Dispara a la luna - ForuQ

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Índice

PORTADAMENCIÓN ESPECIALDEDICATORIACITA PRÓLOGO

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6

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Capítulo 7

I. LA EXCUSACapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4

II. EL CAZADORCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7

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Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12

III. LA PRESACapítulo 1

IV. LA BATIDACapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6

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Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22

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Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36Capítulo 37Capítulo 38

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Capítulo 39Capítulo 40Capítulo 41Capítulo 42Capítulo 43Capítulo 44Capítulo 45Capítulo 46Capítulo 47Capítulo 48Capítulo 49Capítulo 50

V. EL RESCATECapítulo 1Capítulo 2

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Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18

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Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33

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EPÍLOGOAGRADECIMIENTOSNOTASCRÉDITOS

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Esta novela obtuvo el Premio Azorín

2016,concedido por el siguiente jurado:Almudena de Arteaga, Juan Eslava

Galán,Carlos Ferrer, Belén López Celada, José

Payá Bernabé,Nativel Preciado,

César Augusto Asencio, que actuó comopresidente

del jurado, y María José ArgudoPoyatos, que actuó como secretaria sin

voto.

La Diputación Provincial de Alicante y

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Editorial Planetaconvocan y organizan el Premio Azorín

de Novela.Editorial Planeta edita y comercializa la

obra ganadora.

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A Juan, que tras practicar durantetreinta años,

entiende lo que no digo y lee lo que nohe escrito

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No hay nada más bello que lo que nuncahe tenido,

nada más amado que lo que perdí.

JOAN MANUEL SERRAT

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PRÓLOGO

Comisaría de Bron, región de Ródano-Alpes,

Francia. 10 de diciembre

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1

Si formularan las preguntas oportunas,me vería obligada a responderlas. Porsuerte, los agentes de la gendarmeríafrancesa se empecinan en hacermerevelar datos que ignoro. Quieren saberqué relación tenía con el hombre cuyocuerpo acaban de localizar en el número30 de la calle de L’Humanité, junto a lachimenea. Ni siquiera tengo que mentir:la verdad absoluta es que no sé quién es.En mi deficiente francés, expongo que nitengo ni nunca he tenido relación alguna

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con el difunto, de quien, por desconocer,desconozco hasta el nombre.

Estoy esposada con ambas manos ala espalda, en pie en medio de la sala, ados pasos del cadáver, al que, a laespera de la llegada del furgón delanatómico forense, alguien ha cubiertocon una sábana. Estoy inquieta yenojada, y la mejilla me arde tras elgolpe recibido; sin embargo, esossentimientos no me impiden captar elgesto malicioso de dos de los agentes,que intercambian miradas obscenas, yañado:

—Quiero que quede constancia de loque voy a declarar: no era amante, ni

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enemiga, ni esposa, ni colega del occiso.Sé que, dadas las circunstancias, resultadifícil de creer, pero les aseguro que loque digo es radicalmente cierto: elmuerto era para mí un perfectodesconocido. Lo he visto por primeravez esta madrugada al acceder a estavivienda. Estaba tendido en el suelo,con un charco de sangre ya oscurabordeándole la cabeza. Y con loscalcetines... Bueno, creo que eso nohace falta mencionarlo: ustedes mismoshan podido comprobarlo.

Oigo las risitas de los agentes, y,como tengo buen oído, cuando éstas sedesvanecen, oigo también cómo

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mascullan sus conclusiones al oído delcomisario:

—Está claro, señor, estamos ante uncrimen pasional. Dos hombres discutenpor una mujer y acaban matándose entresí —refiere uno de ellos.

Otro, mayor y más bajito, añade:—La verdad es que no se entiende.

La pelirroja no vale una bala. Salvo quesea ella la que haya disparado. Si quieremi opinión, no me extrañaría. ¿Le havisto los labios? La muy puta se losacaba de pintar. ¿Quién, salvo unaasesina de amantes, se pinta ante uncadáver? ¡Vieja Mata Hari! Seguro quesi le pasamos el algodón por los dedos,

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da positivo en pólvora.El comisario se gira y me enfoca con

sus ojos saltones. Yo le miro a éltambién. Nota que les he entendido, perono dice nada. Yo tampoco. Se recreaunos segundos, pocos, y luego, con ungesto, ordena que localicen la carteradel muerto. La lleva en el bolsillotrasero del pantalón, apostado más omenos a la altura de las rodillas. Sindejar de mirarme, pide queproporcionen en voz alta datos sobre suidentidad.

—Según su carné, comisario, es unvarón. Tenía cuarenta y cinco años y esde nacionalidad española. Responde al

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nombre de Kepa Otano y reside en lalocalidad de Olaza... Olazagutia, en laComunidad Foral de Navarra.

Le cuesta pronunciar el nombre.Pero yo no me detengo en su dificultad,cuanto en la aclaración sobre el génerodel occiso. Y no puedo evitar que se meescape una risita. No hace falta un carnépara saber que el muerto era varón.Aunque en Francia son tan modernos,que vaya usted a saber. A raíz de migesto espontáneo, me vuelven ainterrogar. Me preguntan por qué lamuerte de ese compatriota y vecino meproduce hilaridad. Y declaro de nuevo,muy seria esta vez, que es la primera vez

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que oigo su nombre y veo su cuerpo.Pero que, por lo que dicen, él es navarroy yo soy vasca: cosas tan distintas comoparisino y lionés.

Ante ese comentario, todos vuelvensus ojos hacia mí, como si, por esaaclaración, me hubieran pillado en unrenuncio. E insisten. Las mismaspreguntas, una y otra vez. No les culpo.Les comprendo. Pero mi respuesta nopuede ser otra: les repito que no leconocía. Lo hago con todo elconvencimiento del que soy capaz. Nonecesito mucho porque es la puraverdad, y es una suerte porque mientobastante mal. De hecho, mis mentiras

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llevan siempre tics incorporados.Involuntariamente, se me encoge lanariz, me atuso el cabello y me paso losdedos por la comisura de los labios.Esta vez no me ocurre. No podríasuceder aunque quisiera: con las manosesposadas, no hay tics que valgan.Aunque mi angustia subsiste.

El comisario también estáempezando a ponerse nervioso. Se llamaRoland Mathieu. Es un hombre grande, omás bien grueso, con un pobladomostacho canoso con las puntasenceradas. Se las enreda, con ambasmanos, cada pocos minutos. Ése pareceser su tic. Hacía tiempo que no veía un

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bigote así. En él no desentona. Enrealidad, le pega. Calculo que estarápróximo a la jubilación. Manda mucho,pero su voz de pito impone poco; almenos, a mí no ha logrado acobardarme.Aunque soy capaz de ponerme en sulugar.

Tras recibir una llamada anónima ypersonarse en la vivienda, él y su equipode jóvenes agentes no sólo se hantopado con un cadáver maltrecho enposición más bien desagradable, y conun inspector con placa de la Interpol enestado crítico. También he aparecido yo,que soy una señora pelirroja de medianaedad (digámoslo así) con pasaporte

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español. Me llamo Lola MacHor y noestoy muerta ni herida, pero mi traje dechaqueta está manchado de sangre yvómitos, y he tenido la sangre fría depintarme los labios para recibirles.

¿Qué ha ocurrido al verme de esaguisa? Pues lo previsto. Los agentes hanhecho exactamente lo que se espera quehagan los agentes de provincias en unasituación como la presente: me han dadoel alto a voz en cuello y han extraídotorpemente sus armas de las fundas. Deinmediato, he levantado los brazos lomás alto que he podido. He pasado unmal rato. A uno de los agentes letemblaba tanto la mano que por un

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momento he creído que iba adispararme. He rezado para que mediera en una pierna, y no en la cabeza,aunque a tenor del seísmo que leasolaba, era posible que se disparara así mismo. Gracias al cielo, no ha usadoel arma. En lo demás, no he tenido tantasuerte: ni mi condición femenina, ni miedad, ni mi elegante traje de chaquetanegro ni mis tacones de aguja hanimpedido que me tumbaran boca abajo,me aplastaran contra el suelo con lasmanos a la espalda y me colocaran lasesposas. Del golpe, se me estáamoratando la mejilla. Me arde.

Nada más levantarme, el más joven

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de los agentes, el del pulso temblón, hatenido la desfachatez de cachearme. Leha quedado pellizcarme el trasero,aunque, claro, le hubiera servido depoco. Con lo que llevo puesto, hubieranecesitado alicates. En cuanto hacomenzado a tentarme las axilas, heexigido que viniera una mujer. Es miderecho. He protestado losuficientemente alto, en mi propioidioma y en el suyo, para que elcomisario me oyera. Ni uno ni otro mehan hecho el menor caso. En otrascircunstancias, hubiera montado unpitote. Es una de esas causas que metientan. Pero he preferido contenerme.

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No está el horno para bollos.—Crimen pasional, comisario: está

muy claro —porfían.El comisario esconde la cara entre

las manos y permanece así unosinstantes. Luego, se yergue, se vuelvehacia el corrillo de agentes que tiene asu espalda y les increpa:

—¡Crimen pasional, seréis cazurros!¿Os habéis fijado en el hombre herido?

Todos asienten.—¿Y qué habéis visto?—Que le han pegado dos tiros,

comisario —responde el más temerario.—Me alegra que hayas reparado en

los agujeros de bala, Richard, por otro

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lado, evidentes. Mis nietos también lohubieran hecho. Lo que no me agradatanto es que no mires más allá. Lo queyo veo es a un hombre al servicio de laInterpol, nada menos que un inspector,residente en Lyon, a quien, antes dedispararle, le han propinado una buenapaliza. A tenor de la postilla del cortede la ceja derecha, las lesiones no sonrecientes. El forense lo confirmará, peroyo diría que esas heridas se causaron almenos hace dos o tres días. ¿Algo más?

El agente baja la vista.—Fijémonos en su ropa. Desde

luego, la que viste no le pertenece, lequeda enorme, lo menos es cuatro tallas

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superior. Y no lleva zapatos. Como suscalcetines no están manchados de barro,debemos concluir que no ha salido de lacasa, de modo que alguien le haarrebatado el calzado. El porqué es unaincógnita. Y nos queda mencionar suestado general. Se halla notablementedelgado y, según lo que ha comentado elmédico de la ambulancia, padece unadeshidratación grave. Nada de estocuadra con un crimen pasional, ¿verdad,querida señora? Aunque se ha esforzadomucho en hacerlo parecer.

Trago saliva y permanezco callada.Continúa.

—¿Sabéis a qué me huele esta

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escena, queridos linces de lainvestigación criminal? A mí me huele aun secuestro... Dígame, señora MacHor,¿de qué conocía usted a esos hombres?

Levanto los ojos y mantengo lamirada.

—Verá, comisario, cuando llegué, lahabitación estaba mal iluminada. En elfinado, me fijé lo justo para saber queera un varón —añado con cierta sorna—al que no había visto antes, y resultabaevidente que no tenía esperanza alguna:estaba muerto. Por eso, corrí a socorreral hombre herido de muerte que sehallaba a pocos metros del cadáver. Aél sí lo conozco. El inspector Iturri y yo

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somos amigos desde hace muchos años.Al otro, reitero, no le había visto en mivida.

Lo guardo para mí, pero deboadmitir que al contemplar el cadáver deltal Kepa Otano un vago regusto familiarme ha roído la memoria, lo que no dejade ser extraño dado el estado en queencontré el cuerpo.

—¡Comisario, no se lo va a creer!He tecleado el nombre del muerto en elordenador y mire lo que ha salido —ledicen.

Mathieu se coloca las gafas quelleva colgadas del cuello, observa lapantalla del iPad de su subordinado y

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asiente varias veces con la cabeza.—¡De modo que es «el candidato»!

—refiere en voz alta.En ese preciso momento, se deshace

el entuerto y ato cabos. La cara delmuerto (lo que queda de ella) me sonabapor haberla visto en los carteleselectorales. En realidad, caigo en lo queme resultó familiar de su rostro: elcurioso mechón blanco que le nacía enla parte derecha.

No hay carteles electorales en elpueblo donde me encuentro, que dichosea de paso no sé cómo se llama. Los hevisto al otro lado de la frontera, creoque en Bilbao, el último sitio que he

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visitado antes de que todo estoempezara. No recuerdo el eslogan ni lassiglas, imagino que contendrían losmensajes corrientemente difundidos porlos partidos radicales vascos, pero sí lafotografía del finado, con aspectotriunfante y el puño en alto.

No sé cómo de importante era envida; desde la morgue, estoy segura deque su valor ascenderá. No hay comomorirse y que alguien cincele tu nombreen la lápida del cementerio para que seolviden tus desaciertos y pases a ocuparportadas de periódicos en calidad dehéroe. Aunque, una vez muerto, creo queno debe de servir de mucho. En este

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caso, me temo, concurren todas lascircunstancias para que la máxima severifique. Sí, supongo que las hazañas yla muerte de este activista vasco, «elcandidato», como lo ha llamado elcomisario, serán objeto de tertulias. Enellas denunciarán que las causas de sumuerte no están suficientementeaclaradas. Y por una vez estarán en locierto: lo que cuenten será un refrito dementiras e inexactitudes. En pocaspalabras, un montaje.

Yo conozco la verdad. No toda,desde luego, pero sí un buen pellizco. Lahe visto con mis propios ojos; la hepalpado, olido, sentido y casi gustado...

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Por descontado que no tengo interésalguno de compartir esos datos connadie, mucho menos con los gendarmesfranceses que me retienen esposada, queme cachean sin atenerse al protocolo yque no cesan de preguntarme detallesque no puedo explicar. Además, ¿quiéniba a creerme? El Gobierno español lonegará, el Gobierno francés lo negará ylas centrales de la Guardia Civil y lagendarmería guardarán el silencio dellobo agazapado ante su presa. Del resto,¿qué puedo decir? Imagino que el talKepa Otano (o sea, el muerto o el héroe,como prefieran) anda en otras guerrassobre la mesa metálica del anatómico

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abierto en canal, y mi pobre amigo elinspector Juan Iturri, la verdaderavíctima de esta tragedia, que como digoapareció en la misma habitaciónmalherido, se debate entre la vida y lamuerte en un hospital parisino.

Otro agente baja a trompicones laescalera blanca que conduce a los pisossuperiores y se planta en medio de lasala. Tropieza con una esquina de lamoqueta que la alfombra y casi se cae.Se sobrepone y, sin siquiera recuperarel resuello, grita:

—¡Comisario, venga a ver esto!Tenía usted razón, hay un zulo, pero noestaba bajo tierra, sino en la buhardilla.

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¡Pobre hombre, qué mal trago! El lugares pequeño hasta para un niño. Haysangre, orines y, en el descansillo, unasilla ensangrentada con cuerdasanudadas... Va a tener razón, a eseinspector lo han tenido secuestrado, lohan torturado e interrogado. Extraño,¿no?

—¡Vigílela, que no se mueva deaquí! —ordena el comisario mientrasasciende al piso superior. Su mandato esgratuito. ¿Adónde podría ir, esposada ycon tacones de diez centímetros?

Cierro los ojos e imagino el lugar. Ylos sufrimientos. Lo intento, pero nologro contenerme y rompo a llorar. «¡No

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te mueras, querido amigo: resiste! ¿Quésería de mi vida sin ti? ¡No te mueras,Iturri, por favor!» Unos minutosdespués, Mathieu baja con el gestodemudado y, al verme llorando, ordenaque me suelten y me metan en su coche.Para gozo de mis muñecas, me retiranlas esposas. Y, sin mediar palabra, meconducen a la prefectura, un edificioviejo como los celos, y el comisariodesaparece dejándome encerrada en unahabitación pequeña y sin ventanas, conun mobiliario tan rancio como eledificio. Me palpo la mejilla: se inflamadeprisa.

No estoy mucho tiempo sola.

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Enseguida, se produce el relevo. Estavez es el fiscal quien me interroga.Monsieur Noël es un joven bajito ygrueso, con cara de luna llena y calvicieincipiente, que, en cuanto ha visto lacolección de carnés que llevo en lacartera, se ha dado cuenta de que no soyun varón (perdón por la socarronería) yha corrido a presentarse. Por los granosque pueblan su frente, abundantes comoestrellas en una noche clara, y lainquieta manera de frotarse las manos,se me antoja primerizo. Suda conprofusión, de modo que la pechera de sucamisa parece un paño de secar vajilla,otro claro signo de nerviosismo. Sin

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embargo, me doy cuenta de que sulibreta de notas está muy andada (éste noes su primer caso) y de que suspequeñas gafas redondas de monturadorada celan unos ojos extremadamentevivos.

Y no sólo vivos.Pese a ser algo anómalo (o quizá no)

en un hombre obeso y con un porteabsolutamente desprovisto de glamur,descubro en él algo calladamentefemenino, algo felino, cierto perfume.Nada sexual (francamente, en estemomento, eso no me interesa lo másmínimo), sólo femenino. No me refiero auna aureola de afectación, hablo de algo

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mucho más sutil, de un modo de pensarlo accidental, de fijarse en los pliegues,de bordear los hechos fuera de losrodeos necesarios, formas que poco onada tienen de masculino. No pretendocaer en tópicos manoseados. Tampocolas mujeres son siempre femeninas.Muchas (en la judicatura no sonexcepción, ni minoría) resultan tandirectas, tan lineales, tan barbudas quehay que comprobar la silueta (inclusolas partes pudendas) para distinguirlas.Tampoco todos los hombres sonmasculinos. Muchos, quizá la mayoría,nacen lineales, objetivos, proactivos,pero otros, una minoría, son lanzados al

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mundo con una psique facultada ypredispuesta para percibir lo inmaterial,lo escondido o lo pequeño, de la mismamanera que algunos nacen morenos yotros rubios, sin que por ello debancambiarse de acera o salir de vaya usteda saber qué armario.

Con los hombres que entienden a lasmujeres hay que andarse con cuidado.Son peligrosos: te calan a la primera.Menos mal que este fiscal es francés yno bilbaíno. De haber sido compatriota,hubiera salido corriendo. En todo caso,me parece lo suficientemente femeninocomo para tentarme la ropa. Procedopor ello a amasar mi mirada, a

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embalsarla en la pequeña medida de loposible.

Pero él no está dispuesto a ceder tanfácilmente. Con el fin de ganarse miconfianza, no escatima en sonrisas ni engestos de amabilidad. Me trata condeferencia y formula siempre preguntassencillas. De hecho, demasiadosencillas. Eso es peligroso: temo estarante un depredador, una especie deinspector de Hacienda pero en fiscal.Me cuidaré de hablar de más. Conozcoel prototipo: en cuanto me despiste, selanzará contra mi yugular.

—Lo comprendo, Lola. ¿Me permitellamarla así? Es un bonito nombre: muy

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español.—Naturalmente. Mientras no me

espose ni intente cachearme, puede ustedllamarme como quiera.

Se azora. Tanto que cara y cuello sele tiñen de rojo por igual. Carraspea.

—Pues muy agradecido, Lola. Comole decía, yo hubiera hecho lo mismo:intentar salvar lo salvable. El muerto yaestaba muerto y nada podía hacerse porél. Por eso digo que la comprendo, perome gustaría que también usted meentendiera a mí. Verá, no estamos enParís. Éste es un sitio tranquilo; frío,pero tranquilo —me explica Noël, convoz melosa.

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Su frase, pronunciada en eseperfecto francés de toque parisino, mesabe a Yves Montand. Y me recuerdaque este pueblo (a la menor oportunidad,pregunto cómo se llama) está tomadopor bandadas de hojas muertas, querecorren las calles en la más absolutaimpunidad. En el corto período en quehe estado fuera, me he puesto loszapatos perdidos. Pero eso no es lopeor. Lluvia, niebla, temperaturas bajocero. Desde que toqué Lyon, no he vistoel sol... Por la mañana, siembran loscampos de escarcha y, por la noche, losabonan con hielo. Una verdadera tortura.El representante del Ministerio Público

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parece leerme los pensamientos porquede inmediato añade:

—El frío es habitual por aquí; elviento, excepcional. Completamenteexcepcional. Los bomberos no danabasto con tantos avisos de ramas deárboles y tejas desprendidas, grietas einundaciones.

Pongo cara de interés y me explicaque media Francia está en alerta por unaciclogénesis explosiva potentísima.Tose al darse cuenta de que de nuevo helogrado desviarle del argumento. Insisteen que Bron es un pueblecito tranquilo,con un cementerio pequeñito. Sushabitantes son longevos, y la gente se

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muere por causas naturales.—Comprenderá que todos estemos

algo alterados con lo ocurrido. Es muyfuerte, ¿no cree?

—Comprendo lo que dice, señorfiscal. En España nos ocurre lo mismo:los cadáveres, los justos.

¡De modo que Bron! Es un buennombre para un pueblo. Corto,contundente, fácil de recordar... Como elapellido de James Bon, pero con erreintercalada. Me gusta. En este momento,caigo en la cuenta de algo.

—Monsieur Noël, me ha parecidooír a uno de los jóvenes agentes que ellugar de autos está sito en una calle

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llamada L’Humanité, ¿estoy en locierto? —El fiscal asiente—. Pues vayaironía, ¿no le parece?

—Lo es, desde luego. Muerte ytorturas en la calle de la humanidad.Pero usted debe de saber ya todo eso:estaba en ese emplazamiento cuandonosotros llegamos.

Si no recordaba cómo se llamaba elpueblo, mucho menos iba a retener elnombre de la calle. Simplemente, elteniente coronel Villegas y su gente de launidad de información antiterrorista mesubieron a un coche y me trasladaronhasta allí. Por supuesto, la callada porrespuesta. El fiscal no lo entendería.

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Adorno el silencio con una de missonrisas de domingo. Una abierta,grande, tanto que deja ver mi colmillosaliente, ese que nunca me decido aarreglar. De ser por mí, los dentistasmorirían de inanición. No sé, es algovisceral. Odio a ese gremio casi tantocomo a los ratones, casi tanto como alos que mienten en sede judicial. Claroque los primeros no tienen culpa alguna,pero yo lo veo en primera persona.Todos me hacen perder la paz.

Golpean la puerta con los nudillos yun chichisbeo hace salir al fiscal. Noëlse disculpa con una frase hecha y unabreve inclinación de cabeza. Le sonrío

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de nuevo y le sigo con la mirada.

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2

No va lejos: entra en el despachocontiguo, y conversa con el comisarioMathieu, el hombre de mostachosencerados, en cuyo vehículo me hanconducido hasta aquí. Reconocería sugarganta vocinglera, de sordo primitivo,hasta metida en un enjambre de abejas.Me entero de lo que dicen porquechillan y también porque las paredes deeste edificio, simples placas de yesolaminado, no saben guardar secretos.Noël y Mathieu hablan en francés. Como

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decía, es un idioma que chapurreo. Noentiendo todo lo que dicen, perocomprendo que ambos estánpreocupados. Lo están por el muerto,por el inspector herido, por el zulo y porlas circunstancias. Pero soy yo, sobretodo, el motivo de su preocupación. Pormis carnés saben que soy juez y que soyvasca, y por mis afirmaciones saben quesoy amiga del secuestrado... Escompletamente lógico que no sepan quédeben hacer conmigo.

—Nöel: esto es un secuestroperpetrado por la banda terrorista que,por lo que sea, ha salido mal. ¡Te lodigo yo que llevo mil años de

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comisario!—Y yo no quiero llevarte la

contraria, comisario. Pero, de tratarsede un secuestro, todo el pueblo estaríatomado por la policía, la nuestra y lasuya. Y no hay ni un alma. Y laambulancia ha llegado al minuto deavisar. Cuando hemos alertado a laDirección General de SeguridadInterior, se han limitado a enviarnos a unequipo forense y a decirnos que nohagamos nada. Es muy muy raro. Cuandohe hablado con ellos, no me ha parecidoque se sorprendieran. Como si estoocurriera todos los días o como si ya losupieran. Además, he mirado en las

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noticias, y en ningún sitio se dice que elinspector Iturri hubiera desaparecido. Yluego está el muerto: era el candidato ala presidencia del Gobierno vasco porel partido radical. Un tipo importante. Yde la señora jueza, ¿qué me dices? Ensuma, comisario, que me temo que estono va a resultar tan sencillo como crees.

Tras unos minutos más de debate,finalmente deciden esperar instruccionesde arriba, sea quien sea el que ocupe esasilla.

De pronto, oigo un portazo, y a laconversación que está teniendo lugar enla estancia aledaña, se suma una tercerapersona: otro caballero. Por su tono y la

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manera entrecortada de hablar (sedetiene de vez en cuando para tomarprofundas bocanas de aire), deduzco queha llegado corriendo y que está bastantealterado. Diría que no es joven. Los tresdeben de conocerse porque se tratan congran familiaridad, tanta que, cuando enel comisario menciona «al tipo deParís» (momento en que despliego todami atención), la conversación sube detono y oigo bastantes palabrotas. Algoque, de nuevo, me hace recordar queestoy en Francia.

Deberían oír cómo suenan les grosmots en francés. Te están insultando, teponen verde, se acuerdan de todos tus

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muertos, y si no conoces bien el idioma,puedes creer que te están echando unpiropo. A ese tipo de París, que tantoparece fastidiarles, lo tildan deconnard, bâtard y trou du cul. Encastellano, le hubiéramos escupidogilipollas, cabrón e hijo de puta... Nohay color.

Aguzo el oído para ver si logroenterarme de a quién han enviado deParís y por qué les fastidia tanto.Gracias a Dios, el recién llegadotambién grita y enseguida acierto acomprender la razón de los exabruptos.Sin duda, Pierre, que así se llama eltercero en discordia (no he alcanzado a

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oír su apellido), es el forense deplantilla, el que se ha personado en ellugar de los hechos junto con elcomisario y el juez. Sin embargo, desdela capital, y alegando que en unpueblecito tan encantador, tan minúsculoy pacífico, con un nombre tan cortés, elforense local no está preparado para uncaso tan peculiar, han enviado a otroexperto para cerciorarse de que todo serealiza según el procedimiento. Elsusodicho acaba de hacerles llegar víaemail su informe preliminar.

Por los gritos, al tal Pierre no parecegustarle lo que lee. Diría que en estemomento está subiéndose por las

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paredes.—Pero ¿ese tío está loco? Una de

dos: o le habéis enseñado un cadáverdistinto al que he visto yo o es tonto deculo... —Se detiene un instante—.Aunque, claro, siempre cabe laposibilidad de que sea un mentiroso alservicio de la «puñetera República». Sí,eso debe de ser. Con Sarkozy estascosas no hubieran pasado. Aquél teníahuevos; éste, ni eso...

La cosa se pone interesante. Cruzo lapierna.

—Me conocéis hace años. Es ciertoque, gracias al cielo, llevo tiempo sinhacer autopsias y que puedo estar algo

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desentrenado, pero esto es como andaren bicicleta: nunca se olvida. En fin,puedo aseguraros que estoyperfectamente capacitado para estetrabajo. ¡Es ese tipo de París el que notiene ni idea! ¡Por las mismísimas tripasdel demonio: acabáis de leer suinforme!: «A expensas de los datos de laautopsia, todo apunta al suicidio comola causa más probable del deceso. Elocciso disparó contra el inspector Iturriy luego volvió el arma contra sí mismocon resultado de muerte». ¿Suicidio?¡Por favor, si le han descerrajado cincotiros! ¡¿Qué hizo, se suicidó cinco vecesseguidas?! Por no hablar de que apenas

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ha permanecido una hora en la morgue:ni Superman hace autopsias tanrápidas...

—Superman vuela, pero no haceautopsias, Pierre...

Mientras ellos se enzarzan en unadiscusión estúpida sobre los poderes delde Kripton, yo me quedo con la palabra.Suicidio. La he oído con nitidez:suicidio. No puedo evitar echarme areír. El tal Pierre tiene razón. Supongoque el experto parisino se referirá a unsuicidio asistido; sin autorización delmuerto, vamos. Porque el forense está enlo cierto: yo también conté cincoagujeros de bala. Por no hablar de los

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calcetines... Tras la pared, lo que seoyen son las blasfemias que vomita elforense. Éstas ya no suenan tan francesasni tan educadas. No le justifico, perocomprendo su actitud.

Como les decía, me anticipé a todosellos. Llegué al lugar antes que los delas placas reglamentarias, antes que elforense oficial y muchísimo antes que el«mentiroso enviado desde París».Estuve un largo rato allí. Vomité allí.Lloré allí... En fin, lo que quiero decires que no necesito informes técnicos.Tengo suficiente experiencia en lamateria para poder forjar mi propiojuicio. Pero, aunque careciera de tablas,

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aunque el del tal Kepa Otano fuera miprimer cadáver, nunca podría estar deacuerdo con un diagnóstico de suicidio.Les narro lo que vi, tal y como lorecuerdo. Ustedes verán a qué bandodesean sumarse.

La zona estaba tranquila, y lavivienda, que se halla apartada, a lasafueras del pueblo, dirección norte,parecía desierta. Cuando descendimosdel coche y nos acercamos al lugar,encontramos la puerta principal abierta.Entramos con precaución. Villegas y sugente delante, pistola en mano; yo, dospasos por detrás, sin pistola, pero conbolso. La casa es pequeña. No cuenta

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con recibidor, se accede directamente alsalón comedor. El muerto estaba justodelante de la chimenea y tenía muy malapinta... Para estar muerto, vamos. En fin,lo que quiero decir es que no teníaaspecto de muerto típico... A ver cómodigo esto, que me estoy embarullando yosola. Estaba muerto y no por causasnaturales. No le había fallado el corazóno se había atragantado con un huesecillode pollo; tampoco había almorzado unguiso con almendras siendo alérgico y elshock anafiláctico le había enviado alotro barrio. No. Nada de eso. Parecíaque alguien hubiera jugado a unvideojuego violento y él fuera el

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malvado que acaba bajo tierra: lo quehallé fue un cuerpo maltrecho, con lacabeza rodeada por una bolsa deplástico agujerada por las balas, ysangre, salpicaduras de materia gris,orines y heces por doquier.

Si tuviera que especular, diría que«el candidato» murió por el disparo máslimpio: el realizado a bocajarro enmedio de la frente. El proyectil debió deentrar por la zona frontal y salir por laoccipital, llevándose por el camino loscentros vitales encefálicos. Por lasmarcas de la pólvora alrededor delorificio y los destrozos ocasionados, nocreo que haya dudas: le acercaron el

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cañón a la frente y apretaron el gatillo.¿Hubiera podido infligirse ese daño élmismo? Naturalmente. Pero entonces lacosa habría acabado ahí, y no fue eso loque ocurrió. Hubo más plomo, muchomás plomo: nada menos que otros cuatrodisparos. Los dos que le saltaron losojos, el que le destrozó la boca y elúltimo, que le atravesó el corazón. Éstosdebieron de hacerse a mayor distancia(probablemente cuando ya se encontrabaen el suelo) y fueron gratuitos. Estoysegura de que había muerto cuando losrecibió. Se trató, por tanto, de algunasuerte de venganza, un ajuste de cuentasterminal, poco compatible con un

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suicidio. Ojos, boca, corazón... Siestuviéramos en Sicilia, y el fallecidocontara con pasaporte italiano, apostaríatodo a esa carta. Pero es (era) unpolítico radical vasco y pisamos suelofrancés...

Lo cierto es que me alegro... No memalinterpreten. Lo que quiero decir esque me alegro de que estuviera yamuerto cuando le cosieron con plomo:en otro caso, lo hubiera pasadoverdaderamente mal. Vomité al ver lascuencas de sus ojos (lo que quedaba deellas) rellenas de ese material blancuzcoy sanguinolento, mezcla de sangre ycerebro, de dolor y lágrimas. Ésta ha

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sido la primera ocasión en que hevomitado ante un cadáver, y les aseguroque, para mi desgracia (esas imágenespueblan mis noches), he visto unoscuantos.

Cuando empecé a ejercer como juezde instrucción, mis peores pesadillas secebaban con la posibilidad de queapareciera un cadáver o restos humanos(especialmente me inquietaba encontraruna mano o una cabeza) en micircunscripción, y me tocara acudir allugar, junto con el forense y el secretariojudicial. Ahora, el juez de guardia lotiene un poco más fácil: lo puededelegar. Entonces, no era así. Los jueces

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debíamos personarnos en la escena delcrimen para practicar la dichosadiligencia del levantamiento.

Por aquel entonces, me sentíaincapaz de enfrentarme a un cuerpo sinvida. Sólo de pensarlo, me poníaenferma. Me aterraba toparme con elmuerto y con lo que le rodea, que sueleestar plagado de restos desagradables.Cochinadas de todo tipo. La muerte noes natural, ya me entienden, y asusta.Todo el cuerpo se resiente, los orificiosse abren, los esfínteres se sueltan... Peroen mi caso había algo más, una especiede obsesión particular, algo visceral.

Al imaginar una muerte violenta,

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casi nunca pensaba en el muerto, sino enlos bichos. Odio los bichos. No merefiero a esas pequeñas larvas blancas,que, con la velocidad de la mala hierba,colonizan las heridas tras el deceso. Merefiero a las ratas y a los ratones, a lospájaros y a las pequeñas alimañas queacuden a apropiarse de su parte delfestín. Me refiero sobre todo a lasmoscas. Moscas encima de los ojos deocciso, moscas alimentándose de susfluidos, moscas negras y gordascontoneándose por la herida sangrantecomo chicas en un bar de striptease.

En este caso, como digo, al hombrele habían hecho saltar las cuencas de los

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ojos y borrado definitivamente lasonrisa. Estaba hecho un cromo. Pero sivacié de forma indebida mi estómagofue porque, para evitar contemplar elestropicio, me volví y me topé con lasegunda parte de la escena. Fue entoncescuando vi asomar aquel trozo de calcetínpor el ano. La prenda se mostrabarebozada en heces (imagino que el tipose había soltado al ver el arma). Ellíquido, espeso, grumoso, especialmentemaloliente, entre marrón y verdoso,bordeaba la parte trasera del cadáverformando un círculo casi perfecto delque salían dos pares de huellas, ambasde tamaño mediano, que enfilaban hacia

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la salida. Quien fuera, se lo habíacargado y luego se había tomado lamolestia de bajarle los pantalones y,digámoslo así, aprovechar el espacio...Imagino que en el proceso se habríatenido que poner perdido, aunque eso nopuedo saberlo. Quizá llevara guantes yuna pinza en la nariz... Lo que sí puedocontar es que el calcetín había sidotomado por unas enormes cucarachasnegras (o especie similar). Los bichosbrotaban del interior, salían y entrabandel conducto de lo más satisfechas. Esaimagen fue la que me hizo vomitar. Unaestupidez, lo reconozco. Pero ya se sabecómo son los actos reflejos... Esperaba

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sangre, vísceras, orines, y hasta moscas,pero no cucarachas aprovechadas. Nicalcetines en el culo.

Lo lógico es que fueran del propioafectado. Estamos a 10 de diciembre.Cuando llegamos a Lyon, estabahelando. La temperatura no superaba losdos grados. En el interior de lavivienda, no se estaba mucho mejor. Nohabía calefacción y la chimenea seencontraba apagada. Sin embargo, lospies del muerto estaban desnudos. Elcadáver no llevaba calcetines, y loszapatos estaban tirados a unos metrosdel cuerpo. Blanco y migado, sopas deleche. Lo que quiero decir es que lo

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lógico es que los llevara donde sesuelen llevar, es decir, en los pies, peroque, al toparse con su asesino,cambiaran de ubicación.

Yo sólo alcancé a ver la esquinita deuno, pero apostaría la toga a queaparecieron los dos, uno junto al otro, enel mismo conducto. Eran de esos que sehan puesto de moda últimamente entrelos ejecutivos británicos: rayasmoradas, amarillas y verdes. Unabofetada para el buen gusto.

Amén de dejar mi ADN, amén deque todo el que analizara el jugo encuestión se enterara de que la nocheanterior me había puesto morada de

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chocolate negro, amén de que el tenientecoronel Villegas soltara más de un parde improperios, mi vómito no tuvomayores consecuencias. Sí las tuvo, sinembargo, mi decisión. Por eso estoyaquí, retenida en este viejo edificio, conel fiscal Noël al acecho. Me preguntopor qué no será el comisario delmostacho canoso el que me interrogue.Sería lo normal.

Aunque, pensándolo mejor, esto esFrancia. En fin, estaba hablando de loque pasó después, cuando no me quedónada en el estómago de lo quedeshacerme.

—¡Mierda, Lola: la caballería está a

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punto de llegar! Tenemos que salir deaquí cagando leches. ¡Y por lo que másquieras, no pises el vómito o dejarás tusjodidas huellas por todas partes!Podrías haberte puesto un zapatonormal. No sé. Esos tacones no pasandesapercibidos —me riñó Villegas.

Obviamente, me negué a obedecerle.—No te metas con mis zapatos y yo

no me meteré con los tuyos. Y respecto alo demás, lo siento pero es imposible.No voy a dejar a Iturri así. Ni hablar.Es... —La garganta se me obturó. Tuveque agachar la cabeza para que elteniente coronel de la Guardia Civil noviera cómo las lágrimas tomaban mis

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mejillas—. No puedes entenderlo, peroel inspector Iturri es mi amigo del alma,mi único amigo del alma. Si fueraMiguel Hernández, diría que se meagrupa tanto dolor en el pecho que «pordoler me duele hasta el aliento».

Pero Villegas no lee poesía.—Le he tomado el pulso y parece

estar estable. No ha perdido muchasangre. La ambulancia está al llegar y elhospital está avisado. Nos hemosocupado de todo, Lola. Siempre lohacemos, y lo hacemos bien. Mástratándose de un compañero. Que estésaquí no mejorará su estado.

—Si hay algo que he aprendido

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ordenando levantar cadáveres, es que nosomos sólo cuerpo y alma, tambiénpsique. Y ésa cuenta tanto como loslatidos del corazón. No sé cómoocurrirá, pero tengo la certeza de queIturri sabrá que estoy a su lado, sabráque no está solo y eso le dará fuerzaspara seguir. En sus circunstancias, a míme gustaría que él se quedara a mi lado.¿A ti no?

—Mira, Lola, no sé qué tipo de líote traes con Iturri. Nunca te lo hepreguntado ni voy a hacerlo ahora, perosé un poco sensata, por favor. ¿Acasotengo que recordarte quién eres y quépuesto ocupas? Mis colegas franceses

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han avisado a la fiscalía de París, que yase ha puesto en marcha. Y éstos van aavisar a la gendarmería de la zona.Cuando aparezcan y te encuentren enmedio de este fregado, ¿cómo vas aexplicar tu presencia?

—No tengo ni idea. De hecho, nocreo poder hacerlo. Pero tengo porseguro que puedes inventarte algo.¡Venga, Villegas, improvisa, los de tugremio sois gente imaginativa!

—¡Ja, ésta sí que es buena, ahoravienes con cumplidos! ¡Has sido comoun grano en culo desde que llegaste, yencima...! Mira, Lola, si los de Parísllegan primero, aún podemos salvar los

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trastos con una llamada. Pero como seles anticipen los de la gendarmería,estamos aviados. Son de pueblo,¿entiendes? No saben nada de política.Te meterán en una celda y tirarán lallave y entonces...

Le interrumpí.—A ver cómo te suena esto, teniente

coronel Villegas: una bilbaína conconocimientos rudimentarios de euskera,magistrada del Tribunal Supremoespañol, sala penal (o sea, yo), eshallada en suelo francés cerca de uncadáver asesinado con saña y junto a uninspector malherido en la misma reyerta,que curiosamente está a sueldo de la

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Interpol y que tiene síntomasinequívocos de haber soportado un cruelsecuestro...

—¡No me lo creo! ¡La muy...! ¡Estástratando de chantajearme!

—Si no quieres que a lavicepresidenta de nuestro Gobierno, yya sabes el carácter que tiene, le dé unpatatús, aguza la imaginación. Yencuentra esa explicación. ¡Anda,Villegas, sé bueno! Prometo firmementeque si a ti te ocurre lo que a Iturri, mequedaré a tu lado hasta que llegue tumujer.

—¡Eres una cabrona, lo sabes,¿verdad?!

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—Gracias, Villegas. Yo también tequiero.

Respiró hondo un par de veces, yvolvió a la carga.

—Que no puede ser, Lola. No metoques los cojones. Vámonos, Iturriestará bien.

—No puedo, Villegas. De veras quelo siento. Fíjate cómo está: ¡lo hanmachacado! Debo quedarme. Es mi...amigo.

Finalmente, mi ángel de la guarda(quizá debería decir «de la Guardia») seconvenció de que hablaba en serio y mepermitió quedarme. Y mientras él seevaporaba junto con sus colegas

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franceses (también invisibles), yopermanecí de rodillas junto al cuerpo deIturri, rezando para que aguantara y paraque la ambulancia llegara pronto. Y, porqué voy a negarlo, rezando para que,cuando apareciera la caballería, fuerade París y no local. Y fuera cual fuese,yo mantuviera el tipo. Estabanerviosísima.

A los dos minutos de habersemarchado, Villegas regresó.

—Lola. Vendré personalmente arescatarte, te lo prometo, pero mellevará unas horas. No digas ni unapalabra, ¿vale? Ni Pamplona. No tesalgas del guion. A ver, para que quede

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claro: no sabes nada, no has visto nada,no conoces a nadie... Si te encuentras enun apuro, di que no entiendes francés. Ycompórtate como si fueras idiotaperdida. No te será muy difícil...

—No te pases, Villegas.Sonrió.—¿Llevas pintalabios, pestañas

postizas o cosas de ese tipo en ese bolsotuyo tan mono? Siempre vas como uncromo...

Se me escapó la risa. ¡Cómo se notaque es hombre!

—Supongo que sí, ¿por qué?—No vendría mal que te retocaras

un poco el maquillaje.

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Le miré sin comprender.—¿Tan mal estoy? —respondí, al

tiempo que trataba de recolocarme elpelo con los dedos. Con la humedad, lacabeza se me había llenado de rizos—.Pensándolo mejor, ¿qué más dará cómoesté?

—Estás estupenda para tu longevaedad, no te me cabrees. Lo que queríadecir es que si los que llegan son los dela gendarmería y te pillan todapintarrajeada, con ese traje y esostacones, pensarán una de dos, o que eresculpable, o que eres idiota. Empezaránpor lo primero (por cierto, que para esahipótesis nos vendría bien que te

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desabrochases un botón o dos, pese alriesgo de cogerte una neumonía) ycreerán que se trata de un crimenpasional. A ti lo del crimen pasional tepega una barbaridad. Dos tipos, unpolicía y un terrorista, matándose por lagran Lola, que para eso es de Bilbao. Encuanto escarben mínimamente,cambiarán de opinión y concluirán queeres idiota. Ambas cosas les distraerány daremos tiempo a que lleguen los deParís. Ellos te pondrán a buen recaudo.

—Perdona que te diga que es un plantotal y completamente estúpido.

—Lo es, pero puede funcionar.Hazme ese favor, ¿vale?

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—De acuerdo, lo haré.Me sujetó por los brazos.—Estoy a tu lado, Lola; lo sabes,

¿verdad?Asentí.—Regresar te ha salido desde las

mismas tripas, Villegas: eres un grantipo.

—No me jodas, Lola, no me jodas...Eso fue lo último que el gran guardia

dijo. Sonriendo, eso sí. Villegas siempresonríe. Y luego hace lo que le da lagana. Más o menos como yo.

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3

En cuanto Villegas salió, abandoné lainútil tarea de contener el llanto. Mecuidé, eso sí, de tener a mano pañuelosde papel. Con el vómito, habíasuficiente ADN para clonarme como a lao v e j a Dolly. Bueno, de clonarme,preferiría ser una cabra. Tienen malcarácter, lo sé, pero siempre me hanresultado simpáticas, a todas horas porahí, trepando por riscos imposibles.Deben de ser los genes irlandeses...

Lo del llanto no es genético. Me

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hubiera deshecho en lágrimas aun siendomalagueña. Por Iturri hubiera hechocualquier cosa. Y seguiría haciéndolo.No siempre ha sido así. Yo comencéodiando a Iturri, pero ahora... ¡Dios,tenía tan mal aspecto! Nunca le habíavisto tan delgado, tan destrozado. Y susojos... parecían perdidos, extraviados...

Un momento. El forense Pierreabandona por un instante los exabruptosy comparte con sus dos acompañantesalgunos detalles que desconozco.Aguzaré el oído: me ha parecido oír lapalabra calcetines... ¡Miren: yo teníarazón! Estaban juntos y en buenaarmonía en el intestino del muerto. ¡Dios

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santo, no me extraña que esté tanenfadado con la gente de la central! Siles digo que habla de una dilatación analde unos tres centímetros compatible conla introducción, posiblemente postmortem, de un objeto contundente, aménde los calcetines, ¿me permitiránahorrarme los detalles?

El fiscal Noël dice que nocomprende por qué su asesino oasesinos le rellenaron como si fuera unpavo. Yo creo entender la simbología.Tiene su lógica. Una lógica criminal,terrible, espeluznante, que, sin embargo,no deja de ser lógica: ojos, boca,corazón, calcetines británicos... ¿A qué

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les suena?No creo que Villegas y su gente de

la unidad de información antiterroristasepan esto. O quizá sí: el tenientecoronel Villegas es como el ojo deDios, que todo lo ve y todo lo sabe.Aunque dudo que le interesen losdetalles. Ni a él ni a sus homólogosfranceses. Sea o no exacto, me temo queesto nunca habrá ocurrido.

Ya han escuchado el contenido delinforme preliminar del experto de lacapital, el mandado a quien le ha tocadohacer el trabajo sucio: el muerto se hasuicidado cinco veces seguidas, hadefecado en algún momento indefinido

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entre el primer disparo y el último, se haquitado los calcetines y se los haintroducido por el ano, pero no hastadilatarlo lo suficiente con un palo osimilar, no fuera que no cupiesen. En fin,así se escribe la historia. Caso cerrado.Eso sí, con el permiso del fiscal Noël,del forense Pierre, del comisario sordoy del juez de guardia, que de momentono ha aparecido por aquí.

Me hierve la sangre. Intento borrarlode mi mente y concentrarme en laconversación que está teniendo lugar alotro lado de la pared. Pero ya no logrooír nada. O susurran o es que la reuniónse ha disuelto.

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En la habitación donde estoy hay untelevisor minúsculo, más o menos de laépoca en que Carla Bruni salía con EricClapton. Me acerco y sintonizo el canallocal. Seguro que ya se han hecho ecodel suceso y muestran imágenes. Paraestas cosas, los periodistas son como lasaves de rapiña. Como los gusanos. Pocagente lo sabe, pero la palabra cadáver,que, cómo no, procede del latín, carodata vernibus, significa «carne dada alos gusanos». Cuando expones cuerposmuertos al aire libre, se llenan demiríadas de gusanos. Del mismo modo,cuando muestras una noticia fresca ysangrante al aire de un pueblo pequeño,

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se llena de curiosos.Para mi sorpresa, la presentadora

del programa de televisión sólo habla delos estragos causados por la dichosaciclogénesis explosiva. Cuesta creer queno dediquen a Iturri y al tal Kepa Otanoni un minuto. La noticia debería haberabierto ediciones y copado tertuliasradiofónicas. Comprendo que a la gentelo que de verdad le gusta es el tiempo, yuna tormenta con un nombre tansugerente desplaza otros asuntos. Sinembargo, en esta ocasión, me extraña:¿un asesinato en medio de su pueblo yno dan la noticia? Que el caballero fueraun político radical vasco, si acaso,

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añade gravedad al asunto; en el peor delos casos, ni quita ni pone, pero seacomo sea se trata de un asesinato, conmúltiples agravantes. La mano de Parísdebe de ser muy larga. Apago. Quizá seamejor así. A mí, desde luego, mebeneficia.

Vuelvo a sentarme. Unos segundos,que se me hacen eternos, y se abre lapuerta. Es el fiscal. Noël trae el rostrosonriente, como si nada ocurriera, perocontinúa sudando. Me da cierta lástima.No parece tonto, ni tampoco cínico, peroesto superaría al más experimentado.Todavía sonriendo, se sienta frente a mí.

—¿Qué tal se encuentra, señoría?

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¿Necesita alguna cosa? No dude enpedir lo que pueda necesitar.

—Llámeme Lola, por favor. Aunquede distinta nacionalidad, somos mediocolegas.

—Lo intentaré, pero no puedoasegurar el éxito. Es la costumbre...

—Como quiera. De todas formas, leagradezco el ofrecimiento. Es usted muyamable, pero no necesito nada. —Respiro un par de veces, incómoda, yañado—: ¿Alguna noticia de miembajada?

—Todavía no, pero no creo que sedemoren. Se personarán enseguida.Debe tener en cuenta que están en París,

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y hay un trecho. Aunque usted lo sabe desobra. Podemos ocupar el ratocharlando, si le parece...

¡No, ni hablar, no quiero hablar conél! Seguro que meto la pata. Pero si meniego será peor.

—No debe molestarse por mí,querido fiscal. No quiero hacerle perderel tiempo. Seguro que tiene mil y unaocupaciones.

—Pues a decir verdad, en estemomento, en mi cartera hay tresimportantes... asuntos, sí, creo quepodemos llamarlos así. El primero es ladesaparición de Missouri, el gato pardode madame Rodain. El segundo es el

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robo y posterior quema del automóvildel secretario del Ayuntamiento ysacristán de Saint Denis, una bonitaiglesia católica de la ciudad. Losustrajeron hace unos días de la plazaBaptiste Curial, muy cerca de aquí,donde lo tenía aparcado. Ya lo hanencontrado, pero en muy mal estado. Dehecho, inservible. El tercer asunto locomponen Kepa Otano, el inspectorIturri y usted. Respecto a Missouri, sudama está segura de que lo han raptadopara emplearlo en un rito de brujería.Ya sabe, mujeres desnudas bailandoalrededor de una hoguera...

—Ah, ¿tienen de eso por aquí?

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—¿Se refiere a mujeres mayores alas que las pierde la imaginación?

Me echo a reír.—Lo cierto es que no me imagino a

nadie bailando desnudo a la intemperiecon estas temperaturas. Además, por loque sé, las brujas se hacen acompañarsiempre de gatos negros...

—M i s s our i aparecerá, lo hacesiempre. No me preocupa. Respecto alos otros dos asuntos, ¿quiere que leconfiese algo? Estoy convencido deque... ¿Me permite la licencia deespecular?

—Naturalmente. No se corte:especule.

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—Pues verá, para mí que laaparición de ese cadáver y el secuestrode su amigo Iturri y la quema delautomóvil del sacristán estánrelacionados. Sí, estoy del todoconvencido. Verá, el hermano de mimujer trabaja en la Dirección deSeguridad Interior en París. Él me hainstruido en técnicas policiales. Yasabe... Si alguien roba un coche y luegolo quema, es que lo ha utilizado paraperpetrar un delito y quiere borrar sushuellas. Puede que el delito sea unsecuestro...

Estoy atónita. Si seguimos así,adivinará la talla de mi sostén. Pongo

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cara de tonta, como me aconsejaVillegas.

—¡Ah, pues si está convencido,seguro que tiene razón! Yo no puedoayudar en eso, tampoco conozco alsacristán.

El fiscal se cruza de brazos y memira durante unos instantes.

—Querría hacerle una pregunta sime lo permite.

—Pregunte lo que quiera, aunquedudo poder responderla. No entiendonada de felinos. Bueno, ni de felinos nide ningún otro animal. No me gustan losanimales. ¿Usted tiene gato, queridofiscal?

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Vuelve a sonreír.—Empieza a recordarme

peligrosamente a mi suegra, Lola...—Por su tono, deduzco que la tiene

en gran aprecio —respondo concinismo.

—Deducción correcta. Verá, sóloquería saber si el vómito encontrado enla escena del crimen, exactamente juntoal cadáver, le pertenece. Si es así,evitaremos ir en otra dirección.

—Todo mío, señor fiscal. Vomité alver el luctuoso estado del cadáver. Lolamento muchísimo.

—No se disculpe, es comprensible.Supongo que una jueza de su categoría

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no estará acostumbrada a contemplareste tipo de escenas.

Me encojo de hombros.—Como imaginará, no he

comenzado en el Tribunal Supremo.Como juez de instrucción, me he tenidoque enfrentar a la peor condiciónhumana en otras ocasiones.

—¿Y suele vomitar?Voy a mentir, pero me parece que no

merece la pena. Y desoigo lasadvertencias de Villegas.

—Pues lo cierto es que no. Es laprimera vez que vomito...

—¿Y qué tenía esta ocasión deespecial? ¿Quizá le conocía?

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Sonrío maliciosamente y clavo misojos en los suyos.

—Monsieur Noël, no estaráintentando liarme, ¿verdad? ¿Acaso norecuerda que he declarado no conocer almuerto en cuestión?

—Es cierto, perdone mi despiste.—¿Despiste? Puedo aceptar un

pulpo como animal de compañía perollamar a eso despiste...

—Compréndalo, tenía que intentarlo.Le prometo que no volverá a suceder.Me estaba usted explicando por quévomitó...

—Cierto. Fue por el calcetín...—Comprendo, muy desagradable, la

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verdad. Y curioso, muy curioso.—Y helador. A dos grados de

temperatura, ¿quién se quita loscalcetines?

—¿Había termómetro en la casa?—Pues no lo sé, pero eso era lo que

decía el termómetro del salpicadero...del coche del taxista.

El fiscal sacude la cabeza mientrasse coloca nuevamente el flequillo, quese le cae una y otra vez sobre los ojos.Suda sin mesura. Yo también deberíaempezar a sudar: acabo de meter la patahasta la garganta.

—¿Y dice que el termómetro del taximarcaba dos grados? Es una temperatura

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baja, pero aquí estamos acostumbradosa cosas peores...

—Pues vaya mala suerte. En todocaso, esta mañana eran dos grados.

—Se acuerda de eso, pero no decómo era el taxista...

—¡Por supuesto! Era un tipocorriente: moreno, de mediana edad. Levi principalmente el cogote; la cara,durante apenas unos segundos, cuandodescendí...

—Es cierto. Según ha declarado,usted recibió una llamada de su amigo elinspector Iturri diciendo que le habíanherido, detuvo un taxi en plena calle enParís, donde estaba de vacaciones, y le

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pidió que la trajera hasta aquí. Supongoque la carrera le costaría una cantidadenorme; quizá hasta desproporcionada.A veces, los taxistas se aprovechan delos estados de necesidad. Sientocuriosidad, ¿cuánto le cobró?

Enmudezco. De nuevo, me ha pilladocon las manos en la masa. Cuandoconvine la historia con Villegas, no seme ocurrió preguntar cuánto podíacostar un taxi desde París. Dudo duranteunos instantes. Como no sé qué hacer,saco la cartera y vacío íntegramente sucontenido sobre la mesa. No soy lo quese dice una persona ordenada. Por si esono fuera suficiente, tengo la manía de

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guardar absolutamente todo. No megusta tirar nada. Por eso rompo lascarteras con tanta facilidad. Empiezo apasar papeles delante del fiscal, noantes de leer despacio lo que dicen.

—¡Anda, un vale de cinco euros delsupermercado de El Corte Inglés!... Soncomo las galerías Lafayette, peroespañolas. Ahora han bajado un pocolos precios. Hay que hacer compras porcincuenta euros o más, pero, enocasiones, sale rentable... ¡Porras,caducó la semana pasada! Siempre meocurre lo mismo... Veamos: tampoco.Éste es un recibo de la gasolinera.Tengo coche oficial, pero me gusta

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hacer mi vida, ya sabe... Uso unutilitario muy pequeño, ideal para eltráfico de Madrid... ¡Ah, mire, unaentrada de cine!: El gran hotelBudapest. ¿La ha visto, señor Noël? —Niega con la cabeza—. Pues se larecomiendo vivamente. Anderson es undirector de culto, y la cinta está basadaen una obra de Stefan Zweig. Unamaravilla. Aunque ahora ustedes hacenmuy buen cine. Intocable, por ejemplo.La he visto tres veces. Una en el cine, ydos en televisión...

Me detiene.—¿Puede explicarme qué es lo que

hace, Lola?

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Intento responder a su pregunta convoz pausada.

—Es posible que el taxista me dieraun recibo. Lo cierto es que no lorecuerdo, pero si fue así, estará aquí. Noobstante, como ve, tardaré un rato enaveriguarlo...

—De acuerdo, la dejo sola, para quebusque tranquila. Quizá encuentre unvale de pan integral... —comenta conacidez.

—Pues mire, no me vendría mal. Lafibra es absolutamente necesaria encualquier dieta saludable.

Espero que no piense que estoyhaciendo alusión a su gordura.

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—Por cierto, Lola, ¿sabe que loscalcetines no pertenecían al occiso?

—¿Cómo dice, que no pertenecían almuerto?

—No. Demasiado pequeños. No memire así: yo tampoco lo entiendo.

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De cierto mal humor, en todo momentocontenido, el representante delMinisterio Público regresa a su vecinaguarida. En ese momento, sus colegashablan de Iturri... Avivo el oído.Comentan la mala puntería del tirador,que, disparando dos veces, no mató alinspector. A tenor de la distancia,debería haber muerto en el acto.

Al oír el apellido de mi amigo, mialma entra en ebullición. Tengo quehacer esfuerzos para no levantarme y

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salir de allí sin dar explicaciones. Siquieren acusarme de algo, que lo hagan.De lo contrario, me voy al hospital:quiero estar a su lado.

Frente a mí, un poco esquinada haciala izquierda, han dejado aparcada a unafuncionaria, una mujer morena de unostreinta años (con mi poca afición a loscálculos, puede que tenga cuarenta osólo veinte; si es así, desde luego lolleva fatal). Me han asegurado que esuna intérprete venida de París: francés-español, español-francés. Tiene deintérprete lo que yo de sevillana: elnombre. Se sienta en la esquina de lasilla con la espalda recta, las manos

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sobre el regazo y las piernas juntas ytiesas. No hace falta más que ver sufalda azul marino, cortada como la deuna novicia de convento moderno, parasaber que nunca ha estado demasiadocerca de un exceso. De vez en cuando,sin mediar palabra, se levanta yabandona la habitación. Con la primeraescapada pensé que se movía para noconvertirse en piedra. Pero meequivocaba. Pasados unos minutos,regresó con un vaso de plástico blancocon agua del tiempo. Tengo ya tres sobrela mesa. No he tocado ninguno.

Salvo eso, no acusa más actividad.Los únicos objetos que llaman su

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atención son los malditos vasos de agua.Quizá emane de ellos alguna magia. Oquizá los haya envenenado. Sí, es muyposible que comparta genes con lamadrastra de Blancanieves.

Decido averiguar si la relamidaintérprete es muda de nacimiento o sólode profesión y le pregunto en español sihay noticias del hospital donde estáninterviniendo a mi amigo el inspectorIturri. Debe de ser muda, pero no sorda,porque se levanta y abandona lahabitación dejándome sola. Regresa alcabo de un minuto, acompañada delfiscal Noël. Lleva éste en la mano unpañuelo arrugado y no muy limpio, con

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el que se limpia recurrentemente lafrente. No me extraña lo del acné.Prefiero no mencionar el estado de sucamisa blanca, sobre la que se sostieneen equilibrio inestable una corbata deseda azul. Pese a todo, viene con ganasde pelea. Empiezo a darme cuenta de locargado de razón que estaba Villegas:no me va a resultar fácil salir de ésta.

Rezo para que continúe preguntandopor las luces y no por el refrito desombras. O me veré obligada a sacar acolación la ciclogénesis explosiva, ocomo quiera que se llame ese enfurecidovendaval. A ratos, parece que quisieraarrancar las ventanas de cuajo.

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Noël me observa unos instantes,como si anduviera cazando en sumemoria las escurridizas frases, y luegome cuenta que la única información queposee sobre el estado de salud delinspector Juan Iturri es que acaba deentrar en quirófano. La intervención seprevé larga.

—Aún no he localizado el recibo, losiento —explico.

—Tranquila, señoría, tenemostiempo. Sólo vengo a decirle que nodebe preocuparse excesivamente por suamigo el inspector: los médicosfranceses son excelentes. No podríaestar en mejores manos.

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Señoría.Ha vuelto a llamarme señoría. Esta

vez, se ha detenido en el término comosi la palabreja se le atravesara en lagarganta. Yo me he dado cuenta. Y éltambién. Permanecemos unos instantesen silencio, observados a corta distanciapor la intérprete de falda azul. Por fin,carraspea y se lanza a preguntar lo quelleva tanto rato mascando.

—Señoría, entre usted y yo, ¿puededecirme qué hace aquí? Le estaríaeternamente agradecido si me loexplicara. Tenemos un cadáver en elanatómico, un inspector en el quirófanoy una jueza en ejercicio retenida en la

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gendarmería y, mira por dónde, todosson vascos....

Le interrumpo.—Dos navarros y una vasca, querido

fiscal. Son cosas muy distintas. Como unparisino...

—Es cierto: como un parisino y unlionés. De acuerdo. Lo que quería decires que no alcanzo a comprender por quéestán en mi país, por qué están en mipueblo. No consigo explicarme por quése hospeda usted en un hotel como unaturista cualquiera y luego mete lasnarices en investigaciones policialescomo si fuera una cerda buscadora detrufas...

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Levanto las palmas de las manos. Elgesto es suficientemente expresivo paraque las palabras sobren.

—¡Ah, discúlpeme, por favor! Medoy cuenta de que es un mal ejemplo.Pésimo. Pero no crea que lo he dichocon acritud. Nada de eso. Lo que ocurrees que a mí me gustan mucho las trufas, yel ejemplo me ha venido enseguida a laboca. Este año, hemos tenido una buenacosecha, ¿sabe? La mejor en los últimosaños, puede que en la última década...—Carraspea de nuevo, al darse cuentade que debe volver al origen—. Perocon trufas o sin ellas, no puede negarque estaba usted precisamente en la casa

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donde se ha encontrado ese cadáver,domicilio que, dicho sea de paso, está amás de trescientos kilómetros del hotelde París donde se hospeda, y cuyonombre, vaya casualidad, no recuerda.No me dirá que estaba haciendo turismo,¿verdad?

—Pues ahora que lo menciona, debodecir que Lyon es una ciudad preciosa—suelto para picarle y calibrar cómo demagras son sus carnes.

Lejos de enfadarse, la voz del fiscalse vuelve aún más melosa.

—Póngase en mi lugar, queridajueza: si pudiera entender a qué havenido, mi día sería mucho más

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agradable. Si habláramos de esto ahoraque lo tiene fresco en su memoria, todosería más fácil.

¿Fresco?, pienso: ¡ni que se tratarade una lechuga de la huerta! Me acercouno de los vasos a los labios y bebo unsorbito de agua. Una marca color cerezaoscuro tiñe el borde. Me gusta más elrojo. Pero es demasiado llamativo, y losustituyo por un sucedáneo. Lafuncionaria enarca levemente las cejas.Espero que no esté intentandoemponzoñarme la sangre con algúnsuero de la verdad. De hecho, no tengosed. Sólo pretendo romper el momento yque mi voz, preocupada, suene creíble.

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Me inclino ostensiblemente haciadelante y reitero al fiscal, que haacercado la silla hasta mi posición y seha sentado frente a mí, que no conozcoal muerto y que a Iturri lo conozcodemasiado bien.

—No estoy en Francia como juez,señor fiscal. Esto no tiene nada que vercon mi trabajo. Supongo que para ustedéste no es sino otro expediente al queadjuntar un código y un dosier cosidocon cuerdas. Lo comprendo, de veras,sólo hace su trabajo. Quiere resolver loque haya que resolver, completar elpuzle y archivarlo cuanto antes, paraencontrar al gato perdido; ¿cómo se

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llamaba?—Missouri.—Exactamente, Missouri. Verá,

para usted, el muerto ya está muerto, queDios le tenga en su gloria. Y a ladesafortunada víctima, a la persona quese debate entre la vida y la muerte en unquirófano de un hospital de Lyon, no laconoce más que de fotografía y númerode placa. Para mí, sin embargo, no es uncualquiera: es alguien a quien estimodesde hace veinte años. Hemostrabajado juntos. Ha sido como... comouna ventosa pegada al corazón. Comouna garrapata, ya sabe cómo son lospolicías judiciales cuando quieren...

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Sonríe. Esta vez con ganas. No estan novato como parecía. Continúo.

—Puedo meterme en su piel, señorNoël. En la misma situación, estaría tanperpleja como usted. Lo único quepuedo decirle es que no me vea comouna juez, sino como lo que soy: unafamiliar.

El discurso es convincente yemotivo. Debería bastar. Sin embargo,el representante del Ministerio Públicotuerce el gesto y se acerca de un saltitootro paso a la silla.

—Se apellida usted MacHor,¿verdad, señoría? ¿Un apellido inglés,quizá?

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—Irlandés, señor Noël. Y el suyo,¿de dónde procede? Es muy... navideño.

Si me provocaran de esa manera, lomenos que haría sería soltar un bufido.Sin embargo, él se limita a esbozar unasonrisa. Es duro. Empieza a caermebien.

—Procede de Verdún, cerca deNancy, el lugar de la famosa batalla. ¿Loconoce? —Niego con la cabeza—. Puesen Navidad es precioso. Iturri, sinembargo, suena distinto. Ni irlandés nifrancés...

—Es cierto. El inspector Iturri y yono compartimos genes ni apellidos, perole aseguro que es de la familia. No como

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un primo lejano o un sobrino con quiense coincide en bautizos o entierros, másbien como el cabecero de mi cama, quevan para treinta los años que me guardalas espaldas, o como la sombra del pinode mi jardín, un piñonero frondoso cuyacopa impide que la hierba nazca a suspies. Es mejor el símil de la sombra.Iturri es hábil segando la hierba bajo tuspies. Pero es mi sombra y son mis pies.¡Dios, necesito ir al hospital y sabercómo está! ¿Puede comprenderlo?

Se me rompe la voz. Noël se ponede pie y sale de nuevo a paso ligero. Escurioso. Posee un cuerpo con forma depeonza panzuda, y, sin embargo, es

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extremadamente ágil, casi felino, en susmovimientos.

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Él se va y yo me quedo, con mis tresvasos de agua del tiempo, ladesagradable intérprete y esta dichosamesa de formica, que huele a derrota. Separece a las del comedor del primercolegio de monjas al que asistí. Allí lasfregaban con lejía. El olor permanecíaen el aire como la luna en el cielo: aveces llena, a veces menguante, peroeternamente presente. No me gustaba elcolegio, ni las monjas ni las mesas deformica. Y me disgusta estar aquí. Llevo

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demasiado tiempo en Francia. Quierovolver a casa, con mis códigos, misgalletas, mi almohada, mi marido y miviejo ordenador. Quiero recuperar mivida, la corriente y monótona, la quecontrolo. Temo que este vientoimpenitente se lleve mis deseos. Salvoque la vicepresidenta en persona levanteel teléfono, y dudo que eso ocurrapronto, estos tipos no me dejaránmarchar. ¡Maldito Villegas! A saberdónde estará en este momento. Es lo queocurre con la gente de la unidad deInformación. Absorben datos como agualas esponjas, pero luego, cuando losnecesitas, no sueltan prenda.

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En el despacho contiguo, suena elteléfono. Lo coge el comisario Mathieu,el del bigote, el sordo. Alcanzo a oír lapalabra zulo. Están comentando laubicación de la buhardilla: un armariode dos metros por uno y pico. Laintérprete parece haberlo oído también,porque saca su sosa falda azul de lahabitación a toda prisa. ¡Te pillé: ni conesa falda azul podrías engañarme!

—¡Iturri, mi querido amigo, qué mallo has tenido que pasar!

Digo esto en voz alta, no sé bien porqué. Creo que, simplemente, la emociónse me desborda. Sin embargo, me doycuenta de un detalle importante: si yo

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puedo escucharles a ellos, ellos podránescucharme a mí. Decido empezar ahablar. Elevo el tono de voz.

—Mi amigo se llama Juan, JuanIturri Goicoechea, con ch no con tx. Espolicía... ¿Desde cuándo? No sabríadecirlo con exactitud. Creo que desdeque lo destetaron. No lo conocíaentonces, pero puedo imaginar a unretaco con flequillo indagando en elpatio del colegio la autoría del robo delbocata de mortadela. Policía, pues.Peculiar como todo buen policía. Ypuedo dar fe de que, como criminalista,es un artista. Hay gente que cree que elarte es lo que se exhibe en los museos.

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Patrañas. Arte es todo aquello que lograemocionar, conmover. Les aseguro quelas obras de Iturri, algunas maestras, hanemocionado a muchas personas, entrelas que me encuentro. La Interpol tienecolgadas algunas de ellas en las paredesinvisibles de su memoria. Ustedes lo hanvisto cubierto de sangre, pero es alto ybien plantado. La barba corta esreciente; el verde efervescente de losojos no. Es una especie de adonis deandar por casa.

»Navarro, sin duda. Iturri es tanforal como la chistorra o lossanfermines. Y callado. Callado comolos felinos y como ellos sagaz. ¡Ah!

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Olvidaba su niebla gris, me refiero a laque sale permanentemente de su pipa.Aunque él no es gris. Sólo inexpugnable.Para casi todos, aunque no del todo paramí. Y eso que en estos días que llevo enParís me he dado cuenta de la cantidadde datos que desconocía.

»García. Dicen que lo apodan asípor lo corriente que parece y las vecesque cambia de perfil. Imaginaba quetendría algún mote, porque todos los desu gremio tienen al menos uno, perohubiera apostado por algo más...artístico: el gato, o algo así. Es lomismo. Yo siempre le llamo Iturri. Y éla mí Lola. A veces, en público, sobre

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todo ante determinadas personas,emplea un frío y respetuoso «señoría».Sólo en un par de ocasiones me hallamado Lolilla, y en ambas me heenfadado. Ése es mi nombre privado.Pero de eso no quiero hablar.

—Madame, vous avez besoin dequelque chose. Un peau plus d’eau?

¡Ya está aquí la tía esta! Ha entradosigilosamente y me ha dado un susto demuerte.

Y encima está delgada como unespárrago. Toda ella es un espárrago. Sucara alargada y de ojos planos pareceuna yema de espárrago. No es que seafea, sólo es relamida, sosa, y un coñazo.

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Los ojos los tiene bonitos, negros comoel betún y grandes como las muñecas deFamosa. Pero lo que más me fastidia eslo delgada que está. No se lo creerán,pero yo llevo puesta otra vez la faja...

—No, gracias. Todo bien. Peroquiero irme ya: debo acudir al hospital.Con el inspector.

Como si oyera llover. Vuelve asentarse.

Ahora que menciono la maldita faja,aún me aprieta más. Me la compré haceunos días para lograr entrar en el trajeque pensaba ponerme en la recepcióndel día de la Constitución... ¡Cuán lejosparece hoy ese acto! Han transcurrido

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cuatro días escasos, y tengo la sensaciónde haber vivido un siglo completo...Pero estaba hablando de la faja. Cogídos tallas menos. Imaginé que cuantomenos talla, mejor me sentaría. Granequivocación: me sienta igual de mal yademás se me clava en la cintura y enlos muslos como si fuera un parásito. Yencima me cuesta respirar: cuando medé una angina, no me sentiré peor.

Aquel acto duró apenas un par dehoras. Hoy la luzco desde que Villegas ysu gente abandonaron la casa. La llevabaen el bolso. Ya saben, por si tenía queenfrentarme al embajador, o algo así. Elcaso es que, cuando Villegas me dijo

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que me arreglara, busqué el baño de lacasa, me pinté los labios, me cubrí laspecas con un poco de colorete y me pusela faja. No sé por qué lo hice. No creoque Villegas la incluyera en su lista derequerimientos. Orgullo, supongo. Soymagistrada presidente de sala en elTribunal Supremo español. Y, sobretodo, soy bilbaína. Y me llamo Lola. Demeterme en un lío en suelo francés,quería estar presentable. Elrazonamiento me pareció lógico por lamañana. Ahora me parececompletamente estúpido. Podría ir alservicio, desprenderme de la malditafaja y recordar el proceso de

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inspiración/espiración. Pero sé que nolo haré. No quiero que esa funcionaria,intérprete, espía o como sea que sellame lo que hace, me mire el trasero yse sonría maliciosamente.

Villegas, ¿por qué tardas tanto?En el despacho contiguo siguen

hablando del zulo. ¡Pobre Iturri! ¡Séfuerte: saldrás de ésta! Hemos salido decosas peores... bueno, peores no, perohemos salido de unas cuantas.

Se abre la puerta de nuevo. Estoparece una obra de teatro. El fiscal. Vana tener que pagarle horas extras. Sequita las gafas. Su corbata está tanladeada como la lengua de un galgo que

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persigue a una liebre.—¿Se encuentra bien? —me

pregunta.—Tengo los zapatos mojados, las

piernas entumecidas y llevo en pie todala noche. Y quiero ir ya al hospital. Porlo demás, me encuentro estupendamente.—Omito el asunto de la faja. No loentendería.

—Comprendo. Usted lo que necesitaes un vasito de agua. ¿Sería tanamable?... —dice mientras desvía lamirada hacia el espárrago de falda azul.Me echo a reír. Pero, mira por dónde, élhabla en serio. Deja la frase colgada,mientras clava la mirada en la

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intérprete. Ésta, a su vez, dirige la vistahacia los tres vasos de agua, llenos hastala bandera, que descansan sobre la mesade formica.

—Sí, eso es: a la jueza MacHor levendría bien un poco más de agua.

La intérprete se pone en pie, seacerca hasta mi posición, examina elcontenido de los vasos como un médicoexamina a un paciente tuberculoso, yluego tamborilea con los dedos sobre lamesa. Decido apoyar al fiscal. No séqué pretende decirme, si es que quieredecirme algo, pero me doy cuenta de queesa mujer se lo impide. Forma parte demi carácter llevar la contraria al que se

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pone gallito. Ni corta ni perezosa,sonrío a la señora espárrago, sujeto elprimer vaso de agua y lo vacío de untirón. Sabe a cloro. Continúo con elsegundo recipiente, y luego acabo con elcontenido del tercero. La faja, queempieza a crujir, amenaza con unacatástrofe inminente.

—Tiene razón, señor Noël, mevendría bien un poco más de agua.¿Podría asegurarse, querida señora, deque esté fría? La del último vaso parecíasacada de algún manantial de aguastermales. Se lo agradezco mucho.

La mujer abandona la habitaciónestirándose la falda en silencio, con la

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espalda recta y la barbilla alta. Y hechaun basilisco francés.

—Seguro que la parisina es una granprofesional, Lola, pero no soporto suencanto —me explica el fiscal cuandocierra la puerta—. Señoría, vamos a lonuestro. Madame Rottenmeier notardará. Verá: sé que antes o después uncoche oficial (supongo que de los suyos)se acercará a este edificio y se lallevarán. Luego, alguien telefonearádesde París (esta vez, los nuestros) paradecir que, siendo lamentable, unsuicidio es un suicidio y que no estamospara perder el tiempo con la cantidad dedelitos que se cometen diariamente en la

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región: el extravío del gato Missouri,por ejemplo. Por supuesto, haremos loque nos dicen y archivaremos el caso enel fondo del cajón de los casos que noestudiamos jamás de los jamases, amén.Pero yo soy un fiscal tozudo, persistente.El comisario Mathieu es de la viejaescuela, y nuestro forense (aún no loconoce, se lo presentaré enseguida) esde una escuela aún más vieja. En fin, séque nos comprende porque usted tienepinta de compartir con nosotros eserasgo de carácter. El del tesón, por nodecir que es usted tozuda como unamula. ¿Acierto? —Asiento—. Eso noshabía parecido. Por ello, quiero hacerle

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una proposición. Una petición, para sermás preciso. ¡Cuéntemelo! Necesitoconocer qué pasó en ese zulo. Necesitosaber quién ha disparado y secuestradoa su amigo en nuestro pueblo y quién hasuicidado cinco veces a ese político desu tierra.

Le miro con extrañeza, como si nosupiera absolutamente nada del asunto.

—¡Señoría: este pueblo tiene menosde cuarenta mil habitantes, pero leaseguro que no nos chupamos el dedo!Ese tal Otano tiene de suicida lo que yode col de Bruselas... Y, por cierto, tengoalgo para usted.

Se pone de pie y hurga en los

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bolsillos hasta dar con lo que busca.Cuando veo mi barra de labios en unabolsita de pruebas, se me congela hastala vejiga, a punto de estallar.

—¿Es suya?Mi cabeza se mueve muy lentamente

arriba y abajo. Estoy estupefacta, tantoque ni se me ocurre mentir.

—Lo imaginaba. Es su color —diceNoël mientras señala mis labios. Mecontempla durante un instante, que se mehace eterno. Luego, sonríe y continúacon voz meliflua—: Se la dejó olvidadausted en el aseo de la planta baja de lavivienda donde encontramos al occiso.—Otra nueva pausa, que alarga el

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momento—. La admiro, señoría: tieneusted narices. En su país creo que lollaman cojines...

Le doy las gracias, tomo la barra,abro el bolso, colgado en la silla, y laguardo dentro, con bolsa y todo. Notengo conciencia de habérmelaolvidado, pero está claro que así hasido. No es eso lo que me importa, sinoel hecho en sí mismo. Que una mujer quetiene a sus pies un cadáver y un hombreherido de muerte se tome la molestia debuscar un espejo y pintarse los labiosantes de que la policía se persone en lavivienda huele a drama de tercera. ¡Sisupiera que, además, me enfundé la faja,

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me detiene! Es muy probable que nofuera eso lo que Villegas pretendiera,pero yo, en este momento, me sientoridícula. He hecho el ridículo muchasveces en mi vida y se lo he visto hacer amucha gente. Creo, sin embargo, que sihubiera estadísticas, me situaría en laparte más alta de la tabla. Porque ahorame doy cuenta de que éste es de lospeores.

