la afirmación de su exis­tencia. Mucho se le importunó en aquellos días sobre la dificultad de dar aquel paso. Dios es po­

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sible; el paso del conocer al ser es posible, pero ¿es necesario? No sabemos si la dificultad lógica se le olvidó en aquel momento. De todos modos, no se le olvidó' más tarde, cuando escribió en la «Quinta Meditación» que su proposición «parecía contener alguna apariencia de sofisma» (13), cosa que atestigua sobre todo la carta que escribió al P. Mersenne, en la que creyó deber hacer obser­var que «concebir a Dios y concebir que existe es casi lo mismo» (14).

¿Era Descartes en aquel momento, y en todos los momentos, de aquellos que quedan satisfe­chos con una proposición casi evidefite? Casi: ¿no es esta palabra reveladora en extremo grado? Luego, acosado por los críticos, reveló Descar­tes mejor aún su fondo psicológico bajo sus ar­gumentos metafísicos: cuando afirmó que «aque­llos que estén libres de todo prejuicio» conocerán a Dios aplicándose «largo tiempo a contemplar la naturaleza del sér místico»; y llega a esta con­clusión: «por eso solamente, y sin razonamiento alguno, conocerán que Dios existe»... No más demostración; la considera imposible. Ño ¡dice más que esto: Dios existe. Y este Dios no deja de ser el Dios de los teólogos a quienes despre­cia (15).

Dios existe; por lo tanto, la evidencia de la inteligencia humana no es engañadora, porque la liondad, lo mismo que la existencia en sí, está comprendida, según afirma Descartes, en la idea

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de perfección: si nos engañase Dios, sería malo y falaz, y por lo tanto finito, que es la idea con­tradictoria. Es bueno, puesto que es perfecto; por lo tanto, no puede habernos creado para que sea­mos juguete de un supremo engaño: por eso Dios perfecto es garantía de la evidencia.

Aceptamos respetuosamente los razonamientos de Descartes tal como los lia construido en sus tres prueba? de Dios. Es esa metafísica que no debemos intentar criticar, como metafísicos, en tiempos de Uertlielot y Pastctir. No obstante, ¿no podríamos, con curiosidad ¡«ieológica, olvidando a Espinosa, interrogar a la sombra del grande hombre sobre la principal dificultad de su de­mostración ? Si Dios es la causa de la idea que de él tenemos, ¿cuál es la causa de Dios? ¿Puede tener causa?

Dios existe sin causa: «.S'uiii qui sum», decían los escolásticos. ¿Pudo convencer esta proposi­ción a inteligencia que tan imperiosa necesidad sentía por encadenar las diversas partes de su conocimiento? Admite este Dios sin causa exte­rior a él, en el momento en que dice que la ne­cesidad de encadenamiento «no puede llegar has­ta lo infinito», que es necesario llegar a una «idea prima», o a Dios., «Finalmente, precisa llegar a una idea prima cuya causa sea como patrón u original en el que toda la realidad o perfección esté contenida formalmente.» En esto, Descartes

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parece haber confesado su escepticismo, sin dar­se cuenta, o al menos su duda, fingiendo anudar, •en este laberinto, «el hilo de Teseo» que rompió orguHosamente antes de penetrar en él. ¿No es .así? ¿No creéis que Descartes, que escribió en las «Reglas para ia dirección de la inteligencia», que «la certidumbre de la conclusión se quebran­ta» cuando «la cadena se rompe», no puede psi­cológicamente, y a pesar de sus protestas (al unir el artificio a la confesión, la sinceridad a la pru­dencia), formular la idea tradicional de un Dios sin causa? -

En la «Contestación» a Gassendi, mejor que en ningún otro texto, aparece el rostro de Descar­tes con la misma verdad, si sabemos obligarnos a leer sin prevenciones sus demostraciones teo­lógicas tan dialrólicamente ergotcscas. Al confe­sar haber fracasado en su esfuerzo para relacio­nar a Dios con la causalidad universal, se limita a afirmar su omnipotencia por toda explicación de ese Dios sin causa (que tanto le repugna, que le disfraza con «causa casi eficiente»).

La reverencia imprevista se halla falta tan evi­dentemente de fe, tras la confesión de la derrota racional, que debemos preguntarnos qué credu­lidad de corazón o de inteligencia quedó finalmen­te en aquel físico lúcido y orgulloso.

Verdaderamente, el movimiento mismo del pen­samiento de Descartes, su cronología, pudiéramos

decir, impuso a sus «proposiciones» orden que no es el del creyente, ni casi el de deísta convenci­do, al parecer.

* * *En el «Discurso», el primer criterio de la ver­

dad es el que proporciona la evidencia de la ra­zón; la veracidad divina viene como segundo cri­terio, garantía del primero. Descartes piensa ante todo en su razón, en la evidencia de su razón;, luego piensa en Dios: se siente iluminado por una primera evidencia como hijo de su razón; el hijo de su razón ha hablado antes que el hijo de Dios. «Pienso, luego existo, dijo en sus «Principios de lu Filosofía», es la primera y la más cierta (pro­posición) que se presenta a quien conduce su pen­samiento por orden...» Sí, esa es la cronología: la razón, luego Dios.

Se lo reprocharon inmediatamente; le repro­charon haber apoyado stt demostración por me­dio de círculo vicioso: prueba a Dios empleando el criterio de la evidencia, es decir, el de la razón; luego por la veracidad divina, otra proposición intuitiva, garantiza la sinceridad, la realidad de la evidencia. ¿No aparece Dios, psicológicamen­te, al añadirse de este modo a una primera demos­tración, perfecta al decir de Descartes, como ele­mento supernumerario de este ilustre razonamien­to? Más tarde intentó escapar el filósofo a la crí­tica que le acorralaba, distinguiendo de manera

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extravagante entre las evidencias espontáneas y Jas de la memoria. No faltaron tampoco objecio­nes a la proposición explicativa, tan numerosas como las hechas a la original. Poco importa el nuevo sistema que propuso luego: lo que continúa en pie, lo que únicamente importa en esta cues­tión, es el orden mismo de la demostración, psi­cológicamente hablando.

Si Dios aparece en la demostración en segundo Jugar, no evitaría ello que pensásemos, como ha propuesto Gilson, que el yo y Dios han surgido al mismo tiempo, de una misma evidencia, de una única intuición; pero entonces, tras las afirmacio­nes verbales de Descartes, ¿qué queda del más allá cristiano y de su piadosa imaginería, en esta metafísica en que lo humano y lo divino hubie­sen nacido en el mismo minuto, en un mismo deslumbramiento no piadoso, sino racional?

Al invocar Descartes a Dios tras la razón, le ■ encierra en las leyes del peso, de la medida y del número que El ha creado, condenándole de este modo, en nombre de su i>crfección, a la mo­notonía de eterna constancia: la cantidad de mo­vimiento es invariable lo mismo que la de la ma­teria; sus relaciones son constantes. «Fácil es creer qtte Dios, que como todos debemos saber, •es inmutable, obra siempre de la misma mane­ra» (16). Tan inmutable, que si «hubiera creado muchos mundos, no habría que dudar que las co­sas no fuesen en todo tan verdaderas como en

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éste» (17). Verdaderas, es decir, que expresasen las mismas verdades invariables. ¿Se mantiene Dios en su constancia inquebrantable, como afir­ma Descartes, por acto de omnipotencia, siendo- tan inmutable en sus resoluciones como la natu­raleza en sus fenómenos? ¿No se confunde de hecho esta voluntad, en Descartes, con esa cons­tancia material hasta el punto de ser, en cierta manera, absorbida por ella, puesto que se' consi­dera que Dios, por razón de su perfección, no quiere jamás aiportar desorden a su ol»ra, que ha creado de acuerdo con las leyes fijas del peso, de la medida y del número? Descartes le prohíbe lo imposible (iS). Lo imposible, es decir, el mi­lagro.

Descartes obliga a Dios, por su teoría de la «creación continua», a sostener su obra por me­dio de continuo concurso, pretendiendo con ello demostrar que el poder de Dios es inmenso, pues­to que las cosas no pueden existir sin él; pero como Leibniz, hombre de sincera piedad, ha he­cho observar, Descartes, inquieto por probar de­masiado, «ha atacado, en esto, la eficacia de los decretos de la omnipotencia divina, puesto que obliga a Dios a intervenir a cada momento y crear de nuevo, para conservar a un sér la exis­tencia» (19).

Rechazando toda crítica metafísica más amplia, podemos preguntamos si estas ideas abren un resquicio que nos deja ver la segunda intención

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de Descartes, sobre el mecanismo profundo de utia psicología en la que nada deja entrever de­vota exaltación de la divinidad. No se ve en todo eso al hombre piadoso, ni al meta físico «religio­so y cristiano» que ha propuesto A. Koyré, en su estudio sobre el Dios de Descartes (20).

Si en Descartes responde la metafísica a exi­gencia de su inteligencia, 110 será en modo algu­no exigencia de orden at>ologético; si hizo prece­der sus ensayos científicos de reglas morales y demostraciones metafísicas, ¿sería acaso por que­rer desembarazar la razón de los lazos que la su­jetaban a la teología, a la magia, al artificialismo y al animismo de los sabios de su tiempo? En suma, si hemos comprendido bien su pensamien­to, ¿no parece que aquel grande hombre supri­mió las tradiciones irracionales por este medio, saturado de aparato religioso? Mauricio Blondel ha escrito, desde punto de vista católico, y con gran perspicacia, que «Descartes no conserva de Dios más que aquello que le permite prescindir de ól» (21). De esta manera se habría cubierto con el menor riesgo posible con el broquel de estas consideraciones conformistas aparentemen­te, heréticas en realidad, y hasta tal vez ateístas, como los testigos de su vida, los pastores pro­testantes de Holanda, vieron tan claramente con tanta cólera.

Si Descartes afirma que Dios es tel autor del mundo, que éste ha sido «inmediatamente crea­

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do por Dios», según enseña la Biblia, tanto en el «Mundo», como en los «Principios» describe de hecho, como podemos recordar, esta creación sin que aparezca, en el detalle de los aconteci­mientos o en la exposición de los principios ge­nerales, los efectos de esta voluntad: la afirma, pero todo sucede como si no existiese esta vo­luntad divina. Ahí está la «fábula de mi mundo», en la que describe Descartes a manera de testi­go, el universo que se desprende del caos orde­nándose poco a poco de acuerdo con «las leyes de la naturaleza», que él mismo formuló. Ya lo vemos, «la fábrica del cielo y de la tierra» es­tá sometida a la necesidad científica, a los «prin­cipios de la geometría y de las mecánicas», como se dice en los «Principios», y no a la elección, a la providencia de Dios.

Después de la tentativa de teodicea no piensa Descartes más que en disminuir el papel de Dios en el universo, sustituyéndole, es decir, sustitu­yendo a la Biblia, que viene a ser lo mismo an­te los ojos del creyente, para explicar la crea­ción del mundo, siguiendo orden que afirma di­vino, pero distinto al de la revelación: si con­cede de este modo preeminencia a la evidencia humana sobre lo que enseñan las Escrituras, ya en el «Mundo», ya en los «Principios», ¿por qué no habrá subordinado a Dios a dicha evidencia en el «Discurso» o en las «Meditaciones»? Ofi­cialmente Dios es la suprema garantía de la evi-

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delicia humana, pero, ¿qué piensa Descartes in petto? Podemos preguntarnos si Dios, que ha na­cido de la misma intuición que la evidencia de la razón, sería seudónimo dado públicamente por Descartes, con fingida humildad, a certidumbre que no se atrevió a confesar, queriendo sustituir a Dios, precindiendo de él. «Siempre fué sobrio en los asuntos de religión, ha dicho Baillet. Ja­más habló de Dios a no ser con la mayor cir­cunspección» (22).

Descartes tolera a Dios únicamente a condi­ción de que no intervenga en el mecanismo del mundo. «Bien hubiera querido prescindir de Dios», escribió Pascal.

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Ha hecho observar Baillet que esta excesiva prudencia, que irritó bastante a Bossuet, la llevó Descartes hasta su extremo ante los misterios re­velados. «En cuanto a la gracia, no hubo nunca consideración alguna que fuese capaz de liaeer emprendiese nada sobre este misterio, como tam­poco sobro el de la Trinidad y el de la Encarna­ción, porque estaba persuadido no había luz na­tural ninguna que pudiese penetrarlos» (23). De aquí la acusación de ateísmo que con tanta fre­cuencia se le lanzó. Pero de la misma manera que intentó explicar la creación por la luz natural, es decir, por vías humanas, a pesar de sus pro-.

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testas de ortodoxia, se esforzó por explicar, por los mismos medios, el misterio de la transubs- tauciación, después de haber «alegado la sabia decisión del concilio de Trento, según la cual nos basta creer que el cuerpo de Jesucristo está en el Santísimo Sacramento de manera que casi no es posible expresar» (24). ¡Otra vez la palabra casi, inquietante palabra!

Los escolásticos explicaban el milagro de la presencia real, sin que el exterior de la substan­cia se alterase, invocando el concepto que ellos tenían de la substancia misma: la substancia es, según ellos, independiente de sus manifestacio­nes exteriores de colores, extensión y forma, y, por lo tanto, les parecía posible que la substan­cia sufriese modificación sin alteración aparente en sus accidentes. Como se ve, la explicación dejaba al fenómeno su carácter de milagro, que en su totalidad continuaba siendo incomprensi­ble racionalmente.

No era el cartesianismo favorable por sí mismo a esta explicación pretenciosamente racional del misterio, puesto que rechazaba la distinción teo­lógica de la substancia y de los accidentes. Des­cartes propuso dos explicaciones, una de ellas oficial, vulgar, esotérica la otra, que estimaba y pretendía mantener secreta entre él y algunos iniciados, juzgándola mejor que la de la Iglesia y creyendo que la Iglesia debía aceptarla. Esta es la más interesante. Baillet dice: «El giro con­

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siste en explicar la transubstanciación milagrosa que se realiza en el Santo Sacramento por la transubstanciación natural que se realiza en el alimento en nuestro cuerpo sin milagro. Todo el milagro, según él, está, en que en vez de que las partículas de pan tuviesen que mezclarse con la sangre de Jesucristo y disponerse de ciertas maneras especiales, a fin de que se les informa­se particularmente, las informa sin ello por la fuerza de las palabras de la consagración. Y mientras esta alma de Jesucristo no podría que­dar naturalmente unida a cada una de dichas partículas de pan y de riño, a no ser que se unie­sen a muchas otras que compusiesen todos los órganos del cuerpo humano necesarios para la vida, queda unida sobrenaturalmente a cada una de ellas, aunque se las separe» (25).

De esta manera comparaba Descartes el más eminente milagro de la fe al fenómeno de la di­gestión: casi no hay ya misterio. El milagro con­siste solamente para sus ojos en su rapidez, bajo el efecto de las palabras de la consagración. Se tratal»a de «temeridad», como dice Baillet; ¡ sin­gular temeridad de hombre que se llamaba cre­yente y buen católico!

* * *

En tiempos de Descartes creíase que Dios ha­bía creado el universo Solamente para los habi-

— a s ­

íanles de la tierra: el hombre de la Biblia o c i a ­ba el centro de todas las cosas.

No dudamos que Descartes observase que este antropoceutrismo bíblico, relacionando al hom­bre con Dios, como al hijo con su padre, cuyo pensamiento estalla también limitado a sí mismo y a sus criaturas, era favorable a la piedad. De este modo se hacía a Dios más presente, más in­mediato, más familiar.

En sus «Principios» dice: «Es pensamiento pia­doso y bueno, en lo que atañe a las costumbres, •creer que Dios lo hizo todo para nosotros, con el fin de que ello nos excite más a amarle y dar­le gracias por tantos beneficios..., pero no es, sin embargo, verosímil que todo haya sido hecho pa­ra nosotros, de tal modo que Dios no haya tenido otro fin al crear las cosas todas». Más abajo aña­de: «No ipodemos dejar de dudar hay infinidad de cosas actualmente en este mundo, que las ha­ya habido en remotos tiempos desapareciendo por completo sin que ningún hombre las haya visto o conocido, y que nunca le sirvieron para uso alguno» (26).

Nunca creyó Descartes, a la manera de los teó­logos, que la tierra fuese el centro del Universo, que el Universo fuere creado para utilidad del hombre, expresándose sobre tan espinoso asun­to prudentemente, pero con claridad cuando •dijo:

«Cierto es que los seis dias de la creación es-

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tán descritos de tal modo en el Génesis que pa­rece sea el hombre el principal motivo; pero po­demos decir que esta historia del Génesis jué es­crita por el hombre mismo, y, por lo tanto, sean principalmente las cosas que le conciernen las que el Espíritu-Santo ha querido especificar, y que no se hable de ninguna de ellas más que en cuan­to con el hombre se relacionan» (27).

Luego añade:«Cosa pueril y absurda es asegurar en meta­

física que Dios, a manera de hombre soberbio, no tuviese otro fin al construir el Mundo que et de ser alabado por los hombres y que hubiere creado el sol, que es muchas veces más grande que la Tierra, sin otro objeto que iluminar al hombre que solamente ocupa una parte pequeña de ella» (28).

Al arrancar al hombre a su exclusiva filiación divina, Descartes considera proscribir de la cien­cia la investigación de los fines que se propuso Dios al crear el mundo: «No deteniéndonos a examinar los fines que Dios se propuso al crear el Mundo rechazaremos enteramente de nues­tra filosofía la investigación de las causas finales, porque no debemos presumir tanto que llegue­mos a creer que Dios ha querido hacernos parte en sus deliberaciones» (29).

Añade también que como nuestra naturaleza es limitada, «esta sola razón es suficiente para persuadirme de que todo ese género de causas

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que se acostumbra a deducir sobre el fin no sirve de nada en cuanto a las cosas físicas y naturales, (jorque no me parece poder, sin temeridad, inves­tigar y emprender el descubrimiento de los fines impenetrables de Dios» (30)-

¿No equivale querer conocer los fines de Dios a penetrar en sus designios? Descartes se burló de los que quieren tomar con Dios el cargo de regir el mundo; esta era la opinión de Calvino, que, según dice Leibniz, «habla con frecuencia contra la curiosa audacia de los que procuran pe­netrar en los consejos de Dios» (31).

¿No justifican tales propósitos la inquietud de un Pascal, y sobre todo, la de Leibniz, más tar­de, cuando reprochó a Descartes haber apartado a los filósofos de la «consideración de la divina sabiduría en el orden de las cosas»? (32).

Después de haber situado a Dios como una es­pecie tde guardián silencioso por encima del mun­do, científicamente imaginado por él; después de haberle aprisionado en la necsidad cuyo creador ha sido proclamado, Descartes lo resta, al pare­cer, a la misma piedad, puesto que rehúsa al hombre el consuelo de hacerle a Dios accesible por la vista ¡de su sabiduría y su Providencia, en la contemplación de sus designios en cuanto a nosotros se refiere. F. Bouillier observa: «¿Có­mo Se acomodará la piedad esclarecida a las cau­sas finales, si la ciencia las rechaza como qui­meras?» (33). Y , en efecto, ¿cómo adoraremos

i Dios si no nos sentimos hijos suyos agradeci­dos? Muy lejos nos conducirá todo esto en Es­pinosa, en los ateos y revolucionarios del siglo X V III, alumnos todos de Descartes.

Leibniz consideró muy bien que al suprimir Descartes las causas finales, afirmando que todo cuanto sucede es necesario («Principios» III* parte, art. 47) y que la materia toma todas las formas de que es susceptible, apartaba la inteli­gencia de los hombres de la consideración (de la soberana sabiduría: ((porque si todo es posible, y todo cuanto podemos figurarnos, por indigno que fuese, acontece un día; si toda fábula o fic­ción ha sido o será verdadera historia, solo hay necesidad, nada de elección ni de Providencia»

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Escribtó Descartes que Dios es el autor de to­las las cosas, que (entiende, quiere y hace todas las cosas («Principios», i, 23, 24, 75), que el hombre está sometido a Dios, depende de El. ¿No será todo eso una esj>ccie de reverencia pa­ra corregir la negación de las causas finales? Leibniz responde: «Si Dios es el autor de todas las cosas, y si es soberanamente sabio, no podría­mos razonar bien sobre la estructura del Univer­so sin considerar en ello los designios de su sa­biduría, de la misma manera que no se podría razonar bien sobre un edificio sin entrar <cn los fines del arquitecto» (35).

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Sentimentalmente, religiosamente, esa es la pura verdad.

¿Es Dios creación de la inteligencia algebrai­ca de Descartes? Razona sobre El como si se tratase de una línea o de una ecuación- ¿No lo lia confesado en ese párrafo de las «Meditacio­nesr», en el que dice que «volviendo a examinar la idea que yo tenía de un sér perfecto, hallé que la existencia estaba comprendida en él, de la misma manera que está comprendida la de un triángulo al decir que sus tres ángulos son iguales a dos rectos?»

Puede ser, porque, como lia hecho observar León lhunschvicg, «el geómetra que practica el método en lo absoluto de su rigor se apoya en la intuición de relación evidente; no se preocupa en momento alguno de la existencia de un ob­jeto exterior a su pensamiento» (36).

¿Será que el metafísico Descartes no necesita que Dios exista, de la misma manera que el al­gebrista y geómetra Descartes no requiere, para la resolución de un problema, exista círculos y ángulos en un lugar cualquiera del universo? Hasta llega a no necesitar realidad alguna el ma­temático que multiplicó «entre sí las expresiones algébricas, igualadas a cero, como si se tratase de números dados» (37). Descartes buscó un orden interior, sin lazo necesario con un orden de la naturaleza. Diríase se trata solo de tema metafísico, hijo del pensamiento humano: la su-

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preina ecuación que, ¡jara ser planteada, no re­quiere representación formal, no necesita ser ex- teriormente cierta.

# * *

Según Descartes, Dios es concebido por la in­teligencia como una idea jmra geométrica, en virtud de operación intelectual en la que no par­ticipan los sentidos, ni pueden ni deben partici­par. ¿Cómo amaremos entonces al Creador si na­da hay de sensible en el conocimiento que te­nemos de él? «Están sus atributos tan por enci­ma de nosotros, escribió nuestro filósofo, que no concebimos, en manera alguna, nos puedan ser convenientes» (38): nada hay en él que sea ima­ginable.

Ya vió Chanut el peligro y dificultad de tal actitud. Se imponía una objeción a la inteligen­cia; y la propuso al filósofo, que respondió de curiosa manera.

Escribió Descartes a su amigo (39), que Dios puede conocerse ix>r la luz natural del espíritu, por su conocimiento sensible: entonces invoca el misterio de la Encarnación, «por el cual Dios descendió hasta hacerse semejante a nosotros, co­sa que hace podamos ser capaces de amarle». Por lo tanto, el hombre puede amar al Hombre- Dios por las vías misteriosas de la Encarnación. La respuesta debía bastar para el cristiano y fué

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suficiente para Pascal en su Conversación con de Sacy, en la que, excusándose de «dejarse lle­var por la teología en Vez de quedar en el plano de la filosofía», añadía que la teología es «el centro de todas las verdades». Descartes quiso continuar siendo filósofo; por eso el misterio de Belón se cita parcamente, desapareciendo rápi­damente la teología.

Hay tres clases de pasiones afectivas. Descar­tes las distingue sutilmente: el afecto, la amis­tad y la devoción. Esta puede tener por objeto a % Dios lo mismo que al Príncipe, una ciudad o un simple particular. Mientras la amistad tiene sus raíces en sentimiento de igualdad, la devoción tiene las suyas en el sentimiento muy profundo de la inferioridad que siente el devoto con res­pecto a la persona que «estima es mucho más que él». La devoción debe ser, pues, obra de la pasión que sentimos por Dios; por lo tanto, Dios no ocupa lugar aparte en la lista del filósofo; verdad es que ocupa el primer lugar, pero con iguales; ¿reverencia Descartes en efecto a Aquél «iue debiere ocupar todo lugar, un lugar único?

¿Cómo hay que enardecer la idea para condu­cirnos a esta devoción sutilmente analizada? Aconseja Descartes pensemos en la bondad de Dios, en su creación, en su providencia, en los bienes de que nos colma, y, luego, llega a la si­guiente conclusión: «La meditación de todas esas cosas satura al hombre que las comprende bien

de una alegría tan extremada que, lejos de creer sea insultante e ingrato para Dios, llega hasta desear ocupar su lugar...» ¿Ocupar su lugar? ¿Erigirse en Dios mismo? ¡ Qué orgullo rebelde se trasparenta en esto súbitamente, en forma hu­milde, bajo esta apariencia de modestia!

¿Quién puede pensar en ocupar el sitio de Dios? ¿Un teósofo? ¿Un Rosa-Crúcense? ¡Qué osado es este Descartes!

La idea de parecerse a Dios, al que no llega a adorar con inocente e ingenuo corazón, sumiso, como conviene a tódo fiel, esa idea de suplan­tarle, no ocurre por accidente, debido al azar. Un día escribió como un estoico a la reina de Suecia: «El libre albedrío es por sí la cosa más noble que pueda haber en nosotros, puesto que nos hace en cierto modo parecidos a Dios, y pa­rece nos dispensa de estar sujetos a él, y, en consecuencia, su juicioso uso es el más grande dé todos los btqnes» (40).

No oculta Descartes que la meditación de Dios es cosa difícil. ¿Difícil o imposible? Nuestro filó­sofo emplea en esto también términos tan enre­vesados, que no podemos evitar preguntamos si estas oscuridades metafísicas de su respuesta pue­den servir para disimular impía tibieza:

«Verdad es que precisa que el alma se desta­que mucho del comercio de los sentidos para re­presentarse las verdades que excitan en ella este amor. De donde se deduce que no parece pueda

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comunicarla a la facultad imaginativa para hacer de ella una pasión.»

He allí lo cierto del pensamiento de Descar­tes: la meditación devota no es posible por sí en el cerebro de este hombre que pretendía (pecaba aquel que no se sirve de su razón como debe ser­virse {41). '

«Pero, no obstante, no dudo que ella (el alma) deje de comunicársela, porque aunque nada po­damos imaginar de lo que hay en Dios, el cual e<s objeto de nuestro amor, podemos imaginar nuestro amor mismo, consistente en que quere­mos unirnos con algún objeto, es decir, a la mira­da de Dios a considerarnos como una pequeñísima parte de toda la inmensidad de las cosas que ha creado, porque si los objetos son diversos, pode­mos unirnos con ellos de diversas maneras; y la sola idea de esta unión es suficiente para excitar el ardor necesario alrededor del corazón y causar una muy violenta pasión.»

La demostración es complicada; casi puede considerarse ampulosidad metafísica: te amo, porque quiero amarte. Demasiada filosofía, dema­siada argucia; «Lejos está el conocer a Dios de amarle», decía Pascal, pensando tal vez en Des­cartes. También decía: ¡(Lo que siente a Dios es el corazón y no la razón.»

La idea del filósofo no fué conducida por Des­cartes hacia la pasión del devoto: no lo podía hacer así, puesto que su tesis es que la idea es-

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tan diferente de la sensación como el alma lo es del cuerpo. Concibió a Dios; Dios, o el orden invariable de las relaciones universales; lo que no sintió fué al crucificado dolorido.

Descartes no ruega a Dios; jamás se jkjiic de rodillas. Hasta parece querer no ruguemos nos­otros tampoco. Cree que el ruego es inútil, jwr- que lo que Dios quiere lo quiso toda la eterni­dad. Nada alteraremos abismándonos ante los al­tares. No obstante, la teología, la humilde lec­ción del catecismo, enseña hay que rogar. «Cuan­do nos obliga a rogar a Dios, no es con el fin de que le imploremos altere algo en el orden esta­blecido por toda la eternidad por su Providen­cia, pues tanto lo uno como lo otro sería vitu­perable, sino solamente con el fin de que obten­gamos lo que ha querido él por toda la eterni­dad, por medio de nuestros ruegos» (42).

Como Alfredo Espinas ha hecho observar, «si rogamos solamente para obtener lo que Dios ha querido jK>r toda la eternidad que olutuviésemos con nuestros ruegos, ¿de qué sirve toda esa figu­ración de simulacro?» Til historiador-filósofo aña­de: «¿No sería preferible suprimir toda esa ma­gia?» ¿No creéis que Descartes la suprimió en su fondo? Si no se admite esto, ¿tendremos que pensar que Descartes tuvo menos penetración que su historiador?» (43).

No pide a Dios Descartes que le socorra, que le ayude. No le invoca como juez; no pide a sus

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ministros sean mediadores entre él y su Provi­dencia. Le basta su conciencia, y escribe a la Princesa Isabel: «Basta que nuestra conciencia nos afirme quie nunca estuvimos faltos de reso­lución y virtud para ejecutar todas las cosas que juzgamos eran mejores, y de este modo la vir­tud sola es suficiente para contentarnos en esta vida» (44).

Descartes hizo una demostración metafísica de la existencia de Dios: no se incorpora a su vida espiritual, como 110 se incorpora a su vida prác­tica. Su razón es tirana. Rebelde. Como obser­vaba Montaigne, «el uso nos hace ver enorme dis­tinción entre la devoción y la conciencia». ¿Y la gracia? ¿No será el momento de invocarla,, para enardecer la meditación hasta suscitar la devoción? Descartes no lo piensa: «No aseguro que este amor (para con Dios) sea meritorio sin la gracia, y dejo que los teólogos diluciden la cuestión.»

«Sin duda», dice a Chaval en la misma car­ia, «la creencia en Dios, el amor cíe Dios, es la más arrebatadora y más útil pasión que podemos sentir, y hasta puede ser la más fuerte.»

Pero tan pronto acaba de expresar estas reve­rencias el incorregible racionalista, vuelve a to­mar la palabra, con sangre fría desconcertante, y dice:

«Aunque se requiere para eso meditación muy atenta, a causa de que continuamente nos halla-

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mos apartados de ello por la presencia de los de­más objetos.»

Descartes se muestra distraído: no está muy interesado en su meditación. Si deja entender a CJianut es capa/, de ese esfuerzo, a pesar de la desviación que le produce la vista de los objetos materiales, confiesa, casi |>or los mismos días, a la princesa Isabel, que los «jxensamicntos meta- físicos» fatigan su inteligencia: «Da presencia de los objetos sensibles no me permite detener­me en tollos mucho tiempo» (45).

No rechazó Descartes desde luego la idea de que una inteligencia puede honorablemente du­dar de la existencia del Creador. Una duda es­peculativa es posible, porque nadie puede evitar que la duda nazca en su inteligencia. La inteli­gencia sal>e o no sabe.

Si no sabe, duda. En esto no hay elección po­sible: para Descartes, la inteligencia no dispo­ne de la evidencia; ésta se le impone. El filóso­fo se explicó sobre esto, con la mayor claridad, en la respuesta a Huitendijck, uno de los curado­res del colegio de Dordrecht, cuyo director fué Bccckman en otro tiem|x>: le había preguntado si estaba permitido jKmer en duda la existencia de Dios (46).

¿Sería evitable una duda en el dominio de la vida práctica, que es el de la voluntad? Sí, res­ponde Descartes, invocando la salvación: sería pecado capital para aquel que perseverase en

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ella, una vez hubiera sido rozada. Graviter peccat.

La duda de la inteligencia es posible; la duda del corazón está prohibida. Muy difícil nos es hoy comprender esa distinción. ¿Pudo creer Des­cartes, analista sutil de sí mismo, que correspon­día a una posibilidad de la naturaleza humana? ¿No se valdría de su análisis, que utiliza las dis­tinciones sobre la inteligencia y la voluntad, pa­ra disimular en esta cuestión, no sin apuro, su duda, la de su voluntad tras la de su inteli­gencia?

. Hasta en el caso de discernir las distinciones de Descartes, comprendemos malamente una vo­luntad que obrase con fe contra lo que confiesa la inteligencia. ¿Hallaríamos explicación en esta frase de Saint-Evremond, que trata de esta di­ficultad? «En la mayor parte de los cristianos, las ganas de creer equivalen a la creencia; la vo­luntad les procura una especie de fe por los de­seos, que el entendimiento les rehúsa por sus luces. He conocido devotos que, en cierta con­trariedad, entre el corazón y la inteligencia, ama­ban a Dios verdaderamente sin creer mucho en 61» (47). Esto escribió Saint-Evremond, hom­bre de inteligencia reconocida.

Estas ganas de creer, que Saint-Evremond su­pone en el devoto (no lo olvidemos), es la raíz psicológica del movimiento religioso que Des­cartes pide a la voluntad, pero lo que precisa

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ante todo es poseerla. Pero, ¿podemos afirmar que el alma de Descartes, tan desprovista de fer­vor, haya sentido alguna vez en ella el celo de esa nostalgia espiritual? Nos vemos muy poco in­clinados a creer en la existencia de tal matiz, tan claro, en la inteligencia de Descartes, que se limitaba a decir, liablando de la obra de Dios, desde t i punto de vista de la razón, «que es ve­rosímil que el mundo haya sido creado tal cual debía ser», añadiendo que desde el punto de vista de la fe, no negaba por eso que no fuese I>erfecto. Pero esta frase hay que leerla de un tirón así: «Al decir es verosímil (según la ra­zón) que el mundo haya sido creado tal cual debía ser, no niego en absoluto por eso deje de ser cierto por la fe que es perfecto» (48).

« Verosímil, no niego»: estas fórmulas no reve­lan firmeza, sobre estos puntos, en el pensamien­to de Descartes. Son secas, carecen de la anima­ción que les presta aquellas ganas de creer, in­dicada por Saint-Evtvmond. ¿Iín quó queda­mos?

# * #

«Dios es para nosotros»; lie ahí la fórmula en que Enrique Brémonld (49) resume la actitud del fiel para con Dios, hasta la Contra-Reforma, es decir, hasta la época en que Descartes comien­za a pensar. Dios está muy cerca del hombre.

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i\l fiel repite con S. Agustín: <t¡ Alma humana, nada puede satisfacerte más que aquel que te creó!»

Sencillo resumen, que no liabría que tomar demasiado al pie de la letra, pero que presen­ta lo esencial sobre la actitud espiritual de los creyentes. Como escribió también E. Brémond, guía seguro en estas cuestiones, S. Ignacio «ve casi siempre a Cristo en función del hombre, si podemos hablar tan vulgarmente...; establece en­tre él y nosotros las relaciones existentes entre el soldado y el general, entre el servidor y el señor, entre el amigo y el amigo».

Esto es el antropocentrismo. En cuanto a Bé- rulle, tenemos otro punto ele vista: el teocen- trismo.

La salvación de la criatura desaparece enton­ces del primer plano del alma. Lo esencial no es entonces la salvación, la delectación de es­ta alma. No se relaciona ya la oración con el provecho del fiel, con su utilidad espiritual, si­no «con la sola gloria de Dios, dice un texto místico de 1636, sin ninguna consideración o in­terés para nuestra satisfacción personal, como si propusiésemos como objeto y fin de la oración reverenciar, reconocer y adorar la soberana ma­jestad de Dios, por lo que es en sí antes que por lo que es para nosotros».

Dios se halla alejado de su criatura; Descar­tes y De Bérulle parece lo impersonalizan casi;

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pierde la paternidad que le daba figura. Esta depuración de la idea de Dios, efectuada por una parte por Descartes, desde el punto de vista filo­sófico, por otra desde el punto de vista religio­so, por el piadoso oratoriano, corresponde, en el orden j>olítico, a la obra de Ricbelieu, que, se­gún la feliz opinión de Agustín Thierry, «ais­ló (la realeza) en su esfera como una idea pu­ra, la idea viviente de la salvación pública y del interés nacional» (50). La idea real, largo tiempo familiar, humana, retrocede, se aleja ca­si súbitamente del súbdito, en este momento se­gún el tema bcruliano, o el cartesiano traspues­to: adquiere majestad que no había conocido to­davía; pronto habrá, a imagen de la adoración de Dios por Dios mismo, adoración del rey por el rey, amor puro por el rey, que, como ese Dios glorioso, cada vez más invisible a los ojos de los sentidos, se glorificará en sus súbditos. Existe; él es quien es. Ya no habrá retorno del súbdito hacia su interés personal, o hada su placer: se trata de un basiliocentrismo. El súb­dito existe desdo entonces para el rey, y cesa de decir: el rey es para nosotros. Habrá mira­das del rey que serán como el rayo de Dios: una de aquellas miradas fué la que anonadó a Racine herido por su rayo.

No hay que dudar que Descartes perfeccionó la idea de Dios en el sentido de elevarla a una especie ele impasible dignidad geométrica; la

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comparación, la alusión, es suya, desde luego. Hay que subrayarla, tras haber subrayado sus reticencias, sus reservas, las singularidades es­capadas de su pluma. Pero ¿no equivale perfec­cionar la idea de Dios, en el fondo, a suprimir a Dios, como finalmente se suprime al rey per­feccionando, espiritualizando excesivamente, la idea que de él se tiene?

La concepción de un Dios impersonalizado, al procurar punto de apoyo a los sentidos, pudiera conducir al ateísmo. La concepción de un rey tan inhumanizado hasta el punto que los súbditos pierden todo contacto con él, pudiera conducir a la república. El hombre comprende y adora únicamente por medio de su sensibilidad. No hay templos para las ideas generales.

Dios, menos paternal, menos familiar, menos presente, es rechazado de la tierra y lanzado al inmenso universo coptmicano, perdiéndose en él como persona, ganando en infinidad astronómi­ca, si podemos expresarnos de este modo, y ten­diendo caída vez más a convertirse en idea gene­ral, a partir de Descartes. Pero el hombre que tiene necesidad de creer, de adorar, pronto que­brará esta curva proyectada demasiado lejos de él. Al no poder alimentar su necesidad de lo divino, es decir, sentir arrebato sus ojos ante la presencia de piadosas imágenes y deleitar sus oí­dos con cánticos, ante un Dios tan inmenso, tan lejano, tan inhumano, tan invisible, los hombres,

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fieles sencillos y creyentes filósofos, no lian ce­sado de crear una divinidad presente, física, vi­sible: los filósofos se han exaltado ante el es­pectáculo de la naturaleza que poetizan, como Pendón, los hombres sencillos adoraron las figu­raciones humilladas de Dios en la mitología de los santos, abandonándose al Sagrado Corazón y a. la consoladora leyenda de la Virgen-Madre, y, de este modo, todo cuanto Dios perdió en el al­ma de los grandes místicos y de los grandes ra­cionalistas, lo halló en ese paganismo de los san­tos, entre las alucinaciones de esas embriagado­ras ¡devociones naturalistas.

En el momento en que parece lanzar a Dios en los espacios repletos por los astrónomos co- pemicanos de un infinito supraterrestre, Béra- lle, que lo alejó de la tierra para los grandes místicos, lo vuelve a aproximar para el común de los fieles, suscitando la devoción por un Dios encarnado en la creencia del Sagrado Corazón. Da idea de Dios, que se debilitaba en el alnia< de las muchedumbres, al mismo tiemix> que des­fallecía en la inteligencia de los selectos, por ha­berse agrandado en demasía, por haber llegado a ser demasiado abstracta, halló nueva vida, co­mo las divinidades de la mitología griega rena­cían mágicamente de la sangre y el vino de los sacrificios y liljnciones. Se estableció una fiesta denominada de la Preciosísima Sangre en el año 1640. En este momento de la Contra-Reforma se

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sintieron redimidos los fieles más que nunca, re­animados por la mística do la sangre divina, Uijo un cielo que poblaron de ángeles como en las piadosas estampas, en la hora en que Des­cartes, vencido teológicamente, en público, por las condenas copernicanas del Santo Oficio y de la Sorboua, se reía irónicamente de Santo Tomás, que creía en los Tronos y las Domina­ciones.

