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Conferencia plenaria DIOS, CASA Y REINOS. FELIPE II: CATÓLICO PERO NO ROMANO Jaime Contreras UNIVERSIDAD DE ALCALÁ [...] fue el heredero cuidadosamente preparado de una línea de gobernantes Habsburgo que hacían re- montar sus antepasados a Augusto y Eneas (J. H. Elliott, «Los enigmas de Felipe II», ABC Cultural, n.° 311, 17-octubre-1997, pág. 19). 1. INTRODUCCIÓN Andaba entonces el Monarca por los 66 años de edad, un anciano ya, sin duda. La enfermedad que había de llevarle a la tumba manifestábase, por aquel entonces, abiertamente y sin tapujos, con aquella credibilidad tan realista como supo pintarle Pantoja de la Cruz. Era aquel año, el de 1593; por otoño. Los problemas en torno a la mesa de aquel rey sacrificado, resistente y tenaz eran muchos. Las alteraciones de Aragón, con el hacer de Antonio Pérez tan «provocador», acababan reciente- mente de ser abortadas y reprimidas. Muy pronto serían las Cortes de Tarazona, y el Rey, aun agotado y exhausto, todavía pensaba inaugurarlas y oír las quejas que, según se decía, se extendían por toda la Corona de Aragón. También estaba el pro- blema de Francia y lo que habría de hacer el Príncipe de «Vandome», el futuro En- rique IV; era éste un asunto espinoso, difícil y de desenlace fatalmente negativo. Felipe II lo sabía muy bien, pese a la urgente necesidad que tenía de actuar en el interior de aquel avispero que era la política francesa, la monarquía «compuesta», que así ha sido denominada, pasaba por aquel entonces por horas complicadas, sin duda. 2. Dios, CASA Y PATRIMONIO Pero Felipe era un rey acostumbrado a tomar decisiones y no era éste un mo- mento tan excepcional como para inhibirse de sus responsabilidades. Gobernar aquel imperio siempre fue un asunto complejo, sobre todo por la falta de hombres capaces de elaborar remedios y arbitrios adecuados a la dimensión de los proble- 3

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Conferencia plenaria

DIOS, CASA Y REINOS.FELIPE II: CATÓLICO PERO NO ROMANO

Jaime ContrerasUNIVERSIDAD DE ALCALÁ

[...] fue el heredero cuidadosamente preparado deuna línea de gobernantes Habsburgo que hacían re-montar sus antepasados a Augusto y Eneas (J. H.Elliott, «Los enigmas de Felipe II», ABC Cultural, n.°311, 17-octubre-1997, pág. 19).

1. INTRODUCCIÓN

Andaba entonces el Monarca por los 66 años de edad, un anciano ya, sin duda. Laenfermedad que había de llevarle a la tumba manifestábase, por aquel entonces,abiertamente y sin tapujos, con aquella credibilidad tan realista como supo pintarlePantoja de la Cruz. Era aquel año, el de 1593; por otoño. Los problemas en tornoa la mesa de aquel rey sacrificado, resistente y tenaz eran muchos. Las alteracionesde Aragón, con el hacer de Antonio Pérez tan «provocador», acababan reciente-mente de ser abortadas y reprimidas. Muy pronto serían las Cortes de Tarazona, yel Rey, aun agotado y exhausto, todavía pensaba inaugurarlas y oír las quejas que,según se decía, se extendían por toda la Corona de Aragón. También estaba el pro-blema de Francia y lo que habría de hacer el Príncipe de «Vandome», el futuro En-rique IV; era éste un asunto espinoso, difícil y de desenlace fatalmente negativo.Felipe II lo sabía muy bien, pese a la urgente necesidad que tenía de actuar en elinterior de aquel avispero que era la política francesa, la monarquía «compuesta»,que así ha sido denominada, pasaba por aquel entonces por horas complicadas, sinduda.

2. Dios, CASA Y PATRIMONIO

Pero Felipe era un rey acostumbrado a tomar decisiones y no era éste un mo-mento tan excepcional como para inhibirse de sus responsabilidades. Gobernaraquel imperio siempre fue un asunto complejo, sobre todo por la falta de hombrescapaces de elaborar remedios y arbitrios adecuados a la dimensión de los proble-

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mas que se planteaban. Ahora, quizás más que nunca, echaba de menos lo quesiempre había necesitado: personas con capacidad de consejo que comprendieranla estructura global de las necesidades que tenía aquella Monarquía Católica y Uni-versal que Dios había confiado sobre la fortaleza de sus hombros. En consecuencia,Felipe II decidió actuar, pese a la aversión que sentía por los cambios, y optó porreforzar la composición de la llamada Junta Grande, con la presencia en ella de susobrino, el Archiduque Alberto, a la sazón Virrey de Portugal e Inquisidor Generalde aquel reino. Se trataba de una decisión importante, porque presentaba un carác-ter familiar y dinástico. Suponía poner al frente del gobierno de la Monarquía a unapersona de la propia casa regia. Educado en España, y aunque alejado de ella, elPríncipe Alberto se hallaba, de algún modo, en la propia línea sucesoria de la di-nastía. Pensaba, también, Su Majestad, que en aquella Junta participase igualmente,y de forma lo más activa posible, el propio Príncipe heredero porque, como leaconsejaba el propio padre, «tiempo es que nos ayudemos».1

Aquella Junta llamóse desde entonces Junta de Gobierno y constituyó de hechoel núcleo de decisión política más cercano, y por ello más elevado, de todo el com-plejo entramado institucional de aquella máquina de administración, siempre deprecario funcionamiento.

No se trata de analizar aquí sus funciones propias, pero sí de recordar - a estepropósito- cuáles eran las ideas que, entonces, el anciano Rey concebía para el go-bierno de aquella estructura política; entendiendo, naturalmente, que la pretensiónesencial debería ser asegurar la continuidad de la misma sin cambiar en absolutolos fines, ni modificar, en lo posible, los objetivos.

En principio, escribía el Rey, la Junta habría de procurar remediar las muchastensiones que se apreciaban en el seno de despachos y consejos. Felipe II era cons-ciente de este problema. En la Corte, la inevitabilidad ordinaria de las tensiones,había dado paso a auténticas pugnas y a recelos desmedidos entre los hombres queformaban los entresijos de aquella maquinaria. La historiografía actual -una partede ella- prefigura que las tensiones eran consecuencia de la existencia de bandosy clientelas que, atrayendo hacia sí los beneficios de la gracia, constituían una ad-ministración segmentada en «partidos» de estructura definida. Naturalmente quelas afinidades entre quienes se movían a la «sombra del Rey» corrían parejas a losdesencuentros pero, tengo para mí que, simpatías y antipatías se expresaban sindemasiada cimentación y que la fluidez de alianzas y viceversa marcaba el devenirde la pasión política en la vida cortesana de palacio.

Felipe II lo sabía muy bien. Desde que fue niño y, luego adolescente, recibió eneste punto las lecciones magistrales de su propio padre, el Emperador, gran cono-cedor de hombres. Pero ahora, pensaba el Rey ya muy cansado, las circunstanciaspor las que pasaba la monarquía eran particularmente delicadas; y todo esfuerzo pa-ra aplacar rivalidades y domesticarlas -si ello fuera posible— sería particularmenteimportante. Los problemas de los Países Bajos, el peliagudo asunto de Francia, los

1 L. Cabrera de Córdoba, Filipe Segundo, Rey de España, Segunda Parte, t. IV, Madrid, 1877, pág. 202.

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desánimos y críticas que llegaban desde Portugal, los broncos debates que se desa-rrollaban en las Cortes de Castilla, desconfiadas con la política del propio Monar-ca; todo, en fin, contribuía a dibujar un mapa de tensión y confusión política. Luego,también la Junta de Gobierno estaba encargada del aprendizaje -un tanto dificulto-so- del Príncipe; y esta «pedagogía», a ser posible -decía el Rey- debía desarro-llarse alejada de la ruda batalla que siempre suponían las intrigas palaciegas.

Una indisimulada desconfianza y un evidente escepticismo se desprenden de lasreflexiones regias en aquellas instrucciones que redactó para la constitución de lafamosa Junta. Ésta, presidida por el Archiduque Alberto, tenía, como se ha dicho,un carácter dinástico y expresaba una pretensión indisimulada de continuidad pa-trimonial. Era el tiempo el que, por sí mismo, se imponía y, por consiguiente, elRey esperaba de aquellos ministros principales que componían aquel órgano, quedesarrollaran un modelo de acción política muy instructivo para el Príncipe herede-ro. No pudo o no quiso entonces el Rey ocultar su visión, un tanto descreída y des-confiada, de los modos concretos en los que se desarrollaba la acción de gobierno.Impotente ya de ejercer el control que ejerciera en tiempos pasados, el Rey Pru-dente confiaba, al menos, que la Junta reequilibrase las pasiones y moderase lasambiciones políticas de sus miembros. Bien sabía él que entre consejeros no habíanunca estable amistad y que, siendo los ánimos de éstos dispares, también lo seríansus acciones pero, al menos, confiaba que se impusiese el recato y la disimulación.Había razones objetivas para ello, pensaba el Rey; la «autoritas» de su propia regiapersona provocaba en los consejeros un equilibrado sistema de obediencia en elque el temor se alternaba, a partes iguales, con el respeto y el amor. Por eso, con-fiaba que aquellos hombres, presididos por su sobrino el Archiduque Alberto, ejer-cieran una función de gobierno en la que hubiera un equilibrio entre la objetividaden los consejos y consultas y la simulación con los comportamientos. Una formade comportamiento político a medio camino entre el modo «politicus» de la Razónde Estado y el modo «moral» en el que razonaba la mayor parte del pensamientofilosófico del momento. En cualquier caso, con mayor o menor confianza, pareceevidente que en aquella ocasión Felipe esperaba de aquella Junta una gestión posi-tiva, tanto en los asuntos puntuales del quehacer cotidiano del gobierno como enel mantenimiento de los pilares fundamentales de aquel sistema político que hoyconocemos como Monarquía Católica.

A este respecto, decíales el Rey a sus consejeros más íntimos que se habrían de«[...] desnudar en todos los negocios de pasión, afición y fines particulares ponien-do solo la mira en el servicio de Dios y bien de mis cosas y destos reinos y de losdemás que todo es uno».2 Estas palabras fueron escritas en San Lorenzo de El Es-corial el 26 de septiembre de 1593 y nos las ha contado Luis Cabrera de Córdoba,uno de los cronistas más cercanos a la regia persona del Monarca.

" Sobre la unidad política de los reinos de la Monarquía Católica, pese a su heterogeneidad inicial, vid.,entre otros: J. M. García Marín, Monarquía Católica en Italia, Madrid: Centro de Estudios Consti-tucionales, 1992, pág. 14.

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Son, en realidad, palabras muy importantes porque en ellas Felipe II, a mi jui-cio, con una economía de lenguaje encomiable, resumía la esencia de aquella Mo-narquía que se llamaba a sí misma Católica y Universal: servicio de Dios, en primerlugar; bien de mis cosas, es decir, de las cosas de la casa dinástica que él mismoencabezaba, en segundo término; finalmente «el bien destos reinos -los de Casti-lla- y de los demás, que todo es uno», es decir, el conjunto patrimonial que por he-rencia había recibido. Resumamos: Dios, Casa y territorio patrimonial. He aquí eltriángulo básico de toda acción de gobierno del Monarca que ahora, ya próximo arendir cuentas al Altísimo, identificaba con el supremo bien moral y político. Talhabría de ser el objetivo de aquella Junta cuyo control confiaba a su sobrino elPríncipe Alberto, en la cercanía de su propio heredero. Tres objetivos diferentespero todos convertidos en uno. De tales objetivos, cuya conservación resultabaprioritaria, se desprendían, en justa correspondencia, otras tres obligaciones regias:el ejercicio de la justicia, la búsqueda de la paz y la concesión obligada de graciasy mercedes, lo que constituía un elemento esencial de la soberanía. Tres funcionessustanciales: Dios, Casa y Patrimonio, y tres exigencias derivadas del oficio deRey. Difícilmente, creo yo, puede encontrarse algún otro texto -de los muchos queelaboró el Monarca- tan explícito como éste. Ahí, en esas palabras el viejo Monar-ca supo definir la naturaleza de su condición de soberano y de las funciones al mis-mo asignadas. Eran tres funciones heredadas que pesaban enormemente, porque eraobligado transmitirlas todas y cada una de ellas, enteras y así comprendidas.

La historiografía más reciente ha denominado a esta trilogía de fines con voca-ción de unidad, como un sistema político confesional no específicamente felipinosino propio, igualmente, de las monarquías más desarrolladas de los siglos XVI yXVII. Dicho sistema político confesional supone el reconocimiento de que son lareligión y la justicia, que de ella se deriva, los cimientos que sustentan la monar-quía, concebida ésta como la entidad soberana legitimadora mediante la dimensióndinástica de una Casa elegida divinalmente. En este sentido, el empleo del término«confesionalización» supone establecer una relación directa y causal entre los fe-nómenos de expresión religiosa y los fenómenos de expresión política, social ycultural. Las interrelaciones entre las iglesias y las instancias jurisdiccionales se-culares, incluida naturalmente la monarquía, fueron, en este sentido, profundas. Lasconsecuencias importantes de esta interrelación fueron muchas pero, quizás, me-rezcan destacarse principalmente dos: un creciente proceso de burocratización ad-ministrativa, que surge del epicentro de las más altas instancias civiles y eclesiásti-cas, y una presencia cada vez más notoria de espacios públicos de control conincidencia creciente en mayores contingentes de población. Se ha denominado re-cientemente a este fenómeno como el proceso de disciplinamiento social que nacede un fondo común de cultura religiosa.

