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Texto publicado en: COMIE (ed.): IX Congreso Nacional de Investigación Educativa: Conferencias Magistrales, pp. 297-347. México, D.F.: Consejo Mexicano de Investigación Educativa, A.C., 2009 EL PARADIGMA DE LA DIVERSIDAD CULTURAL: TESIS PARA EL DEBATE EDUCATIVO 1 Gunther Dietz 2 Introducción La diversidad ha llegado tarde a la escuela. Por tanto, su discurso recién se ha insertado en el desarrollo contemporáneo de los sistemas educativos. La educación pública, como un núcleo de dominio estrictamente controlado y exitosamente defendido por el Estado-nación, continúa enraizada de manera jerárquica e institucional a un anclaje ideológico decimonónico procedente del clásico “nacionalismo nacionalizante” (Brubaker, 1996) – y ello incluso al inicio del siglo XXI. Por consiguiente, en un amplio abanico de Estados-nación de cuño europeo, incluyendo a los Estados-nación latinoamericanos postcoloniales, las diferentes relaciones entre mayorías y minorías, así como las diversas configuraciones entre poblaciones nativas y migrantes, autóctonas y alóctonas siguen siendo invisibilizadas como escolarmente inexistentes o siguen siendo problematizadas, como obstáculo para la integración educativa. De tal manera, la diversificación y “heterogenización” de la educación no se percibe aún como un reto institucional para la continuidad de los sistemas educativos como tales, sino que a lo sumo se considera un mero apéndice institucional, adecuado para medidas compensatorias y situaciones extraordinarias. Sin embargo, en años recientes, sobre todo en el debate anglosajón sobre la llamada educación multi- y/o intercultural, se ha abogado por la necesidad, cada vez mayor, de diversificar y “multiculturalizar” los sistemas educativos a través de mecanismos de “acción afirmativa” y 1 Una versión anterior de este trabajo ha sido publicada como Dietz (2007a); su traducción al castellano ha sido realizada por Cristina Kleinert. Posteriormente, el texto ha contado con las valiosas aportaciones, críticas y sugerencias por parte de los integrantes del Seminario de Análisis de Procesos Interculturales en Educación Normal y Superior (SAPIENS) del Instituto de Investigaciones en Educación de la Universidad Veracruzana. 2 Doctor en Antropología por la Universidad de Hamburgo y Profesor-Investigador Titular en la Universidad Veracruzana, Instituto de Investigaciones en Educación; email: [email protected].

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Texto publicado en: COMIE (ed.): IX Congreso Nacional de Investigación Educativa: Conferencias Magistrales, pp.

297-347. México, D.F.: Consejo Mexicano de Investigación Educativa, A.C., 2009

EL PARADIGMA DE LA DIVERSIDAD CULTURAL: TESIS PARA EL DEBATE EDUCATIVO 1

Gunther Dietz 2

Introducción

La diversidad ha llegado tarde a la escuela. Por tanto, su discurso recién se ha insertado en el

desarrollo contemporáneo de los sistemas educativos. La educación pública, como un núcleo de

dominio estrictamente controlado y exitosamente defendido por el Estado-nación, continúa

enraizada de manera jerárquica e institucional a un anclaje ideológico decimonónico procedente

del clásico “nacionalismo nacionalizante” (Brubaker, 1996) – y ello incluso al inicio del siglo

XXI. Por consiguiente, en un amplio abanico de Estados-nación de cuño europeo, incluyendo a

los Estados-nación latinoamericanos postcoloniales, las diferentes relaciones entre mayorías y

minorías, así como las diversas configuraciones entre poblaciones nativas y migrantes, autóctonas

y alóctonas siguen siendo invisibilizadas como escolarmente inexistentes o siguen siendo

problematizadas, como obstáculo para la integración educativa. De tal manera, la diversificación

y “heterogenización” de la educación no se percibe aún como un reto institucional para la

continuidad de los sistemas educativos como tales, sino que a lo sumo se considera un mero

apéndice institucional, adecuado para medidas compensatorias y situaciones extraordinarias.

Sin embargo, en años recientes, sobre todo en el debate anglosajón sobre la llamada educación

multi- y/o intercultural, se ha abogado por la necesidad, cada vez mayor, de diversificar y

“multiculturalizar” los sistemas educativos a través de mecanismos de “acción afirmativa” y 1 Una versión anterior de este trabajo ha sido publicada como Dietz (2007a); su traducción al castellano ha sido

realizada por Cristina Kleinert. Posteriormente, el texto ha contado con las valiosas aportaciones, críticas y sugerencias por parte de los integrantes del Seminario de Análisis de Procesos Interculturales en Educación Normal y Superior (SAPIENS) del Instituto de Investigaciones en Educación de la Universidad Veracruzana.

2 Doctor en Antropología por la Universidad de Hamburgo y Profesor-Investigador Titular en la Universidad Veracruzana, Instituto de Investigaciones en Educación; email: [email protected].

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“discriminación positiva”. Se argumenta que esto permitiría un “empoderamiento” de ciertas

minorías étnicas, tanto autóctonas como alóctonas, que se verían fortalecidas y promovidas en el

curso de sus procesos de auto-identificación, etnogénesis y “emancipación” colectiva (Giroux,

1994; McLaren, 1998). Por el contrario, en la Europa continental el debate en general no se ha

enfocado hacia las necesidades identitarias de las minorías, sino que ahí la reivindicación de una

educación intercultural se ha justificado con la ya manifiesta incapacidad de la sociedad

mayoritaria de hacer frente a los nuevos retos que generan la creciente heterogeneidad de los

alumnos, y la - cada vez mayor - complejidad socio-cultural de las relaciones mayoría-minoría.

En general, la diversidad se esta concibiendo ahora como una característica nuclear de las futuras

sociedades europeas (Gogolin, 2002b; Krüger-Potratz, 2005).

A continuación, tras una breve introducción conceptual sobre este paradigma emergente de la

diversidad cultural, rastrearemos sus orígenes en relación con el multiculturalismo y su proceso

de institucionalización, así como la concomitante “academización” de los discursos teóricos y de

los programas educativos que reconocen el valor intrínseco de la diversidad cultural en la

educación, en cuyo transcurso, entraron los enfoques sobre diversidad al campo pedagógico.

Luego se presentarán y debatirán las diferentes “soluciones” conceptuales desarrolladas para

hacer frente al reto de la diversidad etno-cultural, tanto en relación con la necesaria redefinición

de lo diverso en términos de hibridación e interseccionalidad, como también a partir de

programas concretos de “anti-discriminación” y “gestión de la diversidad”. Por último, se

discutirán las consecuencias de las aplicaciones actuales del paradigma de la diversidad cultural

en relación con su potencial aportación a la investigación educativa, así como a las políticas y

prácticas educativas.

Definiendo la diversidad cultural

En los debates actuales sobre multiculturalismo, políticas de identidad y políticas de anti-

discriminación, en diferentes contextos educativos internacionales el término de diversidad se usa

de manera bastante ambigua (Brewster et al., 2002; Vertovec & Wessendorf, 2004). Inclusive, en

ocasiones parece que el discurso de la diversidad abarcara cualquier enfoque que reconozca las

diferencias; por ejemplo, en el ámbito educativo Prengel (1995) distingue entre una educación

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feminista, una educación intercultural y una educación integradora, cada una dirigida

respectivamente al género, la inmigración y la discapacidad, como fuentes de la “diferencia”. No

obstante, este particular énfasis en la diferencia rápidamente se encuentra con el problema de

cómo incluir las otras “fuentes de diferencia”, aquellas no relacionadas con el género, la

migración o la discapacidad, y cómo abarcar y actuar frente a posibles intersecciones,

solapamientos y refuerzos mutuos entre cada una de dichas fuentes de diferencia (Krüger-Potratz

& Lutz, 2002).

Por ello, el concepto de diferencia, que sugiere la posibilidad de distinguir de forma nítida,

incluso a menudo “binaria” entre sus características o indicadores respectivos, está siendo

sustituida gradualmente por la noción de diversidad, misma que, por el contrario, enfatiza la

multiplicidad, el traslape y el cruce entre distintas fuentes de variabilidad humana. En este

sentido, el término de diversidad cultural se emplea y se define, cada vez con mayor frecuencia,

con relación a la variabilidad social y cultural, de la misma manera en que se recurre a

“biodiversidad” para referirse a las variaciones en hábitats y ecosistemas biológicos y/o

ecológicos. Un intento de definir explícitamente la diversidad a través de esta óptica consiste en

entenderla de forma amplia como “una situación que representa una multiplicidad (en casos

ideales una totalidad) de grupos dentro de un ambiente específico, tal como una universidad o un

lugar de trabajo. Este término por lo regular se refiere a las diferencias entre grupos culturales,

aunque también se usa para describir las diferencias dentro de grupos culturales, por ejemplo la

diversidad interna a la cultura asiático-americana, que abarca a coreanos-americanos tanto como

a japoneses-americanos. Al término de diversidad subyace la idea de aceptar y respetar que

ninguna cultura es intrínsecamente superior a otra” (Diversity Dictionary [s.f.]).

Como se ejemplifica en esta definición, la “diversidad” tiende a equipararse con la “diversidad

cultural”, en el sentido de una creciente diversidad de mundos vivenciales, estilos de vida e

identidades que ya no se pueden separar en un mundo “globalizado”, sino que acaban

mezclándose e hibridizándose unos a otros (Van Londen & De Ruijter, 2003). Por otra parte, el

discurso sobre la diversidad tiende a incluir no sólo una dimensión descriptiva – cómo se

estructuran las culturas, grupos y sociedades de manera diversa y cómo manejan la

heterogeneidad -, sino también suele abarcar una dimensión prescriptiva – cómo las culturas, los

grupos y las sociedades deberían interactuar hacia su interior y con las demás.

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Este sesgo normativo se hace más visible en el continuo proceso de reconocer legalmente la valía

y la contribución internacional de la diversidad cultural, empezando por una redefinición y

ampliación de la noción de “herencia cultural”, que hoy en día incluye bienes y elementos no

materiales, intangibles. Particularmente, la UNESCO ha evolucionado de una definición de

cultura esencialista, estática y elitista a una mucho más inclusiva, que redefine la herencia

cultural en términos de cambios, mezclas y diversidades de culturas y pueblos (UNESCO, 2003).

De modo que, en su “Declaración Universal sobre Diversidad Cultural”, aprobada en París en

2001 como una reacción específica en contra de la expansión del predominio mediático y cultural

de los EE.UU., la diversidad cultural se ha definido como una “herencia común de la

humanidad”, según la cual “la cultura toma diversas formas a través del tiempo y el espacio. Esta

diversidad está personificada por la singularidad y pluralidad de las identidades de grupos y

sociedades que conforman la humanidad. Como una fuente de intercambio, innovación y

creatividad, la diversidad cultural es tan necesaria como la biodiversidad para la naturaleza”

(UNESCO, 2002: 4).

