Dimensión ético-política de la praxis docente: material de trabajo unidad 1

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ISFDyT 165 LOBERIA MATERIAL BIBLIOGRAFICO – DIMENSIÓN ÉTICO – POLÍTICA DE LA PRAXIS DOCENTE BLOQUE 1 ZAN, Julio (2004) La ética, los derechos y la justicia. México: Biblioteca Jurídica Virtual SANTIAGO, Gustavo, El desafío de los valores. Ed. Novedades Educativas. Buenos Aires. 2004. Págs. 23-36 y pág. 68 CULLEN, CARLOS, Autonomía Moral, participación democrática y cuidado del Otro. Bases para un currículo de formación ética y ciudadana, Bs. As. Ed. Novedades educativas,2000 FREIRE, De las virtudes del educador. Conferencia realizada en el Centro Cultural General San Martín el 21/06/1985 1

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Material de trabajo unidad 1

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ISFDyT 165 LOBERIA

MATERIAL BIBLIOGRAFICO – DIMENSIÓN ÉTICO – POLÍTICA DE LA

PRAXIS DOCENTEBLOQUE 1

ZAN, Julio (2004) La ética, los derechos y la justicia. México: Biblioteca Jurídica Virtual SANTIAGO, Gustavo, El desafío de los valores. Ed. Novedades Educativas. Buenos Aires. 2004. Págs. 23-36 y

pág. 68 CULLEN, CARLOS, Autonomía Moral, participación democrática y cuidado del Otro. Bases para un currículo de

formación ética y ciudadana, Bs. As. Ed. Novedades educativas,2000 FREIRE, De las virtudes del educador. Conferencia realizada en el Centro Cultural General San Martín el

21/06/1985

PROFESORA CLAUDIA PEIRANO

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CURSO: 4° Año – Prof. de EDUCACIÓN PRIMARIA

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1°) ZAN, Julio (2004) La ética, los derechos y la justicia. México: Biblioteca Jurídica Virtual

Capítulo 1Conceptos de ética y moral

Las palabras “ética” y “moral” tienen un significado etimológico semejante en sus raíces griega y latina. En el uso común se emplean casi siempre indistintamente y, a veces, conjuntamente, aunque quienes las usan así probablemente no serían capaces de decirnos con precisión si significan lo mismo o se refieren a algo diferente. De todos modos, quizás para dar mayor énfasis retórico al discurso, parece que suena bien reforzar a la “ética” con la “moral”, aun a riesgo de incurrir en una redundancia, como ocurre si nos atenemos al significado etimológico de los términos.

En el lenguaje filosófico contemporáneo se han estipulado, sin embargo, dos distinciones y dos clases de definiciones diferentes de estos términos. En un primer sentido se comprende a lo moral como una dimensión que pertenece al mundo vital, o al Lebenswelt, y que está compuesta de valoraciones, actitudes, normas y costumbres que orientan o regulan el obrar humano. Se entiende a la ética, en cambio, como la ciencia o disciplina filosófica que lleva a cabo el análisis del lenguaje moral y que ha elaborado diferentes teorías y maneras de justificar o de fundamentar y de revisar críticamente las pretensiones de validez de los enunciados morales. Por eso, “coincidiendo con un uso lingüístico no del todo desacostumbrado en filosofía, se puede usar el término Ética como sinónimo de “filosofía de lo moral” (N. Hoerste, Texte zur Ethik). Conforme a este uso del lenguaje, la ética puede considerarse entonces como una ciencia que pertenece al campo de la filosofía, como la metafísica o la epistemología, mientras que “lo moral” es, en general, el objeto de esta ciencia, es decir, lo que ella estudia.

Hay otra manera de definir y diferenciar los términos “ética” y “moral”, que se ha planteado a partir de la crítica de Hegel a la ética de Kant, y de su fuerte diferenciación entre “moralidad” y “eticidad”. Este otro uso de los términos se ha generalizado recientemente fuera del contexto sistemático de la filosofía hegeliana.1

1 Retomo en este punto conceptos desarrollados en mis libros

En los escritos de ética de los filósofos modernos y contemporáneos encontramos planteadas dos clases de cuestiones: a) la cuestión de lo que es bueno para mí como persona y para nosotros como comunidad; b) la cuestión de lo que es correcto o de lo que es justo en las relaciones con los otros (incluso especialmente con otros grupos humanos y culturas diferentes), cualesquiera sean los bienes que cada uno se proponga alcanzar como fin. Los distintos autores se han ocupado preferentemente de alguna de estas dos clases de cuestiones. Pero también puede considerarse que ambas, tanto las preguntas y las discusiones acerca del bien, como las que están centradas en el tema de la justicia, pertenecen al campo disciplinario de la ética, no obstante que se trata de cuestiones distintas, y que quizás tengan que ser tratadas con métodos diferentes. Esta diferencia, que estaba implícita en Kant, comienza a hacerse reflexiva a partir de Hegel.

En la filosofía de Hegel, esta distinción que él marca muy fuertemente no tiene, sin embargo, la intención de oponer de manera excluyente la “ética” contra la moral sino de eliminar la confusión, y de estudiar la relación dialéctica entre ambas. Distinguir para unir. Al comienzo de su Filosofía del derecho introduce Hegel esta distinción terminológica, en los siguientes términos: Moralidad y eticidad, que corrientemente valen como sinónimos, están tomados aquí como esencialmente diferentes entre sí. Por otra parte, incluso la representación [el lenguaje no filosófico] parece distinguirlas. El lenguaje kantiano usa con preferencia la expresión moralidad y, en realidad, los principios prácticos de su filosofía se limitan completamente a este concepto y hacen imposible el punto de vista de la eticidad, a la que incluso expresamente aniquilan y subvierten. Aunque moralidad y eticidad sean sinónimos según su etimología, esto no impide usar estas dos palabras diferentes para conceptos diferentes.2

Mediante la introducción de esta convención terminológica quería marcar Hegel la diferencia entre la “eticidad” concreta —realizada como una forma de vida y como el ethos de una comunidad, que es lo que había sido

anteriores: J. De Zan, Panorama de la ética continental contemporánea, Akal, Madrid, 2002, cap. 2 “Moralidad y eticidad. Una disputa contemporánea entre Kant y Hegel”, pp. 17-28; cf. también, J. De Zan, La filosofía práctica de Hegel, ICALA, Río Cuarto, 2003.

2 GWF Hegel, Filosofía del derecho, “Introducción”, § 33

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tematizado en la filosofía griega antigua de Platón y de Aristóteles—, y el concepto moderno de la “moralidad” como un orden de principios universales, producto de la reflexión de la conciencia sobre la ley moral y el deber de la voluntad autónoma, que es el punto de vista de la ética kantiana. Hegel comprende la eticidad concreta como esencialmente histórica y piensa que recién en el sistema de las instituciones del Estado de derecho y de la sociedad civil moderna se ha alcanzado una eticidad que respeta y realiza, en principio, las exigencias de la moralidad. Por eso para Hegel no se pueden ya contraponer moralidad y eticidad.

El uso de los términos “moralidad” y “eticidad” en el lenguaje filosófico posthegeliano ha asociado algunas veces el punto de vista de la eticidad con el historicismo y el relativismo ético, y por otro lado, en cuanto este punto de vista se remite a las costumbres e instituciones de una tradición, presenta un sesgo que se ha considerado también como conservador. El término “moralidad” se asocia en cambio con la pretensión de fundamentación filosófica de principios morales igualmente válidos para todos los seres humanos, es decir, con una posición filosófica racionalista y universalista. El punto de vista de la moralidad se ha considerado también como una orientación más crítica y progresista. Es claro que los calificativos “conservador” o “progresista”, asociados a la ética de la eticidad y de la moralidad, respectivamente, son valoraciones relativas y polémicas. Si se atiende a las orientaciones más recientes del pensamiento posmoderno puede decirse que estas valoraciones tienden a invertirse.

Los ensayos de síntesis o de unificación de estas dos instancias de la “ética” y la moral (como el que llevó a cabo Hegel en su sistema) así como el abandono de alguna de ellas, o el reduccionismo de la una a la otra, se han mostrado, sin embargo, como operaciones inconsistentes en la teoría y de alto riesgo en la praxis.

Parece, por lo tanto, que en la situación posmoderna debiéramos mantener o acentuar más bien esta diferencia y contar, al mismo tiempo, con Aristóteles y con Kant como dos fuentes complementarias e irreductibles del pensamiento ético, renunciando al proyecto de una teoría unificada.

Algunos filósofos contemporáneos (como Paul Ricoeur, Jürgen Habermas, Ronald Dworkin, Richard Rorty, B. Williams, etc.) han retomado esta diferencia independientemente de los presupuestos sistemáticos de la

filosofía de Hegel, entendiendo en general a la moral como la tematización de los principios universales de la moralidad y a la “ética” como la tematización del ethos histórico particular de cada comunidad. “Moralidad” alude a la forma incondicionada del deber, de la obligación, de la rectitud, la justicia y la solidaridad en las relaciones con los demás; al respeto de la dignidad de la persona, de la pluralidad de las culturas, de las formas de vida y de los derechos humanos fundamentales. (Esta es la dimensión de lo moral que ha sido especialmente puesta de relieve y estudiada por Kant y por las teorías éticas de orientación kantiana).

El ethos, en cambio, en cuanto tema de la “ética” en el sentido al que nos estamos refiriendo, se puede describir como un conjunto de creencias, actitudes e ideales que configuran un modo de ser de la persona, o la “personalidad cultural básica” de un grupo humano, tal como la conciben los antropólogos. Por eso la “ética” alude en este sentido a una concepción de la buena vida, a un modelo de la vida virtuosa y a los valores vividos de una persona o de una comunidad, encarnados en sus prácticas e instituciones. La “ética” así entendida se interesa ante todo por el sentido o la finalidad de la vida humana en su totalidad, se interesa por el bien o el ideal de la vida buena y de la felicidad. Estos otros son los temas en los cuales se han centrado las teorías éticas de orientación aristotélica y hermenéutica.

En la “ética” se revelan o se encuentran ya dados incluso los fines más elevados que orientan la existencia del hombre o de los miembros de una comunidad en cuanto tales, y a través de los cuales ellos creen poder alcanzar la felicidad o el bien supremo. Así entendida, la “ética” se vincula íntimamente, casi siempre, con la religión.

Otros filósofos actuales han redescubierto por su propia cuenta esta diferencia entre la “ética” y la moral, independientemente de la tradición del debate de la moralidad y la eticidad en la filosofía continental. Michel Walzer alude a esta diferencia con los términos thick y thin. Toma la idea de densidad (thickness) como “un tipo de argumentación moral referencialmente rica, culturalmente resonante y ligada a un sistema o red simbólica de significados locamente contextualizada”: esto es la “ética” en el sentido en que se usa el término en este libro. “Thin, tenue, es simplemente el término de contraste” (la moral).3 John Rawls trabaja en cambio con la

3 Michel Walzer, Thick and Thin. Moral Arguments at home and

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diferencia y el solapamiento de las “doctrinas comprensivas” de las diferentes comunidades y los principios universalizables de la justicia como equidad que conforman la estructura de una sociedad bien ordenada.4 Esta diferenciación, que es tan importante en Rawls, es también básicamente equivalente. El núcleo de unas “doctrinas comprensivas”, en la terminología rawlsiana, es una “ética”; y la “teoría de la justicia” de este autor es una teoría sobre la moral pública de una sociedad pluralista y democrática.

La ética que ha de regir las relaciones en el ámbito intercultural e internacional no puede tener un contenido mucho más rico que el de los principios de justicia y de solidaridad humana; es una ética mínima,5 tenue o delgada, que carece de la densidad sustantiva de las valoraciones fuertes y de los modelos de vida virtuosa propios de cada comunidad. En este contexto, thin no quiere decir sin embargo débil, aclara Walzer, sino que, por el contrario, es como la escueta y descarnada estructura ósea del esqueleto que sostiene desde dentro las bellas formas del cuerpo humano. La metáfora del esqueleto no es de Walzer, pero me parece útil para representar las relaciones de la “ética” y la moral. La moralidad universalista se ha comprendido a veces como un corsé impuesto desde fuera a la vida “ética” por una racionalidad abstracta que niega las diferencias. Pero este sesgo de la moralidad universalista queda enteramente disuelto si se abandona el método kantiano del construccionismo racional a priori y se lo reemplaza por un procedimiento hermenéutico reconstructivo que busca explicitar y fundamentar los principios básicos de la moral a partir de las experiencias de la vida buena y del ethos vivido, como las condiciones normativas necesarias de su propia existencia, o como la gramática universal de la interacción humana con sentido.

Esta es la diferencia que ha dado lugar a la formación de las teorías éticas rivales que mencionábamos al comienzo: 1) ética deontológica, formal o de normas, o ética de la justicia; y 2) ética teleológica, material, de los valores y de las virtudes, o ética del bien. Sin embargo, la aparente oposición de estas teorías éticas que se presentan como alternativas, debería resolverse en alguna forma de integración o de complementariedad, por

Abroad, New York, 1994. 4 John Rawls, Political liberalism, New York, 1993.5 Cf. Adela Cortina, Ética mínima, Madrid, 1986.

cuanto se trata en realidad de una diferencia que no es meramente teórica, sino que pertenece al campo objetivo de los fenómenos morales y, en consecuencia, tanto las teorías éticas como la educación deberían trabajar con esta diferencia. La búsqueda de la integración y de la articulación de la moralidad universalista con los valores e ideales de la vida buena de los grupos y culturas históricas particulares y con la problemática de las identidades y de las diferencias es uno de los temas más significativos de las reflexiones éticas contemporáneas.

Esta distinción entre lo“ético” y lo moral se reencuentra en ambos lados: tanto en el campo objetual, de los fenómenos morales, como en el campo epistémico de la Ética como disciplina filosófica (que debería estudiar por separado estos dos temas de la “ética” y la moral), o de las teorías éticas, que se concentran muchas veces en uno solo de estos campos.

Atendiendo a la crítica que me ha hecho R. Maliandi,6 de que “convendría tomar recaudos aclaratorios para evitar la confusiones originadas en la ambigüedad del término”, o en los dos sentidos diferentes con los cuales se usa, escribiré la palabra “ética” entre comillas siempre que se refiera a este concepto que se define como diferente de la moral. Ética, sin comillas (y con mayúscula cuando es usada como sustantivo) se refiere en cambio en este libro a la disciplina filosófica y a las diferentes teorías éticas que han desarrollado los filósofos. La convención terminológica enunciada, si bien es bastante corriente en el lenguaje filosófico contemporáneo, puede ofrecer otra dificultad con el uso de la palabra “moral” en el lenguaje cotidiano, porque con ella se alude por lo general a la subjetividad de la conciencia y a la responsabilidad personal. La ética de Kant parece decir, en cambio, lo contrario de este sentido usual cuando sostiene como tesis central que la ley moral es objetiva y universal, y que la moralidad implica reciprocidad en el trato con los demás. Los filósofos contemporáneos en su mayoría apoyan de diferentes maneras la idea de que la moralidad no puede entenderse como un asunto meramente privado y subjetivo. Estos conceptos filosóficos no se oponen, sin embargo, al uso común en la medida en que el sesgo intimista del sentido de la palabra “moral” se interprete con referencia a las acciones de la persona en las circunstancias concretas, y especialmente en situaciones difíciles, frente a las cuales solo el propio sujeto puede tomar

6 Ricardo Maliandi, Ética: conceptos y problemas, Biblos, 2004, p. 75.

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la decisión, después de haber deliberado en cada caso sobre lo que debe hacer. Sobre este aspecto personal de la responsabilidad moral volveré en el último capítulo (8).

Esta distinción, que aquí he introducido, no es, por cierto, una cuestión meramente terminológica (una cuestión de palabras) sino que tiene en la actualidad una importancia sistemática fundamental. Como se podrá comprobar a lo largo de todo este libro, esta distinción juega un papel decisivo en el tratamiento de los problemas teóricos y prácticos, que difícilmente se podrán solucionar si no se trabaja reflexivamente con ella.

2. Comunidades homogéneas y sociedades multiculturales

Las sociedades tradicionales premodernas han funcionado la mayoría de las veces como unidades cohesionadas por un sistema monolítico de ideas, creencias y valores homogéneos, profundamente arraigado en su propia historia, el cual funda una manera unívoca de concebir “lo natural”, el bien y los ideales de vida del hombre y de la comunidad, es decir, un ethos cultural que configura y define una fuerte identidad colectiva.

En este contexto la educación, por ejemplo, no hace otra cosa que inculcar directamente a los jóvenes el modo de ser propio de la comunidad en la que ingresan, como la forma de vida “ética”, los valores y costumbres que caracterizan o identifican a los miembros de esa comunidad y que ellos comprenden como naturales, de tal manera que no permiten ninguna libertad para elegir otra forma de vida diferente. Este modelo de educación moral supone que la posible experiencia de conflictos de valores ha de tener siempre una resolución ya dada en el ordenamiento jerárquico de los valores mismos. El modelo no es cuestionado mientras la homogeneidad cultural de la comunidad y su sistema de valores se mantiene inalterado.

El comunitarismo es una posición filosófica que pretende restaurar de alguna manera aquel modelo. En su justificada crítica del individualismo y del atomismo liberal, los comunitaristas ponen de relieve que el individuo no precede en realidad a su comunidad, sino que, por el contrario, depende profundamente de ella. Los valores y creencias, o la comprensión del mundo comunitaria, determinan su autocomprensión y con ello también su identidad. Extremando esta línea de pensamiento, algunos llegan a decir que

el individuo no elige libremente (aunque crea hacerlo así) sus valores y los fines fundamentales, sino que los encuentra siempre ya ahí en la tradición histórica de su comunidad. Uno de los comunitaristas prominentes, que es Alasdair MacIntyre, expresa con el mayor vigor esta interpretación: “Soy hijo o hija de alguien... ciudadano de esta o aquella ciudad, miembro de este o aquel gremio o profesión... Como tal heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral”.7 El tipo de identidad en la que piensa este autor es la identidad convencional de las sociedades premodernas en las que la dinámica del cambio y la movilidad social eran casi inexistentes, y el individuo quedaba ya identificado de manera “natural”, no por sus elecciones, sino por su nacimiento en determinada familia, etnia, lugar y clase social o corporación, por los roles sociales y las funciones profesionales que heredaba de sus antepasados.

