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Dios y el Estado Mijaíl Bakunin 1882

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Dios y el Estado

Mijaíl Bakunin

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Índice general

El principio de autoridad 3

El principio divino 63

Dios y el Estado 124

El principio del Estado 186

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El principio de autoridad

¿Quiénes tienen razón, los idealistas o losmaterialis-tas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar se haceimposible. Sin duda alguna los idealistas se engañany/o los materialistas tienen razón. Sí, los hechos estánantes que las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, nomás que una flor de la cual son raíces las condicionesmateriales de existencia. Toda la historia intelectual ymoral, política y social de la humanidad es un reflejode su historia económica.

Todas las ramas de la ciencia moderna, concienzuday seria, convergen a la proclamación de esa grande, deesa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, elmundo puramente humano, la humanidad, en una pa-labra, no es otra cosa que el desenvolvimiento últimoy supremo —para nosotros al menos relativamente anuestro planeta—, la manifestación más alta de la ani-malidad. Pero como todo desenvolvimiento implica ne-cesariamente una negación, la de la base o del punto de

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partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencial-mente una negación, la negación reflexiva y progresi-va de la animalidad en los hombres; y es precisamenteesa negación tan racional como natural, y que no esracional más que porque es natural, a la vez históricay lógica, fatal como lo son los desenvolvimientos y lasrealizaciones de todas las leyes naturales en el mun-do, la que constituye y crea el ideal, el mundo de lasconvicciones intelectuales y morales, las ideas.

Nuestros primeros antepasados, nuestros adanes yvuestras evas, fueron, si no gorilas, al menos primosmuy próximos al gorila, omnívoros, animales inteli-gentes y feroces, dotados, en un grado infinitamentemás grande que los animales de todas las otras espe-cies, de dos facultades preciosas: la facultad de pensary la facultad, la necesidad de rebelarse.

Estas dos facultades, combinando su acción progre-siva en la historia, representan propiamente el «fac-tor», el aspecto, la potencia negativa en el desenvolvi-miento positivo de la animalidad humana, y crean, porconsiguiente, todo lo que constituye la humanidad enlos hombres.

La Biblia, que es un libro muy interesante y a vecesmuy profundo cuando se lo considera como una de lasmás antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la

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fantasía humanas que han llegado hasta nosotros, ex-presa esta verdad de una manera muy ingenua en sumito del pecado original. Jehová, que de todos los bue-nos dioses que han sido adorados por los hombres esciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el másferoz, el más injusto, el más sanguinario, el más dés-pota y el más enemigo de la dignidad y de la libertadhumanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué capri-cho (sin duda para engañar su hastío que debía de serterrible en su eternamente egoísta soledad, para procu-rarse nuevos esclavos), había puesto generosamente asu disposición toda la Tierra, con todos sus frutos ytodos los animales, y no había puesto a ese goce com-pleto más que un límite. Les había prohibido expresa-mente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia.Quería que el hombre, privado de toda conciencia desí mismo, permaneciese un eterno animal, siempre decuatro patas ante el Dios eterno, su creador su amo.Pero he aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, elprimer librepensador y el emancipador de los mundos.Avergüenza al hombre de su ignorancia de su obedien-cia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente elsello de la libertad y de la humanidad, impulsándolo adesobedecer y a comer del fruto de la ciencia.

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Se sabe lo demás. El buen Dios, cuya ciencia innataconstituye una de las facultades divinas, habría debidoadvertir lo que sucedería; sin embargo, se enfureció te-rrible y ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre yal mundo creados por él, hiriéndose, por decirlo así,en su propia creación, como hacen los niños cuandose encolerizan; y no contento con alcanzar a nuestrosantepasados en el presente, los maldijo en todas las ge-neraciones del porvenir, inocentes del crimen cometi-do por aquellos. Nuestros teólogos católicos y protes-tantes hallan que eso es muy profundo y muy justo,precisamente porque es monstruosamente inicuo y ab-surdo. Luego, recordando que no era sólo un Dios devenganza y de cólera, sino un Dios de amor, despuésde haber atormentado la existencia de algunos milla-res de pobres seres humanos y de haberlos condena-do a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y parasalvarlo, para reconciliar su amor eterno y divino consu cólera eterna y divina siempre ávida de víctimas yde sangre, envió al mundo, como una víctima expiato-ria, a su hijo único a fin de que fuese muerto por loshombres. Eso se llama el misterio de la redención, basede todas las religiones cristianas. ¡Y si el divino salva-dor hubiese salvado siquiera al mundo humano! Perono; en el paraíso prometido por Cristo, se sabe, pues-

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to que es anunciado solemnemente, que o habrá másque muy pocos elegidos. El resto, la inmensa mayoríade las generaciones presentes y del porvenir, arderáeternamente en el infierno. En tanto, para consolarnos,Dios, siempre justo, siempre bueno, entrega la tierraal gobierno de los Napoleón III, de los Guillermo I, delos Femando de Austria y de los Alejandro de todas lasRusias. Tales son los cuentos absurdos que se divulgany tales son las doctrinas monstruosas que se enseñanen pleno siglo XIX, en todas las escuelas populares deEuropa, por orden expresa de los gobiernos. ¡A eso sellama civilizar a los pueblos! ¿No es evidente que todosesos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, losembrutecedores interesados de las masas populares?Me he dejado arrastrar lejos de mi asunto, por la có-lera que se apodera de mí siempre que pienso en losinnobles y criminales medios que se emplean para con-servar las naciones en una esclavitud eterna, a fin depoder esquilmarlas mejor, sin duda alguna. ¿Qué signi-fican los crímenes de todos los Tropmann del mundoen presencia de ese crimen de lesa humanidad que secomete diariamente, en pleno día, en toda la superficiedel mundo civilizado, por aquellos mismos que se atre-ven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo almito del pecado original.

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Dios dio la razón a Satanás y reconoció que el dia-blo o había engañado a Adán y a Eva prometiéndolesla ciencia y la libertad, como recompensa del acto dedesobediencia que les había inducido a cometer; por-que tan pronto como hubieron comido del fruto prohi-bido, Dios se dijo a sí mismo (véase la Biblia): «He aquíque el hombre se ha convertido en uno de nosotros,sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer delfruto de la vida eterna, a fin de que no se haga inmortalcomo nosotros».

Dejemos ahora a un lado la parte fabulesca de estemito y consideremos su sentido verdadero. El sentidoes muy claro. El hombre se ha emancipado, se ha sepa-rado de la animalidad y se ha constituido como hom-bre; ha comenzado su historia y su desenvolvimientopropiamente humano por un acto de desobediencia yde ciencia, es decir, por la rebeldía y por el pensamien-to.

Tres elementos o, si queréis, tres principios funda-mentales, constituyen las condiciones esenciales de to-do desenvolvimiento humano, tanto colectivo como in-dividual, en la historia: 1º la animalidad humana; 2º elpensamiento, y 3º la rebeldía. A la primera correspon-de propiamente la economía social y privada; la segun-da, la ciencia, y a la tercera, la libertad.

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Los idealistas de todas las escuelas, aristócratas yburgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralis-tas, religiosos, filósofos o poetas, sin olvidar los econo-mistas liberales, adoradores desenfrenados de lo ideal,como se sabe, se ofenden mucho cuando se les diceque el hombre, con toda su inteligencia magnifica, susideas sublimes y sus aspiraciones infinitas, no es, co-mo todo lo que existe en el mundo, más que materia,más que un producto de esa vil materia. Podríamos res-ponderles que la materia de que hablan los materialis-tas —materia espontánea y eternamente móvil, activa,productiva; materia química u orgánicamente determi-nada, y manifestada por las propiedades o las fuerzasmecánicas, físicas, animales o inteligentes que le soninherentes por fuerza— no tiene nada en común con lavil materia de los idealistas. Esta última, producto desu falsa abstracción, es efectivamente un ser estúpido,inanimado, inmóvil, incapaz de producir la menor delas cosas, un caput mortum, una rastrera imaginaciónopuesta a esa bella imaginación que llaman Dios, sersupremo ante el que a materia, la materia de ellos, des-pojada por ellos mismos de todo lo que constituye lanaturaleza real, representa necesariamente la supremaNada. Han quitado a la materia la inteligencia, la vida,todas las cualidades determinantes, las relaciones acti-

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vas o las fuerzas, el movimiento mismo sin el cual lamateria no sería siquiera pesada, no dejándolemás quela imponderabilidad y la inmovilidad absoluta en el es-pacio; han atribuido todas esas fuerzas, propiedadesy manifestaciones naturales, al ser imaginario creadopor su fantasía abstractiva; después, tergiversando lospapeles, han llamado a ese producto de su imaginación,a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada: «Ser supre-mo». Por consiguiente han declarado que el ser real, lamateria, el mundo, es la Nada. Después de eso vienena decirnos gravemente que esa materia es incapaz dereducir nada, ni aun de ponerse en movimiento por símisma, y que, por consiguiente, ha debido ser creadapor Dios.

En otro escrito he puesto al desnudo los absurdosverdaderamente repulsivos a que se es llevado fatal-mente por esa imaginación de un Dios, sea personal,sea creador y ordenador de los mundos; sea imperso-nal y considerado como una especie de alma divinadifundida en todo el universo, del que constituiría elprincipio eterno; o bien como idea indefinida y divina,siempre presente y activa en el mundo y manifestadasiempre por la totalidad de seres materiales y finitos.Aquí me limitaré a hacer resaltar un solo punto.

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Se concibe perfectamente el desenvolvimiento suce-sivo del mundo material, tanto como de la vida orgá-nica, animal, y de la inteligencia históricamente pro-gresiva, individual y social, del hombre en ese mundo.Es un movimiento por completo natural de lo simplea lo compuesto, de abajo arriba o de lo inferior a lo su-perior; un movimiento conforme a todas nuestras ex-periencias diarias, y, por consiguiente, conforme tam-bién a nuestra lógica natural, a las propias leyes denuestro espíritu, que, no conformándose nunca y nopudiendo desarrollarse más que con la ayuda de esasmismas experiencias, no es, por decirlo así, más que lareproducción mental, cerebral, o su resumen reflexivo.

El sistema de los idealistas nos presenta completa-mente lo contrario. Es el trastorno absoluto de todasexperiencias humanas y de ese buen sentido univer-sal y común que es condición esencial de todaententehumana y que, elevándose de esa verdad tan simpletan unánimemente reconocida de que dos más dos soncuatro, hasta las consideraciones científicas más subli-mes y más complicadas, no admitiendo por otra partenunca nada que no sea severamente confirmado porla experiencia o por la observación de las cosas o delos hechos, constituye la única base seria de los cono-cimientos humanos.

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En lugar de seguir la vía natural de abajo arriba, elo inferior a lo superior y de lo relativamente simple alo complicado; en lugar de acompañar prudente, racio-nalmente, el movimiento progresivo y real del mundollamado inorgánico al mundo orgánico, vegetal, des-pués animal, y después específicamente humano; dela materia química o del ser químico a la materia vivao al ser vivo, y del ser vivo al ser pensante, los idealis-tas, obsesionados, cegados e impulsados por el fantas-ma divino que han heredado de la teología, toman elcamino absolutamente contrario. Proceden de arriba aabajo, de lo superior a lo inferior, de lo complicado a losimple. Comienzan por Dios, sea como persona, sea co-mo sustancia o idea divina, y el primer paso que dan esuna terrible voltereta de las alturas sublimes del eternoideal al fango del mundo material; de la perfección ab-soluta a la imperfección absoluta; del pensamiento alSer, o más bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo,cómo y por qué el ser divino, eterno, infinito, lo Per-fecto absoluto, probablemente hastiado de sí mismo,se ha decidido al salto mortale desesperado; he ahí loque ningún idealista, ni teólogo, ni metafísico, ni poe-ta ha sabido comprender jamás él mismo ni explicar alos profanos.

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Todas las religiones pasadas y presentes y todos lossistemas de filosofía transcendentes ruedan sobre eseúnico o inicuo misterio. Santos hombres, legisladoresinspirados, profetas, Mesías, buscaron en él la vida yno hallaron más que la tortura y la muerte. Como la es-finge antigua, los ha devorado, porque no han sabidoexplicarlo. Grandes filósofos, desde Heráclito y Platónhasta Descartes, Spinoza,Leibnitz, Kant, Fichte, Sche-lling y Hegel, sin hablar de los filósofos hindúes, hanescrito montones de volúmenes y han creado sistemastan ingeniosos como sublimes, en los cuales dijeronde paso muchas bellas y grandes cosas y descubrie-ron verdades inmortales, pero han dejado ese misterio,objeto principal de sus investigaciones trascendentes,tan insondable como lo había sido antes de ellos. Peropuesto que los esfuerzos gigantes —como de los másadmirables genios que el mundo conoce y que duran-te treinta siglos al menos han emprendido siempre denuevo ese trabajo de Sísifo— no han culminado sinoen la mayor incomprensión aún de ese misterio, ¿po-dremos esperar que nos será descubierto hoy por lasespeculaciones rutinarias de algún discípulo pedantede una metafísica artificiosamente recalentadas y esoen una época en que todos los espíritus vivientes y se-rios se han desviado de esa ciencia explicable, surgi-

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da de una transacción, históricamente explicable sinduda, entre la irracionalidad de la fe y la sana razóncientífica?

Es evidente que este terrible misterio es inexplica-ble, es decir, que es absurdo, porque lo absurdo es loúnico que no se puede explicar. Es evidente que el quetiene necesidad de él para su dicha, para su vida, deberenunciar a su razón y, volviendo, si puede, a la inge-nua, ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y con todoslos creyentes sinceros estas palabras que resumen laquintaesencia misma de la teología: Credoquia absur-dum. Entonces toda discusión cesa, y no queda másque la estupidez triunfante de la fe. Pero entonces sepromueve también otra cuestión: ¿Cómo puede naceren un hombre inteligente e instruido la necesidad decreer en ese misterio?

Que la creencia en Dios creador, ordenador y juez,maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se hayaconservado en el pueblo, y sobre todo en las poblacio-nes rurales, mucho más aún que en el proletariado delas ciudades, nada más natural. El pueblo desgraciada-mente, es todavía muy ignorante; y es mantenido ensu ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de todoslos gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sinrazón, como una de las condiciones más esenciales de

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su propia potencia. Aplastado por su trabajo cotidiano,privado de ocio, de comercio intelectual, de lectura, enfin, de casi todos losmedios y de una buena parte de losestimulantes que desarrollan la reflexión en los hom-bres, el pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y enconjunto las tradiciones religiosas que, envolviéndolodesde su nacimiento en todas las circunstancias de suvida, y artificialmente mantenidas en su seno por unamultitud de envenenadores oficiales de toda especie,sacerdotes y laicos, se transforman en él en una suer-te de hábito mental moral, demasiado a menudo máspoderoso que su buen sentido natural. Hay otra razónque explica y que legitima en cierto modo las creen-cias absurdas del pueblo. Es la situación miserable aque se encuentra fatalmente condenado por la organi-zación económica de la sociedad en los países más ci-vilizados de Europa. Reducido, tanto intelectual y mo-ralmente como en su condición material al mínimo deuna existencia humana, encerrado en su vida como unprisionero en su prisión, sin horizontes, sin salida, sinporvenir mismo, si se cree a los economistas, el pueblodebería tener el alma singularmente estrecha y el ins-tinto achatado de los burgueses para no experimentarla necesidad de salir de ese estado; pero para eso nohay más que tres medios, dos de ellos ilusorios y el

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tercero real. Los dos primeros son el burdel y la igle-sia, el libertinaje del cuerpo y el libertinaje del alma;el tercero es la revolución social. De donde concluyoque esta última únicamente, mucho más al menos quetodas las propagandas teóricas de los librepensadores,será capaz de destruir hasta los mismos rastros de lascreencias religiosas y de los hábitos de desarreglo enel pueblo, creencias y hábitos que están más íntima-mente ligados de lo que se piensa; que, sustituyendolos goces a la vez ilusorios y brutales de ese libertinajecorporal y espiritual, por los goces tan delicados co-mo reales de la humanidad plenamente realizada encada uno de nosotros y en todos, la revolución socialúnicamente tendrá el poder de cerrar al mismo tiempotodos los burdeles y todas las iglesias. Hasta entonces,el pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene razónpara creer, tendrá al menos el derecho.

Hay una categoría de gentes que, si no cree, debemenos aparentar que cree. Son todos los atormenta-dores, todos los opresores y todos los explotadores dela humanidad. Sacerdotes, monarcas, hombres de Es-tado, hombres de guerra, financistas públicos y priva-dos, funcionarios de todas las especies, policías, car-celeros y verdugos, monopolizadores, capitalistas, em-presarios y propietarios, abogados, economistas, polí-

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ticos de todos los colores, hasta el último comercian-te, todos repetirán al unísono estas palabras de Voltai-re: Si Dios no existiese habría que inventario. Porque,comprenderéis, es precisa una religión para el pueblo.Es la válvula de seguridad.

Existe, en fin, una categoría bastante numerosa dealmas honestas, pero débiles, que, demasiado inteli-gentes para tomar en serio los dogmas cristianos, losrechazan en detalle, pero no tienen ni el valor, ni lafuerza, ni la resolución necesarios para rechazarlos to-talmente. Dejan a vuestra crítica todos los absurdosparticulares de la religión, se burlan de todos los mi-lagros, pero se aferran con desesperación al absurdoprincipal, fuente de todos los demás, al milagro queexplica y legitima todos los otros milagros: a la exis-tencia de Dios. Su Dios no es el ser vigoroso y potente,el Dios brutalmente positivo de la teología. Es un sernebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio quecuando se cree palparle se transforma en Nada; es unmilagro, un ignis fatuus que ni calienta ni ilumina. Y,sin embargo, sostienen y creen que si desapareciese,desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfer-mizas, desorientadas en la civilización actual, que nopertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos fantas-mas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra,

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y que ocupan entre la política burguesa y el socialis-mo del proletariado absolutamente la misma posición.No se sienten con fuerza ni para pensar hasta el fin, nipara querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y sulabor esforzándose siempre por conciliar lo inconcilia-ble. En la vida pública se llaman socialistas burgueses.

Ninguna discusión con ellos ni contra ellos es posi-ble. Están demasiado enfermos. Pero hay un pequeñonúmero de hombres ilustres, de los cuales nadie se atre-verá a hablar sin respeto, y de los cuales nadie pensaráen poner en duda ni la salud vigorosa, ni la fuerza deespíritu, ni la buena fe. Baste citar los nombres deMaz-zini, deMichelet, deQuinet, de John StuartMill. Almasgenerosas y fuertes, grandes corazones, grandes espí-ritus, grandes escritores y, el primero, resucitador he-roico y revolucionario de una gran nación, son todoslos apóstoles del idealismo y los adversarios apasiona-dos del materialismo, y por consiguiente también delsocialismo, en filosofía como en política. Es con elloscon quienes hay que discutir esta cuestión.

Comprobemos primero que ninguno de los hombresilustres que acabo de mencionar, ni ningún otro pen-sador idealista un poco importante de nuestros días,se ha ocupado propiamente de la parte lógica de es-ta cuestión. Ninguno ha tratado de resolver filosófica-

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mente la posibilidad del salto mortale divino de las re-giones eternas y puras del espíritu al fango del mundomaterial. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble con-tradicción y desesperan de resolverla después que hanfracasado los más grandes genios de la historia, o biena han considerado como suficientemente resuelta ya?Es su secreto. El hecho es que han dejado a un ladola demostración teórica de la existencia de un Dios, yque no han desarrollado más que las razones y las con-secuencias prácticas de ella. Han hablado de ella to-dos como de un hecho universalmente aceptado y co-mo tal imposible de convertirse en objeto de una dudacualquiera, limitándose, por toda prueba, a constatarla antigüedad y la universalidad misma de la creenciaen Dios. Esta unanimidad imponente, según la opiniónde muchos hombres y escritores ilustres, y para no ci-tar sino los más renombrados de ellos, según la opi-nión elocuentemente expresada de Joseph deMaistre ydel gran patriota italiano Giuseppe Mazzini, vale másque todas las demostraciones de la ciencia; y si la ideade un pequeño número de pensadores consecuentes yaun muy poderosos, pero aislados, le es contraria, tan-to peor, dicen ellos, para esos pensadores y para sulógica, porque el consentimiento general, la adopciónuniversal y antigua de una idea han sido considerados

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en todos los tiempos como la prueba más victoriosa desu verdad. El sentimiento de todo el mundo, una con-vicción que se encuentra y se mantiene siempre y entodas partes, no podría engañarse. Debe tener su raízen una necesidad absolutamente inherente a la natura-leza misma del hombre. Y puesto que ha sido compro-bado que todos los pueblos pasados y presentes hancreído y creen en la existencia de Dios, es evidente quelos que tienen la desgracia de dudar de ella, cualquieraque sea la lógica que los haya arrastrado a esa duda,son excepciones anormales, monstruos.

Así, pues, la antigüedad y la universalidad de unacreencia serían, contra toda la ciencia y contra toda ló-gica, una prueba suficiente e irreductible de su verdad.¿Y por qué?

Hasta el siglo de Copérnico y de Galileo, todo elmundo había creído que el Sol daba vueltas alrededorde la Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? ¿Hay cosamás antigua y más universal que la esclavitud? La an-tropofagia quizá. Desde el origen de la sociedad histó-rica hasta nuestros días hubo siempre y en todas partesexplotación del trabajo forzado de las masas, esclavas,siervas o asalariadas, por alguna minoría dominante;la opresión de los pueblos por la iglesia y por el Es-tado. ¿Es preciso concluir que esa explotación y esa

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opresión sean necesidades absolutamente inherentesa la existencia misma de la sociedad humana? He ahíejemplos que muestran que la argumentación de losabogados del buen Dios no prueba nada.

Nada es en efecto tan universal y tan antiguo comolo inicuo y lo absurdo, y, al contrario, son la verdadla justicia las que, en el desenvolvimiento de las socie-dades humanas, son menos universales y más jóvenes;lo que explica también el fenómeno histórico constan-te de las persecuciones inauditas de que han sido ycontinúan siendo objeto aquellos que las proclaman,primero por parte de los representantes oficiales, pa-tentados e interesados de las creencias «universales»y «antiguas», y a menudo por parte también de aque-llas mismas masas populares que, después de haber-los atormentado, acaban siempre por adoptar y hacertriunfar sus ideas.

Para nosotros, materialistas y socialistas revolucio-narios, no hay nada que nos asombre ni nos espan-te en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra con-ciencia, nuestro amor a la verdad, en esa pasión lógicaque constituye por sí una gran potencia, y al margende la cual no hay pensamiento; fuertes en nuestra pa-sión por la justicia y en nuestra fe inquebrantable en eltriunfo de la humanidad sobre todas las bestialidades

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teóricas prácticas; fuertes, en fin, en la confianza y enel apoyo mutuos que se prestan el pequeño número delos que comparten nuestras convicciones, nos resigna-mos por nosotros mismos a todas las consecuencias deese fenómeno histórico, en el que vemos la manifesta-ción de una ley social tan natural, tan necesaria y taninvariable como todas las demás leyes que gobiernanel mundo.

Esta ley es una consecuencia lógica, inevitable, delorigen animal de la sociedad humana; ahora bien, fren-te a todas las pruebas científicas, psicológicas, históri-cas que se han acumulado en nuestros días, tanto comofrente a los hechos de los alemanes, conquistas de Fran-cia, que dan hoy una demostración tan brillante de ello,no es posible, verdaderamente, dudar de la realidad deese origen. Pero desde el momento que se acepta eseorigen animal del hombre, se explica todo. La historiase nos aparece, entonces, como la negación revolucio-naria, ya sea lenta, apática, adormecida, ya sea apasio-nada y poderosa del pasado. Consiste precisamente enla negación progresiva de la animalidad primera delhombre por el desenvolvimiento de su humanidad. Elhombre, animal feroz, primo del gorila, ha partido dela noche profunda del instinto animal para llegar a laluz del espíritu, lo que explica de una manera comple-

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tamente natural todas sus divagaciones pasadas, y nosconsuela en parte de sus errores presentes. Ha partidode la esclavitud animal y después de atravesar su escla-vitud divina, término transitorio entre su animalidad ysu humanidad, marcha hoy a la conquista y a la realiza-ción de su libertad humana. De donde resulta que la an-tigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probaralgo en su favor, debe, al contrario, hacérnosla sospe-chosa. Porque detrás de nosotros está nuestra anima-lidad y ante nosotros la humanidad, y la luz humana,la única que puede calentarnos e iluminamos, la úni-ca que puede emanciparnos, nos hace dignos, libres,dichosos, y la realización de la fraternidad entre noso-tros no está al principio, sino, relativamente a la épocaen que vive, al fin de la historia. No miremos, pues,nunca atrás, miremos siempre hacia adelante, porqueadelante está nuestro sol y nuestra salvación; y si espermitido, si es útil y necesario volver nuestra vistaal estudio de nuestro pasado, no es más que para com-probar lo que hemos sido y lo que no debemos ser más,lo que hemos creído y pensado, y lo que no debemoscreer ni pensar más, lo que hemos hecho y lo que nodebemos volver a hacer.

Esto por lo que se refiere a la antigüedad. En cuantoa la universalidad de un error, no prueba más que una

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cosa: la similitud, si no la perfecta identidad de la na-turaleza humana en todos los tiempos y bajo todos losclimas. Y puesto que se ha comprobado que los pue-blos de todas las épocas de su vida han creído, y creentodavía, en Dios, debemos concluir simplemente quela idea divina, salida de nosotros mismos, es un errorhistóricamente necesario en el desenvolvimiento de lahumanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha pro-ducido en la historia, por qué la inmensa mayoría dela especie humana la acepta aún como una verdad.

En tanto que no podamos darnos cuenta de la mane-ra cómo se produjo la idea de un mundo sobrenaturaly divino y cómo ha debido fatalmente producirse en eldesenvolvimiento histórico de la conciencia humana,podremos estar científicamente convencidos del absur-do de esa idea, pero no llegaremos a destruirla nuncaen la opinión de lamayoría. En efecto: no estaremos encondiciones de atacarla en las profundidades mismasdel ser humano, donde ha nacido, y, condenados unalucha estéril, sin salida y sin fin, deberemos contenta-mos siempre con combatirla sólo en la superficie, ensus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, ape-nas derribado por los golpes del sentido común, rena-cerá inmediatamente bajo una forma nueva no menosinsensata. En tanto que persista la raíz de todos los ab-

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surdos que atormentan al mundo, la creencia en Diospermanecerá intacta, no cesará de echar nuevos reto-ños. Es así como en nuestros días, en ciertas regionesde la más alta sociedad, el espiritismo tiende a instalar-se sobre las ruinas del cristianismo.

No es sólo en interés de las masas, sino también ende la salvación de nuestro propio espíritu debemos for-zarnos en comprender la génesis histórica de la ideade Dios, la sucesión de las causas que desarrollaronprodujeron esta idea en la conciencia de los hombres.Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que nohayamos comprendido esas causas, nos dejaremos do-minar más o menos por los clamores de esa concienciauniversal de la que no habremos sorprendido el secre-to; y, vista la debilidad natural del individuo, aun delmás fuerte ante la influencia omnipotente del mediosocial que lo rodea, corremos siempre el riesgo de vol-ver a caer tarde o temprano, y de una manera o deotra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplose esas conversiones vergonzosas son frecuentes en lasociedad actual.

He señalado ya la razón práctica principal del po-der ejercido aún hoy por las creencias religiosas sobrelas masas. Estas disposiciones místicas no denotan tan-to en sí una aberración del espíritu como un profun-

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do descontento del corazón. Es la protesta instintivay apasionada del ser humano contra las estrecheces,las chaturas, los dolores y las vergüenzas de una exis-tencia miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, nohay más que un remedio: la revolución social. Entretanto, otras veces he tratado de exponer las causas quepresidieron el nacimiento y el desenvolvimiento histó-rico de las alucinaciones religiosas en la conciencia delhombre. Aquí no quiero tratar esa cuestión de la exis-tencia de un Dios, o del origen divino del mundo y delhombre, más que desde el punto de vista de su utilidadmoral y social, y sobre la razón teórica de esta creenciano diré más que pocas palabras, a fin de explicar mejormi pensamiento.

Todas las religiones, con sus dioses, sus semidiosesy sus profetas, sus Mesías y sus santos, han sido crea-das por la fantasía crédula de los hombres, no llegadosaún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesiónde sus facultades intelectuales; en consecuencia de locual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagrodonde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe,vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandaday trastrocada, es decir, divinizada. La historia de lasreligiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la de-cadencia de los dioses que se sucedieron en la creen-

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cia humana, no es nada más que el desenvolvimientode la inteligencia y de la conciencia colectiva de loshombres. A medida que, en su marcha históricamenteregresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la natu-raleza exterior, una fuerza, una cualidad o un defectocualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haber-los exagerado, ampliado desmesuradamente, como lohacen de ordinario los niños, por un acto de su fantasíareligiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa gene-rosidad de los hombres creyentes y crédulos, el cielose ha enriquecido con los despojos de la tierra y, poruna consecuencia necesaria, cuanto más rico se vol-vía el cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vezinstalada la divinidad, fue proclamada naturalmente lacausa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto detodas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidadlo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, des-pués de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, searrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura ysu esclavo. El cristianismo es, precisamente, la religiónpor excelencia, porque expone y manifiesta, en su ple-nitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistemareligioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento,el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de ladivinidad.

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Siendo Dios todo, el mundo real y el hombre no sonnada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo be-llo, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, lainiquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muer-te. Siendo Dios el amo, el hombre es el esclavo. Inca-paz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y lavida eterna, no puede llegar a ellas más que medianteuna revelación divina. Pero quien dice revelación, di-ce reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y legisla-dores inspirados por Dios, mismo; y una vez reconoci-dos aquellos como representantes de la divinidad en laTierra, como los santos institutores de la humanidad,elegidos por Dios mismo para dirigirla por la vía de lasalvación, deben ejercer necesariamente un poder ab-soluto. Todos los hombres les deben una obediencia ili-mitada y pasiva, porque contra la razón divina no hayrazón humana y contra la justicia de Dios no hay jus-ticia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, loshombres deben serlo también de la iglesia y del Estado,en tanto que este último es consagrado por la iglesia.He ahí lo que el cristianismo comprendió mejor quetodas las religiones que existen o que han existido, sinexceptuar las antiguas religiones orientales, que, porlo demás, no han abarcado más que pueblos concretosy privilegiados, mientras que el cristianismo tiene la

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pretensión de abarcar la humanidad entera; y he ahílo que, de todas las sectas cristianas, sólo el catolicis-mo romano ha proclamado y realizado con una conse-cuencia rigurosa. Por eso el cristianismo es la religiónabsoluta, la religión última, y la iglesia apostólica y ro-mana la única consecuente, legítima y divina. Que noparezca mal a los metafísicos y a los idealistas religio-sos, filósofos, políticos o poetas: la idea de Dios impli-ca la abdicación de la razón humana y de la justiciahumana, es la negación más decisiva de la libertad hu-mana y lleva necesariamente a la esclavitud los hom-bres, tanto en la teoría como en la práctica. A menosde querer la esclavitud y el envilecimiento de los hom-bres, como lo quieren los jesuitas, como lo quieren losmonjes, los pietistas o los metodistas protestantes, nopodemos, no debemos hacer la menor concesión ni aldios de la teología ni al de la metafísica porque en esealfabeto místico, el que comienza por decir A deberáfatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere adorara Dios debe, sin hacerse ilusiones pueriles, renunciarbravamente a su libertad y a su humanidad.

Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, elhombre puede y debe ser libre: por consiguiente, Diosno existe.

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Desafío a quienquiera que sea a salir de ese círcu-lo, y ahora, escojamos. ¿Es necesario recordar cuán-to y cómo embrutecen y corrompen las religiones alos pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumentoprincipal de la emancipación humana, y los reducena la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud.Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signoy una fuente de servidumbre.

Matan la noción y el sentimiento de la justicia huma-na, haciendo inclinar siempre la balanza del lado de lospícaros triunfantes, objetos privilegiados de la graciadivina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendomás que a los que se arrastran y a los que se humillan.Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimientode fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina.

Todas las religiones son crueles, todas están funda-das en la sangre, porque todas reposan principalmentesobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolaciónperpetua de la humanidad a la insaciable venganza dela divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre essiempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pe-ro hombre privilegiado por la gracia, es el divino ver-dugo. Eso nos explica por qué los sacerdotes de todaslas religiones, los mejores, los más humanos, los mássuaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón

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—y si no en el corazón en su imaginación, en espíritu(y ya se sabe la influencia formidable que una otro ejer-cen sobre el corazón de los hombres)— por qué hay, di-go, en los sentimientos de todo sacerdote algo de cruely de sanguinario.

Todo esto, nuestros ilustres idealistas contemporá-neos lo saben mejor que nadie. Son hombres sabios econocen la historia de memoria; y como son al mismotiempo hombres vivientes, grandes almas penetradaspor un amor sincero y profundo hacia el bien de la hu-manidad, han maldito y zaherido todos estos efectos,todos estos crímenes de la religión con una elocuenciasin igual. Rechazan con indignación toda solidaridadcon el Dios de las religiones positivas y con sus repre-sentantes pasados y presentes sobre la Tierra.

El Dios que adoran o que creen adorar se distingueprecisamente de los dioses reales de la historia, en queno es un Dios positivo, ni determinado de ningún mo-do, ya sea teológico, ya sea metafísicamente. No esni el ser supremo de Robespierre y de Rousseau, niel Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios a lavez trascendente e inmanente y muy equívoco de He-gel. Se cuidan bien de darle una determinación posi-tiva cualquiera, sintiendo que toda determinación losometería a la acción disolvente de la crítica. No dirán

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de él si es un Dios personal o impersonal, si ha crea-do o si no ha creado el mundo; no hablarán siquierade su divina providencia. Todo eso podría comprome-terlos. Se contentarán con decir: «Dios» y nada más.Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una idea, es unaaspiración.

Es el nombre genérico de todo lo que les parece de,bueno, bello, noble, humano. Pero, ¿por qué dicen en-tonces: «hombre»? ¡Ah! es que el rey Guillermo dePrusia y Napoleón III y todos sus semejantes son igual-mente hombres; y he ahí lo que más les embaraza. Lahumildad real nos presenta el conjunto de todo lo quehay de más sublime, de más bello y de todo lo que hayde más vil y de más monstruoso en el mundo. ¿Cómosalir de ese atolladero? Llaman a lo uno divino y a lootro bestial, representándose la divinidad y la anima-lidad como los dos polos entre los cuales se coloca lahumanidad. No quieren o no pueden emprender queesos tres términos no forman más que uno y que si selos separa se los destruye.

No están fuertes en lógica, y se diría que la despre-cian. Es eso lo que los distingue de los metafísicos ydeístas, y lo que imprime a sus ideas el carácter de unidealismo práctico, sacando mucho menos sus inspira-ciones del desenvolvimiento severo de un pensamien-

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to, que de las experiencias, casi diré de las emociones,tanto históricas y colectivas como individuales de la vi-da. Eso da a su propaganda una apariencia de riquezay de potencia vital, pero una apariencia solamente por-que la vida misma se hace estéril cuando es paralizadapor una contradicción lógica.

La contradicción es ésta: quieren a Dios y quierena la humanidad. Se obstinan en poner juntos esos dostérminos, que, una vez separados, no pueden encon-trarse de nuevomás que para destruirse recíprocamen-te. Dicen de un tirón: «Dios y la libertad del hombre»;«Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraterni-dad y la prosperidad de los hombres», sin preocuparsede la lógica fatal conforme a la cual, si Dios existe to-do queda condenado a la no-existencia. Porque si Diosexiste es necesariamente el amo eterno, supremo, ab-soluto, y si amo existe el hombre es esclavo; pero si esesclavo, no hay para él ni justicia ni igualdad ni frater-nidad ni prosperidad posibles. Podrán, contrariamenteal buen sentido y a todas las experiencias de la historia,reventarse a su Dios animado del más tierno amor porla libertad humana: un amo, haga lo que quiera y porliberal que quiera mostrarse, no deja de ser un amo ysu existencia implica necesariamente la esclavitud detodo lo que se encuentra por debajo de él.

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Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para élmás que un solo medio de servir a la libertad humana:dejar de existir.

Como celoso amante de la libertad humana y consi-derándolo como la condición absoluta de todo lo queadoramos y respetamos en la humanidad, doy vuelta ala frase de Voltaire y digo: si Dios existiese realmente,habría que hacerlo desaparecer.

La severa lógica queme dicta estas palabras es dema-siado evidente para que tenga necesidad de desarrollarmás esta argumentación. Y me parece imposible quelos hombres ilustres a quienes mencioné, tan célebresy tan justamente respetados, no hayan sido afectadospor ella y no se hayan percatado de la contradicción enque caen al hablar de Dios y de la libertad humana a lavez. Para que lo hayan pasado por alto, a sido precisoque hayan pensado que esa inconsecuencia o que esanegligencia lógica era necesaria prácticamente para elbien mismo de la humanidad.

Quizá también, al hablar de la libertad como de unacosa que es para ellos muy respetable y muy querida,la comprenden de distintomodo a como nosotros la en-tendemos, nosotros, materialistas y socialistas revolu-cionarios. En efecto; no hablan de ella sin añadir inme-

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diatamente otra palabra, la de autoridad, una palabray una cosa que detestamos de todo corazón.

¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable delas leyes naturales que se manifiestan en el encadena-miento y en la sucesión fatal de los fenómenos, tantodel mundo físico como del mundo social? En efecto;contra esas leyes, la rebeldía no sólo está prohibida,sino que es imposible. Podemos desconocerlas o noconocerlas siquiera, pero no podemos desobedecerlas,porque constituyen la base y las condiciones mismasde nuestra existencia; nos envuelven, nos penetran,regulan todos nuestros movimientos, nuestros pensa-mientos y nuestros actos; de manera que, aun cuandolas queramos desobedecer, no hacemos más que mani-festar su omnipotencia.

Sí, somos absolutamente esclavos de esas leyes. Perono hay nada de humillante en esa esclavitud. Porque laesclavitud supone un amo exterior, un legislador quese encuentre al margen de aquel a quien ordena; mien-tras que estas leyes no están fuera de nosotros, nos soninherentes, constituyen nuestro ser, todo nuestro ser,tanto corporal como intelectual y moral; no vivimos,no respiramos, no obramos, no pensamos, no quere-mos sino mediante ellas. Fuera de ellas no somos nada,

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no somos. ¿De dónde procedería, pues, nuestro podery nuestro querer rebelamos contra ellas?

Frente a las leyes naturales no hay para el hombremás que una sola libertad posible: la de reconocerlas yde aplicarlas cada vezmás, conforme al fin de la emana-ción o de la humanización, tanto colectiva como indi-vidual que persigue. Estas leyes, una vez reconocidas,ejercen una autoridad que no es discutida por la ma-sa de los hombres. Es preciso, por ejemplo, ser loco oteólogo, o por lo menos un metafísico, un jurista, o uneconomista burgués para rebelarse contra esa ley se-gún a cual dos más dos suman cuatro. Es preciso tenerfe para imaginarse que no se quemará uno en el fuegoy que no se ahogará en el agua, a menos que se recurraa algún subterfugio fundado aun sobre alguna otra leynatural. Pero esas rebeldías, o más bien esas tentativasesas locas imaginaciones de una rebeldía imposible noforman más que una excepción bastante rara; porque,en general, se puede decir que la masa de los hombres,en su vida cotidiana, se deja gobernar de una maneracasi absoluta por el buen sentido, lo que equivale a de-cir por la suma de las leyes generalmente reconocidas.

La gran desgracia es que una gran cantidad de leyesnaturales ya constadas como tales por la ciencia, per-manezcan desconocidas para las masas populares, gra-

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cias a los cuidados de esos gobiernos tutelares que noexisten, como se sabe, más que para el bien de los pue-blos… Hay otro inconveniente: la mayor parte de lasleyes naturales inherentes al desenvolvimiento de lasociedad humana, y que son también necesarias, inva-riables, fatales, como las leyes que gobiernan el mundofísico, no han sido debidamente comprobadas y reco-nocidas por la ciencia misma.

Una vez que hayan sido reconocidas primero por laciencia y que la ciencia, por medio de un amplio sis-tema de educación y de instrucción populares, las ha-yan hecho pasar a la conciencia de todos, la cuestiónde la libertad estará perfectamente resuelta. Los auto-ritarios más recalcitrantes deben reconocer que enton-ces no habrá necesidad de organización política ni dedirección ni de legislación, tres cosas que, ya sea queemanen de la voluntad del soberano, ya que resultende los votos de un parlamento elegido por sufragio uni-versal y aun cuando estén conformes con el sistema delas leyes naturales —lo que no tuvo lugar jamás y notendrá jamás lugar—, son siempre igualmente funestasy contrarias a la libertad de las masas, porque les impo-ne un sistema de leyes exteriores y, por consiguiente,despóticas.

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La libertad del hombre consiste únicamente en esto,que obedece a las leyes naturales, porque las ha reco-nocido él mismo como tales y no porque le hayan si-do impuestas exteriormente por una voluntad extraña,divina o humana cualquiera, colectiva o individual.

Suponed una academia de sabios, compuesta por losrepresentantes más ilustres de la ciencia; suponed queesa academia sea encargada de la legislación, de la or-ganización de la sociedad y que, sólo inspirándose enel puro amor a la verdad, no le dicte más que leyes ab-solutamente conformes a los últimos descubrimientosde la ciencia. Y bien, yo pretendo que esa legislación yesa organización serán una monstruosidad, y esto pordos razones: La primera, porque la ciencia humana essiempre imperfecta necesariamente y, comparando loque se ha descubierto con lo que queda por descubrir,se puede decir que está todavía en la cuna. De suerteque si quisiera forzar la vida práctica de los hombres,tanto colectiva como individual, a conformarse estric-tamente, exclusivamente con los últimos datos de laciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuosa sufrir el martirio sobre el lecho de Procusto, que aca-baría pronto por dislocarlos y por sofocarlos, pues lavida es siempre infinitamente más amplia que la cien-cia.

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La segunda razón es ésta: una sociedad que obede-ciere a la legislación de una academia científica, no por-que hubiere comprendido su carácter racional por símisma (en cuyo caso la existencia de la academia se-ría inútil), sino porque una legislación tal, emanada deesa academia, se impondría en nombre de una cienciavenerada sin comprenderla, sería, no una sociedad dehombres, sino de brutos. Sería una segunda edición deesa pobre república del Paraguay que se dejó gobernartanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedadsemejante no dejaría de caer bien pronto en elmás bajogrado del idiotismo.

Pero hay una tercera razón que hace imposible talgobierno: es que una academia científica revestida deesa soberanía digamos que absoluta, aunque estuvie-re compuesta por los hombres más ilustres, acabaríainfaliblemente y pronto por corromperse moral e in-telectualmente. Esta es hoy, ya, con los pocos privile-gios que se les dejan, la historia de todas las academias.El mayor genio científico, desde el momento en quese convierte en académico, en sabio oficial, patentado,cae inevitablemente y se adormece. Pierde su espon-taneidad, su atrevimiento revolucionario, y esa ener-gía incómoda y salvaje que caracteriza la naturalezade los grandes genios, llamados siempre a destruir los

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mundos caducos y a echar los fundamentos demundosnuevos. Gana sin duda en cortesía, sabiduría utilitariay práctica, lo que pierde en potencia de pensamiento.Se corrompe, en una palabra.

Es propio del privilegio y de toda posición privilegia-da el matar el espíritu y el corazón de los hombres. Elhombre privilegiado, sea política, sea económicamen-te, es un hombre intelectual y moralmente depravado.He ahí una ley social que no admite ninguna excep-ción, y que se aplica tanto a las naciones enteras comoa las clases, a las compañías como a los individuos. Esla ley de la igualdad, condición suprema de la libertady de la humanidad. El objetivo principal de este libroes precisamente desarrollarla y demostrar la verdad entodas las manifestaciones de la vida humana.

Un cuerpo científico al cual se haya confiado el go-bierno de la sociedad, acabará pronto por no ocuparseabsolutamente nada de la ciencia, sino de un asuntodistinto; y ese asunto, como sucede con todos los po-deres establecidos, será el de perpetuarse a sí mismo,haciendo que la sociedad confiada a sus cuidados sevuelva cada vez más estúpida, y por consiguiente másnecesitada de su gobierno y de su dirección.

Pero lo que es verdad para las academias científicases verdad igualmente para todas las asambleas cons-

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tituyentes y legislativas, aunque hayan salido del su-fragio universal. Este puede renovar su composición,es verdad, pero eso no impide que se forme en unospocos años un cuerpo de políticos, privilegiados de he-cho, o de derecho, y que, al dedicarse exclusivamente ala dirección de los asuntos públicos de un país, acabanformar una especie de aristocracia o de oligarquía po-lítica. Ved si no los Estados Unidos de América y Suiza.Por tanto, nada de legislación exterior y de legislacióninterior, pues por otra parte una es inseparable de laotra, y ambas tienden al sometimiento de la sociedady al embrutecimiento de los legisladores mismos.

¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad?Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de za-patos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata deuna casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto ladel arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra, cien-cia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejoque se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitectoni el sabio. Les escucho libremente y con todo el respe-to que merecen su inteligencia, su carácter, su saber,pero me reservo mi derecho incontestable de críticay de control. No me contento con consultar una so-la autoridad especialista, consulto varias; comparo susopiniones, y elijo la que me parece más justa. Pero no

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reconozco autoridad infalible, ni aun en cuestiones es-peciales; por consiguiente, no obstante el respeto quepueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de talo cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Unafe semejante sería fatal a mi razón, la libertad y al éxi-to mismo de mis empresas; me transformaría inmedia-tamente en un esclavo estúpido y en un instrumentode la voluntad y de los intereses ajenos. Si me inclinoante la autoridad de los especialistas si me declaro dis-puesto a seguir, en una cierta medida durante todo eltiempo que me parezca necesario sus indicaciones yaun su dirección, es porque esa autoridad no me es im-puesta por nadie, ni por los hombres ni por Dios. Deotro modo la rechazaría con honor y enviaría al diablosus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de queme harían pagar con la pérdida de mi libertad y de midignidad los fragmentos de verdad humana, envueltosen muchas mentiras, que podrían darme.

Me inclino ante la autoridad de los hombres especia-les porque me es impuesta por la propia razón. Tengoconciencia de no poder abarcar en todos sus detallesy en sus desenvolvimientos positivos más que una pe-queña parte de la ciencia humana. La más grande in-teligencia no podría abarcar el todo. De donde resultapara la ciencia tanto como para la industria, la nece-

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sidad de la división y de la asociación del trabajo. Yorecibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es au-toridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Portanto no hay autoridad fija y constante, sino un cam-bio continuo de autoridad y de subordinación mutuas,pasajeras y sobre todo voluntarias.

Esa misma razón me impide, pues, reconocer unaautoridad fija, constante y universal, porque no hayhombre universal, hombre que sea capaz de abarcarcon esa riqueza de detalles (sin la cual la aplicación dela ciencia a la vida no es posible), todas las ciencias,todas las ramas de la vida social. Y si una tal univer-salidad pudiera realizarse en un solo hombre, quisieraprevalerse de ella para imponemos su autoridad, ha-bría que expulsar a ese hombre de la sociedad, porquesu autoridad reduciría inevitablemente a todos los de-más a la esclavitud y a la imbecilidad. No pienso que lasociedad deba maltratar a los hombres de genio comoha hecho hasta el presente. Pero no pienso tampocoque deba engordarlos demasiado, ni concederles sobretodo privilegios o derechos exclusivos de ninguna es-pecie; y esto por tres razones: primero, porque suce-dería a menudo que se tomaría a un charlatán por unhombre de genio; luego, porque, por este sistema deprivilegios, podría transformar en un charlatán a un

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hombre de genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, y enfin, porque se daría uno a sí mismo un déspota.

Resumo. Nosotros reconocemos, pues, la autoridadabsoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otroobjeto que la reproducción mental, reflexiva y todo losistemática que sea posible, de las leyes naturales in-herentes a la vida tanto material como intelectual ymoral del mundo físico y del mundo social; esos dosmundos no constituyen en realidad más que un solo ymismo mundo natural. Fuera de esa autoridad, la úni-ca legítima, porque es racional y está conforme a lanaturaleza humana, declaramos que todas las demásson mentirosas, arbitrarias, despóticas y funestas.

Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia,pero rechazamos la infabilidad y la universalidad delos representantes de la ciencia. En nuestra iglesia —séame permitido servirme un momento de esta expre-sión que por otra parte detesto; la iglesia y el Estadomis dos bestias negras—, en nuestra iglesia, como en laiglesia protestante, nosotros tenemos un jefe, un Cris-to invisible, la ciencia; y como los protestantes, con-secuentes aún que los protestantes, no quieren sufrirni papas ni concilios, ni cónclaves de cardenales infali-bles, ni obispos, ni siquiera sacerdotes, nuestro Cristose distingue del Cristo protestante y cristiano en que

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este último es un ser personal, y el nuestro es imper-sonal; el Cristo cristiano, realizado ya en un pasadoeterno, se presenta como un ser perfecto, mientras quela realización y el perfeccionamiento de nuestro Cris-to, de la ciencia, están siempre en el porvenir, lo queequivale a decir que no se realizarán jamás. No reco-nociendo la autoridad absoluta más que ciencia abso-luta, no comprometemos de ningún momento nuestralibertad.

Entiendo por las palabras «ciencia absoluta», la úni-ca verdaderamente universal que reproduciría ideal-mente el universo, en toda su extensión y en todossus detalles infinitos, el sistema o la coordinación detodas las leyes naturales que se manifiestan en el de-senvolvimiento incesante de los mundos. Es evidenteque esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuer-zos del espíritu humano, no se realizará nunca en suplenitud absoluta. Nuestro Cristo quedará, pues, eter-namente inacabado, lo cual debe rebajar mucho el or-gullo de sus presentantes patentados entre nosotros.Contra ese Dios hijo, en nombre del cual pretenderíanimponernos autoridad insolente y pedantesca, apelare-mos al Dios padre, que es el mundo real, la vida real delo cual El no es más que una expresión demasiado im-perfecta y de quien nosotros somos los representantes

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inmediatos, los seres reales, que viven, trabajan, com-baten, aman, aspiran, gozan y sufren.

Pero aun rechazando la autoridad absoluta, univer-sal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclina-mos voluntariamente ante la autoridad respetable, pe-ro relativa, muy pasajera, muy restringida, de los re-presentantes de las ciencias especiales, no exigiendonada mejor que consultarles en cada caso y muy agra-decidos por las indicaciones preciosas que quieran dar-nos, a condición de que ellos quieran recibirlas de no-sotros sobre cosas y en ocasiones en que somos mássabios que ellos; y en general, no pedimos nada me-jor que ver a los hombres dotados de un gran saber,de una gran experiencia, de un gran espíritu y de ungran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros unainfluencia natural y legítima, libremente aceptada, ynunca impuesta en nombre de alguna autoridad ofi-cial cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamostodas las autoridades naturales y todas las influenciasde hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridado toda influencia de derecho, y como tal oficialmenteimpuesta, al convertirse pronto en una opresión y enuna mentira, nos impondría infaliblemente, como creohaberío demostrado suficientemente, la esclavitud y elabsurdo.

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En una palabra, rechazamos toda legislación, todaautoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas,oficiales y legales, aunque salgan del sufragio univer-sal, convencidos de que no podrán actuar sino en pro-vecho de una minoría dominadora y explotadora, con-tra los intereses de la inmensa mayoría sometida.

He aquí en qué sentido somos realmente anarquis-tas.

Los idealistas modernos entienden la autoridad deunamanera completamente diferente. Aunque libre delas supersticiones tradicionales de todas las religionesas existentes, asocian, sin embargo, a esa idea de au-toridad un sentido divino, absoluto. Esta autoridad noes la de una verdad milagrosamente revelada, ni la deuna verdad rigurosa y científicamente demostrada. Lafundan sobre un poco de argumentación casi filosófi-ca, y sobremucha fe vagamente religiosa, sobremuchosentimiento ideal, abstractamente poético. Su religiónes como un último ensayo de divinización de lo queconstituye la humanidad en los hombres. Eso es todolo contrario de la obra que nosotros realizamos. En vis-ta de la libertad humana, de la dignidad humana y de laprosperidad humana, creemos deber quitar al cielo losbienes que ha robado a la tierra, para devolverlos a latierra; mientras que esforzándose por cometer un nue-

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vo latrocinio religiosamente heroico, ellos querrían alcontrario, restituir de nuevo al cielo, a ese divino la-drón hoy desenmascarado —pasado a su vez a sacopor la impiedad audaz y por el análisis científico de loslibrepensadores—, todo lo que la humanidad contienede más grande, de más bello, de más noble.

Les parece, sin duda, que, para gozar de una mayorautoridad entre los hombres, las ideas y las cosas hu-manas deben ser investidas de alguna sanción divina.¿Cómo se anuncia esa sanción? No por un milagro oen las religiones positivas, sino por la grandeza o porla santidad misma de las ideas y de las cosas: lo quees grande, lo que es bello, lo que es noble, lo que esjusto, es reputado divino. En este nuevo culto religio-so, todo hombre que se inspira en estas ideas, en estascosas, se transforma en un sacerdote, inmediatamenteconsagrado por Dios mismo. ¿Y la prueba? Es la gran-deza misma de las ideas que expresa, y de las cosas querealiza: no tiene necesidad de otra. Son tan santas queno pueden haber sido inspiradas más que por Dios.

He ahí, en pocas palabras, toda su filosofía: filosofíade sentimientos, no de pensamientos reales, una espe-cie e pietismo metafísico. Esto parece inocente, perono lo es, y la doctrinamuy precisa, muy estrecha ymuyseca que se oculta bajo la ola intangible de esas formas

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poéticas, conduce a los mismos resultados desastrososque todas las religiones positivas; es decir, a la nega-ción más completa de la libertad y de la dignidad hu-manas.

Proclamar como divino todo lo que haya de gran-de, justo, noble, bello en la humanidad, es reconocer,implícitamente, que la humanidad habría sido incapazpor sí misma de producirlo; lo que equivale a decir queabandonada a sí misma su propia naturaleza es mise-rable, inicua, vil y fea. Henos aquí vueltos a la esenciade toda religión, es decir, a la denigración de la hu-manidad para mayor gloria de la divinidad. Y desdeel momento que son admitidas la inferioridad naturaldel hombre y su incapacidad profunda para elevarsepor sí, fuera de toda inspiración divina, hasta las ideasjustas y verdaderas, se hace necesario admitir tambiéntodas las consecuencias ideológicas, políticas y socia-les de las religiones positivas. Desde el momento queDios, el ser perfecto y supremo se pone frente a la hu-manidad, los intermediarios divinos, los elegidos, losinspirados de Dios salen de la tierra para ilustrar, diri-gir y para gobernar en su nombre a la especie humanaespecie humana.

¿No se podría suponer que todos los hombres sonigualmente inspirados por Dios? Entonces no habría

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necesidad de intermediarios, sin duda. Pero esta supo-sición es imposible, porque está demasiado contradi-cha por los hechos. Sería preciso entonces atribuir a lainspiración divina todos los absurdos y los errores quese manifiestan, y todos los horrores, las torpezas, lascobardías y las tonterías que se cometen en el mundohumano. Por consiguiente, no hay en este mundo másque pocos hombres divinamente inspirados. Son losgrandes hombres de la historia, los genios virtuosos co-mo dice el ilustre ciudadano y profeta italiano Giusep-pe Mazzini. Inmediatamente inspirados por Dios mis-mo y apoyándose en el consentimiento universal, ex-presado por el sufragio popular —Dio e Popo—, estánllamados a gobernar la sociedad humana.

Henos aquí de nuevo en la iglesia y en el Estado.Es verdad que en esa organización nueva, estableci-da, como todas las organizaciones políticas antiguas,por la gracia de Dios, pero apoyada esta vez, al menosen la forma, a guisa de concesión necesaria al espíritumoderno, y como en los preámbulos de los decretosimperiales de Napoleón III, sobre la voluntad (ficticia)del pueblo; la iglesia no se llamará ya iglesia, se llama-rá escuela. Pero sobre los bancos de esa escuela no sesentarán solamente los niños: estará el menor eterno,el escolar reconocido incapaz para siempre de sufrir

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sus exámenes, de elevarse a la ciencia de sus maestrosy de pasarse sin su disciplina: el pueblo. El Estado nose llamará ya monarquía, se llamará república, pero nodejará de ser Estado, es decir, una tutela oficial y real-mente establecida por una minoría de hombres com-petentes, de hombres de genio o de talento, virtuosos,para vigilar y para dirigir la conducta de ese gran inco-rregible y niño terrible: el Pueblo. Los profesores de laescuela y los funcionarios del Estado se harán republi-canos; pero no serán por eso menos tutores, pastores,y el pueblo permanecerá siendo lo que ha sido eterna-mente hasta aquí: un rebaño. Cuidado entonces con losesquiladores; porque allí donde hay un rebaño, habránecesariamente también esquiladores y aprovechado-res del rebaño.

El pueblo, en ese sistema, será el escolar y el pu-pilo eterno. A pesar de su soberanía completamenteficticia, continuará sirviendo de instrumento a pensa-mientos, a voluntades y por consiguiente también aintereses que no serán los suyos. Entre esta situacióny la que llamamos de libertad, de verdadera libertad,hay un abismo. Habrá, bajo formas nuevas, la antiguaopresión y la antigua esclavitud, y allí donde existe laesclavitud, están la miseria, el embrutecimiento, la ver-

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dadera materialización de la sociedad, tanto de las cla-ses privilegiadas, como de las masas.

Al divinizar las cosas humanas, los idealistas llegansiempre al triunfo de un materialismo brutal. Y estopor una razón muy sencilla: lo divino se evapora ysube hacia su patria, el cielo, y en la tierra queda so-lamente lo brutal.

Si, el idealismo en teoría tiene por consecuencia ne-cesaria el materialismomás brutal en la práctica; o, sinduda, para aquellos que lo predican de buena fe —elresultado ordinario para ellos es ver atacado, de este-rilidad todos sus esfuerzos—, sino para los que se es-fuerzan por realizar sus preceptos en la vida, para lasociedad entera, en tanto ésta se deja dominar por lasdoctrinas idealistas.

Para demostrar este hecho general y que puede pa-recer extraño al principio, pero que se explica general-mente cuando se reflexionamás, las pruebas históricasno faltan.

Comparad las dos últimas civilizaciones del mundoantiguo, la civilización griega y la civilización romana.¿Cuál es la civilizaciónmásmaterialista, lamás naturalpor su punto de partida y la más humana e ideal en susresultados? La civilización griega.

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¿Cuál es al contrario la más abstractamente ideal ensu punto de partida que sacrifica la libertad materialdel hombre a la libertad ideal del ciudadano, represen-tada por la abstracción del derecho jurídico, y el desen-volvimiento natural de la sociedad a la abstracción delEstado, y cuál es la más brutal en sus consecuencias.La civilización romana, sin duda. La civilización griega,como todas las civilizaciones antiguas, comprendida lade Roma, ha sido exclusivamente nacional y ha tenidopor base la esclavitud. Pero a pesar de estas dos gran-des faltas históricas, no ha concebido menos y realiza-do la idea de la humanidad, y ennoblecido y realmenteidealizado la vida de los hombres; ha transformado losrebaños humanos en asociaciones libres de hombres li-bres; ha creado las ciencias, las artes, una poesía, unafilosofía inmortales y las primeras nociones el respe-to humano por la libertad. Con la libertad política ysocial ha creado el libre pensamiento. Y al final de laEdad Media, en la época del Renacimiento, ha bastadoque algunos griegos emigrados aportasen algunos desus libros inmortales a Italia para que resucitaran la vi-da, la libertad, el pensamiento, la humanidad, enterra-dos en el sombrío calabozo del catolicismo. La eman-cipación humana, he ahí el nombre de la civilizacióngriega. ¿Y el nombre de la civilización romana? Es la

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conquista con todas sus brutales consecuencias. ¿Y suúltima palabra? La omnipotencia de los Césares. Es elenvilecimiento y la esclavitud de las naciones y de loshombres. Y hoy aún, ¿qué es lo que mata, qué es lo queaplasta brutalmente, materialmente, en todos los paí-ses de Europa, la libertad y la humanidad? Es el triunfodel principio cesarista o romano.

Comparad ahora dos civilizaciones modernas: la ci-vilización italiana y la civilización alemana. La prime-ra representa, sin duda, en su carácter general, el ma-terialismo; la segunda representa, al contrario, todo loque hay de más abstracto, de más puro y de más tras-cendente en idealismo. Veamos cuáles son los frutosprácticos de una y de otra.