Algunos autores, reflejando esta postura normativa especialmente en el campo educativo, han

transformado la diversidad de una categoría analítica a un “imperativo” que obliga a los actores

políticos y educativos a reaccionar a “la creciente heterogeneidad étnica que sucede en los

estados contemporáneos” (Johnson, 2003:18). Por lo tanto, el reconocimiento de la diversidad se

ha convertido en un postulado político, en una exigencia articulada por organizaciones

minoritarias y movimientos que luchan por entrar al dominio público de las sociedades

occidentales, supuestamente homogéneas. Tal como ilustran Koopmans et al. (2005) y Sicakkan

(2005) en sus respectivos estudios comparativos, los diferentes contextos de los Estados-nación

europeos han desencadenado diversas formas de acciones y exigencias colectivas, llevando a

cabo procedimientos a través de los cuales las minorías étnicas, culturales, nacionales, religiosas

o sexuales han entrado a la esfera pública. En consecuencia, el reconocimiento de la diversidad

en esta esfera, ha desafiado las nociones convencionales de ciudadanía, propiciando además

nuevas formas de participación política por parte de estos actores emergentes, que terminarán

estableciendo diferentes “tipos de pertenencia permitidos en la esfera política” (Sicakkan, 2005:

7).

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Mientras esta redefinición de los dominios políticos y educativos, entre los nuevos actores

minoritarios, sigue siendo un fenómeno bastante nuevo en Europa (Consejo de Europa, 2006),

particularmente EE.UU. y Canadá muestran una ya larga tradición de “gestión de la diversidad”

como reacción oficial a las exigencias de las minorías. Así, por ejemplo, desde 1978 los

diferentes niveles de fallos de tribunales establecieron esquemas de “acción afirmativa” y

“oportunidades de empleo equitativas” en instituciones públicas, organizaciones y empresas, lo

que obligó, tanto a los actores privados como públicos, a introducir mecanismos de “diversidad”

en sus contextos organizacionales particulares 3. En consecuencia, todo el discurso sobre

diversidad, reconocimiento a la diversidad y gestión de la diversidad se está convirtiendo en una

ideología que promueve política e, incluso, legalmente la percepción de ciertos rasgos y

características como género, etnicidad, cultura y orientación sexual, en detrimento de otros como,

por ejemplo, la clase social. Inclusive, casi como principio constitucional ratificado por la

Suprema Corte de los EE.UU., la diversidad cultural se ha convertido en un “derecho”, que

sustituye y fusiona, a la vez, nociones previas de esencialismo racial (Wood, 2003).

Por consiguiente, antes de analizar los enfoques y políticas particulares con respecto a la gestión

de la diversidad y la anti-discriminación, se revisará a continuación la estrecha relación entre los

discursos sobre diversidad y el debate anglosajón sobre multiculturalismo. A lo largo de este

debate, se muestra cómo la diversidad ha pasado de ser percibida como un problema, y

posteriormente como un reto, a ser vista como un recurso y, finalmente, como un derecho. Es

precisamente en la esfera educativa y en su paulatina visualización de la diversidad donde este

tránsito se puede ilustrar mejor.

El multiculturalismo, el esencialismo y la visualización de la diversidad cultural

Los discursos sobre la diversidad, que habían surgido originalmente como parte de los

movimientos sociales “multiculturalistas” en sociedades autodefinidas como “países de

inmigración” localizados principalmente en Norteamérica y Oceanía (Kymlicka, 1996; Dietz,

2003), se están incorporando a la educación intercultural, primero concebida como una medida de

educación para minorías alóctonas, inmigradas (Mecheril, 2004; Krüger-Potratz, 2005). Sin 3 Prueba de ello es la evaluación crítica que Word (2003) aporta sobre el debate estadounidense respecto a la

diversidad.

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embargo, como ilustra la larga tradición del indigenismo latinoamericano, bajo premisas

nacionalistas y no bajo premisas ideológicas multiculturalistas, se implementaron políticas muy

similares de educación diferencial, en el caso de minorías (y mayorías) indígenas y no para

minorías alóctonas (Dietz, 2005). Esta similitud paradójica entre enfoques opuestos revela la

necesidad de analizar las nociones de diversidad tal como se incluyen en las respuestas

educativas interculturales, multiculturales, bilingües y/o indigenistas desde una perspectiva social

más amplia.

La diversidad cultural aparece entonces como un concepto y una cuestión en una fase particular

de los debates sobre multiculturalismo y, específicamente, como un reclamo anti-esencialista

contra cualquier noción reificada de cultura y etnicidad. En el contexto anglosajón el

multiculturalismo se entiende como una serie de discursos integrados - de manera siempre

precaria y provisional - que exigen reunir una amplia gama de movimientos sociales disidentes

bajo un horizonte político y social común. Así, mientras la tradición canadiense de

“multiculturalizar” a la sociedad se integró a las instituciones sociales y educativas de manera

exitosa y temprana en el contexto de exigencias regionalistas / nacionalistas francófonas

quebecoises, los movimientos estadounidenses han debatido mucho sobre las exigencias hechas

por una amplia variedad de minorías. Desde entonces, la confluencia de programas de estos

“nuevos” movimientos sociales –afroamericanos, indígenas, chicanos, feministas, lésbico-gays,

“tercermundistas”, etc.– se han dado a conocer bajo la ambigua consigna de “multiculturalismo”.

Aquí, este término se empleará para designar al grupo heterogéneo de movimientos, asociaciones,

comunidades y – después – instituciones que se reúnen para reivindicar el valor de la “diferencia”

cultural y/o étnica, así como en la lucha por pluralizar las sociedades que albergan a estas

comunidades y movimientos (Vertovec, 1998; Habermas, 2002).

A su vez la identidad, lejos de ser una simple expresión de intereses comunes de un grupo, se

convierte en una serie de políticas de identidad, a través de su énfasis en la diferencia, en la

negociación de múltiples identidades entre diversos competidores sociales. De este modo, la

correspondiente “política de diferencia” resulta liberadora y emancipadora, ya que desenmascara

el falso esencialismo reduccionista que reúne, bajo una supuesta “estrategia de asimilación”

(Zarlenga Kerchis & Young, 1995:9), tanto al nacionalismo burgués como al marxismo clásico.

Así, puesto que las identidades ya no son simples expresiones confiables de las posiciones que

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los individuos ocupan en los procesos de producción, se diluyen: ya no corresponden a los sujetos

identificables sino a “posiciones subjetivas” (Laclau & Mouffe, 1985). Entonces, a través de los

procesos subsecuentes - conceptuales y político-socio-educativos - los “sujetos sociales” se des-

centran y des-esencializan.

No obstante, las políticas de identidad resultantes empiezan a estar sustentadas por una política de

la diferencia explícita. Hasta el momento, los movimientos sociales que promueven determinadas

identidades han tendido a ser binarios y antagónicos; precisamente por las consecuencias

políticas que la relativización anti-esencialista tiene en su capacidad de movilización, el

encuentro con el posmodernismo será un parteaguas para este tipo de movimientos. Todos los

“nuevos” movimientos sociales recurren a la acción colectiva para construir nuevas identidades.

Las “identidades-proyecto” (Castells, 1998) de estos movimientos no son un punto de partida,

sino más bien un punto de llegada, el resultado buscado mediante la movilización. Esto implica

que, para consolidarse como un movimiento social y tener un impacto en la sociedad, el

multiculturalismo requerirá de una fase en la cual las identidades de los nuevos actores sociales,

cuya apariencia y consolidación están resguardadas por el multiculturalismo, se construya y

estabilice. Las identidades típicamente “posmodernas”, que se “reciclan” permanentemente, no se

convierten en identidades diferenciadas: los movimientos sociales corren el riesgo de diluirse en

la individualización gradual de “estilos de vida personales y consumismos cosmopolitas”

(Modood, 1997:21). Por ello, los movimientos multiculturalistas, al igual que el resto de los

nuevos movimientos sociales, conceden a la cultura una nueva función como recurso

emancipador (Habermas, 2002). Las nuevas identidades se construyen precisamente en el “gozne

entre sistema y mundo de la vida” (Habermas, 1989); de cuya confrontación surge un potencial

de protesta que convierte la cultura, la forma de vida, la identidad diferencial, en su panacea: “En

lo fundamental no se trata de recompensas a conceder por el Estado de bienestar, sino de la

defensa y restitución de formas de vida que peligran o de la realización de formas de vida

reformadas. En resumen, los nuevos conflictos son desencadenados no por problemas de

distribución, sino por cuestiones de la `gramática de las formas de vida´” (Habermas, 1989:392) 4.

4 Las traducciones empleadas en este trabajo de citas originales no publicadas en castellano son nuestras.

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Para los movimientos multiculturalistas que luchan por el reconocimiento de la diversidad, la

reafirmación de estas nuevas identidades ha pasado por una fase en la cual las diferencias que se

construyeron originalmente son “re-esencializadas”. Paralelamente a la institucionalización,

primero educativa, académica y, posteriormente, política de los esquemas de reconocimiento de

la diversidad, las diferencias “raciales”, “étnicas” y/o “culturales” se usan como argumentos en la

lucha por el acceso a los poderes fácticos: “Esencializar implica categorizar y estereotipar y es

una manera de pensar y actuar que trata a los individuos como si estuvieran ‘esencialmente’

definidos; es decir, su subjetividad está determinada por la pertenencia a una categoría particular,

en este caso su grupo cultural/étnico. Por lo tanto, en el multiculturalismo la cultura juega el

papel que en otros discursos juega la raza o el sexo” (Grillo, 1998:196).

La Discriminación, el reconocimiento y las trampas de la discriminación positiva

En esta estrategia, el referente prototípico es el feminismo. Su noción de “cuotas” de acceso al

poder es una vez más retomada por la lucha multicultural por el reconocimiento de grupos de

identidades diversificadas, aunque delimitadas y diferenciadas, para así generar un sistema

altamente complejo de trato diferenciado de grupos minoritarios. El objetivo de esta política de

“acción afirmativa”, aplicada primero en los cuerpos representativos y que tienen poder en la

toma de decisión de los movimientos mismos, y posteriormente transferidos a las esferas

académicas y educativas, consiste en paliar la discriminación persistente debida a criterios de

sexo, color de la piel, religión, etnicidad, etc., que las minorías sufren a través de una política

deliberada de “discriminación positiva” (Pincus, 1994).