El avance del proceso de modernización, la movilidad social, territorial y profesional de amplios sectores sociales, la apertura al mundo, la globalización, etc., han erosionado y puesto en crisis los restos de aquel tipo de cultura tradicional y las identidades estáticas, ligadas a las estructuras corporativas de las sociedades premodernas que algunos comunitaristas quisieran restaurar o mantener, y han difundido otros valores que tienen que ver con la vida privada y la libertad individual para elegir diferentes planes de vida, para buscar otros horizontes fuera del lugar de origen, cambiando los roles heredados y las posiciones sociales, etc. Se habla de la transición de un modelo de identidad fuerte, estable y cerrada, a un nuevo tipo de identidades abiertas, menos duras y más dinámicas. En la terminología de Paul Ricoeur8 se trata del paso de la identidad “idem”, que forma parte de lo involuntario de nuestro ser y denota permanencia inalterada del carácter, como herencia natural y cultural, a la identidad “ipse”, entendida como fidelidad a las propias elecciones de la libertad y mantenimiento de la palabra dada, como lealtad y cumplimiento de las promesas. Esta es la identidad propiamente moral, que se ha desprendido ya de los presupuestos sustancialistas de un núcleo inalterable de la personalidad. Este sentido de la

7 A. MacIntyre, Tras la Virtud, Barcelona, 1984, pp. 271-272.8 P. Ricoeur, Soi-même comme un autre, París, 1996.

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identidad moral tiene su anclaje más profundo, según mi manera de ver,9 en la fidelidad a la verdad, no como algo ya dado, sino como el horizonte o la meta de una búsqueda del sentido, que implica apertura a la crítica y disponibilidad para la autocorrección y el cambio. La autonomía llega hasta la definición de la propia identidad, que no se acepta como algo que se recibe ya hecho, sino que se desea realizar como elección y libre construcción de sí mismo.

Ahora bien, en una sociedad abierta, democrática y pluralista, en la que no existe ya una única concepción del mundo y del hombre que sea reconocida por todos, y especialmente en las grandes sociedades multiculturales, se da también un pluralismo de las convicciones “éticas” acerca del bien o de los ideales y modelos de vida, y bajo este aspecto podría decirse que la “ética”, en el sentido especial que se ha definido aquí, en cuanto diferente de la moral, es vivida ahora como una tradición cultural o como una opción individual o de grupo, que reclama respeto y solidaridad de la sociedad global, pero que no puede pretender universalizarse, u “oficializarse” en la esfera pública mediante el derecho, sino que tiene que aprender a convivir con otras tradiciones y con otras formas de vida.

Hay quienes experimentan estos cambios como una suerte de privatización de la “ética”, como un empobrecimiento o una pérdida de la vida comunitaria; otros ven en ello un progreso o la liberación de un modelo de sociedad cerrada, premoderna y antiliberal. Esta es una presentación muy elemental de un debate abierto que divide las opiniones en la sociedad y en la filosofía actual, no solamente en América Latina, sino también en Europa y los EE. UU. El debate central en la filosofía norteamericana de las últimas décadas del siglo XX ha sido esta confrontación de liberalismo y comunitarismo. No podría detenerme ahora a analizar aquí los argumentos en pro y en contra de una y otra posición. Pero ya el planteamiento de esta situación trae aparejado como consecuencia una pérdida de legitimidad de los contenidos de los sistemas jurídicos que conservan resabios de aquellas “éticas” tradicionales, y del mencionado modelo de educación “ética” de las comunidades antiguas, el cual sería rechazado como autoritario en una sociedad moderna.

9 Cf. J. De Zan, “Identidad y universalidad”, en Erasmus, nº 1, Río Cuarto, 1999.

¿Esto quiere decir, entonces, que los aspectos morales de la educación quedan reservados a la familia y a las comunidades religiosas o a otros grupos privados; que la escuela pública debe abstenerse de incidir en esta dimensión porque ello sería interferir en la libre elección de valores e ideales de los alumnos? ¿Cómo establecer esta demarcación en el sistema jurídico?

Me parece que aquí, frente a estas preguntas, revela toda su significación la distinción que he venido remarcando desde el comienzo entre el tema de las normas y los principios morales con pretensiones de validez universal, y el tema de los ideales y modelos éticos de vida, que deben ser respetados en la medida en que representan opciones que definen una identidad o un ethos particular y valioso, pero que dependen de convicciones y de opciones de vida que no pueden argumentarse como vinculantes para todos. El que se reconozca como fenómeno sociológico la progresiva privatización de los ideales y modelos éticos no quiere decir que pueda admitirse también la privatización y la relatividad de todos los valores y de los principios morales, porque sin una moral pública no es posible el orden político, el derecho, ni la sociedad misma.

3. Ética, moral y educación

Quiero proponer ahora esquemáticamente algunas aplicaciones de estos conceptos de la “ética” y de la moral en el campo de la educación. Esta consideraciones acerca de cómo se opera la diferencia que he explicado en este campo privilegiado de su aplicación permitirá terminar de aclarar los conceptos y comprender la importancia de trabajar con su diferencia.

Las dificultades e interrogantes globales que se han planteado sobre la educación “ética” y moral han sido diferentes en las distintas épocas de la historia. Podríamos rememorar esos problemas de manera elemental a través de tres preguntas.10 1) En la filosofía griega antigua se había planteado un tipo de preguntas como éstas: ¿Puede enseñarse la ética?, ¿cómo es posible enseñar la virtud? O ¿cómo se lleva a cabo la educación del comportamiento moral? Este primer grupo de preguntas alude a la cuestión

10 Cf. Adela Cortina, “Moral dialógica y educación democrática”, en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 210 y ss.

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pedagógica y metodológica de la formación ética o moral de los jóvenes. 2) Aunque aquellos problemas clásicos sigan ocupando todavía hoy a la pedagogía y a la psicología, en la época moderna se han planteado otras preguntas nuevas y más álgidas: ¿Tiene derecho el maestro a inculcar a los alumnos su concepción “ética” de la vida buena o su escala de valores? ¿Es compatible con el principio liberal de la tolerancia y de la neutralidad del Estado concederle la atribución de diseñar planes de formación moral? ¿Cómo se puede legitimar la educación en determinados valores y principios morales sin violar la autonomía y la libertad de conciencia, respetando las propias creencias y el modelo de vida adoptado por el grupo social de pertenencia? ¿Quién está autorizado para establecer fines y objetivos iguales para la educación que se imparte a grupos, comunidades y culturas diferentes? Este segundo grupo de interrogantes alude al problema de la legitimidad de la educación moral en la escuela pública. 3) Por otra parte, y no obstante la relevancia que han cobrado las cuestiones de la Ética en la sociedad actual, este fenómeno no se refleja, sin embargo, en un incremento de la demanda educativa en esta línea. Se ha llegado a decir incluso que las preguntas centrales que se plantean ahora en nuestra época al respecto no son ya las clásicas preguntas antiguas y modernas, citadas más arriba, sino preguntas más pragmáticas como estas otras: ¿Vale la pena insistir hoy en la educación moral? ¿Cómo es posible conciliar la educación en valores y principios ideales con el desarrollo de las aptitudes y competencias para el éxito en las condiciones reales de la sociedad moderna? ¿Qué resultado cabe esperar de una educación “ética” y moral en contradicción o a contrapelo de las prácticas sociales y modelos imperantes que el niño encuentra fuera de la escuela? El tercer grupo de preguntas plantea los problemas pragmáticos de la utilidad y la eficacia de la educación moral en la sociedad moderna. Ya en la época de la formación de esta sociedad advertía I. Kant11 sobre el olvido (entrañado en la concepción pragmática de la educación) de la formación del juicio acerca del valor de los fines, o de la cuestión esencial del sentido, la racionalidad y la rectitud moral de las acciones humanas.

Esta tendencia se ha acentuado con la importancia creciente de la formación científico- tecnológica y el predominio de una racionalidad

11 I. Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, (Ak. Ausg., IV, 415), edición española bilingüe, Ariel, Barcelona, 1996, p. 161.

puramente instrumental que se impone cada vez más a través de la modernización de las sociedades.

En relación con este problema, la educación tiene que cuidarse de las dos deformaciones o tendencias unilaterales opuestas que han desacreditado a veces la idea misma de la formación moral: a) la orientación pragmatista que reduce la educación a una función acrítica y meramente reproductiva de las pautas y de la moralidad social de hecho vigentes, y fomenta actitudes adaptativas o de acomodamiento oportunista; b) la orientación puramente principista, normativista, abstracta y utópica que, al no promover la reflexión sobre las condiciones históricas de aplicación de los criterios morales, trasmite una moralidad descontextualizada e imposible, que carece de toda factibilidad de inserción positiva en la dinámica de la sociedad real. Frente a estos extremos es preciso cultivar el equilibrio reflexivo de una ética de la responsabilidad que permita una inserción eficiente y a la vez crítica en la trama de la interacción social.12

A los mencionados problemas pedagógicos hay que agregar los cuestionamientos que provienen de las propias teorías éticas filosóficas. Algunas orientaciones del pensamiento contemporáneo, especialmente bajo la influencia del neopositivismo, y luego del contextualismo posmoderno, han sostenido un relativismo o escepticismo ético (ya sea bajo la forma del emotivismo o del neopragmatismo) que dejan sin sustento las perspectivas de la educación. “Según el individualismo-relativismo ético, que ha sido dominante en la ideología de las democracias liberales de Occidente, cada cual es enteramente libre de elegir, conforme a sus propias convicciones, el sistema de valores y el código moral que mejor le parezca, sin que estas decisiones íntimas de la conciencia de cada uno deban dar cuenta o puedan ser confrontadas, discutidas, criticadas o justificadas conforme a algún criterio intersubjetivamente válido, más allá de la propia conciencia individual o de grupo. Ahora bien, claro está que las decisiones de la conciencia privada del individuo (o de los grupos sociales), así establecidas y fundadas solamente en sus preferencias subjetivas o en las convenciones particulares ligadas al contexto social y cultural, no pueden tener pretensiones de validez ni exigir reconocimiento más allá de la propia esfera privada de la vida individual o del grupo social de pertenencia. Pero si se

12 Cf. K.-O. Apel, Diskurs und Verantwortung, Fráncfort, 1988.

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acepta esta reducción de la moralidad a la esfera de la vida meramente privada, ¿cómo habrá de ser posible fundamentar entonces las condiciones para que la libertad de cada uno pueda coexistir con la libertad de todos los otros, en el marco de una ley general?”.13 La privatización de la moralidad le quita el piso al propio Estado de derecho de las democracias liberales.

Se ha creído a veces que el rechazo del modelo autoritario de la educación ética de las sociedades tradicionales premodernas, como “inculcación” de determinados valores o como “indoctrinación” (que es el que practican todavía las sociedades cerradas y las ideologías fundamentalistas) y que las condiciones deseables de una sociedad abierta, pluralista y democrática tienen que llevar a prescindir de la fundamentación de principios o de normas morales universales y a practicar una educación moralmente neutra o aséptica. ¿Pero cómo se podrían fundar entonces las exigencias de moralidad de la vida pública y de justicia y solidaridad social?

Para responder hoy adecuadamente a estos problemas es preciso trabajar con la diferencia conceptual enunciada al comienzo.

1) Retornando en primer lugar las preguntas antiguas clásicas sobre cómo es posible la educación “ética” y moral, podría decirse ahora que la dificultad mayor del problema ha estado precisamente en la no diferenciación de los campos que la filosofía contemporánea distingue con estos dos términos, porque la respuesta es muy diferente para cada caso. El procedimiento pedagógico de la “ética” es narrativo y hermenéutico. Como lo ha mostrado particularmente A. MacIntyre, el método tradicional de la educación en la “ética” del bien y de la virtud ha sido el de “contar historias” que presentan los modelos de vida y de identificación.14 Como arquetipos del método narrativo de la “ética” pueden citarse la “paideia” griega antigua, a partir de la historia de los héroes homéricos, y la “paideia” cristiana primitiva centrada en el relato evangélico de la vida de Cristo. La liturgia de la narración evoca y actualiza la memoria colectiva de la comunidad y reproduce la identificación de sus miembros con el ethos trasmitido en el relato.15 También para R. Rorty la ética “toma la forma de una narración [...] antes que la de una búsqueda de principios generales”. Semejante búsqueda

13 J. De Zan, Libertad, poder y discurso, Almagesto, Buenos Aires, 1993, p. 200.14 Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, (1984), Crítica, Barcelona, 1987, p. 155.

sería por lo demás inútil para este autor.16 Algunos autores contemporáneos como los citados han reivindicado

la “ética”, pero contraponiéndola a la moral. Hay que decir, sin embargo, remedando una fórmula de Kant, que una moral sin “ética” es una abstracción vacía, pero una “ética” sin moral es ciega y puede ser peligrosa.

El desarrollo de la conciencia moral, en cambio, y la formación del concepto de justicia, según lo ha mostrado J. Piaget, se realizan como un aprendizaje que los niños tienen que hacer por sí mismos en la interacción comunicativa con los otros, entre pares. La educación moral desarrolla la aptitud para asumir los roles y puntos de vista de los otros como sujetos morales. En sus investigaciones de psicología moral ha estudiado Piaget los procesos de aprendizaje del respeto mutuo y de la idea de justicia a partir de los juegos de interacción y de la cooperación entre los niños.17 En esta relación y en los conflictos de sus egocentrismos naturales se produce el descentramiento de la conciencia de sí, el aprendizaje del reconocimiento recíproco, la toma de conciencia de los límites propios y la aceptación de los otros, así como el aprendizaje en cierto modo forzoso del respeto de sus derechos. 18 Se trata de un aprendizaje práctico, de un proceso de

15 En este mismo sentido interpretamos la sentencia de L. Wittgenstein en las Conversaciones con F. Weismann, según la cual lo ético (das ethische, o el ethos) no se puede enseñar sino que se muestra (es zeigt sich) como se muestra la belleza de una obra de arte. Y lo que se aprende mediante el relato de vidas que han sabido encontrar su sentido y realizarlo, o de una vida buena y feliz, es lo más significativo, no solamente para el conocimiento de la “ética”, sino también, y sobre todo, en orden a la eficacia de la motivación “ética” para vivir bien (cf. J. De Zan, “Wittgenstein y la ética”, en Tópicos, nº 7, Santa Fe, 1999, p. 79-96).16 Cf. Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991.

17 17 Cf. J. Piaget, El criterio moral en el niño, Martínez Roca, Barcelona, 1984; también los trabajos de Lawrence Kohlberg. Cf. Kohlberg y otros, La educación moral, Barcelona, 1997.

18 Para Hegel los individuos naturales llegan a ser personas morales por mediación del reconocimiento recíproco, pero esta transformación solamente se logra a través de la experiencia dolorosa de la lucha por el reconocimiento (Kampf um Anerkennung), que es el primer paso del proceso

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socialización que no puede ser sustituido por la enseñanza de ningún catálogo de normas o valores. Este proceso de la educación, o autoeducación moral, conlleva el aprendizaje de los presupuestos actitudinales del comportamiento moral, como la actitud de diálogo, la disponibilidad para escuchar a los otros, y no solamente para tolerar, sino para apreciar positivamente las diferencias, porque lo que está en primer plano aquí no es ya la propia identidad (como en la “ética”), sino el reconocimiento y el respeto moral de la alteridad. Estos aprendizajes prácticos de las relaciones morales de alteridad necesitan ser complementados y orientados, sin embargo, por el educador (pese a Piaget) mediante el ejercicio del discurso moral y la reflexión sobre sus condiciones normativas, para que la formación de la conciencia moral pueda alcanzar el nivel de un saber crítico y bien fundado. Porque el reconocimiento intersubjetivo de los criterios morales de justicia y del juicio crítico solamente puede estar fundamentado mediante buenos argumentos, cuyas pretensiones de validez pueda sostenerse en la confrontación con las diferentes situaciones y los puntos de vista de los demás.

2) Con respecto a las “preguntas de los modernos” sobre la legitimidad de la educación “ética” y moral, y en particular sobre el derecho de la escuela como institución estatal a intervenir en este campo, la distinción entre “ética” y moral permite delimitar las competencias: mientras la educación en el sentido de la rectitud y de la honestidad, en los principios morales universales de justicia y solidaridad, y en el respeto de los derechos humanos, es función irrenunciable (y deber moral) de la sociedad global y de la escuela pública, la trasmisión de un ethos o la formación “ética” en un determinado sistema de valores y forma de vida; en cambio, es deber y derecho reservado en principio a la familia, a los grupos o comunidades de pertenencia, o libremente elegidos y a las escuelas confesionales que estos grupos puedan fundar para sí mismos y para sus propios hijos. Las opciones

de la Bildung. Esta experiencia ya ganada para el género en la prehistoria de la humanidad tiene que reproducirse en forma abreviada e incruenta, pero no exenta de negatividad y padecimiento, en la Bildung de cada uno de los individuos, cf. J. De Zan, La filosofía práctica..., o.cit., pp. 271-292.

“éticas” sobre valores, planes de vida, modelos de identificación, etc., son elecciones profundamente personales o de grupos libremente adheridos a una tradición y, en este terreno, la libertad de conciencia y las diferencias de las identidades deben ser respetadas como algo sagrado. Los diferentes grupos étnicos, culturales, religiosos, etc., tienen derecho a vivir conforme a sus propias concepciones del bien, siempre que éstas sean razonables, es decir: respetuosas de este mismo derecho frente a todos los demás. Pero sin una moral pública, igualmente vinculante para todos los miembros de la sociedad, sin el respeto universal de los principios de justicia y solidaridad, toda convivencia humana civilizada se pone en peligro. De ahí que la educación moral, que incluye los temas de la dignidad de la persona, de los derechos humanos y del valor moral de la democracia como método para legitimar las decisiones colectivas, es el fundamento y el núcleo esencial de la educación moral y cívica.

La educación pública no debería adoptar, sin embargo, una orientación racionalista y agnóstica, que desconoce o disuelve las valoraciones y creencias constitutivas de la identidad de los grupos humanos de pertenencia de los alumnos, sino que tiene que ayudarlos a crecer desde ellos mismos en su propia identidad; pero tampoco puede adoptar e imponer las concepciones “éticas” de alguno de esos grupos, aunque sea el grupo mayoritario.19 Esta neutralidad del sector público-estatal no puede significar, sin embargo, dejar libradas las cuestiones axiológicas a la mera subjetividad, sin la confrontación y la orientación racional de los principios de la moralidad publica y no significa reducir la “ética” a un asunto puramente privado,

19 Al exponer estos criterios en un seminario para maestros de enseñanza primaria, algunos de ellos me señalaron que veían cierta dificultad en este punto porque ellos se encuentran muchas veces (y no sólo en los barrios marginales) con chicos que no traen modelos valiosos de identificación, ni de la familia ni de los lugares sociales de donde provienen. Ante esta dificultad cabe decir dos cosas: 1) que el docente tiene que revisar su primera impresión e intentar un acercamiento más profundo al alumno que le permitirá quizás descubrir esos valores; 2) que si bien la escuela difícilmente podrá remediar las carencias de la formación “ética” de la familia y de la sociedad civil, el docente debe asumir una función supletoria con su propio testimonio de vida.