Italia ha prestado ya inmensos servicios a la causade la emancipación humana. Fue la primera que resuci-tó y que aplicó ampliamente el principio de la libertaden Europa y que dio a la humanidad sus títulos de no-bleza: la industria, el comercio, la poesía, las artes, lasciencias positivas, el libre pensamiento. Aplastada des-pués por tres siglos de despotismo imperial y papas, yarrastrada al lodo por su burguesía dominante, apare-ce hoy, es verdad, muy decaída en comparación conlo que ha sido. Y sin embargo, ¡qué diferencia si se lacompara con Alemania! En Italia, a pesar de esa deca-

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dencia, que esperamos pasajera, se puede vivir y respi-rar humanamente, libremente, rodeado de un puebloque parece haber nacido para la libertad. Italia —aunsu burguesía— puede mostrados con orgullo hombrescomo Mazzini y Garibaldi. En Alemania se respira laatmósfera de una inmensa esclavitud política y social,filosóficamente explicada y aceptada por un gran pue-blo con una resignación y una buena voluntad reflexi-vas. Sus héroes — hablo siempre de la Alemania pre-sente, no de la Alemania del porvenir; de la Alemanianobiliaria, burocrática, política y burguesa, no de laAlemania proletaria son todo lo contrario deMazziniy de Garibaldi: son hoy Guillermo I, el feroz e ingenuorepresentante del dios protestante, son los señores Bis-marck y Moltke, los generales Manteufel Werder. Entodas sus relaciones internacionales, Alemania desdeque existe, ha sido lenta, sistemáticamente invasora,conquistadora, ha estado siempre dispuesta a extendersobre los pueblos vecinos su propio sometimiento vo-luntario; y después que se ha constituido en potenciaunitaria, se convirtió en una amenaza, en un peligropara la libertad de toda Europa. El nombre de Alema-nia, hoy, es la servilidad brutal y triunfante.

Para mostrar cómo el idealismo teórico se transfor-ma incesante y fatalmente en materialismo práctico,

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no hay más que citar el ejemplo de todas las iglesiascristianas, y naturalmente, y ante todo, el de la igle-sia apostólica y romana. ¿Qué hay de más sublime, enel sentido ideal, de más desinteresado, de más aparta-do de todos los intereses de esta tierra que la doctrinade Cristo predicada por esa iglesia, y qué hay de másbrutalmente materialista que la práctica constante deesa misma iglesia desde el siglo octavo, cuando comen-zó a constituirse como potencia? ¿Cuál ha sido y cuáles aún el objeto principal de todos sus litigios contralos soberanos de Europa? Los bienes temporales, lasrentas de la iglesia, primero, y luego la potencia tem-poral, los privilegios políticos de la iglesia. Es precisohacer justicia a esa iglesia, que ha sido la primera endescubrir en la historia moderna la verdad incontes-table, pero muy poco cristiana, de que la riqueza y elpoder económico y la opresión política de las masasson los dos términos inseparables del reino de la idea-lidad divina sobre la tierra: la riqueza que consoliday aumenta el poder que descubre y crea siempre nue-vas fuentes de riquezas, y ambos que aseguran mejorque el martirio y la fe de los apóstoles, y mejor que lagracia divina, el éxito de la propaganda cristiana. Esuna verdad histórica que las iglesias protestantes nodesconocen tampoco. Hablo naturalmente de las igle-

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sias independientes de Inglaterra, de Estados Unidos yde Suiza, no de las iglesias sometidas de Alemania. Es-tas no tienen iniciativa propia; hacen lo que sus amos,sus soberanos temporales, que son al mismo tiemposus jefes espirituales, les ordenan hacer. Se sabe quela propaganda protestante, la de Inglaterra y la de Es-tados Unidos sobre todo, se relaciona de una maneraestrecha con la propaganda de los intereses materia-les, comerciales, de esas dos grandes naciones; y se sa-be también que esta última propaganda no tiene porobjeto de ningún modo el enriquecimiento y la pros-peridad material de los países en los que penetra, encompañía de la palabra de Dios, sino más bien la ex-plotación de esos países, en vista del enriquecimientoy de la prosperidad material creciente de ciertas cla-ses, muy explotadoras y muy piadosas a la vez, en supropio país.

En una palabra, no es difícil probar, con la historiaen la mano, que la iglesia, que todas las iglesias, cristia-nas y no cristianas, junto a su propaganda espiritualis-ta, y probablemente para acelerar y consolidar su éxito,no han descuidado jamás la organización de grandescompañías para la explotación económica de las ma-sas, del trabajo de las masas bajo la protección con labendición directas y especiales de una divinidad cual-

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quiera; que todos los Estados que, en su origen, comose sabe, no han sido, con todas sus instituciones políti-cas y jurídicas y sus clases dominantes y privilegiadas,nada más que sucursales temporales de esas iglesias,no han tenido igualmente por objeto principal mas queesa misma explotación en beneficio de las minorías lai-cas, indirectamente legitimadas por la iglesia; y que engeneral la acción del buen Dios y de todos los idealis-tas divinos sobre la tierra ha culminado por siempre yen todas partes, en la fundación del materialismo prós-pero del pequeño número sobre el idealismo fanáticoy constantemente excitado de las masas.

Lo que vemos hoy es una prueba nueva. Con excep-ción de esos grandes corazones y de esos grandes espí-ritus extraviados que he nombrado, ¿quiénes son hoylos defensores más encarnizados del idealismo? Prime-ramente todas las cortes soberanas. En Francia fueronNapoleón III y su esposa Eugenia; son todos sus minis-tros de otro tiempo, cortesanos y ex-mariscales, desdeRouher y Bazainehasta Fleury y Pietri; son los hom-bres y las mujeres de ese mundo imperial, que hanidealizado también y salvado a Francia. Son esos pe-riodistas y esos sabios: los Cassagnac, los Girardin, losDuvemois, los Veuillot, los Leverrier, los Dumas. Esen fin la negra falange de los y de las jesuitas de toda

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túnica; es toda la nobleza y toda la alta y media bur-guesía de Francia. Son los doctrinarios liberales y losliberales sin doctrina: los Guizot, los Thiers, los JulesFavre, los Jules Simon, todos defensores encarnizadosde la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, esGuillermo I, el verdadero demostrador actual del buenDios sobre la tierra; son todos los generales, todos susoficiales pomeranos y de los otros, todo su ejército que,fuerte en su fe religiosa, acaba de conquistar Franciade la manera ideal que se sabe. En Rusia es el zar y to-da su corte; son los Muravief y los Berg, todos los de-golladores y los piadosos convertidores de Polonia. Entodas partes, en una palabra, el idealismo, religioso o fi-losófico —el uno no es sino la traducción más o menoslibre del otro—, sirve de bandera a la fuerza sanguina-ria y brutal, a la explotación material desvergonzada;mientras que, al contrario, la bandera del materialis-mo teórico, la bandera roja de la igualdad económicay de la justicia social, ha sido levantada por el idea-lismo práctico de las masas oprimidas y hambrientas,que tienden a realizar la más grande libertad y el dere-cho humano de cada uno en la fraternidad de todos loshombres sobre la tierra. ¿Quiénes son los verdaderosidealistas —no los idealistas de la abstracción, sino dela vida; no del cielo, sino de la tierra— y quiénes son los

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materialistas? Es evidente que el idealismo teórico o di-vino tiene condición esencial el sacrificio de la lógica,de la razón humana, la renunciación a la ciencia. Se ve,por otra parte, que al defender las doctrinas idealistasse halla uno forzosamente arrastrado al partido de losopresores y de los explotadores de las masas populares.He ahí dos grandes razones que parecían deber bastarpara alejar del idealismo todo gran espíritu, todo grancorazón. ¿Cómo es que nuestros ilustres idealistas con-temporáneos, a quienes, ciertamente, no es el espíritu,ni el corazón, ni la buena voluntad lo les falta, y quehan consagrado su existencia entera al servicio de lahumanidad, cómo es que se obstinan en permaneceren las filas de los representantes de una doctrina enlo sucesivo condenada y deshonrada? Es preciso quesean impulsados a ello por una razón muy poderosa.No pueden ser ni la lógica ni la ciencia, porque la cien-cia y la lógica han pronunciado su veredicto contra ladoctrina idealista. No pueden ser tampoco los intere-ses personales, porque esos hombres infinitamente porencima de todo lo que tiene nombre de interés per-sonal. Es preciso que sea una poderosa razón moral.¿Cuál? No puede haber más una: esos hombres ilus-tres piensan, sin duda, que las teorías o las creenciasidealistas son esencialmente necesarias para la digni-

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dad y la grandeza moral del hombre, y que las teoríasmaterialistas, al contrario, lo rebajan al nivel de los ani-males.

¿Y si la verdad fuera todo lo contrario? Todo desen-volvimiento, he dicho, implica la negación del puntode partida. El punto de partida, según la escuela mate-rialista, es material, y la negación debe ser necesaria-mente ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real,o de lo que se llama abstractamente la materia, se llegalógicamente a la idealización real, es decir, a la huma-nización, a la emancipación plena y entera de la socie-dad. Al contrario, y por la misma razón, siendo idealel punto de partida de la escuela idealista, esa escuelallega forzosamente a la materialización de sociedad, ala organización de un despotismo brutal y de una ex-plotación inicua e innoble, bajo la forma de la iglesia ydel Estado. El desenvolvimiento histórico del hombre,según la escuela materialista, es una ascensión progre-siva; en el sistema idealista, no puede haber más queuna caída continua.

En cualquier cuestión humana que se quiera consi-derar, se encuentra siempre esa misma contradicciónesencial entre las dos escuelas. Por tanto, como hice ob-servar ya, el materialismo parte de la animalidad paraconstituir la humanidad; el idealismo parte de la divi-

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nidad para constituir la esclavitud y condenar a las ma-sas a una animalidad sin salida. El materialismo niegael libre albedrío y llega a la constitución de la liber-tad; el idealismo, en nombre de la dignidad humana,proclama el libre albedrío y sobre las ruinas de todalibertad funda la autoridad. El materialismo rechaza elprincipio de autoridad porque lo considera, conmucharazón, como el corolario de la animalidad y, al contra-rio, el triunfo de la humanidad, que según él es el fin yel sentido principal de la historia, no es realizable másque por la libertad. En una palabra, en toda cuestiónhallaréis a los idealistas en flagrante delito siempre dematerialismo práctico, mientras que, al contrario, ve-réis a los materialistas perseguir y realizar las aspira-ciones, los pensamientos más ampliamente ideales.

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El principio divino

La historia, en el sistema de los idealistas, he dichoya, no puede ser más que una caída continúa. Comien-zan con una caída terrible, de la cual no se vuelven alevantar jamás: por el salto mortale divino de las re-giones sublimes de la idea pura, absoluta, a la materia.Observad aun en qué materia: no en una materia eter-namente activa y móvil, llena de propiedades y fuer-zas, de vida y de inteligencia, tal como se presenta anosotros en el mundo real; sino en la materia abstrac-ta, empobrecida, reducida a la miseria absoluta por elsaqueo en regla de esos prusianos del pensamiento, esdecir, de esos teólogos ymetafísicos que la desproveye-ron de todo para dárselo a su emperador, a su Dios; enesa materia que, privada de toda propiedad, de toda ac-ción y de todo movimiento propios, no representa ya,en oposición a la idea divina, más que la estupidez, laimpenetrabilidad, la inercia y la inmovilidad absolutas.

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La caída es tan terrible que la divinidad, la personao la idea divina, se aplasta, pierde la conciencia de símisma y no se vuelve a encontrar jamás. ¡Y en esa si-tuación desesperada, es forzada aún a hacer milagros!Porque desde el momento en que la materia es inerte,todo movimiento que se produce en el mundo, aun enel material, es un milagro, no puede ser sino el efectode una intervención divina, de la acción de Dios sobrela materia. Y he ahí que esa pobre divinidad, desgracia-da y casi anulada por su caída, permanece algunos mi-llares de siglos en ese estado de desvanecimiento, des-pués se despierta lentamente, esforzándose siempre envano por recuperar algún vago recuerdo de sí misma; ycada movimiento que hace con ese fin en la materia setransforma en una creación, en una formación nueva,en un milagro nuevo. De este modo pasa por todos losgrados de la materialidad y de la bestialidad; primerogas, cuerpo químico simple o compuesto, mineral, sedifunde luego por la tierra como organismo vegetal yanimal, después se concentra en el hombre. Aquí pare-ce volver a encontrarse a sí misma, porque en cada serhumano arde una chispa angélica, una partícula de supropio ser divino, el alma inmortal.

¿Cómo ha podido llegar a alojarse una cosa absolu-tamente inmaterial en una cosa absolutamente mate-

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rial?, ¿Cómo ha podido el cuerpo contener, encerrar,paralizar, limitar el espíritu puro? He ahí una de esascuestiones que sólo la fe, esa afirmación apasionada es-túpida de lo absurdo, puede resolver. Es el más grandede los milagros. Aquí, no tenemos sino que constatarlos efectos, las consecuencias prácticas de ese milagro.

Después de millares de siglos de vanos esfuerzos pa-ra volver a sí misma, la divinidad, perdida y esparcidaen la materia que anima y que pone en movimiento,encuentra un punto de apoyo, una especie de hogarpara su propio recogimiento.

Es el hombre, es su alma mortal aprisionada singu-larmente en un cuerpo mortal. Pero cada hombre con-siderado individualmente es infinitamente restringido,demasiado pequeño para encerrar la inmensidad; nopuede contenermás que una pequeña partícula, inmor-tal como el todo, pero infinitamente más pequeña queel todo. Resulta de ahí que el ser divino, el ser abso-lutamente inmaterial, el espíritu, es divisible como lamateria. He ahí un misterio del que es preciso dejar lasolución a la fe.

Si Dios entero puede alojarse en cada hombre, en-tonces cada hombre sería Dios. Tendríamos una in-mensa cantidad de dioses, limitado cada cual por todoslos otros y, sin embargo, siendo infinito cada uno; con-

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tradicción que implicaría necesariamente la destruc-ción mutua de los hombres, la imposibilidad de quehubiese más que uno. En cuanto a las partículas, estoes otra cosa: nada más racional, en efecto, que a partí-cula sea limitada por otra, y que sea más pequeña queel todo. Sólo que aquí se presenta otra contradicción.Ser limitado, ser más grande o más pequeño, son atri-butos de la materia, no del espíritu. Del espíritu tal co-mo lo entienden los materialistas, sí, sin duda, porque,según los materialistas, el espíritu real no es más queel funcionamiento del organismo por completo mate-rial del hombre; y entonces la grandeza o la pequeñezdel espíritu dependen en absoluto de la mayor omenorperfección material del organismo humano. Pero estosmismos atributos de limitación y de grandeza relativano pueden ser atribuidos al espíritu tal como lo entien-den los idealistas, al espíritu absolutamente inmaterial,al espíritu que existe fuera de toda materia. En él nopuede haber ni más grande ni más pequeño, ni ningúnlímite entre los espíritus, porque no hay más que unespíritu: Dios. Si se añade que las partículas infinita-mente pequeñas y limitadas que constituyen las almashumanas son al mismo tiempo inmortales, se colmarála contradicción. Pero ésta es una cuestión de fe. Pase-mos a otra cosa. He ahí, pues, a la divinidad desgarrada,

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y arrojada por partes infinitamente pequeñas en unainmensa cantidad de seres de todo sexo, de toda edad,de todas las razas y de todos los colores. Esa es unasituación excesivamente incómoda y desgraciada pa-ra ella porque las partículas divinas se conocen unas aotras poco, al principio de su existencia humana, quecomienzan por devorarse mutuamente. Por tanto, enmedio de este estado de barbarie y de brutalidad porcompleto animal, las partículas divinas, las almas hu-manas, conservan como un vago recuerdo de su divini-dad primitiva, son invenciblemente arrastradas haciasu Todo; se buscan, lo buscan. Esa es la divinidad mis-ma, difundida y perdida en el mundo material, que sebusca en los hombres está de tal modo destruida poresa multitud de prisiones humanas en que se encuen-tra repartida, que al buscarse comete un montón detonterías.

Comenzando por el fetichismo, se busca y se adoraa sí misma, tan pronto en una piedra, como en un tro-zo de madera, o en un trapo. Es muy probable tambiénque no hubiese salido nunca del trapo si la otra divini-dad que no se ha dejado caer en la materia, y que se haconservado en el estado de espíritu puro en las alturassublimes del ideal absoluto, o en las regiones celestes,no hubiese tenido piedad de ella.

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He aquí un nuevo misterio. Es el de la divinidad quese escinde en dos mitades, pero igualmente totales einfinitas ambas, y de las cuales una —Dios padre— seconserva en las puras regiones inmateriales; mientrasque la otra —Dios hijo— se ha dejado caer en la ma-teria. Vamos a ver al momento establecerse relacionescontinuas de arriba a abajo y de abajo a arriba entreestas dos divinidades, separada una de otra; y estasrelaciones, consideradas como un solo acto eterno yconstante, constituirán el Espíritu Santo. Tal es, en suverdadero sentido teológico y metafísico, el grande, elterrible misterio de la trinidad cristiana. Pero dejemoslo antes posible estas alturas y veamos lo que pasa enla tierra.

Dios padre, viendo, desde lo alto de su esplendoreterno, que ese pobre Dios hijo, achatado y pasmadopor su caída, se sumergió y perdió de tal modo en laque, aun llegado al estado humano, no consigue encon-trarse, se decide, por fin, a ayudarlo. Entre esa inmen-sa cantidad de partículas a la vez inmortales, divinase infinitamente pequeñas en que el Dios hijo se dise-minó hasta el punto de no poder volver a reconocerse,el Dios padre eligió las que le agradaron más y las hi-zo sus inspirados, sus profetas, sus «hombres de geniovirtuosos», los grandes bienhechores y legisladores de

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la humanidad: Zoroastro, Buda, Moisés, Confucio, Li-curgo, Solón, Sócrates, el divino Platón, y Jesucristo,sobre todo, la completa realización de Dios hijo, en fin,recogida y concentrada en una sola persona humana;todos los apóstoles, San Pedro, San Pablo y San Juan,sobre todo; Constantino el Grande, Mahoma; despuésCarlomagno, Gregorio VII, Dante; según unos Luterotambién, Voltaire y Rousseau, Robespierre yDantón, ymuchos otros grandes y santos personajes históricosde los que es imposible recapitular todos los nombres,pero entre los cuales, como ruso, ruego que no se olvi-de a San Nicolás.

Henos aquí, pues, llegados a la manifestación deDios sobre la tierra. Pero tan pronto como Dios apa-rece, el hombre se anula. Se dirá que no se anula deltodo, puesto que él mismo es una partícula de Dios.¡Perdón! Admito que una partícula, una parte de untodo determinado, limitado, por pequeña que sea laparte, sea una cantidad, un tamaño positivo. Pero unaparte, una partícula de lo infinitamente grande, compa-rada con él, es, necesariamente, infinitamente peque-ña. Multiplicad los millones y millones por millonesy millones; su producto, en comparación con lo infi-nitamente grande, será infinitamente pequeño, lo infi-nitamente pequeño es igual a cero. Dios es todo, por

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consiguiente el hombre y todo el mundo real con él, eluniverso, no son nada. No saldréis de ahí.

Dios aparece, el hombre se anula; y cuanto másgrande se hace la divinidad, más miserable se vuelvela humanidad. He ahí toda la historia de todas las re-ligiones; he ahí el efecto de todas las inspiraciones yde todas las legislaciones divinas. En historia el nom-bre de Dios es la terrible maza histórica con la cual loshombres divinamente inspirados, los grandes «geniosvirtuosos» han abatido la libertad, la dignidad, la razóny la prosperidad de los hombres.

Hemos tenido primeramente la caída de Dios. Te-nemos ahora una caída que nos interesa mucho más:la del hombre, causada por la sola aparición o mani-festación de Dios en la tierra. Ved, pues, en qué errorprofundo se encuentran nuestros queridos e ilustresidealistas. Hablándonos de Dios, creen, quieren ele-varnos, emanciparnos, ennoblecernos y, al contrario,nos aplastan y nos envilecen. Con el nombre de Diosse imaginan poder establecer la fraternidad entre loshombres, y, al contrario, crean el orgullo, el desprecio;siembran la discordia, el odio, la guerra, fundan la es-clavitud. Porque con Dios vienen necesariamente losdiferentes grados de inspiración divina; la humanidadse divide en muy inspirados, menos inspirados y en

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no inspirados de ningún modo. Todos son igualmen-te nulos ante Dios, es verdad; pero comparados entresí, los unos son más grandes que los otros; y no so-lamente de hecho —lo que no sería nada, porque unadesigualdad de hecho se pierde por sí misma en la co-lectividad, cuando no encuentra nada, ninguna ficcióno institución legal a cual pueda engancharse—; no, losunos son más grandes que los otros por el derecho di-vino de la inspiración: lo que constituye de inmediatouna desigualdad fija, constante, petrificada. Los másinspirados deben ser escuchados y obedecidos por losmenos inspirados. He ahí al fin el —principio de auto-ridad bien establecido, y con él las dos institucionesfundamentales de la esclavitud: la Iglesia y el Estado.

De todos los despotismos el de los doctrinarios o delos inspirados religiosos es el peor. Son tan celosos dela gloria de su Dios y del triunfo de su idea, que no lesqueda corazón ni para la libertad, ni para la dignidad,ni aun para los sufrimientos de los hombres vivientes,de los hombres reales. El celo divino, la preocupaciónpor la idea acaban por desecar en las almasmás tiernas,en los corazones más solidarios, las fuentes del amorhumano. Considerando todo lo que es, todo lo que sehace en el mundo, desde el punto vista de la eternidado de la idea abstracta, tratan con desdén las cosas pa-

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sajeras; pero toda la vida de los hombres reales, de loshombres de carne y hueso, no está compuesta más quede cosas pasajeras; ellos mismos no son más que seresque pasan y que, una vez pasados, son reemplazadospor otros igualmente pasajeros, pero que no vuelvenjamás en persona. Lo que hay de permanente o de re-lativamente eterno en los hombres reales, es el hechode la humanidad que, al desenvolverse constantemen-te, pasa, cada vez más rica, de una generación a otra.Digo relativamente eterno, porque una vez destruidonuestro planeta —y puede por menos de perecer tardeo temprano, pues do lo que ha comenzado debe ne-cesariamente terminar—, una vez descompuesto nues-tro planeta, para servir sin duda de elemento a algunaformación nueva en el sistema del universo, el únicorealmente eterno, ¿quién sabe lo que pasará con todonuestro desenvolvimiento humano? Por consiguiente,como el momento de esa disolución está inmensamen-te lejos de nosotros, podemos considerar a la humani-dad como eterna, dada en relación a la vida humana,tan corta. Pero este mismo hecho de la humanidad pro-gresiva no es real y viviente más que en tanto que semanifiesta y se realiza en tiempos determinados, en lu-gares determinados, en hombres realmente vivos, y noen su ideal general.

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La idea general es siempre una abstracción y poreso mismo, en cierto modo, una negación de la vidareal. En mi Apéndice Consideraciones filosóficas hecomprobado esta propiedad del pensamiento humano,y por consiguiente, también de la ciencia, de no po-der aprehender y nombrar en los hechos reales másque su sentido general, sus relaciones generales, susleyes generales; en una palabra, lo que es permanenteen sus transformaciones continuas, pero jamás su as-pecto material, individual, y, por decirlo así, palpitantede realidad y de vida, pero por eso mismo fugitivo, nola realidad misma; el pensamiento de la vida, no la vi-da. He ahí su límite, el único límite verdaderamenteinfranqueable para ella, porque está fundado sobre lanaturaleza misma del pensamiento humano, que es elúnico órgano de la ciencia.

Sobre esta naturaleza se fundan tres derechos incon-testables y la gran misión de la ciencia, pero tambiénsu impotencia vital y su acción malhechora siempreque, por sus representantes oficiales, patentados, seatribuye el derecho de gobernar la vida. La misión dela ciencia es ésta: Al constatar las relaciones genera-les de las cosas pasajeras y reales y al reconocer lasleyes generales inherentes al desenvolvimiento de losfenómenos, tanto delmundo físico como delmundo so-

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cial, planta, por decirlo así, los jalones inmutables dela marcha progresiva de la humanidad, indicando a loshombres las condiciones generales cuya observaciónrigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido seránsiempre fatales. En una palabra, la ciencia es la brúju-la de la vida, pero no es la vida. La ciencia es inmu-table, impersonal, general, abstracta, insensible, comolas leyes de que no es más que la reproducción ideal,reflexiva o mental, es decir, cerebral (para recordamosque la ciencia misma no es más que un producto mate-rial de un órgano material, de la organización materialdel hombre, del cerebro). La vida es fugitiva, pasajera,pero también palpitante de realidad y de, individuali-dad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, deaspiraciones, de necesidades y de pasiones. Es ella laque espontáneamente crea las cosas y todos los seresreales. La ciencia no crea nada, constata y reconocesolamente las creaciones de la vida. Y siempre que loshombres de ciencia, saliendo de sumundo abstracto, semezclan a la creación viviente en el mundo real, todolo que proponen o lo que crean es pobre, ridículamenteabstracto, privado de sangre y de vida, muerto nonato,semejante al humunculus creado por Wagner, el dis-cípulo pedante del inmortal doctor Fausto. Resulta de

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ello que la ciencia tiene por misión única esclarecer lavida, no gobernarla.

El gobierno de la ciencia y de los hombres de cien-cia aunque se llamen positivistas, discípulos de AugustComte, o discípulos de la escuela doctrinaria del comu-nismo alemán, no puede ser sino impotente, ridículo,inhumano y cruel, opresivo, explotador, malhechor. Sepuede decir que los hombres de ciencia, como tales, loque he dicho de los teólogos y de los metafísicos: notienen ni sentido ni corazón para los seres individualesy vivientes. No se les puede hacer siquiera un reprochepor ello, porque es la consecuencia natural de su oficio.En tanto que hombres de ciencia no se preocupan, nopueden interesarse más que por las generalidades, porlas leyes… [Faltan tres páginas del manuscrito de Ba-kunin]… no son exclusivamente hombres de ciencia,son también más o menos hombres de la vida.

Pero no hay que fiarse demasiado, y si se puede estarseguro poco más o menos de que ningún sabio se atre-verá a tratar hoy a un hombre como se trata a un cone-jo, es de temer siempre que el gobierno de los sabios,si se le deja hacer, querrá someter a los hombres vivosa experiencias científicas, sin duda menos crueles pe-ro que no serían menos desastrosas para sus víctimashumanas. Si los sabios no pueden hacer experiencias

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sobre el cuerpo de los hombres, no querrán nada me-jor que hacerlas sobre el cuerpo social, y he ahí lo quehay que impedir a toda cosa.

En su organización actual, monopolistas de la cien-cia y que quedan, como tales, fuera de la vida social, lossabios forman ciertamente una casta aparte que ofre-ce mucha analogía con la casta de los sacerdotes. Laabstracción científica es su Dios, las individualidadesvivientes y reales son las víctimas, y ellos son los in-moladores consagrados y patentados.

La ciencia no puede salir de la esfera de las abstrac-ciones. Bajo este aspecto, es infinitamente inferior alarte, —el cual tampoco tiene propiamente que ver másque con los tipos generales y las situaciones genera-les, pero que, por un artificio que le es propio, sabeencarnar en formas que aunque no sean vivas, en elsentido de la vida real, no provocan menos en nuestraimaginación el sentimiento o el recuerdo de esa vida;individualiza en cierto modo los tipos y las accionesque concibe y, por esas individualidades sin carne y sinhueso, y como tales permanentes e inmortales, que tie-ne el poder de crear, nos recuerda las individualidadesvivientes, reales, que aparecen y que desaparecen antenuestros ojos. El arte es, pues, en cierto modo la vueltade la abstracción a la vida. La ciencia es, al contrario, la

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inmolación perpetua de la vida fugitiva, pasajera, peroreal, sobre el altar de las abstracciones eternas.

La ciencia es tan poco capaz de aprehender la in-dividualidad de un hombre como la de un conejo. Esdecir, es tan indiferente para una como para otra. Noes que ignore el principio de la individualidad. La con-cibe perfectamente como principio, pero no como he-cho. Sabe muy bien que todas las especies animales,comprendida la especie humana, no tienen existenciareal más que en un número indefinido de individuosque nacen y que mueren, haciendo lugar a individuosnuevos igualmente pasajeros. Sabe que a medida quese eleva de las especies animales a las especies superio-res, el principio de la individualidad se determina más,los individuos aparecen más completos y más libres.Sabe en fin que el hombre, el último y el más perfectoanimal de esta tierra, presenta la individualidad máscompleta y más digna de consideración, a causa de sucapacidad de concebir y de concretar, de personificaren cierto modo en sí mismo, y en su existencia tantosocial como privada, la ley universal. Sabe, cuando noestá viciada por el doctrinarismo teológico, metafísico,político o jurídico, o aun por un orgullo estrictamentecientífico, y cuando no es sorda a los instintos y a lasaspiraciones espontáneas de la vida, sabe (y ésa es su

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última palabra), que el respeto al hombre es la ley su-prema de la humanidad, y que el grande, el verdaderofin de la historia, el único legítimo, es la humanizacióny la emancipación, es la libertad, la prosperidad real, lafelicidad de cada individuo que vive en sociedad. Por-que, al fin de cuentas, a menos de volver a caer en laficción liberticida del bien público representado por elEstado, ficción fundada siempre sobre la inmolaciónsistemática de las masas populares, es preciso recono-cer que la libertad y la prosperidad colectivas no sonreales más que cuando representan la suma de las li-bertades y de las prosperidades individuales.

La ciencia sabe todo eso, pero no va, no puede irmás allá. Al constituir la abstracción su propia natura-leza, puede muy bien concebir el principio de la indi-vidualidad real y viva, pero no puede tener nada quever con individuos reales y vivientes. Se ocupa de losindividuos en general, pero no de Pedro o de Santia-go, no de tal o cual otro individuo, que no existen, queno pueden existir para ella. Sus individuos no son, di-gámoslo aún, más que abstracciones. Por consiguiente,no son esas individualidades abstractas, sino los indivi-duos reales, vivientes, pasajeros, los que hacen la histo-ria. Las abstracciones no tienen piernas para marchar,no marchan más que cuando son llevadas por hom-

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bres reales. Para esos seres reales, compuestos no sólode ideas sino realmente de carne y sangre, la cienciano tiene corazón. Los considera a lo sumo como carnede desenvolvimiento intelectual y social. ¿Qué le im-portan las condiciones particulares y la suerte fortuitade Pedro y de Santiago? Se haría ridícula, abdicaría, seaniquilaría si quisiese ocuparse de ellas de otro modoque como de un ejemplo en apoyo de sus teorías eter-nas. Y sería ridículo querer que lo hiciera, porque no esésa su misión. No puede percibir lo concreto; no puedemoverse más que en abstracciones. Su misión es ocu-parse de la situación y de las condiciones generales dela existencia y del desenvolvimiento, sea de la especiehumana en general, sea de tal raza, de tal pueblo, detal clase o categoría de individuos; de las causas gene-rales de su prosperidad o de su decadencia, y de losmedios generales para hacerlos avanzar en toda suer-te de progresos. Siempre que realice amplia y racional-mente esa labor, habrá cumplido todo su deber, y seríaverdaderamente ridículo e injusto exigirle más.