No fue la Monarquía Católica de Felipe II ajena a estas tendencias, por el con-trario, las orientó, las encauzó y, finalmente, las elevó a categorías políticas de pri-mer orden, llegando a metamorfosear su propia naturaleza originaria en sustanciaconstitutiva del ser de aquella Monarquía. Este proceso de fagocitación provocaría,

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nada menos, unos arquetipos religiosos, denominados naturalmente católicos, que,apegándose a los atributos regios, eran paulatinamente menos eclesiales. Puede re-sumirse esta reflexión indicando que aquel proceso de confesionalización expresósu máxima funcionalidad en el seno de aquella Monarquía, legitimando con su ac-ción la dimensión triangular sobre la que ésta se asentaba, a saber: religión en pri-mer término; justicia y gracia, en segundo; y finalmente, el tercer lado del esque-ma: un concepto dinástico de la casa regia.

3. NO CONSENTIR LA «VOLUNTAD DE CONCIENCIA»

Fueron estos tres ejes los que recorrieron toda la aventura temporal de aquellaMonarquía y los que, por lo mismo, marcaron todo el espacio geopolítico que abar-caba el patrimonio de reinos que habíanse formado en torno a la Majestad Sobe-rana. Tres fundamentos que delimitaron tanto la personalidad del Rey como de-finieron la época que le tocó vivir. Rey y época, dos elementos indivisibles einalterables entre sí. Asistimos en nuestros tiempos a un momento historiográficoen que el discurrir biográfico de un personaje, tan significado como Felipe II, pre-tende construirse por sí mismo, con manifestaciones de atemporalidad y desligadode sus coordenadas espacio-temporales. Una parte de esta historiografía, a la queme refiero, se ha servido de la figura de Felipe II para hacer con ella un laboratoriodonde «construir» una biografía de la persona regia. Existe una razón muy inme-diata que puede explicar por qué hoy parece interesar más la persona que la épocaen que la primera se expresa. Fue Fernand Braudel quien, en su famoso Mediterrá-neo, explicó las relaciones entre el hombre y su medio; y cuando reflexionó sobreFelipe II vio claramente la relación entre el hombre, asistido por los tributos regios,y el monarca; es decir, la figura política que constituye el arquitrabe principal deun sistema político. Braudel no supo, ni quiso tampoco, separar ambas figuras por-que entendió lúcidamente que, si el hombre-rey proponía, era, finalmente, el mo-narca quien disponía, obligado, además, por el empuje arrollador de fuerzas socia-les, razones económicas y determinaciones religiosas que, sin escapar a la voluntadde los hombres, se sobreimponían a la dimensión de un individuo, aun cuando éstefuera el Monarca más poderoso y estuviere asistido por fuerzas divinales. El Diosde Felipe II, «construido» por una génesis cultural y simbólica extraordinaria, nopodía, sin embargo, escapar a las determinaciones poderosas, pero al fin humanas,de los agregados sociales. Tales fuerzas fueron analizadas con detalle por Braudel,configurando un extraordinario escenario en el que el Monarca Católico, un hom-bre al fin, no podía tener más que dimensiones reducidas. El Mediterráneo braude-liano raptó, finalmente, la voluntad regia y la redujo a la inanidad. Tal vez sea unaexageración desmedida.

Pero hoy Braudel no está ya de moda, ni siquiera en la propia historiografíafrancesa; y la reacción historiográfica más «posmoderna» ha girado hacia el ladoopuesto, interesándose por el personaje en sí mismo como objeto de análisis especí-fico. Actualmente la persona de Felipe II es uno de los temas más recurrentes denuestro quehacer historiográfico y objeto de muchas reflexiones. Esta tarea singular

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se complementa de una característica específica; me refiero al revisionismo quehoy se hace de su personalidad y de su profunda trascendencia histórica. Es la his-toriografía inglesa y americana la que está insistiendo más en este sentido, quizáscomo expresión de una «mala conciencia» secular que enajenó a muchos historia-dores anglosajones influidos por la tradición persistente de la leyenda negra.

Existe, pues, una revisión de los contenidos tradicionales que venían, desde elpasado, marcando la personalidad del Rey. Y de esa revisión historiográfica resultahoy una visión despreocupada y desideologizada de su figura y también de su tiem-po. Un Felipe II príncipe renacentista, inspirado en los ideales del humanismo, go-zador de la vida, amante de las letras y apasionado de las artes. Ciertamente, todoeso fue, pero no sólo eso. Diríase que, con tales imágenes, el personaje escapa desu propio tiempo y de la responsabilidad que, naturalmente, le cupo. Ocurre así quelos discursos reiterados sobre las múltiples facetas de su personalidad, finalmentecontradictoria, el detenimiento complaciente respecto de los momentos más agra-dables de su vida y la fascinación por la imagen que el Rey supo construir de símismo y de su entorno, se sobreponen a otras consideraciones conceptuales que,naturalmente son sustantivas. No puede negarse, pues, que, muchas de las más re-cientes reflexiones sobre la persona del Rey, se han ido alejando del rigor concep-tual y problemático que presentaban otras corrientes historiográficas, incluidastambién las más parciales en uno y otro sentido.

En cualquier caso, sean cuales fueren las dimensiones de este reciente pensarhistoriográfico, parece evidente que éstas no pueden ni deben ocultar otras ver-tientes de naturaleza mucho más variada que incidieron tanto sobre la persona regiacomo sobre el medio circundante.

Decía yo, retomando el argumento inicial, que al contemplar el espacio que ocu-paba la figura del Monarca, batallando denodadamente en medio de la vorágine desu tiempo, es posible extraer tres elementos principales que marcaron al personajey a su trayectoria como monarca: el servicio a Dios, la pervivencia de su casa y ladefensa de su patrimonio regio, constituido por el conjunto de sus reinos y seño-ríos. Resulta perfectamente posible percibir que tales aspectos se interfirieron cons-tantemente entre sí; unas veces concordaron mutuamente y otras divergieron para,posteriormente, perfilar —entre ellos— una compleja trayectoria que abarca toda labiografía del Rey en dialéctica permanente con las fuerzas de aquel tiempo.

La primera de estas trayectorias: el servicio a Dios. Referiremos algunos ele-mentos de lo que constituyó un fundamento angular de aquel monarca y de aqueltiempo. Comenzaré mencionando una anécdota relevante. Un año después de lamuerte de Felipe II, Clemente VIII, pontífice de Roma, convocaba un consistoriogeneral en octubre de 1599. Clemente VIII, antes de ocupar la silla de San Pedroera el Cardenal Aldobrandino, un eclesiástico influyente que en la curia vaticanaera conocido por su moderada hispanofilia. Aquel consistorio fue el primero de supontificado y Clemente VIII -que había conocido al propio Rey en sus viajes porEspaña como delegado papal- consideró obligado hacer una retórica y formal ele-gía de las virtudes y de los actos de servicio que el difunto monarca había hecho

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en favor de la Iglesia Católica. Se trataba de un protocolario acto, es cierto, y comotal cargado de retórica grandilocuente, sin embargo, Clemente VIII prefirió señalaralgunos aspectos, muy evidentes por lo demás, que merecían ser destacados de labiografía del difunto Felipe y que la Iglesia deseaba proponer como modelo arque-tipo del soberano ideal en aquellos tiempos de Contrarreforma.

En la elegía fúnebre que hizo el Papa en aquella ocasión, no se mencionaban,por supuesto, los numerosos problemas que el cesaropapismo ejercido por FelipeII había causado a los Soberanos Pontífices precedentes. Ahora, más bien, lo queal Santo Padre le interesaba resaltar del difunto eran tres puntos principales que,con facilidad, podían extraerse de la biografía regia; una biografía que, en estepunto, la iglesia de Roma manipulaba ya con el mismo desparpajo que lo hacíanlos enemigos herejes del monarca muerto. Estos tres puntos eran los siguientes: 1)«que jamás Su Majestad había querido consentir la libertad de conciencia». 2) Labeligerancia con sus vasallos herejes y el rigor con aquellos otros, herejes igual-mente, que pertenecían a otros príncipes cristianos. 3) Que en esa tarea, de perse-guir la herejía, el Monarca Católico había empeñado «[...] todo su patrimonio real»y los «recursos de sus reinos» especialmente los de Castilla.3 No ocultaba el Papa,con tales reflexiones, cuáles eran los verdaderos problemas que, por entonces,preocupaban a la Santa Sede. No es preciso deducir demasiado para poder com-prender de inmediato que Clemente VIII pensaba en aquel momento en Francia.Preocupábanle, en concreto, las razones que habían llevado a Enrique IV -ahoraya, otra vez, Rey Christianísimo tras su renuncia a la religión reformada- a pro-mulgar un edicto (llamado desde entonces Edicto de Nantes) que, convertido en leygeneral del Reino, aseguraba la convivencia de católicos y protestantes. Era verdadque Francia sería un reino católico -así lo había garantizado el propio Rey- perosus subditos podían ser también protestantes, en igualdad de derechos políticos conlos católicos. Y esto podía únicamente entenderse como una opción por la toleran-cia, la cual resultaba ser preocupante porque este concepto no garantizaba el prin-cipio necesario de un solo señor y de una sola religión. Por el contrario, ocurríaque, Enrique IV, según dejaba ver en el texto del edicto, consideraba que era la vozdivina la que, para asegurar «la gloire de son saint nom et service», permitía no unasola forma de religión sino una misma intención de adorarle. Por eso, los subditosfranceses de la «religión prétendue réformée»4 podrían practicar su culto y mante-ner sus creencias. Era ésta una forma muy novedosa de resolver el problema quedespertaba muchos recelos. Clemente VIII los tenía, sin duda. Por eso, ahora, cuan-do estaba ante el Consistorio de Cardenales, contraponía estos temores con la cer-teza que, en orden a la ortodoxia, siempre había tenido con el Rey de España.

Aquellas condolencias del Pontífice no eran, pues, mera retórica. Para Roma lalibertad de conciencia que se reclamaba constantemente por las iglesias cristianas

3 ¡bid., op. cit., Apéndice, «Plática que en el consistorio de los Cardenales hizo nuestro muy Santo Pa-dre Clemente VIII cerca de la cristianísima muerte de Su Majestad», pág. 382.

4 P. Joxe, L'édit de Nantes. Une histoire pour aujourd'hui, París: Hachette, pág. 23.

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que formaban la Reforma radical, no era, en modo alguno, permisible. En esteasunto, se pensaba ahora en Roma y también en Madrid, las cosas ya habían que-dado definidas desde la Paz de Augsburgo de 25 de septiembre de 1555. Allí, escierto que el Emperador Carlos había liquidado la primacía jerárquica de la «Repú-blica Christiana», pero este concepto, ya entonces, en aquel momento, estaba en-fermo de muerte. Y si los protestantes alemanes y los calvinistas de Ginebra tuvie-ron mucho que ver en aquella defunción, resultaba también evidente que la propiaIglesia de Roma no era, en este punto, totalmente inocente. Era ampliamente cono-cido que en el seno de la Curia Romana, allá también por los años 1540 y 1550, enlas primeras sesiones del Concilio, se había optado por cortar todas las vías que sehabían tendido hacia el mundo reformado. La primera y más principal de todas, laque protagonizó Gaspare Contarini, delegado pontificio en la Dieta de Ratisbonade 1541. En aquella ocasión las posiciones se acercaron tanto que el acuerdo entrereformados y católicos llegó a ser realidad, aunque sólo fuera entre quienes lleva-ban directamente las negociaciones. Luego, desde la retaguardia de los respectivoscuarteles generales las posiciones cerraron lo que los negociadores habían abierto.Porque, evidentemente, el «acuerdo» entre Contarini y Melanchton, que el Empe-rador auspiciaba, debilitaba las posiciones políticas de la Curia, del propio Papa,celoso del protagonismo imperial, y de Francisco I, temerosos de que su enemigoCarlos V fuera quien «convocara» el deseado Concilio. Y también Lutero y elelector protestante de Sajonia se negaron a reconocer los esfuerzos doctrinales ypolíticos de los ministros enviados a la dieta. El gran derrotado fue Carlos y, porsupuesto, la Cristiandad, pero ésta, en aquellas alturas del tiempo, no importabademasiado ni a unos ni a otros. Becatelli, el secretario de Contarini, testigo deaquellas intrigas, indicaba que había sido el diablo, que siempre se entrepone entodas las buenas obras, la causa del fracaso. Pero este diablo, ajuicio de Becatelli,había tomado forma de hombres e individuos. Y, así, aclaraba con certeza: «[...] gliinvidi deU'imperatori in Germania e fuori, che la sua grandezza temevano quandotutti gli alemani fussero stati unid, cominciarono a seminare zizania tra quellitheologi collocutori».5

Después del fracaso de esta opción apenas hubo deseos por aproximar posicio-nes. El concilio de Trento, en su primera etapa, no hizo sino abrir aun más el foso.La Inquisición Romana se instauró en 1542 para vigilar, precisamente, a los padresconciliares. El concilio no pudo reivindicar su propia naturaleza, la de asambleauniversal de la Iglesia, ni tampoco exigir el principio de autoridad. De hecho, que-daron totalmente diluidas las funciones conciliares propiamente dichas: las de de-bate de ideas y doctrina. Allí ocurrió que la dinámica de los dos poderes eclesialessuperiores -el Papa y el Concilio- se expresó unilateralmente a favor del primero.El instrumento principal para ello fue el Santo Oficio Romano; y, así, los teólogosconciliares esgrimían sus argumentos dentro de la red inquisitorial.6

5 L. Von Ranke, Historia de los Papas, México: F.C.E., 1943 (ed. de 1963), pág. 84, n. 43.6 A. Prosperi, Tribunali della Coscienza, Torino: Einandi, 1997, págs. 127 y ss.