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separado de la vida social y del ejercicio de la ciudadanía política. La escuela tiene que promover la conexión y la transferencia de los “valores fuertes” de la familia y de las comunidades de pertenencia de los alumnos (culturales, religiosas, etc.), al orden de los principios universales de la moralidad, los derechos humanos y las normas de la convivencia democrática, trabajando en la articulación o el posible “solapamiento” (para emplear la terminología de Rawls) de estas dos instancias diferentes, pero complementarias, de la formación “ética” y moral.

3) El problema de la “ética” y la moral en la sociedad moderna y en la educación no se resuelve, sin embargo, con la separación de la formación “ética” y de la educación moral a través de la demarcación de sus competencias en lo privado y en lo público, respectivamente, como si se tratara de dos esferas autosuficientes que pueden estar incomunicadas. El problema es bastante más complejo por cuanto, en primer lugar, la “ética” no es asunto meramente privado, como se verá enseguida, en el apartado siguiente de este mismo capítulo; y en segundo lugar, una educación eficaz en los principios morales presupone siempre alguna formación “ética”, que ordene el sentido de la propia existencia personal y le permita al individuo responderse a la cuestión existencial última de “porqué ser en definitiva moral”. Sin valores fuertes (en el sentido de Charles Taylor), ideales y modelos éticos de identificación, es difícil y poco realista esperar que el sujeto asuma en su conducta principios morales y mantenga unas actitudes y unas prácticas consecuentes. En este sentido habría que recordar las expresiones de Hegel cuando decía que la moralidad abstracta de los principios universales es impotente (Ohnmacht des Sollens) si no está injertada en un ethos vivido, que le trasmita la fuerza de sus motivaciones histórico-culturales, y si no cuenta con el respaldo institucional de una comunidad “ética” (un System der Sittlichkeit).

Pero por otro lado la “ética”, la idea del bien y los planes de vida de los individuos y los grupos, así como las estructuras institucionales, deben estar abiertas y expuestas siempre, a su vez, a la confrontación racional crítica del discurso moral. En los casos de conflicto o de cuestionamiento, la “ética” debe reconocer la validez universal y la preeminencia de los principios morales, porque también hay formas de eticidad que no son moralmente

aceptables, o que no son aptas para la convivencia plural en una sociedad moderna y democrática.20 Bajo este aspecto debe hablarse de una jerarquización de la moral sobre la “ética”, o de “la prioridad de la justicia sobre el bien”, según la conocida formula sustentada por J. Rawls.21

(…)

5. Tipos de reflexión ética y disciplinas del campo

Una de las tareas de la ética como disciplina filosófica es la de delimitar su propio campo y diferenciar los espacios dentro del mismo. Como este campo es dinámico, está en movimiento y se ha reconfigurado de manera bastante significativa en las últimas décadas, debido a la incidencia de los importantes replanteos de la teoría ética realizados por los filósofos contemporáneos, reina todavía una cierta anarquía en la abundante literatura existente sobre el tema. La sistematización de los manuales no da cuenta la mayoría de las veces del estado de avance de la disciplina.

En la vida social nos encontramos permanentemente con un nivel prerreflexivo de valoraciones “éticas” y de normatividad moral, no diferenciadas ni cuestionadas, sino incorporadas en las costumbres y en las formas de la acción social conforme a valores y normas, que son analizadas por los sociólogos; pero también en la manera de reaccionar frente las acciones que se apartan de esta normalidad de la acción tradicional, conforme a la costumbre, en la manera de enjuiciarlas, etc. En las transgresiones y el enjuiciamiento de las mismas la moralidad social espontánea comienza a hacerse reflexiva. Quiero citar la descripción que realiza R. Maliandi de los diferentes niveles de la reflexión y el discurso explícito sobre lo moral:

20 El punto de vista moral y de los derechos humanos permite discutir y reprobar por ejemplo el ethos del nazismo, de la lucha marxista de clases, o de ciertas concepciones religiosas fundamentalistas actuales.

21 21 Cf. John Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, esp. 2ª parte: IV. “La idea de un consenso entrecruzado” (o por solapamiento); V. “La primacía de lo justo y las ideas sobre el bien”; VI. “La idea de una razón pública”.

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Casi insensiblemente se pasa del nivel prerreflexivo a un nivel de reflexión. Se trata [en primera instancia] de una reflexión elemental, espontánea, que surge a consecuencia de discrepancias morales. Es el tipo de reflexión que va adosado a la toma de conciencia de que el otro no juzga exactamente como yo [...] La actitud de pedir consejos, por ejemplo, porque, aunque se conocen las normas, no se sabe cómo aplicarlas a tal situación concreta —o porque no se sabe cuál norma habría que aplicar ahí— y, sobre todo, la actitud de brindar ese consejo solicitado, son actitudes que van acompañadas necesariamente de un tipo de reflexión que podemos llamar “reflexión moral”. Un segundo nivel está constituido por las reflexiones que es necesario desarrollar cuando no nos conformamos con saber, o con decir qué es lo que se debe hacer, sino que nos planteamos la pregunta “por qué” y tratamos de responderla. Ahí se toma conciencia de que la reflexión no sólo es ineludible, sino también de que hay que desarrollarla racional y sistemáticamente. Ese desarrollo equivale ya a una “tematización”. O sea, entramos ya en la ética. La búsqueda de fundamentos de las normas, y la crítica de aquellas normas que no nos parecen suficientemente fundamentadas, son las tareas características de este segundo nivel que constituye la ética normativa.

La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador moral, “el moralista”. Aunque la prédica, como tal, no sea esencialmente reflexiva, el moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. No tenemos que pensar necesariamente al moralista como un predicador profesional, o como alguien dedicado permanentemente a “moralizar”. Todo ser humano puede ser moralista, al menos por momentos, cada vez que dice a los otros lo que se debe, o no debe hacer. En nuestro tiempo, la imagen del moralista está desacreditada, pues suele vinculársela a la ingenuidad, o bien a la hipocresía.

El “moralismo”, la “moralina”, etc., son efectivamente deformaciones que evocan cierto rigor moral artificial propio, por ejemplo, de la época victoriana y referido particularmente a la regulación de las relaciones sexuales. [...]

La ética normativa [como disciplina filosófica] es la búsqueda de los fundamentos de las normas y de las valoraciones, y va indisolublemente asociada a la crítica, es decir, al cuestionamiento de cada fundamentación.

Tanto la fundamentación como la crítica son tareas filosóficas [...] El pensamiento positivista, en sus diversas variantes, ha cuestionado siempre el derecho de la ética normativa a constituirse en saber riguroso. El gran prejuicio positivista consiste en suponer que sólo las ciencias “positivas” revisten ese carácter, y que todo lo normativo, es una cuestión subjetiva, algo así como una cuestión de gustos (y de gustibus non est disputandum). En este prejuicio reside la razón de por qué la filosofía analítica —que mantiene siempre algún lastre de positivismo— suele ignorar la diferencia entre la mera reflexión moral y la ética normativa”.22

Para una determinación más completa del campo disciplinario de las investigaciones éticas habría que distinguir y separar a la ética filosófica, especialmente en cuanto ética normativa, de la ética descriptiva, que tiene por objeto las valoraciones y reglas sociales de la moral positiva, de hecho vigente en una sociedad, a la cual se suele contraponer la moral crítica, o racional, que sería la ética filosófica.23 La ética descriptiva enuncia, analiza y explica los fenómenos y conflictos morales, e incluso puede llegar a predecir las conductas posibles de los individuos y los grupos en situaciones típicas, conformes a sus creencias y hábitos morales.

En este plano descriptivo-explicativo se pueden ubicar también, tanto los estudios de psicología como de sociología moral, o de antropología social y cultural y de historia de la moralidad social. Estos últimos tipos de estudios se refieren a fenómenos morales como las conductas sociales y los valores culturales, para describir y analizar su característica, su evolución y su incidencia en los otros aspectos de la dinámica de la sociedad y de la cultura. También puede hacerse un tratamiento descriptivo de la ética de las profesiones, como la ética judicial. El artículo de M. D. Farrell sobre “Ética de la función judicial”, por ejemplo, se mantiene en este nivel descriptivo de cuáles son las exigencias que el sistema jurídico, tal como está diseñado y como funciona de hecho en un determinado país, le plantea a la función de los jueces.24 La ética descriptiva debería hacerse cargo del cuestionamiento

22 Ricardo Maliandi, o. cit., 2ª ed., 1994, pp. 43-44 y 49-51.23 Sobre esta distinción cf. C. Nino, Ética y derechos humanos, Buenos

Aires, Paidos, 1984, “Moral social y moral crítica” y “Las funciones sociales de la moral”, pp. 79-87.

24 M. D. Farell, “La ética de la función judicial”, en: J. Malem y otros,

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epistemológico de la pretensión de neutralidad de las ciencias sociales. El mencionado artículo puede leerse como expresión de cierta cultura jurídica tradicional.

Este tipo de análisis puede limitarse en este campo al punto de vista jurídico formal, y recomendar incluso cuáles son las conductas más funcionales desde este punto de vista internalista del sistema, o puede avanzar hasta una teoría empírica explicativa, como las que han desarrollado las diferentes orientaciones de la sociología del derecho, en las que puede encontrarse también la descripción de los códigos sobreentendidos a los que se atienen de hecho los jueces en su función, los cuales conforman una cierta ética positiva de la conducta judicial. En el capítulo 3 me voy a referir todavía brevemente al tipo de análisis de una sociología crítica del campo jurídico, como la que ha planteado P. Bourdieu.

La ética como ciencia del campo de la filosofía comprende a su vez:

1) una ética ontológica, que trata el punto de vista de la “ética” en cuanto diferente a la moral, y es desarrollada generalmente en la actualidad con un método fenomenológico o hermenéutico. Esta es la parte sustantiva de la teoría ética, la cual se orienta a explicitar el sentido de la vida buena, ya sea fundada en una determinada concepción antropológica y metafísica o, de una manera contextualista e historicista, en relación con los valores e ideales constitutivos de la identidad de una cultura. Esta parte o este enfoque de la ética es el que se ha desarrollado sobre todo en la tradición de la ética filosófica de la antigüedad griega y del medioevo, pero no es extraña tampoco a la tradición moderna del empirismo. La filosofía contemporánea más reciente ha recuperado esta dimensión de la reflexión sobre la identidad del sujeto moral. Si bien la denominación “ética ontológica” que aquí propongo no es usual, este tipo de teoría ética es el que disputa la primacía en la filosofía más reciente con la que se enuncia a continuación.

2) La ética normativa, o ética del deber (deontológica) y de la justicia, para la cual reservamos el nombre de moral, siguiendo una convención que se está imponiendo en los últimos años, ha sido la parte o el enfoque de la

La función judicial. Ética y democracia, Gedisa, Barcelona, 2003, cf. esp. pp. 161-162.

ética filosófica predominante en la modernidad, que se refiere a la fundamentación (y a la crítica) racional de las normas y principios morales mediante diferentes vías independientes de presupuestos ontológicos y metafísicos, como lo proponen de manera especialmente explícita las éticas procedimentales. La distinción corriente en la filosofía analítica entre éticas deontológicas en sentido restringido y éticas consecuencialistas, como el utilitarismo, representa dos orientaciones diferentes (rivales o complementarias, según los autores), las cuales se ubican ambas dentro de la ética normativa. En cuanto a la posible relación entre 1) y 2), se plantean en diferentes autores, ya sea como dos partes sistemáticamente conectadas, como dos enfoques independientes, pero complementarios (este es el punto de vista que yo he sostenido en otro lugar),25 o como dos concepciones rivales y excluyentes.

3) En las últimas décadas se han desarrollado en el campo de la ética algunas nuevas especialidades con el nombre éticas aplicadas, como la bioética y, en especial, la ética de las decisiones clínicas en medicina, la ética de la economía y de la empresa, la ética de la investigación científica, etc. La denominación “ética aplicada” no es muy feliz por cuanto reproduce la diferencia corriente entre ciencia teórica, o ciencia básica, y ciencia aplicada, o tecnología. Aunque es corriente hablar hoy de “teorías éticas”, la ética no es en ninguna de sus partes una ciencia teórica sino que, como ya lo había determinado claramente Aristóteles, y lo reiteran los grandes filósofos modernos como Kant y Hegel, es parte de la filosofía práctica. En tal sentido, toda ética es ya siempre “aplicada” y tiene como fin la realización o la praxis de lo que ella estudia. La terminología se halla de todos modos impuesta. “La ética aplicada debe ser vista como una actividad interdisciplinaria en la que se procura resolver racionalmente problemas profesionales” que se plantean en situaciones complejas, en las que intervienen diferentes ciencias.26 Esta modalidad del trabajo interdisciplinario entre filósofos eticistas y científicos

25 Cf. J. De Zan, “Moralidad y eticidad, o Kant y Hegel”, en Cuadernos de Ética, nº 7, Buenos Aires, 1989; “Etica y moral en J. Habermas”, en P. Britos, J. De Zan y otros, Éticas del siglo, Rosario, 1994, pp. 23-72, y J. De Zan, Panorama de la ética continental contemporánea, Akal, Madrid, 2003.

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es el que ha dado lugar a desarrollos interesantes en los campos especiales mencionados y en algunos otros. En la llamada ética judicial, hasta donde llega mi conocimiento, esta apertura a la cooperación interdisciplinaria entre las ciencias jurídicas y la filosofía es menos frecuente. Cabe mencionar el Simposio sobre Ética de las Profesiones Jurídicas de la Universidad de Comillas, del año 2001. A. Hortal Alonso, editor de las ponencias, remarca en su conferencia inaugural el carácter interdisciplinario del evento: “La justicia puede ser precisamente el punto de encuentro tanto de nuestros quehaceres profesionales como de nuestras pesquisas intelectuales entre juristas y filósofos.

Será bueno que intentemos encontrar un lenguaje común capaz de hacer entender las diferencias y, al mismo tiempo, las estrechas relaciones entre la ética y el derecho, entre la justicia [como idea] y la Justicia [como institución], entre lo que la ética filosófica tiene que decir sobre la justicia, y su relación con el conjunto de las instituciones y las prácticas jurídicas”.27

26 R. Maliandi, Ética, conceptos y problemas, 3ª ed. Biblos, Buenos Aires, 2004, p. 73.

27 32 J. L. Fernández Fernández y A. Hortal Alonso (comp.), Ética de las profesiones jurídicas, Comillas, 2001. El trabajo interdisciplinario entre juristas y filósofos es más frecuente en cambio en la filosofía del derecho. Para mencionar dos ejemplos europeos puede recordarse el equipo interdisciplinario dirigido por Habermas y financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft, integrado por un importante grupo de juristas, que trabajó durante cinco años en la Universidad de Fráncfort en un programa de investigación de Filosofía y Teoría del derecho, y ha producido, además de muchas otras publicaciones, una serie de libros como: K. Günther, Der Sinn für Angemessenheit, Fráncfort, 1988; B. Peters, Rationalität, Recht und Gesellschaft, Fráncfort, 1991; I. Maus, Zur Aufklärung der Demokratietheorie, Fráncfort, 1992, B. Peters, Die Integration moderner Gesellschaften, por aparecer; L. Wingert, Gemeinsinn und Moral, 1993; R. Forst, Kontexte der Gerechtigkeit, 1994 y el libro del propio Habermas, Faktizitát und Geltung, Fráncfort, 1992; el otro ejemplo es el seminario realizado en Trento, que dio lugar al volumen editado por G. Vattimo y J. Derrida, Diritto, giustizia e interpretatione. Anuario filosofico europeo, Roma-Bari, Laterza, 1998.

4) La metaética analiza el significado de los términos morales y el uso del lenguaje que se hace en los enunciados valorativos y normativos, ya sea en el lenguaje moral de la vida cotidiana, como en la propia filosofía moral, o ética filosófica. En los clásicos de la filosofía moral encontramos siempre un nivel de reflexión metaética, pero este se ha constituido recién en el siglo XX como una disciplina diferente de la ética normativa. teoría de la argumentación moral. Como los procedimientos de la argumentación moral, desde el punto de vista formal, se identifican básicamente con los discursos que hacen en general un uso prescriptivo o apelativo del lenguaje, también llamado discurso práctico, la teoría de la argumentación moral está emparentada con la teoría de la argumentación jurídica.28

2°) SANTIAGO, Gustavo, El desafío de los valores. Ed. Novedades Educativas. Buenos Aires. 2004. Págs. 23-36 y pág. 68

Cap ítulo 2: ¿En qué mundo vivimos?

I. Premodernidad, modernidad, crisis de la modernidad

Hasta aquí hemos desarrollado un aspecto de la compleja trama de los valores, Nos hemos detenido en la disputa que se da entre aquello que en una sociedad vale y aquello que se sostiene que debe valer. Pero todavía nos mantenemos en una perspectiva amplia que no permite apreciar cuáles son concretamente) los valores a los que nos referimos.

A lo largo de la historia, tanto los VH como los VD han sufrido importantes modificaciones, mixturas, nacimientos y defunciones. Sería imposible reconstruir con detalle ese movimiento (y probablemente tan inútil como, según Borges, hacer un mapa tan perfecto de la China que tuviera el tamaño de la propia China).

Abandonada la pretensión de exhaustividad, lo que nos proponemos es indicar las líneas generales de un movimiento que tiene suma importancia en los valores aquí y ahora. Porque cuando pensamos en "nuestros valores" solemos no advertir el recorrido que éstos han hecho hasta llegar a nosotros.

28 Cf. Robert Alexy, Teoría de la argumentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989.

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Creemos, en este sentido, que puede resultar muy útil traer a consideración una distinción epocal amplia que actualmente se ha tornado usual, en la que se coloca como centro de referencia a la modernidad, para dirigir desde ella una mirada hacia su pasa do y su presente-futuro.