Permaneció Descartes extraño a esta renova­ción naturalista y mitológica de Dios, no hay que dudarlo; tal vez la mirase con una sonrisa, él que pretendió proceder a la «Investigación de la verdad por ¡a luz natural» sin buscar el apoyo prestado de la religión ni de la filosofía». Ya pue­de suponerse de qué filosofía nos hablaba: de la filosofía escolástica que, según el cartesiano Ni- cole, es «la lengua de la teología», esa ciencia de las cosas divinas que su maestro execraba.

¿Sería el Dios del «Discurso» v de las «Me­ditaciones» sencillamente símbolo del orden cien­tífico, como el Dios de Durkheim es símbolo, sin realidad celeste, de la moral, obra de la so­ciedad?

¿No diría Descartes: Creo en Dios, para po­der decir impunemente: Sé que la tierra gira?

CAPITUIX) 111

El rosario de Leibniz y la espada de Descartes

«Soy de la religión de mi nodriza.»Respuesta de Desearles al teólogo pro­

testante Revio. (C . Adam. «Descartes», p. 345.)

«Más me fío de ¿I solo (el matemático des Argües) que de tres teólogos.»

Descartes(Baillet, «Vida del señor Descartes», II,

p. 115.)

Afirmó Descartes en un célebre texto que «las verdades de la fe, que fueron siempre las prime­ras en su crencia», debían «ponerse aparte' del resto de sus opiniones», de las cuales podía «li­bremente tratar de deshacerse» (51).

Como temía se le acusase de arruinar la verdad religiosa con la duda metódica, fuó ésta una de las ipticsuicioiics que tomó. Motivos tuvo para temer com ise el rumor tic que su duda era uni­versal, «[lie era un shir rcligione, fórmula que empleó ól mismo conversando con Burman. Pero queda por preguntar de qué clase era esta pre­caución. ¿Ilay que tomar esta declaración «co­mo palabra interesada, pero sincera, o como pro­vechoso disimulo», según expresión de Gilson?

Pero, ¿Jes posible (pie un hombre de la época

de Luis X III, auné en sí misino dos tendencias tan contradictorias al parecer: credulidad abso­luta por parte de la fe y escepticismo absoluto en cuanto a lo demás? (52.) Vamos a insistir, para penetrarlo mejor, sobre el examen de un contraste que Saint-Evremond nos lia ayudado a analizar ya, en lo referente a las relaciones en­tre la razón y la voluntad.

♦ ífc 3$

E¡n tiempos de Descartes era posible alear la grande libertad de pensamiento en la investiga­ción científica con la grande obediencia religio­sa; en este caso se hallan Pascal, el P. Mersen- ne y Silhón, lo mismo que 011 nuestros días se dió el caso Pasteur. Todos ellos son interesantes; pero uno solo entre todos figura en el orden de las grandezas cartesianas.

La señora Périer escribe que su hermano Blas no se dejó llevar nunca por el libertinaje en lo concerniente a la religión. Libertinaje: libre exa­men, como se decía en aquellos tiempos; hoy di­ríamos incredulidad. Descartes, como físico ra­cionalista y creyente, es psicológicamente posi­ble, en cuanto toca a este tema pascaliano.

También es posible el caso a la inversa: eru­ditos y hasta sabios (sin tener en cuenta a los libertinos propiamente dichos) no creían o creían poco, gente de moralidad y mérito, tales como el

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módico Guy-Patin, el erudito Naudé y el filó­sofo la Motte Le Vayer. Ninguno de esos hom­bres pertenece al orden de Descartes, desde lue­go; pero no dejan de indicar ante Pascal, sabio y devoto, otra tendencia, otra posibilidad; tal vez realidad intelectual, que no está, por otra parte, tan alejada del caso Pascal como puede parecer a primera vista.

I.u señora Périer admira que su hermano se haya mostrado sumiso a su fe; sin embargo, no cree (pie esa virtud sea natural, que este hecho sea común, fácilmente explicable. Admira y se extraña. Busquemos con ella los matices nece­sarios, leyendo su texto sin mutilarlo. «Hasta en­tonces (los veinte años) había sido preservado, debido a protección particular de Dios, de todos los vicios de la juventud; y lo que todavía es más sorprendente para inteligencia de su temple y carácter, jamás se dejó llevar por el libertina­je, en cuanto toca a la religión, limitando siem­pre su curiosidad a las cosas naturales.»

Dado su genio, Pascal hubiese debido ser li­bertino, al menos durante cierto tiempo. Eso era lo que convenía a inteligencia y carácter del tem­ple de Pascal. Lógicamente hemos de suponer conoció) el libertinaje religioso, eso es lo que su hermana piensa en cuanto a él. Y lo confiesa francamente: si Descartes ha escapado, con su joven rival, a todas las curiosidades libertinas en lo referente a la religión, habrá que pensar,

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insistiendo solwc el epíteto de Gilberta Pascal, que tal disposición de inteligencia podía consi­derarse como «extraña», hasta en los más vi­vos tiempos de la Contra-Reforma. Un Descar­tes incrédulo no choca, pues, en principio, con­tra ninguna conveniencia, ni contra las pasca- lianas, de la misma manera que el humilde cre­yente no podría, en las mismas condiciones, cho­car por su razón discutidora y rebelde.

Pero ¿fué Descartes, de hecho, creyente o in­crédulo? ¿Fué incrédulo, a pesar de tantas de­claraciones ortodoxas escapadas de su boca vo­luntaria y sarcástica, o de su pluma, que con tanta prudencia manejaba?

No nos hallamos faltos de textos: los poseemos numerosos y en todos sentidos. Se impone, pues, un trabajo crítico, para definirlos, establecer entre ellos las jerarquías de verosimilitud o de verdad.

El problema que, de sí hubiera sido difícil de elucidar, ha sido complicado por la biogra­fía del abate Baillet: ya hemos tenido ocasión de hacerlo observar, Baillet, autor de diecisiete volú­menes de «Vidas de Santos», transformó a Des­cartes en especie de confesor de la fe, en tiempos en que no se creía en la ortodoxia de una obra condenada por la Sorbona, puesta en el Indice por Roma, en 1663. El libro del buen panegiris­ta lleva una fecha que lo indica, y es la de 1619. Se publicó después de la revocación del Edicto de Nantes, en duros momentos de intolerancia;

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tuvo por objeto rehabilitar un creyente sospe­choso por entonces. En él se trata de hacer olvi­dar la sospecha que pesaba sobre su memoria, devolver a la Iglesia un pensador que los filóso­fos querían atraer hacia ellos. Parcial, tendencio­so; no i>or eso deja de ser íitil esc libro, atracti­vo, debido al entusiasmo, ingenuidad y admira­ción que desnudan de sus páginas; es noble, gra­cioso, descollando deliciosamente entre el flo­rilegio que debemos al fecundo bibliotecario del señor de Lamoignón.

A partir de fines del siglo X V II esta visión liagiográfica se superpuso a otra visión: la del hereje Descartes, confundiéndose ambas más o menos, tergiversando una psicología muy obscu­ra por sí misma, muy misteriosa, en constante reticencia de sí misma. Este excelente sacerdote comprendió retirado en su verdadera personali­dad a Descartes, tanto que sólo tiene vida en su libro, en ese Baillet, que no ha cesado de consultarse con (pretensiones enemigas, ya lai­cas, ya jqiologétieas: de ahí las discusiones bio­gráficas que se unen n t<xlas las dificultades psi­cológicas y doctrinales.

¿Dónde hallaremos una luz?Ante todo, en esta carta al P. Mersennc, en

la que Descartes confiesa su fe:«En cuanto a lo njerente a declarar pública­

mente que soy católico romano, es cosa que me parece haber hecho muy expresamente ya varias

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veces: al dedicar mis «Meditaciones» a los Seño- res de la Sorbona, explicando la manera cómo las especies se conservan bajo la substancia del Pan en la Eucaristía, y por otros medios. Y es­pero que de hoy en adelante mi estancia en este país (Holanda) no procurará motivo a nadie pa­ra que tenga mala opinión de mi religión...»

Consultemos los testigos.Según el erudito protestante Saumaize, Des­

cartes, al que encontró en Leyden, era católico «de los más celosos» (53). Su «maestro de ar­mas» garantizó su piedad, lo mismo que un «maestro de baile» y «un capitán de navio»; tam­bién el P. Viogué, que asistió a sus últimos mo­mentos, escribió, en 1671, una carta a Le Roy» abate de S. Martín y canónigo de Saint-Germain l ’Auxerrois, en la que confirmaba lo siguiente: «Durante el tiempo que el sefior Descartes ha permanecido en Estocolmo, Suecia, en casa del señor Embajador Chanut, que fué por espacio de cuatro meses, aproximadamente, los últimos de su vida mientras gozó de buena salud (que fué siempre, excepto nueve días antes de su falleci­miento) , no faltó jamás a la asistencia a la San­ta Misa todos los domingo y fiestas, a los ser­mones, y por la tarde a las Vísperas. Confesó y comulgó sintiendo profundamente la religión cristiana, apostólica y romana, sirviendo de gran edificación para los presentes. Todo eso es muy contrario a los falsos rumores que se ha hecho

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circular sobre él, y demuestra claramente era buen católico» (54).

Apoyándose en dichos testimonios y otros más (por ejemplo en el de Sorbiére), llaillet escribe: «Frecuentaba sobre todo los sacramentos de la penitencia y la eucaristía; con tenias las disj>osi- ciones de corazón contrito y espíritu de humil­dad, cosa que nos permite afirmar el testimonio de los confesores que dirigieron su conciencia cu Holanda (un P. del Oratorio) y en Suecia (un Agustino).» (55.)

He ahí una confesión, he ahí un juicio; ahí tenemos testimonios directos. No distante, du­rante su vida se dudaba ya de la sinceridad reli­giosa de Descartes; tan firmemente, tan clara­mente, tan continuamente, después de haber ocu­rrido su fallecimiento, que sus admiradores ca­tólicos creyeron necesario pedir certificado a la Reina Cristina de Suecia, cuyo huésped era en el momento de morir. He aquí dicho testimonio: «Certificamos por el presente documento, que el señor llamado Descartes ha contribuido en mu­cho a nuestra gloriosa conversión, y que la Pro­videncia de Dios se ha servido de él y de su ilus­tre amigo el señor Clianut, para procurarnos las primeras luces, que su gracia y su misericordia perfeccionaron después, y jKira que abrazásemos laS verdades de la religión católica, apostólica y romana» (56).

¿Podemos ver argumento en el certificado de

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la reina? Sin tener en cuenta, como d’Alembcrt,. sus «discursos equívocos sobre la religión que liabía abandonado y sobre la que había abraza­do», ni considerar, con Bayle, la especie de sim­patía que conservó, tras su conversión, por el luteranismo (57), podemos asimismo observar que ese certificado fué redactado en 1667, es de­cir, diecisiete años después de la muerte de Des­cartes, y quiuce años después de su propia con­versión al catolicismo.

Cosa algo picante es repetir por nuestra parte las siguientes líneas de I.eibniz sobre la perspi­cacia de Cristina:

((Supe en Roma, por personas que tuvieron el honor de frecuentar la compañía de la reina, lia­bía afirmado que Juan-Alfouso Borclly (58) le parecía más grande filósofo que el mismo Des­cartes.»

Y el buen Leibniz añade: «No comparto de ningún modo la opinión de la reina» (59).

En otros momentos dijo la reina refiriéndose a Descartes: «No era devoto hasta el escrúpulo.»

Ese certificado de una loca, o al menos de una que lo está a medias, de una conversa sospecho­sa, de una criminal apasionada, ¿no creéis con­turba la inteligencia del historiador antes que le purifica de sus dudas?

Busquemos más claridad: hechos antes que im­presiones, por dispuestos que nos hallemos a creer a un hombre honrado como fué Saumaize. Por-

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.ue, vamos a ver, ¿habla por lo que ha visto o le oídas? En cuanto a los testimonios de un maestro de armas» y de un «maestro de baile», nóminos, ¿quién puede tomarlos en serior

Se ha creído siempre que Descartes se instalaba iempre en sitios próximos a lugares o en luga- cs en que pudiera cumplir sus deberes religio- os. I,a coincidencia no lia sido verificada toda- 'ía, al menos en cuanto a dos de sus residencias, ■ on seguridad: Deventer, «en pleno país protes­ante», y Harderwick (6o), que representan dos > tre-s años de su estancia en Holanda. En De- •enter fué donde, como recordaremos, hizo bau- izar a su hija, en un templo reformado. El he­dió es capital en la vida ele Descartes. Bautismo protestante de Francina, y, sin duda, matrimonio protestante de Descartes.

¿Cómo cumplió Descartes sus deberes religio- ios en su «estufa» de Suavia, en 1619-1620; du- anic el curso de sus peregrinaciones por Dina­marca y en la Baja Alemania, solo o acompáña­lo del alquimista Villebressieux, durante los años [621, 1634 y hasta en 1635?

Ya hemos recordado sus amistades protestan- íes: sus dos más queridos discípulos, Reneri y Regias, pertenecen al culto reformado; Reneri era celoso hugonote. Estas amistades eran harto co­nocidas en París, donde produjeron escándalo; se le acusaba de asistir «a la prédica» (61). En su :élebre carta a la Univrsidad de Utrecli, afirma

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Desearles no es crimen tener amistad con perso­nas de diferentes religiones y escribirles (62).

Evidentemente, no es crimen, pero eran tan numerosas, tan íntimas, que pudieran acusar to­lerancia más que piedad. En una carta a Cons­tantino Huygens, en 1647, revindica el derecho a la libertad de conciencia (63).

¿No agrava nuestra inquietud recibiese en su casa notorios ateos y libertinos, tales como Picot (el hecho lo patentiza Baillet), aquel Des Ba- rraux, gran ateo, al que Chapclain llama en una carta «ilustre libertino» (64).

C. Adam parece dudar algo sobre la visita de Dex Barraux a Descartes, porque no se tienen las cartas de Mersenne a las que nos refiere Bai­llet para apoyar su afirmación sobre la visita. Pre­ferible sería poseer dichos documentos, es cierto; pero el hecho es en sí tan extraordinario, pues­to que no está de acuerdo con la santidad de Des­cartes, tal cual la diseña Baillet, que no nos está permitido pensar pudiese inventarla ni admitirla a la ligera (65).

De todos modos, si se discute la visita, la amis­tad es cosa que no puede .discutirse: Baillet cita formalmente a Des Barraux entre los amigos de Descartes,.con Picot. ¿Quién es este Picot? Clau­dio Picot era cura, prior del Rouvre. Un mal cu­ra: ateo y amigo de la buena vida, amigo y com­pañero de los libertinos y de los disolutos. Baillet declara: «Nadie gozó de tanta familiaridad con

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Descartes ni tuvo mayor conocimiento de sus asuntos.»

«No se contentaba con declarar públicamente era discípulo suyo, admirador del Sr. Descartes, sino que quiso también ser el traductor de sus Principios, su secretario para las cartas que recibía y tenía que enviar; su huésped cu París, en sus últimos viajes que hizo de Holanda a Francia; agente de sus asuntos domésticos; receptor de sus reutas de Bretaña y del Poitou» (66). Este Picot familiar, indispensable, es llamado por Desmai- zeaux en su «Vida de Saint-Evremond» discípulo y mártir de Descartes (67).

En la lectura de Baillet resulta que Picot y Descartes estaban relacionados amistosamente de antiguo: Descartes, en 1628, cuando se desterró voluntariamente a Holanda, le «encargó del cui­dado de sus asuntos domésticos y de sus rentas» (68). En una carta del 8 diciembre ¡de 1647, Des­cartes escril)c a Constantino Iluygcns, pasaron el invierno juntos (69).

Este Picot es |>ersonaje singular. Era hijo del recaudador general de Hacienda en Moulins. Su muerte fué poco edificante: muerte de incrédulo, como la de Mauricio de Nassau, el primer jefe que tuvo Descartes.

Cayó enfermo en algún pueblccillo, indudable­mente en Limeil (cerca de Mantés), en donde fué enterrado, tal vez después de haber pasado la Se­mana Santa en el tabernáculo de la du Ryer, en

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Saint-Cloud, que tenía por costumbre frecuentar; el prior del Rouvre se sintió repentinamente en­fermo e hizo llamar al cura. No fué para confe­sarse, sino para evitar le administrase los Santos Oleos, sin que se lo ordenase, cuando se encon­trase todavía más debilitado. Tallcmant nos dice no quería se le atormentase gritándole en los oídos como se acostumbraba a hacer con los ago­nizantes.

El cura cedió y Picot le hizo donación de tres­cientas libras. Creyendo que el moribundo había perdido ya sus fuerzas, le recordó su ministerio, y, según dice Tallcmant, comenzó a gritarle al oído como era costumbre. El enfermo únicamen­te estaba adormecido; despertóse, y cogiendo un brazo al cura, dijo:

«Sepa usted, caballero, que si no cumple lo pac­tado tengo testante vida aún para revocar 3’ anu­lar mi donación.»

Estas palabras produjeron efecto en el eclesiás­tico, dice irreverentemente el narrador; dejó tranquilo al moribundo, que exhaló el último sus­piro sin que le molestasen (70).

Así murió el amigo de Des Barraux y de Des­cartes, el 6 de novimbre de 1668.

Purliérase dudar que este Picot de Tallcmant sea el mismo que Claudio Picot el amigo de Des­cartes: el de Tallcmant es un cura, el otro Picot es Eustaquio Picot, maestro de capilla de Luis X III. Los comentadores de Tallemant, que igno-

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ran la existencia de Claudio Picot, citan a Picot,. a título de hipótesis.

Los más serios indicios autorizan a creer que Claudio Picot era el amigo de I)cs Barraux.

«Los Picot y los Des Barraux», escribe a Cha- pelain Balzac, que recibió su visita. Lo cierto es hubo amistad entre un Picot y Des Barraux. Tam­bién Baillet, como liemos visto, cita a Des Ba­rraux entre los amigos de Descartes (71).

Se trata de un Picot y un Des Barraux, ami­gos de Descartes, que fueron de visita a casa de Balzac; hay un Picot y un Des Barraux, amigos de Balzac, que visitaban a Descartes. Para re­chazar la identificación entre el Picot de Balzac y, el Picot de Descartes, habría que suponer un homónimo entre dos Picot totalmente diferentes, amigos ambos de Balzac y de Descartes, amigos también ellos, curas ambos, a quienes se desig­naba entre los suyos sin nombre de pila que les diferenciase.

Tnllcmnnt supone la visita de Picot y Des Ba­rraux « Balzac en 164a; sus comentaristas en 1641: se ratifique o rectifique la fecha, cuadra de todos modos con las fechas de estancia de Picot en Holanda junto a Descartes y de su salida para Francia. Baillet fija la llegada de Picot a casa de su amigo a fines de 1641 y la partida a comien­zos de 1643 o fines de 1642, cuando se dirigió a Turena.

¿Será cierta la anécdota? (72). A l menos dis-

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]K>ncmos de una certidumbre: que Balzac consi­dera a Picot como a Des Barraux, cuyo ateísmo violento no ha sido negado por nadie: «Predica el ateísmo allí en donde se encueutra», dice Talle- mant. ¿Qué pensaremos al considerar que un ateo, o al menos el compañero del ateo más notorio de aquella época, fuera el más íntimo confiden­te de Descartes?

¿Gustaba Descartes de 1a sociedad de los bue­nos curas? Se cita los nombres de dos de ellos: Bannius y Bloemart, de Haarlem, a quienes esti­maba como amigos. De ellos se trata en una car ta escrita a Huygens en 1639, en la que se hace sugestiva biografía en esta difícil materia.

En esta carta (73), en la que Descartes reco­mienda a Bannius a los buenos oficios de Huy­gens, secretario del príncipe de Nassau, la frase inicial parece indicar 110 buscaba familiaridad en­tre los sacerdotes católicos:

«St no hubiese usted hablado alguna vez bien de mí (Huygens era hugonote, desde luego), puede ser no hubiese tenido nunca familiaridad con ningún sacerdote de estos barrios...»

¡ Inaudito propósito! ¿Cómo cumplía Descar­tes sus deberes piadosos?

No buscaba a los sacerdotes; tal vez les huye­ra. En cuanto a Bannius y Bloemart, escribe: «Los considero tan buenos, tan virtuosos y tan exentos de aquellas cualidades que hacen evite la frecuentación en este país de los que visten como

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ellos, que considero su amistad como una de las bondades que a usted debo.»

Luego añade estas sorprendentes reflexiones, para justificar su intervención en favor del aba­te Bannius:

«También considero en esto mi propio interés, porque entre los objetadores que tengo en Fran­cia los hay que me reprochan mi estancia en este país, diciendo que el ejercicio de mi religión no es libre en él; hasla llegan a afirmar no tengo ex­cusa, como no la tienen aquellos que sirven bajo las armas en defensa de este Estado, porque los intereses entre ambos países son encontrados, y que lo que hago aquí lo mismo pudiere hacerlo en otra parte. A todo lo cual respondo que como aquí disfruto de la libre frecuentación y amistad de algunos eclesiásticos, no siento en absoluto que mi conciencia sufra ninguna traba.»

En todo esto, Descartes, irreligioso y maquia­vélico, revela tener necesidad de alibi, aprove­chando el que se le presentalla.

Curioso es el estado de conciencia de este «cre­yente». En el párrafo que dice que la «filosofía procura el medio de hablar verosímilmente de to­das las cosas y hacerse admirar por los menos sabios», intercala este propósito: «1.a teología nos enseña a ganarnos el cielo.» Irreverencia, que- agrava, que parece agravar, relacionando esta ciencia divina y mezclándola con la jurispruden­cia, la medicina y otras ciencias, que «procuran-

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licuores y riquezas a quienes las cultivan». Ga­nar el cielo, enriquecerse, solicitar honores, ¿es posible que todas esas ambiciones sean similares, sean igualmente feas, igualmente bajas?

Hay que tomar nota de todo el contenido de esa frase, sobre todo el final, en el que se dice que esas ciencias diversas, incluso la teología, «es bueno haberlas examinado todas, hasta las más supersticiosas y falsas, con objeto de cono­cer su justo valor, y guardarse de embeberse en ellas».

Se burla de los jurisconsultos, de los magos, de los astrónomos, de los filósofos y de los mé­dicos, de manera apenas velada: ¿creéis ha ex­ceptuado a los teólogos? No, pues los ha inclui­do mezclándolos a granel con los demás en el mismo párrafo. Descartes bromea con todo, liace el escéptico, o juzga desde lo alto el arte y el sa­ber de su tiempo, intercalando matices de amis­tad y buen humor, que procuran movimiento y gracia a sus decires. Ivn todo ello no se nota el más leve indicio de piedad, el más suave olor a incienso.

¿Hay que fiarse, después de tales ironías, de tal irrespetuosidad, de la forma humilde de la siguiente frase?:

«Reverenciaba nuestra Teología, pretendiendo ganar el cielo tanto como los demás; pero habien­do sabido, como cosa muy cierta, que el camino se halla tan expedito para los muy ignorantes co­

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mo para, los doctísimos, y que las verdades reve­ladas, que a él conducen, se encuentran por en­cima de nuestra inteligencia, no me hubiese atre­vido a someterlas a ¡a debilidad de m¡s razona­mientos, pensando que, para emprender su exa­men y obtener buen éxito, precisaba contar con alguna ayuda extraordinaria del cielo, ser más que hombre» (74).

Unicamente pudiera aceptarse estos propósitos al pie de la letra si Descartes se hubiera abste­nido de hecho, de acuerdo con su declaración en el «Discurso», de someter las cosas de la fe «a la debilidad de sus razonamientos»; ahora bien, no es dudoso estudiase, en varias ocasiones, (das ver­dades reveladas», especialmente cuando intentó la explicación del misterio de la eucaristía, lle­gando hasta adquirir la figura de teólogo escolás­tico para defender su explicación:

<(Veréis que concierto de tal manera mi filo- sojía con lodo cuanto está determinado por los concilios referente al Santísimo Sacramento, que pretendo es imposible explicarlo bien empleando la filosofía vulgar; por eso creo se habría recha­zado como repugnante para la fe aquella filoso­fía, de haber conocido la mía primeramente» (75).

El propósito es extraordinario: 110 dice Des­cartes lo que piensa; iwcsiente lo han descubier­to, e inmediatamente añade: «Juro seriamente lo creo así como lo escriba» (7b).

Fué tan lejos su curiosidad sobre este asunto,

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que llegó a estudiar el hebreo, «instrumento ca­pital» en esta materia, como dijo Renán. Muy bien se vió a partir del siglo X VII: el bisabue­lo de la crítica bíblica moderna fué el judío Es­pinosa, lo mismo que el hcbraizante Ricardo Simón.

Recordaremos que Descartes se ocupó del re­lato de la creación en el Génesis, en 1619. ¿Será posible que a partir de esta época 9e creyese ele­vado, inspirado, por «alguna ayuda extraordina­ria del cielo», como dijo más tarde? Se trata de estudio propiamente teológico. Sus «Cogitationes privatae» (1619-1620) nos dan a entender habla comprendido el relato, en ciertas de sus partes, en sentido alegórico (77). Hay que tener pre­sente este hecho. Cuando redactaba su «Mundo», aquel tratado de física que la condena de Gali- leo le hizo interrumpir, ya vimos en qué condi­ciones de aterrada brusquedad recurrió, emplean­do su ingenio, a buscar trabajosamente un medio para desviar la acusación de impiedad, que no hubiese dejado de suscitar la corrección explíci­ta en demasía del Génesis.

Entonces inventó aquella «fábula del mundo»:«... Para poder decir con mayor libertad lo que

juzgaba, sin verme obligado a seguir ni refutar las opiniones aceptadas entre ¡os doctos, resolví dejar todo este Mundo presente a sus disputas, hablando solamente ele lo que sucedería en uno nuevo, si Dios crease actualmente en alguna par­

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te de los Espacios Imaginarios materia suficiente para componerlo, y si agitase diversamente y sin orden las diversas partes de esa materia, de ma­nera que compusiese con ella un Caos tan confu­so como los Poetas pudiesen idear, y que luego no hiciese mds que prestar su concurso ordinario a la Naturaleza, dejándola obrar de acuerdo con las leyes que ha establecido» (78).

Descurtes escribió: para i>oder decir más libre- mente, [tero no dijo piadosamente; d'ice libremen­te, palabra que equivale a racionalmente. Racio­nalmente, es decir: empleando mis experiencias, mi espíritu crítico, mis facultades deductivas. Son éstas tentativas que se relacionan bastante osten­siblemente con los esfuerzos de la secta de soci- nianos, muy floreciente entonces. El capellán de su protectora la Princesa Isabel era sociniano. Los soeinianos se ingeniaban por interpretar la Biblia de acuerdo con la razón; y los versículos contrarios a la razón se considcralwn por su par­te de antemano como simplemente escriturarios.

El filósofo nos inquieta, |K>rque se nos revela hombre demasiado liAl>il. I/> que Hizo Descartes claramente, en una palabra, fuó rehacer el mun­do, subordinando la fe a la ciencia, durante el curso de un relato en el que solamente respetaba las verdades reveladas en cuanto a las palabras: en el uDiscurso» expresó únicamente fingido res­peto ante las verdades reveladas, diga lo que quie­ra decir. Se atrevió a considerarlas, estudiarlas,

Pll. XL s

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negarlas, hebraizando, como anatomista, astróno­mo, observador y exegeta. Y no sólo en este mo­mento, sino también más adelante. En 1647, aca­bó por escribir a su amigo Chanut que es decidi­damente imposible aceptar el sentido literal de la Biblia (79).

¿No autorizan esas habilidades, tales propósi­tos, esos desgraciados esfuerzos, esta derrota con­fesada, a pensar que Descartes era tibio creyente, concediendo mucho? ¿No |Kxlemos deducir la conclusión, teniendo en cuenta sus ironías e irres­petuosidades, que llevó hasta rozar la fe, y muy adentro, su espíritu de examen, su gusto por la duda, que, según sus públicas declaraciones, re­frenó en el atrio de los santuarios?

Tras muchas tentativas, Descartes no buscó ya probablemente, a partir de 1047, la manera de explicar literalmente o científicamente el Géne­sis: ¿podemos limitarnos, como algunos de los comentadores, a registrar simplemente el último fracaso, sin preguntarnos, admitiendo como ellos la fe como punto de partida, cual pudo ser el efec­to de aquellos repetidos fracasos sobre la inteli­gencia de Descartes?

Recordemos las palabras de Renán: «Mi fe ha sido quebrantada por la crítica histórica» (80). Si aplicásemos este texto a Descartes, equivaldría a anacronismo; pero no podemos evitar la suges­tión, sentando desde luego la hipótesis de fe an-

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tenor, que Descartes, enemigo de lo verosímil, que detestaba la simple probabilidad, cerebro en busca continua de claridad de evidencia, de al­guna explicación, no pudo limitarse a alxandonar pura y simplemente estas tentativas, en que la filosofía desempeñó tan importante i>íqx.i, tenta­tivas que se escalonaron Idurante considerable es­pacio de tiempo, puesto que remontan a 1619. I/c preocuparon durante veinticinco años, con in­tervalos, es cierto, pero le preocuparon. ¿Era po­sible que aquel desconfiado recalcitrante, aquel razonador todo duda, aquel observador, continua­se aquellos estudios, los abandonase luego, sin volver a indagar sobre su creencia, sobre la legi­timidad de la revelación bíblica? Si buscó, si se propuso la interpretación del Génesis, sería por­que su relato no le parecía claro; de no haber sido así, se hubiese contentado con el sentido literal. Parece, y ésta era la opinión de Alfredo Fouillée, o ]>or lo menos liqxSlesis que mereció sus simpa­tías, que Descartes 110 creyó la creación del mun­do en momento cronológico dado: «Sobre la eter­nidad del mundo en el pisado, Descartes no se ha atrevido a decidirse abiertamente, porque esta opinión olía demasiado a hoguera; pero fácil es ver cuál fué su segunda intención, lo que pensa­ba en lo recóndito de su cerebro. ¿Por qué espe­ró Dios cierto momento preciso para crear? Dice Descartes en uno de sus escritos que repugna a la razón creer que la potencia suprema haya que-

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dado en la creación, por debajo de la potencia de nuestra imaginación» (81).

Más tarde, en sus «Principios», tras haber enu­merado las creaciones según el Génesis, después de haber escrito que Adán y Eva no fueron crea­dos niños, sino hombres perfectos, Descartes aña­de: «La religión cristiana quiere lo creamos así» (82). Vamos a ver: ¿qué cree en verdad el hom­bre que escribió esa frase? Renán dice que Des­cartes le enseñó que la primera condición para hallar la verdad estriba en no alimentar prejui­cio alguno, no adherirse a decisión alguna toma­da de antemano. Y pensando en palabras tan exactas, hay que representarse al honrado exege- ta hojeando la Biblia para estudiarla físicamen­te, es decir, para saber, y que la hojeó en vano.

Sentíase Descartes tan extraño a lo sobrenatu­ral de los libros santos, ante todo lo sobrenatu­ral, que llegó hasta reprochar a los escolásticos haber «cometido excesos e imprudencias querien­do saber sobre lo sobrenatural más de lo necesa­rio para nuestra salvación» (83).

¿Estarán los motivos de nuestra credibilidad fuera del alcance de la razón? No, responde atre­vidamente Descartes. Razonable es querer pro­bar el hecho de la revelación por las semejanzas y comparaciones, concediendo, según dice el car­tesiano Rogáis, «existe extremada diferencia en­tre probar los misterios y probar los motivos de la credibilidad» (84). Por ejemplo: se puede pro-

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Todo eso no pasa de sutilidades, sutilidades agustinianas, de género corriente entre los mís­ticos de aquella época: no se ve en ello el rasgo del filósofo, que, hay que rei>etirlo, está saturado de duda, desconfianza, de aquel filósofo que es­cribió en el uDiscurso» «reputaba casi falsedad todo cuanto sólo era verosímil». Descartes inves­tiga; Pascal se abstiene: «I,a última gestión de la razón consiste en conocer hay infinidad de cosas que la sttperan.»

Mal vemos, mal concebimos que el autor de distinción tan sutil haya refrenado su razón cu­riosa, desconfiada, ante el contenido de esos mis­terios que declara ocultos. Más dificultad halla­mos jKira creer que el hombre que pasa por cre­yente, sienta tanta necesidad de razones ipara jus­tificar el hecho de la revelación, el origen divino de la revelación, primer misterio, no teniendo ya tal necesidad para creer en la verdad del conte­nido de otro misterio. No hay duda debemos creer en la diversidad de conocimiento, reconociendo que en cada uno de los hombres la luz que baña todas las partes de su razón no es igual: pero por dispuestos que nos encontremos a suponer a la razón tantos repliegues o eminencias como genio

haya en ella, ¿podremos evitar pensar hay exce­so de discusión, precauciones, distinciones, en aquello en que, para convencernos, se requiriese fervor, algún llamamiento de la fe, algunos aban­donos religiosos, por ejemplo: una oración, un ruego a Cristo encarnado, a la manera berullia- na? Menos aun creeremos que la argumentación sobre esto pusiese de acuerdo la simple actitud del hombre que acaba de afirmar su fe con la humilde piedad.

¿Hasta dónde llega esa razón? En 1640 escri­bió al P. Mersenne: «creyendo firmemente en la infalibilidad de la Iglesia, y no dudando de mis razones, no me es posible temer que una verdad sea contraria a la otra» (86). ¡Singular orgullo del cristiano que iguala su razón a la sabiduría de su iglesia!

Muy lejos de realzarla sobre sí mismo, como última palabra en las controversias, Descartes no duda al escribir que la fe es para él menos apre­miante que la razón. Tal vez no haya palabras que inclinen más a que dudemos de la sinceridad religiosa del filósofo:

«Y aunque la religión nos enseñe muchas co­sas sobre este asunto (87), confieso, no obstan­te en mí debilidad, que es, a mi parecer, común a la mayor parte de los hombres, es decir, que, a pesar de que queramos creer, y hasta pensemos creer muy firmemente todo cuanto nos es enseña­do por la religión, no acostumbramos a sentirnos

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tan afectados por las cosas que nos enseña la fe solamente y que nuestra razón no pu.ede alcanzar, como por aquellas que, además de enseñarnos la fe, nos prueban razones naturales muy eviden­tes» (88).

Tan afectados, dice Descartes, ¿no revela en es­to su verdadera naturaleza? lis el hombre razona­dor, el hombre que duda cuando no habla la razón en él, el hombre que creía menos duro mo­rir que perderla {89). Su confesión es clara y he­cha a un amigo íntimo cuya inteligencia y méri­to estima. No hay reticencia que la corrija. Su corresponsal es Huygens, un reformado. No hay que dar garantías; se confía a un espíritu libre, a un librepensador, usando y abusando de su ra­zón, cual otro Pclagio.

¿Era mal cristiano? Así lo afirmó Taine (90).Descartes piensa sin prejuicios: no adora a

Cristo; no cree en la gracia ni en las penas eter­nas, creyendo que el hombre que cultiva el saber y la virtud procura su salvación. Salicr y ser virtuosa es la misma cosa para él. Descartes te­mió a la Iglesia, pero no la sirvió. Parece consi­deraba el Ciclo como región agradable en la que se encontrarían todos aquellos que fuesen honra­dos, que hubiesen obrado sinceramente, de acuer­do con los impulsos de recta conciencia; ni el pecado original ni la redención intervienen para recordar al hombre su decadencia y sus deberes de adoración.

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Los humanos, guiados por la luz natural, de- Ikh escuchar la palabra interior, dispensadora de la evidencia: eso es lo que enseña Descartes ir­guiendo orgullosamente su libertad rebelde ante el misterio divino:

uEl poder y sabiduría de Dios no deben impe­dirnos creer tenemos voluntad libre, porque nos equivocaríamos dudando sobre lo que percibimos interiormente y sabemos existe en nosotros por experiencia» (91).

¿Qué deja en esto Descartes a la iluminación berulliana y al magisterio de la Iglesia?

* * #

Una vez estaba Leibniz en alta mar; navegaba en un buque que debía conducirle de Vcuecia a Mesóla, pueblecillo situado en la comarca de Fe­rrara? súbitamente desencadenóse tina violenta tempestad. El patrón y los tripulantes miraron al pasajero, a quien juzgaban hereje alemán; de­liberaron y acordaron echarle al mar para conju­rar el peligro a que se hallaban expuestos. El filósofo no se inmutó mientras decidían, no per­diendo palabra de las que cruzaron en aquel bre­ve conciliábulo; sacó un rosario del bolsillo y co­menzó a desgranarlo devotamente.

Este artificio le dió muy buen resultado, según relata Fontenelle (92), pues uno de los marine­ros dijo al piloto que puesto que aquel hombre

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lio era hereje no era justo lanzarlo a las aguas embravecidas.

¿Qué hubiera hecho Descartes en parecido apuro?

Al volver de Dinamarca en 1621, después de haber pasado algunos años en Alemania, Descar­tes alquiló un barquito en el Iílba, para dirigir­se a la Frisia Oriental. I,os marineros qué le to­maron por rico comerciante de feria, al que acom­pañaba su ayuda de cámara, decidieron desvali­jarle y echarle por la borda. Descartes que les había comprendido, aunque la jerga que habla- lian era bastante enrevesada, dió un salto, des­envainó la espada con altivez imprevista y se lan­zó contra ellos amenazándoles de muerte. Sus gri­tos y sus gestos produjeron maravilloso efecto, dice Baillet, pues aquellos miserables, cegados por el pánico, se aquietaron, no dándole motivo de queja durante su viaje (93).

Lcibniz se portó como devoto, Descartes como caballero. ¿Qué' creía aquel caballero, cuya irri­tación batalladora acababa de salvarle? Ante to­do creía en sí mismo. ¿Y luego? Kn sí mismo también.

CAPITULO IV

El escepticismo cartesiano

«... Que no acostumbramos a sentirnos tan afectados por las cosas que nos en­sena la fe solamente y que nuestra razón no puede alcanzar, como por aquellas que, además de ensenarnos la fe, nos prueban razones naturales muy eviden­tes.»

Descartes.(Carta a Huygcns. 13 de octubre de

1642. «Obras», III, p. 5X0.)

Dos líneas de Descartes dan a entender con claridad suficiente el pleno escepticismo que ha podido recubrir su famosa duda metódica. Son aquéllas en que explica se ha formado «una moral provisional», «con objeto de no quedar indeciso en mis actos, mientras la razón me obligase a serlo en mis juicios» (94).

Ya da a entender lo que quiere decir en esa frase: hay que obrar como si se supiese, como si se creyese. Hay que presentar apariencia de cer- tidumlwe en el mismo momento en que hay en él indecisión. Muy lejos llega eso; al menos, por una parte, nos prohíbe imperiosamente deducir de un acto cualquiera de Descartes, en el dominio moral, la prueba de una «verdad» a que se hu­léese adherido, pero con reticencia; por otra par­te, y siempre en el mismo orden, nos obliga a

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abrigar sobre su pensamiento sospecha general de desconfianza, porque no debe olvidarse que Descartes, al no haber elaborado moral definiti­va, continuó siempre en esta indecisión moral, tal vez fingida; tampoco hay que olvidar que en­tendió adoptar apariencia «de vida suave e ino­cente». ¿No tendría también una fe «provisio­nal», en tiempos en que la fe y la moral se con­fundían ?

