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© Derechos de autor. Esta obra tiene copyright de John Fernández Varona, y todos los derechos reservados. Si quieres emplear alguno de sus textos o imágenes puedes solicitarlo a través del email: [email protected] . En caso contrario no se podrá hacer uso alguno del contenido aquí presente.

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Diario de un soldadoLa grandeza de un Ejército no correspondido

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PRÓLOGO

Encontré una luz celestial el día que recibí un correo electrónico por parte de mi tutora, Bea, a la que agradezco su colaboración y ayuda como docente y amiga a la hora de la redacción de este texto.

Soy un estudiante de bachiller, que tiene como vocación el periodismo de investigación, con la intención de llegar a ser reportero de guerra. He encontrado mi vocación en la vida militar, pero no de manera directa, sino indirectamente, leyendo reportajes, libros o documentales sobre reporteros de guerra, cosa que me ha inspirado bastante a la hora de realizar este trabajo.

Fue como un soplo caliente en una tarde de invierno cuando encontré la información sobre los “Premios Ejército 2015”, pudiendo unir mis dos vocaciones en la preparación de este trabajo. Por una parte redactado por una vocación al periodismo y por otra, por la posibilidad de ir plasmando toda la información militar de la que dispongo.

Nada más que tuve conocimiento de todos los requisitos necesarios para poder participar en este concurso comencé a plasmar todas las ideas que tenía en mente empezando a dar vida al texto, desde un argumento, hasta el fin de la historia. Mi interés es plasmar numerosos valores personales y de carácter militar en la obra, desde la grandeza de una victoria hasta el sentimiento de perder una guerra. La obra en sí, tiene una moraleja fundamental, un fin exacto que será el del trauma de posguerra, el compañerismo y un sinfín de valores por los que se rige la vida de un militar.

También, he visto una oportunidad espléndida para ensalzar al ejército español, y rearmarlo de aún más reconocimiento, honor y valentía del que debiera de tener hoy en día, al ser una figura fundamental de un país, por el que, patriotas, se enfrentan día a día a entrenamientos duros, batallas en el extranjero y ayudas humanitarias, por todo lo cual deben ser reconocidos.

Finalmente, agradecer como ya he mencionado a mi profesora Beatriz y a mis padres, que no han cuestionado mi vocación militar y periodística, de las que me siento muy orgulloso.

Sin preámbulo alguno, a lo largo de este texto se podrán ver numerosas citaciones de himnos, frases, y, sin duda, los valores que muestra el Ejército y que no son reconocidos socialmente, pero que, algún día, podrán ser reconocidos años de trabajo, compañeros patriotas caídos, misiones y dinero en gasto militar que los medios sólo critican.

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CAPÍTULO I – EL INICIO

Corría la tarde de aquel infernal y caluroso verano en el pueblo castellano de San Esteban de Gormaz, conocido en España entera. Yo, Juan, me encontraba con mi afín y fiel compañero José. Éramos dos chavales ilusionados con nuestra juventud y con una fuerte vocación que llevábamos veinticuatro horas al día, siete días a la semana en nuestra cabeza, influidos, quizá, por la serie de películas, documentales y tradiciones familiares de las que nos sentíamos y promulgábamos con honor y orgullo; la milicia, como decía Calderón, religión de los hombres honrados.

Parecería irónico y poco racional para muchachos de nuestra edad, pero nuestra vocación nos impulsó a escuchar himnos, e incluso aprenderlos, a hacer expediciones por las montañas, a comparar nuestros míseros juguetes con objetos militares, y mil y una batallas.

Mi compañero José, de clase media baja, era conformista. Así lo deparó la fortuna de su vida, y le honró con la dote de la milicia. Se conformaría con formarse en la escuela de Suboficiales, su familia, de clase obrera, no se podía permitir el pago de una carrera militar en la Academia General. Durante años, personalmente, no me conformaba con ser un militar al pie del cañón, yo quería ser un alto militar, mandando en el fragor de la batalla tal y como George Washington en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. Afortunadamente, mis ilusiones podían verse satisfechas gracias a la situación económica de mi familia que podría sustentar ese gasto.

Aún, con dieciséis años a la espalda, yo empecé un curso de lo que hoy en día sería el Bachillerato, ilusionado y con expectativas de futuro para entrar a formar parte de la Academia General de Zaragoza. Mi compañero, José, tomó la decisión de la realización de un Grado en Informática. Así, transcurrió nuestra vida durante dos años.

CAPÍTULO II – EL EJÉRCITO, ¿ES REALMENTE LO QUE QUERÍA?

Al cumplir los dieciocho años, edad legal para hacer el servicio militar obligatorio, nuestros caminos, por desgracia, se separaron y tomaron diferentes sendas pero que dirigían a un mismo camino, con más, o con menos equipaje a la espalda, sin duda alguna. José, tras cambiar de opinión, optaría por hacer el servicio militar obligatorio, en aquellos tiempos, lo simplificábamos con el acrónimo SMO, él tenía planes de futuro, y quería reengancharse tras terminar el SMO, tan acertada para ejercer su vocación como cualquier otro.

Yo opté por la opción más alta, la de la Academia General, situada en Zaragoza. Durante dos años, en aquel Bachiller, sudé sangre y estudié hasta con los pies, hasta que conseguí una nota considerable para optar por la Academia General.

Aún recuerdo aquellas semanas, angustiosas ellas, cuando dimos todo lo nuestro para la selectividad. Cuando salieron los resultados finales, suspiré aliviado, sabía que había completado la mitad del camino, ahora sólo queda la otra, la parte práctica, la Academia General de Zaragoza.

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Finalmente, mis notas me situaron entre las mejores de aquella promoción, optando por una plaza directa en la Academia General, otro paso avanzado en este largo camino.

Antes de partir con nuestros viajes que marcarían todas nuestras vidas y donde, probablemente podríamos hacer cumplir nuestros sueños, pasamos todo aquel verano juntos, compartiendo futuras experiencias, imaginaciones, sueños y mil y una aventuras de las que nos veríamos partícipes. Ese último verano fue el mejor, José y yo estábamos más unidos que nunca. Nos separaríamos tres meses después para emprender el camino final y decisivo que marcaría nuestra vida entera, una mancha gloriosa en nuestro currículum, batallas que contar a nuestros nietos o compañeros cercanos. A medida que pasaban los días, un porcentaje de nerviosismo se agravaría para nosotros.

Un mes antes, empecé a preparar todo el material necesario, materiales, ropa interior, elementos útiles y cosas sin valor allí, pero que simplemente, me ilusionaba portar en la maleta de viaje. José, sin embargo, fue más práctico y decidió llevar ropa interior y productos bucales para su cuidado, él tenía el don desarrollado de ser práctico, característica indispensable para ser militar.