1. Características de la modernidad

Suele caracterizarse a la modernidad como un movimiento de transformación de múltiples dimensiones de la vida humana (política, cultural, religiosa, ética, científica, etc), que se desarrolla a partir del siglo XVII (aunque el Renacimiento y la Reforma pueden considerarse como sus antecedentes directos), se consolida en el XVII con la Ilustración e ingresa en una importante crisis en el XX, luego de la Segunda Guerra Mundial. A continuación desarrollaremos algunos de los numerosos componentes que conforman la identidad de la modernidad. Intentando una clasificación de los mismos, Alexander Koyrée señala:

"Algunos historiadores han situado su aspecto más característico en la secularización de la conciencia, en su alejamiento de objetivos transcencentales y su acercamiento a otros inmanentes; es decir, en la sustitución del interés por el otro mundo y la otra vida a favor de la preocupación por esta vida y este mundo. Algunos otros lo han situado en el descubrimiento que la conciencia humana hace de su subjetividad esencial y, por tanto, en la sustitución del objetivismo de medievales y antiguos por el subjetivismo de los modernos. Incluso otros lo han situado en el cambio de relaciones entre theoría y praxis, en el hecho de que el viejo ideal de la vita contemplativa cediese su lugar al de la vita activa. Mientras que el hombre medieval y antiguo tendía a la pura contemplación de la naturaleza y del ser, el moderno aspira a la dominación y el señorío (…)

[Esta revolución] conlleva la destrucción del Kósmos; es decir, la desaparición (…) de la concepción del mundo como un todo finito, cerrado y jerárquicamente ordenado (un todo en el que la jerarquía y estructura del ser, elévanse desde la tierra oscura, pesada e imperfecta, hasta la mayor y mayor perfección de los astros y

esferas celestes). (...) Todo esto, a su vez, entraña que el pensamiento científico desestime toda consideración basada sobre conceptos axiológicos como son los de perfección, armonía, sentido y finalidad, así como, para terminar, la expresa desvalorización del ser, el divorcio del mundo del valor y del mundo de los hechos". Detengámonos en algunas de las características que presenta Koyrée:

a) Secularización de la conciencia (asimilable, en algunos aspectos, a la "muerte de Dios" de Nietzsche y al "desencantamiento del mundo" de Weber). Se trata del movimiento de desplazamiento de lo religioso (particularmente del cristianismo) de las ocupaciones "sociales" y su relegamiento a cuestiones estrictamente religiosas. Esto es algo que va produciéndose de un modo progresivo y que afecta en primer lugar a las ciudades. Se percibe en ámbitos tan diferentes como la ciencia, la política y la vida cotidiana. Aun cuando el nombre de Dios se siga invocando, su papel -y el de las instituciones que ofician de sus voceros - va siendo cada vez menos decisivo. Podríamos citar, en es-te sentido, a figuras como Galileo, que fracasa en su intento de construir la imagen de un científico creyente, o Descartes, acerca de quién se han escrito numerosos trabajos en los que se "demuestra" tanto la autenticidad como la falsedad de sus manifestaciones religiosas (desde esta última perspectiva, se habría tratado de una suerte de "cobardía metódica" con la cual Descartes habría buscado ponerse a salvo de la Inquisición). Lo que queda claro en la obra de Descartes es que el Dios al que se refiere es más un super-ingeniero o arquitecto que el Dios Todopoderoso de la religión.

En el ámbito de la Filosofía Política, planteos como los de Hobbes, Locke o Rousseau, en los que se recurre a la "composición" de un estado originario de la humanidad, sólo se entienden si se tiene en cuenta que se trata de intentos humanos de hacerse cargo de la búsqueda de un fundamento para la sociedad que hasta entonces se daba por supuesto que se encontraba en sede divina.

Como se ha convertido frecuente señalar luego de los trabajos de Nietzsche, algo que la secularización ha dejado intacto es la idea de que hay un único fundamento de la realidad (Nietzsche hablaba de un "monótono-

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teísmo"). Es decir, el monoteísmo es erosionado en su componente "teísta", pero no en su idea de unicidad. Se baja a Dios de su trono (como los revolucionarios hicieron con el rey), pero para pasar a ocupar inmediatamente ese trono con otro "señor". En rigor, se tratará de una "señora": la Razón. Esta Razón, si bien es una "luz natural' y no sobrenatural, no deja de tener algo de sobrehumano. No se trata de la razón de ningún individuo particular sino de una entidad desencarnada, universal. Aquello que hasta el medioevo reposaba en lo divino pasa, a partir de la modernidad, a descansar en una fundamentación racional.

En cuanto a la vida cotidiana, tal como señala Koyrée, se produce una "sustitución del interés por el otro mundo y la otra vida en favor de la preocupación por esta vida y este mundo". El concepto de "progreso" gana rápidamente la calle; los cambios dejan de ser considerados peligrosos o directamente como signos de corrupción o decadencia -tal como lo eran en la época pre moderna, al menos desde Sócrates- y pasan a ser positivos en sí mismos; el afán de novedades -que se cristalizará con la aparición de los periódicos y luego con la moda- llega a ser distintivo del hombre "civilizado".

b) Subjetividad. La modernidad es la época del surgimiento del sujeto. Cuando en la escuela los chicos hacen "análisis sintáctico" recurren a una pregunta para identificar al sujeto de la oración: "¿Quién realiza la acción?" En nuestro caso la cuestión es la misma: el hombre, al concebirse como sujeto, pasa a ser quien realiza la acción.

El nacimiento de la subjetividad suele asociarse con el cogito cartesiano. Cuando Descartes formula su célebre "pienso, luego existo" consigue colocar esa piedra fundamental sobre la que construirá todo su edificio conceptual. Esta idea de un fundamento humano sobre el que repose toda la realidad es la que habilitará al hombre a actuar en su propio nombre. Ya no es una tradición sostenida en revelaciones trascendentales lo que legitima la acción humana sino la Razón.

Esto puede percibirse en la resignificación moderna de otro concepto clave: "revolución", que se aplicará tanto a las transformaciones políticas (particularmente desde la Revolución Francesa) como a las que se producen en los medios de producción, en la ciencia o el arte. La revolución implica, a partir de la modernidad, la idea de una ruptura, un corte brusco, violento,

con relación a cualquier tradición y, por ende, la postulación de un comienzo desde cero que se encuentra legitimado en la racionalidad de la propia acción y que se proyecta hacia un futuro mejor. El hombre pasa a sentirse, entonces, sujeto de revoluciones que orientan el sentido de la historia. El devenir humano pasa a ser concebido de modo más o menos lineal, pero siempre progresivo, como un recorrido que conduce a un futuro mejor para toda la humanidad. El sujeto es el encargado de postular utopías movilizadoras y de construir el camino que conduzca a su realización. El Iluminismo es un claro exponente del "compromiso civilizatorio" de aquellos que están en posesión de la "luz natural" de la Razón.

c) Pasaje de la theoría a la praxis. El pasaje de la theoría a la praxis, o de la vita contemplativa a la vita activa, puede verse claramente en el surgimiento de la "ciencia moderna". Frente a la actitud contemplativa, de reverencia (el hombre antiguo "se embriagaba con la naturaleza", dirá Benjamín) ante el Kósmos propia del hombre antiguo y medieval, actitud acompañada de la apertura necesaria para poder captar todo aquello que la naturaleza (o Dios, o los dioses a través de ella) quisiera revelarle, surge la perspectiva de la ciencia moderna en la que el hombre se coloca como un sujeto que tiene todo el derecho de ejercer el control y dominio sobre ese objeto suyo que es la naturaleza. Por ello, ya no se conformará con esperar pacientemente que ella se le revele, sino que usará su poder para forzarla a que le confiese todo lo que él necesite saber. El "experimento" no es otra cosa que eso: obligar a la naturaleza a que se muestre cuando el científico decide que debe hacerlo.

Es ilustrativo, en este sentido, el rol que juega la matemática en el mundo antiguo y en el moderno. Mientras que para Platón (y antes para los pitagóricos), la matemática es aquello que permite orientarnos en el camino de la contemplación de las "auténticas realidades", las ideas, que están en un plano trascendente al hombre (así como el matemático no trabaja con triángulos de este mundo, que son imperfectos, sino con la idea de triángulo que es perfecta, del mismo modo, en este mundo no hallaremos más que sombras distorsionadas de todo aquello que existe en el mundo de las ideas, por ejemplo, la justicia, el bien, la belleza, etc.), en el mundo moderno la matemática, que continuará ocupando un lugar central en el conocimiento,

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se transforma en un elemento privilegiado para conseguir el control y el dominio sobre la naturaleza. Cuando Galileo sostiene que la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos no lo está haciendo en el mismo sentido en que podrían haberlo dicho los pitagóricos. Veamos una cita de Aristóteles en la que se refiere a la concepción matemática de los discípulos de Pitágoras:

"Los denominados Pitagóricos, dedicándose los primeros a las matemáticas, las hicieron avanzar, y nutriéndose de ellas, dieron en considerar que sus principios son principios de todas las cosas que son. Y puesto que en ellas lo primero son los números, creían ver en éstos -más, desde luego, que en el fuego, la tierra y el agua- múltiples semejanzas con las cosas que son y las que se generan, por ejemplo, que tal propiedad de los números es la Justicia, y tal otra es el Alma y el Entendimiento, y tal otra la Oportunidad y, en una palabra, lo mismo en los demás casos, y además, veían en los números las propiedades y proporciones de las armonías musicales (...) y su-pusieron que los elementos de los números son elementos de todas las cosas que son, y que el firmamento entero es armonía y número".Lo que Galileo, por su parte, pretende no es encontrar proporciones

que manifiesten la sabiduría de dioses ocultos sino descifrar el plano con el que el mundo fue construido por el gran Dios-ingeniero para poder ejercer el dominio sobre él.

Desde esta perspectiva pueden entenderse, también, las transformaciones socio-económicas que se producen en la misma época. Tal como expone García Orza:

"En el origen del estado burgués no sólo está implícito el surgimiento de las nuevas formas de experimentación modernas, sino también el carácter operativo de las ciencias. Puesto que las nuevas formas de producción necesitaban de un conocimiento más profundo de la naturaleza, tal conocimiento no debía entenderse como meramente contemplativo, es decir, a la vieja manera clásica, sino que debía ser entendido de acuerdo con sus notas más nuevas y revolucionarias; para esta época el conocimiento es, por sobre todas las cosas, poder y dominio. El carácter operativo de la ciencia favore-ce las posibilidades de dominio real sobre la naturaleza, dominio que

a su vez surge de las necesidades de una clase social, de apropiarse de un modo más racional e intensivo del medio natural".

d) Destrucción del kósmos. Con la matematización de la naturaleza y con la concepción del universo como infinito, la idea de una armonía en la que el orden natural reflejara un orden axiológico queda eliminada. El término griego kósmos significaba, originariamente, "orden". Homero, en la Ilíada lo emplea para designar el orden armónico de los ejércitos antes de las batallas. Se trataba de un orden cuya belleza trascendía lo meramente estético para dar cuenta de una belleza ético-política en la que la armonía no era excluyente de las distinciones jerárquicas sino que colaboraba en su exhibición. Esta concepción del kósmos como orden jerárquico pasó luego a proyectarse hacia los astros. En efecto, cada noche los griegos asistían al desfile de un ejército armonioso que se desplegaba en el firmamento: las constelaciones. De ahí que luego el término pasara a ser sinónimo de "universo", perdiendo aquella connotación de armonía originaria.

¿A qué se refiere Koyrée con la "destrucción del kósmos? En principio, al abandono de la concepción cosmológica aristotélica que, gracias a Ptolomeo, dominó a Occidente hasta la modernidad. Veamos una sintética presentación de ella:

"El universo aristotélico se divide en dos regiones diferenciadas: la esfera sublunar, terrestre, que abarca la región de espacio comprendida desde la esfera de la Luna hasta la Tierra, que ocupa inmóvil el centro del universo; la región en que el movimiento, natural o violento, de los cuatro elementos (aire, tierra, fuego y agua) da origen a la naturaleza, y la esfera supralunar, celeste, que comprende la región que está más allá de la esfera de la Luna hasta las estrellas fijas, y donde no hay cambio ni alteración posible, a ex-cepción del movimiento circular y uniforme de los planetas llevados por sus esferas. Porque todos los cuerpos buscan su lugar natural y el lugar natural de la tierra, como cuerpo pesado, es el centro, la Tierra es centro inmóvil del universo. Sobre este modelo aristotélico, aplicó Claudio Ptolomaeus, o Ptolomeo, todo el desarrollo que la astronomía observacional y las técnicas matemáticas aplicadas a la

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astronomía habían alcanzado, en el s. I d. C, con el desarrollo de la ciencia helenística".

Pero, fundamentalmente, Koyrée se refiere a la pérdida de sentido que conlleva la caída de ese kósmos y su transformación en un universo infinito. Nietzsche ilustra la sensación de desorientación ante la caída de ese mundo cuando en La Gaya Ciencia pone en boca de "un loco" las siguientes palabras:

"¿Qué hemos hecho cuando hemos separado esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde le conducen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos sin cesar? ¿Hacia delante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Todavía hay un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? El vacío ¿no nos persigue con su hálito? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender linternas en pleno mediodía?"

Modernidad(es) en Am érica Latina Lo que acabamos de desarrollar podría denominarse "versión

estándar de la modernidad". En efecto, es aquella que con mínimas variantes podemos encontrar en una buena cantidad de textos en los que se tematiza la cuestión. Ahora bien, está claro que las cosas no han sucedido exacta ni completamente como aquí se han presentado. La modernidad es un fenómeno mucho más complejo y conflictivo, y no puede reducirse a unos pocos conceptos compartidos. Creemos, sí, que lo dicho puede ayudar a pensar en una "matriz común" en la que coincidan las diferentes realidades que han compuesto la modernidad. Compartimos, en este sentido, lo que señala J. J. Brunner.

"No hay algo así como una única vivencia prototípica de la modernidad, situada por fuera y por encima de los límites de la geografía, el tiempo, la clase social y las culturas locales. Sin duda hay una matriz común (...). Pero, enseguida, existe una gran variedad de modalidades espirituales, vitales, materiales, temporales, sociales y espaciales a través de las cuales los elementos de esa matriz se combinan y especifican."

Por ello, si pretendiéramos brindar un panorama acabadamente contextualizado deberíamos estrechar nuestro campo de análisis a un mínimo posible. Pero, ¿cómo hacerlo en un libro que está destinado a circular entre lectores de ámbitos diferentes al de su producción? Nuevamente, tomar un concepto amplio como América Latina puede ayudarnos a aproximarnos al tipo de planteo situado que proponemos, aun cuando las diferencias entre regiones latinoamericanas sugerirían la importancia de un trabajo más específico.

En ese marco común latinoamericano podemos señalar, en relación con la modernidad, algunas particularidades:

a) Secularización conflictiva y parcial. El pensamiento moderno se encuentra en Latinoamérica con un catolicismo que, a diferencia de lo que sucedía en la Europa del siglo XVII, está aquí comenzando a consolidarse y, en algunos aspectos, está realizando tareas que van a ser compatibles y hasta funcionales con el discurso moderno (la urbanización, el disciplinamiento a través de escuelas y talleres, la constitución de un monoteísmo que pudiera servir como elemento nuclear de futuros fundamentos racionales, etc.). Exponiendo la postura de Octavio Paz, según la cual la modernidad en América Latina no ha sido más que un simulacro, Brunner señala:

"El proyecto modernizador (...) se construye sobre una negación -la del mundo católico, 'mosaico de supervivencias precolombinas y formas barrocas'- en tanto que en la sociedad modelo de la modernidad, por el contrario, existió afinidad entre puritanismo, democracia y capitalismo, mezcla que entonces aparece como verdadera alquimia de la modernidad".

b) El sujeto sujetado. ¿Puede hablarse de una subjetividad moderna latinoamericana? El colonialismo parece ofrecer una respuesta negativa a la pregunta.

Al respecto, Aníbal Quijano sostiene:

"Mientras en Europa el mercantilismo va mutándose en capitalismo industrial, en América Latina colonial, y en particular desde el último tercio del sirio XVIII, va estañándose debido a la política económica de la metrópoli colonial y al desplazamiento de las relaciones de poder en favor

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de Inglaterra. Así, mientras la modernidad en Europa termina formando parte de una radical mutación de la sociedad, alimentándose de los cambios que aparejaba la emergencia del capitalismo, en América Latina, desde fines del siglo XVIII en adelante, la modernidad es envuelta en un contexto social adverso, porque el estancamiento económico y la desintegración del poder que el mercantilismo articulaba permiten que los sectores sociales más adversos ocupen el primer plano del poder".De este modo, la modernidad latinoamericana sería una suerte de

modernidad refleja, pero al mismo tiempo, sería un componente esencial de la modernidad "favorecida" que habría aprovechado el colonialismo para generar las condiciones propicias de su consolidación.

c) Modernidad "de los intelectuales". A falta de transformaciones en la materialidad cotidiana de la sociedad, que apenas se recubre de un barniz modernizador, la modernidad se convierte en una cuestión de pensamiento, de proyectos de intelectuales. Afirma Quijano: "Durante un tiempo muy largo, la modernidad existirá como pura inteligencia, cerrada, incomunicada, casi incomunicable. Los intelectuales, algunos, podrán pensar con la máxima modernidad, mientras su sociedad se hace cada vez menos moderna, menos racional".

d) Modernidad "despareja". Si bien la modernidad no parece haber llevado a efecto su pretensión (al menos discursiva) de llegar del mismo modo a todos los sectores, en el caso de América Latina las diferencias toman dimensiones escandalosas. Así, mientras los grandes centros urbanos -y, dentro de ellos, las clases social y culturalmente elevadas- alcanzan a experimentar los frutos de la modernidad, sectores mucho más vastos sólo tienen noticia de ellos a través de los medios de comunicación o por los esfuerzos desmesurados de la escuela por hacerlos llegar a todos.

3. La crisis de la modernidad

Los elementos mencionados en el primer punto de este apartado han entrado en crisis a partir de mediados del siglo XX. Una de las grandes discusiones actuales es precisamente, hasta qué punto existen salidas para esa crisis. Básicamente, podríamos dividir en tres las posiciones en disputa: la

de aquellos que sostienen que se trata de una crisis terminal y que, por lo tanto, debería ir encontrándose una alternativa que reemplace a la modernidad; la de quienes afirman que la crisis es seria y que muestra un cierto agotamiento, pero que consideran que, corrigiendo aquello que haya que corregir, la modernidad todavía puede salir a flote; y, finalmente, la de quienes piensan que la modernidad aún no ha tenido el tiempo suficiente para acercar todos sus beneficios a la humanidad. En el punto siguiente vamos a detenernos en el análisis de algunas de estas posturas.

4. El devenir de los valores

En este movimiento epocal que va desde la premodernidad a la actualidad, tanto los VD como los VH se han visto profundamente afectados.

Los marcos conceptuales en que se apoyan los VD han ido sufriendo sucesivos desplazamientos en cuanto a su centralidad o marginalidad en la consideración general. La secularización colocó en el centro a concepciones éticas fundadas en la razón y apartadas -o, al menos, independientes- de los valores religiosos. Esto provocó que nociones como "libertad", "justicia", "amor", "felicidad", etc., fueran completamente resignificadas. También cambió diametralmente la valoración del cuerpo, el dinero, el futuro, el tiempo. Como ya hemos señalado, esto no significa que la perspectiva valorativa sustentada en la religión haya desaparecido, sino que perdió el lugar central que ocupó durante siglos. A su vez, los grandes relatos (políticos, filosóficos, científicos) que apuntalaron firmemente a los valores desde la modernidad, al ingresar en la crisis actual han visto afectada esa centralidad; sólo que hoy parece no haber un nuevo gran relato fundamentador. Y si no aparece, ese lugar central quedará vacío (al menos en lo que a VD se refiere). Nos encontramos viviendo en medio del naufragio a que hemos aludido antes. Hay diversos relatos que, devaluados, compiten infructuosamente por ocupar un lugar dominante. La sensación es que, si ninguno de ellos consigue imponerse por sobre los otros, esto sucede porque el centro en cuestión no está vacío, sino hiperpoblado. Los VH no dejan lugar para otro tipo de valores: lo que vale, hoy, no es lo que debe valer, sino lo que se muestra como valioso.