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Desde entonces dos cosas quedaban explícitas: no era posible la reunificacióncristiana; pero tampoco era posible la libertad de conciencia, porque ahora corres-pondía al príncipe expresar el orden de la fe y la experiencia de la justicia en suspropios reinos. Y así ocurrió que, frente a la demagogia luterana de la libertad reli-giosa, los príncipes católicos sacaron a relucir el viejo esquema medieval del «unusdominus, una religio»: Y, en este sentido, es notorio que la Compañía de Jesús,aquellos cruzados de obediencia ciega al papa, trabajó con denuedo en esta tarea,aunque ello supusiese la limitación de la «autoritas» pontificia en los límites secu-lares de los Estados. Y, cabe reconocer que esto parecía lógico por cuanto, si lospapas ordenaron sus asuntos temporales imitando los modos de los príncipes, éstosse fijaban en Roma para lograr expresar una estrategia de eclesialidad con sus pro-pias iglesias. Desde luego que este juego implicaba una «secularización» del ordenpontificio y una «eclesialización» del orden monárquico. Sus consecuencias las haexplicado con detalle Paolo Prodi.7

Clemente VIII, el papa que ahora alababa el rigor de Felipe II contra la libertadde conciencia, sabía mucho de estas cosas de «secularización» de la Santa Sede yde pretensiones cesaropapistas de los reyes cristianos. Él mismo había sido testigocercano de cómo se había producido la reducción de Enrique IV al seno de la Igle-sia Católica. Por supuesto que fue un asunto complejo, pero mucho más que razo-nes eclesiales intervinieron con fuerza los imperativos seculares. Aquella famosaceremonia del 17 de diciembre de 1595 en que Enrique de Navarra imploraba alPapa «[...] por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo que le enviéis vuestra ben-dición y vuestra absolución mayor», ratificaba una autoridad pontificia en lo espi-ritual, pero lo hacía de forma un tanto tibia porque no garantizaba, en absoluto, elcontrol romano de la iglesia de Francia.8 Enrique de Borbón se sometió, es cierto;pero «con una libertad y una independencia internas» casi absolutas. Así era y asíle aceptó Roma considerando ésta que su posición eclesial en Francia no habría dedisminuir demasiado. Pero, con todo, en Roma se expresaron muchas dudas. ¿Có-mo puede un Rey católico gobernar sobre «herejes»? Es verdad que no puede ne-garse la claridad con que los artículos del texto se expresan: la religión católica serárepuesta y establecida en todos los lugares de nuestro reino, ordena el Rey. Losprotestantes son tolerados; subditos sí, eso resulta ser esencial, pero... finalmentetolerados. Y la tolerancia aquí significa, nada menos, que el espacio doctrinal dereligión reformada se inicia en el individuo o en el grupo y acaba en el «cuerpoprotestante del reino». Cuerpo constitucional, ciertamente, pero nada, o muy pocooperativo, porque el ejercicio del derecho de culto se halla restringido y vigilado.Y, así, ocurre que, lo que nace en la esfera del espacio reformado muere en él mis-mo. No hay posibilidad de expansión social y, por ello, el reconocimiento políticose agosta de inmediato.

7 Paolo Prodi, ed., Disciplina dell'anima, disciplina del corpo e disciplina della societá tra medioevoet etu moderna, Bolonia: II Mulio, 1994.

Leopold Von Ranke, Historia de los Papas, México-Buenos Aires, 1946, pág. 346.

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Es, pues, la razón de estado «catolique» la que determina las relaciones entrela mayoría católica y la minoría protestante. Por supuesto que es «la razón» de unaMonarquía que se expresa por el ideal de amor y caridad para con todos sus subdi-tos. Frente a la exigencia corporativa, un tanto «republicana» del espacio protes-tante, Enrique IV desempolva la imagen simbólica del «pater-familias» regio, unsigno taumatúrgico en la cultura política de Francia. Lo afirma con rotunda claridadante el Parlamento de París convocado en enero de 1599, cuando eran enormes lasdificultades para aplicar los artículos del Edicto: «Vous me voyez en mon cabinet[...] non point en habit royal, comme mes prédécesseurs [...] mais véut comme unpére de famille, en pourpoint, pour parler franchement á ses enfants».9

Fue esta condición política —la de pater-familias— la que se argüía para asegurartambién la fidelidad de los otros subditos protestantes. La caridad del padre «com-prende» el error de los hijos. La tolerancia, pues, resultaba ser un mal desgraciadopero inevitable. En aquella sociedad confesional donde todos debían ser hijos deDios, del mismo modo, la tolerancia sólo podía ser, en el mejor de los casos posi-bles, un apéndice inexcusable. La paz del reino y el reforzamiento de la Monarquía,después de una prolongada guerra civil, así lo requerían.

Por todo ello, la aplicación del famoso Edicto de Nantes, aunque en principioasustó y exasperó a Roma porque legalizaba una determinada libertad de concien-cia, de hecho permitió constatar los progresos católicos en aquellas circunscripcio-nes de asentamiento protestante. Fueron progresos que se afianzaron paulatina-mente luego en el período posterior, de Richelieu hasta su revocación en 1685 bajolos efectos del absolutismo de Luis XIV.

4. FELIPE, ORANGE, CAL VINO: LA TOLERANCIA ERA DISFUNCIÓN

Roma, pues, muy a su pesar optó por aceptar lo inevitable. Aprendió de aquellaexperiencia que no era la diversidad de religiones lo que, en realidad, engendrabala guerra civil, sino la disponibilidad política y militar del faccionismo —todavíafeudal- que representaban muchos señores jurisdiccionales. Éstos -laicos o ecle-siásticos- eran de hecho sujetos políticos de reconocidos derechos jurídicos, y de-fendían numantinamente sus posiciones en el seno de aquellas monarquías autorita-rias, todavía muy feudalizadas en sus estructuras internas. Anular progresivamenteese faccionismo, como de hecho lo intentaron Enrique IV y sus sucesores, permitíaasegurar el ejercicio preferente de la religión católica y, al mismo tiempo, garanti-zaba la jerarquía socio-política de sus autoridades sobre otras de confesión dife-rente. Enrique IV volvía a ser, para Roma, el Rey Christianísimo que habían sidosus predecesores. Porque, finalmente, los recelos de Roma habrían de amortiguarsepaulatinamente. Fue el «pacto» parcial para el final de una etapa de turbulenciasen las que la condición de subdito se expresaba en relación con la ortodoxia. Poreso, el famoso Edicto, más que el frontispicio de la tolerancia religiosa, sirvió pre-

' Janine Garrison, L'édit de Nantes et sa revocation. Histoire d'une intolerance.

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cisamente para todo lo contrario, para extirpar la Reforma de Francia y fundar, co-mo ha indicado P. Joxe, «...autour de la religión d'Etat l'absolutisme».10 He aquí,pues, como el catolicismo sostuvo a la Monarquía y viceversa. Este catolicismofrancés culminaría finalmente en la única religión del sistema político de Luis XIV.Se le llamó a esta forma, estrictamente confesional, el gallicanismo regalista. Unaforma de ser católico, pero no romano, como lo fue también Felipe II cien años an-tes. Así fue, finalmente, el proceso. Sin embargo, cuando Enrique IV ponía los ci-mientos de aquel sistema, nada estaba asegurado. Ni el propio Rey, ni Roma, tam-poco, habían podido determinar la apuesta.

Por lo demás aquella difícil coyuntura que precedió a la Paz de Vervins, firma-da entre Enrique IV y Felipe II, cuando la ancianidad de éste se preparaba para latrágica agonía de su muerte cercana, fue una buena ocasión para el Papado porquele permitió plantear estrategias de intermediación entre los dos soberanos más im-portantes del universo católico. Resultaba ser, ésta, una posición de extraordinariaconsistencia, toda vez que los dos reyes pretextaban ser hijos fieles de la Iglesia,y por lo mismo la autoridad eclesial resultaba aquí precisarse con nitidez. Se dedu-cía de todo ello que la presencia de la Iglesia de Roma salía del conflicto robuste-cida en una doble dirección: por un lado porque la Santa Sede, con la conversiónal catolicismo de Enrique IV, podía «desembarazarse -aunque fuera con timidez-de la tutela hispánica»;" por otro, el nuevo discurso que emitía ahora el Rey fran-cés, aparentemente más ambiguo que el del Monarca Católico, permitía a los cléri-gos de confesión católica reafirmar los postulados tridentinos y reforzar la agresi-vidad frente al hereje. Así habría de ser, pensaban en Roma, porque el ImperioCristiano estaba parcelado y, en consecuencia, la libertad religiosa no podía ser co-sa de conciencia sino de príncipes soberanos capaces de definir por sí mismos unorden sacro inspirado en el hecho real e imperativo de la soberanía.

Clemente VIII, el Papa de Roma, alababa pues esta estrategia —la represión dela herejía- que el Rey difunto, Felipe II, había desarrollado con tanta autoridad,aunque con eficacia dudosa, como se comprobaba en el asunto de sus subditos delos Países Bajos.

Con dudosa eficacia, se dice, cuando sale a relucir el problema de todos los pro-blemas: el de la sublevación de algunas provincias en los Países Bajos. Y es verdadque allí fue cuando los discursos empleados por unos y por otros expresaron unconfuso mundo de interferencias. Allí el conflicto, como es bien conocido, tuvouna raíz inicialmente política y luego devino en problema de naturaleza religiosa.Felipe II, a diferencia de su padre, asentaba su cultura política sobre el principiode la pluralidad de todos y cada uno de sus reinos, pero, educado en España, asentóprimeramente en su conciencia el orden jurídico-constitucional de los Reinos His-

10 P. Joxe, L'édit de Nantes, op. cit., pág. 16.1' P. Fernández Albadalejo, «"Rey Católico": gestación y metamorfosis de un título», en República y

Virtud (Pensamiento político y Monarchia Cattolica fron XVI e XVII secólo), a cura di Chiara Co-ontinisio-Cesare Mozzarelli, Roma: Bulzoni Edi., 1971, pág. 115.

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pánicos, esencialmente el ejercitado en sus reinos de la Corona de Castilla. Desdeesta perspectiva el Monarca concibió siempre su acción política basándose en elprincipio renacentista de un derecho público, que la Corona abanderó sobre elconjunto corporativo y determinado de los vasallos. Los privilegios particulares ylos usos consuetudinarios de las costumbres locales, aun reconocidos plenamente,no deberían anular la eficacia primera del derecho público. En tal sentido no setrataba de buscar incompatibilidades entre las diversas normas legales, sino de es-tablecer una jerarquía entre las mismas.

Fue la nobleza flamenca, cuyos miembros se definían como «pares y consejerosnaturales del soberano» la que libró las primeras batallas con las que dio comienzoaquella sublevación. Y fue, luego, posteriormente, cuando Guillermo de Orange,con el campo ya abonado, formuló los derechos divinos y naturales que asistían atodo hombre para oponerse al tirano. Tirano, Felipe II, porque no había respetado-según se decía en la célebre Apología- los «privilegios y libertades» de las pro-vincias; privilegios y libertades presentados como contrato obligado entre el Sobe-rano y los subditos. No le valieron entonces, al Taciturno, las proclamas regias quemanifestaban reiteradamente que nunca, desde la Corona, se habían traspasado loslímites del orden constitucional en los Países Bajos; y mucho menos, los compro-misos formales que habían alcanzado Requesens o Farnesio. En diciembre de 1580,leída en la Asamblea de los Estados, la Apología famosa, Guillermo de Orangesintetizaba la voluntad de ruptura política y legitimaba ésta desde los principioscalvinistas de la Soberanía.

Expresaban Calvino y Beza que correspondía al magistrado de la ciudad el de-recho, no sólo a desobedecer sino también de condenar como hereje al propio Prín-cipe si éste realizaba una estrategia política a la manera maquiavélica. ¿Maquiavé-lico Felipe II? El mismo Rey había dejado sentado, en tal sentido, que en el ordende la regia persona tan necesario era ser temido como amado, y que, desde los prin-cipios esenciales, aquélla su Monarquía era sustancialmente Católica, primera ca-racterística que posibilitaba la consecución de la justicia, la obediencia y la paz detodos sus reinos.

Pero ocurría, claro está, que aquellos subditos habían sido, primeramente, des-leales a su propio Monarca y que, en segundo término, además, muchos de elloshabían abrazado poderosamente las modalidades calvinistas más ortodoxas. El pro-blema, pues, era doble: primero deslealtad, principalmente; luego herejía, en posi-ción secundaria. Felipe II intentó en muchas ocasiones aclarar estas diferencias yponer de manifiesto cuáles eran las prioridades. Es verdad que, inspirado por latremenda obsesión de su padre cuando andaba retirado en Yuste, había ordenadoen 1559, horas antes de su regreso definitivo a Castilla, que los duros placaráscontra los protestantes fueran mantenidos con toda su vigorosa rigurosidad.

Aquellos «edictos» fueron, en verdad, normas antiprotestantes caracterizadaspor su dureza excesiva que molestaron profundamente en todos los diversos mediossociales. Corrían todavía los años iniciales del conflicto, cuando el problema políti-co aun no se había iniciado realmente, pero la situación ya era potencialmente ex-

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plosiva. Y Guillermo de Orange, de convicciones religiosas no muy definidas, nodudó en echar su «cuarto a espadas» y proclamar ante el Consejo de los Grandesen Bruselas (1564) que «[...] un soberano no tiene el derecho de disponer de laconciencia de sus subditos».12

Guillermo, por aquellos años, todavía se hallaba, jurídica y socialmente, en elseno de los valores de la mayoría. Por ello, esa declaración sobre la «conciencia delos subditos» contrastaba con la posición que mantenía su Señor. Sin embargo, nopuede olvidarse que se trataba, por supuesto, de una declaración donde, con habili-dad, se mezclaban actitudes personales y objetivos políticos. Bien sabía él la granrentabilidad que provocaban declaraciones como aquélla. En realidad, Guillermode Orange, se movía dentro de los límites de la Confesión de Augsburgo que lepermitiría, según le recomendaba Teodoro Beza, ejercer un grado de tolerancia, esosí siempre de mal grado, sobre aquellos subditos que mantenían la religión tradi-cional, aquel catolicismo aceptado durante siglos.