Tras varias semanas de preparativos, todo estaba listo. Ya tenía mi inscripción en la Academia General de Zaragoza, cada vez acariciaba más el sueño con las yemas de los dedos. Sólo me quedaba ultimar detalles definitivos y minúsculos, atar cabos despidiendo a familiares, compañeros, amigos de la infancia, profesores, vecinos… Me enorgullecía el hecho de dedicar mis palabras de despedida refiriéndome a la Academia General. Era un honor, una inmensa satisfacción. Me convertiría en un servidor a la Patria, a un soldado del Estado, que conquistaría y ayudaría en otras tierras, ensalzaría la bandera de España en lo alto de mi pecho, cosida, junto con el parche de mi batallón en las mangas zurda y diestra de mi uniforme militar.

Sólo faltaba una semana para emprender el viaje. Me preparé tanto física, como psicológicamente para afrontar este asalto final, pero a la vez inicial. Llegaría la hora de la verdad, de sudar sangre y demostrar lo que valía para conseguir el puesto tan poco valorado de la Patria, que ni los medios de comunicación, ni el ciudadano que vivía tranquilo en su casa valorarían, sólo un par de noticias, aquí, allá; nadie daría valor importante a esta vida de sudor.

CAPÍTULO III – ACADEMIA GENERAL DE ZARAGOZA

Tras realizar todo el proceso de inserción en la Academia, logré ingresar, ¡lo conseguí!. Ya está, pensé. Cuántas veces renegué de esa estúpida frase, pensando que todo este viaje largo sería fácil, sin obstáculos, un camino recto hacia la gloria.

No sería así durante el primer año, donde tropecé durante una y otra vez. Sin darme cuenta, el sueño se iba de mis manos poco a poco, sin comerlo ni beberlo. Me esforcé al máximo para superar esos obstáculos, que finalmente, con esfuerzo, salvé poniéndome al día en las asignaturas de mi segundo año.

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Durante los primeros años, estuve con futuros compañeros de la Guardia Civil, pero también, sin duda, con mi compañía favorita, gente que optaría por la titulación en el Ejército de Tierra; gente que quería estar al pie de guerra; sin importar las razones políticas o sociales que una guerra tuviese.

Durante cinco duros años de arduo trabajo me esforcé y viví experiencias a diario. Todos los fines de semana me quedaba estudiando también, o preparándome físicamente para la cantidad de pruebas que se nos echaban encima. Únicamente saldría durante la festividad de Navidad y el verano para reunirme con mi familia. En esos cinco años, en esas épocas, tomaba mis utensilios y los metía en el petate reglamentario, de color oliva, parecía de la Primera Guerra Mundial y me dedicaba a descansar completamente. En esas ocasiones convergía con mi amigo José. Cada vez le veía más cambiado, adquiría unas cualidades físicas bastante abruptas, su corte de pelo, su forma de caminar y de hablar, todo había cambiado, como el dicho popular solía decir, “se había convertido en un hombre”. Pero sin darme cuenta, yo también, uno no se da cuenta de sus propios cambios.

Mi actitud personal cambió radicalmente. Me convertí en una persona totalmente recia a cualquier relación exterior de las que ya tenía. El estrés y la presión adquiridas en la Academia General fueron decisivas para estos cambios de humor, pero esa era la base principal, adquirir cualidades psicológicas para el día de mañana, sin miedo. Y, cada vez que conseguía cambiar esa actitud, mi periodo vacacional terminaba, teniendo que volver a la que, fue mi casa durante cinco años, y donde aprendí a formarme como un hombre, como una persona, como una patriota y un defensor de la patria de verdad.

Por fin llegaría el día de mi graduación. Estaba todo preparado. Banderas de España por aquí, por allá, bandas de música militar, un sacerdote, y familiares orgullosos de sus hijos. Todos organizados estratégicamente, firmes como palos, con nuestros uniformes y la teresiana, con el escudo y la pluma roja que sobresalía de él, y la tira de charol con las que nuestras cabezas se mantenían firmes para colocarlas justo sobre la barbilla. Al tiempo que pasamos por la bandera de España, besándola, llegué a comprender lo que es el estado de honor máximo en una persona, a la vez que escuchaba el himno de la Academia General, cuando la besé, sonaban las palabras “mi corazón siento latir con orgullo de español”. Esa experiencia fue y sería única en mi vida, la que recordaré eternamente.

Se nos condecoró con la entrega de Despachos, como aquí se dice y la titulación de Tenientes en el Cuerpo General. Aquí comenzaba nuestra andadura militar. Me sentía satisfecho de haber completado la parte teórica de mi vida militar en un cien por ciento. Ahora quedaba aplicar esa práctica en la vida real, en el día a día de un militar, de un Oficial del Ejército español.

Mi vida no se basaba en estar sentado en un despacho, sino; para todo lo que me habría preparado durante más de media parte de mi vida, para ser un militar de batalla, un militar como los de la guerra del Peloponeso que enfrentó Atenas con Esparta, y que entregaría la vida por su patria sin importar cualquier otro factor. Llegó el momento de la verdad.

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CAPÍTULO IV – LOS DESTINOS EN ESPAÑA

Tras tomarme unas semanas de descanso, con mi preparación teórica, física y psicológica en la Academia General y mi posterior graduación como Oficial de los Cuerpos, llegaría el momento de la elección de mi destino inicial como militar. Para familiarizarme con el Ejército como primer destino sería militar más antigua del mundo, el Regimiento de Infantería Inmemorial del Rey nº. 1 situada en Madrid. Entré como un Teniente en la teoría, pero en la práctica un novato...

No me costaría adquirir el ritmo de la unidad como Oficial de mando, todo lo contrario. Me adaptaría rápidamente; ejercicios diarios, trabajo de despacho. Me preparé así durante cuatro años, años hasta que tomé la decisión de darme el lujo de pertenecer al Mando de Operaciones Especiales, también apodado MOE, o como popularmente éramos conocidos, los boinas verdes, conseguiría mi traslado de unidad tras unos cuántos trámites y pruebas… Estaría destinado Alicante, en el Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete. Esto lo hice con expectativas de futuro, que acarrearían en mi vida verdaderos cambios drásticos de los que, jamás me arrepentiría, pero que sí me causarían estragos un tiempo después.