La lectura atenta del «Discurso» conduce a ex­tender la circunferencia de duda cartesiana en es­ta materia, gracias a esos otros rasgos caracte­rísticos: «Pocos son aquéllos que quieren de­cir todo cuanto creen.» Ese silencio lo guar­da Descartes sobre el asunto de la «corrup­ción de las costumbres»: pero ¿en qué sentido hay que entender su explicación? ¿Será ese silencio uno de los frutos de la corrupción? Es proba­ble; pero, relacionando esas palabras con el pen­samiento precedente, ¿pudiéramos comprender también «pie ese silencio se ha hecho necesario l»ara el hombre honrado por la obligación en que se halla de resistir a la corrupción? Tal vez haya en ese propósito un poquito de ambos sentidos, puesto que Descartes se impuso el disimulo sobre la incertidtimbre de su pensamiento lo mismo que algunos escepticismos tras las apariencias de fir­meza. Descartes posee espíritu hermético en todo- momento.

* * *

Veamos otro texto, aun más extraño:«Mi segunda máxima consistía en ser lodo lo

firme y resuelto que pudiese en mis acciones; no seguir menos constantemente las opiniones más dudosas, una vez determinado a ello, como si fue­sen muy ciertas. En esto trataba de imitar a los viajeros que encontrándose desencaminados y per­didos en algún bosque no deben errar, no deben dar vueltas a la derecha, a la izquierda, ni dete­nerse en lugar alguno, sino avanzar siempre en línea recta en una misma dirección, no desvián­dose debido a fútiles razones, aunque no hubie­se sido más que el azar lo que les hubiese de­terminado a elegir aquella dirección al comien­zo: porque, por este medio, si no van precisa­mente al sitio que desean, llegarán al menos al fin a algún sitio, en el que verosímilmente se hallarán mejor que en medio 'del bosque. De es­te modo los actos de la vida no sufren frecuente­mente demora ninguna, siendo verdad muy pa­tente que, cuando no está a nuestro alcance dis­cernir las opiniones más ciertas, debemos seguir las más probables, aun en el caso de no observar ventaja en unas sobre oiras, debemos, sin embar­go, determinarnos por algunasl y considerarlas

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luego no como dudosas, en cuanto concierne a la práctica, sino como muy ciertas y verdaderas, a causa de que la razón que hizo nos determiná­semos lo es seguramente. listo jué capaz a partir de entonces de libertarme de todos los arrepen­timientos y remordimientos que acostumbran a atormentar las conciencias de esas inteligencias débiles y vacilantes que se dejan llevar constan­temente a practicar como buenas las cosas que juzgan ser malasn (95).

Al explicarse Descartes hace más impenetra­ble aun el misterio <le su verdadero pensamiento práctico; de su pensamiento sincero sobre tal o cual punto. Pero en cambio, es de creer que en esto arroja más luz de la que quería sobre su fiso­nomía, su tendencia, su verdadera naturaleza. Las reglas de la vida práctica justifican a lo más una afirmación en la medida de la comodidad; eso es lo que estima. No emplea énfasis racional. La merecerán hasta en el caso de ser malas, hasta si no producen juicio de simple probabilidad, por­que no se puede cambiar constantemente de opi­nión, para vivir dichoso. Y las palabras decisi­vas caen de su pluma como si fuesen conclusión, parcial, cuando lo que hacen es atribuir a todo el pensamiento de Descartes un claro escepticis­mo: «Y esto fué capaz, a partir de entonces, de libertarme de todos los arrepentimientos y re­mordimientos que acostumbran a atormentar las conciencias débiles y vacilantes que se dejan lie-

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var constantemente a practicar como buenas, las cosas que juzgan después ser malas».

¿No es «el hombre despreocupado», el «espí­ritu fuerte», quien habla ahora? La acción prác­tica no requiere opiniones verdaderas, buenas. Prol>ablemente tal vez no exista opiniones que merezoan llamarse verdaderas y buenas en el do­minio de la vida práctica, moral o política. Le­jos conduce esto, más allá de la duda metódica, de la duda provisional; se trata de duda de fondo, de duda definitiva. Rozamos un orden en el que tal vez no vale la pena aventurar una investiga­ción, no merece el honor de una esperanza de certidumbre, porque la variedad de costumbres es inmensa. Y esta duda es tal vez ineluctable siempre, en un universo en que basta salir de un país para cambiar de probabilidad y felicidad. Su maestro Montaigne decía: «somos cristianos por la misma razón que somos perigordinos o alemanes».

La tercera máxima de Descartes no es menos reveladora de su complicada naturaleza:

u\Ji tercera máxima consistía en procurar ven­cerme antes que buscar la fortuna, y cambiar mis deseos antes que el orden del mundo: y general­mente a acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en poder nuestro sino los pen­samientos, de manera que después de haber he­cho todo aquello que de nosotros depende respec­io a las cosas que son exteriores, todo lo que no

— 79 —podemos lograr es absolutamente imposible para nosotros. Y esto sólo par Íceme ser suficiente para impedirme desear nada en el porvenir de aquello que no adquiera, y de este modo me siento feliz; porque si nuestra voluntad es ¡levada naturalmen­te a desear únicamente las cosas que nuestro en­tendimiento le representa en alguna medida co­mo posibles, cierto es que considerando todos los bienes que figuran fuera de nosotros como igual­mente alejados de nuestro poder, no sentiremos ya la falla de aquellos que parece debidos a nues­tra cuna, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa de parte nuestra, de la misma manera que no experimentamos pesar por no poseer los reinos de la China y de Méjico, y procurando, como se dice, convertir la necesidad en virtud, no descaremos tampoco gozar de salud estando enfer­mos, o estar en libertad estando encarcelados, de la misma manera que no deseamos que nuestros cuerpos sean de materia tan incorruptible como el diamante, o alas para volar como los pájaros. Pero confieso requiérese largo ejercicio, y medi­tación con frecuencia reiterada, para acostum­brarse a considerar de este modo todas las cosas: creo que en esto principalmente consistía el secre­to de aquellos filósofos, que en tiempos pasados pudieron sustraerse a la Fortuna, y a pesar de los sinsabores de la pobreza, disputaron la felicidad a sus dioses. Porque ocupados en considerar in­cesantemente los límites que les estaban prescri­

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tos por la Naturaleza, tenían ¡a persuasión per­fecta de que nada dependía de su poder sirio los pensamientos; que esto sólo era bastante para evi­tar sintiesen afecto por otras cosas; y disponían de ellas tan absolutamente que tenían algo de ra­zón al estimarse más ricos y poderosos y más li­bres y dichosos que ninguno de los demás hom­bres, que no siguiendo esta filosofía, por favore­cidos que fueren por la Naturaleza y la Fortuna, no disponen jamás, por equivocación, de lo que quieren» (96).

En nada cree en el orden práctico, en moral y en política; sus viajes le hicieron escóptico, como recordaremos; de ese escepticismo hace regla. Sa­be nada útil puede emprender imra mejorar el Estado. Demos un paso más en este orden: tam­poco cree poseer poder sobre la fortuna; sabe no posee castillos en el reino de la China ni en el de Méjico. Como acaba de ver «los límites» del saber, ve los de La felicidad.

¡ Qué desencanto en esa alma joven, próxima desde luego a singulares quimeras optimistas! Hay momentos en los que sólo ve motivos de du­da, desconfianza, defensa. Declara su inclinación liacia la desconfianza a partir de su juventud (97). Nada hay en el mundo: ¿y más allá?

¿Cuál es la meditación de Descartes sobre la felicidad celeste? Ante todo, habría que poder afirmar creyó en dicha felicidad; pero eso. no es posible, porque, de buenas a primeras, se nos

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muestra muy sobrio en la demostración sobre es­te punto, además, porque conocemos una car­ta en la que exterioriza sus segundas intenciones:

«Por cuanto concierne al estado del alma iras esta vida, tengo menos conocimiento, de ello que el Sr. D'Igby porque, dejando a un lado lo que nos enseña la fe, confieso que, por la sola razón, natural, nos es posible hacer muchas conjeturas en ventaja nuestra y alimentai bellas esperanzas, pero ninguna seguridad» (98).

Dice que sobre eso sabe menos que el alquimis­ta D’Igby, gran señor inglés. Comprendemos lo que quiere decir; Descartes se abandona a la iro­nía. Las pocas líneas que siguen dicen algo más, porque 110 dejan de contener menor decepción, y escepticismo sobre el más allá1

«V puesto que la misma razón natural nos en­seña también poseemos siempre más bienes que males en esta vida y que no debemos abandonar lo cierto por lo incierto, paréceme nos ense­ña no debemos verdaderamente temer a la muer­te, de la misma manera que no debemos buscar­la nunca.»

El más allá es la iiicertidumbre. Vivamos; ¿quién sabe lo que hay después? ¿Existe religión verdadera para el autor de la célebre teodicea de las «Meditaciones»?

El príncipe palatino Eduardo, que era calvi­nista, abjuró de su fe para casar con una hija del duque de Mantua. Esta provechosa apostasía lle-

Pll. XL 6

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nó do dolor a su hermana, la encantadora prin­cesa Isabel, amiga de Descartes. Se lamentó, se quejó. E l filósofo pretendió consolarla. Fijémo­nos bien en cada mía de las frases que integran ese consuelo:

«Declaro mi sorpresa al sabr que Su Alteza se ha molestado, hasta el punto de sufrir en su sa­lud, debido a cosa que la mayor parte de los hom­bres considerará buena, y que puede hacer excu­sable varias importantes razones opuestas a las demás; porque todos aquellos de la religión que yo profeso (que sin duda forman el mayor núme­ro en Europa) están obligados a aprobarla, aun en el caso en que viesen en ello circunstancias y motivos aparentes que fueren censurables; por­que nosotros creemos que Dios se sirve de diver­sos medios para atraer a las almas hacia El, ha­biendo quien entró en el claustro con mala inten­ción llevando luego vida muy santa en él.

En cuanto a los pertenecientes a otra creencia, si hablan mal de ello, podemos recusar su juicio. Lo que deben es considerar no pertenecerían a la religión que profesan, si ellos, sus padres, o sus abuelos, no hubiesen abandonado la romana, y de esta manera se convencerán de que no tie­nen razón para censurar ni llamar inconstantes a los que abandonan la suya.

En cuanto a lo referente a la prudencia del si­glo, verdad es que aquellos que poseen fortuna en su casa, tienen razón para vivir todos a su al­

rededor, y unir sus fuerzas para evitar escape; pero aquellos de cuya casa huyese, no hacen, mal, a mi par.ecer, en decidir seguir, diversos caminos, con el fin de que si no pueden encontrarla todos ellos haya al menos alguno que la halle. Y, sin embargo, puesto que se cree que cada uno de ellos obtiene varios recursos, al tener amigos en diversos partidos, eso mismo les hace más consi­derables que si estuviesen lodos afiliados a uno solo; lo que me impide poder imaginar que los que fueron autores de ese consejo hayan querido con ello molestar a la casa de V. A. Pero no pre­tendo en modo alguno que mis razones puedan conseguir desvanecer la pena de Vuestra Alteza; no obstante, espero que el tiempo la habrá ami­norado antes de que esta mi carta llegue a vues­tras manos, temiendo avivarla de extenderme más sobre este asunto» (99).

Extraña carta; extraña debido a indiferencia religiosa. Carta de filósofo y escéptico, en la que no brillan esas «primeras luces» de la fe de que, veinte años m/is tarde, habló la reina Cristina, la extravagante sueca, en el certificado en que pre­tendió librar la memoria del filósofo de sospecha de ateísmo.

¿Palta de sinceridad?, palabra desgraciada e inexacta; lo que hizo Descartes fué «asegurarse»; esa es su palabra, la correspondiente a su inten­ción y a su acción. Disimuló con ello su verda­dero pensamiento, como Vanini, como Montaig-

- 84 -nc, como Charrón, como Pascal, en un instante en que hablaba de los «pensamientos con segun­da intención»; como La Bruyére y Moliére, que gozaron de mayor libertad en cuanto a la inteli­gencia de la que se atrevieron a poner de relieve en Tartufo y los «falsos devotos».

«Cauto», decía Espinosa, que era arrojado y prudente al mismo tiempo.

# * *

Pero Descartes ya no duda. En lo que nuestro filósofo cesa de desconfiar de los demás y de sí mismo es cuando habla de matemáticas o de fí­sica. Cree en la utilidad y verdad del método- científico; está seguro en cuanto a los grandes destinos que le han sido reservados. Y dice: «Si se me da extensión y movimiento, reharé el mun­do» (roo).

Algunos años más tarde, el cartesiano Espino­sa cerraba, con apacible y grandiosa certidum­bre, el primer libro de la «Etica», con las siguien­tes palabras satánicas: «Con lo que precede he explicado la naturaleza y las propiedades de Dios.»

¡ La anatomía de Dios !Tanto en el uno como en el otro, sobre las rui­

nas de una misma duda, no se vió jamás orgullo humano más espantoso. ¿Qué mayor sacrilegio*

- 85 -pudiera haberse imaginado y atribuido a Satán durante el delirio monástico de los grandes es­pantos medioevales?

Mi partido, escribió Descartes cierto día (io i). Luego tenía partido.

Leibniz filé quien tras Sorbiere observó en él ■ «deseo insaciable de llegar a ser jefe de secta» ■ (102). Pensó en su fondo (y en eso consiste su herejía, su protestantismo), que su filosofía reem­plazaría a la escolástica, a la filosofía de la Igle­sia. En esto Descartes se muestra seguro de su manera de pensar. E11 veinte lugares distintos protesta diciendo que lo que censura es la mala filosofía de Aristóteles, o, para mayor exactitud, la mala filosofía que se había deducido del Estagirita. No más escolástica; pero, ¿cómo se­parar de la Iglesia esta filosofía, sin tocar la mis­ma Iglesia? Formaban un mismo cuerpo. ¿Cua­draba a un laico variar las creencias fundamen­tales de la iglesia de Dios? F 1 cartesianismo es una secta que debía, segó 11 pensaba su jefe, su­plantar a todas las sectas cristianas. Descartes es­peraba ser el Aristóteles de la nueva era.

Cuando murió se vió más claro que durante su vida tenía partido y no sencillamente escuela filo­sófica: los cartesianos formaron secta.

Los cartesianos se constituyeron en secta, fue­ron considerados como secta. La duidia religiosa •de su maestro se precisó y profundizó; aquella

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secta fué prontamente denunciada y condenada en nombre de la ortodoxia protestante y en el de la católica: cosa que muy bien prueba que, en su fondo, el cartesianismo amenazaba a todas las Iglesias. Secta que, en su última evolución, lle­gó a ser la gran secta de los filósofos y de los sa­bios más o menos dcicidas, que, de Buffón y La Mettrie, llegó hasta Cabanís, Laplace, Berthelot, Comte, Durkheim, para quien Dios no pasa de ser símbolo de la sociedad que busca su moral, llegando, en fin, hasta Renán, el del «Porvenir de la Ciencia», el de los «Diálogos filosojóficos», que confía el gobierno del mundo a una «especie de dioses» y a un grupo de elegidos «dueño de los más importantes secretos de la realidad».

¿Quién es ese singular personaje enmascarado que sueña junto a las llamas de su chimenea? Un hábito de monje cubre y oculta a medias su jus­tillo; su espada levanta un trozo del vuelo del paño jiardo; hojea un libro, a no ser que esté oran­do: es el Descartes de la leyenda piadosa, de Bai- llet, el Descartes medio soldado, medio monje, el Descartes misterioso de 1619, el Visionario de U lm .

De pronto, bruscamente, caen el antifaz y el hábito, el antifaz que adoptó Descartes y el há­bito que su hagiógrafo echó sobre sus hombros estrechos. Ya no es el soldado de Maximiliano de Baviera, ni el hijo sumiso de Bérulle, ni el vo­luntario que hace ondear al viento las puntillas

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anaranjadas del Príncipe de Nassau sobre su co­raza: es el Descartes rebelde, inventor de la cien­cia moderna, que conociendo las leyes del niun- ino, exclama es ((dueño y poseedor de la natu­raleza».

CAPITULO V

La ciudad de Descartes«... Considerándonos como parte del

público, nos agrada beneficiar a todo el mundo, no temiendo exponer nuestra vida por servir al prójimo cuando se presenta ocasión.»

(Carta a Isabel, 15 de septiembre de 1645. «Obras», IV , p. 293.)

«Deber de lodos nosotros es contribuir de acuerdo con nuestros débiles medios a la salvación y tranquilidad del país en que habitamos.»

(Descartes a Voeclo. «Obras», ed. V , Cousin, I. X I, p. 117.)

«Obedecer a las costumbres y leyes de mi país», escribió Descartes. Pretendió sustraer al examen de su razón las cosas de la Iglesia; ahora pre­tende sustraerle las cosas del listado. ¿Era esto hecho o apariencia? ¿Apariencia, majestad de fa­chada? Esta es la pregunta que habría que plan­tear a Descartes.

Efectivamente, a sus curiosidades teológicas muy vivas, corresponden sus curiosidades políti­cas, menos vivas, menos sistemáticas, pero claras y ciertamente duraderas, activas y penetrantes. Una de sus últimas lecturas fué el «Príncipe», lectura que le dejó pensativo, porque tomó la plu­ma para hablar largamente de Maquiavelo a la princesa Isabel, de aquel Maquiavelo que era todo doblez, el que escribió para los iniciados.

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No hay que sentir extrañeza ante estas curio­sidades del matemático y metafísico Descartes. En aquellos momentos había problema de Esta­do, de la misma manera que había problema de la fe, porque el Estado no era más estable que la fe en los comienzos del siglo X V II, en que pululaban los librepensadores o espíritus libres de todas clases. También el Estado contal*» con sus libertinos: los protestantes, cuyas doctrinas y prácticas eran, hasta cierto punto, republicanas; los diputados del Tiers-Elat (Estado llano) en los Estados Generales de 1614; los burgueses de las ciudades, henchidos de orgullo municipal, los libelistas, los de la Fronda de la corte de Balzac, Silhón, Naudé, escribían cosas sobre el Estado li­bremente; como oficioso de los grandes, Retz so­ñaba como republicano; y Callot gravó sus «Mi­serias dle la guerra», que fueron admirables y fuertes sátiras políticas.

Las insurrecciones que más tarde, durante la minoridad de Luis XTV, pusieron la realeza fren­te a los parlamentarios y nobles rebeldes y a és­tos frente a los burgueses y el populacho, no ex­presan solamente un antiguo descontento jerár­quico de órdenes en rivalidad: algo profundo, sordamente democrático, se agitaba bajo la deco­ración aristocrática de un movimiento que tenía por jefes a señores, prelados, magistrados.

Los tiempos o épocas se parecen, están más re­lacionados de lo que comunmente se cree, por

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parentescos espirituales o de interés que el me­nor incidente pone de manifiesto entre las pom­pas de la historia oficial. Un gesto, una palalxra bastan algunas veces para revelarlos a los meuos atentos. ¡ La República!, gritó un burgués de la Fronda ante el rostro de aquellos grandes. ¿L,a República? ¿No equivalía aquello a exigir la ra­zón en el Estado? Fué un grito cartesiano. El cardenal de Retz fué el que relató el hecho, con espanto secreto.

Aquel día, a mediados del siglo, la realeza tuvo su Vanini. Otros hubo también. Las «Memorias» del Coadjutor comprueban era de esta misma es­pecie libertina: están repletas de máximas que atestiguan libertad de pensamiento que iba bas­tante lejos en aquel cartesiano. Cartesiano como el jefe de la Fronda: Condé. Otro rel>eldo de na­cimiento; Descartes, Retz, Condé, son rebeldes natos.

Conmover, quebrantar la tradición escolástica, equivalía entonces a quebrantar la autoridad real. De la misma manera que la filosofía se confundía con la teología, confundíase la Iglesia con el Es­tado: el Estado era su brazo: el brazo secular. Enredado en estos lazos enmarañados, el que cri­ticaba la filosofía antigua se veía llevado, casi a su pesar (pues la pendiente del pensamiento ga­na en rapidez tan pronto se hace crítica), a juz­gar y censurar a la Iglesia y al Estado. Esta con­secuencia la podemos verificar en Descartes, que.

a pesar de sus declaraciones, filé exegeta políti­co y exegcta bíblico. De la misma manera que trató de Dios, tratará del Rey. Y el Rey, en aque­llos tiempos, era también Dios: «El espíritu del cristianismo, dijo más tarde Bossuet, es hacer respetar a los reyes con una especie de religión, es lo que llama Tertuliano la religión de la se­gunda Majestad» (103).

Es rebelde, y sin emlmrgo, reticente: como en metafísica. «Si se dejase que la gente hiciere lo que quisiere», en lo tocante a las costumbres, «co­mo cada uno de nosotros sustenta tan firme opi­nión propia, podría suceder hallásemos tantos re­formadores como cabezas». Por eso nos invita a ser moderados en nuestras esperanzas; de aquí su máxima: «Procurar antes vencernos que bus­car la fortuna, y cambiar antes nuestros deseos que el orden del mundo.»

Como estoico pensaba que únicamente los pen­samientos «dependen de nosotros por entero»; que liaMa que limitarse a lo posible inmediato, en el orden político, sin desear poseer los reinos de la China ni los de Méjico, ni «disputar la fe­licidad a los dioses». Y nos confió 110 había con­seguido «acostumbrarse a mirar oblicuamente to­das las cosas», sino después de «largo ejercicio» y «meditación a menudo reiterada».

Descartes era prudente por reflexión, intelec­tual sin debilidad de espíritu.

Durante el curso de sus viajes y lecturas apren-

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<li ó a rechazar este propósito «que todo cuanto va contra nuestro modo de ser es ridículo y contra la razón». «Tan sensatos hay entre los persas y los chinos como entre nosotros». «No por alimen­tar sentimientos muy contrarios a los nuestros he­mos de considerarlos bárbaros ni salvajes.» Tiene razón: en aquellos países hay «bastante gente que emplea la razón tanto o más que nosotros».

Prudencia nacida de relativismo político ex­tremado, puesto que Descartes llega hasta obser­var «que un mismo hombre, con su misma inte­ligencia, alimentado desde su infancia entre fran­ceses o alemanes, varía mucho de lo que hubiera sido si hubiese vivido siempre entre chinos o ca­níbales». Y añade: «Muchas cosas hay (pie, aun­que nos parezcan muy extravagantes y ridiculas, no dejan de ser corrientemente aceptadas y apro­badas por otros grandes pueblos.» I)e esta mane­ra se habituó «a no creer nada con demasiada fir­meza de aquello de que sólo le había persuadido el ejemplo y la costumlwe».

Pensaba Descartes que las opiniones más mo­deradas son «siempre las más cómodas». No pen­saban así los contra-reformistas, a la manera de Bérulle, devoto de Dios y del rey. Lo que desea es estar alojado cómodamente en la ciudad, «vi­vir lo más felizmente que le sea posible». Tibie- xa religiosa, tibieza política que se unen y com­pletan.

Poca fe política, poco celo político. Descartes

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afirma es temeridad querer intentar «la reforma de las... cosas que conciernen al público»; por­que no se puede prever el efecto de tal voluntad: «esos grandes cuerpos con muy difíciles de re­animar cuando se encuentran abatidos, o de re­frenar cuando han sido conmovidos, pues enton­ces su caída es mucho más ruda».

Hablando en lenguaje moderno diremos que Descartes es conservador. Revolucionario desde el punto de vista filosófico, deja de serlo en todo el amigo de la Princesa palatina a los ojos del rey. ¿Por qué no sentiría inclinación liacia el orden ese cerebro constructor al siguiente día' de las conmociones sociales y políticas que si­guieron a las guerras civiles, al día siguiente de sus años de campamento? Renán, Flaubert y Tai- ne exteriorizaron disposiciones de ánimo análo­gas en el día que siguió a la Commune, lo mismo- que aquel testigo de la guerra de treinta años que se iniciaba. Era la tradición de los maestros de la Fleche, la de Montaigne y Charrón, a los ojos de los cuales querer «variar los cimientos» de un «Estado, equivalía a querer «enmendar» los «de­fectos i (articulares con la confusión universal y curar las enfermedades con la muerte». Para ellos, «todo nuevo manejo y variación en las leves... aporta males ciertos y presentes a cambio de un- bien futuro incierto». I.as lecturas y la experiencia: se entrelazan en esto manifiestamente.

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* # *

¿Cómo es que este Descartes, que sentía tan fuertemente la idea del orden físico, no sentía igualmente la del orden político? ¿Por qué no sentía la necesidad política de la misma manera que la necesidad física? Pudiera decirse hizo co­rresponder una armonía política a la armonía na­tural. Sabía que los magos no podían modiñear las leyes del mundo, de la misma manera que los charlatanes no pueden modificar las del Estado: los súbditos o los reyes pueden trastornarlas, no mejorarlas, de ahí su prudencia. Prudencia de hombre advertido y de físico en una pieza. Es evidente que en esta especie de fatalidad polí­tica, no alimentó el concepto claro que tuvo de la armonía matemática del universo; no podemos, sin embargo, decidirnos a dejar de ver en la ac­titud de Descartes, que es reflexiva, la huella de su genio científico. Sus experiencias de viajero hallaron terreno en que fructificaron naturalmen­te. Tiene opinión sobre aquello que está ligado, ordenado, que es regular, así como la tiene sobre lo inevitable. Detesta todo lo que es «embrollo», tanto en cuanto a la acción como en cuanto al saber. Detestaba a los «malvados» y a los «char­latanes».

Como hombre de ciencia Descartes, en el fon-

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do, rehúsa poner mano cu las instituciones que tienen su armonía, y, por lo tanto, sus beneficios. Por diferente que sea su actitud teóricamente comparada con la de Durkheim, innovador inte­lectual que se llamaba «conservador» en política, aunque (plenamente consciente de sus tendencias políticas, no dcltcmos creer que la actitud de Descartes fuese de orden moral distinto. No ex­presaba egoísmo ni indiferencia. Se trata del fí­sico que se afirmó en esto ante los hechos con­fusos desprovistos de las luces de la evidencia.

* # #

Todo fuó objeto de medida para nuestro físi­co: midió a Dios, midió el cielo. ¿Se propondría medir también a los pueblos? Lo que deseaba era poseyesen sabiduría y conociesen la felici­dad, sin que quiera decir esto que los desprecia­se. Nunca creyó fuese en ellos la ignorancia ine­xorable fatalidad. El, que afirmó la igualdad real de la razón en todos los hombres, escribió tam­bién algunas líneas extraordinariamente profé- ticas, porque nos |>onen de manifiesto un Descar­tes que llama a lodos los hombres y mujeres a gozar de los beneficios de la instrucción, gracias a la buena utilización de los dones de la razón: «Examinando la naturaleza de muchas inteligen­cias, me he podido convencer de que no hay de casi tan groseros ni tan tardíos que dejen de ser

capaces de encarrilarse en los buenos sentimien­tos y hasta adquirir las ciencias más superiores, si se les condujere como es debido» (104). No es este rasgo que figura accidentalmente en el prefacio de un libro: Descartes elevó a varios de sus criados, especialmente al protestante Gillot, al más alto grado de cultura, hasta el punto de hacerles adquirir aptitud para la enseñanza de la astionomía y de las matemáticas. No hubo des­dén aristocrático en el caballerizo o escudero Des­cartes.

El hombre genial, el sabio de los tiempos de Richelieu, no encarceló a los ignorantes en el in­fierno de la olxídicncia bestial:

uAunque ¡os ignorantes hagan bien en seguir los juicios de los más capaces, en lo referente■ a las cosas difíciles de conocer, precisa sea su per­cepción lo que les pruebe son ignorantes y que aquellos cuyos juicios quieren seguir no lo son tanto tal vez, pues de no ser así harían mal en seguirlos, obrando por ello como autómatas o bestias antes que como hombres» (105).

Descartes usa de su razón; quiere que todos se esfuercen en emplearla. Ese es su sueño; sin em­bargo, sabe que no todos tienen aptitud para ser­virse de este útil de precisión. Todos son los lla­mados; pocos los elegidos.

Este es hecho de observación que hay que ge­neralizar. Comte observó que, hasta en lo refe­rente al orden de las demostraciones racionales.

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no obramos siempre racionalmente. ¿Cuántos son los individuos capaces de seguir las demostracio­nes físicas y matemáticas de las leyes astronó­micas o de comprender el juego de los inciden­tes económicos y financieros de cualquier im­puesto de aduanas o de seguir los gráficos de pre­cios comprendiéndolos? La necesidad de la fe, la fatalidad de la credulidad figura en el fondo de todo el ixnsamicnto humano.

* * *

¿Cómo hay que gobernar? ¿Qué nos aconseja el hombre que ha vivido siempre «alejado del ma­nejo de los negocios píiblieos»? ¿Será «imperti­nencia» hablemos de ello? Estima nuestro filóso­fo que en las cosas de esa índole es preferible «acoplarse a la experiencia antes que a la razón, porque rara vez se tiene que tratar con personas perfectamente razonables». La «vida civil» pre­senta momentos de dificultades en que la expe­riencia es útil y en los que «cón frecuencia, los mejores consejos no (serían) los más felices» (106).

Mirar, ver llegar, pensar oblicuamente: siem­pre se nos muestra Descartes desconfiado. Pe­ro, ¿cómo podemos obrar de otro modo mien­tras no dispongamos de conocimiento científico de las leyes que rigen a las sociedades?

pii. xl 7

Si se muestra prudente, no por ello se mues­tra cobarde. Es honrado; detesta, por lo tanto, el maquiavelismo; pero lo detesta sin ostenta­ción, con matices, en términos mesurados: admi­te que «la justicia entre los soberanos tiene dis­tintos limites a los que tiene entre particulares». Observación de experiencia, que el tiempo no ha embotado desgraciadamente. Este sabio y ra­zonable Descartes llega a atreverse a escribir no «desaprueba» la conducta del soberano que, fren­te a sus enemigos, «aparea la zorra con el león». «Con tal de que encuentre en ello alguna venta­ja, para sí o para sus súbditos» admite «auné el artificio y la fuerza», jwra «relxijar a los eleva­dos», «siempre que se sientan inclinados a tras­tornar el estado».

Los elevados, los grandes: esos son los ene­migos; en esto apruel>a Descartes la política de Richelieu.

Muchos derechos concede al príncipe; pero con gran reserva. Critica vivamente al príncipe que simule amistad para engañar mejor a sus enemi­gos, porque «la amistad es cosa demasiado santa para abusar de ese modo de ella». Tomemos nota de ese homenaje rendido a la amistad. El fué quien escribió, en cierta carta: «En la vida social no existe mayor bien que la amistad» (107). También dijo: «El principal bien de la vida es tener amistad con algunos» (108). En 1619, siendo todavía joven, escribió: «En las co­

jas no hay más que una sola fuerza activa: el ■ amor» (109).

Reprueba el abandono de los aliados, el in­cumplimiento de la palabra cm]>eñada, aun eti el caso en que fuese útil. Hermosas frases rebo­santes de honor, cornelianas del t<xlo.

El sol>erano dclx: «observar exacta justicia», no la justicia abstracta, y por consiguiente arbitra­ria, sino la justicia de acuerdo con las leyes, «si­guiendo las leyes a que están (los súbditos) acostumbrados». Exige dignidad al soberano, constancia, hasta en el caso en que sus rectas resoluciones le fuesen «nocivas» debido a las consecuencias. Que sea razonable: Descartes cree «que un hombre de bien es aquel que obra de acuerdo con todo aquello que le dicta la verda­dera razón» (n o).

Que el soberano «pida consejo y escuche la» razones de muchos antes de decidirse a efectuar algo». Como hijo de Miguel de l’Hópital, como ciudadano moderno, escrilx: finalmente Descar­tes: «el pueblo sufre todo aquello que puede per­suadírsele es justo, ofendiéndose ante todo cuan­to imagina es injusto; y la arrogancia de lo» príncipes, es decir, la usurpación de cualquier autoridad, de algunos derechos, o de algunos honores que crea no le son debidos, le es odiosa solamente por considerarla injusticia».

Equivale eso a decir cree en la autoridad: «la exagerada moderación en aquellos que poseen

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justo poder y la demasiada audacia en los que quieren usurparlo, es siempre lo que trastorna y arruina las repúblicas». Eso cree él, pero ¿hay alguien que no lo crea?

Descartes dice el poder justo, es decir, el poder templado por las leyes. Fué esa idea del si* glo X V I, estimada más tarde por el X V III. El reinado de las leyes: Descartes se nos presenta como ciudadano de un Estado. Su alma es re­publicana, al menos de la misma manera coma se pudo decir de la de Corncille. Huyó de las cortes y de los honores: «sentiré siempre más agradecimiento ante aquellos por cuyo favor go­zase sin impedimentos de mis ocios, que ante aquellos que me ofrecieren los más honorables cargos del mundo» ( m ) . Descartes se quejó «con frecuencia de aquellos que quisieron traba­se amistad con algún personaje elevado» (112).

* # *

Por esos propósitos y esas simpatías pertene­ce Descartes al Tiers-Etat, al estado llano: 110 habla como caballero. Se llalla muy próximo a nosotros, puesto que le encontramos junto a Sa- varón, el ilustre diputado en los Estados Gene­rales de 1614. Este último respondió a la noble­za, que exclamaba había la misma distancia en­tre ella y los ciudadanos que entre los amos y los criados, comparando los tres órdenes a tres

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niños, hijos de un mismo padre. Descartes, gen­til-hombre de nacimiento, se declaró pertenecien­te a ese Tiers-Etat razonable, laborioso, humano.

Redactó su «Discurso» como miembro de la clase media. Argumenta, piensa, como dijo cla­ramente, para los hombres puramente hombres, a quienes no ayuda el Cielo. Se recordará que, a partir de las primeras líneas, afirma que el «sen­tido común», es decir, la facultad de discernir lo verdadero de lo falso, está igualmente repar­tido entre todos los hombres, lo que quiere de­cir no hay individuos predispuestos para la cien­cia o el poder cuando nacen. Descartes habla en favor de un estado llano, que no es orden que se desdice durante el curso de su historia, con am­bición de crear el egoísta privilegio del saber. Todo ser que trabaja, que piensa, le pertenece. Esa es su teoría y con ella Dscartes dejó enten­der la doctrina de universalidad que recogieron los filósofos revolucionarios desde el punto de vista político, reclamando la igualdad de dere­chos que únicamente se explica y justifica por la igualdad cartesiana de las razones.

Distinguiremos con mayor claridad tal vez la parte ciudadana del pensamiento de Descartes en la crítica rápida de la historia estampada en las primeras páginas de su «Discurso»; no gusta <de la historia porque omite casi siempre las más bajas y menos ilustres circunstancias, porque esas omisiones dan crédito a las extravagancias de los

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paladines de nuestras novelas. Hubo que espe­rar nuestra época a Agustín Thierry, Michelet, j>ara presenciar cómo perdía la historia su carác­ter aristocrático y fabuloso. No mira el pasado, ni el presente, con los prejuicios del privilegiado.

Donde se manifiestan con mayor claridad to­davía las características ciudadanas de Descartes, cuando escribe sobre las cosas de la ciudad, es en las páginas en que enlaza la filosofía con las ciencia y las artes, es decir, el trabajo útil. No separa Descartes en el estudio de los principios, como hemos observado ya, la investigación cien­tífica de la utilización práctica. Con ello se afir­ma la influencia del medio trabajador de la bur­guesía sobre estudios que parecía escapaban al tiempo y al ambiente, tan abstracta y lejana pa­rece ser y estar hoy su discusión. I.a cieneia-sa- Iñduría era para sus ojos ::el perfecto conocimien­to de todas las cosas que el hombre puede sa­ber, tanto en lo tocante a la conducta de su vida como en lo referente a la conservación de su salud y a los inventos en todas las artes» (113).

La idea de que muy bien pudiera ser artesano, 110 le repugnaba. Dice Baillet que «con frecuencia declaraba que si su destino hubiera sido dedicar­se a la profesión de artesano, o de habérsele enseñado un oficio cuando joven, hubiese logra­do dominarlo, porque siempre tuvo gran inclina­ción por las artes» (114).

Como nieto o biznieto de médicos y comercian­

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tes, Descartes, mero señor del Perlón, buscaba la compañía, la colaboración de aquellos que tra­bajan manualmente, no desmintiendo su vida a su pensamiento. También creía que el saber crea los iguales; escribiendo a uno de ellos deseaba vivir con ól como hermanos; también dijo de otro «respondía de él como hermano».

lira hombre cuyos ojos y manos eran prácti­cos; tenía habilidad para los trabajos de artesano y de experimentador. Conocía las reglas prácti­cas para la dirección de los buques; sentía la cu­riosidad de interrogar a los marinos; miraba aten­tamente cómo caían los aludes, la nieve y el granizo; consideraba los arcos-iris. Seguía con sus ojos los movimientos de los peces acabados de sacar del agua, para sorprender una expli­cación astronómica (115). Escribió sobre la au­reola de los astros, tras haber observado, duran­te una travesía de Frisia a Amsterdam, la apa­rición de una especie de nimbo alrededor de la llama de una vela (116).

«He ahí mis lilvros», dijo una vez a un visi­tante, indicándole un tcrnerillo que compró en el matadero y tenía en un corralito situado de­trás de su vivienda (117), al que acariciaba sin repugnancia. Disecó innumerables ojos, pulmo­nes, cerebros, corazones de animales, en busca de las leyes de la embriogenia (palabra suya).

Sabía hay dificultades y sufrimientos en el trabajo; los sabía por experiencia. Lejos de que

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su pensamiento se mostrase indiferente para aque­llos que laboran, deseaba que los artesanos adqui­riesen sabiduría, pudiendo decir fué el primero que pensó en la creación de las escuelas de ar­tes y oficios, hasta de un Conservatorio de las Artes y Oficios.

Su deseo hubiere sido se abriese en París, es­pecialmente en el Colegio Real, salones en que los artesanos pudiesen estudiar las leyes que ri­gen su oficio, junto a cada uno de los cuales hu­biese un gabinete en el que figurasen todos los instrumentos mecánicos necesarios para las de­mostraciones. En dicho establecimiento debía haber tantos profesores como artes hay; estos profesores tenían que estar capacitados para ex­plicar las matemáticas y la física, con el fin de poder responder a todas las preguntas que les dirigiesen los artesanos, explicarles razonadamen­te todas las cosas, y, como dice Baillet, (procu­rarles luces para realizar nuevos descubrimientos en las artes.

Se interesaba por los artesanos amistosamente; eran pobres; también consideraba con la misma amistad a los culpables, que en aquellos tiempos, se confundían asimismo con los pobres.

Descartes, como Bérenger, inventor de la mo­ratoria en el castigo, creía en la virtud del per­dón; es cosa ésta que no podemos dudar si lee­mos la siguiente frase:

«Cuando un culpable exterioriza humildad y

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disposición para el arrepentimiento, no es hon­roso erigirse en acusador suyo.»

¿No creéis que en las siguientes líneas se anun­cia una célebre fórmula socialista?