Sin embargo, todo cambió desde un lado y desde otro, y los cambios fueron im-pulsados, no por las polémicas de los líderes religiosos -aunque éstas fueron ex-tremadas y rigurosas-, sino por los efectos de la mecánica política. En 1580, trasla defección del Conde de Renenberg, abandonando al Taciturno, y la proscripciónde junio de 1580, en la que el Soberano rechazaba explícitamente a su vasallo re-belde negándole los derechos de asistencia y de gracia, Guillermo de Orange com-prendió que la tolerancia religiosa no era un arma de funcionalidad política, aunquesu ambición personal le abocaba a ser soberano de muchos subditos católicos. Fuesu «ministro» Groen van Prinsterer quien habría de formular con claridad las difi-cultades para hacer posible la tolerancia religiosa en aquel embrión de estado quesurgía entonces: «[...] si a la sombra de la permisión de una falsa religión —escri-bía— el Estado está en peligro, sería, no ya clemencia frente al enemigo, sino cruel-dad frente a sus propios subditos, quienes por esta cruel misericordia podrían per-der la vida, el Estado y la religión».13

No había, pues, duda, la tolerancia suponía una disfunción política grave. Demanera mucho más política que su propio ministro, el mismo Guillermo lo mani-festaba también en la Apología que leía en la ciudad de Delft el 14 de diciembre de1580. El Estado, aquella entidad política naciente, estaban en peligro de ruina ine-vitable y la causa de ello eran los enemigos escondidos en su seno. Subditos católi-cos y sacerdotes de este credo que, haciendo juramento de obediencia al Papa,anulaban así el juramento de lealtad formulado a la autoridad de los Estados Gene-rales. Éste era el argumento principal: el disidente religioso convertido en quintacolumna de una potencia extranjera que amenazaba la ley política y el derecho pú-blico que la mantenía. Un razonamiento rotundo, sin duda. Exactamente el mismo

12 Hugo de Schepper, «Las ¡deas político-religiosas de Guillermo el Taciturno, 1559-1584», en Torrede los Lujanes, n.° 34, Madrid, octubre 1997, pág. 65.

13 J. Leclerc, S. J., Historia de la Tolerancia en el Siglo de la Reforma, t. II, Alcoy: Ed. Marfil, S.A.,1969, págs. 254 y ss.

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que en los Reinos Hispánicos se argüía para iniciar las campañas inquisitoriales derepresión de la minoría morisca. Había, no obstante, un problema añadido en laHolanda de Guillermo de Orange: por aquellas fechas cerca de un 80% de la pobla-ción era católica; perseguirles y procesarles, a modo de inquisición, no era posible,a menos de correr el riesgo de un homicidio colectivo y pleno. Ello no obstante, ya pesar de los riesgos, ocurrió que el gobierno, la justicia, las finanzas y sobre todoel discurso público de la confesión católica fue prohibido.

La libertad de conciencia, pues, no era posible tampoco en las Provincias Uni-das, como no debía ser en Francia y no lo era en la España de Felipe II. Por ello,Clemente VIII hacía el elogio del Rey difunto en estos términos. La Paz de Augs-burgo, pues, había impuesto sus condiciones con la máxima precisión. Éste era elnuevo orden y Felipe II lo practicó sin rubor lo mismo que los diversos soberanosde aquella Europa dividida. Lo afirmó en varias ocasiones. En 1566, por ejemplo,cuando Roma estaba imbuida del espíritu rigorista del Papa Pío V, aquel pontíficeque anteriormente había sido inquisidor. Era entonces embajador español ante laSanta Sede Luis de Requesens, y el Monarca Católico le encargó transmitiera alPapa su intención de no transigir en el asunto de la religión. Fue en aquella ocasióncuando afirmó que la soberanía sobre herejes contradecía el principio patrimonialque le legitimaba en el gobierno de sus Reinos. La anécdota ha sido repetida enmiles de ocasiones: «[...] perderse [han] todos mis Estados y cien vidas que tuviereporque yo no pienso ni quiero ser señor de herejes».14 No fue, desde luego, el únicomomento; en el verano de 1586, con ocasión de una embajada danesa en la que sediscutieron asuntos de interés común, cuando el diálogo derivó hacia el asunto es-pinoso de los problemas religiosos en los Países Bajos, Felipe recordó la doctrinaprotestante a este respecto: aquí, en estos sus estados no había más regla que la dela Iglesia de Estado; y en esto, curiosamente, Su Majestad no hacía sino aplicar ladoctrina de los papas de Roma que, paradójicamente, era la misma que manteníanlos magistrados populares de Ginebra siguiendo la doctrina de Beza.15

Pero con todo, por aquellos años se abría paulatinamente la idea de la necesidadde una todavía imprecisa tolerancia. Los tratadistas políticos en Francia, alarmadospor la ferocidad de la guerra expresaban posturas en esta dirección, y en España,dentro y fuera de la Corte había grupos que también «exigían» cierta moderaciónde posturas. Las dificultades, empero, venían por la identificación que el Monarcahacía de la misión divina que le incumbía y la instrumentalización que hacía, eneste sentido, de su propia casa y dinastía.

Es cierto, y no parece que pueda negarse que Felipe creyóse así imbuido en suposición de Monarca Católico beligerante contra todo género de heterodoxias quenacieron y se multiplicaron desde que saltó la chispa luterana. En aquel precisomomento su padre era todavía casi adolescente y tomaba posesión de la enorme

14 J. Pérez, «Felipe II ante la historia. Leyenda Negra y Guerra Ideológica», en H. Kamen-J. Pérez, Laimagen internacional de la España de Felipe ¡I, Universidad de Valladolid, 1973, pág. 2.

15 H. Kamen, Felipe de España, Madrid: Siglo XXI, 1997, pág. 283.

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herencia habsbúrgica a la que se añadió el Imperio que compró en mal disimuladaalmoneda. En aquella beligerancia heredada Felipe II estuvo asistido por la mayorparte del pensamiento oficial de la escolástica española. Y es suficientemente co-nocido, igualmente, que todo aquel pensamiento gastó sus principales municionesen elaborar razonamientos suficientes para demostrar que aquella Monarquía Cató-lica era, en realidad, un nuevo imperio de raíces hispánicas. Todo ello es evidente,pero debe destacarse igualmente que, en medio de aquel ambiente de catolicidadpolítica, se descubrieron las primeras grietas, y se expresaron mediante discursosque relacionaban internamente la realidad católica de aquel sistema con las exigen-cias confesionales que se otorgó a sí misma la dinastía. Ocurría que estas exigen-cias fagocitaban la entidad católica misma.

5. CATOLICIDAD Y DINASTÍA

Yacía el Rey muy enfermo en San Lorenzo de El Escorial cuando Gregorio Ló-pez Madera, en 1597, sacaba a la luz su libro titulado Las excelencias de la Mo-narquía de España. Defendía una tesis sencilla: Su Majestad el Rey Felipe encar-naba una entidad política que, en verdad, constituía un imperio, el mayor de todoslos habidos hasta entonces, que habíase constituido por dos vías naturales y justas.Las primeras referíanse a la adquisición, por vía legítima, de la herencia patrimo-nial; las segundas vías se manifestaban a través de la conquista realizada por laayuda de las armas puestas, naturalmente, al servicio del tesoro de la fe. Tal ocurriócon la conquista y colonización de las Indias. Unas y otras reafirmaban la idea deuna monarquía constituida, como se ha explicado, en imperio propio. Los teólogosde Alcalá y Salamanca, acudiendo a la vieja doctrina que sostuviera Francisco deVitoria, aseguraban para Felipe II y sus sucesores el papel primero de MonarcaUniversal. La condición de católico no era sino la calificación lógica que la historiadinástica de su Casa había adquirido y consolidado desde sus augustos abuelos, lostan mitificados reyes Doña Isabel y Don Fernando.16

Que Felipe dio pruebas suficientes de que aceptaba tales principios y los consi-deraba como base del edificio político que creció en torno de su persona, lo de-mostró su propia trayectoria política, por más que una tendencia historiográfica, untanto posmoderna, se empeñe en despojar su figura de los caracteres recios y sin-gulares que la adornan. Monarca Católico plenamente. Rey y casi «sacerdote», hijofiel de la Iglesia, como recordará, compungido y atemorizado, en los momentosprevios a su muerte; pero un católico cuasi sacralizado que considerábase, asimis-mo, y por derecho propio, al servicio de Dios, a quien en última instancia habríade recurrir siempre sin intermediación alguna.

Verdad es que la consideración de Rey Católico siempre tuvo mucho de parti-

16 P. Fernández Albadalejo, Fragmentos y Monarquía, Madrid: Alianza Editorial, 1992, pág. 69. Vid.R. Hernández Martín, Francisco de Vitoria. Vida y pensamiento intemacionalista, Madrid: B.A.C.,1995, págs. 157 y ss.

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cular, y que el Imperio de las Españas del Rey Felipe carecía de la necesaria legiti-mación que habría de venir de Roma, mucho más cuanto que el honorable título deRey Christianísimo que acompañaba al rey francés anclaba sus orígenes en la BajaEdad Media. Las tensiones desarrolladas en torno a la asamblea conciliar de Trentoy los enfrentamientos enconados entre Felipe, recién estrenado Rey, y el Papa Ca-rafa, Paulo IV, a mediados de los años de 1550, habían dejado en desuso la titulari-dad de «Monarca Católico». Pero una vez calmadas aquellas tensiones y recom-puesta la catolicidad, frente a la herejía, por efectos del señorío del Papa sobre elConcilio... ¿qué faltaba para que la Santa Sede no se decidiese a nombrar a FelipeII como el Rey Católico por antonomasia? Tras la paz firmada en Cateau-Cambresis en 1559 y las debilidades posteriores en Francia, Felipe II manifestabasu deseo de asumir el liderazgo temporal de la Catolicidad por «[...] ser vos ReyCatólico y tener tantos reinos juntos». Por encima de todo había una razón para talefecto: Felipe representaba no sólo la fidelidad doctrinal sino, empero, las garantíasjurídicas y militares para defenderla.

Y, así, como Católico, los discursos estuvieron siempre definidos y explicita-dos; y unas veces la lógica argumental recaerá sobre la voluntad de Dios, que fuesiempre la que determinó las causas, y otras sería la providencia con que la propiadeidad acogía nuestra causa. Divinidad y providencia, siempre y en todo lugar co-mo condición principal y primera derivada de un principio genealógico de di-nastía y linaje que se expresaba en el reconocido mensaje de: «[...] como lo hanhecho todos nuestros predecesores». Catolicidad querida y reconocida en la Casade Austria por «[...] la divina clemencia y bondad que ha de hacer reinar a los re-yes», como lo dijo con bastante frecuencia su augusto padre en tantas y diversasocasiones.17

Se ponía, pues, el acento en una historia secular de títulos hereditarios que fun-daban la posición de la Casa Real y los derechos de la dinastía. Y la Casa, natural-mente, era la de Austria de la que, tras la muerte del Emperador Fernando (1564),Felipe se considera principal responsable. En una carta escrita en 1576 a su herma-na María, reciente viuda del Emperador Maximiliano II, Felipe precisó con claridadla posición de tutelaje que asumía y el concepto dinástico que concebía sobre todala Casa. Son conocidas sobradamente las tensiones existentes entre los miembrosde las dos ramas de la dinastía. Se trataba de reticencias debidas, en parte, a la po-sición de dependencia del propio Emperador Maximiliano para con su primo Feli-pe. Resultado de aquellos recelos fue el hecho de que Rodolfo, el primogénito yfuturo emperador, saliese de Madrid camino de Viena el año nefasto de 1568.Aquel año, como es sabido, moría la amada Isabel de Valois y muy pronto se con-certaban los esponsales del propio Felipe con su sobrina Ana de Austria, sacrifica-da en aras de parir sin cesar vastagos para la Monarquía que se iban muriendo unotras otro.

17 M. Fernández Álvarez, Política Mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid: C.S.I.C, 1966,pág. 69.

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6. LA JEFATURA DE LA CASA DE AUSTRIA: EL IMPERIO ES LO QUE IMPORTA

Fueron aquellas negociaciones, las de los esponsales con la Princesa Ana, arre-glos de familia que Felipe trata de ordenar, no sin despertar la animosidad de sucuñado el Emperador. Muerto éste, el Rey de España no dudó en asistir, como granhermano, a la Emperatriz María, su propia hermana de sangre. Comenzaba el Reyindicándole que se aconsejase del embajador español, el Marqués de Almazán,buen conocedor de la Corte de Viena y persona de su entera confianza. No dudabaen corregirla y en manifestarle las previsiones que tenía para el gobierno de aquellaCasa y el destino que había pensado para cada uno de sus miembros. Armado delprovidencialismo dinástico que le asistía, Felipe no dudaba en dibujarle el futuropara todos los miembros de la familia, entendida ésta como una unidad ubicada endos espacios: Viena y Madrid.

La idea motriz que Felipe II expresaba en esta ocasión fijaba una línea jerárqui-ca que, en torno a la voluntad del Rey, buscaba armonizar consecutivamente trespilares esenciales: «el servicio de Dios, el bien de la religión y la salvación deVuestra Alteza», su hermana María, la Emperatriz.

Desde tal axiología el Rey aconsejaba a la Emperatriz el destino de todos y cadauno de sus hijos y nietos, El Archiduque Alberto que «tiene más partes que ningu-no» de sus hermanos, no es el hombre adecuado para el obispado de Trento, comohabía pensado su padre el Emperador. Para su tío, el Rey Felipe, en cambio, esteArchiduque debe prepararse para otras aventuras más cercanas a su regia persona.Alberto, entonces, era un joven de 18 años, de temperamento receloso e inquieto;con no buenas relaciones con su propia madre: «ensanche Su Alteza el corazón-escribe el Rey a su hermana— se anime y quite el encogimiento con su hijo y pro-cure que él le quite con Vuestra Alteza y se traten muy familiarmente». Tal fue lavoz del Rey, muy informado de las tensiones entre madre e hijo, que adoptaba fun-ciones del consejero familiar que no olvida nunca la naturaleza de las funcionesque asistían a sus interlocutores. Por eso mismo, aquí las palabras del Rey no sonun mero consejo de mera familiaridad; se trata, mejor, de una reflexión políticaporque es conocido sobradamente cómo las disensiones políticas y las intrigas ban-derizas anidan y se desarrollan por entre las fracturas del disenso de la casa regia.Por eso, Felipe II insiste en preservar la armonía -ya rota- de sus familiares deViena. Sin ella no se les podrá otorgar «el arrimo y consuelo» que los católicos delas provincias del Imperio tanto necesitan. Sin la paz familiar, no es posible la pazen un imperio fragmentado. «No sé como se puede sostener», escribe preocupadoFelipe II por la situación de las posiciones católicas.