Pero sería igualmente ridículo, sería desastroso con-fiarle una misión que es incapaz de ejecutar. Puestoque su propia naturaleza la obliga a ignorar la exis-tencia y la suerte de Pedro y de Santiago, no hay quepermitirle, ni a ella ni a nadie en su nombre, gobernar

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a Pedro y a Santiago. Porque sería muy capaz de tra-tarlos poco más o menos que como trata a los conejos.O más bien, continuaría ignorándolos; pero sus repre-sentantes patentados, hombres de ningún modo abs-tractos, sino al contrario muy vivientes, que tienen in-tereses muy reales, cediendo a la influencia perniciosaque ejerce fatalmente el privilegio sobre los hombres,acabarían por esquilmarlos en nombre de la ciencia co-mo los han esquilmado hasta aquí los sacerdotes, lospolíticos de todos los colores y los abogados, en nom-bre de Dios, del Estado y del derecho jurídico. Lo quepredico es, pues, hasta un cierto punto, la rebelión dela vida contra la ciencia, o más bien contra el gobiernode la ciencia. No para destruir la ciencia —eso sería uncrimen de lesa humanidad—, sino para ponerla en supuesto, de manera que no pueda volver a salir de él.Hasta el presente toda la historia humana no ha sidomás que una inmolación perpetua y sangrienta de mi-llones de pobres seres humanos a una abstracción des-piadada cualquiera: Dios, patria, poder el Estado, ho-nor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos,libertad política, bien público. Tal ha sido hasta hoy elmovimiento natural, espontáneo y fatal de las socieda-des humanas. No podemos hacer nada ahí, debemosaceptarlo en cuanto al pasado, como aceptamos todas

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las fatalidades naturales. Es preciso creer que, ésa erala única ruta posible para la educación de la especie hu-mana. Porque no hay que engañarse: aun cediendo laparte más grande a los artificios maquiavélicos de lasclases gobernantes, debemos reconocer que ningunaminoría hubiese sido bastante poderosa para imponertodos esos terribles sacrificios a las masas, si no hubie-se habido en esas masas mismas un movimiento verti-ginoso, espontáneo, que las llevase a sacrificarse siem-pre de nuevo a una de esas abstracciones devoradorasque, como los vampiros de la historia, se alimentaronsiempre de sangre humana.

Que los teólogos, los políticos y los juristas halleneso muy bien, se concibe. Sacerdotes de esas abstrac-ciones, no viven más que de esa continua inmolaciónde las masas populares. Que la metafísica dé tambiénsu consentimiento a ello, no debe asombramos tampo-co. No tiene otra misión que la de legitimar y racio-nalizar todo lo posible lo que es inicuo y absurdo. Pe-ro que la ciencia positiva misma haya mostrado hastaaquí idénticas tendencias, he ahí lo que debemos cons-tatar y deplorar. No ha podido hacerlo más que por dosrazones: primero, porque, constituida al margen de lavida popular, está representada por un cuerpo privi-legiado; y además porque se ha colocado ella misma,

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hasta aquí, como el fin absoluto y último de todo de-senvolvimiento humano; mientras que, mediante unacrítica juiciosa, de que es capaz y que en última instan-cia se verá forzada a ejecutar contra sí misma, habríadebido comprender que es realmente un medio nece-sario para la realización de un fin mucho más elevado:el de la completa humanización de la situación real detodos los individuos reales que nacen, viven y muerensobre la tierra.

La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre lateología, la metafísica, la política y el derecho jurídi-co, consiste en esto: que en lugar de las abstraccionesmentirosas y funestas predicadas por esas doctrinas,plantea abstracciones verdaderas que experimentan lanaturaleza general o la lógica misma de las cosas, susrelaciones generales y las leyes generales de su desen-volvimiento. He ahí lo que la separa profundamentede todas las doctrinas precedentes y lo que le asegura-rá siempre una gran posición en la sociedad humana.Constituirá en cierto modo su conciencia colectiva. Pe-ro hay un aspecto por el que se asocia absolutamentea todas esas doctrinas: que no tiene y no puede tenerpor objeto más que las abstracciones, y es forzada, porsu naturaleza misma, a ignorar los individuos reales,al margen de los cuales, aun las abstracciones más ver-

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daderas no tienen existencia real. Para remediar estedefecto radical, he aquí la diferencia que deberá esta-blecerse entre la acción práctica de las doctrinas prece-dentes y la ciencia positiva. Las primeras se han preva-lido de la ignorancia de lasmasas para sacrificarlas convoluptuosidad a sus abstracciones, por lo demás siem-pre muy lucrativas para sus representantes corporales.La segunda, reconociendo su incapacidad absoluta pa-ra concebir los individuos reales e interesarse en susuerte, debe definitiva y absolutamente, renunciar algobierno de la sociedad; porque, si se mezclase en él,no podría obrar de otromodo que sacrificando siemprelos hombres vivientes, que ignora, a sus abstraccionesque forman el único objeto de sus preocupaciones le-gítimas.

La verdadera ciencia de la historia, por ejemplo, noexiste todavía, y apenas si se comienzan hoy a entre-ver las condiciones inmensamente complicadas de esaciencia. Pero supongámosla en fin realizada: ¿qué po-drá darnos? Reproducirá el cuadro razonado y fiel deldesenvolvimiento natural de las condiciones genera-les, tanto materiales como ideales, tanto económicascomo políticas, de las sociedades que han tenido unahistoria. Pero ese cuadro universal de la civilización,por detallado que sea, no podrá nunca contener más

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que apreciaciones generales y por consiguiente abs-tractas. En este sentido, los millares de millones de in-dividuos que han formado la materia viva y sufrientede esa historia —a la vez triunfal y lúgubre desde elpunto de vista de la inmensa hecatombe de víctimas«aplastadas bajo su carro», los millares de millones deindividuos oscuros, pero sin los cuales no habría sidoobtenido ninguno de los grandes resultados abstractosde la historia —y que, notadlo bien, no aprovecharonjamás ninguno de esos resultados— esos individuos noencontrarán la más humilde plaza en la historia. Hanvivido, han sido inmolados, en bien de la humanidadabstracta; he ahí todo.

¿Habrá que reprocharle eso a la ciencia de la histo-ria? Sería ridículo e injusto. Los individuos son inaper-cibibles por el pensamiento, por la reflexión, aun por lapalabra humana, que no es capaz de expresar más queabstracciones; inapercibibles en el presente lo mismoque en el pasado. Por tanto, la ciencia social misma,la ciencia del porvenir, continuará ignorándolos for-zosamente. Todo lo que tenemos el derecho a exigirde ella es que nos indique, con una mano firme y fiel,las causas generales de los sufrimientos individuales;entre esas causas no olvidará, sin duda, la inmolacióny la subordinación, demasiado habituales todavía, de

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los individuos vivientes a las generalidades abstractas;y que al mismo tiempo nos muestre las condicionesgenerales necesarias para la emancipación real de losindividuos que viven en la sociedad. He ahí su misión,he ahí también sus límites, más allá de los cuales laacción de la ciencia social no podría ser sino impoten-te y funesta. Porque más allá de esos límites comien-zan las pretensiones doctrinarias y gubernamentalesde sus representantes patentados, de sus sacerdotes.Y es tiempo de acabar con todos los papas y todoslos sacerdotes: no los queremos ya aunque se llamendemócratas-socialistas. Otra vez más, la única misiónde la ciencia es iluminar la ruta. Pero sólo la vida, libe-rada de todos los obstáculos gubernamentales y doc-trinarios y devuelta a la plenitud de su acción espon-tánea, puede crear.

¿Cómo resolver esta antinomia? Por una parte laciencia es indispensable a la organización racional dela sociedad; por otra, incapaz de interesarse por lo quees real y viviente, no debe mezclarse en la organiza-ción real o práctica de la sociedad. Esta contradicciónno puede ser resuelta más que de un solo modo: laliquidación de la ciencia como ser moral existente almargen de la vida social de todo el mundo, y represen-tada, como tal, por un cuerpo de patentados, y su di-

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fusión entre las masas populares. Estando llamada laciencia en lo sucesivo a representar la conciencia co-lectiva de la sociedad, debe realmente convertirse enpropiedad de todo el mundo. Por eso, sin perder na-da de su carácter universal —del que no podrá jamásapartarse, bajo pena de cesar de ser ciencia, y aun con-tinuando ocupándose exclusivamente de las causas ge-nerales, de las condiciones reales y de las relacionesgenerales, de los individuos y de las cosas—, se fun-dirá en la realidad con la vida inmediata y real de to-dos los individuos humanos. Este era un movimientoanálogo a aquél que ha hecho decir a los protestantes,al comienzo de la Reforma religiosa, que no había ne-cesidad de sacerdotes, pues el hombre se convertiríaen adelante en su propio sacerdote y gracias a la inter-vención invisible, única, de Jesucristo, había llegado atragarse en fin su propio Dios. Pero no se trata aquí yani de nuestro señor Jesucristo, ni del buen Dios, ni dela libertad política, ni del derecho jurídico, todas cosasreveladas, sea teológica, sea metafísicamente, y todasigualmente indigestas, como se sabe. El mundo de lasabstracciones científicas no es revelado; es inherenteal mundo real, del cual no es más que la expresión y larepresentación general o abstracta. En tanto que formauna región separada, representada especialmente por

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el cuerpo de los sabios, ese mundo ideal nos amenazacon ocupar, frente al mundo real, el puesto del buenDios y con reservar a sus representantes patentadosel oficio de sacerdotes. Por esa razón, por la instruc-ción general, igual para todos y para todas, hay quedisolver la organización social separada de la ciencia,a fin de que las masas, cesando de ser rebaños dirigidosy esquilmados por los pastores privilegiados, puedantomar en sus manos sus propios destinos históricos.

Pero en tanto que las masas no hayan llegado a esegrado de instrucción, ¿será necesario que se dejen go-bernar por los hombres de ciencia? ¡No lo quiera Dios!Sería mejor que vivieran sin la ciencia antes de dejar-se gobernar por los sabios. El gobierno de los sabiostendría por primera consecuencia hacer inaccesible alpueblo la ciencia y sería necesariamente un gobiernoaristocrático, porque la institución actual de la cienciaes una institución aristocrática. ¡La aristocracia de lainteligencia! Desde el punto de vista práctico la másimplacable, desde el punto de vista social la más arro-gante y la más insultante: tal sería el poder constitui-do en nombre de la ciencia. Ese régimen sería capazde paralizar la vida y el movimiento la sociedad. Lossabios, siempre presuntuosos, siempre llenos de sufi-ciencia, y siempre impotentes, querrían mezclarse en

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todo, y todas las fuentes de la vida se secarían bajo susoplo abstracto y sabio.

Una vez más, la vida, no la ciencia, crea la vida; laacción espontánea del pueblo mismo es la única quepuede crear la libertad popular. Sin duda, sería muybueno que la ciencia pudiese, desde hoy, iluminar lamarcha espontánea del pueblo hacia su emancipaciónpero más vale la ausencia de luz que una luz vertidacon parsimonia desde afuera con el fin evidente de ex-traviar al pueblo. Por otra parte, el pueblo no carece-rá absolutamente de luz. No en vano ha recorrido lalarga carrera histórica y ha pagado sus errores con si-glos de sufrimientos horribles. El resumen práctico deesas dolorosas experiencias constituye una especie deciencia tradicional que, bajo ciertos aspectos, equivaleperfectamente a la ciencia teórica. En fin, una parte dela juventud estudiosa, aquellos de entre los burguesesestudiosos que sienten bastante odio contra la mentira,contra la hipocresía, contra la iniquidad y contra la co-bardía de la burguesía, para encontrar en sí el valor devolverle las espaldas, y bastante pasión para abrazarsin reservas la causa justa y humana del proletariado,esos serán, como lo he dicho ya, los instructores fra-ternales del pueblo; aportándole conocimientos que le

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faltan aún, harán perfectamente inútil el gobierno delos sabios.

Si el pueblo debe preservarse del gobierno de los sa-bios, con mayor razón debe premunirse contra el delos idealistas inspirados. Cuanto más sinceros son esoscreyentes y esos poetas del cielo, más peligrosos sevuelven. La abstracción científica, lo he dicho ya, esuna abstracción racional, verdadera en su esencia, ne-cesaria a la vida de la que es representación teórica,conciencia. Puede, debe ser absorbida y digerida por lavida. La abstracción idealista, Dios, es un veneno corro-sivo que destruye y descompone la vida, que la falseay la mata. El orgullo de los idealistas, no siendo perso-nal, sino un orgullo divino, es invencible e implacable.Puede, debe morir, pero no cederá nunca, y en tantoque le quede un soplo, tratará de someter el mundoal talón de su Dios, como los lugartenientes de Prusia,esos idealistas prácticos de Alemania, quisieran verloaplastado bajo la bota con espuelas de su rey. Es la mis-ma fe —los objetivos no son siquiera y diferentes— yel mismo resultado de la fe: la esclavitud.

Es al mismo tiempo el triunfo del materialismo máscraso y más brutal: no hay necesidad de demostrarlopor lo que se refiere a Alemania, porque habría queestar verdaderamente ciego para no verlo, en los tiem-

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pos que corren. Pero creo necesario aun demostrarlocon relación al idealismo divino.

El hombre, como todo el resto del mundo, es un sercompletamentematerial. El espíritu, la facultad de pen-sar, de recibir y de reflejar las diversas sensaciones,tanto exteriores como interiores, de recordarlas des-pués de haber pasado y de reproducirlas por la imagi-nación, de compararlas y distinguirlas, de abstraer de-terminaciones comunes y de crear por eso mismo ge-nerales o abstractas, a fin de formar las ideas agrupan-do y combinando las nociones segúnmodos diferentes,la inteligencia en una palabra, el único creador de to-do nuestro mundo ideal, es una propiedad del cuerpoanimal y principalmente de la organización completa-mente material del cerebro.

Lo sabemos de una manera muy segura, por la ex-periencia universal, que no ha desmentido nunca he-cho alguno y que todo hombre puede verificar a cadainstante de su vida. En todos los animales, sin excep-tuar las especies más inferiores, encontramos un cier-to grado de inteligencia y vemos que en la serie de lasespecies la inteligencia animal se desarrolla tanto máscuanto más la organización de una especie se aproxi-ma a la del hombre; pero que en el hombre solamente

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llega a esa potencia de abstracción que constituye pro-piamente el pensamiento.

La experiencia universal, que en definitiva es el úni-co origen, la fuente de todos nuestros conocimientos,nos demuestra, pues: 1º), que toda inteligencia estásiempre asociada a un cuerpo animal cualquiera, y 2º),que la intensidad, la potencia de esa función animaldepende de la perfección relativa de la organizaciónanimal. Este segundo resultado de la experiencia uni-versal no es aplicable solamente a las diferentes espe-cies animales; lo comprobamos igualmente en los hom-bres, cuyo poder intelectual y moral depende, de unamanera demasiado evidente, de la mayor o menor per-fección de su organismo, como raza, como nación, co-mo clase y como individuos, para que sea necesarioinsistir demasiado sobre este punto.

Por otra parte, es cierto que ningún hombre ha vistonunca ni podido ver el espíritu puro, separado de to-da forma material, existiendo independientemente deun cuerpo animal cualquiera. Pero si nadie lo ha vis-to, ¿cómo han podido los hombres llegar a creer en suexistencia? Porque el hecho de esa creencia es notorioy, si no universal, como lo pretenden los idealistas, almenos es muy general; y como tal es digno de nuestraatención respetuosa, porque una creencia general, por

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tonta que sea, ejerce siempre una influencia demasia-do poderosa sobre los destinos humanos para que estépermitido ignorarla o hacer abstracción de ella.

El hecho de esa creencia histórica se explica, porotra parte, de una manera natural y racional. El ejem-plo que nos ofrecen los niños y los adolescentes, inclu-so muchos hombres que han pasado la edad de la ma-yoría, nos prueba que el hombre puede ejercer largotiempo sus facultades mentales antes de darse cuentala manera cómo las ejerce, antes de llegar a la concien-cia clara de ese ejercicio. En ese período del funciona-miento del espíritu inconsciente de sí mismo, de esaacción de la inteligencia ingenua o creyente, el hom-bre, obsesionado por el mundo exterior e impulsadopor ese aguijón interior que se llama la vida, crea can-tidad de imaginaciones, de nociones y de ideas, necesa-riamente muy imperfectas al principio, muy poco con-formes a la realidad de las cosas y de los hechos quese esfuerzan por expresar. Y como no tiene la concien-cia de su propia acción inteligente, como no sabe toda-vía que es él mismo el que ha producido y el que con-tinúa produciendo esas imaginaciones, esas nociones,esas ideas, como ignora su origen subjetivo, es decir,humano, las considera naturalmente, necesariamente,como seres objetivos, como seres reales, en absoluto

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independientes de él, que existen por sí y en sí. Es asícómo los pueblos primitivos, al salir lentamente de suinocencia animal, han creado sus dioses habiéndoloscreado, no pensando que fuesen ellos mismos los crea-dores únicos, los han adorado; considerándolos comoseres reales, infinitamente superiores ellos mismos, leshan atribuido la omnipotencia y se han reconocido suscriaturas, sus esclavos. A medida e las ideas humanasse desenvolvían más, los dioses, que como hice obser-var ya, no fueron nunca más que la reverberación fan-tástica, ideal, poética o la imagen trastornada, se ideali-zaban también. Primero fetiches groseros, se hicieronpoco a poco espíritus puros, con existencia fuera delmundo visible, y en fin, a continuación de un largodesenvolvimiento histórico, acabaron por confundirseen un solo ser divino, espíritu puro, eterno, absoluto,creador y amo de los mundos.

En todo desenvolvimiento, justo o falso, real o ima-ginario, colectivo o individual, es siempre el primerpaso el que cuesta, el primer acto el más difícil. Unavez franqueado ese paso y realizado ese primer acto, elresto transcurre naturalmente, como una consecuen-cia necesaria. Lo que era difícil en el desenvolvimientohistórico de esa terrible locura religiosa que continúaobsesionándonos y aplastándonos, era poner un mun-

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do divino tal cual, fuera del mundo real. Ese primeracto de locura, tan natural desde el punto de vista fi-siológico y por consiguiente necesario en la historiala humanidad, no se realiza de un solo golpe. Han si-do necesarios no sé cuántos siglos para desarrollar ypara hacer penetrar esa creencia en los hábitos men-tales de los hombres. Pero, una vez establecida, se havuelto omnipotente, como lo es necesariamente todacura que se apodera del cerebro humano. Consideradun loco: cualquiera que sea el objeto especial de su lo-cura, hallaréis que la idea oscura y fija que le obsesio-na le parece la más natural del mundo, y al contrario,las cosas naturales y reales que están en contradiccióncon esa idea, le parecerán locuras ridículas y odiosas. Ybien, la religión es una locura colectiva, tanto más po-derosa cuanto que es una locura tradicional y que suorigen se pierde en una antigüedad excesivamente le-jana. Como locura colectiva, ha penetrado en todos losdetalles, tanto públicos como privados de la existenciasocial de un pueblo, se ha encarnado en la sociedad,se ha convertido por decirlo así en el alma el pensa-miento colectivos. Todo hombre es envuelto desde sunacimiento en ella, la mama con la leche de la madre,la absorbe con todo lo que oye, en todo lo ve. Ha si-do tan alimentado, tan envenenado, tan penetrado en

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todo su ser por ella, que más tarde, por poderoso quesea su espíritu natural, tiene necesidad de hacer esfuer-zos inauditos para libertarse y no lo consigue nuncade una manera completa. Nuestros idealistas moder-nos son una demostración de esto y nuestros materia-listas doctrinarios, los comunistas alemanes, son otra.No han sabido deshacerse de la religión del Estado.

Una vez bien establecido el mundo sobrenatural, elmundo divino en la imaginación tradicional de los pue-blos, el desenvolvimiento de los diversos sistemas re-ligiosos ha seguido su curso natural y lógico, siempreconforme, por otra parte, al desenvolvimiento contem-poráneo y real de las relaciones económicas y políticasque han sido en todo tiempo, en el mundo de la fanta-sía religiosa, la reproducción fiel y la consagración di-vina. Es así como la locura colectiva e histórica que sellama religión se ha desarrollado desde el fetichismo,pasando por todos los grados del politeísmo, basta elmonoteísmo cristiano. El segundo paso, en el desenvol-vimiento de las creencias religiosas y el más difícil sinduda después del establecimiento de un mundo divinoseparado, fue precisamente esa transición del politeís-mo al monoteísmo, del materialismo religioso de lospaganos a la fe espiritualista de los cristianos. Los dio-ses paganos —y éste fue su carácter principal—, eran

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ante todo dioses exclusivamente nacionales. Después,como eran numerosos, conservaron necesariamente,más o menos, un carácter material o, más bien, es por-que eran materiales por lo que fueron tan numerosos,pues la diversidad es uno de los atributos principalesdel mundo real. Los dioses paganos no eran aún pro-piamente la negación de las cosas reales: no eran másque su exageración fantástica.

Hemos visto cuánto costó esa transición al pueblojudío, del que constituyó, por decirlo así, toda la histo-ria. Moisés y los profetas se complacían en predicarleel Dios único; el pueblo volvía a caer en su idolatríaprimitiva, en la fe antigua, comparativamente muchomás natural, más cómoda en muchos buenos dioses,más materiales, más humanos, más palpables. Jehovámismo, su dios único, el dios de Moisés y de los pro-fetas, era un dios excesivamente nacional aunque nose servía, para recompensar y castigar a sus fieles, asu pueblo elegido, más que de argumentos materiales,a menudo estúpidos y siempre brutales y feroces. Noparece que la fe en su existencia haya implicado la ne-gación de la existencia de los dioses primitivos.

El dios judío no renegaba de la existencia de esosrivales, sólo que no quería que su pueblo los adorasea su lado, porque ante todo Jehová era un dios muy

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envidioso y su primer mandamiento fue éste: «Soy elseñor tu Dios y no adorarás a otros dioses más que amí». Jehová no fue más que un esbozo primero, muymaterial, muy grosero del idealismo moderno. No era,por lo demás, sino un dios nacional, como el dios ru-so que adoran los generales rusos súbditos del zar ypatriotas del imperio de todas las Rusias, como el diosalemán que, sin duda, van a proclamar bien pronto lospietistas y los generales alemanes súbditos de Guiller-mo I, en Berlín. El ser supremo no puede ser un Diosnacional, debe ser el de la humanidad entera. El ser su-premo no puede ser tampoco un ser material, debe serla negación de toda materia, el espíritu puro. Para larealización del culto del ser supremo han sido necesa-rias dos cosas: 1º) una realización de la humanidad porla negación de las nacionalidades y de los cultos nacio-nales; 2º) un desenvolvimiento ya muy avanzado delas ideas metafísicas para espiritualizar al Jehová tangrosero de los judíos.

La primera condición fue cumplida por los romanosde una manera muy negativa, sin duda: por la conquis-ta de la mayor parte de los países conocidos de los an-tiguos y por la destrucción de sus instituciones nacio-nales. Gracias a ellos el altar de un dios único y supre-mo pudo establecerse sobre las ruinas de otros milla-

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res de altares nacionales. Los dioses de todas las nacio-nes vencidas, reunidos en el Panteón, se anularon mu-tuamente. Ese fue el primer esbozo, muy tosco y porcompleto negativo, de la humanidad. En cuanto a lasegunda condición, la espiritualización de Jehová, fuerealizada por los griegos mucho antes de la conquistade su país por los romanos. Ellos fueron los creadoresde la metafísica. Grecia, en su cuna histórica, había en-contrado unmundo divino que se estableció definitiva-mente en la fe tradicional de sus pueblos; ese mundole había sido legado y materialmente aportado por elOriente. En su período instintivo, anterior a su histo-ria política, lo había desarrollado y humanizado pro-digiosamente por sus poetas, y cuando comenzó pro-piamente su historia tenía una religión hecha, la mássimpática y la más noble de todas las religiones quehayan existido jamás, en cuanto una religión, es decir,una mentira, pueda ser noble y simpática. Sus grandespensadores —y ningún pueblo los tuvo mayores queGrecia— al encontrar el mundo divino establecido, nosólo fuera del pueblo, sino también en él mismo comohábito de sentir y de pensar, lo tomaron necesariamen-te por punto de partida. Fue ya mucho que no hicieranteología, es decir, que no perdieran el tiempo en recon-ciliar la razón naciente con los absurdos de tal o cual

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otro Dios, como lo hicieron en la Edad Media los esco-lásticos. Dejaron a los dioses fuera de sus especulacio-nes y se asociaron directamente a la idea divina, una,invisible, omnipotente, eterna y absolutamente espiri-tualista, pero no personal. Desde el punto de vista delespiritualismo, los metafísicos griegos fueron, muchomás que los judíos, los creadores del dios cristiano. Losjudíos no han añadido más que la brutal personalidadde su Jehová.

Que un genio sublime como el gran Platón haya po-dido estar absolutamente convencido de la realidad dela idea divina, eso nos demuestra cuán contagiosa es,cuán omnipotente es la tradición de la locura religio-sa, aun en relación con los más grandes espíritus. Porlo demás, no hay que, asombrarse, pues aún en nues-tros días, el mayor genio que ha existido después deAristóteles y Platón, Hegel, a pesar de la crítica por lodemás imperfecta y muy metafísica de Kant, que ha-bía demolido la objetividad o la realidad de las ideasdivinas, se ha esforzado por reinstaurarlas de nuevosobre su trono trascendente o celeste. Es verdad queprocedió de una manera tan poco cortés que ha ma-tado definitivamente al buen dios, ha quitado a esasideas su corona divina, mostrando a quien supo leer-lo que no fueron nunca más que una pura creación del

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espíritu humano que recorrió la historia en busca de símismo. Para poner fin a todas las locuras religiosas yal milagro divino, no le hacía falta más que pronunciaruna gran definición que fue dicha después de él, casial mismo tiempo, por otros dos grandes espíritus, sinningún acuerdo mutuo y sin que hubiesen nunca oídohablar uno del otro: por Ludwig Feuerbach, el discípu-lo y el demoledor de Hegel, en Alemania, y por AugustComte, el fundador de la filosofía positiva, en Francia.He aquí esa definición: «La metafísica se reduce a lapsicología». Todos los sistemas de metafísica no hansido más que la psicología humana que se desarrollaen la historia.

Ahora ya no nos es difícil comprender cómo han na-cido las ideas divinas, cómo han sido creadas sucesiva-mente por la facultad abstractiva del hombre. Pero enla época de Platón ese conocimiento era imposible. Elespíritu colectivo, y por consiguiente también el espí-ritu individual, aun el del mayor genio, no estaba ma-duro para eso. Apenas había dicho con Sócrates: «Co-nócete a ti mismo». Ese conocimiento de sí mismo noexistía más que en el estado de intuición; en realidadera nulo. Era imposible que el espíritu humano ima-ginase que era él el único creador del mundo divino.Lo encontró ante él, lo encontró como historia, como

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sentimiento, como hábito de pensar, e hizo necesaria-mente de él un objeto de sus más elevadas especulacio-nes. Así es como nació la metafísica y como las ideasdivinas, bases del espiritualismo, fueron desarrolladasy perfeccionadas. Es verdad que después de Platón hu-bo en el desenvolvimiento del espíritu como un movi-miento inverso. Aristóteles, el verdadero padre de laciencia y de la filosofía positiva, no negó el mundo di-vino, sino que se ocupó de él lo menos posible. Fueel primero que estudió como un analista y un experi-mentador que era, la lógica, las leyes del pensamien-to humano, y al mismo tiempo el mundo físico, no ensu esencia ideal, ilusoria, sino en su aspecto real. Susseguidores, los griegos de Alejandría, establecieron laprimera escuela de científicos positivos. Fueron ateos.Pero su ateísmo quedó sin influencia en sus contem-poráneos. La ciencia tendió más y más a aislarse de lavida. Después de Platón la idea divina fue rechazadade la metafísica misma; eso hicieron los epicúreos ylos escépticos, dos sectas que contribuyeron mucho adepravar la aristocracia humana pero que permanecie-ron sin influencia alguna sobre las masas.

Otra escuela infinitamente más influyente sobre lasasas se formó en Alejandría. Fue la escuela de los neo-platónicos. Confundiendo en una mezcolanza impu-

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ra las imaginaciones monstruosas de Oriente con lasideas e Platón, ellos fueron los verdaderos preparado-res y más tarde los elaboradores de los dogmas cristia-nos. Por consiguiente, el egoísmo personal y groserode Jehová, la dominación no menos brutal y groserade los romanos y la ideal especulación metafísica delos griegos, materializada por el contacto del Oriente,tales fueron los tres elementos históricos que constitu-yeron a religión espiritualista de los cristianos.

Para establecer sobre las ruinas de sus altares tannumerosos el altar de un dios único y supremo, amodel mundo, ha sido preciso que fuera destruida prime-ro la existencia autónoma de las diferentes nacionesque imponían el mundo pagano o antiguo. Es lo quehicieron brutalmente los romanos que, al conquistarla mayor parte del mundo conocido de los antiguos,crean en cierto modo el primer esbozo, sin duda porcompleto negativo y burdo, de la humanidad.

Un dios que se levantaba así por encima de todas lasdiferencias nacionales, tanto materiales como sociales,de todos los países, que era como su negación directadebía ser necesariamente un ser inmaterial y abstrac-to. Pero la fe tan difícil en la existencia de un ser seme-jante no ha podido nacer de un solo golpe. Por tanto,como lo he demostrado en el mencionado Apéndice

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Consideraciones filosóficas, fue largamente preparaday desarrollada por la metafísica griega, la primera enestablecer de unamanera filosófica la noción de la ideadivina, modelo eternamente creador y siempre repro-ducido por el mundo visible. Pero la divinidad conce-bida y creada por la filosofía griega era una divinidadimpersonal, pues ninguna metafísica, si es consecuen-te y seria, se podía elevar, o más bien rebajar, a la ideade un dios personal. Ha sido preciso encontrar, pues,un dios que fuese único y que fuese muy personal ala vez. Se encontró en la persona, muy brutal, muyegoísta, muy cruel de Jehová, el dios nacional de losjudíos. Pero los judíos, a pesar de ese espíritu nacionalexclusivo que los distingue aún hoy, se habían conver-tido de hecho, mucho antes del nacimiento de Cristo,en el pueblo más internacional del mundo. Arrastra-dos en parte como cautivos, pero mucho más aún poresa pasión mercantil que constituye uno de los rasgosprincipales de su carácter nacional, se habían esparci-do por todos los países, llevando a todas partes el cultoa Jehová, al que se volvían tanto más fieles cuanto máslos abandonaba.

