Descenso brusco

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La novela que inaugura la colección Christie y que Carlos Salem ha descrito así: Juan Guinot se pone en el lugar de su protagonista, un despistado ítalo-argentino afincado en Madrid, decidido a salvar a la niña y a descifrar, aunque sea en parte, un misterio que sabe desde el principio que le queda grande. Descubrirá que las apariencias siempre engañan, y más en una ciudad que siempre vivió de las apariencias. Con esta novela negra, delirante y, sin embargo (o por ello), lúcida, Guinot esboza un fresco de la España actual, que por momentos parece un boxeador casi noquedado por la crisis, pero cuando lo salva la campana, desde su rincón, todavía fanfarronea.

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Fiumicino

La nena llora desde que despegamos. Llevamos cuarenta minutos de alaridos.

La azafata se acerca a la butaca de la llorona con una colación en la mano y pone cara de Papá Noel gruñón. Su interpretación no da resultado y regresa a la parte trasera del aeroplano, puteando entre dientes.

Es su cuarto intento actoral. Antes, para la niña, había hecho de abuela mala, clown de tren fantasma y mimo siniestro. El papel de buena nunca le saldrá a esta azafata escuálida, de pelo pajoso y pasado de tintura rubia. Y doy crédito a lo que digo porque lo sufrí como espectador. Hace minutos, me mostró los incisivos cuando le pregunté si pensaban darnos algo para comer, en las dos horas que nos quedaban de vuelo, aparte de la colación empastada adentro de mi boca. Me disparó una mirada fulminante, fue hasta el final del avión —en el camino no atendió a alguien que, dos asientos detrás del mío, le pidió una cerveza— y se metió entre las cortinas moradas. Al segundo, reapareció, me trajo otra colación, dio vuelta la cara y huyó a su madriguera, detrás de las cortinas, al fondo del avión.

Se prenden las luces de abrocharse los cinturones. El piloto dice por los altavoces que entramos en zona de turbulencias. La azafata tiene la excusa perfecta para no re-

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tornar a escena.

Cinco filas delante de la mía, la nenita gritona trepa por el cuello de la madre. Un sacudón del avión la tira para el lado del papá, quien la ataja con destreza. Embolsada por los brazos paternos, sigue con los berridos agudos, penetrantes, destructores de la paciencia a diez mil metros de altura con turbulencias.

Algunos pasajeros, desconociendo la orden de mantenerse sentados y con los cinturones abrochados, se han puesto de pie y caminan hasta el fondo de la nave. Desde allí viene un gran murmullo. Estiro el cogote y tuerzo el pescuezo. Los que se levantaron armaron un piquete en la cola del aeroplano. Piden la pronta intervención de la azafata para dar por terminado el descontrol lacrimal de la niña de la fila veinte. Entre las cortinas moradas, irrumpe el rostro desencajado de la azafata. No dice una palabra, cierra las cortinas violentamente y reaparece con voz ripiosa por los altoparlantes para preguntar si hay un médico entre los pasajeros.

La nena duplica la intensidad del llanto.

Vuelvo a mirar al frente. Las nucas se mueven de izquierda a derecha, nos miramos los unos a los otros, en- tramos en el juego de adivinar cuál es el médico que, por estadística, debería ocupar un asiento en este avión.

La estadística falla o el galeno decide jugar a topo.

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La voz de la azafata, por los parlantes, vuelve con tono de mamá enojada y dice que el médico que haya en el avión se identifique encendiendo la luz de su asiento.

Es de noche y gran parte de los pasajeros tienen prendida la luz individual. Los que no la tenían prendida, pensando que sí, presionan el botón para, supuestamente, apagarla. En cambio, los que sí la tenían encendida, la apagan. Se inicia un ciclo de desconcierto. Los que quedaron con luz encendida dicen que no son médicos y soportan al compañero de fila que les recrimina porque prendió la luz y el otro, que la activó sin querer, se da cuenta del error y, como a nadie le gusta que se le diga que hizo algo que lo puso en ridículo, se desencadenan discusiones de alto voltaje.

No aparece médico alguno y el vuelo retoma al tránsito de turbulencias anticipado por el piloto.

La azafata ordena por los parlantes que todo el mundo regrese a sus asientos.

El piquete pegado a la cortina morada resiste los sacudones. El más exaltado es un gordo que dice que no se moverán de ahí hasta que la azafata controle a esa nena llorona.

La azafata se pregunta, con fastidio, por qué subió a este vuelo de mierda, y todos la escuchamos porque olvidó apagar el micrófono.

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Clavo los dedos de mis manos en los apoyabrazos. Odio cuando el avión se sacude.

Cierro los ojos, me vienen imágenes trágicas, amenizadas por el llanto de la nena. Abro los ojos, el avión sube y baja.

Dos filas detrás de la mía, se pone de pie un señor del jersey marrón. El tipo camina hacia adelante, con la mi- rada puesta en un punto que solo él ve. Marcha con paso firme, la espalda recta, el pecho hinchado. Ante los estertores del avión, no pierde la estabilidad, ni siquiera el jopo de pelo negro y lacio se suelta del agarre detrás de la ore- ja derecha. Se detiene en la fila veinte, gira a la izquierda, reclina el torso sobre el asiento, posa sus manos sobre la cabeza de la nena y esta deja de llorar.

Se hace un silencio deseado que se paladea con más silencio.

El tipo vuelve a reincorporar la rectitud de la columna y regresa a su asiento con paso firme y gesto de suficiencia.

El piquete apelotonado delante de la cortina morada rompe en un aplauso que crece hacia adelante en una gran ola de palmas batidas. Con el tema resuelto, desconcentran y encaran para sus asientos. Al pasar por la fila del hombre del jersey marrón, se detienen para darle las gracias y él, con gesto superior, da a entender que no hay nada que agradecer, se cruza de brazos y esconde las manos en los sobacos.

Todo el mundo se olvidó de las

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turbulencias. Entre sacudones, la gente conversa con euforia, mientras la nena yace derrumbada sobre el hombro derecho del papá.

Miro a la chiquilina para retomar mi ejercicio de pensar en otra cosa y abstraerme de las turbulencias. La nena tiene los ojitos cerrados y una sonrisa tierna que hace su- poner está metida en el más feliz de los sueños. Me contagia las ganas de dormir. Los chicos son así, tienen algo especial. Hasta hace segundos me generaba irritación y, ahora, verla me seda. Un cosquilleo recorre mi espalda, re- cojo las piernas, giro mi cuerpo hacia la izquierda y busco una posición cómoda. Desarmo mi boca contraída con un enorme bostezo y la cabina del avión se va achicando a medida que mis parpadeos caen pesados.

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