Nunca olvidé las amistades a las que dediqué mi vida. Tras elegir estos destinos, en mis permisos de salida viajaba hacia mi pueblo, que jamás olvidé y recordé durante todos mis años de formación, San Esteban de Gormaz. Como buen castellano, cada vez que volvía a casa, todavía recuerdo que mi madre me hacía sopa de ajo, algo típico de la Castilla del Antiguo Régimen y que no podía perdonar cada vez que volvía a casa. Eran viajes largos y pesados desde Alicante hasta mi pueblo.

Durante los siguientes cinco años estuve destinado en el Mando de Operaciones Especiales, dedicándome a lo que me gustaba, con un sueldo más que digno, sin meterme en problemas y una vida acomodada dada la situación. ¿Qué más podía querer? En aquellos momentos; pensaba en tener familia. Aún era muy joven. Me quería complicar la vida, pero no de esa manera. Ahora no. En un futuro, podría llegar a hacerlo. Sólo Dios sabe lo que deparará el futuro.

Como Oficial de mando, dirigía un pelotón de lo más profesional. Nos preparábamos día a día con dureza. Cada entrenamiento consistía en una situación diferente a las que, en un futuro no muy lejano, podríamos afrontar. Mi pelotón estaba formado por ocho soldados. Cada uno tenía una posición asignada, y unos dependíamos del otro para asegurar nuestra seguridad. Éramos hermanos de sangre, compañeros inseparables, una cadena de eslabones en el que, si falla uno, los demás no nos rompemos, sino que lo arreglamos. El equipo constaba de la siguiente planificación que me tocó realizar como jefe del pelotón: en la avanzada me situaría yo, flanco diestro, José Ríos, flanco zurdo, Antonio Segura, en el medio del pelotón iría un médico, Daniel, un francotirador y su acompañante, Pedro y Luis y un fusilero, Carlos Bustamante, cubriendo la retaguardia, y aquí llega la sorpresa, José Fernández, ¿os acordáis de José? ¡Bingo! Mi fiel compañero de infancia… Me estaba reservando la sorpresa hasta este momento.

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Efectivamente, José estaba destinado en mi pelotón. Entró a formar parte como segundo líder con el rango de Suboficial, Sargento Mayor. El sueño de toda una vida se había cumplido, pero no como lo imaginábamos, sino con creces. Él y yo juntos en una unidad, ¿qué más podía pedir? ¿Sería casualidad de la vida? Tantas preguntas y una sola respuesta: suerte.

Aún, José y yo, no sabíamos lo que el futuro nos depararía. Pensábamos que todo era un juego, una película; aquella que tanto nos gustaba ver, Black Hawk Derribado, con la que soñábamos y soñábamos. Seguíamos en el juego de la teoría. Todo entrenamiento, todo adiestramiento se basaba en una sola hipótesis, como la que llevábamos realizando años atrás. Cada paso tiene su tesis. Pero finalmente, la práctica se resume en una palabra: el fragor de la batalla.

Próximamente llegaría el momento más intenso de nuestras vidas. Sí, efectivamente, el servicio definitivo, en el que, te juegas la piel, vas con todo, y tienes dos opciones, que dependerán de factores como tus compañeros, tus mandos, tu material, o fortuitamente, del destino, que te deparará un tiro en la cabeza o la mayor recompensa de llegar a casa a salvo… Aunque no sólo es la integridad física la que cuenta, el factor psicológico sería crucial después de una batalla. Aquí rememoro la Guerra Civil española desde el factor de le mente, en el que miles de personas tuvieron que exiliarse o incluso suicidarse por una dura posguerra amarga para muchos.

CAPÍTULO V – LA GUERRA

Pasaron unos meses hasta que nuestros presentimientos se hicieron realidad. A las casas de cada uno de los miembros del Mando de Operaciones Especiales nos llegó una notificación informando de la necesidad de tropas en el frente de guerra del Golfo Pérsico. Ante la situación, todo bajo razones políticas, por las cuáles nos jugaríamos la vida, por las cuáles España podría obtener muchísimo más del dinero que posee actualmente, duplicando sus ingresos. Todo gracias a la participación de unos muchachos de pueblo con vocación de servicio público que darían todo por su patria. Desde términos minúsculos, pequeños pueblerinos que daríamos la estabilidad y el sobresaliente en la economía durante los próximos tiempos. Marcamos unas páginas más en los libros de historia, en donde aparecerían soldados españoles ondeando la bandera con orgullo de su Patria. Esa que, socialmente, valoraría todo el valor influyente de los soldados minúsculos en la pirámide de España.

La carta decía así:

“A los soldados del quinto grupo del Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete:

Tras las numerosas bajas en el contingente situado en el Golfo Pérsico y los numerosos ataques sufridos, nos vemos obligados a enviar un grupo de operaciones especiales del MOE junto con un grupo de trescientos legionarios al frente para ejercer allí durante tres semanas, en las cuáles se seguirán los objetivos prioritarios siguientes tras los que se efectuarán diferentes misiones para lograr su éxito: eliminar a la guerrilla local que controla la zona de Kuwait y eliminar al dictador del Estado para recuperar la monarquía constitucional y por ende, asegurar la paz para toda la población local

El Ejército está con ustedes”

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La carta poseía también documentación como la fecha de desembarco, el tiempo de espera y demás información en la parte trasera, además de un sello firmado.

Así fue como se nos convocó de manera personal e individual a cada uno de los militares que componían la unidad, éramos y seremos un grupo de operaciones especiales, aunque siempre faltase alguno. Los ocho componentes iríamos destinados al Golfo Pérsico, junto con otro batallón de unos trescientos hombres de la gloriosa Legión.

Al llegar al cuartel, tal y como insinuaba la carta, se nos explicó, instruyó y se nos preparó para marchar al frente. Una preparación rápida durante las dos semanas antes de partir. Con los nervios a flor de piel, cada entrenamiento y maniobra se basaba en situaciones hipotéticas que se nos podrían presentar en el destino. Nos preparamos a fondo, el grupo estaba muy motivado para realizar esta misión. Con la confianza por bandera, nos habíamos convertido no en un grupo, o una simple compañía, sino en un pequeño entorno familiar, hermanos de sangre en donde si uno caía, los demás le levantaban.

Es cierto que en el grupo, José y yo, teníamos cierta afinidad el uno con el otro, al fin y al cabo, pasamos toda nuestra infancia y juventud juntos, qué más podíamos esperar. Era mi hermano pequeño y no me podía permitir si algo le pasaba en el destino. Antes de partir, le hice pensar muy bien la marcha, sería muy duro para mí si algo le sucedería…

CAPÍTULO VI – EL EMBARCO

Me preparé en mi mochila militar coyote todos los materiales que necesitaría para el destino, también tomé lo indispensable del cuartel la última noche antes de partir. En la víspera tenía todo preparado para despertarme a las nueve de la mañana para dar un último adiós a mi hogar y partir; probablemente volvería o no. En este caso no existe probabilidad matemática alguna, sólo el destino y la ayuda de Dios encabezarían la marcha de todos los soldados.