—No lo decimos exactamente así,señor fiscal —replico—, pero leaseguro que no es mi caso. Lo mío espura coquetería...

No insiste, pero sigue avanzando,despacio pero con contundencia, como

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un tanque alemán.—Ya... Dígame una cosa, señoría:

todo empezó con el robó de un Citroënde color verde, ¿verdad?

Aunque no despego los labios, queaún conservan restos de carmín, soyincapaz de disimular el gesto, que revelami desconcierto. Mi oponente capta deinmediato la brecha en mi actitudpreventiva y estalla en júbilo.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que esto estabarelacionado con el robo y posteriorquema del coche del sacristán! Ahoratodo encaja... Teníamos razón: esto esun secuestro de la banda terrorista. Unsecuestro, con todas las letras.

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—¿Cómo ha averiguado...?Cuando me muerdo la lengua, es

demasiado tarde. Mi trayectoria ha sidobastante buena hasta este momento.Seguramente, en parte, puedo achacar elerror al cansancio. O a la hipoxia. Traslos vasos de agua, sólo puedopermitirme leves jadeos.

—¿Qué propone?—Que nos lo cuente todo,

extraoficialmente. Sólo para nosotros.Para que podamos dormir, ya meentiende. Prometemos no hacer uso denada de lo que nos diga. De todosmodos, aunque quisiéramos, no nosdejarían...

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—Supongo que sabrá que estasparedes oyen.

—Soy consciente de ello. De hecho,mis colegas están siguiendo estaconversación en la habitación de allado. Pero van a dar las doce. En algúnmomento tendremos que almorzar, ¿no?Conozco un buen sitio, a unos kilómetrosde aquí. Tiene un pequeño reservado,con puerta corredera. Lo regenta miprimo Einstein. Por cierto, su filetmignon no tiene precio.

—¿Se llama Einstein?—En realidad, lo bautizaron como

Jean Claude, pero todos lo llamamosEinstein. Es un gran inventor. Ha ganado

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muchos premios importantes.—¿De física?—¿De física? —Se echa a reír—.

¡No, no! De física, no, de coctelería. Esun inventor nato, ya lo verá.

No puedo creer lo que oigo. Elteniente coronel Villegas me matará y,cuando acabe, me rematará.

—Le agradezco mucho la oferta,monsieur. Desgraciadamente, aunque esefilet mignon suena muy apetecible, tengoque declinar el ofrecimiento: he de ir alhospital. Necesito saber cómo está miamigo.

—Les acabo de telefonear. Hedejado la orden de que me avisen si hay

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cualquier novedad. ¿De verdad es suamigo?

Eso no me lo esperaba.—¡De los del alma! ¿Acaso lo

dudaba? Una juez española se cortaríala lengua antes de cometer delito deimpostura ante un fiscal francés.

Se echa a reír.—¿Almorzará con nosotros? Solos

usted y nosotros.Esta vez soy yo la que me echo a

reír.—Y eso, ¿cuántas personas suma?Me mira extrañado. Y, sin perder la

sonrisa, se lo explico.—En euskera, no decimos tú y yo,

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sino tú y nosotros. Zue eta bio. Al decirusted y nosotros me lo ha recordado.

Empalidece.—¡No me diga que conoce ese

idioma! Por favor, Lola, prométame queno pertenece usted a la ETA.

—No hablo euskera: es un idiomamuy difícil, pero soy bilbaína y hepasado mi infancia allí. Conozcoalgunas expresiones. Por lo demás,estese tranquilo.

Suelta el aire de los pulmones.—¡Qué alivio! Mucho mejor así.

Entonces, ¿vamos? Solos usted ynosotros tres. Pero sin mala intención,que todos estamos casados...

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Le sonrío desde lo más profundo delalma, pero sigo en mis trece, y eso que,cuando pienso en comida, me suenan lastripas: estoy hambrienta. Casi saboreo elqueso que seguro que nos sirven. Y lospostres: los franceses son buenosreposteros.

En esta ocasión, he de decir que meresulta un poco más fácil. El placer estan breve como la fama, y, como a ésta,enseguida lo echo de menos: micuidadora regresa.

El agua que la funcionaria porta está,al menos, a treinta y siete grados. No meimporta. Suelo tomar el café calientecomo el infierno. Me la bebo de un tirón

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sin apartar los ojos de ella, que,impertérrita, con los brazos cruzadossobre el pecho, me contempla burlona.Las costuras de la faja empiezan aceder. No cabe ni una gota más.

—Necesito ir al servicio —leinformo.

—La acompaño —se ofrece.—¿Usted también tiene que ir?Me mira confusa. Pero enseguida se

sobrepone.—No, pero usted no sabe dónde

está.—¿Y usted sí? —pregunto. Noël

acaba de referirse a ella como «laparisina». Eso significa que, como yo,

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acaba de llegar. Doy en el clavo.—No, pero me entero enseguida.—Pues se lo agradezco. Espero aquí

sus indicaciones. Luego, iré sola. Nodebe preocuparse por eso porque, sibien mi coeficiente intelectual no esdemasiado alto, se aloja más o menos enla media. Con unas sencillasindicaciones, ya sabe, la segunda a laderecha o algo así, me apaño. Porcierto, dígame una cosa: ¿cómo llamanen Francia a las fajas?

—¿Cómo dice?—Faja, ya sabe, esa prenda interior

que te atrapa como si fuera un virus, y,una vez te ha enganchado, se te pega a la

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cintura, a la tripa y a los muslos hastaquitarte la respiración...

—Comprendo, usted se refiere a laprenda terapéutica. La llamamos gaine.

¡Prenda terapéutica, la muy cabrona!Dios santo. Llevo en pie desde ayer, miamigo Iturri está malherido y yo meestoy jugando la carrera, y esta señoraespárrago tiene la mala uva de hablarmede prendas terapéuticas.

—Gaine... ¡Ah, interesante! Pues,¿sabe qué? —digo mientras me recolocoel sujetador—, que mis poitrines soncompletamente naturales.

E l l a , poitrine, lo que se dicepoitrine, no tiene. Pero tampoco tiene

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nada de lo demás: ni cadera ni culo nicelulitis ni arrugas. ¡La muy espárrago,mira que traerme agua caliente!

Pero es tan francesa que no mecomprende. O si lo hace, no se ofende.Sale de la habitación.

Me voy a hacer pis encima por purachulería. ¡Dios, no puedo aguantar más!Se abre la puerta. ¡Bien, ha tardadopoco!

—Primera a la izquierda.¡Oh, bendito el que ideó un artilugio

tan útil! Ni la rueda me parece mejordescubrimiento en este momento. ¡Ni laolla exprés!

Entro en el cuarto de baño y me

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desprendo de la maldita coraza. Miscélulas sienten el inmediato alivio; yono: me noto los kilos de más. Y encimano hay papel higiénico... Yo soy un pocoasquerosilla. No apoyo mis posaderasen ningún sitio extraño. O mantengo elequilibrio (ya saben, ese equilibrioinestable, que se acerca pero no toca,como si se tratara de algún tipo deejercicio para fortalecer los glúteos) oempapelo la taza. Como esta segundaopción no es factible, me toca intentaracertar, aunque se trata de un bañofrancés. Los franceses tienen costumbrede hacer excusados liliputienses, dondecasi no sirve ni el equilibrio inestable.

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Es más, colocan el papel hacia arribapara que no te lo claves al acercarte...En fin. Perdón por el exabrupto.

En la salida, sin embargo, me esperaemboscada mi ángel guardián.

—¡Ah, qué amable! No hubierahecho falta, señora. Si desde la prisiónera la primera a la izquierda, la vueltaserá primera a la derecha. Aunque,quizá, en Francia funcionen de otramanera.

No me sonríe. Sólo me conducecomo a una oveja descarriada hasta lahabitación. Allí recuerdo el filet mignony me pongo de un humor de perros.

Ya sin faja y con la vejiga vacía

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disfruto de la respiración. Me han vueltoa confinar en la dichosa sala. El fiscalse ha esfumado. La mujer espárrago haregresado con otro vaso de agua tibia yse ha sentado frente a mí. No hace nada.Y yo tampoco. Mientras aguardoacontecimientos, juego a imaginármeladisfrazada de espía. Necesitaría prótesisde silicona. O un sujetador con rellenoXL. Y un saco de sal. Ni por ésas. Seríamás fácil hacerla pasar por la abejaMaya. Nöel no regresa. Ha debido deenfadarse conmigo. No le culpo: no espara menos. Sigue pasando el tiempo.Villegas no viene. La embajada nomanda a nadie. La espárrago dormita.

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Me suenan las tripas.Empiezo a adormecerme cuando la

puerta se abre con brusquedad, yaparece el comisario Mathieu. Llevapuesto el abrigo. Se cubre cuello ymanos con bufanda y guantes. Se dirige ala mujer de París y le avisa de que uncoche la espera. Ella pone cara deextrañeza.

—Sus jefes quieren que vaya a laescena del crimen. Perdón, del suicidio.Ha aparecido un polvo blancosospechoso. Quieren que esté presentemientras lo investigan.

Rauda, se levanta y sale a toda prisa.Mathieu me mira muy serio. Un

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polvo blanco, ¿qué podrá ser? Estoypensando en ello cuando entra el fiscalNoël acompañado por otro caballero, alque no conozco. Los dos llevan abrigo;el fiscal Noël, gorro. El pobre estáhorrendo con ese tocado de lana negrocalado hasta las cejas. Los tresprorrumpen en risas. Siguen con lajuerga durante un rato. Mathieu se tieneque sentar, se está poniendo malo.

—¡Polvo blanco! Tienes unaimaginación calenturienta, comisario —dice Noël.

—¿Puedo saber qué ocurre? —pregunto.

—¡Oh, nada, querida señora!

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Necesitábamos hablar con usted sin lalenguadina cerca. De modo que lahemos enviado fuera.

—O sea, que no hay polvo blanco.Los tres vuelven a reír.—¡Claro que lo hay! He pedido al

agente Suine que compre un kilo deharina y lo amontone en una esquina dela habitación. La parisina tardará un ratoen analizarlo. Y así nosotros podremoscharlar con tranquilidad. Aunque, con lahora que es, sería mejor que habláramosmientras almorzamos. Noël tiene razón.Einstein es una magnífica opción. Dehecho, ya hemos reservado una mesa.

—Un almuerzo, pura cortesía

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profesional —me recuerda el fiscal.Niego con la cabeza.—Me encantaría saludar a su primo

Einstein, la verdad, pero temo que va aser imposible...

En ese momento, el hombredesconocido da un paso al frente.

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6

No lo he visto antes, pero no tengo dudade quién es. Se presenta y me estrecha lamano.

—Pierre Combeau, médico forense.A sus pies, señora.

—Enchantée —respondo muyeducada. Y de reojo miro en torno por siel fantasma de la mujer espárrago siguerondándonos. Parece que se haesfumado. Espero que no regrese.

El forense Combeau no es jovenpero tampoco tan mayor como había

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supuesto. Tiene el pelo muy negro y lacara muy blanca, con un ligero matizazulado. Sobre el labio superior, trazadocon tiralíneas, descuella un graciosobigotillo fino. A primera sangre, merecuerda a David Suchet interpretandoal gran Hércules Poirot, pero con lafrente menos despejada y la mitad detamaño.

En realidad, no se parece tanto. Sucara es su pequeño bigote estrecho yrectilíneo y un pelo muy negro pegado aun cráneo redondo. El pegamento no escomo la cola de contacto que empleocuando se me despegan las tapas de loszapatos. Si me descuido y me toca los

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dedos, se queda tanto tiempo comonuestro amigo Eduardo, reciéndivorciado y más solo que la una (sumujer, que se ha apañado a un viudotalludito y feo, con más dinero que pesa,no nos visita). El pegamento que Pierreemplea es de peor calidad. De hecho, supostizo se mueve por su cabeza con lasoltura de un árabe rico por Marbella. Yhuele raro, más a ungüento que apegamento. En su rostro de un blancodeslucido destaca una sonrisa pequeñabajo unos ojos pícaros y un alto gradode delgadez. Parece frágil. Es frágil.Demasiado. Debe de estar enfermo,enfermedad avanzada, pero su voz

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todavía no se ha enterado y se mantienefuerte, castrense.

—Pierre Combeau, médico forense,y a su servicio, señoría —reitera.

—¡Ah, encantada! Siempre es unplacer conocer a un médico forense —expongo, estrechándole la mano tendida.En realidad, no miento. Todos los y lasmédicos forenses que conozco sondeliciosos, con gran sentido del humor einmensa honorabilidad. Lo primero tienelógica: ante tanto hoyo, o piensas en elbollo o te aplicas personalmente elescarpelo. No sé qué relación existiráentre las autopsias y la honorabilidad.Puede que sea simple casualidad. Yo

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sólo puedo hablar de mi experiencia ylos resultados de mi estadísticaparticular son del todo innegables.

—Sí, querida señora, soy forense.Pese a lo que puedan pensar losiletrados, entre los que usted no se halla,mi oficio es un bonito oficio. Soyescriba de cuerpos: doy fe de que elseñor Garcés, tan educado, tan reputado,siempre tan comedido, descargasistemáticamente sus frustraciones en suseñora, que, esposa a la antigua, trata decubrirle maquillándose más de la cuenta;levanto acta de la vaganciaantipatriótica del señor Moran, albañil,a quien nuestra amada República sufraga

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un largo historial de bajas laboralescuando no padece enfermedad algunarelacionada con el ladrillo, cuanto consu huerto y su establo, a los que mimacon el empeño de una madre primeriza.Yo soy...

—Pierre, la señora es jueza: conocede sobra la naturaleza de tu trabajo —lecorta Mathieu. El comisario lleva un parde restos blancos inidentificablescolgando del bigote, junto a la nariz.Intento desviar la vista, pero mi miradano puede sustraerse a su influjo. Medigo que pueden ser miguitas del últimosándwich de queso que haya comido, oalgunas briznas desprendidas de un

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pañuelo de papel o, definitivamente,secreciones fastidiosas. Ése es uno delos inconvenientes de los bigotes: lorecogen todo, sin excepción. Quieropensar que se ha comido un sándwichgrande y blandito. Sí, debe de ser eso.Sin embargo, lo mire con el cariño quelo mire, tengo que reconocer que se tratade simples y acuosos mocos.

—A sus pies, señora —concluye elforense con un deje malhumorado. Mesuelta la mano y marca un cumplidosaludo con un inexistente sombrero.

—Bueno, pues ya nos conoce atodos —exclama Noël, cruzando losbrazos. Por su gesto, parece como si me

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hubiera presentado a su familia.No puedo dejar de sonreír al

contemplar a aquel trío. Son... No sécómo expresarlo. Son auténticos. Sí,tengo la sensación de que su vida, supueblo, sus familias son mucho másauténticos que mi vida, mi familia yMadrid. Sé que, en todas partes yocasiones, lobos y corderos conviven,pero, no sé, aquí parece haber muchosmás corderos que en Madrid, y muchosmenos lobos. Y hablando de corderos...A ninguno de los tres les va el papel. Deasignarle un animal, sin duda elcomisario Mathieu sería una de esasvacas de cuernos chatos que retozan por

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el campo, con un cencerro al cuello.Grandes, inofensivas, bonachonas, conla cabeza sobre el terreno pero con lacornamenta por si surge la necesidad.Pierre tampoco sería un cordero. Ni porsupuesto una vaca. Es más bien elelefante macho que encabeza la manadacon una rama fresca en la trompa,seguido orgullosamente por el cachorro.No hay duda de que el grueso Noël es unfelino peligroso.

Sonrío sabiendo que llega latormenta. Y que no sé cómo voy acobijarme sin contar con un paraguas.Lo que sí llevo son pañuelos de papel enel bolso. Saco uno y se lo tiendo al

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comisario. Las pequeñas manchasblancas van resbalando por los pelosdel bigote rumbo a la boca.

—Bueno, querida jueza... —ensayaMathieu.

—Lola, por favor...—Lola, gracias. Como

probablemente le habrá explicado miyerno, cuando ocurren cosas que uno nocomprende, se siente mal. No duerme, sele quita el apetito...

—A ti el apetito nunca te abandona,comisario. No exageres —le interrumpeel forense.

—Es una forma de hablar, Pierre.—Cierto. A mí también me ocurre:

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cuando formulo una pregunta a uncadáver y no me responde, me disgusto,me subo por las paredes. Por esoestamos aquí, apoyando a nuestro fiscal.

—Lo que ocurre nos hace sentir fatala todos, querida Lola. Sin distinción —enfatiza Noël.

—¿Yerno? No tengo constancia dehaber hablado con su yerno, comisario.

—¿Ah, no se lo ha dicho? Nuestrofiscal está casado con mi hija pequeña.Nos están dando unos nietos estupendos.Y, por lo que respecta a su profesión,como habrá visto se expresaestupendamente: todos estamosinquietos.

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Me quedo callada, pero el silenciono dura mucho. El forense añade:

—En eso tienen razón mi jovensobrino y docto fiscal y su suegro.Nosotros tres somos muy distintos:edad, profesión, afiliación política...Cada cual la suya, pero somosfranceses, y eso es suficiente. En cuantoa mí, querida señora, debe saber que nosoy socialista ni comunista. Ni tampocoliberal. Esa gente es como una plaga. Silee los periódicos verá los estragos quecausan. Yo, señora mía, soysimplemente un buen francés. Colaborécon el ejército, legión extranjera. Allíme enseñaron a recibir una bala sin

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rechistar y una orden sin entender. Ysobre todo me inculcaron que la verdades la verdad. Necesito, necesitamos quesepa que Francia es una buena repúblicay que si estos mequetrefes de Paríshacen lo que hacen es porque no sonverdaderos franceses. No, señor. Esmás: yo diría que transmiten el hedor delos enemigos del Estado. Porque unfrancés de bien no tiene nada que ocultary nada que reprocharse. Si se equivoca,lo reconoce y pide perdón. Punto. Perosi está en lo cierto, no cede ante elpoder o el dinero, por fuerte que sea. Nosomos italianos fanfarrones, ni polacosfantasiosos, ni alemanes tramposos ni

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turcos. Nada de turcos. Mi perro es másfrancés que esa gente de París...

—Pierre, tú tienes un pastoralemán... —comenta Mathieu—. Y conese bigote que llevas, pareces másalemán que tu perro. A Hitler legustarías una barbaridad.

—¡Ja, ésa sí que es buena! Yo hecombatido a los alemanes...

—Pero ¿no naciste en el añocuarenta y seis? ¡Se había acabado laguerra y llevabas chupete!

—¡Tonterías! Lola, créame, somosuna buena república. En este caso quetenemos entre manos, no sabemosexactamente quiénes son, ni qué es lo

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que pretenden, ni por qué se comportande manera tan impresentable. Lo que sísabemos es que esa gente de París tramaalgo y que no son patriotas. Debemostener cuidado. Mucho cuidado.

—¡Andar con cien ojos! —refuerzaMathieu.

—¿Cuidado? —pregunto.Los tres asienten al unísono, pero es

Mathieu el que habla.—Verá, Lola: lo que ocurre debe de

ser extremadamente grave a tenor de loque observamos. Lo digo por lo prontoque han llegado y por las personas quehan enviado, demasiado importantespara un sitio tan pequeño como éste. Lo

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intuyo porque no hay un solo periodistaen los alrededores, y además por losinformes que emiten. Es obvio quequieren echar tierra sobre esta historia.Y si pretenden enterrarla como antaño...Bueno, si estamos en lo cierto, estamosen peligro.

Vuelvo a interrogarles con lamirada. No sé por dónde van.

—Nosotros cuatro somos cabossueltos, ¿entiende? Cabos sueltos.Sabemos demasiado. A lo mejor,pretenden matarnos a nosotros, delmismo modo que a ese pobre hombre...

Me echo a reír. ¡Auténticos!—¿Matarnos? ¿A nosotros? ¿Quién?

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¡No pueden hablar en serio!—¿Y por qué a nosotros no, Lola?

¿Por qué? ¿Qué diferencia existe entrenosotros y su amigo el inspector Iturri, oentre nosotros y ese político vascomuerto?

Niego con la cabeza.—Es imposible. Las cosas no son

así. ¡Estamos en el siglo XXI y Franciaes una democracia!

Pierre se cruza de brazos y concierta sorna me pregunta:

—¿Conoce a esa gente de París?¿Sabe quiénes son?

—No.—Entonces, ¿cómo puede estar

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segura de que no volverán su armacontra nosotros?

Titubeo.—Bueno, a ellos no los conozco,

pero conozco a mi gente...Mathieu se frota las manos.—Debe hacerle caso. Pierre sabe de

estas cosas: ha servido con la legión. Enlos noventa, en la guerra del Golfo,acompañó como médico a la séptimadivisión francesa como parte de laoperación Daguet. Ha visto muchascosas...

Pierre se hincha como un pavo real.—Sí, Lola. La legión ha sobrevivido

a tres repúblicas y a un imperio, al

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desmantelamiento colonial y a dosguerras mundiales. Ha sobrevivido a lapérdida de Argelia. Pero nada se halogrado sin luchar. Tampoco ahora:tenemos que plantar batalla. Lo haremospor Francia. Por nosotros. Y por suamigo...

El comisario remoja la garganta conel agua de la pequeña botella que leacompaña. Aguardo, pero no dice más.

—Con todo respeto, Pierre, creo queexagera.

—Señoría, llevo muchos años deforense. Los últimos veinte los hepasado en este dulce lugar, pero antes hetrabajado extramuros. En la guerra y

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fuera de ella. No hace falta que leasegure que el asesinato de esta mañanafue ejecutado con alevosía yensañamiento, usted ha sido testigo deello. Lo que quizá no sepa es que a estetipo lo mataron con una terrible sangrefría...

—¿Sangre fría? ¿Qué quiere decir?—Quiero decir precisión, quiero

decir serenidad, quiero decir orden. Noes normal. Si no perteneces al gremio delos asesinos, matar te pone nervioso. Teaceleras, cometes errores...

—Entiendo lo que dice, pero no séqué orden vio en ese cadáver. Yo sólo...

—Vomitó, lo sé.

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Asentí. En realidad, yo lo que vi fueun caos de vísceras.

—Los orificios de los ojos están a lamisma distancia de la nariz.

—¿Qué?—Lo mató de un disparo en la

frente. El hombre cayó hacia atrás.Cabeceó un par de segundos y murió. Suasesino esperó, y desde su posiciónapuntó a un ojo y disparó. Luego, setomó su tiempo para hacer lo mismo enel otro. Y, finalmente, apuntó al corazón.Lo fulminó. Una puntería excepcional.Una caza paciente. Es un asesinatofirmado por un profesional.

—Podría tratarse de un aficionado a

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la caza —señalo. Y a toda prisa evalúola veracidad de los datos de los quedispongo. Si bien este punto no cuadracon los que obran en mi poder, podríanno ser incompatibles—. Sí, es muyposible que se trate de un cazador.

—Muy cierto, Lola. La pregunta essi ese cazador se cobra piezas humanaso sólo animales de cuatro patas —indicaNoël, a quien mi gesto no ha pasadodesapercibido.

—¿Sabe de qué estaba relleno elfiambre?

Proceso la frase. Suena a chiste,aunque dadas las circunstancias...

—¿Literalmente? —pregunto.

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—Literalmente.—De calcetines.—Muy cierto. De calcetines y de una

sorpresita más.—¿Cuál?—¿Quiere saberlo?—¡Por supuesto, Pierre!—Podríamos comentarlo durante el

almuerzo. Un almuerzo en familia.—No prometo nada. Sólo voy a

almorzar.—Será suficiente.Noël regresa enseguida con mi

abrigo y mi bolso. Ceremonioso, meayuda a colocarme el primero, y acontinuación me entrega el segundo. Me

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tienen definitivamente atrapada. Villegasva a hacerme puré.

El comisario se aclara la gargantaantes de informarme de que iremos en sucoche. El local está a unos quinceminutos conduciendo. Pienso en lodespacio que pasarán con aquellacompañía y me entra una terriblecongoja. Gracias a que el francés no esmi lengua natal. Siempre puedo ponercara de no entender lo que me dicen.

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Salimos. Percibo las ramas de losárboles silbando, el cielo con manchasoscuras, el suelo sembrado con una finacapa de hielo de un gris blanquecino y elcaballeroso antebrazo del forenseextendido ante mí. Percibo también elsonido ambiental y los coches de policíaaparcados en batería ante la puerta de lacomisaría. Lo que gracias al cielo nopercibo es el aliento de la señoraespárrago en mi nuca.

El frío me abofetea. Respiro hondo.

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El aire se me mete en los pulmonescomo si buscara un lugar donde echarraíces. Siento el golpe y el cansancio.Estoy extenuada. No sabía cuánto hastaque me he puesto en pie.

No me lo puedo creer, pero aquíestoy, en territorio francés, subiéndomea un coche de policía conducido por uncomisario muy serio con mostachosencerados y sentándome junto a un fiscaltriunfante y con un forense con bigote delos años veinte en el asiento delantero.Y yo sin defensas, con el peloensortijado, y una faja escondida en elbolso. Verdaderamente, es una situaciónridícula.

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Hace algún tiempo, unos chavalesentraron a robar en casa. Creyeron queno había nadie, pero se equivocaban: yoestaba en mi cuarto depilándome lascejas. No les oí entrar. De hecho, no meenteré de que estaban allí hasta que tuvea uno delante. No levantaba metro ymedio, andaría por los catorce, pero medio un susto de muerte. Empuñé laspinzas apretando mucho el puño y leamenacé con ellas: «O te vas ahoramismo, o atente a las consecuencias».Inicialmente, el chavalillo se asustó altoparse con alguien en una casasupuestamente vacía, pero, cuando mevio amenazarle con las pinzas, le dio un

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ataque de risa. Me encerraron en elbaño, y se llevaron el televisor. Cuandollegó Jaime y se lo conté... En fin, estuvoburlándose de mí un año.

Las carcajadas le impedían hablar.—Nos hemos quedado sin televisor,

no sé de qué te ríes.—¡De que no se hayan llevado el

arma! —añadió, entre hipo e hipo.Jaime...Las lágrimas llaman a la puerta. E

insisten. Tres largos días. Me entranunas ganas irrefrenables de abrir elmóvil y leer el mensaje de Padilla. Perono lo hago. Me barro los ojos, meaposento en el coche y me desabrocho el

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abrigo. Miro por la ventana. Es mejorque mirar al fiscal. Entre callejas, ymecidos peligrosamente por un vientoenfurecido, salimos de Bron. Las callesestán casi desiertas. A pesar de todo, medoy cuenta de que este «pueblecito» delque me hablaba el fiscal no es tanpequeño, ni tan francés como otros queconozco.

Enseguida dejo de prestar atenciónal paisaje. No hago más que pensar enVillegas. Si me ve de esta guisa, se metira al cuello. Leí en una ocasión que, dela mujer, su verdad más abrumadora esque no sabe guardar un secreto. Es muyprobable que ése fuera el pensamiento

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que atravesara la mente de Villegas aldespedirse, porque estuvoverdaderamente pesado al insistir en queno les diera ni los buenos días.

—A los franceses, a lo sumo nombrey graduación, Lola.

Levanté las manos en señal derendición.

—Yo no tengo graduación, niregimiento, ni nada por el estilo,Villegas. ¡Soy una civil!

—Pues, entonces, nombre yapellidos. Dígalos deprisa: como suenanraros, los escribirán mal. A ver, pongaesa cara.

—¿Qué cara? —pregunté extrañada.

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—Esa que usted domina, la demosquita muerta.

—De acuerdo: nombre y apellidos,Villegas.

Mientras escucho al fiscal Noël, aquien la euforia ha desatado la lengua yno deja de loar las bondades de laregión, yo me repito a mí misma que minombre es todo lo que voy a confesar alrepresentante del Ministerio Públicofrancés y a sus dos bigotudos amigos.Eso y lo mucho que aprecio a Iturri, lobonitas que son las montañas vascas querodean mi lugar de nacimiento y mireceta secreta de pochas, que, porcierto, me salen de cine. Y para seguir

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en esa línea de silencio sonoro, estoydispuesta a emplear mil y un ardides,que para algo soy pelirroja y bilbaína yellos hombres y franceses. En fin, quemi resolución es firme: cerrar la boca,apretar los dientes y hablar debanalidades, dejando, eso sí, que secuele algún detalle que prolongue laconversación hasta que llegue lacaballería, o sea, Villegas.

«¿Y si les hablas de la faja? —apunta mi subconsciente—. Da paramucho. A lo mejor, el tal Einstein puedadedicar a tu gaine uno de sus famososcócteles.» Y me sonrío yo sola.

Creo que tardo diez segundos en

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quedarme dormida.Y, de pronto, empiezo a ver con

nítida claridad el sentido de los hechos.Las razones. Los porqués. Mi menterecompone esa historia conocida atrozos, a trompicones, y comprendo.

Sí, comprendo.Todo empieza a tener sentido.

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I

LA EXCUSA

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Prisión de Alcalá Meco, hombres,Madrid. 28 de septiembre

Por joven que fuese, por deprisa que sucorazón tañera, por más cartas queescribiese, cualquiera que mirara aXabier Gortari a los ojos oiríacampanas tocando a muerto. Si lohubieran metido, vestido como estaba,en una fosa del cementerio de Oñate, supueblo natal, y echado tierra encima, noolería más marchito. Desde mucho antes

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de que el alma se le quedara en loshuesos y los médicos de la prisiónordenaran ingresarlo para intentarresucitarlo, el guipuzcoano llevabasudario. Respiraba porque la estrechavigilancia le había impedido ejecutar suplan, pero desde hacía semanas su únicopensamiento, fijo como un grafiti en unapared de cemento, era terminar conaquel suplicio. Matar la náusea.

Le había visitado, por primera vez,en primavera. Por aquel entonces,Xabier aún tenía buen aspecto, unrescoldo de su antigua gallardía. Ciertoque los años de cárcel habían causadoen él evidentes estragos; ya no era aquel

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joven atlético y campechano por quienlas muchachas suspiraban, pero gozabade buena salud y, sobre todo, contabacon una misión: hacer doblar a laOrganización. Sin embargo, ni siquieratan magna causa fue suficiente paralidiar con la angustia. Su frío beso le fuepoco a poco congelando los tuétanos. Asu vera, todo se volvió oscuro ydoloroso, una húmeda caverna sinsalida. Con la llegada del otoño, elempacho de vértigo le había doblegadoel alma.

No podía soportarlo más.En las proximidades de Zegama, a

poco más de media hora de su hogar,

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protegidas por sendas bolsas de plásticoy dentro de un bidón sellado, Xabierguardaba dos pistolas con sucorrespondiente munición. No se lashabían incautado por la sencilla razónde que, en los registros practicados, losagentes antiterroristas no habíanlocalizado su escondite. Y él tampocoles había hablado de ellas. Ése era supequeño secreto. La imagen de esasarmas arribaba a su cabeza como lospesqueros a puerto. Las veía a todashoras, soñaba con ellas. De haber estadoen casa, se hubiera apresurado adesenterrarlas. Empuñando una nuevemilímetros, el tormento se habría visto

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obligado a retirarse. Pero estaba en lacárcel. Y carecía de arma alguna, salvolos tres pares de calcetines de algodónque pacientemente había recolectado enlos días previos. Con cierta destreza (yél, desde luego, la tenía), se convertiríanen un instrumento letal.

Tras la ronda de las diez, elfuncionario pasó por el cuarto de curascon el fin de hacer una corta visita a labotella de whisky, que guardaba bajollave junto a las tijeras y los cúteres.Estaba rigurosamente prohibido ingeriralcohol dentro del centro penitenciario.Lo sabía. Pero cada vez necesitaba másaquellos pequeños chutes. Odiaba su

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trabajo y esas mínimas citas lealigeraban las horas, eternas. Y cuandoregresaba a casa, sentía que olía menosa maldad.

Amarró de nuevo el tapón a labotella, y la escondió. Cuando fue aechar mano al bolsillo, en busca de laspastillas de menta, no las halló.Nervioso, se palpó la ropa hasta dar conellas: las había guardado en laamericana. Quizá fuera por el alivio, oporque en aquella ocasión el viaje a labotella fuera más largo, o porquellevaba ya tres visitas a la sala de curas.La razón no cuenta. Lo que importa esque, al retirarse, olvidó apagar las

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luces, y la enfermería, habitualmentevestida con el alumbrado de emergencia,se vio inundada por una luz insólita. Unaclaridad suave que, de inmediato,susurró el nombre de Xabier Gortari. Yél se dejó seducir porque, resultabaevidente, aquello era un presagio. Unanoche de ocasión en la que perderíadefinitivamente de vista la náusea quetenía anudada en la garganta.

Se encontraba débil y mareado. Losmedicamentos que le suministraban leprovocaban somnolencia. Le atontaban yle dejaban la boca pastosa, pero nolograban quitarle la idea de la cabeza.Fue su determinación más que sus

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músculos la que le permitióincorporarse. Apenas el funcionarioabandonó la sala, se deshizo de la sonday, de un tirón seco, se arrancó el catéterque le ataba al suero. Al hacerlo, sedesgarró la piel. Gruesas gotas oscurasse abrieron paso por entre la manga delpijama reglamentario en dirección a sumano. Al percibir la presencia de lasangre, su respiración se tornó rápida eirregular, pero logró ponerse en pie ydirigirse a las duchas.

Avanzaba de modo errático. Enocasiones, se golpeaba contra lasparedes o tropezaba con el mobiliariode la enfermería. Entonces, levantaba

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los brazos y los agitaba como si quisierazafarse de las trampas que suimaginación dibujaba.

Cuando chocó con el carrito de lascuras, la bandeja metálica cayó al suelocon todo su contenido. El estrépitodespertó al otro huésped de laenfermería. Dalí se incorporó y mostrósu indignación con grandes voces.Mientras blasfemaba, tomó las gafasredondas de gruesos cristales quedescansaban en la mesilla y fijó lamirada en su compañero. No conocía sunombre. Aquel tipo no suscitaba ningúninterés en él. En las contadas ocasionesen que había tenido que dirigirle la

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palabra, le había llamado por el númeroasignado a su cama.

—Veintitrés, ¿qué coño haces? Teestá sangrando el brazo. ¿Adónde vas?

Xabier se detuvo un brevísimoinstante, en el que le miró sin verle.Enseguida reemprendió condeterminación la marcha, sin prestaratención a la sangre, que iba pintandouna estela en el suelo.

—¡Estás como una chota, macho!Dicen que yo estoy majara porque soyun fotógrafo creativo, pero comparadocontigo parezco una puñetera hermanitade la caridad. ¡Que te jodan, tío, quierodormir! Si me molestas, juro que te rajo.

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Me importa una mierda que seas de laETA, del IRA o de la Yihad. ¡Si medespiertas, prepárate!

Xabier alcanzó la zona de aseos.Una vez allí, se dirigió a la ducha másalejada de la puerta, un lugar estrecho yabierto, alicatado con pequeños azulejosblancos, que, con el tiempo, habíanperdido gran parte de su lustre. Sobre lagran cebolla, destacaba una rejilla dehierro. Extendió su brazo derecho yacarició el metal. Lo hizo como si fuerauna mascota, un perro fiel que viniera ensu auxilio. Con la mirada fija en ella,sintió una extraña sensación de alivio.

Le gustaba su tacto. Su padre

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trabajaba en una fábrica deherramientas. Producían cizallas paracortar metales. Guardaba de él un gratopero vago recuerdo. Lo evocaba grande,callado, de manos anchas y torpes,capaces de acariciar con silenciosadulzura. En realidad, era el tiempo elque se había encargado de engordar susrecuerdos. Xabier sólo alcanzaba adesenterrar la imagen del taller y elmurmullo del cuento del oso goloso, queles recitaba noche tras noche. Debía deser el único que conocía. Había muertocuando él acababa de cumplir ochoaños. A su madre ni siquiera larecordaba. Le habían contado que era

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una mujer muy alegre a quien unahepatitis fulminante se llevó por delanteen menos de una semana, cuando él aúnllevaba pañales. Por eso, nuncaescucharon cuentos normales: sólohistorias de caza y de guerra, de héroessilenciosos y pequeños, de soledades.De su madre no lograba reconstruir surostro, apenas el olor a lavanda queteñía su ropa. Los recuerdos de su padreeran algo más nítidos. No era un granconversador, pero era un hombre buenoque siempre estuvo cerca. A él lollevaba a la fábrica cuando tenía quehacer horas extras. Desde entonces, leencantaba acariciar el metal. Era un gran

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montañero, lo que no impidió que en unade las visitas a la cara norte deKurutzeberri, en una zona regada porpedriza, tropezara y se desnucara.Entonces, ellos pasaron a ser loshuérfanos Gortari, los de la mala suerte.Y para Xabier nada volvió a ser comoantes.

Con el tiempo, la Organizaciónsustituyó esa parte de su corazón quequedó vacía. Los miembros de los doscomandos en los que se había integradosuplantaron a su familia, y pasaron a sersu padre, su madre, sus hermanos y suhogar. No alternaban con osos glotones,ni con dulces arrullos, pero le

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proporcionaron un motivo para seguirluchando. Una meta.

Hasta que lo atraparon.Sabía que podía ocurrir, pero, en el

fondo de su corazón, no lo esperaba, y elapresamiento le cogió por sorpresa. Fueun juicio rápido. No entendió gran cosade lo que los abogados dijeron, salvolos hechos que se le imputaban, todosciertos. En sentido estricto, todos menosuno, ya que Xabier Gortari nunca habíapretendido matar a nadie. Al menos, nodirectamente. Jamás había empuñadouna pistola, salvo en los campamentosde adiestramiento en Venezuela, ymucho menos enfocado con ella una

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sien. Nunca tuvo animus necandi,intención de matar: sólo fabricabaartefactos explosivos. Ya de niño, en elinternado al que asistió, le llamaron laatención los laboratorios: mezclarsustancias en probetas, hacerexperimentos, cambiar el estado de lascosas. En aquel momento, la aficiónemergió de nuevo. Y, en ella, resultóbastante capaz y los jefes se dieroncuenta enseguida. Era meticuloso yconcienzudo. Quizá un poco lento, y,desde luego, demasiado alegre. Siemprefumando y canturreando. Cantabamientras trabajaba y no precisamente eneuskera. Tarareaba canciones del

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momento, la mayoría en inglés.Desconocía ese idioma, pero recitaba dememoria e inventaba si era menester. Lefascinaban los Beatles.

Tenía una voz gruesa, rasgada, quellamaba la atención, y sus compañerosle instaban a que se callara, pero él seescaqueaba y seguía canturreando yrodeando sus notas con peligrosasvirutas de humo gris. No es quedespreciara la autoridad; simplemente,era demasiado joven, veintiuno paraveintidós. Estaba lleno de vida, defuerza, de ganas; en cierto modo, hastade inocencia, lo que no le impidió saberen qué se empleaban las bombas que

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cantaba. Por eso, al escuchar los cuatrocargos de asesinato en grado de tentativano negó su autoría. En aquella ocasión,un fallo en el mecanismo evitó que elcoche saltara por los aires y facilitó latoma de huellas. A él le dolió por lacalidad del trabajo; a sus jefes, por elfracaso.

Tras la redada, le encerraron enMadrid junto con otros tres compañeros,en una celda pequeña y sin ventanas,localizada en un sótano húmedo y frío.Luego, le enviaron a una prisión lejos decasa y le aseguraron que no saldría deallí sin canas. Los primeros meses se lehicieron eternos. No lograba

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acostumbrarse a la cárcel, a su ritmo, asus formas, a aquella extraña gente, a losextranjeros, al olor. Estaba habituado avivir en el campo, rodeado de bosques,y el confinamiento le ahogaba. Siempreque acudía a visitarlo, la abogada leanimaba con el mismo discurso: sabíade buena tinta que el suplicio cesaríamuy pronto, porque la solucióndefinitiva estaba al caer.

Pasaron tres años y seis meses. Lasvisitas de la abogada se fuerondistanciando hasta cesar por completo.Los demás también se esfumaron, lomismo que la solución prometida.Aquellos a los que había llamado

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compañeros e incluso hermanos, a losque había obedecido sin cuestionarsenunca una orden, por muy arriesgada quefuera, terminaron por abandonarlo a susuerte. A pesar de sus cartas, de susruegos, de sus razonamientos, de lastribunas abiertas en el periódico,optaron por hacer oídos sordos.

Tres años y seis meses habíanbastado para darse cuenta de queaquellos hermanos no eran tales y de quela lucha carecía de sentido. Lasconsignas con las que habían enlosadosu entendimiento eran papel mojado; lasangre derramada, un crimen queclamaba al cielo y le escocía el alma. El

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arrepentimiento no nació de improviso.Fue madurando en su interior despacio,como el paso de las horas en su celda.Hasta que un día, sin saber cómo, fueplenamente consciente de lo que habíahecho. Se miró las manos. Las vio de sucolor original y se horrorizó de símismo. Entonces, escribió una largacarta. E hizo esa llamada. Ambas cosasle costaron la expulsión del colectivo.Se alegró de que le llamaran ustelari.Era lo mínimo que se merecía. Traidorera cien veces mejor que asesino.

Pedir perdón, sin embargo, no logróvaciar su conciencia. No allí, entre esagente extraña, envuelto en ese olor, lejos

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de casa. No lo soportaba. La náusea lereconcomía las entrañas. Tenía que salirde allí y volver a Oñate, a sus montes, asu verdadera familia. Prefería estarenterrado en el cementerio de su puebloque vivo en la cárcel.

Lo había intentado una y otra vez.Había rehusado el alimento hasta elpunto de parecer un pellejo, pero no lehabían permitido morir. Aquella noche,por fin, el destino iba a correr el cerrojoy a abrirle la ansiada puerta.

Se desnudó. Primero se desprendióde la camisa. Al notar la sangre, sequedó mirándola confuso, pero seolvidó de ello casi de inmediato.

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Continuó con el pantalón. No llevabaropa interior. Dobló cuidadosamente lasdos prendas y las depositó en la entradade la ducha. Cuando Joseba, su hermanomayor, un obseso del orden, recogierasu cuerpo para llevarlo a enterrar, veríala ropa ordenada, y sabría que habíapensado en él antes de partir. Luego, sequitó la cadena de plata con la cruz, y lacolocó con mimo sobre la ropa. Se lahabía regalado Anne, su hermana. Lostres huérfanos juntos de nuevo.

Se libró de los calcetines. Llevabalos tres pares puestos, blancos, dedeporte. Les había dicho que estabadestemplado, algo que, por otro lado,

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era cierto, y se lo habían permitido. Losanudó hasta formar una burda perosólida soga. Cuando con ella en la manoregresó al cubículo, su respiración eradefinitivamente caótica. Abrió la duchay esperó a que el agua brotara caliente.El vapor de agua aminoró el frío quesentía, pero no le quitó los temblores.Sujetó con ambas manos el asientoplegable de la ducha. Se subió en él muydespacio. Le preocupaba que cedierabajo su peso. Le preocupaba resbalarse.Nada de eso ocurrió.

Le seguía temblando el cuerpocuando pasó el improvisado dogal porla reja metálica de la ventana y no dejó

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de tiritar hasta que con él se envolvió elcuello y mató la náusea de un salto.

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2

Prisión de Alcalá Meco, Madrid. 28 deseptiembre

Desde que Veintitrés lo despertara, Dalíno había logrado descansar. Se hallabatumbado en la dura cama, boca arriba,con su enorme barriga subiendo ybajando rítmicamente, aprisionada porel pijama reglamentario. El único ruidoque llegaba era el ligero repiqueteo delagua sobre el suelo de baldosas, peroestaba desvelado. Cuando se desvelaba,

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ya no recuperaba el sueño.—¡Al diablo! —exclamó.Retiró el clavo que tenía pegado con

un trozo de esparadrapo en la base delcajón de la mesilla y con él se soltó lasesposas que lo retenían en la cama.Veintitrés estaba suelto porque no loconsideraban peligroso. A él lo teníansujeto como a un perro furioso. Pero eramucho más listo que un perro.

Puso los pies sobre el suelo, gélido.De inmediato, los levantó y los mantuvoen el aire mientras se despojaba de lagoma del pelo. Se peinó con los dedos yvolvió a anudarse los cabellos. Lostenía lacios y finos, teñidos de rubio

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platino. Hacía tiempo que no se loscortaba y se peinaba con raya al medio,sin que ninguna de las dos estrategiasocultara la evidencia: estaba tan calvoque cuando tomaba el sol debía cubrirsecon una gorra o ponerse una buena dosisde crema protectora en la cabeza.

—Te dije que te machacaría elcráneo si me incordiabas, tío, y hablabaen serio —pronunció en tono categórico—. ¡Por todos los demonios, aquí haymás vapor que en una tintorería!¿Pretendes ahogarte o qué?

Las siguientes frases murieron en suboca. Durante unos instantes,permaneció inmóvil, notando cómo se le

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encendía el cuerpo. Se llevó las manos ala cabeza, dio un par de pasos haciaatrás y observó detenidamente el cuerposuspendido. Lo hizo como quien reparaen una bella pintura o calibra la madurezde una fruta exótica. Y llegó a laconclusión de que, de nuevo, el destinolo llamaba. Aquella figura desgarbada yanoréxica iba a ofrecerle un lienzo parauna nueva obra de arte.

—¡Jodido cabrón! ¡Y pensar que nisiquiera sé cómo te llamas!

El psiquiatra de la prisión opinabaque su genio no era tal. Ulpiano GarcíaAlcalde, alias Dalí, no replicaba, perotenía por cierto que era un inútil:

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confundir su arte con una enfermedadmaníaco-depresiva evidenciaba suignorancia tanto en materia de arte comode medicina. En todas las sesiones, conpesada machaconería, el psicólogo sealineaba con su colega y repetía quecualquiera que se divirtierafotografiando muertos era un demente,por lo que recetaba terapia ymedicación. Pero Dalí sabía que loúnico que necesitaba, lo que echaba enfalta, era público y materia prima. ¿Quémás bello que un cuerpo humano al quese le escapa el alma? Su arte, comocualquier arte moderno, no era paratodos los públicos, pero es propio de

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ignorantes despreciar lo que no secomprende. Claro que en aquellaocasión las cosas se habían torcido unpoco y le habían trincado. Cuando notenía modelos, se apañaba como podía.Pero todo arte tiene un coste, ¿no? Enaquel caso, Veintitrés se lo ponía enbandeja.

El agua caliente seguía fluyendo y lazona estaba invadida por el vapor. Sequitó las lentes empañadas. Las lamiópor ambos lados, las secó con la tela dela manga y volvió a colocárselas. Lavisibilidad no era buena pero sí lasuficiente para tomar en consideraciónel cuerpo desnudo: los brazos caídos; la

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cabeza rendida sobre el pecho; laextrema delgadez; el algodón blancoprofundamente incrustado en la garganta,perfilando un surco rojizo.

—¡Dios, no va a ser nada fácil!Vaya faena me vas a dar, Veintitrés. Ysólo tengo unos minutos. ¡Por favor,pareces un Cristo! ¿Por qué estás tanflaco? Das grima. Eres como esosprisioneros de los campos deconcentración. ¡Qué pena no tener ununiforme de rayas: hubiera hechomaravillas contigo! En fin, habrá queimprovisar.

Dio un par de vueltas a su alrededor.Había algo, una sutil sugerencia, que no

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lograba materializarse. De pronto,estalló en aplausos. La inspiración leinvadía.

—¡Naturalmente! ¡Era eso, ya sé aqué me recuerdas!

En ese momento, la visión de loscorderos recién pelados, colgados desendos ganchos de la carnicería de supadre, se adueñó de sus ojos. Solíancubrirles la cabeza con una bolsa deplástico, para que la sangre no goteara.Lo ponían todo perdido. Y que los niñosno lloraran al ver los ojos saltones,inyectados en sangre.

Oyó de lejos los pasos del guardiaque regresaba. El portazo resultó

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perfectamente audible. Aun así, Dalí nose apresuró. En los días que llevabaingresado en la enfermería habíaadvertido que el funcionario, a punto dejubilarse tras cerca de tres decenios enel puesto, era hombre de costumbres.Tenía la certeza de que seguiría susconsolidadas rutinas: entraría en elcuartucho, se prepararía un carajillo y selo tomaría antes de entrar. Eso leotorgaba diez minutos de margen.Volvió al interior de la enfermería, seacercó al carro metálico, donde se hizocon vendas y una bolsa de plásticogrueso. Para colocar ésta, hubo desubirse a la plataforma de plástico,

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cuyos goznes cedieron parcialmente. Laremendó de la mejor forma que pudo.

Se apartó un poco del cadáver, yacompuesto, y le echó un último vistazo.Los ojos le brillaron de placer. Unmillón de emociones conocidasrondaron por su cabeza. Había quedadoperfecto. Arte en estado puro. Volvió ala sala. Recuperó el móvil, queguardaba oculto bajo el colchón, ydedicó el resto del tiempo disponible adisparar instantáneas. Era una pena: elteléfono, una antigualla, contaba con unacámara de ínfima calidad. Aun así, laimagen aparecía nítida. Sonrió. Extendióel brazo para volver a abrir el grifo. El

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agua le molestaba y había interrumpidoel flujo mientras trabajaba. Se mojó elpijama.

Miró el reloj. Se le había echado eltiempo encima. Corrió a la cama, secolocó de nuevo las esposas y metió losbrazos bajo las sábanas. Cerró los ojosy fingió dormir. Oyó entrar alfuncionario, pasear por el pasillo ydetenerse ante la cama de Veintitrés. Alno encontrarle allí y percibir el rastro desangre, siguió el reguero por el pasillo,mientras maldecía en voz alta. Sacó delcinturón su transmisor portátil y entró enla zona de las duchas. Dalí sonrió parasus adentros. La experiencia estaba

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resultando verdaderamente satisfactoria.Extrajo el móvil de entre las sábanas ydisfrutó de su obra. El toque de la bolsade plástico en la cabeza resultabasublime.

—¡Llama al director!... Me da igualque se haya ido a casa. Dile que vengacagando leches, que es urgente... ¿Que sihe bebido? ¡Pero qué tonterías dices!Mira, esto es muy grave... ¿Cómo degrave? Pues a ver qué te parece: el tíoestá muerto. Acabo de encontrarlocolgado en las duchas... No, no es unsuicidio: se lo han cargado... ¿Que cómolo sé? Pero ¿tú te crees que soy idiota?:tiene la cabeza cubierta con una bolsa de

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plástico, y los pies y las manos atadoscon vendas. ¡Dios, se va a armar gorda!Que se dé prisa. Llama también almédico. Habrá que avisar al juez...Cagüen sos, ¿cómo habrá podidoocurrir? ¿Y por qué siempre tiene queser en mi turno? ¡Puta mierda!

Dalí no cabía en sí. No habíanpasado diez minutos y la enfermería yaparecía un río desbordado. Habíafuncionarios por todas partes. Ni unosolo dejaba de admirar su obra. Muyquieto, tapado hasta la boca con lasábana, los escuchaba atentamente.Habían reparado en él pero, como eldirector había dado orden de no tocar

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nada hasta la llegada del juez, le habíanpermitido permanecer allí. Para sudisgusto, media hora después lotrasladaron a su celda. Llevaba el móviloculto en los calzoncillos.

—Tienes el pijama mojado, Dalí —comentó el encargado.

—Se me cayó el vaso de agua.¡Joder, no hay quien beba esposado!

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3

Juzgados de guardia, Madrid. 28 deseptiembre

—Silvela, soy Jorge del juzgado deinstrucción. Siento ser portador demalas noticias. Me consta que llevas unaguardia infernal, pero el juez quiere quevayas a Alcalá Meco, hombres, lo antesposible. Un levantamiento. Él y elsecretario judicial acaban de salir.Deben de estar al llegar. La científica seha personado ya.

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Tenía razón: estaba siendo unaguardia agotadora, pero ¿cuál no lo era?

—Iré enseguida, Jorge. Por cierto,estáis todos muy ágiles hoy —comentó.

—Más vale —recibió comorespuesta.

Esas dos palabras y, sobre todo, eltono desabrido en el que habían sidopronunciadas le extrañaron. La médicopermaneció unos instantes en silencio.Ante una muerte, se formaba un equipo atres bandas: el juez, el secretario y elmédico forense, auxiliados por elequipo de policía judicial, que enAlcalá Meco correspondía a la GuardiaCivil. Habitualmente, acudían todos

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juntos al lugar. Y aunque solían serdiligentes, no traslucían la sensación deextrema urgencia que captaba en aquellaocasión. Debía de haber una razón, algoinusual.

—¿De qué se trata, Jorge? —preguntó al fin.

—No tengo todos los detalles, perosé que es un suicidio.

—¿Otro? Parece que tuviéramos unaplaga.

—Tienes mucha razón: es el terceroen lo que va de año. Éste, condiferencia, era el más joven.

—¿Qué edad tenía?—Veinticuatro, creo.

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—¡Dios, era casi un niño! ¿Hadejado una nota?

—No que yo sepa. Lo que sí puedodecirte es que, más allá de su juventud,concurren otras circunstancias, digamosespeciales. Un asunto feo. Estas noticiascorren como la pólvora y siemprealborotan a los internos. Habráincidentes si no se trabaja deprisa. Poreso el juez quiere que postergues lo queestés haciendo, si no tienesinconveniente —añadió conciliador.

La forense se frotó las manos. Hacíafrío. Quizá sólo fuera ella, que estadestemplada.

—Entiendo. Dime una cosa, ¿el

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interés judicial se debe al nombre delsuicida o a que se tiene la sospecha deque las cosas no son lo que parecen?

—Yo diría que hay un poco deambos elementos. El chico estácondenado por asesinato. Pertenecía a labanda terrorista. Desde hace cosa de unaño, más o menos, empezó a criticar a ladirección abiertamente y se convirtiópara ellos en una especie de grano en elculo, por decirlo de alguna manera. Lesenviaba cartas y más cartas. Escribía alos periódicos. Al fin, los repudiópúblicamente. Esos detalles siemprecomplican las cosas, pero es que,además... Mira, no quiero explicártelo

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por teléfono, pero te aseguro que esurgente.

La mujer consultó su reloj; faltabanquince minutos para las once de lanoche.

—Salgo de inmediato —informó,antes de colgar.

La doctora Silvela pisó elacelerador de su Audi TT Roadster decolor rojo, lo que más amaba en elmundo, tras su madre; el único lujo quese permitía y del que aún le quedabapagar la mayor parte. Le encantaba elsonido del motor cuando aceleraba. Sinembargo, en aquella ocasión no disfrutódel paseo. Empleó veintisiete nerviosos

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minutos en llegar a Alcalá Meco ycuatro más en comprender lasprecauciones del juzgado. Unfuncionario silencioso y con cara decircunstancias la acompañó hasta laenfermería, lugar del suceso. El juez, elsecretario y la científica ya estaban allí.Tras un breve cruce de saludos,avanzaron hacia la zona de los aseos. Uncuerpo sin vida se hallaba suspendidode una reja metálica. Sus pies descalzosflotaban a escasos milímetros del suelo,anudados por sendas vendas blancas dealgodón, al igual que las manos. El grifocontinuaba abierto. El agua caíalentamente sobre el cadáver desnudo. El

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vapor acumulado dificultaba la visión,pero no impedía ver la bolsa de plásticoque rodeaba su cabeza.

Mientras la unidad científica de laBenemérita disparaba sus cámaras,Silvela permaneció en un segundo plano,observando. El cuerpo se balanceócuando desanudaron el lazo, y la forensetuvo ocasión de calibrar al occiso.

—Ese hombre está en los huesos —comentó al director de la prisión.

—Cierto: se negaba a comer. Sufríauna fuerte depresión; por eso se leingresó, para suministrarle alimentaciónparenteral.

Silvela no hizo más comentarios. En

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breve, lo tendría sobre su mesa y podríahablar con él a solas.

Desde ese momento, habían pasadocasi cinco horas, la última dedicada aredactar su informe. Nunca tardabatanto, pero aquella maldita bolsa yaquellas malditas vendas la obligaban aprestar minuciosa atención a cada letraque escribía. Más de uno iba a mirar conlupa los términos que empleara. Y lessacarían toda la punta que pudiesen. Sefrotó los ojos y volvió a colocarse lasgafas en el tabique, justo sobre la puntade la nariz. Cada vez veía peor. Serecordó, una vez más, que debía ir aloculista y graduarse la vista. Sabía que

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no lo haría. Se limitaría a comprar otrasgafas de plástico con mayor aumento. Eltrabajo y el cuidado de su madre,enferma de alzhéimer, no le dejabanmucho margen. Fijó la mirada en lasinstantáneas tomadas por la policíacientífica, sobre todo, en la bolsa deplástico, envase de un productofarmacéutico. Volvió a suspirar, moviólos hombros hacia atrás un par de vecespara desentumecerse, y trató deconcentrarse.

Un ruido a su espalda provocó quegirara instintivamente la cabeza. Por lapuerta entreabierta, hizo su aparición eljuez de instrucción. Prado y ella se

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conocían desde hacía tiempo.—Te traigo café. Te vendrían mejor

unas vacaciones, pero eso no está en mimano. —Arrastró una silla y se sentó asu lado—. Pareces agotada.

La forense se desprendió de lasgafas, levantó la mirada y la fijó en suinterlocutor. El magistrado tampocotenía buen aspecto. Era joven, unoscuarenta, pero las enormes bolsasoscuras que bordeaban sus ojos lehacían parecer mayor. Silvela pensó ensí misma. También ella estabaenvejeciendo. Tratar con muertos,delincuentes y personas sujetas acondiciones extremas termina por pasar

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factura.—Por lo que veo, ambos

necesitamos un descanso.—Es cierto. Este mundo nuestro se

está volviendo loco. En fin, ¿cómo vas?—Rematando. En diez minutos,

concluyo.—¿Y qué opinas? ¿Te reafirmas en

tu informe preliminar?Silvela asintió un par de veces,

despacio.—Si te refieres a la presencia de la

bolsa, sí.El magistrado sonrió, con gesto de

alivio.—¿El informe es contundente? Lo

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digo porque voy a tener cien ojospegados al cogote. Lo que ha ocurridoes un fallo grave y se pediránexplicaciones con razón.

Silvela tardó en contestar. Seentendía mejor con los muertos.

—Yo sólo soy una médico forense.Lo mío es escuchar lo que el cuerpo mecuenta para descifrar la causa de lamuerte. A mi juicio, con los datos quetengo sobre la mesa, y a la espera de losresultados de los análisis, búsqueda depsicotrópicos, etcétera, el internofalleció en algún momento comprendidoentre las diez y las once de la noche porun sistema compatible con un

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ahorcamiento voluntario, habiendousado para tal fin una soga tejida concalcetines anudados. El suceso escompatible con su profunda depresión, atenor de los informes del psicólogo.Respecto a la bolsa de plástico y lasvendas, yo diría que no tienen relacióncon su muerte.

El juez la interrumpió.—Ahí quería llegar; ¿cómo de

segura estás?Silvela suspiró. Y se llevó la taza de

café a la boca. Estaba frío.—Verás, esto no es una ciencia

exacta como las matemáticas, pero eneste caso no tengo muchas dudas. No

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quiero aburrirte con los detallestécnicos, pero cuando se te acercaalguien que trata de asfixiarte con unabolsa de plástico, lo primero que haceses intentar defenderte. La defensasiempre deja huellas: arañazos,excoriaciones, moretones en la nariz,lesiones en manos o antebrazos oindicios de que le taparan la boca paraahogar sus gritos. En este caso, no hayninguna huella. Tampoco han aparecidocuerpos extraños en las víasrespiratorias, que son frecuentes... Lacara, la lengua, el surco... todo apunta aun suicidio. Además, pese a laabundancia de agua, hemos encontrado

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restos de yeso en las manos del occiso,probablemente procedente de la rejilladonde colocó la soga. Hubo demanipularla para lograr el punto deapoyo.

—Pero la cara de este hombre...Silvela sonrió.—Ya sé por dónde vas. Éste

presenta un aspecto cianótico, mientrasque el que tuvimos la nada graciosasuerte de compartir el mes pasado, no.

—Me has leído el pensamiento.—La explicación es muy sencilla.

En aquella ocasión, el nudo estaba en lanuca y la muerte fue rápida. En el casoque nos ocupa, el nudo se localiza en el

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lado derecho, a un par de centímetros dela oreja. Los vasos del lado izquierdono se han visto ocluidos completamente.Hay isquemia cerebral, pero al suprimirla circulación de regreso, se ocasionauna intensa congestión...

—Que explica la cianosis.—Exacto. En fin, lo dicho: estoy

convencida de que el análisis delinterior de la bolsa no evidenciarácélulas bucales del occiso. Apostaríapor una colocación post mortem, unaespecie de broma macabra. Cómo llegóallí y por qué son preguntas que no mecorresponde a mí responder. Pero si tefijas, tanto las vendas como la bolsa

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proceden de la enfermería.El juez resopló.—¡Cuánto me alegra oír eso! Como

te explicaba, me quitas un peso deencima.

—No te alegres tan pronto. Hay algoque quiero que sepas. Amén de ladescripción del surco de la ahorcadura,no tengo más remedio que recalcar losseveros indicios de desnutrición quepresentaba el cadáver. ¿Estaba en huelgade hambre?

—Llevaba veinticinco días enhuelga de hambre, sí. Y se negaba arecibir asistencia. Por la profundidad desu depresión, el psiquiatra consideró

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que era incapaz de tomar esa decisión yse avisó a la familia. Al parecer, susúnicos parientes vivos son un hermanomayor, que reside en Belfast, y unahermana que vive en algún pueblo deNavarra o de Vitoria, no lo recuerdo conexactitud. Aquél vino la semana pasaday nos firmó la autorización paraalimentarle.

—¿Por qué la huelga?, ¿orden de lossuyos?

El juez suspiró.—No. Más bien al contrario. Era un

arrepentido, hasta escribió a una de sussupuestas víctimas, que había perdidouna pierna en un atentado con coche

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bomba, suplicando su perdón. Sosteníaque la había fabricado él... Elaboró unmanifiesto sobre cómo le gustaría ver asu patria dentro de medio siglo. Loenvió a todas las fuerzas vivas del PaísVasco. Tres semanas después, suscolegas le expulsaron.

—¿Le expulsaron?El juez suspiró. Abrió la carpeta y

sacó una fotocopia.—Déjame que te lea esta carta,

entenderás a qué me refiero. Se la envióhace unos meses, ya casi un año, a lacúpula de la Organización. —Carraspeóun par de veces, y luego leyó de corrido—: «No logro saber cómo he podido

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vivir tanto tiempo pensando que erais mifamilia, los aitas que la vida mearrebató de niño. ¿Cómo he podidoconfundiros con ellos? ¿Cómo he podidocompartir mi juventud con vosotros?Ellos nunca hubieran permitido quehiciera lo que vosotros me enseñasteis ahacer. Si hubieran vivido, nuncahabríais logrado engañarme. Todasvuestras enseñanzas sobre la patria y lafamilia eran mentira: no hay ningúnconflicto, ninguno, que aligere el pesode una muerte en la conciencia. Tardeme he dado cuenta, ése ha sido mi granerror. Miré para otra parte. Mi orgullo ymi estupidez, de todo un poco, han

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generado mucho dolor. Sobre todo a esepobre hombre. Ya le he pedido perdón.A él y a su familia. Les envié una carta.No me han respondido, no me extraña:ni siquiera yo soy capaz de perdonarmea mí mismo. Dios es testigo de que estoyprofundamente arrepentido, pero eso nosignifica nada. Lo que he hecho ya no lopuedo solucionar. Es irreparable y porello no merezco perdón. Pero a vosotrossí puedo pedíroslo. Es más, os lo exijo:no matéis más en mi nombre. No con mitiempo, ni con mi vida. Como sé quesois unos bastardos, he llamado a lapolicía, que para mi suerte cerró mipuño para siempre, y les he detallado la

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localización de los almacenes y zulosdonde sé que habéis ocultado algunas delas bombas que yo fabriqué. No se osocurra emplear las demás. O buscaré lamanera de que os estallen entre losdedos. Especialmente a ti, Korki. Asíterminarás aquí, donde yo estoy, ysabrás por fin que no puedes echarbalones fuera. Sé que los pastores noacarician nunca a sus perros. Perodarían su brazo por ellos. Les quieren,desean su bien. Les cuidan si estánenfermos, les dan de comer. Por eso lahistoria de la que tanto me hablabas estáya clamando a tu puerta. No loolvides...».

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Silvela suspiró.—¡Entiendo, pensabas que eran sus

excompañeros los que se lo habíancargado!

—Así es. Por eso me dejas muchomás tranquilo.

—¿Y la huelga de hambre?—Después de esa carta empezó a

desbarrar. Denunciaba la existencia deun topo en la Organización, alguien quehacía un doble juego. Por un lado,cooperaba con el Gobierno y por otroimpedía el final.

—¿Y eso es cierto?—No tengo ni idea. Imagino que no,

pero comprenderás que, al ver la bolsa

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de plástico en su cabeza, me he echado atemblar. Ya sabes que estas armas lascarga el diablo. Pero si insistes en queno tiene que ver con su muerte...

—Insisto. Necesitas otro culpable...El juez Prado se inclinó hacia

delante, bajó la voz y le explicó comoen confidencia, aunque estaban solos:

—Todas las sospechas recaen enotro de los internos, un maníaco-depresivo obsesionado con los muertos.Los fotografía de un modo que podríadenominar «artístico». Se hace llamarDalí. Uno de los guardias delcementerio de Logroño lo pilló unanoche abriendo tumbas y profanando

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cadáveres. Dalí respondió a palazos.Por desgracia, uno de los golpes resultómortal para el vigilante y uno de miscolegas dictó sentencia por homicidio.Lleva días en observación en laenfermería, aquejado de fuertes doloresabdominales que, sorprendentemente, sehan evaporado esta noche. Acaban deinterrogarle. Al principio, ha negadocualquier participación en los hechos.Sin embargo, estando esposado, teníalas mangas del pijama mojadas y lashuellas de sus pies están en laplataforma plegable descoyuntada.Debió de subirse en ella: está bastantegrueso. Creemos que no ha perdido la

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ocasión de mostrar su arte...—¿Tendréis problemas?—El director y algún funcionario

más los tendrán, especialmente uno, quees un borrachín, pero no creo que lacosa vaya a mayores. Como bienindicas, no es sino un suicidio. Aunquesi pudiéramos minimizar el peso de lapresencia de la bolsa y las vendas, seríaestupendo...

Silvela suspiró.—Voy a firmar esto y me voy.—Haces bien, descansa. Por cierto,

¿ese descapotable rojo que he visto porla ventana es tuyo? Me han dicho que tehas comprado una máquina muy chula.

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Sonrió.—No es un coche, ni una máquina, ni

un descapotable, querido juez. Es nadamás ni nada menos que un Audi TTRoadster con un motor de gasolina dedoscientos treinta caballos. Unapreciosidad. El exceso de ruido es suúnico fallo. Pero yo tampoco soyperfecta.

—No sabía que te gustaran tanto loscoches, Silvia.

—¡Ah, soy una caja de sorpresasagotada! Me subiré a mi Audi y volaréhasta mi cama... Pero antes debo acabareste maldito informe.

—Te dejo trabajar —susurró el juez,

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mientras se levantaba. A él no lellamaban la atención los coches. Eran,simplemen- te, trastos necesarios. Élprefería las antigüedades: libros,pequeñas figuras. Cualquier cosaanterior a 1700. Tocarlos enfundado ensus guantes blancos parecía ponerle encomunicación directa con la sabiduría.

En cuanto su guardia concluyó, laforense Silvela se subió a su coche rojo,bajó la capota y regresó a su domiciliosintiendo la bofetada del viento. Una vezallí, apagó el móvil, se tomó una pastillapara dormir y se metió en la cama.Mientras ella se hallaba sumida en unprofundo sueño químico, Anne y Joseba

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Gortari fueron informados de ladesafortunada muerte de su hermanoXabier.

Día y medio después, se personaronen la prisión dispuestos a recoger laspertenencias de Xabier. Hubo unsencillo funeral en la prisión, oficiadopor un capellán voluntario, un andaluzde Córdoba. No localizaron a ningúnvasco.

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4

Prisión de Alcalá Meco, Madrid. 30 deseptiembre

Dalí se encontraba en la sala de juegos.Al otro lado de los cristales, empezabael otoño, una maravilla que no podríadisfrutar. No era domingo, pero habíaninformado por megafonía que a las docese celebraría un oficio religioso. No seenteró bien de por qué. Alguna fiesta,supuso. Los católicos tenían mil fiestas.Él no era creyente, pero no por ello

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perdía la ocasión de cambiar sus rutinas.Además, los oficios le inspiraban,aunque no los de la prisión. No habíavelas, ni oscuridad, ni incienso, nifiguras dolientes. Por no haber, en lacárcel ni capilla había. Para los actosreligiosos se empleaba un local de usosmúltiples que parecía una consulta dedentista. Estaba lleno de sillas deplástico apiladas en una esquina. Lohabían pintado de un blanco sucio yrecordaba a las sábanas de suhabitación. No le gustaba el blanco.Prefería oratorios con olor a cera,oscuros y con vidrieras, sobre todo convidrieras.

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Se dirigió perezosamente por elpasillo hacia el lugar. La luz entrabacegadora por los cristales. Parecía queesos rayos le conducían a un cielo llenode posibilidades. Por un instante, sesintió bien.

Lo que más le sorprendió fue elcorto aforo. Amén del cura, que iba porobligación, y de Biblias, queprácticamente vivía allí, no había másque tres personas en primera fila. Genteextraña, del exterior. Ya habíancomenzado. Se colocó en la última fila ypermaneció sentado. El sonido de la vozdel predicador reverberaba en elsilencio. Era demasiado fina para su

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gusto. No prestó atención. Todo eserollo de la salvación no le iba. Loescuchaba sin darse por enterado, comola lluvia que al caer no te moja porqueestás a cubierto. De pronto, el nombrede Veintitrés llegó a sus oídos y cayó enla cuenta de que era su funeral, y aquellagente, su familia. Sintió como si lecayera encima una tormenta completa.Se puso en pie, salió a toda prisa ygalopó hasta su celda. Recogió el móviloculto y voló sobre sus pasos. Estabancerca del padre nuestro cuando abrió lapuerta. Se dirigió a la izquierda yavanzó por el pasillo lateral hastasituarse en la primera fila. Sus zapatillas

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crujieron. Sonaban a cáscaras decacahuete. Le gustaban los cacahuetes,pero no se pudo deleitar en esepensamiento. Durante el recorrido,intentó decidir cuál sería el mejorsistema. Cuando llegó, aún no sabíacómo hacerlo.

Se colocó junto a la mujer. De cercaparecía más joven. Era menuda ypequeña de estatura. Tenía las orejasrepetidamente taladradas y se retiraba elpelo de la frente con una de esas cintasanchas, de color negro. Él tenía unaparecida, con la bandera americana. Lamujer sujetaba un bebé muy pequeño. Alsentir su presencia, giró la cabeza y le

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sonrió tímidamente. No fue una sonrisacompleta, apenas una mueca, pero Dalísintió cierto alivio. Aun así, estuvo unrato quieto, tieso como uno de esostrípodes con los que soñaba,observándola de soslayo. A su lado,también en pie, había dos hombres. Unode ellos era pequeño y estaba bastanteflaco. Al segundo, grande y grueso, unarepulsiva mancha roja irregular lecubría la mayor parte del lado derechodel rostro. Se extendía desde la cejahasta el pómulo, y desde la oreja hastala nariz. Cuando el cura pronunció esaspalabras de paz que repetía en cadaocasión, la chica le tendió una mano

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huesuda y blanca.Dalí odiaba el contacto físico con

los vivos, especialmente con lasmujeres. En vez de estrecharle la mano,extendió el brazo y, echando el cuerpohacia atrás, le tendió el móvil. Ella lemiró sin comprender. Giró la cabezahacia la izquierda, como pidiendoconsejo al hombre flaco que estaba a sulado. Dalí les animó con la mano aobservar la pantalla.

Tardaron un poco en darse cuenta delo que veían. Cuando lo hicieron, laexpresión de sus rostros cambió. A lamujer un extraño lamento se le escapópor la garganta. Luego, empezó a gemir.

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Gemidos entrecortados, pequeñosespasmos de dolor, que desembocaronen un llanto hondo y sonoro, que, comoen una réplica, desató los lloros delniño. La reacción del hombre pequeñofue más descarnada. De un manotazo,lanzó el móvil por los aires, y luego searrojó contra Dalí, y empezó a golpearsu cabeza contra el suelo, mientras eljoven grueso trataba de separarlos.

—¡Lo siento, con los medios de quedisponía no pude hacerlo mejor! —seexcusó Dalí, mientras trataba de zafarsede los golpes.

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II

EL CAZADOR

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1

Cementerio de Oñate, Guipúzcoa.Mañana del 1 de octubre

—Mal tiempo —susurró el sacerdote, alacceder al recinto del cementerio, vacío.Vestía pantalón de pana, botas de montey un anorak oscuro, y tapaba a susobrino Joseba con un enorme paraguasnegro. Anne había tenido la precauciónde llevar su propio paraguas—.Lloviendo de esta manera, mucha genteque nos quiere se habrá quedado en casa

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—añadió cuando fue evidente que notendrían otra compañía que la de lossepultureros. Ningún vecino del pueblo,que los huérfanos habían abandonadotiempo atrás, había acudido al entierro.Tampoco miembro alguno de laOrganización, que les había repudiado.

Como siempre, el clérigo se expresóen euskera: la única lengua que hablabavoluntariamente, el idioma en el quecelebraba misa. Empleaba el castellanoa regañadientes, y sólo cuando no lequedaba otro remedio. Los doshermanos no replicaron. Con aire grave,se limitaron a marcar con sus silenciosel recorrido hasta la sepultura familiar.

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—Mal tiempo —reiteró, antes debendecir la tumba. Su redundancia sonóa anuncio conocido: el responso seríabreve. Los dos hermanos se santiguaron,al igual que los sepultureros, ellos concara de circunstancias.

—Xabier era impulsivo pero muybuena persona y por eso ahora descansaen paz —enfatizó el sacerdote con vozluctuosa, arrastrando las últimas sílabas,como tenía por costumbre—. Eso mismodeberíamos hacer nosotros: mantenernosen paz. Debemos resignarnos y nopermitir que el dolor tome cuerpo ennuestros corazones y nos haga caer entontos errores. Es preferible estar en

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paz. Con el tiempo, ese agujero quesentís en el pecho se cerrará. Nunca lohace del todo, pero se contrae losuficiente para permitirnos seguirviviendo. Paz, eso es lo que Xabierhubiera deseado para todos nosotros, yeso es lo que pido yo en su nombre.

Joseba Gortari había evitadomanifestar externamente la rabia que lellenaba las tripas. Su tío, bien lo sabía,no era de fiar. Por ese motivo, antes deacudir al entierro, se había impuesto a símismo una estrategia de silencio. Sinembargo, el responso pronunciado porsu pariente tenía sabor a veladaamenaza. Miró a su hermana. Ella bajó

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la vista; él no. Y cuando los sepultureroshubieron terminado su trabajo y sealejaron con sus cuerdas, sus cubos ypaletas, y el agua empapaba su monogris, sujetó la pequeña mano de Anne yla elevó junto con la suya. Y ya conambos puños en alto, sentenció sinquitar la vista de su tío:

—Zure heriotza mendekatukodudala hitzematen dut, gure gurasoenohoreagatik. Por la memoria denuestros padres, juro que no cejaré hastavengar tu muerte, hermano. No, Xabier,no cejaré hasta vengarte.

El cura no contestó. Dejando a loshermanos en el cementerio, bajo la

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lluvia, regresó a su casa.

Habían cogido dos habitaciones enun hostal del barrio de Aránzazu. Josebacondujo hasta allí y dejó en la puerta asu hermana. Iñaki, su pareja, y elpequeño le esperaban en la habitación.Con tan mal tiempo, Anne tenía miedode que el niño se enfriara y habíandecidido que su padre cuidara de élmientras ella enterraba a su hermano.

Al entrar, la joven saludó con ungesto a la mujer que regentaba el hostaly, sin detenerse, subió directamente a lahabitación, situada en la primera planta.

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Tocó la puerta con los nudillos, pero nole abrieron.

—¡Iñaki, soy yo, ábreme!No recibió respuesta del interior.

Repitió tres veces la llamada yfinalmente concluyó que dormían.Desanduvo el camino en busca de unasegunda llave. Mientras pisaba de nuevola moqueta de la escalera, oyó algo queno esperaba. Y permaneció quieta,escondida en el recodo.

—Esa que acaba de pasar es la niñade los Gortari...