En Alejandría, ese Dios terrible de los judíos cono-ció personalmente la divinidad metafísica de Platón,ya muy corrompida por el contacto con el Oriente y

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que se corrompió más aún después por el suyo. A pe-sar de su exclusivismo nacional, envidioso y feroz, nopudo resistir a la larga los encantos de esa divinidadideal e impersonal de los griegos. Se casó con ella,y de ese matrimonio nació el dios espiritualista —noespiritual— de los cristianos. Se sabe que los neopla-tónicos de Alejandría fueron los principales creadoresde la teología cristiana.

Pero la teología no constituye todavía la religión, co-mo los elementos históricos no bastan para crear la his-toria. Yo llamo elementos históricos a las disposicionesy condiciones generales de un desenvolvimiento realcualquiera: por ejemplo, en este caso, la conquista delos romanos y el encuentro del dios de los judíos conla divinidad ideal de los griegos. Para fecundar los ele-mentos históricos, para hacerles producir una serie detransformaciones históricas nuevas, es preciso un he-cho vivo, espontáneo, sin el cual harían podido quedarmuchos siglos aún en estado de elementos, sin produ-cir nada. Este hecho no faltó al cristianismo: fue la pro-paganda, el martirio y la muerte de Jesús.

No sabemos casi nada de ese grande y santo perso-naje; todo lo que los evangelios nos dicen es tan con-tradictorio y tan fabuloso que apenas podemos tomarde allí algunos rasgos reales y vivientes. Lo que es cier-

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to es que fue el predicador del pobre pueblo, el amigo,el consolador de los miserables, de los ignorantes, delos esclavos y de las mujeres, y que fue muy amadopor éstas. Prometió a todos los que eran oprimidos,a todos los que sufrían aquí abajo —y el número esinmenso—, la vida eterna. Fue, como es natural, cruci-ficado por los representantes de la moral oficial y delorden público de la época. Sus discípulos, y los discípu-los de sus discípulos, pudieron esparcirse, gracias a laconquista de los romanos, que habían destruido las ba-rreras nacionales y llevaron, en efecto, la propagandadel evangelio a todos los países conocidos de los anti-guos. En todas partes fueron recibidos con los brazosabiertos por los esclavos y por las mujeres, las dos cla-ses más oprimidas, las que más sufrían y naturalmentetambién las más ignorantes del mundo antiguo. Si hi-cieron algunos prosélitos en el mundo privilegiado einstruido, no lo debieron, en gran parte, más que a lainfluencia de las mujeres. Su propaganda más ampliase ejerció casi exclusivamente en el pueblo, tan desgra-ciado como embrutecido por la esclavitud. Ese fue elprimer despertar, la primera rebelión del proletariado.

El gran honor del cristianismo, su mérito incontes-table y todo el secreto de su triunfo inaudito y por otraparte en absoluto legítimo, fue el de haberse dirigido

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a ese público doliente e inmenso, a quien el mundoantiguo, que constituía una aristocracia intelectual ypolítica estrecha y feroz, negaba hasta los últimos atri-butos y los derechos más elementales de la humani-dad. De otro modo no habría podido nunca difundir-se. La doctrina que enseñaban los apóstoles de Cristo,por consoladora que haya podido aparecer a los des-graciados, era demasiado repulsiva, demasiado absur-da desde el punto de vista de la razón humana, paraque los hombres ilustrados hubieran podido aceptarla.¡Con qué triunfo habla el apóstol San Pablo del escán-dalo de la fe y del triunfo de esa divina locura rechaza-da por los poderosos y los sabios del siglo, pero tantomás apasionadamente aceptada por los sencillos, porlos ignorantes y por los pobres de espíritu!

En efecto, era preciso un profundo descontento dela vida, una gran sed del corazón y una pobreza pocomenos que absoluta de espíritu para aceptar el absur-do cristiano, el más atrevido ymonstruoso de todos losabsurdos religiosos. No era sólo la negación de todaslas instituciones políticas, sociales y religiosas de la an-tigüedad: era el derrumbamiento absoluto del sentidocomún y de toda razón humana. El ser efectivamenteexistente, el mundo real, fue considerado en lo sucesi-vo como la nada; producto de la facultad abstracta del

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hombre, la última, la suprema abstracción, en la queesa facultad, habiendo superado todas las cosas exis-tentes y hasta las determinaciones más generales delser real, tales como las ideas del espacio y del tiempo,no teniendo nada que superar ya, se reposa en la con-templación de su vacío y de la inmovilidad absoluta;esta abstracción, este caput mortuum absolutamentevacío de todo contenido, el verdadero nada, Dios, esproclamado el único real, eterno, omnipotente. El To-do real es declarado nulo, y el nulo absoluto, es decla-rado el Todo. La sombra se convierte en el cuerpo y elcuerpo se desvanece como una sombra.

Eso fue de una audacia y un absurdo inauditos, elverdadero escándalo de la fe, el triunfo de la tonteríacreyente sobre el espíritu, para las masas; y para al-gunos, la ironía triunfante de un espíritu fatigado, co-rrompido, desilusionado y disgustado de la investiga-ción honesta y seria de la verdad; la necesidad de atur-dirse y de embrutecerse, necesidad que se encuentra amenudo en los espíritus extenuados:Credo quod absur-dum. Creo lo absurdo; y no creo sólo lo absurdo; creoprecisamente y sobre todo en ello porque es absurdo.Es así como muchos espíritus distinguidos y esclareci-dos de nuestros días creen en el magnetismo animal,en el espiritismo, en las mesas móviles —y ¿por qué ir

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tan lejos?—: creen en el cristianismo, en el idealismo,en Dios.

La creencia del proletariado antiguo, lo mismo quela de las masas modernas después, era más robusta, degusto menos elevado y más sencillo. La propagandacristiana se había dirigido a su corazón, no a su espí-ritu; a sus aspiraciones eternas, a sus sufrimientos, asu esclavitud, no a su corazón que dormía aún y pa-ra la cual las contradicciones lógicas, la evidencia delabsurdo, no podían existir, por consiguiente. La solacuestión que le interesaba era saber cuándo sonaríala hora de la liberación prometida, cuándo llegaría elreino de Dios. En cuanto a los dogmas teológicos, nose preocupaba de ellos, porque no los comprendía deningún modo. El proletariado convertido al cristianis-mo constituía la potencia material ascendente, no elpensamiento teórico.

En cuanto a los dogmas cristianos, fueron elabora-dos, como se sabe, en una serie de trabajos teológicos,literarios, y en los concilios, principalmente por losneoplatónicos convertidos del Oriente. El espíritu grie-go había caído tan bajo que en el cuarto siglo de la EraCristiana, época del primer concilio, ya encontramosla idea de un Dios personal, espíritu puro, eterno ab-soluto, creador y señor supremo del mundo, con exis-

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tencia fuera del mundo, unánimemente aceptada portodos los padres de la Iglesia; y como consecuencia ló-gica de este absurdo absoluto, la creencia desde enton-ces natural y necesaria en la inmaterialidad y en la in-mortalidad del alma humana, alojada y aprisionada enun cuerpo mortal, pero mortal sólo en parte; porqueen ese cuerpo mismo hay una parte que, aun siendocorporal, es inmortal como el alma y debe resucitarcomo el alma. ¡Tan difícil ha sido, aun para los padresde la Iglesia, representarse el espíritu puro al margende toda forma corporal!

Es preciso observar que, en general, el carácter de orazonamiento teológico ymetafísico también, es tratarde explicar un absurdo por otro. Ha sido una dicha pa-ra el cristianismo haber hallado el mundo de los escla-vos. Tuvo otra dicha: la invasión de los bárbaros. ¡Losbárbaros eran buenas gentes, llenas de fuerza naturaly sobre todo animadas e impulsadas por una gran ne-cesidad y por una gran capacidad de vivir; bandidosa toda prueba, capaces de devastarlo todo y de arra-sarlo todo, lo mismo que sus sucesores, los alemanesactuales; mucho menos sistemáticos y pedantes en subandolerismo que estos últimos, mucho menos mora-les, menos sabios; pero por el contrario, mucho másindependientes y más altivos, capaces de ciencia y no

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incapaces de libertad, como los burgueses de la Alema-nia moderna. Pero con todas estas grandes cualidades,no eran nada más que bárbaros, es decir, tan indiferen-tes como los esclavos antiguos —de los cuales muchos,por lo demás, pertenecían a su raza— con respecto a to-das las cuestiones de la teología y de la metafísica. Desuerte que una vez rota su repugnancia práctica, nofue difícil convertirlos teóricamente al cristianismo.

Durante diez siglos consecutivos, el cristianismo, ar-mado de la omnipotencia de la Iglesia y del Estado, ysin concurrencia alguna de parte de unos o de otros,pudo depravar, bastardear y falsear el espíritu de Euro-pa. No tuvo concurrentes, puesto que fuera de la Igle-sia no había pensadores, ni aun gentes instruidas. Sise levantaron herejías en su seno, no atacaron nun-ca más que los desenvolvimientos teológicos prácti-cos del dogma fundamental, no el dogma mismo. Lacreencia en Dios, espíritu puro y creador del mundo,y la creencia en la inmaterialidad del alma permane-cieron intactas. Esta doble creencia se convirtió en labase ideal de toda la civilización occidental y orientalde Europa, y penetró, se encarnó en todas las institu-ciones, en todos los detalles de la vida, tanto públicacomo privada de todas las clases como de las masas.

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¿Se puede uno asombrar, después de esto, que se ha-ya mantenido esa creencia hasta nuestros días, y quecontinúe ejerciendo su influencia desastrosa aun sobreespíritus escogidos como Mazzini,Michelet, Quinet, ytantos otros? Hemos visto que el primer ataque fuepromovido contra ella por el Renacimiento, que pro-dujo héroes y mártires como Vanini, como GiordanoBruno y como Galileo y que, bien que ahogado prontopor el ruido, el tumulto y las pasiones de la reforma re-ligiosa, continuó silenciosamente su trabajo invisiblelegando a los más nobles espíritus de cada generaciónnueva esa obra de la emancipación humana mediantela instrucción de lo absurdo, hasta que, en fin, en lasegunda mitad del siglo XVIII reaparece de nuevo a laluz del día, levantando atrevidamente la bandera delateísmo y del materialismo.

Se pudo creer entonces que el espíritu humano iba,por fin, a libertarse, una vez por todas, de todas las ob-sesiones divinas. Fue un error. La mentira divina, deque se había alimentado la humanidad —para no ha-blar más que del mundo cristiano durante dieciocho si-glos, debía mostrarse, una vez más, más poderosa quela humana verdad. No pudiendo ya servirse de la gen-te negra, de los cuervos consagrados de la iglesia, delos sacerdotes católicos o protestantes que habían per-

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dido todo crédito, se sirvió de los sacerdotes laicos, delos mentirosos y de los sofistas de túnica corta, entrelos cuales el papel principal fue dado a dos hombresfatales: uno, el espíritu más falso, el otro, la voluntadmás doctrinariamente despótica del siglo pasado: a J. J.Rousseau y a Robespierre.

El primero representa el verdadero tipo de la estre-chez de la mezquindad sombría, de la exaltación, sinotro objeto que su propia persona, del entusiasmo enfrío de la hipocresía a la vez sentimental e implacable,de la mentira forzada del idealismomoderno. Se le pue-de considerar como el verdadero creador de la reacciónmoderna. En apariencia el escritor más democráticodel siglo XVIII, incuba en sí el despotismo despiadadodel estadista. Fue el profeta del Estado doctrinario, co-mo Robespierre, su digno y fiel discípulo, que trató deconvertirse en el gran sacerdote. Habiendo oído decira Voltaire que si no hubiese existido Dios habría sidonecesario inventarlo, J. J. Rousseau inventó el ser su-premo, el dios abstracto y estéril de los deístas. Y ennombre de ese ser supremo y de la virtud hipócrita or-denada por el ser supremo, Robespierre guillotinó a loshebertistas primero, luego al genio mismo de la revo-lución, a Dantón, en cuya persona asesinó la repúbli-ca, preparando así el triunfo, desde entonces necesario,

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de la dictadura de Bonaparte l. Después de este grantriunfo, la reacción idealista buscó y encontró servido-res menos fanáticos, menos terribles, medidos por latalla considerablemente empequeñecida de la burgue-sía de nuestro siglo. En Francia fueron Chateaubriand,Lamartine y —¿es preciso decirlo? ¿Y por qué no? hayque decirlo todo, cuando es verdad— fue Víctor Hugomismo, el demócrata, el republicano, el casi socialistade hoy, y tras él toda la cohorte melancólica y senti-mental de espíritus flacos y pálidos, quienes constitu-yeron, bajo la dirección de esosmaestros, la escuela delromanticismomoderno. En Alemania fueron los Schle-gel, los Tieck, los Novalis, los Werner, fue Schellíng, ytantos otros aun cuyos nombres no merecen siquieraser mencionados.

La literatura creada por esa escuela fue el verdaderoreino de los espectros y de los fantasmas. No soporta-ban la luz del día, pues el claroscuro era el único ele-mento en que podía vivir. No soportaba tampoco elcontacto brutal de las masas; era la literatura de las al-mas tiernas, delicadas, distinguidas, que aspiraban alcielo, a su patria, y que vivían como a su pesar sobrea tierra. Tenía horror y desprecio a la política, a lascuestiones del día; pero cuando hablaba por azar deellas, se mostraba francamente reaccionaria, tomando

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partido de la Iglesia contra la insolencia de los libre-pensadores, de los reyes contra los pueblos, y de todaslas aristocracias contra la vil canalla de las calles. Porlo demás, como acabo de decir, lo que dominaba enla escuela era una indiferencia casi completa ante lascuestiones políticas. En medio de las nubes en que vi-vían, no podía distinguir más que dos puntos reales: eldesenvolvimiento rápido del materialismo burgués yel desencadenamiento desenfrenado de las vanidadesindividuales. Para comprender esa literatura es preci-so buscar la razón de ser en la transformación que sehabía operado en el seno de la clase burguesa desde larevolución de 1793.

Desde el Renacimiento y la Reforma hasta esa revo-lución, la burguesía, si no en Alemania, al menos enItalia, en Francia, en Suiza, en Inglaterra, en Holanda,fue el héroe y representó el genio revolucionario dela historia. De su seno salieron en su mayoría los li-brepensadores del siglo XV, los grandes reformadoresreligiosos de los dos siglos siguientes y los apóstoles dela emancipación humana del siglo pasado, comprendi-dos esta vez también los de Alemania. Ella sola, natu-ralmente apoyada en las simpatías y en los brazos delpueblo que tenía fe en ella, hizo la revolución del 89 yla del 93. Había proclamado la decadencia de la realeza

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y de la iglesia, la fraternidad de los pueblos, los dere-chos del hombre y del ciudadano. He ahí sus títulos degloria: son inmortales.

Desde entonces se escindió. Una parte considerablede adquirentes de bienes nacionales, enriquecidos yapoyándose esta vez no sobre el proletariado de las ciu-dades, sino sobre la mayor parte de los campesinos deFrancia que se habían hecho igualmente propietariosagrícolas, aspiraba a la paz, al restablecimiento del or-den público, a la fundación de un gobierno regular ypoderoso. Aclamó, pues, con felicidad la dictadura delprimer Bonaparte y, aunque se mantuviese volteriana,no vio con malos ojos su Concordato con el Papa y elrestablecimiento de la iglesia oficial en Francia: «¡Lareligión es tan necesaria para el pueblo!»; lo que quie-re decir que, ya saciada, esa parte de la burguesía co-menzó desde entonces a comprender que era urgente,en interés de la conservación de su posición y de susbienes adquiridos, engañar el hambre no satisfecha delpueblo con las promesas de un maná celeste. Fue en-tonces cuando comenzó a predicar Chateaubriand.

Napoleón cayó. La Restauración devolvió a Francia,con lamonarquía legítima, la potencia de la iglesia y dela aristocracia nobiliaria, que se rehicieron, si no contodo, al menos con una considerable parte de su anti-

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guo poder. Esta reacción arrojó a la burguesía a la re-volución; y con el espíritu revolucionario se despertóotra vez en ella también la incredulidad. Con Chateau-riand a un lado, volvió a comenzar a leer a Voltaire. Nolegó hasta Diderot: sus nervios debilitados no soporta-ban ya un alimento tan fuerte. Voltaire, a la vez incré-dulo y teísta, le convenía, al contrario, mucho. Béran-ger Paul Louis Courierexpresaron perfectamente estatenencia nueva. El «Dios de las buenas gentes» y elideal del rey burgués, a la vez liberal y democrático,dibujado sobre el fondo majestuoso y en lo sucesivoinofensivo de las victorias gigantescas del imperio, talfue en esa época, el alimento intelectual cotidiano dela burguesía de Francia. Lamartine, aguijoneado por laenvidia vanidosamente ridícula de elevarse a la altu-ra del gran poeta inglés Byron, había comenzado sushimnos fríamente delirantes en honor del dios de losgentiles hombres y de la monarquía legítima. Pero suscantos no repercutíanmás que en los salones aristocrá-ticos. La burguesía no los oía. Su poeta era Béranger, yCourier, su escritor político. La revolución de julio tu-vo por consecuencia el ennoblecimiento de sus gustos.Se sabe que todo burgués de Francia lleva en sí el tipoimperecedero del burgués gentilhombre, que no dejanunca de aparecer tan pronto como adquiere un poco

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de riqueza y de poder. En 1830, la rica burguesía ha-bía reemplazado definitivamente a la antigua noblezaen el poder. Tendió naturalmente a fundar una nue-va aristocracia: aristocracia del capital, sin duda, antetodo, pero también aristocracia de inteligencia, de bue-nas maneras y de sentimientos delicados. La burguesíacomenzó a sentirse religiosa.

No fue por su parte una simple imitación de las cos-tumbres aristocráticas, sino que era al mismo tiempouna necesidad de posición. El proletariado le había he-cho un último servicio, ayudándola a derribar una vezmás a la nobleza. Ahora, la burguesía no tenía nece-sidad de su ayuda, porque se sentía sólidamente sen-tada a la sombra del trono de junio, y la alianza conel pueblo, desde entonces inútil, comenzaba a hacér-sele incómoda. Era preciso devolverlo a su lugar, loque no podía hacerse naturalmente sin provocar unagran indignación en lasmasas. Se hizo necesario conte-nerlas. ¿Pero en nombre de qué? ¿En nombre del inte-rés burgués crudamente confesado? Eso hubiese sidodemasiado cínico. Cuanto más injusto e inhumano esun interés, más necesidad tiene, de ser sancionado, y¿dónde hallar la sanción, sino en la religión, esa buenaprotectora de todos los hartos, y esa consoladora tanútil de todos los que tienen hambre? Y más que nunca,

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la burguesía triunfante sintió que la religión era abso-lutamente necesaria para el pueblo.

Después de haber ganado sus títulos imperecederosde gloria en la oposición, tanto religiosa y filosóficacomo política, en la protesta y en la revolución se ha-bía convertido en fin en la clase dominante, y por esomismo en la defensora y la conservadora del Estado,pues este último se había convertido a su vez en la ins-titución regular de la potencia exclusiva de esa clase.El Estado es la fuerza y tiene para sí ante todo el dere-cho de la fuerza, el argumento triunfante del fusil. Peroel hombre está hecho tan singularmente que esa argu-mentación, por elocuente que parezca, no le basta a lalarga. Para imponerle respeto, es preciso una sanciónmoral cualquiera. Es preciso, además, que esa sanciónsea de tal modo evidente y sencilla que pueda conven-cer a las masas, que, después de haber sido reducidaspor la fuerza del Estado, deben ser inducidas luego alreconocimiento moral de su derecho.

No hay más que dos medios para convencer a lasmasas de la bondad de una institución social cualquie-ra. El primero, el único real, pero también el más difí-cil, porque implica la abolición del Estado —es decir laabolición de la explotación políticamente organizadae la mayoría por una minoría cualquiera—, sería la sa-

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tisfacción directa y completa de todas las necesidades,de todas las aspiraciones humanas de las masas; lo queequivaldría a la liquidación completa de la existenciatanto política como económica de la clase, burguesa, ycomo acabo de decirlo, a la abolición del Estado. Estemedio sería, sin duda, saludable para las masas, perofunesto para los intereses burgueses. Por consiguiente,no hay ni que hablar de él.

Hablemos de otromedio, que, funesto para el pueblosolamente, es, al contrario, precioso para la salvaciónde los privilegios burgueses. Este otro medio no puedeser más que la religión. Es ese milagro eterno el quearrastra a las masas a la busca de los tesoros divinos,mientras que, mucho más moderada, la clase dominan-te se contenta con compartir, muy desigualmente porotra parte y dando siempremás al quemás posee, entresus propios miembros, los miserables bienes de la tie-rra y los despojos humanos del pueblo, comprendidasu libertad política y social.

No existe, no puede existir Estado sin religión. To-mad los Estados más libres del mundo, los EstadosUnidos de América o la Confederación Helvética, porejemplo, y ved qué papel tan importante desempeña laprovidencia divina, esa sanción suprema de todos losEstados, en todos los discursos oficiales.

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Pero siempre que un jefe de Estado habla de Dios,sea Guillermo I, emperador knutogermánico, o Grant,presidente de la gran república, estén seguros que seprepara de nuevo a esquilmar a su pueblo-rebaño.

La burguesía francesa, liberal, volteriana e impulsa-da por su temperamento a un positivismo, por no de-cir a unmaterialismo, singularmente estrecho y brutal,convertida, por su triunfo de 1830 en la clase del Esta-do, ha debido, pues, darse necesariamente una religiónoficial. La cosa no era fácil. No podía ponerse franca-mente bajo el yugo del catolicismo romano. Había en-tre ella y la Iglesia de Roma un abismo de sangre y deodio y, por práctica y prudente que se hubiese vuel-to, no llegaría nunca a reprimir en su seno una pasióndesarrollada por la historia. Por lo demás, la burgue-sía francesa se habría cubierto de ridículo si hubieravuelto a la iglesia para tomar parte en las piadosas ce-remonias del culto divino, condición esencial de unaconversión meritoria y sincera. Muchos lo han trata-do de hacer, pero su heroísmo no tuvo otro resultadoque el escándalo estéril. En fin, la vuelta al catolicismoera imposible a causa de la contradicción insoluble queexiste entre la política invariable de Roma y el desen-volvimiento de los intereses económicos y políticos dela clase media.

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Bajo este aspecto, el protestantismo es mucho máscómodo. Es la religión burguesa por excelencia. Con-cede justamente tanta libertad como es necesaria pa-ra los burgueses, y ha encontrado el medio de conci-liar las aspiraciones celestes con el respeto que recla-man los intereses terrestres. Así vemos que es sobretodo en los países protestantes donde se desarrollaronel comercio y la industria. Pero era imposible para laburguesía de Francia hacerse protestante. Para pasarde una religión a otra —al menos que sea por cálculo,como proceden alguna vez los judíos en Rusia y en Po-lonia, que se hacen bautizar tres, cuatro veces, a fin derecibir remuneraciones nuevas—, para cambiar de reli-gión, hay que tener una gran fe religiosa. Y bien, en elcorazón exclusivamente positivo del burgués francés,no hay lugar para ese grano. Profesa la indiferenciamás profunda para todas las cuestiones, exceptuada lade la bolsa ante todo, y la de su vanidad social después.Es tan indiferente ante el protestantismo como ante elcatolicismo. Por otra parte, la burguesía francesa nohabría podido abrazar el protestantismo sin ponerseen contradicción con la rutina católica de la mayoríadel pueblo francés, lo que hubiese constituido una granimprudencia de parte de una clase que quería gobernarFrancia.

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No quedaba más que un medio: el de volver a la reli-gión humanitaria y revolucionaria del siglo XVIII. Pe-ro esa religión lleva demasiado lejos. Por consiguiente,la burguesía tuvo que crear, para sancionar el nuevoEstado, el Estado burgués que acababa de fundar, unareligión nueva, que pudiese ser, sin demasiado ridículoni escándalo, la religión profesada altamente por todala clase burguesa. Es así como nació el Ateísmo doctri-nario.

Otros han hecho, mucho mejor de lo que yo sabríahacerlo, la historia del nacimiento y del desenvolvi-miento de esa escuela, que tuvo una influencia tan de-cisiva y, puedo decirlo sin dudar, tan funesta sobre laeducación política, intelectual y moral de la juventudburguesa de Francia. Data de Benjamín Constant yMa-dame Staël, pero su verdadero fundador fue Royer Co-llard; sus apóstoles: los señores Guizot, Cousin, Ville-main y muchos otros; su objetivo abiertamente confe-sado: la reconciliación de la revolución con la reacción,o para hablar el lenguaje de la escuela, del principiode libertad con el de autoridad, naturalmente en pro-vecho de esta última.

Esta reconciliación significaba, en política, el esca-moteo de la libertad popular en provecho de la domina-ción burguesa, representada por el Estado monárquico

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y constitucional; en filosofía, la sumisión reflexiva dela libre razón a los principios eternos de la fe.

Se sabe que esta filosofía fue elaborada principal-mente por Cousin, el padre del eclecticismo francés.Hablador superficial y pedante; inocente de toda con-cepción original, de todo pensamiento propio, peromuy fuerte en lugares comunes —que ha cometido elerror de confundir con el sentido común—, este filó-sofo ilustre ha preparado sabiamente, para el uso dela juventud estudiante de Francia, un plato metafísicoa su modo y cuyo consumo, obligatorio en todas lasescuelas del Estado por debajo de la universidad, hacondenado a varias generaciones consecutivas a unaindigestión cerebral. Imagínese una ensalada filosóficacompuesta de los sistemas más opuestos, una mezclade padres de la Iglesia, escolásticos, de Descartes y dePascal, de Kant y de psicólogos escoceses, superpues-to a las ideas divinas e innatas de Platón y recubiertode la capa de inmanencia hegeliana, acompañada ne-cesariamente de una ignorancia tan desdeñosa comocompleta de las ciencias naturales y que prueba comodos y dos son cinco la existencia de un dios personal.

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Dios y el Estado

En nombre de esa ficción que apela tanto al interéscolectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y ala libertad colectivas, los absolutistas jacobinos, los re-volucionarios de la escuela de J. J. Rousseau y de Robes-pierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumanadel derecho absoluto del Estado, mientras que los ab-solutistas monárquicos la apoyan, con mucha mayorconsecuencia lógica, en la gracia de dios. Los doctrina-rios liberales, al menos aquellos que toman las teoríasliberales en serio, parten del principio de la libertad in-dividual, se colocan primeramente, se sabe, como ad-versarios de la del Estado. son ellos los primeros quedijeron que el gobierno —es decir, el cuerpo de funcio-narios organizado de una manera o de otra, y encar-gado especialmente de ejercer la acción, el Estado esun mal necesario, y que toda la civilización consistióen esto, en disminuir cada vez más sus atributos y susderechos. Sin embargo, vemos que en la práctica, siem-

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pre que ha sido puesta seriamente en tela de juicio laexistencia del Estado, los liberales doctrinarios se mos-traron partidarios del derecho absoluto del Estado, nomenos fanáticos que los absolutistas monárquicos y ja-cobinos.

Su culto incondicional del Estado, en apariencia almenos tan completamente opuesto a sus máximas li-berales, se explica de dos maneras: primero práctica-mente, por los intereses de su clase, pues la inmensamayoría de los liberales doctrinarios pertenecen a laburguesía. Esa clase tan numerosa y tan respetable noexigiría nada mejor que se le concediese el derecho o,más bien, el privilegio de la más completa anarquía;toda su economía social, la base real de su existenciapolítica, no tiene otra ley, como es sabido, que esa anar-quía expresada en estas palabras tan célebres: «Laissezfaire et laissez passer». Pero no quiere esa anarquíamás que para sí misma y sólo a condición de que lasmasas, «demasiado ignorantes para disfrutarla sin abu-sar», queden sometidas a la más severa disciplina delEstado. Porque si las masas, cansadas de trabajar paraotros, se insurreccionasen, toda la existencia políticay social de la burguesía se derrumbaría. Vemos tam-bién en todas partes y siempre que, cuando la masa delos trabajadores se mueve, los liberales burgueses más

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exaltados se vuelven inmediatamente partidarios tena-ces de la omnipotencia del Estado. Y como la agitaciónde las masas populares se hace de día en día unmal cre-ciente y crónico, vemos a los burgueses liberales, aunen los países más libres, convertirse más y más al cultodel poder absoluto.

Al lado de esta razón práctica, hay otra de natura-leza por completo teórica y que obliga igualmente alos liberales más sinceros a volver siempre al culto delEstado. Son y se llaman liberales porque toman la li-bertad individual por base y por punto de partida desu teoría, y es precisamente porque tienen ese puntode partida o esa base que deben llegar, por una fatalconsecuencia, al reconocimiento del derecho absolutodel Estado.

La libertad individual no es, según ellos, una crea-ción, un producto histórico de la sociedad. Pretendenque es anterior a toda sociedad, y que todo hombre latrae al nacer, con su alma inmortal, como un don di-vino. De donde resulta que el hombre es algo, que noes siquiera completamente él mismo, un ser entero yen cierto modo absoluto más que fuera de la sociedad.Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad, for-ma necesariamente esta última por un acto voluntarioy por una especie de contrato, sea instintivo o tácito,

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sea reflexivo o formal. En una palabra, en esa teoríano son los individuos los creados por la sociedad, sonellos, al contrario, los que la crean, impulsados por al-guna necesidad exterior, tales como el trabajo y la gue-rra.

Se ve que en esta teoría, la sociedad propiamente di-cha no existe; la sociedad humana natural, el punto departida real de toda civilización humana, el único am-biente en el cual puede nacer realmente y desarrollarsela personalidad y la libertad de los hombres, le es per-fectamente desconocida. No reconoce de un lado másque a los individuos, seres existentes por sí mismos ylibres de sí mismos, y por otro, a esa sociedad conven-cional, formada arbitrariamente por esos individuos yfundada en un contrato, formal o tácito, es decir, alEstado (Saben muy bien que ningún Estado históricoha tenido jamás un contrato por base y que todos hansido fundados por la violencia, por la conquista. Peroesa ficción del contrato libre, base del Estado, les esnecesaria, y se la conceden sin más ceremonias).