En reacción a esta crítica hacia el trato diferencial y a su distinción entre discriminaciones

“negativas” versus “positivas” (Glazer, 1997; Nieto, 1999), el multiculturalismo reivindica, por

un lado, la diferencia normativa entre las discriminaciones que los miembros de una colectividad

estigmatizada han sufrido históricamente y, por otro lado, las discriminaciones que pueden

generar las políticas de “acción afirmativa” a nivel individual para miembros específicos de un

grupo hegemónico (Mosley & Capaldi, 1996). En el transcurso de la aplicación de estrategias de

acción afirmativas a diferentes grupos minoritarios emerge tácitamente un régimen de políticas

destinadas a “tratar la diversidad”. Para que esta política de cuotas pueda ser efectiva –

transferida de su contexto inicial feminista y de su análisis de diferencias de género al nuevo

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contexto de reconocimiento de la diversidad – se requiere de cierta estabilidad en las “fronteras”

y delimitaciones establecidas, no sólo por la mayoría hegemónica y las minorías subalternas, sino

también entre cada uno de los grupos minoritarios. Así, resulta paradójico que cuanto más exitoso

sea un movimiento multiculturalista en su lucha por el reconocimiento, con mayor profundidad

generará y defenderá una noción esencialista y estática de “cultura” (Vertovec & Wessendorf,

2004).

El resultante concepto-clave del multiculturalismo, la “cultura”, se asemeja cada vez más a la

noción estática de cultura que la antropología generó en el siglo XIX y que acaba subsumiendo

las complejas diferencias, traslapes e intersecciones “raciales”, “étnicas”, de “género”,

“culturales”, “subculturales” y de “estilo de vida”: “La ‘cultura’ en este sentido, se supone que es

algo virtualmente intrínseco a los genes de la gente y que los distingue y separa para siempre.

Una sociedad ‘multicultural’, según este razonamiento, es por ello un pozo de monoculturas

atadas, divididas para siempre entre los nosotros y los ellos” (Vertovec,1998:37).

Esta culturización evidente, que puede detectarse en cualquier declaración pública hecha en los

ochenta sobre problemas educativos y sociales, constituye un logro mayor y, al mismo tiempo, el

mayor peligro para los movimientos multiculturalistas (Giroux, 1994). Tratar a las minorías como

“especies en peligro de extinción” (Vertovec, 1998:36) y designar políticas orientadas

exclusivamente a su “conservación”, genera estrategias de reconocimiento de la diversidad

aplicada a la intervención educativa y que corren el riesgo de “etnificar” la diversidad cultural de

sus objetivos originales.

Tal como nos previenen Giroux (1994) y Stolcke (1995), la apropiación por parte de grupos

hegemónicos de este tipo de discurso esencialista de la diferencia genera nuevas ideologías de

supremacía grupal que justifican los privilegios de un culturalismo que apenas se diferencia del

“nuevo racismo cultural”. Autores como Darder & Torres (2004) critican la confluencia indirecta

entre la tendencia segregacionista del tratamiento de diversidad que ha sido recientemente

institucionalizado en los Estados Unidos y el incremento de la xenofobia y el racismo; ambos

coinciden en relativizar la validez universal de los derechos humanos más allá de las – supuestas

o reales - diferencias culturales.

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El giro hacia las políticas de “anti-discriminación” y de “gestión de la diversidad”

A pesar de estas críticas y advertencias, los emblemas culturales y colectivos de los individuos y

de sus identidades, basados en criterios de género, “raza”, etnicidad, cultura, religión u

orientación sexual, son las que finalmente se usan para obtener un “éxito” relativo del

multiculturalismo en diferentes países anglosajones. Estos criterios pueden ser percibidos,

medidos y tomados como objetivos a alcanzar, delimitando discretamente las pertenencias de

grupo, el acceso a y la exclusión de ciertos bienes y servicios públicos. Por consiguiente, el

reconocimiento institucional y legal del multiculturalismo se ha conseguido a través de su marco

legal concomitante de anti-discriminación y particularmente – en el caso estadounidense – a

través de leyes estatales y federales muy polémicas, pero todavía influyentes, como las Leyes de

Acción Afirmativa y la Ley de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (Wood, 2003).

La necesidad de identificarse con una serie de categorías oficialmente reconocidas ha promovido

de manera indirecta, pero a menudo intencionada, un discurso esencialista de la identidad que

homogeniza a los miembros de un grupo, contradiciendo así las presunciones básicas de la

diversidad. Para evitar este sesgo “grupista” que caracteriza al multiculturalismo anglosajón

(Vertovec & Wessendorf, 2004: 22), el marco legal en el contexto europeo combina la tradición

multicultural de reconocimiento de ciertos rasgos, como marcas de identidad de grupos no

privilegiados, con un fuerte énfasis en las capas, niveles y estrategias de identidad heterogéneas y

múltiples que caracterizan al individuo.

Por consiguiente, y en reacción a prolongadas presiones, reclamos y luchas legales por parte de

organizaciones minoritarias y de sus coaliciones y alianzas supra-nacionales – tales como la Red

Europea Contra el Racismo (ENAR) y la Red de Información Europea sobre Racismo y

Xenofobia (RAXEN) -, la legislación de anti-discriminación introducida recientemente por la

Unión Europea - particularmente la llamada “Directiva de Raza” (EC Directive, 2000/43) y la

“Directiva de Empleo” (EC Directive, 2000/78) – difiere del prototipo estadounidense, en el

sentido de que se enuncian y consideran de manera explícita múltiples formas de identificación

y/o discriminación. En general, en su artículo 13 el Tratado de Ámsterdam se centra en la

discriminación en los ámbitos del género, la etnicidad, la “raza”, la religión, la orientación sexual,

la edad y la discapacidad. Para poder implementar este artículo, las directivas mencionadas

enfatizaron diferentes esferas. Por un lado, la “Directiva de Raza” se centró únicamente en la

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etnicidad y la “raza” como posibles fuentes de discriminación, pero lo hizo extendiendo su rango

a todos los contextos públicos y privados en los que la discriminación de una minoría puede

suceder; por otro lado, la “Directiva de Empleo”, que sólo se aplicó a contextos relacionados con

lo laboral, extendió su definición de discriminación mucho más allá de la raza y la etnicidad,

incluyendo la edad, la discapacidad y la religión como fuentes de discriminación o como ámbitos

de medidas anti-discriminatorias. Ambas directivas se encontraron respaldadas por un programa

de acción para combatir la discriminación y por una campaña política para obligar, en

consecuencia, a los Estados miembros a adoptar las provisiones legales y a crear agencias

independientes de anti-discriminación (Niessen, 2001; ECRI, 2002; ENAR, 2002).

Estudios como el de PLS Ramboll Management (2002) demuestran que el grado de

implementación legal difiere de manera substancial de un Estado miembro a otro. Aquellos

Estados-nación que han estado adaptándose directamente a las exigencias del multiculturalismo y

de las minorías, como el Reino Unido, Irlanda, los Países Bajos y Bélgica, ya han incluido los

contenidos y procedimientos de las directivas de la UE en sus leyes y políticas nacionales;

mientras que Francia y los países mediterráneos de la UE, caracterizados por una fuerte

influencia francesa, todavía se resisten a la introducción de “indicadores de diversidad” como

prerrequisitos de políticas y programas activos de anti-discriminación. No obstante, parece que a

largo plazo la mayoría de los países europeos acabarán adoptando cierta cantidad de medidas

“sensibles a la diversidad”, que obligarán a las administraciones públicas, pero también a las

organizaciones sociales y civiles y a las empresas privadas a prevenir la discriminación contra

usuarios, clientes, beneficiarios o empleados minoritarios (Stuber, 2004; European Comisión,

2005).

La diversidad cultural como un recurso

La llamada “gestión de la diversidad” es la respuesta institucional que diferentes

administraciones, organizaciones y empresas están adoptando actualmente para “preparar” a sus

actores institucionales para las nuevas exigencias y requerimientos legales. Originalmente, “la

gestión de la diversidad”, que se acuñó como tal en la esfera de la administración y gestión de

empresas, se concibió como parte de un giro desde las políticas monotemáticas de anti-

discriminación, sólo enfocadas por ejemplo a la discriminación de género, hacia enfoques más

amplios que permitieran desarrollar medidas de promoción destinadas para distintos tipos de

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minorías y/o grupos discriminados – todo ello con el objetivo de prevenir el riesgo empresarial de

tener que enfrentar demandas y juicios colectivos que podían resultar muy costosos. De este

concepto original, bastante defensivo, la gestión de la diversidad ha evolucionado de manera

positiva hacia un reconocimiento de la diversidad interna como un activo, como un recurso que

las administraciones y empresas deberían explotar de manera consciente para incrementar la

motivación de sus “recursos humanos”, la productividad y la identificación corporativa así como

para expandirse hacia nuevos segmentos y nichos de mercado y, en general, para desarrollar

soluciones administrativas y/o empresariales más complejas y heterogéneas para un ambiente

económico, social y político de tipo post-fordista, terciario y altamente diferenciado (Kohnen,

2003; Stuber, 2004).

A partir de esta reinterpretación positiva del término, la gestión de la diversidad comprende todas

esas medidas que tienen como objetivo reconocer las diferencias dentro de estas mismas

organizaciones para valorarlas positivamente como contribuciones a los recursos de las

organizaciones. Las “recetas” actuales de gestión de la diversidad, reflejando el cambio arriba

mencionado hacia las identidades múltiples y no-esencializadas, incluyen nos sólo indicadores

“visibles” de la identidad de un individuo –supuestamente raza, etnicidad, religión, género o

discapacidad-, sino también fuentes no tan perceptibles de diversidad tales como estilos de vida,

orientaciones de valores, rasgos autobiográficos y personales o perspectivas profesionales. Todas

ellas deben ser promovidas en términos de crear no igualdad, sino un “ambiente inclusivo”. Por

consiguiente, la gestión de la diversidad no se centra en fuentes específicas de diversidad, sino de

manera general en una serie completa de “diversidad de diversidades” (Wallman, 2003). A partir

de una revisión en las prácticas de empleo -capacitación, tutela, medidas de sensibilización y

desarrollo de habilidades- (Loden, 1995; Vedder, 2002), la meta subyacente consiste en “crear un

lugar de trabajo que verdaderamente valore la diversidad, lo que significa reconocer y apreciar las

diferencias individuales y acomodar las expectativas y necesidades que difieren” (Kohnen, 2003:

4).