Y, en cuanto a los demás sobrinos, el Rey amonesta a su hermana María que,de ningún modo rompa la confianza con su hijo el Emperador Rodolfo. Bien sabíaFelipe que sus parientes de Viena constituían un grupo demasiado heterogéneo.Educados, cada uno de sus miembros, en lugares diferentes y con percepciones po-líticas distintas, resultaba complicado buscar la cercanía personal y, más todavía,procurar la convergencia política y dinástica. El Monarca Felipe conoce la altanería

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de su sobrino Rodolfo, el Emperador, y la ambigüedad, un tanto preocupante delotro sobrino: Matías. Las actitudes de ambos le parecían confusas y, en consecuen-cia, dio instrucciones a su embajador al respecto y pidió a su hermana que le con-sultase. Las instrucciones eran sencillas: «que los miembros del Consejo Imperialsean todos declaradamente católicos y que, entre ellos, asistan algunos preladoscatólicos de firmes convicciones y de actitudes precisas». Muy pronto Felipe pudocomprobar la rectitud de sus previsiones: Matías, su sobrino, ambicioso y alocado,dejándose seducir por las intrigas de la Corte, pretendió, en 1578, suplantar a suhermano Rodolfo como Emperador de Austria, Hungría y Moravia.18 Fue un motínque el Monarca Católico había previsto.

Y era esto, precisamente, lo que había que evitar en aquellas reflexiones queenviaba a su hermana aquel año de 1576. «Sabéis -decía- que lo primero es asegu-rar la elección del Emperador en nuestra casa, pues es católica». Porque así habíaque formular el problema principal: un emperador católico para la Casa de Austria.Y para asegurar esto resultaba imprescindible el control del Colegio Electoral. ParaFelipe asegurar, para su Casa, los votos católicos que correspondían a los tres arzo-bispados -Colonia, Maguncia y Tréveris- era condición «sine qua non». Lo deColonia, decía el Rey, «vendrá en el hijo del Duque de Baviera» y por este lado nohabría seguramente problema alguno. En cambio, «[...] mucho mas importaría quemis sobrinos Matias y Maximiliano fuesen a la Iglesia y se procurasen para elloslo de Maguncia y Treyeris». No había, pues, otro remedio para cubrir los objetivosque se pretendían: dos príncipes para dos arzobispados, miembros, por lo mismo,del cuerpo palatino. ¿Escrúpulos? de ningún modo, le dice a su hermana. Éstas sonsus propias palabras: «[...] en lo que he dicho de Matias y Maximiliano no tengavuestra alteza escrúpulo porque es muy diferente lo de ahi donde hay tan pocaspersonas de que echar mano».

Felipe conocía muy bien la flexibilidad política que corroía el Imperio que ha-bía gobernado su padre; y mostraba una preocupación extraordinaria por el hechode que el dinastismo confesional de aquella Casa, la de Viena, no estaba asegurado.Allí, en aquellas tierras, la disidencia política y militar, disfrazada también de re-curso religioso, llegaba hasta el mismo palacio imperial. Conocía, pues, el peligro,y Cabrera de Córdoba que escribió estas cosas añadía en su crónica, muy irónica-mente, cómo entonces el Rey Felipe había olvidado aquel decir de Tácito: «Se di-vulgo el gran secreto de que se podian hacer los emperadores fuera de Roma». Fe-lipe, quizá, no lo olvidó; tal vez, mejor, no se atrevió. Por aquellos días el MonarcaCatólico sólo hizo sugerir ciertas posibilidades. Muy bien sabía, por sus viajesde 1548 a 1553, que aquellas tierras eran difíciles de gobernar, pero no podíarenunciar, difunto el Emperador Maximiliano, a liderar la idea de la Casa co-mún y católica. Luego, años más tarde, cuando el Rey Felipe ya había muerto, pu-do comprobarse cómo la Casa común y católica, era mucho menos común y algo,también, disminuida, en lo de católica. La Guerra de los Treinta Años manifestó

'F .yK. Rudolf, España y Austria, Madrid, 1997, pág. 92.

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abiertamente la disparidad de ideas y de intereses entre las dos ramas de los Habs-burgo.

Bien, todo eso vino después, pero en 1576 Felipe diseñaba el futuro con losmismos príncipes que su padre había indicado, sin olvidarse nunca de la patrimo-nialidad que se constituía en torno a la variedad de Reinos que, por la voluntad deDios, habíanse congregado en la dinastía austríaca. Finalmente, volviendo a aqueldiseño de 1576, quedaba por resolver el problema que planteaba su sobrino favori-to: el futuro del Archiduque Alberto. Descartado, como decía su madre, para elObispado de Trente... ¿qué hacer con él? Que Alberto era el más hispano de todoslos hermanos, parecía evidente. Por eso, quizá, alguien le sugirió, con buen criterio,su nombramiento para el arzobispado de Toledo, la dignidad eclesiástica más rele-vante de toda la cristiandad después del Obispo de Roma. ¿Alberto Arzobispo deToledo? No desagradó al Rey Felipe, en absoluto la idea, preocupado entonces pordomesticar voces clericales hispanas que protestaban por el afán recaudatorio dela Hacienda Real en las gracias y servicios de la Iglesia. Un sobrino, miembro dela Casa Real, ubicado igualmente en la línea sucesoria de la Monarquía, no resulta-ba en este punto nada disfuncional: «[...] aunque entiendo que no se podía haceragora conforme a conciencia por la poca edad de mi sobrino (18 años) y por no te-ner las letras que para ello son menester, aunque las tendrá presto». Espérese untanto, pues, y mientras tanto, búsquese una solución de compromiso que no se alar-gue demasiado.

Efectivamente se buscó el «compromiso» en la persona de un eclesiástico... «unprobo y viejo anciano (...) que no pueda vivir mucho para ir previniendo lo que hedicho».19 Aquel anciano eclesiástico fue, como se sabe, Don Gaspar de Quiroga ySandoval, un hombre cargado de servicios y responsabilidades en la Casa del Mo-narca. A la sazón, Quiroga era el Inquisidor General y oficiaba como Obispo deCuenca y miembro del Consejo de Estado especializado para los asuntos de Flan-des. Claro que era un anciano, tenía 65 años, pero ocurrió que aquel viejo no semurió tan pronto. Tomando el Arzobispado de Toledo el anciano pareció rejuvene-cer y prolongó su reencontrada juventud por otros 18 años más, muriendo en1594.20 El Archiduque, pues, no pudo ser Arzobispo de Toledo, tan sólo Coadjutordel mismo. Luego, más adelante, Felipe II le destinará para otras excelsas funcio-nes en Portugal y Flandes, además de matrimoniarle con su hija más querida, la In-fanta Isabel Clara Eugenia.

7. UN MUNDO CATÓLICO Y ORDENADO: LA POSICIÓN DE MELCHOR CANO

Bien, hasta aquí este ramillete de esta «vida privada» de la familia Habsburgoy la visión felipina respecto de la Casa y la Dinastía que encabezaba por principiode hecho. Sin embargo, es preciso considerar que estos dos sustantivos -Casa yDinastía- han de ser comprendidos acompañados de un adjetivo singular: el de

19 L. Cabrera de Córdoba, Filipe Segundo..., op. cit., vol. II, págs. 70-71.Archivo Histórico Nacional. Sección Inquisición, Lib. 376 y 359.

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Católicas, Casa y Dinastía Católicas; y aquí las concordancias funcionales entrelos sustantivos y los adjetivos son esenciales para comprender bien lo que FelipeII entendía por Catolicidad. Porque pudiera ocurrir que ser campeón católico contrala herejía, como gustaba nuestro Rey ser considerado, deba ser entendido en rela-ción muy directa a la defensa de sus reinos patrimoniales, es decir, de su podernatural como «propietario» de sus reinos. La disfuncionalidad herética metabolizá-base así en el espacio «familiar» de una casa reinante. Por este lado podían expli-carse, al menos, las relaciones entre aquella Monarquía y el Papado, relacionesque entonces dibujaban un campo político pleno de múltiples y arbitrarias con-fusiones.

Para la catolicidad que el Rey representaba, las iglesias de su reino habrían deregularse aun en el orden de sus asuntos, antes por la ley regia que por el derechoy la normativa eclesiales. Imponiendo normas claras de patrimonialidad sobre laIglesia de Castilla, el Monarca pretendió asumir funciones de absoluto patronazgo,regulándolo desde la reforma de la Iglesia en todos sus reinos. Con el problema delArzobispo Carranza todavía coleando y los sucesos dramáticos de Valladolid y Se-villa apenas acallados, la Monarquía de Felipe II se orientaba hacia posiciones fir-mes respecto del gobierno de la Iglesia, de sus reinos y señoríos. En tal sentido, laIglesia secular y episcopalizada por las disposiciones precisas del patronato regio,no suponía problema alguno.

Por el contrario, la decisión monárquica de eliminar el conventualismo tradicio-nal e imponer las normas de observancia en las órdenes religiosas fue el espacioconflictivo donde se enfrentaron las posiciones monárquicas y las posiciones pa-pales. Claro es que allí se ventilaba un problema de naturaleza ideológica, determi-nado por la contradicción entre los que pensaban que en los claustros y conventoshabría de dominar la paz evangélica vivida al arbitrio de los frailes, y los que pen-saban en recuperar el rigor originario de las reglas fundacionales. Pero sustancial-mente el problema tenía visos de clara patrimonialidad. Se decía, entonces, desdeel interior de la Monarquía, que los frailes y monjas hispanos, ya conventuales uobservantes, seculares o regulares, no importaba, eran -antes que nada- subditosde Su Majestad; luego, y en segundo lugar, podrían manifestar su condición deobedientes y disciplinados respecto de la Iglesia Romana. Su condición de católi-cos venía mucho más precisada por la primera condición que por la segunda. FelipeII lo definió con rotundidad. No podía entender que, por ejemplo, los frailes cister-cienses de sus reinos obedecieran directamente a sus superiores generales que resi-dían en Francia en la famosa Abadía de Citeaux. Por el contrario, habría que preci-sar que los superiores de estos frailes hispanos habían de ser naturales de estosreinos y; sólo excepcionalmente, podría permitirse otra autoridad como la de algúndelegado o comisario pontificio.

La mención pública de estas y otras «irregularidades» predicadas por los minis-tros regios que se fijaban en la especifidad francesa de las mismas, no era, desdeluego, inocente, y pretendía recordar en Roma que la única catolicidad viable enaquellos tiempos tan enmarañados, al decir de Domingo de Soto, era la que repre-

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sentaba el Monarca Católico de las Españas. Y esto no eran meras manifestacionesretóricas -decían los consejeros regios-, sino certezas evidentes, sobre todo si seobservaban las cosas que sucedían en el reino vecino, todas harto más que dudosasen asuntos de herejía.

Aquellas reformas eclesiásticas pretendidas en las décadas de los años de 1560y 1570, buscaban hispanizar la Iglesia y mostraban aspectos mucho más rigurososque los diseñados en Trento por los propios padres conciliares. Porque resultabaevidente para el grupo de hombres que rodeaban al Monarca, clérigos duros y per-sistentes, formados en el recelo del escolasticismo más inflexible, como el confesorFray Bernardino de Fresneda o el Superior General Diego de Espinosa «que lo es-tatuido en el concilio no es remedio bastante». ¡No era bastante!, pues, lo que enla última sesión tridentina, la vigésimo quinta, de diciembre de 1563, había decidi-do en orden a la reforma de los conventos. «Reforma poco convincente», la definióentonces el propio Requesens, Embajador en Roma; y el cardenal Pacheco, abun-dando en la misma idea, no tenía ningún rubor para declarar, amenazante, en lamisma Curia Vaticana que, en esto de los conventos, dada la imprecisión del Con-cilio, podría ocurrir que «[...] el Rey de España se resolviera a limpiar sus reinosdesta pestilencia».21

No pestilencia espiritual, desde luego, pero sí «pestilencia» entendida como de-sorden y descontrol, el que parecía existir en los conventos regentados por los me-dios y la usanza de extranjeros. Hombres como Fresneda y Pacheco, constituidoscomo bloque monolítico en torno al Inquisidor General, eran los que, desde el Con-sejo Real y la Junta de Reforma, conseguían del Papa Pío V vía libre para delimitarun nuevo régimen en las órdenes regulares que, sobre todo, eliminaba toda interfe-rencia exterior de los Reinos de Su Majestad, incluida, por supuesto, la propia Igle-sia. No se trataba, desde luego, de una «nueva configuración nacionalista de laIglesia Española», se trataba mejor de asentar los principios de una concepción pa-trimonial que, entonces, apoyaban los partidarios de una firmeza religiosa muchomás extremada que la que proponían algunos herejes, claramente proscritos.

No puede dudarse, ni tampoco orillar como algo banal, el importante fenómenoque demuestra cómo la administración de Felipe se encapsuló en sí misma y seapoyó, por entonces, en un providencialismo cerrado y ramplón, alejado del sentirgeneral de la misma Iglesia, ya postridentina. Aquellas posiciones extremadas, dedifícil justificación, únicamente podían explicarse en los términos de la «guerradivinal» contra la herejía, aunque ésta no fuera otra cosa, como ocurrió en variasocasiones, que un artificio inventado, constituido, eso sí, en norma fundamental deprimer rango. Duros tiempos aquellos en los que la búsqueda de la verdad habíasido abandonada, como el caso de Melchor Cano y Fray León de Castro, por elmiedo al error. La Iglesia, aquélla que abanderaba Felipe, sólo podía mirar haciael interior del espacio político que imponía los límites de la Monarquía Católica.