«Deber de todos es contribuir, de acuerdo con sus débiles medios, al bienestar y tranquilidad del país en que habitan (ri8).

El pensamiento de aquel hombre, al que la tradición encerró en la fría razón de célibe egoís­ta, estuvo repleto de utopía social. Como testi­go de las grandes epidemias, creía posible, en 1650, «la Medicina fundada en demostraciones in­falibles» (119). Buscaba mejor porvenir con lar­gos telescopios que había encargado tallase y montase Ferrier o Mydorge, para explorar el cielo. Pensal>a audazmente como los Ros-Crucen- ses, como soñaron i>oco después el alíate Saint- I'ierre y Condorcet, en una humanidad regene­rada, casi inmortal, dichosa, cuya vida sería fá­cil. Esperaba la llegada de ((hombres más hábi­les y más sabios», hombres que llegasen a vie­jos sin sentir debilidades ni sufrir enfermedades (120). Creía que la mecánica conseguiría que los hombres llegasen a ser «dueños v poseedores de la naturaleza». Hasta llegó a hablar cierto día de una lengua universal y de una «ciencia de los milagros», como su contemporáneo J.-B. Porta, inventor de la cámara oscura, habló de la magia natural (t2 i), con entusiasmo que volvemos a encontrar más tarde en Berthelot y Renán.

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Se afirma que Descartes no tuvo doctrina so­cial, cosa que sólo puede ser cierta para aque­llos que, descuidando algunas de sus máximas prácticas del «Discurso», no quieren conceder im­portancia a las explicaciones sobre la ciencia que perfecciona el trabajo haciéndolo menos ru­do; sobre las doctrinas pedagógicas y especial­mente sobre la enseñanza técnica, junto a las preocupaciones que, a nuestros ojos, a nuestros ojos de modernos, son doctrinas ciudadanas, doc­trinas que influyen sobre la organización social, sobre los derechos y deberes de los ciudadanos. No era filósofo de biblioteca, puesto que razo- nal» sobre dichas materias, como hombre que se había desprendido deliberadamente de la es­colástica, para jiarticipar en los adelantos y pro­gresos de la ciudad.

No sintió Descartes la ambición de reformador político; no obstante, lo fué, a pesar de sus in­tenciones más o menos conscientemente restric­tivas; fué gran reformador de la ciudad, a des­pecho de cuanto se haya dicho, en la proporción en que contribuyó a conmover y socavar los ci­mientos doctrinales del Estado al criticar sin cuartel la filosofía escolástica; en la parte que pueda corresponderle en la acción de trasla­dar la preeminencia especulativa de manos de los teólogos escolásticos a las de los investigadores de las cosas naturales, al transportar dicha pre­eminencia de manos de los lectores eruditos que

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se quemaban las cejas inclinados sobre los libros antiguos, a las (le todos los lectores (leí «Libro del Mundo, a las de todos los portadores de evi­dencia humana, transfiriéndola de los clérigos que la monopolizaban a linios los hombres en general.

Su amistad y familiaridad con sus servidores (Gillot, Schluter, esixcialuiente), con los arte­sanos hábiles, aficionados a las matemáticas (Fe- rrier, por ejemplo), con los médicos alquimistas (Villebressioux, Van Hogelande), no pertene­cientes a casta superior a la de los artesanos, el interés que sentía por las técnicas poptilares, son profundas indicaciones sobre su psicología, evidentemente; pero nosotros lo consideramos como signo patente de la revolución que estaba realizándose en todas las partes de la ciudad po­lítica, en el orden científico: el ciudadano, el hombre del Estado Llano, de la clase media, se revelaba en la ciencia, de la misma manera que se revelaba poco a poco ascendiendo a los más altos cargos del Estado, como aquel Colbert, hi­jo de un pañero cuya tienda tenía como muestra «F.l I.ong 1 ’eslun. I.a «Gaceta de Francia» nació en 1631.

Hablaba Descartes francés, lengua vulgar, de la misma manera que tralxijaba con gente perte­neciente al vulgo; ello equivalía a lo mismo: ha­bían cambiado los tiempos, y continuaron cam­biando, a pesar de la pompa real de Luis XIV:

la «Enciclopedia» de Diderot llegó luego, sien­do una especie de diccionario técnico, tal cual lo hubiera deseado tal vez Descartes.

lira Descartes noble, ennoblecido, pero noble al fin, que lejos de sentir afrenta ante el tra­bajo, trabajaba valiéndose de sus manos, glo­rificándose de ello, entablando alianza con los artesanos por mediación de la ciencia, elevándo­les a la jerarquía de colaboradores y llamándoles hermanost considerándolos hijos de la misma ra­zón. De este modo se esbozaron en tiempos de Richelieu los primeros rasgos de la revolución del siglo X V III, en la que los sabios y los filó­sofos, aliados con los diputados de las ciudades y las i>oblaciones, fueron a descmi>eñar los pa­peles de conductores políticos, desempeñados has­ta entonces por lo* teólogos y los militares.

Cuando Pascal escribió a la reina Cristina de Suecia la extraordinaria carta que acompaña- ira el envío de su célebre máquina aritmética, le decía magníficamente: «Aquellos que han sido elevados al supremo grado de conocimiento... pue­den... también (lo mismo que los que fueron ele­vados al supremo grado de poder) pasar por so­liera nos.» Y hasta se atrevió a decir que aquel imperio le parecía de ((orden tanto más superior puesto que las inteligencias son de orden más elevado que los cuerpos, pues el poder real no pasa de ser imagen del poder de las inteligencias •sobre las inteligencias».

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Kn aquel año de 1652, dos años después de fallecer el autor del «Discurso», el más grande pensador de aquellos tiempos no quiso reconocer superioridad a la autoridad más que en la medi­da en qrie una orden podía invocar justificaciSn por parte de la razón. Eso era cartesianismo, muy moderno por cierto.

¿No pudiera relacionarse Descartes, sin que tuviese probable consciencia de esta relación, con el gran movimiento de autonomía de las mu­nicipalidades, si se acepta al menos el resumen de la historia de los municipios de Enrique de Saint-Simón, cosa que desde luego nos parece aceptable? Los comuneros únicamente podían, a su entender, alcanzar la victoria sobre el señor y el obispo, «procurando obrar solamente sobre ia naturaleza para modificarla de la manera más ventajosa para la especie humana». Mejorar la producción, ese fué ciertamente el fin que se pro­puso Descartes, casi en los mismos términos. Cu­rioso es observar la coincidencia de esta acción comunal contra el feudalismo con los esfuerzos de un hombre que luchó contra la escolástica, religiosa, exteriorizando tan claramente el des­precio que sentía por el oficio de las armas. Lo­que buscaba aquel Descartes astrónomo, físico,, químico y médico era mejorar la vida, la salud, el bienestar en provecho de sus semejantes. Bus­có todos esos bienes terrestres aliándose con al­gunos hombres pertenecientes a la clase traba-

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jadora que libertó tas municipios y conquistó el listado.

El magister dixit quedó quebrantado tanto en el Estado como en las ciencias. Con sólo formu­lar su método podemos decir que Descartes dis- ]x?rsó el cuerpo de los empíricos de la retorta y de tas doctores de la Sorbona, defensores del statu quot arrebatándoles sus privilegios espiri­tuales de jefes, él que escribió un día «era pre­ferible servirnos de nuestros propios ojos para orientarnos... que seguir la conducta del próji- 3110 ». Libertad para todos tas hombres para «ad­quirir con el tiempo el perfecto conocimiento de toda la filosofía» y «alcanzar el más elevado gra­do de sabiduría».

¿No sería este Descartes utópico, cuyo corazón sentía el ardor del filántrojx), el antepasado pro­digioso de las grandes filosofías que la conjun­ción de la miseria, el ensueño y el trabajo sus­citó tumultuosamente en todos tas Estados, a comienzos de la era industrial? ¿Tendremos que proclamarle precursor del socialismo, al menos de ese socialismo que se esfuerza por hacer co­munes a todos los hombres los beneficios de la civilización, el saber, la higiene y tas inventos mecánicos?

LAS DESILUSIONES, LA MUERTE, LA LEYENDA

CAPITULO I

Debates jurídicos y discordias teológicas

«Balas discordias no me privan de mis diversiones habituales.»

Desearles.(Carla de Desearles a Huygens, 2 de

noviembre de 1643.)(Correspondencia entre Descartes y

Constantino Huygens, Oxford, 1926, ps. 213 y 218.)

tMuchfsimo temo a los debales.»(Carta de Descartes a Huygens, 20 de

septiembre de 1643.)«Veo que las formas del derecho pue­

den a menudo servir la Injusticia lo mis­mo que evitarla.»

(Carla de Descartes a Huygens, 17 de octubre de 1643. Corr. pág. 217.)

Los protestantes holandeses trataron a Des­cartes de ((papista» y «jesuíta», mientras los ca­tólicos parisinos le acusaron de asistir «a la pré­dica». A decir verdad el filósofo temía tanto a los de Roma como a los de Ginebra, esforzán­dose por amansarlos, soJwo toldo a los católicos, escurriéndoseles con astucia, poniéndolos tinos frente a otros, sostuvo polémicas con una y otra parte. Una de ellas, terrible por cierto, puso en peligro su libertad; fué con un coro dramático, cuyo principal personaje fué Voecio, teólogo de Utrech, ministro activo y ciudadano amigo de

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pleitos, profesor en aquella célebre universidad, del que Baillet nos dice «era petulante predi­cador» .

No estaba desprovisto este Voecio de elocuen­cia, tenacidad e inventiva; era una especie de Garasse, pero que figuraba en "distinto campo. Descartes lo esbozó empleando algunos rasgos, que aún conservan relieve y movimiento, di­ciendo:

«Pasa por teólogo, orador y polemista; se ha atraído a los humildes exteriorizando ferviente piedad y celo indomable en religión, atacando a los gobernantes, a la Iglesia romana y a toda opi­nión diferente a la suya, halagando los oídos del populacho con palabras mordaces de bufón. To­dos los días publica folletos que nadie lee, citan­do autores que tal vez conoce sólo por los índi­ces de sus libros, y que abogan antes en contra suya que en su favor; habla, con tanta presunción como torpeza, de todas las ciencias, como si las conociese, con lo cual pasa por sabio a los ojos de los ignorantes solamente» (122).

Observado y vigilado por sus adversarios di­ferentes entre sí, nuestro filósofo se vió obliga­do a luchar en terrenos distintos igualmente pe­ligrosos. Se le vió maniobrar incierto entre dos intolerancias, dos amenazas. Pero el sincronismo de las iras acabó por formar unidad penal en sus adversarios: el cartesianismo se vió condenado

por los sínodos protestantes en Holanda y por los católicos en París, Lovaina y Roma.

En julio de 1640 (123), el discípulo y amigo de Descartes, Enrique de Roy, o le Roy, Regius en latín, presidió en la Universidad protestante de Utrecli discusiones de tesis, tesis favorables a diversas innovaciones filosóficas y físicas, espe­cialmente referentes a la circulación de la sangre. Era costumbre en las escuelas argumentar sobre las tesis. Ejercicio escolar, poco diferente al que actualmente sirve para licenciarse o doctorarse. Dichas tesis alcanzaron buen éxito.

Demasiado éxito, con asentimiento de los di­versos colegas de Regius; inmediatamente se des­encadenó la tempestad sobre la cabeza del im­prudente.

Horror por las novedades, sin duda, pero tal vez también justa cólera contra el innovador apa­sionado, que era violento, que no detestaba la injuria, que llama brutalmente «astuto» o «ig­norante» al que 110 comparte sus opiniones, aun en el caso de tratarse de hombre importante y sabio. No obstante, no vamos a exagerar la irri­tabilidad de Regius. lira batallador, pero sabía en ocasiones excusarse y solicitar consejos.' Los cartesianos han ennegrecido demasiado su me­moria para castigarle por no haber sido discípu­lo sumiso de Descartes, hasta su última hora, de la misma manera que han oscurecido exce­sivamente la de Yoeeio, que no tenía más defee-

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tos que la generalidad de los teólogos de su tiem­po. Descartes se preocupó pacientemente mu­chas veces de contener, refrenar al ardiente dis- cutidor, que en muchas ocasiones se mostró tor­pe, no consiguiéndolo siempre. Lo cierto fué que Descartes tuvo que sufrir muchas veces de­bido al humor regañón de Regius.

Era Regius destemplado; también lo eran sus adversarios; las violencias son contagiosas. El cortés y prudente Descartes, saliendo de su re­serva, escribió a su vez dos o tres Provinciales iracundas contra sus adversarios. Todo esto tuvo como resultado inflamar en Holanda una gue­rra filosófica entre cuantos pensaban y gober­naban.

Los primeros dardos lanzados contra Regius fueron los de cierto Primerosc, médico de origen francés, que ejerció su arte durante muchos años en Inglatera, publicando un violento folleto para negar la circulación de la sangre, afirmación que defendía Regius. Este se irritó súbitamente, lan­zando una contestación que llevaba el título sor­prendentemente brutal de «Esponja para lavar la suciedad producida por las observaciones publi­cadas por el Dr. Primerose contra las tesis en fa­vor de la circulación de la sangre, explicadas en la Universidad de Ulrech.»

Primerose caldeó la sangre de Regius, según nos dice Baillet, y sin tener presente que el sabio- no debe dejarse llevar por la bilis dando mal

ejemplo, multiplicó sus imprudencias durante los meses siguientes; provocó discusiones públicas so­bre la filosofía de Descartes en abril, mayo y ju­lio de 1641. Esta iniciativa era inoportuna, por­que el principal adversario del filósofo, Voecio, acababa de ser elevado al rectorado. Sin duda, lo que se proponía Regius fuó «halagarle agrada­blemente», continúa diciendo el buen Iiaillct; pe­ro, ¿cómo i>odía esperar Regius que el nuevo rec­tor fuere amigo suyo siendo como era discípulo entusiasta de Descartes?

Regius ofendió a Voecio, que, viendo claro en el asunto, como Bossuct más tarde, denunció los fermentos de irreligión del cartesianismo. Ade­más, ofendía vivamente a sus colegas, partidarios de Aristóteles y adversarios de las novedades de Harvey, cosa más peligrosa todavía. Pronto hicie­ron los principales universitarios causa común con su rector, siendo todos ellos respetables para la opinión, porque hablaban en nombre de la religión amenazada y ultrajada; al mismo tiem­po gozaban de |xxler, porque tenían la suficiente influencia jxara obtener de los curadores de la Universidad prohibiesen a los maestros «introdu­cir novedades o máximas contrarias a los estatu­tos de la Universidad».

Sólo Descartes pareció comprender la inconve­niencia de tal veto, que hace nos internemos en la intolerancia, fondo de todas las filosofías anti­guas, que nos permite medir la fuerza de la orto-

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doxia de aquellos rebeldes al yugo romano. Pro­testantes y católicos ignoraban, en aquel momen­to, la independencia religiosa en la investigación científica que Descartes enseñaba más que nadie. Todos ellos desconocían la heterodoxia necesaria de dicha investigación; todos creían devotamen­te en Aristóteles, tanto los papistas como los pre­tendidos reformados (124).

Todo aquello fué prólogo de un drama, cuyo primer acto comenzaba poco después.

El escenario fué una de las aulas de la Univer­sidad. Regius presidía la asamblea. I.a discusión la sostenía el joven Raey, célebre profesor de la Universidad de Amsterdain j>or el tiempo, y car­tesiano de los más fieles; a la sesión acudía nu­merosísimo público; amigos y enemigos de Des­cartes se hallaban unos frente a otros. E11 una dé­las galerías disimuladas estaba la señorita de Sehurmans, que escuchaba y pensaba atentamen­te; esta dama amó a Descartes durante algún tiempo; era bella y docta; además, asistía a las discusiones de tesis habitualmente.

En aquella polémica se plantearon las más di­versas cuestiones, cosa que produjo alegría en Re­gius, que como médico, filósofo y teólogo trata­ba todas las especialidades. Pronto comenzó el barullo, que se convirtió en tumulto acompañado de silbidos, dice Raillet. Gustavo Cohén logró encontrar el acta de aquella sesión, cuyas últimas palabras fueron: uHuic carmina satyrica» (125)-

Regius, como Voecio, gustaba de la lucha. Aquellas oposiciones y críticas, lejos de desani­marle, le impulsaron a escribir a Descartes ser­vían «para aumentar sus ímpetus, para animarle y prepararle a refrenar los esfuerzos de los adver­sarios de su filosofía común» (126).

No dejó ello de ser cierto, pues el imprudente ordenó se imprimiese las tesis sostenidas y de­fendidas por Raey. También suscitó de nuevas, unas sobre fisiología, otras sobre metafísica; ver­dad es tuvo la precaución de que su maestro las revisase. La revisión consistió en dulcificar, sua­vizar el estilo de Regius, cosa que no consiguió apaciguar a sus adversarios. Se sucedieron nue­vas sesiones escandalosas, y, a ;>artir de aquel momento, Regius se vió en apurada situación.

En el segundo acto del drama aparece la intri­ga. Los fieles guardianes del pasado vieron en el celo, en la indiscreción de Regius, en sus auda­ces iniciativas que se repetían, una conspiración contra el orden que representaban personalmente y cuya garantía eran ante el pueblo. Había que perder a Regius y le perdieron ante el Penado, an­te la Universidad y ante el pueblo. Voecio era buen orador popular de acción; aquéllos tomaron la resolución solemne de oponerse a los progresos de aquellas novedades y lanzar a la Universidad en contra de Regius y Descartes.

La ofensiva fué al comienzo universitaria; Voe­cio y sus amigos decidieron suscitar tesis contra

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el cartesianismo, contraponiéndolas a las que lo defendían. Circularon hojas para condenar las ideas de Regius y desacreditarle ante la opinión como hereje y ateo. Se trataba de una herejía en la herejía. Cada una de las sectas cristianas tenía su ortodoxia. No hacía mucho tiempo que el armi- niano Barneveldt había sido decapitado por no compartir las opiniones de los gomaristas sobre el libre albedrío. Las denuncias de Voecio, que se apoyaban en el populacho fanatizado, no dejaban de ser peligro. En aquellas hojas se leía el si­guiente «corolario»:

uEl movimiento de la tierra introducido por Keplero y los demás, es contrario directa y evi­dentemente a la autoridad 'de la Sagrada Escri­tura. Tampoco está de acuerdo con las razones de la luz natural que ha enseñado la filosofía has­ta hoy.»

Utrecli se unió a los maestros de Roma. La Uni­versidad protestante condenó, en 1641, la obser­vación astronómica condenada por Roma en 1633; lo más curioso del asunto no es esto, sino que la querella, al hacerse pública, no podía continuar siendo estrictamente universitaria y los magis­trados de la ciudad tuvieron que intervenir en virtud de sus poderes de jueces. Para evitar nue­vos tumultos, se esforzaron por calmar al ardien­te rector, que dió su asentimiento para que se defendiesen tesis nuevamente. En ellas fué com­parado Descartes irónicamente por aquellos gran­

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des lectores de la Biblia a Elias, que tenía que enseñar la verdad a sus sectarios.

Regíus, derrotado en aquella discusión, no es- l>eró ocasión favorable para levantar la cabeza, pretendiendo contestar a Voccio inmediatamente. Decartes y sus amigos intentaron vanamente re­frenarle, aconsejándole cediese en algunos pun­tos; no hizo caso Regius; su proyecto de contes­tación era duro, oscuro, insultante. Y Descartes, que en aquellos momentos tropezaba con dificul­tades frente a los jesuítas de Francia, tomó la pluma para poner en limpio el texto de Regius, con más fuerza y cortesía, como perfecto letrado, amigo del hermoso lenguaje de Balzac. Fuá mo­mento angustioso para él, porque vió que todos los pertenecientes a la escuela perseguían su «Mundo», «tratando de sofocarlo antes de que naciese, tanto los Ministros como los Jesuítas» (127).

Aconsejó Descartes a Regius fuese un poco más diplomático. Había que halagar a Voecio: «Dadle los títulos más agradables y ventajosos que sea posible», escribía nuestro filósofo a Re- gius.

Cortesía superficial, porque en el fondo la plu­ma del sabio filósofo trazaba algunas insolencias; ya se sal>e que Descartes no tenía en estima al­guna a Voecio, y, particularmente, le trataba de vil pedante y miserable tirano, pues también te­nía nervios Descartes, también era violento. Es­

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tos fueron los primeros chispazos de la cólera que iba a estallar pronto acompañada de mayores vio­lencias. A ellos debemos una carta considerada como obra maestra.

Una vez escrito y corregido debidamente su uResponsio», Regius lo entregó a un impresor. Este, que era católico, remitió ejemplares a un librero de la secta de los censores, y aquellos ejemplares llegaron a poder del enemigo. Enton­ces se precipitaron los acontecimientos: el con­sejo de la ciudad se reunió, ordenando se deco­misasen ciento treinta ejemplares del uRespon- sio», del que se habían vendido ya ciento cin­cuenta. Se nominó una comisión universitaria que condenó las novedades cartesianas, citando al delincuente para que compareciese ante ella, obli­gándole a que se limitase a la enseñanza de la botánica.

La situación de Regius era peligrosa; se veía amenazado con la destitución, y, circunstancia agravante, perdió el apoyo de su colega Aemilius, amigo de Descartes, que, al al»andonarle, hizo causa común con Voeeio y sus acólitos. Este ami­go de Descartes creía «nada era tan adecuado co­mo el silencio para calmar aquella tempestad». Su defección no fuó de larga duración, pues pron­to volvió sobre sus pasos.

El Senado de Utrech, erigiéndose en Sorl>ona, condenó el día 17 de marzo de 1642 la nueva filo­sofía en nombre de Aristóteles, de la misma ma­

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nera que lo había hecho anteriormente la Facul­tad de teología de París, en 1624, dando mues­tras de la misma intolerancia. El texto de dicha condena es chocante: «LZ Senado rechaza esta nueva filosofía, ante todo, por oponerse a la anti­gua que enseñan en su soberana sabiduría las Universidades del mundo entero, socavando sus cimientos. En segundo lugar, porque desvía a la juventud de la antigua y sana filosofía evitando alcance las cumbres de la erudición...; y final­mente por profesar diversas opiniones falsas y ab­surdas, que pueden ser deducidas por la juven­tud imprudente, y porque dichas opiniones re­pugnan a las demás disciplinas y facultades, es­pecialmente a la teología ortodoxa» (128).

Ua Universidad, a su vez, tomó posiciones en contra de Regius violentamente, el cual ni fué llamado ni oído para defenderse, vieja irregula­ridad que ha conocido también nuestra época. Al indignarnos actualmente contra los jueces ho­landeses de 1642, tomamos en consideración que en nuestro tiempo también se ha hecho lo pro­pio; de este modo, nuestra censura no parecerá ser tan severa. Un profesor de Derecho, Cipriano Regneri, «protestó la nulidad». Fué el único que se indignó en la Facultad'. Agradezcámosle su gesto recordando el nombre de aquel valeroso y paradójico jurista. «Quiso se mencionase su dis­conformidad en el acto del juicio y que se hicie­se constar su nombre para que no le confundie­

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sen de mala manera con los autores de acto tan poco razonable en nombre de todos los profeso­res de La Universidad en general» (129).

Aemilius, que era prudente y honrado, se pu­so también de parte de Regius, porque el peli­gro había llegado a ser demasiado inminente. No aprobó la condena, ni en su fondo ni en su for­ma. En toda la rumorosa ciudad no hubo más que dos disconformes: un jurisconsulto y un pro­fesor de elocuencia.

Una vez dueño del Senado y de la ciudad en la asamblea de la Universidad, Voecio se mostró más agresivo que anteriormente, pero más pru­dente; tal vez se encontrase fatigado, a no ser que emplease procedimiento astuto y se cubrie­se el rostro con un antifaz, siendo entonces su hijo el que tomó la pluma. Esto hizo que Des­cartes soltase la carcajada llamando al escritor «el infantil Voet»; su carcajada estalló en latín y decía: uLegi et risitum theses Voetii pueri, sive infantis, filii volui dicere» (130).

Más adelante apareció un libelo de Voecio en Leydcn, tras un seudónimo. La guerra teológica se extendía cada día más.

Descartes no podía contener la risa ante todo aquello y quería que Regius riese también: «Cál­mate y ríe, te lo ruego» (131). Reía y decidía intervenir al mismo tiempo. Hasta entonces había escrito firmando Regius; ahora pretendía escribir dando la cara y escribió con magnífico verbo;

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que no tenía igual en cuanto a habilidad ni en cuanto a la manera de desarrollar sus argumen­taciones. El discutidor apacible de 1637 se trans­formó súbitamente en folletista virulento; aquel hombre pacífico y razonable dejaba rienda suelta a su verdadera naturaleza, que era toda pasión.

Siguió descartes el «Príncipe» y las «Medita­ciones de Tito íAvio». Vemos se defendía em­pleando inaudito maquiavelismo: contra los pro­testantes con armas adquiridas en la defensa ca­tólica, contra los católicos con las adquiridas en la defensa protestante. Y , ¿a quién tomó como- juez de campo? A un padre jesuíta. ¿Qué jesuí­ta? Al P. Dinet, provincial de Francia.

En una carta escrita al P. Dinet, Descartes se muestra doblemente hábil: al mismo tiempo que llamaba a los católicos en su ayuda, se atraía a los protestantes holandeses atacando en aquel es­crito a otro jesuíta, que era adversario su>ro: al P. Bourdín. Este Bourdín había presidido tesis anticartesianas en el colegio de Clermont, cerca de París. Voecio presentó a Descartes vistiendo- el hábito de Loyola; ¿cómo se le podía creer, tras aquellos propósitos faltos de amenidad, si ataca­ba a uno de los más notorios profesores de la so­ciedad ? Era audaz; algo diabólico.

Se puso en entredicho su ortodoxia romana, has­ta entre los protestantes: ¿podía serlo aún tras esta llamada a los guardianes más vigilantes de la' ortodoxia romana? La dificultad era individual;.

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Descartes pretendía liaccrla común a todos los católicos: golpe maestro. Sospechoso ante la Sor- bona, sospechoso para los jesuítas en mayor gra­do, que le observaban con tan peligrosas reticen­cias, adquirió de pronto la figura de confesor de la fe entre los infieles.

Difícil nos es poner en duda animasen a Des­cartes estas segundas intenciones. Consideremos los hechos. Había querellas entre los filósofos y teólogos protestantes, porque no hay que olvidar que Voecio era el Calvino de su ciudad, y Re- gius protestante, protestante piadoso. El asunto que provocó sentencias por parte del Senado de la ciudad y de los curadores de la Universidad, era tan estrictamente protestante como holandés: al pedir a una orden extranjera, a los jesuítas, hostik-s a la religión del Estado eu Holanda, cuyo huésped era, fueren jueces en su querella, en aquella querella interior, ¿cómo podemos dejar de creer que el filósofo mostrase intencionada­mente exceso de celo, para concillarse ostensible­mente a los jesuítas que sabía propicios a con­denarle, o en todo caso sentirían perplejidad a concederle la simpatía de que tenía necesidad pa­ra su descanso? Se hallaba en peligro en las Pro­vincias-Unidas; su posición podía llegar a ser in­sostenible, de no buscar la manera de conjurar peligros del mismo orden que los que le amena­zaban en Francia.

Era Descartes hombre hábil; 110 atribuimos más

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maquiavelismo a nuestro filósofo que el que real­mente poseía el hombre a quien Baillet atribuye en los siguientes términos los consejos artificio­sos que daba a Regius, en el fragor de aquellas querellas: «Le testimonió que su pensamiento ha­bía sido siempre no había que proj>oticr nuevas opiniones como nuevas; sino que conservando el nombre y a|wricneia de las antiguas, había que contentarse con aportar nuevas razones y emplear medios apropiados para que agradasen» (132).

Mientras adoptaba Descartes tóelas estas segu­ridades, aplicándose a estas maniobras, la que­rella voeciana se introdujo primeramente en Ley- den, luego en Oroninga; ya teníamos tres Uni­versidades interesadas.

Voecio incitó a un profesor de Groninga, Mar­tín Schoockius, a prestarle su nombre para publi­car un nuevo folleto contra Descartes: el octavo. Pero la polémica filosófica no bastaba a Voecio, que pretendió denunciar la carta de Descartes al P. Dinet a los tribunales de Utreeh. Hay que con­fesar que Descartes le había tratado cruelmente.

El cuarto acto del drama se desarrolla en una sesión del Senado académico de Utreeh: Voecio, que no conocía el reposo, hizo que dicha asam­blea nombrase una comisión de cuatro miembros que examinasen la carta. Su deliberación fué bre­ve: fué declarada injuriosa. Luego, unos días más tarde, el consejo de la ciudad de Utreeh, se reunía a su vez decidiendo castigar con la muí-

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ta tic cien florines a todos los <jue incurriesen ui la culpa de importar, imprimir, vender o propa­gar toda clase de «libelos difamatorios», u otro; escritos «de la misma laya», contra las tesis de escuela. Sabemos lo que se proponía, bajo apa­riencia de prohibición general; los únicos contra quienes se apuntaba eran Regius y Desertes. Baillet dice: «No permitía Voccio dudara nadie que el escrito de le Roy, en forma de contesta­ción a sus tesis, hubiese ocasionado este nuevo decreto» (133).

Durante aquellos incidentes el libro, el preten­dido libro debido a la pluma de Sehoockius, co­menzaba a imprimirse penosamente en las pren­sas de Utrech. Descartes consiguió hacerse con las pruebas a medida que se imprimían; no sabe­mos por qué subterfugio. Su lectura le irritó fu­riosamente. Previendo el efecto de una polémica que tan fogosamente se extendía, él, que había tomado la pluma con ganas liara escribir al Pa­dre Dinet, la tomó de nuevo empuñándola vigo­rosamente para contestar al folletista, puesto que a él se dirigía sin ambages en aquella venenosa « Philosophia car testan a».

Pero, ¿quién fué, en efecto, el autor de ese li­belo, de aquel «libro abultado y tan impertinen­te»? Descartes, que no vió la página en que figu­raba el título, en la que aparecía el nombre de Sehoockius (el bufón de Groninga), como dijo pronto, lo atribuyó a Voecio. ¿No llevaba la

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huella de su estilo violento? ¿Quién, de no ser él, podía tratar injuriosamente a Descartes lla­mándole «gamo»? A Voecio fué a quien preten­dió contestar, a medida que recibía sus hojas, acorralándole con argumento tras argumento, sin esperar apareciese el libro completo.

Descartes publicó su aEpistola ad l'oelium» en mayo de 164.3, en Amsterdam, en la impren­ta de Luis Elzevier, un libro en 12.°, de 294 pa­ginas, obra maestra por su lenguaje.

Mientras se imprimía simultáneamente la «Phi- losophia cartesiana» y la «Epístola ad \roetium», Voecio, polemista infatigable, tomaba la pluma para redactar otro libelo: «Confraternitas Maria­na», que se imprimía al mismo tiempo contra un profesor de Groninga llamado Samuel Desmarcts, primer ministro de la palabra de Dios en Bois- le Duc. Se trataba de otra polémica, pero más próxima, Descartes se puso de parte de Desma­rrís, su compatriota de Poitiers, de acuerdo con él desde luego, queriendo enlazar su propia que­rella con In de su conciudadano. Fué un suple- lucido ¡mpicvislo cu la hcroi-comedia cartesia­na. Muv ¡ule tesante is este incidente para la historia del ingenio de Descartes como para la de las ideas religiosas di aquella época.

Iloislc-Diic es una iH-qucfia ciudad valona que Federico de Orniige había recuperado de los es­pañoles en 1620, con ayuda de voluntarios fran-

alistados bajo su bandera. Sus habitantes

rn xt. 9

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eran católicos en su inmensa mayoría. En la ca­pitulación figuraba un artículo que decidía la continuación de una «cofradía)) de Nuestra Se­ñora o del Rosario: la reserva era importante, porque las demás instituciones o bienes católicos quedaban afectos al fisco vencedor, y, por lo tanto, a las necesidades del culto protestante. La cofradía era evidentemente obra piadosa, «una asamblea en la que se confundía el Estado y la • religión», dice Baillet, pero debido a diversas ra­zones, por interés y liberalismo, los vencedores no quisieron considerarla como sociedad laica.

El gobernador holandés, interesado en vigilar aquella lil>ertad católica, solicitó se le admitie­se en la cofradía. Otros trece protestantes firma­ron con él la misma petición. Los cofrades cató­licos se vieron en grande apuro: pensaron li­brase de aquellos candidatos molestos alegando que la pureza de su religión no les permitía mez­cla de tal naturaleza. El gobernador insistió: tu­vieron que acceder y, accedieron, gustosos al parecer. Puesto que la cofradía únicamente pre­tendía honrar a sus miembros en el día de sus funerales, como no era espiritual ni religiosa, tuvo que permitir la entrada a los sectarios de otro culto.

Volente nolente, sin duda. Pero, ¿de qué hu­biese valido tal acuerdo si por ambas partes no se hubiese abandonado nada de sus creencias o de sus privilegios, mejor dicho, de las manifes-

raciones exteriores de sus creencias? No podía rehusarse tal abandono. Por eso mismo, porque así lo compredierou, los cofrades católicos y pro­testantes dieron prueba de prudencia y libera­lismo; Baillet nos lo ha relatado en los más in­teresantes tórminos. Sus fórmulas tienen algo de acento moderno, en una fecha de dura reac­ción religiosa en Francia, pues como se recorda­rá, «La vida de1 Sr. Desearles» siguió de cerca (1691) a la revocación del Estado de Nantes (1685). Se decidió, pues, que la cofradía con­tinuaría, pero «para no lesionar la conciencia de nadie, se suprimiría las prácticas que pudieran molestar a unos u otros, conservando los actos re­ligiosos que 110 repugnasen ni a los Católicos ni a los Protestantes».

Los católicos aceptaron la proposición: Bai­llet dice: «no podía rehusarse aquella honradez al gobernador ni a los demás protestantes que se presentaron con él».

Aquella honradez era acto de tolerancia, que filé duradero y sincero, lo cual certifica Baillet diciendo que aquella nueva unión, aunque algo rara (esta es toda la reserva que el sacerdote se permite), se conservó con bastante buena fe por una y otra parte, «sin que los Doctores de Lo- vaina o los jesuítas de Fiandcs, creyesen deber protestar o escribir contra ella» (134).

Se habrá observado las palabras que emplea el biógrafo: no lesionar la conciencia de nadie,

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conservar la paz y unión entre los habitantes de la ciudad. Esas son palabras al estilo de Bayle. Tiempo y lugar hubo para la tolerancia en aque­llos tiempos de áspera y dura lucha confesional. Algunos hombres, hombres de una ciudad peque­ña, personas piadosas y gubernamentales, demos­traron sentido de discreción, bastante rara, deli­cada, de idea que nuestro tiempo de exogesis his­tórica, aunque estremecido por el odio confesio­nal, no puede concebir sino imperfectamente: la de la unidad religiosa, de solidaridad inter­confesional entre los creyentes.

Frágil idea; un soplo bastaba para destruirla; por eso mismo nos parece era más preciosa. Des- marets, como amigo de aquella unión, tuvo que sufrir en Bois-le-Duc algunas intolerancias, aun­que se trataba de piadoso y ardiente religionario. Extraño sería no hubiese algunos fanáticos en aquella ciudad amiga de la prudencia. Durante dos años ftieron los más débiles y, hubieren con­tinuado sin fuerzas a no ser porque Voecio les prestó su voz y su pluma. Indignado, exteriorizó su furor estentóreamente; entonces se produjo gran escándalo entre los reformados. Denunció la idiolatría papista de sus correligionarios, em­pleando medio ya utilizado por y contra Descar­tes: las discusiones de tesis.

Título: «La idolatría indirecta y de participar ciónn.

Asunto: uSi ¡a cofradía de la í'irgen María pue-

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de en buena conciencia ser tolerada por el ma­gistrado Protestante o Reformado, cuando está en su poder destruirla, aunque hubiere sido pur­gada de Idolatría p.apfstica. Suponiendo que el Magistrado la tolerase, ¿puede algún Reformado o Protestante solicitar su admisión en ella con la condición de no perjudicar su religión?»

Ivl rumor do estas discusiones llegó a Bois-lc- Puc desde í'treeli: los magistrados encargaron a Pcsmarets de su defensa.

Como Destilareis era piadosísimo y reputado teólogo por sil ciencia y virtud, escribió una de­fensa mesurada, en la que los elogios y cumpli­dos para Voecio no faltaron. Se trataba de acla­rarle las verdaderas intenciones de los protestan­tes de Bois-le-Duc, no de criticar a su censor; a eso tendía su apología. Y , para atraerse a su adversario, hizo se imprimiesen pocos ejempla­res de su contestación.

Sus precauciones íueron inútiles; hasta parece molestaron a Voecio. «Tuvo el desahogo de ha­cer publicar algunos días después, una contesta­ción violenta, un uRclorsio cálumniarum», con el nombre supuesto de un ministro de Bois-le- Duc». El buen Baillet nos declara estaba repleto de mentiras e imposturas. El magistrado de la ciudad prohibió inmediatamente su lectura por medio de pregones, acompañados de tambores y trompetas; además escribió al magistrado de

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Utrecli y de los Estados de la provincia, queján­dose de ello.

Voecio entonces interrumpió su folleto contra Descartes, ocupándose en redactar nueva contes­tación a los reformados de Bois-le-Duc. El im­presor comenzaba ya a su trabajo cuando el ma­gistrado de Utrech le prohibió continuase impri­miendo. El discutidor no por eso se sometió, o sometióse aparentemente, pues lo que hizo fué cambiar de imprenta y el libelo en 8.° fué trans­formado en memoria en 12.0, que sometió al Sí­nodo, que reunió prontamente en I.a Haya a los diputados de las siete Provincias-Unidas, en abril de 1643.

El Sínodo falló en contra de Voecio; el lil>c- ralismo salía victorioso.

De la misma manera que Descartes había leído, a medida que se imprimía, el libelo de Schooc- kius contra él, leía también las hojas impresas del de Voecio en contra de Dcsmarets. Lo que 110 deja de ser extraño en esta aventura es la curiosi­dad que el filósofo sentía, pretendiendo tomar parte en aquella querella entre pastores protes­tantes. ¿Convenía aquel celo al buen católico? ¿Qué segunda intención nos revela aquel modo de proceder? Baillet parece comprendió la impru­dencia y creyó explicarla; a nuestro entender lo que consiguió fué comprobarla antes que ex­plicarla cuando escribía:

«...El ocio de que disfrutaba cuando le remi-

— 135 —iieron el libro de aquel ministro en contra de la Cofradía de Nuestra Señora de Bois-le-Duc, hi­zo dedicase algunas horas de las que tenía libres a la lectura y examen de dicho libro. Eso es lo que hizo no como controversista católico, para quitarle (a Voecio) tocto pretexto de calumniar de allí en adelante a la Iglesia romana en su per­sona, sino como hubiere obrado un honrado pa­gano, que dispusiese solamente de las luces na­turales, y que no hubiese hablado más que sobre los principios de la razón humana.»

No hay duda, pero el hecho de que Descartes quisiese examinar la dificultad como filósofo so­lamente, sin tener en cuenta los intereses de su fe, ¿no creéis es cosa que hace reflexionar? ¿Qué pensaremos sobre este examen efectuado con las solas luces naturales, con las solas reglas de la equidad natural?