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Por su parte, los VH también han sido afectados por estos movimientos. No sólo han cambiado los grandes relatos hegemónicos; también lo han hecho las costumbres, la vida cotidiana, y con ella los hábitos valorativos vigentes en cada momento. Es decir, no sólo variaron los discursos que sancionaban una valoración positiva o negativa del cuerpo, el tiempo, el conocimiento, etc., sino que cambió el modo de valorarlos en la vida concreta de todos los días.

En lo que a la relación entre los VD y los VH se refiere -como hemos visto hacia el final de capítulo anterior-, los VH han experimentado un notable crecimiento, relegando a los VD a una zona marginal. La puesta en crisis actual de la noción de fundamento cara a los VD y la abrumadora presencia de los medios masivos de divulgación publicitaria han hecho posible que el conflicto entre VD y VH se resuelva netamente a favor de estos últimos.

II. Los nombres de nuestro tiempo

Nuestro presente goza del extraño privilegio de ser lugar de disputa de una inmensa cantidad de nombres que pretenden dar con su característica "esencial". Como sucede siempre con el lenguaje, detrás de esas palabras que rivalizan hay mucho en juego: categorizar una situación es comenzar a dominarla.

Sería excesivo pretender que en este texto examináramos con detalle cada una de estas visiones enfrentadas. No es lo que pretendemos. Sí, en cambio, brindar un breve esbozo de aquellas que consideramos que tienen mayor peso en la vida cotidiana y en ciertas teorías de gran circulación en el campo intelectual latinoamericano. Si no percibimos mínimamente las características centrales de nuestro mundo, ¿cómo vamos a pretender adentrarnos seriamente en un trabajo sobre sus valores?

1. Posmodernidad

Después de la mitad del siglo XX, los ideales de la modernidad comienzan a ser objeto de profundos cuestionamientos. La idea de una crisis que afecta a la modernidad como tal parece ser algo indudable. Quienes han

sido más radicales en este diagnóstico de la crisis moderna son los intelectuales conocidos como "pos-modernos". Aun cuando no todos los que han recibido dicha calificación se reconocerían gustosos en ella, y con la precaución de admitir que hay una enorme variedad de perspectivas a las que se ha dado el nombre de "posmodernas", podemos sostener que el centro del discurso posmoderno consiste en el hecho de señalar que la crisis de la modernidad es terminal, y que lo más sano para la humanidad sería "abandonar" los ideales modernos (sin que ese abandono implique una superación, porque para que ésta tuviera lugar sería imprescindible realizar una rigurosa evaluación crítica que reposara en nuevos fundamentos y que reubicara un sentido que permitiera reintroducir una idea de "progreso"; pero, precisamente, "superación", "crítica", "fundamento" y "progreso" son nociones medularmente modernas). Como afirma Gianni Vattimo:

"Si la modernidad se define como la época de la superación, de la novedad que envejece y es sustituida inmediatamente por una novedad más nueva (...) entonces no se podrá salir de la modernidad pensando en 'superarla'".

"Hablamos de posmoderno porque consideramos que, en algún aspecto suyo esencial, la modernidad ha concluido."

Para aproximarnos a la perspectiva posmoderna vamos a distinguir en nuestras consideraciones una '"posmodernidad conceptual" -y nos concentraremos en tres nociones centrales que desde la intelectualidad posmoderna se señalan como características de nuestro tiempo- y una posmodernidad como "estilo de vida"

a) Los conceptos centrales de la posmodernidad. Como hemos señalado, la posmodernidad se presenta como la época en la que los conceptos nucleares de la modernidad entran en una crisis terminal. De ahí que haya sido denominada también "la época de los fines". Precisamente, en tres de estos fines consideramos que se encuentra lo sustantivo del planteo posmoderno:

El fin de los Grandes Relatos

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La modernidad se caracteriza por ser una época de defensa de Grandes Relatos portadores de un sentido único y universal que se propone como organizador de la vida entera de los hombres. La ciencia, la política, la historia le permiten al hombre saber quién es, dónde vive, hacia dónde se dirige. Los sistemas filosóficos organizan sin ambigüedades el bien y el mal, lo posible y lo imposible.

El nazismo, el stalinismo, los desarrollos tecnocientíficos orientados hacia la guerra y la explotación, la postergación excesiva de la realización de las utopías anunciadas, quebraron toda confianza en los grandes sistemas, socavaron los fundamentos en los que éstos se apoyaban y generaron un profundo escepticismo que en algunos casos derivó hacia cierto tipo de relativismo.

A los Grandes Relatos totalizadores que postulaban férreos universalismos, la posmodernidad opuso una pluralidad de pequeños relatos "débiles", no expansivos, que se mostraban como partidarios de la tolerancia y la diversidad.

Quizá el blanco de los ataques más duros haya sido la razón. Auto postulada originariamente como el elemento que venía a dar por tierra con la superstición y los sistemas de dominación oscurantista; es decir, habiéndose cargado sobre ella las esperanzas de una plena liberación del hombre, se manifestó como el componente clave de las mayores atrocidades del siglo XX. Reducida al cálculo y la lógica, fue un factor central en la planificación y la racionalización que alcanzaron su punto culminante en Auschwitz, en la Rusia de Stalin y en el hipercontrol de la vida productiva capitalista.

Muerte del sujeto

El fin de los Grandes Relatos es concomitante con la muerte del sujeto. Utopías, revoluciones, progreso, sólo son posibles en el marco de un fundamento último que los soporte, de un relato que les confiera sentido y de un sujeto que sea capaz de llevarlos a cabo. Pero ese sujeto fuerte, autónomo, autosuficiente, dueño de sí, se desvanece. En su reemplazo aparece un sujeto débil que se concentra en pequeños pero asequibles objetivos, que canjea un gran futuro prometido por un presente confortable.

Las "grandes luchas" de antaño se ven ahora como gastos inútiles de fuerza vital. No hay grandes causas sin hombres o instituciones que se ofrezcan para recrearlas.

Fin de la Historia

Cuando se habla del "Fin de la Historia" habitualmente se habla, al menos, de tres cuestiones diferentes. En primer lugar, si el autor de referencia es Francis Fukuyama, la expresión quiere dar a entender que en la actualidad el devenir histórico se ha detenido en la medida en que ya nada nuevo y relevante va a suceder que pudiera proporcionar un sentido diferente del que la humanidad ha seguido hasta aquí. Es decir, la Historia se ha terminado porque se ha consumado. No podemos esperar más que lo que tenemos (lo que queda, sí, es aguardar que los beneficios del capitalismo actual se extiendan -lentamente- a aquellos lugares en los que todavía no ha podido afianzarse). Lo mejor de la humanidad -cualitativamente hablando- ya lo hemos alcanzado; resta que cuantitativamente pueda multiplicarse.

En segundo lugar, en autores como Vattimo, fin de la historia significa "fin de un relato unificador de la historia"; fin de la idea de una única historia que como un gran río arrastrara a la humanidad toda. Lo que tenemos, desde esta perspectiva, es una multiplicidad de "pequeñas historias" (con minúsculas y en plural), en las que se dan "progresos" relativos (y no un único progreso). Nuestro desafío consiste en afrontar "el problema de inventar una humanidad capaz de existir en un mundo en el que la creencia en una tradición unitaria, dirigida hacia un fin (la salvación, la racionalidad científica, la recomposición de la unidad humana tras la alienación, etc.), ha sido sustituida por la perturbadora experiencia de la multiplicación indefinida de los sistemas de valores y de los criterios de legitimación".

Finalmente, si recurrimos a un autor como Fredric Jameson, la historia concluye en la medida en que quedamos encerrados en un presente eternizado:

"(...) nuestro sistema social contemporáneo empezó a perder poco a poco su capacidad de retener su propio pasado y a vivir en un presente perpetuo y un cambio permanente que anula tradiciones como las que, de

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una manera o de otra, toda la información social anterior tuvo que preservar".

b) El "estilo de vida posmoderno". El término "posmodernidad" se ha empleado, también, para brindar una pretendida descripción de la vida en los grandes centros urbanos de occidente. En Escenas de la vida posmodema, Beatriz Sarlo traza un panorama de este "estilo de vida" desde una perspectiva latinoamericana:

"Como otras naciones de América, la Argentina vive el clima de lo que se llama 'posmodernidad' en el marco paradójico de una nación fracturada y empobrecida. Veinte horas de televisión diaria, por cincuenta canales, y una escuela desarmada, sin prestigio simbólico ni recursos materiales: paisajes ur-banos trazados según el último design del mercado internacional y servicios urbanos en estado crítico. El mercado audiovisual distribuye sus baratijas y quienes pueden consumirlas se entregan a esta actividad como si fueran ha-bitantes de los barrios ricos de Miami. Los más pobres sólo pueden conseguir fast-food televisivo; los menos pobres consumen eso y algunos otros bienes, mientras recuerdan las buenas épocas de la escuela pública adonde ya no pueden ir sus hijos o donde sus hijos ya no reciben lo que los padres recibieron; los otros, eligen dónde quieren, como en todas partes".

Algunas de las principales características de esta posmodernidad -que no todos viven de la misma manera- serían:

• Interés por el presente, con ciertas dosis de nostalgia. Se abandona la idea moderna de que lo principal es el futuro. Se asume que lo único valioso es el "día a día", el instante, y que ningún futuro prometido puede justificar la más mínima penuria en el presente. Los padres que antaño se esmeraban por dejarles a sus hijos una herencia que les asegurara un buen pasar, hoy prefieren gastar todo lo que han recogido "en vida", y dejan a sus hijos la tarea de esforzarse por conseguir su nivel de vida como ellos lo han hecho (e, incluso, en algunos casos les dejan cuantiosas deudas por haber gastado más de lo que poseían); si hasta hace algunas décadas se estimulaba el ahorro, ahora se incentiva el crédito: gasto hoy, consumo hoy, aunque deba pagar (o refinanciar) mañana. También los objetos han perdido su referencia al futuro. Antes se los compraba pensando en que fueran "para

toda la vida". Hubo una etapa de tránsito en la que los usuarios se escandalizaban al ver que nada duraba, que todo era frágil. Hoy en día, la exasperación llega cuando el objeto tarda en estropearse. Afirma Sarlo: "El tiempo fue abolido en los objetos comunes del mercado, no porque sean eternos sino porque son completamente transitorios. Duran mientras no se desgaste del todo su valor simbólico, porque, además de mercancías, son objetos hipersignificantes". Por ello, en cuanto la computadora deja de significar "velocidad", "actualidad", "mayor capacidad" el usuario comienza a desear que se le rompa para tener la excusa de invertir en una nueva. Vivimos, los objetos y las personas, en un presente continuo. Si se trae algún objeto del pasado no es para recuperar su significado de entonces, sino que se lo descontextualiza, se lo deshistoriza y se lo transforma en un objeto de consumo más del presente (por ejemplo, las remeras con el rostro del Che Guevara en chicos que no tienen ni quieren tener la menor idea de quién fue Guevara; la imagen de Eva Perón "actualizada" por Madonna). Hiperindividualismo. A pesar de que nos encontramos en una sociedad en la que todo parece estar conectado, formar parte de una red, cada individuo vive sus placeres, éxitos, fracasos, sufrimientos, de un modo estrictamente individual. En este sentido, suele hablarse de una forma de vida egoísta en la que cada cual busca "salvarse" por su lado, sin atender a lo que sucede con el ser más próximo. Justamente, la sensibilidad puede ejercerse con el lejano, el pobre que veo en televisión o la joven que me cuenta sus penurias vía mail desde el otro extremo del planeta, pero no con aquel que de modo real y no virtual tengo a mi lado. Tampoco se valoran positivamente los movimientos colectivos ni los reclamos masivos. No se aceptan guías ni maestros. A lo sumo, algunos consejos que se vierten como "auto-consejos", pero cuya puesta en práctica corre por exclusiva cuenta de cada individuo. Al referirse a este "individualismo extremo", Sarlo sostiene que "este rasgo se evidencia en la llamada 'cultura juvenil' tal como la define el mercado, y en un imaginario social habitado por dos fantasmas: la libertad de elección sin límites como afirmación abstracta de la individualidad, y el individualismo programado". Esto es, se reduce la libertad a un libre albedrío orientado hacia el consumo (me siento más libre en la medida en que tengo más posibilidades de elegir objetos-signo de consumo) y, al mismo tiempo, se programa ese consumo (puedo elegir "libremente" aquello que el mercado

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me programa para elegir).• Fragmentación. El individuo posmoderno no soporta ni los

"Grandes Relatos", ni los "relatos grandes". Considera inútil y nocivo enfrentarse con un libro de quinientas páginas que cuente una misma historia o con un programa de televisión en el que la misma persona hable durante dos minutos. Todo lo fragmenta, lo quiebra, lo rearticula en pequeñas porciones a las que combina con otras venidas desde lugares diferentes. Si un libro no aparece en sí mismo fragmentado, "lo fragmenta" leyéndolo al mismo tiempo que a otros cuatro o simultáneamente con la televisión. En cuanto a ésta, el programa que prefiere es siempre producto del zapping (que puede ser realizado de un modo casero, con el control remoto en la mano, o ya preparado por los productores televisivos que han tomado nota de esta actitud, la han amplificado y consolidado, ofreciendo programas que en sí mismos están construidos con la lógica del zapping). En las relaciones humanas también parece darse una característica semejante. Parejas cambiantes, combinables con las de otros, breves -pero cuya ruptura no produce grandes dolores-, en las que lo fundamental -como al ver televisión- está en las sensaciones, los impulsos, los "flashes", y que poco tienen que ver con los largos noviazgos de hace unas décadas.

• Predominio de la imagen. El individuo posmoderno es un ser de superficie. Es "superficial", pero sin la carga negativa que esta palabra incluía hasta hace muy poco. Vive su superficialidad como un desafío para aquellos que aún creen en algún tipo de "profundidad". De ahí que la imagen (de los objetos, las personas, las pantallas) haya alcanzado un predominio sobre cualquier otra forma de relación. Somos lo que los demás ven de nosotros. ¿Cómo explicar, si no, la importancia que adquieren los cosméticos, las cirugías, las dietas, el gimnasio? El posmoderno no quiere "tener" un buen cuerpo (ni, mucho menos, un cuerpo "sano"); él es un cuerpo, es aquello que muestra. Hace veinte años, una cirugía estética se hacía para "reparar defectos", hoy para "transformar una persona" (en una publicidad decía algo así como "vení y llevate tu mejor versión"). Una persona morocha se teñía de rubia para ocultar que era morocha, hoy se tiñe de cualquier color porque quiere verse con ese color. En el caso de los objetos, la situación no cambia demasiado. Más que el contenido, interesa el envase, la publicidad, la forma, el significado del objeto (cuando un chico

elige una galletita, no lo hace tras un análisis profundo acerca de cuáles son sus componentes, sino desde una "consideración de superficie" en la que evalúa -de un vistazo- la forma, el color, el diseño, etc.). El predominio de la imagen se percibe, obviamente, en el predominio de las imágenes. La televisión, la computadora (sea a través de video juegos, de Internet o del simple procesador de textos), la publicidad gráfica en revistas y en ¡a calle muestran una proliferación de imágenes. Y, al igual que pasa con las personas, una "buena imagen" garantiza el éxito de una publicidad, de un libro, de un negocio.

• Juvenilización. Si en la modernidad el modelo de persona era el adulto (el niño sólo tenía valor en la medida en que era un "adulto en potencia"), la posmodernidad se caracteriza por colocar a la juventud como un ideal para todas las generaciones. "Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca -afirma Sarlo- (...). La infancia ya no proporciona un sustento adecuado a las ilusiones de felicidad, suspensión tranquilizadora de la sexualidad e inocencia. La categoría de 'joven', en cambio, garantiza otro ser de ilusiones con la ventaja de que la sexualidad puede ser llamada a escena y, al mismo tiempo, desplegarse más libre de sus obligaciones adultas, entre ellas la de la definición tajante del sexo". El mercado se encarga de poner a disposición de los individuos de todas las edades el "equipo completo" para "sentirse jóvenes", para vivir la juventud. Mientras que no hace demasiado un padre se escandalizaba si su hija cambiaba muy seguido de novio, hoy se alarma si ve que sostiene relaciones de larga duración, al mismo tiempo que él, el padre, exhibe sin problemas sus vínculos transitorios con diversas parejas de ocasión.

[…]

IV. Los valores actuales

Quizá resulte exagerado plantear, como lo hace el discurso posmoderno, que asistimos hoy al fin de los grandes relatos. Lo que sí resulta verosímil es que esos relatos portadores de sentido se han debilitado a la vez que multiplicado. Acabamos de verlo en el punto anterior. Las perspectivas que buscan presentar categorías para entender qué sucede en el mundo y, en definitiva, para construir la propia noción de "nuestro mundo" son muy

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numerosas. En cada una hay un acento, un matiz, un enfoque que aporta a una visión general al mismo tiempo que entra en tensión con ciertos aspectos de otra.

Sin embargo, en lo que a los valores se refiere, es posible reconocer algunas zonas comunes que marcan una diferencia epocal con los valores de la modernidad primigenia (la "modernidad sólida" a la que suele aludir Bauman). Los "nuevos" valores serían, entre otros: interés por el presente; individualismo; culto de la imagen; hipervalorización del cuerpo y de la juventud; exaltación de la comunicación y de la velocidad; dinero; competencia; utilidad; virtualización; eficacia; tecnologización. Esto es lo que los chicos perciben que la sociedad valora de hecho; éstos son los valores que los chicos llevan a la escuela y que, al menos en el discurso; entran en conflicto con otros más tradicionales (que, a su vez, han sufrido redefiniciones), como la solidaridad, la justicia, la tolerancia, la amistad, etc. Son, al mismo tiempo, los valores que se han apoyado fuertemente, ya no en marcos fundamentadores, como los VD lo hicieron exitosamente en la modernidad, sino en el poder de los productos clave de nuestro tiempo, como la televisión, la tecnociencia, la publicidad y el mundo virtual, puestos en funcionamiento por – y subordinados a-el sistema económico financiero capitalista que impera sin obstáculos ni alternativas visibles en su horizonte.

3°) CULLEN, CARLOS, Autonomía Moral, participación democrática y cuidado del Otro. Bases para un currículo de formación ética y ciudadana , Bs. As. Ed. Novedades educativas,2000.