Se nos reunió dos semanas después de la notificación en la Base Áerea de Torrejón de Ardoz, sería donde embarcaríamos para partir al Golfo Pérsico. Allí, se encontraban todas las familias de los trescientos legionarios y por otra parte, las ocho humildes familias de los miembros del MOE, mi compañía. Banderas, pancartas y sollozos recubrían el entorno militar para convertirlo en un valle de lágrimas y abrazos.

Tras terminar de despedir a mi familia, en concreto a mi padre y a mi madre, que allí se encontraban, formamos por última vez para rendir honor a la bandera y al himno de España. Al finalizar, sin mediación alguna, subimos a aquel avión civil revestido de color blanco y rojo con el rótulo de “FUERZA AÉREA ESPAÑOLA” y una bandera de España custodiándolo a la izquierda.

Junto con nuestras mochilas y petates entre las piernas, intentábamos mantener conversación con nuestros allegados en el avión, por delante nos esperarían todavía largas horas de viaje, escondiendo nuestro miedo entre risas y anécdotas.

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CAPÍTULO VII – LA LLEGADA Y ASENTAMIENTO

Tras largas horas de viaje, los soldados, cansados, desembarcamos en el aeropuerto de Kuwait, donde tomamos relevo a las demás compañías. Entre saludos, hicimos el cambio de tropas, mientras ellos subían por la derecha, nosotros salíamos por la izquierda. Al bajar, tendríamos unos cuántos camiones militares para el transporte de personal hasta la base que se tenía montada al sudeste.

Fuimos escoltados por varios VAMTAC y por un Panther, ambos equipados con la Browning M2. A la llegada, a mi compañía, y yo como líder de ella, se nos asignó un camarote para los ocho del equipo. Cada uno se adjudicaría la cama que quería, en cierta parte, nos podíamos permitir algo más de libertad entre nosotros que una compañía regular.

Después de acomodarnos, se nos reunió en la parte central de la base llamada “Miguel Cervantes”, donde se nos instruyó sobre la situación actual de la provincia a la cuál serviríamos para eliminar a la guerrilla local y que además, tenía varios rehenes en una casa oculta, de la cual aún no se tenía información concreta. Tras terminar la reunión, el general, Gerardo Ríos, nos reuniría a los líderes de cada compañía para animarnos personalmente y comunicarnos que recibiríamos planificaciones de cada misión personalmente para cada compañía. El general Ríos era una de esas personas que tenían cierto carácter que imponía, con la columna recta, unas gafas ochenteras y el pelo engominado, debíamos mostrar sumisión si queríamos salir vivos de aquel infierno; él nos daría las claves y planificaciones centrales para cada ataque.

Volví al barracón con la boina verde y su espada chapada en ella. Cuál fue mi sorpresa cuando entré y observé todo el recinto de pocos metros cuadrados lleno de banderas, posters y numerosas fotos de cada familia en la mesilla de cada soldado; parece que ya se habían asentado y sin duda parecían estar como en su propia casa, libertad cedida por mí mismo al mando del equipo. Estuvimos charlando y contando anécdotas sobre nuestros diferentes destinos en el Ejército durante unas cuantas horas. Fuimos pronto a la cama, mañana nos esperaría un duro día de maniobras de reconocimiento por la zona próxima. Me tocaría explicárselas a los chicos por la mañana, así que debíamos de estar frescos.

CAPÍTULO VIII - EN LA GUERRA LA DUDA NO OFENDE, MATA Y HIERE

Nos levantamos preparados dentro del clima desértico al toque de trompeta, nos uniformamos rápidamente para ir a desayunar y no perder el turno. Tras terminar, con el estómago lleno llamé a los soldados de mi unidad. En una pizarra táctica y bajo una pérgola de camuflaje rota por la que pasaban rayos de luz expliqué la parte teórica de la misión. Sería el desembarco desde un Super Puma hacia una aldea controlada por milicianos cerca de un pequeño pozo de petróleo, tendríamos apoyo de intervención aérea del Tigre, el felino con alas y balas que surcaría los cielos en busca de sus hermanos en la cálida tierra. Estaría más que seguro que se provocaría un enfrentamiento si estos no accedían a rendirse. Habría que tener la cabeza fría, situación difícil en un terreno tan hostil y caluroso como sería aquel pequeño poblado que podría llevarnos al infierno de cabeza…

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Tras terminar la explicación de la maniobra, nos dirigimos al barracón con tiempo de sobra para preparar nuestros equipajes militares, entre ellos, como objetos imprescindibles estaba el chaleco kevlar para nuestro pecho, acompañado de cartucheras para numerosos cargadores y demás objetos útiles de mano como brújulas, sensores… La funda de nuestra arma de mano Heckler & Koch USP y dos cargadores a los laterales, acompañada del fusil Heckler & Koch MP5 con silenciador. Finalmente en nuestra espalda portaríamos una mochila coyote de color arena con instrumentos útiles o repuestos como comida, bebidas energéticas e indispensables militares como dispositivos de visión nocturna…

Minutos después, nos estaría esperando Óscar, un piloto experimentado con servicios en Bosnia y Afganisthán a bordo del Super Puma. Subimos a él, y un cúmulo de sentimientos nos haría sentirnos más unidos que nunca. Notamos, con los ojos cerrados, rezando una plegaria para que todo saliese bien se elevó en los cielos de aquel infierno pérsico para dar comienzo a la misión bautizada como “Sierra Papa”, las iniciales fonéticas de Salvamento Petróleo, rememorando al pequeño pueblo conquistado por guerrillas locales para la explotación de su petróleo.

Llegó el momento, me metí la chapa médica con mi tipo de sangre y un recordatorio grabado en ella “Por España” junto con la cruz de Cristo, a la que besé y rogué en silencio para que todos y cada uno de nosotros saliésemos intactos de aquella situación. El piloto auxiliar abrió las puertas a los laterales y tiró las cuerdas hacia el suelo arenoso, cada uno de los seis del equipo, excepto el equipo del francotirador, Daniel y Jorge se situarían en una colina cercana dando cobertura al avance táctico. Bajamos y nos colocamos alrededor del pueblo cuadrado, separando dos equipos de tres personas para un mejor avance.