La diversidad cultural como un derecho

Sin embargo, la diversidad no sólo se concibe como un recurso para incrementar oportunidades

económicas o administrativas, sino que también implica el reconocimiento de ciertos derechos,

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derechos que no se refieren únicamente a lo individual, sino al individuo como miembro de cierto

grupo minoritario, estigmatizado o marginalizado. Consecuentemente, la heterogenización de los

indicadores de identidad colectivos e individuales, tal como se esbozó en el discurso sobre la

gestión de la diversidad, no es traducible a una estrategia política para promover el

reconocimiento de estos derechos específicos, por los que hay que luchar desde una base

colectiva, no individual, contra una tradición de universalismo profundamente enraizada y

todavía imperante.

A partir del reconocimiento, compartido tanto por el posmodernismo como por el

multiculturalismo, de que el universalismo, como una manera específica de concebir derechos y

obligaciones, es producto de una particular tradición occidental, se tiene que tomar una postura

anti-universalista para exigir el reconocimiento de derechos particulares de grupos minoritarios

(cf. Kymlicka, 1996, 2000). Esta dicotomización, a menudo simplificada, entre el universalismo

occidental hegemónico y los potenciales particularismos contra-hegemónicos, étnicos y

culturales, se acentúa aún más en el campo de las relaciones internacionales. La polémica tesis de

Huntington (1997) sobre un inevitable “choque de civilizaciones” entre el “bloque occidental

cristiano” y el “Islam” profundizó y retomó las ventajas de una visión estereotipada de “Oriente”

como una otredad inconmensurable con “Occidente” (Hunter, 1998). Al mismo tiempo desató,

mucho antes de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, toda una serie de

especulaciones sobre el impacto que el “peligro islámico” tendría en un mundo cada vez más

globalizado y pluri-céntrico (Barber, 1995; Humphrey, 1998).

En este debate entre universalismo y particularismo, que también permea la discusión pedagógica

sobre la educación intercultural, ambas partes coinciden en identificar, por un lado, a “Occidente”

con el proyecto moderno, de una concepción universalista e individualista de los derechos

humanos y, por otro lado, a las culturas no-occidentales con el tradicionalismo, colectivismo y el

rechazo a los derechos humanos. En contra de esa postura maniquea, deberíamos recordar que el

universalismo histórico no es más que un “localismo globalizado” (De Sousa Santos, 2000), con

una noción de los derechos humanos que ha surgido en un contexto cultural específico. Desde

esta perspectiva, “el imperialismo oculto y el monoculturalismo implícito” (Pinxten, 1997:155)

en la concepción tradicional de derechos humanos tienen que ser des-contextualizados y

separados de los derechos humanos como tales, para rescatar la contribución - incidentalmente

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14

“occidental”, pero en principio universalizable – que hace la Declaración de los Derechos

Humanos a la formulación de un concepto nuevo e inclusivo de ciudadanía.

La siguiente tarea, en la cual coinciden tanto los liberales como los comunitaristas menos

dogmáticos, consiste en reconocer el pluralismo cultural que existe en las sociedades

contemporáneas y formular nuevos mecanismo de negociación y “criterios procedimentales

trans-culturales” (De Sousa Santos, 1997:9). En este sentido, la “gestión” de la diversidad

cultural significa reconocer una mezcla particular definida por el contexto de derechos grupales e

individuales: una “ciudadanía multicultural” se debería basar, por un lado, en los derechos

individuales de los ciudadanos y, por el otro, en el reconocimiento mutuo de los “derechos

diferenciales de grupo” por parte de todos los componentes de una sociedad. La concreción

específica de estos derechos sólo es factible si los derechos universales se traducen en derechos

particulares de grupos específicos en cada contexto multicultural (Kymlicka, 1996).

Por lo tanto, el punto de partida para el proceso de gestión de la diversidad dentro de una

determinada sociedad lo constituye el reconocimiento de los derechos colectivos y su

negociación con el Estado, que esté basado en la concesión de derechos individuales. Los

partícipes en esta negociación tendrán que incluir necesariamente a las “comunidades” que se

consideran a sí mismas como portadoras de esos derechos diferenciales. Sin embargo, este

“compromiso” liberal-multicultural, una vez puesto en marcha, también desencadenará una

“invención”, una institucionalización y una “reificación” de las comunidades culturalmente

“diferentes”: “esto implica una institucionalización de culturas en la esfera pública, un

congelamiento de las diferencias culturales y una reificación de las ‘comunidades’ culturales”

(Caglar, 1997:179).

Por razones eminentemente estratégicas y prácticas, los primeros pasos hacia la implantación de

medidas destinadas de esta manera a reconocer y administrar públicamente la diversidad cultural

como un derecho, se centran en dos áreas de acción: la escuela pública y la universidad. En los

Estados Unidos, el campo académico ha tendido a absorber una gran parte no sólo de la discusión

sobre el multiculturalismo (Schlesinger, 1998), sino también sobre los experimentos y proyectos

piloto arriba mencionados, para aplicar los programas multiculturales a través de medidas

concretas de gestión de la diversidad. Al interior de las universidades, el auge de los Estudios

étnicos con sus subdivisiones – Estudios afroamericanos, Estudios latinos, Estudios nativos

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15

americanos, etc. – ha constituido una de los más importantes “hitos” del reconocimiento

institucionalizado de la diversidad. Las transformaciones que estaban sucediendo

simultáneamente al interior del sistema educativo superior, sobre todo un énfasis renovado en

establecer programas inter- o transdisciplinarios, y la anterior apertura de los académicos a

enfoques activistas a través de estudios de género feministas han favorecido la rápida integración

académica del multiculturalismo y del tratamiento de la diversidad.

Con el establecimiento de los Estudios étnicos se han aplicado programas activos para

diversificar la composición étnica y cultural de los estudiantes universitarios y del profesorado,

mediante esquemas y políticas de acciones afirmativas. Sin embargo, a lo largo de las últimas

décadas el “éxito” obtenido por los Estudios étnicos y por las estrategias de acción afirmativas ha

mostrado, al mismo tiempo, su “fracaso”. En vez de conseguir una diversificación e

interculturalización “transversal” de las disciplinas académicas, cada uno de los grupos étnicos

reconocidos obtuvo su propio “nicho”, desde el cual pudo teorizar sobre políticas de identidad y

diferencias, con frecuencia desplegando un “absolutismo étnico” (Gilroy, 1992) fuertemente

particularista. Esta limitante estructural se reforzó por la política de acción afirmativa, cuyas

cuotas de tratamiento preferencial se basaron con frecuencia en una combinación artificial y

rígida de características demográficas – sexo, edad, lugar de origen – con atributos de identidad –

etnicidad, “raza”, orientación sexual –, “minorizando”, individualizando y, en última instancia,

desmovilizando tanto al profesorado como al cuerpo de estudiantes involucrados en movimientos

que promueven la diversidad y la multiculturalidad (Reyes, 1997).

Como resultado, las “guerras culturales” desatadas por la aparición de los Estudios étnicos, por la

política de discriminación positiva y por los intentos de “gestionar la diversidad” no sólo en la

academia, sino en todas las instituciones públicas, se han convertido rápidamernte en meras

“guerras de campus” (Arthur & Shapiro, 1994), que carecen de un impacto generalizado en la

sociedad contemporánea. No obstante, aparte de los nichos de poder académico que se han

ganado, su contribución principal consiste en haber despertado una nueva “sensibilidad” cultural

y étnica en la opinión pública.

Page 16: Dietz el paradigma

16

La diversidad cultural en la escuela

En Estados Unidos y en el Reino Unido, los dos países pioneros en el campo del

multiculturalismo, así como en otros países que iniciaron tempranamente políticas

moderadamente “multiculturales” – explícitamente Canadá, Australia, los Países Bajos y Bélgica

y de manera implícita Alemania, Francia y los países escandinavos, además de algunos países

latinoamericanos con tradición indigenista (Cushner, 1998) -, el multiculturalismo descubrió y

escogió a la escuela pública como punto de partida y como “aliada” estratégica para impactar en

otras instituciones. Este giro hacia la escuela y la resultante “pedagogización” del discurso y la

práctica del tratamiento de la diversidad se han reflejado en un tránsito gradual desde una

ideología transformacionista a una política reformista – desde los noventa el campo educativo se

convirtió en el ámbito preferencial de acción, ya que la institución de la escuela pública transmite

“valores morales” que no necesariamente coinciden con los que prevalecen en la socialización

familiar o residencial (Rex, 1997).

La “vía de entrada” concreta para que el tratamiento de la diversidad multicultural gane acceso al

sistema educativo público elegido en diferentes países ha consistido en una larga discusión sobre

el desempeño y éxito escolar de “alumnos de minorías”, pertenecientes a minorías étnicas,

culturales, religiosas o de otro tipo. Según lo visualizan muchos educadores, pedagogos y

políticos que están al frente de instituciones educativas, el fracaso de estos estudiantes en la

escuela refleja un “impedimento” o “déficit” distintivo (Gundara, 1982), que con frecuencia

tienden a identificar con la pertenencia étnica o con su condición de inmigrante o de “origen

inmigrante”. En este tipo de evaluaciones, lo que sobresale de manera notable es el uso

indiscriminado de explicaciones monocausales que únicamente se refieren a variables

demográficas, como por ejemplo, el pertenecer a una “minoría” o el ser “inmigrante”, que no se

contrastan o inter-relacionan con otro tipo de influencias, tales como la clase social de origen, los

contextos laborales o residenciales o la composición de la unidad familiar. Estudios empíricos

llevados a cabo en diferentes países europeos 5 han desenmascarado el carácter simplificador y

reduccionista de este tipo de razonamiento monocausal.

5 Cfr. Jungbluth (1994) para el caso de los Países Bajos; Nauck / Kohlmann / Diefenbach (1997), Nauck /

Diefenbach / Petri (1998) y Nauck (2001) para Alemania; Fase (1994) con un estudio contrastivo en los casos belgas, británicos, alemanes, franceses y holandeses, así como Schiffauer et al. (2004) con la comparación de los casos holandeses, británicos, alemanes y franceses.