I. ¿Qué quiere decir educar en la escuela?

La primera pregunta se refiere a la especificidad del ámbito escolar como agente educativo en relación con la moral y la convivencia, como una forma de despejar la cuestión de la legitimación de su pretensión de dar formación ética y ciudadana. Podría sugerirse, como lo hacen muchos, que no le corresponde a la escuela meterse en estas cuestiones, que dependen de opciones personales y, en todo caso, familiares y/o religiosas.

Plantear las bases de un curriculum de formación ética y ciudadana exige algunas tomas de posición frente a esta cuestión: es cierto, la escuela no monopoliza todos los procesos sociales de educación que inciden en la formación moral y para la convivencia, de los individuos y los grupos, pero también es cierto que no es un agente educador más, por su misma especificidad, en relación con estas cuestiones.

Justamente, se intenta presentar una definición ético-política del trabajo escolar, y es en esta explicitación donde se juegan las bases más fundantes de un curriculum de formación ética y ciudadana.

La educación, en su sentido más amplio, es una práctica social o un conjunto de prácticas sociales, consistente en socializar mediante la en-señanza de conocimientos. El lenguaje es, en cierto sentido, la matriz básica de la socialización educativa, porque es el medio privilegiado donde se construyen los conocimientos, y es como el operador básico de los procesos educativos. Aprender a hablar es educarse mediante la construcción social de lo real, que la lengua misma opera (Berger-Luck-man, 1991, Giddens, 1995).

Junto al lenguaje, y como lo muestran diversas teorías antropológicas, la división social del trabajo -que garantiza la reproducción de la vida-y la prohibición del incesto- que regula la realización del deseo-, son saberes adquiridos socialmente, pero que casi se confunden con la natu-raleza misma de la vida humana (Lévi-Strauss, 1976). Las formas de sa-tisfacción de las necesidades básicas de los individuos y las normas de la convivencia social pertenecen a los conocimientos que siempre están presentes en los procesos educativos.

Estas formas y normas están regidas por las desigualdades en la dis-tribución del poder y los principios de control entre grupos sociales. Son las "relaciones de clase" que se traducen "en la creación, distribución, reproducción y legitimación de los valores físicos y simbólicos cuyo origen es la división social del trabajo" (Bernstein, 1994).

Partimos de una postura, compartida por muchos, que sostiene que la educación es un proceso particularmente ligado al "control" del poder social y a su lucha por la hegemonía, es decir, por conseguir bases amplias de consenso y legitimidad, y a la "represión" del deseo individual y a la formación de la conciencia moral, es decir: la internalización de las normas sociales, y de la culpa por su transgresión.

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El lenguaje y el conocimiento son, pues, los dos grandes operadores de la educación, mediante los cuales se aprende a vivir, a convivir con los demás y a conocerse a sí mismo. Pero, justamente por las desigualdades en la distribución del poder y del control de las relaciones, la educación, como se ha afirmado repetidas veces, se convierte necesariamente en el campo socialmente especializado de la transmisión cultural controlada.

Lo que interesa señalar aquí es la relación entre conocimiento y socia-lización. Nadie se socializa si no conoce, y nadie conoce sino socialmente. Esta compleja complicidad del conocimiento con la socialización es la base de la educación,

a) como proceso social, fuertemente controlado y con crecientes necesidades de legitimar las diversas formas de ejercer el poder social,

b) y como proceso individual, fuertemente diferenciado y con cre-cientes necesidades de homogeneizar o integrar las diversas formas de configurarse el deseo singular.

Las complejas nociones de "habitus" (Bourdieu, 1981,1988) y de "có-digo" (Bernstein, 1977) han sido trabajadas para mostrar cómo estas re-laciones de la socialización con el conocimiento, relacionándolo con la legitimación y la cohesión, están fuertemente determinadas por las de-sigualdades sociales, y pueden, a su vez, encontrar elementos de resistencia, de"crítica, e, incluso, de transformación (Freiré, 1969, 1970, 1974, Giroux 1981,1994, McLaren, 1993,1996).

Educar para un juicio moral autónomo, para la participación de-mocrática, para el cuidado de sí mismo y del otro, es el resultado más el proceso mismo de su construcción, como educación ética y ciudadana, de una larga historia de la educación como procesos complejos de socialización mediante el conocimiento.

Este proceso puede ser reconstruido conceptualmente, mostrando có-mo se construye la especificidad de la enseñanza escolar, en este contexto amplio de los procesos sociales que definen la educación.

1. La función social de la escuela a la luz de principios de justicia política

Durante mucho tiempo, la educación, centrada en el conocimiento, simplemente consistía en una transmisión lisa y llana de saberes, necesarios para conservar un orden existente, inmemorial o tradicional, y que se suponía inmodificable, o modificable únicamente en los aspectos que el mismo orden vigente permitía.

En este sentido, la educación imponía una moral, en tanto conjunto de saberes relacionados con lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido, lo deseable y lo rechazable, e imponía una determinada forma de convivencia social, que garantizara la reproducción, física y cultural, en los términos que la división social del trabajo y sus legitimaciones ideológicas lo requerían.

El conocimiento de estas normas sociales de la conducta era de tal naturaleza y apelaba a tales fundamentos (habitualmente de tipo mítico o religioso) que nadie podía pensar, siquiera, en cambiarlas o criticarlas. Incluso, esta transmisión de la moral incluía los elementos san-cionadores a quienes transgredían las normas inamovibles.

Cuando en las formas de relacionarse con el conocimiento se introdu-ce una cuña, una "duda", entre lo que "parece ser" y lo que "es" verda-deramente, entre las apariencias y las esencias, entre este mundo "sensible" y participado y un mundo "de ideas" arquetípico y participante, comienza un otro sentido para la educación, nuevos riesgos en su práctica social y nuevas formas de ejercer el necesario control.

Sólo al ganarse una idea de un conocimiento "científico", fundado en razones argumentabas, diferente de un conocimiento solamente "opinado", porque fundado en meras tradiciones inmemoriales, o solamente "obedecido", porque fundado en meros poderes supranaturales o je-rárquicamente naturales, comienzan a diferenciarse teoría y práctica, re flexión crítica sobre la moral y moral ejercida, reflexión crítica sobre las formas de socialización y socialización efectivamente realizada.

Con estas nuevas relaciones con el conocimiento, comienzan a conformarse, como disciplinas racionales, la ética y la política, y, por lo mismo, como lugares relativamente críticos, con relación a las meras morales impuestas o a las meras formas de organización social vigentes.

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Se trata de la diferencia entre ética y moral, entre política y socializa-ción. Y con estas diferencias, comienza un lento proceso de transformación de las prácticas sociales de educar.

Al aparecer la idea de conocimiento "crítico", el control de la enseñanza tuvo por objeto la administración de ese conocimiento "verdadero", definiendo quiénes eran sus depositarios, encargados de transmitirlos, y quiénes sus destinatarios. Comenzó un proceso de lenta "profesionalización" de la enseñanza, porque no todos accedían a esta mirada crítica o "epistémica" (diferente de la mera opinión o "doxa") y de real "segmentación" educativa, porque no todos eran reconocidos como sujetos dotados, natural o socíalmente, de esta capacidad de argumentar críticamente y de aprender lo verdadero.

Con la afirmación moderna de que la "razón" (le bon sens) es la cosa mejor repartida del mundo, aunque no todos sepan usarla (Descartes, 1637), y que el "deber" se basaba en la autonomía de la razón (Kant, 1785,1787), es decir: en su propia ley, aunque no todos actúen por el deber mismo, comienza otra historia.

La verdad del conocimiento no es el resultado de un saber ver las esencias, sino que consiste en saber construir objetividad, basados ahora en el uso legítimo de la razón, siguiendo críticamente las leyes de la propia subjetividad humana derivada, y por lo tanto sometida a la ley de la experiencia posible.

La bondad de las normas y de los estados, por otro lado, no reside en su pretendida adecuación a una naturaleza esencialmente definida, sino que consiste en un complejo proceso de legitimación, basado en un contrato social, donde los individuos delegan el poder natural que tienen, su libertad individual, para defender, justamente, la igualdad, la autonomía y el uso "maduro" (sin tutores) de la razón.

Es entonces cuando aparece, por primera vez, la idea de que el con-trol del poder social y de las reglas para la lucha por la hegemonía, en los procesos de socialización, radica, por principios de iure, en el colectivo que se forma por la asociación libre de voluntades, que son "naturalmente" libres, y están regidas por principios "autónomos" de racionalidad práctica. Es decir: de imperativos para actuar. Este colectivo no es otro que el pueblo, en tanto,

como decía Rousseau, "voluntad general" y no meramente voluntad de todos (Rousseau, 1762).

Sea en las formas del "derecho natural" de cuño moderno más liberal-individual, como en las formas del "contrato social" de cuño moderno más liberal-social (Rawls, 1995), lo cierto es que la educación comienza a ser reconocida como derecho de todos y como una responsabilidad inalienable del estado democrático, es decir, legitimado por la voluntad popular. Además comienza a hacerse necesario que la educación se ocupe de legitimar nuevas formas de organizar el trabajo social, y prepararse para él, nuevos estilos de convivencia y de ejercicio del poder.

Es en este contexto histórico-ideológico, donde se debe ubicar el na-cimiento de la escuela moderna, con su doble característica: la de educación popular y la de educación pública.

Sólo en el contexto moderno, donde lo público se hace popular, y lo popular se define desde lo público, es posible, me parece, entender por qué se le pide a la escuela que se ocupe de la ética y la ciudadanía, y no ya meramente de imponer una moral o una forma social de convivencia.

Lo popular, en un primer momento, quería decir lo que corresponde a todos, lo que se funda en la igualdad natural humana, y no en el puesto social que se ocupe: es el sentido de la educación común.

Lo público, en cambio, tenía que ver con la autonomía o soberanía del pensamiento y el conocimiento, en relación con los poderes sociales o con las mismas pasiones individuales: es el sentido de la educación disciplinada por el buen uso de la razón.

Lo curioso, en la escuela moderna, es que con relación al conocimien-to teórico, lo público se identificó rápidamente con lo científico, y lo popular con lo anticientífico o precientífico, y que, con relación al conocimiento práctico, lo popular se identificó con la mera voluntad general, y lo público, en este sentido, simplemente con lo “oficial" el estado, representante de esta voluntad, e instrumento de regulación del contrato social.

Para los efectos de asegurar la reproducción de las desigualdades, que el nuevo orden económico de la naciente economía capitalista producía, era necesario diferenciar un concepto político de lo popular y lo público, de un concepto cultural. El primero era necesario para legitimar democráticamente las nuevas funciones del estado. El segundo, para legitimar los

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posicionamientos subjetivos en relación con las nuevas reglas de división social del trabajo, determinadas por el mercado (Barbero, 1981).

Y esto produjo un particular sesgo al mandato de dar formación ética y ciudadana. Se reconocía que el pueblo era libre políticamente (para le-gitimar así el poder) y era esclavo o salvaje culturalmente (para legitimar así el control simbólico de las nuevas relaciones sociales).

Era necesario entonces educar al soberano, para que aceptara, disciplinadamente, los criterios de objetividad científica y de obligación ciudadana. La funcionalidad de esta forma de entender la educación para sostener y legitimar el naciente modo de producción capitalista ha sido reiteradamente estudiada.

La "nueva moral social", la del estado moderno capitalista, no puede por principio legitimarse si no es por la educación pública, que, mediante la selección de determinados conocimientos, enseña a liberarse de la "moral tradicional" y de las formas antiguas de socializarse, tanto en lo que hace al trabajo como al goce. En este sentido, el proyecto educativo moderno aparece como fuertemente "progresista".

El "nuevo civismo político", el del estado moderno democrático, no puede legitimarse si no es por la educación popular, que, mediante la selección de determinados conocimientos comunes, enseña a liberarse de las "jerarquías tradicionales" y de los valores antiguos que las legitimaban, tanto en relación con la representación como con la obediencia. En este sentido, el proyecto educativo moderno aparece también como marcadamente "progresista".

Sin embargo, el doble proceso, de profesionalización de la enseñanza y de segmentación de los aprendizajes, se profundiza mucho más. Por lo mismo que se reconoce que la razón es autónoma moralmente y puede ser "objetiva" científicamente, y es libre políticamente para elegir sus "representantes", el control social de su "buen uso", de su "disciplina-miento" se hace más necesario.

Son las mismas formas de acumulación del capital, en la economía de mercado y en la sociedad industrial naciente, las que hacen necesario, además, diferenciar muy bien entre

a) quienes necesitan solamente una educación "básica" (común), para saberse fuerza de trabajo intercambiable (mero valor de cambio,

despojado de resistencias culturales) y legitimadores, por su "voto", del poder social guardián del libre mercado,

b) y quienes necesitan, además, una educación "superior" (elitista) para saberse dueños de la fuerza de trabajo y controladores, por su poder económico, de las reglas sociales de la convivencia.

Aparece entonces el mandato de que la escuela forme buenas personas, que internalizan como deber las normas sociales, y buenos ciudadanos, que se saben parte del estado moderno y legitiman la autoridad, porque la eligen como sus representantes y cuidadores del cumplimiento del derecho constituido. Con todos sus avatares la escuela moderna cumplió su misión moralizante y civilizante, logrando la cohesión social y la integración en una sociedad cada vez más segmentadora y fragmentada.

Es esta escuela moderna la que, terminando el siglo XX, ha entrado en crisis y necesita transformaciones. Porque es la sociedad "moderna" la que ha entrado en crisis, con un modelo hegemónico de globalización económica y de exclusión de amplios sectores, con una crisis de las re-laciones que la nación moderna había establecido entre la sociedad civil y el estado, con formas nuevas de comunicación social, de circulación de la información y de dispersión de los mecanismos legitimadores del poder social.

Una constante, en los diagnósticos de la crisis como en las propuestas de transformación educativa, aparece como la necesidad de reformular la función social de la escuela, por el desfasaje que parece sufrir en relación con las necesidades del modelo económico vigente y con las con-tradicciones del estado para sostenerlo (Offe, 1995).

Uno de los elementos determinantes de la nueva situación es el valor económico del conocimiento y de la información, y, por lo mismo, la cre-ciente importancia de regular los mecanismos socializadores para el trabajo mediante conocimientos. Es decir, redefinir la función social de la escuela y de las formas de las prácticas pedagógicas (Educación y Conocimiento, Cepal-Unesco, 1992).

Sin embargo, nuestra pregunta intenta llevar la cuestión de la redefinición de la escuela y su función social al ámbito estrictamente normativo. Es decir, no se trata de una mera estrategia pragmática de acomodación de la escuela lo que este modelo hegemónico exige para

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asegurar el control de las crisis sociales que acarrea. No se trata sólo de un desfasaje funcional en relación con las necesidades de legitimación del nuevo modelo social.

Apunta al tema de la legitimación o de la fundamentación de la edu-cación escolar, particularmente en lo que hace a la formación ética y ciu-dadana. Se trata de colocarnos en el plano del deber-ser, estrictamente ético, y no meramente de la prescripción jurídica o de las fuerzas o coacción de los hechos. La crisis de la escuela, en tanto refleja la crisis de la sociedad, no implica necesariamente que debamos plantear su reforma en términos de mera adaptación funcional a las nuevas exigencias, emergentes de las propias contradicciones del estado neoliberal.

De aquí que partamos de lo que algunos autores llaman la "justicia política" o el punto de vista ético para criticar el derecho y el estado, y las instituciones sociales (Hóffe, 1993). Son estos principios normativos los que definen el deber ser de la escuela, y que han de ser el punto de vista crítico para evaluar las "políticas educativas".

Desde aquí podremos plantear la cuestión del curriculum, como explicitación de una política educativa, y entonces tendrá sentido hablar de contenidos educativos, y sus formas de organización.

Esto justifica la idea central de este libro: es necesario construir un cu-rriculum de educación ética y ciudadana, y no meramente definir algunos contenidos y/o algunos fines de la educación, relacionados con esta formación. Sólo un curriculum nos pondrá de manifiesto las relaciones con los conocimientos, con las demandas sociales, con la política educativa y, en última instancia, con los principios de una "justicia política".

Como parte de una justicia política, en un estado democrático la fun-ción social de la escuela es, ciertamente, enseñar, pero como un socializar mediante la enseñanza de saberes, legitimados públicamente, para responder adecuadamente a las demandas sociales de aprendizaje, interpretadas equitativamente,- es necesario definir criterios públicos de legitimación de la enseñanza;- es necesario definir criterios equitativos de interpretación de la demanda de aprendizajes.

2. Las políticas educativas públicas y equitativas

Las políticas educativas, como tales, pertenecen al ámbito de lo tácti-co e histórico, implican formulaciones complejas y ambiguas, se expresan tanto en las políticas de un gobierno como en las diversas prácticas sociales, que también tratan de ejercer, desde sus propias lógicas, el poder de educar.

Una política educativa tiene que tomar decisiones sobre los modos de definir, asegurar, ejecutar y controlar los procesos educativos. El tema de las relaciones con el poder económico (si se toma la educación como variable de ajuste en las decisiones presupuestarias), los mecanismos de definición de lo central y lo descentralizado, ¡o ejecutado por el estado y lo dejado en las manos de los agentes de la sociedad civil, las concepciones sobre el conocimiento como bien social y las definiciones sobre las competencias deseables, son algunos de los puntos que definen una política educativa.

Las políticas educativas forman parte del conjunto o sistema de polí-ticas públicas. Nunca es una política aislada de las decisiones económicas, jurídicas, culturales. También es oportuno distinguir el poder del estado, y sus programas de gobierno para la educación, de la "microfísica del poder", es decir la configuración social de una política educativa a través de diversas prácticas sociales, que también inciden, y a veces compiten, en la función social de la escuela.

Una política educativa, sin embargo, tiene, además de un sentido "descriptivo", uno claramente prescriptivo, donde justamente insistimos en plantear la cuestión normativa o ética.

Una política educativa, en estos sentidos, es justa y democrática si garantiza para todos los ciudadanos el cumplimiento de la función social de la escuela, asegurando la vigencia de lo público como criterio de legitimación de lo que se enseña y la equidad como criterio de interpretación de la demanda de aprendizajes. Por eso es necesario afirmar:- que la educación es un derecho básico que se funda en la dignidad misma del ser humano, que no está condicionada a ninguna mediación "privada", ni fundada en las "desigualdades";- que el conocimiento es un bien social que una política educativa tiene que saber y poder distribuir equitativamente;- que la escuela es un espacio público que una política educativa tiene que saber y poder mantener adecuadamente;

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- y que de aquí se sigue la responsabilidad indelegable del Estado, que se traduce en adecuadas políticas presupuestarias para la educación, y en asegurar las condiciones laborales y profesionales del trabajo docente, así como la infraestructura necesaria para el cumplimiento efectivo del derecho educativo.