—¿De quién?—¡Sí, mujer, los huérfanos Gortari,

los de la mala suerte! Tú porque has

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llegado hace poco a Oñate, pero aquítodos los conocemos. ¡Pobres chicos,parece que la vida se la tiene jurada!Primero cayó la madre, cuando elloseran bien pequeños. Una enfermedadrara, no recuerdo bien cuál. El padre,que estaba de buen ver todavía, trató desolventar la situación con un segundomatrimonio, pero no encontró ningunamujer del pueblo que quisiera hacersecargo de tres criaturas. Hizo lo quepudo, pero la mala suerte se impuso denuevo: un día de escalada se despeñó. Yellos quedaron en manos de su tío cura.Pero ¿qué hace un cura con niños tanpequeños? Los envió a internados, hasta

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que se hicieron mayores. Luego, deregreso, trabajaron aquí, en lacooperativa durante años. Erannormales, como otros tantos jóvenes delpueblo. El pequeño, al que le decíanXabi, era muy guapo. Simpático. Todaslas chicas andaban medio enamoradas.Pero, de pronto, sin que aparentementepasara nada, una noche apareció aquí lapolicía y se lo llevó preso. Lo metieronen la cárcel. Por un atentado, ya sabes.A raíz de aquello, los hermanos tambiénse fueron. Desde entonces, no les hevuelto a ver.

—¿Los hermanos también eran...?—No sabría decirte. Puede que el

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mayor. En fin, he oído que el chaval sesuicidó la semana pasada en la cárcel.Se había vuelto... de los arrepentidos.Ya sabes. En todo caso, ya está bajotierra... Al menos, la chica tiene unmarido y un niño muy mono. ¡A ver sicon ella se acaba la mala racha!

Anne regresó sigilosamente pordonde había venido. Se sentó en elsuelo, junto a la puerta de la habitación,con los brazos abrazando las piernas.Inclinó la cabeza y se echó a llorar.

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2

Oñate, Guipúzcoa. Mañana del 1 deoctubre

Tras dejar a su hermana en el hostal,Joseba anduvo dando vueltas con elcoche por el pueblo. Recorrió uno a unolos lugares donde habían transcurrido suniñez y su juventud. El barrio no habíacambiado mucho desde su partida. A losumo, los olores. Casi podía versevestido con el mono azul saliendo de lafábrica rumbo a casa. Entró en un

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restaurante italiano, una franquicia.Pidió pasta y un capuchino. Almorzódespacio, dejando que el tiempo seconsumiera. Antaño habría pedido cafésolo; pero desde que vivía en el ReinoUnido, y se había habituado al té, leparecía demasiado fuerte. Miró a sualrededor. Tenía la sensación de que lemiraban de soslayo. Pero nadie parecíafijarse en él. Salvo el dueño. Seconocían desde pequeños. Hizo como sinunca le hubiera visto. Mejor. Asíevitaría palabrería inútil. Pidió untiramisú. Era temprano. Cuando llegó elmomento, se subió al coche y enfilóhacia el lugar del que le había hablado

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Xabier en una de las últimas ocasionesen que había ido a visitarle. Lo rondóunas cuantas veces, pero siempre pasóde largo. Sólo cuando cayó por fin latarde, y los últimos rayos de sol tiñeronde naranja la lluvia, se acercó. Estabatan a la vista que nadie había reparadoen ello. Ayudado de una pequeña pala,extrajo el panzudo bidón y lo introdujoen el maletero del coche. Se alejó hastaun descampado, donde, ayudado por unalinterna, comprobó su contenido.

Extrajo primero un paquetecuadrado, cuidadosamente envuelto enplástico y sellado con cinta adhesiva.Rasgó la protección con su navaja, y se

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topó con dos pistolas en aparente buenestado y su correspondiente munición.No le extrañó: Xabier le había habladode ellas. Pero dentro del bidón leesperaban algunas sorpresas. Sacó unacarpeta de plástico con asas, quealmacenaba distintos tipos dedocumentos, a los que no prestódemasiada atención, y tres pares deplacas troqueladas con matrículafrancesa. Cuando pensó que habíaterminado, reparó en que en el fondo aúnquedaban algunos bultos. Extrajo elprimero, de nuevo protegido por un filmfino, y cubierto por una bolsa deplástico: eran tres detonadores. Un

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desagradable hormigueo empezó asubirle por los brazos. La posibilidad deque hubiera explosivos en mal estadoque pudieran estallarle en las manos almanipularlos le puso nervioso.Permaneció quieto y tragó saliva. Habíaocurrido en otras ocasiones. Recordabaperfectamente el incidente de Basurto.El chaval era tan joven como suhermano. Llevaba la titadine en lamochila y, sin más, allí mismo, en mediode la calle, estalló haciéndole saltar enpedazos por los aires.

«Xabi me habría avisado —se dijo—. Sí, lo habría hecho.» Y luego desopesar un par de veces más esa

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reflexión, estiró el brazo y sacó losdemás paquetes. Uno contenía polvo dealuminio, calculó que cerca de un kilo.El otro, cordón detonador. Sacudió losbrazos, para entrar en calor y quitarse lacongoja. Se quedó con las dos pistolas yvolvió a enterrar el barril en el mismositio donde lo había cogido. Con el botína buen recaudo, regresó a Oñate.

Las luces del cielo estaban yaapagadas, como las de la mayoría de losescaparates de la calle Mayor, como lascandelas de la iglesia, cuando Josebacondujo hasta la casa de su tío, unedificio adyacente a la parroquia queregentaba desde hacía treinta años.

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Seguía lloviendo. Las persianas de lavivienda estaban bajadas y se oíanrumores de televisión. Se detuvo a untiro de piedra. No quería hacer sonar eltimbre; prefería pillarlo por sorpresa.Sin embargo, no disponía de llave. Trassopesarlo unos instantes, decidiócomprobar si era cierto que la gente nocambiaba, y se dirigió a la puertalateral, la que daba al jardín, comoantaño. Sonrió. El pestillo no estabaechado. Entró. El vestíbulo no era comolo recordaba, sino mucho más pequeño.Pero, claro, entonces tenía quince años.En un instante, aquella fatídica imagenregresó, mezclándose con otras robadas

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a la memoria. Y los huérfanos Gortari,los de la mala suerte, retornaron.

Y evocó con total nitidez a suhermano Xabier, el más joven de losGortari, dicharachero, alegre, siemprerodeado de chicas. Las mujeres leadoraban. Se acercaban por su físico ysu labia, y ninguna se marchaba. Lecocinaban sus platos preferidos, letejían jerséis, le regalaban entradas paralos partidos de la Real... Enamoradizo,él respondía enseguida, y con la mismafacilidad se cansaba de ellas. Una vez yotra. Hasta que conoció a aquella chicade la capital.

Era una joven rubia y menuda; de

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piel tan blanca que parecía no habervisto nunca el sol. Si bien su padre erapropietario de varias fábricas, una deellas situada en Oñate, residían enMadrid, donde la joven cursabaAdministración de Empresas, razón porla cual aquel verano había decididoaprender algo del negocio familiar.Xabier, que rondaba por entonces losveinte años y trabajaba en unacooperativa, quedó prendado de ellanada más verla. Se enamoró de surostro, de su educación, de su cultura, desu modo de desenvolverse. No era comolas otras chicas que había conocido. Niél era como aquellos pijos de la capital.

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Mientras los girasoles ennegrecían ala espera de la muerte del verano, yellos ultimaban su plan para fugarse aAmérica, el industrial apareció en Oñatey de inmediato se hizo cargo del cambioobrado en su hija. No le costóinformarse del nombre del pretendiente:un insignificante pelagatos sin familia nicondición. Obviamente, tenía otrasaspiraciones para su primogénita.

Unos días después, cuando Xabierse acercó a la fábrica, los miembros delequipo de seguridad le cortaron el paso.Le informaron de que la chica se habíamarchado a Estados Unidos. No. Nohabía dejado ninguna dirección.

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Tampoco una nota. Nada para él.Aquel día, a Xabier Gortari se le

borró la sonrisa para siempre.No había pasado una semana de

aquel episodio cuando fue a buscar a suhermano mayor a la salida del trabajo.Joseba tenía un puesto fijo comomontador en una fábrica deelectrodomésticos. Era un trabajo queodiaba, pero le permitía pagar elalquiler y le dejaba tiempo libre paraestudiar Psicología a distancia, que eracon lo que realmente disfrutaba.

Xabier llevaba un cigarrilloencendido entre los dedos y un brilloextraño en la mirada.

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—Pareces distinto, hermano; ¿vatodo bien?

Xabier dio una larga calada a sucigarrillo.

—Me he reunido con ellos, Joseba—le soltó, sin anestesia.

—¿Con quiénes? —respondió. No leestaba prestando demasiada atención.Salía cansado. Demasiadas horasextraordinarias.

—Con la Organización. He pedidoel ingreso. Creo que me aceptarán...

El agotamiento se esfumó de los ojosdel mayor de los Gortari con la rapidezdel dinero a principio de mes. De suboca brotó una expresión de absoluta

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perplejidad.—¿Que has hecho qué?—A través del tío, ya sabes. Me he

reunido con ellos y dicen que puedoservir. Me van a asignar un buzón.Luego, veremos...

—¿Qué mosca te ha picado? ¿Te hasvuelto loco? —replicó. Hablaba ensentido estricto—. Lo han intentadootras veces, y siempre les hasrespondido que no. Ahí tienes a tusamigos..., mira cómo han terminado. Elque no está en la cárcel ha tenido quehuir. Y todos están de mierda hasta losojos. ¡Por favor, no es posible que meestés diciendo esto!

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Su voz no sonó a reconvención. Notrataba de recriminarle su acción. Sóloponía en duda su acierto. El paso era degigante y difícilmente tenía marcha atrás.

—Nuestro pueblo necesita unasolución, Joseba. Lo sabes tan biencomo yo. Voy a aportar mi granito dearena.

Joseba negó moviendo rápidamentela cabeza a ambos lados.

—¿Tu granito de arena? Y eso, ¿quéquiere decir? ¿Sabes lo que hace esagente?: ¡matan! ¿Acaso es eso lo quequieres, matar a tus vecinos porque nohablen euskera como tú? No, hermano.No puedes. No das ni remotamente el

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perfil. No pueden admitirte. No...—Pues ya lo han hecho. Y no voy a

matar a nadie. Hay muchas más cosasque hacer de las que te piensas. Además,los caídos son efectos secundariosnecesarios. Los hay en todas las guerras.

—¿Caídos, efectos secundarios?Pero ¿te estás oyendo? ¿Dónde handejado a mi hermano Xabier? Él nodiría jamás algo así. Esos que muerenson personas como tú y como yo, conapellidos, sueños y familia. ¿Unhuérfano quiere dejar huérfanos a otros?—Respiró hondo, y añadió—: ¿Qué hacambiado para que hagas exactamente locontrario de lo que siempre dijiste que

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harías?Xabier se encogió de hombros, con

ese gesto tan suyo. Y Joseba ya no pudoprotestar más. Era su hermano pequeño;siempre lo había considerado suresponsabilidad. Desde que murió supadre, sentía que tenía la obligación dealejarle de cualquier peligro. Por eso lehabía advertido contra las drogas, contralas chicas («Se quedan preñadas,Xabier, y te joden la vida») y contra losfalsos amigos. Pero no contra aquello.Xabi andaba en tabernas y tenía amigosradicales, pero ¿quién no? En Oñate,todo el mundo tenía al menos un par.Nunca le había dicho nada porque esas

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actividades no iban con su carácter. Erademasiado alegre, demasiado íntegro.Un hombre pacífico.

—¿Por qué, Xabi, por qué?—Nuestra tierra está sufriendo el

azote de esos empresarios vampiros,que todo se lo llevan a Madrid.

—¿Empresarios vampiros? Yotambién estoy harto de la fábrica y derepetir semana tras semana el mismotrabajo. Pero no se trata de eso, sino deesa chica. La paliducha.

—Se lo llevan todo, Joseba. Sonchupasangres. Algo habrá que hacer,¿no?

—¡Trabajar, Xabier! Eso es lo que

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hay que hacer. Con trabajo saldremosadelante. Y estudiar. Deberías recuperarel estudio, ir a la universidad. Ybuscarte una chica como nosotros, noencapricharte de las que quedancompletamente fuera de tu alcance.

Pero su hermano no le escuchaba.Chupó de nuevo el cigarrillo.

—Tendré que hacer algún cursillo oalgo así. Aún no sé dónde. Me avisarán.Pero, entre nosotros, todo seguirá igual.

—¿Igual? ¡Nada será igual, Xabier,nada! Y el tío, ¿qué ha dicho?

—Me acompañó, pero no ha dichonada. Por lo que he visto, ellos lerespetan. Le tratan con deferencia. De

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todos modos, no importa: sé que el aitaestaría contento.

—¡Pero qué tonterías dices! Tú noconociste al aita. ¿Cuántos años teníascuando murió, siete, ocho? ¡Nolevantabas un metro del suelo! Yo sí lerecuerdo, y te aseguro que te habríaquitado esa idea de la cabeza con un parde leches.

Xabier tiró la colilla al suelo y lapisó con la puntera de sus botas demonte. Inmediatamente, sacó otrocigarrillo. En aquella ocasión, Joseba síque se lo recriminó.

—Fumas demasiado, Xabi.—¿Y tú me vienes con ésas? ¡Mírate

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los dedos, Joseba, los tienes amarillos!Los tres hermanos fumaban. Como su

padre. La misma marca que su padre.Xabier le dio una palmada en laespalda, y se alejó.

Joseba no lo pensó dos veces. Fuede inmediato al encuentro de su tío. Nohabía rastro alguno en la casaparroquial. Las dos viejecillas queefectuaban la limpieza de la iglesia leinformaron de que se había marchado almenos una hora antes. No tuvo quepreguntar dónde buscar.

Se dirigió a la taberna. Lo encontró

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allí: el cuerpo volcado sobre la barra; lavista fija en un vaso de vino tinto. Habíaotros junto al primero. De los tres, sóloobservaba el que estaba lleno.

—Tío, tenemos que hablar —lesoltó.

—¡Claro, Joseba! Tómate algo.—No, es temprano para mí. Y tengo

que estudiar.—Un chiquito no hace daño a nadie.

Y mejora la memoria. ¡Begoña, guapa,sé buena y échate un par de chiquitospara mi sobrino y para mí!

Joseba aceptó el ofrecimiento aregañadientes. No le gustaba su tío.Nunca le había gustado. Y bebía

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demasiado. Ésa era una de las muchascosas que no encajaban en su carácter.Tomó el vino de un trago. Era malo.

—Mejor, ¿verdad?—Escucha, tío, quiero hablar con

ellos...El sacerdote se había soltado los

dos primeros botones de la camisa. Aunasí, se llevó la mano al cuello, como sila prenda le oprimiese.

—¿Tú también?Joseba negó con la cabeza.—Tengo que hablar con ellos. Se

equivocan con Xabier. Es demasiadojoven, impulsivo...

—Tiene casi veinte años. Es

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mayorcito para tomar sus propiasdecisiones.

Volvió a negar.—Lo conoces como yo: nos hemos

criado contigo. Sabes que es inmaduro,y que actúa despechado, por pura rabia.Y tiene diecinueve... ya veinte años.

—Ha tomado su decisión.Joseba clavó los ojos en el cura y

reconoció aquella dureza. Nunca leshabía querido. Sus tres sobrinos lehabían caído como un ayuno deCuaresma, una obligación sin devoción.

—Quiero cambiarme por él. Esjusto, ¿no? Yo seré de más utilidad.Llévame a hablar con ellos, tío..., por

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favor.—De acuerdo, lo intentaré —

respondió el párroco que, no obstante,desvió la mirada.

Joseba sabía que estaba en su mano.Durante años, la casa parroquial queregentaba había atendido a una feligresíaajena: almas católicas y corazonesateos. Por su condición clerical, laadecuada ubicación de su iglesia y lalibertad de movimientos de la quegozaba, resultaba una buena ayuda paragente en apuros. Pasaportes suficientespara una cita, la segunda en una semana.

El principio de su fin.

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3

Oñate, Guipúzcoa. Tarde del 1 deoctubre

Joseba Gortari echó un último vistazo alvestíbulo de la casa parroquial, y, con elrecuerdo de su hermano en la garganta,avanzó hacia el interior. Encontró a sutío en el cuarto de estar, sentado en suvieja butaca, junto a un hogar dondeardían dos enormes trozos de leña. Lachimenea no tiraba bien y en lahabitación flotaba una nube de humo

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gris.Se puso en pie al sentir su presencia.

Era de estatura corriente, pero, con eltiempo, su espalda se había idoencorvando como una planta sin agua.En aquel momento, parecía pequeño. Sutez, antaño dorada por el sol y las largascaminatas al aire libre, aparecíamarchita y amarillenta; sus orejas,demasiado grandes. Pero lo que másllamaba la atención eran sus ojos,profundamente hundidos en las cuencas,y la hondura de las arrugas, queasemejaban surcos abiertos en la tierra.

Se estrecharon las manos. Joseba ledirigió una mirada penetrante.

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—Estás viejo. —Se expresó sinpiedad, en euskera. El guipuzcoano lohablaba con corrección. Su padre y sumadre lo hablaban. En casa de su tíoestaba terminantemente prohibidoexpresarse en castellano—. ¿Cuántosson ya?, ¿ochenta?

—Tengo setenta y dos años —respondió—. Pero es cierto, estoycansado. Siéntate. Supuse que vendrías.¿Quieres tomar algo?

Joseba rechazó el ofrecimiento.—Gracias. Veré cómo lo tomas tú.Sobre una mesita baja de tosca

factura, descansaba una botella dewhisky, medio llena. Gortari la levantó

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y comprobó la marca. Era un licorbarato, puro matarratas. Acercó labotella al vaso y volcó sobre los hielosaguados una generosa dosis.

—¡Venga, brinda por tu sobrinomuerto! —ordenó.

El sacerdote palideció. Nervioso, seremovió en la silla. Pero no se sentíacon fuerzas para discutir. Respiróprofundamente y se bebió el whisky.

—Es una verdadera pena —dijo alfin—. Siempre fue un muchacho de débilcarácter. Demasiado corazón.

—Lo sé. Te lo advertí cuandodecidió unirse a esa panda de amigostuyos, pero no me hiciste caso.

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Se encogió de hombros.—No soy yo quien toma ese tipo de

decisiones.—¿Ah, no? Fuiste tú el que le

acompañó a ver a la cúpula. Y luego mecondujiste a mí. A los dos nos jodiste lavida. Literalmente.

Negó con la cabeza.—Me valoras en demasía. No soy

más que un pobre cura de pueblo.El gesto de Joseba no se modificó,

pero su voz dejó transparentar suindignación.

—Sí, eres un cura de pueblo queescribe arengas a las masas en diarioscomprometidos y tiene amigos

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peligrosos... Dime, tío, y no me mientasporque lo sabré: ¿quién dio la orden?

El cura dejó el vaso ya vacío sobrela mesa y se volvió.

—¿Qué orden?—No me trates como a un crío. Ha

llovido mucho desde que vivía en estacasa. ¿Quién dio la orden?

La voz de Joseba sonaba enfadada.Tenía el rostro congestionado y larespiración agitada.

—No sé de qué orden me hablas. Telo juro por la sotana que visto.

—Nunca te he visto llevar sotana,pero sé que tienes una en el armario.

—Te lo juro por ella, sobrino.

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Aunque no lo creas, en un momento demi vida fue importante para mí.

Con un movimiento brusco, Josebaextrajo el móvil del bolsillo, anduvojugando con las teclas unos instanteshasta que dio con lo que buscaba. Eldolor despertó de nuevo. Se sentía fatal.Estiró el brazo y mostró a su tío lafotografía de Xabier colgado en lasduchas de la prisión.

El sacerdote se llevó las manos a lacabeza.

—¡Qué horror! ¿Quién es ese pobrehombre?

El guipuzcoano permaneció unossegundos en silencio. La voz de su tío

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había sonado sincera.—Es Xabier, tío. Nuestro Xabier.—¡No es posible! Ellos me

llamaron. Me informaron de sus cartas.Dijeron que se había suicidado...

—También dijeron que los curas nohacían política.

El sacerdote se puso en piefuribundo. Parte del whisky aguado sederramó sobre sus pantalones, en lapernera. Parecía que se había orinado.Sacudió la tela con el dorso de la mano.

—¡No, no, no! ¡Ni hablar, esimposible! Esto no es así... No se hapermitido...

—Lo acabas de ver con tus propios

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ojos.—¡Que no! De ser así, lo sabría. Me

habría enterado...—No es el tipo de cosas que se

anuncian en el periódico, ni siquiera enel vuestro. Además, tú estás viejo. Quizápara ellos seas ya un cero a la izquierda.Quizá quieran hacer lo mismo contigo, ocolgarme a mí también.

Negó con la cabeza.—No es nuestro. Te lo aseguro...—¿Nuestro?—No han sido ellos. No. La

Organización no. Eso es obra de unosdesalmados.

Joseba volvió a mirarle, enarcando

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las cejas.—De unos desalmados, dices... —

Respiró hondo, y añadió—: Mira, tío,no he venido a discutir.

—Entonces, ¿a qué has venido?—Necesito información, porque

esto, evidentemente, no va a quedar así.Quiero un nombre...

El párroco se llevó la mano alcorazón. Sentía pinchazos, que sedesviaban hacia el brazo. Y ganas devomitar.

—Te juro por la memoria de tumadre y mi hermana que no sé nada deeste asunto, y que lo lamentoenormemente. Siento haberos fallado de

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esta forma...A Joseba los lloros de su tío le

parecieron lágrimas de cocodrilo yrespondió sin atisbo de piedad en lavoz.

—No es momento paralamentaciones, viejo. Si no tienes unnombre para mí, me quedaré con tulibreta negra, la que llevas oculta en elbolsillo de la camisa. Quien hayaordenado asesinar a mi hermano tendrásu nombre grabado en ella.

El sacerdote negó con la cabeza.—No puedo hacer eso.—No me iré sin esa libreta —le

advirtió.

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Volvió a sentarse, se sirvió máswhisky y dio otro largo trago a labebida. El corazón se le desbocaba. Sesentía mareado. Pero lo peor eran lasnáuseas.

—Sabes que no puedo darte lo queme pides.

—Creo que no tienes demasiadasopciones.

—¿Ah, no?, ¿y qué vas a hacerme,sobrino desagradecido, escupirme? —lerespondió envalentonado.

Joseba se soltó la cremallera de lacazadora y extrajo del bolsillo interiorlas dos pistolas que había sacado delbidón. Las colocó sobre la mesa.

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—Verás, tío. Mi hermano y sobrinotuyo tenía un pequeño zulo, que lapolicía no encontró. Estas armas formanparte del arsenal. Están en perfectoestado. Si te disparara en este momento,nadie oiría las detonaciones. Tedescubrirían mañana ya fiambre. Un tiroen la sien. Dirían que ha sido otrosuicidio. Ya sabes, la familia de la malasuerte. Aunque, pensándolo mejor,también podría estallarte fortuitamenteuna bomba casera mientras lamanipulabas. A nadie le extrañaría.

Clavó la mirada en su sobrino.—No eres capaz.—¿Quieres apostar?

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El cura siguió observándolo y supoque decía la verdad.

—Es cierto, eres capaz de eso y demucho más. No eres como Xabi.Deberías haber sido tú quien ingresaraen ese comando.

El guipuzcoano no replicó.—Si hago lo que me pides,

acabaré...—¿Con una bolsa de plástico en la

cabeza?El cura inclinó la cabeza y la sujetó

con ambas manos. Sollozaba.—Mira, tío, no quiero

comprometerte innecesariamente. Tepropongo algo. Dame esa libreta y vete

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a la cama. Cuando termine con ella, ladejaré aquí y me marcharé. No volverása saber de mí. Yo no diré nada a nadie,ni tú tampoco. Aunque, claro, si veoalgo extraño, si me ocurre cualquiercosa fuera de lo normal, confesaré. ¿Teparece bien?

El sacerdote asintió lentamente.Dejó el vaso vacío sobre la mesa y sepuso en pie. Las ganas de vomitar sehabían convertido en arcadas. Perologró serenarse y advertirle a susobrino:

—Esa libreta no te servirá demucho. La mayoría de los nombres quefiguran en esa lista están ya fuera de

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juego.—Lo sé. Solías pintar una estrella

delante de los contactos inservibles.¿Continúas con esa técnica?

Sonrió con acidez.—Veo que te he juzgado mal. No

eres tan tonto como pensaba.—Nunca he sido tonto. Ni tampoco

bueno. Si dices algo a alguien, sea quiensea, vendré a buscarte. Volveré denoche, en silencio, sigiloso como unagacela y negro como un diablo. De eso,tú sabes mucho.

—¿Lo harías?Su respuesta salió espontánea.—¿Acaso lo dudas?

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—La verdad es que no. Perodeberías ser más práctico. La muerte detu hermano es, sin duda, una tragedia,pero no es el primer preso que sesuicida. Es lo que tiene la cárcel, pasafrecuentemente. Aquí, en Oñate, sumuerte pasó desapercibida para casitodo el mundo. ¿Quién querría prestaratención a un insignificante y depresivohuérfano guipuzcoano que ha sidoincapaz de aguantar la cárcel? No hamerecido ni una reseña en el diario.

—¿Que pasa frecuentemente?¿Cuántos miembros arrepentidos yexpulsados de la Organización hanaparecido con una bolsa de plástico

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envolviéndoles la cabeza?—Ya te he dicho que su muerte no es

cosa de la Organización. Mira, Joseba,siempre te has portado como un buenhermano mayor, pero con la muerte deXabier pones el punto final. Tu etapa detutor de la familia Gortari ha concluido.Anne siempre fue débil, pero parecehaber asentado la cabeza al lado de supareja. Y ser madre le ha sentado bien.Y Xabier ya está en paz. Tras comprarleel ataúd y enterrarle junto a tus padres,has recuperado tu libertad. Por finpuedes preocuparte por ti mismo.¿Cuántos años tienes?

—Treinta.

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—Y sigues soltero.—Sigo soltero.—Pues debes darte prisa. No eres

joven, ni un buen partido. Mírate: nidinero, ni belleza, ni profesión.

Joseba se encendió por dentro.Aunque su rostro no mostró movimientoalguno, durante un instante sopesódisparar. No lo hizo, y su tío interpretóel gesto como debilidad.

—Cierra la puerta al salir, sobrino.Me voy a la cama. Hasta mañana.

Si bien estaba alterado, el sacerdotese esforzó por mantener la calma.Sopesó la petición de su sobrino, y,antes de retirarse, dejó la libreta negra

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sobre la mesa. El pecho ya no le dolía.Sólo el brazo.

Aquella noche, el cura murió de uninfarto. En su casa, su sobrino encontrótres mil quinientos euros en metálico.Joseba empleó parte de ese dinero en suentierro. En la funeraria le mostraron uncatálogo plastificado, con todo ununiverso de posibilidades. No quisoabrirlo. El color, el tipo de madera o losherrajes no le importaban lo másmínimo. Sólo exigió que la caja fuese lade menor precio. Despreció coronas oramos de flores. Y, naturalmente, senegó a poner una esquela. Cuando elempleado le preguntó qué inscripción

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debía grabar, permaneció unos instantesen silencio y luego respondió que sólouna fecha: 28 de septiembre. El veteranovendedor le hizo notar que esa fecha eraanterior a la del deceso. Pero el clientese reafirmó en lo dicho: 28 deseptiembre.

Se encogió de hombros y anotó lafecha. Quien paga manda.

Tras la visita a la funeraria, Josebacompró un pasaje de avión, sólo de ida.Dos días después, regresó a Belfast.Pero antes de desplazarse al aeropuertode Bilbao para coger su vuelo hizo doscosas: se acercó a Oñate para ocultarlas armas en el lugar donde las había

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encontrado y entregó la cantidadsobrante del dinero a su hermana. Ellalo necesitaba mucho más.

Nadie del pueblo acudió al entierrodel párroco, ni siquiera la sacristana.

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4

Este de Belfast, Reino Unido. 25 deoctubre

Desenmascarar al asesino y darle caza,ésa había pasado a ser la meta en la vidade Joseba Gortari. Hasta que completarasu venganza, no contaría con ningunaotra. En su lista negra figuraban losfuncionarios responsables de camuflarel asesinato de su hermano y hacerlopasar por un suicidio: la forense Silvela,el director Martínez y el juez Prado.

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Pero sobre todo se situaban aquellos quele habían segado la vida cuando aún nohabía empezado a vivirla. Ninguno deellos saldría indemne. No le cabía dudade quién era el responsable directo, elmaldito topo del que Xabier tantas vecesle había hablado.

—Hay un infiltrado en laOrganización, Joseba, lo sé. Hay untopo, un jodido ustelari. Suya es laculpa de que no llegue la paz —lerepetía.

No le había prestado la debidaatención. Parecía una caza de brujas,fruto de su depresión. Sin embargo, trassu muerte, había acabado por

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convencerse de que estaba en lo cierto.Debía sacar a ese topo a la luz; debíaobligarle a probar su propia medicina.Pero ¿cómo? Porque, si bien la metaresultaba sencilla de formular, eraextraordinariamente difícil de llevar acabo, habida cuenta de que desconocíapor completo la identidad del esquirol.Nada sabía de su edad, procedencia ode la posición que ocupaba en elorganigrama. Su género, lugar deresidencia o cuándo, dónde y cómohabía recalado en la Organizaciónformaban también parte de la larga listade incógnitas que rodeaba al escurridizopersonaje. No contaba ni con un solo

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indicio.Joseba había peinado hoja a hoja la

libreta negra de su tío. Habíainvestigado a cada una de las personascercanas a la Organización con quienesel cura había tenido trato y que no teníannombre en clave. No le había servido demucho. Seguía como al principio: sincandidato. Por eso, desde aquel fatídicodía, ya de regreso en Belfast, en lashoras muertas, se dedicaba a especularsobre la identidad del topo. Puesto aimaginar, apostaba por un hombre.Últimamente, alguna fémina habíaescalado lo suficiente para acceder a lacúpula, pero ellas estaban demasiado

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señaladas. En todo caso, fuera hombre omujer, tenía por cierto que el topo nopodía ser un cualquiera. Debía detratarse de alguien representativo,importante, un político o un abogado concontactos; quizá hasta una leyenda vivadel movimiento. Y debía de ser sagaz sihabía sido capaz de mantener sin fisurasuna doble vida durante tanto tiempo. Enotras circunstancias, hubiera pensado enrebañar algo de información de suscontactos habituales, pero, tratándose deun topo, resultaba improcedente.

Habían pasado cinco semanas desdeque Joseba viera la fotografía delcadáver de su hermano envuelto en

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plástico. El resquemor que sintióentonces, lejos de aminorar, había idoengordando. No teniendo nada sólido,ninguna pista fiable que seguir, terminópor perder la paciencia y se dispuso amerodear alrededor de las tabernas ytugurios donde se cortaba el pocobacalao que quedaba en la pequeñaBelfast. Sabía cuánto se arriesgaba, perolo hizo. Día tras día. Semana trassemana.

Aquel domingo no llovió. Lo tomócomo una buena señal. En Belfast,cuando no llovía, fuera cual fuese latemperatura del ambiente, la gente de lazona católica salía a pasear con sus

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familias al terminar la misa. Niños,ancianos, perros, corrillos de hombresbebiendo cerveza. Sería una buenaocasión. Se abrigó, acudió a lacelebración religiosa y luego se lanzó apatear las calles. Recorrió FairfieldRoad, los aledaños de la catedral de St.Peter y Falls Road y se dio una vueltapor las tabernas de Glend yStewartstown. Anduvo merodeando porla zona cerca de dos horas, hasta que lagente volvió a casa para el almuerzo,pero nadie había oído hablar de unesquirol.

De mal humor y con ánimocabizbajo, como último recurso subió

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por Whiterock Road hasta el cementerio.Hizo el camino despacio, deteniéndosecon todos los que regresaban. Tenía laesperanza de cazar al vuelo algún retazode conversación, alguna palabra que lepermitiera sacar algo en claro.

Todo en vano.Y, no obstante, sus acciones no

pasaron desapercibidas. En la pequeña,susceptible y pueblerina Belfastcatólica, corrió la voz de que Gortari«el Flaco», el de los tours, andabahusmeando con el ansia de una putahambrienta. Ajeno a los rumores, elguipuzcoano siguió con sus rutinas, a laespera de una oportunidad que, estaba

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seguro, habría de llegar.Y así fue, pero no como él esperaba.El lunes siguiente, por la tarde, al

finalizar el tour vespertino de tres horasy media, un hombre permaneció dentrodel autobús. Era un tipo de medianaedad y complexión fuerte. Su caracolorada hacía juego con su pelo.Destacaba en ella una nariz ancha ysurcada por numerosas venillas azules.Supuso que era irlandés, y bebedor. Sedirigió a él en inglés.

—Hay que bajar, colega. Si te hasquedado con ganas de más, regresamañana. Te haremos un descuento.

El hombre no se hizo de rogar. Se

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puso en pie y le siguió hasta la partedelantera del autobús. Joseba Gortari nosospechó nada. Parecía un tipo normal,vestía como un excursionista y secomportaba como cualquier turista.Salvo porque le respondió en euskera ysu voz resultaba bronca y desabrida.

—¿Qué haces, Gortari?Estaban abandonando el autobús.—¿Hacer? Pues estoy trabajando, y

tú deberías bajar porque el vehículotiene que volver a la cochera. Asegúratede no haber olvidado nada: las cosasperdidas resultan muy difíciles derecuperar.

El tipo le sujetó el brazo. Sólo fue

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una ligera presión, pero indicabaclaramente sus intenciones: no iba aretirarse sin respuestas.

—Yo no he olvidado nada, peroquizá tú sí. Corre el rumor de que andaspor ahí chismorreando como unamujerzuela. Haces demasiadaspreguntas, ¿por qué?, ¿qué pretendes?

Joseba asintió con una ligerainclinación de cabeza, mientrasenhebraba a toda velocidad unarespuesta creíble. La saliva no le pasabapor la garganta.

—Quiero mi carta. Si me laentregas, todos en paz.

El hombre puso cara de extrañeza.

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—¿Carta, qué carta?—La que mi hermano envió antes de

morir. Iba dirigida a mí. Quierorecuperarla. Es personal.

—No tenemos ninguna carta deltraidor de tu hermano.

—No era ningún traidor. Sólo unjoven enfermo. Además, está muerto,¿no? ¿Para qué queréis vosotros sucarta?

—¡Que no tenemos ninguna carta,joder! ¿Y qué información contenía, quetanto te interesa?

—¿Y tú cómo lo sabes?—Saber, ¿qué?—Que no tenéis la carta.

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Se quedó pensativo.—De acuerdo, Gortari. Preguntaré si

hay alguna puñetera carta de tu hermanoen algún sitio. Dime qué contiene estacarta.

—Datos sobre la jueza que ordenóalimentarle en la cárcel.

Perplejo, le observó fijamentedurante unos instantes.

—¿Y para qué quieres tú esosdatos? No irás a hacer alguna estupidez,¿verdad? No me jodas...

—¿Y tú quién eres para darmeordenes? Haré lo que me salga de loscojones. ¿Algo que alegar?

El pelirrojo negó con la cabeza.

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—Nada, Gortari, es cosa tuya. Pero,en lo que se refiere a nosotros, estatequietecito. O la próxima vez que vengallevaré un arma en la mano. Ya has vistolo que le ha ocurrido a McGrigan. Ynosotros no somos menos hombres quelos compañeros del EjércitoRepublicano Irlandés.

—Tú localízame esa carta, y tedejaré vivir.

El hombre se echó a reír.—¡Deberías haber sido tú en vez de

tu hermano!Cuando el hombre se fue, a Joseba

Gortari le temblaban hasta los pulmones.Se hallaba tan sorprendido como

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disgustado. Y, desde luego, estabaasustado. La referencia a McGriganhabía servido de puntilla.

Trató en vano de recuperar el ritmode su respiración. Como no lograbasobreponerse ni disimular su estado, sedespidió del conductor del autobús deun modo más brusco de lo que en él erahabitual, y apresuró el paso en direccióna su domicilio. Esperaba que hubierasuficiente cerveza en el frigorífico.

Kevin McGrigan.Lo conocía de vista: un tipo de

complexión normal y pelo blanco, muycariñoso con su hijo pequeño, al queveía muchas mañanas acompañar al

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colegio. Eran casi vecinos. Vivía enCobert Court, en el barrio de ShortStrand, en la zona católica de Belfast, ados manzanas de su casa. Meses atrás,lo había avistado en varias ocasiones enLa Boca, en el 6 de Fountain Street,aunque nunca se había acercado. Desdeque cerraran el restaurante, coincidíanmenos, pero seguía viéndole de tiempoen tiempo en alguna taberna, si biennunca habían cruzado una palabra. Sisabía de su existencia, era porque habíaleído y oído hablar largo sobre aquelexmiembro del IRA, de apariencia tanvulgar. Desde que tres semanas atrás lecosieran a tiros en las cercanías de su

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casa y los diarios unieran esa muerte ala de «Jock» Davidson, otro históricocaído en similares circunstancias, lascosas en Belfast estaban movidas.Algunos decían que alguna faccióndisidente quería retomar el caminoabandonado. Otros que la oficialidad seestaba ocupando de que no existiera unaestructura de líderes capaces de volvera organizar a las bases.

Fuera como fuese, no le interesabalo más mínimo que su nombreapareciera en esa contienda. O acabaríaen una cuneta sin saber cómo ni por qué.

Dejó de indagar.

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5

Este de Belfast, Reino Unido. 25 deoctubre

La forzada inacción frustraba a JosebaGortari. La frustración era unsentimiento que odiaba más que eldolor. Por eso, empezó a hacer vida deermitaño. De casa al trabajo y deltrabajo a casa, sin acudir al pub a tomarunas pintas o a comer algo decente. Poreso, una tras otra, las largas nochesoscuras de Belfast le pillaban tumbado

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en el sofá con la cerveza negracorriendo por sus venas y brindando envoz alta en honor a su hermano muerto,al que había prometido vengar, y al quedefraudaría.

Aquélla era una de esas noches. Y sesentía especialmente culpable. Eran lasdiez y media. Llevaba bebiendo desdelas nueve y empezaba a estar borracho.Aguantaba mucho más, pero habíaolvidado hacer la compra y, al llegar acasa, no había encontrado nada sólidoen el frigorífico. Sólo Guinness. Elalcohol caía rítmica y metódicamentesobre los restos de un sándwich dequeso que había tomado durante el

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almuerzo. Quizá por eso, aquel día sólotenía una frase en la mente: «El futuro yano es lo que era».

Eran las últimas palabras que habíaescuchado de labios de Xabier, cuandovoló a Madrid para firmar laautorización que permitiría alimentarlocontra su voluntad. Era algo que repetíaa menudo. Cuando volvió a verlo, estabadentro de un ataúd, con los brazoscruzados sobre el pecho y un crucificotortuosamente colocado entre sus dedos.Vació el vaso de un trago. Si seguía así,iba a terminar perdiendo elconocimiento. Mejor. Era una buenaforma de soportar aquella tortura.

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Se levantó y dando tumbos se acercóa la cocina. Estaba mareado. Abrió elfrigorífico, cogió otra Guinness, laúltima, y regresó al sofá. Sobre la mesacontigua descansaban dos fotografías.Una de ellas mostraba a un Xabier joveny atlético, con sonrisa inocente, vestidocon ropa de monte y con un piolín en lamano. La otra lo mostraba con el cuerpodesnudo, exageradamente delgado,colgado de una ducha con una bolsa deplástico rodeándole la cabeza.Conservaba en su porte una chispa delque fue, pero era tan pequeña que nisiquiera se le identificaba.

Suspiró. Tendría que haberlo

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evitado. Podría haberlo hecho. Sihubiera acudido a la cárcel con mayorfrecuencia, se habría dado cuenta atiempo. Pero, entre Belfast y Madrid, losaviones son caros y estaba ahorrandopara comprarse un coche nuevo. Habíatardado demasiado. Y, por ello, sesentía fatal.

Todos los detalles se agolpaban ensu cabeza, el cúmulo de casualidadesque le habían conducido al infierno. Losfuncionarios de Alcalá Meco llevabansemanas enviando cartas a su direcciónpostal. No había respondido a ningunade aquellas misivas por la sencilla razónde que no las había recibido: se había

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mudado. Contestó al teléfono cuando laautoridad penitenciaria dio por fin consu número. En cuanto se enteró de lo queocurría, tomó el primer avión haciaMadrid. Tuvo que hacer una escala detres horas en Londres, alquilar un cocheen Barajas y tragarse una largacaravana. Cuando finalmente se encontróen la entrada de la prisión, la hora devisitas había expirado. Sin embargo,habían sido ellos los que le habíanllamado e hizo valer su posición: nofirmaría autorización alguna antes de vera su hermano. Debido a las peculiarescircunstancias, las autoridadesaccedieron a su petición. El subdirector

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en persona, acompañado por otrofuncionario uniformado y el médico dela prisión, le escoltaron hasta laenfermería.

Se le encogió el alma cuando lo vio.El hombre que dormitaba en la camanúmero veintitrés era, sin duda, suhermano, aunque no le hubierareconocido. Habría pasado de largo deno saber quién era. Le faltaban veintekilos. Xabier poseía cuerpo de ciclista,delgado y musculoso. De hecho, era laenvidia de todos: comiera lo quecomiese, y lo hacía en abundancia,nunca engordaba. Ésa era una de lasrazones por las que la pérdida de peso

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causaba mayor efecto. Los pómulossalientes y los ojos hundidos leconferían un aspecto cadavérico. Sucabello, antaño abundante y de un negrobrillante, aparecía deslucido y escaso.Se arrodilló junto a su cama.

—Tranquilo, Xabier, ya estoy aquí:todo se arreglará.

Pero éste no le respondió. Tenía losojos abiertos y la mirada perdida enalgún mundo paralelo. Le veía pero nole miraba. Fue ese aire ausente, esamirada vacía y anodina lo que más leinquietó. Podía entender que la soledadcausada por el confinamiento y lafrustrante actitud de la Organización

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hicieran mella en su ánimo. Sinembargo, mientras estuvo a su lado,sujetando su mano desinflada, nopercibió progreso alguno. Ni siquiera unamago de sonrisa. Actuó como hubierahecho con un desconocido. Se le hizo unnudo en la garganta. No esperaba uncambio brusco, ningún sobresalto, perosí una reacción, un leve movimiento, porpequeño que fuera. Al fin y al cabo, erasu hermano. Le apretó de nuevo la mano,apenas un pellejo huesudo. En realidad,lo que le pedía el cuerpo era cogerlo enbrazos, como cuando era un bebé, yllevárselo a casa. Aunque no habíamargen para ninguna de las dos cosas.

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No había apelación posible, ya lohabían intentado.

—¿Qué le ocurre? —indagó.—Estaba muy agitado, y ha sido

necesario suministrarle algo demedicación. Su depresión es tanprofunda y su estado físico tanlamentable que los médicosconsideraron imprescindible intervenir.Los efectos pasarán pronto. Como ve, suestado es crítico. No nos queda muchotiempo. Si no tomamos medidas deinmediato, no habrá nada que hacer.

Joseba firmó la autorización sinrechistar, mientras intentaba contener laslágrimas. Se despidió, no sin antes

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prometer que regresaría por la mañana,temprano, cuando ya no estuviera bajolos efectos de la medicación, parahablar con él.

Mientras conducía hacia uno de lospueblos que circundaban la prisión, enbusca de un lugar donde pasar la noche,la imagen regresaba una y otra vez.Desde la pensión madrileña, telefoneó aAnne. Procuró que la indignación quesentía no se transparentara en su voz,pero no lo consiguió. En Alcalá Meco,se había enterado de que losfuncionarios también habían llamado asu hermana. En ninguna de las múltiplesocasiones en que habían intentado

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ponerse en contacto con ella, Anne habíarespondido.

—¿Por qué no has contestado? ¡Almenos, podrías haberme informado, yohubiera hecho algo! —le gritó. Y deinmediato, Anne se echó a llorar.

Sin duda, de los tres hermanos, ellaera la más débil. Tenía diez años cuandoquedaron huérfanos. Por aquel entonces,ya tenía un carácter apacible e inocente.Era tímida, retraída. Bajar la vista erauno de sus reflejos más automatizados.Como alisarse el pelo, o estirarsecontinuamente el jersey. Cualquier cosala amedrentaba. Se ponía roja confacilidad. Ella fue la que más acusó una

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vida sin cariño. Su tío era mucho másmisógino de lo que nunca hubieraquerido reconocer. Hasta que logróquitársela de encima, le hizo la vidaimposible. Siempre en la cocina, o solaen su cuarto.

—Lo siento, Joseba, pero cuando oíque eran de instituciones penitenciarias,me asusté. Pensé que me quitarían alniño. No sabía que era por Xabier. Losiento...

Ni siquiera la copiosa dosis dealcohol ingerido había conseguidotumbarle. Lanzó la última lata contra la

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pared mientras maldecía a laOrganización, que les había llevado aaquel estado. Su hermano muerto y él enaquel destierro gris.

Porque que viviera en Belfast eratambién culpa suya.

Tras hablar con su tío para pediraudiencia y solicitar reemplazar a suhermano, se limitó a esperar. No pasóuna semana cuando un colega de lafábrica le avisó de la fecha y el lugar dela reunión con la Organización: eljueves, en San Sebastián. Ese díalibraba. Estaba seguro de que ellos losabían. Empezó a pensar en suestrategia. No se trataba de conversar,

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sino de convencerles de que su hermanono era un buen candidato. Y si, tras loque había hecho, resultaba indispensablepagar un precio, él se ofrecería, aunquenunca lo había deseado, ni lo desearía.

El jueves amaneció una jornadatranquila, sin lluvia. Él conducía y su tíoiba de copiloto. Recorrieron los casiochenta kilómetros en silencio. Dejaronel coche en un aparcamiento cercano ala playa de la Concha y continuaroncaminando. Los andares del sacerdoteeran cada vez más pausados. Se estabahaciendo viejo. Sin embargo, Joseba sedio cuenta de que aquella mañanapugnaba para que no se le notara, aunque

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el esfuerzo le hacía jadear. Dieronvarias vueltas alrededor del lugar de lacita, sin detenerse en ninguna de lasocasiones. Finalmente, cuando su tíoestimó que no había peligro, entraron enel local: una taberna. Joseba llevaba altala vista. Pero, sabiendo que iba a pedirmás que a dar, y no queriendo parecergallito, una vez dentro la bajó.

Ocupó la silla colocada enfrente.Los dos hombres bebían vino. Llevaronotros dos vasos para ellos. Teníanaspecto de gente corriente, salvo por ladureza de su gesto y la peculiar forma demirar a su alrededor. Joseba se sintiócomo si estuviera en el colegio a punto

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de examinarse. Ellos en la tarima, con elpizarrón doble a su espalda. Él abajo,con el susto en el cuerpo. Todos eranvascos. Hablaban euskera. Imperaba laley de la parquedad. Sólo unos vinos yun puñado de palabras. El tío se encargóde las presentaciones y luego sedesentendió.

—Mira, chaval, esto es una guerra,no un equipo de fútbol: no tenemosbanquillo —escuchó. Entoncescomprendió que no había nada quehacer. Sus numerosas habilidades parala persuasión no servirían de mucho conaquella gente.

—Pues entonces yo también quiero

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entrar. Seré su sombra.—Aquí no hay sombras. Vuelve a

casa. Y no te entrometas.Insistió durante otra media hora.—Está bien, Gortari. Lo

pensaremos.Empezaba a notar cómo le subía el

ánimo, cuando alguien gritó quellegaban. Al parecer, habían detenido aun correo, que había cantado Latraviata. Completa.

Joseba nunca supo de quiénhablaban, pero salió de allí como almaque lleva el diablo. Su tío, pese a suedad, debió de salir antes porquecuando llegó al aparcamiento de la

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Concha ya estaba junto al coche, mediooculto.

—Por los pelos —susurró. Peroestaba equivocado.

Dos semanas después le avisaron deque habían encontrado sus huellas en elbar. Tenía una condena por conducirebrio y le identificaron. No le quedómás remedio que salir por piernas.Acabó en Belfast, sin saber inglés. LaOrganización le ayudó a través de suscontactos norirlandeses por espacio deseis meses, tras los cuales le olvidaron asu suerte. Al fin y al cabo, no era de lossuyos.

Y no lo sería jamás. En Belfast era

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un apátrida. Un desterrado involuntario.Mientras Joseba se buscaba la vida

en la fría e inhóspita Belfast, XabierGortari también había salido de España,rumbo a Venezuela. La Organización ibaa impartir un curso de elaboración deexplosivos para los Boliches. Sesumaría para aprender. Se sentíaimportante. Se sentía un héroe. Hasta suregreso no supo lo ocurrido con suhermano.

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6

Este de Belfast, Reino Unido. 25 deoctubre

Sin duda, Joseba Gortari era un hombrecapaz de hacer lo que se proponía.Nunca había matado a nadie, pero, paraél, la familia era sagrada, y bien valía lasangre de un esquirol. Pese a todo, noera un fanático irracional. Sabía que nopodía satisfacer por su cuenta sus ansiasde venganza. Necesitaba ayuda.

Repasó de nuevo su propia libreta

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de direcciones, y acabó lanzándola porlos aires y maldiciendo.

De corta estatura, más bien cenceño,algo cargado de espaldas y escaso depelo, Joseba Gortari nunca había sidoatractivo. De los tres hermanos, era, sinduda, el más feo, y, también, conseguridad, el más listo. Su imagen podíaprovocar a primera sangre ciertorechazo. Nada grave pero sí losuficiente para que algunas personas, enespecial las mujeres, desviaran la vista.Sin embargo, esa desagradable primeraimpresión, que combatía con gafasoscuras y media sonrisa, se disipabacomo por ensalmo cuando comenzaba a

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hablar. Su voz de locutor, cálida ydulce, casi inocente; la forma envolventede tratar a la gente y ponerse en suposición; el brillo de su sonrisacautivadora hacían olvidar lasprimigenias reticencias y rendirse a susencantos. Prueba de ello era que en sutrabajo de guía turístico en Belfastostentaba el récord de propinas de laciudad, a pesar de que su inglés, decinco años de antigüedad, seguíadejando mucho que desear. No obstante,en aquellas circunstancias, esa nutridaagenda de conocidos servía para poco.Cada semana llegaban clientesrecomendados por otros clientes

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satisfechos, y recibía emails queadjuntaban fotografías queinmortalizaban las visitas. Pero carecíade amigos. La gente que lo trataba confrecuencia le temía, le admiraba o leodiaba, pero raramente le quería. Nuncale había importado demasiado.Disfrutaba de la soledad. De algúnmodo, se sentía superior a todosaquellos seres de bellos rostros y almaindefensa y sentimental que precisabanen todo momento la aprobación ajena. Élsólo buscaba la compañía de la gentecuando necesitaba algo, y aquélla erauna de esas ocasiones.

Para identificar al traidor y darle

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caza, necesitaba ayuda e información,pero no podía fiarse de nadie. Todoscuantos se le acercaban, incluso para lasconversaciones más rutinarias, leresultaban sospechosos. Uno a uno habíaido descartando a sus colegas de bar, lamayoría expatriados como él; a sucompañero de trabajo en la empresa detours, nacido en Elizondo y a quienconocía desde la infancia; hasta fatherPat, el cura de la iglesia de Falls Road,a la que acudía de vez en cuando, máspor mantener la tradición que por fe, ledaba mala espina.

Pasaron semanas y comenzó aaceptar que aquel crimen quedaría sin

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venganza. Hasta que un día la suerte fuede visita y le proporcionó el hilo delque tirar.

Era una noche como cualquier otra.Joseba se acercó a Fountain Street a unade sus tabernas habituales. Si bien eraargentino, el dueño cocinaba como unbuen donostiarra y sus deliciosospinchos contaban con un precioaceptable. Pierre, uno de los camarerosdel local, viejo conocido originario deGuetaria, solía llenarle la jarra decerveza tantas veces como gustara enrecuerdo de los viejos tiempos. Al verloentrar, se aproximó raudo a su mesa, searrancó el paño blanco de la cintura y lo

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pasó cansinamente por la rugosa tapa demadera, mientras, disfrazándolo desaludo de bar, masculló que senecesitaba cama y comida para unapersona. No serían muchos días, a losumo una semana.

Joseba accedió. Parecía una peticiónpero, en realidad, se trataba de unaorden. La Organización no solicitaba, niproponía ni sugería. Decretaba. Que nofuera de los suyos era un detalle sin lamenor importancia. El guipuzcoano dejóa Pierre su segundo par de llaves y unanota con la dirección de su casa y seesforzó en memorizar que debía comprarleche. Continuó bebiendo, y olvidó

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enseguida la conversación.Pasaron unos días. Era una tarde de

finales de otoño, pero excepcionalmenteen Belfast hacía sol. Joseba regresabacon la zamarra en los hombros yarrastrando los pies. Estaba cansado.Tenía la ropa sudada y sucia tras unturno triple. Quería llegar a casa,tomarse un par de cervezas tumbado enel sofá y olvidarse de las razones delhundimiento del Titanic. Creía recordarque había algo de comer en elfrigorífico: cualquier cosa le servía.Quizá algo de queso.

Sí, queso estaría bien.Cuando entró en su casa, se alarmó

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al notar que la luz de la cocina estabaencendida. Solía ser cuidadoso: eldinero no abundaba, por eso se extrañó.Oyó un ruido en el cuarto de baño.Cogió un cuchillo grande y se acercócon cautela. Era el sonido del aguacayendo desde la ducha abierta. Fue aldormitorio. Había ropa tirada por elsuelo: una zamarra, vaqueros, unacamiseta negra y ropa interior femenina,del mismo color. Nada sexi, más bien unmodelo deportivo. El sostén era de tallagrande. ¿Una chica, qué hacía una chicaen su ducha?, se preguntó. Se fijó enque, apoyado en la pared, junto a lacama, había un saco de tela azul, una

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especie de petate de estilo militar. Conla vista puesta en la puerta y procurandono hacer ruido, lo registró. Encontrócamisetas, calcetines, un par de jerséis,tampones... Cuando dio con la pistola,se acordó del aviso de Pierre de que unapersona iba a quedarse en su casa, y deque no había comprado leche.

En realidad, no fue necesario. A lachica no le iban los lácteos. Le iban elcoñac y los buenos ratos. En un primermomento, Joseba se sintió feliz: sexoduro gratis con una tía de bandera que,en vez de mirarle de reojo, mencionó loque nadie se atrevía a decir. «Tienes unacara rara, como asimétrica, pero tienes

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estilo. Me gusta.» Pasado el primermomento, la alegría se disipó. La chicaera dominante y obsesiva. Siemprejugando con la pistola. Le hacía sentirinferior. Desde que se acostaba con ella,comprendía mejor a las mujeres. Aunasí, no se atrevió a negarle el capricho.Aquella chica jodía como si él fuera elúltimo polvo de su vida.

A Joseba Gortari le gustaba estarsolo. Disfrutaba de la soledad, deldominio de su tiempo, de su espacio, delretiro, de sus horas de asueto, razón porla cual el aviso de que aquélla era su

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última noche le había aliviadosobremanera. Contar con sexo en elmenú del día no compensaba quehubiera hecho saltar por los aires sumaravillosa rutina, ni tampoco quehubiera tenido que detener la búsquedade los asesinos de su hermano. Además,su fogosidad resultaba agotadora. Erainsaciable. Y rara.

Y, no obstante, sus extremos yaristas no dejaban de fascinarle. Con supresencia, su afición por la psicologíahabía resurgido y, por ello, lacontemplaba extasiado. Desde elprincipio, se le antojó una mujerdesquiciada, llena de altibajos. Era una

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mercenaria lo suficientemente buenacomo para haberse granjeado el mote de«la Leona». Y, no obstante, su habilidadpara matar a sangre fría a inocentesdesarmados carecía de la gravedad parasufrir un dolor o un fracaso. Enocasiones, se retorcía las manos ymiraba a izquierda y derecha como sitemiera a su sombra; en otras, parecíaquerer encabezar un pelotón defusilamiento.

Había oscurecido hacía tiempo. Erasu última noche. Como el frigoríficoestaba desprovisto de casi todo, habíansalido a cenar. Habían tomado pescadoy pastel de cebolla y patata en una

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taberna cercana, regándolosgenerosamente con cerveza negra yespesa. Tras la cena, ella había seguidocon coñac. El alcohol le soltó la lenguay le habló de la grandeza de los viejostiempos, cuando vivían al límite,golpeando y huyendo, y del lamentablecariz que habían tomado losacontecimientos. Joseba escuchó conatención por si pillaba algunainformación sobre su hermano, pero sólohabló del pasado remoto, de las épocasen que la Organización mataba entrequince y veinte días por mes.

Al regresar de la taberna, yatambaleándose, la Leona, siguiendo con

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su ritual, se había despojado de toda laropa hasta quedarse completamentedesnuda, a excepción de su arma,colgada de su sobaco. La cinta negra queservía de unión elevaba sus abundantespechos hasta hacerle parecer un ama decría. O una prostituta barata.

Como siempre, habían hecho el amorde forma rabiosa en la cocina y, alterminar, ella y su arma se habían ido adormir. En aquel momento, se hallaba enla cama, enredada en las mantas. Josebala observaba desde hacía rato. Estabasentado en el suelo de moqueta clara deldormitorio, con la espalda apoyada en lapared y las piernas extendidas. Iba

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descalzo. En la mano derecha, sosteníaun cigarrillo encendido.

Inspiró profundamente. El aire olíarancio por el tabaco y la malaventilación. Y hacía frío. Ahorraba paracomprarse el coche, por ello, encendíapoco la calefacción. Se levantó y sefrotó los brazos para entrar en calor. Enese instante, la voz de la mujer se elevósobre el silencio de la habitación y sedetuvo. La Leona comenzó a hablar ensueños. No lo había hecho antes. Alprincipio, se trataba de susurros suaves,frases entrecortadas que no comprendió,sólo una mención a unas zapatillas dedeporte manchadas de barro. Se tomó

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unos segundos. Encendió otro cigarrilloy permaneció de pie contemplándolabajo la tenue luz que llegaba del pasillo.

Tras un corto silencio, en el queaprovechó para abrigarse, la mujerempezó a agitarse y a removerseinquieta en la cama. De pronto, su rostrose cubrió de sudor. Y sus frases sealargaron hasta casi formar unaconversación completa.

Joseba empezó a absorber suspalabras como néctar de dioses y unaextraña sensación de triunfo, una súbitaeuforia, mezcla de excitación y demiedo, se apoderó de él. Enterró la caraentre las manos. La pesada carga que

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durante aquellas semanas había pendidode su espalda se evaporó. Por fin iba apoder llevar a cabo su venganza. Lamujer continuó hablando. MientrasJoseba la escuchaba, una idea sematerializó en su cerebro, hasta adquiriruna forma específica. Era compleja ydemasiado arriesgada. Pero estabapreparado: si jugaba bien sus cartas,aquella venganza podría producir uncarnoso fruto inesperado.

A lo largo de los años, había idodesarrollando una idea precisa de símismo, muy distinta de la que sucomportamiento o físico mostraban. Sibien aparecía como un hombre gris,

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insignificante, ridículo, y hastadeslucido, poseía un carácter robusto,firme, capaz de superar cualquierescollo. Y de liderar cualquier proyecto.

Se acercó a la cama. Joseba siemprese había tenido por una personaintuitiva. Tenía otras divisas, pero laintuición era quizá una de las másnotables. Por eso, cuando vio el estadode la mujer, desasosegada y sudorosa,con la boca seca y las negras sombrasapretándole el pecho, supo que enaquellas circunstancias sacaría partido.Había aprendido en los libros depsicología que en los sueños lavulnerabilidad del ser humano es

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máxima. Se sentó en una de las esquinasy le acarició suavemente la piel de loshombros.

—Tranquila, Leona, ya pasó.—¡No, no pasó, Korki! Tienes que

decidir si quieres luchar o huir. Élquiere ser el candidato. Hará cualquiercosa para lograrlo. Te mataría sin que letemblara la mano, como si fueras unmadero. Como hizo con los presos. Yharía lo mismo conmigo. Luego,buscaría una explicación razonable. Unsuicidio quizá.

El corazón de Gortari empezó a latircon la rapidez con que un rayo saltasobre la tierra. Recuperó el pensamiento

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original. Y se recreó en él hasta que leinundó de tal modo que dejó deacariciarle el hombro y bajó la manopor la espalda.

—¿Cómo estás tan segura?—La negociación con los Gobiernos

francés y español está muy avanzada. Noencontrar solución para los presos hasido jodido, pero él ha pegado unpuñetazo en la mesa. Habrá solución cono sin presos, antes de las elecciones.

—¿Cómo estás tan segura? —insistió Joseba. Necesitaba calibrar laverosimilitud de la confidencia.Desafortunadamente, no continuóhablando. El guipuzcoano estaba a punto

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de abandonar cuando ella, con vozronca, mencionó un nombre.

—Me lo ha dicho Iturri...—¿Iturri, quién es Iturri?—El madero de la Interpol al que

me tiraba por encargo suyo. Ha tomadoparte en la negociación comorepresentante del Gobierno español...

Al escuchar esa circunstancia, aJoseba un escalofrío le recorrió elcuerpo.

—Iturri, no me suena —comentó.Cada vez estaba más nervioso.

—Juan Iturri, el navarro. Vive enLyon y curra para la Interpol. Es cabrónhasta las pelotas. Un jodido cabrón.

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Conoce a la Organización mejor quenosotros mismos.

Cuando la confirmación salió de suslabios, a Joseba se le iluminó la cara.Trabajara donde trabajase, era unpolicía español. Un candidato perfecto.

A la mañana siguiente, la mujerrehízo su petate y se marchó.

—Por cierto, Gortari. Korki diceque la carta de tu hermano no aparecepor ninguna parte. Que ya te puedes irolvidando. Y déjame que te diga unacosa. Conozco bien a Korki, nunca hablaen broma y nunca avisa dos veces. Hazlecaso, tío, pareces buena gente. Hazlecaso, sé lo que me digo.

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Al guipuzcoano le inundó una mareade sentimientos. Si bien desconocíaquién era Korki, ese apodo le resultabaextraordinariamente familiar. Y, desdeluego, le aterraba. Se dijo que debíaaveriguarlo... cuando tuviera tiempo.Pero lo que tenía que hacer cuanto antesera quitarse de en medio. Y aprovecharla información que aquella zorra lehabía dado.

Juan Iturri. Inspector de la Interpol.Buscó su foto en internet. No laencontró.

Aquella misma mañana, abandonó sutrabajo como guía turístico, despreció unalquiler más que ventajoso, vendió su

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viejo Ford automático, vació su cuentadel banco HSBC y cogió un billete deavión hasta Londres y un tren de Londresa París. Allí tomó un autobús pararegresar a España y buscar a suhermana, Anne, la única persona de laque se podía fiar. Ella y su pareja. Iñakino era muy listo, pero era fiel y él lorespetaba. Que el pequeño anduviesepor el medio no ayudaba precisamente,pero no podían dejarlo en ninguna parte.No serían más que tres «legales»carentes de experiencia, guardando unchupete, y con dos mil ochocientaslibras en el bolsillo. Pero él estabadispuesto a todo.

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A las seis de la madrugada, sinprevio aviso, Joseba se presentó en elapartamento de su hermana. En losalrededores de Huarte, Navarra,lloviznaba. La mañana estaba gris yhacía frío, pero él estaba contento.Llevaba unos cruasanes recién hechos enla mano.

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Huarte, Navarra. Madrugada del 1 denoviembre

Cuando, aquella noche, Iñaki Pérezretiró el grueso edredón y se tumbó en lacama, los muelles del colchón crujieron.Apenas fue un quejido, un diminutoretumbo metálico, pero por un momentotemió que el sonido despertara alpequeño y la pesadilla comenzara denuevo. Como Anne, tumbada a su lado,también él contuvo la respiración, a la

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espera de acontecimientos. Gracias alcielo, el silencio no volvió a quebrarse.Se volvió hacia la izquierda, dando laespalda a su pareja, y trató de conciliarel sueño. En pocas horas, tenía quelevantarse para ir al taller.

«Los dientes», había explicado elpediatra. Curioso, ya que lo que elpequeño tenía como un tomate maduroera el trasero. Cierto que se llevabapermanentemente los dedos a la boca,pero era la irritación de la piel lo quemás les había dado la lata. A la una ymedia de la madrugada, tras consultaralgunos foros en la web, había cogido elcoche y conducido hasta la farmacia de

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guardia más próxima, donde habíarogado a la farmacéutica que le diera elungüento más potente que tuviera. Lehabía clavado doce euros por lapomada, pero había merecido la pena: elniño por fin se había calmado.

Pese al cansancio, fue incapaz dedormir. No cesaba de preguntarse quéhacía él en aquella situación, en aquellacasa, en aquella cama, con aquellamujer. Tenía la sensación de que sehabía confundido de película. No era supapel. No lo deseaba. Nunca lo habíabuscado. Quería a su hijo. Se suponíaque debía hacerlo: era su hijo y él no eraningún desalmado. Sin embargo, su

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corazón era incapaz de albergarsentimientos de la talla de los que veíaen su pareja. Anne se pasaba horasmirando a la criatura. Reía cada una desus gracias, lo que ella llamaba gracias,que, en realidad, no eran más que gestossemiautomáticos. Si el pequeño sonreía,Anne se deshacía y él se sentía culpable.Debía quererlo, pero no sentía nada delo que veía que Anne sentía.

Se levantó procurando no hacerruido y se dirigió al cuarto de baño. Ibaen calzoncillos y camiseta de tirantes.Al pasar, vio su imagen reflejada en elespejo. Se puso de perfil. Su abdomenempezaba a tomar forma. Estaba

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engordando. Comía y bebía más de lacuenta. Sobre todo bebía. ¿Qué otra cosapodía hacer? Quería vivir. Quería unavida distinta a la que tenía. Sinungüentos de madrugada, sin sábadosviendo la televisión. Había dejado deser dueño de sí mismo, echaba de menossu independencia, incluso paradesperdiciarla. Pero ya no estaba solo.

Su pareja y el pequeño... CuandoAnne le había comunicado que estabaembarazada, lo primero que le vino a lacabeza fue coger el coche que acababade reparar y salir corriendo para noregresar. Era una buena chica, y unabuena cocinera. Sobre todo una buena

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cocinera. A diferencia de su anteriorcompañera, de cuerpo voluptuoso yagresiva la cama, que no le dejabarespirar y que no sabía hacer unachuleta, Anne era pequeña y suave; letoleraba las compras de coches, loscolegas, los desguaces, las cogorzas yhasta alguna pequeña cana al aire. Nadatenía que reprocharle. Sin embargo,nunca había buscado una relaciónduradera y menos con ella. No eraexactamente su tipo. A él le gustaban lasmujeres grandes, fuertes, bravas, conpechos vibrantes, capaces deaprisionarle. ¡Por todos los demonios,Anne ni siquiera sabía conducir, no

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distinguía un carburador de una rueda!Al principio, muy al principio, hubo

una chispa de pasión. Pura ilusión. Laúnica razón fue su apellido, y el puntosalvaje que él contenía. Anne Gortari,hermana del Xabier Gortari, toda unafigura en la Organización. Estimó queaquellos genes debían de incluir esetoque. Puro espejismo. Al doblar laprimera esquina, las luces azulesdesaparecieron tan deprisa como caducael alba. La pulsión del estómago seevaporó, como el alcohol de quemar.Las emociones se transformaron enbuena comida, casa limpia, ropaplanchada en el armario y una vocecilla

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agradable al llegar. El juego, si es quealgún día lo fue, dejó de ser divertido.

Una noche de mucha cerveza seacostó con una chica sudamericana a laque había visto en un par de ocasionesen el bar. No era la primera vez; sinembargo, en aquella ocasión se sintiófatal. Durante todo el trance, mucho máscorto de lo acostumbrado, viopermanentemente los ojos de Anne en sucogote. Por ello, en el trayecto deregreso, decidió que por la mañanacortaría de forma definitiva las amarras.

Con el desayuno, junto a los huevosy el tocino, antes de empezar a hablar,llegó la sorpresa.

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Cuando Anne se lo comunicó, casise muere. No pudo articular palabra. Lamancha que adornaba su cara desdeniño, un angioma plano que ocupabagran parte del lado derecho de su rostro,desde el ojo hasta la comisura de loslabios, y que se coloreaba con el estrés,enrojeció súbitamente. Ella esperaba surespuesta con un toque de ansiedad en lamirada.

—¿No te alegras? —preguntó convoz titubeante.

A regañadientes, replicó que no loesperaba. Y le sugirió abortar, aunquecon la boca pequeña: eso de matar alcrío, no sabía bien por qué, le causaba

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malestar. Ella se encerró en el baño y noparó de llorar hasta que él tuvo que irsea trabajar. Cuando regresó, seguía allí.

La hizo salir. Y al mirarla, pálidacomo el pálido color de los visillos quese había empeñado en colocar en eldormitorio, titubeó un instante. Deberíahaber sido honesto. Debería haberledicho que no la quería, que su amor porella no era de diez, ni de nueve, ni deocho. Ni siquiera de tres: simplemente,no la quería. Pero no lo hizo. Ésa fue superdición.

Los ahorros de ambos se esfumaronen la compra de un cochecito, la sillapara el coche, la cuna, la ropa y una

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plétora de objetos supuestamentenecesarios. Conforme la barriga deAnne avanzaba, el ánimo de Iñakiencogía. Quería llegar a casa y tirarse enel sofá con unas cervezas a ver lafórmula 1 sin sentirse culpable. Queríadesprenderse de la ropa y dejarla tiradaallí donde cayera sin tener a una personadetrás que la fuera recogiendo. Queríaponerse una camisa sucia y tirarse lospedos que le diera la gana. Queríaintentar ligar como antaño. No estabahecho para vivir en pareja. Al menos, nocon Anne.

De no ser por el pequeño, sin duda,la hubiera abandonado. Mas no iba a

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hacer lo mismo que su padre, el muycabrón. Les había dejado tirados como atrapos viejos, sin un duro, ni unaexplicación. Ni siquiera se llevó laropa. Simplemente, desapareció.

Cuando Anne le dio la noticia, Iñakifue a buscar consuelo en su madre. Lejosde lo que esperaba, ella le recordó queél no se parecía a su padre, ese cabrón.Lo admitió, ¿qué otra cosa podía hacer?,pero seguía sin parecerle justo. Él nuncahabía escogido ser padre. Anne no lehabía consultado. Le dijo que ella seocupaba de esos detalles. Que tomabasus precauciones. Tenía la sensación deque lo había buscado expresamente. Ella

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siempre estuvo contenta con la situación.Por desgracia, no se parecía a su

padre, el muy cabrón.Regresó a la cama procurando no

hacer ruido. Consiguió quedarsedormido a eso de las tres. A las seissonó el timbre de la puerta. El críorompió a llorar. Iñaki maldijo congruesas palabras y se acercó a la cuna acogerlo. Anne salió a abrir y allí se topócon la inesperada visita del mayor delos Gortari. Joseba acarreaba una maletay una enorme mochila. Era obvio que nose trataba de una visita de cortesía.

—Sé que es temprano y que deberíahaberos avisado, pero he traído

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cruasanes.—Estábamos en la cama. Al

pequeño le están saliendo los dientes yno nos ha dejado dormir...

—Lo siento. Yo tampoco hedormido mucho, pero ahora ya estamosjuntos y tenemos que celebrarlo.

Pronunció la expresión con el airecondescendiente de quien se sabe jefede un clan, y con las formas de quientoma posesión de lo que cree que essuyo. Entró y dejó sus cosas en lacocina. Los habitantes de la casa lesiguieron, con el pequeño gritando. Lepusieron el chupete y pareció calmarse.

—¿Celebrar qué, Joseba? —

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preguntó Anne, aunque hablaba por losdos.

—Celebramos que el destino esgeneroso y nos ofrece el desquite enfuente de plata. —Miró a ambosabriendo una sonrisa—. Nuestrocalvario ha concluido. Por fin nuestromomento ha llegado: vengaremos aXabier. —Como su hermana y su cuñadole miraban sin comprender, añadió—:He estado indagando por ahí estosúltimos meses, y he conseguido unnombre: Juan Iturri, inspector de laInterpol.

El pequeño de nuevo se arrancó allorar. Esperaron a que la mujer se

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abriera la camiseta del pijama y se loacoplara al pecho. Mamaba con fruiciónemitiendo chocantes sonidos. A Iñakisiempre le sorprendía comprobar cuántaleche podía manar de unos pechos tanpequeños. Se sentaron en el salón. Iñakinotó sulfurado que su cuñado le mirabade la cabeza a los pies.

—¿Ése es el topo del que noshablaste, un agente de la Interpol,hermano?

—¡No, no, no lo has comprendido!Es un madero, pero conoce la identidaddel topo, es todo lo que necesitamos. Sécosas de ese tío: vive en Lyon. Ahorahace labores de despacho. Será fácil. Le

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echaremos el guante y le haremosconfesar; él nos conducirá al traidor.

—¿Qué significa que le echaremosel guante? —indagó Anne, cada vez másnerviosa. Miró a su pareja y comprobóque la mancha de su ojo estabaincendiada.

Joseba suspiró. Abrió la bolsa depapel que contenía los cruasanes, tomóuno y le dio un mordisco.

—No te preocupes por eso ahora.Todo llegará. De momento, me instalaréen vuestra casa, y trabajaremos desdeaquí. Tengo algo de dinero ahorrado,para los gastos. No os seré gravoso, oslo prometo. ¿Tenéis té? O café.

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Cualquier cosa me vale.Iñaki se levantó a llenar de agua la

jarra de la cafetera, cambió el filtro yañadió la dosis justa de café, mientrasseguía la conversación a distancia yobservaba al recién llegado. Se habíanvisto hacía poco, en el funeral deXabier, pero en esta ocasión tenía aúnpeor aspecto. Joseba iba desaliñado ycon pronunciadas ojeras, pero si supresencia resultaba desagradable erapor otras cosas. Su cabeza tenía aires demolde desechado: cabellos escasos,duros como escarpias; extrañacolocación de sus ojos; mirada huidiza.Todo ello resultaba desalentador.

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Aunque él no era quién para juzgar:tenía una inmensa mancha cubriéndole lacara. En todo caso, no era su cara lo quemás le preocupaba.

Le había visto interpretar, como ungran actor de teatro, a un personajeamable y cariñoso, incluso a unosensible. Pero también había podidocomprobar las tripas del Joseba Gortariauténtico, un hombre que no levantaba lavoz, ni parecía enfadarse nunca, peroque, cuando miraba a alguien con susojos saltones, lo taladraba. Iñaki le teníamiedo. Sí, ésa era la palabra: miedo.Captaba su rabia embalsada, sudeterminación. Él y Anne serían dos

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peones a su servicio, prescindiblescomo todos los peones. Y luego estabael nombre del tipo. Tragó saliva y, comorespuesta a su último comentario, dijo:

—Joseba, es un placer tenerte aquí.Sólo soy un mecánico en un taller, y tuhermana una profesora suplente, perocreo que hablo por los dos si te digo quelo que tenemos es tuyo. Puedes quedarteel tiempo que necesites, aunque, comoves, esto es muy pequeño. Pero ahoraestá el niño. Con un niño por en mediono somos libres para meternos en unasunto como ése. Espero que locomprendas... Anne me ha contado lomucho que vosotros habéis sufrido

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siendo huérfanos. Yo he vivido algoparecido. No quiero que al chaval leocurra lo mismo.

El pequeño se había quedadodormido. Anne le acarició la mejilla ymiró alternativamente a su pareja y a suhermano. Era el único hermano que lequedaba. Siempre lo había respetado, loquería como a un padre, pero Iñakiestaba en lo cierto: el niño lo cambiabatodo. Era su razón para vivir. No podíanarriesgar su futuro.

—Yo estoy de acuerdo con él, losiento...

Joseba sonrió ligeramente y levantóla mano para que no continuara. Si trató

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de que el gesto fuera amable, no loconsiguió. La dureza del mismocompetía con la de su palma,encallecida.

—Sé que el pequeño complica lascosas, pero no os preocupéis. Meencargaré de todo. Vosotrospermaneceréis en la retaguardia. Sólo deapoyo. Yo seré el único que searriesgará. Seguiré a ese tal Iturri hastadar con él. Estudiaré sus costumbres,buscaré sus puntos débiles, le tenderé unlazo y esperaré a que caiga en él.Planificaré todo al milímetro, sinerrores de ningún tipo. Además, tengoprevisto pedir un rescate. Dos millones

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de euros. Con ese dinero, Iñaki, podrásmontar tu propio taller de reparaciones,y tú, Anne, comprar una casa con unahabitación para el pequeño y un bañoenorme. ¿Estáis de acuerdo?

Ninguno de los dos se atrevió adecir nada más. Obviamente, sabían quelo que Joseba afirmaba era por completofalso. Nadie puede permanecer en laretaguardia en un asunto como ése.Todos acabarían jodidos, si no muertoso en la cárcel.

Por la noche, en la cama, Iñaki seacercó a su pareja y le habló al oído.

—Anne, los secuestros, lasmatanzas, las extorsiones, los impuestos

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revolucionarios... todo eso pasó a lahistoria. Cuando el pequeño crezca, nisiquiera se hablará de ello. Ahora es elmomento de la política. Nosotrostenemos que ocuparnos de nuestra vida yde la vida del pequeño. Secuestrar a unagente de la Interpol en suelo francés esuna locura... Son palabras mayores. Yaconoces a tu hermano, pasaría porencima de cualquiera para salirse con lasuya. Sabes tan bien como yo cómoacabará esto: primero se comerá lospocos ahorros que nos quedan y despuésa ti y a mí nos conducirá a la cárcel y anuestro hijo a un hogar de acogida. Túeres huérfana, y sabes lo que es vivir sin

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familia propia. ¿Quieres ver a tu hijocomo tú?