La siguiente frase, sobre la que insiste Gusta­vo Cohén oportunamente, nos descubre en Des­cartes tolerancia, que hubiese inquietado a Bai- llet, de haberla conocido:

aRespeto a todos los teólogos, como a servido­res de Dios, hasta aquellos que pertenecen a otra religión que no sea la mía, puesto que lodos ado­ramos al mismo Dios» (135).

Entiende combatir la «Inquisición de los mi­nistros de Holanda», tanto como la del Santo Oficio» (136). Muestra la misma cortesía en cuan­to a los modos y las mismas finezas» en el trato

profesional con los herejes, y hasta los apósta­tas, como con los que nacieron en su religión. Era algo más que tolerante: llegó a comprender había algo de divino en todos aquellos controver­sistas. No era su cortesía superficial; lo único que le hacía perder aquella serenidad metafísica cor­tés y apasionada era la grosería y la mentira.

Era de los que miran, consideran, reflexionan, llegan a una conclusión, sin prevenciones perso­nales. Una vez dijo «estaba hambriento de ver­dad», que ((filosofaba sobre todo cuanto se le presentaba». Tan gozoso se mostraba de contar entre sus discípulos al ferviente hugonote Rene- ri como al piadoso católico Clerselier, o el cura ateo Picot, quienes le amaban tiernamente. Po­demos formarnos idea de la terrible extensión de su independencia intelectual, considerando las precauciones que empleó con el fin de mantener su libertad ante los grandes y los doctores, así como ponderando su duda y hasta considerando sus espantos.

«Respeto. ..», dice; ¿qué significación había que conceder a la tolerancia en aquellos tiempos? V. Delbos, que no era sospechoso de irreligión, res­ponde: «hablar de tolerancia significaba entonces consentir la indiferencia en materia de religión»

( i37)■¿No fué la conducta de Descartes lo que, en

sus últimos días, abatió a los devotos, a los fal­sos devotos, que mandaban «exterminar pueblos

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137 —

enteros sólo por el hecho de rehusar seguir sus opiniones»? (138).

I.a «Epístola» acababa con una apología pro domo y elocuentes inventivas. Descartes era to­lerante, a pesar de sus nervios:

«De nada os servirá calificarme de extranjero y d» papista. No hay que recordar que en vir­tud de los tratados concertados entre mi rey y los Soberanos de estas Provincias, aun en el caso en que hubiere llegado ayer, gozaría de los mismos derechos que los indígenas; Pero puesto que ha­bito aquí desde hace tantos años siendo conocido de la gente de bien, aunque fuese tránsfuga de campo enemigo, no se me podría considerar co­mo extranjero. Tampoco necesito invocar la li­bertad de religión que nos es acordada (a nos­otros los católicos franceses) en esla república. Me limito, pues, a afirmar que vuestro libro con­tiene fraudes tan criminales, injurias tan bur­lescas, calumnias tan abominables, que ningún enemigo podría proferirlas contra su enemigo, ningún cristiano contra el infiel, sin exponerse a que se le considerase como hombre ruin y des­almado. »

Como contera figuraban las siguientes palabras, lanzadas con la violencia de una estocada:

uHabéis deshonrado vuestra Profesión y vues­tra Religión... ¡Adiósln

Estaba Descartes profundamente convencido de la existencia de comunión espiritual entre todos

i 38 -

los hombres de bien, por encima de las creencias, superior a la patria, siendo ésta idea que esti­maba en mucho, por lo cual la mentaba con fre­cuencia. Efectivamente, en el transcurso de aque­llas páginas, a pesar de algunas violencias tal vez excesivas, nos da prueba de su liberalismo, pre­cisamente al querer estudiar dichas querellas, no desde el punto de vista sectario, sino desde el punto de vista del honor filosófico, con mirada de pagano, como dijo el excelente Baillet. Se trata, pues, de liberalismo diferente al de Montaigne, que no de-jaira de ser tan benevolente como el de Descartes, pero de naturaleza distinta: escéptica. No porque Descartes rehúse al hombre la posesión de la verdad demuestra aprecio por todas las creencias, sino porque cree que el hombre conse­guirá por medio de sus esfuerzos esa feliz pose­sión, de acuerdo con procedimientos puramente humanos. Toda creencia defendida de buena fe es considerada por él como etapa hacia la virtud. No es el error, por dogmático que fuere, lo que irrita a Descartes, sino el error de la inteligencia altiva y orgullosa, el error del malvado. Le en­contramos dispuesto a decir, como ha repetido mil voces, con el ejemplo: Paz a los hombres de buena voluntad, porque cree en la existencia del buen sentido en todos ellos y en sus beneficios. ¿Por qué reprochar a los hombres aquello que les diferencia, puesto que sabe son iguales en derechos? En su «Epístola» escribe, con admira-

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ción y gratitud: «Considero esta República como libre, sobre todo porque todos en ella son igua­les en derechos.»

Este latigazo, como dijo Huygens, esta Filí­pica, este Contra Uno, esta Provincial, provocó inmensa emoción en las Provincias-Unidas, oyén­dose su eco en París. Tal vez pareciese demasia­da emoción, demasiado ruido, a aquellos que no Ik-iihiiIkiii más que en la tranquilidad del filósofo, lil sabio Huygens escribió a su amigo Descartes, a quien gustaba de servir:

«Discurre usted prudentemente sobre la imper­tinencia de los Predicadores que propalan, sin freno, los errores del pueblo o del magistrado desde el pulpito, pero eso alarmará a muchos que se unirán a Voecio en contra de usted.»

Mucha libertad había en el cereT/ro de Descar­tes; de las barbillas de la pluma del secretario del Príncipe de Orange, surgió esta irreverencia:

«Un hombre aturdido hizo en mi presencia cier­to día una picante comparación; decía que los Teólogos se parecían a los cerdos, en que atando tiramos a uno de dios de la cola, gruñen todos. Eso lo podéis observar siempre qtte se trata de gente de la misma calaña, pero los discretos os agradecerán les hayáis confirmado en su opinión o les hayáis procurado una lección importante»

(i39)-¿Podía prever Huygens, por escéptico y pru­

dente que fuese, que la querella, renovada por la

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«Epístola», duraría siete años, acabando por con­vertirse en asunto de Estado?

Descartes fué citado ante el magistrado de Utrech a campanillazos y por medio de lian dos, de acuerdo con las formalidades judíales de aque­llos tiempos, para que respondiese de su «Epís­tola ad Voelium» y liasta de su carta al P. Di- net. Así lo quería «la tranquilidad de la ciudad, el servicio de la iglesia y la prosperidad de la universidad», según palabras del consejo muni­cipal.

Buscaba Vo&cio la condena de Descartes, estan­do seguro de que los jueces ordenarían la destruc­ción de los escritos litigiosos, si creemos las si­guientes palalíras de Descartes: «aseguran algu­nos que Voecio ha convenido con el verdugo se apile tan formidable pira al quemarlos que pue­da verse la llama desde muy lejos» (140).

Descartes, inquieto, fuó a consultar a los le­trados. Luego respondió muy cortésmente al ma­gistrado, negándole todo derecho 3e jurisdicción sobre su pensamiento, extrañándose de que el autor de la «Philosophia cartesiana» no hubiere sido citado como él, diciéndole: ¿por qué no se trata a Voecio de la misma manera que a mí me tratan?

El magistrado no le hizo caso y juzgó el caso en contra del inocente: los escritos de Descartes se declararon difamatorios, prohibiendo Su venta en la ciudad.

I 4 i —

Temía Descartes llegaren a detenerle, creyen­do que el fallo de la justicia surtiría efecto en la l>e<luoña ciudad de Egmont en la que vivía, a conscuencia de «acuerdo entre las provincias de Utrech y de Holanda». También temió que cier­ta renta propia, depositada en La Haya o Ams- terdani, pudiera ser confiscada para sufragar las costas del proceso. «No quisiese que Voecio tu­viese poder para hacerme detener en cualquier posada de mala muerte ni en ninguna parte...»

Al ver que la ley se mostraba débil y los jue­ces parciales, apeló al embajador de Francia. El embajador se hallaba ausente, siendo el secreta­rio quien visitó al príncipe de Orange para que ejerciese presión sobre la soberanía de Utrech. El fiel Huygens tomó cartas en el asunto. No pa­recía que el magistrado quisiese volver sobre su acuerdo, para absolver a un enemigo de Aristó­teles. Aristóteles era ensalzado por la Universi­dad, que fué la que declaró era el único digno de alabanza: «Los partidarios de absurdas parado­jas y nuevos dogmas que se aparten de la doc­trina de Aristóteles no serán tolerados» (141).

La intervención de la embajada preservó a Descartes de los peligros inmediatos que le ame­nazaban, procurándole algo de tranquilidad; pe- t o no era aquello lo que él quería; l o que desea­ba, aun a precio de nuevos enojos, era se le indemnizase totalmente; lo que anhelaba obtener cí a la total condena de Voecio. Durante aquellas

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semanas trabajaba con ahinco para olio, exterio­rizando su horror ante la paz sin justicia:

<(£» cuanto a mi, teniendo en cuenta mi tem­peramento, preferirla se me condenase y obrasen lo peor que pudiesen, con tal de no continuar entre sus dedos, dejando la cosa indecisa» (142).

Fácil es comprender ante tales palabras que el momento de vivo peligro había pasado ya. Apro­vechó la circunstancia para dirigirse a otros jue­ces, con la esperanza de que fuesen más justos, menos enamorados de Aristóteles. Dos amigos te­nía en Groninga: Desmarets y Tobías d’André, dos profesores influyentes; a Groninga pidió apo­yo. Si no pudo alcanzar justicia contra Voecio, que era el verdadero autor de la «Vhilosophia cartesiana», como 61 sabía, como sabían sus jue­ces, como sabemos nosotros, ¿le sería factible obtenerla contra el profesor de Groninga, Scho- ockiuS, firmante del libelo? ¿No lograría ordena­se la Universidad de Groninga se instruyese ex­pediente que condujese a descubrir al verdadero autor? Y , en el caso en que Voecio fuese desen­mascarado durante el curso de dicha información, ¿podría obtener el filósofo que Utrech revisase su condena debido a contrariedad de sentencias? Ha­bía que obligar a Schoockius a decir verdad, dice Descartes, o de lo contrario, condenarle.

Apoyado Descartes por la embajada, sometió a juicio oficialmente a los Estados y a la Univer­sidad de Groninga, y, finalmente, en la quinta

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sesión, creyó el inocente podía esperar se le hicie­se justicia.

Se vió obligado Schoockius a declarar contris­tado que Voecio le había animado a que atacase a Descartes; que manos extrañas hicieron correc­ciones en el manuscrito de la «Philosophia carte­siana», llegando a inscribir su nombre en su cu­bierta, y, finalmente, que Voecio le había incita­do a prestar falso testimonio.

listas declaraciones, aplastantes liara Voecio, fueron apoyadas por Schoockius con pruebas. Descartes tuvo que contentarse con una senten­cia por la cual el Senado académico levantaba ac­ta, sin condenar a pena alguna al delincuente. Pero de hecho había sido condenado Voecio, por­que se rendía homenaje delicadamente a Descar­tes en una frase en que el Senado declaraba «no es decoroso despreciar y recliazar con injurias lo que los grandes hombres procuran inventar para embellecer y perfeccionar las ciencias».

Nos hallamos en 1645; la polémica Deseartes- Voccio se inició en 1641, como se recordará.

Iín estos momentos el alma del filósofo se sin­tió inundada por sentimientos de suavidad, escri­biendo a Tobías d ’André, colega del condenado:

«Sea cual fuere el estado de ánimo de Schooc­kius, estoy completamente persuadido no des­aprobará mi conducta si le ofrezco nos reconci- iíriiiM. Nada hay más dulce en la vida que la paz, y lifinos de tener presente que el rencor del ani-

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mutilo más insignificante, aun ¡I de la hormiga, es i apaz de causar molestias algunas veces, no siendo útil para nada absolutamente. Llegarla hasta no rehusar la amistad de Voecio, si creyese me la ofrecía de buena fe» (143).

Descartes ofrecía su amistad a Sehoockius, a aquel Sehoockius que era víctima de Voecio; pe­ro, ¿le tendía la inano sinceramente, consideran­do la sentencia de Croninga demasiado «indul­gente» como la considérala ? (144). Tal vez fue­re así; pero lo que no podemos dudar es su vo­luntad de que se hiciere justicia frente a Voecio. justicia exacta, justicia fría. Entonces se apresu­ró Descartes a comunicar a la Universidad de Utrceh el texto de la sentencia y documentos en su at>oyo, con objeto de obtener la revisión de la decisión parcial fallada bajo la presión del vio­lento teólogo.

Descartes insiste: ¿No lia sido probada ya su inocencia? Pero no había sonado aún la hora del derecho; por toda respuesta, la Universidad pro­hibió la venta de toda clase de escritos, tanto cu contra como en favor de Descartes. El filósofo, que no podía resignarse a guardar silencio, res­pondió escribiendo una carta en el mes de junio, redactándola en latín; no produjo su epístola más efecto que su primera gestión, mientras Voecio hijo publicaba libelos contra el senado académi­co de Groninga, uno de los cuales llevaba por título: «Tribunal iviquum».

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Si creemos a Baillet, el joven Voecio se queja­ba de que el proceso no hubiese durado más tiempo; de que el Sr. Descartes hubiese obrado solamente presentando una carta, sin haber nom­brado abogado ni procurador, y, finalmente, de que no hubiese empleado todas cuantas formali­dades inventó el litigio con objeto de que los procesos se hagan interminables (145).

No es dudoso que la falta cometida en Utrech con Descartes se hubiera repetido en Groninga contra Voecio, condenado indirectamente, sin haber sido oído. Este hecho nos recuerda algún proceso célebre de nuestra época; seamos indul­gentes con los de Groninga, lo mismo que con los de Utrech de aquella época. En materia políti­ca no hay justicia; dichos procesos eran idén­ticos.

La dificultad que en tan gran apuro puso a Descartes, que tanto le irritó, 110 puso en aprieto al bueno de Baillet, que únicamente tenía presente los intereses de su héroe, por eso responde a las críticas ile Voecio: «Esas formalidades únicamen­te se requieren cuando el derecho está en duda. Eso es lo que ordinariamente se hace en todos los tribunales de justicia, pues cuando una de las partes tiene tan poca razón que el mismo aboga­do defensor ve va a perder el pleito, no se toma la molestia de .escuchar las réplicas de la otra.»

Verdad es puede suprimirse una réplica, que un abogado charlatán y contencioso puede ser

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obligado a oosar en su oración, pero en este caso hay que tener presente no hxilxía habido defensa en cuanto a Voecio. También es verdad, también pudiere objetarse que Vocio no tomaba parte en el proceso, y eso es precisamente de lo qtie hay que quejarse, puesto que fué condenado, indirec­tamente, pero condenado en fin de cuentas, no sólo sin haber sido oído, sino sin haber sido ci­tado.

Baillet presenta asimismo la siguiente justifica­ción: «Voecio no tenía derecho a decir que la elo­cuencia de los abogados del Sr. Descartes o la sutilidad de sus procuradores hubiesen sorpren­dido a sus jueces.»

Pasaron días, meses, años. Descartes remitió a los jueces de Utrcch, sordos y ciegos, su texto por duplicado, en francés, en flamenco, para te­ner la seguridad de merecer audiencia, de que le oyesen y escuchasen. Se trataba de la tercera Pro­vincial, de la admirable carta al Magistrado de la ciudad de Utrech contra los Sres. Voecio, padre e hijo (146).

En ella pedía justicia en conmovedores e im­pacientes términos:

«Pero en cuanto (a lo que) reclama la razón y requiere la justicia, es decir, que se resarza del perjuicio o daño y se rehabilitet en todo, lo posi­ble, no sólo a aquellos a quienes se ha ofendido voluntariamente, sino también a los que se haya causado, daño sin saberlo o hasta con intención, de

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favorecerles; y por lo que toca a los hombres vir­tuosos ordinariamente, que se muestran celosos de su reputación y honor, teniendo mucho cui­dado en reparar las injusticias que hubieren he- ■ cho impensadamente, con el fin de evitar se crea tuvieron mala intención al incurrir en ellas; y puesto que, por el contrario, solamente las almas bajas, cobardes y avarientas, son las que habien­do hecho daño a alguien, aunque hubiere sido impensadamente, continúan luego molestándole todo lo que pueden, por el sólo hecho de haber creído merecen ser odiadas, o que una vez se han equivocado, sienten vergüenza al no sostener lo hecho, aunque en su interior lo desaprueben; y finalmenie, debido a que os considero muy gene­rosos, virtuosos y prudentes, no dudo que, ahora que las falsedades de mis enemigos han sido des­cubiertas y no podéis ignorarlas ya, aprovecha­réis la ocasión que se os presenta para procurar­me la satisfacción que os pido.»

No hay duda; los jueces eran virtuosos, gene­rosos, pero eran mucho más prudentes aún: para el juez, lo importante consiste en diferir la jus­ticia, por lo menos así lo creía La Bruyére. Por - eso tal vez aquella apelación contra sentencia re­dactada sobre documentos ignorados del conde­nado, aquella petición de revisión fundada sobre el nuevo hecho de las declaraciones del princi- ixd acusador, que se apoyaban en documentos presentados, quedó sin respuesta: Voecio fué con-

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denado en Groninga, quedando jurídicamente in­demne en Utrech. Por eso el drama universitario no tuvo nunca otro desenlace a 110 ser la admi­rable apología de 1645.

El drama acabó con este monólogo sonpren- dentc, que no es la solicitud respetuosa del con­denado que apela a la benevolencia de sus jue­ces, como se acostumbraba en aquel tiempo. Des­cartes adelanta el tiempo de la declaración de los derechos del hombre. Se trata de la áspera re­vindicación del inocente, que pide justicia por­que tiene derecho a ello. No obstante, no conte­nía malicia alguna: «Los particulares no tienen derecho alguno a pedir la sangre, el honor o los bienes de sus enemigos; les basta con que se les rehabilite en lo posible» (147).

Pero, a decir verdad, Descartes, hijo y her­mano de togados, y víctima de su hermano vil,

. consejero del rey como fué, no sentía más opti­mismo que el conveniente sobre 1a capacidad de sus jueces. Y , muy sabiamente, o muy insolente­mente, no podemos decidirlo, no quiso conside­rar sus procesos, sino como partidos de ajedrez (148).

Gracias a esta combinación de fe jurídica y escepticismo judicial, Descartes supo tener la su­ficiente fe para esperar, y bastante escepticismo para no molestarse exageradamente al perder su esperanza. Pero ól que, huyendo de los jesuítas, creyó poder encontrar tolerancia en Holanda,

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¿pensó abandonarla pronto para huir de otros teó­logos? Todos los teólogos eran intolerantes; todos ponían en peligro su tranquilidad y reposo.

¿Adonde iría Descartes? ¿Adónde huiría este protestante, según Fouilléc, este mal cristiano, según Taino, este jefe de secta, según Sorbiere o Iveibniz?

Mucho inquietaron a Descartes las dificultades que acabal xa de cx|>crimcntar con los teólogos de Utrech y l,eyden. Sentía miedo a los «desaires» por parte de los «magistrados». Temía también «una inquisición más severa aún que la que se ejercía en España». Su miedo casi llegaba al es­panto, tanto que le obligó a pensar en «retirarse», en «salir de aquellas provincias» (149). A partir de aquella época vemos dirige sus miradas hacia la luterana Suecia. Gustavo Cohén ha creído ob­servar que fué él y 110 Clianut, embajador del rey, quien llevó la iniciativa en el asunto de es­te viaje al país de los osos y de los peñascales. Parece que Descartes se prestó tan fácilmente a las proposiciones de Chanut, que obraba con tan­ta tranquilidad como buena voluntad, animan­do tanto a nuestro filósofo, que dicho autor se inclina más a aceptar dicha hipótesis que a re­chazarla.

No parece que los hechos comprueben la inge­niosa hipótesis de Gustavo Cohén, pues Descar­tes, lejos de mostrarse apresurado ante las prime­ras projwsiciones del embajador, se resistía; re-

sistió largo tiempo: los primeros esfuerzos de Clianut remontan a 1646, no dando sus frutos has­ta 1649. En 1648, escribió a la Princesa Isabel,, de manera que no parecía interesarle mucho la residencia en Suecia, diciéndole: «No obstante,, estando, como estoy, con un pie en un país y otro en otro, me encuentro muy feliz, puesto que mi estado es de libertad» (150).

¿Se propuso huir de las molestias políticas y religiosas de las Provincias-Unidas? ¿Quiso ser­vir los intereses de la Princesa Palatina, cuya casa estaba bastante apurada a partir de la de­rrota de su jefe en la batalla de Praga? Esta es otra de las cuestiones en litigio.

Que quisiese servir a su encantadora amiga cerca de la poderosa reina de Suecia es, al pa­recer, lo que se desprende especialmente de la carta que le escribió en junio de 1649; pero que su marcha se explique sólo por el deseo de «ren­dir algún servicio a su Alteza», es cosa dudosa porque las palabras de Descartes en aquellos mo­mentos, sus temores, su nerviosismo, la desilu­sión que sufría, parece estén ligados a su mar­cha, que pudiera ser el epílogo del drama de Utreeli.

Entre tantos problemas el más delicado es el siguiente: ¿No sería Descartes insidiosamente preparado para abandonar la herética Holanda, en la que su estancia tanto escandalizaba en Pa-

rís entre los devotos, por amigos recientes, im­pacientes por verle en el regazo de la Iglesia?

Hay hechos que producen bastante claramen­te la impresión de que el filósofo pudo ser há­bilmente envuelto por afiliados a la compañía del Santo Sacramento: ¿No será su viaje a Suecia, lo mismo que la leyenda sobre su santidad, como veremos más adelante, obra de la célebre Cá- bala, de cuyos iniciadores parece había huido en 1628? A partir de 1645-1646, se vió rodeado de confidentes o personas afectas a ellos, que ven­cieron finalmente a los amigos holandeses del filósofo.

Chanut y Clerselier, amigos recientes, cuya influencia vemos aumentar poco a poco sobre el espíritu del desterrado, pertenecían al ambiente de la Cáhala: aunque sus nombres no figurasen en las listas publicadas por los Raúl Allier y A l­fredo Rébelliau, hay serios indicios que nos per­miten afirmar que, de no estar afiliados personal­mente, al menos estal*an en estrecha dependen­cia familiar y religiosa con respecto a la poderosa cofradía.

Si seguimos a Baillet, observaremos que en 1644 Descartes trabó amistad con Chanut y Cler- selier, que eran cuñados. Muy estrechos eran los lazos entre ambos y sus respectivas familias; la prueba la tenemos en la «Vida del Sr. Descar­tes», así como en la correspondencia del filósofo. Eran ambos piadosísimos, sobre todo Clerselier.

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Pedro Chanut tuvo tres hijos; dos de ellos es­taban muy próximos a la Cábala. El mayor, Mar­cial, abad comendador de Issoire, desempeñó fun­ciones de «visitador» de los Carmelitas, orden fundada, o mejor dicho, importada de España por el cardenal de Bérulle, que dependía religiosa­mente de la Compañía, uno de cuyos fundadores fue sobrino del célebre místico. M. Coquier, doc­tor de Navarra, miembro de la Compañía, fué superior de la Congregación (falleció en 1651) (151); otro de los miembros importantes de la Compañía, el abate Claudio de Blampignón (que fué uno de sus directores), fallecido en 1669, fué «visitador» de esta Congregación, antes que Mar­cial Chanut (1631-1695) (152).

El más pequeño, Podro-I Léclor, casó con la sobrina de uno de los más celosos cabalistas, Clau­dio Chomel, tesorero de las ligas de los Suizos y Grisones: este Claudio Chomel fué «superior» de la Compañía (153).

Cuando profesó religiosa Francisca Porlier, hi­ja de Vicente Porlier, que era cuñado de Pedro Chanut, asistieron diversos personajes, entre los cuales se hallaban Claudio Clerselier, señor de Lu- mont y Nicolás Escalouppier, calificado de «li­mosnero ordinario del rey» en el acta notarial re­dactada en dicha ocasión (154): no exageraremos las conveniencias históricas si identificamos este Escalouppier con el Esoalopier, calificado de «sa­cerdote y predicador del rey», en 1646, en una

— 153 —circular de la Compañía. Escalopier pertenecía a la Cabala (155).

Un sobrino de Chanut, Imbert Porlier, figuró mucho en la vida y acción de la Compañía, como «rector del hosipilal general» de París, «la más glande y fuerte de todas nuestras empresas», se­gún se lee en una circular de la Compañía (156).

Este Imliert Porlier, abogado en el Parlamento de París, sacerdote luego, desempeñó papel bas­tante importante entre los contra-reformistas: gran devoto, fundador de las Religiosas eanone- sas de S. Agustín de la Congregación de Nues­tra Señora (157). Cuatro o cinco años antes de morir, instituyó a Marcial Chanut, ejecutor tes­tamentario suyo, con la misión de ((revisar solo todos sus papeles de estudio o devoción» (1583: era costumbre que los «cofrades» se encargasen die tales cuidados, guardando el secreto.

Pero vamos a hechos más decisivos todavía: tenía Chanut como secretario a cierto Belín, que fue quien se encargó de organizar los funerales del filósofo con la reina Cristina, siendo tam­bién el que redactó la leyenda de S. Descartes. Ahora bien, este Santiago Belín, cuya importan­cia parécenos capital en cuanto al origen de la piadosa tradición cartesiana, fué, según Raúl Allier, que no lo pone en duda, miembro de la Compañía, aunque su nombre no haya sido en­contrado en sus archivos, los cuales (subrayemos el hecho), han llegado hasta nosotros muy incom-

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pie tos (159). Si no fué miembro perteneciente a la Compañía, al menos intervino mucho e ínti­mamente en su acción por su título tic director ilel hospital general de París. ¿No creéis que la Cúbala no hubiese puesto a la cabeza de dicha institución sino a hombre de su completa con­fianza, o a uno de sus afiliados?

¿Es posible dudar de su filiación? Uno de sus hermanos, fallecido siendo decano de los conse­jeros en el Chátelet, casó con Ana de Bernage, sobrina de uno de los cofrades más celosos e in­fluyentes, Juan de Bernage, consejero en el Gran Consejo, y cuñado de otro miembro influyente de la Compañía, del redactor de sus .1 nales, Renato II de Argensón (160).

Tomemos nota asimismo de los siguientes la­zos: la Sta. de Voyer de Argensón, esposa de Bo­lín, era hija de Renato y de Helena de la Pont. Una hija de Santiago Belín, casó con un tal Fran­cisco de la Font, señor de Commenehón, procu­rador general del tribunal de la tesorería: por lo cual se ve fueron muy estrechos los lazos de los Belín con los de Argensón, cuyo papel ha sido tan decisivo en la vida de la Compañía {161).

Los lazos existentes entre los Chanut, los Por- lier, los Clerselier y los Belín y la Cúbala, son evidentísimos. Pero volvamos a Descartes, para fijar sus relaciones con todos esos personajes: en 1645 entabló amistad con Imbcrt Porlier, en Ho­landa, por mediación de su tío Pedro Chanut;

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en 1646, Portier, Clerselier y Chanut le hicieron trabar amistad con un miembro muy influyente de la Compañía: le Comte, señor de Montanglán y de Germonville, consejero del rey, secretario y superintendente de lo referente a las guerras (162).

El círculo de la Cúbala se estrecha cada vez más en derredor del filósofo: Enrique-Luis Ha- bert de Montmort, relator en el Consejo de Es­tado, miembro importante de la Compañía, in­tentó por aquellos días arrancar al filósofo de Ho­landa, prometiéndole una pensión y una casa de campo; el conde de Avaux se encargó, por su parte, de tomar la iniciativa sobre lo mismo por otra parte. Sentía «devoción rayana en el fana­tismo», «celo religioso a ultranza» (163); este celebre plenipotenciario de Mmister era herma­no de Juan-Antonio de Mesmes, señor de Irre- val, miembro especialmente celoso de la Compa­ñía (164).

Estos hechos, tan sugestivos de por sí, adquie­ren toda su significación debido a la fecha en que se manifestaron: son inmediatamente anteriores al momento en que Chanut comenzó a rodear a Descartes de atenciones para sacarle de Holan­da. Clerselier, Ohanut, los Jesuítas, se aproxima­ron o cercaron a Descartes en T644; Chanut vió a Descartes en las Provincias-Unidas en 1645, en donde se detuvo, antes de volver a su cargo, en Suecia; Portier, que acompañaba al embajador.

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consagró algunos días de dicha estancia a esta­blecer una verdadera información sobre las cos­tumbres y creencias del filósofo, Baillet lo hace constar así; Clianut comenzó su trabajo de ten­tación en 1646. ¿No autorizan tales coinciden­cias de hechos y fechas a presumir, con grandes posibilidades de certidumbre, que Descartes fue conducido a abandonar la herética Holanda por individuos pertenecientes a la Compañía del San­to Sacramento, cuyo habilidísimo agente fué Chanut ?

Poca vida quedaba ya a Descartes. La nueva libertad, el reposo apacible que pretendió bus­car cerca de la reina Cristina, los deberá a la muer­te muy pronto, después de tres meses de amarga desilusión.

C A P I T U L O II

Las desilusiones de Descartes

•Declaro es preferible estar menos ale­gre y tener más conocimiento.»

Desearles.(Carta a la Princesa Isabel, 6 de octu­

bre de 1645. «Obras», IV , p. 303.)

Descartes se refugió en Holanda con el fin de pensar en el reposo campestre con seguridad po­lítica y religiosa. Los juicios de Utrcch y de Ley- den le molestaron, le conturbaron. ¿Volvería a Francia? El rey le concedió una pensión, cir­culando rumores de que afectado por este home­naje, saldría de las Provincias-Unidas. Huygens, inquieto a causa de la amistad que le profesa­ba,'le interrogó y el filósofo respondióle; sin disimular su descontento y aprensiones. No fué la pensión lo que le hizo reflexionar: «No es eso cosa que me conmueve», dijo tranquilamente. Sin embargo, «paróceme no obraría razonablemente si no prefiriese vivir en el país en donde nací, y en el que me prueban su consideración, a vivir en otro en el que no he sabido obtener en diecinueve- años ningún derecho de ciudadanía, y en el que, para evitar la opresión, me veo obligado cons­tantemente a acudir a nuestro Embajador» (165) —

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Esta carta es de 1647. Los sinsaltores que ex­presa en ella no figuran aislados en la correspon­dencia del filósofo, siendo aún más desilusiona­das, más afligidas y tiernas las cartas que escri­bió a la princesa Isabel:

«Aunque podré encontrar ocasiones que me in­viten a vivir en Francia, una vez allí, no habrá ninguna que tenga la suficiente fuerza para evi­tar vuelva antes del invierno, con tal de que me lo permitan la vida y la salud, puesto que la car­ia que he tenido el honor de recibir de su Alte­za me anima a esperar que V. volverá a l̂ a Haya hacia, fines del verano» (166).

«Puedo decir esa es ¡a principal razón que hace prefiera habitar en este país que en otro cualquie­ra; porque, en cuanto al reposo que vine a bus­car en él, preveo que de aquí en adelante no po­dré disfrutarlo tan completo como deseara, por­que, al no haber obtenido aún toda la satisfac­ción que debía haber logrado a causa de las in­jurias recibidas en Ulrech, considero traerán otras, y que hay aquí un grupo de teólogos, gen­te de escuela, que parece se hayan coaligado con objeto 'de oprimirme con sus. calumnias».

Descartes se burlaba de la voz, de la barba y del trabajo de los teólogos: «los más descarados, los que saben chillar más, son los que más poder disfrutan aquí...» Y añade este paréntesis pesi­mista: «Como sucede de ordinario en todos los Estados populares» (167).

— 159 —¿Pensó de veías establecerse en Francia? El

22 de febrero de 1649 escribía: «En cuanto a mí, que no siento predilección por habitar en lugar alguno, no hallaría dificultad en caminar ( a z a ­donar) estas Provincias (Provincias-Unidas) y hasta Francia -.»

Francia... «hasta I*'rancia». ¿Siente desapego físico? ¿Desilusión geográfica? ¿Quiere huir de nuevo? ¿Se propondría escapar a sí mismo? Ob­servemos otro desapego: el desafecto metafísica. A medida que envejecía el filósofo se hacía más indiferente a las ((verdades eternas». Hacía ya tiempo se había desinteresado de las matemáti­cas, quejándose de que se le obligase a ocuparse de geometría. Lo que le interesaba cada vez más era el misterio físico de la vida, que buscaba manera de descubrir disecando apasionadamente, hasta efectuando vivisecciones El matemático, el metafísico se transformó en anatómico, en fisió­logo. Su «Tratado de las Pasiones», escrito en 1649, nos revela un hombre nuevo. ¿No anuncia­ba aquel hombre a Condillac y Cabanis? Entre ese filósofo sensualista y ese módico ideólogo pu­diéramos soñar, un instante, el nombre de La Mcttrie, materialista y ateo, que afirmó) era dis­cípulo suyo. ¿Estamos en lo cierto pensando de este modo? En sus «Meditaciones» había distin­guido el alma del cuerpo; en dicho «Tratado» afir­ma está unida a todas las partes del cuerpo con­juntamente. Luego Regius llevó sin trabajo esta

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opinión hasta una especie de materialismo tími­do, cuando quiso enseñar que el alma es un modo del cuerpo: una facultad, como dijo después Ca- banis, con irritada vehemencia. Muy lejos de lla­mar a Dios como convendría, si fuera devoto, para dominar las pasiones y precipitar al pecador al pie del altar, Descartes niega sean desenfre­nos, según la religión. Las declara buenas todas, con la condición de que estén bien amansadas: éso es lo que piensa, cuando llega el fin de su vida.

En los comienzos de su vida hallamos en Des­cartes inmenso entusiasmo: parece que vaya a aixKlerarse del mundo; siente la ambición de re­ducir su diversidad a unas cuantas leyes fijas, a un mecanismo inexorable cuyo dueño será él, casi como un Dios. Al fin ve sus límites, com­prueba su impotencia.

No sueña ya en prolongar la vida: la sabidu­ría consiste en no temer a la muerte. Entonces escribe a la princesa Isabel: «La naturaleza del hombre no es saberlo tocio» (168). También di­ce: «El conocimiento es muchas veces superior a nuestras fuerzas». «No precisa que nuestra ra­zón no se equivoque, basta con que nuestra con­ciencia nos atestigüe no hemos estado faltos de resolución y virtud para ejecutar todo cuanto he­mos juzgado era lo mejor» (169).

Ni una palabra religiosa, ni una sola llamada a Dios para que sirva de testigo de su debilidad!

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de razón; Descartes se refugia en la humanidad, que no posee más que estos dos bienes, «los dos bienes principales de que podemos disponer en esta vida», la salud y la virtud (170). Y formula la esperanza de entrar en un paraíso en el que to­dos los hombres conocerán «un estado más feliz», sin distinción entre sus creencias (171).

Tolerante, escéptico, ya no es aquella orgullo­so inteligencia que erigía su soberana razón en centro de su conocimiento y árbitro de su vo­luntad. .Se suaviza; comprende hay ignorancias inevitables, que son necesarias las colaboracio­nes; que el amor, al colorearlas, al caldearlas, ha­ce menos orgulloso el saber, más l>enevolcnte su acción. Un moderno afirmaría que con la humil­dad del sabio adquiere el sentido cívico de la so­lidaridad. Al reservarse Descartes cada día más, ante el silencio de la tierra y las revelaciones del más allá, casi adivina el altruismo social de nues­tras sociedades modernas:

«Debemos tener siempre presente que no po­dríamos subsistir aislados, que somos, en efecto, una de ias partes ’del universo, y más particular­mente aun una de las parles de esta tierra, una de las partes de este Estado, de esta sociedad, de esta familia, a la que pertenecemos por nuestra habitación, por nuestro juramento, por nuestro nacimiento. Hay que preferir siempre los inte­reses del todo, del que se forma parte, a los de nuestra persona en particular» (172).

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¿Uní' oree Descartes en estos momentos? Voc- cio y sus amigos le acusan de «enseñar solamen­te el ateísmo». Descartes protesta, pero ¿qué va­lor tiene su protesta? ¿Cuál era el Dios de Des­cartes? Do que sabemos es no era Dios a la mane­ra romana. Su posición empeoraba en aquella Ho­landa pietista. Y mientras buscamos la manera de precisar este pensamiento que huye, el mis­terio que lo envuelve se espesa bruscamente: es el momento en que Descartes piensa en ir a bus­car entre otros protestantes, a Suecia, el reposo que no le ofrece Holanda ya.

En aquellos tiempos reinaba en Suecia una rei­na singular, Cristiana, hija de Gustavo-Adolfo; era mujer que gustaba de gloria y decía a nues­tro embajador: «Es necesario que hagamos algo grande para establecer duradera reputación.» Sir. embargo amaba la paz.

Era más bien baja que alta, dice Clianut; su voz era viril y sus maneras bastante rudas. Dormía cinco horas solamente, levantándose antes de que saliese el sol. Tampoco era casquivana. Elevaba zapatos sin tacón; vestía a la húngara, llevando un cuellccito como un hombre. Unicamente con­sagraba un cuarto de hora a su aseo personal; una peineta y una cinta constituían todos sus atavíos; iba siempre despeinada y no se cuidaba mucho de su vestimenta.

Era amiga de la fantasía, de la sospecha; ade­más era muy docta; tal vez sufriese malformación

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sexual; su persona continúa siendo misteriosa pa­ra la posterioridad, como lo fué también para sus contemporáneos. ¿Qué pensaba? ¿Qué quería? Luchaba en su interior la libertad con la ambi­ción, venciendo finalmente la primera. Abdicó, se arrepintió de haber abdicado, pero en vano, pues no consiguió volver al trono, y, desde en­tonces, llcvaki vida errante, debido a sus fraca­sos. lira luterana, convirtiéndose al catolicismo después, cosa de que pareció halarse arrepenti­do. Así como en el trono fué demasiado virtuosa, como particular lo fué bastante poco. Lo que más se recuerda de ella es el hecho de haber manda­do asesinar a su amante Monaldeschi en un co­rredor del castillo de Fontaincbleau, hay que con­fesarlo. La siguiente frase, sacada de una carta <]ue escribió a Mazarino, basta para poner de re­lieve el alma cruel y cínica que suscitó dicho cri­men: «Menos dificultad hallo en estrangular a la gente que en temerla» (173).

Se rodeó de pedantes, por lo que se dice que su reino fué gobernado por los gramáticos. Tam­bién hizo venir a su corte algunos artistas y poe­tas: preludio del prestigio de Luis X IV , protec­tor de las artes y de las letras. Ya nos hemos pre­guntado antes: ¿Fué ella quien invitó a Descartes directamente? Creemos que la invitación le fué sugerida por el representante de Francia en su corte, Chanut, el amigo del filósofo. Lo cierto es que la idea no surgió en ella espontáneamente.