3. El curriculum y sus opciones didácticas e institucionales

Planteado el tema en este contexto, de justicia política y de política educativa, recién estamos en condiciones de empezar a hablar de curriculum como el campo problemático de las políticas educativas, donde se define lo que se va enseñar y lo que se debe aprender (Teriggi, 1994)

Como lo mostraremos, un curriculum implica una toma de posición didáctica frente al conocimiento y los valores, y una contextualización institucional de la didáctica propuesta.

En tanto parte fundamental de una política educativa, un curriculum selecciona y prescribe los saberes que deben ser enseñados e interpreta y evalúa los logros y competencias que deben ser aprendidos. Para eso:

a) Toma posición en las relaciones entre los saberes que propone enseñar y los contextos sociales e históricos de producción y circulación científico-tecnológica de esos mismos saberes, es decir, opera una transformación "didáctica" del conocimiento.

- Esta toma de posición no es un mero problema técnico, sino que pone en juego opciones valorativas y principios normativos. El tema tiene que ver con el posicionamiento de lo enseñable, tanto en la prescripción oficial como en la normatividad política, y con el posicionamiento del enseñante, tanto en su formación básica como en las formas de reflexionar su práctica de enseñar.

b)Toma también posición en las relaciones entre los saberes que propone enseñar y los contextos sociales e históricos de producción y comunicación de matrices culturales e individuales de aprendizaje, es decir, opera una contextualización "institucional" de la didáctica.

- Esta nueva toma de posición tampoco es un mero problema técnico, sino que pone en juego opciones valorativas y principios normativos.

Por eso es tan importante el posicionamiento institucional, tanto en las reglas de juego prescriptas como en las relaciones reales instituyentes, y el posicionamiento con relación al supuesto sujeto de aprendizaje y su evaluación.

4. Los contenidos educativos

Los contenidos educativos son tales, precisamente por sus contextos curriculares, que traducen una política educativa en relación con la función social de la escuela. Es lo que la escuela enseña, que entonces no puede ser enunciado, ni desde un mero listado de temas ni desde un mero listado de competencias que deben ser adquiridas, o de logros que pueden ser evaluados.

La concepción de contenido educativo depende de su inserción en decisiones curriculares, didácticas e institucionales, que traducen políticas educativas.

Por su doble inserción, el conocimiento y la práctica cotidiana, los contenidos educativos se pueden agrupar de diferentes maneras, siendo lo importante entender que se trata de criterios curriculares, resultado de la operación didáctica y la contextualización institucional, y no aisladamente epistemológicos ni meramente culturales.

- Este tema se refiere a los formatos curriculares, que en nuestra tradición tienen básicamente un modelo: el disciplinar, con variantes que suelen incluso darse mezcladas: lo monodisciplinar, lo pluridisciplinar (áreas) y, más raramente, lo interdisciplinar o transdisciplinar. En cualquiera de los modelos puede haber secuencias de contenidos de progreso lineal, de profundización o insistencia circular o en espiral (ejes, por ejemplo) y de cruces variados o transversales (Cufien, 1996; Bernstein, 1994).

- Es posible también diferenciar distintos niveles de concreción de las propuestas curriculares, según sea el nivel de contextualización institucional: nacional, provincial, municipal, de centro, de aula, de alumno (Coll, 1987).

- Y también es posible distinguir, en la misma noción de contenido educativo aspectos diferentes, relacionados con dimensiones cognitivas y/o

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conductuales, con dimensiones individuales y/o sociales, con factores temporales y/o espaciales (Terigi, 1995).

5. Diversidad curricular y desarrollo curricular

Si bien un curriculum intenta unificar y orientar el conjunto de la práctica educativa sistemática, es importante señalar algunas cuestiones:

- Es imposible explicitar curricularmente todos los aspectos de la práctica educativa: lo que señalan las nociones de curriculum nulo, curriculum oculto o implícito, curriculum excluyente, son parte también de las opciones de la política educativa, y de la práctica social cotidiana de los agentes educativos (Gimeno Sacristán, Pérez Gómez, 1988).

- Es posible que bajo el formato de un curriculum convivan, en rea-lidad, diversos currículos. Esta diversidad puede tener distintas causas: la especificidad misma de los contenidos educativos, los diversos modos de relacionarse con el conocimiento y la cultura de los agentes constructores del curriculum, los residuos globali-zantes y transversales que pueden operar las "concreciones" y "contextualizaciones".

- Es obvio que en esta noción de curriculum diversificado incluimos también todo aquello que suele llamarse desarrollo curricular (textos escolares, orientaciones didácticas, recursos y planificaciones, etc), y que opera también en la construcción del curriculum. Los grados de incidencia del "desarrollo" curricular tienen mucho que ver con el carácter más o menos "flexible" o "abierto" que tengan las prescripciones curriculares formales y los controles de supervisión de la práctica pedagógica concreta.

- Naturalmente, esta diversidad puede estar referida a ambigüeda-des discursivas, a incoherencias teórico-prácticas, a conflictos ideológicos.

A la luz de estos supuestos, suscinta pero claramente explicita-dos, proponemos en este libro algunas bases y puntos de partida para construir un curriculum de formación ética y ciudadana.

No basta tener un listado de "contenidos" agrupados en un área lla-mada de formación ética y ciudadana, ni basta tampoco tener una "historia" donde siempre la escuela dio formación ética y ciudadana. Es necesario contar esa historia y criticar esos listados desde opciones didácticas e

institucionales. Se trata, en definitiva, de discutir una política educativa, hoy y aquí.

II. ¿Qué quiere decir enseñar ética?

Es necesario, pues, explicitar qué entendemos por educación ética y ciudadana. Tomar decisiones tanto con relación a la producción del co-nocimiento ético y ciudadano, como tomar posición con relación a los contextos y matrices de aprendizaje. Justamente por eso hablamos de "curriculum", porque tenemos que explicitar un enfoque didáctico y tenemos que explicitar un enfoque institucional.

La opción primera radica en pensar la educación ética como un área específica de problemas. Un curriculum de educación ética tiene que explicitar estos problemas específicos. La escuela, hoy, tiene que enseñar ética, como tiene que enseñar matemática, lengua, o historia. Esto no quiere decir que tanto la ética, como la matemática o la lengua, o cualquier otra disciplina racional, no puedan ser formateadas, para su enseñanza escolar, "interdisciplinarmente" o "transversalmente"

La especificidad de la enseñanza de la ética le viene por el área de co-nocimientos y valores que la funda, no por tener que ser una asignatura escolar.

La ética, en tanto disciplina racional, pertenece al campo de los sabe-res legitimados públicamente y es desde ese lugar que da elementos para interpretar equitativamente las demandas de aprendizaje de valores, normas, actitudes.

1. La ética como disciplina racional

Enseñar ética como disciplina racional quiere decir enseñar saberes específicos, que permitan contar con principios racionales y fundados para la construcción autónoma de valores y para la crítica racional de la validez de las normas, que se dan fácticamente como obligaciones morales. Es enseñar a colocarse en "el punto de vista moral" y a saber argumentar moralmente.

Esta manera de concebir la ética tiene dos supuestos importantes, uno relacionado con la distinción entre moral y ética, y otro relacionado con

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la distinción entre un campo propio y específico de la filosofía, que es el de los saberes prácticos, y otro campo diferente y de otra naturaleza, que es el de los saberes teóricos.

Es decir, la moral o las morales, constituyen, precisamente, el objeto reflexivo de la ética como disciplina racional. Por otro lado, la acción, su lenguaje, sus sentidos (intenciones, motivos, efectos) y sus mecanismos de legitimación, exigen un tipo de saber que es de naturaleza distinta a los saberes referidos a objetos teóricos. El saber acerca de lo normativo y evaluativo en las acciones de los hombres, saber práctico en sentido fuerte, no tiene la misma forma racional que un saber acerca de los "objetos" naturales, técnicos o sociales.

Por eso, una teoría psicológica o sociológica o antropológica o econó-mica de lo moral es una teoría sobre un "objeto" construido desde el co-rrespondiente marco referencia! y categorial, pero no es una ética, como disciplina racional autónoma, que reflexiona sobre los principios y fun-damentos de las "morales" construidas por las prácticas sociales.

Que la ética sea una disciplina racional autónoma no es algo umver-salmente aceptado. Hay quienes sostienen, como lo hizo el primer empirismo lógico (Russell, por ejemplo) y lo repiten algunos herederos, como Popper o Albert, que la ética es un saber racionalmente "indecidi-ble". Se trata, para estos autores (y otros, como Stevenson) de decisiones personales, emocionales, no argumentables racionalmente y, esto, sobre todo, porque son carentes de significatividad "objetiva" o "científica", único modo de racionalidad posible. Es decir, para muchos, lo práctico no es un campo racionalmente fundamentable (Camps, Guariglia, Salmerón, comp., 1992).

Hay otros que reducen la racionalidad de la ética (y de la filosofía práctica en general) a la posibilidad de hacer un análisis del lenguaje, mos-trando la especificidad de un campo semántico relacionado con la moral y el tipo de acto de habla que supone la obligación moral (en las huellas del segundo Wittgenstein, Austin, Searle, Haré, Hart, etc.), pero que no nos llevaría más allá de una descripción precisa de diversas formas de vida, que justifican las referencias y designaciones del lenguaje ordinario (Arregui, 1984, Hudson, 1974).

Hay otros, finalmente, que aceptan la racionalidad de la ética, incluso como filosofía práctica, pero como un saber dependiente (no autónomo) de

otros saberes: la metafísica, la sociología, la psicología, la antropología, la teología, etcétera. Entre estos saberes determinantes de la ética puede darse una amplia gama entre posturas más universalistas y más relativistas, y entre formas de plantear los problemas más dogmáticos y más críticos.

Enseñar ética es algo diferente de inculcar dogmáticamente una mo-ral, es decir, una determinada escala de valores, una concepción del bien

Es decir, la moral o las morales, constituyen, precisamente, el objeto reflexivo de la ética como disciplina racional. Por otro lado, la acción, su lenguaje, sus sentidos (intenciones, motivos, efectos) y sus mecanismos de legitimación, exigen un tipo de saber que es de naturaleza distinta a los saberes referidos a objetos teóricos. El saber acerca de lo normativo y evaluativo en las acciones de los hombres, saber práctico en sentido fuerte, no tiene la misma forma racional que un saber acerca de los "objetos" naturales, técnicos o sociales.

Por eso, una teoría psicológica o sociológica o antropológica o econó-mica de lo moral es una teoría sobre un "objeto" construido desde el co-rrespondiente marco referencia! y categorial, pero no es una ética, como disciplina racional autónoma, que reflexiona sobre los principios y fun-damentos de las "morales" construidas por las prácticas sociales.

Que la ética sea una disciplina racional autónoma no es algo umver-salmente aceptado. Hay quienes sostienen, como lo hizo el primer empirismo lógico (Russell, por ejemplo) y lo repiten algunos herederos, como Popper o Albert, que la ética es un saber racionalmente "indecidi-ble". Se trata, para estos autores (y otros, como Stevenson) de decisiones personales, emocionales, no argumentables racionalmente y, esto, sobre todo, porque son carentes de significatividad "objetiva" o "científica", único modo de racionalidad posible. Es decir, para muchos, lo práctico no es un campo racionalmente fundamentable (Camps, Guariglia, Salmerón, comp., 1992).

Hay otros que reducen la racionalidad de la ética (y de la filosofía práctica en general) a la posibilidad de hacer un análisis del lenguaje, mos-trando la especificidad de un campo semántico relacionado con la moral y el tipo de acto de habla que supone la obligación moral (en las huellas del segundo Wittgenstein, Austin, Searle, Haré, Hart, etc.), pero que no nos llevaría más allá de una descripción precisa de diversas formas de vida, que

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justifican las referencias y designaciones del lenguaje ordinario (Arregui, 1984, Hudson, 1974).

Hay otros, finalmente, que aceptan la racionalidad de la ética, incluso como filosofía práctica, pero como un saber dependiente (no autónomo) de otros saberes: la metafísica, la sociología, la psicología, la antropología, la teología, etcétera. Entre estos saberes determinantes de la ética puede darse una amplia gama entre posturas más universalistas y más relativistas, y entre formas de plantear los problemas más dogmáticos y más críticos.

Enseñar ética es algo diferente de inculcar dogmáticamente una mo-ral, es decir, una determinada escala de valores, una concepción del bien y de la felicidad, una forma canónica de entender la "ley natural" Pero es también algo diferente de aceptar escépticamente cualquier moral, declarando imposible una fundamentación racional de las obligaciones, las normas, los principios, los bienes. O bien resignarse a un relativismo, más o menos impresionista, de las "formas de vida" o de las "opciones personales" que dejen sin posibilidad de universalizar normas, encontrar valores comunes, regirse por algunos principios válidos para todos.

Es decir, aceptar que la ética es una disciplina racional enseñable im-plica un marcado rechaza simultáneo del dogmatismo moral, del escep-ticismo moral y del relativismo moral. Entonces, estas son las dos primeras opciones de estas bases curriculares:1. Es posible fundamentar racional y argumentativamente la validez de los principios de valoración moral y de las obligaciones morales.2. Es posible fundamentar racional y argumentativamente la universalidad de ciertos valores y de ciertas obligaciones morales.

Lo que se quiere decir es que enseñar ética es no ceder ni al dogma-tismo ni al escepticismo, ni ceder al universalismo "naturalista" ni al re-lativismo "culturalista".

Enseñar ética es enseñar saberes que permitan fundamentar y universalizar racionalmente principios de valoración y normas para la acción. Sólo aceptando que la ética es una disciplina racional autónoma, es posible aceptar un pluralismo axiológico que no sea relativismo, es decir: el reconocimiento de las diferencias y la búsqueda de lo común y un universalismo crítico de principios que no sea dogmatismo, es decir: el

reconocimiento de la igualdad y de la libertad, para realizar el propio proyecto de vida.

2. Autonomía moral y diálogo

En este sentido, es necesario interpretar la demanda social en térmi-nos de formación de una personalidad moral autónoma, equipada lo suficiente con principios y saberes como para poder hacerse cargo racionalmente de las propias opciones y no quedar a merced de imposiciones heterónomas, de cualquier especie, y dialogante, capaz de saber argumentar con otros sus propias razones, escuchar las diferentes, buscar bases de consensos racionales y proyectos comunes, y respetar, en todos los casos, los principios básicos de una convivencia justa.

Lo que lleva a la escuela a enseñar ética no es el hecho de que se ne-cesitan valores para vivir en la sociedad o para sentirse bien, o que es necesario cumplir con el deber para asegurar el orden social o el bienestar individual. En realidad, cualquier proceso socializador transmite valores y normas, censura antivalores, prohibe acciones, sanciona transgresiones. Lo que la escuela sí hace es mediar esta socialización con saberes legitimados públicamente, que permiten tomar posición más racional frente al hecho social de la moral. Y en una sociedad, abierta y pluralista como la de hoy, esto es particularmente relevante (Martínez, 1992).

Sin duda que esta forma de entender la demanda de aprendizajes "éticos" no es tampoco umversalmente aceptada. La escuela es un privile-giado lugar del control social, y hay quienes sostienen que lo demandado es aprender a adaptarse a las normas vigentes, a los valores hegemó-nicos, a las exigencias que provienen de quienes manejan el mercado (y por lo mismo la producción) y quienes manejan el discurso (y por lo mismo la legitimación).

En este caso, se responde a la demanda cuando se modela la conduc-ta, y se forma así una personalidad moral, adaptada y competitiva, que internalice valores y normas vigentes, que aprenda los mecanismos de competitividad y de exclusión para resolver los conflictos, que construya una subjetividad posicionada en los lugares que le asigna la desigual relación de "clases".

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De aquí las dos siguientes opciones de este curriculum de formación ética y ciudadana:

3, Es posible aprender a construir autónomamente, sin otra leyque la de la propia razón, los valores y las normas3. Es posible, entonces, aprender a resolver argumentativa ydialógicamente los conflictos de valores, a respetar opcionesdiferentes y a convivir en un pluralismo axiológico sin renunciar a la defensa de valores universales y comunes.

3. Autoestima y cuidado del otro

Finalmente, enseñar ética es enseñar a conocerse y a valorarse desde principios de juicio responsable y solidario. Es decir, la educación ética busca formar una personalidad moral definida integralmente, y no solamente desde la autonomía y el diálogo. Esta es también una opción currícular central. La autoestima y la coherencia, el pensamiento crítico y la creatividad, las profundas conexiones con el propio deseo y con las instituciones sociales, son también elementos de la personalidad moral.

Enseñar ética, entonces, no está desvinculado de plantear cuestiones como la felicidad, la alegría, el respeto propio y de los otros, el cuidado de la vida, la solidaridad y la responsabilidad. Es decir, lo que en términos generales se suele llamar las "virtudes".

Este punto necesita que lo profundicemos un poco.Durante mucho tiempo se ha tratado de separar las cuestiones rela-

cionadas con el deber o la vida honesta de las cuestiones relacionadas con la felicidad o la buena vida. Esto llevó a que en la historia de la ética se distingan, con cierta insistencia, las éticas deontológicas (o centradas en el deber y la obligación moral), de las éticas eudemónicas (o centradas en el bien y en la felicidad).

Esta distinción debe ser mantenida en las cuestiones de fundamenta-ción y con relación a la formación del juicio moral autónomo y de la ca-pacidad de dialogar las diferencias morales, pero es necesario avanzar en la comprensión de su dialéctica interna y de su mutua dependencia cuando se trata de formar una personalidad moral íntegra. Justamente aquí radica, en

buena medida, la necesidad de superar el aparente abismo entre un mero formalismo ético y una mera ética material de los valores (MaxScheler, 1966).

De aquí, dos nuevas opciones como bases para un curriculum de for-mación ética y ciudadana:5. Es posible enseñar saberes relacionados con la autoestima y el cuidado solidario de los otros.6. Y es posible, entonces, que se aprendan en la escuela modos de conocerse a sí mismo y valorarse, asi como principios de autorregulación y coherencia.

Recapitulando: la enseñanza de la ética, en un currículo de formación ética y ciudadana, tiene como base las siguientes opciones:

1. Es posible fundamentar racional y argumentativamente la validez de los principios de valoración moral y de las obligaciones morales.2. Es posible fundamentar racional y argumentativamente la universalidad de ciertos valores y de ciertas obligaciones morales.3. Es posible aprender a construir autónomamente, sin otra ley que la de la propia razón, los valores y las normas.4. Es posible entonces, aprender a resolver argumentativa y dialógica-mente los conflictos de valores, a respetar opciones diferentes y a convivir en un pluralismo axiológico sin renunciar a la defensa de valores universales y comunes.5. Es posible enseñar saberes relacionados con la autoestima y el cuidado solidario de los otros.6. Y es posible, entonces, que se aprendan en la escuela modos de conocerse a sí mismo y valorarse, así como principios de autorregulación y coherencia.

III. Hablemos de la moral

Algo está pasando con los valores, con las normas, con las sanciones, con el respeto mutuo, con la violencia, con la búsqueda de la felicidad, con las formas de enfrentar el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte.