—¡Habla más bajo, que nos va a oír!—O sea que no vamos a hacer nada.—¿Y qué podemos hacer? Nada de

lo que digamos le convencerá.—Puedes decirle que se vaya. Ésta

es nuestra casa.Anne no respondió. Él tampoco. Dio

media vuelta, enfadado, y no pegó ojo entoda la noche. Hubiera preferido milveces estar en vela por los dientes delpequeño.

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8

Huarte, Navarra. Madrugada del 2 denoviembre

A eso de las cinco de la madrugada, conlas calles aún dormidas, sin desayunarni ducharse, Iñaki abandonó sudomicilio. Lo hizo con los zapatos en lamano y todo el sigilo del que fue capaz,casi sin respirar. Con su cuñado de pormedio, las más amplias seguridades sequedaban cortas. El piso, de cincuenta ycinco metros, contaba con un solo

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dormitorio, de modo que habíaninstalado a su cuñado en el sofá delsalón, habitación que debía cruzar paraabandonar la casa. Si Joseba sedespertaba, no le cabía duda de que leinterrogaría (a todas luces, erademasiado temprano). Llevabapreparada una respuesta más o menosplausible pero no se sentía capaz de quesonara convincente, por eso respirócuando cerró la puerta tras de sí sinhaber necesitado emplearla. Al verreflejada su imagen en el espejo delportal, colocado estratégicamente traslos últimos robos para ver quién subíapor la escalera, notó que la mancha de

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su ojo se hallaba inusualmente violácea.Le ocurría en situaciones de estrés y eraevidente que aquélla era una de laspeores. A su lado, el embarazo de Anneparecía un pequeño acontecimiento.

Caminó bajo la lluvia, con las manosen los bolsillos y el entrecejo fruncido,cerca de media hora. El agua corría porsu ropa, sus rastas y su rostro, como siestuviera recibiendo una ducha. El aireque le invadía los pulmones era fríocomo el miedo. Pero no se tomó lamolestia de buscar cobijo. Estar caladohasta los huesos o cogerse unmonumental catarro eran sus menorespreocupaciones. Se hallaba confuso y

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rabioso, sobre todo rabioso. Sentía unaangustia inmensa. Se sentía tan mal quelas lágrimas le calaban casi tanto comola lluvia. Necesitaba serenarse y tomaruna decisión definitiva. Los malditosGortari estaban empeñados en dirigir suvida sin darle voz ni voto. Anne le habíahecho padre sin consultarle; Josebapretendía convertirle en un delincuente,o puede que hasta en un asesino, sinturno de réplica. Pero habían cruzado laraya y no iba a quedarse con los brazoscruzados.

El corazón se movía de un lado paraotro y a la velocidad de un toro sinpicar. Durante las horas que había

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permanecido a oscuras, tirado en lacama, había sopesado contarle a Anneque conocía al hombre al que su cuñadopretendía secuestrar y que esa mismapersona, Juan Iturri, sería capaz dereconocer su enorme mancha a metrosde distancia. Pero no se atrevió. Al fin yal cabo, ella era una Gortari. Iñakiestaba convencido de que, en una escalajerárquica, Joseba le sacaría mediocuerpo, si no el cuerpo entero. ParaAnne sólo había algo por encima de suhermano: su propio hijo. Paraconvencerla de que era mejor renunciar,el argumento más factible, el únicoargumento, debía ser ése: su hijo. Nunca

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hasta ese momento había tenido tan claraconciencia de su estado de inferioridad.¿No sería aquél el momento, la ocasiónpropicia, para decir adiós y salir porpiernas?

Mientras caminaba bajo la lluviadecidió que haría lo que solía hacer ensituaciones como aquélla: consultar consu madre. La sacó de la cama. Ella sequedó perpleja al verle. Las arrugas desu frente marcaron su preocupación. Asus sesenta años, aún era una mujerhermosa. Conservaba un busto firme yun tipo de modelo de revista. Suscabellos rizados y sus ojos achinados lehacían parecer más joven. Y pícara.

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—Se presentó en casa demadrugada, mientras dormíamos, mamá,y exigió que le ayudáramos a secuestrara un agente de policía en nombre de laorganización terrorista. Y no unocualquiera: un miembro de la Interpol.

—Pero ¿qué dices?, ¿se ha vueltoloco, ha perdido el juicio?

—Lo que oyes, amá. Estácompletamente perturbado. Dice que noparará hasta vengar a su hermano, el quemurió en la cárcel. Joseba es un maltipo; un tipo peligroso, créeme. Haceañicos todo lo que cae en sus manos. Noes posible seguirle la corriente sin versecomprometido. Y eso no es todo...

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Su madre enarcó las cejas y le animóa seguir.

—¿Aún hay más?Iñaki volvió a pasarse la toalla por

la cabeza. Sus largas rastas seguíangoteando.

—Sí, aún hay más. Si vas aayudarme en esto, es bueno queconozcas la historia completa. ¿Teacuerdas del tipo que me trincó de crío,cuando lo de Le Mans?

—¿Aquel asunto de los coches? —murmuró. Evitó mencionar la palabrarobo. Sabía que a su hijo le molestaba.

—Exactamente. Pues es a ese tipo aquien pretende secuestrar. Se llama Juan

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Iturri, ¿te acuerdas de él?—¡Pues claro que me acuerdo!

¿Cómo no voy a acordarme? —A lacabeza de la mujer acudió de inmediatoel recuerdo. Evocó con absoluta nitideztanto el incidente como al agente depolicía. Iturri se había portado de modogeneroso con su hijo. Un reformatorio alos dieciséis años hubiera sido su final—. ¿Quieres más café, hijo?

—Ponme otro poco, por favor.Aunque tengo los nervios a flor de piel.

—Tranquilízate. Vamos a sopesarloun momento. Ya sabes que siempre te hedicho lo contrario, pero quizá sea éste elmomento de abandonar la plaza. —Lo

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pensó una vez más—. Sí, la mejoropción es dejar a esos hermanos Gortarique hagan lo que les parezca, ypermanecer al margen. Pero debeslograr quedarte con el niño...

—Ella nunca lo permitirá: el niño essuyo y sólo suyo. Y lo peor es que suhermano tampoco lo hará. Me ha hechopartícipe de sus planes, ahora estoydentro, lo quiera o no.

—¡No pueden obligarte! Además, notienes por qué pregonarlo. Diles que teretiras pero que prometes no hablar connadie...

Iñaki lo consideró apenas un instantey se apresuró a negar con la cabeza.

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—No lo permitirá, amá, lo sé. Tú nole conoces...

El hombre agachó la cabeza paraevitar que su madre viera sus lágrimas.Pero hay cosas imposibles de ocultar.

—¡Oh, mierda! —murmuró,arrellanándose en el sofá. Mantuvo losojos cerrados mientras su madrecallaba.

Ella sopesó la situación al tiempoque pasaba la mano por la espalda de suhijo. Tras unos instantes, le secó denuevo con la toalla y añadió:

—Bien, hijo, siempre te he dichoque ser padre es una ocupaciónirrenunciable y no he cambiado de

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parecer. Pero no opino lo mismo de esaunión tuya. A fin de cuentas, ni siquieraestáis casados. Y ella ha sido educadadel modo más liberal posible.

Iñaki constató que el tono de voz desu madre ganaba en fuerza e iba poco apoco tiñéndose de enfado. Parecíasentirse ofendida, agraviada. Dejó quecontinuara, sin interrumpirla nidetenerla.

—En fin, sé que llevo mesesdiciéndote que no puedes abandonar aAnne, pero si ella protege a su hijo, yodebo proteger al mío. —Inspiró y espiróun par de veces—. Lo resolveremosjuntos.

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—Es imposible. Completamenteimposible. Sólo me queda obedecer.

—¡No, ni hablar! Hay que ir a lapolicía.

—¡No puedo, mamá! Si me presentoen una comisaría y le cuento al agente deturno que alguien, que además es elhermano de mi pareja, en un futuro,planea secuestrar a un inspector que estáen Francia, me hacen la prueba dealcoholemia.

La mujer arrancó con los dientes unaesquina a una galleta y la masticólentamente. Luego, volvió a ponerse enpie, y paseó por la sala. De pronto, sedetuvo. Se apoyó de espaldas en la mesa

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del comedor y sonrió con un evidentecambio de inflexión. Con un tono suave,comprensivo, que parecía acariciar a suhijo como lo hacían sus manos, añadió:

—Mira, hijo, a grandes males,grandes remedios. Tengo dineroahorrado. No es mucho, pero tampocopoco. Será suficiente. Hagamos esto: túsigue hoy con tu vida normal. Vete atrabajar al taller, regresa a casa a lahora del almuerzo, y antes de salir denuevo, mete lo que puedas en unamochila y vente para acá. No te olvidesde la documentación. Eso es lo másimportante. Lo demás son cosas quepodemos sustituir. Huiremos. Nos

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iremos a América unos meses hasta queesto pase. Siempre he querido conocerel Caribe.

Como hacía desde niño, Iñaki siguióal pie de la letra los consejos de sumadre. Nunca habían tenido unadiferencia seria.

Sin pasar por su domicilio, IñakiPérez acudió al trabajo a la horareglamentada. Sin embargo, fue incapazde concentrarse. Se sentía enfermo. Ledolía la cabeza y tenía revuelto elestómago. Le costó tanto ocultarlo que elencargado, viéndole desencajado, le

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permitió adelantar su hora de salida.Iñaki era un buen empleado, puntual ytrabajador. Salvo cuando se rompió eltobillo, jamás se había cogido una bajalaboral. Bordaba su cometido, pero eraflexible cuando el trabajo exigía dejarlopara ayudar a otro. El encargado leapreciaba. Por eso, le mandó adescansar.

Como le había indicado su madre,fue directo a casa. Abrió con su llave, ylo primero que vio fue a su cuñado enpie en el salón. En la pared, sujetos concuatro trozos de celo, había colgado unmapa de la región de Ródano-Alpes yotro, más pequeño, de la provincia de

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Lyon. Para tener espacio suficiente,había descolgado su póster del FerrariTesta Rossa de color rojo, su favorito, ylo había arrinconado en una esquina dela sala. Le entraron ganas de vomitar.Masculló que no se encontraba bien, queno quería almorzar y se acostó pensandoen cómo evitar el enorme peligro que secernía sobre él. Se sentía intensamentedesgraciado.

En cuanto su cabeza entró encontacto con la almohada, se quedódormido. El Ferrari hizo acto depresencia casi tan pronto como el sueño.Y con él, el puño del inspector JuanIturri descargando sobre su mandíbula.

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Había sido una época turbulenta que nole gustaba recordar.

Entre el reformatorio, los coqueteoscon las drogas y los amigos de su madre,la infancia y juventud de Iñaki no habíansido precisamente un camino de rosas.Estudiando en la escuela de la calle,llegó a hablar su idioma con tan perfectoacento que hubo un momento en queempezó a sentirse nativo. Nativo delnorte. Del borde del precipicio, a puntode despeñarse, lo rescató un Ford Fiestade color gris antracita. Cuando su tercerpadrastro, un buen hombre, lo másparecido a una familia que había tenidonunca, lo sacó de la cárcel tras verse

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involucrado en el robo y quema de unautobús (él sólo lo robó y observó cómolos cachorros de la banda le lanzabancócteles molotov), no lo recibió con unpar de bofetones, como hubieran hecholos anteriores. Le entregó una caja deherramientas medianamente completa yel cadáver de ese destartalado Ford. Lodesmontaron juntos, pieza a pieza.Emplearon dos largas semanas. Luego,tras patearse todos los desguaces de lazona en busca de lo necesario, volvierona ensamblarlo y lograron que funcionara.

Iñaki se lo colocó a un tipo delbarrio, un antiguo compañero de aulas,que necesitaba un buga barato sin

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preguntas y con facilidades de pago.Con el dinero obtenido con la venta,pagó parte de la multa, compró una cajade mosca seca para la pesca de truchasque regaló a su padrastro, un bote deperfume caro para su madre, y adquirióotro coche: un viejo Mercedes, contrescientos mil kilómetros en su haber.Se lo vendieron barato porqueengrasaba las bujías. Lo arregló yvendió con una ganancia del trescientospor ciento. A éste le siguió otroMercedes, un Opel y un Volkswagen.Hasta se atrevió con un Porsche,destrozado en una colisión múltiple. Enaquella ocasión, se permitió el lujo de

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pintarlo en el taller donde trabajaba unode sus amigos: se lo alquiló una noche,de extranjis, por un precio asequible. Locondujo un largo mes antes de venderlo,período durante el cual se sintió eldueño del universo. Tras aquella dulceexperiencia, las juergas dejaron deparecerle tan divertidas y los chistesverdes tan hilarantes. Empezó a dedicarel tiempo libre a patearse los desguaces,y el dinero a buscar antigüedades conpropietarios ignorantes. Al año, preferíaun coche a cualquier otra cosa. Conocíacasi todos sus secretos, incluso la formade robarlos.

Una mañana apareció en su guarida

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un tipo de extraño acento. No supo hastamucho después que era de nacionalidadrumana. Le ofreció quinientos euros paraque echara un vistazo al motor de uncoche que conducía, y que no dejaba dedar tirones. Le extrañó: ni siquieradisponía de un taller abierto al público;trabajaba en un viejo almacénabandonado que, como okupa, habíaadecuado a sus necesidades a la esperade que el dueño se diera cuenta y loexpulsara. Era casi imposibleencontrarle. Al preguntar, confesó queun amigo de un amigo le había habladode él. Eso le sorprendió un poco más,pero decidió no indagar: quinientos

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euros eran quinientos euros. Noobstante, cuando salió y vio la placa, sequedó atónito. «¿Un BMW nuevecitocon problemas de inyección?¡Imposible!», se dijo. Abrió el capó. Nole costó notar que habían limado losnúmeros del bastidor. Levantó la cabezay lo sopesó un instante. Y entoncescometió su primer error.

—Nuestro amigo común lo va apintar de negro esta noche. Peroqueremos modificarlo un poco...

—Serán tres mil...—De acuerdo.A ese error le siguió una colección

de seis: otros dos BMW, un Lancia y

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tres Mercedes. Una fácil entrada defondos haciendo lo que más le gustaba.Las cosas no podían ir mejor. Peroentonces llegó el Cavallino rampante, nimás ni menos que un Ferrari 360Modena en el tradicional rojo Ferrari.Cobró cuatro mil euros en metálico portunearlo. A las doce horas, llevaba unasesposas en las muñecas.

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9

Huarte, Navarra. Mediodía del 2 denoviembre

A Joseba Gortari podían achacárselemuchas cosas, pero no la estupidez. Eralisto y, sobre todo, era curioso. Sucapacidad innata para la observaciónhabía ido mejorando con el tiempo, elestudio y la experiencia. Habíadevorado los tratados de psicologíacomo los buitres devoran a sus presas:con avidez. Era cierto que aún estaba

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lejos de obtener el título que tantoansiaba. Pero eso no era más que unpapel, un certificado que le permitiríamostrar en público lo que, para quien leconocía bien, resultaba evidente: teníala vista de un águila y la habilidad de unvirus para meterse en la mente de losdemás sin ser convocado.

Esa habilidad le permitió identificaral primer instante la repulsión en lamirada de Iñaki. Esperaba el rechazoinicial tanto de su hermana como de supareja, algo muy lógico. Si alguien sepresenta en tu casa sin avisar y tepropone para colaborar en una actividadarriesgada y delictiva, lo mínimo que se

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debe esperar es que trates de esquivar elbulto. Pero aquella mirada era distinta,estaba contaminada, resultabapatológica. Además, casi no le conocía.A su hermana sabía cómo manejarla: erauna Gortari. Pero Iñaki...

Desconocía de qué material estabahecho. Con ese cuerpo de toro, dehombros anchos y piernas gruesas, conesa altura, parecía contar con la fuerzafísica necesaria. Y a eso se sumaba suhistorial. Joseba sabía que, en elpasado, había tenido problemas con laley. Por fortuna, delinquir imprimecarácter, pensó mientras salía de Belfasty se dirigía a casa de su hermana. No

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obstante, al ver a su cuñado de cerca, suopinión cambió. Si ésa iba a ser suactitud, lo cierto era que no merecía unjuicio favorable. Necesitaba asegurarque no se derrumbaría, que soportaría lapresión, y eso quedaba muy lejos depoder asegurarse.

Estaba sopesándolo cuando Iñakiregresó del trabajo. Joseba notó quetenía el rostro descompuesto y la miradaesquiva. De hecho, no le había mirado alos ojos ni en una sola ocasión. «Sinduda, nos causará problemas —dijopara sí—. Además, ha salido muytemprano de casa, sin siquiera tomarseun café. ¿Adónde habrá ido, con quién

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habrá comentado nuestro plan? Nopuedo dejarlo pasar. Debo hacerle sabercuán alto es el precio de la traición, sinprovocar el rechazo de Anne, o losperderé a los dos.»

Estuvo unos minutos dando vueltasal asunto. Descartando posibilidades.Finalmente, a eso de las tres, media horaantes de que su hermana llegara deltrabajo tras recoger al pequeño en laguardería, se le ocurrió una solución.Advirtió que resultaba un poco drástica,incluso dentro de los límites de lasamenazas serias, pero siguió apostandopor ella. Reconocía que, tras llevarla acabo, la mancha roja del ojo de Iñaki

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sería mucho más visible, pero cuantomás lo pensaba más le gustaba la idea.Se acercó a la cocina y rebuscó porentre los cajones hasta hacerse con unastijeras grandes. Con ellas en la mano, sedirigió al dormitorio y abriósigilosamente la puerta. Iñaki roncaba apleno pulmón, reclinado sobre el ladoizquierdo. Se colocó a su espalda.Estuvo unos instantes observando cómodormía, viendo subir y bajarrítmicamente su tórax. Al final, tomóentre sus manos una de sus rastas, la máslarga. Sabía cuántos sacrificios lehabían costado: no se había cortado elpelo en ocho años, lo había trenzado una

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y otra vez hasta que los propios enredoshicieron imposible que se deshiciera. Yluego estaban las dificultades queentrañaba usar el champú. Y las vecesque se había contagiado con piojos...

Abrió las tijeras, acercó la bocaabierta a la rasta de mayor largura y deun tajo la separó del resto del pelo. Nola cortó por el nacimiento, eso lehubiera despertado, sino a la altura delas orejas. Como un aviso a navegantesera más que suficiente. Continuó con elresto de las rastas hasta que no quedoninguna. Recolectó la cosecha y la llevóconsigo. Salió con cuidado y cerró lapuerta tras de sí. Iñaki no había cesado

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de roncar.En la cocina, buscó papel de plata y

envolvió con sumo cuidado las trenzasformando lo que parecía una longanizaespecialmente extensa. Guardó elpaquete en el frigorífico y se dispuso acomer. Anne había dejado preparadoarroz con conejo. Metió una ración en elmicroondas y sacó una cerveza de lanevera. Torció el gesto: demasiado fría.Se había acostumbrado a la cervezainglesa, ya no le gustaban las rubias, nitampoco la maniática costumbre debeber la cerveza helada. En todo caso,era mejor que el agua.

Quizá fuera el pitido del

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microondas; acaso le despertó el olfato,al fin y al cabo, su última comidadecente había tenido lugar el mediodíaanterior; o la pesadilla. Fuera cual fueseel motivo, a las tres y diez, Iñaki teníaya abiertos los ojos.

Pensó en fingir que seguía dormido yocultarse así, pero no serviría de mucho.Antes o después tendría que abandonarla habitación. Era mejor seguir al pie dela letra el consejo de su madre. Selevantó intentando no meter ruido. Cogióel dinero que guardaba debajo del cajónde la mesilla, en un sobre pegado concinta aislante; el cargador del móvil; lamaquinilla de afeitar; dos jerséis,

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calcetines, mudas, el carné de identidady un pijama, y lo metió todo en unamochila. Respiró hondo un par de veces,y salió. Dejó la mochila en la entrada.

—¡Vaya, te has levantado pronto!¿Te encuentras mejor? —le gritó Joseba,desde la cocina.

Iñaki se acercó a la puerta. Sucuñado estaba de pie; un plato en unamano, la cuchara en la otra.

—Mejor. Estoy mejor, gracias. Sonlas malditas jaquecas. Demasiados díassin dormir. Tu sobrino no para deberrear. Estamos agotados...

Joseba sonrió. Pensó en jugar un ratocon él, como el gato juega con el ratón

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antes de zampárselo, pero se lo pensómejor. Era preferible zanjar el asuntocuanto antes.

—¿Y qué llevas en esa mochila quehas dejado en la puerta? Parece pesada.

—Un par de jerséis y una muda.Tengo que marcharme un par de días.Tres a lo sumo. Se trata de mi madre:está enferma. Me llamó de madrugada ytuve que salir corriendo. Como sabes,no tiene a nadie más a quien acudir.

Joseba no replicó. Iñaki seguía sinmirarle a los ojos. Era obvio quementía.

—No he tenido el placer de conocera tu madre, colega, pero no importa. Una

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madre es una madre. No hay nada másimportante en el mundo que la familia.Al menos, eso es lo que yo pienso. Y lodemuestro con los hechos: he dejadotodo para venir aquí y vengar a mihermano. —Suspiró un par de veces, yluego clavó los ojos en su interlocutor—. ¿Sabes? Mientras hablo contigo loestoy pensando. Nosotros casi noconocimos a nuestra madre, pero, devivir ella, te aseguro que no la pondríaen peligro por nada del mundo. Pornada. Tú tampoco, ¿verdad? —Iñakiasintió con un gesto lento. Había algoextraño en el gesto del guipuzcoano—.Oye, tío, antes de que te vayas, hazme un

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favor. Ve al frigorífico y coge unpaquete alargado que he envuelto enpapel de plata. Es tuyo...

—¿Mío? De ser mío lo sabría.—Es un regalo, una especie de

seguro de vida para tu madre. No creasque no me preocupo por ella: tienes quepresentármela. Anda, ve...

Iñaki sentía un molesto hormigueorodeándole la nuca. El corazón se movíacon los tumbos de un borracho. Abrió lanevera, un modelo antiguo pero de buenuso que habían adquirido en eBay, y enefecto vio una especie de tubo estrechoy largo cubierto por papel de aluminio.Lo cogió con aprensión. No era capaz de

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penetrar en su mente, pero sabía que, desu cuñado, podía esperarse cualquiercosa. Entre los hombres que habíaconocido a lo largo de su vida, habíacabrones, violentos, borrachos y vagos,pero no había conocido a nadie tanmalvado como el mayor de los Gortari.Pensó incluso en algún tipo de bomba,pero la superficie no era dura, sólocompacta. Lo llevó al salón, lo colocósobre la mesa de cristal y lo abrió con elcuidado de quien desactiva uninstrumento explosivo. Joseba le siguiócon el plato ya casi vacío y lamiendo lacuchara, manchada con restos de conejo.Se colocó frente a él, sin perder detalle

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de la escena.Ver el cabello confundió a Iñaki.

Durante un instante, no supo cómointerpretar lo que veía. De pronto, sinsaber cómo, cayó en la cuenta y se echólas manos a la cabeza. Se pasó un par deveces las manos por la nuca. Con unavez hubiera sido suficiente, peronecesitó repetir el gesto para creérselo.Aquel papel plateado contenía elcadáver de sus rastas. El mensaje nopodía ser más nítido.

—Deberías llamar a tu madre, Iñaki.Se preocupará si no llegas cuandoespera. Dile que esté tranquila, quesaldrás unos días del país. Pero que será

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por un buen motivo: te vas de viaje denovios.

—¿Qué?Joseba no replicó. Iñaki empezó a

marearse. Vació el estómago en el suelo.—Limpia eso antes de que venga

Anne. Y arréglate un poco para darle lanoticia. Dile que esas rastas son tusarras. Y otra cosa: me quedaré con tumóvil mientras completamos la misión.Pero antes telefonea a tu madre. Lafamilia es lo más importante en la vidade un hombre. Lo único importante.

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Huarte, Navarra. Noviembre

Después de que Iñaki perdiera sus rastasy se viera comprometido con Annecontra su voluntad, Joseba Gortariimpuso una política de tierra quemada ytomó posesión de sus vidas. Desdeaquel fatídico encuentro, los días sesucedieron silenciosos. Ellos cuidabandel pequeño y acudían a sus respectivostrabajos, mientras el guipuzcoanoviajaba a la zona, seguía a su objetivo y

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dedicaba el tiempo a estudiaralternativas, perfilar detalles y pulir lasaristas del plan. Solía decirles que eléxito de la misión correspondía, en másde un cincuenta por ciento, a laselección de un posible emplazamiento,un lugar donde encerrar a la víctima sinriesgo a ser localizado en el período detiempo necesario; y el otro cincuenta porciento a planificar un sistema simple defuga. Al principio, muy al principio,Anne solicitaba detalles, preguntaba,cuestionaba... A resultas de uncomentario de Joseba, muy poco tiempodespués, dejó de hacerlo. «Si algo salemal, es mejor que no sepáis gran cosa:

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así no os veréis obligados a mentir. Noestáis acostumbrados y se os notará.» AAnne no pareció importarle; a Iñaki sí.Sólo pensar en verse echando mano dementiras imposibles, se le soltaban lastripas.

Un sábado viajaron a Oñate. Visitarla tumba de los Gortari justificaba elviaje, y así lo hicieron saber al pueblohablando más alto de lo debido en unode los bares de la plaza, mientrastomaban café. En realidad, el viaje teníapor finalidad acercarse a Zegama yrecoger el bidón escondido. Sin abrirlo,lo introdujeron en el maletero de lafurgoneta y regresaron a Huarte.

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Esperaron a que pasaran las doce, y losvecinos apagaran las luces, para subirlodesde el garaje. Con todas las persianasbajadas, Joseba comprobó de nuevo sucontenido. Con regocijo, constató que loque evocaba su memoria secorrespondía con la realidad: entre ladocumentación, había papel en blancocon el emblema de la Organización. Losdos juegos de placas francesasdobladas, según rezaban las fichasplastificadas adheridas en la partetrasera, correspondían a un Citroën ZXde color verde y a un Renault Meganenegro, ambos con bastantes años. Allíseguían las dos pistolas, una Smith &

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Wesson y una Sig Sauer, en perfectoestado, que ya conocía, los detonadoresy los productos químicos.

Aquella noche, Iñaki tampocodurmió. Por momentos, conseguíaconvencerse de que aquello no era másque una pesadilla; que la quimeraGortari quedaría, finalmente, en agua deborrajas. La imagen de las armas, supeso, su tacto (le había tocadoenvolverlas en paños de cocina ysubirlas al altillo del dormitorio) lehicieron volver a la realidad. LosGortari iban en serio y él se hallaba enmedio. Siguieron más días y más nochesy muchos silencios espesos. Compartir

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cama con Anne; verse obligado atragarse su olor, sus ronquidos, susplanes, sus comentarios le resultabainsufrible; observar cada mañana losplanos de su cuñado en el salón,insoportable. Su ánimo iba decayendo amarchas forzadas.

Un día de finales de noviembre, a lahora de la cena, una cena insulsa y ensilencio, Joseba se puso en pie y lescomunicó las nuevas.

—Creo que estamos preparados,pero no quiero dar por buena la últimaversión del plan sin tener vuestraaprobación.

A Iñaki le entraron ganas de echarse

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a reír. «¿Sin nuestra aprobación? Nuncanos has necesitado antes ni nos tendrásen cuenta después. No pasamos de sertus peones», se dijo. Conocía a Josebadesde hacía suficiente tiempo como parasaber que, detrás de esa expresión, seescondía algún intento de manipulación.En breve, cinco minutos a lo sumo,llegaría alguna sorpresa.

Anne escuchaba atenta. Habíacogido su caja y zurcía calcetines. AIñaki le corroía la impaciencia. Aquellasituación iba a acabar con él y con suestómago. Había empezado a adelgazar.Eran ya dos los agujeros que se habíavisto obligado a marcar en el cinturón:

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se le caían los pantalones. No retenía lacomida, sólo el alcohol. Seguía estandobastante gordo, sólo se lo notaba lagente que veía a menudo. Y él mismo. Ysu puñetero cuñado. «Voy a patentar esterégimen. Pon un cuñado sin escrúpulosen tu vida y perderás kilos sin necesidadde pasar hambre.»

De su madre no había tenidonoticias, y eso le sumía en unainigualable melancolía. Le angustiabapensar que, por su culpa, ella pudierasufrir algún daño. Había pensado entodas las posibles aristas y, finalmente,había llegado a la conclusión de que, sibien desplegaba una notable actividad,

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Joseba no era un dios. No lo veía todo,ni tenía el don de la ubicuidad. Si estabaen Lyon y Anne trabajaba, podíaescaparse a ver a su madre sin ponerlaen riesgo y sin que quedara constanciade ello.

—Madre...—¿Qué haces aquí? ¡Como te vea

ese loco, te mata!—Está de viaje. Y Anne ocupada,

tranquila. Tenemos unos minutos.Necesitaba verte. Tengo que pedirteperdón: no sabes cómo siento todo esto.Lo siento muchísimo...

—No tienes la culpa —leinterrumpió—. Es ese hijo de Satanás...

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—Debes marcharte, madre. Ve contu hermano o a hacer ese viaje para elque llevas ahorrando tanto tiempo. Adonde quieras, pero vete antes de quesea peor. Semejante locura no puedeacabar bien. En casa, ya tenemos dospistolas escondidas. Y detonadores...

—No te dejaré.—Lo harás. Si muero, quédate con el

niño. No permitas que lo eduquen ellos.No lo parece, pero te aseguro que Annees tan Gortari como su hermano. Me hacortado el pelo, pero no le causaría granhorror seguir con el gaznate. Es más,estoy seguro de que lo haría sinpestañear.

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Por fin, había logrado queabandonara el pueblo y se refugiara enalgún lugar que ni él mismo conocía. Eramás seguro.

La voz de su cuñado le hizoregresar.

—Iñaki, ¿estás escuchando?—¿Tengo otra opción?Joseba le dirigió una mirada mortal,

similar a la de su hermana, pero noprotestó.

—Presta atención: esto esimportante. Pondremos en marcha laoperación el 3 de diciembre. El día 2,os casaréis en el ayuntamiento o en laiglesia, donde prefiráis, y pediréis en el

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trabajo las dos semanas de vacacionesque os corresponden, así no tendréis queexplicar vuestra ausencia. Para pasarvuestra luna de miel, alquilaréis durantequince días una casa en un pueblecito alas afueras de Lyon. Ya he elegido una,apartada, no os preocupéis. Ese mismodía saldremos para París. Allí Annedepositará una carta en la Gare du Nord,con sello de urgencia, donde se detallannuestras exigencias. El 4 de diciembresecuestraremos al inspector en un cocheque tú, Iñaki, robarás en un lugarcercano. De entre los dos, creo que esmejor el Citroën...

—Pero es verde, hermano. El verde

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es un color poco común...—Si no localizamos uno, tomaremos

el siguiente. Pero prefiero que sea elverde. Deben saber que somosvalientes... En fin, como os decía, con éldentro del maletero, conduciremos hastala casa donde lo retendremos hasta quetodo esto concluya. Les daremos deplazo hasta el 10 de diciembre paracumplir las condiciones. Para esa fecha,deberíamos haber identificado ysacrificado al traidor y haberdesaparecido del mapa con el dinero. Encuanto el trabajo esté hecho, volveréis avuestras ocupaciones y contaréis a todoslo mucho que habéis disfrutado en

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vuestra luna de miel en Francia.Anne miró confusa a Iñaki; luego, a

su hermano. Ninguno de ellos replicó.Pero, mientras Iñaki se incendiaba pordentro, a la mujer una sonrisa leconquistaba la cara.

Desde el momento en que tomó ladecisión, los nervios de Josebaaumentaron. Había días de fervienteoptimismo y días de pesadumbre, más omenos a partes iguales. En los primeros,bebía cerveza, reía y brindaba por eldulce sabor de la venganza. Se decíaque era un plan soberbio, impecable y,aun sabiendo que nada hay infalible,aseguraba que el suyo rozaba la

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perfección. Una vez lanzado el sedal, eltraidor picaría sin remedio. Caería ensus manos como las aceitunas en elentramado al golpear la vara el olivo. Yentonces él podría, por fin, ajustar lascuentas a ese cabrón.

En los días grises, pensaba en elriesgo, que no era pequeño; pensaba ensu cuñado y en su débil hermana,pensaba en las cosas en que no habíapensado; y, sobre todo, en las posiblesconsecuencias. Temía tanto más a los dedentro que a los de fuera. LaOrganización, de trama tupida, nopermitía espontáneos, y ellos lo eran:eso podía costarles caro. En esas

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ocasiones, también bebía, pero lo hacíaen silencio hasta caer dormido de puromiedo.

Iñaki, ausente, parecía haber perdidoel habla. Estaba la mayor parte deltiempo fuera, haciendo turnos de noche yde día, y cuando llegaba alegaba queestaba cansado y se iba a dormirtemprano, con el bebé. La única quejamás perdía el ánimo era Anne.

Señora de Pérez Gortari... Sonababien.

Cierto era que, desde que se habíaquedado embarazada, lo había habladocon Iñaki en alguna ocasión, pero élsiempre lo había tomado en broma. Una

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simple excusa para ahorrar. Sinembargo, al verlo cerca, se dio cuentade que casarse le hacía muchísimailusión. Hasta iba a comprarse unvestido. No uno blanco, por supuesto, nitampoco tacones. Pero no iría convaqueros ni con botas. Y adquiriría ropainterior insinuante. Aunque no sabía bienpara qué: su pareja ya no se le acercaba.

Los días previos a la fecha fijada, seesforzaron en mantener las rutinas, yavisaron a vecinos y colegas del trabajode que aprovecharían el acontecimientopara salir unos días de la ciudad. Ycuando todo estuvo dispuesto y esaextraña sensación, mezcla de excitación

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y miedo, se adueñó inexorablemente desus vidas, Joseba decidió quemardefinitivamente las naves y ponerse enmarcha: el día D estaba a la vuelta de laesquina, y pillaría a Anne con unaalianza en el dedo.

Hacía semanas que Joseba dormíaen el sofá del minúsculo salón de la casade su hermana y su pareja, lugar quehabían convertido en su centro deoperaciones. Aquélla sería su últimanoche. Nervioso, apuraba las horas. Nopodía dormir. Repasaba una y otra vezel plan, que, por otra parte, se leantojaba espléndido. Por la mañana,muy temprano, se pondrían en marcha.

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Todo empezaría con la carta. Sí, una vezenviada, no habría marcha atrás.

Miró al techo, parcialmenteiluminado por la farola de la calle.

«No cometeremos errores. Todosaldrá bien.»

En realidad, cometieron tres. Dosfueron salvables; el último no.

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11

Gare du Nord, París. Mañana del 3 dediciembre

Los nervios de Anne Gortari resultabancada vez más hirientes. Se sentía comouna olla a presión a punto de reventar.Por tres veces, se había plantado ante lamajestuosa puerta que daba entrada a laestación y por tres veces había dadomedia vuelta. Trató de convencerse deque estaba siendo irracional. Se tratabapura y simplemente de depositar una

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carta en el buzón de correos. A aquellashoras, en la Gare du Nord, el tráfago depersonas era inmenso. Resultaba difícilque alguien se fijara en ella. Sinembargo, le preocupaban las cámaras.Las cámaras complicaban las cosas. Locomplicaban todo.

Los carteristas habituales eran tanconocidos como las putas de Pigalle,pero recientemente se les había sumadouna bandada de rateros procedentes deleste. Todos niños. Los pequeñoslevantaban poco más de un metro delsuelo; lucían sonrisas infantiles y gestosque invitaban a la compasión, perocontaban con dedos largos y ágiles.

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Quien más y quien menos los habíasufrido. Por ello, las autoridades habíanreforzado la seguridad e instalado uncompleto sistema de vigilancia.Cámaras de última generación oteabanlos puntos clave de la estación ygendarmes de paisano pateaban losconcurridos pasillos, las cafeterías y losandenes. Conocían los pormenores porel periódico, que había dado cuenta delos detalles, con una larga entrevista alalcalde de París.

Anne intentó tragar, pero ni la salivale pasaba por la garganta.

Echó un nuevo vistazo a la esfera desu reloj de pulsera, un modelo de

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plástico de color negro. Las agujasconfirmaron lo que ya sabía: su margense consumía a pasos agigantados.Pasaban cincuenta y dos minutos de lasnueve. Habían comprobado que la sacadel correo se recogía invariablemente alas diez. Debía decidirse. Respiróhondo, y, con el estómago en la gargantay empujando el cochecito del bebé,flanqueó la puerta de doble hoja yavanzó con grandes zancadas hastaencontrarse en el gran vestíbulo de laestación.

Bajo el tieso cielo de hierro ycristal, se vio rodeada de aromas decruasanes y chocolatines. Flotaba en el

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aire un ruido suave y blando, corriente,entreverado de retazos de historiasordinarias. El ambiente la tranquilizó.«Entrar y salir, entrar y salir», masculló,mientras se envolvía la boca en el fular.No estaba fichada. Nadie la conocía.Pero las cámaras podían captar suimagen. Para pasar lo másdesapercibida posible, ocultaba lamirada tras unas enormes gafas oscurasy se había vestido de modo corriente:vaqueros, cazadora negra, botas demonte y un fular anodino al cuello. Elaro de la nariz y el de la ceja, quepodrían haber provocado alguna miradaindiscreta, habían quedado en la

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furgoneta.Las pantallas luminosas cimbreaban

como toldos en día de tormenta. Losidentificadores de los trenes sacudíandurante un instante los paneles yenseguida se retiraban para dejar paso alos siguientes, y éstos a otros nuevos. Sedetuvo ante uno de ellos y fingióconsultar el número de su andén. Luego,se inclinó hacia delante y comprobó elestado del bebé. Ajeno a los rumoresque le rodeaban, dormía plácidamente.Hubiera preferido mantenerlo al margen,que se quedara en la furgoneta, peroJoseba había logrado convencerla deque se lo llevara. «No hay mejor

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camuflaje que un bebé, Nekane, nadieconsidera peligrosa a una madre. Lasmadres son madres y punto... Cincominutos, cinco míseros minutos. Elpequeño no se moverá.»

Finalmente, giró sobre sí hasta darcon el buzón: lo localizó junto a una delas garitas de información y venta debilletes, aún cerrada. Se dirigió hacia él,mientras se repetía que nadie incurre enun delito por echar una carta al correo.Estaba en lo cierto, pero sólo en parte.Si bien se trataba de un sobre de unmodelo corriente, y de un mensaje deapenas quince líneas, no era una misivacualquiera. Tenía a la presidencia del

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Gobierno español como destinatario.Cuando se recibiera, y en la Moncloa sefijaran en el emblema, inequívoco, y enel contenido del mensaje, se prenderíala mecha de un mecanismo que no sedetendría hasta que el traidor, fueraquien fuese, pagara por su crimen.

En cuanto la carta fuera engullidapor la boca del buzón, se iniciaría lacuenta atrás. Luego, llegarían días deacción y engaño, días de miedo y sangreque les servirían la venganza en bandejade plata. El día D esperaba a la vueltade la esquina. Podía sentirlo, casi podíaolerlo... pero tenía que depositar lamaldita carta en el buzón, y cuando lo

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hiciera el bienestar de su hijo estaría enel aire.

Nunca se había enfrentado a unasituación similar, y, por descontado, susmanos jamás se habían teñido de sangre.Ese líquido le repugnaba. Se mareabaincluso cuando alguien padecía unahemorragia nasal; hasta lasmenstruaciones la incomodaban. Desdeque comenzaron a planear la operación,se despertaba en plena nocheimaginando el cuerpo de su enemigo enel suelo, a modo de trapo viejo e inútil,con un agujero oscuro en medio de lafrente y el líquido rojo resbalandolentamente por la cara, desde el centro

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hacia los lados, como rayas de cebra. Suhijo también aparecía, invariablemente,gateando al lado del cadáver.

Sí, tenía el corazón dividido.Durante aquellas semanas, su hermano lehabía hablado del odio que sentía y dela conveniencia de la venganza,absolutamente necesaria para vivir enpaz. Ella le comprendía y sobre todo lequería, aunque no compartía laradicalidad de sus planteamientos. Sinembargo, poco a poco, día a día,conversación a conversación, siempreen susurros, siempre en euskera, habíaterminado por inocularle su odio. Élhabía sido un maestro paciente y ella

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una buena alumna. En aquel momento, sesentía Gortari, aunque débil.

Al llegar cerca del punto de entrega,abrió el bolso. Iba provista de guantes;aun así sacó el sobre sujetándolo poruna esquina, como si estuviera plagadode virus contagiosos. Iba a recorrer eltrozo restante cuando el plan saltó porlos aires.

Todo acaeció muy deprisa. Casi nose dio cuenta... Media docena dejóvenes dormitaban en el sueloapoyados en las paredes del buzón. Sinduda, eran extranjeros; sin duda, ricos.Como si de un parapeto se tratara, susenormes mochilas negras, todas iguales,

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todas perfectas, habían tomado el suelode terrazo marrón. Se apilaban condespreocupación, apoyadas unas sobreotras, formando un semicírculo. Sobreellas, destacaba una cámara de fotos ensu funda. Anne, amante de la fotografía,se fijó en ella. A tenor de la marca,Pentax, y del tamaño de los objetivos,era de elevado precio. Su dueño,profundamente dormido, la sujetaba porla correa con la mano izquierda.

Aún estaba sopesando cómo pasarentre ellos para depositar la cartacuando apareció la niña. Surgió de lanada. Era bastante pequeña. Por laestatura, no superaría los cinco o seis

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años. Llevaba la cara tiznada y elcabello, medio rubio, sucio y enredado.Procedía del extremo opuesto ycaminaba en línea recta hacia lasmochilas. El trayecto era muy breve y lorecorrió decidida, como si se dirigieraal encuentro de algún familiar. Cuandose cruzó con Anne, le lanzó una miradade sorpresa. Sus pupilas, profundamentenegras, brillaron durante un instante. Laolvidó de inmediato y llegó al bosque demochilas, donde pareció tropezar. Cayósobre una de las bolsas, justo al lado dela cámara, y empezó a sollozar congrandes aspavientos. Sus lamentosdespertaron a los turistas, que se

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apresuraron a socorrerla. Cometieron elerror de perder por un instante de vistasus propiedades. Dos jóvenesadolescentes, ambas vestidas con largasfaldas y múltiples refajos, salidas de nose sabía dónde, se abalanzaron sobre laniña y la levantaron mientras soltabaninsultos a los turistas, que sedisculpaban en un francés medioinventado. Anne volvió los ojos hacia lacámara: había desaparecido como porensalmo.

Anne no dudó. Empujó la silla delbebé y avanzó: era un momento perfectopara depositar la carta en el buzón. Perolo que ocurrió a continuación la detuvo:

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dos hombres, con aspecto de ejecutivoscansados, y dos mujeres, con uniformesde limpieza, se arrojaron sobre las dosjóvenes y sobre la niña. A todos, depronto, les había nacido una placa en elpecho. La pequeña se resistió de lolindo. El cuarto de los hombres recibióun puntapié en la rabadilla y unmordisco en el brazo, que no lograron supropósito.

Unos minutos después, la cámara,dos móviles, una cartera y una tabletaretornaron a sus legítimos dueños, tanfascinados por la destreza de laspequeñas rateras como por laprofesionalidad de la policía francesa.

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Una anécdota más de la que presumir asu regreso, convenientemente adornada.

Ver a los policías en acción produjoen Anne una terrible conmoción. Sequedó varada, petrificada. El relojavanzaba tozudo pero ella continuóinmóvil; los ojos abatidos, los hombrosfruncidos, el estómago encogido y unasinmensas ganas de vomitar. Su móvilvibró por enésima vez; de nuevo, loignoró. Lo último que necesitaba enaquel momento era escuchar la vozchillona de su hermano urgiéndola. No.No iba a contestar. Necesitaba paz paracalibrar la magnitud de la catástrofe ydecidir si abortar o continuar con la

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misión.Cuatro minutos para las diez.Movía rítmicamente el carrito,

aunque el pequeño dormía. Lacostumbre. De recién nacido, nolograban que conciliara el sueño si no sele mecía. Ella e Iñaki lo hacían porturnos, durante horas. Con el paso de lassemanas, el problema cesó, no así elhábito. Si sujetaba un carrito de bebé, demodo inconsciente lo mecía. En aquelmomento, sin embargo, lo hacía demanera cansina, como si su peso fueraimposible para sus débiles fuerzas. Enrealidad, lo que sentía era la áspera yviolenta caricia del pánico. Respiraba

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entrecortadamente, con grandesbocanadas, como si el aire de laestación estuviera tasado y tuvieramiedo de ahogarse.

Lo que más le fastidiaba era quetodo se estaba desarrollando según elplan. El problema no era el plan. Elproblema era ella, que no estaba a laaltura. Lo había sabido al ver actuar a lapasma. Estaban por todas partes. Noestaba a la altura. E Iñaki tampoco.

«¡Mierda, no estamos preparados!¡Mierda, mierda, mierda!», repitió parasí.

«¡De acuerdo, Anne, no tenemosexperiencia, pero tenemos huevos! Hay

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veces que un par de huevos suplencualquier entrenamiento», habíasentenciado Joseba convencido, cuandose lo había comentado. Y ella, que no loestaba, se había limitado a sonreír a suhermano y a dejarlo correr. Pero habíallegado el momento. Y ella sentía queentre los tres no reunían el suficientevalor para llevar adelante la misión.Misión. Joseba lo llamaba siempre así.Ella no sabía cómo llamarlo. Porque elchavalillo lo había cambiado todo.Ahora era una madre. Y una mujercasada. Y el pasado le importaba menosque el futuro. Quería vivir feliz,prosperar... Naturalmente, deseaba

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vengar a su hermano. Pero el bebé..., elbebé había variado su escala deprioridades. Aunque, claro, ella siempresería una Gortari. Y su hijo también.

Un Gortari importante, por fin.De pronto, alguien tocó su hombro.

Se dio la vuelta asustada.—Esa carta, ¿es para enviar? Lo

digo porque voy a proceder a retirar lasaca del día. Y al verte con ella en lamano y con el sello de urgente... —escuchó en francés.

Durante una fracción de segundo,por entre las gafas oscuras queocultaban sus ojos, a Anne se le escapóel miedo. Tragó saliva. Se fijó en su

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interlocutor. Iba de uniforme. Le pareciómuy joven. Tenía cara de pastel de nata,ancha, blanca, suave. El color castañodel cabello parecía una cobertura deyema tostada. Repitió la pregunta. Fueentonces cuando Anne reparó en que, enefecto, seguía con la carta en la mano.Se relajó y se la entregó. Logrópronunciar un merci.

A las diez y dos minutos abandonóla estación.

Ya en el exterior, aceptó la llamada.—¿Por qué no coges el móvil?

¡Llevo una hora llamándote! —protestóel hombre.

—Hecho —respondió.

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Le siguió un aullido de triunfo.—¡Bien! ¡Ya no hay marcha atrás,

Anne! ¡Nos vengaremos de esoscabrones!

Su voz denotaba convencimiento. Yodio, un odio oscuro y denso. La mujerse soltó la coleta y volvió a recogerse elpelo mientras su interlocutor continuaba.

—Tuercas ya está en el pueblo. Nosespera en la casa. Date prisa.

—No me gusta que le llamesTuercas. Tiene nombre: se llama Iñaki.

—Como quieras, pero no tardes.Estoy en el aparcamiento. Tenemos querecorrer cuatrocientos kilómetros.

Joseba no descendió de la furgoneta

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azul, de cristales tintados. Fue ella laque colocó al pequeño en su silla, doblóel carrito y lo introdujo en el capó. Y nosin dificultad. El fuerte viento habíaarrastrado por dos veces el cochecitovacío. Cuando concluyó, se subió alasiento delantero. Le temblaba todo elcuerpo.

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12

Región de Lyon Ródano-Alpes,Francia. 3 de diciembre

El día pintaba gris. Amenazaba lluvia,pero sin duda lo peor era el viento, fríoy severo. Por momentos, soplabahuracanado y resultaba difícil avanzaren línea recta. A Iñaki, una de las rachasle había pillado desprevenido. Habíaperdido el equilibrio y chocado contrael lateral de uno de los vehículosaparcados en batería. Había adelgazado,

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pero seguía teniendo un buen flotadoralrededor de la cintura; aun así, alclavarse el espejo retrovisor en lascostillas se hizo daño. Le molestaba: lesaldría un buen moretón. Sin embargo, ladescarga de adrenalina era losuficientemente fuerte para compensar eldolor. Recordaba aquella sensación desus épocas oscuras. Pero ya no eraagradable.

Misión: así lo llamaba el pesado desu cuñado. A él, ese término le poníanervioso. El mismo Joseba le poníanervioso. Todo lo que rodeaba aquelasunto le ponía nervioso. De joven,como todos los de su barrio, había

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hecho alguna cosilla para laOrganización: entregar un paquete,seguir a alguien, recabar informacióndiscretamente, avivar unamanifestación... Nada serio. De hecho,nunca había recibido entrenamientoalguno. Sabía preparar un cóctel, perono una bomba casera, y se considerabaincapaz de resistir el interrogatorio deun policía experto. Bueno, ni siquiera elde un madero aficionado. Estaba segurode que se desmoronaría a la primera, sise daba el caso. Tragó saliva e intentódejar de pensar en ello. Se ocuparía deltema si llegaba y cuando llegara. Demomento, tenía que robar un coche. Y

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eso no era ningún problema para él.Conocía casi todos sus secretos, inclusola forma de robarlos. Además, se tratabade un Citroën, no de un Porsche. Enaquella fatídica ocasión, se impuso a símismo no hacerlo nunca más, pero notenía opción: debía romper su promesa.

Al pensar en ello, instintivamente lamano se le fue a la cabeza, al lugardonde sus largas rastas habían tenidoasiento. Tras perderlas, buscó unapeluquería y se rapó. Fue su forma deprotestar; una manera estúpida, sin duda.Sin pelo sobre la cara, la mancha delojo resultaba más evidente. Parecía unapancarta de las que había dibujado de

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crío. Pero ya no pedía a la policía quese fuera, sino a los Gortari que salierande su vida y le dejaran en paz. No queríasecuestrar a nadie, ni matar a nadie. Noquería verse involucrado en nada quetuviera que ver con la Organización. Noquería estar casado, ni tener que ver conesos malditos genes Gortari. Con suprotesta, sólo consiguió estar lo más feoposible en una boda que no queríacelebrar. Anne se había comprado unvestido y un sujetador con relleno.Estaba espantosa con las piernas flacasy nervudas al aire y ese apósito de gomaen el pecho. Él se negó a comprarseropa nueva. Vistió sus viejos vaqueros y

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su zamarra de siempre, pero exigió quesu madre acudiera como madrina.Joseba le permitió usar el móvil parallamarla y luego lo recuperó, losuficientemente rápido para que nopudiera memorizar el número. Pero nopudo evitar que le escribiera una largacarta en un descanso, durante el trabajo.Se la entregó el día de la boda, tras laceremonia civil, introduciéndosela en elescote durante uno de los abrazos.

A partir de ese momento, todas laspelotas estaban en su tejado. Era unamujer valiente y con arrestos. Aunquecontaba con pocos medios, confiaba enella. Carecer de recursos no es óbice

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para una madre brava. Además, ya lehabía sacado de otras. Recordabaaquella última vez, ¿cómo no iba arecordarlo? Operación Le Mans. Desdeentonces, cada vez que veía un Ferraripensaba en ella. No quería que volvieraa ocurrir. Lo que desafortunadamenteIñaki desconocía era que, la nocheprevia a su viaje, su madre habíarecibido una visita inesperada. JosebaGortari había acudido a su casa paraexplicarle qué les ocurría a quienes norespetaban las reglas.

Eran las siete menos cuarto de lamañana. Según el calendario que habíaconsultado, en esa zona no amanecía

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hasta las siete y nueve minutos, pero elhorizonte ya empezaba a amarillear. Esole facilitaba la tarea, pero, al mismotiempo, le exponía a ser visto. Debíadarse prisa. Había dado bastantesvueltas por la zona y finalmente habíalocalizado lo que buscaba. En elaparcamiento abierto en la trasera de lacatedral, había localizado dos vehículosfáciles de abordar que correspondían alos de la lista de matrículas encontradasen el bidón enterrado en Zegama. ElMegane era de color negro, mucho másfrecuente y discreto, pero Joseba habíaoptado por un Citroën ZX verde del año1995. Se lo comentó, pero éste le

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recordó quién daba las órdenes, y noprotestó más. Su cuñado le provocabaescalofríos. Pese a que le sacaba veintekilos, estaba seguro de que se lozamparía sin pestañear y de un solobocado en cuanto no sirviera a suspropósitos. En una ocasión, había vistopasar a un gato callejero con una piezaen la boca. La caza era reciente porquela delgada cola blancuzca que asomabapor entre sus dientes aún cimbreaba.Cuando miraba a su cuñado, siemprerecordaba aquella escena.

Siguió avanzando hacia el Citroën.Estaba en una esquina del aparcamiento,un lugar mucho más visible. Pero a

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aquellas horas intempestivas, y con elviento que corría, no había nadie por lazona. Esperaba que ningún madrugadorle sorprendiera; aun así, se aproximózigzagueando, dando tumbos como sihubiera pillado una buena cogorza. Laverdad era que había bebido un poco.Más que nada, para sacudirse losnervios, pero también como estrategia.Estaba en Francia, siendo español, e ibaa robar un coche. Si todo salía mal y lepillaban, olería a coñac. Y podría decirque no sabía lo que hacía.

Llegó hasta su destino. Se aproximóal coche y se apoyó en él con las manosa la espalda. Se llevó una grata

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sorpresa: estaba abierto. Se colódentro...

«¡La leche!», exclamó. Hubiera dadosaltos de alegría de haber estado en unlugar abierto. ¡Las llaves estaban en elcontacto! «Estos franceses están locos»,masculló.

Arrancó y salió del pueblo, endirección a la casa que habíanalquilado, distante apenas veinteminutos conduciendo a la velocidadindicada por las ordenanzas. Allí leesperaban Joseba, su mujer y elpequeño. Antes, se detuvo en el bosquey recogió la bicicleta con la que sehabía acercado al pueblo.

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Al introducirla en el maletero, elanillo de casado brilló en su dedo. Soltóun par de palabrotas. No le había hechoninguna gracia casarse, pero a quienmaldijo fue a su puñetero cuñado. «Sihay una posibilidad de que Anne sequede viuda, mejor que sea una viudalegal», le había dicho. El muy cabrón.

Dejó de pensar en ello y seconcentró en la puñetera «misión».

Cuando escuchó a su cuñado detallarla procedencia del objetivoseleccionado, pensó que se había vueltoloco. Efectuar un secuestro en territoriofrancés era en sí una idea descabellada,pero arriesgarse a secuestrar a un

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inspector al servicio de la Interpoldenotaba una completa chifladura. Depoder elegir, siempre es preferible nosalirse de las fronteras, delinquir en tupaís, optar por alguien nacional einsignificante. Alguien español,pequeño, de alguna aldea de la zona deVitoria o Navarra.

Estaba pensando en ello cuando elnombre le llegó a los oídos. Fue cuandola sangre se le heló en las venas. ¡Iturri,por todos los demonios, no podía ser!

Joseba había estado una semana enLyon, siguiendo al inspector, analizandosus costumbres y tratando de localizarsus puntos débiles. Al parecer, el tío

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tenía tablas. Era precavido y cuidadoso.Casi no mantenía rutinas, ni dejaba versus flancos. Sin embargo, la suerte lesonrió y terminó por descubrir dónde leapretaba el zapato: fumaba en pipa.Averiguó dónde estaba elestablecimiento al que acudía a comprarel tabaco, siempre los jueves. Estaba enel bote.

Si aquel dichoso viento no terminabapor transformarse en un huracán y lofastidiaba todo, un día después, aquelcoche verde se merendaría al inspector,como un lagarto a una mosca de mierda.Y entonces él estaría jodido parasiempre.

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III

LA PRESA

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1

Lyon, Francia. Tarde del 4 dediciembre

Como la mayoría de sus colegas, agentesal servicio de la Interpol, Juan Iturriposeía múltiples nombres. Algunos leconocían como «el Verde»; otros como«Merlín». Para la mayoría erasimplemente García. Ése era el apodoque más le gustaba. Le halagaba. Pasarpor un tipo corriente, insignificante,deliberadamente anodino, es todo un

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arte, en el que, con el tiempo, se sabíarozando el virtuosismo. A los ojos delmundo, casi había logrado parecer unordinario emigrante español, otroespécimen sin mística ni ritos; unGarcía, en el mejor de los sentidos.

Vestía mate, calzaba corbata de lanay un minúsculo apartamento de undecoroso barrio de clase media leservía de nido. A todas luces, su vidareflejaba la grisura propia de unaspirante a francés: nada estridente,nada demasiado venturoso niespecialmente dinámico. Nada blanco,nada negro y, por descontado, nada rojo.Por mantener las formas, amén de por

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otras razones obvias, de vez en cuando,salía con alguna mujer (en rarasocasiones dos veces con la misma;jamás tres), compartía una jarra decerveza con algún conocido y celebrabaen la taberna los goles del Barça o delOlympique. Como cualquier ciudadano,en pulcro mimetismo, cada noche sacabala basura, separada en tres bolsasdistintas, y cada mañana bajaba a laboulangerie dispuesto a adquirir supequeña baguette.

En suma, no era sino otro inmigrantecorriente. De hecho, lo único que lediferenciaba de sus homólogos Garcíaera que, como un prestidigitador, en un

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mísero instante podía desvanecerse sinque nadie se diera cuenta... o casi.

Los colegas más jóvenes de laoficina le habían bautizado con el apodode «el Pipas». Cuando oía esesobrenombre, la sangre le hervía en lasvenas. No era que lo empleasen sinrespeto o con un punto de insolencia:con el tiempo se había labrado unaintachable reputación en la luchaantiterrorista. Era la mordida del orgullolo que sentía. Fumaba en pipa, y nopodía ni quería dejarlo, aspecto queprovocaba un roto no pequeño en sucuidado disfraz. Si sus jóvenesdiscípulos habían sido capaces de

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captar esa peculiaridad, en el bando delos diabólicos extremistas, cualquierapodía hacerlo también. Y, sin embargo,no podía evitarlo: era un fumadorempedernido. Fumar no era para él unaafición, ni una manía, ni siquiera unhábito: era una tórrida y ciega pasión.Llevaba amarrado a la nicotina desdelos doce años. La necesitaba como eldiabético la insulina o el mafioso elpoder. Tras un primer romance con loscigarrillos sin filtro y alguna cortaaventura con los puros, terminó porprendarse de la pipa. Y le seguía siendofiel.

Con el paso del tiempo, el ya de por

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sí pequeño club de las cachimbas se ibareduciendo a pasos agigantados, demodo que cada vez resultaba máscomplicado hacerse con tabaco fresco.Además, Iturri no se conformaba concualquier marca. Salvo emergencias(cuando no tenía tabaco era capaz dequemar casi cualquier cosa), fumaba St.Bruno Ready Rubbed, una mezcla deVirginia y Kentucky, de sugestivo aromay quema lenta y fresca. No era unamarca exclusiva, ni especialmente cara,pero procediendo del extranjero,resultaba aún más difícil de localizar.Por eso, cuando dio con el pequeño ycoqueto establecimiento de la afectuosa

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madame Blanchard, su felicidad se tornócompleta.

El local, situado en la calle ÉmileZola, en el corazón del viejo Lyon, lepillaba a trasmano y le obligaba aatravesar la ciudad de punta a punta; sinembargo, recibía género fresco todos losjueves a mediodía. Pese a que noignoraba el riesgo que rutinas yrepeticiones provocan en la vida de unagente, acudía invariable ese día, al caerla tarde, al establecimiento. Su relacióncon madame Blanchard era tan estrechaque, de faltar a la cita, avisaba a ladama con antelación, porque ella, fiel asus clientes, no cerraba hasta que

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retirara su paquete.—Bonjour, monsieur García. —

Nunca le había confesado su verdaderonombre, aunque no había podidosustraerse a su acento—. Aquí tiene sutabaco; fresquísimo, como siempre.

—No esperaba menos de usted,querida señora. Está verdaderamenteguapa hoy. ¿Cuándo va a acceder acenar conmigo?

—¡Ah, cómo es! ¿Qué diríamonsieur Blanchard si le oyera?

Tomar el metro hasta el centro,coquetear inocentemente con la adorablemujer, recoger el tabaco y luegoquedarse a cenar en alguno de los

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bouchons de los alrededores: ésa era surutina del jueves. De todos los jueves detodas las semanas de todos los meses.

Sabía que era una debilidad, peronunca pensó que habría de costarle tancara. Lo desconocía cuando salió decasa aquella mañana, temprano, peroaquél iba a ser su último jueves deGarcía.

La ciudad se había levantado enestado de alerta. El frío era el de laestación; el viento, no. Abrió losnoticiarios. Inusitado, incluso para laventosa Lyon, la fuerza de laciclogénesis explosiva removió árbolescentenarios, retorció persianas, volcó

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contenedores, dobló señales de tráfico yasoló sin piedad el jardín botánico, unade las glorias de la ciudad, desgraciaque los versados no dudaron en calificarde irreparable. Bandadas de hojasmuertas, campando a sus anchas,vaciaron las calles con la eficacia de untoque de queda. Algunos colegioscancelaron sus clases, la orquestasinfónica suspendió el conciertoprevisto y muchos organismos públicoscolocaron el cartel de cerrado hastanuevo aviso. Los sufridos comerciantesde la zona centro, que ordeñaban en losprimeros días de diciembre más de lamitad del espíritu navideño, hubieron de

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rendirse a la evidencia: Santa Claustendría que esperar.

Juan Iturri no prestó atención aninguno de los avisos, tozudamentedifundidos por las autoridades locales.Como siempre, fue a trabajar. No iba adejar que una colección de timoratosburócratas decidiese su destino. Teníaprevisto peinar una lista de nombres desospechosos yihadistas franceses, quehabían renovado recientementepasaporte y se disponían a salir haciaIrak. El trabajo no podía esperar.

El autobús se retrasó más de mediahora y en el tramo posterior, que hacíacaminando, empleó cerca del doble del

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tiempo previsto. Pero eso no le hizodesistir. Cuando llegó, el edificio estabacerrado y la garita del portero deguardia vacía, pero tenía las claves deacceso; no era excepcional verle entrara altas horas de la madrugada. Y, comoera jueves, cuando terminó de pulir suinforme y lo envió por email a sussuperiores, se apresuró a acercarse a lacalle Émile Zola. Antes, eso sí, armadode paciencia, telefoneó a madameBlanchard, que obviamente no teníaintención de salir a la calle con unaciclogénesis suelta, y que alegaba queese día no había recibido paquetealguno. Empleó un buen rato en

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convencerla. Tras esa larga y amableconversación, en la que los años de fielfeligrés salieron a colación, logró queabriese para él. Estaba sin tabaco: podíaarreglarse con cualquier marca, peronecesitaba provisiones hasta queescampara. La mujer, que ibacumpliendo años, terminó por accedercon la condición de que monsieurGarcía la recogiese en el portal de sucasa, colindante con la tienda, y luego laacompañase de vuelta. No queríaromperse otra vez la cadera.

Juan Iturri aceptó la propuesta debuena gana. Por su tabaco, hasta lehabría llevado en brazos a Giorgo, el

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grueso felino de angora que le hacía lasdelicias. Además, ¡por todos los santos!,no era un huracán, ni un ciclón: sólo unventarrón con malas pulgas y nombrepomposo.

A diferencia de su estanquera, elinspector sentía fascinación por elviento, especialmente cuando semostraba rabioso. Lejos de verlo comoun mal presagio, por alguna extrañarazón, notar su avieso aliento en elrostro le producía un placer casiromántico. Las ráfagas le olían adestino, a soledad compartida. Eltemblor de las plantas, el eco de lasramas, el vuelo de las hojas le hacían

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retornar a su niñez: evocaba la sutilezade los perfumes de su tierra navarra,recordaba a su madre, extrañaba a susamigos... y añoraba a su querida LolaMacHor. La única mujer a la que habíaamado. Y la única a la que nunca tendríaentre sus brazos.

Y, no obstante, aquel jueves esasráfagas entonaban estrofas oscuras. Sí,le rondaba un mal presentimiento.Cuando salió de casa tras el desayuno,con la bufanda bien anudada al cuello,se detuvo, se volvió y levantó la vista. Yal contemplar el balcón de suapartamento alquilado hubo de sujetarseel corazón, que se le escapaba. Porque

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en ese instante tuvo la íntima convicciónde que no regresaría. No podría explicarlo que ocurrió pero supo con esa certezaque superaba toda duda que, tomara unadirección u otra, fuera a derecha o aizquierda, al norte o al sur, al final leesperaba un agujero negro.

Intentó pensar en otra cosa. Luego,intentó dejar de pensar. Lo logrómetiendo la cabeza en el trabajo, perocuando tomó el metro para ir a laestación de Vieux Lyon en busca de sutabaco, la vaga sensación de peligroinminente con la que se había levantadose hizo firme a su lado.

Se sentó en el vagón, en el sitio de

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siempre, al fondo, junto a la ventana, yrespiró hondo. Tiritaba. Y no por el frío.Temblaba porque olía a rata; era un olortan nítido como el del gas y tan densoque se gritó a sí mismo que debíaexcusarse con madame Blanchard, darmarcha atrás y perderse en la nada parasiempre. Pero no lo hizo. Había unarazón de peso: necesitaba el tabaco. Yotra aún más evidente: según los datosque obraban en su poder, sus temoreseran infundados.

Había convivido dos largas décadascon el terrorismo vasco; sabía bien de loque las ratas eran capaces, pero tenía lacerteza de que las circunstancias habían

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cambiado radicalmente. Con una treguavigente, que parecía seria y definitiva,debería poder estar tranquilo. Deberíapoder ir a por su tabaco sin mirarse loszancajos. Debería, y, sin embargo, noera así. Su olfato los detectaba: tenía elconvencimiento de que le estabansiguiendo.

Cerró los ojos y respiró hondovarias veces. Las imágenes se leagolpaban en la cabeza.

«Hay síntomas claros de que estaocasión es la definitiva. El presidente yaha dado pistas y realizado los gestosoportunos en la ONU. El siguiente pasolo darán ellos.» Ésa era la idea que le

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habían transmitido sus jefes y quellevaba en la cabeza cuando tomó el trenque le llevó a París y el taxi para ir alaeropuerto. Era un 2 de noviembre. Esamisma noche retomarían lasnegociaciones.

El vuelo de SAS aterrizó a las dos ymedia de la tarde. Llovía, estaba oscuro,ya noche cerrada, y las calles tenían unafina capa de nieve en las aceras. Elcoche que le esperaba le condujo hastaun hotel perdido en medio de un lago. Lehabían dicho que el proceso sería corto,un par de días a lo sumo.

Le sorprendió el lugar. Solíanemplear sitios discretos, pero aquél se

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hallaba completamente aislado. Nohabía nada por los alrededores. Estabaacostumbrado a negociar. Compartirmantel no le preocupaba, pero hubierapreferido que, tras las reuniones, cadamochuelo volviera a su olivo. Allí noera posible: se los encontraba en laplanta que les tenían reservada, perotambién en el bufé del desayuno, y en elgimnasio, y en el bosque por donde salíaa correr. No le preocupaba la seguridad,la policía del país estaba por todaspartes; pero le agobiaba la sensación deenclaustramiento. Al final, lasnegociaciones se habían extendido seislargos días. Hubo malentendidos y

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suspicacias, idas y venidas, demasiadosparones y acelerones, y al final fruto.Recordaba nítidamente el último paseopor el bosque y la contundenteafirmación de su acompañante: «Noatentaremos contra personas, viviendas,bienes, edificios o símbolos. Noharemos extorsión. No adquiriremosarmas ni organizaremos revueltascallejeras». ¿Qué había cambiado desdeaquello, qué se había perdido? ¿Porqué? ¿Y por qué él?

No le encontraba el sentido.Una vez en la estación, esperó a que

los otros dos pasajeros abandonaran elvagón, y luego descendió él. Miró a

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derecha e izquierda, dio varias vueltaspor entre los andenes desiertos, yfinalmente dejó atrás la estación. Yerma,con el viento aventando la hojarasca, alcaer la tarde, la larga avenidapresentaba un aspecto fantasmal. Alcaminar, las hojas crujían como sipisara escarabajos muertos. El sonido learrancó un nuevo escalofrío. Se subiólos cuellos de la zamarra, se desabrochóla cremallera y protegió la cachimba conla tela. Necesitó tres intentos para que elhumo le ciñera los pulmones. Luego,continuó su camino, sin perder detallede lo que le rodeaba. Estaba entrenadopara ello.

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Con desagrado, notó que letemblaban las manos. Era un temblorimperceptible incluso para un ojoexperto, pero no para él. Tenía miedo.Defensivamente, el miedo es unmecanismo útil, si se sabe controlarlo.En otro caso, se convierte en un estigma,en un barro pesado pegado a la piel.Cómo respondería en aquella situaciónera una incógnita, lo único que tenía porcierto era que estaba jodido: ellosestaban allí y él no quería tener miedo.

No pudo precisar dónde los avistópor primera vez. Rememorando loshechos, cree que fue durante el fin desemana, en el mercadillo de la Saône.

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Lo visitaba con cierta frecuencia,aunque nunca todas las semanas. Legustaba levantarse temprano y acercarsehasta allí para comprar verduras yfrutas, y de paso ver qué quesos llevabamonsieur Tourain. El quesero, un tipoenorme, bonachón, natural de Pau yenamorado de su artesana profesión,disfrutaba haciendo degustar sumercancía a todo el que se aproximaba asu puesto, que su mujer adornaba conunos impolutos paños de cuadros rojos yblancos. Sin embargo, el últimodomingo ocurrió algo extraño: aquelhombre pequeño y enjuto, con los ojoscubiertos por unas anticuadas gafas de

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sol tintadas de verde, al ver acercarse elenorme cuchillo que sujetaba una migajade queso de cabra especiado, se azoró y,sin tocarlo siquiera, abandonó el puestoa la carrera. Fue un comportamiento taninusual en el mercadillo de un díaferiado que Iturri se fijó en su rostro: nolo había visto antes, pero resultabaevidente que no estaba allí para hacersus compras semanales.

Más tarde, por dos veces, creyó verel arete negro de su oreja en el barrio:una vez junto a la panadería; otra, frenteal portal. Lo dejó correr. Era ya buensabueso cuando trabajaba para lapolicía española. Con el tiempo, lejos

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de perder facultades, había idomejorando. No fue el olfato lo que lefalló: fue la cabeza. Fue la putaracionalidad la que le jugó esa malapasada, porque era cierto que los datosque obraban en su poder decíansimplemente que era imposible que lasratas hubieran vuelto.

Pero olía como nunca a cloaca...Se detuvo ante el escaparate

iluminado de una librería. Le gustabaleer, pero en aquel momento tenía lacabeza en otro sitio. Fingió mirar lostítulos expuestos, aspiró por última vezel humo dulzón de la cachimba y golpeódespacio la cazoleta contra el muro de

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ladrillo de la derecha, a fin dedesembarazarla de las hebras de tabacorubio. Maldijo en voz alta, como si nolograra su propósito, y empezó ahurgarse en los bolsillos hasta dar conun retacador. Esos instantes lepermitieron echar un nuevo vistazo a loscoches aparcados en la acera deenfrente. Dos personas deambulaban enese momento por la calle, luchandocontra el viento. Cada uno a lo suyo.Cortés, francés. Por lo demás, nopercibió nada sospechoso. Aun así,continuó con la farsa: hizo como sibuscara el tabaco y, en el proceso,guardó la pipa y extrajo el móvil de su

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funda, que llevaba colgada en elcinturón. Lo introdujo en la faltriquerade la zamarra, al alcance de los dedos.Bajó la vista, y conservando las manosen los bolsillos, continuó caminando.Definitivamente, hacía frío, un fríohúmedo: la lluvia se percibía en elvendaval; el olor a rata en el aire.

Asió el móvil. Al acariciar lafrialdad metálica de la carcasa, laimaginación le devolvió el tacto de suarma. La echaba de menos. Hacíatiempo que no iba armado: el traslado ala Interpol, una unidad de información,había modificado paulatinamente laesencia de su trabajo. Haciendo labores

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de despacho y con la pantalla delordenador como herramientafundamental, no lo necesitaba. Por otrolado, Lyon era una plaza tranquila... Sinembargo, en aquel momento se hubierasentido mucho mejor empuñando unaGlock. Siempre es preferible morirmatando, en combate, y no como unaoveja estúpida en manos de un matarifecruel.

Atravesó la pasarela del Palacio deJusticia dando tumbos, zarandeado porel viento. Debía girar a la derecha paratomar Quai des Célestins, pero la zanjaabierta en la calzada le obligó a rodearla desvencijada acera. Allí fue donde

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sus sospechas se transformaron encerteza.

Hasta ese momento lo intuía.Entonces, lo vio.

La tarde era oscura además de fría.Pero la luz amarillenta de las farolas,encendidas desde hacía horas, y el gajode luz que aún asomaba en el horizonte,le permitieron captar el golpe delguardabarros. No había duda. Era elviejo Citroën ZX verde que había vistoaparcado frente a su casa; el mismo conel que se había cruzado aquella mañana,al salir hacia el trabajo.

Aguzó la vista. En la distancia,alcanzó a vislumbrar el interior del

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vehículo. Dos hombres ocupaban losasientos delanteros. Ambos fumaban. Seles notaba nerviosos. «Chupan lascolillas como las tetas de sus putascamaradas. ¡Ellas sí huelen a rata!; unolor pestilente el de las ratas en celo,alcantarillas llenas de mierda. Sí, lashembras son las peores —pensó para sí—. Mejor que sean hombres.»

En un flash, el apergaminado rostrode la dulce madame Blanchard le vino ala cabeza. Y mientras le pedía disculpaspor hacerla esperar en balde, llegó a laconclusión de que ocurriría lo peor. Mas¿qué era lo peor? Apenas un par de añosantes, hubiera apostado por un tiro en la

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frente y otro, mal llamado de gracia, enla sien. Pero, con la tregua, todo habíacambiado. Ésa, y no otra, era la preguntaque le martilleaba el cerebro, porque, sino iban a matarle, ¿de qué podíaservirles un inspector de la Interpol,reciclado para la lucha contra elterrorismo islámico?

En ese instante, el conductor delCitroën mamó de nuevo de su cigarrilloy Juan Iturri pudo vislumbrar losperfiles de su rostro. Era un buenfisonomista y creyó reconocer a uno deellos, el más grueso. Permanecióinmóvil un instante, y lo confirmó. Sinduda, era su marca. Resultaba

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inconfundible. No lo podía creer.«¿Salamandra? ¿Es él? ¡No es

posible! Sí, sin duda lo es. Joder, ¿quéhace aquí? ¿Por qué me sigue? ¡Malditarata, debí acabar contigo cuando tuveocasión!», masculló.

Con la esperanza de que no lehubieran visto, giró hacia la izquierdapegado al muro y se encaminó hacia lazona más turística de la ciudad: allí, almenos, contaría con alguna oportunidad.Pero la suerte no tenía intención decomportarse. De entre la hilera devehículos estacionados, surgió elCitroën verdoso del guardabarrosabollado. Llevaba las luces apagadas y

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avanzaba muy despacio, casi planeandosobre la calle. Iturri echó a correr. Eraun buen atleta, corredor aficionado.Media maratón. Estaba algodesentrenado pero desde luego podíarecorrer una buena distancia sindespeinarse. Pero no se trataba de unacarrera, sino de arañar tiempo al tiempo.Dobló la esquina hacia la izquierda. Laplazuela vertía sobre una calle estrechay corta, desierta. Sabía que se estabaponiendo a su merced, pero la maniobrale regalaría el tiempo que necesitaba. Sedetuvo, sacó el móvil del bolsillo y seconcentró en las teclas.

Redactó el corto mensaje y apretó la

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tecla de enviar. La cobertura era escasaen aquella zona. El teléfono renqueaba.Volvió a enviarlo. Repitió una terceravez la operación.

Enviando...El pitido metálico le avisó de que la

operación había concluido con éxitocuando le dieron caza. El Citroënderrapó a sus pies. Sus dos ocupantesdescendieron dejando el motor delvehículo en marcha. Lucían modalesbroncos y pistolas de nueve milímetros.En cuanto a él, iba desnudo. ¿A qué otracosa podía asemejarse ir desarmado?No era capaz de decir si el miedo se lehabía filtrado a la cara, pero no pudo

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desprenderse de la sorpresa que leembargaba. Cuando le amordazaron y lemetieron en el maletero, aún no dabacrédito a lo que estaba sucediendo.