Los individuos humanos, cuya masa convencional-mente reunida forma el Estado, aparecen, en esta teo-ría, como seres completamente singulares y llenos decontradicciones. Dotados cada uno de un alma inmor-tal y de una libertad o de un libre arbitrio inherentes,

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son, por una parte, seres infinitos, absolutos y comotales complejos en sí mismos, por si mismos, bastán-dose a sí y no teniendo necesidad de nadie, en rigor nisiquiera de dios, porque, siendo inmortales e infinitos,ellos mismos son dioses. Por otra parte, son seres bru-talmente materiales, débiles, imperfectos, limitados yabsolutamente dependientes de la naturaleza exterior,que los lleva, los envuelve y acaba por arrastrarlos tar-de o temprano. Considerados desde el primer punto devista, tienen tan poca necesidad de la sociedad, que es-ta última aparece más bien como un impedimento a laplenitud de su ser, a su libertad perfecta. Hemos visto,desde el principio del cristianismo, hombres santos yrígidos que, tomando la inmortalidad y la salvación desus almas en serio, han roto sus lazos sociales y huyen-do de todo comercio humano, buscaron en la soledadla perfección, la virtud, dios. Han considerado la socie-dad, conmucha razón, conmucha consecuencia lógica,como una fuente de corrupción, y el aislamiento abso-luto del alma, como la condición de todas las virtudes.Si salieron alguna vez de su soledad no fue nunca pornecesidad, sino por generosidad, por caridad cristianahacia los hombres que, al continuar corrompiéndoseen el medio social, tenían necesidad de sus consejos,de sus oraciones y de su dirección. Fue siempre para

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salvar a los otros, nunca para salvarse y para perfeccio-narse a sí mismos. Arriesgaban al contrario la pérdidade sus almas al volver a esa sociedad de que habíanhuido con horror como de la escuela de todas las co-rrupciones, y una vez acabada su santa obra, volvíanlo más pronto posible a su desierto para perfeccionar-se allí de nuevo por la contemplación incesante de suser individual, de su alma solitaria en presencia de diossolamente.

Este es un ejemplo que todos aquellos que creen to-davía hoy en la inmortalidad del alma, en la libertadinnata o en el libre arbitrio, debían seguir, por pocoque deseen salvar sus almas y prepararlas dignamentepara la vida eterna. Lo repito aún, los santos anaco-retas que llegaban a fuerza de aislamiento a una imbe-cilidad completa, eran perfectamente lógicos. Desde elmomento que el alma es inmortal, es decir, infinita porsu esencia, libre y de sí misma, debe bastarse. Única-mente los seres pasajeros, limitados y finitos puedencompletarse mutuamente; el infinito no se completa.Al encontrar a otro, que no es él mismo, se siente, alcontrario, restringido; por tanto, debe huir, ignorar to-do lo que no es él mismo. En rigor, he dicho, el almadebía poder pasarse sin dios. Un ser infinito en sí nopuede reconocer otro que le sea igual a su lado, ni me-

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nos aún que le sea superior por encima de sí mismo.Todo ser tan infinito como él mismo y distinto de él, lepondría un límite y por consecuencia haría de él un serdeterminado y finito. Reconociendo un ser tan infini-to como ella, fuera de sí, el alma inmortal se reconocepor tanto, necesariamente, un ser finito. Porque lo in-finito no es realmente tal más que si lo abarca todo yno deja nada afuera de sí. Con mayor razón, un ser in-finito no podrá, no deberá reconocer otro ser infinitoy superior. La infinitud no admite nada relativo, nadacomparativo; estas palabras, infinitud superior e infi-nitud inferior, implican, pues, un absurdo. La teología,que tiene el privilegio de ser absurda, y que cree enlas cosas precisamente porque son absurdas, ha pues-to por encima de las almas humanas inmortales y porconsecuencia infinitas, la infinitud superior, absolutade dios. Pero para corregirse, ha creado la ficción de Sa-tanás, que representa precisamente la rebelión de unser infinito contra la existencia de una infinitud absolu-ta, contra dios. Y lo mismo que Satanás se ha rebeladocontra la infinitud superior de dios, los santos anaco-retas del cristianismo, demasiado humildes para rebe-larse contra dios, se han rebelado contra la infinitudigual de los hombres, contra la sociedad. Han declara-do con mucha razón que no tenían necesidad de ello

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para salvarse; y que, puesto que por una fatalidad ex-traña para infinitos (una palabra ilegible en el original)y decaídos, la sociedad de dios, la contemplación de símismos en presencia de esa infinitud absoluta les bas-taba.

Y lo declaro aún, es un ejemplo a seguir para todoslos que creen en la inmortalidad del alma. Desde es-te punto de vista, la sociedad no puede ofrecerles másque una perdición segura. En efecto, ¿que da a los hom-bres? Las riquezas materiales primeramente, que nopueden ser producidas en proporción suficiente másque por el trabajo colectivo. Pero para quien cree enuna existencia eterna, ¿no deben ser esas riquezas unobjeto de desprecio? Jesucristo ha dicho a sus discípu-los: «No amontonéis tesoros en esta tierra, porque don-de están vuestros tesoros está vuestro corazón»; y otravez: «es más fácil que una maroma pase por el aguje-ro de una aguja, que un rico entre en el reino de loscielos» (Me imagino la cara que deben poner los pia-dosos y ricos burgueses protestantes de Inglaterra yde Estados Unidos, de Alemania, de Suiza, al leer es-tas sentencias tan decisivas y tan desagradables paraellos).

Jesucristo tiene razón; entre la codicia de las rique-zas materiales y la salvación de las almas inmortales,

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hay una incompatibilidad absoluta. Y entonces, por po-co que se crea realmente en la inmortalidad del alma,¿no vale más renunciar al confort y al lujo que da so-ciedad y vivir de raíces, como hicieron los anacoretas,salvando su alma para la eternidad, que perderla al pre-cio de algunas decenas de años de goces materiales?Este cálculo es tan sencillo, tan evidentemente justo,que estamos forzados a pensar que los piadosos y ricosburgueses, banqueros, industriales, comerciantes, quehacen tan excelentes negocios por losmedios que se sa-be, aun llevando siempre palabras del evangelio en loslabios, no tienen en cuenta de ningún modo la inmor-talidad del alma y que abandonan generosamente alproletariado esa inmortalidad, reservándose humilde-mente par sí mismos los miserables bienes materialesque amontonan sobre la tierra.

Aparte de los bienesmateriales, ¿qué da la sociedad?Los afectos carnales, humanos, terrestres, la civiliza-ción y la cultura del espíritu, cosas todas inmensas des-de el punto de vista humano, pasajero y terrestre, peroque ante la eternidad, ante la inmortalidad, ante diosson iguales a cero. La mayor sabiduría humana, ¿no eslocura ante dios?

Una leyenda de la iglesia oriental cuenta que dossantos anacoretas se habían encarcelado voluntaria-

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mente durante algunas decenas de años en una isla de-sierta, aislándose además uno de otro y pasando día ynoche en la contemplación y en la oración, habiendollegado a tal punto que perdieron el uso de la palabra;de todo su antiguo diccionario, no habían conservadomás que tres o cuatro palabras que, reunidas, no re-presentaban sentido alguno, pero que no expresabanmenos ante dios las aspiraciones mas sublimes de susalmas. Vivían naturalmente de raíces, como los anima-les herbívoros. Desde el punto de vista humano, esosdos hombres eran imbéciles o locos, pero desde el pun-to de vista divino, desde el de la creencia en la inmor-talidad del alma, se han revelado calculadores muchomás profundos que Galileo yNewton. Porque sacrifica-ron algunas decenas de años de prosperidad terrestrey de espíritu mundano para ganar la beatitud eterna yel espíritu divino.

Por tanto es evidente que, dotado de un alma inmor-tal, de una infinitud y de una libertad inherentes a esaalma, el hombre es un ser eminentemente antisocial.Y si hubiese sido siempre prudente, exclusivamentepreocupado de su eternidad, si hubiese tenido ánimopara despreciar todos los bienes, todos los afectos y to-das las vanidades de esta tierra, no habría nunca salidode ese estado de inocencia o de imbecilidad divina y no

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se habría formado nunca la sociedad. En una palabra,Adán y Eva no habrían probado el fruto del árbol dela ciencia y nosotros viviríamos todos como animalesen el paraíso terrestre que dios les había asignado pormorada. Pero desde el momento que los hombres qui-sieron saber, civilizarse, humanizarse, pensar, hablary gozar de los bienes materiales, han debido salir ne-cesariamente de su soledad y organizarse en sociedad.Porque tanto como son interiormente infinitos, inmor-tales, libres, tanto son exteriormente limitados, morta-les, débiles y dependientes del mundo exterior.

Considerados desde el punto de vista de sus exis-tencia terrestre, es decir, no ficticia, sino real, la masade los hombres presenta un espectáculo de tal mododegradante, tan melancólicamente pobre de iniciativa,de voluntad y de espíritu, que es preciso estar dotadoverdaderamente de una gran capacidad de ilusionarsepara encontrar en ellos una alma inmortal y la sombrade un libre arbitrio cualquiera. se presentan a noso-tros como seres absoluta y fatalmente determinados:determinados ante todo por la naturaleza exterior, porla configuración del suelo y por todas las condicionesmateriales de su existencia; determinados por las innu-merables relaciones políticas, religiosas y sociales, porlos hábitos, las costumbres, las leyes, por todo unmun-

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do de prejuicios o de pensamientos elaborados lenta-mente por los siglos pasados, y que se encuentran alnacer a la vida en sociedad, de la cual ellos no fueronjamás los creadores, sino los productos, primero, ymástarde los instrumentos. Sobre mil hombres apenas seencontrará uno del que se pueda decir, desde un puntode vista, no absoluto, sino solamente relativo, que quie-re y que piensa por sí mismo. La inmensa mayoría delos individuos humanos, no solamente en las masas ig-norantes, sino también en las clases privilegiadas, noquieren y no piensan más que lo que todo el mundoquiere y piensa a su alrededor; creen sin duda querery pensar por sí mismos, pero no hacen más que repro-ducir servilmente, rutinariamente, con modificacionespor completo imperceptibles y nulas, los pensamien-tos y las voluntades ajenas. Esa servilidad, esa rutina,fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de re-belión en la voluntad de iniciativa, en el pensamientode los individuos son las causas principales de la len-titud desoladora del desenvolvimiento histórico de lahumanidad. A nosotros, materialistas o realistas, queno creemos ni en la inmortalidad del alma ni en el li-bre arbitrio, esa lentitud, por afligente que sea, se nosaparece como un hecho natural. Partiendo del estadode gorila, el hombre no llega sino dificultosamente a

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la conciencia de su humanidad y a la realización de sulibertad. Ante todo no puede tener ni esa conciencia,ni esa libertad; nace animal feroz y esclavo, y no sehumaniza y no se emancipa progresivamente más queen el seno de la sociedad, que es necesariamente an-terior al nacimiento de su pensamiento, de su palabray de su voluntad; y no puede hacerlo más que por losesfuerzos colectivos de todos los miembros pasados ypresentes de esa sociedad, que es, por consiguiente, labase y el punto de partida natural de su humana exis-tencia. Resulta de ahí que el hombre no realiza su li-bertad individual o bien su personalidad más que com-pletándose con todos los individuos que lo rodean, ysólo gracias al trabajo y al poder colectivo de la socie-dad, al margen de la cual, de todos los animales fero-ces que existen sobre la tierra, permanecería siempreél, sin duda, el más estúpido y el más miserable. En elsistema de los materialistas, el único natural y lógico,la sociedad, lejos de aminorarla y de limitarla, crea, alcontrario, la libertad de los individuos humanos. Es laraíz, el árbol y la libertad es su fruto. Por consiguiente,en cada época el hombre debe buscar su libertad, noal principio, sino al fin de la historia, y se puede decirque la emancipación real y completa de cada individuo

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humano es el verdadero, el gran objeto, el fin supremode la historia.

Muy otro es el punto de vista de los idealistas. En susistema, el hombre se produce primeramente como unser inmortal y libre y acaba por convertirse en un escla-vo. Como espíritu inmortal y libre, infinito y competoen sí, no tiene necesidad de sociedad; de donde resultaque si se une en sociedad, no puede ser más que poruna especie de decadencia, o bien porque olvida y pier-de la conciencia de su inmortalidad y de su libertad. Sercontradictorio, infinito en el interior como espíritu, pe-ro dependiente, defectuoso material en el exterior, esforzado a asociarse, no en vista de las necesidades desu alma, sino para la conservación de su cuerpo. La so-ciedad no se forma, pues, más que por una especie desacrificio de los interés y de la independencia del al-ma a las necesidades despreciables del cuerpo. Es unaverdadera decadencia y una sumisión del individuo in-teriormente inmortal y libre, una renuncia, al menosparcial, a su libertad primitiva.

Se conoce la frase sacramental que en la jerga de to-dos los partidarios del Estado y del derecho jurídico ex-presa esa decadencia y ese sacrificio, ese primer pasofatal hacia el sometimiento humano. El individuo quegoza de una libertad completa en el estado natural, es

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decir antes de que se haya hecho miembro de ningunasociedad, sacrifica al entrar en esa última, una parte deesa libertad, a fin de que la sociedad le garantice todolo demás. A quien demanda la explicación de esa frase,se le responde ordinariamente con otra: La libertad decada individuo no debe tener otros límites que la detodos los demás individuos.

En apariencia, nada más justo ¿no es cierto? Y sinembargo esa frase contiene en germen toda la teoríadel despotismo. Conforme a la idea fundamental de losidealistas de todas las escuelas y contrariamente a to-dos los hechos reales, el individuo humano aparece co-mo un ser absolutamente libre en tanto y sólo en tantoque queda fuera de la sociedad, de donde resulta queesta última, considerada y comprendida únicamentecomo sociedad jurídica y política, es decir como Esta-do, es la negación de la libertad. He ahí el resultadodel idealismo; es todo lo contrario, como se ve, de lasdeducciones del materialismo, que, conforme a lo quepasa en el mundo real, hacen proceder de la sociedadla libertad individual de los hombres como una conse-cuencia necesaria del desenvolvimiento colectivo de lahumanidad.

La definición materialista, realista y colectivista dela libertad, por completo opuesta a la de los idealistas,

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es ésta. El hombre no se convierte en hombre y no lle-ga, tanto a la conciencia como a la realización de suhumanidad, más que en la sociedad y solamente porla acción colectiva de la sociedad entera; no se eman-cipa del yugo de la naturaleza exterior más que porel trabajo colectivo o social, lo único que es capaz detransformar la superficie terrestre en unamorada favo-rable a los desenvolvimientos de la humanidad; y sinesa emancipación material no puede haber emancipa-ción intelectual y moral para nadie. No puede eman-ciparse del yugo de su propia naturaleza, es decir nopuede subordinar los instintos y los movimientos desu propio cuerpo a la dirección de su espíritu cada vezmas desarrollado, más que por la educación y por lainstrucción; pero una y otra son cosas eminentes, ex-clusivamente sociales; porque fuera de la sociedad elhombre habría permanecido un animal salvaje o unsanto, lo que significa poco más o menos lo mismo.En fin, el hombre aislado no puede tener concienciade su libertad. Ser libre para el hombre como tal porotro hombre, por todos los hombres que lo rodean. Lalibertad no es, pues, un hecho de aislamiento, sino dereflexión mutua, no de exclusión, sino al contrario, dealianza, pues la libertad de todo individuo no es otracosa que el reflejo de su humanidad o de su derecho

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humano en la conciencia de todos los hombres libres,sus hermanos, sus iguales.

No puedo decirme y sentirme libre más que en pre-sencia y ante otros hombres. En presencia de un ani-mal de una especie inferior no soy ni libre ni hombre,porque ese animal es incapaz de concebir y por consi-guiente también de reconocer mi humanidad. No soyhumano y libre yo mismo más que en tanto que reco-nozco la libertad y la humanidad de todos los hombresque me rodean. Un antropófago que come a su prisio-nero, tratándolo de bestia salvaje, no es un hombre,sino un animal. Ignorando la humanidad de sus escla-vos ignora su propia humanidad. Toda sociedad anti-gua nos proporciona una prueba de eso: los griegos,los romanos, no se sentían libres como hombres, nose consideraban como tales por el derecho humano; secreían privilegiados como griegos, como romanos, so-lamente en el seno de su propia patria, en tanto queindependiente, inconquistada, y en tanto que conquis-taba, al contrario, a los demás países, por la protecciónespecial de sus dioses nacionales; y no se asombraban,ni creían tener el derecho y el deber de rebelarse cuan-do, vencidos, creían ellos mismos en la esclavitud.

Es el granmérito del cristianismo haber proclamadola humanidad de todos los seres humanos, comprendi-

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das entre ellos las mujeres, la igualdad de todos loshombres ante la ley. Pero ¿como la proclamó? en elcielo, para la vida futura, no para la vida presente yreal, no sobre la tierra. Por otra parte, esa igualdad enel porvenir es también una mentira, porque el númerode los elegidos es excesivamente restringido, como sesabe. Sobre ese punto, los teólogos de las sectas cris-tianas más diferentes están unánimes. Por tanto la lla-mada igualdad cristiana culmina en el más evidenteprivilegio, en el de algunos millares de elegidos por lagracia divina sobre losmillones de perjudicados. Por lodemás, esa igualdad de todos ante dios, aunque debie-ra realizarse para cada uno, no sería más que la igualnulidad y la esclavitud igual de todos ante un amo su-premo. El fundamento del culto cristiano y la primeracondición de salvación ¿no es la renunciación a la dig-nidad humana y el desprecio de esa dignidad en pre-sencia de la grandeza divina? Un cristiano no es unhombre, porque no tiene la conciencia de la humani-dad y porque, al no respetar la dignidad humana en símismo, no puede respetarla en otro y no respetándolaen otro, no puede respetarla en sí. Un cristiano pue-de ser un profeta, un santo, un sacerdote, un rey, ungeneral, un ministro, un funcionario, el representantede una autoridad cualquiera, un gendarme, un verdu-

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go, un noble, un burgués explotador o un proletariosubyugado, un opresor o un oprimido, un torturadoro un torturado, un amo o un asalariado, pero no tieneel derecho a llamarse hombre, porque el hombre no esrealmente tal más que cuando respeta y cuando amala humanidad y la libertad de todo el mundo, y cuan-do su libertad y su humanidad son respetadas, amadas,suscitadas y creadas por todo el mundo.

No soy verdaderamente libre más que cuando todoslo seres humanos que me rodean, hombres y mujeres,son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de serun límite o la negación de mi libertad, es al contrariosu condición necesaria y su confirmación. No me ha-go libre verdaderamente más que por la libertad delos otros, de suerte que cuanto más numerosos sonlos hombres libres que me rodean y más vasta es sulibertad, más extensa, más profunda y más amplia sevuelve mi libertad. Es al contrario la esclavitud de loshombres la que pone una barrera a mi libertad, o loque es lo mismo, su animalidad es una negación de mihumanidad, porque —una vez más— no puedo decir-me verdaderamente libre más que cuando mi libertad,o, lo que quiere decir lo mismo, cundo mi dignidad dehombre, mi derecho humano, que consisten en no obe-decer a ningún otro hombre y en no determinar mis

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actos más que conforme a mis convicciones propias,reflejados por la conciencia igualmente libre de todos,vuelven a mí confirmados por el asentimiento de todoel mundo. Mi libertad personal, confirmada así por lalibertad de todo el mundo, se extiende hasta el infinito.

Se ve que la libertad, tal como es concebida por losmaterialistas, es una cosa muy positiva, muy complejay sobre todo eminentemente social, porque no puedeser realizada más que por la sociedad y sólo en la másestrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos.Se pueden distinguir en ellas tres momentos de desen-volvimiento, tres elementos de los cuales el primero eseminentemente positivo y social; es el pleno desenvol-vimiento y el pleno goce de todas las facultades y po-tencias humanas para cada uno por la educación, porla instrucción científica y por la prosperidad material,cosas todas que no pueden ser dadas a cada uno másque por trabajo colectivo, material e intelectual, mus-cular y nervioso de la sociedad entera.

El segundo elemento o memento de la libertad esnegativo. Es la rebelión del individuo humano contratoda autoridad divina y humana, colectiva e individual.Primeramente es la rebelión contra la tiranía del fan-tasma supremo de la teología, contra dios. Es evidenteque en tanto tengamos un amo en el cielo, seremos es-

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clavos en la tierra. Nuestra razón y nuestra voluntadserán igualmente anuladas. En tanto que creamos de-berle una obediencia absoluta, y frente a un dios nohay otra obediencia posible, deberemos por necesidadsometernos pasivamente y sin la menor crítica a la san-ta autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos:Mesías, profetas, legisladores, divinamente inspirados,emperadores, reyes y todos sus funcionarios y minis-tros, representantes y servidores consagrados de lasdos grandes instituciones que se imponen a nosotroscomo establecidas por dios mismo para la dirección delos hombres: de la iglesia y del Estado. Toda autoridadtemporal o humana procede directamente de la auto-ridad espiritual o divina. Pero la autoridad es la nega-ción de la libertad. Dios, o más bien la ficción de dios,es, pues, la consagración y la causa intelectual y moralde toda esclavitud sobre la tierra, y la libertad de loshombres no será completa más que cuando hayan ani-quilado completamente la ficción nefasta de un amoceleste. Es en consecuencia la rebelión de cada unocontra la tiranía de los hombres, contra la autoridadtanto individual como social representada y legaliza-da por el Estado. Aquí, sin embargo, es preciso enten-derse bien, y para entenderse hay que comenzar porestablecer una distinción bien precisa entre la autori-

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dad oficial y por consiguiente tiránica de la sociedadorganizada en Estado, y la influencia y la acción natu-rales de la sociedad no oficial, sino natural sobre cadauno de sus miembros.

La rebelión contra esa influencia natural de la socie-dad es mucho más difícil para el individuo que la rebe-lión contra la sociedad oficialmente organizada, contrael Estado, aunque a menudo sea tan inevitable comoesta última. La tiranía social, a menudo aplastadora yfunesta, no presenta ese carácter de violencia impera-tiva, de despotismo legalizado y formal que distinguela autoridad del Estado. No se impone como una leya la que todo individuo está forzado a someterse bajopena de incurrir en un castigo jurídico. Su acción esmás suave, más insinuante, más imperceptible, peromucho más poderosa que la de la autoridad del Estado.Domina a los hombres por los hábitos, por las costum-bres, por la masa de los sentimientos y de los prejui-cios tanto de la vida material como del espíritu y delcorazón, y que constituye lo que llamamos la opiniónpública. Envuelve al hombre desde su nacimiento, lotraspasa, lo penetra, y forma la base misma de su exis-tencia individual de suerte que cada uno no es en cier-to modo más que el cómplice contra sí mismo, más omenos, y muy a menudo sin darse cuenta siquiera. Re-

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sulta que para rebelarse contra esa influencia que lasociedad ejerce naturalmente sobre él, el hombre deberebelarse, al menos en parte, contra sí mismo, porquecon todas sus tendencias y aspiraciones materiales, in-telectuales y morales, no es nada más que el productode la sociedad. De ahí ese poder inmenso ejercido porla sociedad sobre los hombres.

Desde el punto de vista de lamoral absoluta, es decirdesde el del respeto humano —y voy a decir al momen-to cómo la entiendo—, ese poder de la sociedad puedeser bienhechor, como puede ser también malhechor.Es bienhechor cuando tiende al desenvolvimiento dela ciencia, de la prosperidad material, de la libertad, dela igualdad y de la solidaridad fraternales de los hom-bres; es malhechor cuando tiene tendencias contrarias.Un hombre nacido en una sociedad de animales que-da, con pocas excepciones, un animal; nacido en unasociedad gobernada por sacerdotes, se convierte en unidiota, en un beato; nacido en una banda de ladrones,será, probablemente, un ladrón; nacido en la burgue-sía, será un explotador del trabajo ajeno; y si tiene ladesgracia de nacer en la sociedad de los semidioses quegobiernan la tierra, nobles, príncipes, hijos de reyes,será, según el grado de su capacidad, de sus mediosy de su poder, un despreciador, un esclavizador de la

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humanidad, un tirano. En todos estos casos, para la hu-manización misma del individuo, su rebelión contra lasociedad que lo ha visto nacer se hace indispensable.

Pero, lo repito, la rebelión del individuo contra la so-ciedad es una cosa más difícil que su rebelión contra elEstado. El Estado es una institución histórica, transito-ria, una forma pasajera de la sociedad, como la iglesiamisma de la cual no es sino el hermanomenor, pero notiene el carácter fatal e inmutable de la sociedad, que esanterior a todos los desenvolvimientos de la humani-dad y que, participando plenamente de la omnipoten-cia de las leyes, de la acción y de las manifestacionesnaturales, constituye la base misma de toda existenciahumana. El hombre, al menos desde que dio su primerpaso hacia la humanidad, desde que ha comenzado aser un ente humano, es decir un ser que habla y quepiensa más o menos, nace en la sociedad como la hor-miga nace en el hormiguero y como la abeja en su col-mena; no la elige, al contrario, es producto de ella, yestá fatalmente sometido a las leyes naturales que pre-siden sus desenvolvimientos necesarios, como a todaslas otras leyes naturales. La sociedad es anterior y a alvez sobrevive a cada individuo humano, como la na-turaleza misma; es eterna como la naturaleza, o másbien, nacida sobre la tierra, durará tanto como dure

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nuestra tierra. Una revuelta radical contra la sociedadsería, pues, tan imposible para el hombre como una re-vuelta contra la naturaleza, pues la sociedad humanano es por lo demás sino la última gran manifestaciónde la creación de la naturaleza sobre esta tierra; y unindividuo que quiera poner en tela de juicio la socie-dad, es decir la naturaleza en general y especialmentesu propia naturaleza, se colocaría por eso mismo fuerade todas las condiciones de una real existencia, se lan-zaría en la nada, en el vacío absoluto, en la abstracciónmuerta, en dios. Se puede, pues, preguntar con tan po-co derecho si la sociedad es un bien o un mal, como esimposible preguntar si la naturaleza, ser universal, ma-terial, real, único, supremo, absoluto, es un bien o unmal; es más que todo eso: es un inmenso hecho positi-vo y primitivo anterior a toda conciencia, a toda idea,a toda apreciación intelectual y moral, es la base mis-ma, es el mundo en el que fatalmente y más tarde sedesarrolla para nosotros lo que llamamos el bien y elmal.

No sucede lo mismo con el Estado; y no vacilo en de-cir que el Estado es el mal, pero un mal históricamentenecesario, tan necesario en el pasado como lo será tar-de o temprano su extinción completa, tan necesariocomo lo han sido la bestialidad primitiva y las divaga-

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ciones teológicas de los hombres. El Estado no es lasociedad, no es más que una de sus formas históricas,tan brutal como abstracta. Ha nacido históricamenteen todos los países del matrimonio de la violencia, dela rapiña, del saqueo, en una palabra de la guerra yde la conquista con los dioses creados sucesivamentepor la fantasía teológica de las naciones. Ha sido desdesu origen, y permanece siendo todavía en el presente,la sanción divina de la fuerza brutal y de la iniquidadtriunfante. Es, en los mismos países más democráticoscomo los Estados Unidos de América y Suiza (una pa-labra ilegible en el manuscrito) regular del privilegiode una minoría cualquiera y de la esclavización real dela inmensa mayoría.

La rebelión es muchomás fácil contra el Estado, por-que hay en la naturaleza misma del Estado algo queprovoca la rebelión. El Estado es la autoridad, es lafuerza, es la ostentación y la infatuación de la fuerza.No se insinúa, no procura convertir: y siempre que in-terviene lo hace de muy mala gana porque su natura-leza no es persuadir, sino imponer, obligar.

Por mucho que se esfuerce por enmascarar esa natu-raleza como violador legal de la voluntad de los hom-bres, como negación permanente de su libertad. Auncuando manda el bien, lo daña y lo deteriora, precisa-

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mente porque lo manda y porque toda orden provocay suscita las rebeliones legítimas de la libertad; y por-que el bien, desde el momento que es ordenado, desdeel punto de vista de la verdadera moral, de la moral hu-mana, no divina, sin duda, desde el punto de vista delrespeto humano y de la libertad, se convierte en mal.La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre con-sisten precisamente en esto: que hacen el bien, no por-que les es ordenado, sino porque lo concibe, lo quiereny lo aman. La sociedad no se impone formalmente, ofi-cialmente, autoritariamente; se impone naturalmente,y es a causa de eso mismo que su acción sobre el indi-viduo es incomparablemente más poderosa que la delEstado. Crea y forma todos los individuos que hacen yque se desarrollan en su seno. Hace pasar a ellos len-tamente, desde el día de su nacimiento hasta el de sumuerte, toda su propia naturaleza material, intelectualy moral; se individualiza, por decirlo así, en cada uno.

El individuo humano real es tan poco un ser univer-sal y abstracto que cada uno, desde el momento que seforma en las entrañas de la madre, se encuentra ya de-terminado y particularizado por una multitud de cau-sas y de acciones materiales, geográficas, climatológi-cas, etnográficas, higiénicas y por consiguiente econó-micas, que constituyen propiamente la naturaleza ma-

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terial exclusivamente particular de su familia, de suclase, de su nación, de su raza, y en tanto que las incli-naciones y las aptitudes de los hombres dependen delconjunto de todas esas influencias exteriores o físicas,cada uno nace con una naturaleza o un carácter indi-vidual materialmente determinado. Además, gracias ala organización relativamente superior del cerebro hu-mano, cada hombre aporta al nacer, en grados por lodemás diferentes, no ideas y sentimientos innatos, co-mo lo pretenden los idealistas, sino la capacidad a lavez material y formal de sentir, de pensar, de hablar yde querer. No aporta consigo más que la facultad deformar y de desarrollar las ideas y, como acabo de de-cirlo, un poder de actividad por completo formal, sincontenido alguno ¿Quien le da su primer contenido?La sociedad.

No es este el lugar de investigar cómo se han for-mado las primeras nociones y las primeras ideas, cuyamayoría eran naturalmente muy absurdas en las socie-dades primitivas. Todo lo que podemos decir con plenacertidumbre es que ante todo no han sido creadas aisla-da y espontáneamente por el espíritu milagrosamenteiluminado de individuos inspirados, sino por el traba-jo colectivo, frecuentemente imperceptible del espíri-tu de todos los individuos que han constituido parte

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de esas sociedades, y del cual los individuos notables,los hombres de genio, no han podido nunca dar la másfiel o la más feliz expresión, pues todos los hombresde genio han sido como Voltaire: «tomaban su bien entodas partes donde lo encontraban». Por tanto es eltrabajo intelectual colectivo de las sociedades primiti-vas el que ha creado las primeras ideas. Estas ideas nofueron al principio nada más que simples comproba-ciones, naturalmente muy imperfectas, de los hechosnaturales y sociales y las conclusiones aún menos ra-cionales sacadas de esos hechos. Tal fue el comienzode todas las representaciones, imaginaciones y pensa-mientos humanos. El contenido de estos pensamien-tos, lejos de haber sido creado por una acción espontá-nea del espíritu humano, le fue dado primeramente porel mundo real tanto exterior como interior. El espíritudel hombre, es decir, el trabajo o el funcionamientocompletamente orgánico y por consiguiente materialde su cerebro, provocado por las impresiones exterio-res e interiores que le transmiten sus nervios, no añademás que una acción formal, que consiste en comparary en combinar esas impresiones de cosas y de hechosen sistemas justos o falsos. Es así cómo nacieron lasprimeras ideas. Por la palabra se precisaron esas ideas,o más bien esas primeras imaginaciones, y se fijaron,

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transmitiéndose de un individuo a otro; de suerte quelas imaginaciones individuales de cada uno se encon-traron, se controlaron, se modificaron, se complemen-taron mutuamente y, confundiéndose más o menos enun sistema único, acabaron por formar la concienciacomún, el pensamiento colectivo de la sociedad. Estepensamiento, transmitido por la tradición de una ge-neración a otra, y desarrollándose cada vez más por eltrabajo intelectual de los siglos, constituye el patrimo-nio intelectual y moral de una sociedad, de una clase,de una nación.