Pertenecía Chanut a aquellos plebeyos laborio­sos que, en el Antiguo Régimen, asumieron la di­rección de las oficinas, las organizaciones del po­der, entre las pompas de una corte en la que abundaban los señores vanidosos y desocupados. Pertenecía al mismo orden que Colbcrt, que Lou- vois, y como ellos, como Descartes, él y los su­yos eran nuevos nobles. Sus costumbres eran sen­cillas, disfrutaba de buen sentido, por eso no po­día dejar de gustar a Descartes, que huyó siem­pre de los grandes, que se sentía muy a su gus­to en la familiaridad de los humildes.

Tras haber estado empleado cu la tesorería real en Riom, aquel hijo de Auvcrnia hábil en el ma­nejo de los asuntos públicos, fué nombrado resi­dente de Francia en Suecia; luego, cuando Des­cartes fué a su lado, se vió elevado a la jerar­quía de embajador y consejero de Estado. Po­seía ascendiente sobre Cristina, cuyas buenas gra­cias supo atraerse con infinita habilidad.

Este Chanut, que tanta influencia tenía que ejercer sobre el destino de Descartes, era recentí­simo amigo suyo. Como se recordará, trabaron amistad en 1644, cuando Descartes le regaló un ejemplar de los «Principios de la Filosofía»; hay que manifestar que Chanut, que pasaba por aman­te de las buenas letras, no exteriorizó gran im­paciencia por abrir el libro, diciendo era materia que superaba su competencia, pues la moral era lo único que le interesaba. También dijo espera-

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J>a conocer su libro sobre las pasiones. Durante el •curso de esta correspondencia fué cuando hizo intervenir a Cristina, interrogando a Descartes so­bre el amor, sobre el que hizo tres preguntas, una de las cuales era de Cristina. «Contéstenle pronto, decía Chanut, porque sus respuestas se­rán sometidas a la Reina.»

La pregunta era un ]>oco ociosa, pero de acuer­do con el tono pedantesco de aquel tiempo: cuan­do se emplea malamente el amor o el odio, ¿cuál de estos desenfrenos es peor? El término amor se entiende en este caso no a la manera como «se susurra al oído de las jóvenes», sino a la mane­ra de los filósofos, decía el buen Chanut preci­sando, para evitar respuesta que pudiera des­agradar a la Reina-Virgen.

Era aquélla índole de cuestiones que había lla­mado ya anteriormente la atención de Descar­tes; por eso las examinó como homlwe que poseía sentidos e imaginación amorosa. Acusado de li­bertinaje por Voecio, replicó con donaire a su irascible perseguidor no había hecho voto de cas­tidad. En efecto, describió muy bien en el estilo de la época el deseo amoroso en su uTratado de las pasiones», para no conocerlo por experiencia, diciendo: «En el amor se siente no sé qué calor alrededor del corazón y gran abundancia de san­gre en los pulmones que hace se abran los brazos como si se quisiese abrazar algo, que hace se

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sienta inclinada el alma a unir consigo volunta­riamente el objeto que se presenta.»

A l ser interrogado Descartes sobre esta mate­ria, exteriorizó impaciencia, galantería y hasta, cortesanía. «Das personas de elevada cuna, sean del sexo que fueren, no precisa sean muy viejas para que puedan superar en erudición y virtud a los demás hombres.» A este celoso mundano de­bemos una bella disertación sobre el amor, llena de exquisiteces mitológicas y literarias (174). E l filósofo ensalza el amor, como era de esperar. El odio engendra la malicia, el amor nos hace vir­tuosos y felices. Por eso juzgó que los desenfre­nos en amor son más jterniciosos que las mali­cias del odio. l a guerra de Troya y su devasta­ción por el fuego fueron consecuencias de una locura de amor.

Estos rasgos agradaron a Cristina, aunque hay que decir que Chanut supo realzarlos ipara des­pertar su curiosidad'. Sintió tal arrelato, que de­claró era Descartes «el más feliz entre todos los hombres.» Este concepto estoico del amor, com­pletamente filosófico, sin emoción sensual, encon­tró simpatía en aquella mujer viril, que afirmaba entonces no querer hablar del amor carnal, ma­nifestando no haber sentido jamás esta pasión, y por lo tanto no podía juzgar bien un retrato sin haber visto su original. Nada le impidió exami­nar lo que Descartes decía sobre el amor inte-

lectual, referente al bien puro y aislado de las co­sas sensibles.

Habiendo tomado gii9to a la docilidad de Des­cartes, Clianut ideó otra pedantería, rogándole le «dijere claramente cuál es el impulso secreto que nos induce a trabar amistad con una persona con preferencia a las demás, aun antes de conocer su mérito». Pero Descartes había salido para Fran­cia antes de que la carta llegase a sus manos. En París, se alojó en casa de su amigo el abate Picot. Estamos en 1647, víspera de grandes dificultades políticas entre Alazarino y los Grandes. Descar­tes hizo visitas en Bretaña, Poitou y Turena; lue­go volvió a Holanda, con su inseparable amigo el cura ateo.

Volvió a París al año siguiente, llamado para hacerse cargo de los trimestres de su pensión; cuando llegó reinaba la Fronda; por eso no pen­só más que en abandonar aquel París atormen­tado y peligroso. Le pareció haber venido única­mente para adquirir el pergamino más caro e in­útil que tuvo entre manos en la vida. Afás ade­lante escribió a Chanut: «No deja la fortuna de molestarme cuantas veces puede. Lo he compro­bado en los tres viajes que he hecho a Francia» (i?6).

Uno de los incidentes importantes de aquellos viajes fué su reconciliación con Gassendi. El lec- toral de Digne le había molestado en tiempo pa­sado con sus objeciones, que agriaron rápida-

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mente la polémica que puso frente a frente a am­bos filósofos.

En 1647, Descartes vrú a Pascal dos veces, sien­do el último quien deseaba verle; tenía Descar­tes cincuenta años; Pascal, veinticinco. Jacoba Pascal relató aquellos encuentros en carta escri­ta a su hermana la señora Périer. Observaremos el hecho, de paso, menos ipor la célebre contro-

1 versia que hubo entre ellos acerca del vacío, que por el retrato pintoresco que Jacoba nos ha pro­porcionado de ambos filósofos, retrato que toda­vía conserva su frescura.

La primer entrevista se verificó por la maña­na; Rol>erval, el incómodo Uol>erval, había sido invitado por Pascal. Primeramente hablaron so­bre la máquina aritmética, luego del vacío; se sabe que Pascal creía en el vacío, que Descartes lo negaba.

«Luego comenzaron a hablar sobre el vacío, y el Sr. Descartes, con gran seriedad, al relatarle un experimento y preguntarle lo que creía había penetrado en la jeringa, dijo que era materia su­til; mi hermano entonces le respondió como pu­do, y el Sr. De Roberval, creyendo que mi her­mano se hallaba en aprieto, dirigió la palabra al Sr. Descartes algo animado, con cortesía, quien, sin embargo, le respondió algo agriamente, decla­rando hablaría con mi hermano cuanto quisiese, porque hablaba razonablemente, pero no con él, porque hablaba con preocupación; entonces, vien­

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do que en su reloj eran las doce, se levantó porque estaba invitado a comer en la avenida de San Germán, lo mismo que el Sr. De Roberval, al que el Sr. Descartes llevó consigo en un carruaje en el que iban solos.»

¿Podemos imaginar la continuación de aque­lla discusión agridulce sin la ayuda de Jacoba? Esta acaba del siguiente modo su relato:

i (Allí se dijeron las verdades del barquero, pero a grito pelado, según nos dijo el Sr. De Iiober- val, que volvió a casa por la larde.»

El viajero volvió a casa de Pascal. Descartes, que se creía módico, emprendió la cura de Blas:

«El Sr. Desearles venía a casa en parte para cuidar la enfermedad de mi hermano, sobre la que no le dijo gran cosa; lo único que le aconse­jó fué guardase cama todo el día, hasta que se cansase de estar en ella, y tomase muchos caí­dos.»

En casa Pascal encontró a Habert de Cérisy, miembro de la Cábala, así como su primo Ha­ber t de Montmort.

* ■ * *

En 1648, Chanut, que intentó hacer leer a Cris­tina «Los Principios», que no había podido leer él, escribió al filósofo: «Su Majestad se ha inte­resado por su suerte y por el cuidado que de us­ted hayan tenido en Francia, y no sé si, cuando

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haya adquirido gusto por su filosofía, le tiente a venir a Suecia.» La frase era muy amable; Cris­tina, como Chanut, no se decidió a abrir el libro del filósofo. Consiguió Chanut despenar curiosi­dad en el excelente Freishemius, bibliotecario de la reina, y lo que ésta llegó a conocer de dicho libro fué por su mediación.

Una carta fechada en 1648 invitaba formalmen­te a Descartes a ir a Suecia; Descartes se hizo desear, llegando a despedir cortésmente a un al­mirante sueco, llegando expresamente para po­nerse a sus órdenes y conducirle a Estocolmo con gran pompa naval. Finalmente, tras haber duda­do mucho, Descartes, animado |«>r una carta de Freishemius, aquel luterano erudito que acababa de leer sus «Principios», se decidió a salir acom­pañado de su criado Schluter, un alemán que sa­bía bástente bien el francés y el latín, hombre de confianza para encargos y experimentos.

CAPITULO III

Fallecimiento del sabio•Uno de los punios de mi moral es

amar la vida sin lemor a la muerle.>Descartes.

(Carta del 9 de febrero de 1689. «Obras» II. p. 480.)

•bs preferible perder la vida a vernos privados del uso de la razón.»

Descartes.(Carta a la Princesa Isabel. 1 de sep­

tiembre de 1645. «Obras», IV , p. 282.)

Abandonó Descartes su estimada soledad de Egmond el i.° de septiembre de 1649, presentán­dose prontamente a nuestro representante en la Haya, su amigo Brasset, endomingado a la ma­nera de provinciano: el cabello rizado, zapatos de largas punteras y guantes con encajes blancos. Llegó a Estocolmo a comienzos de octubre en tiempo friísimo, tras larga travesía, porque en aquella época se empleaba treinta días en ir de Amsterdam a Copenhague; de Copenhague a Es- tocolmo se iba en unas horas (176).

A lwrdo hizo nuestro viajero las delicias del pi­loto a causa de sus conocimientos náuticos. Reci­bido por la Reina, de acuerdo con las costumbres de aquellos tiempos, aquel capitán pronunció el siguiente discurso, que Baillet ha conservado a la manera de Tito Livio:

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»Señora: lo que he tenido el honor de conducir ■ ante Vuestra Majestad no es un hombre: es un se­midiós. En tres semanas me ha enseñado más so­bre la ciencia marítima y de los vientos, así como sobre el arte de navegar, que en los sesenja años que voy por el mar. Ahora me creo capaz de em­prender los más largos y dijiciles viajes.»

Chanut, embajador de Francia y amigo de Des­cartes, no estuvo presente en aquel acto por ha­llarse fuera del país, por eso fué Descartes re­cibido por la señora Clianut.

lira la de Chanut devota familia, «gobernada por una dama de insigne virtud. Descartes ob­servó y se felicitó al ver que basta el último ser­vidor de la casa bahía sido influido por el dueño y su señora, (pie imprimieron tanto en sus pala­bras como en sus actos el temor de Dios y amor a la virtud» (177).

También supo tenían capellán en la casa, el P. Viogué, religioso agustino, que decía misa todos los días y dirigía los ejercicios piadosos. Uno de los hijos de la señora Chanut, Marcial, se distinguió por su devoción y doctrina. El her­mano de la señora, Clerselier, era, como se recor­dará, el hombre más piadoso en París. Entre los agregados a la Embajada había dos grandes de­votos, Picques, y sobre todo Belín, uno de los fundadores y administradores del Hospital gene­ral de París, obra de la cofradía del Santo Sacra­mento.

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Bien recibido, aunque con poca ostentación, por una reina a la que más preocupaba la gramá­tica que la filosofía, Descartes se cansó pronto. Pretendía la reina dejase la cama a las cinco de la mañana, para conversar sobre filosofía en un saloncito muy frío de su palacio. >Sc celebraron al­gunas audiencias; luego se suspendieron, pues la reina mostró cansancio después de tres o cuatro sesiones.

¿Cómo volvió Descartes a reconcentrarse en sí mismo, aislado en aquel ambiente repleto de pe­dantes envidiosos unos de otros y que le envidia- lian a 61 también? ¿Qué facilidades y comodida­des halló aquel solterón junto a la extravagante Cristiana y en aquella excelente familia de bur­gueses devotos y apacibles? Tan pronto llegó di­jo: «No me encuentro aquí en mi elemento.»

Hacía frío; jamás se conoció invierno tan ri­guroso. Descartes se encontraba en mal estado fí­sico, pues, como recordaremos, nació débil de pe­cho, sufría dispepsia, se resentía del hígado. No eran mejores sus disposiciones psicológicas: le­vantándose antes de salir el sol, trastornaba to­dos sus hábitos de hombre que a partir de la in­fancia acostumbraba a levantarse tarde. Se le dis­pensaba de algunas manifestaciones de etiqueta, pero no de todas ellas: se veía obligado a hacer visitas, conversar con la gente que más insopor­table era para él, aquellos cuya ocupación es la erudición. No le era posible vivir a sus anchas.

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Tuvo que escribir los estatutos de una academia sueca, hacer versos para una fiesta cortesana. Llegó día en que la reina pretendió que bailase. A todas estas dificultades y contrariedades sumó­se la grave enfermedad de Chanut, que había vuelto ya de Francia, que estuvo próximo a mo­rir de congestión. Cuando Clianut estaba casi ya repuesto de su enfermedad, levantóse Descartes una mañana aquejado por singular fatiga: calo­fríos, fiebre alta, cosas que le obligaron a volver al lecho. Llegaron los médicos, diagnosticando pleuresía.

Metióse Descartes en cama el día de la Puri­ficación de Nuestra Señora. Según llaillet, por la mañana confesó con el limosnero de la embaja­da, el P. Viogué, quien le dió la comunión, acom­pañado de dos secretarios del embajador, Pieques y Belín. Si creemos a Belín, a quien no ha con­firmado Viogué, el filósofo había comulgado ya un mes antes; lo que sí dice Viogué es asistía a la misa que decía en la embajada.

Luego empeoró día tras día, a partir de aquel en que se metió en cama. Su deseo hubiere sido le cuidase el médico francés de la reina, su ami­go du Ryer, hombre de iglesia convertido en hu­gonote, pero se hallaba ausente. El personal de la embajada no pudo conseguir se sometiese a los cuidados de uno de sus cofrades, que era ho­landés. Acabaron por sangrarle, tal vez demasia­do tarde, tal vez exageradamente. También pre-

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tendió curarse de por sí, por lo que ordenó una tarde le administrasen una decocción de tabaco en alcohol, creyendo sufría también indigestión; en otra ocasión hizo que su doméstico Schlutcr, le cociese algunos panecillos.

Le sangraron dos veces, tal vez tres (los tes­tigos Chanut, Picques y Belín discutieron sobre ello con el médico, que recomendó tres, con lo que esté de acuerdo el ayuda de cámara de Des­cartes). El cuarto día comenzó a delirar; Baillel escribe que «el enfermo no se hallaba en estado de poderse servir de su razón», añadiendo, no obstante, que la fiebre «no le causó jamás el me­nor desvarío en sus palabras, pues sus fantasías no perdían la ilación».

Durante la noche del octovo día, mientras «res­piraba entrecortadamente», escupiendo con difi­cultad, Descartes «conversó con el señor embaja­dor sobre sentimientos religiosos, evidenciando en términos generosos y conmovedores su resolu­ción de morir i>ara obedecer a Dios, esperando aceptaría el sacrificio voluntario que le ofrecía como expiación de todas las culpas cometidas en su vida».

En este octavo día, Descartes, «más dueño de su razón», según dicen Picques y Belín, pidió la ayuda del P. Viogué, pero el capellán, revestido, llegó unas horas antes de morir el filósofo, y, cuando entró el cura en la habitación, el mori­bundo no hablaba ya.

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«Viendo el P. Limosnero no podía ya confe­sarse oralmente, hizo constar ante los reunidos había cumplido todos los deberes del fiel a partir del primer día de su enfermedad; que el sufri­miento de sus males era satisfacción que había rendido a la justicia de Dios y efecto de los sa­cramentos que había recibido. Luego dijo a su enfermo que Dios aceptaba la voluntad que había manifestado de reiterar los mismos sacramentes. Al observar en sus ojos y movimiento de la ca­beza gozaba de inteligencia clara, rogó hiciese algún signo que exteriorizase deseaba también re­cibir de él la última bendición... 7nmediaüimen- te el enfermo levantó los ojos al cielo, de mane­ra que conmovió « todos los asistentes, exterio­rizando perfecta resignación a la voluntad de Dios.»

Viogué, invocando el testimonio «de un cria­do que asistía a Descartes en su enfermedad», liace decir al enfermo-.

«Pecisa libertar esta alma de la miseria en que se halla con el fin de que encuentre reposo y cumpla su destino.»

Por su parte, Baillet pone en labios de dicho criado las palabras siguientes:

«¡ Ah, mi querido Schluter, vamos a separar­nos ¡Jara siempre!»

Clerselier afirma dijo Descartes:«Alma mía, ¡hay que abandonar el cuerpo!»

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Si hemos de creer a Schluter, Descartes se li­mitó a decir al médico de la Corte, que era ho­landés-alemán, con cierta ironía en el momento de sangrarle:

«Señor, no desperdicie la sangre francesa.»Nuestro grande hombre murió el ix de febre­

ro de 1650, a las cuatro de la mañana.Contaba cincuenta y tres años, diez meses y

once días, procediendo en sil fallecimiento a su gran rival Gassendi cinco años; Gassendi tenia cuatro años más que Descartes. La Bruyere es­cribió irritado que Descartes, francés por su cu­na, fué a morir en Suecia.

Acababa de expirar Descartes; la reina, avi­sada por el secretario de la embajada, ordenó sa­casen la mascarilla al muerto para eternizar sus rasgos apaciguados al fin. Se sacaron dos mol­des: lino en cera, en alabastro el otro. Amlxis efi­gies desaparecieron; ¿habremos perdido con ellas un documento en el que quedó fijado el secreto del filósofo? ¿Nos hubiera sido posible descifrar la confesión suprema mezclada con la angustia del sufrimiento? ¿Pudieran habernos proporcio­nado sobre el último pensamiento del moribun­do, lo mismo que las extrañas mascarillas de Pascal o de Beethovcn, decisivo testimonio sobre aquella alma que tan obstinadamente escapó u las confidencias?

Circularon rumores que aseguraban había muerto a causa de beber demasiado vino espa-

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ñol, o por abuso de aguardiente. Hubo quien dijo había sido envenenado por los gramáticos de la reina, que se sintieron ofendidos al verse tra­tados de pedantes por el filósofo. A decir ver­dad, si fué el frío y las incomodidades sufridas en sus salidas matinales lo que explica normal­mente su muerte, podemos suponer se hubiere restablecido si se hubiese dejado cuidar en su enfermedad. Como se creía médico, desanimó al doctor con su obstinación y algunas palabras po­co agradables que parece le dirigió; también pre­tendió tratarse por sí mismo, afirmando sufría reumatismo (179).

¿liemos de creer murió» de modo tan edifican­te? Disj>onemos de los relatos de Viogué, Belíu, Picques y Chaiiut: Baillot los ha reunido y con- densado. Más tarde descubrióse el relato del ayu­da de cámara de Descartes, que al escribir al si­guiente día a uno de sus amigos, discípulo de Descartes, no alude para nada a dichos gestos y propósitos edificantes; en nada alude a actitud piadosa. Cada uno deduce de dichas anécdotas edificantes y de este relato una impresión confor­me con su escepticismo, prevenciones o creencias (180).

¿Fué Descartes sencillo, de creer el relato de Schluter? ¿Fué devoto, de creer a Viogué o a Clerselier? ¿Fué cartesiano? Al decir cartesiano queremos decir el observador que no se entrega, que desconfía ante lo que ignora, que es poco

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discutido!', reservado en sus gestos, en el trans­curso de aquellas horas dolorosas, mientras la pia­dosa asistencia recitaba fervorosamente las ora­ciones de los agonizantes. En 1641, escribió a su amigo Alfonso Pollot: «Ño liay razón ni religión alguna que pueda temer mal tras esta vida para aquellos que vivieron de acuerdo con el honor; al contrario, tanto una como la otra les promete alegría y reeomipcnsa» (181).

Dijo honor; no habló entonces Descartes de fe, ni de la Iglesia, ni de la gracia.

Dirán que eso fueron palabras de filósofo y ,

tienen razón.¿Eran propósitos de católico? Nadie puede afir­

marlo. ¿Habrá que reconocer en esas líneas el eco del universalismo de Moisés Amyraud, el cé­lebre teólogo, compatriota y contemporáneo de Descartes, y su condiscípulo en la Facultad de Derecho de Poitiers? Tanta duda experimenta­ríamos para asegurarlo como para negarlo. Sin embargo, hay que reconocer algunas semejanzas. Amyraud creía que Dios quiere salvar a todos los hombres, de aquí el nombre dado a su teoría. Era gracia universal, razón universal. Sin duda, dis­minuía, de hecho, debido a diversas consideracio­nes, las consecuencias de la bondad absoluta que atribuía a Dios, pero, como ha observado A. Ré- ville, es pensamiento de universalidad que cons­tituye la primera gestión de su fe y en la que estriba su originalidad en tiempos de los estre-

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chos brazos del Cristo jansenista. La salvación para todos, como pensó Descartes; gracia uni­versal: ¿no parece esto algo así como si no hubie­se gracia? ¿No creéis que el heresiarca Pelagio proyecta su sombra sobre esta controversia?

No fué Descartes el ¡pobre enfermo que junta sus manos y exclama:

«¡ Hágase vuestra voluntad, Dios m ío!»Una cosa hay que. hacer observar: impaciente

del yugo que le oprime, no se ha rebajado, no se ha humillado, no se nos presenta contrito, l>ara alcanzar de Dios una mirada de perdón. No se estremece ante el porvenir, que ]>ara él es idea oltscura. ¿Vertió una sola lágrima al pen­sar en su obra sin acuitar, en su destino que se qucbralta bruscamente, en sus ensueños dfe in­mortalidad? Observemos las palabras más carte­sianas entre tollas aquellas que se asegura pronun­ció. Pretendió morir por acto de voluntad, or­denando a su alma abandonase el cuerpo que la abrigaba. El rebelde sufrió último sobresalto de orgullo ante lo inevitable: «Alma mía, ¡ hay que abandonar el cuerpo!»

Fué Descartes hombre, más que hombre, lleno de orgullo de dios; así murió, tranquila su alma, sin desesperarse, es cierto. Desde hacía mucho tiempo, él, que sentía gran curiosidad por la fisio­logía. él, que había esperado alcanzar la edad de los patriarcas, cuatrocientos o quinientos años, no tenía miedo a la muerte. Se le veía tan apa-

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cible que se hubiera creído iba voluntariamen­te a unirse a los Sabios de Grecia en los infier­nos, abiertos para todos aquellos que, en la Igle­sia y fuera de la Iglesia, antes y después de Cris­to, alcanzaron la virtud como fruto de la sabi­duría.

En un periódico holandés hubo un foliculario que escribió había muerto un loco. Desapareció Descartes antes de tiempo, produciéndose algo como mentís científico. ¿No creyó poder prolon­gar la vida humana casi hasta el infinito? «El abate Picot, nos dice Baillet, se hallaba tan per­suadido de la certidumbre de sus conocimientos sobre esta materia, que hubiera jurado era cosa imposible muriese a los cincuenta y cuatro años como murió, y que, sin causa extraña y violenta (como la que produjo su marcha a Suecia), hu­biera vivido quinientos años, tras haber descu­bierto el arte de vivir varios siglos» (182).

Cristina dijo: «Sus oráculos le han engañado en absoluto.»

Esta fué la oración fúnebre de aquella gramá­tica extravagante.

CAPITULO IV

La leyenda

«Las doctrinas de los sabios pueden reducirse a algunas reglas generales.»

Descartes.(«Cogitallones», 1619. «Obras», t. X,

p. 217.)

Al siguiente día de morir Descartes se hizo el inventario de sus papeles y ropas; éstas fueron dadas a su fiel Schlutcr; en lo referente a los «escritos sobre las ciencias», los retuvo Chanut en sus manos, a quien más tarde los donó incon- dicionalmente la familia del filósofo. Uaillet dice que Chanut «los leyó y releyó», regalándolos más tarde a su cuñado Clerselicr, en 1653.

Se ha perdido gran número de recuerdos de amigos, notas y cartas, no llegando hasta nos­otros nada completo de aquellos preciosos «pa­peles». También se perdieron para nosotros los que dejó la víspera de su salida para Suecia, en manos de un amigo, el médico ros-crucense Ho- oghelande. Lo sentimos muchísimo, sobre todo en lo tocante a su diario de Alemania, especialmen­te en cuanto a las notas sobre los Ros-Cruoen- ses, sobre sus sueños, sus estudios de alquimia, sus memorias sobre la guerra de Treinta Años

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(que el P. Poisson conocía), sus «Cogitaiiones privatae», otras tantas confidencias juveniles con­fiadas sinceramente al papel. Unicamente cono­cemos sus títulos, y algunas de las veces, frag­mentos salvados por Baillet o Leibuiz, como «Olympica», «Parnassus», uDemocrita», «Expe­rimenta», «de Studio bonae mentís», tt'de Deo So- cratis», etc.

¿Habrá que atribuir la desaparición de tantos documentos importantes al azar o a manos in­teresadas? ¿Contendrían aquellos papeles el se­creto, o secretos, de un alma que se confesó al­gunas veces en cartas íntimas, ocultándose en cambio en sus escritos impresos?

* * *

Había muerto un santo: ¿Dónde enterrarle co­mo convenía, en aquella tierra infiel, entre aque­llos celosos luteranos?

Chanut no estaba repuesto aún del todo de su enfermedad, por lo que encargó a Belín asistie­se a la audiencia de Cristina, al día siguiente de fallecer el filósofo; propuso la Peina solemnes fu­nerales y que se le enterrase en la Iglesia de la Isla de los Caballeros o de los nobles, «el lu­gar más honroso del reino, al pie de los reyes, predecesores de la reina, entre los Señores de la Corte y los grandes oficiales de la Corona».

¿ Por qué no fué el mismo Chanut, tan cortesa-

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no, tan amigo de Descartes? Baillet dice estaba enfermo todavía. No satisface la explicación, y menos aún porque el embajador guardó silencio sobre la muerte de Descartes en una carta escri­ta a Mazarino, el 12 de febrero; su silencio per­siste en otra del 19. Chanut dió cuenta de la llegada del viajero al Canciller, el i5 de enero, participándola también a otro de sus correspon­sales el mismo día, al médico cartesiano Cureau de la Chambre. También habló de eho a Scrvién (183).

Dice Baillet que Chanut, sintiéndose demasiado débil para tomar la pluma, dictó el 12 una carta para el abate Pioot: 110 obstante, ese mismo día, escribió a Mazarino una larga carta, en la que no asoma emoción alguna. En la mañana del 12, Chanut se abstuvo de asistir a la Corte; fué por la tarde: evidentemente surgieron dificultades que desconocemos, pero que asoman en el relato de Baillet.

Rclín, el devoto de la Cébala, presentó algunas objeciones a la Reina, pidiendo se le enterrase en el cementerio del hospital de huérfanos. Baillet dice: «Se pretende era también el cementerio de los extranjeros, y sobre todo de aquellos no per­tenecientes a la religión del país: como católicos, Calvinistas o Socinianos, y que había en él tam­bién un sitio destinado a los niños que morían antes de gozar del uso de razón.»

Esta referencia es sospechosa. Aquel cemente­

rio no era afecto probablemente a los católicos. Hay un testigo directo que escribe, el 19 febre­ro de 1650, el hijo de Saumaise:

«Hace ocho días fué enterrado el Sr. Descartes en el lugar en donde se sepulta a los niños que mueren sin bautismo, a los apestados, por volun­tad del Sr. Chanut, que rehusó la oferta de la Reina, consistente en que se diese tierra al ca­dáver en una Iglesia solemnemente, cosa que to­dos encuentran muy extraño, y que, habiendo aquí como hay muchos maledicientes, se le acu­sa de ateísmo o de impiedad» (1S4).

No creemos fuera la tierra que le convenía; los verdaderos motivos que tuviere Belín nos son desconocidos; también lo son para el hijo de Sau­maise y para la Reina. Baillet escribe, apoyándo­se en un relato de Belín, que «la reina pareció sorprenderse».

«Preguntó el motivo de querer enterrar a muer­to de aquella consideración en sitio que reposa­se entre ¡os huérfanos y niños. F.l Sr. Belín re­plicó que el señor Embajador, aunque persuadido de que el cuerpo de un predestinado está seguro en todas partes en que Dios quiera guardarlo has­ta su resurrección, hubiera querido procurar a los parientes del difunto y a sus amigos, y en general a todos los católicos vivientes, el consue­lo de ver a uno 'de los pertenecientes a su Igle­sia entre otros predestinados, de acuerdo con la opinión que tenemos de que todo niño bautizado

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en nombre de la santísima Trinidad está salvado por los méritos de Jesucristo, cuando muere an­tes de llegar a tener uso de razón hasta entre los Protestantes y demás sociedades separadas de nosotros».

Son ésas frases que no llegamos a comprender, puesto que en aquel recinto estaban enterrados los no católicos, los niSos sin l>autizar. ¿Come­tería Descartes alguna impiedad in extremis, que produjera extrañeza en aquellos sinceros devo­tos? Circularon rumores sobre eso, según hemos visto.

Añade el buen Baillet que finalmente, la reina «pareció estar de acuerdo con aquellas razones». Tal vez fuera así; desde luego Bolín, que parece filé encargado de organizar los funerales, y Cha- nut, imsieron de relieve 1a i»arte católica de Des­cartes, el día de su entierro, organizándolo «de tal modo, según se lee en un relato manuscrito de Belín, que no asistiesen más que católicos ro­manos». Precedido por un sacerdote y rodeado de algunos blandones, iba el féretro llevado por el hijo de Chanut, el que más tarde fué abad de Issoire, tres agregados a la embajada: Saint- Sandoux, Picques y Belín. Era el ataúd de ma­dera corriente, de la que se pudre rápida­mente.

Entones nació curiosamente la leyenda sobre aquella tumba.

Baillet recogió los certificados que debían pro­

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bar la santidad del fallecido, como si se tratase de proceso de beatificación.

Afirma Chanut, según dice el pintor Beck, que «algunos ateos se convirtieron por la simple lectu­ra de las «Meditaciones» y de los «Princiftos» (185); que Descartes pronunció un día en la Em­bajada «un bello discurso sobre nuestra reden­ción» (186). Porlier, confidente probable de 1a Cábula de los devotos, sobrino de Chanut, re­vela la existencia en Holanda de un «maestro de armas», que aseguró que Descartes, «hombre muy religioso», «supo hallar la manera de evi­tar que un hombre honrado... educado en la re­ligión católica», se convirtiese al protestantismo (187). Un «maestro de baile» dice «tomó la co­munión pascual con él» (188). «Un capitán de navio» añadió otro testimonio, recogido por Por­lier y Chanut, dijo que «si hubiere de elegir una secta de religión, no escogería más que la del se­ñor Descartes», tras algunas conversaciones que tuvo con él (189).

«Un caballero, pariente del conde de Pas, go­bernador de Toul», ha relatado que la manera em­pleada por Descartes para explicar el misterio de la Transubstaneiación «tuvo fuerza bastante para convertir hugonotes». Otros testimonios le atribuyen la conversión de un «ateo de pro­fesión y dos protestantes tan malos como aquél» (190).

Ya sabemos que Porlier y Belín pertenecían a

la Cábala de los devotos, por eso ixxlemos con­siderar el pa<pel que desempeñaron junto al lecho en que expiró Deeartes, su papel en la hagiogra­fía de Baillct (191).

¿Qué contenían con exactitud aquellas «rela­ciones» invocadas por Baillet? ¿Qué pueden va­ler objetivamente? Se trataba de un maestro de baile, de un capitán de navio, de un maestro de armas, todo son vagas denominaciones. Algo más hay que nos hace reflexionar seriamente: sabemos hoy que Clerselier retocó un texto capital de Descartes, para quitarle su carácter racionalista: ¿sería temerario suponer, habiendo habido reto­que en un texto, que el mismo personaje enmen­dase el relato, para los mismos efectos de edi­ficación ?

C. Adam llamó la atención de los literatos so­bre esta colaboración ilícita de Clerselier, cola­boración sospechada entonces y probada más tar­de con el descubrimiento del manuscrito original, objeto de dicho arreglo o enmienda; se trata de una carta de Descartes a Constantino Huygens, fechada el 12 marzo 1640, poco después del fa­llecimiento de su hermano Mauricio. Como dicho documento ha sido íntegramente reproducido en la «Correspondencia 'de Descartes con Huygens», editada en Oxford por León Rotli, en 1926, nos es fácil confrontarlo con el retocado por Cler­selier, que figura en la gran edición de Adam- Tannery.

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Esta carta de Descartes es puramente filosófi­ca, mientras en la recopilación de Clerselier apa­rece como escrita por un católico ortodoxo y has­ta devoto.

Escribe Descartes que las almas liallarán en la otra vida placeres y felicidades mucho más grandes que en este mundo: Clerselier añadió: «con tal de que nuestros desenfrenos no nos ha­gan indignos, y 110 nos expongamos a los cas­tigos que esperan a los malvados».

Mientras Descartes parece prometer supervi­vencia feliz a todos los mortales, sin pensar en las penas eternas, ni en las divergencias religio­sas, Clerselier le corrige poniendo en su pluma que esta felicidad espera solamente ((a la mayor parte de los que mueren». Mientras Descartes distinguía cuidadosamente la persuasión por la fe de la persuasión por la razón, para conceder la preeminencia a la última, Clerselier única­mente concede preeminencia a las cosas de la fe, «de que nos persuadimos por ella» (192). Como hace observar C. Adam, en el texto de Cler­selier «la oposición queda convertida en subor­dinación, al restablecer la religión en sus dere­chos superiores, con verdades que aceptan la ayu­da de la razón, habiendo otras que pueden y de­ben prescindir de ella» (193).

¿No es de creer que Descartes puso al descu­bierto su verdadera alma ei día en que, gozando-

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de plena salud, en el año 1640, declaró a su ami­go Constantino Huygens, se veía menos afecta­do por la fe que por aquello «de que esta­ba persuadido por razones naturales evidentes?» (194)-

¿ Descubriremos finalmente, bajo el antifaz de la piedad, en esta declaración, y aprovechando esta rendija, el rostro de un rebelde? (195).

Si la posteridad inmediata lo ha santificado y ha llegado a desconocerle hasta el punto de con­fundirle, con la misma admiración, con dos lie- nedictinos, hay que decir que él nunca quiso aparecer en público tal cual era. Se ha sufrido equivocación sobre su jiersonalidad; pero, ¿no se­ría voluntad suya que se equivocasen? Portier, « Clcrsclier y Ghanut le colocaron el antifaz, tal vez en nomine de la Cofradía del Santo Sacra­mento; ¿no ocultó él también su cara a los vein­te años enmascarándose por primera vez?

Kué Descartes el teórico del derecho y de la razón; es el hombre de la reivindicación te­rrestre.

Veamos lo que escribió algunos meses antes de morir, en su último libro:

«El libre albedrío... nos hace, hasta cierto pun­to, parecidos a Dios, convirtiéndonos en dueños de nosotros mismos, con tal que no perdamos, 'debido a cobardía, los derechos que «os conceden (196).

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¿Levanta los ojos liada el Dios de Porlier y Clcrselier, el meditativo que uo creía más que en la virtud de acuerdo con la razón y pensaba que «toda nuestra alegría estriba únicamente en el testimonio interior que nos asegura poseemos alguna perfección?» (197).

E P I L O G O

«Ningún bien hay en la vida social ma­yor que la amistad.»

Descartes.(Carla a Voecio, «Obras», ed. Cousln,

XI, p. 127.)

Un niño que ha vivido privado de madre, jun­to a un hogar sin calor, el colegial que gustaba de soñar, solitario, en su celda en la que le asal­taban las dudas: ese es Descartes entre su mar­cha ¡para La Ilaya y su salida del colegio de la Flñche.

Se tratalxi de un joven rclxdde que sentía no estaba en donde debía estar, que quería huir. Pero, ¿dónde iría?

Comenzó por escapar del lado de los suyos, de los que huyó obstinadamente durante tóela su vida. ¿Quién dirá qué desilusiones le hicieron pre­cozmente taciturno? Se sabe que uno de sus her­manos, indigno de su gloria, fué muy cruel para con él. Sufría por culpa de los suyos; pero, a decir verdad, ¿no hay que declarar que el niño de genio es siempre un extraño entre los suyos? Cuando llegó su última hora, postrado en el le­cho en que iba a expirar, surgió en su mente un pensamiento recordando su infancia: fué para su nodriza que le cuidó de pequeño. Ella consti-

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tufa toda su familia, suya fué la tínica sonrisa que brilló en su niñez.

Toda la vida llevó impreso el sello de aque­llos años sin cariño. Puede decirse careció de familia. ¿Tuvo maestros que fueren amparo es­piritual, a falta de amparo consanguíneo?

También huyó de ellos constantemente. ¿Le aguardaban los libros para servirle de consuelo y hacerle compañía? Tampoco, pues los cerró irri­tado; nada encontraba en ellos que saciase su cu­riosidad. Huyó de su patria: vivió en Holanda, en Alemania luego, al servicio de protesta lites unas veces, de católicos otras: ¿dónde estaba la verdad? Ni la encontró en la religión que gue­rreaba ni en la que reza. Abandonó los ejércitos, de los que hablaba luego despreciativamente, co­mo escuela de vicio.

Pululaban en Suavia las sectas místicas. Inte­rrogó a los ros-crucenses: ¿hallaría en aquellos médicos, químicos y físicos, que se desvelaban por servir a sus semejantes pobres, ignorantes y enfermos, nuestro joven geómetra impaciente de evidencia universal, la revelación que no había encontrado ni entre los suyos, ni en sus precep­tores, ni en la Facultad de Derecho de Poitiers, ni en el protestante Mauricio de Nassau, ni en el católico Maximiliano de Baviera, ni en sus meditaciones de colegial, ni en las campiñas?

Una noche de invierno, el joven caballero que había interrogado a los ros-crucenses, tuvo sue-

F ll. XL 13

ños; sueños extraños en que la angustia de la in­vestigación se mezclaba con la liebre de su cuer- 1*>. El hombre que más tarde escribió se alimen­taba con la verdad, creyó con febril emoción, que el Espíritu de verdad se había inclinado sobre su almohada. Se estremeció presa de su brusca iluminación, trazando varios rasgos sobre una ho­ja de papel para eternizar su recuerdo. Aquellas palabras simbólicas fueron un misterio para la posteridad, conservando solamente la huella de la llama sin decirnos cuál fué la corona de me­tal que fundió y forjó.

¿Encontraría Descartes en aquella ilustre po­sada en los caminos de Alemania los dos secre­tos que, uniéndose, dominaron toda su vida y que desde hace tres siglos dominan la evolución de los pueblos?

¿Xo enseñaría el ros-crucense al matemático, en aquella noche, el imperativo del deber social, que olvidaba con su escepticismo? ¿No enseña­ría al ros-crucense nuestro matemático, en aque­lla misma noche, perdiéndose en la magia y la teosofía, la vanidad de un esfuerzo social que no tuviese como guía a la razón y las artes ins­piradas por ella como medio de acción?