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17

Sin embargo, un enfoque de diversidad demasiado esencialista inspirado por el multiculturalismo,

se ha implantado en la tendencia a identificar la presencia de niños pertenecientes a ciertas

minorías en la escuela pública con un “problema” pedagógico específico y en la correspondiente

tendencia hacia la “etnificación de los conflictos sociales” (Dittrich & Radtke, 1990:28). Se acaba

usando la escuela como una plataforma para ganar acceso al debate sobre las reformas educativas

necesarias. Como una de las consecuencias, una gran parte de la literatura, especialmente la

pedagógica, sigue actualmente identificando la “integración escolar” de grupos minoritarios hacia

una sociedad específica con un “reto” que exige adaptaciones compensatorias en el sistema

educativo predominante (Radtke, 1996). Debido a esta variante esencialista del

multiculturalismo, la “intervención pedagógica”, de forma indirecta e involuntaria, tiende a

realudir a su misión histórica de estigmatizar “lo diferente” para integrar y nacionalizar “lo

propio”. La misma educación “multicultural” o “intercultural” refleja este legado pedagógico en

su distinción implícita, pero frecuente, entre “lo civilizable” y “lo desechable” dentro de la

relación intercultural: “el ‘aprendizaje intercultural’ es así la última variante de esta estrategia de

dirigir pedagógicamente el ‘mal’ inherente en cualquier ser humano e inmunizarlo desde una

edad temprana contra posibles tentaciones políticas” (Radtke, 1995:855).

Desde los primeros intentos por institucionalizar una pedagogía específica para enfrentar estos

“problemas”, que supuestamente reflejan la diversidad y heterogeneidad inherente de cualquier

sociedad, las muy diferentes y a menudo antagónicas “soluciones” conceptuales, teóricas y

pragmáticas que se toman, coinciden en una serie de características compartidas, producto de la

pedagogización temprana del debate sobre diferencias y diversidades culturales:

- Se carece de una definición de educación “multicultural” o “intercultural” y de sus

instituciones como parte de una estrategia global para diversificar a la sociedad. Desde

la expresión inicial de una “educación multiétnica”, usada sobre todo en los Estados

Unidos durante la primera fase, cuando los enfoques tradicionales asimilacionistas se

volvieron problemáticos (Banks, 1981), la mayoría de los países anglosajones ha

cambiado al término “educación multicultural”, connotando una estrecha relación con

los objetivos originales de los movimientos multiculturalistas (Kincheloe & Steinberg,

1999). En cambio, en la Europa continental se favorece el uso del término “educación

intercultural” (Gogolin, 2002a; Krüger-Potratz, 2005). En América Latina, tanto la

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18

crítica del legado homogeneizante del indigenismo como la influencia de agencias

europeas internacionales de cooperación han contribuido a un tránsito gradual, aunque

con frecuencia solamente nominal, desde una “educación indígena bilingüe bicultural”

hacia una “educación intercultural” (Dietz, 1999).

- El debate tiende a restringirse meramente al ámbito educativo o incluso escolar,

generando discursos sucesivamente desarrollados “por educadores para educadores”,

los cuales con frecuencia están desconectados del contexto social en el que se genera

este debate. En varios países europeos, por ejemplo, la pedagogía genera discursos

sobre lo que es “diverso” y/o “intercultural”, mientras que otras ciencias sociales

discuten el “multiculturalismo” y la “heterogenización” de la sociedad (Radtke, 1996).

Este debate, frecuente y sistemáticamente, mezcla el plano analítico con el normativo

porque, por un lado, la tarea consiste en analizar los procesos y problemas

relacionados con la diversidad cultural y/o étnica en la escuela, mientras, por el otro,

se supone que ya se tiene la solución del “problema” (Dietz, 2003).

- Por consiguiente, en todos los países cuyos sistemas educativos han adoptado, por lo

menos nominalmente, estrategias “multiculturales” o “interculturales”, aún

predominan fuertemente los textos propositivos y programáticos por encima de los

análisis empíricos y los estudios de caso específicos sobre el impacto real que tienen

las transformaciones propuestas (Krüger-Potratz, 2005). La hipótesis predominante

que se maneja implícitamente en estas propuestas, carentes de fundamentos empíricos,

parecen postular que, para “diversificar” la educación, lo único necesario es preparar

al profesorado o ayudarle a mejorar ciertas “herramientas interculturales” y promover

“la buena voluntad” entre todos, influyendo así en el “núcleo actitudinal“ del

alumnado.

Al oscilar continuamente entre nociones multi- e interculturales así como entre usos descriptivos

y prescriptivos, a menudo se acaba confundiendo lo que desde un punto de visita meta-empírico,

analítico se quiere entender por educación intercultural y lo que las propias instituciones y sus

actores llaman “intercultural”. Se trata de un cruce e intercambio de significados en el cual los

participantes del discurso continuamente están cambiando de niveles de comprensión. Reflejando

esta ambigüedad intrínseca del discurso educativo intercultural, es necesario comparar y

contrastar las dimensiones tanto teóricas como prácticas, tanto prescriptivas como descriptivas

Page 19: Dietz el paradigma

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del discurso intercultural, para así ir descubriendo su subyacente “gramática discusiva”. Para ello,

recurro a dos distinciones conceptuales, propuestas por Giménez Romero (2003): es preciso, en

primer lugar, distinguir entre “el plano fáctico o de los hechos” y “el plano normativo o de las

propuestas sociopolíticas y éticas”, para separar conceptualmente los discursos descriptivos o

analíticos de la inter- o multiculturalidad de los discursos propositivos o ideológicos acerca del

multiculturalismo o del interculturalismo. Asimismo cabe distinguir, en segundo lugar, entre

modelos de gestión de la diversidad que se basan en el reconocimiento de la diferencia y modelos

que hacen énfasis en la interacción entre miembros de los diversos grupos que componen una

determinada sociedad. El cuadro 1 ilustra la concatenación de ambos ejes de distinciones

conceptuales.

Cuadro 1: Las dos modalidades del pluralismo cultural 6

Plano fáctico

o de los hechos

= lo que es

Multiculturalidad

Diversidad cultural, lingüística, religiosa

Interculturalidad

Relaciones interétnicas,

interlingüísticas, interreligiosas

Plano normativo o de las propuestas

sociopolíticas y éticas

= lo que debería ser

Multiculturalismo

Reconocimiento de la

diferencia

1. Principio de igualdad 2. Principio de diferencia

Interculturalismo

Convivencia en la

diversidad

1. Principio de igualdad 2. Principio de diferencia 3. Principio de interacción

positiva

Modalidad 1

Modalidad 2

Pluralismo cultural

6 Tomado de Giménez Romero (2003).

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La diversidad problematizada: la culturalización de la diferencia

Esta ambigüedad y la concomitante carga normativa han caracterizado al multiculturalismo

pedagógico desde que se vuelve un programa explícito a través de la llamada “pedagogía

intercultural” (Borrelli, 1986). En el contexto en que emerge como una nueva subdisciplina, una

interpretación predominantemente auxiliar del conocimiento antropológico ha generado un

reduccionismo terminológico-conceptual que está teniendo un impacto negativo en la estrategia

de diversificar el ámbito educativo (Dietz, 2003). Sin tomar en cuenta los orígenes conceptuales,

analizados más arriba, los debates ya reseñados ni su estrecha relación con las reivindicaciones de

los movimientos sociales minoritarios, la pedagogía intercultural corre el riesgo de reproducir la

tendencia arriba señalada de “problematizar” implícitamente la existencia de diversidad cultural

en el aula, “importando” sin sentido crítico conceptos básicos de la antropología, tales como

“cultura”, “grupo étnico” y “etnicidad” en sus definiciones a menudo decimonónicas y ya

caducas.

De este modo, aparte de recurrir al uso de racializaciones que tienden a igualar distinciones

étnicas, culturales y raciales, las diferencias culturales con frecuencia se etnifican, cosificando a

sus portadores. No sólo se esencializa la diferencia intergrupal, sino que al mismo tiempo los

fenómenos de diversidad grupal e individual se fusionan y, de esta manera, confunden, como

también se tiende a confundir las visiones internas – desde la perspectiva emic o del actor – con

las externas – etic o propias del observador. Así, se mezclan indiscriminadamente perspectivas de

análisis como si el discurso sobre la identidad etnificada de un grupo minoritario específico

siempre coincidiera con la práctica cultural actual de sus miembros. Por consiguiente, se

confunden nociones tan distintas como cultura, etnicidad, diferencia fenotípica y constelaciones

demográficas de minoría / mayoría y, finalmente, se recurre a los estereotipos históricos del otro

occidental, a los topoi del “indio”, del “gitano”, del “moro” etc. En este tipo de “cortocircuitos”

terminológicos, las consecuencias prácticas de una estrategia que problematice la diversidad

cultural, promovida tanto por las tareas clásicas de la pedagogía como por el multiculturalismo

diferencial y esencializador, se vuelven evidentes. Cuando las políticas de la diferencia se

transfieren al aula, la “otredad” se convierte en un problema y su solución se “culturaliza”

reinterpretando las desigualdades socio-económicas, legales y/o políticas como supuestas

diferencias culturales (Dietz, 2003).

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La tarea resultante consiste en “decodificar” este tipo de discurso pedagógico culturalista y

“deculturizar” las interpretaciones sesgadamente culturalistas (Kalpaka & Wilkening, 1997;

Wulf, 2002). Un ejemplo es el análisis mencionado del “desempeño escolar” de los estudiantes

provenientes de contextos migratorios y/o minoritarios. Es erróneo tomar como equivalentes en el

aula la “diversidad cultural” y/o la “migración” e igualarlo a problemas escolares: “no hay una

relación directa entre el mantenimiento cultural y lingüístico, o el grado de inversión de grupo

étnico y las inversiones intelectuales exitosas o no exitosas” (Fase, 1994:156). Ni siquiera

aquellos factores que no se pueden reducir a desigualdades sociales, que seguramente están más

estrechamente relacionados con la “cultura de origen” de los estudiantes, se pueden explicar

recurriendo a circunstancias estrechamente “culturales” o “migratorias”. Más bien, son una

consecuencia de los fenómenos característicamente interculturales: la etnificación exógena a la

cual están expuestos los estudiantes de origen turco o marroquí en las escuelas primarias

holandesas, por ejemplo, refuerza la percepción de distancia cultural, especialmente entre los

estudiantes de origen inmigrante y un profesorado que ya se encuentra alejado de los estudiantes

gracias al persistente “carácter estratificado” de las escuelas públicas (Jungbluth, 1994:122).

Otro factor que incide en el desempeño escolar diferencial reside en la composición desigual del

“capital social” disponible para las familias inmigrantes o para familias de grupos minoritarios en

contextos de estigmatización social y étnica (Nauck, 2001). Adaptando la distinción de Bourdieu

(1986) de tres tipos de capital que coexisten en los espacios sociales heterogéneos, la dificultad

de transformar un capital social reducido en un determinado capital cultural limita la capacidad

que han de tener los niños estigmatizados como “diferentes” para poder aprovechar el capital

cultural que las instituciones escolares ofrecen: “Sobre todo cuando los procesos de exclusión

étnica dominan el contexto del actor es esencial partir del supuesto de que para los migrantes

internacionales es difícil generar y mantener un capital social que esté relacionado con el

contexto de acogida y que sea efectivo en sus instituciones. Incluso cuando consiguen generar

este capital social, tomará tiempo aprovechar su efectividad y utilidad para el logro educativo de

los niños” (Nauck / Diefenbach / Petri, 1998:718).