21 J. García Oro, «Conventualismo y observancia», en Historia de la Iglesia en España, vol. III-I, diri-gida por R. García Villoslada, Madrid: B.A.C., 1980, págs. 320-21.

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Aquellos límites no eran, en realidad, universales ni tampoco señalaban los límitesde prioridad en el exterior; respondían más bien a la metáfora que Teresa de Jesúspreconizaba, la del castillo asediado por enemigos que habían abierto un hueco enel paño de la muralla.22

Una religión asediada en una Monarquía atacada y difícilmente defendida. Todala unanimidad que dentro pudiera conseguirse, según se predicaba, era poca sin du-da. Pero, convendría recordar que afirmaciones tan rotundas no eran más que ex-presión publicitaria de un poder más acosador que acosado. Porque, a fin de cuen-tas lo que allí se defendía, ante todo y sobre todo, no era otra cosa que un conceptopatrimonial y dinástico que, por efectos de la acción de la teología y del derechodominantes en los ámbitos universitarios, se había metabolizado con un específicouniverso religioso y doctrinal. Y este espacio no podía ser, como se había definidoaños antes: universal, pacífico y evangélico, sino explícitamente jerárquico y ecle-sializado. Un mundo aquel, de simplicidad dualista, que se expresaba, igualmente,en torno a un centro confesional y una periferia sumisa y obediente. Era un mundo,naturalmente, no físico sino cultural, y se explicaba recurriendo siempre a la for-mulación doctrinal básica. Los méritos de Cristo, decían los teólogos, se esparcíanpor la vía de la caridad a través de aquel cuerpo místico particular que formabande hecho los reinos patrimoniales de los Austrias hispanos, no alcanzaban por iguala todos los vasallos de Su Majestad.

El orden distributivo de los beneficios de Cristo, el «ordo clericalis» como lodefinía Melchor Cano, amparaba el primero de los niveles de perfección: «Quienenseña el camino común y general a todos los estados -escribía el famoso domini-co - mas sabe que Cristo, el cual no hallo otro (camino) para la perfección sinoaquél — "vade et vende omnia quae habes"— no dijo "vade et ora mentaliter" comoestos nuevos maestros declaran».23 No sólo era aquél un juicio de jerarquía explí-cita, era también una amenaza para aviso de navegantes que encerraba, con sutilperversidad, la acusación de alumbradismo, raíz y causa de todos los males que secernían sobre esta monarquía.

Naturalmente, Melchor Cano exaltaba el orden de la espiritualidad eclesiásticafrente al sentir y el hacer de la espiritualidad laica. A fin de cuentas ¿qué era sinoel orden sacerdotal? Los que en él militaban, como lo expresaba el Evangelio, ha-bían vendido todo lo que tenían, asumían los votos clásicos del estado eclesiásticoy renunciaban a los placeres lícitos del matrimonio, aunque bien sabía Cano que,en este punto, todo clérigo que se preciara de tal no podía prescindir de su barraga-na. La dureza del celibato comportaba estas pequeñas miserias.

22 Santa Teresa de Jesús, Obras Completas. Camino de Perfección, Madrid: B.A.C., 1986, pág. 24:«...viéndose el Señor de ella perdido se recoge a una ciudad, que hace muy bien fortaleza, y desdeallí acaece algunas veces dar en los contrarios y ser tales los que están en el castillo, como es genteescogida que pueden mas ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes perdieron».

23 M. Cano, «Censura sobre los Comentarios del Catecismo de Carranza», en Fermín Caballero, Con-quenses ilustres. Melchor Cano, Madrid, 1871; citado por M. Andrés en Historia de la Mística dela Edad de Oro en España y América, Madrid: B.A.C., 1994, pág. 272.

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En cualquier caso, Melchor Cano -no se sabe si tuvo barragana- pertenecía aaquella élite dominante de eclesiásticos que, enquistados en la patrimonialidad re-gia de la Monarquía, defendía la idea de que, si en el orden político los hombresse escalonaban jerárquicamente en torno a los postulados de obediencia y lealtad,en el orden espiritual sólo a unos pocos les compelía la tarea de comprender, y alresto, la de creer y obedecer.24 Lógicamente, Cano con afirmaciones tales no ocul-taba su compromiso político-monárquico, católico y confesional, más que romano,y abominaba de todo ordenamiento más «constitucional». Cano no daba, en abso-luto, verosimilitud a los derechos de órdenes y corporaciones ni tampoco, desdeluego, a los derechos del Reino cuya filosofía religiosa era propia de comuneros yrepublicanos.25

8. «EL SERVICIO DE DIOS EN ESTOS MIS REINOS»

Todo esto, sin embargo, a pesar de que cerraba las fronteras doctrinales e ideo-lógicas mucho más que lo hacía la propia vigilancia ejercida en las fronteras, nopodía por menos de enquistarse y enrocarse en su propia realidad formal; porque,de hecho, no proyectaba un discurso político de largo alcance ni tampoco satisfacíaplenamente las necesidades de la patrimonialidad dinástica a la que servía.

Ocurría que, a pesar de todo, la realidad era plural y difícilmente podía sujetarsea límites marcados con inflexión y dureza. Las disposiciones sinodales, por ejem-plo, tan frecuentes en el espacio postridentino, y los concilios de las provinciaseclesiales que entonces se celebraron, descubrieron un vastísimo espacio vacío dedoctrina que difícilmente podía ser colmado ni con plenitud ni con eficacia. «Elservicio de Dios en estos mis reinos», el ideal que Felipe repetía, no tenía mayorpresencia real que la de un fragmento social, en mayor o menor medida grande, pe-ro siempre minoritario: la clase política, laica o eclesiástica, un alto clero docto yuniversitario y unos grupos sociales dominantes que se expresaban con más artifi-cio que otra cosa, entre los peldaños más elevados del estamento nobiliario. Másallá de eso, las capas subalternas nada o bien poco sabían del discurso patrimonialy confesional sostenido por la Monarquía.

Naturalmente que la lógica político-eclesial intentó «eclesializar» toda la socie-dad, pero más que realizar el proceso sobre las conciencias, se realizó primero ydirectamente sobre las conductas. Eso quería decir que la funcionalidad de todocristiano se determinaba sobre los escenarios públicos más que sobre la concienciapersonal e íntima. En ese escenario, el católico hispano habría de mostrarse depen-diente de la sociabilidad pública que ordenaba la jerarquía y los poderes que le eranafines. Allí se ordenaba una disciplina de doble fondo pedagógico: por un lado elhincapié se ejercía sobre los aspectos doctrinales y religiosos, por otro se insistía

" 4 1 . Iannuzzi, «Influenza erasmiana sul Gesuiti», Miles Christianus della Compañía di Gesú, Tesis deLaurea, Roma-La Sapienza, 1995 (Tesis inédita, citada con permiso de la autora).

M. Andrés, Los místicos de la Edad de Oro en España y América. Antología, Madrid: B.A.C., 1996,pág. 82.

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en la vertiente política y social de los mismos. De una u otra forma, lo verdadera-mente importante fue que todos aquellos discursos se expresaron, no tanto en tonoscompulsivos o amenazantes, cuanto en tonos difuminados. Así, la disciplina socialejercida fue principalmente paternal y, aunque externamente se mostró agobiante,siempre posibilitó espacios amplios donde continuaron expresándose elementosantiquísimos de un fondo mágico-popular preexistente.

Que el Trento entonces predicado expresara un espacio de dominio, no quieredecir, ni mucho menos, que lograra teñir todo el tejido social con la fuerza de suspostulados. En realidad, en aquella España Felipina, las declaraciones públicas-siempre muy sonoras- oscurecieron la práctica cotidiana de las creencias anterio-res, pero no las hicieron desaparecer. El mito de Trento se presentó como un idealpero no despertó más que atenciones un tanto livianas. Claro que el mundo ahoraestaba más clericalizado, que los entusiasmos populares de adhesión al orden cons-tituido fueron provocados con fuerza, pero el mundo no quedó dicotomizado entrela verdad de un espacio alto y oficial y un espacio bajo y paganizado. Entre uno yotro se organizaron universos dispares y variados, casi infinitos, que dieron lugara un complejo caleidoscopio de adhesiones, intermediaciones y negaciones. Lo in-teresante de todo ello es que no todo fue objeto de control y castigo. En realidad,la llamada religiosidad popular que expresaba públicamente, el localismo de lasrelaciones sociales cotidianas, nunca supuso alternativa alguna a los espacios do-minantes, simplemente existió y supo resistirse pasivamente a ser absorbida.26

Es verdad, empero, que el Santo Oficio vigilaba y procesaba, entonces, con fre-cuencia relativa; que los clérigos confesaban e intentaban controlar las expresionesde la conciencia; que los frailes celebraban espectaculares misiones, más de efectosepidérmicos y compulsivos que reformadoras de conducta. Todo ello es verdad,pero la presión se realizó mucho mejor sobre las formas que sobre los contenidos,aunque esto conllevara siempre una profunda contradicción en su interior. La ver-dad de aquellas acciones de disciplina moral es que solamente se expresaban conrigor cuando eran capaces de provocar situaciones de escándalo. Entonces era po-sible provocar una pedagogía de la miseria moral capacitada para practicar la coer-ción más perversa: aquella que demonizaba una determinada diferencia previa-mente nominada.

Por lo demás, Trento también se patrimonializó y se contagió del dinastismopolítico que caracterizó a la Monarquía Católica. El Clero, el escaso buen clero acuyo frente figuraban algunas órdenes religiosas como la Compañía de Jesús, ejer-citó un proceso de cultura hegemónica dirigido a las élites políticas, mientras que,por el contrario, el resto del clero secular todavía permanecía apegado a la culturade la tradición de las comunidades que debía reformar. Asumiendo funciones depatronazgo y de liderazgo popular, gran parte del clero rural, e incluso urbano, ma-tizaron la disciplina tridentina y la sometieron y adecuaron a los ritmos que marca-ban las relaciones de dependencia con sus parroquianos en sus diócesis. Allí la dis-

' W. Christian, Religiosidad local en la España de Felipe II, Madrid: Nerea, 1991, pág. 12.

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ciplina era un baremo que se desplazaba desde el olvido a la persuasión y desdeésta a la represión, naturalmente, incluido el camino de vuelta.

Sea como fuere, parece cierto que en aquellos tiempos de Contrarreforma, loacordado en Trento y lo que, del mismo, se autorizó en los Reinos Hispánicos, nofue sino poco más que un espejismo. Allí la catolicidad significaba conjuntar uncomplejo sistema de representaciones difusamente manifestadas. El cura, siendocensor y vigilante, era también patrón que garantizaba la funcionalidad de los su-jetos sometidos, aunque su mundo de disfunciones doctrinales pudiera ser amplioy variado.27

¿Y la herejía formal, la herejía, entonces por excelencia, la herejía protestante?Desde los acontecimientos de Sevilla el hereje, de hecho, no podía anidar en estosReinos. En realidad, el hereje no podía ser nunca un subdito de Su Majestad. Lossubditos de los Países Bajos que se asentaban entonces en el calvinismo, nunca fue-ron reconocidos como tales subditos. Eran herejes, y por lo mismo debían ser ex-tranjeros; y fue sobre estas premisas de alteridad protonacional y protoxenofóbicasobre las que se organizaron todas las respuestas estereotipadas respecto del herejeprotestante. ¿Cómo debería ser, cómo era el hereje protestante? La respuesta siem-pre fue estereotipada y negativa. Eran, en principio, los enemigos de «estos reinosde Su Majestad», de los que nosotros somos sus vasallos. ¿Y cuál era su doctrina?Pocos serían capaces de determinarlo, porque ni los predicadores ni los inquisido-res, dos espacios de explicación y de propaganda católica, quisieron entrar en ve-leidades doctrinales. Ni el problema de la gracia, ni los problemas de los sacra-mentos, ni la visión de la jerarquía sacerdotal, nada de eso merecía ser conocidopara no ser contrarrestado.

El protestante era, sólo y esencialmente, el otro, enemigo exterior cuya natura-leza es creada desde las exigencias monotemáticas del interior. Y este punto resultaparticularmente importante porque explica la causa por la que muchas de las dis-funciones de moral o de costumbres que llegaban hasta la confesión podían ser re-probadas, no como ideas de herejes, sino como desviaciones contagiadas por el airemalsano que llegaba desde los otros reinos de fuera, de los reinos no patrimonialesde Su Majestad. No es la herejía en sí, pues, lo que preocupó, sino la instrumenta-ción que, de su orden subcultural pudieran instrumentar las capas populares. Y así,frente a este fantasma exterior, esta negativizada alteridad, construía la entidad delcatólico hispano. Un cristiano viejo que cree en Dios con voluntad y certezas decompacta sencillez que, además, cree y sostiene lo que Nuestra Santa Madre Iglesiasostiene y afirma. En tales espacios limitados se encerraban los contenidos doctri-nales del protestantismo visto desde el interior. No se conocía, es verdad, su natu-raleza pero, sin embargo, estaba plenamente identificado. Tal fue la entidad del

27 A. Rodríguez Sánchez, Hacerse nadie. Ediciones de la Universidad de Extremadura, 1984, págs.107-08: «El Dean de Coria se 'hacia nadie' (eufemismo de relaciones sexuales) con casi toda laciudad y se fundía en un conjunto de relaciones que impedían toda constancia que no fuera lamurmuración, la comprobación impotente de unos hecho reprobables y la evidencia de ese grancaldo de cultivo que es la ignorancia y la pobreza».

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otro hereje: siempre mantenido como sujeto pero inventado y adulterado como ob-jeto de conocimiento.