El ataque no terminó como la utopía con la que todos soñábamos. Uno de nuestros soldados, Pedro, resultó herido tras un impacto de una bala del fusil AK-47 de un miliciano. El médico del equipo le evacuó en una de las casas mientras dos soldados les custodiaban. El pueblo quedó totalmente limpio de guerrilleros, la mayoría de ellos fueron abatidos en la inserción, otros tres quisieron escapar, pero pocos segundos después fueron abatidos por Daniel y su compañero, haciendo honor al “puedes correr, pero no escapar” del que todos nosotros nos sentimos orgullosos.

Pedro, nos contaría en el hospital que dudó a la hora de apretar el gatillo, era su primer servicio militar en el extranjero y no estaba preparado para terminar con una vida, labor que tuvieron que asumir sus compañeros al ejecutar al guerrillero que atentó contra la vida de Pedro. Todos rezamos por Pedro y le fuimos a ver durante los dos días más que quedó en el campamento militar, hasta que fue repatriado a España, fue una decisión común, él no podría seguir aquí en su estado físico.

A nuestra unidad se le asignaría un nuevo fusilero, Jose Ramón, de 27 años, un militar joven y bien instruido en el campo de la milicia desde la Academia de Suboficiales. Parecía joven y dinámico, con el tiempo nos demostraría que tiene más virtudes que esas, se jugaría la vida por cada uno de nosotros, como nosotros por él. Ramoncín, como era apodado, cuajó bien en el grupo.

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CAPÍTULO IX – OPERACIÓN SABRE

Pasaron unos días de descanso para la unidad, no nos tocaría nuestra siguiente misión hasta que l General Ríos nos convocó a los líderes de cada pelotón en aquel sitio de luz tenue y frío provocado por un viejo ventilador de portentoso tamaño a la zurda de la mesa de operaciones. Éramos seis los oficiales presentes en la sala, cada uno ejerciendo su mandato sobre las diferentes especialidades del cuartel improvisado en el Golfo Pérsico “Miguel Cervantes”, pertenecientes a dos grupos de infantería y de la brigada aerotransportada, pilotos de transporte y de ataque, y yo, sentado en el ala oeste de la mesa, del Mando de Operaciones Especiales. Mi parche cosido con orgullo y mi boina verde reflejaban fácilmente mi proveniencia.

Ríos encendió el proyector ante los seis oficiales expectantes mientras tomaban datos en sus libretas, éste asignó a cada agrupación su cometido en el campo de batalla para lo que se bautizó como “Operación Sabre”. Cuyo fin era la eliminación de un grupo de insurgentes captados al sur en una ciudad de no muchos kilómetros escondidos en un edificio de cuatro pisos, donde tenían presos políticos y diplomáticos de varios países capturados hace meses. Era la segunda de las operaciones más importantes planeadas en el plantel general antes de “la misión”. Mis chicos y yo tendríamos que rendir al máximo como mando que se ocuparía de la entrada al edificio para la extracción de éstos funcionarios que representabas hasta a tres países diferentes. La operación estaría planificada para las 1600PM, donde deberíamos tener a todas las unidades de infantería preparadas en el convoy de Linces y las compañías aerotransportadas, pilotos y soldados del MOE preparados en los “pájaros”

Volví al barracón, amistosamente reuní a mis muchachos en el barracón, en la mesa de reuniones. Me coloqué frente a una pizarra de tiza blanca y comencé a plasmar los apuntes y horarios establecidos en la reunión sobre la pizarra mientras narraba la misión a la que nos exponíamos. Ansiosos, nerviosos, preparamos nuestros materiales indispensables para la operación, a priori, la misión tardaría en ejecutarse cuarenta y cinco minutos mientras las unidades de infantería y aerotransportadas evacuan y limpian la zona de entrada hasta que nuestro equipo entrase en aquel infernal edificio. Dejamos las cosas preparadas antes de ir a comer y nos relajamos hasta las 1545 horas, que tomamos nuestros materiales y nos preparamos para dirigirnos a los pájaros.

El despliegue fue caótico, milimétricamente estudiado, los minutos de transporte, de intervención estaban calculados para efectuar una misión limpia dentro del sucio escenario que es la guerra. Tras que las unidades de infantería limpiasen la zona de entrada y efectuasen un perímetro, bajamos de los Super Puma pletóricos y preparados para lo peor. Recordamos en nuestra cabeza el plano del edificio de cuatro pisos en el que cinco efectivos entrábamos en el piso tras lanzar una granada de humo y allanábamos el interior, tres se situaban fuera, uno en la escalera inferior, otro en la superior y otro en la puerta, todo estaba planeado para una ejecución casi perfecta, aunque en la práctica todo podría cambiar, esto es la guerra, un lugar inhóspito y duro en el que la supervivencia prima sobre los derechos humanos y las cuestiones morales.

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A la entrada abatimos a tres centinelas que vigilaban el edificio con las armas largas con silenciador, camuflando el ruido para evitar captar la atención de los demás terroristas dentro del edificio. Fue duro, muy duro disparar contra alguien, pero en ese momento no había tiempo de arrepentirse, había que sobrevivir e intentar sacar a mis hermanos vivos de allí, no me podía permitir una baja para el equipo, sería un duro bajón para todos después de lo de Pedro. Posteriormente, los tres primeros pisos fueron asegurados en su totalidad, en dos de ellos encontramos a insurgentes descansando en ellos, desprevenidos y en silencio mientras jugaban a las cartas o veían la televisión, les esposamos para que las unidades de infantería entrasen para sacarles hacia el convoy de presos. En el cuarto pisos, Ramoncín abrió la puerta de madera roñosa y débil de una patada con sus botas “New Rock”, mientras este se echaba atrás, el segundo efectivo tiraba una granada de humo para proceder a entrar hacia la derecha, el siguiente a la izquierda, el próximo a la derecha y así hasta llenar el cupo en el que los cuatro efectivos nos encontrásemos dentro. Allí, bajo condiciones infrahumanas, se encontraban los presos políticos capturados que servirían como moneda de cambio, con las carnes desnutridas y con un único taparrabos como los usados por los indígenas, de color marrón tapando el blanco original. Nuestro médico de equipo se ocupó de realizarles un examen físico rápido mientras los demás efectivos esposaban a los insurgentes desprevenidos con grilletes plásticos. Yo informaba por radio informando de que la inmersión en el edificio había sido un éxito. Los equipos entraron para sacar a los detenidos y a los presos políticos, quedando a salvo, también se requisó el material e información posible para la posterior examinación de éstos por parte de la división de inteligencia en el cuartel.