Por lo demás, su vista habíaresultado certera. Conocía al másgrueso. Salvo porque se había rapado elpelo al cero y echado unos kilos depeso, Salamandra no había cambiadodemasiado. Lo tenía a su derecha. Lecontemplaba con la sonrisa miedosa querecordaba de antaño. El otro le resultabadesconocido, pero percibió enseguida laabierta arrogancia de su gesto. Él eraquien llevaba la voz cantante. Sedeshizo de las gafas oscuras. Estaba

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mejor con ellas puestas. Era un hombrede desagradable aspecto.Definitivamente, era el tipo delpendiente negro que había visto en elmercadillo. Su mirada era oscura peroconfusa. Esto le hizo concluir que no lastenía todas consigo. Parecía alterado.«Mal asunto —reflexionó—. Siempre,en cualquier situación, incluida ésta, espreferible un profesional.»

No pudo pensar más. De un revés, elsegundo tipo le arrancó el móvil deentre las manos. Era un hombre menudo,pero sus brazos eran fuertes y sus puñosparecían entrenados. El aparato cayó alsuelo sin remedio. Su asaltante se

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acercó y, muy despacio, comoregodeándose, lo aplastó con la suela desus botas de monte. El inspector Iturriera un enamorado de la tecnología. Elsuyo era un iPhone de última generación.Su raptor intentó en tres ocasiones, todassin éxito, usar las botas para destruirlo.Salamandra permanecía quieto, en undiscreto segundo plano. Sólo se moviócuando su compañero pidió su ayuda.Unos segundos después, el móvil quedódestrozado en la acera.

La víctima no trató de defenderse, nohubiera servido de nada, pero en todomomento, incluso cuando sintió lapresión de la culata en las cervicales, se

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mantuvo erguido. Tenía la boca seca y elcorazón arrugado como la piel demadame Blanchard, pero no suplicó.Rogar por su vida era lo último quehubiera hecho en aquellascircunstancias. No se tenía por valiente,sólo por perro viejo. Sabía distinguir lapaja del trigo y las ratas jóvenes de lasviejas. Aquéllas eran del todoinexpertas. Y con los novatos siempreresultaba contraproducente dejarentrever el miedo. Además, de querermatarle, ya lo habrían hecho.

—Tienes la fuerza de una niña —leespetó.

Los ojos del hombre adquirieron una

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textura pétrea, su mandíbula parecióalargarse hasta competir con su nariz. Seacercó a su víctima y le susurró al oído:

—Veo que conservas el buen humor,inspector. Me alegro. A ver cómo te ríescuando expire el plazo y tenga queejecutarte. A ver si entonces el valienteIturri sigue con ganas de burlarse.

Un puñetazo selló su amenaza.Iturri notaba el sabor de la sangre en

el paladar y un intenso dolor en el ojo,cuando el gordo, a una orden de sucompañero, le sujetó por la espalda.

—¡Salamandra, piensa bien lo quehaces! En esta ocasión no te librarás —le soltó.

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El hombre se apresuró a colocarle eltrapo sobre la boca y la nariz. Se tratabade algún tipo de narcótico, que Iturri nosupo identificar. No era cloroformo,porque conocía el olor. Debía detratarse de alguna otra droga más suave.De pronto, le pesaron los hombros y laspiernas se le doblaron. Entre los irrealesvapores percibió que le ataban los piesy las manos y le pegaban un plástico enla boca; notó que le alzaban y luego,como un fardo, le dejaban caer dentrodel maletero, frío y húmedo, del Citroënverde.

Pero entre nieblas escuchó unaconversación que le devolvió la

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esperanza.—¿Salamandra, por qué te ha

llamado Salamandra? —preguntaba eltipo desconocido.

—¡Y yo qué sé, tío! Me habráconfundido con otro. Es la primera vezque lo veo —mintió.

—Es muy posible que tengas razón.No sabe quiénes somos... Y, pese atodo, lo de Salamandra me gusta. Es unapodo simpático. Me gusta...

Cerraron el maletero del vehículocon un golpe seco. A los ojos delinspector Iturri, la tarde fue perdiendo elcolor y se volvió ocre; luego, gris.Finalmente, se borró. Enseguida, el

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vehículo se puso en movimiento. Iturritrato de concentrarse. Sus capacidadesse hallaban muy mermadas: aun así lepareció que cogían rumbo norte.Entonces, fue cuando se percató de queseguía vivo. Y de que desconocía elmotivo de su secuestro.

«¡Lola, por favor, lee el mensaje!»,suplicó entre aquellos sueñosespectrales.

«¡No lo entenderá!», replicó sumente atribulada.

De inmediato, la contradijo.«Ella sí, ella lo entenderá. Y me

buscará.»Antes de perder el conocimiento, se

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dio cuenta de que todavía era jueves.¡Pobre madame Blanchard!

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IV

LA BATIDA

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1

Tribunal Supremo, Madrid. Tarde del 4de diciembre

Las expectativas de la juez MacHor paraaquella tarde de diciembre estaban a laaltura de sus zapatos. Los habíaestrenado por la mañana y, aunqueconseguían elevarla diez centímetrossobre el suelo, eran grises desde lapunta hasta el tacón, y le estabanmachacando el juanete. Quizá sería máspreciso decir que sus perspectivas se

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hallaban a la altura de su toga, negracomo el betún; o del tiempoatmosférico: en todos los telediariosavisaban de la aparición de un extrañofenómeno llamado ciclogénesisexplosiva. Su ánimo cabizbajo noprocedía de la perspectiva de pasarseuna tarde más presidiendo la sala penaldel Tribunal Supremo, como de unenrevesado caso con el que llevabantoda la semana.

Frente a ella se sentaban ochohombres. Todos menos uno vestíantrajes oscuros y corbatas de seda bajosus togas. Todos eran abogados ofiscales. Todos menos el acusado. No

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hacía falta más que un vistazo paradistinguir a este último. Era un tipodesagradable. Por descontado que de losmalos malísimos no cabe esperar uncomportamiento recatado, pero aquéltenía un aspecto completamente innoble.Vestía un traje de rayas blancas(teniendo en cuenta su anchura, másparecían rayas en un traje que un traje derayas), zapatos de piel de cocodrilo conpunta dorada, peinado de mohicano ytatuajes, sobre todo tatuajes. Le quedabapoco territorio virgen. Los dibujos se leescapaban desde la camisa hacia lasmanos, llegando a colonizar los dedos.Ocupaban el cuello y la nuca, y

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repoblaban la parte rapada de su cabeza.Había nacido en Crimea, pero tenía

pasaporte ruso. Según se había podidoconstatar, estaba en nómina de unempresario multimillonario residente enSan Petersburgo, pero con casa enMarbella, lugar donde se habíacometido el crimen. En otras palabras,era un excomandante del ejército de laUnión Soviética, a las órdenes de unmafioso sin escrúpulos. Un juradopopular lo había encontradounánimemente culpable de asesinato,con todo tipo de agravantes, incluido elensañamiento. Había quitado la vida auna joven de nacionalidad letona

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asestándole treinta y tres puñaladas.Antes de sacar la navaja, se habíadivertido un poco con ella, lo suficientepara que su novio recibiera el mensaje.Si quería seguir vivo, debía hacer lo quese le pedía. Como era obvio, el joven sehabía apresurado a vender la concesiónque el mafioso deseaba comprar.

Si bien el delito había sido probadoy el jurado lo había consideradocriminalmente responsable delasesinato, sus caros abogados habíanplanteado un recurso negando lapresencia de ensañamiento.

La sesión estaba siendo movida.El fiscal, en pie, hacía uso de la

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palabra.—Mire, letrado, si quiere usted

escucharse, grabe un disco. Aquídebemos atenernos a los hechos, y éstosson nítidos, claros, transparentes...

La defensa contraatacó de inmediato.—Señoría, diga lo que diga el

Ministerio Fiscal, es obvio que a micliente no se le puede añadircircunstancia de ensañamiento alguna...

—El abogado defensor deberíaechar un vistazo a las pruebas pericialesforenses. Con el informe de la autopsiabasta. Si se tomase la molestia de leerlocon detenimiento... —Se detuvo uninstante—. Rectifico: ni siquiera el

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detenimiento es necesario. Incluso si lolee superficialmente, verá que allí seasegura que la víctima recibiópuñaladas en cara, cuello, extremidades,estómago, torso y un largo etcétera hastaun total de treinta y tres. Tres de ellasafectaron a órganos vitales y fueronmortales por necesidad; no obstante, elacusado siguió acuchillándola con granviolencia una y otra vez. Es obvio quecon la única intención de causarle mayorsufrimiento.

—La sala sabe que no negamos eseextremo. Mi cliente ha aceptado loshechos. Sin embargo, lo que aquí sedilucida es el ensañamiento, y en ese

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extremo hay que decir que el número noes importante. Que las veces que le hiriócon arma blanca son elevadas no hayduda, pero lo hizo porque tenía la claraintención de acabar con su vida, nadamás. La reiteración no implicanecesariamente ensañamiento. No sepuede colegir de un número que tuvierael propósito deliberado e inhumano decausarle un mayor dolor del que eranecesario para matarla, que es comodefine nuestro Código Penalensañamiento. Lo que nosotrosconcluimos, más bien, es que la mujerintentó repeler la agresión y se resistió,con lo que mi cliente debió incrementar

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la intensidad de su ataque. Losnavajazos no mortales no se realizaronpara elevar el dolor de la víctima. Micliente no podía saber cuáles de esascuchilladas eran mortales y cuáles no.Pero sí quería asegurarse de cumplir conlo que había ido a hacer: acabar con suvida.

—Y lo hizo, sin duda. Pero sucliente eligió un método cruel de matar.Cuando fue detenido iba armado.Llevaba una pistola cargada. Si deseabaasegurarse de que su víctima moría,debería haberle pegado un tiro. En vezde eso, le propinó treinta y trespuñaladas... ¿Ha leído el informe de la

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autopsia? Los forenses hablan de«conducta depredadora». No puedeinferirse otra cosa que ensañamiento.¡Por todos los santos, le arrancó tresdientes! ¿Y qué me dice del mordisco enel lóbulo de la oreja derecha? Porcierto, que el trozo que falta no fuehallado en la escena del crimen. Inclusopodría inferirse que se lo comió. ¿No eseso ensañamiento?

El joven abogado se quedó sinpalabras. No había dado importancia ala presencia del arma. Ni siquiera sabíalo del lóbulo de la oreja. Miró a lapresidencia. La juez MacHor leobservaba seria y mayestática.

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Entonces, un zumbido corto, que serepitió tres veces separadas por escasosinstantes, la distrajo. Sin duda, eranmensajes. Procedían de su móvil, ocultobajo la espesura de la montaña deexpedientes, desplegados sobre lahistoriada mesa de la sala. Comoparticipaba en el juicio, lo habíaprogramado en modo silencio. Pese aese detalle, y al jaleo de la sala, la juezpercibió el sonido con nitidez. Dehecho, llamar a esa opción «silencio»resulta una absoluta exageración; diganlo que digan los fabricantes, losaparatos se hacen sentir. La alternativamitiga el tono, sin duda; lo dulcifica,

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casi lo afemina, pero no lo anula, por nohablar de la vibración, que llegó aremover la carátula del expedientecontiguo.

Exageración o no, ella lo oyó. Y nofue la única. Como si se tratara de unvirus extremadamente contagioso, el ecoprovocó una curiosa reacción en la sala:de inmediato, todos y cada uno de losasistentes al juicio dejaron lasdiscusiones y se arrojaron sobre susaparatos, a fin de comprobar si suspantallas habían parido algún mensajenuevo. Lejos de imitar su gesto, la juezMacHor mantuvo la espalda recta y elgesto mayestático, como si nada

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estuviera ocurriendo. Miró furtivamente,eso sí, la zona de donde procedía elzumbo para comprobar el nombre que lapantalla vomitaba. Cubierto por elprimer volumen del sumario, el móvil ledevolvió de forma parcial la imagen delinspector Juan Iturri, con rostro grave ymirada esquiva.

Amagó una sonrisa. El inspectorseguía siendo un tipo bien plantado. Suscabellos, aún abundantes, se habían idoencaneciendo, pero en vez de estropearsu sex appeal lo habían aumentado; susojos verdes, hoscos, inquietantes,continuaban atrapando sin remedio. LolaMacHor no alcanzó a saber del mensaje

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más que era escueto. Y que se repetíahasta tres veces. No supo bien por qué,pero aquellos sonidos le pusieron lacarne de gallina. Le sonaron a gritoslejanos, agudos. Pensó, sin razón alguna,que habría de recordar ese sonidodifuminado artificialmente durantemucho tiempo, y le entraron unasirrefrenables ganas de lanzarse sobre elteléfono y leer el contenido de la misiva.Pero reprimió su instinto. Presidía lasala, ese hecho provocó que se doblaraa la solemnidad del rito y, ajustándose alas buenas formas, esperara al receso.

Una vez que las réplicas cesaron, losabogados y fiscales volvieron sobre sus

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pasos y se concentraron en el juicio.Ella no fue capaz. El corazón estabaempeñado en escapársele del pecho. Nole sorprendió recibir noticias suyas.Iturri escribía de tarde en tarde;mensajes escuetos con excusas distintas:saludos, avisos, comentarios sobrecasos que Lola juzgaba y de los quetenía noticia por los periódicos oconocía por su trabajo. También pasabapor Madrid una o dos veces al año.Tomaban un café, o almorzaban juntos,según la ocasión. A veces se sumabaJaime, el marido de Lola, aunque ellaprefería que no lo hiciera. No sabía bienpor qué, o quizá lo sabía demasiado

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bien, resultaba incómodo para los tres.No obstante, cuando aquella tarde

oyó el triple zumbido y vio reflejada suimagen en la pantalla, palideció. Unapunzada le sacudió el estómago y le hizoencogerse: un bofetón no le hubieracausado mayor efecto. El sonido se leantojó una ráfaga y, por un instante, laimagen de un arma vestida consilenciador se materializó ante sus ojos.Y, sin solución de continuidad, su mentedibujó al inspector Iturri suplicando suayuda. No percibió ningún tipo dedetalles, ni una situación concreta, perosí vislumbró su angustia, una zozobra tandensa que se podía cortar. Aquel sonido

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no era sino un grito de socorro. A pesarde que se conocían desde hacía años,sería el primero que oiría salir de lagarganta del inspector Iturri.

Era el turno del fiscal, pero MacHorno le escuchaba. Seguía intentando atarcabos. El mensaje había entrado tresveces consecutivas, separadas porapenas medio segundo. Claro que podríatratarse de un único mensaje partido entres, pero conociendo a Iturri esahipótesis resultaba improbable. Muchomás verosímil era que Iturri tuviera eldedo en la tecla, y lo hubiera usado amodo de percutor, para asegurarse deque llegaba. Eso es lo que hace un

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policía cuando la amenaza se abalanzasobre él. En esos casos, nunca hay unsolo disparo: nunca.

El reloj de la sala seguía soltandominutos. Era un aparato barroco defabricación francesa, colocado al fondo,en la pared izquierda. Por momentos,Lola creyó que se había parado. Perosólo era la propia flema del tiempo, lavariable de la que ella carecía porque sumóvil, ya inmóvil, seguía gesticulando,rogándole atención desde su escondite.De haber sido un perro, Lola habríacorrido a olfatearlo. Sin embargo, vestíatoga. Estaba debatiéndose en un mar dedudas cuando le asaltó la razón.

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«¡Dichosos genes irlandeses, siempre ala caza de conspiraciones! —pensó, yenseguida—: Pero ¿y si tengo razón? ¿Ysi Iturri necesita mi ayuda?»

Sin pensarlo dos veces, echó manodel mazo de madera. La misma toga quele impedía alargar la mano y consultar elmóvil le otorgaba la discrecionalidadpara emplearlo. Como presidenta deltribunal tenía la facultad de ordenar unreceso, y eso fue exactamente lo quehizo. De hecho, era lo más conveniente.Llevaban cuatro horas en la sala, y elclima que flotaba sobre el ambiente eradesagradable, de tensión contenida. Atodos les iría bien descansar un rato. Y,

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de paso, ventilar la sala. Pese a lostrajes de dos mil euros, olía a tigre concolonia.

El abogado defensor que ejercía deprimer espada hizo ademán de protestar,pero no se le dio pie. Era joven.Demasiado joven para el TribunalSupremo. Demasiado para el boato delbufete al que representaba. Demasiadopara aquel caso. Estaba allí por suapellido. Era el abogado Sonsata júnior.En realidad, júnior júnior, ya que eldespacho lo había fundado su abuelo, uncatedrático de Derecho Penal, cuandoesa disciplina merecía tal nombre.Júnior Júnior se hallaba sumido en una

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nube algodonosa, a medio camino entreel orgullo y la felicidad. Su padre habíasufrido un ictus la semana anterior, aconsecuencia del cual había perdido elhabla y visto mermadas algunas otrasfacultades, entre ellas, la de protestar.MacHor no conoció al abuelo Sonsata,de quien se decía era tan listo comosinuoso, pero al primer júnior loconocía bien. Y daba por hecho que, deser por él, su hijo Júnior Júnior, unmocoso resabiado y mal criado, jamáshabría ocupado esa silla. Así parecíaopinar también su cliente ruso, quien,aun sin comprender lo que pasaba, eralo bastante avispado para darse cuenta

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de que, profesionalmente hablando,aquel chaval repeinado tenía tomates tangrandes en los calcetines que leasomaban por los zancajos. Los colegasdel abogado ocultaban su nerviosismocon los ojos bajos y expresionesmayestáticas. Su cliente ruso no lohacía: salió de la sala rojo como uncangrejo cocido en vodka, farfullandofrases ininteligibles para los ciudadanoslocales.

Con el móvil en la mano, la juezMacHor emprendió una rápida huidahacia su despacho. En cuanto llegara,marcaría el número de Iturri y saldría dedudas. Apretó el paso; aun así, le dieron

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caza.—Hoy hay partido del Barça, Lola,

y está en juego el paso a Champions —le susurró uno de sus colegas de lafiscalía. La estela de pesimismo de suvoz anunciaba lo que todos conocían,que aquel día no llegarían pronto a casa.

—Muy cierto, Juanjo, pero ya sabescómo son estas cosas —replicó, para deinmediato añadir, con una sonrisa en loslabios—: ¡Si al menos jugaran contra elAthletic!

—¡Eso no vale!—Ya sabes que los de Bilbao

nacemos donde queremos. ¿A qué horaes el partido?

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—A las nueve menos cuarto. Y yaves que Júnior Júnior no tiene ni mediopase. Va de retirada...

Torció el gesto. Su juicio resultabaprematuro.

—¡Al menos el segundo tiempo,mujer!

—Lo intentaré, Juanjo: es todo loque puedo prometer.

Lo bueno de esta profesión, pensó,es que no sólo dictas sentencias yacusaciones, también, aunque másrezagadas, siembras amistades, lasriegas, y dan frutos tan carnosos comoJuanjo, el muy querido Juanjo. Su mujerestaba enferma, cáncer de hígado; no

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tenían hijos. Ella era su vida, a la que seaferraba como el hombre que salta de unavión a su paracaídas. Siempre que leera posible, estaba a su lado. Días ynoches. Nunca le había oído unaprotesta, aunque sí le había visto algunalágrima.

—¿Cómo va Conchita?—¡Oh, guapísima! Empieza a

recuperar el pelo. Todavía parece unerizo, pero te aseguro que esto promete.

—Dale un abrazo fuerte.—Lo haré, se alegrará de saber de

ti. Por cierto, tienes mala cara. ¿Todo vabien?

En ese momento, se aferró al móvil.

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—Todo bien, gracias. Es estemaldito y eterno caso. Me recuperaré encuanto acabe.

—Segundo tiempo, entonces, Lola...—Segundo tiempo, Juanjo.En medio del pasillo, unos metros

antes de salvar la puerta de su despacho,no pudo aguantar más y consultó elmensaje. Se quedó atónita. Tenía elmóvil en la mano, las gafas en el tabiquede la nariz y todos los sentidos abiertos;sin embargo, por más vueltas que ledaba, no lograba comprender sucontenido. Entró. Ya en el interior y conla puerta cerrada, le devolvió lallamada.

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«This number...»El teléfono estaba apagado o sin

cobertura.—¡Mierda, Iturri, no me hagas esto!Encendió la luz del flexo. La tarde

había cedido terreno. La oscuridad y unviento impetuoso campaban a susanchas. Sólo las farolas y las hojaspintaban las calles. Se notaba el maltiempo. Y el partido: la Championssiempre vacía las calles. Volvió amarcar. Recibió la misma contestación.

Rebuscó en el cajón lateral de lamesa y extrajo su listín telefónico. Pasópáginas hasta dar con el número de lasoficinas centrales de la Interpol, sitas en

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la ciudad de Lyon. Iturri trabajaba allídesde hacía varios años. Inicialmente,había colaborado en inteligencia entemas de pederastia; luego, terrorismoibérico, para al final, tras declararse unatregua de apariencia indefinida, serdesviado a fanatismo islámico. Tenía suextensión y se conectó automáticamente.Lo único que obtuvo fue un aviso de«Deje su mensaje después de la señal».Aquello no tenía sentido alguno, perofuera como fuese, no podía detenersemás. Tenía que regresar. Echó mano delbolso, sacó la barra oscura y el espejo yse pintó cuidadosamente los labios.Siempre lo hacía. No sabía por qué pero

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el gesto le hacía sentirse más fuerte.Pasaban algunos minutos de las siete

cuando entró en la sala. El grupo de losabogados defensores ya estaba allí. Laspuñetas de la toga de Júnior Júnior erantan exquisitas como el lustrado de suszapatos o la seda de su corbata. Perosudaba abundantemente. A Lola no lehabía pasado desapercibida su curiosamanera de separarse el flequillo de lacara. El gesto comenzaba con el brazoestirado y daba media vuelta a lacabeza. Notó que lo hacía a menudo ydeprisa, a modo de tic. Le produjo unaextraña sensación, la misma queescuchar sus palabras: había empleado

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el receso para profundizar en suestrategia.

—Como quedó señalado en eljuicio, el día de autos, mi cliente teníaafectada la capacidad de conocimiento yvoluntad, elementos básicos del juiciode imputabilidad. Como certificó sumédico, un prestigioso especialistasuizo, mi cliente tomaba una medicaciónmuy fuerte. Desconocía que no debíamezclarla con alcohol. Ése fue el errorque cometió. Ése y no otro. Lacombinación del fármaco y el whiskyresultó explosiva y anuló en parte sucapacidad de juicio. No sabe quéocurrió. No recuerda nada...

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El fiscal soltó una carcajada y sepuso de pie. Lo hizo con una agilidad tanrauda que MacHor, que ya lo conocía,se dio cuenta de que, por fin, habíallegado su momento. En esascircunstancias, la presencia deensañamiento resulta imposible.

—Señoría, el abogado defensor nosestá explicando que la medicación queingería su cliente, en su interacción conel alcohol, produce efectos nocivos parala voluntad. Que la bloquea. Dice quelleva meses tomándola, por su problemade hipertrofia prostática. Lasenfermedades no las buscamos, eso escierto. He leído el prospecto del citado

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fármaco. Curiosamente, señala que encerca del setenta por ciento de loshombres que recibieron este tratamientoapareció impotencia. ¿Es su clienteimpotente? Lo digo porque supongo que,en el estado en que se encontraba y conese problema de impotencia, necesitaríaalgo de ayuda para violar a la chica...Me gustaría saber cómo logró que susemen apareciera en la vagina de lachica. ¿Se lo extrajo previamente conuna jeringa?

—Señoría, protesto...El ciudadano ruso recibía la

traducción con unos segundos de retraso.Se hallaba sentado mientras su abogado

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elevaba su protesta. Pero cuando oyóque le llamaban impotente, se puso enpie de un salto y empezó a chillar, en suidioma, que retaba a cualquiera ademostrar su hombría. Nadie en la salaentendió sus palabras, pero los golpesen el pecho, una burda imitación de unorangután, y, sobre todo, la sujeción delos testículos con la mano derechafueron suficientemente expresivos...

MacHor se colocó el auricular, aligual que el fiscal.

—¿Impotente yo? ¡Soy muy macho,cualquiera de las muchas mujeres conlas que me he acostado lo puedecertificar!

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El fiscal entró a matar.—No niego que en el pasado

ocurriera así, pero ahora tomamedicación. Si le preguntáramos a lachica muerta, ¿qué diría? ¿Que le pegóporque se sentía impotente? ¿Que notenía voluntad ni fuerza para violarla ygolpearla hasta matarla? ¿Que unhombre mermado sexualmente ydebilitado por la enfermedad no escapaz de ensañarse? Ese problema depróstata...

Júnior Júnior se esforzó todo lo quepudo para evitar que respondiera, perola mano derecha de su cliente, de nuevorojo como un cangrejo, abandonó los

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testículos para propinarle uncontundente puñetazo.

—¡Gritó como una puta, en todomomento! Y como ella todas las tías alas que me he tirado. Y para que lo sepa,a esa putita traidora no la penetré unavez, sino tres, para que no lo olvidara...

Lo sucedido a partir de entonces nomerece ser narrado. Fue, simplemente,bochornoso. Ante el triste espectáculode contemplar a los alguaciles acudir ala carrera en defensa del fiscal, quetrataba de zafarse del ruso, que lo teníasujeto por el cuello y amenazaba conestrangularlo y le gritaba que iba asacarle las tripas, la juez decidió que el

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partido de fútbol era una buena opciónpara todos. Suspendió la vista hasta eldía siguiente a las nueve. Antes de salir,percibió con nitidez el gesto de triunfode Juanjo.

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2

Maletero del Citroën ZX, proximidadesde Lyon, Francia. Tarde del 4 dediciembre

El aire resultaba pesado y maloliente enel maletero. Hacía frío y había humedad.Le habían atado de pies y manos, ytapado la boca con cinta aislante. Estabacolocado de mala manera y era incapazde moverse. Algo puntiagudo y metálicose le estaba clavando en las costillas.No podía abrir el ojo derecho,

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inflamado por el puñetazo recibido, y lesangraba la nariz. Sin embargo, no sentíadolor alguno. El monótono goteo de loskilómetros y lo que fuera queimpregnara el pañuelo con que lo habíanembozado habían logrado aislarle delentorno. Tenía la boca seca, pero sesentía ligero, extraño. Fuera de sí.

Le llegaba el rumor del tráfico y lossilbidos del viento, aunque aparecían ensegundo plano, como a contraluz. Lomismo que el olor, de un perfilsugerente, como a colonia fuerte.

Sin saber cómo, una figura sematerializó a su lado. Una mujer. Pese atener la mente turbia, plagada de

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vapores grises, el inspector Iturri sabíaque aquello no era posible. No podíaestar ocurriendo. Sin embargo, parecíatan real como su arma, encerrada en lacaja fuerte de su apartamento. Depronto, la mujer tomó la palabra y en suvoz reconoció a aquella amante francesade labios carnosos y tetas grandes.¿Cómo decía llamarse? ¿Christine,Françoise? No lograba retener esedetalle. Recordaba, eso sí, sus largas ydelgadas piernas, sus cabellos largos yrizados, su preferencia por el coñac y suagresividad en la cama. Y, naturalmente,que era una cría de rata: trabajaba parael enemigo en cuerpo y alma.

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Se la conocía como «la Leona».Nunca fue ni remotamente una mujer;tampoco un hombre: les sobrepasabacon creces en fortaleza y crueldad.Simplemente era una secuaz, con sueldode sangre; un brazo armado con uncorazón negro como el betún de lustrarzapatos. Se le suponía, aunque no habíallegado a probarse, la autoría de dosexplosiones con coche bomba conresultado de doce víctimas, y dosasesinatos en persona, sus preferidos.Residía en Francia. Sólo cruzaba lafrontera para hacer lo que más legustaba. Estaba loca. Disfrutaba jugandocon el arma mientras devoraba a sus

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amantes. Le habría pegado un tiro en lahabitación, en ropa interior, si alguienasí se lo hubiera ordenado. O quizá sinesperar la orden. Ciertamente, éltampoco hubiera dudado en hacerlo. Eraun hombre endurecido por los años y losacontecimientos. Había vistodemasiado. Había hecho demasiado,siempre desde la soledad y esa tristezacrónica que le embargaba. Así eran lascosas. Se utilizaban mutuamente,simples flujos de información entrefluidos, tanto que no lograba recordar sunombre, al menos el que había utilizadopara presentarse. El único nombre demujer que flotaba por sus sueños

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químicos era el de Lola MacHor.—Bueno, ¿qué opinas, querido

amigo?—¿Qué quieres que te diga, Leona?

Me ha parecido chapucero, la verdad.¿Un trapo con anestésico, un par depuñetazos y al maletero? Os tenía pormejores planificadores.

Esperó la respuesta pero no laobtuvo.

—¿Qué? ¿No me contestas?—Estás hablando solo, Iturri. Yo

estoy en tu imaginación. Contestocuando tú quieres y lo que tú quieres. Eslo que hacen estas drogas.

—Lo sé, pero ¡me cuesta tanto

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comprender lo que está ocurriendo!—Pues es fácil: acaban de

secuestrarte.—Has dicho «acaban». ¿Acaso no

estáis vosotros detrás?—No es más que una forma de

hablar, Iturri, pero, de un modo u otro,todos somos lo mismo. ¿Acaso lodudas?

—Lo cierto es que no, pero sigo sincomprender a qué viene esto. ¿Por quéyo, por qué ahora? Carece de sentido.

Una sombra de miedo le envolvió.Se agitó antes de preguntar.

—Dime, Leona, ¿qué pasa con latregua?

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La mujer se encogió de hombros.—En eso no puedo ayudarte. Tú no

lo sabes y, por tanto, yo tampoco lo sé.Pero, por alguna razón que no alcanzo aexplicar, eres una pieza valiosa para eseamigo tuyo.

—Te refieres a Salamandra...—Si quieres llamarlo así...Suspiró.—Ése era su apodo cuando le

conocí. Entonces, tenía el pelo distinto,largo... Dime, ¿Salamandra tiene muchopredicamento en la Organización? Sunombre nunca había aparecido en lospapeles incautados. Y no da el perfil.No, en absoluto.

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—¿Predicamento?: a favor y encontra a partes iguales, qué sé yo.Recuerda que sólo soy una sombra en tuimaginación.

—Una sombra maligna.—Ciertamente. Aunque si fuera tú,

no me preocuparía por ese Salamandra,sino por el otro tipo, el flaco. Se leescapa la maldad a borbotones.

—Sí, también me he dado cuenta.Un bache hizo saltar al vehículo y

removió el maletero. La presión sobrelas costillas disminuyó. Estaba desuerte.

—Tío...—Déjame. No existes. De no estar

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obnubilado, preferiría estar hablandocon otra persona.

—Preferirías a esa tía, a la delmensaje. La que tienes en la cabeza, esatal Lola...

—Sin duda.—Sin embargo, ella acabará

contigo. Sí, acabará contigo, Iturri —reiteró.

—Tiene unos ojos preciosos —replicó.

—¡Como si a ti te importaran susojos!

—¡Qué sabrás tú! Una mujer quejode por encargo no puede juzgar a otra.

—Tú también jodes por encargo, tío.

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Pero, claro, eres hombre. De todosmodos, no es difícil juzgar. Sé lo quecualquier mujer sabe: que los hombresanhelan lo que no alcanzan. Pero debodecirte que eres un estúpido. ¿Por qué temetes en ese lío? Ella está colada por sumarido, no tienes nada que hacer.Además, es jueza. ¡Deberías haberlaolvidado hace años!

Iturri sabía que era su subconscienteel que hablaba, pero estaba en lo cierto.Si el tabaco de pipa era su primeradebilidad, Lola MacHor era la segunda,y tampoco en este caso estabaespecialmente orgulloso de ello. Porque,en efecto, Lola era su obsesión, su meta:

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la pieza que le faltaba; una curiosarelación.

—¡Qué sabrás tú! —dijo al fin.—Nada, Iturri, nada. Yo no sé nada,

ni siquiera existo. Pero vas para viejo.Ya no eres aquel vigoroso policía deprovincias que te dejaba sentada de dosguantazos. Vas perdiendo la gracia. Nisiquiera llevas pistola. Prontoempezarás a echar barriga. Deberíasbuscarte una francesita pechugona,casarte y hacerle un par de críos...,bueno, si es que sales de ésta... Y, paraser sincera, no lo estás haciendodemasiado bien. ¡Mira que remitirle aella ese mensaje! ¡Ha sido como enviar

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señales de humo en un día de lluvia!MacHor no te ayudará: está ocupada conlas cosas de Madrid. Es demasiadoimportante para preocuparse de alguiencomo tú. Siento decirte esto, pero metemo que con esa elección has firmadotu sentencia de muerte. Deberías haberescrito a algún madero de gatillo fácil...si es que hay alguno que no lo sea.

Las palabras cayeron sobre su ánimocomo un alud de piedras.

«Demasiado importante parapreocuparse de alguien como tú»...

Otra oleada de temblores. Lágrimas.Y finalmente una brisa fresca.

—No, Leona. Estás equivocada.

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Entre tanta gente importante, entre tantoscasos y actos oficiales, entre tantascuestiones familiares, ella sabrá captarmi angustia y acudir en mi ayuda. Lohará, ella me buscará —insistió, aunquequería morderse la lengua—. Christine,Françoise o como demonios te llames,debes saber que MacHor es un buensabueso, uno de los mejores queconozco. Calza tacones, pero estáeducada para la caza, la caza delhombre. Lo sé porque he hecho la guerracon ella.

—La guerra pero no el amor —lecorrigió.

De nuevo, era cierto. Lo más cerca

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que había estado de verla desnuda habíasido aquel día ya lejano en quedisfrazada de camandulera le acompañóal tugurio de Málaga frecuentado por lapoblación gay. Perseguían a un asesinoempeñado en llenarse las manos desangre eclesiástica. Lola vestía camisetaceñida y pantalones de licra de dostallas menos de lo que necesitaba. Se lepegaban al cuerpo como si fueran otrapiel. Decir que tenía las piernasrechonchas y el culo generoso era, desdeluego, quedarse corto. De aquella guisa,parecía una latina pelirroja buscando asu chulo. En un descuido, Iturri leacarició los pechos, pero estaba tan

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colgado que ni él mismo llegó a darsecuenta. Ella sí. Sin pensarlo dos veces,le dio con la puerta en las narices.

No, Lola no era su mujer, ni siquierasu chica y quizá no lo fuera nunca, pero,de algún modo, era suya, una forma depropiedad aún no recogida por elCódigo Mercantil. Sabía que elladifícilmente se metería en su cama. Perotambién sabía que moriría por él.

—Si alguien puede sacarme de esteembrollo, ésa es Lola MacHor.

—¡Y una mierda! Estás jodido,cabrón. Tan jodido como si yo hubierapuesto tu nombre en la lista.

—¡De modo que hay una lista!

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—¡Pero mira que eres tonto, estáshablando solo! Que yo esté aquí no esmás que uno de los efectos de estasdrogas, producen alucinaciones.

—Lo sé, pero, si voy a morir, megustaría comprender qué enfermedad vaa llevarme a la tumba. Porque esa etapase acabó. Se acabaron los tiros, lasbombas, los secuestros... Si alguien seempeña en arrancarme la vida fuera decontexto, me gustaría saber por qué. ¿Setrata de algo personal? Lo digo porSalamandra. O por ese otro tipo.

—¡Ay, Iturri, mira que eres tonto!Estás hecho un sentimental. Con los añosque llevas con el dedo en el gatillo,

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acostándote con tías como yo, siguesconfiando en la gente. Gran error.Escúchame, porque esto es importante:convéncete; nadie te ayudará. Turecuerdo desaparecerá por completo. Enun par de días, todos te habrán olvidadoporque, en realidad, no le importas anadie. ¿Sabes qué te digo, Iturri? Que,definitivamente, estás jodido. Si yoestuviera en tu lugar, me pondría prontoa bien con Dios, si es que crees en él.No tardes, el tiempo avanza deprisa.Tic-tac, tic-tac...

—¡No le hagas caso, Lola! ¡Sé quete importo, sé que no me olvidarás! ¡Leeel mensaje, por favor, y recuerda nuestra

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época juntos! Por cierto, creo que vamosen dirección norte...

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3

Despacho de la juez MacHor, TribunalSupremo, Madrid. Tarde del 4 dediciembre

Antes de llamar de nuevo por teléfono,la juez MacHor se separó de formainstintiva de la ventana, como si losárboles plantados cinco o seis metrosmás abajo pudieran escuchar laconversación. Físicamente, resultabaimposible. Además, el frío y el vientohuracanado habían terminado de vaciar

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las calles. Pero el hombre es un animalque acaba siendo esclavo de sus propiasrutinas, por no decir de sus manías: sihabía algo que MacHor odiaba más quehablar por teléfono, era que los dealrededor ladearan las cabezas paraseguir sus conversaciones.

—¿Padilla?—¡Querida jueza, qué alegría!

Cuánto tiempo sin saber de usted. ¿Quétal le trata el Tribunal Supremo?

—Pues como estaba previsto: pocosueldo y muchos expedientes,demasiados.

—¡No será para tanto, Lola! A ustedlo que le ocurre es que es adicta al

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trabajo. Por eso todavía le agradezcomás que encuentre un rato parafelicitarme la Navidad. Es la primerafelicitación que recibo este año, se loaseguro.

—Padilla, aún no ha pasado laInmaculada...

—Por eso lo digo, se ha anticipadomucho este año. —El veterano policíaemitió un extraño chasquido con lalengua y preguntó, con esa voz entremordaz y socarrona que le caracterizaba—: Porque me llama para felicitarme laNavidad, ¿no?

Padilla poseía la habilidad de sacarde quicio a quienes no lo conocían bien.

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No era el caso de Lola MacHor, ni el desus jefes, que no paraban de ascenderle,pese a que no siempre cerraba la boca atiempo. En aquel momento, según habíalogrado saber la juez, ocupaba un puestoimportante (nunca había llegado a saberexactamente cuál, algo que lo situababastante más arriba de lo esperado) enla jefatura central de Operaciones.Cuando coincidieron en la AudienciaNacional, era uno de los policíasasignados a esa comisaría especial, sinduda el más eficiente. Quizá porqueLola había nacido con el sentido delhumor obturado y continuaba bajomínimos, quizá simplemente por

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afinidad personal, apreció siempre suforma de hablar y su modo de ver lavida. Algo difícil de explicar, ya que eltérmino que mejor le definía era«inclasificable».

—Pues no, Padilla. La Navidad te lafelicitaré en su momento, con el turrón yel pavo. Hoy te llamo por otra cosa. ¿Tepillo ocupado?

—Pues en este instante estamosfiniquitando el casamiento de mi cuñada,la hermana pequeña de mi mujer. Tienetreinta y seis años, y vive con nosotrosdesde hace lo menos cinco. Yo, comopuede imaginar, me siento muy apenadoporque quiera volar por su cuenta y nos

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abandone...—Me lo imagino...No le dejó acabar la frase.—Desde el día que se instaló en

casa, ya sabe, para un fin de semana,deseo colocarla. Le he presentado atodos los guardias solteros y policíasviudos de la zona. ¡Hasta he recurrido ala Ertzaintza, fíjese cómo dedesesperado estaba! Sin resultado. Perono cejamos, no señor. Y después deprocurarlo hasta el agotamiento, por finhemos logrado emparejarla con alguienque medianamente se sostiene en pie, uncartero sobrado de kilos y escaso depelo, aunque, claro, yo de esto último no

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tengo nada que decir. Solidaridad entrecalvos.

—¡Ah, pues me alegro mucho!Siento haberte molestado en un momentotan especial. Te vuelvo a llamar mañanay...

—¡Ni hablar, no sabe la alegría queme produce su llamada! Tener unaexcusa para salir de aquí es un placer dedioses. Y no lo digo por el fútbol, quehay que tener narices para casarse un díacomo hoy. Verá, es que esta buena mujerha organizado una boda ibicenca paracelebrar el milagro. Ya ve, en Getafe, endiciembre, y todos vestidos de blanco.Han puesto unas palmeras artificiales y

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un vídeo de surf. ¡De película deAlmodóvar, vamos! ¡Si viera al noviocon su túnica angelical cubriéndole losciento ocho kilos y calzando zapatosnegros de tafilete, le da un mal! A ver sime explico, es como un iluminadopredicador gordo, pero sin predicador.¿Se acuerda usted de un cantante que sellamaba Demis Roussos, o algoparecido? Pues igualito, pero con pelocorto y acento de Vallecas. ¡Ah, ycamiseta térmica en el interior! De modoque un placer que me moleste. Dígame,¿en qué lío se ha metido esta vez?

—Ya no me meto en líos, Padilla.Soy una señora decente, trabajo en el

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Supremo...—Entiendo. ¿Se ha teñido el pelo?—Sólo las canas...—Pues si sigue siendo pelirroja,

entonces nada que hacer. Cuénteme...A Lola le vino a la memoria una

escena de la película La momia, ésa enla que el chavalillo aseguraba a susprogenitores: «¡Mamá, papá, aunque noos lo creáis, no he sido yo!», y replicódecidida:

—Esta vez no he sido yo, Padilla, telo aseguro. Se trata de Iturri. No mecoge el teléfono...

—Entiendo...Lola creyó ver el gesto cínico de

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Padilla y añadió:—No, no lo entiendes. En absoluto.

Me envió un mensaje extraño. Lo repitiótres veces seguidas. ¡Pam, pam, pam,como tres disparos! Y cuando he ido allamarle sale esa vocecita asquerosa quedice que el aparato está apagado o fuerade cobertura. Lo he intentado en sudespacho, y tampoco contesta. En fin,que creo que le ocurre algo... No, no locreo: estoy segura de que le ocurre algo,algo terrible...

—¿Y cuál fue el mensaje, si puedesaberse?

—Ése es uno de los problemas, elmensaje. Es muy raro...

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—Iturri es raro, jefa, para quévamos a engañarnos.

Padilla hablaba con conocimiento decausa. Había calado bien a Iturri. Losaños le habían ido volviendo aún máshermético y más proclive a encerrarseen sus cuatro paredes. Sin embargo, eltrabajo en la Interpol, que incluía unacierta carga de relaciones públicas ypolíticas, le había exigido no sólo llevarcorbata, sino también sonreír, cooperary hasta fraternizar con jefes y colegas.Dos fuerzas opuestas que le habíanobligado a cambiar su fachada. Habíaestado a la altura, pero la cabra siempretira al monte. Tras esa fachada, seguía

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siendo un tipo hosco, huraño, y muy muyespecial.

—No empecemos, Padilla. Lo quequiero decir es que me ha sorprendidoel contenido del mensaje. Nunca haescrito nada semejante. Sé que Iturri noes un hombre corriente, pero esto esextraño incluso para Iturri. No es quesepa todo sobre él, le envuelve unsilencio tan denso que casi chilla, peroalgo le conozco y sé que no habríaescrito esas tres palabras si no tuvierauna buena razón.

—¿Y cuáles son esas palabras, sipuede saberse?

—«Le Mans Salamandra», ése es el

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mensaje. No tengo ni idea de qué puedesignificar. ¿Y tú? —MacHor respiróhondo, y luego continuó arrastrando lavoz. Estaba cansada. Aquel largo casole estaba minando las fuerzas. Queríairse a casa, pero antes necesitabacomprobar que su amigo Iturri estababien—. Lo que más me sorprende es queescriba Salamandra con mayúscula. —Hizo una pausa para tomar aire, yañadió—: Tuvo que apretarexpresamente la tecla de la mayúscula.No cuadra... salvo que el dedo letemblara en la tecla. Sí, es posible quese trate de un error de escritura...

Padilla escuchó pacientemente el

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discurso de la juez. Cuando terminó,permaneció en silencio. Nerviosa por norecibir réplica, la juez se paseó por lahabitación. Sus nada modestos taconesresonaron sobre las viejas tablas demadera. Le pareció ver la carnosa narizde Padilla (ancha, apepinada)resoplando, y sus manos frotándose lacalva: no era precisamente un bellezón.

—Le voy a ser sincero, Lola. Esmás, le voy a hablar desde laexperiencia de quien ha bebido mucho ybien a lo largo de su vida: ese mensajesuena a cogorza. Su amigo Iturri le habrádado al drinking y se ha dejado el móvilolvidado en vaya usted a saber dónde...

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Supongo que es consciente de que elinspector Iturri se toma una copita decuando en cuando...

—Me consta que Iturri no es unahermanita de la caridad, Padilla. Y quele gusta empinar el codo más de lacuenta. Pero yo también te voy a sersincera y a hablar desde la experiencia:si hubiera escrito algo más..., a vercómo lo digo..., algo más personal,más... lacrimógeno, te daría la razón,pero con ese mensaje... No sé si sabes aqué me refiero. Le suele dar llorona.

—Sé a qué se refiere. Pero déjemeque le haga una pregunta: ¿usted bebe,señoría?

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La juez se echó a reír. A un amigosuyo, catedrático de Derecho Civil enGalicia, su mujer lo mandó al psiquiatraporque le veía muy bajo de ánimo. Alentrar en la consulta, lo primero que elmédico le preguntó era si bebía.Todavía se carcajeaba al acordarse decómo se lo explicaba. «Verás, Lola,pensé en responder que no, porque yobeber, lo que se dice beber, no bebo.Pero enseguida lo sopesé. Porque, si elmédico replicaba: “Entonces, ¿no setoma usted una cervecita de cuando encuando?, ¿no bebe vino en las comidas,o un gin tonic alguna noche después decenar?”, me vería obligado a admitir

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que sí, que lo hago, y entonces me diría:“¡Lo ve, acabo de pillarle, es usted unbebedor empedernido que no admite suadicción!”. Pero si le decía que sí, quebebo, pensaría que soy un borracho, demodo que le respondí con totalsinceridad: “Doctor, no tengo ni lamenor idea”. Y la fastidié: pensó queera un tipo agresivo y antisocial, y mezumbó dos cajas de pastillas.»

—Pues no sé, Padilla, no tengo ni lamenor idea...

—Pues se lo explico: no tododepende del tipo de persona, sino deltipo de cogorza. No es lo mismocogérsela con coñac que con un blanco

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cabezón o con un ron barato. Usted y yosabemos que con el primero Iturri sevuelve lábil, pero no tenemos ni idea decómo reacciona ante otras mezclas. Hayveces que a uno le da por cosas muymuy extrañas. Sin ir más lejos, cuandobebe, mi cuñada, a la que por finacabamos de casar, le da por losdesnudos... No se lo aconsejo ni a losmás necesitados...

—Que no, Padilla, que no, que me lodice el instinto. Ya me conoces. Cuandodigo que hay balas silbando por algúnlado, suelo acertar...

—¡No miente la bicha, jefa, que esusted más peligrosa que un nublado! Si

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me va a salir con ésas, me pongo.—Te lo agradecería mucho, Padilla.

De verdad.—No hay de qué. Si no quiere nada

más...Hubo un silencio incómodo.

Demasiado largo. Tanto que Padilla lainterpeló:

—A ver, jefa, ¿qué es lo que pasa?—Padilla, tú sabes que soy una

mujer curiosa.—Si lo quiere expresar así. Sé de

alguien que lo diría de otra manera.—Si prefieres metomentodo, lo

acepto, pero el caso es que me gustaríasaber qué vas a hacer...

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Se oyó un suspiro.—Bueno, empezaré por el principio.

Llamaré a algún colega de la Interpol,para hacer un seguimiento de suteléfono. Puede haberlo perdido opueden habérselo robado y que elmensaje lo haya escrito el ladrón. Pudoagotársele la batería. O quizá, y para míésta es una opción tan plausible como lade la cogorza, simplemente se equivocóde destinatario y el mensaje no ibadirigido a usted sino a alguno de suscontactos, a un informante o a algúncompañero de oficina... ¿Qué sé yo?Hay miles de explicaciones.

—No quiero meterte más los perros

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en danza, pero...—¡Jueza, está usted peor que nunca,

no me deja ni terminar!—Toda la razón, lo siento. Son los

nervios. ¿Qué decías?—Que mientras mis amigos hacen

esas averiguaciones, yo entraré en labase de datos y comprobaré ese nombre:Salamandra. Podría ser el apodo de unterrorista o de un confidente. Miraré enlos archivos, no vaya a ser que alguienle haya puesto en fuga. Y comprobaré sialgún contacto tiene algo que ver con elmundo del motor, al fin y al cabo, LeMans es una carrera de coches.¿Satisfecha?

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—De tu ayuda, mucho, Padilla. Delo demás, no lo estaré hasta saber dóndeanda. Bueno, ni siquiera eso me hacefalta: sólo necesito saber que está bien.Lo de Le Mans me suena, pero no porlas carreras, sino por algún casoantiguo, aunque no logro acordarme...

—Haré un par de llamadas yaprovecharé la excusa para ver un ratoel partido. ¿Estará localizable?

—Para ti, siempre, Padilla.—Eso se lo dirá a todos, señoría. Lo

dicho, me pongo... ¡Ah, y feliz Navidad!—Gracias, Padilla... Por cierto, ¿tú

también vistes de blanco ibicenco?Porque tienes que estar de lo más mono.

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Con este viento, las fotografías puedenser espectaculares.

Hubo un instante de silencio, y unarespuesta evasiva.

—¿Usted qué cree, señoría?—Conozco a tu mujer. No me hace

falta creer. ¡Mándame una foto, porfavor! Me lo estoy imaginando.

—¡Pero vaya bruja que se está ustedvolviendo, jefa, debería hacérselomirar!

Era posible que Padilla tuvierarazón y fuera necesario que consultara aun especialista, pero ¿qué podríarecetarle? Los genes no tienen cura.Ellos la habían hecho pelirroja y un

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poco bruja. Porque esto que le ocurría, yque desde luego no comprendía, esaespecie de intuición, llevaba consigodesde siempre. No era algo sencillo deexplicar, pero tampoco complicado,nada místico, sólo misterioso. Hacíatiempo que acató los hechos y dejó deignorarlos. No le ocurría siempre ni contodo el mundo, pero cuando una de esasintuiciones la asaltaba, era preferiblehacerle caso. En el pasado, Padillahabía tenido ocasión de comprobarlo.

Iba a marcar de nuevo el teléfono deIturri cuando entró un SMS. Se lanzósobre el móvil como una posesa. Perono era Iturri, sino una alerta de E-park,

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una aplicación informática que permitíagestionar el estacionamiento desde elmóvil, sin necesidad de buscar monedaspor los bolsos ni localizar losparquímetros. El invento le habíaparecido tan útil que lo había gestionadodesde su cuenta bancaria tanto para ellacomo para su marido. Lo malo era que,como lo había asociado a su cuenta, lellegaban a ella las alertas de los dos. Sequedó pensativa. El SMS correspondía ala matrícula del coche de su marido. Leavisaba de que el tiempo deestacionamiento en la zona azul habíaconcluido y le habían puesto una multaen el área de Velázquez. Era extraño,

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pues, al despedirse aquella mañana,Jaime le había contado que viajaría aValencia para impartir una conferencia yque regresaría en el tren de las diez. Noentendía qué ocurría. ¿Acaso habíaadelantado el viaje? Seguro que era eso.Era una suerte, quería contarle lo quepasaba. Tenía a su marido por unhombre perspicaz, le ayudaría adescifrar el mensaje.

Volvió a marcar el número de Iturri.Seguía muerto.

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4

Maletero del Citroën ZX, proximidadesde Lyon, Francia. Tarde del 4 dediciembre

La Leona se había esfumado hacíatiempo y la mente del inspector Iturri ibadespejándose con dolorosa ydesesperante lentitud. Sin embargo, norequería de claridad de ideas para saberque, definitivamente, se hallaba ante elmás oscuro y dramático caso de sucarrera. Las pruebas y análisis forenses,

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las pesquisas y datos recogidos ya nopendían del peso de la cotidianidad,sino que resultaban únicos. No era otrocaso, ni otro secuestro: era su secuestro.

Todo tipo de ideas sobrevolaron sucabeza doliente. Sintió tal angustia que,en un ingenuo impulso de liberación,cerró el ojo hábil y esperó que aquellapesadilla desapareciera. Cuando, casisin respirar, volvió a abrirlo, no hallócama o almohada, sino la crudarealidad: el papel que le había tocado ensuerte era aterrador, pero más lo era nocontar con ningún conejo en la chistera.No tenía nada. Ni datos, ni pruebas, niarmas. Por no tener, hasta la esperanza

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le faltaba. Conocía el funcionamiento deaquel negociado: los empresariospagaban; los policías simplementemorían, porque con los terroristas losEstados nunca pactan. Si se persigue unfin económico, si lo que se pretende esamedrentar a los empresarios o a lasfamilias pudientes de la zona, que no seavienen a pagar, los secuestros no sontan terribles. Pese a la tortura de tenerque aguantar la música machacona, lasamenazas y los insultos, la propaganda ylas soflamas, las víctimas recibían trescomidas al día, cómics para leer, aguapara lavarse y cigarrillos. Eso y lacreencia en que todo pasaría pronto y

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saldría bien hacían más llevadero elsuplicio.

Algunos secuestrados, sin hacerejercicio durante semanas, y con dietasbasadas en féculas y pan, hasta ganaronpeso. Pero él no era un empresario. Noera ni carne ni pescado, sólo una malditaensalada sin ilustrar. Sólo de la Interpol.Ellos tampoco pagaban a terroristas.

Admitido que no había medio claroen aquel infierno, que en su existenciainmediata no se filtraría ni un míserorayo de luz, se preguntó si habría algúnantídoto. Se mirara por donde se mirase,ante sus ojos se abría un panoramadesolador; estaba definitivamente solo,

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atado y amordazado, dejado de la manode Dios, pero a su alrededor volaba unregusto extraño. Algo que no lograbacaptar, pero que no era corriente. Algoque, de acertar con su esencia, podríaproporcionarle una oportunidad.

Era un policía en casi todos lossentidos. La dosis de olfato con que lanaturaleza le había obsequiado, y a laque había alimentado convenientementecon muchos años de prácticaininterrumpida, fue a converger en unsolo punto: la elección. Ni por carácter,ni por la importancia del puestoocupado, ni por su apertura al mundo,era alguien que se hiciese notar. El mero

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hecho de haber sido elegido ledespistaba. Por mucho que lo pensara,seguía sin comprender por qué estabasiendo protagonista de aquella historia.«¿Por qué yo?, ¿por qué ahora? ¡Carecede lógica! —volvió a repetirse—. ¿Y dedónde sale la Salamandra?, ¿por quéaparece él, procedente de un pasadoremoto tan distinto?, ¿qué quiere de mí,qué buscan?»

No podía responder a esaspreguntas, pero de existir un antídotopara aquel virus letal, de contar con unallave que abriera sus esposas, dedisponer de un salvoconducto, no lecabía duda de que encontraría esa

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respuesta.Un intenso escozor le abstrajo de sus

reflexiones. El primer efecto de volveren sí estaba siendo el dolor. Lemolestaban las muñecas. Arremetidatras arremetida, se había entregado de unmodo febril a la tarea de soltarse lasmanos, pero no había conseguido másque erosionarse la piel. En aquelmomento, las tiras de plástico no sólo lecortaban la circulación, también legeneraban un dolor agudo, punzante. Unaespecie de telaraña ardiente le envolvíala frente, el ojo y la boca. Fueronprecisamente estos dolores los queacabaron por convencerle de la

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veracidad de su situación. No eravíctima de ninguna ensoñación. No iba adespertarse y a reírse de susubconsciente. En realidad, no iba areírse más: era el prisionero de unoscabrones hijos de rata. Estaba a sumerced, como lo está el hámster en ellaboratorio del investigador, o la vacaen el matadero. No tenía réplica.Ninguna. Estaba del todo seguro de ello.

Aunque resultaba difícil juzgar a laspersonas por las apariencias, penetraren su interior por su exterior, diría queSalamandra seguía siendo el tipopacífico que recordaba. El hombreenjuto, por el contrario, era harina de

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otro costal. Se notaba que no era buenagente, y mucho menos bondadoso, y queno podía sustraerse a su odio. Y luegoestaba su físico: cenceño, pequeño, gris;manifiestamente feo, sin que su fealdadpudiera asignarse a un defecto concreto.No era un narizota, no era bizco niciego, no era cojo ni tenía el cráneo enforma de huevo, pero su presenciaresultaba muy desagradable. Incluso conel poco tiempo que había tenido paramirarlo, a Iturri no se le había escapadoel detalle. Desconfiaba de los hombrescon naturalezas caprichosas: ocultabanmil y un complejos.

Por esa extraña simbiosis con el mal

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que le había tocado vivir, Juan Iturrisiempre juzgaba los sucesos poniéndoseen el contexto más negativo. Su juicio noera más correcto ni más realista que elde los ciudadanos que, por vivir cómoday felizmente alejados de la oscuridaddel mundo, tendían a ver el lado buenode las cosas. Sólo era distinto. Como si,al vivir rodeado de mierda, losintereses, los afanes, la textura de loordinario cambiaran. En una ocasión,Iturri se había liado con una chica a laque conoció en un bar. No podía evocarsu nombre, de hecho, ni siquiera sabía sillegó a preguntárselo: ambos llevabanbastante alcohol encima. Lo que sí

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recordaba era que, al despedirse, ella lepreguntó si trabajaba para la policía. Noiba armado, y sus cicatrices noresultaban tan evidentes, de modo queindagó el porqué de su pregunta con ungesto de extrañeza. «El sexo es distinto.Como si sospecharais que podría servuestra última vez», respondió.

El comentario le despejó porcompleto. Regresó a casa pensando enella, y llegó a la conclusión de que seequivocaba. Vivía de otra forma, seguro;veía la vida de modo diferente, pero noporque pensara que, en cualquiermomento, un malnacido podría quitarlede en medio. Eso le puede pasar a

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cualquiera que atraviese un paso decebra. Era algo muy distinto. Él conocíael secreto más recóndito del ladooscuro, la sinrazón del mal. Sabía,porque lo había experimentado una yotra y otra vez, que existen individuosque no sufren remordimiento algunocuando obran el mal. Sabía, unconocimiento del todo aterrador, quehay gente que carece de freno; es más,que tiene incentivos de todo tipo para nofrenarse. Nunca se arrepentirán.Seguirán insistiendo una y otra vez en suactitud. Dañarán a todo el que puedansin razón, sin motivo, sin justificación.Simplemente, porque el mal no les

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quema en las manos. Existe el mal. Y losmalos en bruto. Él había visto su rostronegro y arrugado, inconmovible,imperturbable, tenaz en más de unaocasión. Ese tipo de rostro resultabaimposible de olvidar. Esa visióncambiaba las cosas, lo cambiaba todo.Cambiaba el instante, porque el tipo deaspecto desagradable que acababa desecuestrarle tenía ese rostro.

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Despacho de la juez MacHor, TribunalSupremo, Madrid. Tarde del 4 dediciembre

Cerró el ordenador, se abotonó el abrigoy, con la abultada cartera en la mano, lajuez MacHor se fue directa a casa. Latarde había caído en picado y el vientosoplaba huracanado. Las nubes oscuras,que un rato antes paseaban por el cielo,habían estallado al unísono; llovía acántaros. El agua y el partido de fútbol

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habían despejado completamente lascalles, con la excepción de los perros ysus dueños, que no tenían alternativa.

«Maldita sea», pensó la juez,mientras volvía la vista hacia suszapatos grises de ante. Los estrenabaaquel día. Había consultado la previsiónmeteorológica antes de salir de casa. Laprobabilidad de que ocurriera lo queestaba ocurriendo superaba el ochentapor ciento. Aun así, se puso los zapatos.«¡No tengo remedio!», se recriminó. Eracierto: no podía evitarlo. Desde quetenía uso de razón, le encantaba estrenar.Las novedades parecían desafiarledesde el armario y casi siempre vencían.

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El coche esperaba en el garaje. Nose mojaría demasiado, aunque no podríazafarse de la humedad. Ésta era de porsí una mala noticia: le rizaba de talmodo el cabello que terminabapareciendo un ovillo de lana virgen.Había probado todo tipo de remedios,tradicionales y profesionales, caros ybaratos, sencillos y complejos, sinobtener en ningún caso un resultadoduradero. Parecía como si la naturalezale gritara que, hiciera lo que hiciese, nopodría ganarle la batalla. Siendo así,abusaba de las planchas y evitaba elcontacto con el agua. Cuando eraposible.

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Bajó al garaje.En el año 2012, a los magistrados de

la Audiencia y del Tribunal Supremo lesretiraron la escolta policial. Semanasdespués, fue el coche oficial elcancelado. Cuestión presupuestaria enambos casos, según se explicó, a la quehabía que sumar la reducción del riesgode agresión terrorista. Algunos sequejaron: decían que era un poco pronto,que entre una declaración deintenciones, por muy florida que fuera, yla entrega de las armas pasarían meses oincluso años, momentos en los que losjueces y magistrados seríanespecialmente vulnerables. Lola

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MacHor se alegró de lo primero.Aunque derrochase amabilidad,silencio, sigilo o discreción, y los suyossiempre lo habían hecho, para Lola unescolta era una especie de suegrainstalada en casa, una sombra sigilosaque acecha tras la puerta. No se trata deuna abuelita de adorable cabellerablanca y cardada, sino de una suegraestirada (no lleva ni un paquete),juzgona (se requiere su permiso para unmontón de cosas), omnipresente,omnisciente y de pensamientoinexpugnable. Un escolta lo sabe todo deti. No aprueba ni desaprueba, peroobserva como si todo lo que su

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protegido comiera engordara, y lo quebebiera llevara alcohol. Es tal lapresión que el defendido terminaprefiriendo quedarse en casa, hurtándosede la vista de la suegra, que salir a lacalle, a tomar el sol.

Respecto al coche oficial, Lolapensaba de otra manera: un vehículo conconductor te evita las interminablesvueltas a la manzana y el consiguientecabreo; te permite sortear esosaparcamientos diseñados para que elconductor cambie frecuentemente decoche o tenga un taller de chapa ypintura de cabecera y un seguro a todoriesgo. El coche oficial hace que llegues

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a tiempo; y puedes trabajar o leer elperiódico en los desplazamientos.

Pese a la norma, en su caso, elBoletín Oficial aseguró que, por ocuparla presidencia de la sala, y sólo mientrasese hecho ocurriera, le cederían unvehículo del parque móvil del Estado.Miel sobre hojuelas.

Se acomodó en el asiento de cuero,con el sabor de la inquietud aún en elpaladar. La temperatura en el interiordel vehículo era agradable.

—¿A casa, señoría?—¡Por supuesto! No sabes las ganas

que tengo.El coche cruzó la ciudad a ritmo

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cansino, como si no hubiera partido dela Champions. Pero lo había. Por ello, lacirculación era mucho más fluida queotras tardes. A medida que avanzaban ydejaban el distrito Centro atrás, eltráfico pasó a ser imperceptible, comosi una gripe virulenta hubiera atacado avehículos y pilotos. El conductor eranuevo. Y joven. César estaba de bajapor paternidad: había tenido un preciosohijo varón al que habían bautizado nadamenos que Napoleón de la Cruz. Comoocurre con los nuevos y jóvenes, elchófer se sintió en la obligación de darleconversación. El estado del tiempo leofrecía la oportunidad perfecta. Sin

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embargo, la juez no estaba en situaciónde responder. No quería ser maleducaday contestar con monosílabos, perotampoco enzarzarse en un debate sobrelas gotas frías, las ciclogénesisexplosivas y el cambio climático, demodo que optó por una política de tierraquemada.

—¿Le gusta el fútbol?—Mucho, señoría.—¡Ah, qué bien! Yo también soy

futbolera. No demasiado, pero laChampions es la Champions. ¿Qué tal siponemos la radio?

Fue suficiente.Cogieron la desviación y entraron en

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la urbanización, donde tomaron elsendero hacia su casa. El viento habíacallado a los pájaros, pero no a lasramas de los árboles. Lola acercó lacara a la ventana. El agua de lluviaresbalaba por los cristales.Definitivamente, era una noche deperros. El chófer lanzó un gruñido deprotesta cuando bajó a abrir la puerta yLola ya había salido. Le gustaba que lallevaran, pero odiaba lo que ellaentendía como servilismo.

—¡No se moleste, tengo paraguas!—acertó a gritar.

Atravesó a toda prisa el pequeñojardín delantero y entró en su casa con la

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esperanza de coincidir con su marido ypoder comentar con él su preocupación.Las luces del salón estaban encendidas,lo que no significaba gran cosa: estabanprogramadas para prenderseautomáticamente a las ocho de la tarde,con el fin de dar la sensación de que lacasa estaba habitada y desanimar a losladrones. Sus esperanzas sedesvanecieron nada más entrar. Lacorbata de Jaime no estaba dobladasobre la mesita de la entrada, ni sumaletín colocado en la puerta delestudio: no había llegado. Había salidomuy temprano, a eso de las seis, no sinantes prometer que volvería de Valencia

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con tiempo para que pudieran cenarjuntos y ver una película, o la segundamitad del partido de fútbol. Sinembargo, al recibir la alerta de E-park,pensó que habría anticipado su vuelta.Siempre es agradable que el grito «¡Yaestoy en casa!» reciba respuesta, perohay días en que resulta más necesarioque otros. Aquél era uno de ellos, perono pudo ser.

Respiró hondo. ¡Dios, qué bienhuele la casa de uno! Es un olor pocopreciso, sin matices ni toquescaramelizados; ordinario, pero único. Sedirigió a la ducha, aunque antes pasó porel frigorífico y se comió dos yogures

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desnatados. Con la misma hambre quellevaba se dirigió a su habitación.Cuando, tras disfrutar de una larga yardiente ducha, vio la cama grande,blanca, algodonosa, se lanzó sobre ella.

—Iturri, ¿dónde estás, qué te ocurre?—murmuró, ya con los ojos cerrados—.¿Es que nunca podremos tener unarelación normal tú y yo? Ya sabes, comodos buenos amigos... ¡Por favor, tencuidado, no sabría qué hacer si te pasaraalgo!

Iturri...Había períodos en los que podía

pasarse semanas sin que el nombre delinspector Iturri se presentara en su

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cabeza. Y si por cualquier motivo loevocaba y el recuerdo interfería en sutrabajo, lo barría de inmediatodiciéndole entre dientes: «Ahora no,Iturri. Estoy ocupada, tengo cosasimportantes que hacer». Y entoncespensaba, entre aliviada y triste, que alfin había llegado el momento derecuperar su antigua independencia, decortar esa especie de cordón umbilicalque, sin quererlo ni buscarlo, lamantenía irremediablemente unida a lafigura de Juan Iturri. Eran períodos demucho trabajo, de largos y complejoscasos cerrados, de expedientesarchivados con éxito, de viajes o

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conciertos, de conferencias y planes, decenas familiares y de sábanas limpias yrecién planchadas. Eran momentos enlos que se sentía cómoda, erguida sobresus altos tacones de aguja, y en los quepensaba que aquella carrera, siempre ala velocidad de un Ferrari, duraría hastala eternidad o, al menos, hasta el messiguiente, que era lo que realmenteimportaba.

Cuando la adrenalina bajaba y lassábanas arrugadas giraban en el tamborde la lavadora, cuando aparecía otrocaso feo y aún más complejo en el queel fiscal torcía el gesto, cuando Jaimeparecía olvidarse de que tenía domicilio

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propio, cuando llegaba el invierno y lasramas de los árboles cantaban sonesamenazadores a media noche, cuando elóxido hacía su aparición y trepaba porla pintura, de pronto, sin venir a cuento,sin motivo aparente, experimentaba laurgente necesidad de saber de Iturri. Nobuscaba nada especial, sólo oír su voz,tener la certeza de que, pasara lo quepasase, él seguía allí, como un pilar endonde anclarse.

En muchas ocasiones, Iturri nisiquiera descolgaba el teléfono. Enotras, respondía de forma tan lacónica obrusca que más parecía un rebuzno queuna respuesta. Pero le bastaba con oír

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saltar el contestador o escucharlerefunfuñar para empezar a sentirsemejor. Su voz hacía desaparecer esadesazón que le sobrevenía. Siempreestaba allí, latente, medio oculta, perocuando la vida no le hacía correr,emergía como la niebla y, como ella, loenvolvía todo. Y entonces Lola atracabael frigorífico o se marchaba a lapeluquería o se compraba otra blusa otrabajaba treinta horas seguidas. O, alcalor de su estado de ánimo, llamaba aIturri, bajo la secreta convicción de queél podría salvarla de terminardespanzurrada a manos de quién sabíaqué enemigo ignoto.

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No alcanzaba a entender por qué leocurría aquello con Iturri y con nadiemás que Iturri. Pero la verdad era quecuando él estaba cerca se sentía segura,en casa. No en el chalecito de lasafueras que ocupaba con Jaime y en cuyagigante cama se hallaba en aquelmomento, sino en su casa de infancia, enGetxo, junto al árbol al que tantas veceshabía trepado y del que tantas veces sehabía caído. Bueno, eso no era del todocierto. Sólo una parte de ella se sentíasegura. La otra le aseguraba que aquelárbol ya no existía y el de Iturri no eramás que una ficción. Sabía, era muycierto, que era el último árbol al que

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debía subirse, pero no podía evitarlo.Había intentado hablar de ello con

su marido, sin mencionar directamente aIturri, pero Jaime era médico. Siemprepretendía pasar visita y ofrecerle unremedio químico o una explicaciónfisiológica: vitaminas, hierro, algo másde descanso, las malditas hormonas...Aunque, era evidente, él no tenía laculpa: era ella, y su particular caos, eseagujero profundo, negro, al que seacercaba de cuando en cuando para serinmediatamente engullida. Nunca supobien cómo ni quién le había inoculadoaquel virus letal. El virus del miedo alfuturo. No era un miedo concreto, sólo

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era miedo.Antes de aquello, controlaba las

situaciones. Se sentía con fuerza paracualquier lucha. Era bilbaína en cadauna de las células de su piel. A vecesvencía, a veces era vencida, pero segurade sí misma siempre llevaba la espaldaerguida, mirando la vida de frente. Hastaque apareció la dura realidad. Habíaquien podía destrozar toda su vida,todas sus seguridades, por el solo placerde hacer algo diferente aquel día.Alguien podía llegar y barrerla del mapasin mirarle a los ojos. Contra eso, contrala misma vida, no había defensa.Entonces, llamaba a Iturri, su Lancelot...

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y luego se arrepentía de haberlo hecho yvolvía a su vida de siempre. Normal,ordinaria pero bilbaína, togada.

Desde el exterior, no se apreciaba o,al menos, eso era lo que ella creía.Pilotaba con destreza su vida, cada vezmás tozuda, más dura, más loca y másinquieta. Pero no pilotaba esa parte desu corazón, partido en dos. Alguna vezsopesó consultar a un psiquiatra. Nopara que la tratara, simplemente paraentender de qué iba todo aquello. Peronunca se decidió a coger el teléfono.Sólo podía decir que, a veces, mal quele pesara, sentía una dependencia casifísica de aquel apuesto, arrogante y

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malhumorado agente de la Interpol, sinpoder hacer nada para evitarlo.

En aquel momento, sin embargo, noera ella la que necesitaba de Iturri; erael inspector quien precisaba su ayuda. Yestaba dispuesta a mover Roma conSantiago para prestársela.

Se quedó dormida pensando en ello.El sonido de su móvil le rompió elsueño a las diez y media.

Padilla.

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6

Maletero del Citroën XX, carreteraD517 Lyon-Bron, Francia. Tarde del 4de diciembre

En la tercera planta, sección norte, de lasede central de la Interpol, donde JuanIturri tenía su despacho, habíancolocado una estantería metálica que,como una enredadera, había terminadopor tapizar la pared izquierda, de sueloa techo. Todos sus estantes estabanocupados por carpetas de cartón

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forradas de poliuretano, de cuatroanillas, tamaño A4. Conteníandocumentación, fotocopias dedeclaraciones, fotografías, DVD y otrosindicios de los distintos asuntos en losque el inspector había trabajado en losúltimos diez años. En el lomo de cadauna de esas carpetas, destacaba unaetiqueta blanca escrita a mano con tintanegra. Contenía un código deidentificación compuesto por un númeroy dos nombres, separados por una barralateral. El número correspondía al añode inicio del caso. El primer nombre,siempre de mujer, hacía referencia a ladenominación de la carpeta de Dropbox

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donde Iturri almacenaba aquellainformación; el segundo, al país dondelos hechos habían tenido lugar. De habervarios, el inspector colocaba junto almismo una estrella azul si el ámbito eraeuropeo y una roja si era americano. Lasestrellas verdes, minoritarias,correspondían al mundo árabe. Todaslas carpetas, en distinto estado deconservación, eran iguales.

Con una única excepción, todas erande color azul.

La carpeta de color rojo tenía ellomo virgen porque no correspondía aningún caso concreto. Conteníadeclaraciones de secuestrados y de sus

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familias, o de ambos, tras concluir elsecuestro, bien con la liberación (con osin pago de rescate) bien con undoloroso entierro. Incluía también eloriginal con anotaciones del informefinal que Iturri había redactado apetición de sus superiores de la Interpol.Resumía los puntos esenciales delcomportamiento de víctimas y verdugosen un secuestro de corta, media o largaduración, o un secuestro exprés. Lacarpeta roja estaba llena.

Iturri le había dedicado muchashoras a aquel encargo. No hacía faltaque nadie le explicara los estragosfísicos y psicológicos que causaba la

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privación de libertad y el miedo: se lossabía de memoria, lo mismo que lametamorfosis sufrida por una personaencerrada en una habitación de dos portres, con un camastro, una bombilla y unretrete químico por únicos compañeros.Conocía al dedillo la vida de ultratumbay la antesala del infierno, agravadas porla debilidad y el agotamiento. Sabíacuán difícil resultaba ocupar el tiempo yla mente; cuán difícil era llenar denuevas rutinas aquel espacio diminuto yevitar que el dolor se desbordara hastamatar la esperanza. Conocía el modusoperandi de los carceleros, y su faltaabsoluta de escrúpulos. Era consciente

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de que le reducirían a un animalenjaulado y que recibiría trato de bestia,sin límite alguno, sin humanidad, nicompasión. Hambre, sed, dolor, frío ocalor, luz permanente u oscuridadabsoluta, torturas. Tenía noticia de todasesas cosas. Y no estaba seguro de podersoportarlo.

Los rugidos del viento empezaron asonar espeluznantes. El temporal notenía visos de remitir, lo que en nada lefavorecía. La gente se encierra en suscasas cuando el mal tiempo amenaza. Yse encontraba en Francia. De estar enEspaña, habría alguien en la calle quehabría visto algo.

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El exiguo lugar le provocabaclaustrofobia. Se sentía como un feto enun oscuro y maloliente vientre. En vezde líquido amniótico, éste chorreabagasolina y olor a abono. Sintiónuevamente ganas de vomitar. Intentócontrolarse, pero las arcadas acudíancada vez más a menudo. De todos modosdaba lo mismo: la cinta adhesiva leimpedía sacarlo. Lo tragaba y vomitabade nuevo: un círculo vicioso.

¿Cuánto tiempo habría transcurrido,veinte, treinta minutos? A aquellavelocidad, no habían podido recorrermás de cuarenta kilómetros. No sepercibía mucha circulación. Se reafirmó

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en la hipótesis de que viajaba rumbonorte.

¡Ah, cuánto daría por poderrestregarse los ojos y rascarse la frente!Le picaba como si le hubieran regadolas heridas con agua salada. «Parezco...Soy como uno de esos trapos viejos ysucios que te encuentras en los talleresmecánicos. Se les abandona en cualquieresquina, la gente los pisa al pasar, losarrastran de un lugar a otro y a nadieimportan. ¿A quién importo yo ahora?»,pensó. Y la imagen de Lola MacHor ledio la respuesta.

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Domicilio de la juez Lola MacHor,proximidades de Madrid. Noche del 4de diciembre

—¡Padilla, qué rapidez! —tartajeóMacHor. Todavía no había logradodespertarse del todo.

—Pues tiene toda la razón, para quélo voy a negar, ¡ni Messi! Que, porcierto, hoy está desaparecido. No se leha visto en toda la segunda parte...

La juez tardó unos segundos en

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averiguar de qué hablaba. Con lacabezadita, había olvidado el partido dela Champions.

—¡Ah, sí, Messi! A vecesdesaparece, es cierto, pero cuandodespierta siempre la lía. Pero no mellamabas por eso, ¿verdad?

—¡Muy lista, jefa! Muy sutil. Si yalo decía yo, desde el mismo día en quela conocí, hace ya un porrón de años, losupe: ¡esta mujer es un lince! —Suspiró—. Es cierto, no llamo por el fútbol. Enrealidad, llamo para desearle unasfelices fiestas navideñas. ¡Ah, y unpróspero año nuevo!

Lola no pudo menos que echarse a

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reír.—Pues lo mismo digo, Padilla.

¿Cómo va la boda?—El novio asustado, la novia feliz,

mi mujer nerviosa y yo como unascastañuelas. ¡Por fin solos! Esta noche...Bueno, creo que eso no le incumbe...Veamos, jefa, he hecho algunasllamadas. En efecto, el móvil delinspector Iturri está muerto. Su señal seperdió en una plaza céntrica de laciudad de Lyon, donde tiene fichada suresidencia. Exactamente, en el cascoantiguo, donde hoy no parece habermuchos turistas debido al mal tiempo.Están en estado de alerta por los fuertes

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vientos. Me han pasado el listado dellamadas enviadas y recibidas desde sunúmero. En el día de hoy...

Lola le interrumpió.—Un momento, Padilla. Dices que

tienes el listado de sus llamadas. ¿Cómohas conseguido la orden judicial? Habráhecho falta...