Cada generación nueva encuentra en su cuna todoun mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimien-tos que recibe como una herencia de los siglos pasa-dos. Ese mundo no se presenta al principio al hombrerecién nacido bajo su forma ideal, como sistema de re-presentaciones y de ideas, como religión, como doctri-na; el niño sería incapaz de recibirlo y de concebirlobajo es forma; pero se impone a él como un sistemade hechos encarnado y realizado en las personas y entodas las cosa que lo rodean, y que habla a sus senti-dos por todo lo que oye y lo que ve desde el primer díade su vida. Porque las ideas y las representaciones hu-manas, no habiendo sido desde el principio nada másque productos de hechos reales, tanto naturales como

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sociales, es decir, el reflejo o la repercusión en el ce-rebro humano y la reproducción, por decirlo así, idealy más o menos racional de esos hechos por el órganoabsolutamente material del pensamiento humano, ad-quirieron más tarde, desde que se han establecido bienla conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, dela manera que acabo de explicarlo, el poder de conver-tirse a su vez en causas productoras de hechos nuevos,no propiamente naturales, sino sociales. Acaban pormodificar y por transformar, muy lentamente, es ver-dad, la existencia, los hábitos y las instituciones huma-nos, en una palabra, todas las relaciones de los hom-bres en la sociedad, y por su encarnación en las cosasmás diarias de la vida de cada uno, se vuelven sensi-bles, palpables para todos, aun para los niños. De suer-te que cada generación nueva se penetra de ellas desdesu más tierna infancia, y cuando llega a la edad viril,donde comienza propiamente el trabajo de su propiopensamiento, necesariamente acompañado de una crí-tica nueva, encuentra en sí, lo mismo que en la socie-dad que la rodea, todo un mundo de pensamientos ode representaciones fijas que le sirven de punto de par-tida y le dan en cierto modo la materia prima o el ma-terial para su propio trabajo intelectual y moral. A esenúmero pertenecen las imaginaciones tradicionales y

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comunes que losmetafísicos, engañados por lamanerapor completo imperceptible e insensible con que, des-de afuera, penetran y se imprimen en el cerebro de losniños, antes aún de que lleguen a la conciencia de sí,llaman falsamente ideas innatas.

Tales son las ideas generales o abstractas sobre ladivinidad y sobre el alma, ideas completamente absur-das, pero inevitables, fatales en el desenvolvimientohistórico del espíritu humano, que, no llegando sinomuy lentamente, a través de muchos siglos, al cono-cimiento racional y crítico de sí mismo y de sus ma-nifestaciones propias, parte siempre del absurdo parallegar a la verdad y de la esclavitud para conquistar lalibertad; ideas sancionadas por la ignorancia universaly por la estupidez de los siglos, tanto como por el inte-rés bien entendido de las clases privilegiadas, hasta elpunto de que hoy mismo no se podría pronunciar unoabiertamente y en un lenguaje popular contra ellas, sinrebelar a una gran parte de las masas populares y sincorrer el peligro de ser lapidado por la hipocresía bur-guesa. Al lado de estas ideas abstractas, y siempre enalianza íntima con ellas, el adolescente encuentra en lasociedad y, a consecuencia de la influencia omnipoten-te ejercida por esta última sobre su infancia, encuentraen sí mismo una cantidad de otras representaciones e

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ideas mucho más determinadas y que se refieren decerca de la vida real del hombre, a su existencia coti-diana. Tales son las representaciones sobre la natura-leza y sobre el hombre, sobre la justicia, sobre los de-beres y los derechos de los individuos y de las clases,sobre las conveniencias sociales, sobre la familia, sobrela propiedad, sobre el Estado y muchas otras aun queregulan las relaciones entre los hombres. Todas estasideas que encuentra al nacer, encarnadas en las cosasy en los hombres, y que se imprimen en su propio es-píritu por la educación y por la instrucción que recibeantes de que haya llegado a la conciencia de sí mis-mo, las encuentra más tarde consagradas, explicadas,comentadas por las teorías que expresan la concienciauniversal o el prejuicio colectivo y por todas las institu-ciones religiosas, políticas y económicas de la sociedadde que constituye parte. Está de tal modo impregnadoél mismo por ellas, que, estuviese o no interesado endefenderlas, es involuntariamente su cómplice por to-dos sus hábitos materiales, intelectuales y morales.

De lo que hay que asombrarse, pues, no es de la ac-ción omnipotente que esas ideas, que expresan la con-ciencia colectiva de la sociedad, ejercen sobre la masade los hombres; sino al contrario, que se encuentrenen esa masa individuos que tienen el pensamiento, la

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voluntad y el valor para combatirlas. Porque la presiónde la sociedad sobre el individuo es inmensa, y no haycarácter bastante fuerte, ni inteligencia bastante pode-rosa que puedan considerarse al abrigo del alcance deesa influencia tan despótica como irresistible.

Nada pruebamejor el carácter social del hombre queesa influencia. Se diría que la conciencia colectiva deuna sociedad cualquiera, encarnada tanto en las gran-des instituciones públicas como en todos los detallesde la vida privada, y que sirven de base a todas susteorías, forma una especie de medio ambiente, una es-pecie de atmósfera intelectual y moral, perjudicial, pe-ro absolutamente necesaria para la existencia de todossus miembros. Los domina, los sostiene al mismo tiem-po, asociándolos entre sí por relaciones habituales ynecesariamente determinadas por ella; inspirando a ca-da uno la seguridad, la certidumbre, y constituyendopara todos la condición suprema de la existencia degran número, la trivialidad, la rutina.

La gran mayoría de los hombres, no sólo en las ma-sas populares, sino en las clases privilegiadas e ins-truidas tanto y a menudo aún más que en las incul-tas, están intranquilos y no se sienten en paz consigomismos más que cuando en sus pensamientos y en to-dos los actos de su vida siguen fielmente, ciegamente

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la tradición y la rutina: «Nuestros padres han pensa-do y hecho así, nosotros debemos pensar y obrar co-mo ellos; todo el mundo piensa y obra así a nuestroalrededor, ¿por qué habríamos de pensar y de obrarde otro modo que como todo el mundo?». Estas pala-bras expresan la filosofía, la convicción y la prácticade las 99/100 partes de la humanidad, tomada indife-rentemente en todas las clases de la sociedad. Y comolo he observado ya, ese es el mayor impedimento pa-ra el progreso y para la emancipación más rápida dela especie humana. ¿Cuáles son las causas de esta len-titud desoladora y tan próxima al estancamiento queconstituyen, según mi opinión, la mayor desgracia dela humanidad? Esas causas son múltiples. Entre ellas,una de las más considerables, sin duda, es la ignoran-cia de las masas. Privadas general y sistemáticamen-te de toda educación científica, gracias a los cuidadospaternales de todos los gobiernos y de las clases pri-vilegiadas, que consideran útil mantenerlas el más lar-go tiempo posible en la ignorancia, en la piedad, en lafe, tres sustantivos que expresan poco más o menos lamisma cosa, ignoran igualmente la existencia y el usode ese instrumento de emancipación intelectual que sellama la crítica, sin la cual no puede haber revoluciónmoral y social completa. Las masas a quienes interesa

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tanto rebelarse contra el orden de cosas establecido, seadaptaron más o menos a la religión de sus padres, aesa providencia de las clases privilegiadas.

Las clases privilegiadas, que no tienen ya, digan loque quieran, ni la fe ni la piedad, se han adaptado aella a su vez por su interés político y social. Pero esimposible decir que sea esa la razón única de su apegopasional a las ideas dominantes. Por mala opinión quetenga del valor actual, intelectual y moral de esas cla-ses, no puedo admitir que sea sólo el interés el móvilde sus pensamientos y de sus actos.

Hay sin duda en toda clase y en todo partido un gru-po más o menos numeroso de explotadores inteligen-tes, audaces y conscientemente deshonestos, llamadoshombres fuertes, libres de todo prejuicio intelectual ymoral, igualmente indiferentes frente a todas las con-vicciones y que se sirven de todos si es necesario parallegar a su fin. Pero esos hombres distinguidos formansiempre en las clases más corrompidas sólo una mi-noría muy ínfima; la multitud es tan carneril en ellascomo en el pueblo mismo. Sufre naturalmente la in-fluencia de sus intereses que le hacen de la reacciónuna condición de existencia. Pero es imposible admi-tir que, al esgrimir la reacción, no obedezca más quea un sentimiento de egoísmo. Una gran masa de hom-

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bres, aun pasablemente corrompidos, cuando obra co-lectivamente no podría ser tan depravada. Hay en todaasociación numerosa —y con más razón en asociacio-nes tradicionales, históricas, como las clases, aunquehayan llegado hasta el punto de haberse vuelto absolu-tamente maléficas y contrarias al interés y al derechode todo el mundo—, un principio de moralidad, unareligión, una creencia cualquiera, sin duda muy pocoracional, la mayor parte de las veces ridícula y por con-siguiente muy estrecha, pero sincera, y que constituyela condición moral indispensable de su existencia.

El error común y fundamental de todos los idealis-tas, error que por otra parte es una consecuencia muylógica de todo su sistema, es buscar la base de la mo-ral en el individuo aislado, siendo la verdad que no seencuentra y no puede encontrarse más que en los indi-viduos asociados. Para probarlo, comencemos por exa-minar, una vez por todas, al individuo aislado o abso-luto de los idealistas. Ese individuo humano solitario yabstracto es una ficción, semejante a la de Dios, puesambas han sido creadas simultáneamente por la fan-tasía creyente o por la razón infantil, no reflexiva, niexperimental, ni crítica, sino imaginativa de los pue-blos, primero, y más tarde desarrolladas, explicadas ydogmatizadas por las teorías teológicas y metafísicas

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de los pensadores idealistas. Ambas, representando unabstracto vacío de todo contenido e incompatible conuna realidad cualquiera, de la ficción de dios: en Con-sideraciones filosóficas probaré aún más su absurdo.Ahora quiero analizar la ficción tan inmoral como ab-surda de ese individuo humano, absoluto o abstracto,que los moralistas de las escuelas idealistas toman porbase de sus teorías políticas y sociales.

No me será difícil probar que el individuo humanoque preconizan y que aman, es un ser perfectamenteinmoral. Es el egoísmo personificado, el ser antisocialpor excelencia. Puesto que está dotado de un alma in-mortal, es infinito y completo en sí; por consiguienteno tiene necesidad de nadie, ni aun de dios, y con másrazón no tiene necesidad tampoco de otros hombres.Lógicamente, no debía soportar la existencia de un in-dividuo superior tan infinito y tan inmortal o mas in-mortal y más infinito que él mismo, sea a su lado, seapor encima de él. Debería ser el único hombre sobrela tierra, qué digo, debería ser el único ser, el mundo.Porque lo infinito que halla cualquier cosa fuera de sí,encuentra un límite, no es ya infinito, y dos infinitosque se encuentran se anulan.

¿Por qué los teólogos y los metafísicos, que se mues-tran por otra parte lógicos tan sutiles, han cometido y

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continúan cometiendo la inconsecuencia de admitir laexistencia de muchos hombres igualmente inmortales,es decir igualmente infinitos, y por encima de ellos lade un dios todavía más inmortal ymás infinito? Han si-do forzados por la imposibilidad absoluta de negar laexistencia real, la mortalidad tanto como la indepen-dencia mutua de los millones de seres humanos quehan vivido y que viven sobre esta tierra. Este es unhecho del que, a pesar de toda su buena voluntad, nopueden hacer abstracción. Lógicamente, habrían debi-do concluir que las almas no son inmortales, que no tie-nen existencia separada de sus envolturas corporalesy mortales, y que al limitarse y encontrarse en una de-pendencia mutua, encontrando fuera de ellas mismasuna infinidad de objetos diferentes, los individuos hu-manos, como todo lo que existe en este mundo, son se-res pasajeros, limitados y finitos. Pero al reconocer eso,deberían renunciar a las bases mismas de sus teoríasideales, deberían colocarse bajo la bandera del mate-rialismo puro, o de la ciencia experimental y racional.Es a lo que los invita también la voz poderosa del siglo.

Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de inspi-rados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y suespíritu impulsado por las sutiles mentiras de la meta-física, habituado a los crepúsculos de las fantasías idea-

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les, se rebelan contra las conclusiones francas y contrala plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horrorque prefieren soportar la contradicción que crean ellosmismos por esa ficción absurda del alma inmortal, a te-ner que buscar la solución en un absurdo nuevo, en laficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría,dios no es realmente otra cosa que el último refugio yla expresión suprema de todos los absurdos y contra-dicciones del idealismo. En la teología, que representala metafísica infantil e ingenua, aparece como la basey la causa primera del absurdo, pero en la metafísicapropiamente dicha, es decir en la teología sutilizada yracionalizada, constituye al contrario la última instan-cia y el supremo recurso, en el sentido que todas lascontradicciones que parecen insolubles en el mundoreal, son explicadas en dios y por dios, es decir por elabsurdo envuelto todo lo posible en una apariencia deracional.

La existencia de un dios personal, la inmortalidaddel alma, son dos ficciones inseparables, son los dospolos del mismo absurdo absoluto, el uno provoca elotro y el uno busca vanamente su explicación, su ra-zón de ser en el otro. Así, para la contradicción eviden-te que hay entre la infinitud supuesta de cada hombrey el hecho real de la existencia de muchos hombres,

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por consiguiente una cantidad de seres infinitos quese encuentra, fuera uno del otro, limitándose necesa-riamente; entre su inmortalidad y su mortalidad; entresu dependencia natural y su independencia absolutarecíprocas, los idealista no tienen nada más que unasola respuesta: dios; y si esa respuesta no os explicanada, y no os satisface, tanto peor para vosotros. Nopueden daros otra.

La ficción de la inmortalidad del alma y la de la mo-ral individual, que es su consecuencia necesaria, son lanegación de toda moral. Y bajo este aspecto, es preci-so hacer justicia a los teólogos que, mucho más conse-cuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevi-damente lo que hoy se ha convenido en llamar lamoralindependiente; declarando con mucha razón, desde elmomento que se admite la inmortalidad del alma y laexistencia de dios, que es preciso reconocer tambiénque no puede haber más que una sola moral, la ley di-vina, revelada, la moral religiosa, es decir la relacióndel alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuerade esa relación irracional, milagrosa y mística, la únicasanta y la única salvadora, y fuera de las consecuenciasque se derivan de ella para el hombre, todas las otrasrelaciones son malas. La moral divina es la negaciónabsoluta de la moral humana.

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La moral divina ha encontrado su perfecta expre-sión en esta máxima cristiana: «Amarás a dios másque a ti mismo y amarás a tu prójimo tanto como a timismo», lo que implica el sacrificio de sí mismo y delprójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, pue-de ser calificado de locura; pero el sacrificio del próji-mo es, desde el punto de vista humano, absolutamenteinmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhu-mano? Por la salvación de mi alma. Esa es la últimapalabra del cristianismo. Por consiguiente, para com-placer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a miprójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo nodisminuido, ni destruido, sino sólo enmascarado en elcatolicismo, por la colectividad forzada y por la unidadautoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, apareceen toda su franqueza cínica en el protestantismo, quees una especie de «¡sálvese quien pueda!» religioso.

Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguarese egoísmo, que es el principio inherente y fundamen-tal de todas las doctrinas ideales, hablando muy poco,lomenos posible, de las relaciones del hombre con diosy mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Loque no es de ningún modo hermoso, ni franco, ni lógi-co de su parte; porque, desde el momento que se admi-te la existencia de dios, se está forzado a reconocer las

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relaciones del hombre con dios; y se debe reconocerque en presencia de esas relaciones con el ser abso-luto y supremo, todas las otras relaciones son necesa-riamente simuladas. O bien dios no es dios, o bien supresencia lo absorbe, lo destruye todo. Pero pasemosadelante…

Los metafísicos buscan, pues, la moral en las relacio-nes de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, preten-den que es un hecho absolutamente individual, una leydivina escrita en el corazón de cada hombre, indepen-dientemente de sus relaciones con los otros individuoshumanos. Tal es la contradicción inextricable sobre laque está fundada la teoría moral de los idealistas. Des-de el momento que llevo, anteriormente a todas misrelaciones con la sociedad y por consiguiente indepen-dientemente de toda influencia de esa sociedad sobremi propia persona, una ley escrita primitivamente pordios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamenteextraña e indiferente, si no hostil a mi existencia en lasociedad; no puede concernir a mis relaciones con loshombres, y no puede regular más que mis relacionescon dios, como lo afirma muy lógicamente la teología.En cuanto a los hombres, desde el punto de vista deesa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndoseformado la ley moral e inscripto en mi corazón al mar-

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gen de todas mis relaciones con los hombres, no puedetener nada que ver con ellos. Pero, se dirá, esa ley osmanda precisamente amar a los hombres, tanto comoa vosotros mismos, porque son vuestros semejantes, yno hacerles nada que no queráis vosotros que se os ha-ga, observar frente a ellos la igualdad, la ecuación mo-ral, la justicia. A esto respondo que si es verdad quela ley moral contiene ese mandamiento, debo concluirque no ha sido formada y que no ha sido escrita aislada-mente en mi corazón; supone necesariamente la exis-tencia anterior de mis relaciones con otros hombres,mis semejantes; por consiguiente la ley no crea esas re-laciones, sino que, hallándolas establecidas, las regulasolamente, y en cierto modo en su manifestación desa-rrollada, su explicación y su producto. De donde resul-ta que la ley moral no es un hecho individual, sino so-cial, una creación de la sociedad. Si fuera de otro modo,la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, re-gularíamis relaciones con seres con quienes no tendríarelación alguna y de quienes ignoraría la existencia.

Para eso los metafísicos tienen una respuesta. Dicenque cada individuo humano la trae al nacer, inscriptapor la mano de dios en su corazón, pero que no se en-cuentra al principio en él más que en el estado latente,sólo en el estado de potencia, no realizada, ni mani-

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festada por el individuo mismo, que no puede realizar-la y que no puede descifrarla en sí más que desenvol-viéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hom-bre, en una palabra, no llega a la conciencia de esa ley,que le es inherente, más que por sus relaciones con losotros hombres.

Por esta explicación, si no racional, al menos muyplausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas,de los sentimientos y de los principios innatos. Se co-noce esa doctrina; el alma humana, inmortal e infinitaen su esencia, pero corporalmente determinada, limi-tada, entorpecida y por decirlo así cegada y aniquila-da en su existencia real, contiene todos esos principioseternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber ab-solutamente nada. Inmortal, debe ser necesariamenteeterna en el pasado tanto como en el provenir. Porquesi hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemen-te un fin; no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha he-cho durante toda esa eternidad que deja tras sí? Solodios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, loignora. Es un gran misterio, lleno de contradiccionespalpables, para resolver las cuales es preciso apelar ala contradicción suprema, a dios. Lo cierto es que con-serva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso desu ser, todos los principios divinos. Pero perdida en su

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cuerpo terrestre, embrutecida por las condiciones gro-seramente materiales de su nacimiento y de su existen-cia sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas,ni el poder de volverlas a recordar. Es como si no lastuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una multitudde almas humanas, todas igualmente inmortales por suesencia, y todas igualmente embrutecidas, envilecidasy materializadas en su existencia real, se encuentrande nuevo. Al principio se reconocen tan poco que unalma materializada come a la otra. La antropofagia, sesabe, fue la primera práctica del género humano. Lue-go, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cadacual se esfuerza por someter a los demás; es el largo pe-ríodo de la esclavitud, período que está muy lejos dehaber llegado a su término. Ni en la antropofagia nien la esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo algunode principios divinos. Pero en esa lucha incesante delos pueblos y de los hombres entre sí, que constituyela historia, y después de los sufrimientos sin númeroque son su resultado más claro, las almas se despier-tan poco a poco, salen de su entorpecimiento, de suembrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen yprofundizan cada vezmás en su ser íntimo, provocadasy suscitadas mutuamente; por lo demás comienzan arecordarse, a presentir primero, a entrever después y a

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percibir claramente los principios que dios ha trazadocon su propia mano desde la eternidad.

Este despertar y este recuerdo no se efectúan pri-mero en las almas más infinitas y más inmortales, loque sería absurdo; pues el infinito no admite ni más nimenos, lo que hace que el alma del más grande idiotasea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; seefectúan en las almas menos groseramente materiali-zadas, y por consecuencia más capaces de despertarsey de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en losinspirados de dios, en los reveladores, en los profetas.Una vez que estos grandes y santos hombres, ilumina-dos y provocados por el espíritu, sin ayuda del cualnada grande ni bueno se hace en este mundo, una vezque han vuelto a encontrar en sí mismos una de esasdivinas verdades que todo hombre lleva inconsciente-mente en su alma, se hace naturalmente mucho másfácil a los hombres más groseramente materializadosla realización de ese mismo descubrimiento en sí mis-mos. Y es así como toda gran verdad, todos los princi-pios eternos manifestados primero en la historia comorevelaciones divinas, se reducen más tarde a verdadesdivinas, sin duda, pero que cada uno, no obstante, pue-de y debe encontrar en sí y reconocer como la base desu propia esencia infinita, o de su alma inmortal. Es-

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to explica cómo una verdad al principio revelada porun solo hombre, al difundirse poco a poco en el exte-rior, hace sus discípulos, primero poco numerosos yordinariamente perseguidos tanto por los amos comopor las masas y por los representantes oficiales de lasociedad; pero al difundirse más y más, a causa mismade sus persecuciones, acaba por invadir tarde o tem-prano la conciencia colectiva y después de haber sidolargo tiempo una verdad exclusivamente individual, setrasforma al fin en una verdad socialmente aceptada:realizada bien omal, en las instituciones públicas y pri-vadas de la sociedad, se convierte en ley.

Tal es la teoría general de los moralistas de la escue-la metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plau-sible y parece reconciliar las cosas más dispares: la re-velación divina y la razón humana, la inmortalidad yla independencia absolutas de los individuos, con sumortalidad y su dependencia absolutas, el individua-lismo y el socialismo. Pero al examinar esta teoría ysus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reco-nocer que no es más que una reconciliación aparenteque cubre bajo una falsa máscara de racionalismo y desocialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino so-bre la razón humana y del egoísmo individual sobre lasolidaridad social. En última instancia, culmina en la

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separación y en el aislamiento absoluto de los indivi-duos, y por consiguiente en la negación de toda moral.A pesar de sus pretensiones de racionalismo puro, co-mienza por la negación de toda razón, por el absurdo,por la ficción del infinito perdido en lo finito, o por lasuposición de un alma, de una cantidad de almas in-mortales alojadas y aprisionadas en cuerpos mortales.Para corregir y explicar ese absurdo se vio obligada arecurrir a otro, el absurdo por excelencia, a dios, es-pecie de alma inmortal, personal, inmutable, alojaday aprisionada en un universo pasajero y mortal y quesin embargo conserva su omnisciencia y omnipoten-cia. Cuando se le plantean cuestiones indiscretas, quees naturalmente incapaz de resolver, porque el absur-do no se resuelve ni se explica, responde con esa te-rrible palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al nosignificar absolutamente nada o al significar lo imposi-ble, según ella, lo resuelve, lo explica todo. Esto es cosasuya y su derecho; es por eso que, heredera e hija máso menos obediente de la teología, se llama metafísica.

Lo que tenemos que considerar aquí son las conse-cuencias morales de su teoría. Comprobemos primeroque sumoral, a pesar de su apariencia socialista, es unamoral profundamente, exclusivamente individual, des-pués de lo cual no nos será difícil probar que, tenien-

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do ese carácter dominante, es en efecto la negación detoda moral.

En esta teoría, el alma inmortal e individual de ca-da hombre, infinita o absolutamente completa por suesencia, y como tal no teniendo absolutamente necesi-dad de ningún ser, ni de relaciones con otros seres paracompletarse, se encuentra aprisionada y como aniqui-lada de antemano en un cuerpo mortal. En ese estadode decadencia, cuyas razones sin duda nos quedaráneternamente desconocidas, porque el espíritu humanoes incapaz de explicarlas y porque la explicación se en-cuentra sólo en el misterio absoluto, en dios; reducidaa ese estado de materialidad y de dependencia abso-luta frente al mundo exterior, el alma humana tienenecesidad de la sociedad para despertar, para volveren sí, para conocerse y conocer los principios divinosdepositados por dios mismo desde la eternidad en suseno y que constituyen su propia esencia. Tales sonel carácter y la parte socialista de esta teoría. Pues lasrelaciones de hombre a hombre y de cada individuohumano con todos los demás, la vida social en una pa-labra, no aparecen más que como un medio necesariode desenvolvimiento, como un punto de tránsito, nocomo el fin; el fin absoluto y último para cada indivi-duo es él mismo, al margen de todos los demás indi-

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viduos humanos; es él mismo en presencia de la indi-vidualidad absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad delos hombres para salir de su aniquilamiento terrestre,para encontrarse de nuevo, para volver a percibir suesencia inmortal, pero, una vez encontrada, no nacien-do en lo sucesivo su vida más que de ella misma, levuelve la espalda y queda sumergida en la contempla-ción del absurdo místico, en la adoración de su dios.Si conserva entonces aún algunas relaciones con loshombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuen-cia, por amor hacia ellos, porque no se ama más que loque se necesita y a quien tiene necesidad de vosotros;y el hombre que ha encontrado su esencia infinita einmortal, completo en sí, no tiene necesidad más quede dios, que, por un misterio que sólo comprenden losmetafísicos, parece poseer una infinitud más infinita yuna inmortalidad más inmortal que la de los hombres;sostenido en lo sucesivo por la omnisapiencia y la om-nipotencia divinas, el individuo, recogido y libre en sí,no puede tener necesidad de otros hombres. Por consi-guiente, si continúa guardando algunas relaciones conellos, no puede ser más que por dos razones.

Primero, porque en tanto que permanezca rebozadoen su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abri-garse, de cubrirse, de defenderse tanto de la naturaleza

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exterior como de los ataques de los hombres mismos,y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad deuna cantidad de cosasmateriales que constituyen la co-modidad, el confort, el lujo, y de las cuales algunas, des-conocidas por nuestros padres, son consideradas hoypor todo el mundo como objetos de primera necesidad.Habría podido muy bien seguir el ejemplo de los san-tos de los siglos pasados, aislándose en alguna cavernay alimentándose de raíces. Pero parece que eso no estáya en los gustos de los santos modernos, que piensan,sin duda, que la comodidad material es necesaria parala salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesi-dad de todas estas cosas; pero estas cosas no puedenser producidas más que por el trabajo colectivo de loshombres: el trabajo aislado de un solo hombre seríaincapaz de producir la millonésima parte de ello. Dedonde resulta que el individuo, en posesión de su almainmortal y de su libertad interior independiente de lasociedad, el santo moderno, tiene materialmente nece-sidad de esta sociedad, sin necesitarla de ningúnmodo,desde el punto de vista moral.

¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a relacio-nes que, no siendo motivadas más que por las necesi-dades exclusivamente materiales, no se encuentran almismo tiempo sancionadas, apoyadas por una necesi-

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dadmoral cualquiera? Evidentemente, no puede habermás que uno solo, es el de explotación. Y en efecto, enla moral metafísica y en la sociedad burguesa que tie-ne, como se sabe, esa moral por base, cada individuose convierte necesariamente en el explotador de la so-ciedad, es decir, de todos, y el Estado, bajo sus formasdiferentes, desde el Estado teocrático y la monarquíamás absoluta hasta la república más democrática ba-sada en el sufragio universal más amplio, no es otracosa que el regulador y la garantía de esa explotaciónmutua.

En la sociedad burguesa, fundada en la moral meta-física, cada individuo, por la necesidad o por la lógicamisma de su posición, aparece como un explotador delos demás, porque tiene necesidad de todos material-mente y no tiene necesidad de nadie moralmente. Portanto, cada uno, huyendo de la solidaridad social co-mo de un estorbo a la plena libertad de su alma, perobuscándola como un medio necesario para el manteni-miento de su cuerpo, no la considera más que desdeel punto de vista de su utilidad material, personal, yno le aporta, no le da más que lo que es absolutamen-te necesario para tener, no el derecho, sino el poderde asegurarse esa utilidad para sí mismo. Cada cual laconsidera, en una palabra, como lo haría un explota-

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dor. Pero aun cuando todos son igualmente explotado-res, es preciso que haya en ella felices y desdichados,porque toda explotación supone explotados.

Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempoen potencia y en realidad; y otros, el gran número, elpueblo, que no lo son solamente más que en potencia,en el querer, pero no en la realidad. Realmente son loseternos explotados. En economía social, he ahí a quellega la moral metafísica o burguesa: a una guerra sintregua ni cuartel entre todos los individuos, a una gue-rra encarnizada en que perece el mayor número paraasegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría. Lasegunda razón que puede inducir a un individuo, llega-do a la plena posesión de sí mismo, a conservar rela-ciones con los otros hombres, es el deseo de agradar adios y el deber de cumplir su segundomandamiento; elprimero es amar a dios más que a sí mismo, y el segun-do amar a los hombres, al prójimo, como a sí mismo yhacerles, por amor a dios, todo el bien que desee unoque le hagan. Notad estas palabras: «por amor a dios»;expresan perfectamente el carácter del único amor hu-mano posible en la moral metafísica, que consiste pre-cisamente en no amar a los hombres por sí, por propianecesidad, sino sólo para complacer al amo soberano.Por lo demás, debe ser así; porque desde el momento

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que la metafísica admite la existencia de un dios y lasrelaciones del hombre con dios, debe, como la teología,subordinarle todas las relaciones humanas. La idea dedios destruye todo lo que no es dios, reemplazando to-das las realidades humanas y terrestres por ficcionesdivinas.