Sintiendo compasión por las miserias humanas quiso crear una medicina más fuerte que la muer­te, una medicina fundada en «demostraciones in­falibles» (198). Descartes, rival de Dios, tal vez un Fausto. ¿No creía entonces que el hombre

— 195podía llegar a ser dueño y poseedor de la tierra?

¿Era magia? No. Era ciencia; ciencia sin im­posturas, eso es lo que quedaba de las curiosi­dades ros-cruccnses del caballero que se había adormecido, tras largas horas de camino a cabal!» por peligrosas carreteras.

Rebelde se mostró ayer contra sus maestros; rebelde se mostró despuós contra el destino, que quiere que el hombre sea mortal y viva miserable.

Esperaba Descartes viviese el hombre tres o cuatrocientos años; que dominase la materia con sus máquinas. Trabajaba para hacerle dichoso, iluminado por inmenso optimismo. Pasaron los años y Descartes vió cada día más claro no aman los hombres la verdad, que su primer impulso es maltratarla y mofarse de ella; vió que los «charlatanes» y los «malintencionados» triunfa­ban, lo mismo que los hipócritas, endosando el disfraz y adoptando la voz deí honor. Envejecía lentamente. Lo que en él quedaba de duro y firme se reblandecía ante el espectáculo de las intole­rancias teológicas y científicas. Cada vez había en él menos certidumbre. Belleza tranquila de otoño.

¿Qué es lo que creía hacia fines de sus días? Abolió el infierno; no creía ya en la gracia, si es que había creído en ella alguna vez. La razón no le alejaba de las pasiones, que declaraba bue­nas siempre, en iprincipio. El alma, que tan apar­tada tuvo siempre de su cuerpo, dcvolviósela en

lili, después de liaber considerado mejor lo que establece enlace entre nuestras ideas y nuestras acciones. La felicidad que esperaba era la del espíritu, que había cumplido honradamente su deber. Y soñó suavemente, sobre su lecho de muerte, hallar en un paraíso de buena gente al sabio Sócrates, cuya ingenuidad estimaba.

ANEXOS

i

UN AUTOGRAFO INEDITO DE DESCARTES

iHemos visto una carta que probablemente es

<dc Descartes, cuando era colegial; lo decimos con las reservas acostumbradas. He aquí las razones que parece autorizan dicha atribución.

Ante todo una, que pudiéramos llamar fami­liar: dicha carta nos ha sido facilitada con ge­neroso liberalismo, que agradecemos infinitamen­te, por el vizconde H. de Marsay, descendiente -colateral de Descartes. El Vizconde la recibió ■ de su familia, que tradicionalmente la atribuyó al filósofo.

El lazo existente entre los de Marsay y los Des­cartes quedó establecido por el apellido del abue­lo materno de Renato, Renato Brochard, señor de la Coussaye, padre de Claudio Brochard, con­sejero en el Parlamento de París, de quien des­cienden directamente los Marsay, y el apellido de su hija, Juana Brochard, que casó con Joaquín Descartes, padre de Renato.

Claudio Brochard tuvo \in hijo, Renato Bro­chard, padre de Anita Brochard, casada con VI-

— ig8 —

dard de la Ferrandiére, los cuales fuerou padres- de Pedro-Andrés, que a su vez fué padre de María Josefina, que, en 1727, casó con Cosme- Francisco-Claudio de Marsay, ascendiente direc­to del vizconde II. de Marsay (d’Auterive,. «Anuario de la Nobleza de Francia», Révéreud,. edit. París, 1911, p. 256).

Los Marsay asistieron a todas las conmemora­ciones y solemnidades organizadas para honrar la memoria del grande hombre; nunca dejaron de hacer ostensibles los honores debidos a dicha ilus­tre parentela, de la que se muestran orgullosos y honraron siempre con su elevada virtud puesta al servicio del Estado o ’del ejército.

En la parte superior de dicha carta figura la siguiente nota, escrita en el siglo X VIII: aCarla que parece ser del filósofo Desearles.»

Se trata de una carta de colegial, como resul­ta de su texto. Fué remitida desde La Fléche, sin sello.

En La Fléche había un célebre colegio de Je­suítas, inaugurado en 1604. Su historiador lia sido el R. P. de la Rochemonteix, bien informado' por cierto, autor de «Un colegio de jesuítas en ¡os siglos X V lI y X V fli . El colegio Enrique IV de La Fllche», Le Mans, Leguicheux, ed.— imp. 1889, 4. vols. en 8.°.

Renato Descartes ingresó en él el año de sir fundación, por Pascuas, al parecer, de creer a Baillet («Vidá», I, p. 18 y 31), tal vez en 1606..

— 199 —

Salió de él en 1612, o 1614, si admitimos la pri­mera fecha, propuesta por C. Adam, y que nos parece la más probable (199); 1606-1614 o 15, dice Gustavo Cohén.

Esta carta, que firma Descartes, está dirigida a la «señorita Lugarteniente del Poitou, en La Hayai). Es la abuela de Renato, o sea la señora Brochard, madre de su madre. Unicamente pue­de tratarse de ella: primero: por un acta o parti­da de bautismo del 12 de octubre, de 1588, re­dactada en La Haya, que la designa con este nom­bre. Su apellido era Sain, casó con Renato Bro­chard, lugarteniente general del tribunal de Poi- tiers; segundo: la forma de dirigir la carta está de acuerdo con las costumbres de aquella época, pues aunque casada, sólo tenía derecho al trata­miento de Señorita; también tenía derecho al trata­miento de su marido por cortesía; tercero: residía habitualmente en I-a Haya, al menos desde 15S6, fecha del fallecimiento de su marido; en mayo de 1610 había fallecido ya dicha señora; ignora­mos la fecha exacta de su muerto (C. Adam, «Descartes», p. 5 y 15, en donde se encontrará diversas indicaciones sobre referencias) (200).

Sólo hay dos Descartes, por lo que sabemos, que hayan podido firmar la carta entre 1604 y 1610.

También hay que aducir que la firma de la car­ta, que no puede ser Joaquín Descartes (que na­ció en 1563) (201), padre de Renato, no puede

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ser de su hermano o un hijo de uno de sus her­manos: el autor de la carta alude a un hermano y no se sabe que Joaquín lo tuviese (202).

La hipótesis de un primo hermano lia sido des­cartada, por lo que podemos investigar si la fe­cha de nacimiento de uno de los hermanos de Renato pudiera coincidir con las dos fechas que hemos indicado: 1640-1612.

Joaquín Descartes tuvo cinco hijos de su mu­jer, Brochard de apellido:

Pedro, que nació en 1589 y falleció en la in­fancia.

Pedro, bautizado con el mismo nombre que el anterior, que nació en 1591.

Renato, nuestro filósofo, que nació en 1596.Un niño nacido en 1697, que murió tres días

después de nacer.Juana, que nació entre 1590 y 1595.Joaquín Descartes, viudo desde 1597, volvió a

casarse en fecha que se ignora, sin duda alrede­dor de 1600, con una señorita apellidada Morín. De este segundo enlace tuvo tres hijos:

Joaquín, nacido hacia 1602.Claudio, bautizado en 1604.Frascisco, que nació en 1609 y murió de cor­

ta edad.Ana, bautizada en 1611.Ninguno de los mencionados pudo escribir di­

cha carta a Juana Brochard. Tampoco pudo ser escrita por un hijo de Pedro, el hermano mayor

201

de Renato, puesto que el hijo mayor de Pedro nació en 1627; el menor en 1664; tampoco pudo escribirla un hijo de Joaquín, su hermanastro, porque el hijo de dicho Joaquín nació en 1635; la lugarteniente del Poitou había fallecido mu­cho antes de dichas fechas.

De dichas referencias se deduce únicamente puede tratarse de Pedro o de Renato, pues ellos solos fueron quienes pudieron escribir a dicha se­ñora, que murió, como recordaremos, en mayo de 16x0. Además, la escritura gótica de la carta no permite alejarla mucho de los comienzos del si­glo X VII.

Antes de investigar si se trata de Pedro o de Renato, debemos preguntarnos si podían, tanto el uno como el otro, dirigirse a su abuela dicién- dole: Señorita madre.

Su madre había fallecido en 1597; fueron cria­dos por su abuela; nada se opone, pues, a que le llamen madre, que, por otra parte, era cosa usual en las costumbres de entonces. En Tartufo, Da- mís, nieto de la señora Pernelle, la llama madre mía; y la señora Pernelle le llama hijo mío (acto 1.®, escena 1.*).

¿Es la carta de Pedro o de Renato? El signo que precede al apellido, ¿es una P. o una R?

Los especialistas a quienes hemos consultado se lian decidido todos a sentar la hipótesis de la R.

A. Barbier, en su libro sobre «Los Orígenes

202 —

Chalelleuraudenses de la familia Descartes», en 8.°, Poitiers, 1897, ha reproducido facsímiles de firmas muy antiguas de Joaquín y de sus hijos Renato y Pedro (1577, 1620, 1616) (203). Por nuestra parte, liemos rogado a Raúl Bonnet, que ha dedicado toda su vida a los autógrafos, y cuya competencia es apreciada umversalmente, se dig­nase examinar dicho original, confrontándolo con dichos dos facsímiles; ese señor ha tenido la bon­dad de hacerlo, cosa que le agradecemos infinita­mente. También ha examinado con nosotros los diversos autógrafos cartesianos del Archivo Cou- sin. Véase la carta que nos escribe:

((¡En la firma de la carta fechada en 1.a Fléclie se observa ciertos ganchos que se hallan también en el facsímil presentado |x»r Barbier. Hay una D mayúscula que se halla en las cartas pos­teriores de Descartes, pero Pedro la traza tam­bién en el facsímil presentado por Barbier. Sin­ceramente creo, sin embargo (sin poder asegu­rar nada, pues sólo se trata de hipótesis), que se ve con mayor facilidad la firma de Renato que la de Pedro, si se compara su documento con los dos facsímiles procurados por Barbier.»

También podemos obtener argumento decisivo, en el sentido de la atribución, del examen grafo- lógico de dicho autógrafo. Este ha sido propues­to por Eduardo Rougemont, experto en cuestio­nes de grafía, cuya autoridad se reconoce; es vi­cepresidente de la Sociedad Grafológica. «La es-

— 203

tritura denuncia un hombre hecho, inteligencia madura, cuando sabemos que el autor es un cole­gial. Pero no se trata de un escolar cualquiera; nos hallamos en presencia de un niño, o adoles­cente, que revela en su escritura estar por enci­ma de su edad, que es superior a su condición de colegial.» Ya conocemos por Buillet la precocidad de Descartes, que por sus preguntas hacía pen­sar a su maestro, según el viejo biógrafo.

K1 sapiente grafólogo ignoraba a quién perte­necía la carta, pues se le dijo permitiese cubrir la firma. Por eso su opinión se exteriorizó en condiciones de perfecta objetividad. Por otra par­te, se observará está de acuerdo con la opinión de Barbier, que recordamos en una de nuestras notas: al encontrar en la firma de Descartes ado­lescente los rasgos de innegable superioridad in­telectual, el erudito de Poitiers fia proporcionado a las conclusiones del Sr. Dougemont, al exami­nar un texto de Descartes colegial, refrendo que- conviene tener en cuenta.

Fuera de la certidumbre o seguridades que pro­curaría únicamente un documento de compara­ción contemporáneo, podemos seniar la conclu­sión que la firma de esta carta es con grandes probabilidades la de Renato, pues ninguna cir­cunstancia de hecho, de fecha o letra, que co­nozcamos nosotros, se opone a dicha hipótesis, ni indirectamente.

— 204 —

Veamos el texto de la carta. Raúl Bonuet nie ha prestado su valiosa ayuda para descifrarla:

«Señorita madre:He recibido la suya y alabado a Dios j>orque

veo goza salud. En cuanto a mi hermano, a Dios gracias no ha estado enfermo, y por ahora se en­cuentra bien, pero algo delgado, siendo el carác­ter lo que le impide engordar; en cuanto a enfer­medades, no hay muchas aquí, aunque mi primo Fcrand, el pequeño, ha estado quince o diez y seis días aquejado por la terciana; pero, si Dios quiere, los médicos esperan se restablezca pron­to; para acabar le agradezco muy humildemen­te el escudo que me ha enviado, que no me so­bra, y trataré, estudiando mucho, de que los que me envíe todavía no se pierdan, y ruego a Dios, señorita madre, le conserve la salud.

De La Fléche, el 12 de mayo,Su muy humilde y oliediente hijo,

R. DESCARTES

Le ruego haga presente a sus mejores amigos y a todos aquellos de su casa mis humildes re­cuerdos.»

Ya se habrá observado el tono malicioso e iró­nico de esta carta; ese fué siempre el tono del hombre, cuando llegó a serlo.

205 —

II

LOS RESTOS DE DESCARTES

Se ha disentido mucho sobre la cuestión de que los restos de Descartes fuesen inhumados en Saint- Germain-dcs-Prés; nada más cierto que esa inhu­mación.

Los restos de Descartes, que fueron inhumados en Santa Genoveva, en 1667, fueron exhumados en 1792 y depositados en el museo de monu­mentos franceses, calle des Petits-Augustins, que dirigía Alejandro Lenoir, que, en aquella época, salvó sinnúmero de piezas arquitectónicas.

En 18x9 hubo nueva exhumación; entonces fue­ron inhumados en Saint-Germain-des-Prés.

Actas levantadas y conservadas en los archivos nacionales, ponen de manifiesto y comprueban esta última inhumación (Archivos nacionales, F3n, Sena, 55). Figuran reproducidas en el «Bo­letín de la Sociedad arqueológica de Turenan, nú­mero 1 de 1901, de todo lo cual he referido lo esencia] en el «Tentps», del 20 noviembre, de 1927. Se sabe con exactitud cuáles fueron los huesos enterrados en el depósito de los Petits- Augustins, en 1792, qué huesos fueron sepulta­dos en Santa Genoveva, en 1819. Sobre el primer punto, he aquí algunas precisiones procuradas por

el calíllelo I/Mioir en una caita escrita a Cuvier (('¡nía «leí 16 <le mayo de 1821):

((...Hallamos algunos huesos, que frustraron nuestras esperanzas, y en reducido número: es decir, una parte de tibia, de fémur y alguno» fragmentos del radio y del cúbito».

No encontró Lenoir el cráneo, sino un huese- cillo «de tejido muy tupido, que nos pareció ser fragmento del cráneo, como pudiera presentar­lo el frontal».

El alcalde del distrino X fué encargado, en 1S19, por el conde de Chabrol, Prefecto del Se­na, de proceder a la exhumación de aquellos po­cos huesos. Como resulta del acta levantada, «or­denó la demolición de la parte del sarcófago que encerraba los restos de Descartes y sobre el cual se leía la siguiente inscripción: ((Restos de Re­nato Descartes, fallecido en Suecia, en 1650».

Del examen de la caja de estos restos, a partir de 1650, resultaba:

«Que el cuerpo de Descartes, exhumado del ce­menterio del Norte de Malino, en Estocolmo, el 1.® de mayo de 1666, por encargo del caballero de 'Perlón, embajador de Luis X IV en Suecia y transportado a Francia a comienzos de enero de 1667, fué inhumado con gran pompa fúnebre, el 24 de junio del mismo año, en la antigua iglesia de Santa Genoveva; entre la capilla de este nom­bre y la de San Francisco»;

«Que el 12 vendimiario, año II (3 octubre de

--- 207 —

1793). la Convención Nacional, a petición de Che- nicr, decretó que Descartes liabía merecido los honores debidos a los glandes hombres, y que su cuerpo fuera trasladado al Panteón francés»;

«Que el 25 florcal del año IV, como este decre­to no había surtido aún efecto, a causa de tos acontecimientos de aquella época, Chenier repro­dujo su proposición ante el Consejo de los Qui­nientos, solicitando un decreto para fijar la cere­monia el 10 pradial»;

«Que esta propuesta, combatida por diversos oradores, especialmente por Mercier, fué ipospues­ta por el Consejo»;

«Que el año VIII, y a consecuencia de las medidas tomadas por el gobierno para que se re­uniese en el museo formado en 1791, calle de Pe- tits-Augustins, y bajo la vigilancia del Señor Ale­jandro Lenoir, las tumbas de los hombres céle­bres que habían sido enterrados en diversas igle­sias o casas religiosas suprimidas, los despojos mortales de Descartes exhumados el 3 vendimia- rio, habían, sido transferidos el mismo día a di­cho museo y recogidos en este sarcófago»;

«Establecido este examen por nosotros perso­nalmente y los documentos del señor Lafolie, al abrir la liarte superior del sarcófago de Descar­tes, se retiró una caja de plomo que encerraba sus cenizas, cuya caja ha sido inmediatamente depositada en un ataúd de tres compartimentos,

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rotulada con los nombres de Descartes, Mabillón v Montfancón».

«Inmediatamente se ha procedido a demoler los otros dos sarcófagos» (Los de Mabillón y Montfaucón, benedictinos).

«Una vez acabada la extracción de esos cuer­pos, formados únicamente gx>r restos de huesos y polvo, cada uno de ellos, colocóse cuidadosamen­te en el compartimento del ataúd destinado a re­cibirlo, el señor Lafolie ordenó, ante nosotros y ante el comisario de policía, se lacrase y aplica­se el sello sobre dicho ataúd».

«Tras estas disposiciones, se ha puesto el fé­retro en un coche fúnebre, y seguido por los carruajes que formaban la comitiva ha sido condu­cido a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, don­de lo hemos acompañado a pie, con las personas que asistían a la ceremonia entre dos filas de guardias nacionales».

«Este cortejo ha sido recibido en la iglesia por el Sr. de Kéravenant, cura, y todo su clero, en presencia de los señores mayordomos de la parro­quia».

«El féretro lia sido colocado en la nave, y ro­deado de los ornamentos anunciadores de servi­cio solemne».

«Una vez acabados los oficios, hemos seguido

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procesionalmente dicho féretro hasta la capilla de San Francisco de Sales, en donde se había dis­puesto una tumba de piedra con tres departamen­tos, de acuerdo con las órdenes del prefecto. Di­cho sepulcro está coronado por tres placas de mármol, separadas y encuadradas i>or columnas también de mármol, sobre las que se lee la ins­cripción relativa a cada uno de los cucrjws».

«Hemos ordenado se procediese a quitar el se­llo y transferir las cenizas de Mabillón al nuevo féretro que debía contenerlas».

«La misma disposición se ha observado en cuan­to a Descartes; pero la caja de plomo en que es­taban encerradas sus cenizas era demasiado gran­de liara penetrar en la cavidad que le estaba re­servada; nos liemos visto forzados a que la abrie­sen para extraer su contenido. Independiente­mente de los despojos mortales, consistentes en tres huesos, se ha retirado de esta misma caja una placa de plomo, sobre la que se veía grabada la siguiente inscripción, placa que ha sido reco­gida por los señores Petit-Radel y Quatremeré de Quincy»:

«Aquí están encerradas las cenizas del Sr. Re­nata Descartes, grande e incomparable matemá­tico y filósofo, que falleció en Suecia en el <*ño 1650, y que fueron trasladadas a Francia al cui- ’dado de Pedro Lambert, considero del Rey, teso­rero de Francia, en Montaubán, en el año i66~n.

Pll. XL 14

a r o —

«También se ha encontrado una medalla de co­bre, con la efigie de la República...»

Entonces, y después de haber cantado el Li­bera nos, una vez prenunciadas las preces, y ben­decidos los restos por el señor Cura, hemos orde­nado se cerrase y lacrase la tumba, en la que quedaron depositados estos venerables restos».

((Luego nos hemos retirado a la sacristía, con todas las personas invitadas a la ceremonia, para inscribir sus nombres y declaraciones, y redactar la presente acta, de acuerdo con las órdenes del señor Prefecto.»

(¡De todo cuanto antecede levantamos la pre­sente acta......................... y firmamos la presen­te minuta juntamente con las j>ersonas abajo ci­tadas.............................».

También levantó acta el Cura de la fábrica.A comienzos de la Restauración, el ilustre quí­

mico Berzelius hizo donación a Francia de un cráneo, declarando era el de Descartes. Entonces Cuvier escribió a Alejandro Lenoir, con el fin de saber si los restos exhumados en 1792 con­tenían una cabeza. Lenoir, que había dirigido la exhumación de Santa Genoveva, respondió nega­tivamente a Cuvier: rogándole «observase que aquellos fragmentos, en vez de encontrarse do­bles, como hubiera ocurrido si el cuerpo hubiese sido depositado allí entero, eran únicos y aislados de las demás partes del esqueleto que faltaban».

2X1 —

Estas particularidades parece confirman la opi­nión, corriente todavía en Suecia, que se exten­dió en i 656, «que solamente se había entregado al Sr. Dalibcrt una parte del esqueleto, que la más considerable, principalmente la cabeza, ha­bía quedado en Estocolino».

Estimaba lenoir sería posible llegar a identifi­car el cráneo depositado en el Musco confron­tándolo con los retratos de 'Descartes pintados por Bourdón y lenain, y decía: «La cara dele ser corta, aplastada, cuadrada; los huesos del (pómu­lo, en consecuencia, algo elevados y alargándose hacia los temporales».

Cuvier, al responder, dijo a Lenoir había pro­cedido a dicha comparación del cráneo, donado por Berzelius, con los retratos. Veamos las con­clusiones que proponía: «Los huesos de la nariz y del pómulo, el hueso frontal, las órbitas, y en general, todas las proporciones de la cara, pre­sentan asombroso parecido, a mi entender; por tanto, la autenticidad de dicho cráneo creo está fuera de duda, si no careciese de las huellas de haber permanecido en la tierra. Según su estado actual, debe haber sido recogido antes de la pri­mera inhumación, cosa que no está de acuerdo con la tradición de Suecia sobre el momento en que se realizó la sustracción»

Se trata, pues, de verosimilitud. Hay que ha­cer caso de las palabras que Cuvier añadió pru­dentemente: «La autenticidad de este cráneo creo

212

está fuera de duda, si no careciese de las huellas de haber permanecido eu la tierra».

Hubo acta de la exhumación en Suecia, acta cuando pusieron en el féretro los huesos, como resulta de la «Fida del Sr. Descartes», de Baillet, II, p. 436. Estas actas 110 han llegado hasta nos­otros.

Baillet no dice fueran acompañadas las ceni­zas, durante el viaje de vuelta a Francia, por Pe­dro Lambert, tesorero de Francia en Monta libán, como se dice más arriba, de acuerdo con el acta de Lenoir. Baillet indica como comisario solamen­te al Sr. de l ’Epinc, mayordomo del Sr. Cha- ssan, y a un señor dtt Kocher, ayuda de cáma­ra del embajador, el caballero Terlón. Este últi­mo se reservó, como recuerdo, «uno de los hue- secillos de la mano, que había servido de ins­trumento para escribir las inmortales obras del difunto». (".Vida del Sr. Descartes», II, p. 436.)

III

CLAUDIO PICOT

He aquí algunas indicaciones sobre mis inves­tigaciones respecto a Pieot; los eruditos pueden aprovecharlas, pues de este modo evitarán re­peticiones y fracasos.

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1. ° Hay un Rouvres en Cote-d’Or, pero no es priorato.

2. ” En el siglo X V II había en Rouvres-en- Multien (Oise), un priorato de canónigos depen­diente del priorato-curato de San Juan Bautista de Dannnartin (Sena y Mame). Víase I,. Miche- lín, «Ensayos hist. y est. sobre el dep. de Sena y Mame», t. II, Melún-París, 1841, págs. 717- 718. En 1668 el priorato «quedó transformado en simple lieneficiado» 1668: el año en que falle­ció Claudio Picot. Los archivos de Sena y Mar- ne nada contienen sobre Picot.

3.0 Allier, Marnc, Mosa, Vosgos, Aube: nada.4.0 Eure y Loira (Arch. nat. Q i, 210-3, Re­

gistro del priorato de Rouvres, 1578). Se trata del priorato de S. Martín de Rouvres, dependien­te de la abadía de Bee-Hellouón (Cantón de Brion- ne, Eure). Nada en los Archivos de Eure y Loira.

5.0 Priorato de Rouvre (Sena y Marnc), de­pendiente de la abadía de S. Martín de los Bos­ques (Oise). Nada en los Archivos del Oise.

6.° Priorato de Rouvres (Oise), dependiente de la abadía de S. Farón de Meaux. Nada en los Archivos del Oise.

7.0 Priorato de Rouvres de los Bosques (la­dre). Nada.

Varios son los Rouvres que pueden ser los del abate Picot.

1.° En el término municipal de Cirán-la-Latte, en territorio del cual se encontraba el feudo de

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sus amigos Touchelaye, existió una señoría de Rouvre, cuyas rentas sirvieron, desde 1495, para que la Revolución sufragase, en la iglesia cercana de Betz, una capilla señorial y un capellán (Co­municación de M. Pierre, erudito director de la «Revista del Berry y del Centro»), Los archivos de Tours no contienen referencia alguna que pue­dan facultarnos para sentar hipótesis sobre Pi- cot, pero G. Collón, archivero de Tours, se pre­gunta ingeniosamente si Picot, simple capellán, llevó, en el siglo X V II, el título de prior de Rou- vre. Es posible, porque de la «Vida del Sr. Des­cartes» resulta que Picot, cuando quiso comprar un terreno en Turena ei< el año 1643, debía ser vecino de su amigo Touchelaye; víase una carta de Descartes («I'ida», II, p. 198).

2.0 Hay un Rouvre en Turena (Indre y Loi­ra), dependiente de Neufvy-le-Roi.

E11 1647, el abate Picot abandonó su aloja­miento de la calle de Escouffes, para ir a habitar una casa en la calle Geoffroy-l’Asnier, juntamen­te con la señora Scarrón de Maudiné, viuda de un preboste de los comerciantes de París, y pri­ma del poeta festivo («Vida», II, p. 323). Ahora bien, el señor de este Rouvre, Luis de Casteluau, estaba en relaciones de dependencia feudal con una Claudia Scarrón, casada con Daniel Boíleau, señor del Plessis. Esta rama de los Scarrón po­seía en Turena tierras de la Rouillére y de la Meliére, dependientes del mismo término muni-

— 21 5 —

cipal que Rouvre: Ncufvy (E. Mague, t<S carrón y su ambiente», p. 5; nota p. 311).

No hubo priorato en este Rouvhe, sino una ca­pilla. ¿Qué lazo de unión puede haber entre Pi­cot y este Rouvre? ¿Podemos sentar la misma hi- I>ótesis que para el otro Rouvre?

Baillet proporciona las más completas referen­cias sobre los orígenes de Picot, hijo del recau­dador general de Moulins; están confirmadas por los documentos genealógicos manuscritos conser­vados en el departamento de manuscritos de la Biblioteca nacional, que he consultado cuidado­samente, por consejo de Emilio Magne, que co­noce admirablemente el siglo X V II. Desgracia­damente no se ha encontrado natía sobre Picot. Eos archivos de Moulins nada contienen sobre su familia.

Según los archivos genealógicos de la Biblio­teca nacional (Legajos dzules, núm. 522), Pi­cot fué también abate de Saint-Jouin (Deux-Sé- vres, sin duda) y prior des Roches: los documen­tos des Roches, en los archivos de la Niévre, no contienen mención ninguna referente a Picot. En aquella región, cerca de Bourbón-Lancy, en Vi- try-sur-Loire, existían Picot (o Picaud y Picault); debo esta referencia al archivero del departamen­to; tal vez pudiéramos emprender investigacio­nes por esta parte, encargándose de ellas los eru­ditos de la región, en los archivos locales o na­cionales.

Picol no lia sido citado en las notas de B. Le- «1 ii i i j sobre la abadía de Saint-Jouin («Memorias i ir la Sociedad de Anticuarios del Oeste», 1884).

IV

LOS AMIOOS DE DESCARTES

Es de desear se escriba un día la historia de los amigos de Descartes: Baillet cita numerosos nombres de amigos sobre los cuales sería intere­santísimo reunir referencias precisas, porque nos ayudarían ciertamente en la elucidación del caso psicológico del filósofo. He intentado efectuar in­vestigaciones en este sentido; me he visto obli­gado a desistir, tras sondeos bastante profundos, por tratarse de trabajo que requiere se le consa­gre años enteros, a juzgar por el tiempo emplea­do por mí para encontrar las huellas perdidas del alíate Picot y Villebressicux, investigaciones que me he visto obligado a dejar en manos de buenos y sabios archiveros, a quienes doy las gracias.

Hay un amigo al que Baillet ( «Vida», I, p. 307) se limita a llamar un «gentilhombre polaco»: con Descartes emprendió, en 1637, un viaje a Douai, que parece tuvo importancia. Fué el año del «Dis­curso». ¿Qué fué a hacer Descartes en Douai? ¿Quién fué aquel gentilhombre? Hubo muchos polacos Socinianos: ¿efectuaría dicho viaje con

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un sociniano? Podemos interrogarnos sobre el asunto, porque el capellán de la Princesa Palati­na, Jonson, lo era.

Tal vez fuera aquel Estanislao Lubieniocus (Lubienietz), secretario del rey de Polonia en Hamburgo, en donde murió en 1675. Fué autor de un «Theatrum cometícunn>. Descartes estuvo en Hamburgo por lo menos dos veces.

¿Sería Nicolás Amoldas, profesor en la Uni­versidad de Franeker, que era de origen polaco? Esto es poco probable. Arnoldus nació en 1618; pero el hecho de que Arnoldus tuviese solamente diecinueve años en 1637 no implicaría imposibi­lidad, porque parece que Descartes gustaba de ro­dearse de jóvenes. Cuando visitó a Pascal en 1647 fué en compañía de varios jóvenes.

¿Se tratará de Pastorus de Hirtensberg, caba­llero polaco, historiógrafo de Su Majestad polaca?

¿Sería Juau-Luis de Wolzogen, gentilhombre de la Cámara del rey de Polonia, que emprendió un viaje a Francia en 1638, según un historia­dor?

Bajo los auspicios del Pastor Pannier, erudito historiador y bondadoso bibliotecario de la So­ciedad de historia del protestantismo francés, he interrogado al historiador más calificado, Sr. Sta- nislas Kot, profesor en la Universidad Jagellone, Cracovia (Krakow), que se ha tomado el trabajo de escribirme que la mención de Baillet se conoce en Polonia, pero que nadie ha encontrado aun

x'iliu iún satisfactoria. Según opinión suya no pi¡- «U-mo» sujioner fuera Wolzogen. No era polaco y fumaba siempre no bilis austríacas. ((Ningún noble extranjero, aun estando al servicio de Po­lonia, podía llamarse gentilhombre polaco, ni pa­sar por tal en el extranjero». El Sr. Kot añade: ((admitiendo que Descartes y Wolzogen se encon- sen, nunca hubo entre ellos familiaridad. El tra­tado de Wolzogen contra las «Meditaciones» no contiene ninguna alusión a dicha amistad».

«El compañero de Descartes podía ser soci- niano. Casi todos los gentiles-hombres socinia- nos de aquel tiempo emprendían viajes a Fran­cia, Bélgica, Holanda (pero también muchos ca­tólicos) . Conocemos muchos nombres, pero es imposible señalar uno, por falta de pntebas.»

Y sigue diciendo: «En cuanto a Wolzogen he de advertirle que la fecha (1638) de su viaje a Francia, como miembro de la legación polaca, indicada por Lauterbach, y luego por Bock, es errónea. Dicho viaje se efectuó en 1643».

Habla Baillet de una señora de Rosay y de una señora de la Michaudiére o de la Menardiére, que tal vez desearon poseer el corazón de Descartes: los archiveros de Poitiers y de Turena, especial­mente los Sres. Collón, como Rougé y Bariller, que me han ayudado de manera incomparable, y a los que nunca podré demostrar suficientemen­te mi agradecimiento, no han hallado nada. Las notarías de Azay-le-Rideau y de l ’Ile-Bouehard,

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no poseen documento alguno referente a dicho viaje, o concerniente a Descartes y a sus amigos de Touehelayc.

También he de agradecer públicamente a los Sres Nedellec, Gormard, notarios, lo mismo que al Sr. Orillard, juez de dichos cantones, y al se­ñor Johan, alcalde de Azay-lc-Rideau, la ayuda que me prestaron en mis difíciles investigaciones.

Nada he podido hallar respecto al Sr. de Saint- Sandoux, Belín y Pique, agregados a la embaja­da de Suecia, cuando acurrió el fallecimiento de Descartes, en la correspondencia dé Chanut, en los archivos de los ministerios de Estado.

El Sr. de Saint-Sandoux era hijo de un presi­dente del Tribunal de Beneficencia de Clermont, Aut, de Ribeyre, que debe ser al parecer el des­tinatario de la célebre carta de Pascal sobre el vacío (1651).

Se ha encontrado algunas referencias extrema­damente interesantes sobre Belín, a quien con­sidero como instigador principal de la hagiogra­fía cartesiana: las debo en gran parte al Sr. Iván Gaussen, archivero de Beneficencia, al que doy las más expresivas gracias.

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V

SANTIAGO BELIN I

Raúl Allicr ha escrito que Santiago Belín per- tenccía seguramente a la Cofradía del Santo Sa­cramento («La Cábala de los devotos», p. 93). Le califica de ciudadano de París, Baillet de teso­rero de Francia: ambos le atribuyen el cargo de administrador del hospital general. Como vamos a ver en la nota que sigue, los Archivos de Bene­ficencia conservan el recuerdo de tres Belín.

Dice Baillet («Vida», TI, p. 427) que el Sr. Be­lín tenía un hermano consejero en el Chatelet; nosotros sabemos que un personaje declarado her­mano de Belín, administrador del hospital, apare­ce en un acta, reemplazando a dicho Belín, di­funto (1697), con la calificación de decano de los señores consejeros del Chatelet.

El nombre de Belín se Italia mencionado por vez primera, en la «Historia del Hospital Gene­ral», en el Edicto de creación de dicho organis­mo (agosto, 1656).

El artículo 3 de este edicto dice especialmente: ((Hemos nombrado también y nombramos con ellos como director y perpetuo administrador a nuestro estimado... Santiago Belín, Ciudadano de París, ya fallecido.

221 —

I«os Registros del Hospital General fueron par­cialmente destruidos en 1870; por eso no es po­sible seguir año tras año los pasos que dió en el hospital Santiago Belín. Sin embargo, los docu­mentos conservados son bastante para precisar el j>apel desempeñado por este personaje en la ad­ministración de los Hospitales.

I .— Registro de la Salpetrihe.

Belín (verosímilmente S. Belín, según la fir­ma) figura entre los miembros que comprende «la lista de las Comisiones y empleos de los señores Directores» nombrados por la Oficina General del Hospital General, el miércoles, 13 de julio de 1678, con destino a la Salpetriére.

Estaba encargado, conjuntamente con los se­ñores Berryer (204) y Pinette, «de las Construc­ciones y Reparaciones, de los Carpinteros, Cerra­jeros y Vidrieros y demás obreros y trabajadores; del almacén de plomo, del cuidado de los caba­llos y cuadras, provisión de heno, avena y paja, del registro del subecónomo, de las provisiones de vino, leña y carbones».

«De los dormitorios del cuerpo de edificio del Sr. Cardenal, llamado S. José, de los alojamien­tos para pobres, de las escuelas, de los zapateros, de los dormitorios del cuerpo de edificio llamado S. Dionisio, de la Manufactura del Puente de Francia, del dormitorio del Niño Jesús, del cui­

223

dado do las Dialogas y Registro de empleados jai­ra la distribución del vino, de la bomba.»

lísto reparto de atribuciones se efectuó el 18 de julio de 1678 por dichos señores, «después de ha­ber orado en la Iglesia».

El Sr. Belín asistía con regularidad ejemplar a todas las reuniones de la Oficina hasta agosto de 1680. A partir de esta fecha y hasta agosto de 1681, no figuró ya entre los miembros de la oficina; reaparece, reemplazando al difunto Bar- bier (205), el 25 de agosto de 1681, asistiendo siempre con la misma regularidad a las reuniones hasta 1683, incluso este último año.

El único registro salvado del incendio acaba en 1687, sin que el nombre de Belín sea men­cionado nuevamente.

II .— Registro de la Inclusa.

La actividad de S. Bclfn se ha manifestado también, y con mayor continuidad todavía, en el Hospicio de la Inclusa.

Los Registros de este Establecimiento permi­ten seguir paso a paso sus trabajos, desde 1618 hasta 1697, incluyendo el último año.

Belín aparece por primera vez el 3 de agosto de 1681; en el acta de dicha sesión se lee:

«Los Sres. Belín y Landais, nombrados comi­sarios de dicha casa, vinieron a la Oficina y toma­ron posesión de sus cargos.»

La última sesión, en que se indica la presen­cia de Belín, fué la del miércoles 13 de febrero de 1697.

Seis meses después, su hermano, decano de los señores Consejeros del Chátelet, ocupó cxccpcio- nalmente su lugar, haciendo una declaración re­ferente a las últimas voluntades de Santiago Be­lín, que el acta de la sesión menciona en los si­guientes términos:

«El miércoles, julio, 1097, estando presentes los Sres. David, Colín y Le Boeuf.

El Sr. Belín, decano de los señores Consejeros del Chátelet, que ha presentado a Monseñor el Arzobispo de París, a D. Pedro Bobín, preste de la Diócesis de Chartres, para desempeñar la fun­dación de un preste en esta casa, ordenada por el difunto Sr. Belín, su hermano, Tesorero de Fran­cia en París, y director del Hospital General y del Hospicio de la Inclusa, de acuerdo con su testamento y según contrato que ha sido hecho entre el Sr. Belín, decano, y el señor Director de dichos Hospitales, ante Pelcrín y Guyot, no­tarios, el diez y seis de abril último, y que ha obtenido la venia de Monseñor el Arzobispo.»

«Lo lia... presentado en esta Oficina para que fuese admitido en esta casa y encargarse de dicha fundación, cosa que dicho Sr. Belín ha prometi­do, y de acuerdo con un contrato que se le ha comunicado, y la Oficina acepta su admisión en

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esta casa, conforme y de acuerdo con dicho con- truto.»

También asistía a las sesiones otro Belín que participaba en la vida administrativa del estable­cimiento; fué también bienhechor del Hospicio de la Inclusa.

En el inventario de los Fondos de esta Casa se menciona lo siguiente (pág. 293) (205):

((Renta de 2.200 libras constituidas en beneficio Uel Hospital de la Inclusa por Amado Belín, Te­sorero de Francia en París, uno de los Directores del Hospital General (1682-1689».

Las actas de las deliberaciones de la Inclusa, y especialmente la del 3 de septiembre de í 777» procuran referencias completas sobre un legado hecho por ((Amado Belín, Consejero del Rey, an­tiguo tesorero de Francia en la generalidad de París» en favor de la Inclusa.

III .— Registro del Hospital.

Los registros del Hospital conservan memoria de donadores u operaciones efectuadas con parti­culares que llevan el nombre de Belín. Es verosí­mil que algunos de entre ellos se refieran a los hermanos Belín, siendo difícil precisar nada sobre el asunto.

i.° Cuenta que presenta Juan-Francisco Hon- diart, caballerizo superintendente general de la

Gran Cancillería y audiencia de Francia, Recep­tor de limosnas del Hospital de París y sus ane­xos:- ..