Subimos aliviados al Super Puma, orgullosos de haber cumplido una misión más. Llegamos al cuartel, agotados nos dimos una ducha caliente el poco tiempo que se nos permitió para relajarnos de nuevo en los barracones. Aún quedaba la misión más dura física y psicológicamente para volver a casa.

CAPÍTULO X – HOY DORMIMOS FUERA DE “CASA”

Pasaron dos días de descanso hasta que aún nos tocase la siguiente misión en el plano general, pero un contratiempo nos sacudiría un golpe de bajeza, desprevenidos, comenzó a sonar la alarma del barracón e inmediatamente tomamos todos los equipajes y materiales de una forma casi robótica, nuestra misión era obedecer y servir. Tras equiparnos acudimos al centro del acuartelamiento “Miguel Cervantes” donde nos estaría esperando el firme y honorable general Ríos para proceder a explicarnos de qué se trataba aquella pletórica alarma que nos hizo levantarnos sin saber por qué.

Al parecer un helicóptero de una milicia a la que ayudábamos a combatir cayó tras que el rotor hubiese fallado en una zona caliente, así es como describíamos en la milicia a un espacio físico en el que frecuentan grupos armados o son frecuentes enfrentamientos armados. Tras haber detallado las coordenadas, el número de posibles supervivientes y combatientes, la posible emboscada nos dirigimos a un Super Puma que nos estaba esperando a los ocho soldados que arriesgarían su vida por unas personas que ni si quiera conocían, pero que políticamente, según estatutos europeos se trataban de aliados y deberíamos de ayudarlos.

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Un ejército no compete razones políticas cuando alguien está en peligro, sólo atiende a resolver la situación de una manera eficiente, intentando salvar las mayores vidas posibles y evitar un conflicto aún mayor.

Subimos al majestuoso Super Puma, antes de hacer subir a mi tripulación uno a uno, miré al rotor, atemorizado por lo escuchado recientemente, tragué saliva, me subí y me dediqué a transferir confianza al resto de mis hermanos tras cerrar la puerta y dar una palmada a todos en la espalda.

- Teniente, ¿tiene miedo? Me preguntó en un tono serio absolutamente Daniel- ¿Yo? No, estoy con vosotros. ¿Debería tenerlo? Respondí seguro- Venga tío –dijo José, palmeando la espalda de Daniel sucesivas veces a la vez que

hablaba- esto está “chupado”, volveremos a casa como llevamos haciendo todo este tiempo

- Tienes razón, tío –dijo apresuradamente Ramoncín- No nos pasará nada- ¡60 segundos! –interrumpió la conversación el piloto por el micrófono-

El silencio se apoderó de la situación, el nerviosismo apresó nuestras bocas, callándolas a la vez que, instintivamente tomábamos las armas entre las piernas y nos poníamos las mochilas, algunos, incluso, tiritando. Nos pusimos en pie, tres a un lado y cuatro a otro, yo comandaba esa rápida bajada del helicóptero para posteriormente tomar posiciones de guardia hacia el helicóptero. El pájaro se disipó al horizonte, dejando una leve lluvia de arena alrededor de la zona del siniestro. Tras marcar las posiciones, cada uno se quedó inmóvil, apuntando con el arma hacia todos los ángulos posibles, el médico y su acompañante entraron en el avión volcado, en busca de algún superviviente de los cuatro que había: dos pilotos y dos auxiliares de puerta. De repente la voz de Daniel, el médico del pelotón irrumpió por la radio del casco:

- ¡Teniente, tenemos dos supervivientes, un piloto y un artillero de puerta!- ¡Espere ahí! –respondí-

Pegué un salto por el lateral del helicóptero, llegué a ponerme dentro y observar la situación. Observé dos cadáveres en la parte final del helicóptero y otros dos rescatados por el médico en la puerta de embarque, montó un pequeño hospital de campaña con una mochila y demás materiales de primeros auxilios… Daniel me dictaminó un examen rápido de los dos supervivientes:

- El piloto está en shock, tiene un traumatismo craneoencefálico severo, no sabe ni quién es, pero… -se pausó unos segundos- tiene un trozo de metal clavado en la pierna, está en riesgo. El artillero de puerta tiene heridas leves, no puede moverse mucho, pero está estable.

- ¡MIERDA! –se escuchó un grito por la radio- Segundos después una ametralladora Browning del .50 irrumpió en la escena montada sobre un Mitsubishi cargado con seis terroristas tapados con pañuelos y disparando a bocajarro.

- ¡Continúe estabilizando, me ocuparé de comunicar a la central la retirada y cubrir ahí fuera, suerte! –pegué un salto por la puerta de embarque y me puse a cubierto. Me quité la mochila militar de la espalda y marqué la frecuencia en el sistema HF-SSB, tomé el telefonillo…

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- ¡Aquí Delta a Alpha, ¿me recibe?!, cambio –en el fondo se escucharía el fragor de la batalla, los gritos de los soldados y de las ametralladores y fusiles-

- Alpha a Delta, le recibimos, adelante, cambio.- ¡Estamos en combate hostil, repito, estamos en combate hostil, solicitamos apoyo!- Recibido Delta. Solicitamos coordenadas. A la espera, cambio.

Empecé a rebuscar entre la mochila en busca del localizador de coordenadas verde oliva, cuando de repente una bala impactó sobre la falange del dedo índice, el transmisor y la mochila cayeron al suelo, descolgué el arma y me corrí unos metros, poniéndome a cubierto, comencé a abrir fuego desesperadamente, intentando salvar mi vida, y la de mis allegados. No podría describir el miedo que tenía en mi cuerpo en ese momento, era indescriptible, estaba tan cegado por el miedo que me ceñí a disparar el arma, fue mi único Dios salvador allí, la madre que me arropaba y me transmitía confianza.

Pude ver con mis propios ojos a través de la mira del arma cómo la bala impactó sobre el cráneo cubierto de aquel ametrallador encima del Mitsubishi, cayó de rodillas. Me quedé quieto, inmóvil, un tiro cercano me despertó y me informó a la vez de que la batalla no había terminado, puse todo mi énfasis en aquella batalla, no por mí, sino por mis compañeros, a las que prometí que volverían con sus familias y como hombre de palabra, me veo en obligación de ejecutar aquellas palabras.