Y puesto que ese otro habría de ser conocido en su existencia pero no en su na-turaleza, ésta, lógicamente, habría de ser inventada. Lo curioso fue que aquellosclérigos dirigentes de aquella sociedad «elaboraron» un nuevo «protestantismo»para consumo interior. Se trataba de un protestantismo que no era sino la expresióndesarticulada de diversas manifestaciones doctrinales. Aquellos predicadores expli-caban que los protestantes decían que el purgatorio no existe, que solamente Diospodía perdonar los pecados, que no se había de rezar ni a la Virgen ni a los santos,que las bulas no debían adquirirse, que los días de ayuno eran inútiles, o que, en elasunto de los estados, el matrimonio era una institución mucho más meritoria quela del celibato eclesial. Tal era, en resumen, el retrato-robot del tipo de protestantepara consumo interior. Éste era el «enemigo externo» que necesitaba la Monarquíade Felipe II. Invención, pues, del enemigo foráneo que favorecía múltiples reaco-modos culturales, religiosos y disciplinarios de los cristianos del interior. Consti-tuíase así lo que J. P. Dedieu ha definido como una «creation d'un epouvantail».28

9. RUDA SIMPLICIDAD Y ENGRANDECIMIENTO DE LOS «ESTADOS»

El espacio así definido, sólo y únicamente podía ser uniforme en tanto que eracapaz de crear una carcasa de impermeabilidad controlada que filtraba cualquierelemento externo por proceso de osmosis. Naturalmente que no podía definirse asítoda la complejidad de actitudes que podían expresarse en el interior de aquella so-ciedad. Los límites, sin embargo, los expresaba la cultura confesional que habríade coincidir con los Reinos patrimoniales de la Corona, la única entidad capaz, porotra parte, de definirlos. Quiero decir con esto que la herejía y sus derivados fueronentendidos en términos político-confesionales, no en las perspectivas doctrinalesque le eran propias. El arquetipo del cristiano viejo, ya entonces asentado firme-mente sobre una diferenciación cultural étnica, convirtió la ruda fidelidad a unosprincipios de confesionalidad política. Creer lo que creía la Santa Madre Iglesia,era el mensaje que cubría toda definición. Los textos literarios y las causas pro-cesales -inquisitoriales, eclesiales o civiles- están llenos de este pensamientoque, muchos católicos hispanos manifestaron en todas aquellas ocasiones en que,dubitativos e ignorantes, vieronse obligados a definir su entidad ante las autori-dades.

Puestos en esta tesitura, y por no recurrir a alguna fuente manuscrita de natura-leza procesal, por qué no recordar aquí aquella famosa declaración de Algarroba,el jocoso personaje del entremés La elección de los Alcaldes de Daganzo. Ante laconsideración de Panduro de que la lengua de Algarroba, con frecuencia, se desli-za por espacios no convenientes, éste renuncia radicalmente a todo tipo de especu-lación: «Cristiano viejo soy a todo ruedo, dice, y creo en Dios a pies juntillas». Tal

28 J. P. Dedieu, L'Administration de lafoi, Madrid: Casa de Velázquez, 1989, págs. 289 y ss.

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era lo importante, y no más. Se trataba de la feliz ignorancia simple que, ello noobstante, podía permitir múltiples evanescencias internas que habrían de «contro-larse» en espacios públicos de sociabilidad. Algarroba se expresaba así, con rotun-didad, en el escenario de la plaza de Daganzo, a la hora de elegir a un hombre dejusticia.29 Tratábase de un espacio en el que el estar y el parecer se convertían enel modo de autoafirmación más formal y ortodoxo. Es sólo un sencillo ejemplo quequiere demostrar cómo la simplicidad ortodoxa del católico hispano constituyóse,por lo tanto, en el principio de disciplinamiento público. Fue el primer punto dejerarquización socio-cultural de aquella sociedad católica, más patrimonial e hispa-na que romana y apostólica. La rudeza ignorante del cristiano viejo, aferrándose alos estereotipos que las autoridades expresaban, suponía la expresión más funcionaldel régimen constituido en torno a la Monarquía Católica. Un régimen clericalizadoy determinado, no por la percepción romana, sino por un Rey que construía sufuerza sobre un amplio espectro de Iglesia, «hechuras» de su mano.

Y estas «hechuras» eclesiásticas determinaban, por lo mismo, la continuaciónde su entidad en el tablero internacional donde jugaba la Monarquía Católica. Nopuede, por lo tanto, extrañar la reacción del Rey, tras los dramáticos sucesos ocu-rridos en Francia con ocasión del asesinato de Enrique III, en 1587. Aquello posi-bilitaba la entrada en el proceso sucesorio del Príncipe de Navarra, protestante,como se sabe. Campeón del Catolicismo, el Rey Felipe reclamó la coherenciaideológica de la Santa Sede exigiéndole su negativa a reconocer a un príncipe pro-testante. Defendería, por ello, a la Liga, e incluso impondría las exigencias dinásti-cas de su propia casa para el trono de Francia. Son famosas las reticencias de SixtoV ante las solicitudes, tan envenenadas, de aquel campeón católico hispano. Él sa-bía muy bien que «la Monarquía Católica descansaba ya en un complemento deatributos eclesiásticos».30 Y muy pronto pudo comprobar, a través de su enviadoa Francia, el Cardenal Caetani, que los intereses reales de Felipe II habían conse-guido crear la ficción pública de una concordancia entre la conveniencia universalde la Iglesia y la utilidad de su propio orden temporal. Pero aquello, decía Caetani,sólo era una ficción. «El Rey de España -escribía el Cardenal a Sixto V - en cuantosoberano temporal, se esfuerza sobre todo en salvaguardar y engrandecer su Esta-do, y para esto quisiera poner al frente de Francia a personas que fueran de su inte-rés [...] la conservación de la Religión Católica, que es el principal objetivo del Pa-pa, no es más que un pretexto para Su Majestad, pues su objetivo principal es laseguridad y el engrandecimiento de sus Estados»31

La precisión de las palabras de Caetani eran certeras: para Felipe II la preserva-ción de la Religión Católica no era un fin sino un pretexto político, una necesidad

29 M. Cervantes Saavedra, La elección de los Alcaldes de Daganzo, Alcalá de Henares: Centro de Estu-dios Cervantinos, 1992, pág. 31.

30 L. Von Ranke, Historia de los Papas, op. cit., pág. 319.31 M. de Boñard, Legation del Cardenal Caetani en France (1584-1590), Burdeos, 1932, en J. Leclerc,

Historia de la tolerancia, op. cit., pág. 158.

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patrimonial. Desde luego, podía decirse -entendía Caetani- que el Rey Católico ha-bía edificado todo un sistema doctrinal -pleno de provindencialismo- que si se de-nominaba católico, desde luego, no era tan romano como lo entendía la Santa Sede.Aquí las cosas caminaban hacia la neutralidad que daría lugar, posteriormente, alreconocimiento; en la Corte de Felipe II, por el contrario, la situación se expresaen términos mucho más confesionales. Venían los tiempos en los que el régimense deslizaba unidireccionalmente hacia dos objetivos complementarios: dinastismoy providencialismo, este segundo inspirando las opciones del primero.

Fueran cuales fueran los acontecimientos que marcaban la realidad, ésta no po-día tener otra causalidad que la voluntad de Dios a la que el Monarca Católico ser-viría. El desastre de la Gran Armada enviada contra Inglaterra fue percibido, comose sabe, con la certeza regia de que la causa de aquellas naves era la causa de Dios,y su oficio de Rey un servicio divinal. De esta manera, el sistema dinástico delMonarca Católico parecía hacer defección —aunque fuera indirecta— de las expe-riencias terrenales y, alejándose de ellas, se recluía en un espacio político en el queel Monarca y Dios se necesitaban. El sentido de esta tendencia no hacía más queprovocar en el Rey un ensimismamiento pesimista cuya manifestación primera fueuna profunda distorsión conceptual de la realidad política. Sólo contaban dos cosas:la Casa de Austria y Dios. La primera había conseguido inclinar para sí el favor deDios y, a cambio, éste, otorgábale un servicio espiritual de vasallaje. Lógico pare-cía pensar que aquel Dios de Felipe entendía las cosas de este mundo, organizadasen el espejo del esquema feudo-vasallático, forma angular de toda aquella socie-dad. Y, así, el esquema constitucional primero, el que vinculaba al Rey y al Rei-no, quedaba extrapolado a un plano superior, el de Rey-Divinidad. En tal duali-dad el Reino quedaba subsumido en el concepto de «Rey» abanderando la idea deservicio.

10. «DESAPARICIÓN» DEL REINO Y ENSIMISMAMIENTO DE DIOS

A finales de aquel reinado, pues, el Reino «desapareció» del espacio de palacio.Fue una desaparición que, de hecho, quedó demostrada en un sinfín de manifesta-ciones de explícita defección. Nadie podría discutirle al Monarca el hecho de serun rey cristiano, todo lo contrario, el mismo Reino así lo exigía; pero el cristianis-mo del Rey debería ser, como siempre lo había sido, bondadoso y atento a las nece-sidades de sus subditos. Un rey verdaderamente cristiano habría de ordenar su go-bierno sobre el sistema tradicional del patronazgo regio: conceder gracias a cambiode consejo y asistencia. Ahora, empero, ocurría que el Monarca se ocultaba de suspropios consejeros, rehuía a los grandes y marginaba a sus propios ministros. Tansólo se asistía de un grupo pequeño, no más de cinco grandes personalidades, lasque formaban la Junta de Gobierno que aparecía al principio de este relato. Resul-taba obvio que estas personas, efectivamente, no constituían la estructura formaldel Reino. Allí, en la Corte, no había subditos, sólo un Rey, jefe de una casa patri-monial a solas con un Dios que había accedido, benévolamente, a hacer de su vo-

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luntad la voluntad regia. La causalidad estaba desapareciendo en aquel espacio, yno ahora, ya en el ocaso de aquel reinado, sino desde hacía algún tiempo.

Podría recordar el Rey, por ventura, aquel memorial que Luis Manrique, unode sus primeros limosneros, le había dirigido en vísperas de la campaña portuguesa.Luis Manrique le acusaba de «graves pecados en sus acciones como cabeza de laMonarquía». Se trataba de pecados que, en la lógica contractual de la doctrina reli-giosa de la época, habrían de ser purgados mediante las correspondientes desgra-cias que, sin duda, llegarían a su Casa y a su Reino. Las desgracias se habían suce-dido sin cesar, las del Reino era ahora cuando se manifestaban una tras otra, y encascada. Porque, en efecto, el Reino había sido abandonado y sus aflicciones olvi-dadas, y sus necesidades pospuestas. ¿Dónde estaba entonces el Rey? ¿Para quéservía realmente? Naturalmente que había, allí también, opiniones diferentes y,muchos teóricos políticos no dudaban que, aquellas decisiones regias, modificabanla naturaleza del gobierno y administración de la Monarquía, para inaugurar unaetapa más novedosa, caracterizada por la privacidad propia del inmediato vali-miento.32

Pero el Reino, resultaba obvio que ya no estaba cerca de su Rey. Aquél se con-sideraba marginado de decisiones importantes, y éste, parecía que apenas podíacomprender la naturaleza de sus propias leyes. Obsesionado, como estaba, en laguerra divinal contra el Príncipe de Navarra, sólo pensaba en un providencialismoque vendría a remediarlo todo. Sin embargo, ocurría que, si podía confiarse enDios, resultaba muy difícil prescindir de los dineros, a través de los cuales, esa mis-ma Deidad parecía empeñada en manifestarse. Todo resultaba entonces confuso yturbulento. Procuradores de las Cortes que obstruían a otros procuradores, segúncuáles fueran sus posiciones respecto de acceder o no a votar el servicio que el ReyCatólico necesitaba: el servicio de los 500. Porque, efectivamente, no todos estabandispuestos a acceder a la petición fiscal que el Monarca hacía. Y eran muchas lasrazones. Desde luego, a estas alturas del tiempo, el Reino estaba realmente cansadoy muy decepcionado de la manera cómo se habían venido administrando los recur-sos de la Hacienda desde que, en 1574 se impuso, arbitrariamente, el enorme in-cremento del montante de las alcabalas.

Que el Reino debía contribuir con imposiciones era una obligación moral quele correspondía cuando éstas se basaban en causas justas y cuando la autoridad re-gia realizase la petición por razones ajustadas a derecho. Y estas condiciones, en-tonces, no parecían darse. A los Ministros del Rey, entonces, les resultaba difícilexponer la legitimidad de los motivos que el Monarca alegaba. En esta esfera sedecía claramente que la ayuda del dinero se justificaba para «[...] la defensa de laReligión cristiana destos mis Reinos y de los otros mis estados». Así de rotundo loexpresaba Felipe II: liderazgo católico y patrimonialidad, los dos bastiones del ré-gimen. Pero, entonces, el Reino no consideraba con igual entusiasmo tales razones.

31 A. Feros, «El viejo monarca y los nuevos favoritos: los discursos sobre la privanza en el reinado deFelipe II», Studia Histórica. Historia Moderna, vol. 17, Univ. Salamanca, 1997, págs. 19-23.

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La idea de liderazgo católico presentaba muchos problemas. Si el servicio iba diri-gido a mantener la fe en toda la Christiandad entendida como «cuerpo unido», co-mo se decía, entonces parecía normal que contribuyesen todos los cristianos, losde Francia, también, incluidos. Si esto no ocurría, como parecía, el conflicto, porlo tanto, debería desacralizarse y situarse en otros espacios conceptuales muchomás cercanos. Decía el Monarca que el servicio buscaba, también, la solidaridadpatrimonial de todos sus territorios, por cuanto «[...] la propia defensa de los esta-dos patrimoniales, unidos ya con estos Reynos y hechos una cosa sola con ellos leha obligado a no poder excusar de hacer lo que ha hecho ni faltar a su conserva-ción».33

Era a la Casa de Austria, en su rama hispana, a la que había que defender porlo tanto. En ella la multiplicidad constitucional desaparecería y se homogeneizaba«en una sola cosa»; por consiguiente -patrimonio por patrimonio- a todos tocabael asunto: Portugal, Navarra, Ñapóles, Aragón y..., por supuesto, a Castilla aun es-tando, como a la postre estaba, tan «consumida y miserable». Así pensaban algunosprocuradores castellanos que no se recataban tampoco en mostrar su oposición anteel tan manido recurso de la herejía. Porque claro es que la herejía constituía unproblema que afectaba gravemente a los cimientos del régimen del Príncipe Católi-co; pero los disidentes de Flandes, el Príncipe de Navarra y los hugonotes, más queherejes eran rebeldes políticos, y su delito era la sedición y deslealtad. Entonces,el tratamiento político adecuado era otro muy distinto: las armas, por supuesto, pe-ro también la negociación. Y partidarios de esta opción eran muchos los que asípensaban; procuradores, por supuesto, pero también pensadores como Justo Lipsio,más dado a entender el conflicto con mejor entidad política que confesional.