En la moral metafísica, he dicho, el hombre llega-do a la conciencia de su alma inmortal y de su liber-tad individual ante dios y en dios, no puede amar alos hombres, porque moralmente no tiene necesidadde ello, y porque no puede amar, he añadido aún, másque lo que tiene necesidad de vosotros. Si se cree a losteólogos y a los metafísicos, la primera condición esperfectamente cumplida en las relaciones del hombrecon dios, porque pretenden que el hombre no puedepasarse sin dios. El hombre, pues, puede y debe amar adios, puesto que tiene tanta necesidad de él. En cuantoa la segunda condición, la de no poder amar más quelo que tiene necesidad de ese amor, no se encuentrarealizada en las relaciones del hombre con dios. Seríauna impiedad decir que dios puede tener necesidad delamor de los hombres. Porque tener necesidad significacarecer de una cosa que es necesaria a la plenitud dela existencia; es, pues, una manifestación de debilidad,una opinión de pobreza. Dios, absolutamente comple-

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to en si, no puede tener necesidad de nadie, ni de nada.No teniendo ninguna necesidad del amor de los hom-bres, no puede amarlos; y lo que se llama su amor hacialos hombres no es más que su aplastamiento absolu-to, semejante y naturalmente más formidable aún queaquel que el poderoso emperador de Alemania ejerci-ta hoy en relación a todos sus súbditos. El amor de loshombres hacia dios se parece también mucho al de losalemanes hacia este monarca, tan poderoso hoy que,después de dios, no conocemos poder más grande queel suyo.

El amor verdadero, real, expresión de una necesidadmutua e igual, no puede existir más que entre iguales.El amor del superior al inferior es el aplastamiento, laopresión, el desprecio, es el egoísmo, el orgullo, la va-nidad triunfantes en el sentimiento de una grandezafundada sobre el rebajamiento ajeno. El amor del infe-rior al superior es la humillación, los terrores y las es-peranzas del esclavo que espera de su amo la desgraciao la dicha.

Tal es el carácter del llamado amor de dios hacia loshombres y de los hombres hacia dios. Es el despotismode uno y la esclavitud de los otros. ¿Qué significan,pues, estas palabras: amar a los hombres y hacerlesbien por amor de dios? Es tratarlos como dios quiere

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que sean tratados. ¿Y cómo quiere que sean tratados?Como esclavos. Dios, por su naturaleza, está obligadoa considerarlos como esclavos absolutos; considerán-dolos como tales, no puede obrar de otro modo quetratándolos como tales. Para emanciparlos no tendríamás que un solo medio: abdicar, anularse y desapare-cer. Pero eso equivaldría a exigir demasiado de su om-nipotencia. Puede, para conciliar el amor extraño quesiente hacia los hombres con su eterna justicia, no me-nos singular, sacrificar su único hijo, como nos cuentael evangelio; pero abdicar, suicidarse por amor a loshombres no lo hará nunca amenos que no se le obliguea ello por la crítica científica. En tanto que la fantasíacrédula de los hombres le permita existir, será siempresoberano absoluto, amo de esclavos. Es, pues, eviden-te que tratar a los hombres según dios manda, no pue-de significar otra cosa que tratarlos como esclavos. Elamor a los hombres según dios es el amor a su esclavi-tud. Yo, individuo inmortal y completo, gracias a dios,y que me siento libre precisamente porque soy escla-vo de dios, no tengo necesidad de ningún hombre parahacer más completa mi existencia intelectual y moral,pero conservo mis relaciones con ellos para obedecera dios, y al amarlos por amor a dios, al tratarlos segúndios, quiero que sean esclavos de dios como yo mismo.

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Por tanto, si agrada al amo soberano elegirme para ha-cer prevalecer su voluntad sobre la tierra, sabré obli-garlos a ello. Tal es el verdadero carácter de lo que losadoradores de dios, sinceros y serios, llaman su amorhumano. No es tanto la abnegación de los que amancomo el sacrificio forzado de aquellos que son objetoo más bien víctimas de ese amor. No es su emancipa-ción, es su servidumbre para mayor gloria de dios. Y esasí como la autoridad divina se transforma en autori-dad humana y como la iglesia funda el Estado. Según lateoría, todos los hombres deberían servir a dios de esamanera. Pero se sabe, todos son llamados, pero pocoslos elegidos. Y por lo demás, si todos fuesen igualmen-te capaces de cumplirlo, es decir, si todos hubiesen lle-gado al mismo grado de perfección intelectual y moral,de santidad y de libertad en dios, ese servicio mismo sevolvería inútil. Si es necesario, es que la inmensa ma-yoría de los individuos humanos no han llegado a esepunto, de donde resulta que esa masa aun ignorante yprofana debe ser amada y tratada según dios, es decir,gobernada, subyugada por una minoría de santos que,de una manera o de otra, dios no deja nunca de elegirél mismo y de establecer en una posición privilegiadaque les permita cumplir ese deber.

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La frase sacramental para el gobierno de las masaspopulares, para su propio bien sin duda, para la sal-vación de sus almas, si no para la de sus cuerpos, enlos Estados teocráticos y aristocráticos, para los san-tos y los nobles, y en los estatutos doctrinarios, libe-rales, hasta republicanos y basados sobre el sufragiouniversal, para los inteligentes y los ricos, es la misma:«Todo por el pueblo, nada para el pueblo». Lo que sig-nifica que los santos, los nobles, o bien las gentes privi-legiadas, sea desde el punto de vista de la inteligenciacientíficamente desarrollada, se desde el de la riqueza,mucho más próximos al ideal o a dios, dicen unos, a larazón, a la justicia y a la verdadera libertad, dicen losotros, que las masas populares, tienen la santa y no-ble misión de conducirlas. Sacrificando sus intereses ydescuidando sus propios asuntos, deben consagrarse ala dicha de su hermano menor, el pueblo. El gobiernono es un placer, es un penoso deber: no se busca en élla satisfacción, sea de la ambición, sea de la vanidad,sea de la avidez personal, sino sólo la ocasión de sacri-ficarse en beneficio de todo el mundo. Es por eso, sinduda, que el número de los competidores en las fun-ciones oficiales es siempre tan pequeño, y por lo que,reyes y ministros, grandes y pequeños funcionarios,no aceptan el poder más que a disgusto.

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Tales son, pues, en la sociedad concebida según lateoría de los metafísicos, los dos géneros diferentes,y aun opuestos, de relaciones que pueden existir en-tre los individuos. El primero es el de la explotación yel segundo el del gobierno. Si es verdad que gobernarsignifica sacrificarse por el bien de aquellos a quienesse gobierna, esta segunda relación está, en efecto, enplena contradicción con la primera, con la de la explo-tación. Pero entendámonos. Según la teoría ideal, seateológica, se metafísica, estas palabras, el bien de lasmasas, no pueden significar su bienestar terrestre nisu dicha temporal; ¿qué importan algunas docenas deaños de vida terrestre en comparación con la eterni-dad? Se debe, pues, gobernar a las masas, no en vis-ta de esa felicidad grosera que nos dan las potenciasmateriales de la tierra, sino en vista de su salvacióneterna. Las privaciones y los sufrimientos materialespueden ser aun considerados como una falta de edu-cación, habiéndose demostrado que demasiados gocescorporales matan el alma inmortal. Pero entonces lacontradicción desaparece: explotar y gobernar signifi-can la misma cosa, lo uno completa lo otro y le sirvede medio y de fin. Explotaciones y gobierno, el prime-ro al dar los medios para gobernar, y al constituir labase necesaria y el fin de todo gobierno, que a su vez

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legaliza y garantiza el poder de explotar, son los dostérminos inseparables de todo lo que se llama políti-ca. Desde el principio de la historia han formado pro-piamente la vida real de los Estados: teocráticos, mo-nárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Ante-riormente y hasta la gran revolución de fines del si-glo XVIII, su alianza íntima había sido enmascaradapor las ficciones religiosas, legales y caballerescas; pe-ro desde que la mano brutal de la burguesía desgarrótodos los velos, por lo demás pasablemente transpa-rentes, desde que su soplo revolucionario disipó todassus vanas imaginaciones, tras las cuales la iglesia y elEstado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia ha-bían podido realizar tan largo tiempo, tranquilamente,todas sus ignominias históricas; desde que la burgue-sía cansada de ser yunque se convirtió en martillo asu vez; desde que inauguró el Estado moderno, en unapalabra, esa alianza fatal se ha convertido para todosen una verdad revelada e indiscutible.

La explotación es el cuerpo visible, y el gobiernoes el alma del régimen burgués. Y, como acabamos deverlo, uno y otro, en esa alianza tan íntima, son, des-de el punto de vista histórico tanto como práctico, laexpresión necesaria y fiel del idealismo metafísico, laconsecuencia inevitable de esa doctrina burguesa que

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busca la libertad y la moral de los individuos fuera dela solidaridad social. Esta doctrina culmina en el go-bierno explotador de un pequeño número de dichososo de elegidos, en la esclavitud explotada del gran nú-mero, y para todos, en la negación de toda moralidad yde toda libertad. Después de haber mostrado cómo elidealismo, partiendo de las ideas absurdas de dios, dela inmortalidad de las almas, de la libertad primitivade los individuos y de su moral independientes de lasociedad, llega fatalmente a la consagración de la es-clavitud y de la moralidad, debo mostrar ahora cómola ciencia real, el materialismo y el socialismo —estesegundo término no es, por otra parte, más que el jus-to y completo desenvolvimiento del primero—, preci-samente porque toman por punto de partida la natura-leza material y la esclavitud natural y primitiva de loshombres y porque se obligan por eso mismo a buscarla emancipación de los hombres, no fuera, sino en elsenomismo de la sociedad, no contra ella, sino por ella,deben culminar también necesariamente en el estable-cimiento de la más amplia libertad de los individuos yde la moralidad humana. (El manuscrito se interrumpeaquí).

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El principio del Estado

De todo esto resulta que el cristianismo es la nega-ción más decisiva y la más completa de toda solidari-dad entre los hombres, es decir de la sociedad, y porconsiguiente también de la moral, puesto que fuerade la sociedad, creo haberlo demostrado, no quedanmás que relaciones religiosas del hombre aislado consu dios, es decir consigo mismo.

Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII,han tratado de restablecer la moral, fundándola, no endios, sino en el hombre. Por desgracia, obedeciendo alas tendencias de su siglo, tomaron por punto de par-tida, no al hombre social, vivo y real, que es el dobleproducto de la naturaleza y de la sociedad, sino el yoabstracto del individuo, al margen de todos sus lazosnaturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó elegoísmo cristiano y a quien todas las iglesias, tantocatólicas como protestantes, adoran como su dios.

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¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Porla eliminación necesaria de todos los seres reales y vi-vos. Para explicar lo que entendemos por eso, es nece-sario decir algunas cosas sobre la religión. No quisiéra-mos hablar de ella, pero en el tiempo que corre es im-posible tratar cuestiones políticas y sociales sin tocarla cuestión religiosa. Se pretendió erróneamente queel sentimiento religioso no es propio más que de loshombres; se encuentran perfectamente todos los ele-mentos constitutivos en el reino animal, y entre esoselementos el principal es el miedo. «El temor de dios‘dicen los teólogos’ es el comienzo de la sabiduría». Ybien, ¿no se encuentra ese temor excesivamente desa-rrollado en todos los animales, y no están todos losanimales constantemente amedrentados? Todos expe-rimentan un terror instintivo ante la omnipotencia quelos produce, los cría, los nutre, es verdad, pero al mis-mo tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes,que amenaza su existencia a cada hora y que acabasiempre por matarlos.

Como los animales de todas las demás especies notienen ese poder de abstracción y de generalización deque sólo el hombre está dotado, no se representan latotalidad de los seres que nosotros llamamos natura-leza, pero la sienten y la temen. Ese es el verdadero

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comienzo del sentimiento religioso. No falta en ellossiquiera la adoración. Sin hablar del estremecimientode alegría que experimentan todos los seres vivos allevantarse el sol, ni de sus gemidos a la aproximaciónde una de esas catástrofes naturales terribles que losdestruyen por millares; no se tiene más que conside-rar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia desu amo. ¿No está por completo en ella la del hombreante dios?

Tampoco ha comenzado el hombre por la generali-zación de los fenómenos naturales, y no ha llegado a laconcepción de la naturaleza como ser único más quedespués de muchos siglos de desenvolvimiento moral.El hombre primitivo, el salvaje, poco diferente del go-rila, compartió sin duda largo tiempo todas las sen-saciones y las representaciones instintivas del gorila;no fue sino a la larga como comenzó a hacerlas objetode sus reflexiones, primero necesariamente infantiles,darles un nombre y por eso mismo a fijarlas en su espí-ritu naciente. Fue así cómo tomó cuerpo el sentimien-to religioso que tenía en común con los animales delas otras especies, cómo se transformó en una repre-sentación permanente y en el comienzo de una idea,la de la existencia oculta de un ser superior y muchomás poderoso que él y generalmente muy cruel y muy

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malhechor, del ser que le ha causado miedo, en unapalabra, de su dios. Tal fue el primer dios, de tal modorudimentario, es verdad, que, el salvaje que lo buscapor todas partes para conjurarlo, cree encontrarlo aveces en un trozo de madera, en un trapo, en un huesoo en una piedra: esa fue la época del fetichismo de queencontramos aún vestigios en el catolicismo.

Fueron precisos aún siglos, sin duda para que elhombre salvaje pasase del culto de los fetiches inani-mados al de los fetiches vivos, al de los brujos. Llega aél por una larga serie de experiencias y por el procedi-miento de la eliminación: no encontrando la potenciatemible que quería conjurar en los fetiches, la busca enel hombre-dios, el brujo.

Más tarde y siempre por ese mismo procedimien-to de eliminación y haciendo abstracción del brujo, dequien por fin la experiencia le demostró la impoten-cia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenóme-nos más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tem-pestad, el trueno, el viento y, continuando así, de eli-minación en eliminación, ascendió finalmente al cultodel sol y de los planetas. Parece que el honor de habercreado ese culto pertenece a los pueblos paganos.

Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejabadel hombre la divinidad, es decir la potencia que causa

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miedo, más respetable y grandiosa parecía. No habíaque dar más que un solo gran paso para el estableci-miento definitivo del mundo religioso, y ese fue el dela adoración de una divinidad invisible.

Hasta ese salto mortal de la adoración de lo visiblea la adoración de lo invisible, los animales de las otrasespecies habían podido, con rigor, acompañar a su her-mano menor, el hombre, en todas sus experiencias teo-lógicas. Porque ellos también adoran a su manera losfenómenos de la naturaleza. No sabemos lo que pue-den experimentar hacia otros planetas; pero estamosseguros de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen so-bre ellos una influenciamuy sensible. Pero la divinidadinvisible no pudo ser inventadamás que por el hombre.Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha po-dido descubrir ese ser invisible, del que ninguno de sussentidos, ni su vista han podido ayudarle a comprobarla existencia real, y por medio de qué artificio ha podi-do reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es,en fin, ese ser supuesto absoluto y que el hombre hacreído encontrar por encima y fuera de todas las co-sas? El procedimiento no fue otro que esa operaciónbien conocida del espíritu que llamamos abstracción oeliminación, y el resultado final de esa operación nopuede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es

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precisamente esa nada a la cual el hombre adora comosu dios.

Elevándose por su espíritu sobre todas las cosasreales, incluso su propio cuerpo, haciendo abstracciónde todo lo que es sensible o siquiera visible, inclusi-ve el firmamento con todas las estrellas, el hombre seencuentra frente al vacío absoluto, a la nada indetermi-nada, infinita, sin ningún contenido, sin ningún límite.En ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo pormedio de la eliminación de todas las cosas, no pudo en-contrar necesariamente más que a sí mismo en estadode potencia abstracta; viéndolo todo destruido y no te-niendo ya nada que eliminar, vuelve a caer sobre sí enuna inacción absoluta; y considerándose en esa com-pleta inacción un ser diferente de sí, se presenta comosu propio dios y se adora.

Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano absolu-tamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminaciónde todo lo que es real y vivo. Precisamente de esemodolo concibió Buda, que, de todos los reveladores religio-sos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero,el más verdadero.

Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era elespíritu humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin del siglo último comenzó la

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humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro si-glo, gracias a los estudios mucho más profundos so-bre la naturaleza y sobre las operaciones del espírituhumano, se ha llegado a dar cuenta completa de ello.Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con lamás completa ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarseen su dios-nada.

Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada quehabía hecho él mismo, debía llenarla a cualquier precioy hacerla volver a la tierra, a la realidad viviente. Lle-gó a ese fin siempre con la misma ingenuidad y por elprocedimiento más natural, más sencillo. Después dehaber divinizado su propio yo en ese estado de abstrac-ción o de vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo adoróy lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; esefue el comienzo de la teología.

Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único servivo, poderoso y real, y el mundo viviente y por conse-cuencia necesaria la naturaleza, todas las cosas efecti-vamente reales y vivientes, al ser comparadas con esedios fueron declaradas nulas. Es propio de la teologíahacer de la nada lo real y de lo real la nada.

Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sintener la menor conciencia de lo que hacía, el hombreusó de un medio muy ingenioso y muy natural a la vez

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para llenar el vacío espantoso de su divinidad: le atri-buyó simplemente, exagerándolas siempre hasta pro-porciones monstruosas, todas las acciones, todas lasfuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas omalas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en lanaturaleza como en la sociedad. Fue así como la tierra,entregada al saqueo, se empobreció en provecho delcielo, que se enriqueció con sus despojos.

Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el cie-lo —la habitación de la divinidad—, más miserable sevolvió la tierra; y bastaba que una cosa fuese adoradaen el cielo, para que todo lo contrario de esa cosa se en-contrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que sellama ficciones religiosas; a cada una de esas ficcionescorresponde, se sabe perfectamente, alguna realidadmonstruosa; así, el amor celeste no ha tenido nuncaotro efecto que el odio terrestre, la bondad divina noha producido sino el mal, y la libertad de dios significala esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo mis-mo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas,pues unas y otras son por lo demás consecuencias otransformaciones de la ficción religiosa.

La divinidad asumió de repente ese carácter abso-lutamente maléfico. En las religiones panteístas deOriente, en el culto de los brahmanes y en el de los

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sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias feni-cias y siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien te-rrible. El Oriente fue en todo tiempo y es aún hoy, encierta medida al menos, la patria de la divinidad des-pótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de lahumanidad. Esa es también la patria de los esclavos, delos monarcas absolutos y de las castas.

En Grecia la divinidad se humaniza —su unidad mis-teriosa, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes,su carácter atroz y sombrío son relegados en el fon-do de la mitología helénica—, al panteísmo sucede elpoliteísmo. El Olimpo, imagen de la federación de lasciudades griegas, es una especie de república muy dé-bilmente gobernada por el padre de los dioses, Júpiter,que obedece él mismo los decretos del destino.

El destino es impersonal; es la fatalidad misma, lafuerza irresistible de las cosas, ante la cual debe ple-garse todo, hombres y dioses. Por lo demás, entre esosdioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto;cada uno representa sólo un aspecto, una parte, seadel hombre, sea de la naturaleza en general, sin cesarsin embargo de ser por eso seres concretos y vivos. Secompletan mutuamente y forman un conjunto muy vi-vo, muy gracioso y sobre todo muy humano. Nada desombrío en esa religión, cuya teología fue inventada

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por los poetas, añadiendo cada cual libremente algúndios o alguna diosa nuevos, según las necesidades delas ciudades griegas, cada una de las cuales se honra-ba con su divinidad tutelar, representante de su espíri-tu colectivo. Esa fue la religión, no de los individuos,sino de la colectividad de los ciudadanos de tantas pa-trias restringidas y (la primera parte de una palabrailegible)…mente libres, asociadas por otra parte entresí más o menos por una especie de federación imper-fectamente organizada y muy (una palabra ilegible).

De todos los cultos religiosos que nosmuestra la his-toria, ese fue ciertamente el menos teológico, el menosserio, el menos divino y a causa de esomismo el menosmalhechor, el que obstaculizó menos el libre desenvol-vimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad delos dioses más o menos iguales en potencia era una ga-rantía contra el absolutismo; perseguido por unos, sepodía buscar la protección de los otros y el mal causa-do por un dios encontraba su compensación en el bienproducido por otro. No existía, pues, en la mitologíagriega esa contradicción lógica y moralmente mons-truosa, del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, dela bondad y la maldad, del amor y el odio concentradosen una sola y misma persona, como sucede fatalmenteen el dios del monoteísmo. Esa monstruosidad la en-

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contramos por completo activa en el dios de los judíosy de los cristianos. Era una consecuencia necesaria dela unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa uni-dad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y del mal?Los antiguos persas habían imaginado al menos dosdioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el otro, eldel mal y de las tinieblas, Ahriman; entonces era na-tural que se combatieran, como se combaten el bien yel mal y triunfan sucesivamente en la naturaleza y enla sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un solo y mis-mo dios, omnipotente, todo verdad, amor, belleza, ha-ya podido dar nacimiento al mal, al odio, a la fealdad,a la mentira?

Para resolver esta contradicción, los teólogos judíosy cristianos han recurrido a las invenciones más repul-sivas y más insensatas. Primeramente atribuyeron to-do el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde procede?¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo;como el resto de la creación, es obra de dios. Por con-siguiente, ese dios fue el que engendró el mal. No, res-ponden los teólogos; Satanás fue primero un ángel deluz y desde su rebelión contra dios se volvió ángel delas tinieblas. Pero si la rebelión es un mal —lo que estámuy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrarioque es un bien, puesto que sin ella no habría habido

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nunca emancipación social—, si constituye un crimen,¿quién ha creado la posibilidad de ese mal? Dios, sinduda, os responderán aun los mismos teólogos, perono hizo posible el mal más que para dejar a los ánge-les y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el librearbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal,y decidir espontáneamente sea por uno sea por otro.Pero para que los ángeles y los hombres hayan podidoelegir el mal, para que hayan podido decidirse por elmal, es preciso que el mal haya existido independiente-mente de ellos, ¿y quién ha podido darle esa existencia,sino dios?

También pretenden los teólogos que, después de lacaída de Satanás, que precedió a la del hombre, dios,sin duda esclarecido por esa experiencia, no querien-do que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanásles privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que lafacultad del bien, de suerte que en lo sucesivo son for-zosamente virtuosos y no se imaginan otra felicidadque la de servir eternamente como criados a ese terri-ble señor. Pero parece que dios no ha sido suficiente-mente esclarecido por su primera experiencia, puestoque, después de la caída de Satanás, creó al hombre y,por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don

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fatal del libre arbitrio que perdió a Satanás y que debíaperderlo también a él.

La caída del hombre, tanto como la de Satanás, erafatal, puesto que había sido determinada desde la eter-nidad en la presciencia divina. Por lo demás, sin re-montar tan alto, nos permitiremos observar que la sim-ple experiencia de un honesto padre de familia habríadebido impedir al buen dios someter a esos desgracia-dos primeros hombres a la famosa tentación. El mássimple padre de familia sabe muy bien que basta quese impida a los niños tocar una cosa para que un instin-to de curiosidad invencible los fuerce absolutamente atocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmentejusto y bueno, les ahorrará esa prueba tan inútil comocruel.

Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (unapalabra ilegible) y aunque supiese de antemano queAdán y Eva debían sucumbir a la tentación, en cuantose cometió ese pecado, helo ahí que se deja llevar porun furor verdaderamente divino. No se contenta conmaldecir a los desgraciados desobedientes, maldice atoda su descendencia hasta el fin de los siglos, conde-nando a los tormentos del infierno a millares de hom-bres que eran evidentemente inocentes, puesto que nisiquiera habían nacido cuando se cometió el pecado.

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No se contentó con maldecir a los hombres, maldijocon ellos a toda la naturaleza, su propia creación, quehabía encontrado él mismo tan bien hecha. Si un pa-dre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se lehabría declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevidolos teólogos a atribuir a su dios lo que habrían conside-rado absurdo, cruel (una palabra ilegible), anormal departe de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidadde ese absurdo! ¿Cómo, si no, habrían podido explicarla existencia del mal en este mundo que debía habersalido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, deeste mundo creado por dios mismo?

Pero, una vez admitida la caída, todas las dificulta-des se allanan y se explican. Lo pretenden al menos. Lanaturaleza, primero perfecta, se vuelve de repente im-perfecta, toda la máquina se descompone; a la armoníaprimitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas;la paz que reinaba al principio entre todas las especiesde animales, deja el puesto a esa carnicería espantosa,al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey de la natu-raleza, la sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierteen el valle de sangre y de lágrimas, y la ley de Darwin—la lucha despiadada por la existencia— triunfa en lanaturaleza y en la sociedad. El mal desborda sobre elbien, Satanás ahoga a dios.

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Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula, re-pulsiva, monstruosa, ha podido ser seriamente repeti-da por grandes doctores en teologías durante más dequince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que eso, esoficialmente, obligatoriamente enseñada en todas lasescuelas de Europa. ¿Qué hay que pensar, pues, des-pués de eso de la especie humana? ¿Y no tienen milveces razón los que pretenden que traicionamos aunhoy mismo nuestro próximo parentesco con el gorila?Pero el espíritu (una palabra ilegible) de los teólogoscristianos no se detiene en eso. En la caída del hom-bre y en sus consecuencias desastrosas, tanto por sunaturaleza como por sí mismo, han adorado la mani-festación de la justicia divina. Después han recordadoque dios no sólo era la justicia, sino que era también elamor absoluto y, para conciliar uno con otro, he aquílo que inventaron: Después de haber dejado esa po-bre humanidad durante millares de años bajo el golpede su terrible maldición, que tuvo por consecuencia lacondena de algunos millares de seres humanos a la tor-tura eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿yque hizo? ¿Retiró del infierno a los desdichados tortu-rados? No, de ningúnmodo; eso hubiese sido contrarioa su eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo ypor qué lo tenía, es uno de esos misterios profundos

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que los teólogos, que se lo dieron, declaran impenetra-ble, lo que es una manera naturalmente cómoda parasalir del asunto y resolver todas las dificultades. Portanto, ese padre lleno de amor, en su suprema sabidu-ría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a fin de quese haga matar por los hombres, para salvar, no las ge-neraciones pasadas, ni siquiera las del porvenir, sino,entre las últimas, como lo declara el Evangelio mismoy como lo repiten cada día tanto la iglesia católica co-mo los protestantes, sólo un número muy pequeño deelegidos. Y ahora la carrera está abierta; es, como lodijimos antes, una especie de carrera de apuesta, unsálvese el que pueda, por la salvación del alma. Aquílos católicos y los protestantes se dividen: los primerospretenden que no se entra en el paraíso más que conel permiso especial del padre santo, el papa; los pro-testantes afirman, por su parte, que la gracia directa einmediata del buen dios es la única que abre las puer-tas. Esta grave disputa continúa aún hoy; nosotros nonos mezclamos en ella.

Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito, omnipoten-te; es la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la bellezay la felicidad, el amor y el bien absolutos. En él todo es

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infinitamente grande, fuera de él está la nada. Es, enfin de cuentas, el ser supremo, el ser único.

Pero he aquí que de la nada —que por eso mismo—parece haber tenido una existencia aparte, fuera de él,lo que implica una contradicción y un absurdo, puestoque si dios existe en todas partes y llena con su ser elespacio infinito, nada, ni la misma nada puede existirfuera de él, lo que hace creer que la nada de que noshabla la Biblia estuviese en dios, es decir que el serdivino mismo fuese la nada—, dios creó el mundo.

Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La crea-ción, ¿fue realizada desde la eternidad o bien en unmomento dado de la eternidad? En el primer caso, eseterna como dios mismo y no pudo haber sido creadani por dios ni por nadie; porque la idea de la creaciónimplica la precedencia del creador a la criatura. Comotodas las ideas teológicas, la idea de la creación es unaidea por completo humana, tomada en la práctica dela humana sociedad. Así, el relojero crea un reloj, el ar-quitecto una casa, etc. En todos estos casos el produc-tor existe al crear (?) el producto; fuera del producto,y es eso lo que constituye esencialmente la imperfec-ción, el carácter relativo y por decirlo así dependientetanto del productor como del producto.

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Pero la teología, como hace por lo demás siempre,ha tomado esa idea y ese hecho completamente huma-nos de la producción y al aplicarlos a su dios, al exten-derlos hasta el infinito y al hacerlos salir por eso mis-mo de sus proporciones naturales, ha formado una fan-tasía tan monstruosa como absurda. Por consiguiente,si la creación es eterna, no es creación. El mundo noha sido creado por dios, por tanto tiene una existenciay un desenvolvimiento independientes de él —la eter-nidad del mundo es la negación de dios mismo— puesdios era esencialmente el dios creador.

Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época enla eternidad en que no existía. En consecuencia, pasótoda una eternidad durante la cual dios absoluto, om-nipotente, infinito, no fue un dios creador, o no lo fuemás que en potencia, no en el hecho.

¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, obien tenía necesidad de desarrollarse para llegar a lavez a potencia efectiva creadora? Esos son misteriosinsondables, dicen los teólogos. Son absurdos imagi-nados por vosotros mismos, les respondemos nosotros.Comenzáis por inventar el absurdo, después nos lo im-ponéis como un misterio divino, insondable y tantomás profundo cuanto más absurdo es.

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Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia ad-surdum. Otra cuestión: la creación, tal como salió delas manos de dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu, no podíaser creación de dios, porque el obrero, es el evange-lio mismo el que lo dice, se juzga según el grado deperfección de su obra. Una creación imperfecta supon-dría necesariamente un creador imperfecto. Por tanto,la creación fue perfecta.

Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por na-die, porque la idea de la creación absoluta excluye to-da idea de dependencia o de relación. Fuera de ella nopodría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios nopuede existir. La creación, responderán los teólogos,fue seguramente perfecta, pero sólo por relación, a to-do lo que la naturaleza o los hombres pueden produ-cir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, perono perfecta como dios. Les responderemos de nuevoque la idea de perfección no admite grados, como nolos admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. Nopuede tratarse de más o menos. La perfección es una.Por tanto, si la creación fue menos perfecta que el crea-dor, fue imperfecta. Y entonces volveremos a decir quedios, creador de un mundo imperfecto, no es más queun creador imperfecto, lo que equivaldría a la negaciónde dios.

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Se ve que de todas maneras, la existencia de dioses incompatible con la del mundo. Si existe el mundo,dios no puede existir. Pasemos a otra cosa. Ese dios per-fecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo creaen un momento dado de la eternidad, por capricho ysin duda para combatir el hastío de su majestuosa sole-dad. De otro modo, ¿para qué lo habría creado? Miste-rios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonteríasinsoportables, les responderemos nosotros.

Pero la Biblia misma nos explica los motivos de lacreación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, hacreado el cielo y la tierra para ser adorado y alabadopor ellos. Otros pretenden que la creación fue el efectode su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo,hacia seres que no existían, o que no existían al prin-cipio más que en su idea, es decir, siempre para él? (Elfin de este manuscrito, si se escribió, no se ha encon-trado).

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Mijaíl BakuninDios y el Estado

1882

Recuperado el 12 de febrero de 2013 desdekclibertaria.comyr.com

Traducido por Ricardo Mella Cea.

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