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Se constata con facilidad una verdadera "dispersión" de valores, sin que sea fácil agruparlos por categorías, o encontrarlos con cierta estabilidad en las personas o en los grupos.

La rectitud y la honestidad parecen incompatibles con la función pú-blica, con el poder económico, con la posición social, con la fama, con el éxito, con el estudio mismo. Hay una tendencia a imaginar que es imposible ser bueno si se quiere tener poder, o riqueza.

Por otro lado, también la moral parece alejarse de la creatividad, de la originalidad, de la sinceridad, de la coherencia.

Se enojan con la moral y los "moralistas" quienes están instalados en el status quo. Se enojan con la moral y los moralistas, quienes están ins-talados en el cambio, en la autenticidad, en el seguir los propios sentimientos y deseos.

Se hace cada vez más difícil relacionar el sentido de la vida con algún tipo de renuncia o sacrificio. Suena a lenguaje de otra época hablar de una lógica de subordinación de los medios a los fines, y de éstos a principios de valoración autónomos.

Se hace cada vez más difícil relacionar la legitimidad de las normas con alguna fuente de autoridad y de respeto. Suena cada vez más de otra época hablar de una lógica de maestros y discípulos, de sabios y de caminos para la sabiduría.

Simultáneamente nunca, como hoy, se habló de ética. En todos los campos de la actividad social, en todos los tipos de discursos posibles. Nunca como hoy se habló de derechos humanos. Nunca como hoy se habló de democracia. Como si quisiéramos compensar la sensación de crisis, en relación con los valores y la convivencia, llenando el discurso de referencias a la necesidad de contar con una ética y de afianzar la vigencia del orden democrático.

Me parece interesante plantear esta situación en términos de tensio-nes conceptuales o de ciertas contradicciones. Porque el sentido de lo que pasa con la moral y con la convivencia, queda mejor expresado si vemos entre qué y qué se mueve la cosa.

La personalidad moral aparece, por un lado, como el argumento más fuerte para romper el naturalismo de las morales farmacológicas o re-mediales, declarándolas ilusorias, tanto por su ingenua manera de plantear la

felicidad como un "mínimo", como por su cínica forma de alejarse, por ejemplo, de la construcción justa de los espacios públicos, conformando un discurso social anti-corrupción, y uno individual pro-placer, pero sin tocar el modelo concreto de prácticas sociales y de valores que las legitiman.

Sin embargo, muchas veces, esta misma apelación a "la personalidad moral", por el miedo de que se la confunda con algún tipo de naturalismo, propio de los individuos vulgares (no expertos, preocupados por su felicidad más que por su dignidad), se traduce en un sutil elitismo de nuevas formas de "sabiduría", no exentas de la privilegiada comprensión platónica del "trasmundo", donde habita la verdadera felicidad, o del "orden" estoico del universo, de cuyo conocimiento correcto depende la felicidad.

La vieja idea de la "imperturbabilidad" aparece, modernamente, como "serenidad ante el destino del ser" (Heidegger), o como "sentimiento de admiración" ante el mundo moral (el reino de los fines-en-sí), y se re-nuncia a todo intento de transformar efectivamente el curso de la historia. Es el ya proverbial enredo, como diría Lacan, entre Kant y Sade (Lacan, 1963), entre Ley y Deseo.

En todo caso, es justamente la personalidad moral, la dignidad última del hombre, la garantía mayor de la necesidad (natural), y de la obligación (moral) de procurarse, y procurar con otros, la felicidad, para cada uno y para todos. No basta el alivio al sufrimiento propio, que produce el denunciar la corrupción pública, o el encontrar un camino adecuado de armonización, definitivamente alejados de lo público. Pero tampoco basta la tranquilidad de conciencia, por el cumplimiento del "deber", para definir adecuadamente la felicidad.

Es un mismo problema, encontrar la realización plena y realizar simul-táneamente la justicia. En ambos casos debemos apelar a la personalidad moral como el principio que rompe el mero carácter remedial de la moral, pero, por otro lado, como el principio que exige que remediemos históricamente la injusticia. Claro, la personalidad moral no confundida ni con el mero deseo natural de la felicidad, ni con el mero deber por el deber mismo.

Estos cuatro estados de la moral, dispersión de valores, confusión de sujetos, sustitución de normas y retirada de fundamentos, obligan a re-flexionar muy a fondo.

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- Porque la dispersión puede querer decir escepticismo, pero también pluralismo moral, y entonces el desafío es cómo construir el "relato común" sin negar las diferencias.- Porque la confusión puede querer decir ética indolora, reduciendo el sujeto moral a la búsqueda natural de la felicidad, pero también ética del cuidado, incorporando a la personalidad moral el deseo, y entonces el desafío es cómo construir el "sujeto histórico" sin negar los cuerpos y los pequeños espacios de la vida cotidiana.- Porque la sustitución puede querer decir ley de la selva, pero también una necesidad de completar la fundamentación autónoma de la moral con una reflexión sobre las instituciones, incorporando la solidaridad, y entonces el desafío es cómo realizar la "utopía social", sin negar ni excluir a nadie de los bienes sociales.- Porque la retirada puede indicar autismo, pero también nuevas formas de creación y comunicación, y entonces el desafío es cómo encontrar "la palabra confiable" sin negar las emociones y las curiosidades infinitas.

4°) FREIRE, De las virtudes del educador. Conferencia realizada en el Centro Cultural General San Martín el 21/06/1985

El viernes 21 de junio de 1985 se presentó en el Centro Cultural General San Martín, el educador brasileño Paulo Freire. Durante su conferencia, el Profesor Freire –quien hacía 12 años no visitaba Argentina- recordó que fue en este país que un alumno le formuló la pregunta fundamental “¿Qué es preguntar?”.

Como educador, y como político, hay un tema que me preocupa mucho a nivel práctico-teórico: es la reflexión crítica sobre las virtudes del educador. No como virtudes con las cuales uno nace, ni como un regalo que uno recibe, sino por el contrario como una cierta forma de ser, de encarar, comprender y comportarse, que uno crea a través de la práctica política, en búsqueda de la transformación de la sociedad.

Esta virtud no es una calidad abstracta que existe antes. Es algo que yo creo y porque creo conozco; creo con los otros y no sólo individualmente.

Estas virtudes no son virtudes de cualquier educador o educadora sino de los educadores y educadoras que estén comprometidos con un sueño político por la transformación de la sociedad, en el sentido de CREARSE socialmente, históricamente, para marchar hacia una sociedad mas justa.

COHERENCIA

Yo voy a plantear la primera virtud o calidad que me gustaría subrayar: es la virtud no muy fácil de ser creada de la coherencia, de la coherencia entre el discurso que habla de la opción, que anuncia la opción y de la práctica que debería estar al servicio del discurso, confirmándolo. Es la virtud según la cual necesitamos disminuir la distancia entre el discurso y la práctica.

Toda vez que yo me refiero a esta virtud en el plano político, digo que es preciso disminuir la distancia entre el discurso del candidato y la práctica del elegido. De tal manera que en un momento la práctica sea también discurso y el discurso sea práctica. Obviamente que en esta búsqueda de la coherencia –a mi juicio sería imposible alcanzar jamás la coherencia absoluta y en segundo lugar sería fastidioso-. Imaginen ustedes que uno viviera de tal manera una coherencia que no tuviera posibilidad de comprender y saber lo que es coherente, porque sólo es coherente. Pero si bien yo necesito ser incoherente para tornarme coherente hay, sin embargo, también un límite para la incoherencia. Por ejemplo, yo no puedo en mi criterio proclamar mi opción por una sociedad participativa, en que al final las clases trabajadoras asumen la HISTORIA, la toman en sus manos y al mismo tiempo preguntar a un alumno que me interroga criticándome, si el sabe quién soy yo. No es posible hacer un discurso sobre la liberación y al mismo tiempo revelar en mi comportamiento, una profunda descreencia en las masas populares. No es posible hablar de participación democrática y cuando las masas llegan a la plaza y pretenden hablar decir “llegó el pueblo y va a echar a perder la democracia”.

Por esta razón es que a mí me parece que la virtud y la calidad de la coherencia, es la virtud norteadora, es –reafirmando la “Pedagogía del Oprimido”- una virtud generadora de otras virtudes. Ella va desdoblándose y contestando a las demandas que la práctica va poniendo.

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TENSIÓN ENTRE PALABRA Y SILENCIO

Una otra virtud que emerge de la experiencia responsable es la virtud de aprender a luchar con la tensión entre la palabra y el silencio. Cómo contractar con esta tensión permanente que se crea en la práctica educativa entre la palabra del profesor y el silencio de los educandos, la palabra de los educandos y el silencio del profesor. Si uno no trabaja bien, coherentemente esta tensión puede que su palabra termine por sugerir el silencio permanente de los educandos o con una apariencia de “inquietud” en los mismos. Si yo no vivo bien esta tensión, si yo no sé escuchar, si yo incluso no testimonio a los educandos qué es la palabra verdadera, si no soy capaz de exponerme a la palabra de ellos, que penetre mi silencio necesario, yo termino discurseando “para”. Y hablar o discursear “para” casi siempre se transforma en “hablar sobre” que necesariamente significa “contra”. Vivir apasionadamente la tensión entre palabra y silencio significa “hablar con”, para que los educandos también “hablen con”. En el fondo, ellos tienen que asumirse como sujetos del discurso y no ser meros receptores del discurso o de la palabra del profesor.

Vivir esta experiencia de la tensión en un espacio, demanda mucho de nosotros. Para ellos hay que aprender algunas cosas básicas como ésta. “No hay pregunta tonta ni tampoco hay respuestas definitivas”.Yo diría incluso que la necesidad de preguntar forma parte de la naturaleza de la existencia humana. El hombre y la mujer deben actuar sobre el mundo y preguntar sobre la acción.

No es bueno conocer sin preguntarse y sin preguntar. Es preciso que el educador testimonie a los educandos el gusto de la pregunta y el respeto a la pregunta. En la Educación Liberadora, uno de los temas fundamentales en el comienzo de los cursos, es una reflexión sobre la pregunta. La pregunta fundamental enraizada en la práctica.

A veces, por ejemplo, el educador percibe en una clase que los alumnos no quieren correr el riesgo de preguntar porque temen a sus propios compañeros. Y yo no tengo duda, sin pretender hacer “psicologismo”, (no psicología) que cuando los compañeros se burlan de aquel que hizo una pregunta, suelo pensar si cuando ese profesor recibió una

pregunta no fue él primero quien hizo una sonrisa irónica descalificándola y sugiriendo que quien la hacía era un ignorante. El profesor incluso, suele añadir a esta sonrisa una advertencia como “estudie un poco más y pregunte después”. Esta forma de comportarse no es posible, porque conduce al silencio, no a la inquietud. Es una forma de castrar la curiosidad, sin la cual no hay creatividad.

SUBJETIVIDAD Y OBJETIVIDAD

Pasando a otra virtud, que es complicada por ser un poco técnica desde el punto de vista filosófico, es aquella de trabajar en forma crítica la tensión entre subjetividad y objetividad, entre conciencia y mundo, entre práctica y teoría, entre ser social y conciencia.

Es difícil vivir esta dialecticidad entre subjetividad y objetividad y no es casual que éste sea un tema que acompañe la historia de todo el pensamiento filosófico. Y es difícil, porque ninguno de nosotros escapa andando por las calles de la historia, de sentir la tentación de olvidar o de minimizar la objetividad y reducirla al poder –que allí se hace mágico- de la subjetividad todopoderosa. Y es entonces que arbitrariamente se dice que la subjetividad crea la objetividad. Por lo tanto no hay que transformar el mundo, la realidad concreta, sin las conciencias de las personas. Y este es uno de los mitos en que han caído miles de ingenuos. El mito de pretender que primero se transforman los corazones de las personas y después la realidad material. Entonces “cuando se tenga una humanidad bella, llena de seres angelicales, de esta humanidad saldrá una revolución”. Esto no existe, jamás existió. La subjetividad cambia en el proceso del cambio de la objetividad. Yo me transformo al transformar. Yo soy hecho por la historia al hacerla.

El otro equívoco que hay en esta tensión y que para mí es fundamental para el educador estar lúcido y claro frente a él, es el opuesto a esto. Es decir, reducir la subjetividad a un puro reflejo de la objetividad. Esta ingenuidad significaría que sólo sería suficiente la transformación de la objetividad y al día siguiente tengo una subjetividad maravillosa. La condición humana no es así. La cosa es dialéctica, contradictoria, procesal. Quiero decir que yo sufrí también estas tentaciones y en ciertos momentos caí hacia la subjetividad. Esto significa, filosóficamente idealismo y del otro lado sería el

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objetivismo mecanicista. Recuerdo, por ejemplo, que en la “Educación como práctica de la libertad” tuve algunos momentos que anunciaban subjetivismo.

Pero este libro lo escribí hace más de 13 años y muchos de los que lo critican, no han leído después la crítica que yo hice de mí mismo. Cuando yo hablaba del problema de la “concientización” (palabra que dejé de usar por 1972 y de la que luego hice una buena crítica), la impresión que tengo al leerlo hoy es que el proceso de profundización de la toma de conciencia aparecía muchas veces de manera subjetiva; por supuesto, también por causas históricas y sociales (hay circunstancias en que uno es criticado por personas que no comprendieron históricamente el tiempo del criticado). Era como que entonces yo pensaba que la percepción crítica de la realidad, que su lectura crítica, ya significaba su transformación. Y esto era idealismo. Pero, afortunadamente, como no morí, pude atravesar estos caminos y traspasarlos, superándolos.

AQUÍ Y AHORA

Una otra virtud que me gustaría plantear a ustedes es no sólo comprender sino cómo vivir la tensión entre el aquí y el ahora del educador y el aquí y el ahora de los educandos. En la medida en que yo comprendo esta relación entre “mi aquí y el aquí de los de los educandos” es que yo empiezo a descubrir que “mi aquí es el allá de los educandos”, que no hay allá sin aquí, es obvio. Porque incluso, sólo reconozco un aquí porque hay algo diferente del mismo que es un allá, que me dice que aquí es aquí. Si no hubiera un allá no comprendería donde estoy.

Por ejemplo, si yo estoy en la calle –para estar hay sólo 3 posibilidades fundamentales- o en el medio, donde se corre el riesgo de morir, o de un lado o de otro. Después de estas tres posiciones lo que ustedes tienen son aproximaciones. Si yo estoy en este lado de acá y percibo que el otro está en el otro lado, yo tengo que atravesar la calle sino no llego. Creo que hasta el fin de este siglo la solución será la misma. Es por esta razón que nadie llega allá partiendo de allá.

Este es un tema muy olvidado por los educadores-políticos y por políticos educadores. Hay que respetar la comprensión del mundo, la

comprensión de la sociedad, la sabiduría popular. Hay que respetar el sentido común, en nombre de la exactitud científica que los educadores juzgan poseer (porque a veces solamente juzgan), en nombre de esta sabiduría hecha de caminos rigurosos, en nombre de que las masas populares necesitan de esta sabiduría que nosotros ya tenemos, olvidamos negligentemente, minimizamos, desconocemos la percepción que los grupos populares están teniendo de su concretud, de su cotidianeidad, de su mundo; la visión que tienen de la sociedad. Esta postura mía es criticada por algunos estudiosos en Brasil. Pero yo subrayo: leer es una cosa muy difícil y muy responsable. Y hay que tener mucho cuidado de que al leer un texto, prohibirse estar leyendo no el texto que el autor escribió sino el texto que al lector le gustaría haber escrito.

Hay quienes dicen en Brasil que “las tesis de Freire implican que el educador debe quedar al nivel de sabiduría popular de los educandos”. No, yo creo que hay una diferencia semántica muy grande entre “quedar” y “partir”. Yo hablo de partir de los niveles en que se encuentran los educandos. Esto es, alcanzar el aquí pasar por el allá, que es el aquí de los grupos populares. Allí existe una tensión grande.

MANIPULACIÓN Y ESPONTANEIDAD

Por otra parte, esta virtud se prolonga a una otra que es cómo rehusar caer en posturas espotaneístas sin caer en posturas manipuladoras. Hay quienes piensan ingenuamente, que el contrario positivo de la manipulación es el espontaneísmo como hay quienes piensan que el contrario positivo del espontaneísmo es la manipulación. No, yo rechazo los dos, porque uno no es el contrario positivo del otro. El contrario positivo de los dos es la posición sustancialmente democrática, radicalmente democrática. Y no hay que tener miedo de esta palabra.

Esta virtud se prolonga a la otra de vivir intensamente la comprensión profunda de la práctica y la teoría, no como yuxtaposiciones, no como superposiciones, sino como unidad contradictoria, la reunión contradictoria de estos elementos. Que la práctica no puede prescindir de la teoría. Entonces, hay que pensar la práctica para poder mejorarla. Esto demanda una fantástica seriedad, rigurosidad y no da pie a la licenciosidad.

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Esto demanda estudio = creación de una serie de disciplinas. Esta cuestión de pensar que todo lo que es teórico y académico es malo, es absolutamente falso y hay que luchar contra esto. No hay que negar el papel importante, fundamental, iluminatorio, de la teoría, que sin embargo deja de tener cualquier repercusión si no hay una práctica seria. Por ello, yo creo que la formación de los educadores populares es una de las mayores preocupaciones y un capítulo fundamental.

PACIENCIA E IMPACIENCIA

Una última virtud que yo quisiera mencionar en este encuentro es la de aprender a experimentar la relación, tensa también, entre paciencia e impaciencia. De tal manera que jamás se rompa la relación entre las dos posturas. Porque si uno rompe en favor de la paciencia cae en el discurso tradicional de quietismo. Y si nosotros rompemos esta relación dinámica, tan dinámica como la relación práctica-teoría, en favor de la impaciencia caemos en el activismo que olvida que la historia existe y entonces en nombre de una postura dialéctico-revolucionaria caemos en el idealismo subjetivista prehegeliano.

De ese modo pasamos a programar, a decretar una realidad que existe únicamente en la cabeza de la gente, en su mente y que no tiene nada que ver con la realidad externa. Y esta última virtud que mencioné, es la que nosotros encontramos en los grandes líderes revolucionarios de la historia, la de vivir “pacientemente impaciente”, nunca sólo pacientemente, nunca sólo impacientemente. Esta virtud de vivir la impaciente paciencia tiene que ver con la comprensión de lo real, con la comprensión de los límites históricos.

Y todo esto, a su vez, tiene que ver con la relación entre lectura del texto y lectura del contexto. Esta también debería ser una de las virtudes fundamentales que deberíamos vivir para testimoniar a los educandos tanto en lo sistemático como en los grupos de educación popular. Esta experiencia indispensable de leer la realidad sin leer las palabras, para que así se puedan leer bien las palabras.