Legados del señor Abate Belín. Canónigo de la Iglesia de París. 5.000 libras (1717-1722).

(Expediente incendiado en 1870.)

2.0 Fundación Belín para el rescate de prisio­neros hechos por los corsarios berberiscos, cuya

, ejecución deberá ser comprobada por el Hospi­tal, 20 abril, 1443.

(Expediente incendiado en 1870.)

3.0 Convención entre el Hospital y el señor Santiago Belín, Consejero en el Chatelet, referen­te a un terreno situado tras la Casa de La Insig­nia del Naranjo o de la Imagen S. Luis, a lo lar­go del Muro de la Ciudad... (1673-1674).

Expediente: en los archivos de la A. P., lega­jo 248, Layette, 40 E. E.

Como se ha visto, hubo tres Belín, relaciona­dos con la vida dél Hospital General: dos de ellos llevan el nombre de Santiago, uno notario, con­sejero del Chatelet el otro, y Amado, tesorero de Francia. ¿Cuál de ellos debe considerarse fué secretario de Chanut? Probablemente Amado, pe­ro esto no es seguro, porque es posible que Bai- llet, que ignoraba evidentemente la existencia de esos tres Belín, haya confundido uno de los San­tiagos con Amado. Desde luego, el hecho no ten­dría grande importancia, porque los tres perte-

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Ptl. XL 15

2 ib —

luriiion a la Cftlwla. (Véase en la Biblioteca Na­cional: «Documentos originales», número 269, «Legajos azules», número 80).

VI

ESTEBAN DE VILLEBRESSIEUX

El Sr. Letonnier, archivero del departamento del Isére, lia tenido la bondad de efectuar inves­tigaciones sobre Villebressieux; nos interesa dar­las a conocer pora evitar que los investigadores repitan dichos trabajos sin fruto.

Los documentos relativos a las familias, con­servados en la serie E de los archivos del Is6re, no contienen nada; nada hay tampoco en la «Ta­bla Alfabética» de los archivos de la ciudad de Grenoble; nada en los antiguos registros civiles; tampoco se encuentra nada en Bordier en su «La medicina en Grenoble», Veamos la conclusión a que ha llegado el Sr. Letonnier: «Muy probable sería que Villebressieux no hubiese nacido en Grenoble.»

El Sr. E. Esmonín, profesor en la Facultad 'de Grenoble, que por su parte se ha interesado por este personaje, ha efectuado vanas investiga­ciones. Le agradezco la cortesía de haberme co­municado el resultado de sus pesquisas.

Nada ha encontrado en Guy Allard ni en Ni-

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colás Chorrier, quienes hablaron mucho de sus conciudadanos de Grenoble; tampoco se lia ha­llado nada en los documentos de Lesdiguiéres, en el castillo de Vizille, por lo menos hasta el presente: ¿llegará a encontrar el erudito historia­dor el documento que aporte alguna luz en los registros de la Oficina de Hacienda y en los pro­tocolos notariales? Así lo esperamos, porque el personaje que fuá íntimo compañero de Descartes servirá, con Picot, para elucidar el misterio de la «trastienda» de Descartes, expresándonos a la manera de Montaigne. El Sr. Esmonín se inclina a creer, como el Sr. Letonnier, que Villebres­sieux no era del Delfinado.

Esmonín ha encontrado Bressieu, o Bressieux, pero no Villebressieux. Por mi parte, he inqui­rido en los documentos genealógicos que se con­servan en la Biblioteca Nacional, sin hallar nada. Un aviso publicado en el «Intermediario de los Investigadores» no prudujo resultado alguno.

vn

CRISTINA DE SUECIA

Hemos sugerido que tal vez la Cofradía del Santísimo Sacramento fuese instigadora de la es­pecie de canonización de que fué objeto Descar­tes después de fallecido; nos hemos apoyado para

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ello en el hecho que dos de los hagiógrafos per­tenecían al ambiente de la Sociedad. Vamos a manifestar algunos hechos favorables a dicha con­jetura.

Se observará que Clianut, nuestro embajador en Suecia, obtuvo para limosnero de la Embaja­da al P. Viogué, tras haber escrito a Roma: la sociedad' tenía sus confidentes en dicha ciudad. Como dice Raúl Allier, tres embajadores de Fran­cia habían sido considerados como «cofrades».

El hecho no deja de tener importancia, con­siderando que los Jesuítas, tan poderosos en la Corte del Santo Padre, y alentadores de la Com­pañía, fueron por mediación del abate-médico Boudelot agentes de la conversión de Cristina: el P. Macedo fué el que más figuró en este asunto.

¿ Cuál fué con exactitud el papel de Clianut en su conversión ? Esta gloria era atribuida por Cris­tina a él tanto como a Descartes... Como recor­daremos, Cristina, por otra parte, concedió cer­tificado de catolicismo a la memoria de Descartes; es de desear se emprendan investigaciones en este sentido. Ya vemos los lazos posibles existentes entre todos esos hechos. Esperamos llegar a inte­resantes hallazgos, teniendo sobre todo presente el hecho de la presencia de Porlier y Belín junto a Chanut, y el hecho que el hijo de Chanut (que escribía con el seudónimo de Pedro Fondet) fué visitador de los Carmelitas, orden que vivía den­tro del círculo de la Cofradía.

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Podemos hallar referencias interesantes sobre el ambiente devoto que rodeaba a Cristina en el li­bro del barón de Bildt, aLa reina Cristina y el cardenal AzzoVno», París, 1889.

VIII

EL CONDE DE BUCQUOY

Fué el conde Bucquoy uno de los generales más célebres de la guerra de los Treinta Años: sabemos que Descartes sirvió a sus órdenes aban­donando el servicio de las armas al morir el Con­de. Gustaríamos de poseer referencias que nos diesen a conocer detalladamente las opiniones re­ligiosas de dicho personaje. De mis investiga­ciones resulta que el general de los ejércitos ca­tólicos fué convertido al catolicismo por el P. Pazmani, arzobispo de Gran y primado de Hun­gría: no pertenecía a la religión cuya causa de­fendía, cuando fué llamado a mandar tropas ca­tólicas, puesto que se convirtió debido a un pre­lado (muy ilustre desde luego en la historia de Hungría), perteneciente al país en que guerrea­ba. El hecho no está falto de interés, si lo rela­cionamos con el alistamiento de Descartes en el ejército holandés. Véase Charveriat, «Historia de la guerra de Treinta Años», París, 1878, I, p. 262. También podemos consultar el libro de Fe-

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drrico Hurter, udeschichte Kaiser Ferdinands II», IX, p. 49, y el de Katona, ullisloria regum llungrarie», X X X , p. 282.

Bucquoy casó con la hija de un capitán de In­genieros al servicio de los príncipes de Orange, que era de origen italiano. Consúltese: Frémeaux, «Los condes de Bucquoy».

El Sr. Weilhe publicó en Viena, en 1876, un libro sobre Bucquoy, libro que no he podido ha­llar en la Bibl. Nao., por lo que he rogado a mi amigo Jorge Delahache lo buscase en las ricas bibliotecas de Estrasburgo; ha sido en vano.

IX

EL CARDENAL DE BERULLE

Es tan importante el incidente Bérullc en la vida de Descartes, que no debemos descuidar nin­guna de sus circunstancias. Lo que más ha sor­prendido hasta hoy ha sido la brusquedad con que surgió. El alíate H. Houssayc ha creído expli­carlo mejor haciendo remontar algunos años aque­llas relaciones que, en Baillet, nacen súbitamente.

Dicho abate encontró en los Archivos nacio­nales, en los documentos de Bérulle, una carta firmada por Descartes, que ha creído podía atri­buir a Renato, fechándola, con reservas, en 16x4. Va podemos considerar la importancia de dicha

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atribución: haciendo remontar a doce años antes las relaciones entre el filósofo con el célebre ora- toriano, el abate Houssaye hacía más comprensi­ble el incidente de 1628.

Debemos rechazar dicha atribución sin ningún género de duda, pues todos aquellos que consul­tasen el expediente Bérulle observarían que la firma ha sido evidentemente trazada por otra ma­no, no la de Renato. (Véase el libro del abate Houssaye sobre uBérulle», París, 1875, I, pági­na 539).

Germán Habert, abate de Cérisy, escribió una apología del cardenal de Bérulle (París, 1646), al que conoció; también estuvo en relaciones con Descartes: ¿cómo es que cuando hace referencia al gran número de conversiones debidas al ilus­tre oratoriano no alude en absoluto a la entrevis­ta que tuvo con Descartes? Ello hubiese sentado muy bien en su libro. ¿Ño parece que dicha omi­sión haga sospechar, si no el hecho de la entre­vista, al menos la interpretación apologética que nos ha proporcionado Baillet?

Habert de Cérisy fué miembro de la compañía del Santísimo Sacramento. Asistió también a la célebre visita que Descartes hizo a Pascal, en 1647.

XLAS FIESTAS DEL AÑO II PARA HONRAR

LA MEMORIA DE DESCARTES

El 9 vendimiario, la juventud de La Ilaya, Descartes, dirigida por el alcalde y su adjunto, adornó con festones y coronas de roble la casa en que nació Descartes.

Sobre el dintel de entrada se colocó una coro­na de laurel.

El acta de dicha fiesta, que nos lia comunicado el Sr. De Marsay, dice que a la puesta del sol se dispararon diez cañonazos. Al rayar el alba del 10, siete cañonazos anunciaron la fiesta.

«Desde las siete de la mañana hasta el medio­día, se disparará el cañón, aumentando progresi­vamente el número de disparos de uno a diez y de hora en hora.»

El acta continúa diciendo: «A las once se puso en marcha el cortejo en el orden indicado», que fué el siguiente: «El busto del grande hombre, llevado en andas por los ancianos del lugar, pre­cedido y seguido de un gruipo de niños; esta pro­cesión se dirigirá a la habitación en que nació el filósofo.»

«En el estacionamiento que se efectuará ante la posada de la Patria, habrá una orquesta, un

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coro; se pronunciarán discursos y cantarán va­rios himnos para rendir homenaje al filósofo.»

También se representó una comedia en dos ac­tos denominada «Renato Descartes», debiVLa a la pluma del ciudadano Bouilly, de Tours.

También se prendió fuego a un castillo de fue­gos artificiales donado por la hija del nieto de un hermano de Descartes y del general-prefecto (el general Pommeruil).

El ministro de la Gobernación donó un busto al consejo municipal. Acudió ¡amichísima gente», según dice el acta municipal.

X I

DESCARTES Y LA CABALA DE LOS DEVOTOS

Las referencias dadas en uno de los capítulos de este libro pueden completarse todavía de ma- nra satisfactoria.

A partir de 1644-1645, fecha de su reconcilia­ción con los Jesuítas, se recordará aparecen cada vez en mayor número alrededor de Descartes los personajes pertenecientes a la Cábala: a los nom­bres mencionados podemos añadir los del maris­cal de la Meilleraye, que le procuró una pensión real (Baillet, II, p. 327), y el de M. de Ver- thamont, inspector de contribuciones, consejero en el Parlamento, a quien hizo donación de un

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ejemplar de las «Pasiones» (Baillet, II, p. 393).Cierto es que los Carmelitas estaban dentro del

círculo .de la cofradía. Coqueret (fallecido en 1655), Chartón (en 1660), Grandín (sucesor de Coqueret), fueron los teólogos consultores de la Cábala: fueron superiores de los Carmelitas. A partir de 1661, el título de superior fué reempla­zado j>or el de visitador: el hijo del emlwjador amigo de Descartes, el abate Marcial Chanut, fué visitador en 1661 («Ensayo Histórico sobre el Convento de Carmelitas de Abbeville», Abbeville F. Paillart, 1923, p. 165). Hay que relacionar es­tos hechos con las diversas circunstancias, espe­cialmente con la del abate Hlampignon, miembro activo de la Cábala, visitador de los Carmelitas. Chanut perteneció también a los de la Cábala.

Los lazos entre Santiago Ilelín y la Cábala no dejan de ser menos evidentes: recordemos fué uno de los autores de la hagiografía cartesiana. Casó con Genoveva, hija de Antonio le Moine, notario del Chátclet, tesorero de Francia: si este Le Moi­ne no es el miembro de la Compañía identificado por Beauchet-Filleau («Anales», p. 226), lo que en efecto puede ser dudoso, es muy verosímil fue­se pariente de Francisco Le Moine, doctor de la Sorbona, uno de los teólogos de la Comi>añía (R. Allier, op. cit. p. 181; «Carrés d'Hozier», núme­ro 459). La hermana de Santiago casó, en 16Ó8, con Claudio Sevín, gentilhombre ordinario de Monseñor, hermano del rey, próximo pariente de

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Nicolás Scvín, obispo de Cahors, miembro muy activo de la Compañía.

Los lazos entre Picques y la Cábala provienen del matrimonio de la hija de Santiago Picques con Francisco de Pajot, sobrino de los cabalistas más celosos e influyentes, Antonio de la Chape- lle-Pajot ¡R. Allier, op. cit. V. Tablas: Beauchet- Filleau, op. cit. p. 5 número 3; uLegajos azules», número 507).

Pero he aquí un hecho que hace reflexionar más todavía, por añadir una prueba casi decisiva a las que hemos sugerido en a)>oyo de nuestra hi­pótesis sobre el cerco que pusieron a Descartes los cabalistas.

Cuatro fueron las personas que intentaron se­ducir a Descartes con sus donaciones, para arran­carle de Holanda; dos de ellas han sido identifi­cadas por nosotros como cabalistas: Montfort y la Meilleraye; d’Avaux es el hermano de un gran cabalista, gran devoto. Quedaba por identificar Pedro d’Alibert. Si no podemos con certeza con­siderarle entre los cofrades, por no liaber hallado su nombre en las listas, al menos podemos afir­mar, casi sin reservas, fué uno de los emisarios de la Compañía. De la correspondencia de la Compañía en 1645, resulta tenía a su cargo espe­cialmente Holanda e Inglaterra durante el tiempo en que estos «Cabalistas» rodeaban a Descartes: ¿Será que sus esfuerzos no aparecían, en estas condiciones, como episodio en el curso de su vas-

(ii empresa contra-íorinista? (Rchcllión, op. cit. páginas 48-58-64).

I{ii 1648, d’Alibert intentó organizase Descar­tes cursos semiteóricos, sem ¡prácticos en favor de los artesanos. Tal vez Descartes pensase en ello antes de conocer a este personaje; lo que, por el contrario es cierto, es que d’Alibert intentó alis­tarlo, valiéndose de este pretexto, en las obras de la Compañía. En aquella época, la Compañía efectuaba grandes esfuerzos para que los artesa­nos volviesen a la fe, para destruir los gremios y encuadrar los miembros salidos de ellos en cofra­días de estricta y severa devoción. Se trataba, en efecto, dice Baillet, al dar cuenta del esfuerzo de d ’Alibert, de «arrancarlos al libertinaje, al que de ordinario se abandonaban los días festivos» (II, p. 434). Estos propósitos descubren clara­mente los manejos de la Cébala; esto parecerá evidentemente a todos aquellos familiarizados con los hermosos trabajos de los Sres. A. Allier, A. Rébelliau.

Nos veremos tanto menos llevados a dudar de la realidad del hecho, a no ver casualidad en ello, si tenemos en cuenta que el presidente de Mesmes, hermano del Conde d ’Avaux, fué uno de aquellos de quienes Descartes rehusó dones; que fué también uno de los que se encargaron de la dirección de aquel movimiento religioso y profe­sional, a partir de 1649, tras la muerte del barón de Renty, propulsor de la Cábala. Los persona-

jes, las fechas, los términos empleados, el pro­grama, todo concurre a producir la impresión que hubo en esta cuestión esfuerzo concertado para transformar a Descartes en agente de la Cábaláp se sabe que opuso a dichos esfuerzos resistencia que nada pudo vencer. (V. R. Allier, op. cil., p. 193 y sigs.; Beauchet-Filleau op. cil. páginas M 3-i54-i55-i6i).

Podemos preguntarnos si el grande hombre jnulo adivinar esta intriga, vagamente al menos, el día en que escribió aí vizconde de Brégy, un mes antes de su fallecimiento (15 enero 1650, «Obras», V, p. 467): «No me encuentro aquí en mi elemento». Escribía en casa de Chanut.

Bueno será continuar investigando en este sen­tido.

N O T A S

N O T A S

I __«Obras», I, p. 137 («Carta a l P . M ersenne»,15 abril, 1630).

2. — «Obras», I, p. 139 («Carta al P. M erseune», 15 abril 1630).

3. — «Obras», I, p . 144 («Carta a l P. M ersenne», 15 abril 1630).

4. — C . A d a m , «Descartes», p . 305.5. — C . A d a m , «D escartes», p. 354, C f. «Obras»,

X . P- 557 -6— «Obras», I I I , p. 233 (C artas. II , N ov. 1640 y

28 ju lio 1641).7.— H . G ou liier, cp. cit. p. 978__C . A dam , «Descartes», p. 475.9. — C . A d am , «Descartes», p. 345, n o ta a.

10. — Op. cit. I, 243.11. — Sain te-B euve, «l’ort-R oyal», V (7.* edición,

1908), p. 360, n o ta ; C f. p. 367).12— «Obras», I X , «Los Prin cipios» , p . 33.13.— «Obras», I X , p. 52.14__«Obras», I I I , p . 396 («Cartas» de ju lio , 1641,

•al P . M eísen ne»).15— «Obras», I X , p. 127. C f. I I I , p . 359.16. — «Obras», I I , p. 38.17. — «Obras», X , p . 47.18. — «Obras», V , p . 273. («Carta a H . M orus»).19. — F . B o u illier, «H istoria de la F ilo so fía carte­

siana» (tercera ed ic ., 1868). I , d . 145.20. — «E nsayo sobre la idea de D ios en D escar­

tes», P arís, L ero u x , 1922, p. 15.

Pll. XL 16

21. — «R evista de m etafísica y de m oral», 1916, p á g in a 4.

22. — «Vida», I I , p. 503.23— «Vida», II , p . 517. N o los entien de «tal vez

m u y claram ente».

24.— «Vida», II , p. 519.25— «Vida», II , p. 520.26.— «Obras», I X , «Principios», tercera parte, V .

«Art». 3, p. 104.27— «Obras», V , p. 54. («Carta a C lianut», 6 ju ­

nio, 1647.)

28. — «Obras», edic. C ousin , «cartas», V III , p ág i­na 280.

29. — «Principios», prim era parte, A rt. 23.30. — IV» «M editación», 5.31. — «Obras de L o ck e y I.cibu¡z», P arfs, D idot,

i 854 . P- 5° 9 -32. — C itad o por F . Ilouillier, «H istoria del C ar­

tesianism o», 1, p . 175.33__«H istoria d el C artesianism o», I , p. 176.34.— «Locke y I.eibniz», op. cit. p. 144.35_«Locke y L eibn iz» , op. cit. p . 143.

36. — León U ru n sch vicg , «M atem ática y M etafísi­ca en D escartes», «R evista de M etafísica y de Mo­ral», 1928, p. 301.

37. — L eón B ru n sch vicg , op. cit., p. 291.38. — «Obras», IV , p. 6b 7 («Carta», i .° febrero,

1647, «a C han ut»).

39. — «Obras», IV , p. 6oo, y s ig s. («Carta» i.° fe­brero 1647).

40. — «Obras», V , p . 85 («Carta» 20 noviem bre 1647).

41. — «Obras», I X , p. 116.42. — «Obras», IV , p. 304 («Carta a la Princesa

Isabel», 6 o ct.).

— 2 4 3 —

4 3 _E sp in a s, op. cit. II, p . 108, nota.44 _O bras, I V , p. 326 («Carta a la Princesa Isa­

bel», 4 ago sto , 1645; I V , p . 307 («Carta» 6 octubre 1645). C f. «cartas sep . 1645; 1 -° m ayo , 1645; «Tra-; •tado de las pasiones», I I I , C X C I.

45. — «Obras» («Carta» i,® enero, 1647). C f. IV , p á g in a 18S.

46. — «Obras», I V , p. 63 («Carta» de 1643, C f. O ilso n , «D iscurso sobre el Método», p. 232).

47__«Obras de Saint-Evrom ond». P arís, C iudadd e los L ib ro s, 1927, notas d e R enato d e P lan h ol, I, p ág . 104 («De la religión »).

48. — «Obras», 1, p. 367. («Carta» 37 a b ril, 1637, «al P. M ersenue».)

49. — «H istoria del Sen tim ien to re lig io so en F ra n ­cia» , II I , ]>. 22 y s ig s .

50. — «E nsayo sobre la h isto ria del T iers-E tat» , II (P arís, F u m e , segu n da cd ic ., 1853), p . 245.

5 1. — «D iscurso sobre e l M étodo», II I parte.

52__«D escartes, E l D iscu rso sobre el M étodo,te x to y com entarios», d e E . G ilso n , P arís , 1925, p á g in a 262.

53-— «Obras», X , p g s. 554-555; C . Adam , «Descar­tes», p . 103.

54.— «Vida», I I , p. 550.

5 5 — «Vida», II , p. 527. (E l A g u s tin o es el Padre V io g u é ) .

56__C. A d am , nota, p. 603.57. — «Biografía un iversal» , de F eller , 1841, V “

C ris t in a de Suecia.58. — M atem ático y fisio lóg ico napolitan o.

59. — «N uevas cartas y opúsculos de D escartes», por F oucher de C areil, P arís, 1857, p á g in a s 42

y 4 3 .60. — G . Cohén, op. cit. p. 478 y 523.

— 2 4 4 —

6 i.— «Obras», II , p . 619 («Caria», 13 de noviem ­bre de 1639.)

62 _«Obras d e D escartes», cd. V . C ousin , I X , p á ­g in a 255.

63 _«Correspondencia d e D escartes y C on stan ti­no H u ygen s» , O xfo rd , 1926, p . 253.

64. — «Vida», II, p. 176.65. — C. Adam , «Descartes», p. 79, nota a.66. — «Vida», I, p. 147. V éase nota sobre P icot, en

los A n exos.67. — «Vida de Saint-Evreniond», lltre ch , M D CC,.

X I , p. 117.68. — «Vida», I, p . 168.

69. — «Correspondencia do D escartes», op. cit. pá­g in a 256.

70. — «H istorietas», P arís. G arn ier herm anos, 1861. ed. Motimerqtié, V . 97.

71. — «Vida», II, p. 176.

72. — Adem ás se observará que el P icot de D es­cartes confiesa g ú s ta te de la buena v id a , com o lo rep ite B aillct. E l a m ig o de D es B a rra u x era tam ­bién a m ig o de la buena v id a , com o él. T allem an t escribe que P icot m u rió en un pueblo, sin hacer constar el nom bre. Por docum entos gen ealó g ico s m a­n uscritos ex iste n te s en la B ib lioteca N acion al, V» P ico t, resu lta está en terrad o en L im e il, cerca de V alen tó n (L im eil-B révan n es, Sen a y O ise ) , E sta precisión , que se refiere a un pueblo, no es desfa­vo rable al relato de T allem an t, m ás bien viene en ap o y o suyo.

73. — «Obras», II , p. 583.74— «Obras», V I , p . 8. («D iscurso sobre e l Mé­

todo».)75.— «Obras», I I I , p á g in a 295; IV , 165; I X , pá­

g in a 192.

— 245 —

/6.— «Obras», III, p. 349 («Carta* 31 de m arzo, •de 1641).

77.— «Obras», X , p . 218.78__«Obras», V I , p. 42 («D iscurso sobre e l M é­

todo»).79— «Obras», V , p. 54. C f. «Conversación con

Burm an», «Obras», V , p. 168; «Diario de la S ta ., ■ de Schurm an», «Obras», IV , p. 700.

80. — «Recuerdos de la in fan cia y d e la juventud» {54 e d ic ió n ), p. 258.

81. — «Descartes», P arís, H acliettc, 1893, p. 50.82. — «Obras», III, p. 45; IX , p. 123.83. — E d. G ilso n , p. 262. C f. «Obras», V . p. 402

(«Carta» d e aposto, 1649), P- x57 («Conversación con Burm an», 16 abril, 1648).

84. — C itad o por E . G ilso n , op. cit. p. 263.85. — «Obras», I X , p. 115 (II4 «Respuesta»).86__«Obras», III , p. 259 (diciem bre, 1640).87. — «Sobre n uestro d estin o después de morir».88. — «Obras», I I I , p . 580 («Carta de D escartes a

H u yp en s» ).89. — «Obras», I V , p. 282.90__M al cristian o , es fórm ula de T ain e, cuando

estab a educado en la E scu e la N orm al. G . M ichaud, «Las épocas del pensam iento de Pascal», P arís, 1902, p. 18. Por e l contrario , K o y ré cree q u e D es­cartes «admite com o dato in d iscu tib le el con ju n to de datos católicos». «E nsayo sobre la idea de D ios en D escartes», P arís, 1922, p. 3.

91.— Prim era parte de los «Principios», art. 41.92 _E n su «Elopio de I.eibniz».93 _«Vida», I, p. 102.94.— «Obras», V I , p. 22 («D iscurso sobre el M é­

todo»),95__«Obras», V I , p. 24. («D iscurso sobre e l M é­

todo».)

— 246 —

96. — «Obras», V I , p . 25. («D iscurso sobre el Mé­todo».)

97. — «Obras», IV , p. 3. («D iscurso sobre e l M é­todo».)

98. — «Obras», IV , p. 333 («Carta», 3 nov. 1645, «a- la P rin cesa Isabel»).

99— «Obras», I V , p. 352.100. — «Obras», V I I , p. 24.

101. — «Vida», I I , p . 264.102. — F ou ch el de C areil, «N uevas cartas y O pú scu­

los de I.eihniz», P arís , 1857.103. — C itad o por e l C arden al de B au sset en la

«H istoria de Bossuet», O utlien in-C lialandre, n u eva ed ició n , 1841, p. 190.

104. «Obras», I X , p . 12 (P refacio de los «Prin­cip ios de F ilosofía»).

105. — «Obras», II , p. 347.106. — «Obras», IV , p. 412 («Carta a la P rin cesa

Isabel», m ayo, 1646).

107. — «Obras», ed. C ousin , X I , p. 127 («D escartes a Voecio»).

108. — «Obras», V , p. 58 («Carta a C lianut», 6 ju ­nio, 1047).

109. — F ouclier de C areil, «I,o inédito de D escar­tes», I, p. 14.

n o .— «Obras», IV , p. 438 («Carta a W illiem », 13. ju n io , 1646).

n i . — «Obras», V I , p. 78.112__«Obras», I V , p. 353 «Carta a Channt», i . ‘

nov. 1646).

113. — «Obras», I X , p. 2. («Principios», segunda- parte.)

114. — «Vida», I, p. 34.115. — «Vida», II , p. 434.n 6 .— C . A d am , «Descartes», p. 199.

— 2 4 7 —

117— Sorbieres, «Cartas y discursos», p ágin as 689-690.

118. — «Obras», ed. C ousin , X I , p g s. 129 y 117.119. — «Obras», I, p. 106.120. — «Obras», V I , p. 62, p g s. 250-251. C f. IV , pá­

g in a 329.121. — «Obras», X , p. 347, nota c ; X I , p. 343; I,

p á g in a 21.122. — «Obras», V i l , p. 584.123. — Sobre estos hechos consúltese B aillet y tam ­

bién C. A d am y G u sta v o Cohén, que com pletaron abundantem ente y rectificaron al v ie jo b iógrafo .

124. — A ristó te les se enseñaba ob ligatoriam en te en la U n iversid ad de U trech, en v irtu d de los estatu tos de la corporación: 1643. E n 1647 s e dieron in stru c­ciones a los profesores de l«eyden recordándoles es­ta m ism a ob ligació n . G . Cohén, op. cit., p gs. 576

y 659-125. — G . Cohén, o p . c i t . , p. 540.126__«Vida», II , p. 141.127. — «Obras», II I , p. 523 («Carta a Ilu y g cn s» , 31

enero, 1642).128. — G . Cohén, Op. cit, p. 550.129. — «Vida», 11, p. 155.130. — «Obras», I I I , p. 558.131. — «Obras», I I I , p. 560.132. — «Vida», II , p. 149.133-— '«Vida», II , p. 179.134. «Vida», II , p. 180 y sigs.135. — «Obras», V I I I , p. 180. Cf. G . Cohén, op. cit.

p á g in a 565.136. — «Obras», V , p. 25-26 («Carta a fiervien», 12

m ayo , 1647).137. — V . D elbos, «La F ilo so fía francesa», P arís,

o ctava ed., 1921, p. 149.138. — «Las pasiones del alm a», núm . 190.

l.l'J- - «Oblas», III , p. 678.«Obras», V I I I , p. 218 («Carta apologética

i )i | ,Si. D escartes»).■ 11.— «Obras», IV , p. 53.

i/12— «Obras», IV7, p. 28 («Carta a I’ollot», 23 oc­tubre, 1643).

143. — «Obras», IV , p. 215.144. — «Vida», II , p. 256.145. — «Vida», II , p. 259.146. — «Obras», V I I I , p gs. 199 y sig s.

147. — «Vida», II, p. 257 («Carta a l M agistrado de U trech»).

148. — «Vida», II , p. 251.149. — V . «Obras», p. 15, («Carta a Isabel»), 10

m ayo, 1647.150. — «Obras», V , p. 198.

151. — A . R ebelliau , «La C om pañía secreta del S an ­to Sacram ento», P arís , 1908, p . 85.

152. — 1.a C om pañía cesó d e e x is t ir en 1666, pero só lo aparen tem en te: e l lieclio indicado por nos­otros no deja de tener su va lo r para in d icar las tenden cias del am bien te, los afectos d e aquellos re­cientes am igos.

153__«Legajos azules», departam ento de m an u s­critos d e la B ib lio teca nacional, núin . 187. C f. A . R ébelliau , «La Com pañía», p. 15 ; R . A llier, «F-a C áb ala de los devotos», P arís , 1902, pág in as 66

y 277-154.— «Docum entos origin ales» , nútn. 2.341, de­

partam ento de m anuscritos de la' B iblioteca na­cional.

155__A . R ébelliau , «La C om pañía secreta del S an ­to Sacram ento», p . 67.

156. — A . R éb elliau , «La Com pañía», p . 98.157. — Cercano a Issy .

— 2 4 9 —

15S.— Im bert P orlier falleció en 1694, un año a n ­tes que M artial C han ut. V éase «Docum entos o r ig i­nales», núm . 2.341.

159— R aú l A lliqr, «La Cúbala», p. 93. V éase en lo A n exo s la nota sobre S an tia go Bclíti.

160__«Legajos azules», núm . 87.161. — G a b in e t e d e H o z ie r , núm ero 36, departam en­

to de m anuscritas de la B iblioteca nacional. Un D u V a l fué su p erio r de los C a r m e lita s ; un Du V a l, m iem bro de la C om pañía, fué em bajador en Rom a, en 1647 ¡ i CIU¿ bazos ex istie ro n entre estos perso­najes ? Y , ¿ cu ál es el lazo entre estos D u V a l o de este D u va l, con M aría D u V a l, que casó con S a n ­tia go B elín , herm ano del secretario de Pedro C h a­li u t ?

162. — E n 1644 conoció en P arís a cierto M élian, a m ig o del P. M erscnne. B aillct, que nos d a a co­nocer este hecho («Vida», 11, p. 217), no hace cons­tar ni su s producciones n i su s cualidades. ¿ S e tra ­tará del cabalista M eslián o M elian nd, tesorero de F ran cia , «hermano de n uestro procurador general», cu yo fa llecim ien to a n u n ció una circu lar de la Com ­p a ñ ía en noviem bre de 1644? (A . R ebelliau , «1.a Com pañía», pág in as 15 y 42). E s el año en que h u ­bo arreglo (aparente) en tre D escartes y los je s u í­tas, esp ecialm en te con el P . B ourdín , gracias so ­bre todo a los buenos oficios del P . D in et, que e s­taba en estrecha am istad con la C om pañía. F u é el año de la am istad con C lerselier y C h an u t: ¿qu ién figura en el origen de estas aproxim acion es, la Cúbala o los R R . P P . ? («Vida», II, pag in es 301-302).

163. — V . B io grafías de Iío effer y de M ichaud. V.» A v a u x .

164. — O tro personaje de quien habla igu alm en te B aillet («Vida», II , p. 435), Pedro d ’ A lib ert, efee-

tu ó la m ism a te n ta tiv a , igu alm en te en van o. In te­resan te sería ad qu irir referencias sobre este perso­n aje. E ra tesorero de F ran cia , com o los C h an u t y los P orlier. F u é quien se en cargó del traslad o d e ' las cen izas d e D escartes a F ra n cia , su fragan d o los gasto s. E n la cerem onia, que se rea lizó en P arís, en 1667, d ’A lib ert figu raba en prim era fila , a l lado d e lo s tres m iem bros de la C om pañía: Ix1 F evre d ’O rm esson, H ab ert d e M ontinort y d ’A tn boile, h i­jo de I,e F ev re d ’O rm esson. ¿P erten ecía a la C om ­p a ñ ía ? D e todos m odos v iv ía en su am bien te. V . en los A n ex o s la nota sobre «Descartes» y la «Ca­bala».

165.— «Correspondencia», p. 257 («Carta», 8 d i­ciem bre, 1647, «a C . I íu y g e n s » ).

166__Isabel estab a en B erlín .167. — «Obras», V , p. 15 y sigu ien tes («Carta», 10

m ayo , 1647, «a la princesa Isabel»),

168. — «Obras», IV , p. 307 («Carta» ó de octubre de 1645).

169 _Idem , ídem , ídem .170 _«Obras», I V , p . 589 («Carta», 15 diciem bre

1646, «a la prin cesa Isabel»).171. — «Obras», I V , p. 282 («Carta», i .° septiem bre

1645, «a la princesa Isabel»).172. — «Obras», I V , p. 293 («Carta», 15 septiem bre

1645, «a la prin cesa Isabel»).

173. — B ild t, « la reina C ristin a y el cardenal Az- zolino», P arís, 1899, p. 80.

174. — «Obras», IV , p. (íot («Carta a C hanut», t.* febrero 1647).

175. — «Obras», V , p. 328 («Carta a C hanut», 31 m arzo, 1649).

176. — «Carta d e C h an u t a Servien», 19 noviem bre 1645 (A rch ivos del M in isterio de E sta d o ).

— 251 —

177-— «Vida», II , p. 388.178. — P arece que C lerselier escrib ió s u relato a l­

gu n o s d ías después del fallecim ien to del filósofo ; V io g u é escrib ió el su y o m ás de ve in te años des­pués.

179. — Puede verse e l relato de S ch lu ter en e l S u ­plem ento de las O bras, p. 35.

180. — H a y que observar que S clilu ter h abía sido- d om éstico cu casa del alíate P icot anteriorm en te. A l fallecer su am o, d ice B aillct, en tró a l servicio- d el S r. de Helliéve, em bajador en H olanda, que sin duda es el que fné m ás tarde prim er presiden ­te del P arlam en to d e P arís , sobre el que influ ía la C om pañía del San to Sacram ento (R . A llie r , «La C ábala de los devotos», p. 65). ¿ S e ría casualidad o precaución tom ada por C h an u t y cuantos le ro­deaban en lo referen te al te s t ig o ? L u e g o en tró a se rv ir a un a m ig o de D escartes, B ra s s e t; lu eg o a un lu teran o ilu stre , e l su eco O xen stiern .

181__«Obras», III , p. 279 (enero, 1641).r82— «Vida», II , p. 452.183. — «Vida», I I , p . 424 y s ig s .184. — «Obras», V , p . 476.185__«Vida», I I , p. 508.

186. — «Vida», II , p . 517.187. — «Vida», II , p . 277.188. — «Vida», II , p. 527.189. — «Vida», II , p. 523.190. — «Vida», I I , p. 527.

191. — Re recordará la presencia de tres «Cabalis­tas» im portantes en las cerem onias de traslad o de la s cenizas de D escartes, en 1667: «H abert de Mont- m ort, R . d ’O rm esson y su h ijo («V ida del Sr. D es­cartes», II , p . 442).

192. — «Correspondencia», p. 180 y sigs.

— 252 —

iy 3 ‘— «Correspondencia», p. X I X .194__(O bras*, II, p. 580.

195. — C ierto núm ero de o rig in ales de las cartas eu <|iie D escartes ex terio riza piedad se ha perdido, es- peciahnetite aqu ellas dos en que d ich a piedad es m ás ex p líc ita . E l 25 de noviem bre 1630, D escartes d ice está encolerizado contra aqu ello s audaces c im ­prudentes que com baten a D ios. («Obras», I, p á­g in a 182.) En a go sto de 1638, D escartes escrib ió so­bre la g ra cia d iciendo «que D ios no la niega, a na­d ie , aunque 110 sea eficaz en todos». («Obras», II , p á g in a 347).

196. — «Obras», X I , p. 445 («Fassiones»),

197— «Obras», IV , p . 283 («Carta a la P rin cesa Palatina», i .° septiem bre 1645).

198__«Obras», I, p. 106.199— «Obras d e D escartes, Suplem ento, Indice g e ­

neral», p. 107.

200.— L a señ orita Bruchard h abía fallecido y a eu n oviem bre de 1610, p uesto que un acta n otaria l, que lleva dicha fecha, habla de la d ivisión de la sucesión «de la d ifu n ta señora S ain , v iu d a del d i­fu n to M acse R en ato B roeliard» ; y hasta parece h u ­b iere fa llecid o y a antes de m a yo de 1610. A . Bar- b ier, op. c i t . , p. 425, núm ero 5.

201— Consejero en el Parlam en to de Retines des­d e el a ñ o 1585.

202.— B arbier, o p . c i t . , p . 48.

303— L as firm as se hallan en las p ág in as 50-51 y 58. H e aqu í lo que escribe B arbier, p á g in a 58, sob re la firm a de 1602, que e s d e R enato: «Para un hom bre de ve in te años, esta firm a es, clara, a tre v i­da, característica.»

204— E ra un «cofrade»; n o hem os hallado e l nom ­bre de P in ette en A . R óbellión ni cli R . A llier .

— 253

305*— C on sejero y recaudador en e l T rib u n al de A id e s ; no se sabe si fué m iem bro de la C o­fradía.

206.— L os nom bres de: L an d ais, D avid , Colín,, su b stitu to del procurador gen era l L eboeuf, recau ­dador gen era l de la ciudad de P arís , Bobín, Pélé- r ín , G u y o t, no se encuentran ni en R . A llie r ni en A. R ébellión .

I N D I C EPáBs.

L I B R O I I I

EL SECRETO DE DESCARTES

I . — Las m editaciones m etafísicas........................ 7I I . — El D ios de D esca rte s.............................. 15III . — E l rosario de L e ib n iz y la espada de D es­

cartes ............................................................................... 47I V . — El escep ticism o cartesian o .......................... 74V . — L a ciu dad de D escartes................................ 88

L I B R O I V

LAS DESILUSIONES, LA MUERTE, LA LEYENDA

I . — D ebates ju ríd ico s y d iscordias te o ló g ic a s .. . 113II . — L as d esilusion es de D esca rtes..................... 157II I . — F allecim ien to del sa b io ................................ 171I V . — L a le y e n d a ......................................................... 182E p ílo g o ................................................................................ 192A n e x o .................................................................................. 197N otas.................................................................................... 241