Podía decirse, entonces, con cierto descaro político, que las guerras del norteno eran las guerras de Castilla ni de España. Hubo procuradores que expresaron,por primera vez, su oposición ante aquel conflicto confesional y dinástico que suRey alegaba. Y no faltaron quienes, aplicando con cierto cinismo el principio dela «suma providencia», se preguntaron qué hacían los hombres y los dineros enesos avatares que sólo a Dios incumbían. Aquella guerra divinal sólo los ejércitoscelestiales podrían mantenerla; pero... en este punto ¿quién podía estar seguro deltodo?

1 1 . CORRUPCIÓN POLÍTICA, TIEMPOS DE DUELO Y CERCANÍA DE DIOS

Muchos más asentados en las cosas, algunos procuradores hablaban que ni ser-vicio a Dios ni tampoco reconocimiento de que todos los reinos eran una sola cosa.Se trataba, pues, de un programa que menospreciaba el ideario del Monarca, en cla-ra actitud de reafirmación del Reino luchando por un «reconocimiento de cosobe-

' I. A. A.Thompson, «Oposición política y juicio del Gobierno en las Cortes de 1592-1598», en StudiaHistórica - Historia Moderna, vol. 17, Universidad de Salamanca, 1997, págs. 49-50. Vid. también,F. Ruiz Martín., «Las oligarquías urbanas de Castilla y Felipe II», en Revueltas y alzamientos enla España de Felipe II, Universidad de Valladolid, 1992, págs. 117-37.

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ranía» que siempre se manifestó larvadamente. Pero el problema esencial era que,negando los recursos, no podría haber Hacienda, y sin ésta, la Monarquía no podíaexistir. La reticencia de las ciudades para votar los servicios requeridos significaba,de hecho, el rechazo más rotundo al modelo felipino.

Pero, con toda la gravedad de aquellas manifestaciones, éstas no venían solas.Por el contrario, un ambiente enrarecido hacía entrever que la desafección hacia elviejo Monarca estaba más extendida y hundía sus raíces en otros muchos sectoresde aquellos Reinos. Entre ciertos sectores de la nobleza titulada, por ejemplo. Sediscutía en los palacios de los grandes los modos de hacer del anciano Monarca,cada vez más insolidarios e injustos. Las formas tradicionales del Rey presidiendoel agora de los nobles como «primus inter pares», el orden político y simbólico deaquellas ceremonias, y el conjunto de relaciones morales que ligaban a la Coronacon los grandes títulos, todo parecía, ahora, resquebrajado. I. A. A. Thompson hamostrado veladamente los hilos sutiles que unían a procuradores de Cortes y a di-versos titulados muy alejados del sentir de la Junta de Gobierno. Se trataba de gru-púsculos mal organizados opuestos al programa que el Monarca expresaba por bo-ca de Chaves, su confesor, o Moura, su hombre predilecto en la Junta.

Hilos invisibles que, incluso, llegaban hasta la propia Corte en la que parecíaposible establecer relaciones «maledicentes» expresadas en el entorno del Príncipesucesor. El propio servicio de millones parecía estar condenado en el laberinto deeternas discusiones, porque el dicho entorno del propio heredero deseaba mante-nerlo allí, alejado y enmarañado. Se trataba, decían, de una opción política delequipo venidero, nada interesado en cumplir obligaciones firmadas en el momentoen que el Rey moribundo, ya anunciaba su desaparición. No puede decirse queaquella Corte, con la presencia cercana de la muerte, fuera un espacio alejado dela intriga política. No andaba muy descaminado Luis Cabrera de Córdoba cuandose detenía a describir las tensiones entre los miembros de la Junta y el Marqués deDenia, el hombre que, por aquel entonces, ya cortejaba y era dueño de la voluntaddel Príncipe.

Naturalmente que al Rey se le había advertido discretamente de las disonanciasy extravagancias que el Príncipe heredero mostraba. Tímido y reservado, con laextrema «cortedad que sale de la vergüenza grande que tiene»; de natural hosco yseco, desorientado cuando asistía a las reuniones de la Junta. El futuro de FelipeIII era una natural preocupación para su anciano padre, pero lo verdaderamentepreocupante para él, era la necesidad que tenía de entender, con certeza, que la di-vinidad haría con el heredero los mismos «pactos» que había hecho con él. Paraconseguir este favor provindencial resultaba necesario, decían en la Junta, algunosremedios urgentes. Primero, que la confianza del Padre y la lealtad del hijo no seestorbaran mutuamente; segundo: convendría casarle pronto, porque el matrimonioactuaría sobre Su Alteza como medicina capaz de «conservar las virtudes que tie-ne»; pero esencialmente, lo más urgente de todo, habría de ser garantizar la saludpolítica de su propio entorno, liberándole de consejeros que se apoderasen de supersona.

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Hete aquí, pues, el verdadero problema. Porque ya resultaba notoria y evidentela extraordinaria influencia del Marqués de Denia sobre la acomplejada personali-dad del Príncipe. En 1595, en uno de los últimos ejercicios más conocidos de lagracia real, se otorgaron, con profusión, altos oficios, encomiendas y otras merce-des. Entre aquéllas que la Junta proponía, figuraba la que proponía que el Marquésde Denia ocupase el Virreinato del Perú. Objetivamente, aquel era un extraño re-galo; en realidad, llevaba consigo inoculado un sutil veneno. Cabrera de Córdo-ba lo explicó con acierto pleno: «Inclinábasele el Príncipe y gozaba de la ocasiónpara adelantarse a su gracia [...] y los ministros cuidadosos y celosos deseabanapartarle».

Sabedores, los de la Junta, que Denia entendería la naturaleza del regalo, no du-daron, por supuesto, en incrementar la oferta para hacerla más tentadora: al dichoMarqués se le otorgaban 50.000 ducados adelantados aquí, en Madrid; se le conce-dían otros 50.000 allá, en Lima; se le suspendían todos sus pleitos, en los que se lereclamara como deudor durante su ausencia y, además, se le otorgaban cuatro há-bitos de Órdenes Militares para que los distribuyese, según su conveniencia, entresu clientela particular. Finalmente no fue el Virreinato de Perú lo concedido, lo quehubiera supuesto un verdadero destierro. Gracias a sus intrigas y favores, Deniaaceptó, en aquel reparto de la gracia, el Virreinato de Valencia, su propia tierra; unoficio que certificaba un reconocimiento político singular.

Pero con todo, para los hombres de la Junta aquello fue un error. Es verdad queacertaron en el principio -alejarle de la Corte- pero se equivocaron en las circuns-tancias. Confiaban en manejar el extraordinario poder de la gracia del Rey, expre-sando su certeza de que ésta se expresaba mediante la necesidad de ministros útilesy funcionales. Ellos lo eran, sin duda. Pero erraron torpemente en las circunstanciasporque no fueron capaces de eliminar la influencia de Denia, aun en ausencia deéste. Denia supo, muy bien, mantener «protegido» a su Príncipe, consiguiendo quelos amigos y clientes suyos cubriesen sus espaldas y le asistiesen, además, con elcaudal necesario que Su Alteza recibía sin escrúpulo alguno. Eran las formas preci-sas por las cuales se expresaba la «corrupción» en la propia Casa Regia.34

Pero los Reinos Hispanos, además, mostraban indicios sobrados de separacióny alejamiento de las prácticas políticas que se expresaban en Palacio, donde el Reymoribundo sólo soñaba con el proyecto de Guerra Divinal para el conjunto de laCristiandad. Eran los tiempos de las algaradas y alborotos de Madrid y de los pas-quines sediciosos de Ávila de 1591 donde, por primera vez y con insultante inso-lencia se expresaba una opción política soberana del Reino, como dueño de suspropios recursos: «[...] y tu Felipe -decían los panfletos- conténtate con lo que estuyo y no pretendas lo ajeno».

Tiempos de duelo y tormentas en los que las reticencias de los nobles se cerníanen el abuso regio de no reconocer con flexibilidad el orden moral del estado de losnobles, allí donde residía la auténtica «casa» del Rey. El mal uso que se hacía de

34 L. Cabrera de Córdoba, Felipe Segundo..., op. cit., vol. II, págs. 141-42.

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la gracia -decían algunos grandes- muy defectuosamente regulada por el Consejode Órdenes, resultaba ser la prueba más evidente de que el Rey había olvidado asu nobleza y, por lo tanto, a los auténticos defensores de la «República».

Pero Felipe, entonces, no pensaba en términos de República, sino en una es-tructura patrimonial catolizada que había alcanzado el don de expresarse en un es-pacio sagrado, muy cerca del Altísimo. En ese espacio no había ni República, niEstado, ni Reino; sólo Providencia; y ésta muy limitada al territorio de las relacio-nes de la Monarquía con su propio socio divino.

Sin embargo, aun en esto había dudas. El propio Monarca las manifestaría dra-máticamente en los angustiosos días en que la muerte llamaba a su puerta. Antesque eso, ya las gentes de su reino habían dudado con anterioridad. Lo afirmabanmuchas personas sencillas, con la duda y el temor apareciendo a flor de piel; lo de-cían también muchas gentes en Aragón, tras los sucesos de Antonio Pérez y losarrestos de los duques de Aranda y Villahermosa, en cuyos procesos era perceptibleentender que los aragoneses todos estaban en «estado de agraviados»35

El malestar también se expresaba en tierra de moriscos, donde la acción combi-nada de predicadores e inquisidores había provocado notoria irritación. Lo mani-festaba, por ejemplo, un morisco de Alcalá de Ebro, en la primavera de 1595,cuando conversaba con un cristiano viejo: «Este reyezuelo (Felipe II) -decía- noshace vivir en una sumisión tal que no podemos entenderlo; que si "Vendóme" (elPríncipe de Navarra) venía acá, nosotros iríamos todos, bien seguro, hacia alli puesél nos dejaría vivir a cada uno según su ley; y sus subditos no están tan sometidoscomo los de este reyezuelo que, por nada, nos lleva delante de la Inquisición».36

Fueron palabras precisas, llenas de un profundo desencanto que había roto las rela-ciones sociales tradicionales entre la mayoría cristiana y la minoría religiosa de losmoriscos. Para los ministros del Rey, los Inquisidores de Zaragoza, aquel discursoencerraba una profunda protesta.

Pero no eran sólo los moriscos los que se sentían incómodos en aquel sistema,muchos otros cristianos sufrían también de desolación y desesperanza. Los Archi-vos Inquisitoriales están llenos de esta sensación de destrucción y abandono. Mu-chos de ellos pagaron caro por decir que aquella era tierra de desolación y engaño.Otros también pagaron, simplemente por soñar, o mejor, por hacer de sus ensoña-ciones un modo profético de protesta, como lo fueron Piedrola o aquella joven fa-mosa, Lucrecia de León, que soñaba por la restauración de España que había devenir. Mientras eso ocurría, su fantasía de profetisa sólo veía «... perdición y des-trucción de todos los Reynos».37

A. Pérez, Relaciones y Cartas, vol. I, Relaciones, ed., introd. y ns. de Alfredo Alvar Ezquerra, Ma-drid: Turner, 1986, pág. 205.

Archivo Histórico Nacional. Inquisición, Lib. 968, fol. 115r-132r. Visita ordinaria al distrito de lasCinco villas del Inquisidor Dr. Moriz de Salazar.

L. L. Kagan, Los si1991, pág. 177.

R. L. Kagan, Los sueños de Lucrecia. Política y profecías en la España del siglo XVI, Madrid: Nerea,

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CONCLUSIÓN

Pero todo concluía, finalmente, en un estado de letárgica desesperación. Losreinos levantados y destruidos; el sol de la Monarquía poniéndose en el atardecermelancólico de un otoño ya iniciado. Mientras tanto, en San Lorenzo de El Esco-rial, el Rey moría en medio de una agonía inacabable. Sus clérigos y confesoresmantenían aquel cuerpo postrado en enigmática lucidez de exaltación. Felipe de-seaba oír las reflexiones espirituales de Ludovico Blosio, en su Manual de Mendi-gos. Fray Diego de Yepes, su confesor, leía; y Felipe escuchaba. Cuando el lectorllegó a un punto, el Rey moribundo hizo una señal para que se repitiese lo leído.«Ea, suavísimo Jesús, decía aquel texto, satisfaz te suplico por mis pecados delantede tu Padre, tu suma inocencia. Envuelve toda mi vida, muy miserable y mala, enla purisima sabana de tus merecimientos, para que mis obras, que son sucias, juntocon las tuyas se limpien; y las que en mi vida son imperfectas, unidas con las tuyas,a gloria de tu nombre se perfeccionen».38

Ludovico Blosio apelaba así a los méritos de Jesús; y era un autor inspirado enla filosofía del Beneficio de Cristo, una obra casi herética, escrita a mediados de1530. Allí se recurría a la gracia de los méritos de Cristo como medio para encon-trar la justicia. No era plenamente una idea luterana, pero muchos fueron procesa-dos por defenderla. Felipe II, el gran Rey defensor de la Catolicidad postridentina,recurría a ella ahora para encontrar consuelo y justificación, momentos antes deencontrarse con Aquél con el que, tantas veces, creyó haber pactado.

Las Rozas, junio 1998.

38 L. Cabrera de Córdoba, Filipe Segundo..., op. cit., Apéndice: «Relación de la enfermedad y muertedel Rey D. Felipe II por Antonio Cervera de la Torre», págs. 310-11.