Padilla chasqueó dos veces lalengua.

—¡Jefa, jefa, nuestro hombre está enFrancia! Los franchutes hablan mucho dederechos y libertades y todas esas cosas,pero son muy liberales. Mucho allonsenfants de la patrie y frases por elestilo, pero los de su gremio ni las

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huelen. Sólo llaman a la caballeríacuando está todo hecho. En fin, que misamigos no han cometido ilegalidadalguna.

—Me alegra saberlo. Disculpa, mehablabas del listado.

—Sí. Le decía que a Iturri sólo lehan entrado dos llamadas, y él efectuóotra, larga, a un número local. Norecibió mensajes, ni envió más que losque la tenían a usted como destinataria.

—Iturri no es de los que seprodigan, eso es cierto. Y ese númerolocal, ¿sabemos quién es el titular?

—Lo sabemos. Pertenece a una talmadame Blanchard.

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A Lola, por un instante, se le fruncióel ceño.

—¿Alguna noticia sobre ella?Padilla suspiró al reconocer el brote

de celos en la voz de la juez. Lo habíaintentado velar, pero no había logradohacerlo del todo. No podía comprendercómo una juez del Tribunal Supremo,lista y reputada como Lola MacHor,casada con una eminencia de lamedicina, bebía los vientos por unhombre como Iturri. Según decían lasmujeres, era un hombre apuesto, ysuficientemente despectivo con ellascomo para que conquistarlo fuera unsuculento reto. Había sido condecorado

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en varias ocasiones y era muy bueno ensu trabajo, pero era introvertido, seco ymaleducado. Las más de las veces, hastainaguantable. ¿Era bueno en la cama?Posiblemente, pero no era nada más queun policía. Había hablado de ello conotros compañeros. Y todos habíanllegado a idéntica conclusión: la únicaexplicación posible era Estocolmo.

—Pues al parecer se trata de unaseñora de cierta edad que regenta unatienda de tabaco. Es de suponer queIturri fuera su cliente. La van a llamarpara comprobarlo.

Lola asintió, aunque Padilla no pudoverla.

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—Y hablando de otra cosa, heestado dando vueltas a lo de lacogorza... Sí, lo sé, pienso con efectoretardado, pero eso en este momento noes importante. Lo que importa es la hora.Fíjate, Padilla, cuándo se enviaron losmensajes. Era demasiado temprano paraque Iturri se hubiera pasado tres puebloscon el alcohol, ¿no crees?

—En eso lleva razón, Lola. En fin,tengo que regresar a la fiesta. Mañanahablamos. Intentaré averiguar algo más.Le llamo con lo que averigüe. Buenasnoches.

—Buenas noches, Padilla. Ygracias.

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Acababa de colgar cuando elteléfono volvió a sonar.

—Sorry, jefa, se me ha olvidadocomentarle un tema. Hemos peinado lasbases de datos en busca de alguien alque se le conozca con el apodo deSalamandra y el ordenador ha escupidouna coincidencia.

—¡Bien! Por fin un hilo del que tirar—exclamó MacHor con un grito agudo.

—No se me emocione, Lola. Yasabe cómo son estas cosas. Como digo,hay un delincuente que recibe ese apodo,que está recluido en Sevilla I. Esaubicación complica las cosas. De todosmodos, he buscado su expediente. Lo

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trincaron tras varias idas y venidas. Sededicaba al comercio de falsificacionesy al menudeo de hachís. Es posible queme equivoque, pero, por la localizacióny el tipo de delito que Iturri investiga, yodiría que no tiene relación alguna connuestro caso.

—Muy cierto, amigo. No cuadra. ¿Yalgún confidente con un apodoparecido?

—Ninguno, de momento. NiSalamandra ni Le Mans. Pero no se medesanime. Recuerde que es de Bilbao. Yhaga memoria, a ver de qué le suena esacarrera.

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Maletero del Citroën ZX, carreteraD517 Lyon-Bron, Francia. Noche del 4de diciembre

Otra tiritona. Juan Iturri se había mojadolos pantalones, no había podido evitarlo,y el frío estaba lamiéndole las piernas.Y notaba miedo. Un miedo cerval,mayor cuando iba desperezándose.Nunca pensó que terminaría así. Un tiro,sí, pero en acción, combatiendo. Sinembargo, un secuestro nunca había

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entrado en su ecuación. No estabaseguro de poder aguantarlo.

«Esta gente siempre te las hacepasar putas. Siempre. ¡Dios santo, estoyjodido! Lola, ¡sácame de aquí! ¡PorDios, Lola, lee mi mensaje!»

Ya vuelto en sí, comenzaba adudarlo. Empezaba a pensar que eseconspicuo deseo era como un brindis alsol. De haberse cumplido, él mismo sehubiera visto dominado por el asombro.

«¿Por qué, teniendo una única baza,se lo envié a ella y no a alguien que mehubiera asegurado una mayorprobabilidad de éxito? —se preguntó—.Dadas las circunstancias, hubiera sido

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más lógico. Pero en momentos deextrema tensión, ni siquiera en alguienentrenado como yo, la mente piensa concordura. Si Lola no ha perdido el móvil,si lee el mensaje, si recuerda el caso LeMans e investiga, no parará hastaentenderlo... Demasiados condicionalesen una misma frase. ¡Dios, van amatarme!»

Se le entrecortó la respiración y seodió por ello. Si pudiera volver atrás,no hubiera dejado que le cogieran... Sipudiera...

«¡Dios, soy joven para morir! ¡Nodebería morir, morir antes de loscincuenta es un despilfarro! De acuerdo,

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soy policía y para un policía cualquieredad es buena para morir. Eso es lo quenos dicen, lo que nosotros mismossostenemos cuando vamos a beber conlos amigos. Pero no es cierto, noqueremos a la muerte por novia. Nisiquiera por ligue... Todos nosotrosdeberíamos estar acostumbrados a laidea de tener una bala con nuestronombre paseando por la puerta denuestra casa y apuntando directamente alcerebro. Pero ¿quién se acostumbra aalgo así? Ni siquiera los enfermoscrónicos lo hacen, ¿y qué es un policíasino un enfermo crónico? ¡Oh, Dios, noquiero morir! Me importa una mierda la

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edad media, lo que les pase a miscolegas o lo que digan los periódicos.No quiero una medalla en el ataúd,¡quiero vivir! Soy demasiado joven...demasiado.»

De pronto, notó cómo la velocidaddisminuía y la carretera empezaba allenarse de baches. Debían de haberabandonado la autovía. Subían. Estabanllegando a su destino, fuera cual fuese.

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Palacio de la Moncloa. Presidencia delGobierno, Madrid. Noche del 4 dediciembre

Como todas las tardes, una valijaatestada de cartas, paquetes, sobres ydocumentos llegados durante las últimashoras fue depositada en la sala decorrespondencia del Palacio de laMoncloa, junto a los escáneres, a laespera de que los servicios de seguridadprocesaran su contenido. En dicha

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valija, se hallaba un sobre de aparienciacorriente. Llevaba estampado unmatasellos de París y, como otros tantossobres, tenía como destinatario a laPresidencia del Gobierno.Habitualmente, toda misiva recibida apartir de media tarde era procesada porlos oficiales en el primer turno, el de lassiete de la mañana. Sin embargo,contradiciendo por una vez la costumbreestablecida, uno de los escáneres sepuso en funcionamiento de madrugada.Todo se debió al problema de RobertoArmijo con el tequila. O, mejor dicho,con las mezclas.

Habiendo tenido turno de mañana,

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tras echarse una larga siesta, Armijohabía salido a tomar unas cervezas conun par de colegas. En uno de los baresde Chueca, habían conocido a un grupode chicas con ganas de marcha. A él lehabía tocado en suerte una enfermeramorena, algo mayor para sus gustos,pero con unas curvas que quitaban elhipo. Ella le confesó que acababa dedivorciarse. No hubiera hecho falta: esasuerte de desesperación corriendo porlas venas resulta tan evidente como elperfume barato.

A decir verdad, el oficial Armijo —metro noventa, noventa y un kilos yveinte años de experiencia en bares y

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tabernas— tenía bastante aguante, peronunca mezclaba bebidas. Sabía que lesentaba mal. Sin embargo, la nocheprometía, de modo que, cuando laenfermera se empeñó en que tomarantequila, no le llevó la contraria. Cuandoempezaba a arrepentirse del error, sonósu teléfono. Le llamaban de la Moncloa.La mujer de uno de sus compañeros sehabía puesto de parto, y le pedían que loreemplazara hasta el cambio de turno.No pudo negarse.

Dejó a la morena con las ganas y elnúmero falso de móvil, y condujo hastala Moncloa con las ventanillas abiertas,pese a los cero grados de temperatura.

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Tenía que despejarse a toda velocidad.Al detenerse en la barrera para mostrarsu documentación, miró de soslayo elreloj y comprobó con sorpresa que lasagujas temblaban como si se tratara deuna brújula. Maldijo a la enfermeramorena, al tequila y a la esposa de sucolega, que elegía horas tanintempestivas para traer hijos al mundo,y se dirigió a la zona de taquillas. Allíguardaba una camisa, un uniformelimpio y un cepillo de dientes. En lazona reservada al personal, tomó unalarga ducha fría y un café caliente consal. Vomitó. Ingirió dos aspirinas y sesintió mejor. Al volver a contemplar la

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esfera de su reloj de pulsera, las agujashabían dejado de zarandearse. Eran lastres de la madrugada. Se preparó otrocafé muy cargado, esta vez con azúcar.Tenía que aguantar cuatro horas. No erapara tanto.

Sin embargo, cuando sólo llevabadiez minutos sentado ante las pantallasde vigilancia, sus párpados empezaron aclaudicar. Los abrió de inmediato. Si nose movía, se quedaría dormido y todosse enterarían de que estaba borracho.Había sido ya apercibido una vez. Si seenteraban de lo ocurrido, y de que habíaacudido borracho al volante de supropio coche, acabaría en un calabozo.

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El miedo le espabiló. Se levantó y sepuso a pasear por la zona. Recaló en lasala de correspondencia.

Para procesar el correo, seempleaban dos máquinas de rayos X concinta transportadora. La primera, detamaño mediano, era capaz de revelar lapresencia de armas, explosivos o drogasescondidos en paquetes de un tamaño nosuperior al de una mochila. La segundamáquina, más pequeña, podía escanearcon rapidez bolsas de correo enteras.Era ésta la que más usaban. Sucapacidad de detección rayaba el cientopor ciento, y el porcentaje de falsasalarmas, incluso en envases cerrados,

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resultaba insignificante.Se sentó ante la pantalla y se

entretuvo pasando cartas por el escánerpequeño. Hasta que, en un momentodado, un pitido continuo le asustó.Observó despectivo el sobre. Era unmodelo ordinario, de color blanco. Nisiquiera estaba protegido por algún tipode envoltorio de plástico de burbujas.Aún sin comprender lo que ocurría,acercó los ojos a la pantalla. La imagenle devolvió la silueta de dos pequeñoscables en el interior. Ni ellos ni la cartamisma parecían peligrosos: el sobre eralo suficientemente plano como para nopoder albergar un sistema de ignición o

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un solo gramo de explosivos, de modoque lo sujetó con la mano y le dio lavuelta para observarlo por el ladoopuesto. Se le antojó uno de esosimposibles falsos positivos, aunquecables, desde luego, había.

No sabía qué debía hacer. Todas lasopciones le parecían una fuente deproblemas. Ni siquiera se habíaenfundado unos guantes. Finalmente,decidió que sería mejor pasarse porexceso que por defecto y dio la voz dealarma, hecho que desató tal incesanteactividad a su alrededor que tuvo quetomarse la tercera aspirina. La cabeza leestaba matando.

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La seguridad del complejo contabacon un equipo de expertos endesactivación de explosivos, quellegaron casi antes que el alivio de sudolor. Les proporcionó la informaciónde la manera más escueta posible.Farfullaba y le costaba organizar bienlas frases, de modo que procuróresponder con monosílabos: cuanto máshablase, más se le notaría la tasa dealcohol en sangre.

Tras analizar las imágenes quedevolvía el escáner y auscultar el sobre,los técnicos no consideraron necesarioevacuar el edificio, pero les hicieronsalir de la zona y concentrarse en el

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patio, a la intemperie, mientrasprocedían a la apertura de la carta.

La alerta no fue a mayores. Losartificieros ni siquiera se enfundaron eltraje completo. La fotografía ampliadadel interior del sobre permitió constatarque los cables, uno de color rojo, otrode color verde, estaban separados entresí y no se unían a mecanismo alguno.Con toda probabilidad, habían sidoincluidos a modo de broma de mal gustoo para llamar la atención. Si esta últimaera su intención, desde luego, lo habíanconseguido. La carta fuedespreciativamente cedida para suanálisis a los miembros de la unidad de

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información, que se habían personado enel lugar de los hechos. De inmediato, sepusieron manos a la obra para dar conalguna pista de su autoría. En cuanto eljefe de la unidad desdobló el folio,perdió el color. El emblema queencabezaba la carta, la presencia depolvo de aluminio, si bien en escasoporcentaje, y el mensaje mismovolvieron a convertir al Ministerio en unhervidero de rumores.

A las cinco menos veinticinco, paraalivio del personal, que se hallabaaterido de frío, les permitieron regresaral interior. Armijo no lo hizo. Laborrachera había cedido, pero, desde el

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exterior, se percibía el principio delcaos, los gritos y las carreras, y sucabeza retumbaba como un bombo. Poreso decidió permanecer fuera, retiradodel jaleo, aun a riesgo de congelación.

Unos minutos después, notó quealguien salía. Desde su escondite nopudo ver más que sus zapatos, brillantescomo medallas al valor, pero entre lasnubes dolorosas que le martilleaban elcerebro oyó una voz conocida.Pertenecía al director de seguridad de laMoncloa. El guardia civil telefoneó a lavicepresidenta.

—Señora, siento molestarla a estashoras, pero, en ausencia del presidente,

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usted está al mando. Estamos ante unasituación de clara emergencia. Deboinformarle de la recepción de una cartapotencialmente peligrosa. Contiene elanagrama de la banda terrorista yreivindica el secuestro de un policía denacionalidad española. Aún no podemosasegurar su autenticidad... ¿El secretariode Estado de Seguridad? No, va en elséquito del presidente, junto con elministro de Interior... Naturalmente,esperamos órdenes... ¿En tres cuartos dehora? Por supuesto, estaremospreparados. ¿Avisará usted alpresidente?... Sí. En Perú son las doce,más o menos... ¿Un SMS? Claro, muy

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conveniente. Gracias, señora.Colgó. Iba a entrar de nuevo cuando

su móvil volvió a sonar.—¡A sus órdenes, señora! ¿El

responsable del servicio de informaciónde la Guardia Civil? Naturalmente.Enviaré a buscar al general Cordón...Como quiera, esperaremos a que ustedle informe.

—¡Oh, gracias a Dios! Ya puedoentrar. Me estoy quedando helado —murmuró Roberto Armijo alincorporarse. Había empezado aamanecer. En breve, llegaría el relevo ypodría irse a casa.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. Nochedel 4 de diciembre

La desagradable inquietud que leocasionó notar que el vehículo sedetenía, lo que significaba, casi con todaprobabilidad, que habían llegado a sudestino, no fue nada comparada con lasacudida que le produjo oír que laspuertas del vehículo se abrían ycerraban de golpe. Estaba muerto de

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miedo. No pudo evitarlo: se cagóencima.

El maletero se abrió. Se habíaarruinado ya el día. Todo eran tinieblas.Dos pares de manos le sujetaron por lazamarra, lo arrancaron de aquella fosa ylo lanzaron contra el suelo húmedo.Cayó de rodillas y se llenó de barro. Deinmediato, trató de protegerse. Pero, conlas manos atadas, apenas atinó acubrirse la cabeza con los brazos.Permaneció quieto, a la espera deacontecimientos. El ojo bueno lepermitió captar una luz en lontananza.Debía de ser la casa donde iban aretenerle. Levantó la cabeza de un modo

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apenas perceptible.—¡Qué miras! —oyó. Y luego sintió

la patada. El corte de la ceja,consecuencia del puñetazo propinadodurante la captura, se abrió y de nuevola sangre empezó a correr por su ojoderecho, completamente cerrado. Lasangre y la inflamación le dejaron ciego.Y todo se volvió negro rabioso, como lanoche, como su captor.

Le arrancaron la cinta aislante que lecubría la boca. Otra patada. Se inclinóhasta meter la cabeza entre los hombros.En esa posición, el estado de suspantalones, quizá el hedor quedesprendían, llamó la atención de sus

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captores. Lo ocurrido resultaba tanevidente que hubiera sido inútil negarlo.Oyó la cínica risa del hombre enjuto:

—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¡Unmadero que necesita pañales!

Iturri trató de incorporarse, pero sele resbalaron los brazos. Lo intentó denuevo, pero dos nuevas patadasvolvieron a tumbarle. Esta vez no logróprotegerse. Adoptó una posición fetal.El viento le abofeteó las mejillasmientras aquel bestia le molía lascostillas. No había parte del cuerpo queno se quejase. Le dolían hasta lospensamientos.

—¡Déjalo ya, lo vas a matar! —oyó

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a su espalda. Quien hablaba, casi conseguridad Salamandra, lo hacía contimidez, como pidiendo perdón por laintromisión.

—¡Mira, ésa es una buena idea!El inspector sintió el calzado de su

captor sobre su cara. Quizá a propósito,quizá fortuitamente, la suela le rozó elojo herido. Dejó escapar un grito agudo.

—Nuestro madero se queja.¡Pobrecillo! ¿Te duele?

El hombre desplazó el zapato hastacolocarlo justo sobre el ojo. Iturri sintióampliarse la presión. Esta vez no sequejó.

—No soporto la peste de los cerdos,

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menos aún si es mierda de madero. ¿Ytú, Iñaki?

Salamandra corrió hasta él con carade incredulidad, y le habló con vozqueda.

—¿Estás loco? ¡Nada de nombres!—Es cierto, habíamos quedado en

no emplear nuestros nombres, pero estetío es carne de cementerio. Morirá enbreve. Y los muertos no hablan. Y ahoraque lo pienso, si vamos a matarle detodos modos, ¿por qué no lo hacemosahora y nos evitamos tener que aguantarsu peste y darle de comer? Aunquepodemos no alimentarle; total, para queacabe comido por los gusanos...

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Iñaki, aterrado, incapaz de tener unamuerte colgando perpetuamente de suconciencia, respondió con aireconciliador:

—Pero ¿qué dices, te has vueltoloco? Hay que seguir el plan ymantenerle con vida y en buen estado.Puede que luego nos haga falta...

—¿Falta, para qué? ¡Ellos no puedensaber si está vivo o muerto!

El silencio era combatido por elviento atronador. Joseba hablaba losuficientemente alto para que Iturripudiera oírle. Su voz resultaba tanlacerante como sus acciones. Cuandosacó la pistola que llevaba oculta en el

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pantalón, se preocupó de que Iturrioyera cómo la amartillaba. Al sufrir losprimeros alardes de su enemigo, unescalofrío sacudió la espalda de Iturri,que apretó los dientes para no llorar. Sinembargo, la rabia suplantó al miedo. Sesobrepuso.

—¡Conozco a los tipos como túdesde el origen de los tiempos! Déjatede leches, sabes que no eres capaz. Nopasas de alimaña asustada. ¿Saben estolos de arriba? Porque van a crucificarte,incluso antes de que lo hagan los míos.Y tú, Salamandra sarnosa, ¿qué dices?

Las patadas regresaron. No pudoprotegerse el ojo dañado.

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—¡Ya basta, Joseba, ya basta! —volvió a oír.

—Sí, es suficiente. Tenemos queacabar ya.

Iturri sintió la presión del arma en sunuca. Cerró fuertemente los ojos,mientras se arrancaba con la primeraoración que le vino a la mente.

—¡Bye, bye, hijo de puta! —respondió Joseba antes de apretar elgatillo.

De inmediato, oyó el clic.

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Domicilio de la vicepresidenta delGobierno, Madrid. Madrugada del 5 dediciembre

El jefe de gabinete pasó a lavicepresidenta por email una copia de lacarta recibida. Y se mantuvo a la espera,con el teléfono abierto, mientras ella laimprimía y la leía. Empleó cuarentasegundos en escudriñar su contenido.Realizó dos lecturas. La primera,rápida, ávida, le permitió constatar el

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anuncio del secuestro de un policía denacionalidad española destinado en laInterpol y la exigencia de un rescate:dinero, acercamiento de presos y laemisión de un extraño comunicado. Susegunda lectura fue más pausada. Sedetuvo en los detalles, en el terroríficoemblema de la Organización, en lahabitual firma, y especialmente en laexigencia de una prueba de aceptación.No necesitó una tercera lectura.

Con el folio en una mano y elteléfono en la otra, comenzó su bateríade preguntas. Su jefe de gabinete pudocomprobar que su tono de voz mostrabaun notable enfado. De haber podido

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verle los ojos se hubiera dado cuenta deque ardían.

—¿Dónde ha ocurrido el hecho?—Por la última localización

conocida del móvil del inspector Iturri,el secuestro ha tenido lugar en Francia.En la ciudad de Lyon.

—¿Y qué dicen nuestros vecinosfranceses? ¿Han recibido la mismacarta?

—Creemos que no. Es más, creemosque no están al tanto. De momento.

—Curioso —contestó la mujer—.¿Y la Interpol?

—Entendemos que tampoco.Se mantuvo callada unos instantes,

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que Beltrán, su jefe de gabinete, respetóno sin esfuerzo.

—De acuerdo; monta, por favor, ungabinete de crisis. Teniendo en cuentaque en el séquito del presidente va elministro del Interior y el secretario deDefensa, echaremos mano del generalCordón. Supongo que en estos momentosya estará al tanto. De todos modos,llámale. Que se ponga a trabajar, querecabe toda la información pertinente. Yque no lo pregone a los cuatro vientos:ya sabes cómo se las gasta.

—Me pongo. ¿A quién más quiere enese gabinete?

—A Lorenzo Montalvo, director del

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CNI.—Ahora le llamo.—No, lo haré yo. Convoca mañana

una reunión en mi despacho. Ymantenme al tanto. Llámame concualquier novedad.

—¿Convoco a las diez? Tiene undesayuno con empresarios...

—Mi intención es mantener laagenda como está prevista. Convoca unpoco más tarde, por favor.

En cuanto colgó, se dirigió a lacocina. De camino, pasó por el cuartode sus hijos. Los gemelos dormíanapaciblemente. Se había prometido a símisma que crecerían en un país en paz.

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En aquel momento, dudaba de si aquellosería posible. Salió sin meter ruido. Seabotonó la chaqueta que se había echadosobre el pijama y se fue a la cocina.Encendió la cafetera y llamó al directordel Centro Nacional de Inteligencia. Elolor a café empezó a llenar la estancia.Oprimió el botón del altavoz para podercontar con ambas manos.

Lorenzo Montalvo contestó alsegundo tono: estaba despierto. Era unmal durmiente. La llamada le pilló sobrela máquina elíptica, con el televisorencendido: CNN. Apagó ambas cosas deinmediato.

Sin dilación, la vicepresidenta le

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leyó de corrido el texto de la carta,mientras se servía una taza de cafénegro. Al concluir, le pidió su opinión.

—¿Y dice que están seguros de quees el logotipo de la organizaciónterrorista?

—Lo están. Dicen que prácticamenteal ciento por ciento.

—Entonces, tenemos un problema...O más de uno.

—Explícate, Lorenzo, por favor.—Verá, señora, si bien es cierto que

una carta como ésta no augura nadabueno, en función de quién se escondatras ella, resulta más peligrosa o menos.Puede acabar con una guerra o puede

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desinflarse como un globo pinchado.Con los datos que me facilita, nopodemos saberlo.

Montalvo hablaba con voz tranquila,mecánica, como si expusiera un informerutinario. La vicepresidenta depositó lataza de café en el friegaplatos, abrió elprimer cajón de la cómoda y buscó unpaquete de cigarrillos. No era unafumadora al uso. Podían pasar semanassin que echara en falta la nicotina, peroante situaciones de estrés siemprerecurría a ella. Entregada a la tarea deencender un pitillo, no respondió deinmediato. Su interlocutor carraspeó.

—Entiendo lo que dices, Lorenzo,

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pero me gustaría que fueras más preciso.El director vaciló. Lo que dijera

afectaría mucho al juicio que lavicepresidenta se formara; sin embargo,no tenía datos en que basarse.

—Como en todos los juegos, antesde situarse ante el tablero, hay queconocer las reglas y a los contrincantes:con qué bazas cuentan, en qué seapoyarán para ganar, cuál es el premioque buscan... Por lo que entiendo, eneste caso, el problema estriba en que notenemos la certeza de con quién jugamosy, por tanto, desconocemos las reglas,las metas y los sentimientos por los queacuden al terreno de juego. Si se

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confirmara que la firma pertenece a laorganización terrorista, sería un desastrepara el país, pero, desde el punto devista de mi trabajo, el juego sería muchomás sencillo. Les conocemos bien,sabemos de ellos y de su juego. Siemprejuegan los mismos y de la misma forma.Como su poder está concentrado en lacúspide y no se filtra hacia la base, loscomandos se erigen en simplesejecutores de las órdenes de otros.Nunca osarían hacer nada sin elbeneplácito de sus superiores. Si setratara de ellos, sus objetivos estaríanbien definidos y podríamos ir dos pasospor delante. De no ser así... bueno,

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habría que empezar de cero.—¿Y por qué piensas que no son

ellos?—Porque no tenemos nada sobre la

mesa. Dirijo el CNI. No somos el mejorservicio de información del mundo, perotampoco somos malos. Concretamente,en este terreno, pisamos fuerte. Y, sinembargo, ninguno de nuestros contactosnos ha avisado de un movimiento.Nuestros infiltrados tampoco nos hanpasado alerta alguna. Y eso es raro. Unsecuestro no se planifica de un día paraotro. Hace falta dinero, seguimientos,preparar un escondite, ocultar lashuellas...

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—Quizá lo hayan llevado en estrictosecreto.

—Es improbable, muy improbable,pero podría ocurrir. Por eso, mientrasno salgamos de dudas, deberíamostrabajar de forma simultánea con ambashipótesis.

—¿En paralelo?—En paralelo, sí. De todos modos,

me pongo en marcha. Suelo ser mássutil, pero dadas las circunstancias,mandaré a uno de mis hombres a Bilbao.Contactaremos con los nacionalistasvascos, para que, a su vez, ellospregunten directamente a laOrganización. Así podremos reducir las

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incertidumbres.—Me parece bien. Gracias,

Lorenzo. No dudes en llamarme si locrees necesario.

—¡Animo, señora! Confiemos enque se trate de fuego de artificio.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia.Madrugada del 5 de diciembre

Inmóvil, con el rostro sobre el sueloembarrado, Juan Iturri aguardabaexpectante el fogonazo que supondría laconfirmación de su muerte, algún tipo dedesconexión penetrante, cuando unasrisas de hiena le trajeron de nuevo a laTierra. Abrió los ojos y se topó conunos terrones oscuros. En la boca tenía

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sabor a sangre. En su cabeza seagolparon mil y un sentimientos. Losdolores, disipados durante un instante,retornaron en tropel. Y también eljuicio. Fue como un brusco renacer.Permaneció inmóvil, respirando lo justo.El tal Joseba seguía riéndose. Sujocosidad contrastaba con las airadas,casi desesperadas, protestas deSalamandra. Sonrió para sus adentros yvolvió a cerrar el ojo. Quizá le creyeranmuerto y pudiera escapar.

El sonido de un arma, finalmentedescargada, le hizo comprender que notendría esa suerte. Todo había sido unapantomima, una broma cruel. El gesto

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cayó sobre su ánimo como una losa cuyopeso se sumaba a los sentimientos deimpotencia y miedo cosechadosanteriormente. Tirado en el suelo,rodeado de sus propios excrementos,rompió a llorar. Ya no intentó mostrardesenvoltura. Ya no le importó queaquel malvado le viera desmoronarse.

Salamandra avanzó hasta él. Dereojo, vio el brillo de una navaja, perono hizo ademán de protegerse. Le dabalo mismo. Prefería terminar. El hombrese agachó y le cortó las ligaduras. Pesea la oscuridad, pese a que estaba casiciego, no le pasó desapercibido susemblante contrito. Le acometió un

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acceso de tos y vomitó sobre sus manos.Salamandra no protestó. Le colocó unabolsa de plástico en la cabeza, lo sujetópor los hombros y lo arrastró por uncamino de piedras hasta llegar a unacasa.

—¡Ponte en pie!Salamandra sacudió la cabeza.—No puede, te has pasado con la

paliza.—¡Pues ayúdale, hermanita de la

caridad, pero que suba ya! Y tú, madero,recuerda que el arma sigue en mi poder.Y la próxima vez no seré tan magnánimo—escuchó.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. Mañana del 5de diciembre

—¿Qué está pasando, Jaime?

Hablaban en la cocina, sentados,ambos con la vista fija en el horizonteoscuro, casi gris, por el que empezaba aadivinarse el cambio. Amanecía.

Su marido se volvió y con maldisimulada irritación replicó:

—¿Acaso está pasando algo, Lola?

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—Pero ¿es que nunca me escuchas?Te lo he contado ya tres veces: Iturri noaparece. Padilla dice que su teléfono hadejado de emitir. No es normal.

El doctor Garache volvió a sumayestática posición original. Con labarbilla levantada, parecía querer captarel radical fenómeno. Aún pequeña comouna alubia, la rodaja de luz en elhorizonte resultaba espléndida. Por másveces que lo viera, no lograríaacostumbrarse a su belleza.

—Sí y sí. Siempre te escucho. Y sí,es completamente normal: con Iturrinada es lo que parece. Tiene esa virtud.

Lola movió con decisión la cabeza a

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ambos lados.—Piensa, Jaime, y cíñete a los

hechos. Nadie lo encuentra y su teléfonolleva demasiadas horas muerto. Unagente de la Interpol no puede permitirseun lujo como ése. Por no hablar delmensaje, extraño hasta para Iturri.

—¿A qué te refieres? Tu amigorompe todos los límites de la definiciónde extraño.

La juez dejó la taza de café sobre lamesa y respiró hondo. Con Iturri, Jaimese comportaba de modo visceral. Y,mientras las vísceras actúan, impidenpensar. Tras expulsar el aire, volvió lamirada hacia su marido y le interpeló.

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—¡Suéltalo de una vez!—De acuerdo, ahí va. No sé dónde

andará tu amigo, y sabe Dios en qué líose habrá metido esta vez. Pero si quieresconocer mi opinión, te diré que estoyseguro de que éste es otro de sus dardos.Sabes que los emplea para llamar tuatención, para tenerte sujeta. ¿No hacesiempre lo mismo? Tres o cuatro mesessin tener noticias de él y reaparece conalguna historia a cuál más estrambótica.¡Te lo repito, eres tú la que tiene lamanía de buscar misterios donde no loshay!

—¿Y cómo sabes que no los hay?—No me hagas hablar, Lola.

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—Pues sí, mira, quiero que hables.—De acuerdo, hablemos de ese

mensaje. ¿Lo escribió correctamente?Me refiero a sin faltas de ortografía...

La voz de Lola se volvió pétrea.Estaba enfadada.

—Te estás pasando, Jaime. No esningún iletrado...

—No me malinterpretes. Si está malescrito, podría evidenciar lo que esobvio para todos menos para ti...

—¡Ya volvió la burra al trigo!—¿Y cómo no habría de volver? Lo

reconozcas o no, Iturri bebe como uncosaco borracho, y ese mensaje es otraprueba evidente de su problema...

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No hubo ocasión para la réplica.Antes de darle turno, con un impacientesaltito, Jaime se puso en pie, arrastró lasilla hacia atrás y se apoderó del últimotrozo de cruasán.

—¡Menos veinticinco! Ha llegado elmomento de que la gente seria se pongaen marcha. Lo siento, debo marcharme.

Lola aún estaba sin arreglar; élllevaba corbata. A la juez le gustabadesayunar en pijama. En realidad, lo quemás le gustaba era empezar el día con elolor del café en la nariz. Luego, llegaríatodo lo demás. A él no. Jaime bajabaoliendo a colonia y perfectamenteengominado. De todo ha de haber en la

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viña del Señor.—Es temprano, ¿qué tienes hoy?—Subo a Barcelona. Tres horas y

pico de AVE para media hora dereunión. Como si estuviéramos en elPleistoceno... Hay gente que piensa queTIC son las siglas de algún tipo deenfermedad olvidada, presente en algúnaltiplano sudamericano.

—Has dicho menos veinticinco,pero no la hora. Eso quiere decir que tehas aburrido de la conversación y mevas a dejar con la palabra en la boca.¿Cuándo coges el AVE?

Se acercó y volvió a sentarse. Suvoz se suavizó.

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—¡No te preocupes, ¿vale?! No seránada. Llámale otra vez. En esta ocasión,te responderá.

Negó con contundentes movimientosde cabeza.

—No y no.—¿Cómo dices?—Pues que no me escuchas y que no

puedo llamarle. Si me escucharas,sabrías que el teléfono dejó de emitirseñal hace horas.

Pensativo, volvió a levantarse. Ytratando, sin lograrlo, de parecersincero, añadió:

—¡Pues eso es raro en un policía!Nacen como los niños, con los dedos

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encolados a las teclas del móvil. Detodos modos, cualquier cosa es posibleen Iturri. Lolilla, ahora sí que tengo quemarcharme. Cojo el de las siete y media.Te veo esta noche...

Se acercó a ella, le dio un beso en lafrente y con el dedo índice le abrió lachaqueta del pijama, un modelo de sedabeige bordeado en rosa.

—Te pones guapísima cuando teenfadas, Lolilla. ¡Pena de reunión!

Ella se echó a reír. Se levantó, lepasó los dedos por la cara, siguiendo sucontorno anguloso, y le despidió con unapalmada en el trasero.

—¡Tú te lo pierdes!

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Se alejaba cuando recordó elmensaje de E-park.

—Por cierto, Jaime, ¿no me dijisteque ayer estabas en Valencia?

—Y estuve. Llegamos a las mil. Poreso no vine a cenar.

—¿Y dónde dejaste el coche?—Donde siempre, en el

aparcamiento de la estación de Atocha.¡Adiós!

Oyó el ruido de la puerta al cerrarsemientras sopesaba lo dicho. Nocuadraba. ¿Se trataría de algún falloinformático? A ella, sin ir más lejos, suordenador se le había desmandado hacíatiempo. Ya ni siquiera lo entendía. Un

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mensaje automático le había solicitadoautorización para actualizar unaaplicación. Ni siquiera sabía para quéservía. Había apretado la tecla deaceptar. Desde entonces, el ordenadorya no era el mismo. Ya no hacía lasmismas cosas, no obedecía. Ya nisiquiera le entendía. Menos mal que notenía el número de su tarjeta de crédito.

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Bilbao. Mañana del 5 de diciembre

Los turistas prefieren Bilbao en otoño.En invierno, el tiempo se tornadesapacible y la luz rigurosamente gris.A Ignaci Ostoiza le ocurría lo contrario.De todo el año, era justo esa épocacenicienta, de sabores plomizos y suavechirimiri, la que más le gustaba. Pero,claro, él no era un turista. Había nacidoen Bilbao; no en la misma capital, sino aunos kilómetros, en la montaña, en los

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límites de Gorbea. Su madre,nonagenaria, aún vivía en el caseríofamiliar, una preciosa casa del sigloXVII, construida con estructura demadera y pilares y muros de piedra, quehabían remodelado para dotarla de todaslas comodidades sin perder la esenciaoriginal. Él iba todos los fines desemana, y siempre que podía escaparse.Se sentía bien allí. Hasta las ratas quesubían del arroyo cercano rumbo alestablo, a la caza de un bocado, leapasionaban. Los gatos y los perros sedaban buenos festines con ellas. Él no sellenaba el buche, pero aquel olor leesponjaba el alma.

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Otros preferían fiestas, bullicio,copas y mujeres hermosas. Ignaci nuncase había casado, bebía lo justo y lemolestaba el ruido. Pero no era unhombre huraño, ni solitario. Teníabuenos amigos, que le respetaban, untrabajo que le gustaba, un partido al queservía con orgullo y raíces en lamontaña donde se podía ver crecer eltiempo. Era, en suma, un hombremoderadamente feliz, un poco más desdeque había llegado a una entente conDios.

Ignaci era católico desde la cuna. Unferviente católico, para ser exactos,pero, tras reñir con el nuevo cura de su

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parroquia de Santiago Apóstol, habíadejado de asistir a misa los domingos.No tenía nada contra los domingos,salvo que ese día iba todo el mundo. Ledesagradaba que le vieran y loincluyeran dentro de la «oficialidad»que tanto predicaba el nuevo cura. Dejópor tanto de ir, pero no de creer. Y, trasmucho cavilar, llegó a la conclusión deque Dios bien podía admitir una políticade convalidaciones. Por su trabajo,estaba acostumbrado a negociar encircunstancias difíciles. Pero Dios erapadre, y resultó sencillo: empezó aacudir a misa los viernes, puntualmente,sin faltar ni uno. Iba a la iglesia bilbaína

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de San José de la Montaña, de lospadres agustinos, situada casi enfrentedel palacio Chávarri. Su fachadaneoclásica y su torre campanarioterminada en aguja no eran gran cosa,pero allí se sentía a gusto. Iba temprano,a la misa de las ocho, junto a la pequeñacolección de viejas y oficinistasfervorosos que se distribuían de formaaleatoria por la nave central. Él no eraviejo, aunque acababa de dejar atrás lossesenta, ni tampoco era exactamente unoficinista, pero podía pasar porcualquiera de los dos sin llamar laatención. Al terminar, y con la mismapuntualidad, se iba a desayunar a la

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cafetería del Domine, un hotel cincoestrellas levantado frente al museoGuggenheim. Habían situado lacafetería, acristalada, en la azotea, loque, en días claros, permitía contemplartoda la margen izquierda de la ría. Lavista era magnífica. Él todavíarecordaba aquella zona antes de laremodelación.

Como siempre, in situ, el cocinerole preparó una tortilla de claras, queacompañó con un trozo de queso, doslonchas de jamón serrano y una desalmón ahumado. Era el único día quecomía aquellos manjares. El resto de lasemana se alimentaba de ensaladas y

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verduras. Pidió café. Se preparó dostostadas con mermelada de naranja, ymiró a través del cristal.

Los efectos del viento eranevidentes. Tendrían que cambiar lamayoría de las flores que vestían aPuppy, el perro del Guggenheim, y talaralgunos árboles, cuyas ramas habíancedido ante la potencia del vendaval. Auno de los edificios de la Universidadde Deusto se le había volado parte deltejado. Imaginó las goteras y suspiró:era antiguo alumno.

Pese a todo, desde la azotea, aresguardo, la vista resultaba única. Dehecho, si desayunaba en ese hotel era

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por ese motivo. Le enorgullecíacontemplar cómo había cambiado lafisonomía de la zona y lo que él habíatenido que ver en ello. En su día,rondaba 1991, la Administración vascale encargó ponerse en contacto con laSolomon R. Guggenheim Foundation.Era uno de los abogados del partido, unhombre de toda confianza, experto ennegociaciones, y hablaba bien en inglés.Tras meses de arduos tiras y aflojas,idas y venidas, lograron firmar unacuerdo para levantar lo que teníadelante: el museo Guggenheim Bilbao.Fue él quien sugirió el solar y quienlogró, entre bambalinas, el acuerdo

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definitivo. Su nombre no apareció nuncaen documento alguno, pero tenía almuseo como suyo, y disfrutabacontemplándolo en lontananza.

Pidió otro expreso. Pero lo que llegóno fue una taza de porcelana fina, sinoun caballero simpático, de granenvergadura, vestido de modo informaly con aspecto de turista, que le pidiópermiso para sentarse a su mesa. Seextrañó. La sala era pequeña, peroestaba casi vacía. Sin embargo, en elmismo instante en que le vio los ojos,vivos, casi incandescentes, brillandocon luz propia tras sus gafas sinmontura, supo que tenía que trabajar.

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Le invitó a sentarse. No quiso tomarnada. Dijo ser amigo de unos amigos.Conocía a quienes mencionó, bilbaínosdomiciliados en Madrid, de modo que leescuchó con la misma atención quehubiera prestado a alguien queconociera.

—¿Se le ha enfriado el café? —preguntó el visitante, cortésmente.

—No, está perfecto. ¿En qué puedoserle de utilidad?

—¡Espero que en mucho! Verá, unamigo nuestro ha desaparecido. ¡Puf!, derepente, como por arte de magia. Comosi se lo hubiera tragado la tierra. Enépocas pasadas, pensaríamos en algo

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desagradable, ya sabe. Pero ahoracorren nuevos vientos. Otros tiempos,¿no cree?

—Sí, gracias a Dios. Nuevostiempos —repitió. Y siguió a la escucha.

—El caso es que esta persona noaparece y, dadas las circunstancias, misamigos, que a su vez son amigos suyos,están inquietos. Les preocupa quealguien haya vuelto a las andadas. Yasabe, algún verso suelto, un últimocoletazo. Aunque, claro, en ese caso, loque cabría esperar sería una llamada aese periódico suyo reivindicando lo quesea que haya pasado. Y eso, al parecer,no ha ocurrido. El caso es que mis

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amigos necesitan salir de dudas, saberpor dónde van los tiros.

Se llevó la taza a la boca, pero nobebió. En efecto, el café se habíaquedado frío.

—Comprendo. ¿Acudirá usted aquímañana? —alcanzó a susurrar Ignaci.

—Creo que me acercaré esta tarde ala Bilbaína. Iré hacia las cinco, y mequedaré hasta la hora de la cena si hacefalta. Sería un placer invitarle a un buenbacalao. Desafortunadamente, ahoratengo que marcharme.

—Hasta la tarde, pues.—Sí, hasta luego. Y muchas gracias.Una vez que su interlocutor se hubo

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marchado, Ignaci llamó cortésmente alcamarero. Ordenó que retiraran el caféque estaba sobre la mesa y que lesirvieran otro expreso, descafeinado.Salvo un punto vacilante en su voz, surostro no mostró reacción alguna ante losucedido. Sin embargo, se le habíadestemplado el ánimo. No era laprimera, ni la segunda, ni la tercera vezque le pedían realizar una gestión de esetipo. Pero, siempre que se encontraba enesa naturaleza de situaciones, le ocurríalo mismo. Conocía bien los cauces, quese mantenían siempre abiertos por siaparecían casos como el presente. Peroprefería no usarlos.

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Por la avenida de Mazarredo, desdeel Guggenheim hasta la sede de supartido, donde tenía su despacho,tardaba trece minutos a paso tranquilo, ydiez a paso ligero. Aquel día empleóveinte: necesitaba pensar. Luego, en vezde entrar en el edificio, se fue albarbero, aunque, en realidad, no lonecesitaba, pues se había cortado elpelo la semana anterior.

El peluquero se extrañó al verle,pero se mostró dispuesto a hacerle esepequeño favor y llamó por teléfono a unamigo. Éste llamó a un tercero, quetelefoneó al móvil de Ignaci una hora ymedia más tarde, desde un teléfono

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prepago. Ignaci le explicó en euskera, sulengua natal, lo que a él le habíantransmitido en castellano. Suinterlocutor prometió hacer lasaveriguaciones oportunas. Pasadas lascinco de la tarde, en un tiempo que tuvopor récord, volvieron a llamarle. Leaseguraron que habían hechoaveriguaciones suficientes (mencionaronque incluso habían contactado con laerakundea), sin obtener dato alguno.Nadie sabía nada de una desaparición.Después de todo, nadie quería estropearla situación, que empezaba a resultarcómoda. Antes de colgar, le pidieronque les hiciera llegar todos los datos

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que lograra recabar. Estabanverdaderamente interesados.

Aquella tarde, Ignaci acudió a laBilbaína. Entró en la biblioteca y cogióun libro al azar. Cuando el simpáticoturista se sentó a su lado, le ofreció losdetalles que había recabado. Después,salió. Se subió a su coche y se fue a vera su madre. Por primera vez en su vida,se sentía viejo.

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Hotel Miguel Ángel, barrio deSalamanca, Madrid. Mañana del 5 dediciembre

Aquella mañana, la vicepresidenta delGobierno intervenía en un foroeconómico. La economía no era lo quemás le gustaba, aunque conocíasuficientemente bien la política paraotorgarle la importancia que se merecía.Gracias al cielo, se trataba de undesayuno. No debía ofrecer un discurso,

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sólo unas palabras de clausura. Yescuchar. Había cámaras y fotógrafos, ylas elecciones estaban a la vuelta de laesquina. Sus dos frases seríanescrutadas, diseccionadas ycomprobadas como pruebas de ADN. Seproponía exaltar los logros de sugobierno en pro de la economíaespañola, un caballero andante quehabía sido capaz de zafarse de mil y unamenazantes molinos. Se hallaba sentadaa una mesa redonda, rodeada deempresarios, cruasanes y zumos denaranja. Pese a las fechas, funcionaba elaire acondicionado y se estabaquedando fría. No podía permitirse una

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afección de garganta, pronto empezaríanlos mítines. Lo había hecho notar, perono había solución fácil.

Miraba al ponente fijamente;incluso, de cuando en cuando, enespecial si el término «empleo» salía desus labios, asentía con la cabeza, perosus pensamientos estaban muy lejos deallí. Tenía el cuerpo en el desayuno y lamente en las elecciones y en cómoinfluiría la nueva amenaza, si seconfirmaba. Le preocupaban los rivales,todas las encuestas señalaban su avance,pero sobre todo le preocupaban loscolegas. Sí. Pensaba en el fuego amigocuando oyó en su hombro izquierdo un

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susurro que interrumpió sus cábalas.—Señora, hay novedades

importantes respecto a la autenticidad dela carta de la organización terrorista...

La vicepresidenta no pudo evitar ungesto de desagrado. El rumor de lasrisas provocadas por un chiste viejopronunciado por el ponente turbaron elsilencio. Lo aprovechó para preguntar.

—¿Credibilidad?—Dicen que sigue siendo prematuro

opinar. Pero se decantan por laverosimilitud. Si se confirman losprimeros datos, nueve sobre diez.

Sólo llevaba veinte minutos en elacto, pero no dudó al contestar.

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—Gracias. Voy enseguida.Sujetó el brazo de su acompañante y

anfitrión, un banquero catalán. Sus ojosse encontraron un instante, pero fuesuficiente. Era inteligente, pero sobretodo era perro viejo, como ella, aunqueles separaban treinta años.

—Querido amigo, un asuntoinesperado. Ya sabes cómo son estascosas. ¿Te parece bien que adelantemosmi intervención? Podría hablar ahora, acontinuación.

Su voz sonó serena, profesional y almismo tiempo femenina, cálida. Parecíauna sugerencia, sonaba como unapetición y como una excusa, aunque

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ambos sabían que era lo más parecido auna orden. Sin embargo, ella hacía queno importara obedecer. Era una de susmejores armas. No la mejor, desdeluego. Ni la única. Nada superaba sucapacidad para llegar a acuerdos. Sehabía ganado una buena fama en esesentido. Era la que la había encumbradoa aquella posición, y en la que pensabaapoyarse para convertirse en la nuevapresidenta, la primera mujer presidentade la democracia española.

—Naturalmente, ahora mismo loarreglo. Déjame un segundo para llamara las cámaras —contestó su interlocutor.

Muy acertado: sus palabras se

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escucharían en el telediario de las tres.Mientras el organizador avisaba a su

ayudante del cambio de horario, ellapermaneció pensativa. Creía que aquellabatalla estaba librada y ganada desdehacía meses. Aún restaban algunosflecos, pero eran menores. ¿A qué veníaun secuestro? Si la amenaza seconfirmaba, el panorama setransformaría completamente. Todo lodemás se oscurecería hasta lograrabsorber la poca luz que habían sidocapaces de crear. El edificio sangraríapor los cimientos. Sería el prólogo deuna debacle, la peor noticia que podríarecibir en aquel momento.

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Oyó pronunciar su nombre, luego losaplausos. Alguien le ayudó a retirar lasilla. Se dispararon los flashes, lascámaras la enfocaron. Se puso en pie yse dirigió al atril. No llevaba notas. Nolas necesitaba. Poseía una memoriaprodigiosa, de opositora. Agradeció lainvitación. La cortesía y la amabilidaderan un bien tan precioso como gratuitoque muchos hombres desconocían. Ella,por supuesto, no.

—En los viejos tiempos, cuando elcepo colgaba de nuestros cuellos,apretamos los dientes y nos esforzamos.Gracias al esfuerzo de muchos,especialmente a los arrestos de tantos

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pequeños empresarios que han apostadohasta sus propios patrimonios, hemoslogrado que esas cadenas cayeran.Ahora podemos recuperarnos, generarde nuevo el empleo perdido, volver a lasenda del crecimiento. Gracias porvuestra ayuda.

Ya en el coche, de regreso alMinisterio, su voz volvió a sonar tensa ysu rostro dejó traslucir su preocupación.

—Ponme al día.Desvió la mirada hacia el exterior

mientras escuchaba a su asistente, quien,de modo preciso y sucinto, le informabade que habían hallado una huella parcialen la carta que podría corresponder a

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una terrorista condenada por asesinato.El viento soplaba con una potenciaextraordinaria. Aunque estaba acubierto, se sujetó al asiento. Y sintió elcansancio. Apenas había dormido lanoche anterior.

—No lo comprendo —confesó—.No lo comprendo en absoluto. ¿Te hasfijado en las condiciones? Piden dinero;no es de extrañar, de una u otra forma,siempre lo piden: les quedan pocasformas de financiar sus actividades.Exigen el acercamiento de sus presos, locual tampoco nos sorprende. Pero elresto... «El valor de la libertad», ¿a quéviene esto?

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—Sólo piden que lo incluya en sudiscurso del día de la Constitución amodo de acuse de recibo.

—Lo sé, Beltrán, he leído elcomunicado lo menos veinte veces. Perosigo sin comprenderlo.

—Lo comprendamos o no, pareceser cierto.

—Dime una cosa: ¿cuántas copias sehan hecho del comunicado?

El jefe de gabinete bajó la vista.—Lo desconozco, lo siento.—Pues no lo sientas: averígualo y

hazte con todas ellas. Las quiero en midespacho y controladas. ¿Qué más?

—Además de esa huella, el tipo de

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papel y el anagrama parecen confirmarsu autenticidad. ¿Ha hablado con elpresidente, señora?, ¿piensa modificarde algún modo su agenda?

—Lo he hecho, sí. Me ha pedido quele mantenga puntualmente informado,como no podía ser de otra manera.Respecto a su agenda, como es obvio,no se moverá un milímetro. Si dejamosque esos malnacidos alteren nuestrosplanes, estamos muertos... Y volviendoa lo nuestro, ¿están ya mis invitados enel Ministerio?

—La esperan el general Cordón y eldirector del CNI. Aquél ha mandadollamar a uno de sus hombres de París, un

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tal teniente coronel Villegas, que, alparecer, es uno de los que más conocelas tripas de este mundo. Llegará a lolargo de la mañana.

La vicepresidenta le detuvo.—Beltrán, antes de continuar, quiero

que recuerdes mi orden: silencioabsoluto. No quiero ni media filtración.Ni media. Te responsabilizaré a ti siocurre —advirtió.

—Entendido.—Si corre la voz... No hace falta

que te diga lo que ocurrirá si corre lavoz...

—Lo sé. Haré todo lo que esté en mimano.

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—Eso no es suficiente. Si tenemosque declarar una cuarentena, lo haremos.Nadie implicado llamará a su mujer,marido, madre, padre, hijos o amantes,ni volverá a su casa para ver el partido.Estaremos confinados el tiempo quehaga falta. En especial, el generalCordón.

Durante unos instantes, reinó elsilencio. La mente de la vicepresidentafuncionaba a velocidad de vértigo. Unsuspiro. Una nueva pausa.

Mientras el asesor hacía susllamadas, ella telefoneó a su casa. Habíadejado a uno de los gemelos con fiebre.

Abrieron la puerta antes de que el

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vehículo se hubiera detenidocompletamente en la entrada del palacio.Cobijada por un enorme paraguas, lavicepresidenta descendió y avanzó apaso ligero hasta el interior del edificio.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 5 dediciembre

Con una bolsa de plástico con el logo deun supermercado vasco cubriéndole lacabeza, a Juan Iturri le habían hechosubir a trompicones los tres tramos deuna escalera estrecha, forrada con unamoqueta gastada de color azul y dibujosde flores. Eso fue lo único que alcanzó aver, sumado a un aroma inespecífico,

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que le hizo recordar algún guiso conpatatas.

Necesitó ayuda. Tenía las piernasentumecidas, y la ropa llena de barropegajoso. Resoplaba. La sangre corríapor su cara hasta el punto de salpicar laalfombra. Cuando se dieron cuenta deque iba dejando un reguero a su paso,maldijeron en voz alta, y le obligaron adetenerse. Le quitaron la bolsa y lecolocaron un pañuelo sucio cubriéndolelos ojos.

«No son patatas, es arroz», se habíacorregido. Desde entonces, la imagen deun plato de arroz blanco, sin másaditamento que un ajo en láminas,

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llenaba su mente. Eso y un vaso de aguafresca. Tenía el estómago vacío y lalengua pegada al paladar.

No le habían alimentado nihidratado, pero seguía vivo. Sentíaenormes dolores, pero su cabeza seguíafuncionando. Pensaba en lo que ocurría.Y en las posibilidades que le quedaban,que eran más bien pocas.

Tras el amago de ejecución, lacabeza del inspector había empezado arecuperar su capacidad de análisis. Enatención a lo observado, había colegidoque se hallaba en un domicilioparticular. Quizá el tal Joseba fuera unmiembro legal, no fichado. Había

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repasado mentalmente la lista desecuaces que la Organización tenía enaquella zona, sin llegar a ningún nombre.No era muy extensa y los que laformaban más parecían simpatizantes deboquilla que de valor, aunque siempreresulta difícil saber qué argumentosesconde un corazón. Hasta que llega unmomento en el que hay que decidir deuna vez para siempre si traspasar o no lalínea de las palabras, no se conoce a unapersona. En todo caso, si se hubieratratado de un miembro legal condomicilio en la zona de Lyon, deberíahaber contado con acento francés,mientras que Joseba hablaba con un deje

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británico.Todo le resultaba lo suficientemente

extraño para dudar de lo que veía.Incluso, en un momento preciso, habíacreído oír a un bebé llorando, algoimposible, otra locura de suimaginación.

Terminada la ascensión, le habíanordenado detenerse. Oyó entonces a suizquierda el sonido de una puerta que seabría. Sin duda, sus goznes necesitabanser engrasados. Le despojaron delpañuelo, le hundieron la cabeza, leobligaron a doblar la espalda y, con unfuerte empujón, le arrojaron dentro de unoscuro cubículo. El primer desgarro lo

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ocasionó el golpe. Su frente chocócontra una de las vigas del techo y élcayó al suelo, donde vio las estrellas. Lasegunda bofetada la provocó el frío,impenitente, y los efluvios queemanaban del suelo y las paredes. Enaquel lugar no flotaban olores de arroz opatatas guisadas. No olía a vidacorriente. Se respiraba humedad, moho yabandono.

Sus secuestradores no habíanencendido la luz; de hecho, en aquelexiguo habitáculo, que recorriócuidadosamente, palmo por palmo, nohabía instalación eléctrica, pero sefiltraba suficiente claridad por debajo

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de la puerta para acertar a ver dónde seencontraba. En cuanto fue consciente,comprendió que su vida, al menos lo quepodría llamarse vida humana, habíaterminado.

Del mismo modo que las casas deputas se huelen de lejos, todos los zulosse parecen. Hay muchos tipos deprostíbulos, pero ninguno carece dechulos, borrachos, clientes y mujeresmarchitas. En un zulo nunca falta lasensación de claustrofobia, la opresiónde las paredes, el polvo, la oscuridad yel miedo. Iturri había visto muchasfotografías y visitado en persona algunoslugares de reclusión. Pero aquél era, con

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diferencia, el peor.Se trataba de un diminuto armario en

la parte lateral de una buhardilla, unaespecie de trastero con el techobruscamente inclinado y capacidad paraalgunas maletas: cuatro, cinco a lo sumo.Era pequeño incluso para ser una celda.Calculó al verlo que mediría dos metrospor uno y pico. Y hacía tiempo que no seusaba, a tenor del polvo acumulado y elolor a cerrado. Carecía de ventilación.Iturri, que no alcanzaba el metronoventa, no había podido permanecer enpie. Ni siquiera conseguía caminarbajando la cabeza. Tenía que doblarpronunciadamente la cintura o avanzar a

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cuatro patas.Pasado el primer momento de

sorpresa, había caído en la cuenta deque, en el interior del armario, no habíanada en absoluto. Eso le había cargadode esperanza. Su secuestrador y sucompinche debían de ser novatos (dehecho, que lo fueran le cuadraba a laperfección) y no habían pensado en que,tarde o temprano, necesitaría orinar. Sise veían obligados a sacarle de allí devez en cuando, tendría ante sí algunaposibilidad de escapar. Enseguida, unanueva hipótesis, mucho menosagradable, había brotado en su mente,transformando su sonrisa en un rictus

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amargo. Era posible que no fueran tannovatos. Cabía la posibilidad de que lohubieran sopesado y ni siquierapensaran darle tiempo para usar unbaño. Porque tampoco había una botellade agua o una escudilla. La puerta nocontaba con una abertura por dondepasarle la comida. ¿Sería posible quepretendieran matarle de hambre? Oabandonarle allí a su suerte, encerrado.Pasarían semanas o meses antes de quealguien localizara su cuerpo, por elhedor de la descomposición. Desearíahaberse decantado por la primerahipótesis, pero no podía zafarse delrecuerdo de aquel largo secuestro.

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¿Cuánto tiempo había pasado, quinceaños? Quizá veinte, o puede que más.No lo recordaba con exactitud, perodesde luego no podía olvidar el partepericial: al practicar la autopsia, elforense encontró que el cadáver tenía lasparedes del intestino pegadas de purainanición. Dentro del estómago, sehallaron restos de pasto. Se habíacomido las malas hierbas que crecían enel patio al que le sacaron en unaocasión. Gran parte del cautiverio lopasó metido en un saco.

Había permanecido inmóvil, sentadocon los ojos cerrados y los brazosrodeando las piernas. Sus únicos

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movimientos habían sido espasmódicos,mezcla de miedo y frío, y sólo habíaconseguido hacerse daño. Debíaserenarse. Escuchó durante unossegundos. No se oía ni un solo ruido porlos alrededores. Quizá se debiera a lahora, tardía incluso para España. Sí, enuna vivienda como aquélla, resultabamuy probable que por la mañanaapareciera el camión de la basura yoyera su estruendo; o los ladridos delperro del vecino, feliz por podermoverse libremente, o la furgoneta de lacompra y el vozarrón del repartidor. Alo mejor, algún chavalillo en bicicletarepartía periódicos por la zona al son de

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un timbre desafinado. Aunque, con aquelviento, parecía improbable. Sí, en unabuhardilla, incluso en una como aquélla,tenía muchas más posibilidades desobrevivir que en un zulo bajo tierra.Pasaría frío, pero la falta de aislamientoexponía su voz al exterior. Respiróprofundamente y, pese al gélidoambiente y al pútrido olor, pese a losmúltiples golpes y la suciedad de sucuerpo, se sintió mejor.

—¡Lola, estoy aquí! Estoy seguro deque puedes percibir mi dolor.¡Ayúdame, por favor! —pronunció envoz alta.

No había seguido hablando porque

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oyó un sonido: alguien que ascendía porla escalera y se acercaba a la puerta desu celda. «Se habrán dado cuenta delerror, y vendrán con una botella de aguay un plato de arroz», había caviladocontento. Se hallaba muerto de sed. Perolo que llegó fue un golpe mucho másduro y doloroso que el derechazo que lehabía reventado la ceja, más que laburda representación de su ejecución.Tras la madera de pino de la puerta,había sonado apagada, pero no habíaduda de que era la voz de su captor, eltal Joseba. No podía verle la cara, perosupo que, al recitar lentamente aquellosversos, disfrutaba.

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—«Por mí se va a la ciudad delllanto / por mí se va al eterno dolor /por mí se llega al lugar en donde moranlos que no tienen salvación.» Disfruta dela noche, Iturri. Mañana hablaremos. Ynos pondremos de acuerdo.

Los pasos se habían alejado dejandoal inspector solo. Ya no sonreía.Conocía bien el pasaje declamado. Lohabían memorizado en el colegio, a basede repetición y collejas. Eran los versosque Dante labraba sobre la losa de laentrada del mismísimo infierno. Lo quemás le inquietó fue que sabía cómoacababa: «¡Oh, vosotros los que entráis,abandonad toda esperanza!».

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—¡Pero qué es lo que quieres! —chilló.

No recibió más respuesta que la desu estómago. Había almorzado unsándwich de salmón y varios(demasiados) cafés. Vomitó la bilis quele quedaba en el estómago. El aire delzulo se volvió aún más irrespirable.Apoyó la cabeza en la pared opuesta yse dijo a sí mismo que nunca másvolvería a comer salmón. Se echó allorar de nuevo.

Pasados unos momentos, se abrió lacamisa y se aferró a la placa de plataque colgaba de su cuello. Indicaba queera alérgico a los macrólidos, un tipo

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específico de antibióticos. Era un objetopreciado para él. Su valor procedía deque podía librarle de una gravísimasituación, pero sobre todo de que se lohabía regalado Lola MacHor, tras unsusto que casi le cuesta la vida.

Había pedido la referencia,comprado la placa y mandado grabarlacon la información. Luego, se la habíahecho llegar por correo, junto con unanota escueta: «¡Que al menos no tematen los bichos! No podría soportarlo.Bss, Lola».

Lola, su sola familia; la mujer quehabía prometido enterrarle, si era elcaso; la única que le lloraría de veras y

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la única que podría sacarle de allí. Dehaber contado con algún amigo que leechara en falta, hubiera dado la voz dealarma al ver que pasaban días sinacudir a la oficina. Pero no teníaninguno. Y en la Interpol estabanacostumbrados a sus ausencias.

«¡Lola, sólo quedas tú!»«¡Y tú!», pareció que le replicaba.Era cierto, tenía que pensar. En

aquel secuestro había algo raro.

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Aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas,Madrid. Mañana del 5 de diciembre

El vuelo de Iberia 3421 procedente deParís aterrizó en la terminal 4 delaeropuerto Adolfo Suárez de Madrid alas diez y cincuenta y cinco minutos.Aunque la tripulación intentó ganartiempo durante las dos horas que duró elvuelo, tomaron tierra con un retraso decuarenta minutos. El amable ycompungido piloto lamentó la demora,

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que achacó a un problema en laasignación de la pista de despegue. Enrealidad, el vuelo, uno de los trayectosmás puntuales de la aerolínea, hubierapodido salir a tiempo. Sin embargo,recibieron la orden de no despegar hastaque el pasajero del 9B ocupara suasiento.

El vuelo tenía hora de despegue alas ocho y cuarto. A Ildefonso VillegasGarcía le asignaron el asiento 9B unahora antes, cuando estaba desayunandoen su guarida. Como tenía porcostumbre, había llegado unos minutosdespués de las seis, encendido lacafetera y dispuesto tres pequeñas

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rebanadas de pan en la tostadora.Guardaba su botellita de aceite de olivaen el armario y el jamón serrano en elfrigorífico. Llevaba quince añosviviendo en París, pero jamás habíaperdido sus orígenes. No se lo pensódos veces: en cuanto le notificaron lasórdenes, dio un último mordisco a sutostada, dejó una nota al equipo y saliózumbando hacia el aeropuerto.

Villegas disponía de un soleado yagradablemente decorado despacho enel ala norte de la embajada española,que visitaba religiosamente una o dosveces por semana, casi siempre lunes yviernes. Se dejaba caer por allí a media

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mañana, y se marchaba a la hora delalmuerzo. En ese rato, no más allá de unpar de horas, echaba un vistazo alcorreo, saludaba a los colegas yescuchaba los últimos chismorreos. Iba,sencillamente, de visita, porque dondeél y su equipo desarrollaban su trabajoera en la guarida, un piso pequeño ymucho menos glamuroso, distante mediahora de coche de la embajada.

En la nota para su equipo no pudodecir más que les llamaría en cuantotuviera ocasión. La Chata nunca llegabaantes de las nueve, porque, de camino,dejaba a su hija pequeña en la guardería.Matías era una incógnita: en ocasiones,

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cuando entraba en el piso, él ya estabaallí, rodeado por el humo de al menosdiez cigarrillos. Otras veces, cuandopasaban de las once y no habíaaparecido, telefoneaban a su casa paradespertarlo. Eran muy distintos, pero secompenetraban como una buena pareja.Villegas había entrenado personalmentea la Chata. Matías y él eran compañerosde la academia. Ambos eran los mejoresen lo suyo.

Antes de abandonar el piso de lacalle Trébois, Villegas dedicó unosinstantes a observar su escritorio,repleto de papeles ordenados enmontañas, perfectamente alineadas.

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Dudó pero al final no se llevó nada. Nole habían explicado el motivo de taninesperada convocatoria, aunque,tratándose del general Cordón, debía deser importante. De camino al aeropuerto,pasó mentalmente revista a los grandestemas que llenaban el largo tablero demadera. Ninguno era demasiado urgente.Villegas dirigía la unidad central deinformación antiterrorista española enterritorio francés. No eran espías. Losuyo era recabar datos y analizarlos,separar la paja del trigo, olfatear, afinarhasta conseguir que la información fueradirectamente operativa y sirviera parallevar a cabo acciones eficientes y, en la

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medida de lo posible, exentas de riesgo.Trabajaban codo con codo con sushomólogos franceses, con los que seentendían a la perfección. Durantequince largos años, juntos habíanreunido tantos datos que hasta el MI6había llegado a tenerles un poco deenvidia. Sólo una pizca. No habíasecuestro que no hubieran investigado,ni atentado cuya autoría no hubieranprocesado.

El asiento 9B estaba en medio de lafila. Sentirse aprisionado, no tener unasalida expedita, le causaba unnerviosismo visceral y rogó a la azafataque le cambiaran de asiento. Pero la

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veterana sobrecargo sabía su condiciónde causante de la tardanza y le aseguróque no había ningún sitio disponible.Pagó un capuchino, que aprovechó parapasar medio Valium. Diez minutosdespués, ya estaba adormilado. Cuandoel tren de aterrizaje tomó bruscamentecontacto con la pista, se despertó.

La azafata advirtió al pasaje quemantuvieran sus teléfonos apagadoshasta que el avión se hubiera detenido.Villegas fue uno de los pocos que lehizo caso. Era un hombre pacífico, perosobre todo era un militar acostumbradoa recibir y cumplir órdenes. La mayoríade los pasajeros acarreaban bolsas,

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maletas de mano, mochilas oportadocumentos. Villegas no llevabanada y permaneció sentado mientras losdemás recuperaban sus bártulos,dispersos por los compartimentossuperiores. Por fin, se abrió la puerta yles permitieron bajar.

Evitó la fila de los pasaportes.Fuera, le estaban esperando. Lecondujeron directamente al Ministerio yle introdujeron en un pequeño despacho,provisto de una mesa, un sillón giratorioy dos sillas oscuras. Sobre la mesa,descansaba una carpeta «top secret» yun teléfono. Permaneció en pie sin tocarninguno de los dos objetos.

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Pocos instantes después, entró uncivil, un caballero de cabelloengominado y tez bronceada que, antesde presentarse, le lanzó una miradacuriosa. Quizá esperase otra cosa.Villegas, que no aguardaba aquellaconvocatoria, vestía pantalón de panabeige, jersey de pico verde, camisa derayas y una zamarra bastante vieja. Trasel examen, el hombre se presentó comoel asesor personal de la vicepresidenta.Dijo llamarse Beltrán. No le hizopartícipe de su apellido pero le ofrecióuna sucinta explicación del motivo de suvisita.

—La misiva llegó ayer por la tarde.

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Los datos han sido cotejados dos veces,por dos departamentos diferentes.Ambos coinciden al afirmar que es muyposible que la amenaza sea real. Elsobre fue depositado en un buzón de laGare du Nord, en París, hace dos días.No hace falta que le diga que, desde esaestación, circulan trenes hacia laperiferia norte, pero también los TGVhacia Bruselas, Ámsterdam o Colonia yel Eurostar hacia Londres. Quien hayaentregado allí esa incendiaria misivapuede proceder de cualquier parte.Hemos seguido estrictamente elprotocolo. Se ha creado un comité deemergencias, que ya se ha puesto a

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trabajar. En esa carpeta tiene toda ladocumentación recabada y copia de lacarta. Necesitamos una respuesta a lamayor brevedad. Y por brevedadentiendo un par de horas a lo sumo.Como comprenderá, el tiempo se nosecha encima.

Sin darle posibilidad de réplica,Beltrán abrió la puerta y salió de lahabitación. Villegas le siguió.

—Disculpe...—¿Alguna duda, teniente coronel?

¿Hay algo que no esté claro?—Me temo que sí, señor. Usted

quiere una respuesta, pero ¿cuál esexactamente la pregunta?

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El político suspiró.—Está todo en esos papeles,

estúdielos. Aun así, no me importaaclarárselo. Necesitamos saber si, en suopinión, se trata de un verdaderosecuestro. Si lo es, queremos saber sidebe atribuirse a la organizaciónterrorista como tal, lo que significaría elfinal del proceso de paz o, si es el caso,si está protagonizado por una faccióndisidente o por algún imitador.

—Eso son tres preguntas. No podréresponderlas en el plazo indicado. Esimposible.

—¿Imposible? Esa palabra no formaparte de mi vocabulario. Acabo de

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poner la vida de un hombre y el futurode un pueblo en sus manos: no me digaque es imposible. Deje cualquier otracosa, y céntrese en esto. El tiempo seagota.

—Sólo le prometo que haré todo loque pueda. Y para eso, necesitarémedios. Para empezar, un teléfonoseguro...

—Ése lo es, pero no puede comentaresto con nadie ajeno —dijo mientrasseñalaba el que descansaba sobre lamesa—. Monte su equipo, el que quiera,pero que sea estanco. No puede escaparni la más mínima brizna de información.¿Entendido? Es muy importante.

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—Soy guardia civil y llevo doslargos decenios luchando contra estaplaga. No precisa repetirme las cosas. Yrespecto al equipo, no necesito montarninguno, dispongo del mío. ¿Cuándo voya poder hablar con mis superiores?

—El general Cordón está reunido,vendrá en cuanto le sea posible.

Villegas regresó preocupado a lapequeña sala que le habían asignado.Los políticos comprendían poco lanaturaleza de su trabajo. Las más de lasveces, se componía de mucha paciencia,algo de intuición y un poco de suerte,elementos que rara vez caracterizaban aun político y que se oponían a las prisas

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y a las improvisaciones.Se sentó en la silla giratoria, y, en

medio del silencio espeso de la sala,comenzó a leer el dosier. Cuandoacudieron a instalarle el segundoteléfono interior, pidió una jarra de cafécon leche, tostadas, jamón serrano yaceite de oliva. El ujier puso cara deextrañeza, pero no rechistó.

Cuando, media hora, un café y unatostada después, concluyó la lectura, milsentimientos bullían en su interior.¿Cuánto tiempo había transcurrido desdesu último secuestro? ¿Siete, ocho años?Respiró hondo y llamó a la guarida.

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Sede de la Dirección General deSeguridad Interior francesa, París. 5de diciembre

Como cada mañana, el comandanteAuguste Claudel llegó a la DirecciónCentral de Seguridad Interior a lasnueve, sentado en el asiento del copilotodel coche de su mujer. Le dio un beso dedespedida, vio cómo giraba para entraren el aparcamiento y sacó su pase azul.Acercó su tarjeta al lector y esperó a

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que los cristales se abrieran y le dejaranentrar. Saludó a los conserjes con ungesto y se dirigió al ascensor. Apretó latecla señalada con el número cuatro. Suesposa trabajaba como fiscal en elmismo edificio. Su unidad se hallaba enla planta octava. Esos cuatro pisosmarcaban la distancia de un océano. Porello, en casa, nunca hablaban deltrabajo.

Cuando accedió a su despacho,encontró un expediente sobre la mesa.Lo abrió y se topó con la imagen de uncoche abrasado. Dio un grito. Su jovenayudante tardó sólo unos segundos enpresentarse ante él.

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—Buenos días, señor. ¿Ha pasadouna buena noche?

—¿Qué es esto, François? —leespetó. Carecía de paciencia.

—Un informe que ha llegado estamañana. En realidad, entró ayer por lanoche pero...

Le cortó levantando la mano.—No me importa cuándo llegó, sino

por qué está sobre mi mesa. ¿Qué esesto? —dijo. Su dedo señalaba lafotografía que acababa de ver.

—Se trata de un vehículo que haaparecido calcinado en Chemin duPacalon, en Marennes, región deRódano-Alpes. Se trata de una zona

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boscosa, poco transitada. Como verá, noha quedado gran cosa. Sabemos que ensus buenos tiempos fue un Citroën ZX decolor verde. Por el número de bastidorcorresponde a un vehículo cuyadesaparición fue denunciada en lalocalidad de Bron, una ciudaddormitorio a unos treinta kilómetros deLyon...

—Sé dónde está Bron, lo que no sées por qué está este informe sobre mimesa.

El joven agente carraspeó.—Saltaron las alarmas. Las placas

de matrícula no corresponden al númerode bastidor. Son falsas. Han sido

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duplicadas... ¿No es una tácticaempleada por la organización terroristaespañola?

El comisario se puso en pie.—¡Joder! Buen trabajo, François —

dijo—. Dime una cosa, ¿a ti a qué tehuele?

El joven se puso firme y respondiócon voz airada.

—Alguien ha cagado fuera deltiesto, si me permite decirlo así. Huele amierda, aunque no sepamos a quiénpertenece.

—¿Ha habido algún robo en la zona,una sucursal bancaria, una joyería o algopor el estilo que justifique ese modo de

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deshacerse del vehículo?—Nada que nos conste, señor. El

aviso llegó anoche y no ha habidomucho tiempo. Pero, por lo que hemospodido averiguar, se descartan robos dearmas, dinero o explosivos. Losladrones comunes, al menos los quetenemos por aquí, no se molestan encambiar las placas.

—Muy cierto, François.—¿Cree usted que los hijos de puta

españoles vuelven a las andadas, señor?Hace meses que en los seguimientos decorreos electrónicos y teléfonos noaparece ninguna de las palabras clave.

Auguste se encogió de hombros.

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—Sinceramente, no lo creo. La cosaestá muy tranquila. Todo el mundoparece estar cómodo con la nuevasituación. En todo caso, quien sea quehaya hecho esto debe de tener un motivo.Nadie roba un vehículo, le cambia lasplacas y luego lo quema por diversión.

—¿Y entonces?Auguste se cruzó de brazos.—¿Tú qué opinas, François?—No soy quién para opinar, pero ya

que me lo pregunta le diré que, en miopinión, un secuestro es lo que máscuadra en esta situación.

—Estoy de acuerdo. Voy a hablarcon el equipo de la UCLAT.

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—¡Ah, nuestros colegas españolesde la unidad antiterrorista deinformación! ¿Cómo está su amigoVillegas? Y esa chica, ¿cómo lallamaban?

—La Chata.—¡Exactamente, la Chata! Toda una

leyenda.Se hartó de la intrascendente charla.—Bien, mantenme informado si hay

novedad, por favor.

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19

Tercera planta del 22 de la calleTrébois, París. 5 de diciembre

—Chata.

—¿Qué pasa, jefe? ¿Dónde andas?—Fuera. Ajusta el chisme —pidió.Oyó un sonido metálico.—Adelante. Llamada segura. Pongo

en manos libres. Matías está a mi lado.—Villegas...No se anduvo con rodeos. Fue

directo al grano. Empleó escasamente

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cinco minutos en diseccionar el asunto.—En la Moncloa se ha recibido una

carta supuestamente firmada por laOrganización reivindicando el secuestrodel inspector Juan Iturri de la Interpol.Los secuestradores exigen dos millonesde euros y el acercamiento de trespresos. Conceden de plazo hasta el día10. Si no se han cumplido susexigencias, lo ejecutarán. Entregarán unaprueba de vida si la vicepresidenta haceunas declaraciones en las que mencione«el valor de la libertad».

—¡No me jodas, puta mierda! ¿Ycreen que es auténtica?

—Cada vez hablas peor, Chata. ¿Así

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quieres educar a tus hijos? —lerecriminó. De los tres, era la que másbebía y peor hablaba, y la única quefumaba maría—. Os remito copiaescaneada de la carta. La misiva pareceauténtica. El papel, la tinta... Hasta lapequeña esquirla de la esquinaizquierda, fruto de aquel defecto en lamulticopista que detectamos. Todocoincide. Pero aún hay más... —Sedetuvo unos instantes y se frotó lassienes. Le dolía la cabeza—. En elposterior análisis de las huellas, haaparecido algo. No es concluyente, perouna de ellas, parcial, pertenecesupuestamente a una vieja conocida

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nuestra: Melenas. Eso es lo que hahecho que la información ascienda en laescala jerárquica y se enciendan todaslas alarmas.