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Diversidad como hibridación: la disidencia poscolonial

En reacción a estas tendencias hacia la culturalización y esencialización pedagógica de la

diversidad, la llamada teoría poscolonial cuestiona dos importantes postulados del

multiculturalismo institucional: por un lado, su elección del ámbito académico y educativo

anglosajón como campo de acción y reivindicación preferencial por otro lado, su insistencia en la

necesidad de construir comunidades que definan claramente sus límites y que contengan

identidades discernibles. Autores como Prakash (1994) mantienen que, a pesar de los intentos de

diversificar los ámbitos académicos anglosajones, el punto de vista desde el cual se observa al

externo y lejano “otro” apenas se distingue de la percepción clásica colonial de la diversidad

cultural. El “orientalismo”, ya analizado por Said como estructurante de la percepción occidental

del otro, persiste incluso en la teorización multicultural y anticolonialista sobre las relaciones

norte-sur (Dirlik, 1997). A través del multiculturalismo y de su reconocimiento de la diversidad,

este punto de vista eurocéntrico intenta re-substancializar las identidades poscoloniales que están

surgiendo en las antiguas colonias de Occidente. Por consiguiente, la tarea consiste en

“provincializar” el punto de vista occidental, mientras al mismo tiempo se redimensiona y “re-

territorializa” el mundo no occidental (Gandhi, 1998).

El discurso “poscolonial” resultante problematiza la lógica binaria que distingue colonizadores de

colonizados y que todavía está presente en el análisis de Said (Sarup, 1996). En vez de reproducir

de manera sumisa los postulados occidentales – multiculturales, interculturales o asimilacionistas

– acerca de la sociedad contemporánea, ahora se cuestiona la reconceptualización de la relación

entre colonizadores y colonizados y su persistencia en los países poscoloniales, a la vez que se

cuestionan las nociones occidentales de “identidad”, “cultura” y “nación”. Las identidades que se

están generando en el periodo poscolonial no corresponden a los límites territoriales o a las

fronteras culturales. Los nuevos sujetos participan simultáneamente en varias tradiciones

culturales, sean éstas occidentales, autóctonas, “mestizas” y/o híbridas. Por consiguiente, no es

posible postular, como lo hace la “gestión de la diversidad”, una congruencia cuasi natural entre

sujetos, identidades, culturas y comunidades (Gutiérrez Rodríguez, 1999). Las identidades se

convierten en “limítrofes”, liminales y parciales, se constituyen como “líneas de sutura” (Hall,

1996:5) entre culturas y comunidades, como “culturas parciales […], como el tejido

contaminado, pero conector entre culturas” (Bhabha, 1996:54).

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El sujeto poscolonial está simultáneamente “dentro y fuera” de su contexto cultural de origen,

creando así un “tercer espacio” entre la cultura hegemónica y la cultura subordinada. Como un

sujeto colectivo, surgirá una comunidad identitaria que será necesariamente híbrida y auto-

reflexiva y que rechazará las exigencias externas de lealtades antagonistamente opuestas

(Bhabha, 2002). Las facetas de su identidad serán producto de un proceso cultural de

“hibridación” o de créolization. La hibridación cultural no es un producto privilegio de los países

del sur, puesto que la persistente condición poscolonial une estrechamente el destino de

Occidente con el de los antiguos espacios de su imaginario colonial. Por lo tanto, la resultante

hibridación de las identidades, también articulada en las metrópolis de los antiguos imperios

coloniales, desafía las creencias multiculturales en un simple reconocimiento de la diversidad,

porque sus actores con frecuencia se resisten a cualquier tipo de clasificación (García Canclini,

1989). Ni siquiera las llamadas identidades-guión logran expresar las lealtades ambiguas y

múltiples de los “afro-caribeños”, “paquistani-británicos” o “franco-argelinos”. Para reflejar un

posible abanico de identificaciones, su gestión identitaria acaba equiparando una vez más de

forma simplista la identidad con cultura y con nacionalidad (Caglar, 1997).

La contribución principal del discurso poscolonial al debate sobre el multiculturalismo y su

institucionalización de la diversidad reside en la cuestión del esencialismo. El énfasis que Bhabha

pone en el carácter ambivalente, fluido e híbrido de las diferencias culturales y las resultantes

políticas de identidad reta la posibilidad de generar sujetos políticos alternativos. Al igual que su

predecesor posmoderno, la de-construcción poscolonial de diferentes identidades corre el riesgo

de des-movilizar el movimiento social y pedagógico y/o de deslegitimar la institución educativa

diversificada a través de políticas de acción afirmativas. La conclusión política formulada desde

la posición del poscolonialismo no resulta muy alentadora: “Hemos entrado en una época ansiosa

de identidad en la que el intento de recuperar la memoria del tiempo perdido y reclamar

territorios perdidos, crea una cultura de ‘grupos de interés’ o movimientos sociales dispares. Aquí

la afiliación puede ser antagónica y ambivalente; la solidaridad puede ser únicamente situacional

y estratégica: la pertenencia a la comunidad con frecuencia se negocia a través de la

‘contingencia’ de intereses sociales y exigencias políticas” (Bhabha, 1996:59).

En contraste con esta sensación de “vacío de identidad”, Hall (1996) y Spivak (1998) han

subrayado la capacidad que los actores sociales tienen de recurrir a un “esencialismo estratégico”

que temporal y transitoriamente permite que las nuevas comunidades híbridas “incuben” las

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múltiples facetas de su identidad. Es la única manera de que puedan sobrevivir como una

colectividad en una sociedad multicultural. Esta noción acerca a la crítica poscolonial a la gestión

de la diversidad institucionalizada en el contexto educativo. A pesar de los arriba mencionados

riesgos evidentes e implícitos en la política de acción afirmativa, durante ciertas fases las

comunidades étnicas y/o culturales requieren de empoderamiento, de un empoderamiento

estratégico y explícito que necesariamente promoverá la esencialización de la identidad, pero que

simultáneamente creará las condiciones que permitirán a los miembros de esas comunidades

acceder a las instituciones educativas de la sociedad mayoritaria.

Redefiniendo la diversidad: entre la diferencia y la desigualdad

A través de la crítica de las nociones esencializadas de cultura y etnicidad y sus redefiniciones

desde la perspectiva constructivista y poscolonial, se proporciona una nueva base conceptual para

reformular el tratamiento educativo de la diversidad y la interculturalidad. Como ya se ha

discutido más extensamente en otro lugar (Dietz, 2003), para poder alcanzar este objetivo de

reconceptualizar y reorientar las tareas educativas en términos de diversidad cultural, se requiere

de una definición contrastiva, no substantivista, pero mutuamente inter-relacionada de cultura y

etnicidad, para así poder distinguir entre fenómenos “intra-culturales”, “inter-culturales” y “trans-

culturales” relacionados con la diversidad cultural. Las prácticas culturales habitualizadas y los

patrones de interacción (Bourdieu, 1991), por un lado, y los discursos de identidad

frecuentemente etnificados (Gingrich, 2004), por otro lado, tienen que estar sincrónicamente

delimitados unos de otros y diacrónicamente reconstruidos como productos culturalmente

híbridos. Estos productos son el resultado de procesos continuos y estrechamente tejidos de

comunicación, identificación y etnogénesis intracultural, así como de patrones interiorizados de

comportamiento e interacción intracultural rutinarizado (Giddens, 1995).

Estas distinciones nos permiten analizar las sorprendentes coincidencias y similitudes que se

pueden percibir a nivel estructural entre etnicidades hegemónicas de tipo nacionalista y

etnicidades multiculturalistas contra-hegemónicas. Como se ilustra en Dietz (2003), tanto para la

pedagogía nacionalista como para la multicultural, ambos discursos sostienen políticas de

identidad que se basan en las mismas estrategias discursivas de temporalización, territorialización

y substancialización (Alonso, 1994; Smith, 1997) para instalar, mantener y legitimar límites entre

el “ellos” y el “nosotros”. A lo largo de sus procesos identitarios y reivindicativos, estas

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coincidencias estructurales las comparten los nacionalismos nacionalizantes, patrocinados por los

Estados, con las etnicidades contrahegemónicas y subalternas. Para evitar reproducir nociones

esencializadas de diversidad e interculturalidad, que acaben reiterando añejas clasificaciones y

jerarquizaciones raciales y/o étnicas de “nosotros” versus “ellos”, la diversidad como herramienta

analítica y, a la vez, como un programa propositivo tiene que comenzar por reconocer y descifrar

el sesgo substancializado, temporalizado y territorializado de diferentes identidades colectivas,

así como de sus reclamos y reivindicaciones discursivas.

Sin embargo, en segundo lugar, estas identidades tienen que ser contextualizadas con respecto a

las relaciones y asimetrías de poder más amplias y contrastadas en sus inter-relaciones,

interacciones e interferencias mutuas. Las tensiones y contradicciones resultantes – por ejemplo,

entre indicadores de identidad generizados vs. etnificados – son una fuente para el análisis de los

continuos procesos contemporáneos de identificación y heterogenización (Krüger-Potratz, 2005).

Dichos procesos sólo pueden ser analizados en su carácter multifacético, si logramos distinguir

en cada momento tres ejes analíticos distintos, pero complementarios, que cada uno por sí sólo

constituyen todo un paradigma, pero que en su combinación generan un análisis

multidimensional de las identidades y diversidades – se trata de los conceptos de desigualdad, de

diferencia y de diversidad:

- Históricamente, el paradigma de la desigualdad, centrado en el “análisis vertical” de

estratificaciones sobre todo socioeconómicas (teoría marxista de clases y conflictos de

clases), pero también genéricas (crítica feminista del patriarcado), ha desembocado en

respuestas educativas compensatorias y a menudo asimiladoras, que identificaban el origen de

la desigualdad en carencias y handicaps respecto a la población dominante; se trata, por tanto,

de un enfoque universalista que refleja su fuerte arraigo tanto teórico como programático en

un habitus monolingüe y monocultural (Gogolin 1994), clásico en la tradición occidental del

Estado-nación y de “sus” ciencias sociales.