Unos diez minutos después cesó el fuego, conseguimos atrincherarnos en el helicóptero y abatir al contingente contrario por completo. En mi cabeza reposó la imagen de aquella persona, que independientemente de sus ideologías o intereses, era una persona, estaba muerta a sangre fría por mí. Con una mosca en la cabeza, hicimos un recuento de munición y fuimos a revisar los cadáveres en busca de víveres. Yo me acerqué a la mochila que dejé tirada y volví a retomar el transmisor, comencé a hablar:

- Delta a Alpha, Delta a Alpha, cambio- Aquí pelotón Delta, responda Alpha, cambio- Delta Alpha, Delta Alpha, ¿me copian?, cambio

Los intentos fueron completamente en vano, no recibí respuesta alguna. No quería comunicar esto al equipo, sería otro golpe bajo para la tropa, pero no quedaba otra opción…

- Muchachos, tenemos un problema y seré conciso. El transmisor se ha roto y no recibe ni manda señal, estamos a doce kilómetros del campamento base y tenemos a dos heridos, uno bastante grave. No nos queda otra opción que movernos durante la noche en sigilo y llegar mañana por la mañana al campamento. Vuelvan a equiparse y prepárense para una dura noche, saldremos de esta.

El equipo no medió palabra, sólo gestos disconformes; era de entender perfectamente debido a la situación acontecida. Se equiparon con municiones del bando contrario incluso y cuando empezó a anochecer emprendimos la marcha. Los dos heridos serían transportados por tunos a cuestas de cada uno de los miembros hasta llegar a la mañana siguiente. Sería una noche dura, teníamos el apoyo de las miras nocturnas para poder esquivar ciertos puntos para evitar contacto y llegar a sano.

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Finalmente lo logramos y a la mañana siguiente, al amanecer, a unos cuántos metros alertaron de nuestra presencia y las tropas vinieron en apoyo nuestro con vehículos. Nos socorrieron hasta llegar a la base, una vez allí se ocuparon de los dos supervivientes, que finalmente sobrevivieron. Nosotros fuimos directos a una ducha y a una cena para posteriormente ir a los barracones. El alto mando volvió a felicitarnos por nuestra “estelar actuación”, según ellos éramos unos de los mejores mandos de operaciones especiales del mundo y lo demostrábamos día a día. Aún nos quedaba una semana de servicio con una misión que marcaría el final del contingente terrorista que amenazaba a una población que no tenía la culpa de esos intereses económicos.

CAPÍTULO XI - LA MISIÓN

Tras la intervención del enemigo en diversas incursiones, el aterrante miedo a la muerte que nos inundó durante aquella larga semana fue estremecedor, pudimos sentir cada vez que apretábamos el gatillo cómo a la vez un escalofrío se apoderaba de nuestro cuerpo al ver la cara medio cubierta de aquellos terroristas que no merecían otro nombre.

Acontecieron maniobras e intervenciones no muy arriesgadas, hasta que, a mitad de semana se nos reunió de urgencia en la carpa del Centro de Operaciones Táctico (COT) informándonos de que llegaría “la misión”, no era una misión, era la, ese simple determinante que hacía a una palabra específica y conocida, así lo era para nosotros. Se trataba de la intervención clave para desarticular al grupo terrorista en Kuwait. Se informó sobre el conocimiento del bando contrario sobre la existencia de acciones de vigilancia hacia su campamento vía satélite y decidieron hacer un cambio de campamento de prisioneros políticos y rehenes restantes entre los que se encontraría el cabecilla de este grupo terrorista. Mediante diferentes topos en la organización se consiguió saber una ruta más o menos exacta y sobre la existencia de un plan trazado para la ejecución del cambio. Se identificó a la cúpula de este grupo mediante diferentes imágenes junto con los vehículos y armamento que serían utilizados. La operación se efectuaría al día siguiente partiendo de la base a las 0430 horas desde el contingente “Miguel Cervantes”. Mis hombres y yo realizamos un turno de preguntas para posteriormente salir hacia el barracón a preparar el equipo y descansar para proceder con la operación.

Nos levantamos a las tres y media de la mañana para preparar el convoy de vehículos y organizar los equipos para salir a la hora estipulada. Nos dividiríamos en tres grupos diferentes para interceptar el convoy en unas colinas del camino. Yo lideraría el primero de los grupos junto con dos soldados y atacaríamos por delante. El segundo grupo estaría liderado por José y otros tres soldados, conociendo su táctica no me fallaría, atacaría por la parte trasera del convoy, encerrándolos y finalmente el francotirador y su observador colocados próximamente para prestar apoyo desde una posición más estratégica. Subimos a los VAMTAC, de color verde oscuro y emprendimos el camino que duraría al menos unas dos horas hasta llegar al lugar para interceptar.

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Cuando llegamos escondimos los vehículos, tapándolos con mantas de camuflaje desértico y nos colocamos estratégicamente en las posiciones previstas esperando a la llegada del convoy conformado por dos vehículos de escolta y dos camiones con prisioneros y rehenes que utilizaban para extorsionar a gobiernos de países económicamente desarrollados. El uniforme de camuflaje desértico nos apoyaba para mimetizarnos en aquel entorno arenoso. Esperábamos la confirmación del observador para prepararnos.

De repente se escuchó un apresurado y nervioso José David, el observador y apoyo del francotirador diciendo:

- ¡Teniente, se acerca el convoy, repito, se acerca el convoy!, cambio- ¡En posición, ya sabéis cómo actuar, que Dios esté con todos!, corto –dije pulsando el

botón de la radio que se encontraba en mi pecho, dando un suspiro final y aferrándome al arma como mi única salvación en aquel momento-

El convoy se acercaba, a cada metro que recorrían aquellas ruedas miles de gotas de sudor invadían nuestros cuerpos, hasta que llegó el momento. Se escucharía una mina explosiva saltar por los aires en conjunto con el primer vehículo que escoltaba a los camiones, segundos después tiros de prevención y gritos en una lengua desconocida. Empezaron a bajar los terroristas a medida que nosotros íbamos cerrando el paso. Con ayuda del francotirador y su observador fuimos erradicando todo resto de terrorista por la zona. Aseguramos el convoy. Se escuchó un disparo. Nos pusimos a cubierto. Era José, estaba en el suelo, detrás de él quedaba un terrorista con un fusil en la mano, segundos después vimos cómo caía de rodillas al suelo, Daniel le abatió desde lo alto de la colina con un tiro en la cabeza, a sangre fría.