En París, los dos agentes sesorprendieron. En otros tiempos, no lohubieran hecho: la historia se habíarepetido más de una vez. Pero lasituación había cambiado y nadie queríavolver atrás. La pregunta que traspasabala frontera era si, después de aquellacarta, deberían poner el término «nadie»en cuarentena.

Mientras hablaban, la Chata habíaconectado con la base de datos y leyó elhistorial en voz alta.

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—Edurne García Contreras, alias«Melenas», fue detenida, procesada,juzgada y declarada culpable depertenencia a banda armada y homicidioen grado de tentativa en 2000. Pasónueve años en prisión, y luego fue puestaen libertad. Cuando salió, estabaenferma y amargada. La Organización nola ayudó económicamente y se fugó aVenezuela, donde regenta un pequeñobar. Tiene un hijo de un año, de padredesconocido. Según estos datos,actualizados hace seis meses, sigue allí.Puedo hacer algunas llamadas ycomprobarlo. De todos modos, noparece el prototipo de persona que

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planifica y ejecuta un secuestro, aunque,si aparece su huella, es obvio que tienealguna relación con esa carta.

—De acuerdo, Chata, comprueba susmovimientos.

—Y del desaparecido, ¿sabemosalgo? —preguntó.

Mientras lo hacía, miró a Matías,que no paraba de moverse. Notó que sesacudía la ropa con grandes aspavientos.Del cigarrillo que fumaba se habíadesprendido una hebra aún roja que leestaba quemando el pantalón.

—He incluido su historial en lacarpeta que acabo de abrir y decompartir con vosotros. Saber, sabemos

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poco, aparte de que no se le localiza. Suteléfono dejó de emitir ayer por la tarde.El último repetidor al que se conectóestá en Lyon.

—¿Y qué dicen los colegas de laInterpol?

—Pues, al parecer, no dicen nada.Están al margen. Puede que en laspróximas horas llegue alguna alertasuya. De momento, nada.

—¿La Organización secuestra a unagente de la Interpol en territorio francésy pide un rescate al Gobierno español?¡Eso suena la mar de raro! —continuó laChata—. A mí me huele más a unavenganza personal. ¿El tío este tenía

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enemigos?—Un inspector con veinte años de

servicio siempre tiene enemigos. Pero laOrganización suele mantener la cabezafría. En todo caso, tienes mucha razón.Es raro. Y muy peligroso. Por esosolicitan nuestra ayuda. Necesitan saberquiénes son. Necesitan unaconfirmación, o un desmentido.

De nuevo, volvió el silencio.—¿Qué pasa, Matías? Estás muy

callado.—No me ocurre nada. Estoy

esperando a que termines.—Ya he terminado. Eso es todo lo

que hay.

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—¿Todo?—Si esperas que te lea el

comunicado enviado por laOrganización a su periódico, sientodecirte que no hay tal. Es un secuestroatípico, por eso hay que andar con piesde plomo. En fin, trabajad un poco. Osllamo en una hora. Y no hace falta queos diga que el punto en boca esobligado. Oye, Chata, me temo que estasemana no pisarás mucho tu casa.

—Vale, hablaré con mi suegra.La mujer se frotó la nariz. El

apelativo le iba que ni pintado. Poseíaunas inmensas napias ganchudas, envidiade cualquier águila.

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—¿En qué orden quieres queactuemos, jefe?

—Chata, tú ponte con lo deVenezuela. Asegúrate de que Melenasno haya abandonado el país. Y luego,bucea un poco en el expediente delinspector Iturri. Anota cualquiera cosaque te parezca sospechosa. Se dedicabaa delitos muy diferentes, pero nunca sesabe. ¿A quién tenemos en la Interpol?

—A Pierre, ¿quieres que lepregunte?

—Sí, pero asegúrate de que lo tomecomo algo personal. Ya sabes, es uncabrón mujeriego y está saliendo con tuprima o algo por el estilo. Te recuerdo

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que ellos no saben nada. Ni media pista.—Descuida, en eso soy muy hábil.

Es una pena que esté casada. De estarsoltera, no necesitaría inventarme unaprima. ¿Él es soltero o casado?

—Soltero. Está en el expediente.Léelo y no des más la coña... Pese atodo, trabajaremos como si el secuestrotuviera los autores que tememos. Haydemasiados datos que apuntan en esadirección como para dejarlos pasar. Si,desafortunadamente, estoy en lo cierto,no tendremos mucho margen. De modoque iremos por las bravas. Matías, en lacarpeta he adjuntado la dirección delrepetidor de Lyon. Busca cámaras en esa

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zona. Y localiza todas las denuncias decoches robados en un radio de ochentakilómetros alrededor del punto cero.Rectifico, cien kilómetros desde el lugardonde el teléfono dejó de emitir. Yrecaba datos sobre vehículos que hayanaparecido quemados en los alrededoresde Lyon, también unos cien kilómetros.Lo mejor sería que te desplazaras hastaallí y entrevistaras a los vecinos, por sialguien ha visto algo. Será difícil porqueese día estaban en alerta por fuertesvientos. Pero seguro que hay algunamujer curiosa que miraba por la ventana,tras los visillos.

—¿Y por qué debería tratarse de una

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mujer? —protestó la Chata.—Porque los hombres nos

dedicamos a actividades másintelectuales, como beber cerveza y verpartidos de fútbol.

—Nos ponemos, jefe. ¿Cuándoregresas?

—Mañana, espero. ¿Qué tal sicenamos con Auguste? Chata tienerazón. Si el supuesto secuestro ha tenidolugar en suelo francés, y ellos aún nosaben nada, es lo menos que podemoshacer. Aunque hemos de esperar a que elGobierno haga primero sus contactos.Nuestro presidente está en un viajeoficial. Se encarga la vicepresidenta.

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Pero nosotros a lo nuestro...—Pues ahora que lo dices, Auguste

ha dejado un recado en el contestador.Pide que le llames a toda leche. Me daque ya saben algo...

—¿Lo ha dicho así, a toda leche?—No, eso es de mi cosecha, jefe.—Pues recuerda que eres madre y

sujeta la lengua. En cuanto cuelgue, mepasas con él al móvil, por favor. Demomento, vosotros chitón. Llame quienllame, embajada incluida. ¿Entendido?

—Entendido —repitieron ambos.—Por cierto, ¿quién se ha comido

mis tostadas y mi jamoncito?Cortó la llamada escuchando las

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risas. Pero a él no le hacía ningunagracia. Su familia política le mandaba eljamón desde Guijuelo.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. 5 dediciembre

En cuanto su marido salió por la puerta,el primer impulso de la juez fueacercarse al teléfono y llamar a launidad de la policía científica. Estabadispuesta a poner toda la carne en elasador para averiguar lo que fuese queestuviese pasando. Dijera lo que dijeseJaime, la situación distaba de ser

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normal. Sin embargo, no telefoneó. Eratemprano, demasiado para Padilla. Lopresumible era que la boda de su cuñadahubiera concluido de madrugada. Levino a la mente la imagen de su amigovestido con una túnica blanca ycalcetines y zapatos negros, y se leescapó una sonrisa. Le daría unosminutos más.

Subió al dormitorio. El teléfonosonó cuando estaba en la ducha. Nisiquiera se hizo con una toalla. Aun así,no llegó a tiempo. En cuanto descolgó,dejó de sonar. No había corridodemasiada agua caliente y el espejo,sólo parcialmente empañado, le

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devolvió su verdadera silueta. Desnuda,su imagen resultaba aún más lamentable.El dichoso periodista iba a hacerlejusticia...

A los miembros de la sala penal delTribunal Supremo, el caricaturista de undiario de tirada nacional les había hechoel dudoso honor de inmortalizarlos paradisfrute de la posteridad. Ni que decirtiene que su veta satírica era tan grandecomo su ego. Si a su melena pelirrojapintada al viento y a sus vastísimascaderas le hubiera añadido una verrugaen la nariz, su señoría se hubieraconvertido en la bruja MacHor.

Por un instante, Lola olvidó a Iturri,

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a Jaime y a Padilla, abrió el armario ysacó la bolsa de plástico de El CorteInglés que celosamente había ocultadotras las cajas de zapatos y extrajo sucontenido. Con ella en la mano, se sintiómejor. Se había comprado una faja.Había ido a ese establecimiento porqueasí podía coger la prenda por su cuenta,sin dar explicaciones. La pieza nolograría convertirla en un espárrago,pero evitaría que la dibujaran como unapera limonera.

Su móvil volvió a sonar: Padilla.—¡Buenos días, jefa! ¿Ha dormido

bien?—No demasiado, la verdad. Y tú,

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¿terminasteis muy tarde?—Lo normal. Pero ya se acabó. Les

hemos mandado a Malta de viaje denovios. Y ya estamos solos. No seimagina lo triste que estoy. Ya la echode menos...

Lola no se anduvo por las ramas.—¿Alguna novedad sobre el

paradero de nuestro amigo?—Pues lo cierto es que no; sobre el

paradero nada de nada. Pero sí sobreotras cosas. Hace un ratito he logradohablar con madame Blanchard, lapersona con la que Iturri mantuvo ayeruna larga conversación. Me confirmóque le suministra tabaco todos los

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jueves, una marca concreta cuyo nombreno llegué a apuntar.

—Iturri fuma St Bruno.—Exactamente, buena memoria,

jefa. Ayer en Lyon estaban en alerta porgrandes vientos y la dama no pensabaabrir su establecimiento, pero Iturri laconvenció para que lo hiciera. Quedó enir a recogerla y acompañarla hasta latienda. Es mayor, y le daba miedocaerse. Pero ¿sabe qué? Pues quedespués de emplear más de veinteminutos en hacerla cambiar de opinión,no se presentó a recogerla. Y no laavisó, como hace cuando no puedeacudir o va a llegar más tarde... En fin,

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jefa, que va a tener usted razón. Algo leha ocurrido.

—En este caso, no me alegra tenerrazón. Además, ese dato no nos ayuda alocalizarle. ¿No has oído nada más,Padilla, algo que nos pueda ser deutilidad?

—Nadie sabe nada. Y lo máscurioso es que a nadie parece interesarlelo más mínimo. Verá, jefa, esta mañanatemprano he telefoneado a un colegaguardia, un coronel, al que conozcodesde hace tiempo. Es uno de esosjefazos invisibles, ya me entiende. Medebe varios favores. Me ha dicho tanrápidamente que no sabía de qué le

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estaba hablando que me ha dado malaespina. He esperado unos minutos y hellamado a otra persona, más o menos delmismo perfil. La respuesta ha sido lamisma: que no conoce al inspector Iturri,que además trabaja para la Interpol, loque queda fuera de su ámbito decompetencia. Lo curioso del caso es queyo no había hecho alusión alguna a laInterpol... De modo que volví a llamaral primero y le pedí explicaciones...

—¿Y qué le contestó?—¡Que no sabía nada de nada! —

Padilla se detuvo un instante—. Mentía.Le aseguro, Lola, que mentía...

—No me lo asegures, te creo. ¿Y

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qué podemos hacer?—Me temo que poca cosa, Lola. Al

menos, en mi terreno. Pero quizá ustedpueda hacer algo. Si en mi departamentotodo el mundo está off, sin duda elasunto discurre en el ámbito político...

—Entiendo. Gracias, Padilla. Te loagradezco mucho.

—Siento no haber podido hacer más.—Ya has hecho bastante.—No debe preocuparse más de la

cuenta, jefa. Seguro que hay unaexplicación razonable, aunque no nos lapuedan contar —añadió.

Si trataba de quitar importancia alhecho, no lo logró. Aun así susurró:

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—Dios te oiga...—Jueza...—Dime, Padilla.—Dadas las circunstancias, utilizar

este teléfono puede no ser una buenaidea...

Lola permaneció pensativa. Elcomentario era procedente. Y muypreocupante

—Gracias, amigo.Iba a colgar cuando se acordó de la

aplicación del móvil.—Otra cosilla, Padilla, una tontería.

¿Has oído hablar de una aplicación quete permite pagar la zona azul sinnecesidad de meter dinero en el

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parquímetro? Se llama E-park.—Naturalmente. Yo la tengo.—Si te diera una matrícula y un

momento determinado, pagado con esaaplicación, ¿podrías decirme dóndeestaba aparcado el coche? Es un asuntofamiliar. La aplicación está suscrita a minombre, de modo que no es más que unacuestión interna...

Padilla permaneció unos instantes ensilencio.

—Jefa, no parece usted. A ver si meexplico. Vamos, que, conociéndola,diría que persigue usted a uno de sushijos... O a su marido...

—Dejémoslo en un familiar.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 5 dediciembre

Rodeado de aquella oscuridad tan densacomo fría, Juan Iturri lamentó no habertenido ocasión de saborear un últimorayo de sol antes de ser encerrado. Laoscuridad era una de sus más arraigadasfobias. Y, por los mismos motivos,profesaba un fervor casi reverencial porla luz, esa misteriosa, pujante y suave

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expresión de vida. Comprendía por quémuchos pueblos primitivos y aún hoyalgunas tribus indígenas idolatraban alsol, como dios de la luz. Sin luz, elhombre sólo es medio hombre, y no porla posibilidad, casi cierta, de morir defrío, cuanto porque lo haría de tedio.

Sólo quienes lo han padecido en suspropias carnes son capaces de calibrarel tormento que supone vivir encerradoy sin luz. Iturri conocía el dato porqueaparecía como una constante en losrelatos de los secuestrados a los quehabía tenido ocasión de interrogar:todos, sin excepción, certificaban que laausencia de luz solar y la imposición de

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permanecer ciegos a todo, a las cosas, alcalor y, especialmente, al devenir, lesresultaba un suplicio. En la vida del serhumano, todo discurre, avanza como unrío, acontece y fluye. Para ser hombrenecesitas sentir la luz del tiempo, verpasar la vida. A oscuras resultaimposible. Las guías se pierden. El relojmuere. El calendario desaparece. Ya nohay días ni noches, ni domingos, nisábados. Ya no hay coordenadas nicontrastes.

Iturri atinaba a comprenderlo,porque lo había experimentado en carnepropia. De crío, mientras jugaba conunos amigos en un bosque cercano, se

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precipitó en un viejo pozo seco, ocultobajo varias capas de ramas y hojasmuertas. Se fracturó la tibia derecha yuna vértebra. Pasó un mes completopostrado en una cama de hospital. Noguardaba especial recuerdo del dolor,que no había sido pequeño, pero podíaevocar sin esfuerzo la densidad deaquella oscuridad envolviéndole,ahogándole, matándole. La angustia depensar que no le encontrarían y moriríaallí solo, como una rata comida porotras ratas, duró apenas tres horas, eltiempo que emplearon en localizarle,pero al inspector se le antojaron años.Desde entonces, odiaba los lugares

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pequeños, le repugnaban los ascensoresy sobre todo huía de la oscuridad y suceguedad.

Temió en aquel momento que lanoche a la que le sometieran Salamandray su compañero le hiciera desfallecer.Porque, tras el simulacro de ejecución,estaba convencido de que en el agujeroinfesto en el que le habían enclaustradono sólo pretendían encerrar su libertad ysus fuerzas; secuestrarían susreferencias, la certeza de pertenecer almundo de los vivos. Se esforzarían enarrebatarle la dignidad.

Aquel hombre enjuto parecía poseerel gen...

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Hay personas que poseen dotesespeciales. No han hecho nada paramerecerlos. Simplemente, han nacidocon una espontánea capacidad que lespermite dibujar, cantar, bailar, imaginar,idear o escribir de modo extraordinario.Gente que nace con una graciaparticular. Gente con duende. Gente congenio. La mayor parte de los psiquiatras,empeñados en colgar sambenitos afactores medioambientales, culturales oa cualquier otro elemento ajeno a lavoluntad del autor de los hechos, porfíancontra la hipótesis de que algunoshombres nazcan dotados de un talentonatural para el mal. Iturri carecía de

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dudas en ese sentido. En sus años deejercicio, había acumulado casos parallenar un grueso volumen.

Era aquél un talento muy especial,que invariablemente comenzaba amostrarse a edades tempranas. Niñosque disfrutan cortando las alas a lasmoscas o los rabos a las lagartijas;chavales que gozan pisando al débil,apedreando al tímido, machacando alque destaca por su inteligencia o subondad. En muchos de los casos, se tratade pobres desgraciados que reafirman,mediante esas estúpidas chulerías, suinsegura personalidad. Pero, entre ellos,hay un pequeño y selecto grupo que

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posee motivaciones distintas. Son losque observan a los bravucones y, trasdar con su punto débil, los convierten ensu brazo ejecutor. Son los que incitan,los que motivan, los que manipulan a lostontos sin que ellos siquiera se dencuenta. Son los que empujan y luegocontemplan desde la distancia, con esaironía sardónica que se mofa de todabondad, cómo sus secuaces se lanzancontra la yugular que ellos mismos hanescogido y señalado. Son los queinstruyen en la maldad; los quepervierten a otros y disfrutanayudándoles a mejorar sus atrocidades.

Todo el mundo distingue a los

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malotes, esas impertinentes perorudimentarias criaturas, encerradas encuerpos que gestan virilidad, que vivende sus alardeos de gallo. Se lesreconoce por el llamativo modo devestir o de cortarse el pelo, por suelevado tono de voz, que busca hacersenotar, por la camarilla y su eco, por suruindad para con los frágiles. Siempreenredados en disputa estúpida. Siemprepugnando, forcejeando en público por elmodo en que les han mirado, servido lacerveza o separado la silla. Sonsimplemente estúpidos, y a los estúpidosse les percibe a la legua.

Los verdaderos cabrones, por el

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contrario, son difíciles de reconocer. Asimple vista, nadie los tiene por figurasprometedoras. Pasan desapercibidos.Rebotan las miradas. Son demasiadoinsignificantes, demasiado flacos,demasiado mediocres para que se lestome en serio o se les perciba como unaamenaza. A veces, parecen tan estúpidosque dan pena.

En los preludios, el papel cuesta.Duele. Pero la racionalidad se impone.Y logran asimilar la rentabilidad de suinvisibilidad. Aprenden a ocultarse, acamuflarse, disfrutan con el cambio decolor, mientras sus vidas tomanderroteros que, de seguirlos, les llevan a

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las crueldades más extremas. El hombreque acababa de secuestrarle parecía deese tipo.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. 5 dediciembre

Ya era pleno día. Lola miró por laventana. El tiempo continuaba frío ydesapacible. El viento batía las ramascon extraordinaria fuerza. Quedabanmuchas manchas de escarcha en el jardínimperfecto. Echó de menos algún balónabandonado en el césped. Pero ya nohabía niños a su alrededor. Se estaba

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haciendo vieja.Se maquilló, se peinó y abrió el

armario para decidir qué traje sepondría aquel día. Eligió un vestido demanga larga y falda evasé de colorverde manzana. Lo adornó con unpañuelo con motivos ecuestres y zapatosnegros. La bolsa con la faja estaba sobrela cama. La volvió a colocar en su sitio,oculta tras las cajas de zapatos.

—Te reservo para mañana. Sí,mañana tienes que comportarte yhacerme parecer una sílfide.

Se acercó a la habitación que teníahabilitada como despacho. La sonrisa lellenaba la cara. Al día siguiente se

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celebraba el aniversario de laConstitución y estaba invitada a larecepción en el Congreso. ¿Hacían faltacontactos políticos? Pues allí estaríantodos. Llamó a la peluquería, supeluquería de siempre, y preguntó siÁlex estaba disponible para ir a su casaa última hora de la tarde. Álex era unamable y puntual caballero de medianaedad, de acento irreconocible, capaz dehacer presentable su mata de pelorizado. Aparte de sus hábiles manos,Álex tenía una virtud que Lola valorabatanto como el oro: no acompañaba sutrabajo con palabrería inútil, sólo consonrisas. Jamás le había hecho una

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pregunta sobre su vida privada, sutrabajo o su estado de ánimo. Cuandollegaba, Lola ya tenía el pelo lavado, ypreparados los cepillos, peines, planchay secador. Tenía los suyos propios, asíera más fácil y más higiénico. En trescuartos de hora, estaba solucionado.

Terminada la gestión, se apoyó en lamesa y se quedó unos minutoscontemplando su Miró. Se lo habíancomprado para celebrar sus treinta añosde matrimonio. No habían previstoregalarse nada. Se trató de unacasualidad, y de un amor a primeravista. Casi por obligación, acudieron auna exposición organizada por un amigo

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de un amigo, al que no le habían idodemasiado bien las cosas y se habíavisto forzado a poner en venta supinacoteca. Su intención era salir conlas manos vacías y una sonrisacompasiva, pero el pequeño Miró con suajustado precio les cautivó de tal modoque se dejaron llevar por el corazón.

En aquel momento, y tras saber porPadilla que Iturri no había acudido arecoger su tabaco, Lola ya no dudaba alseguir los dictados de su corazón. Aunsabiendo el peligro que entrañaba darrienda suelta a su naturaleza pelirroja.

De haber nacido morena, es más queprobable que el devenir de los

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acontecimientos hubiera sido otro. PeroLola MacHor había nacido imprudente ycuriosa, y esos rasgos no habíanmejorado con la edad. Uno no escogedónde nace, ni cuándo, ni siquiera cómo.En el caso de la juez, sus genesirlandeses, los mismos que tiñeron decolor rojo sus cabellos y de impulsivassus acciones, latían en sus venas demodo tan tozudo como incorregible.

De haber sido morena, fingiríamejor. Con el paso del tiempo, vistiendotoga con puñetas de encaje yfrecuentando «buenas» compañías, habíalogrado mantener su carácter a raya,medir las palabras y aparentar un grado

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de sensatez del que carecía. En realidad,sólo la mayor parte de las veces. Enocasiones, cuando algo le encendía elánimo, sus muchos esfuerzos por parecermorena se deshacían como un castillo dearena ante la pleamar.

Se puso en pie, se acercó al cuadro ylo descolgó, dejando al descubierto unacaja de caudales, un armatoste antiguo,incrustado en la pared y oculto tras elcuadro. Estaba segura de que sería tanfácil de abrir como una botella de vino,como estaba igualmente convencida deque, si alguien quisiese hacerse con sucontenido, ninguna caja fuerte delmercado se lo habría impedido. Antes

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de introducir la combinación, volvió adudar unos instantes, escasos. Luego, laabrió. Dentro del habitáculo guardabaalgunas joyas, documentos depropiedad, duplicados de llaves y tresteléfonos.

Cogió uno de ellos, un Nokiaanticuado, gris perla, que carecía decualquier extra: ni acceso a internet, nicámara de fotos, ni mensajes. Un simpleteléfono prepago. Lo había comprado desegunda mano en un videoclub enMánchester, le había costado quincelibras. En otro establecimiento,regentado por unos ciudadanos indios,había comprado una tarjeta, que le había

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costado otra libra. Finalmente, lo habíacargado en un supermercado.

Con su suave advertencia, Padilla lehabía recordado que su móvil oficialestaba intervenido, como el de todos ycada uno de sus colegas magistrados,desde el mismo día en que fuenombrada, quizá desde el día en que sunombre sonó para ese cargo. Por esemotivo, mantenía pocas, escuetas ysiempre inocentes conversacionescuando hacía uso de él. No estaba muysegura del nombre del organismoencargado de realizar el seguimiento desus dimes y diretes, si es que se tratabade un organismo oficial, pero de lo que

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estaba segura era de que el sueldo delresponsable del atropello salía de lasarcas públicas. Por eso, amén de hablarlo menos posible por teléfono, y de nocomentar por esa vía informaciónsensible, disponía de otros mediosimposibles de rastrear (al menos, así loesperaba). Marcó un número. Tras elprimer tono, escuchó el pitido de uncontestador, y dejó un mensaje.

—Voy a tomarme un tataki de atún,a eso de las dos. Puede que me tomedos. Hace tiempo que no lo pruebo, y esuno de los mejores.

Pocos minutos después, el teléfonoinglés sonó. Una voz masculina que

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hablaba también en inglés replicó:—Lo siento, se ha confundido de

número, pero debe saber que la comidajaponesa mancha una barbaridad.

Inmediatamente, el caballero colgó.Lola se echó a reír. Estaba deseandohablar con él.

A diferencia de lo que ocurría conPadilla, la juez MacHor y JamesMoloney (el hombre al que habíallamado) se tuteaban. Siempre habíasido así. En realidad, ni siquierarecordaba cómo o dónde lo habíaconocido. Sólo podía evocar el marcode una recepción, pero los detallespermanecían enterrados en los oscuros,

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y cada vez más atestados, sótanos de sumemoria. Lola era incapaz de recordarel contexto, pero sí que se trataba de unacto oficial porque su atuendo iba enconsonancia. Aquel día estrenaba unablusa de seda, una preciosa pieza depronunciado ma non troppo escote enpico en tono beige, sobre cuyo hombroizquierdo cayó algún tipo de líquidooscuro. Ni la tintorería ni ella mismahabían sido capaces de eliminar lamancha, y desde entonces tenía quecubrir la blusa con un chal o unachaqueta, lo que le ponía de un humor deperros. Era una blusa preciosa. Habíatardado en dar con ella. Tenía el escote

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ideal: ni cerrado como el de una monjani demasiado abierto para estar fuera delugar. Sólo era femenino, una miajillainsinuante.

Aparte de la desgracia, que paraLola lo era y mucho, lo único inusual enaquel acto (visto con perspectiva, todaslas recepciones tienen algo de clónicas)fue la aparición de aquel hombre demodales y acento británicos que dijollamarse James. En la cabeza deMacHor, que acababa de detectar elestropicio y hacia ímprobos esfuerzospara no salir corriendo y tirarse a layugular de la tonta (en sentido literal)camarera contratada para la ocasión,

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ambos acontecimientos se fusionaban,de modo que, cuando evocaba a aquelcurioso espía de nombre tan falso comolos bolsos de marca que se venden enlas cercanías de los metros, la imagende la maldita mancha le venía a lacabeza.

Estaban en un corro varias personas,la mayoría procedentes del mundojudicial. Él se sumó a la conversacióncon naturalidad, riendo una de lasgracias del fiscal superior de la región,un hombre tan aficionado a los chistescomo poco agraciado en el arte de lacomedia. A los tres minutos, habíadesarmado cualquier reticencia. A los

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seis, su simpatía, nada condescendiente,le había conferido el título de miembrode pleno derecho. Cuando se despidió,había recolectado datos suficientessobre cada uno de los magistrados yfiscales presentes como para redactaruna crónica detallada, mientras que ellosno tenían más información sobre él quesu nombre y su preferencia por el granShakespeare, a quien citaba conconocimiento y desparpajo. De todosmenos de Lola, que, taciturna, seguíapensando en su blusa, que le habíacostado una (quizá sólo media) pequeñafortuna.

En un determinado momento, el tal

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James dejó su copa de vino en una delas altas mesas cubiertas con mantelesnegros desperdigadas por la sala, buscóen el bolsillo un pañuelo blanco,impoluto, y alargó su mano de dedoslargos, de pianista, hasta el hombro deLola para intentar borrar aquella huella.Pronto comprobó que resultabaimposible y comentó:

—La mancha de tu blusa esimposible, querida; una pena porque meparece una preciosidad.

Lola asintió de modo enérgico, perono pronunció palabra. Estaba demasiadoenfadada.

—¿Disgustada? Es natural. No

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parece precisamente de lasoportunidades de H&M —añadió.

Lola le miró boquiabierta. No era eltipo de conversación que podía esperarmantener con un hombre y menos con undesconocido, salvo que se dedicase almundo de la moda o fueradeclaradamente gay. Procedió aestudiarle. El mentón sobresaliente; lospómulos algo prominentes; el pelo,rubio y liso, muy corto en la zona de lanuca y más largo en la zona superior,con el flequillo cayendo de formadescuidada por la frente; la barba dura,la nuez... Todo le confería un aspectotípicamente masculino. Sus formas

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tampoco eran, en modo alguno,afectadas. Calculó que rondaría loscincuenta, y vestía como se espera a esaedad.

—No es precisamente de H&M —confirmó Lola. Pese al escrutinio, seguíasin lograr encasillar a su interlocutor. Lasuya fue una respuesta sencilla, inocente.No pensaba añadir nada más, pero,nunca supo cómo, a los pocos minutos lehabía hablado del conveniente escote ydel nada conveniente precio; habíamencionado el nombre de su marido y elde una de sus hijas, y el cargo queocupaba en el tribunal.

Y es que no había forma de

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sustraerse al encanto de aquel hombre.Era un placer gozar de su compañía,aunque ésta no fuera gratuita. PorqueJames, o como demonios se llamara,tenía una habilidad especial para hacerdecir a su acompañante lo que nuncahubiera querido. Sí, lo suyo erasonsacar. Y en eso era un maestro. Supresa no sabía cómo, pero, en esamezcla de una gran variedad de temaspor los que cruzaba a la velocidad de ungalgo, de sitio en sitio, de detalle endetalle, de cita en cita, la personabajaba la guardia y terminaba porconfesar hasta sus pecados másprivados. Cuando desaparecía, como

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por ensalmo, quedaba sólo el recuerdode un hombre agradable y culto,comprensivo y muy británico, y un ciertoregusto extraño: la vaga idea de haberhablado de más, aunque sin saberexactamente de qué.

Antes de despedirse de Lola, Jamesle entregó su tarjeta. Era un modelobásico, que contenía el nombre de unacompañía y un número de teléfono. Y lepidió que le llamara si alguna vez tenía«otra mancha difícil de quitar». A Lolano le pasó desapercibido que aquéllaera la única tarjeta entregada, y no pudopor menos que extrañarse del súbitointerés por su persona. Recordó sus

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palabras: «mancha difícil de quitar», ytras cavilar unos instantes, llegó a laúnica conclusión posible: que todoaquello estaba relacionado con su blusa.

—Disculpa, James, pero no llego acomprender por qué tendría que llamartesi no logro quitarme esta mancha.¿Acaso te dedicas al mundo de lastintorerías? Porque si es así, no dudesde que te llamaré.

Incrédulo, el hombre enarcó primerolas cejas y finalmente se echó a reír.

—Querida Lola, eres exactamentecomo te habían descrito...

La juez le miró atónita.—¿Quién me había descrito?

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¿Cómo? Perdona, ¿qué me he perdido?Él seguía riendo.—Si alguna vez necesitas algo y

nadie más puede ayudarte, llama a estenúmero. Saldrá un buzón. Deja unmensaje y yo te llamaré.

Lola se cruzó de brazos.—La primera norma de cualquier

servidor público es no deber nada anadie. Y menos a un desconocido.

—Cierto, pero hay manchas queninguna tintorería oficial es capaz dequitar. Cuando ocurre algo así, se llamaa un amigo. O a un amigo de un amigo, osea a alguien como yo. Tú lodesconoces, pero tenemos algunas

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amistades comunes.—O sea, que no te llamas James.Levantó los brazos con expresión de

suplicar paciencia a los cielos, y citócon cierta sorna:

—«¡Anunciad con cien lenguas elmensaje agradable; pero dejad que lasmalas noticias se revelen por sí solas!»

Lola, con gesto teatral, hizo como sise tomara la chanza como una afrentapersonal y agregó:

—Debe saber, caballero, que estono es de Shakespeare, pero bien podríaserlo: «¡Nunca des tu teléfono privado auna pelirroja que atrae manchas sobre sucamisa de seda!».

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En cuanto MacHor salió de larecepción y llegó a casa, llamó alteléfono que el tal James le habíafacilitado. Como había anunciado,respondió un contestador, donde dejó unrecado.

—Tengo una mancha en una blusa deseda, ¿pueden ayudarme, por favor?

Él le devolvió la llamada en pocomás de cinco minutos, muerto de risa.

—¡Querida Lola! Razón va a tener elbuen Shakespeare... ¿A qué debo elhonor?

—En realidad, sólo quería saber siel teléfono que me habías dado era deverdad. Veo que sí, de modo que voy a

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guardar la tarjeta, por si acaso me tiroalgo encima. Por cierto, le darérecuerdos a Juan Iturri de tu parte...

Desde entonces, había necesitado«sus servicios de limpieza» en dosocasiones, una más importante que laotra, pero ambas de poca monta. Solíanreunirse en un pequeño restaurantejaponés situado en una callecillaestrecha en una de las traseras de laGran Vía, a la altura del edificio deTelefónica. Aquella ocasión eradiferente, pero escogieron el mismositio.

Se subió al coche y pidió alconductor que la llevara al tribunal.

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Intentó pensar en Júnior Júnior, o másbien en su padre, quien, según habíaconocido aquella mañana por medio deun mensaje de texto, había fallecidohoras antes. Suponía que, al llegar aldespacho, le esperaría una petición deaplazamiento, que naturalmenteconcedería. Además, era la víspera dellargo puente de la Constitución. Todo elmundo quería descansar y abandonarMadrid a la carrera. Ella también, peropor motivos muy diferentes.

Antes de recibir al equipo delabogado, se pintó ostensiblemente loslabios con la barra oscura. Y les hizoesperar.

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Algunos de sus colegas solíancomportarse de modo especialmentecordial, casi afectado, con losimputados de copete: banqueroscorruptos, narcotraficantes, mafiosos decuello blanco, o, por expresarse conpropiedad, con sus afamados abogados.Todo un mundo este, el de los bufetes derenombre, que no toleran una arruga enla camisa o una ordinariez, pero soncapaces de desayunarse un sórdidocamello pasado por el agujero de unaaguja hipodérmica facturada por horas.A MacHor, quizá por esa manía suya dellevar la contraria al mundo, le ocurríaexactamente lo contrario.

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—Típico de la clase media —lerecriminó un compañero MTV, [1]golfista avezado casado con la hija deun presidente del IBEX.

Quizá estuviera en lo cierto; quizáno. Pero de un modo u otro, el hecho eraque, con el tiempo, había arraigado enella una aristocrática tendencia a la horade juzgar a los bufetes penalistas. Comolos Borbones, se mostraba amable yhasta abierta con el pueblo llano(pequeños abogados que sudaban la gotagorda, se curraban personalmente lajurisprudencia y portaban sus propiosmaletines), mientras que era implacablecon marqueses, condes y duques

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(letrados que se sentían no sólosuperiores a sus colegas en cuanto alsistema mismo), a quienes no perdonabauna sola reverencia.

Cuando terminó con ellos y con elpapeleo pendiente, miró el reloj. Eranya las doce. Había dicho a James queiría a las dos, pero que pediría dosplatos. Es decir, que adelantaba doshoras esa cita. Avisó que tenía que salirun momento. Tomó un taxi en una paradacercana.

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23

Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. Nochedel 5 de diciembre

Le habían despojado del calzado. Iturrino comprendía por qué, ya que carecíade cordones. Sentía la humedadmetiéndose por sus huesos. Y el tiempo.Los segundos parecían caer sobre élcomo el agua de una gotera sutil, poco apoco; a veces, nada. Le exasperaba esalentitud. Los músculos se le estaban

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agarrotando. Intentaba moverse, pero lafalta de espacio y el dolor se loimpedían. Eso y el ánimo, que lo teníapor los suelos. Porque era de noche (losabía porque entraba una pequeña raciónde luz artificial por debajo de la puerta)y no había ocurrido nada. No le habíanllevado agua, ni tampoco una manta. Nole habían traído cena. No le habíanfotografiado con algún periódico del díaanterior como prueba de vida. Nisiquiera le habían facilitado un bañoquímico. Se hallaba totalmente a sumerced, eso lo sabía, pero no entendíaqué estaba ocurriendo. No hacía másque pensar en qué momento le señalaron

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como objetivo. Cuánto tiempo llevabansiguiéndole. Un secuestro no se planificaen un par de días. Ni siquiera en un parde semanas. Deberían haberse dadocuenta. En inteligencia, deberían haberrecibido algún aviso. Las fuentes sonmuchas, distintas y variadas, para quealgo así pueda escapar de las redes.

«Quizá no sea más que un secuestroexprés y que vengan ahora mismo aliberarme. De no ser así, en estascondiciones no aguantaré mucho. Seráun asesinato a cámara lenta», se dijo.

Un ruido. No alcanzó a escucharlo,pero lo oyó. Pasos sobre la alfombra dela escalera. Alguien se acercaba.

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—¡Por favor, necesito un poco deagua!

—¡Cállate! Guarda silencio.Sepárate de la puerta.

Hizo lo que le decían. La puerta semovió unos centímetros. Lo justo paraque por la abertura entrase un botellínde agua mineral y un chorro de luz.Luego, llegaron unas galletas colgadasde una mano enorme. Iba a sujetarse aella cuando la puerta volvió a su origen.

Por entre los tablones se coló unavoz, en la que pudo reconocer a uno desus captores.

—No temas, tío. En cuanto sepacómo, te saco. Tú aguanta...

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—Salamandra, eres tú, ¿verdad?—Sí. Ha pasado mucho tiempo, me

sorprende que me recuerdes.—Te he reconocido por...—Por la mancha, sí. Siempre he

renegado del destino por marcarme lacara, pero, mira, ahora me ha venidobien.

—¿Por qué haces esto, por qué meretenéis?

—Es una larga historia. Yo estoy tanprisionero como tú, aunque puedamoverme. ¡Te juro, tío, que no quieroestar aquí! No quiero estar haciendo loque hago, pero mi vida y la de mifamilia corren peligro. Tú eres el

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policía. Dime qué puedo hacer.—Abre la puerta y déjame salir.

Huiremos juntos.—No. En tu estado no llegarías muy

lejos. Estamos apartados del pueblo yJoseba se ha llevado el coche. Además,abajo está mi mujer...

—Si ella es el problema, nos lallevaremos también.

—Tú no lo entiendes, ella es unaGortari.

—¿Gortari? No me suena. Hubo unchaval en la banda con ese apellido.Pero lo trincamos...

—Es su hermano. Lo era. Se suicidóen la cárcel. O más bien se lo cargaron

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en la cárcel.—¿Se lo cargaron? No es posible.

Digáis lo que digáis, la policía no haceesas cosas.

—No fue la policía, sino su propiagente... Y Joseba quiere vengarse deellos.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?—¡Silencio!Iturri sujetó unos instantes la

respiración.—Salamandra...—¡Calla, me buscan! Tengo que

marcharme. Piensa cómo puedo sacarte,a quién puedo avisar sin que mi familiacorra peligro...

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—¡Te daré un número de móvil!—No tengo móvil. Joseba lo ha

confiscado.—¿Y ordenador?—Tampoco. Lo tiene él guardado.

¡Corre, bébete el agua y dame la botellavacía! Si Joseba la encuentra, nos mata alos dos.

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24

Palacio de la Moncloa, Madrid. 5 dediciembre

El teniente coronel Villegas aguardó depie, junto a la ventana, su comunicaciónsegura con el hombre de la inteligenciafrancesa. Tenía el móvil en la mano.Jugaba con él haciéndolo girar sobre símismo. La imagen de su colega galo levino a la memoria cuando el aparatosonó. Él y Auguste se conocían bien.Llevaban catorce años trabajando

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juntos, período en el que habíancompartido muchos más entierros queéxitos, aunque algunos había habido. Eldolor y la rabia son como una cola decontacto instantánea, pegan las almas demodo indeleble. Los éxitos también,pero no del mismo modo ni con tantafuerza. La simbiosis definitiva habíatenido lugar durante la investigación deun desafortunado famoso secuestro.Habían seguido la pista codo con codo ypersonalmente durante cinco largassemanas. Cuando se hizo efectiva lasegunda parte del rescate, millón ymedio de euros, el secuestrado ya estabamuerto, pero ellos desconocían ese

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extremo. La entrega y recepción deldinero les desorientó. Les distrajo.Creyeron que disponían de más tiempo,pero no era así. Llegaron tarde.Encontraron el agujero pero no a suobjetivo: había intentado fugarsehiriéndose gravemente. Sussecuestradores habían optado porrematarlo. No estaban preparados paracuidar de un enfermo. Fue un duro golpebuscar el cadáver en vez de a lapersona.

—Auguste, ¡qué alegría oírte!¿Cómo estás?

—Pues, si te soy sincero, mon ami,en este momento, estoy algo cabreado

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con vosotros.Villegas estiró maquinalmente la

espalda.—¡Ah, eso no lo esperaba! ¿Puedo

saber por qué?—Unas feas fotografías tapizan mi

mesa: un vehículo calcinado. Deberíashaberme dicho algo, ¿no crees?

—¡Un momento, un momento! ¿Dequé marca es ese vehículo?

—¡Dímelo tú! Creo que sabes másque yo.

—Me parece, Auguste, que ambostenemos piezas de un mismo puzledesconocido sin saberlo. ¿Es un CitroënZX de color verde?

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—En efecto.—Mira, Auguste, estoy en Madrid.

Acabo de llegar. He aterrizado haceapenas dos horas, momento en el que mehan informado de un suceso queinvolucra a un coche como el quedescribes, pero no teníamos noticia deque hubiera aparecido, y menosquemado. Dame más datos, por favor.

—Ha sido hallado en Chemin duPacalon, en Marennes, Ródano-Alpes,una zona boscosa con muy poco tránsito.No queda mucho de él, la verdad. Nitampoco de los árboles cercanos.

—¿Por dónde está eso?—La capital más cercana es Lyon.

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Está a unos treinta o cuarentakilómetros. ¿Cuadra con tus datos?

—Se ajusta como un guante de látex.Lo que no acaba de cuadrarme es queme llames. ¿Te pasan las imágenes de uncoche incendiado y piensas en mí?¡Anda, sé bueno y no me hagas esperar,cuéntame el resto!

—Ah, vieux renard! Tienes razón.No ha sido el coche sino las placas loque me han llevado hasta ti. Se habíadenunciado la desaparición del vehículoel día anterior. El número de bastidorconcuerda, pero no las placas dematrícula. Son falsas.

Hubo un momento de silencio, que

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Auguste rompió.—¿Hueles lo mismo que yo,

Villegas?—Desgraciadamente, sí. —Otro

corto silencio—. Auguste, tengo quedejarte: voy a atar algunos cabos antesde regresar. ¿Cenamos mañana en Aupetit Sud-Ouest? Me temo que tendráque ser un poco tarde. Debo coger elúltimo vuelo.

—¡Claro! Allí estaré. Me haré contoda la información que pueda, perodebes decirme algo antes...

Villegas le cortó.—Si ibas a preguntarme si el

afectado es francés, la respuesta es

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negativa. Es ciudadano español. Y otracosa, compañero. Necesito que nocompartas esto con nadie, por ahora.Hemos de esperar a que mis jefesllamen a los tuyos. Ya sabes...

—¿Tan grave es?—Podría serlo, sí.—¡Cuenta con ello!

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Palacio de la Moncloa, Madrid. 5 dediciembre

—Bien, concluyamos. ¿Cuáles son susrecomendaciones?

Con voz calmada y suave, perocargada de la autoridad que confiere elmando, la vicepresidenta se dirigió a lascuatro personas que se hallaban reunidasen la sala contigua a su despacho.Ocupaban una alargada mesa de sobrede cristal. De la pared, colgaba una

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fotografía reciente del jefe del Estado,engalanado con uniforme militar.

Tres de las cuatro personas,pertenecientes a los cuerpos deseguridad del Estado, mantenían susasientos ligeramente alejados de lamesa, la espalda recta y los brazospegados al cuerpo. Sus respectivasbotellas de agua permanecían intactas.El cuarto había abierto su botellín ydesplegado sus papeles a su alrededor.No se miraban entre sí, pero, como siexistiera un orden no escrito, cada unoesperó su turno.

—Señora, España nunca hanegociado con terroristas. No deseará,

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creo, que su Gobierno pase a la historiapor ser el primero en hacerlo. Mirecomendación es lanzar una operaciónde búsqueda con los medios que seannecesarios, y pedir la colaboración denuestros aliados, si es menester, que,según entiendo, lo es. Al menos, de losfranceses. Sé que peligra la vida de unespañol, pero hay mucho más que unavida en juego. El inspector Iturri es unpolicía. El riesgo teje su uniforme.

La vicepresidenta escuchóatentamente lo que el general Cordónexponía. Tenía la costumbre de moverlos labios mientras su interlocutorhablaba. Resultaba hilarante, aunque

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nadie se rio. Se mantuvo unos instantesen silencio, y luego añadió:

—Gracias, general. Su postura estámuy clara. ¿Lorenzo?

El director del Centro Nacional deInteligencia carraspeó. Se le veíanotablemente nervioso. No se sentíacómodo en ese tipo de reuniones. Losuyo era el vis a vis. Uno a uno, con unmontón de información en su disco duro,no tenía precio. Pero los militares leacobardaban. Como el nudo en lagarganta no se desataba, se hizo con labotella de agua, llenó el vaso y bebió unlargo trago. Sólo entonces, respondió:

—Los argumentos del general son

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correctos, más si pensamos en que laidentidad de los secuestradorespermanece velada. Aún no sabemos conquién estamos tratando. Creemos que elsecuestro del inspector Iturri fueperpetrado con un vehículo robadohoras antes, y que han encontradocalcinado en un bosque en las afueras deLyon. Nuestro hombre en París aseguraque las placas de ese vehículo, falsas,figuran en una de las listas incautadas ala Organización. Todo esto y la huellaparcial detectada en la carta indican unaclara autoría. Sin embargo, nuestrosconfidentes y varias otras fuentesaseguran que la Organización nada tiene

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que ver con el secuestro. Estamosesperando la confirmación de esteextremo, pero creemos que estamos enlo cierto. Si no es la Organización perose le parece mucho, quizá se trate de unaescisión; de un grupo aislado que va porlibre. En ese sentido, podrían ser trespersonas o treinta, contar con fondos ocarecer de infraestructura. Nadasabemos. Pero algo es evidente: si nopodemos ni debemos dar alas a laOrganización, mucho menos debemoshacerlo con una fracción disidente, si esque se trata de eso.

Montalvo tomó un segundo botellínde agua y vació casi por entero su

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contenido. Durante esos instantes, elgeneral le dirigió una mirada dedesprecio. Ajeno a ello, el directorcontinuó.

—Y, no obstante lo dicho, miopinión, señora, es que incluya laspalabras exigidas en la rueda de prensaposterior a la recepción. Libertad es untérmino común, un concepto con tantasaristas que resulta completamenteneutro, y mucho más en una situacióncomo la presente. Lo mismo podemosdecir de la expresión completa. Unafrase como «El Congreso conoce yaprecia el valor de la libertad de la quees garante», por poner un ejemplo,

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resulta un mensaje completamenteinocente, neutro y oportuno. Aun cuandola prensa tratase de sacarle punta, nopodría dañarnos.

El general Cordón se apresuró aatajar al díscolo civil.

—Usted y yo sabemos quemencionar ese término ante las cámarasequivale a obedecer el mandato de unterrorista. Le damos carta de naturalezay lo peor es que ese terrorista lo sabe.

Lorenzo no se dejó amilanar. Su tonosonó casi desafiante.

—Disculpe, general, no sé cuálesson las ilusiones que ese terroristapueda hacerse y no me importa lo más

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mínimo. De ilusiones no se come. Paramí, incluir esa frase supone simplementeuna dosis extra de tiempo. Ganar tiempono significa ceder ante una peticióndefinitiva. Ganar tiempo permitiráampliar las probabilidades de mantenercon vida al inspector Iturri y averiguarde quién y de dónde procede laamenaza. Usted mismo lo mencionabahace un momento: el dato de si es unafracción disidente o una ruptura de latregua resulta esencial. Utilicemos estetiempo añadido para averiguarlo.

—Si esta carta llega a oídos de laprensa, o de otros terroristas, seránuestra perdición.

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—General, también su gente tieneinfiltrados, y eso no significa queacatemos sus principios. Se trata de unasimple estrategia, con más ventajas queinconvenientes. Ganemos tiempo parasaber si es la organización terrorista laque reivindica el secuestro o se trata deunos simples malhechores. Y hagamos sicabe más hermético el círculo.

Esta vez fue la vicepresidenta la quevació su botella de agua mineral.Cruzando las dos manos por delante delcuerpo, se mantuvo un rato pensativa.

—General, ¿cuándo cree quepodremos tener una contestación a lapregunta sobre la autoría?

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—Nuestros mejores hombres estántrabajando en ello. He hecho venir deParís al teniente coronel Villegas. Es eljefe de nuestra unidad de información enFrancia. Trabaja codo con codo con sushomólogos franceses desde hace veinteaños. Lo sabe todo acerca de laOrganización. Conoce a todos suscomandos. Está al tanto de sus tácticas...

—¿Cuánto tiempo, general?A Cordón le molestó que la

vicepresidenta le interrumpiera. No sellevaban del todo bien. Ella era susuperior en la cadena de mando, y sabíaaceptar la autoridad, pero no le gustabaque una mujer llevara la batuta. Ni que

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mandara tanto como aquélla.—Calculo que mañana a estas horas

podremos saber algo.La vicepresidenta jugó un instante

con su pluma, luego levantó la cabeza ydijo con voz suave pero contundente:

—Mañana es demasiado tarde.Quiero una hipótesis esta noche. Graciasa todos.

Beltrán de Cabeza, asistentepersonal de la vicepresidenta, se pusoen pie, y todos le imitaron. Reiteró elagradecimiento y les acompañó hasta elvestíbulo. Allí les dejó en manos de lasecretaria y regresó al despacho, no sinantes advertirles que mantuvieran sus

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móviles activos y cargados. Losnecesitaba permanentementelocalizados.

La vicepresidenta estaba en pie antela ventana cuando llegó. Ni siquieravolvió la cabeza.

—Tráeme al teniente coronelVillegas, por favor. Que venga solo. Megustaría conocerle.

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Calle de la Salud, 19, proximidades deGran Vía, Madrid. 5 de diciembre

Decir que James Moloney trabajabapara el MI6 sería impreciso. A lo quehacen los agentes del mejor serviciosecreto del mundo, con permiso de losjudíos, se le puede llamar de cualquiermodo menos trabajo. Un trabajo es, en lamayor parte de los casos, una tareasegura que entraña una cierta dosis derutina, una actividad que cuenta con un

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horario y una responsabilidad definidas,que se ejecuta en un territorio dereferencia y se asocia a un espaciofísico, y cuyos estipendios se fijan en uncontrato más o menos estable. Nada deeso parecía responder al perfil de lalabor de Moloney, quien oficialmentedirigía una compañía de importación-exportación de licores espumosos. Laempresa, con sede en Madrid y oficinasen San Francisco, Londres y París, erade su propiedad en un cincuenta y unopor ciento. Por su modo de vida, debíade tener bastante éxito. Respecto a susotras actividades... Bueno, eran deveinticuatro horas, sin definiciones ni

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contratos, y con el mundo por montera,aunque siempre con base en Madrid.

El local japonés, de decoraciónminimalista, contaba con reducidasdimensiones: a lo sumo una docena depequeñas mesitas cuadradas. Conparedes y suelos forrados con maderaoscura y luz exclusivamente ambientalde pantallas rojas, pedía hablar ensusurros y comer con palillos. James yaestaba allí cuando MacHor llegó. Sehallaba sentado, como siempre, alfondo, en la esquina derecha, mirandohacia la entrada, de modo que nadie queaccediera al restaurante escapara de sumirada escrutadora.

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Se levantó nada más verla, la ayudóa desembarazarse del abrigo, quedepositó en el asiento contiguo, junto albolso y los guantes de la juez, y retiró lasilla para que se sentara con máscomodidad, mientras decía en vozinusualmente elevada:

—¡Qué placer verte, Lola! Yalmorzar a una hora decente. A vosotroslos españoles, si os dejaran,empalmaríais la comida con la cena.

Apenas acababan de intercambiar elsaludo cuando James se agachó y lesusurró al oído con voz fría:

—¿Te han seguido, Lola?Instintivamente, la juez trató de girar

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la cabeza, pero la presencia de James asu espalda se lo impidió.

—¿Seguirme, por qué habrían deseguirme? ¿Quién? —Se detuvo uninstante y con tono compungido confesó—: Lo siento, no tengo ni idea. Hecogido un taxi y... quizá deberíahaberme dado cuenta...

El hombre la interrumpió.—¡De acuerdo, no te preocupes!

Ahora me acercaré un poco más eintercambiaremos unos arrumacoscomprometidos, así parecerá que somosamantes. Eso anulará la suspicacia delos camareros. Hay uno que nos estámirando fijamente.

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Lola empujó la silla hacia atrás.—¡Y un jamón! Como se te ocurra

hacer algo similar, saco la rodilla y seentera tu entrepierna.

James reía a carcajadas cuandovolvió a su asiento; Lola no. En cuantosintió la respiración de James junto a suoreja, la imagen de su marido sematerializó en su cerebro. Nunca lehablaba de «sus amigos», era preferible.Pero si alguien la viera de esa guisa y selo contara, tendría algunos problemaspara explicarse. Él no alcanzaba acomprender por qué una magistrada delsolemne y reputado Tribunal Supremoseguía empeñada en codearse con los

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bajos fondos, o, al menos, con losagentes que se desenvolvían en esosterrenos.

—¡Te estaba tomando el pelo, Lola!¡Eres única! Por todos los santos, ¡quéimaginación! Si alguien te estuvierasiguiendo, ni te enterarías.

La juez le recriminó su broma concara de pocos amigos.

—¡Mira que eres mala persona,James!

—¡No tanto, querida mía! —Luego,miró el reloj y con tono socarrón,comentó—: Bueno, las doce y cincominutos, ¿qué quieres almorzar a estashoras?, ¿paella?

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Sentada frente a él, Lola se puso muyseria.

—Yo no voy a almorzar, pero verécómo lo haces tú.

—Eso no estaría bien. Parecería loque no es. Será mejor que compartamosalgún plato y un poco de sake.

—¿Sake?—Es una bebida muy digestiva,

querida jueza.Una camarera de escasa estatura

(todo allí era minúsculo) y de rasgossudamericanos se acercó con sulibretilla y su bolígrafo Bic y dejó sobrela mesa un pequeño cuenco con salsa desoja. James ordenó un par de platos,

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sake para él y Coca-Cola Zero paraLola. Una vez se alejó, la interpeló:

—Venga, señoría, suéltalo ya. Teveo muy nerviosa, ¿qué ocurre?

—Se trata de nuestro amigo comúnIturri. Ha desaparecido.

James se mantuvo un instante ensilencio. Un silencio tenso, durante elcual no movió ni un músculo. Parecíauna calculadora procesando datos.Finalmente, despertó.

—Eso no parece muy probable. Juanno desaparecería así por así...

—Pues lo ha hecho. —Sin perdertiempo, Lola se lanzó a explicar lahistoria—: Me envió un mensaje muy

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extraño, y luego su teléfono dejó deemitir señal. Llamé a Padilla, un amigode la unidad de información...

—Sé quién es, Lola. Continúa, porfavor...

—De acuerdo. Hablé con él y, trasalgunas llamadas, me confirmó...

James levantó ambas manos endemanda de una tregua.

—¡Un momento, no te aceleres!Vayamos por partes. Cuéntame qué haocurrido paso a paso sin dejarte nada enel tintero, ¿de acuerdo? Tómate eltiempo que necesites, yo no tengoninguna prisa, pero no olvides nada. Eneste tipo de asuntos, en realidad, en

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todos, los detalles son lo másimportante...

Lola respiró hondo y fue poco apoco desgranando la secuencia de loshechos, desde el instante en que recibiópor triplicado el mensaje del inspectorIturri, hasta la llamada de Padilla deaquella misma mañana.

—De modo que Padilla te haconfirmado que el teléfono está fuera dejuego y que los únicos mensajes queenvió son los que tú recibiste.

—Eso es, sólo me escribió a mí.¿No te parece extraño?

James asintió.—Y dices que a Padilla le han

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ordenado que se mantenga al margen...—Más o menos, sí. Bueno, en

realidad, no le han dicho nada. Pero esperro viejo. Dice que el asunto está enmanos de algún mando militardirectamente al servicio del Gobierno.Estado Mayor o similar. —Lola suspiró—. Estoy superpreocupada, James.¡Tengo el convencimiento de que le haocurrido algo horrible! Aunque no sébien de qué puede tratarse. ¿Y tú, tienesalguna idea?

—No really. —Se frenó un instante,y luego preguntó—: Por cierto, Lola, ¿tureloj adelanta?

La juez le dirigió una mirada jocosa.

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—¿Es algún tipo de acertijo? ¿Unade esas cosas de espías?

—¿De espías? —Soltó unacarcajada—. ¡Por todos los demonios,eres única! No, nada de eso. Es que elreloj de ahí enfrente marca diez minutosmenos que el tuyo. Por cierto, unapreciosidad.

Lola bajó la vista y se lo recolocóen la muñeca.

—Fue un regalo de Jaime. Por micumpleaños. Cuando cumplí...Veintitrés. Más o menos. Me gusta. Perono me cambies de tema. Hablábamos deIturri. Sé que va a sonar paranoico, perote aseguro que está en un apuro. Soy

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buena leyendo entre líneas. Viendo lascosas que se esconden tras los hechos,como los niños que juegan al escondite.Cuando era niña y jugábamos a esejuego, yo era siempre la que contaba.Prefería descubrir a ocultarme. Y casisiempre ganaba. Hoy me sigueocurriendo lo mismo. Hay mucha genteque miente y otra mucha que no estáacostumbrada a decir la verdad. Nosaben contar lo que les ocurre de unaforma llana, franca. Y envuelven suspalabras en papel de celofán. Con Iturries muy distinto. Él no es lineal, tampocohabla mucho, sin embargo, creo saber loque pasa por su cabeza. Al menos

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cuando algo va mal. Y en esta ocasiónalgo va mal. ¿Te resulta difícil deaceptar? Estas poniendo una cara muyrara.

—En absoluto. A veces, se llega aun punto en que el conocimiento mutuoes puramente intuitivo. —Sopló la velaque descansaba sobre la mesa. Lemolestaba el olor—. De acuerdo. Nopinta bien... Déjame que te preguntealgo: ¿has hablado con alguien más,aparte de Padilla, o has hecho algunaaveriguación además de lo que meacabas de contar?

Por un momento, Lola enrojeció.James se puso inmediatamente en

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guardia. Si hubiera nacido sabueso,tendría la cola en punta.

—No he hablado con nadie más,pero he cogido hora para Álex y me heprobado una faja —confesó en vozqueda.

—¿Que has hecho qué?La juez levantó los brazos.—¡Vale, sé que es absurdo, pero ya

está hecho! Me he comprado una faja,¿pasa algo?

—Supongo que no, querida mía,aunque debo confesarte que no sé de quéme hablas. ¿Y quién es ese tal Álex?

—Mi peluquero. Mira, no esimportante. Lo que cuenta es que mañana

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acudo a una recepción en el Congreso delos Diputados, al que con seguridadasistirá la plana mayor del EstadoMayor, valga la redundancia. Y voy aponerme un vestido ceñido y a ir a porun general calvo, el que cuenta con másgalones. Y voy a salir de allí con unaexplicación.

Moloney miró divertido a Lola a lacara.

—Te has puesto colorada.—¿Cómo lo sabes? Con esta luz,

casi no me veo las manos.—Te has puesto colorada —insistió.—Vale. Lo reconozco: sin faja creo

que no funcionaría ni con un calvo. He

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engordado un poco...—¿Calvo, por qué un general calvo?—¡Buena pregunta! Pues la verdad

es que no lo sé. Supongo que misubconsciente los considera mássusceptibles a los encantos femeninos delas señoras de mediana edad...

—¿Te refieres a las que llevan faja,como las damas victorianas?

Lola se encogió de hombros.—Así es la vida, compañero. Y tú,

James, ¿puedes hacer algo? No sé, loque sea que hagas en estos casos... Lafaja no te quedaría bien.

—Yo dirijo una compañía delicores, Lola. Por lo demás, sólo

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escucho. Pero, en cuanto salga,preguntaré por ahí, a ver si alguien haoído o visto algo. Por cierto, yo tambiénasisto a esa recepción. Nos vemos allí.Si hay algo antes, te doy un telefonazo...

—¿Asistes, cómo que asistes? ¡Sóloacuden autoridades y gente guay!

—Gajes del oficio, querida.Además, yo no soy calvo... ¿Te parecesi pedimos un take away?

Lola estuvo de acuerdo.

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27

Palacio de la Moncloa, despacho de lavicepresidenta del Gobierno. 5 dediciembre

Le hicieron pasar, le comunicaron que lavicepresidenta acudiría en unos minutosy le invitaron a tomar asiento en una delas sillas tapizadas en piel que rodeabanuna mesa redonda de madera oscura, yde costosa apariencia. Villegasagradeció el ofrecimiento, peropermaneció de pie, junto a la ventana. El

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lugar parecía un monasterio benedictino:el único sonido procedía de los pájarosque anidaban en los jardines delpalacio.

El teniente coronel estabaacostumbrado a presentar informesorales a ministros, secretarios de Estadoy generales; en una ocasión, incluso a unpresidente. No era la parte de su trabajoque más le gustaba, pero tampoco ledesagradaba. Sabía cómo debíacomportarse. Tras veinte años en elpuesto, había llegado a convencerse deque a los políticos, fuera cual fuese surango, les interesaban únicamente doscosas: los resultados y los detalles

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fantásticos o lacrimógenos. Necesitabanlos primeros para mantener el puesto;los segundos constituían el perfectoingrediente para las largas sobremesasde los almuerzos con empresarios,dignatarios extranjeros, gente guapa yvisitas femeninas. A veces escabrosos, aveces sangrientos, siempre losuficientemente impactantes, losnarraban con displicencia, sin darseimportancia, como si fueran una ínfimamuestra de un cajón rebosante dehistorias. Historias de espías, mujerespolicías amantes de terroristas omafiosos, atentados frustrados,traidores... Creían que aumentaba su

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caché. Les hacía parecer hombresimportantes, curtidos. Cuanto máspeliagudas fueran las historias, mejor.

Sin embargo, nunca se habíaencontrado con un político al que lepreocupasen los procedimientos queempleaban, salvo que fueran ilegales yalguien se enterara. Su trabajo era,fundamentalmente, una tarea tesonera,minuciosa, rutinaria y repetitiva. Liberara un secuestrado, identificar a un asesinoantes de que perpetrase alguna fechoríairremediable y evitar un atentadorequerían, por encima de cualquier otracosa, tiempo, tesón y método. Pero a lospolíticos no les impresionaba cómo

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empleaban sus horas. Por eso, cuando,como en aquella ocasión, le llamabanpara pedir información, se ceñía única yexclusivamente a lo que deseaban oír.

Llevaba demasiado tiempo en París,desconectado de los centros de poder, yno tenía información de primera mano.Últimamente, sólo había tenido trato conel Ministerio del Interior. Sin embargo,dio por sentado que la vicepresidentadel Gobierno estaría cortada por elmismo patrón que sus homólogosvarones. Cierto era que alguna de laspocas mujeres con las que le habíatocado tratar le había sorprendido deforma grata, pero no pensaba que

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aquélla lo hiciera: en París se la conocíacomo «la pequeña generala», una damaque compensaba su escasa estatura consus acendradas dotes de mando. No laconocía personalmente. Había tenidoocasión de verla de cerca en un par dedesfiles, pero nunca se habían saludadoni conversado en privado. Habíarecibido, eso sí, una carta suya, firmadade puño y letra, en la que le felicitabapor el éxito logrado en una misión. Sinembargo, estaba seguro de que nisiquiera se había enterado de que lafirmaba. En todo caso, Villegas sentíacuriosidad. No tardó mucho ensatisfacerla. Casi de inmediato, la

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estancia se llenó de un perfume dulzón yuna mano tendida.

—Teniente coronel, es un placerconocerle. He oído hablar mucho deusted. Gracias por su ayuda —dijomientras le estrechaba la mano.

Villegas tuvo la sensación de quesus ojos le traspasaban el cráneo yexploraban sus pensamientos. Loprimero que hizo fue excusarse por suatuendo informal. Un pantalón de panano era una buena tarjeta de presentaciónen aquel entorno. Con la urgencia, nohabía tenido ocasión de coger suuniforme.

—No se excuse. Sé que le hemos

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hecho venir con prisa. Siéntese, porfavor.

—Cualquier pretexto para regresar acasa es de agradecer.

—¿Es usted madrileño?—Burgalés, pero toda mi familia

vive aquí.Villegas se detuvo. Corrió la silla

para que la vicepresidenta se sentara yluego lo hizo él. Era consciente de quela palabrería había concluido.

—Gracias, teniente coronel. Antesde nada, decirle que me alegra poderfelicitarle en persona. En aquellaoperación, su unidad estuvo fantástica.Sin sus datos, hubiera sido imposible

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localizar el zulo.Villegas se sintió agradablemente

sorprendido. Se limitó a sonreír. Susonrisa era franca, con un toquesocarrón. Era su carácter el que laproducía, pero también era unaestrategia. Por experiencia sabía que, enaquel tipo de situaciones, solían darsemomentos incómodos, silencios difícilesde llenar, que su sonrisa hacía másllevaderos. En aquella ocasión, nohubiera sido necesaria. Se entendierondesde el primer instante.

—Teniente coronel Villegas, medicen que está usted al mando delequipo que investiga el presunto

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secuestro del inspector Iturri.—Así es, señora. Desde esta misma

mañana.—No es la primera vez que

investiga un secuestro, ¿verdad?¿Cuántos han sido: diez, doce?

—Dieciséis.—¿Cuándo fue el último?—Hace cinco años, señora.—¡Ah, cuánto ha llovido desde

entonces! El mundo ha cambiado mucho.—No en el modo de investigar,

señora. Las nuevas tecnologías nosfacilitan las cosas, aceleran la búsquedade pruebas, pero las pautas son lasmismas. Peinamos el pajar cuadrícula

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por cuadrícula, hasta dar con la aguja.La vicepresidenta suspiró.—¿Así ve la situación, una aguja en

un pajar?—En mayor o menor medida, todas

las situaciones cuadran en ese perfil.La mujer, cuyos brazos ya

descansaban sobre la mesa, volcó sucuerpo hacia delante, como queriendotransmitir la importancia de suspalabras.

—Teniente coronel, me gustaríaconocer su opinión profesional sobredos cuestiones. De entre nosotros, quizásea usted la persona más idónea pararesponderlas. No quiero palabrería, ni

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paños calientes, quiero su opinión, meguste o no. Primera: ¿qué cree usted quepasa?, ¿son ellos? Segunda: ¿qué creeque debemos hacer?

Villegas, que estaba tieso como unsable, dobló la espalda y volvió asonreír.

—Me pone en un compromiso,señora. Para empezar, ha planteado trespreguntas, no dos. Además, sólo haceunas horas que he conocido lospormenores de este caso. No me gustaformular hipótesis si no puedo apoyarlasen hechos comprobados.

—No tenemos tiempo decomprobaciones, teniente coronel. Por

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eso, debemos especular. Le ruego que,sobre la base de su experiencia, me désu parecer.

—De acuerdo. Veamos. Respecto ala primera pregunta, tengo por seguroque Juan Iturri ha sido secuestrado. Nopodemos ponerlo en duda con lasimágenes que captaron las cámaras deseguridad de la zona cero.

Le interrumpió.—¿La zona cero?—Llamamos así al punto en el que

creemos que se realizó el secuestro. Lohacemos coincidir con la últimaposición conocida del teléfono móvil dela víctima. Lo primero que hace un

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secuestrador es arrebatárselo y extraerlela batería, así no pueden localizarle. Enesta ocasión, la zona cero se encuentraen el casco histórico de Lyon, ciudaddonde trabaja el inspector. Se trata deuna plaza acotada, vialmente dedirección única. Se le ve entrar a piedesde el norte, pero no se le ve salir. Dehecho, no se le vuelve a ver, como si selo hubiese tragado la tierra. Sin lugar adudas, iba en el maletero del cocheverde que captan las cámaras, el únicoque transita por la zona en ese momentoy sale minutos después por el sur. El díadel secuestro, el viento era impenitenteen Lyon. Y, por cierto, el hecho de que

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el repetidor al que se enganchó suteléfono por última vez esté en Lyontampoco es despreciable. Se trata de unsecuestro en suelo francés, aunque lapolicía del país ni siquiera lo hayaolido. Eso hace de éste un caso especial,pero no sólo por eso. Respecto a lasegunda pregunta, muchos pequeñosdetalles (y otros no tan pequeños)apuntan a su autoría y nos hacen pensarque, sin duda, han sido ellos. Sinembargo, enseguida surgen las dudas.Porque no todo está tan claro.

—¿A qué se refiere exactamente?—Para empezar a la reivindicación

del hecho. Este grupo terrorista publicita

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sus acciones casi antes de llevarlas acabo. Lo suyo es hacer ruido, provocaralarma social. Sin embargo, en este casono ha sido así. Es cierto que en unaocasión, lejana en el tiempo, tardaronhasta diecisiete días en declarar laautoría, pero en los últimos tiempos noha sido así.

—Lo han reivindicado por carta —le contradijo la vicepresidenta.

—Esa carta confirma que están enello, pero una reivindicación es otracosa: significa hacerlo público. Que lasociedad lo conozca, que aparezca enlos telediarios y llene portadas.Prácticamente, implica que llamen a su

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periódico o que metan en el ajo a susabogados. Si nadie se entera, ¿para quésirve un secuestro?

Los dedos de la vicepresidentatamborilearon en la tapa de la mesa.

—Le recuerdo, teniente coronel, queexigen dos millones de euros, y ofreceninstrucciones precisas para su entrega.

Villegas negó con la cabeza. Teníaya los brazos sobre la mesa.

—Lo sé, he leído esa carta.Perdóneme que se lo diga, pero nadacuadra. El mismo texto resulta motivo dedistonía. No suelen pedir el dinero deesa forma. Las cantidades se negociandespués, por otros cauces. No es propio

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de ellos. Sería la primera vez...—¿Está asegurando que no son

ellos?Villegas meditó despacio su

respuesta.—Es difícil contestar esa cuestión.

Si de nuevo me pide que especule, lediré que estoy bastante seguro de que elsecuestro procede de ese entorno.Digamos, entre un setenta y un ochentapor ciento. No sé si la han informado delos detalles, o si no necesita saberlos...

—¿Se refiere al emblema de laOrganización?

—A eso también, por supuesto, perosobre todo a las placas de matrícula que

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llevaba el coche que han encontradocalcinado a unos kilómetros de Lyon, elmismo Citroën de color verde del que lehablaba anteriormente.

—Algo me han contado, peroprefiero que me lo explique usted, porfavor.

Villegas suspiró. Aquella mujermostraba una curiosidad superior a lamedia.

—Verá, señora, la Organizaciónsuele enviar a algunos de sus corderos adistintas partes de Francia para tomarnota de números de matrícula y de lostipos de vehículos a los que pertenecen,con el fin de duplicar las placas. Hacen

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juegos de placas con esos números y vancambiando las placas del vehículo queconducen conforme cambian de zona;así, si la gendarmería les toma lamatrícula, todo parece en regla. LaOrganización guarda esa lista devehículos y matrículas como oro enpaño, pero hace un par de años noshicimos con una copia. El modo noviene al caso, pero sí el hecho de que lamatrícula que llevaba ese cochecalcinado se encuentra en un listadoincautado a la Organización. Que tieneque ver con ellos, por tanto, resultaindiscutible.

—¿Y todavía duda de que sean

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ellos?Asintió varias veces.—Nadie de dentro parece saber

nada. Ninguno de nuestros confidentesha oído nada. Tampoco los contactosfranceses. Eso implica que se hamantenido en secreto, es decir, que ladecisión se ha tomado fuera de lacúpula. Lejos de ella.

—¿Algún exaltado, un alma libre?—No, imposible. O, al menos,

improbable. Funcionan como unaorganización militar. Los de arriba danlas órdenes y los de abajo las ejecutan.Se trata, a mi entender, de una fraccióndisidente... Y supongo que ahora me

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preguntará cuán seguro estoy. Le ahorrola pregunta: verá, podrían haber quitadolas placas antes de quemar el coche,pero no lo han hecho. Quizá tenían prisa.O quizá querían que la Organización losupiera. Que conociera su existencia.

—¿Ésa es su hipótesis?—Es mi hipótesis de partida, sí. Por

eso, presenta similitudes y diferenciascon el modo habitual. Y por eso resultamucho más peligrosa. No sabemos cómoactuarán ni por qué están haciendo loque hacen.

—¿Y cuál es su propuesta?Villegas se encogió de hombros. Se

hallaba ya completamente relajado.

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—Sólo hay una vía, señora: hacer loque sabemos hacer. Lo que hemos hechosiempre. Lo que llevamos añoshaciendo: indagar, investigar, mirar,escuchar. Y sacar conclusiones.

—¿Cuánto tiempo necesita? Hoy esdía 5, y el plazo concluye el 10.

—Sin duda, no es suficiente. Nopodemos correr, no podemos acelerar,sólo trabajar duro. Pero...

Villegas se detuvo. Había estado apunto de dar un consejo no solicitado.Sabía que era una línea que no debíacruzar.

—Pero ¿qué, teniente coronel?—No tiene importancia, señora.

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—La tiene. Termine la frase, porfavor.

La terminó, pero no del modo en quehabía sopesado hacerlo. Lavicepresidenta inspiraba confianza,creaba un clima que hacía a la gentebajar la guardia. Pero seguía siendo unanimal político. No habría llegado hastadonde estaba cantando Kumbayá...

—Respecto a la frase que le exigenincluir en uno de sus discursos...

—¿Cree que debo hacerlo?Se esmeró en no responder de

inmediato, aunque tenía una respuesta.—No puedo juzgar el acierto

político de esa decisión, pero, desde mi

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lado del camino, la respuesta debe serafirmativa. Incluir esas palabras en sudiscurso nos dará un poco de margen. Y,sobre todo, hará que se relajen. La genterelajada comete más errores.

La vicepresidenta se puso de pie.Villegas la imitó.

—Gracias, teniente coronel. Suvisita ha sido de mucha utilidad. Noharía falta, porque estoy segura de quelo sabe, pero se lo diré de todos modos:siempre tendrá en mí a una aliada.Cuente conmigo para todo lo quenecesite. Cualquier cosa. Llámeme sialguien o algo dificulta su tarea o lepone trabas. —Se detuvo un instante.

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Volvió a clavar los ojos en Villegas,como había hecho al saludarle, y añadió—: Dejémoslo claro, teniente coronel:no pretendo inmiscuirme en sus planes,usted tiene la autoridad. Lleve el asuntocomo estime oportuno. Confío en usted.Me gustaría, eso sí, que me informarapersonalmente. En primer lugar. —Sedetuvo de nuevo. En la críptica alusión ala posibilidad de palos en las ruedas,Villegas creyó percibir un punto dedesconfianza hacia su superior, elgeneral Cordón. Bien estaba saberlo—.¿Qué necesita?

—La independencia que acaba defacilitarme, y que agradezco, poder

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contar con mi equipo, un poco de suertey que me autorice a trabajar con losfranceses.

—Concedido. Hablaré de inmediatocon mi homólogo galo. ¿La Interpol?

—Yo diría que no, señora. Seríaimposible mantener el hermetismo. Siestán ellos, mañana lo leeremos en lared.

—De acuerdo, adelante. Y no dejede llamarme ante cualquier novedad quele parezca importante.

Se habían despedido con un efusivoapretón de manos. Villegas estabaesperando que saliera para abandonar laestancia cuando la mujer se dio la

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vuelta:—De esos dieciséis secuestros,

Villegas, ¿cuántos se resolvieron bien?—Catorce, señora.Suspiró.—Catorce. Es una buena proporción,

pero, en este caso, necesitamos un éxito.Las consecuencias de un fracaso seríanterribles, no sólo para el inspector Iturri.

—Como le decía, contamos conpoco tiempo, y no tenemos claro elperfil. Si no han recibido instruccionesde la banda, será más complicado. Peroharemos todo lo que podamos.

—Gracias, teniente coronel. Leenviarán un mensaje con el número en el

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que puede localizarme. Día y noche.

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Aparcamiento público de la plaza delCarmen, Madrid. 5 de diciembre

James Moloney había aparcado su cocheen un garaje cercano al restaurante, en lamisma Gran Vía. Cuando abandonaronel local, esperó a que Lola detuviera untaxi para volver al tribunal y se dirigió arecoger su BMW. Sin embargo, noarrancó de inmediato. Muy al contrario,permaneció un largo rato sentado en elasiento de cuero negro, sin moverse,

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fumando cigarrillos y pensando.Naturalmente, su tique caducó y hubo deacercarse a buscar otro.

Lo primero que hizo, tras despedir aLola, fue llamar a Iturri. Como la juez lehabía avanzado, su teléfono estaba fuerade servicio. Probó con la segunda línea,una que ella desconocía: tampocoobtuvo resultado. Era extraño. Sinembargo, debido a la procedencia delaviso, sopesó el siguiente paso. Queríaestar seguro. Y tenía serios motivos paradudar.

En realidad, James Moloney, nacidoHarry Teague, no era un hombre denegocios, aunque en ese mundo,

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especialmente en el área financiera, sedesenvolvía como pez en el agua. Dehecho, había ganado una pequeña fortunainvirtiendo en bolsa desde quecomenzara la crisis de las hipotecassubprime, como en su momentoaprovechó la burbuja de las telecos.Pero su formación era otra muydiferente. Cuando terminó la escuelasecundaria y hubo de escoger, no tuvodudas al decantarse por la psicología ypedir un crédito bancario para poderpagar su entrada en Oxford. Loconsiguió sin que nadie lo avalara. Notenía quién. Sus padres habían muerto, yvivía con una tía abuela anciana y pobre

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en el área más oscura de West Croydon,de población mayoritariamente de color.