- El paradigma de la diferencia, por el contrario, impuesto a partir de los nuevos movimientos

sociales y de sus “políticas de identidad” específicas, ha generado un “análisis horizontal” de

las diferencias étnicas, culturales, de género, edad y generación, orientaciones sexuales y/o

(dis)capacidades (Zarlenga Kerchis & Young 1995), promoviendo de forma segregada el

empoderamiento de cada una de las minorías mencionadas. Para ello, se ha recurrido a un

enfoque particularista y multicultural que en no pocas ocasiones acaba ignorando y/o

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obviando desigualdades socioeconómicas y condiciones estructurales (García Castaño /

Granados Martínez / Pulido Moyano 1999).

- Por último, el enfoque de la diversidad surge a partir de la crítica tanto del monoculturalismo

asimilador como del multiculturalismo que esencializa las diferencias. A diferencia de los

anteriores, este enfoque parte del carácter plural, multi-situado, contextual y por ello

necesariamente híbrido de las identidades culturales, étnicas, de clase, de género etc. que

articula cada individuo y cada colectividad (Wood 2003, Reay / David / Ball 2005). La

correspondiente estrategia de análisis es intercultural, i.e. relacional, transversal e

“interseccional”, haciendo énfasis en la interacción entre dimensiones identitarias

heterogéneas (Giménez Romero 2003, Dietz 2007b).

Cuadro 2: Desigualdad, diferencia y diversidad en los Estudios Interculturales 7

7 Elaboración propia, basada en Dietz (2007a, 2007b).

DIVERSIDAD

DIFERENCIA

• trans-cultural

• estructural (etic)

• vertical = “eje sintáctico” estructuras subyacentes

• intra-cultural

• identitario (emic)

• horizontal = “eje semántico” discurso (verbalizable)

• inter-cultural

• “intersticial”, híbrido

• transversal = “eje pragmático” praxis (observable)

DESIGUALDAD

Page 27: Dietz el paradigma

27

Interseccionalidad: dimensiones inter-cultural, inter-lingüe e inter-actoral de la diversidad

El siguiente cuadro resume las implicaciones y complementariedades conceptuales de estos tres

ejes propuestos aquí para el análisis intercultural tanto de constelaciones como de proposiciones

de “tratamiento” o “gestión” de la diversidad.

A partir de esta distinción de tres ejes articuladores de distintas “gramáticas de la diversidad”, los

procesos concretos de negociación, interferencia y transferencia de saberes y conocimientos

heterogéneos entre los diversos grupos que participan en una situación de interacción heterogénea

son analizables en tres dimensiones complementarias:

(1) en su dimensión “inter-cultural”, centrada en las complejas expresiones y concatenaciones de

praxis culturales y pedagógicas que responden a lógicas subyacentes, tales como

determinadas culturas comunitarias subalternas que vienen resistiendo diversas olas de

colonización de globalización, la cultura organizacional de los movimientos multiculturalistas

que reivindican determinados aspectos de la diversidad cultural y/o biológica; y la cultura

académica occidental - inserta actualmente en una transición desde un paradigma rígido,

monológico, “industrial” y “fordista” de la educación superior hacia otro más flexible,

dialógico, “postindustrial” y/o “ecológico” (Touraine 1981, de Sousa Santos 2005);

(2) en su dimensión “inter-actoral”, que analiza las pautas y canales de negociación y mutua

transferencia de saberes entre diferentes actores institucionales, organizacionales y/o

comunitarios, quiénes proporcionan memorias colectivas (Halbwachs 1950), saberes

localizados y contextualizados acerca de la diversidad cultural y biológica de su entorno

inmediato (García 2002);

(3) y, por último, en su dimensión “inter-lingüe”, que escrutina las competencias no sustanciales,

sino relacionales que hacen posible la traducción entre horizontes lingüísticos y culturales no

sólo heterogéneos, sino sobre todo asimétricos, entre las “culturas íntimas” (Lomnitz Adler

1995) de los actores locales subalternizados, marginados y/o silenciados históricamente y las

“inter-culturas” exógenas; ello genera competencias inter-lingües e inter-generacionales

(Nauck 2001), que trascienden los dominios lingüísticos específicos de una o dos lenguas y

que generan un espacio intersticial (Bhabha 2002) de comunicación entre actores

heterónomos.

Page 28: Dietz el paradigma

28

Analizando mediante este triple contraste de dimensiones los procesos de generación de

conocimientos y saberes, se articula una novedosa diversidad epistémica, hasta ahora sólo

constatada y/o postulada, pero no estudiada empíricamente. Esta diversidad epistérmica se puede

y debe insertar dentro de un proyecto educativo institucional de tal forma que las diferentes

fuentes y trayectorias cognoscitivas, lingüísticas y culturales generen nuevos espacios

académicos “interseccionales” (Leiprecht & Lutz 2005) y genuinamente diversos. Estos espacios

son interseccionales en la medida en que no subsumen saberes etnoculturales y etnocientíficos

bajo la tradición monológica de la escuela o universidad occidental, sino que institucionalizan en

su propio seno la diversidad.

Por consiguiente, la diversidad se debe concebir no como una suma mecánica de diferencias, sino

como un enfoque multi-dimensional y multi-perspectivista que estudia las “líneas de

diferenciación” (Krüger-Potratz, 2005), p. ej. de identidades, emblemas identitarios y prácticas

discriminatorias. No será la esencia de un discurso de identidad específico, sino las intersecciones

entre esos discursos diversos y contradictorios lo que constituya el “objeto” principal del enfoque

de diversidad (Tolley, 2003). La noción de interseccionalidad, que originalmente proviene de los

debates feministas y multiculturalistas sobre la racialización de las mujeres de origen africano,

americano, latino y, en general, minoritario o subalterno, nos obliga a centrarnos en el análisis de

la consolidación de actitudes y actividades discriminatorias, que a menudo se refuerzan

mutuamente, y en el impacto que estas múltiples fuentes de discriminación tienen en los procesos

de formación y de transformación de la identidad de un determinado individuo (Agnew, 2003).

Así, la interseccionalidad se puede ver desde la perspectiva de la formación de identidad y desde

la percepción de la discriminación. Combinar ambos puntos de vista implica elucidar el aspecto

situacional de las elecciones de identidad de un actor dado, en función de los diferentes niveles y

tipo de identidades a los que él/ella tenga acceso. Ello es asimismo reforzado por la visibilidad

que una determinada fuente de identidad dada – como por ejemplo el fenotipo o algún símbolo

religioso - pueda tener con respecto a sus estigmatizadas o no estigmatizadas connotaciones, que

se analizan discerniendo y reconstruyendo intersecciones entre distintas dimensiones de

identidad. Estas dimensiones identitarias suelen tener connotaciones múltiples, más negativas o

más positivas, más visibilizadas o más sutiles (Frideres, 2003).

Complementariamente a estas distinciones, es imprescindible tener en cuenta las asimetrpias y

diferencias de poder inherentes a cada una de las frecuentemente dicotómicas dimensiones de

Page 29: Dietz el paradigma

29

identidad. Las “líneas de diferenciación” sistemáticamente substancializan las identidades con

respecto a las alteridades homónimas (Gingrich, 2004), yuxtaponiendo dimensiones de identidad

bipolares y asimétricas: dominantes vs. dominadas, “masculinas” vs. “femeninas”, “blancas” vs.

“negras”, “mestizas” o “criollas” vs. “indígenas”, “cristianas” vs. “musulmanas”, etc. Esta

bipolaridad tiende a visualizarse en el discurso público, de manera que el polo dominante se

percibe como el tipo “normal” o “normalizado” por default, mientras que el polo dominado se ve

como el “anormal”, “desviado” o “excepcional” (Krüger-Potratz & Lutz, 2002; Leiprecht & Lutz,

2003 y 2005). Como resultado surge una imagen de normalidad socialmente construida y

comunicada como homogénea, que se transmite discursivamente sobre-enfatizando o sobre-

visualizando lo “heterogéneo” como “problemático” y como “impuro” (Mecheril, 2003).

En contraste con esta teoría emic, implícita o vivencial acerca de la normalidad y la anormalidad

en el discurso de identidad, la tarea del análisis educativo consiste en deconstruir y reconstruir las

múltiples pertenencias y afiliaciones, las “pertenencias híbridas” (Mecheril, 2003) en contra de

una asunción prevaleciente que esencializa y fija las identidades. De acuerdo con esto, la

perspectiva de diversidad en la educación nos urge partir del reconocimiento de la heterogeneidad

como una normalidad (Leiprecht & Lutz, 2003) y visualizar las identidades invisibilizadas,

intersticiales e interseccionales, que existen y cohabitan en un aula “normal”.

Un enfoque praxeológico a la diversidad: habitus, competencia e interacción

Al concebir el potencial de la diversidad como proporcionadota de una perspectiva microscópica

de las interseccionalidades entre las distintas capas de identidad, se requerirá de una exhaustiva y

comprehensiva “educación para la diversidad” (Brewster et al., 2002) para, en primer lugar,

analizar críticamente las identidades, discriminaciones y asimetrías de poder coexistentes en una

escuela específica y, en segundo lugar, promover cambios que “normalicen” heterogeneidades e

hibridaciones entre los alumnos, los padres y los maestros. Por ello, desde una perspectiva de

investigación empírica, siempre se tendrá que oscilar entre una perspectiva emic, correspondiente

a una etnografía de la diversidad en educación, centrada en los discursos de estos actores

culturalmente diferentes y diversos que interactúan en el contexto escolar, y otra perspectiva etic,

que observa y registra la práctica de la interacción establecida entre estos actores para reflejar de

manera adecuada las relaciones recíprocamente articuladas entre las estructuras estructurantes y

los procesos de inter-relación intercultural y de hibridación (Dietz, 2003, 2004).

Page 30: Dietz el paradigma

30

Este giro “pragmático” (Verlot & Sierens, 1997) en el estudio empírico de la diversidad escolar y

de la interculturalidad es compatible con otro enfoque praxeológicamente inspirado, que analiza

las prácticas escolares como un espacio de interacción y confrontación entre “mundos de vida” y

“estilos de vida” rutinizados y habitualizados (Gogolin, 1994): “Tomando el concepto de habitus

como marco de referencia, es posible entender las diversidades e incluso las contradicciones que

aparecen en las prácticas docentes y entre las prácticas y los discursos no como incongruencias,

sino como un abanico de posibilidades, como el desplegado de un estilo individual bajo

condiciones cambiantes” (Gogolin, 1994:262). Así, los conflictos y malentendidos escolares se

analizan como resultado de una separación cada vez mayor entre la pluralización y la

multilingüización de los mundos de vida de los alumnos, por una parte, y la persistencia de un

“habitus monolingüe” y monocultural por parte de el profesorado y la institución escolar en

general, por otro lado (Gogolin, 1994). Este “habitus monolingüe” transciende el ámbito

meramente lingüístico para convertirse en señal y refugio de la identidad del profesorado bajo

condiciones de una creciente complejidad profesional y de una “amenazante” diversidad

estudiantil (Gogolin, 1997b y 2002b).