Comencé a correr cegado por las emociones hasta el cuerpo de José, que se desangraba en aquel escenario naranja con un disparo letal en la nuca. Sentí impotencia, rabia, miedo, dolor, un cúmulo de sentimientos y emociones que me hicieron caer al suelo presa del pánico, me zambullí en una espiral de ensueño, recordando aquella bañera de color blanco, con ventosas en el suelo para no resbalarse y el olor propio a aquel champú que siempre usaba. Mamá terminó de bañarme y me secó con la gran toalla azul con una sonrisa propia de ella. Yo me dejaba mientras ella me secaba y me rociaba de la colonia de siempre. Momento después de peinarme, salí corriendo hacia el salón de estar, allí se encontraba papá, viendo un programa de caza en los montes africanos, me ofreció un saludo al ritmo de campeón y una caricia sobre el pelo recién peinado. El tiempo pasaba por su cabeza, perdida, hasta que se situó en su habitación, llorando y tirado en la cama, mamá, a un lado de la habitación lloraba y suplicaba que se callase mientras le gritaba <<¡Eres lo peor del mundo!>>. Mamá cayó de rodillas sobre mi cama, suplicando que me callase. Volví a pensar en la actualidad, pensando en cómo podía ser ese mounstro capaz de hacer daño a mamá, quien me lo dio todo. Mis pensamientos volvieron al no hace mucho tiempo, mamá se encontraba en aquél féretro, rígida y vestida con mantos negros, me sentí culpable y la pedí perdón arrodillado mientras lagrimeaba sobre el ébano del ataúd, la deje a merced de la soledad mientras yo fui a cumplir mi sueño de ser militar, me sentía culpable y mi única penitencia sería la de honrarla como había de ser y la de decir unas últimas palabras antes de cerrar la tapa <<Mamá, te amo estés donde estés>>

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CAPÍTULO XII - ADIÓS, HERMANO

Volví a despertar, ya no estaba allí, me encontraba en un lugar inhóspito que ya conocía anteriormente, el hospital de campaña. El médico militar me explicó el estado de pánico e inconsciencia en el que había caído después de la muerte de José. Logré que me dieran el alta médica tras hablar con el general Ríos. Estaba agotado física y psicológicamente. Lo único que me mantenía en pie era la carta que saqué de la mochila de José en su barracón, era la carta que todos los militares teníamos en nuestras mochilas, y como último deseo, deberíamos de coger y honrar.

José yacía en aquel féretro inmóvil tras haber sido examinado en una autopsia por parte de los médicos militares en un frío hangar habilitado para operaciones quirúrgicas, sala de primeros auxilios… Me acerqué silencioso, el insomnio y la angustia seguían presentes en mi rostro, antes de entrar realicé la cruz de Cristo en mi cuerpo, finalizando por ponerme en señal de respeto el sombrero militar a la altura de la cintura. Me acerqué hasta el féretro, lagrimeando de vez en cuando, sin darme cuenta, mi cuerpo comenzó a emitir fonemas contra aquel objeto inerte:

Un amigo me preguntó una cosa antes de venir, fue cuando estábamos a punto de salir, me dijo: ¿por qué vas a una guerra que no es tuya? ¿qué os créeis que sois, unos héroes? Entonces no supe que decirles, pero, si me volviera a preguntar, le diría que no, le diría que de ningún modo, nadie elije ser héroe, pero a veces las cosas salen así. Hablaré con tus padres cuando llegue a casa.

Me fui apenado, con la carta mencionada… Decidí sentarme en un borde, casi a la salida de la base, corría una arena de viento no muy fuerte. La abrí y comencé a leerla mientras mis lágrimas empapaban el reseco y arrugado papel:

“Cariño, eres fuerte y saldrás adelante en la vida, os quiero a ti y a los niños muchísimo, haz que cada día sea un poco mejor, sigue sonriendo y nunca te rindas o cuando todo se te haga un mundo. En fin mi amor, esta noche abriga bien a los niños en la cama, diles que les quiero, abrázalos y dales un beso de buenas noches por papá”

Instintivamente comencé a llorar mientras me levanté y decidí acercarme hasta la bandera de España, junto a la del Golfo Pérsico y la de Europa. Comencé a tirar de la cuerda que sostenía la gloriosa bandera de España por la que muchos soldados han dado su vida, comencé a tirar de ella a duras penas, hasta dejarla a media asta. Me eché unos pasos atrás, me coloqué de rodillas, desesperado, haría un minuto de silencio para calmar mi tortuosa conciencia. Cuando mis rodillas se empaparon de arena, sobre la explanada aparecieron los soldados españoles del regimiento “Miguel Cervantes”, otros cuarenta estadounidenses y las milicias locales aliadas. Sin mediación, formaron tras de mí; era una estampa atípica. Decidí continuar con el minuto de silencio, junto con el resto de los soldados. Tras finalizar, cada uno de los militares me dio el pésame, como si de un familiar mío se tratase: yo sé que él lo era; hermanos de sangre allá donde estemos.

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CAPÍTULO XIII – LA REPATRIACIÓN

Decidí que debía de asumir la responsabilidad de contactar con los padres de José y así lo hice. Mediante una llamada telefónica costeada por mi mismo a través de los teléfonos del acuartelamiento la madre de José tomaría el teléfono:

- Esther, soy Juan. ¿Cómo está todo? He de comunicarte algo –mencioné con una voz seca-

- Bien, hijo, bien. ¿Ha pasado algo? –dijo amablemente-- Verás… No sé cómo decírtelo… -tras unos segundos de pausa, retomé la conversación-

José…- N..no, ¡no puede ser! –dijo con la voz entrecortada-- Sí, en un enfrentamiento… Ha caído. Me ocuparé personalmente de todo, no os

preocupéis

No recibí respuesta alguna, oí un llanto desconsolado y un estruendo en mi oído, habría tirado el teléfono. Comencé a llorar desconsoladamente de nuevo y con el valor suficiente, me aguanté las ganas de llorar de nuevo para presentarme ante el general Ríos, pidiéndole volver con el cuerpo de José en el avión, aún no sé ni cómo me concedió el permiso, acompañado de un “no te preocupes por lo demás”. Tampoco lo hice, me dirigí a mi barracón para tomar mis cosas y subir al avión con el féretro de José.

Al llegar a Madrid se realizaría un desfile militar hasta la capilla donde sería enterrado José acompañado de la marcha militar “La muerte no es el final”. Después de todo el acto de presencia y la burocracia pertinente tomé baja del Ejército por cuestiones psicológicas.

Durante tres años me desvelaría todas las noches, culpándome por la pérdida de José, días llenos de amargura, pensamientos suicidas y un infinidad de situaciones límite las cuáles un médico no podría curar jamás. La cabeza es un mecanismo en el que por muchos arreglos que te hagan, seguirá siendo la misma. Con la ayuda diaria de un psicólogo conseguiría pasar ese duro trago, evadiendo la culpabilidad a la que me sentía sometido, entendiendo que los militares son personas que arriesgan su vida por otras que ni conocen, con vocación de servicio a su patria, a su gente y a los demás, la milicia no es más que una religión de hombres honrados y José lo era y será, la muerte no es el final.