DICTADOS1ESO (1)

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DICTADOS 1ESO B / V Yo había alquilado, el verano pasado, una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días, trabé conocimiento con uno de mis vecinos, un hombre de treinta o cuarenta años, que era el tipo más curioso que nunca había visto. Era un viejo remero, pero un remero empedernido, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente morirá en la remadura final. Una tarde que paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. De inmediato mi buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió elocuente, casi poeta. Albergaba en el pecho una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río. ¡Ah!, me dijo, ¡cuántos recuerdos conservo de este río que ve usted deslizarse ahí, cerca de nosotros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es el río. Guy de Maupassant, Sobre el agua. C / Z Nunca sabré cuánto tiempo permanecí en aquel lugar y qué hice al quedarme sola... Sólo sé que, al despertarme del trance en que me hallaba sumida, percibí el olor a tierra mojada en el rostro... Estaba boca abajo en la tierra, una tierra húmeda, bañada por mis propias lágrimas. Cuando levanté la cabeza, vi que la noche se había cerrado sobre mí. Apenas tuve ánimos para incorporarme y lanzar una última mirada hacia aquella laguna embrujada... Después me volví, y dirigí mis pasos hacia la mansión. Cuando llegué al embarcadero pude comprobar que la barca había desaparecido, lo que me hizo reflexionar una vez más sobre los poderes ocultos de la niña. La pequeña Flora tuvo aquella noche la feliz ocurrencia —si es que se puede hablar de felicidad en aquella ocasión— de pedir que trasladaran su cama a la habitación de la señora Grose. De

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DICTADOS 1ESO

B / V

Yo había alquilado, el verano pasado, una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días, trabé conocimiento con uno de mis vecinos, un hombre de treinta o cuarenta años, que era el tipo más curioso que nunca había visto. Era un viejo remero, pero un remero empedernido, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente morirá en la remadura final.

Una tarde que paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. De inmediato mi buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió elocuente, casi poeta.

Albergaba en el pecho una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río. ¡Ah!, me dijo, ¡cuántos recuerdos conservo de este río que ve usted deslizarse ahí, cerca de nosotros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es el río.

Guy de Maupassant, Sobre el agua.

C / Z

Nunca sabré cuánto tiempo permanecí en aquel lugar y qué hice al quedarme sola... Sólo sé que, al despertarme del trance en que me hallaba sumida, percibí el olor a tierra mojada en el rostro... Estaba boca abajo en la tierra, una tierra húmeda, bañada por mis propias lágrimas. Cuando levanté la cabeza, vi que la noche se había cerrado sobre mí. Apenas tuve ánimos para incorporarme y lanzar una última mirada hacia aquella laguna embrujada... Después me volví, y dirigí mis pasos hacia la mansión. Cuando llegué al embarcadero pude comprobar que la barca había desaparecido, lo que me hizo reflexionar una vez más sobre los poderes ocultos de la niña. La pequeña Flora tuvo aquella noche la feliz ocurrencia —si es que se puede hablar de felicidad en aquella ocasión— de pedir que trasladaran su cama a la habitación de la señora Grose. De forma que a mi regreso a la mansión tuve la suerte de no encontrarme con ninguna de las dos.

Henry James, Otra vuelta de tuerca

USO DE LA H

Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado...

Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz, con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito...

Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía le parecería vacía y sin sentido...

Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces.

Miró fijamente el título del libro y sintió frío y calor a un tiempo.Michael Ende, La historia interminable

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G / J

Como nunca había visto un fantasma, se llevó un susto espantoso: echó precipitadamente un segundo vistazo a aquel horrendo espectro, y se lanzó a correr pasillo abajo, tropezando al pisar los largos pliegues de la sábana, y dejando caer la daga oxidada en las botas del diplomático, donde a la mañana siguiente la encontró el mayordomo. Ya en la soledad de su habitación, se dejó caer en un pequeño jergón y escondió la cara bajo las mantas. Al poco rato, sin embargo, volvió a aflorar el viejo coraje de los Canterville, y decidió ir a hablar con el otro fantasma tan pronto como amaneciera.

Así, justo cuando el alba teñía de plata las colinas, regresó al lugar donde se había topado con el espeluznante fantasma, con la idea de que, al fin y al cabo, dos fantasmas son mejor que uno y que, con ayuda de un nuevo compañero, bien podría sin riesgo habérselas con los gemelos. Pero, al llegar, se encontró una espantosa visión.

Oscar Wilde, El fantasma de Canterville

X / S

Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aún a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible.

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.