Este enfoque es atractivo por su capacidad empírica para señalar la excepcionalidad

“naturalizada” y “normalizada” que caractgeriza hasta la fecha al monolingüismo nacionalizante

y nacionalizado. En su estudio etnográfico longitudinal de una escuela primaria en un contexto

culturalmente diverso, urbano-migrante, Gogolin (1997a) muestra cómo este habitus monolingüe

y monocultural, practicado por el profesorado e institucionalmente apoyado por el sistema

educativo, coexiste con la obvia diversificación de los ambientes en la escuela, en la familia y en

la comunidad o barrio de residencia. Esta diversidad, resultante del “bilingüismo/multilingüismo

mundovivencial” (Gogolin, 1998), con frecuencia se convierte en un “recurso cultural” y en una

fuente futura de capital cultural (Fürstenau, 2004). Esta tendencia surge desde los propios

mundos de vida de la diversidad cotidiana, por lo cual (aún) no está siendo reconocida por los

actores educativos, socializados de manera monocultural y monolingüe. Así coexisten el

monoculturalismo institucional y el multiculturalismo vivencial (Gogolin, 1997a).

Como sugieren éste y otros estudios, para una etnografía de la diversidad educativa es de vital

importancia distinguir entre las “competencias interculturales” interiorizadas y los patrones

empíricamente observables de interacción. El discurso pedagógico convencional sobre

competencias interculturales con frecuencia reproduce falacias culturalistas, ya que el “límite”

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31

cultural, percibido como un desafío, acaba estructurando la interacción deseada y promovida

oficialmente (Verlot & Sierens, 1997). Contadiciendo este entusiasmo por vigorizar los límites

entre “nosotros” y “ellos”, experimentos con complejas modalidades de aprendizaje muestran que

los patrones de interacción articulados por estudiantes de diferentes culturas, subculturas, etc.,

reflejan formas de relación que no son literalmente “interculturales” ni meramente

“transculturales”. Estas relaciones ilustran una interacción que se caracteriza por una constante

oscilación entre diferentes códigos verbales y no verbales que pueden provenir de un contexto

cultural u otro, pero que están hibridizados en el performance y la interacción conjuntas. Por

consiguiente, las competencias interaccionales puede que no se centren en competencias de

interacción entre “dos culturas”; las competencias interculturales por ello deben concebirse como

“una habilidad potencial y genérica para usar competencias sociales o cognitivas (y sus

correspondientes actitudes) en el contacto con la diversidad vividas aquí y ahora; […]

competencias que permitan la gestión de la heterogeneidad de la sociedad de manera que varíe de

contexto a contexto, para permitir un estilo de gestión creativo y enriquecedor” (Soenen / Verlot /

Suijs, 1999:66-67).

Por ende, estas competencias se conciben de mejor manera como etapas procesuales y graduales

de code-switching, de reflexividad, de auto-conciencia y de una traducibilidad entre discursos

identitarios y diferentes prácticas culturales habitualizadas. Estas capacidades incrementan la

complejidad conforme ascienden desde meras percepciones de fenómenos diversos, pasando por

la percatación de los motivos implícitos y de los procesos históricos que subyacen a dichos

fenómenos diversos, hasta llegar a cuestionamientos y auto-percepciones altamente reflexivos

(Gogolin, 2003). Esta noción de competencia intercultural, entendida como una disposición

relacional y contextual, tiene dos importantes implicaciones a la hora de tratar a la diversidad:

- En primer lugar, se requiere de una distinción entre la “competencia” intercultural como tal y

el “desempeño”, performance o “performancia” intercultural (Bender-Szymanski, 2002), i.e.

entre lo que la lingüística estructural distingue como dimensiones de langue y de parole

respectivamente – en nuestro caso, entre las disposiciones interiorizadas y la práctica

externalizada de diversidad e interculturalidad. Por consiguiente, frente a nociones

estandarizadas y reificadas de “gestión de la diversidad cultural”, en este sentido las

Page 32: Dietz el paradigma

32

competencias interculturales no pueden y no deben ser reducidas a meras “recetas” de

comportamiento acertado en contextos interculturales específicos.

- En segundo lugar, las competencias identificadas como interculturales no pueden ser o no

deben ser substancializadas y delimitadas frente a competencias intra-cuturales. Al contrario,

disposiciones articuladas de manera relacional y contextual deberían ser concebidas como un

tipo de habitus profesional que debe ser adquirido, practicado y desarrollado por maestros,

trabajadores sociales, traductores, intérpretes y otros “mediadores interculturales”. Este

habitus profesional paradójicamente no presupone competencias particulares definidas a

priori, sino exige por el contrario “la competencia de carecer de competencias específicas”

(Mecheril, 2002:25), caracterizada por una conciencia de la diversidad y una auto-reflexión y

no por un cuasi-monopolio seudo-profesional de conocimientos expertos, que nuevamente

acabarían siendo definidos de manera monocultural.

Por lo tanto, etnografías escolares y comunitarias como las que llevaron a cabo Soenen (1998 y

1999), Soenen / Verlot / Suijs (1999) y Verlot & Pinxten (2000) ilustran que estas competencias

relacionales no pueden ser subsumidas bajo “habilidades” culturales específicas, que se

intercambian posteriormente en el contacto intercultural. En este sentido, las competencias

interculturales sólo se despliegan a través de la “performancia”, a través de la interacción

desarrollada en contextos específicos. En el contexto educativo, tratando con diferentes tipos y

fuentes de diversidad, Soenen (1998 y 1999) identifica diferentes “modos de interacción”,

definidos por lógicas específicas que constantemente se traslapan en la práctica escolar y que no

provienen de una cultura específica, pero que son el resultado de una jerarquización dinámica que

es parte de la institución escolar: el “modo de interacción del infante” (kind-interactiewijze)

articula patrones de comportamiento adquiridos en el marco de referencia familiar y como tal

difiere de acuerdo a los procesos de socialización extra-escolares, mientras que “el modo de

interacción del aprendiz” (leerling-interactiewijze) se impone a través de los patrones explícitos e

implícitos de autoridad, de disciplina y de sanciones que rigen la institución escolar. Finalmente,

el “modo de interacción del joven” (jongeren-interactiewijze) se genera por los intereses

compartidos de los adolescentes, como miembros de un grupo específico de pares. En la práctica

escolar, tanto el conflicto como la cooperación son productos de la concatenación situacional y

estratégica de estos modos de interacción por parte de los actores involucrados.

Page 33: Dietz el paradigma

33

Una manera de superar el habitus monocultural del profesorado y de las escuelas consistiría en

integrar explícitamente los modos “subordinados”, subalternos de interacción que están

omnipresentes en la vida extramuros de los jóvenes, en la comunidad o en el barrio, a la vida de

la escuela (Soenen, 1998). Alternando y desempeñando creativamente el papel de maestros, de

padres/madres y de “colega” y pares respectivamente, se podría hibridizar y dinamizar las

prácticas educativas dominantes. Por ello, el correspondiente estudio etnográfico de dichos

modos de interacción no se podría circunscribir al ámbito escolar, familiar o comunal (Wulf,

2002). Las “culturas juveniles”, aquellas prácticas culturales a través de las cuales los jóvenes

articulan su paso a través del tiempo biológico y social (Hewitt, 1998:13), ofrecen la posibilidad

de estudiar in situ los procesos de etnogénesis e hibridación cultural que se reflejarán

posteriormente en comportamientos conflictivos y/o cooperativos dentro de la institución escolar.

Los “usos créolizados” (Hewitt, 1986) que con frecuencia caracterizan estas culturas juveniles

que emergen de la coexistencia intercultural extramuros, aunque no siempre sea armónica,

muestra que la hibridación cultural en contextos asimétricos de etnogénesis puede generar

“modalidades culturales” (Hewitt, 1998) que pueden ser tanto excluyentes como incluyentes

(Dietz, 2004). Así, las culturas juveniles pueden emerger como “nuevas comunidades

imaginadas”, muy diferentes de los guetos identitarios convencionales: “según la clase social y el

género, la familia y el grupo de pares también puede comunicar una tendencia supracultural,

mientras su respectiva contraparte transmite y adopta formas tradicionales y sincréticas” (Hewitt,

1998:18).

Conclusión

El buscar incluir de manera deliberada y consciente estas modalidades sincréticas y/o trans-

culturales de diversidad que provienen de las culturas juveniles en los modos de interacción

reconocidas en el ámbito escolar, evidentemente significaría “revolucionar” no sólo las

concepciones actuales de educación intercultural, sino la institución escolar misma. Así se

evidencia finalmente cuál es el verdadero problema que surge a partir del reconocimiento, del

tratamiento y/o de la “gestión” de la diversidad: el obstáculo principal que cualquier estrategia

dirigida a interculturalizar y/o diversificar la educación tendrá que enfrentar es la institución

Page 34: Dietz el paradigma

34

escolar, tan profundamente arraigada no sólo en la pedagogía nacionalizante, sino en el Estado-

nación mismo.

El debate sobre diversidad cultural analizado en este trabajo, que partió de las raíces del

multiculturalismo como movimiento social y de sus procesos de institucionalización a través de

la academia y la educación pública, a través de la acción afirmativa y los esquemas de gestión de

la diversidad, actualmente parece enfrentar una situación prototípica de parteaguas: o bien se

instrumenta la diversidad cultural de manera superficial y periódica con un “enfoque de

bomberos” para “resolver problemas” particulares y puntuales que surgen en interacciones

específicas y conflictivas en el aula y que son resultado de la diversidad de los mundos de vida

que chocan con el habitus monocultural escolar, o bien se abandonan definitivamente estas

actividades huecas, suplementarias y todavía compensatorias, transversalizando la diversidad y la

interseccionalidad a lo largo y ancho de toda la institución escolar y de su entorno sociocultural.

A través de esta opción, superando una conceptualización y reivindicación parcial, sea como un

“problema”, como un “recurso” o como un “derecho”, la diversidad cultural en el futuro tendrá

que ser percibida, analizada y aplicada como una herramienta de investigación empírica a la vez

que una característica clave que transversaliza y que subyace a todo proceso educativo y social

contemporáneo. Ubicada ni en la superficie de los patrones de interacción intercultural, ni en el

contenido de los discursos étnicos de identidad colectiva, la diversidad cultural se debe localizar

en la estructura misma de la sociedad contemporánea, como una traducción contextual y

específica de una compartida – y tal vez incluso universalizable - “gramática de diversidades”.

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