Desde que tenía memoria, le habíanfascinado el poder que encerraba lapersuasión y todos esos sutiles modosde manipular a la gente, tanto de formaindividual como en masa. Le llamabapoderosamente la atención esacapacidad que poseían algunas personaspara convencer a otras de que hicieran odijeran cosas que voluntariamente nuncahubieran hecho o dicho, yendo inclusoen contra de sus propios intereses. Lohabía observado en el patio del colegiocon niños pequeños y grandes, en lospúlpitos de las iglesias de su barrio, en

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la calle, entre sus amigos... Por eso,cuando pensó en una carrera, no viomejor opción, especialmente en Oxford,donde se hacía buena neurocienciaaplicada.

La carrera le fascinó y decidióreengancharse. Desarrollaba su tesissobre comportamientos compulsivos enel consumo cuando su tutor le presentó aun amigo de un amigo. Dos tés después,éste le había convencido de que susnaturales habilidades, bien dirigidas,podían ser de mucha más utilidad parasu país y para sí mismo. Desarrollarmodelos que permitieran predecir elpatrón de compra de las mujeres

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resultaba interesante, pero si lo que seanticipaba era un atentado terroristacontra el Reino Unido, el valor de sutalento subía muchos enteros. Moloneyno necesitó una segunda conversación.Cuando terminó de hablar con aquelcaballero, y dejó claro que habíaestudiado con un crédito que debía serdevuelto, trabajaba para el MI6. LaBritish Neuroscience Association,conocida por sus generosascontribuciones a los estudiantes,resolvió el primer escollo.

Hablaba cinco idiomas, perosiempre le había llamado la atención elapasionamiento del carácter español.

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Por eso, cuando le plantearon dosdestinos, no dudó en elegir Madrid.Desde allí, elaboraba informes sobreMéxico, Colombia, Perú y Chile. Perosobre todo desplegaba su actividad enEspaña.

Una de las funciones de JamesMoloney era dibujar y mantener activoslos perfiles psicológicos de personasclave de la política, la judicatura, laempresa o la ciencia del país. CuandoLola MacHor sorpresivamente fueelevada a la categoría de magistrada delTribunal Supremo, y después a lapresidencia de su sala penal, el MI6ordenó abrir un expediente. De darse

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una instrucción y enjuiciamiento contrapersonas que ostentaran cargosrelevantes en España (desde elpresidente del Gobierno hasta el fiscalgeneral del Estado, pasando porpresidentes de Congreso y Senado,diputados, senadores y un largoetcétera), éstos pasarían por su sala. Eralógico que se la marcara de cerca.

El expediente de la juez MacHorcontenía sus datos y andanzas másrelevantes. Nada anormal: procedencia,aficiones, tendencias políticas, carácter,manías, pecadillos, amistades... Buscabadatos sobre ella cuando averiguó queLola MacHor era amiga del peculiar

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inspector Juan Iturri, quien tambiéncontaba con un expediente vivo. Y nodudó en explorar esa conexión. E hizobien. Lo que halló le dejó perplejo.

«Anclaje emocional», ésa fue ladenominación que empleó para describirla relación MacHor-Iturri. Inicialmente,pensó en lo más lógico, la ley deOckham tiene su fundamento, pero pormás que indagó no logró constatar queentre ellos hubiera habido o existieranhistorias de amor o sexo. A Iturri se leconocía una buena colección derelaciones, todas de corta duración, porno decir esporádicas, y siempre con elmismo tipo de mujer: delgada, morena,

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alta y con ojos claros, lo opuesto a LolaMacHor, que era pelirroja, tenía curvasy los ojos marrones. La juez permanecíajunto a su marido, con el que llevabadecenios de relación, sin que seconociesen infidelidades por parte deninguno de ellos.

No hallar una causa clara para eseanclaje hizo del asunto un bocadotodavía más exquisito para Moloney,que decidió conocer personalmente a lajuez. Aquellos que ocupan cargos comoel suyo están obligados a acudir a mil yun actos. No tuvo demasiadasdificultades en ser invitado a uno deellos. Y, ya allí, en hacerse pasar por lo

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que era: un espía. Sabía por elexpediente que Lola MacHor sentíaespecial atracción por las puertascerradas, las historias ocultas y loslugares recónditos. Como era natural,cayó en su regazo como fruta madura.De hecho, resultó un poco más fácil delo previsto y, al mismo tiempo, un pocomás complejo. ¡Aquella mujer erasimultáneamente un libro abierto y unpozo inagotable!

Le hizo algunos favores, datossencillos que la juez, como siempre,magnificó, y que le permitieron disfrutarde un largo rato con ella a solas, con laadrenalina disparada. No hizo falta más

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que tirarle un poco de la lengua y ella lovomitó todo.

«Ha pasado mucho tiempo,Moloney, pero aún hoy, en plena noche,me despierto una y otra vez reviviendoel momento. ¿Te parece normal? Sinduda, aquél fue el verano de mi vida: meacusaron de un crimen y me dio uninfarto, todo en un solo acto. De aquellorecuerdo el tacto de las esposas demetal en mis muñecas y la luz fría de laUCI del hospital. Puedo evocar en lalejanía las miradas de desprecio de lagente y la inmensa soledad, pero lo queaparece en mis sueños recurrentementees la maldita bacinilla de acero

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inoxidable. Sé que no tiene mayorimportancia, que, dentro del contexto deuna acusación por asesinato, es como unpequeño grano de arena en una playainmensa, pero eso es lo que siento.Verás, tenía que hacer pis. Me habíandado algún diurético y mi vejiga estabaa punto de estallar, pero, como estabaesposada a la cama del hospital, loúnico que me ofrecían era aquel cuencocon forma alienígena. Si estás en unahabitación, aún es aceptable, pero launidad coronaria del hospital teníacolocadas las camas en forma circular,alrededor del control de enfermería.Todo el mundo podía escucharme,

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mirarme y hasta olerme. Era incapaz deusar aquella cosa. Entonces, llegó Iturricon esos ojos verdes, inquisidores,duros, empeñados en taladrarte el alma.Curiosamente, era el policía encargadodel caso, el que me había atrapado ycolocado en aquella posición tanincómoda; pero, cuando le expliqué loque ocurría, ordenó que me soltaran yque me permitieran ir a un baño deverdad, ya sabes: puerta con candado,inodoro, intimidad, y agua para lavarselas manos. ¡Una maravilla! Nunca dejaréde estarle agradecida. Cuando regreséesperaba encontrarme a un hombreconciliador, dispuesto a escuchar mis

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alegatos. Pero me topé con un tipo quebordeaba la mala educación y cuyaspalabras cortaban. Eso me puso muynerviosa. Cuanto más proclamaba miinocencia, más culpable parecía. Fue unverdadero suplicio. Dos días después,Iturri había encontrado al verdaderoculpable. Ése es Iturri. Hay días en losque me gustaría matarle. Y otros en losque... Otros no... ¿Cómo es posibleapreciar a alguien tanto como yo aprecioal inspector Iturri y, al mismo tiempo,desear que desaparezca para siempre demi vida, o mejor, del mapa? Es comouna extraña nostalgia dolorosa, ¿sabes aqué me refiero?»

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Tras aquella larga conversación,Moloney incluyó en su informe lahipótesis de que la juez MacHor sufríaun peculiar síndrome de Estocolmo conquien por primera y única vez la habíametido entre rejas. Juan Iturri había sidoel causante de su detención, perotambién el de su liberación. Suargumento explicaba que ese sentimientode gratitud le hiciera justificarmoralmente las actuaciones delinspector, aunque éstas fueran del todoinconvenientes.

Lo que también revelaba, aunque nopodía justificarlo, era que, por algúnextraño fenómeno, la dependencia se

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desarrollaba en ambos sentidos. Iturriestaba tan unido a Lola como Lola aIturri.

Eso podía explicar por qué le habíaescrito ese mensaje sobre Salamandra,fuera quien fuese, a ella y sólo a ella.Pero no aclaraba si era un mensaje desocorro o de cualquier otra cosa. Debíadecidir si la alarma por la desapariciónde Iturri procedía de ese síndrome y, portanto, de la mente de Lola, o de unacausa justificada, ya que, por otro lado,la intuición de la juez resultaba notoria.

—Suena tan raro, tan Lola, que creoque voy a darle la razón —se dijo a símismo antes de salir del coche e ir a

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contarle su vida al aburrido empleadodel aparcamiento: su tique habíacaducado media hora antes.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. Noche del 5de diciembre

Lola MacHor regresó pronto a casa,estaba exhausta. Una dosis demasiadoextrema de realidad. Humo, gritos, doscalles cortadas, basura, expedientesinterminables, rusos de cara colorada,aforados, asesinos recalcitrantes,conductor nuevo, Sonsata en eltanatorio, y mucha gente corriente que no

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pone cuernos a su mujer casi más porpereza que por amor. Sí, venía pensandoen ello. Había recibido un nuevo avisode E-park que indicaba que el coche desu marido no estaba precisamente enBarcelona.

Se esforzaba por ser práctica ypensar con la cabeza y no con elcorazón. Porque una aventura es muchascosas pero, sobre todo, un lío. Paraempezar, se necesita tiempo. No tantocomo para jugar al golf, pero sícreciente. Y tienes que poner otramuesca en tu agenda, ya repleta, paraencubrir la pista. Es como blanqueardinero y pensar que nadie va a

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enterarse: hay muy pocos que loconsiguen; en el largo plazo, nadie.«Jaime tiene demasiado trabajo parameterse en un lío de faldas», se dijo. Yenseguida se recordó que era tonta.Porque cuando alguien siente algunapasión saca tiempo de debajo de laspiedras. Que se lo digan a los golfistas.Y a los golfos... «No, no y no, no mecuadra», insistió. Pero la duda le roía detal modo que tuvo que buscar una salida.

—¡Es una estupidez, una estupidezsupina! —dijo en voz alta, al llegar acasa, vacía a aquellas horas.

Pero estupidez o no, el frigorífico nofue lo primero que visitó. Se dirigió al

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armario de Jaime.Como muchas mujeres, y también

algunos hombres, Lola había fantaseadocon esa pesadilla decenas de veces. Unmensaje olvidado en la americana, queaparece al vaciar los bolsillos; unallamada a deshora; el olor a perfume enla ropa; la nota de un restaurante ignoto,convenientemente guardada por laamable señorita de la tintorería; uncargo extraño en la tarjeta de crédito...,detalles, algunos, que no se pueden dejarpasar; pistas que parecen manchas desangre en el escenario de un crimen;gritos imposibles de ahogar. Pero, aunsoñado de forma reiterada, nunca creyó

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del todo ese sueño. No era más que unade esas pesadillas, una vaina que serepite de tiempo en tiempo y con las quelos psiquiatras tanto disfrutan.

Pero Jaime no. Aquélla era unapesadilla que nunca llegaría aproducirse, y no porque fueraimprobable, inaudita, absurda,inconcebible o intolerable, sino porqueera, simplemente, imposible. Jaime no.

Se acercó con sigilo, como si fuerauna ladrona. Movió las puertascorrederas hacia los lados y comprobóuna a una las prendas que pendían de lasperchas. Todo estaba impoluto: Jaimeera muy ordenado. Se llevó camisas y

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americanas a la nariz y revisó uno poruno los bolsillos de pantalones ychaquetas y camisas. Por descontado, noolvidó el cajón de la ropa interior.Cuando se inicia un lío, es lo primeroque se cambia. Se busca algo más sexi,más provocador. Pero tampoco allíencontró nada evidente. Si había unarival, estaba muy bien escondida. En loreferente al olor, las dudas le jugaronuna mala pasada y sintió un vacío en elestómago, una extraña frustración.Entonces, se dio cuenta de que se estabacomportando como una mujer celosa ytonta, como una vieja pesada a quienmerece la pena abandonar.

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—¡Que no, Lola, que no cuadra! —tartajeó. Y, esta vez sí, bajó alfrigorífico.

La casa estaba tan silenciosa que ladensidad del aire se le hizoinsoportable. Conectó la radio de lacocina. Las tertulias le resultabanentretenidas, pero no por las doctasconversaciones cuanto por el ruido defondo. Para Lola, hacían la función de lamúsica, y le permitían desconectar.

En su pesadilla repetida, Lolafinalmente hallaba la prueba definitiva.Respondía primero con aspavientos ylloros, y luego pasaba a la acción.Siempre le había parecido un poco

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brusco para una mujer, que además erajuez. Pero ¿quién controla los sueños?En el suyo, Lola mataba a su maridoinfiel. Una muerte profesional, digna deuna juez de instrucción experimentada,amiga de forenses y policías judiciales.Un crimen pasional sigiloso porcompleto, tranquilo. Veneno. Una cenamultitudinaria y dos muertos. Jaime yuna joven que se encuentra sentada alotro lado del comedor. Delgada,morena, de piel muy blanca y cuello decisne. Como las mujeres que le gustan aIturri.

Cuando la gente empieza a hacersecargo de las muertes, ella se levanta y se

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entrega teatralmente, a lo bilbaíno:bebiendo un trago del tercer vaso devino envenenado.

Le pareció oír unos pasos en laentrada. Era Jaime. Respiró hondo. «Soycapaz de mantener con él unaconversación civilizada, moderna», sedijo, aunque era una falacia.Conociéndose, sabía que se lanzaría enplancha. Le preguntaría directamente,sin tacto alguno, y de inmediato clavaríalos ojos en él para ver su reacción.

—Lolilla, ¿estás en casa?—En la cocina.—¿Y ese ruido?—La radio. Había demasiado

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silencio.—¡Adoro el silencio!—De acuerdo, la apago.—¿Ha aparecido tu amigo Iturri?Lola endureció el tono.—Te expliqué ayer lo que pasaba.

Nadie conoce su paradero. Todosestamos muy preocupados.

Cuando entró en la cocina, se habíaquitado la corbata pero no la americana.Lola le tendió una cerveza recién sacadadel frigorífico. Él cogió una jarra decristal del armario.

—¿Todos? Querrás decir tú.—¿Y a qué viene esa estupidez?—La gente usa la cabeza. Creo que a

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ti te hacen fantasear los parches...La puerta de la cocina estuvo a punto

de salirse de su quicio, de la fuerza conque la cerró.

—¡Lolilla, no te enfades! Es purafisiología. Se llama menopausia. ¿Quémosca te ha picado hoy?

—¿Mosca? ¡Mira, vete adiseccionar algún bicho de los tuyos!

—Yo ya no disecciono...—Puede que sea un buen momento

para hacerlo. Y también para decir laverdad. Por ejemplo, no decir que viajasa Barcelona cuando estás en Madrid.

—Pero ¿de qué hablas, quéinsinúas?

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—No insinúo nada. Se trata dehechos. De pruebas...

Jaime se dio la vuelta.—Estoy agotado, no tengo ganas de

discutir. Me voy a la cama. Háztelomirar, Lola. Estás inaguantable.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 5 dediciembre

—Hay una razón para todo esto, sinduda, la hay —masculló.

Se hallaba tendido en el suelo,colocado de cualquier manera, como unsaldo de última rebaja. Estaba muerto defrío y de sueño; había sido golpeado,insultado, privado de agua y dealimentos, como un homeless contagiado

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de sida. Se hallaba rebozado en suspropios excrementos, arrojado inclusofuera de la papelera, como una piel deplátano putrefacta. Y, no obstante, lospensamientos de Juan Iturri no sedirigían a su dignidad menguada y acómo aquel cabrón trataba dearrebatársela definitivamente. La mentedel inspector estaba centrada en losdislocados perfiles de aquella situación.Había una razón para su secuestro. Sinduda, la había, pero él la desconocía. Y,sin esa pieza, le resultaba difícilcompletar el puzle. Y pensar en unaestrategia de fuga.

Lo sospechó con la primera paliza,

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pero fue el amago de ajusticiamiento loque confirmó sus sospechas. JosebaGortari pretendía mostrar una cóleraasesina, que a duras penas contenía. Unaenorme sed de venganza. Una represaliavisceral a la par que personal. Y noobstante, reviviendo sus gestos, sucomportamiento o el modo en que sualtanera expresión se desinflaba enciertos momentos, había llegado a laconclusión de que fingía, de queinterpretaba un papel. O de que, almenos, había algo más. Entre losmiembros de la Organización, nuncahabía conocido a un buen actor. Y aquéllo era.

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Todas las preguntas que se habíaformulado habían obtenido la mismarespuesta: negativo.

«¿Será el retorno de la banda?Negativo. De ser así, me hubieranpegado un tiro y colgado una instantáneade mi cadáver en la red. ¿Buscan fondospara llenar sus maltrechas arcas?Negativo. En ese caso, hubieran tomadoa un empresario vasco; la lista es larga,tienen dónde escoger. ¿Quieren forzar lanegociación y me utilizan como medidade presión? Como hipótesis es factible.Pero si ése fuera el caso, ni meinterrogarían ni me golpearían. Yhubieran escogido a un miembro de un

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cuerpo de seguridad español, no a unoque trabaja para un organismoextranjero. ¡Dios, no entiendo nada!¿Por qué, entre los miles de policías,guardias civiles, políticos y militares,Joseba Gortari ha ido a por mí? ¡Resultatan extraño que lo haga de esta manera,tan forzado, con tantos recovecos!»Cada segundo que transcurría estabamás convencido de que pasaba algo, deque había sido elegido adrede, habíasido seleccionado. Y eso le aterrorizabacasi tanto como ser consciente del olorque su cuerpo desprendía. Olía ainfierno.

Un infierno desconocido.

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La mente de Iturri refrescómentalmente las notas básicas querecogía su manual. Porque todosecuestro comienza con la selección deun objetivo. Sí, seleccionar el objetivoes esencial. A veces, se trata de unapersona concreta, con nombre yapellidos, que ocupa un cargo en lapolítica o la cultura o la judicatura, cuyapersonalidad va a producir undeterminado impacto; o un montanteeconómico, si se secuestra a unempresario miembro de una compañíamercantil. En ambos casos, se requierenseguimientos exhaustivos y, si elsecuestrado dispone de servicios de

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protección, oportunidades para lograrzafarse de ellos sin ser apresados. Enotras ocasiones, se trata de escoger a unmiembro cualquiera que pertenezca aalguno de los cuerpos de seguridad delEstado. En tal caso, se valora laoportunidad y la facilidad. Sirvecualquiera, con tal de que estélevemente relacionado con quienes seconsideran los enemigos.

Él no era un cualquiera: había sidoseleccionado con nombre y apellido.Pero su elección carecía de sentido.¿Qué habían visto en él?

En el caso de la delincuencia común,el método tiene como base el sigilo y la

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distracción. Hay que perpetrarlo rápido,sin dejar huella, y si es posible conpistas que desvinculen al grupo de laautoría de los hechos. Los malhechoressuelen recabar la información justa y nopiensan en todos los imprevistos quepueden surgir y de hecho surgen.Disponen de los materiales justos,normalmente cortos. Y si sorprenden asus víctimas es porque ellos estándespistados.

En el caso del terrorismo, losmiembros están entrenados (el grado deentrenamiento depende de la fortaleza dela organización), disponen de métodosprobados, planificación exhaustiva,

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medios suficientes y el deseo de seridentificados. Salir en las noticias yapropiarse del horror producido es parteesencial de la operación. La informaciónrecolectada es amplia, y está basada enel conocimiento de los riesgosacumulados por la propia organización.

Un miembro entrenado sabe usar unarma, preparar o emplear explosivos,evitar seguimientos, o camuflar suspistas. Un miembro entrenado sabe tenerpaciencia, seguir a su objetivo el tiempoque sea necesario, hasta llevar unlistado pormenorizado de sus idas yvenidas, y encontrar el momento y ellugar idóneos para su aprehensión. Un

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miembro entrenado logra ocultarse detal modo que ejecuta sus accionessorprendiendo a su víctima. Pero unmiembro entrenado es mucho más queeso. Es, ante todo, una personapsicológicamente preparada paraejecutar de forma satisfactoria laoperación pase lo que pase y seancuales sean las decisiones que debantomarse, incluso si hay que llegar a lasangre. Y es una persona dispuesta aseguir las reglas.

Joseba era capaz, pero no estabasiguiendo las reglas. Ni lo estabacontando. En ese caso, hubierannecesitado una prueba de vida.

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Pensando en ello se quedó dormido.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. Mañana del 6de diciembre

—¡Lola, estás arrebatadora! —se dijo.Se hallaba ante el espejo de cuerpoentero que colgaba de la pared de suhabitación, el mismo que cubría con unenorme fular cuando engordaba, elmismo que llevaba un mes tapado—. Nopuedes respirar, y cuando vayas adesprenderte de ella, necesitarás una

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máquina-herramienta, pero te hace tipode modelo. Bueno de modelo no, perocasi...

Jaime apareció a su espalda, yavestido. Estaba invitado al mismo acto.Si recordaba el episodio del díaanterior, no lo evidenció.

—¡Estoy de acuerdo, Lola! ¿Hasadelgazado?

—Algo así...Se acercó al espejo y se arregló el

nudo de la corbata. En lo referente acorbatas, era extremadamente clásico.En aquella ocasión, había escogido unaLoewe de color azulón, con una pequeñaflor blanca como motivo.

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—Nunca había oído esa expresión.La gente adelgaza, engorda o se quedacomo está, pero «algo así»... ¿Quésignifica?

Lola se cruzó de brazos.—¡Vale, lo confieso, me he

comprado una faja! Si sigo así, seráportada de El País.

—¿Una faja? ¿Una faja, faja, comolas de mi abuela?

—Dejemos a las abuelas en paz,please. Además, yo confíoprofundamente en la sabiduría denuestros mayores.

—O sea, que te has comprado uncorsé como el de mi abuela. ¡Estás loca!

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¿De dónde has sacado esa idea tanperegrina?

—Las venden en El Corte inglés, noson tan raras... Y no, no estoy loca, estoyarrebatadora.

—En eso tienes razón. Creo que hoycausaremos sensación entre tanta genteimportante... Oye, Lola, con lo poco quete gustan a ti este tipo de cosas, ¿por quéte estás tomando tanto interés?

Lola no respondió. Se dio la vuelta,hizo como si buscara algo en su bolso, yse dirigió al cuarto de baño. Su maridola siguió. Conocía demasiado bien a sumujer.

—¡Ah, Lolilla, qué miedo me das!

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Dime qué ocurre...Olvidó el paseo y se dio la vuelta.—Vale, parece que en esta casa no

se pueden tener secretos. Es por Iturri...Jaime asintió muy despacio.—Iturri, ya... Supongo que hará una

de sus entradas estelares y tambiénacudirá a la recepción.

Lola se cruzó de brazos enfadada.—Pero ¿es que nunca me escuchas?

¡No sé el número de veces que te lo herepetido: ha desaparecido!

—Supongo que querrás decir queaún no ha aparecido. De acuerdo, eso loentiendo. Lo que no entiendo es quétiene que ver su desaparición con que tú

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imites a mi abuela y te pongas una faja...Lola entró en el baño. No quería dar

más explicaciones.—Cosas mías, Jaime.—No, cariño, ¡cosas nuestras! ¿Qué

pretendes hacer en esa recepción, aquién quieres impresionar? Te recuerdoque tienes un nombre y un cargo. Y, depaso, que yo también tengo unareputación que cuidar.

Lola empezó a enfadarse.—Sé que la reputación es

importante, Jaime. Me cuido bien de lamía y tú haces muy bien en preocupartede la tuya. Pero cuando hay una causa defuerza mayor, la fama, la reputación, el

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honor y todas esas cosas pasan a unsegundo plano.

—E Iturri es un motivo de fuerzamayor...

—No, Jaime. Iturri, no, sudesaparición.

Se dio por vencido.—De acuerdo, Lola, ¿a quién

pretendes asaltar cuando lleguemos?—A un general...Jaime levantó los brazos.—Muy bien, allá tú. Yo no quiero

saber más.—¡No te pongas así, tengo que hacer

algo!—¡Pues esta vez no cuentes

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conmigo!

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia.Mañana del 6 de diciembre

Aquella mañana, Joseba hizo honor a sucondición de Gortari y se dispuso adesplegar la última parte de suvenganza. Se había levantado muytemprano, cuando aún no habíaamanecido. Las tinieblas y el vientocompetían por tomar las calles. Seabrigó. Se caló el gorro de lana y los

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guantes y salió a pasear. El invierno eraduro por aquellas tierras, pero no másque en Belfast. Estaba acostumbrado alfrío cuchillero y a la maldita humedad.El paseo le sirvió para despejarse. Ypara pensar. El plan parecía funcionarsegún lo previsto, pero no estabatranquilo. A simple vista, Iñaki habíaentrado en razón. No era un Gortari ni losería nunca, pero para sus fines, nonecesitaba un patriota, sino mano deobra obediente. Eso creía haberloconseguido. Aunque el modo de hacerlole obligara a tentarse la ropa a menudo.

Anne siempre había hablado poco,pero no dudaba de ella. Incluso le había

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sorprendido. En ningún momento sehabía comportado como la mujer queera. La noche anterior, había dispuestocuatro platos de arroz, tres para ellos yuno para la buhardilla. Cuando Josebacolocó tres sobre la mesa, junto a loscubiertos, y vació el cuarto en lacazuela, con el único comentario de«Éste no va a ser necesario», Anne nisiquiera protestó. Se limitó a colocar laloza en el fregadero y a añadir agua a lapila.

Ése era un síntoma de su ánimo, perolo que llegaría después sería un salto decalidad. ¿Cómo reaccionaría cuandopegara un tiro al inspector?, ¿seguiría

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sus pasos cuando se hubiera convertidoen un asesino? Porque resultaba obvioque si querían salir indemnes de aquélla,no debían dejar testigos. E Iñaki, ¿serebelaría? Estaba seguro de que no. Elgordo de su cuñado amaba demasiado suvida para protestar, pero quizá tuvieraque tomar medidas más drásticas.Esperaba que no fuera necesariomostrarse demasiado radical. Los tipostorpes y duros como Iñaki respondenbien a las amenazas, pero si tensas lacuerda más de la cuenta, puedencomportarse irracionalmente yamargarte la vida.

Al regresar del paseo, con el ánimo

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renovado, encontró la casa en marcha.Olía a tostadas y a beicon frito. Iñakiacercaba la cafetera al fuego; Anneamamantaba al crío sentada en una delas sillas de la cocina. Se sirvió una tazade café y la sujetó con ambas manos. Elcalor que desprendía le supo a gloria.

Iñaki tomó asiento y él le imitó. Yatodos reunidos, les hizo partícipe de losplanes.

—Todo va sobre ruedas, hermanos.Os lo había advertido...

Anne le detuvo y corrigió:—Iñaki no es nuestro hermano; sólo

mi marido.Éste no supo interpretar su tono, que

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no parecía favorecerle. El uso deladverbio resultaba del todo ilustrativo.Era cierto, no era más que su marido.Ser un Gortari era mucho másimportante que un compromiso ante uncura. Lo cierto era que, desde queaquella locura comenzara, no hablabanmucho. De hecho, procuraba no estar asolas con su mujer si podía evitarlo. Sialguna vez existió algún tipo de afecto,había desaparecido por completo. Losorprendente era que su animadversiónse había extendido a su hijo. Intentabatratarle con cariño, mostrarle afecto,pero no lo lograba naturalmente, teníaque esforzarse por fingir en cada

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momento.Joseba negó con la cabeza.—Cierto, no es nuestro hermano,

pero es tu marido, eso significa queforma parte de la familia. Con eso basta.La familia es lo más importante; loúnico importante, ¿verdad, Iñaki?

El hombre asintió. Iñaki eraobservador y había advertido el cambioen el comportamiento de su cuñado. Lassemanas anteriores, se llevaba a suhermana aparte y hablaban a solas. Aveces, una simple frase. En otrasocasiones, largas parrafadas. Siempresusurrando, cuchicheando. Pero desdeque se habían instalado en Lyon, había

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dejado de hacerlo. Era extraño, tantoque Iñaki empezó a especular con laposibilidad de que hubiera algo ocultotras del escenario, un plan furtivo que élno alcanzaba a comprender. Yprobablemente, su esposa tampoco.

—Como os decía, todo está saliendoa pedir de boca. Pero hay que seguiravanzando...

Por un instante, Anne dejó de miraral niño, como siempre en su regazo, ypreguntó con voz dolida:

—¿Y qué vamos a hacer ahora?Porque ese pobre hombre encerradoarriba no va a aguantar mucho tiempo enesas condiciones. Estamos bajo cero y

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no le has proporcionado ni una míseramanta.

—Créeme, sé lo que hago, Anne.Deja que continúe con mi plan.

La mujer se puso en pie. Alzó alniño, se lo apoyó en el hombro ycomenzó a golpear suavemente suespalda.

—«Mi plan.» Sí, eso es lo queparece, que sea tu plan. Pero te recuerdoque mi hijo, mi marido y yo tambiénformamos parte de él. Me aseguraste queno correríamos ningún riesgo, pero meengañaste: estamos metidos hasta lascejas. Y ni siquiera nos has pedido laopinión.

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—¿Opinión? ¡Estamos siguiendo elplan que habíamos acordado!

Anne movió la cabeza a amboslados.

—El tío de ahí arriba, el inspector,no ha matado a nuestro hermano, pero túlo tratas como si fuera un perrocallejero: lo tienes muerto de frío y demiedo, no lo alimentas... ¿Por qué no lehas subido agua o ropa para que secambie? No habíamos acordado darleese trato. Si Xabier estuviera aquí,estaría de acuerdo conmigo. Un Gortarino actúa de esta manera...

Joseba levantó el brazo e hizoademán de abofetear a su hermana, pero

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no llegó a tocarla. A medio camino,Iñaki le sujetó el brazo. Apretó con tantafuerza que, por un momento, Josebaperdió el color. Iñaki y su esposacruzaron una mirada en silencio; ella lededicó una sonrisa agradecida queanimó a su marido. Si pudieran estar deacuerdo, sería más fácil.

Al guipuzcoano, la sorpresa le dejópetrificado sólo un par de segundos. Selevantó y se sirvió más café. Al regresarcon la taza en la mano, había cambiadode actitud. Sonrió y recondujo laconversación.

—No nos pongamos nerviosos.Tienes razón, Anne, tendríamos que

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haberlo discutido más. Y claro quevamos a dar de beber al inspector. Ytambién comerá. Y lo sacaremos de ahí.Pero si no somos capaces de asustarle,no hablará. Es un maderoexperimentado. Y sin esa información,nuestra operación se irá al garete ytodos nuestros esfuerzos y los riesgosasumidos habrán sido en vano. El relojavanza deprisa. De momento, tenemos laventaja de la sorpresa. Él todavía nosabe qué hace aquí; no ha descubierto larazón de nuestras acciones. Eso le estarámatando, mucho más que la sed. Sumiedo nos beneficia. Pensar quepertenecemos a la Organización le ha

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hecho cagarse de miedo. Tú misma lohas visto y lo has oído. Loaprovecharemos.

—Si alguien me agarra en medio dela calle, me mete en el maletero de uncoche, me saca a golpes, finge miejecución y luego me encierra en unarmario, sin darme de comer ni debeber, no me importaría lo más mínimoque fuera la Organización o cualquierotro quien me hubiera apresado. Mehabría cagado igualmente —intervinoIñaki.

—Sea como sea, eso ya no tieneimportancia. Hemos hecho un buentrabajo hasta ahora y vamos a terminarlo

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bien.Iñaki miró de reojo a su mujer y

percibió que volvía a hacer carantoñasal niño, que ya había eructado y reía susgracias. Su proceder era señalinequívoca de que no iba a protestarmás. Regresaba a su caparazón. Volvía aser una Gortari. Y él alguienprescindible.

—¿De acuerdo, entonces? Bien.Haremos lo siguiente. Nosotrossubiremos ahora a interrogarle. Y tú tequedas aquí con el bebé. Iñaki, coge unade esas sillas con brazos que hay en elcomedor y súbela hasta el descansillo.Coge también cintas. Lo ataremos. Lleva

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una botella de agua, pero no le des debeber. Sólo se la enseñaremos.Jugaremos a poli bueno y poli malo.Obviamente, tú serás el bueno...

—¿Y si no quiere hablar? —inquirióIñaki.

—Si no nos proporciona lainformación que necesitamos, seguirápasando sed, hambre y frío. Yvolveremos a meterle en el armario conun poco más de miedo que antes.

Anne irguió la cabeza. Esta vez susojos mostraban conformidad.

—Ten cuidado, Joseba. No te pases:sabes que esas armas las carga eldiablo. Si muere, no tendremos nada.

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Iñaki se quedó petrificado. Su mujerparecía una mosquita muerta, pero eratan salvaje como su hermano.

—¿Por qué no le damos un poco deagua? No mucha, la suficiente paramantenerlo hidratado, pero conservandola sed. Y le damos ropa para que secambie. Con este frío, se va a ponerenfermo. Y como enferme la habremoscagado.

—Lo del poli bueno era paradespués —puntualizó Joseba.

—Pues yo creo que Iñaki tienerazón. Creo que es una buena idea —terció la mujer.

El guipuzcoano lo pensó unos

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segundos. Finalmente aceptó.—Como quieras. Pero no toques mi

ropa, coge de la tuya. Y no ospreocupéis. Seguirá con vida, hasta quesea necesario.

—¿Qué quieres decir? —indagóIñaki, que cada vez se hallaba másespantado.

—Haz lo que te han dicho y sube lasilla —le ordenó Anne.

Acto seguido, cambió de idioma.Iñaki no hablaba euskera. Apenas unaspalabras. Las hermanos Gortari loempleaban cuando querían comunicarsesin que él les entendiese. Estaba segurode que hablaban de él. Y de Iturri.

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Empezaron a temblarle las manos,pero tuvo la sangre fría de coger unatostada, doblarla por la mitad y atraparen su interior un par de lonchas debeicon. Luego, sujetó una de las sillascon la mano derecha, se colocó unabotella de agua bajo el brazo y subiómientras hacía ver que se zampaba elbocadillo.

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Carretera de circunvalación M30,Madrid. Mañana del 6 de diciembre

Los Garache-MacHor hicieron laprimera parte del trayecto callados, conla radio del coche encendida. Jaime, quehabía sintonizado Radio Nacional paraseguir las novedades de los dos nuevoscasos de ébola, tratados con un fármacoexperimental, iba concentrado en la vozdel periodista y, de cuando en cuando,comentaba alguna de sus afirmaciones,

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más para sí mismo que con el ánimo derecibir respuesta. Lola se sentaba muyrecta para evitar que la faja se leclavara en la cintura, aunque hubierapreferido levantar las piernas ycolocarse hecha un ovillo. Ella noescuchaba la radio, miraba por laventana. Las calles parecían tanmarchitas como su ánimo. El viento, fríoy rabioso, armaba hordas de hojasamarillentas y papeles olvidados y loslanzaba contra las aceras vacías. Lagente se había quedado en casa,disfrutando del día festivo, protegida deaquella furia. No llovía, pero las nubesque cruzaban sin cesar el cielo

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asemejaban un rebaño de negrospensamientos. Las desnudas ramas delos árboles podados parecían tiritar.

—¿Te has dado cuenta? No hay unasola paloma revoloteando por las plazaso posadas sobre el alféizar de algunaventana. Me pregunto dónde se meteráncuando hay huracanes como éste.

—La naturaleza es muy sabia.Supongo que lo tendrán todo estudiado.No se ven muchos cadáveres de palomaspor la calle tras las tormentas.

La mención a los cadáveres provocóen Lola un escalofrío.

—¿Tienes frío?La juez cruzó los brazos y susurró:

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—No. Lo que tengo es miedo, Jaime.Su marido bajó el volumen de la

radio.—Disculpa, no te he oído.—Digo que tengo miedo.—¿Miedo, de qué?Lola meditó un instante.—No sé. Miedo. A vivir, a morir, a

que les ocurra algo a los chicos o a ti, ano volver a ver a Iturri, a implosionardentro de la faja... No sé, miedo. —Iba amencionar el abandono, pero se contuvo.

Jaime soltó la mano derecha delvolante y buscó la de su mujer.

—Tienes que ir a la peluquería yteñirte las canas. Se te está yendo el

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color.—Acabo de ir, ¿no te has fijado?En realidad, no lo había hecho, pero

no estaba dispuesto a admitirlo. CuandoLola se ponía melancólica era mejor nodar pie a una discusión sobre lo que elcariño era o no capaz de detectar,versión femenina.

—No lo digo por eso, sino porquelas pelirrojas como tú nunca tienenmiedo a nada ni a nadie. ¿Miedo? ¡PorDios, eres bilbaína! Eres, no sé..., eresmi Lola, mi Lolilla, la mujer másvaliente y echada pa’lante que conozco.Quien debería tener miedo es esegeneral lleno de medallas al que vas a

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atracar...Lola volvió a pensar en que, si tenía

una aventura, disimulaba como un artistaconsagrado.

—No creas. Lo del uniformeimpone, produce cierto respeto,distancia. ¿Sabes que lleva tirantes?Como los de la City pero sin saber definanzas. Y, para más señas, tambiénlleva pulseras...

—¿Que lleva qué?—Pulseras. De esas gordas, de

eslabones de plata, que cuelgan de lamuñeca, junto al reloj. Y para másfastidio, lleva el reloj en la manoderecha...

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—Yo también lo llevo en la manoderecha.

—Lo sé, eres un pijo. Un pijofamoso, o un famoso pijo, comoprefieras. Pero no eres militar. Y él noparece pijo. Vamos, que los pijos nollevan pulseras de plata, salvo las que teprotegen de no sé qué artritis. Como lade Aznar. Que, por cierto, tambiénllevaba el reloj en la mano derecha...

—Y pulseras...—No, él no. También era pijo, pero

de Ávila.Jaime soltó una carcajada. No

lograba seguir los razonamientos de sumujer. Cuando argumentaba, pasaba con

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tanta rapidez de un asunto a otro, sin queentre ellos hubiera conexión aparente,que resultaba imposible llevarle lacontraria. Lo curioso era que, en últimainstancia, no dejaba de tener razón.

—¿Y cómo sabes que lleva el relojen la mano derecha? No le habrásespiado, ¿verdad? ¡Eres capaz!

—Le he espiado, lo admito, perolegalmente. Por internet, vamos. Googleimágenes, que da mucho de sí. Uno debeconocer al enemigo...

—No son más que imágenes. Y él noes tu enemigo. A lo mejor el tipo eszurdo y ése es el motivo por el que llevael reloj en la muñeca derecha. Y las

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pulseras pueden ser herencia de sudifunta madre, o un regalo de su esposa,diseñadora de joyas de plata... En fin,hay mil y un motivos.

Lola se volvió hacia su marido.—Mira, cuando alguna mujer de la

recepción se fije en mi bolso, podrápensar dos cosas bien distintas. Si essuperficial, supondrá que desconozcoque a una recepción como la que vamosdeben llevarse bolsos de cóctel, depequeño tamaño. Si es un poco máslista, pensará que conozco el tamañocorrecto, y que llevo éste por algunarazón...

Jaime se había vuelto a perder.

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—¿Y por qué llevas ese bolso si, alparecer, no es el correcto?

Lola levantó los brazos.—¡Por Dios, Jaime, no te enteras de

nada! Si no supiera que eres un hombreinteligentísimo, pensaría que erestonto...

—Vale, supongamos (una suposicióncompletamente fallida) que soy un pocotonto. ¿Por qué llevas ese bolso, notenías otro?

—¡Por la faja, hombre, por la faja!—Por la faja —repitió. Estaba

perdido.—A ver, ya te he dicho que casi no

puedo respirar. En cuanto hable con el

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general, me la quito. ¿Y qué voy a hacercon ella? No puedo llevarla como si talcosa. «Disculpa que no te dé la mano,ministro, te presento a mi faja, la de ElCorte Inglés.» Pues la meto en el bolso,y santas pascuas. Pero en un bolsopequeñito, tipo cóctel, no cabe. Ésa esla cuestión... Y como el general estácasado en terceras nupcias...

—Sabe lo de los bolsos...—¡Pero qué espeso estás hoy! Si se

ha casado tres veces, es que se fija enlas mujeres, por eso me hace falta lafaja...

—¡Ahora sí, todo claro! Salvo quéinformación esperas obtener de él.

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Lola suspiró.—¡Ésa sí que es una pregunta propia

de alguien que luce el reloj en la manoderecha! Lo cierto es que no lo sé. Perosi a mi amigo Padilla, que es quien haindagado en este asunto, le han dichoque se quite del medio, es porque locoge alguien de arriba. Él está arriba...

—Él y otros tantos generales...—Ya, pero quien mejor se lleva con

el poder es él. Si hubiera un problema,si Iturri hubiera desaparecido, yo lellamaría, pese a sus pulseras, sustirantes, sus tres matrimonios y su relojinvertido... Bueno, ya me entiendes.

—Te entiendo. Ahora déjame

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escuchar las noticias, ¿vale, pelirrojacon faja?

Sin embargo, Jaime no fue capaz deprestar atención. En realidad, él estabamucho más preocupado por su mujer quepor el pesado de Iturri, que ibaconvirtiéndose en una pesada losacolocada sobre los hombros de sufamilia. Pero era complicado deshacersede él. Lola nunca lo permitiría.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 6 dediciembre

La madera de la escalera crujió bajo supeso atribulado, pese a que encaró lasubida intentando por todos los mediosque su actitud pareciera normal. Andabadespacio, sin salirse del caminomarcado por la moqueta azul, paraevitar que se le cayese alguna de lascosas que llevaba. La lana era gruesa

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pero resultaba difícil evadirse de uncuerpo tan orondo como el suyo, y lamúsica continuó. Resoplaba cuandollegó arriba. Miró hacia atrás paracomprobar que no le habían seguido y seacuclilló delante de la puerta. Desde elinterior, Iturri alcanzó a percibir su olor:restos de tabaco y grasa de beicon ojamón. El tabaco era uno de los gocesque más echaba de menos. Acercar elmechero curvo a la cazoleta, aspirar elhumo que ascendía por la boquilla de lapipa, notar el calor entrando por suspulmones y el humo grisáceo saliendopor la nariz. Pero hay pocas cosasesenciales cuando uno está encerrado y

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pendiente de la sentencia, y el tabaco noes una de ellas.

Iturri puso todos sus sentidos enalerta. Todavía no podía abrir el ojo. Ledolía extraordinariamente, por lo queintuía que el corte se había infectado.

—¿Qué tal estás, tío? No te mehundas, que todo se arreglará.

La voz de Iñaki era casi un suspiro.Iturri reprimió un asomo de llanto. Teníaque ser fuerte. Pero se le atragantabanlas palabras en la boca.

—¿Y qué vas a hacer, Salamandra?—No lo sé. Como te dije, es

peligroso sacarte de aquí. Habría quesortear dos puertas, esquivar a mi mujer,

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andar un trecho y robar el coche. Elproblema es que si alguno de los dosnos ve salir, si nos descubren, y ya vescómo rechina la escalera, si ven que vasconmigo, somos hombres muertos. Antesde que pisemos la calle, nos matarían.Tenemos que idear un plan, pero a mí nose me dan bien esas cosas. Yo sólo soyun mecánico. Entiendo de coches, eso estodo. Sé por qué aceita una bujía y quéocurre cuando la inyección falla, peronada más. Lo único que puedo decirte esque mi cuñado odia a los débiles.Aunque sea duro, debes resistir elinterrogatorio...

—¿Interrogatorio?

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—Sí, ahora va a subir a preguntartepor los que mataron a su hermano.Quiere nombres, apellidos, lugaresdonde localizarlos. Todo.

—Pero ¿cómo voy a saber yoquiénes son o dónde viven? ¿Está loco?¡Yo no pertenezco a la Organización!

—Lo sé, y él también. Pero dice queel que dio la orden de que lo mataranestuvo negociando contigo el cese de laviolencia. No sé cuántos eran, pero elque busca está entre ellos.

En ese instante, Iturri lo comprendiótodo. Y entendió por qué susubconsciente, nada más sersecuestrado, le había devuelto la imagen

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de aquella chica, la que la Organizaciónenviaba a sacarle información durantelas negociaciones. Iñaki seguíasusurrando junto a la puerta.

—Te he traído un trozo debocadillo. Beicon. Supongo que no teapetecerá mucho después de tantas horassin comer, pero es lo único que hepodido conseguir. Guárdalo paradespués del interrogatorio, o te pillaráel olor. He logrado que me permitancambiarte de ropa. Bebe agua, queahora, al bajar, rellenaré la botella en elbaño. Pero no demasiada, tienes queparecer deshidratado.

Iturri sonrió. No tenía que fingir.

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Acusaba graves síntomas dedeshidratación. La sed le mordía. Teníala lengua gruesa y le costaba articularlas palabras. Enfocar la vista con suúnico ojo hábil no le resultó sencillo.Aun así, captó de inmediato la presenciade una botella de agua mineral de litro ymedio. Dio dos tragos y se la devolvió.Luego, tuvo un acceso de tos. Sonabamuy mal.

—¿Estás enfermo?—Creo que tengo fiebre, pero

aguanto.—¡No! Sé valiente, pero no dejes de

mostrar que estás enfermo. Y piensaalgo rápido.

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—De acuerdo —respondió.Se daba cuenta de que iba a poner su

vida en las manos de una persona a laque casi no conocía. Ni siquierarecordaba su nombre, sólo su apodo,Salamandra, y la enorme mancha dedonde procedía. Iñaki se puso en pie.Comprobó que la silla, un modelosimple, pero robusto, de madera depino, estuviera suficientemente lejos dela madriguera para que la puerta, alabrirse, no pegara con ella. Y contó loslazos de plástico. Seis. Eran suficientes.

—¡Todo preparado, Joseba! Voy acambiarle de ropa y...

—Estoy aquí —oyó a su lado.

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—¡Dios, me has dado un susto demuerte! Eres como una maldita alimañasigilosa —respondió, y rezó para queacabara de llegar. No le había dadotiempo a bajar a rellenar la botella.Recordó cómo había descendido elnivel de agua y, sin pensarlo dos veces,se agachó, la abrió y se bebió la mayorparte del contenido.

»El beicon estaba demasiado salado—se excusó.

—¡Casi la has vaciado! Eres uncapullo...

—¡Vaya, perdona! No me he dadocuenta.

—Olvídalo. Nuestro amigo te dará

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las gracias por su sed. ¡Sácalo de unajodida vez!

Obedientemente, Iñaki giró la llave,movió la puerta, metió medio cuerpo enel agujero, atrapó a Iturri y lo arrastróhasta el descansillo, donde lo dejó en elsuelo. Sin explicaciones, sin mostrarcompasión alguna, le cortó la ropa conunas tijeras dejándole completamentedesnudo. Contraído, casi en posiciónfetal, Iturri comenzó a temblar.Desprendía un olor inmundo. Iñaki lecolocó una sudadera gruesa concapucha, calcetines de deporte y un parde pantalones, sin ropa interior. Lasprendas le quedaban enormes, pero

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estaban secas y limpias.Iturri tosió. Su pecho sonó como un

motor roto. Iñaki miró a Joseba, que nose molestó en devolverle el gesto.

Una vez estuvo vestido, sujeto porlos sobacos, Iñaki lo levantó. En elcontacto, sintió cómo latía su corazónatribulado. Por un momento, dudó sidecirle alguna palabra amable. Perofinalmente decidió no hacerlo. Sucuñado tenía oído de lince. Se limitó asentarlo en la silla y a anudar sus brazosy sus pies con las cuerdas que habíallevado. No hubiera hecho falta, Iturri notenía fuerzas para nada. Mantuvo lacabeza volcada sobre el pecho.

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Joseba comenzó con su disertación,moviéndose alrededor de la silla.

—Buenos días, inspector Iturri. Esun placer tenerte entre nosotros. Creoque, si lo hacemos bien, nuestra relaciónserá mutuamente beneficiosa. Yo tendrélo que deseo y tú volverás a tu vidanormal. Antes de que digas nada, quieroque sepas que no voy a engañarte consentimentalismos: no tienes escapatoriay tu posición es más bien delicada.Estamos aislados en medio de la nada.Grita si es lo que quieres, nadie te oirá.Y dicho lo cual, debes saber quepodemos hacer esto por las buenas o porlas malas. Es tu elección. Como verás,

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te he llamado inspector. Conozco lo quesignifica llevar una placa. Es difícilsustraerse a ella y es posible que, porella, te sientas en la obligación deresistir. Pero es un error. Eres policía ysiempre lo serás; eso lo entiendo, perohasta la policía puede comportarse de unmodo sensato. Yo no disfruto haciendoesto. Cuanto más fácil me lo pongas,menos sufrirás, menos sufriremos todos.No tengo intención de hacerte dañosalvo que tú me obligues.

Joseba continuó un par de minutosmás explicando la historia a su manera.Curiosamente, olvidó mencionar eldetalle de la muerte de su hermano.

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—Es muy importante que entiendasexactamente lo que necesitamos y porqué te pedimos esa información. Y, paraque estés tranquilo, te diré que no somosunos asesinos. No queremos volver a lasarmas, aunque tampoco estamosdispuestos a dejarlas a cualquier precio.Ellos no nos representan.

A Iturri apenas le había dado tiempoa acostumbrarse a la luz. Durante unosinstantes, incluso estuvo ciego. Noquería mostrar debilidad pero, aunqueintentó levantar la cabeza, no loconsiguió y se vio obligado a mantenerlaclavada en el pecho. Su primera frasefue un corto farfullo: la lengua no le

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respondía. En el segundo intento,consiguió mejorar. Al escucharse, suvoz le sonó extraña, lejana, pero letranquilizó darse cuenta de que se leentendía.

—No sé quién eres, pero no henacido ayer. No intentes engañarme, noperteneces a la Organización. Si fuerasuno de ellos, yo lo sabría.

Aquélla no era la respuesta que elguipuzcoano esperaba. Contrariado,estuvo a punto de descargar su furiasobre aquel cuerpo rendido. Sinembargo, pugnó consigo mismo pormantenerse tranquilo, y todo quedó en unmohín de disgusto, que, sin embargo, se

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evidenció en su voz.—Verás, inspector, ésta es nuestra

visión. Nuestros jefes, a los queobedecimos ciegamente, levantaron uncastillo de naipes, asegurándonos queera sólido como una roca. La realidad,sin embargo, muestra que se ha idodesmoronando poco a poco y que ahorano es más que una ruina. No somos unoni dos, somos muchos los que nossentimos traicionados. Nos preguntamosde qué han servido nuestros sacrificios yprivaciones. Estamos asqueados. Lejosde liberar a nuestro pueblo, algunos denuestros jefes han acabadoencadenándolo al árbol de Guernica.

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Todo el pueblo encadenado menos ellos,que ahora pretenden hacerse con elcontrol político alegando que su visiónde futuro es la correcta. Nosotrosopinamos que el futuro ya no es lo queera. Y, por supuesto, no es cosa suya.Vamos a tomar el poder. Y a acabar conlas traiciones. Hemos hecho unjuramento: el edificio volverá alevantarse y ya no volverá a caer.

—¿A quiénes habéis hecho unjuramento? —indagó Iturri, quecomenzaba a ver el juego.

—A nosotros mismos, a la memoriade nuestros padres y hermanos, a lamemoria de mis compañeros...

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Pese a su debilidad, Iturri logrólevantar el rostro y clavar su miradadesafiante en el guipuzcoano. Se diocuenta de que su interlocutor tenía losojos inflamados pero no enrojecidos.Era obvio que la turgencia procedía delodio. Y decidió aprovecharlo.

Volvió a inclinar la cabeza y añadió:—Te repito que los conozco bien.

Te presentas como el líder de unafracción disidente, pero nunca has sidoni serás uno de ellos. Tu discurso tedelata. Si fueras de los suyos,conocerías las reglas de un secuestro. Yestá claro que no es así. De todosmodos, si lo que quieres es quitarles el

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poder, ¿por qué me aprehendes a mí?—Porque necesito información.

Busco a alguien concreto, a un topo. Poreso estás aquí: para que me instruyas.Tú debes de saber quién es.

Iturri ensayó una risa irónica.—¿Y por eso me mueles a palos, me

secuestras y me maltratas? No eresmejor que ellos.

Joseba se agachó, sujetó por el peloa su presa y le levantó la cabeza paraobligarle a mirarle.

—Mira, Iturri, te repito que pretendohacer esto por las buenas, pero si optaspor el mal camino, las cosas no van aser fáciles. Incluso pueden ponerse

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mucho peor de lo que están. No te hacescargo de la gravedad de tu situación...

Iturri decidió tomar la delantera.—Ni tú tampoco, jodido cabrón. No

eres más que un delincuente común queha aprehendido a un policía en Francia.Y recuerda que trabajo para la Interpol.En este momento, medio mundo estarábuscándome. Mal asunto. Estáscompletamente jodido. Pase lo que paseconmigo, te trincarán. Y cuando te echenmano, no te gustará haber nacido...

Joseba soltó la cabeza con desprecioy ordenó a su cuñado que lo volviera ameter en el agujero. Cuando Iñaki miró asu cuñado, percibió un extraño rictus en

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su cara, una mezcla de sorpresa ypánico. Quizá pensaba que sería másfácil; que, estando débil y bajo presión,Iturri vomitaría de inmediato losnombres que necesitaba. Quizá noesperaba su cerril pero razonadanegativa. En todo caso, el giro de losacontecimientos le descolocó. Esperóacontecimientos. Gracias al cielo,Joseba no había subido la pistola.

—Quiero saber quiénes son.Necesito nombres, apellidos, apodos ylugares donde localizar a las personasque se sentaron a la mesa denegociación con los Gobiernos francés yespañol en Zúrich y en Oslo. Sé que tú

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fuiste uno de ellos, de modo que no teesfuerces en negarlo. No tengo prisa,pero debes ser consciente de que eltiempo corre a mi favor. Estás hechounos zorros. No aguantarás mucho más.Iñaki, bébete tú el agua. Él no lanecesita. Dejemos que lo piense. Tienesdos horas, Iturri. Pasado ese tiempo, nomostraré piedad.

A continuación, les dio la espalda ydescendió la escalera. Pasados unossegundos, oyeron cerrarse la puerta dela entrada de un golpe seco.

—¡Ánimo, tío! Lo has hecho bien.Pero hay que pensar algo rápido.Cuando vuelva, te va a machacar.

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Las dudas acudieron en tropel a lamente de Iturri. ¿Qué actitud debíatomar?, ¿debería hacerle creer que iba acooperar o, por el contrario, incrementarla chulería? ¿Cómo utilizar aSalamandra? «¡Oh, Dios, Lola! ¿Por quéno has venido en mi ayuda?»

—¡Lola, claro! —susurró.—¿Quién es Lola?—Eso no importa ahora. Escucha,

has de convencerle de que no meacuerdo de esos nombres porque estánen clave y conseguir que te envíen a micasa. Una vez allí, localiza tuexpediente. Está bajo llave, con el resto.La carpeta se llama Le Mans. Búscalo.

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Figura tu apodo, Salamandra, y tuverdadero nombre. Déjalo a la vista.Ella lo encontrará.

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Proximidades del Congreso de losDiputados, Madrid. 6 de diciembre

El semáforo cambió de color. Jaimedetuvo el coche y clavó los ojos en elcírculo rojo. El rojo, bien se exhibieraen un semáforo, en una señal deadvertencia, en una corbata o en uncuadro, atrapaba siempre su atención.Pero el mayor efecto lo causaba sumujer, y no sólo por el color de su pelo.Toda Lola era roja, todo en ella era

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pasión, dolor, sangre o labios carmesí.A excepción del contenido delfrigorífico, de los yogures, la leche, elazúcar, el queso, los cereales, lamermelada o el chocolate, no había nadalight que rodeara a su mujer. Tomaba elcafé hirviendo y el agua helada. Leencantaba el guacamole excesivamentepicante y la fruta exageradamentemadura. Todo en ella era extremado. Yeso, a veces, le hacía tener el corazónpartido.

Giró la cabeza hacia la derecha.Lola le sonrió y él le devolvió el gestode forma mecánica. Sí, con Lola todoera contradictorio. Suspiró. Por un lado,

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no podía dejar de quererla. Le divertíansus salidas de pata de banco y supeculiar modo de pensar; admiraba sucarácter, su caos interior, su tenacidad,su tozudez: eran un buen equipo, conmás de treinta años de convivencia. Porotro lado, en ocasiones, como enpequeñas ráfagas, le venían a lamemoria las protestas de su madre yalcanzaba, aunque sólo de modosuperficial, a entenderla.

El apellido del doctor Garache seincluía dentro de esa categoría que, enlas comunidades pequeñas, sueledenominarse «gente de buena familia»,especímenes de reconocido pedigrí

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dentro la reducida y cerrada tierranavarra. La mención del apellidoGarache traía reminiscencias dealcaldías, judicaturas, asientos debarrera y reclinatorios con nombregrabado en la iglesia de San Nicolás.Hasta contaban con un arzobispo en elárbol genealógico. Estudianteaventajado, convertido en médico,inteligente y apuesto, con unaprometedora carrera y una formaciónexquisita, Jaime decidió ampliarestudios en Estados Unidos. «Listo,médico, guapo y habla idiomas», solíapresumir su madre, que tenía a suprimogénito por un excelente partido

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para cualquier familia con unreclinatorio en la catedral con tantasolera como el suyo. Ella barajaba unalista de nombres de posibles candidatas,todas ellas summum de compostura,serenidad y tradición. «Sin duda —solíadecirle, completamente en serio—,acabarás viviendo en la capital, perodebes prometerme que regresarás porNavidad y todos los puentes que puedas.Así podré lucir las beldades de tusretoños por la avenida Carlos III.»

Sin embargo, Jaime, que, en efecto,terminó viviendo en Madrid, fue aenamorarse de una magnética pelirrojabilbaína de origen irlandés, de familia

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medio republicana y algo descreída, quelejos de presentar rectilíneas yescrupulosas maneras burguesas, y unárbol genealógico impecable, daba laimpresión de haber recibido máscarácter del necesario.

—Al menos es católica, mamá —repetía, medio en broma medio en serio.

—Católica o no, es poco para ti,Jaime. Puedes aspirar a más, amuchísimo más.

—¡Pero es que yo no quiero más, laquiero a ella! Y como te oiga lo queestás diciendo te odiará para siempre, ycon razón.

Su madre le recolocó el flequillo,

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como hacía cuando era pequeño, lesujetó del brazo y le habló con vozmelosa:

—¡Pero vamos, hijo, mírala bien!No tiene nada especial: ojos pequeños,orejas un poco separadas, narizrespingona, pecas... Y las caderas, sí,sus caderas apuntan maneras. Es... No sécómo decirlo, poco fina, pocoarmoniosa. Y como dice tu tía Rita, tieneandares de republicana. Por nomencionar su pelo. ¡Por Dios, bienpodría teñírselo o alisárselo, o ambascosas! Compárala con la pequeña Bea(supongo que te acordarás de Bea), ocon Natalia, la pequeña de los Ebirico,

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o con la misma Elena, que hablaperfectamente francés... Y, por si fuerapoco, esa chica es vasca. Seguro que espartidaria de que su gente se anexioneNavarra, ¡llevan años intentándolo!

Jaime quería mucho a su madre, a laque procuraba no llevar nunca lacontraria, pero, en aquella ocasión, nopudo dejarlo pasar.

—¿Andares republicanos?, ¿cómoson los andares republicanos?

—¡Pues vaya pregunta! No sabríadecirte, pero a esa chica se le nota.Como se nota la educación. Y, porcierto, no es sólo cosa mía, tu padreopina lo mismo. Y tus tíos.

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—Esa chica tiene nombre, se llamaLola. Es abogada y doctora en Derecho,y también habla idiomas. Su padre eraun reputado médico de Bilbao. Y terecuerdo que Bilbao es mucho másgrande, histórico e industrial quePamplona... Mamá, no son unosiletrados, ni unos terroristas, ni unostraidores. Lo que ocurre pura ysimplemente es que no les conoces.Además, puesto que voy a casarme conella y no con Bea, Natalia, Lucía, Ana,Elena ni ningún otro retoño de la gransociedad navarra, bien haríais en serprácticos. O no tendréis nietos a los quepasear por la avenida.

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—Pues si ése es tu deseo, si quiereshijos pelirrojos y con pecas, ya puedeshacerte un buen seguro médico. Porqueesa chica no va a dejar de dartequebraderos de cabeza.

La mayoría de sus hijos habíansalido a él. Sólo el pequeño compartíalos rasgos de su madre. Sin embargo, enaquel momento le dolía la cabeza. Aveces Lola era demasiado Lola. Y eso leabrumaba. Como le abrumaban las dosreferencias a sus viajes inexistentes. Noiba a admitirlo de ninguna forma. Almenos, por ahora. Lola estaba mejor sinsaberlo.

—Jaime, el semáforo ya se ha puesto

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verde.—Es cierto, perdona. Estaba

despistado. Pensaba en mi madre...—¡Que Dios la tenga en su gloria

eternamente! —respondió Lola.Enseguida se dio cuenta de que el tonohabía transparentado el alivio quesentía, y añadió—: Hubiera disfrutadoviéndote ahora, en el CSIC. TodaPamplona sabría de tus andanzas.

—También le hubiera gustado vertea ti togada y en el Supremo...

—Es posible —dijo. Aunque enrealidad hubiera querido negarlo—. Porcierto, Jaime, te quiero. Por ti iría alPolo Norte en camiseta de deporte —

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recitó, como solían decirles los niños—.Mejor, por ti iría con faja todo el día.Bueno, todo el día y toda la noche...

—¡Estás loca, rojilla mía, estásloca!

—Un pelín, sólo lo justo...

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 6 dediciembre

Joseba Gortari estaba de pie en laentrada de la casa alquilada, intentandocontener la rabia que se embolsaba ensus tripas y le subía rápidamente hasta elcerebro. Era la rabia y no el impenitentefrío lo que le hacía temblar. Letemblaban las manos y las piernas.Evocar la conversación con Iturri le

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estaba exasperando. Lo que más lesulfuraba era no haberle convencido deque pertenecía a la Organización. De nolograrlo con Iturri, tampoco sería capazde hacerlo con los demás, y eso erafundamental para sus propósitos. Estabaseguro de que, tarde o temprano, inclusosi él no conseguía ser suficientementehábil, Iturri claudicaría. Todo el mundotiene un límite, basta con traspasarlo.Pero ¿qué había querido decir con queno actuaba como los miembros de laOrganización? Creía que les habíaimitado bien.

Debía averiguarlo.Joseba era consciente de que su

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hermana le observaba desde el interiorde la casa, probablemente con el niño enbrazos. El puñetero niño. Lo estabamalcriando. Sólo dejaba de llorarcuando lo levantaban de la cuna ocuando dormía, pero no había sidoposible deshacerse de él. Podríahaberse quedado con su abuela, pero,desde la amarga conversación con lamadre de Iñaki, había desechado esaposibilidad. No quería otorgarle ningunabaza.

Era conocedor de que no habíarespondido a su pregunta al bajar delinterrogatorio, pese a que habíaprometido tenerla al tanto. Se había

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limitado a coger el abrigo y a salir de lavivienda. Y a dejar que su marido lepusiese al día. Si es que lo hacía.

Desde que él llegara de Belfast,Anne e Iñaki casi no se rozaban. Alprincipio, pensó que su presencia era lacausa. El piso era muy pequeño y élsiempre estaba en medio. Luego, se diocuenta de que la situación escondía algomás profundo: aquellos dos no sequerían. Sólo tenían en común al niño.

Anne surgió de la nada. Se colocódetrás de su hermano y le rodeó elcuello con el brazo. En la mano llevabauna humeante taza de café negroendulzado con cuatro cucharadas de

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azúcar.—Gracias —musitó. Tomó la taza.

Anne mantuvo la posición a su espalda.—No sé por qué estás aquí fuera,

con el frío que hace.—Quería pensar.—¿En lo que ha ocurrido? No sé; a

mí me parecía previsible. No es más queel primer asalto. Además, hay opcionesalternativas.

—¿Tú crees?—Como nuestro tío, el inspector

tiene que llevar un registro de nombres.Podemos intentar que nos lo entregue.

—Te refieres a una agenda...—Exactamente, una agenda. ¿Le

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habéis registrado?Joseba asintió.—Lo hicimos: no llevaba nada.—Pues hay que conseguir esa

agenda cuanto antes. Estoy segura deque, si lo hacemos bien, nos laentregará. Permite que lo intente yo.

Negó con la cabeza.—Ése es el último recurso. No

quiero que te vea, bajo ningunacircunstancia.

—Si tú lo dices...—Sí, yo lo digo. He quedado en

protegerte a ti y a tu hijo, y eso haré.Anne bajó el brazo hasta la cintura y

apoyó la mejilla en el hombro de su

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hermano.—Creo, Joseba, que nunca has

terminado de conocerme...—Seguramente, tienes razón. —Le

acarició la mejilla—. Deberíamosentrar. La vicepresidenta dará sudiscurso en breve.

—Cierto.Permanecieron unos instantes

quietos, viendo pasar el frío yevaporarse la rabia. Luego, regresaron ala vivienda. Y encendieron el televisor.Habían sintonizado una cadenaespañola.

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37

Acto conmemorativo del aniversario dela Constitución española,Congreso de los Diputados, Madrid. 6de diciembre

—Habrá mucha gente guapa —argumentó Jaime en voz baja, mientrassubían la escalera del Congreso de losDiputados.

—Como estrellas en el cielo. Más omenos como la Vía Láctea. La diosaHera debió de derramar un poco de

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leche por aquí...Jaime sonrió. La metáfora resultaba

perfecta. El salón estaba lleno deestrellas y estrellitas, de soles y demateria oscura que creía seguir viva.

—¿Dónde andará tu general?—No me cabe duda, junto a la Osa

Mayor. O, en su defecto, junto a laMenor... Pero antes demos una vuelta ysaludemos a la gente.

—Tú mandas. ¿Sigues respirando?—A duras penas...—Si te hace falta un boca a boca, me

ofrezco voluntario.—¡Hecho!Lola se encontró con el fiscal

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general, y Jaime, discretamente, sealejó. No estuvo mucho tiempo solo.Tras charlar con un par de personas, seacercó en busca de una copa de vino.Alguien le tocó en el hombro.

—Doctor Garache, un placersaludarte. —Se dio la vuelta y se topócon un hombre apuesto, delgado, más omenos de su estatura, que le tendía lamano. Su sonrisa era franca, y sus ojosazules vivos, pero confiables. Se fijó ensu pajarita, tan discreta como su corbata,y en el tic de retirarse frecuentemente elflequillo que le caía sobre la cara—. Nonos han presentado, pero para mí erescomo de la familia. Conozco tus

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investigaciones y tus logros, porque lafama te precede. Pero, sobre todo,porque la juez MacHor me ha habladoen muchas ocasiones de su inteligentemarido. Soy James Moloney.

Jaime le devolvió el apretón demanos, pero se quedó un momentopensativo.

—Disculpa, mi memoria flaqueacuando avanza la semana, y es sábado—confesó—. Es muy posible que mimujer me haya hablado de ti y no lorecuerde. ¿Perteneces también al ámbitojudicial?

James sonrió con malicia.—¡En absoluto! Presido una

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compañía de importación-exportación,nada demasiado glamuroso, créeme.Lola, por el contrario, sí es digna deadmiración. Una mujer persistente latuya...

Jaime asintió. Le había caído bienaquel tipo. Vestía con elegancia. Y suacento era netamente británico, carácterque admiraba. No llevaba anillo. Detodos modos, preguntó:

—¿Estás casado, James?La imagen de Suzanne cruzó fugaz

por la mente del inglés. Ejercía deprofesora de matemáticas en unapequeña escuela de primaria en el sur deLondres cuando una furgoneta de Marks

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& Spencer le segó la vida. El conductortenía prisa. Desde entonces, habíacerrado las puertas de su corazón acualquier otra persona y se habíaconcentrado en su trabajo. Soltó la fraseconfeccionada para la ocasión:

—Lo estuve, pero, para midesgracia, no funcionó.

—Eso no importa; si has estadocasado, entenderás que yo me puedapermitir palabras más precisas que lastuyas: mi mujer es estupenda, pero tercacomo una mula. Cuando se le mete unacosa en la cabeza es imposible deconvencer. No merece la pena entablarbatalla alguna, la tienes perdida de

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antemano. —Giró el cuerpo hacia laizquierda, a fin de dejar su copa vacíaen la bandeja del camarero que, en aquelmomento, pasaba a su lado, y aprovechópara coger un canapé. El cóctel eraaustero pero digno, como cabía esperar.Aquellos emparedados eran de salmóny, salvo lo correoso del pan, estabanbastante buenos. Añadió—: Para que tehagas una idea, en este momento estáconvencida de que un amigo suyo, untipo peculiar donde los haya, hadesaparecido. Y todo porque le hamandado un mensaje que no entiende, yque ella interpreta como una petición deayuda. Yo intento convencerla de que no

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tiene sentido. Pero... Disculpa, nada deesto viene al caso...

Su interlocutor le contradijomoviendo varias veces la cabeza hacialos lados. Esta vez fue él quien detuvo alcamarero para coger dos copas de vinotinto. Entregó una a Jaime, que ya habíadado cuenta del canapé. Y mojólevemente los labios en la suya. Era unvino joven, pero con cuerpo. Mejor notomar demasiado.

—Es posible que sí que venga alcaso, Jaime. Sé lo que Lola teme y loque está haciendo porque acaba decontármelo. Se da la circunstancia deque conozco a Juan Iturri desde hace

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años. Y, aunque me pese decirlo, deboreconocer que comparto la preocupaciónde tu esposa. Lo que está ocurriendo noes propio del inspector. No es normal.—Se detuvo un instante y volvió aacercar la copa a su boca, pero antes dedegustar el vino, continuó—: En todocaso, en mi modesta opinión, y en unsitio como éste, Lola haría bien nosiendo demasiado... Lola, ¿mecomprendes? A mi entender, tienes unaesposa muy inteligente, aguda, y conmontones de recursos. Pero cuando entraen juego nuestro amigo común elinspector Iturri pierde la ecuanimidad yroza la imprudencia. Le convendría

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tener a alguien a su lado en estemomento. Un marido sería una buenaopción...

A Jaime, desconcertado, se le borróla sonrisa. Se había confundido porcompleto con aquel tipo de maneras tanbritánicas. Definitivamente, no era unempresario. Debía de ser otro de esoscuriosos especímenes del gran saco,cada vez más lleno, que Lola llamabasus «amigos»: policías, agentes de todotipo, espías, políticos retiradosconvertidos en extrañas figurasfronterizas. Sin embargo, su argumentono dejaba de tener razón. Con vozcautelosa, preguntó:

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—¿Cómo me has dicho que tellamas?

—Compartimos nombre, Jaime, mellamo James...

—¿Y hace cuánto que conoces a mimujer?

Tras la sorpresa, Jaime se habíaterminado la copa de vino. Hizo un gestoa uno de los camareros para que lellevase otra. No tenía por costumbrebeber en ese tipo de actos. Una copa devino; dos a lo sumo, sin olvidar picaralgo para no recibir el alcohol con elestómago vacío. No obstante, en aquellaocasión estaba nervioso y enfadado.Cada vez le costaba más soportar las

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historias oblicuas de su esposa,especialmente cuando Iturri andaba pormedio. Dio otro largo sorbo al vino, queentraba bien, mientras miraba fijamentea su interlocutor y esperaba sucontestación.

—El tiempo es una variable difícilde cuantificar tratándose de Lola,querido amigo. Si tuviera que precisar,diría que la conozco desde siempre...

—No es que sea un término muypreciso, que digamos. En todo caso, eslo suficientemente amplio para quehayas percibido que mi mujer mantieneuna particular relación con Iturri... En elmejor de los sentidos, claro.

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—Particular relación con Iturri, sí,es una buena forma de expresarlo... Aveces, cuando se viven episodios deextrema tensión, esas cosas ocurren.

James había repetido, como teníacostumbre, la frase inacabada para darpie a su interlocutor a que soltara lo queno se había atrevido a decir. Tenía unahabilidad especial para ese tipo decosas.

—Verás, James, los que nosdedicamos al campo de la medicina,solemos distinguir entre enfermedades ysíndromes —le explicó el marido de lajuez—. De las primeras, sabemosmucho, incluyendo su etiología, y eso

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nos permite comprenderlas y tratarlas.De los síndromes, no tenemos másnoticia que una colección de síntomas ysignos, que aparecen en algunasocasiones y en otras no, sin que sepamosde dónde vienen ni por qué. Y por ellonos resultan extremadamente difíciles detratar. Respecto a Lola, y aunque ellanunca lo aceptaría, diría que padece unpeculiar síndrome que podríamosdenominar «síndrome Iturri». Como bienhas dicho, uno de sus síntomas es quecuando su nombre entra en juego, pierdela ecuanimidad. De modo que seguiré tuconsejo, e iré en su busca. Un placersaludarte, tocayo. Por cierto, bonita

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pajarita.Cuando James le vio alejarse, se

quedó pensativo. Había sentido ciertalástima por aquel hombre. Su posiciónno era nada sencilla. Y, sin embargo,alguien debía hacer algo. Habíacomenzado su propia investigación. AIturri se lo había tragado la tierra; salvopor el mensaje a la juez no había habidonoticia alguna. Pero las idas y venidasdel general García-Pérez al Ministerioen los dos últimos días eransignificativas. Lola estaba en aquelmomento a su vera, esperando laocasión. Estaba seguro de que le sacaríaalguna información, y luego él se la

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sacaría a ella. Y aportaría su granito dearena. Con el permiso de su marido,claro.

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Acto conmemorativo del aniversario dela Constitución española,Congreso de los Diputados, Madrid. 6de diciembre

Mientras, tiesa como si se hubieratragado un palo de escoba, y sonriendo adiestro y siniestro, se paseaba por lossalones buscando a su presa, MacHor sereafirmó en las razones por las que elmundo de la política le resultaba tanajeno.

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Le ocurría siempre. Se le agitaba larespiración y se ponía a la defensivacada vez que se le acercaba un político.No le hacían falta más que unos minutosde conversación para identificarlos,poco importaba que llevaran uniforme ovistieran de paisano, que fueran hombreso mujeres, que tuvieran cargos o losdesearan. Entre ellos, se sentía comouna extranjera en un zoco, un enormemercado de intangibles, donde todo eranegociable, donde no comprabas si novendías, y de donde siempre salías conla sensación de que te habían tomado elpelo y encima les habías dado lasgracias.

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Habitualmente, no teniendo nada queperder ni nada que ganar, Loladisfrutaba a su modo de lasconversaciones. Bastaba con salirse delguion. Y a la juez MacHor le encantabasalirse del guion. Como los políticosacostumbran a negociar con políticos, ytodos conocen y acatan las reglas delarte de lo posible, quien se halla fuerade la política y no está sujeto a susreglas puede divertirse con sólo llevarla contraria a la gente, cambiarrápidamente de tercio, o poner sobre lamesa la información que todos callan onadie osa pronunciar. MacHor, parahorror de su marido, era aficionada a

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incomodar a políticos mediocres onovatos. No se atrevía con losveteranos, en especial con los listos yágiles, pero sí con el resto.

Sin embargo, aquel día MacHornecesitaba comprar información, y debíaajustarse al sistema. En cuanto lo pensó,notó que el aire se volvía más denso. Lasituación empeoró cuando localizó a sugeneral.

La juez apoyó la barbilla en lapalma de la mano y, desde el lugardonde se encontraba, semioculta por unacolumna, lo observó detenidamente.Desde luego, era el que buscaba, elmismo cuya imagen cariacontecida

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aparecía en la web, con unos cuantosaños menos y algo más ligero deequipaje. En persona, el general García-Pérez era bastante más calvo de lo quefiguraba en las fotografías. No losuficiente para que su coronilla lucieraun lustroso brillo, pero sí para que se lepudiera contemplar la procedencia desus pensamientos. Que era un generalimportante lo proclamaban las insigniasde su uniforme, impecablementeplanchado, y su amplia colección demedallas. Por lo que atañía al cuerpo,redondeado y poco enérgico, másparecía un granjero norteño que unhéroe. Contaba con facciones delicadas,

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no femeninas pero sí aniñadas, a lo quecontribuía el natural tono rosado de supiel. En lo referente a las pulseras, lasimágenes consultadas en Google erancerteras.

En un momento, García-Pérez desvióla mirada hacia la dirección en la que lajuez se encontraba. Lola se irguiódispuesta a entrar a matar. Pero si elgeneral la vio, no pareció interesarse enella lo más mínimo. Lola se pusofuriosa. Tenía la cintura a un telediariode la rebelión, y aquel tipo ni la miraba.Pero no se amilanó. Había ido con unpropósito, y quisiera o no el general, éliba a ayudarla.

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Respiró todo lo hondo que lepermitió el corsé, se reajustó el bolso yavanzó decidida. No había avanzado dospasos cuando alguien la detuvo,sujetándola por el brazo. Se dio lavuelta entre asustada y sorprendida,pero no había nada que temer: eraJaime.

—¡Cuánto tiempo sin verla, señoría!¿Está usted sola?

Se asió a su brazo.—¡Qué susto me has dado, Jaime!

Iba a lanzarme sobre el general...—Lo sé, he captado tus intenciones.

Por eso vengo, será mejor que lesaludemos juntos, no vaya a pensar que

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quieres ligar y nos metamos en un lío.—Ya sabes que, en esos terrenos, no

permito que nadie se confunda.Jaime se detuvo en seco e hizo

frenar a Lola, que empezaba a acelerar.—¡Te has puesto una faja, por algo

será!—Vale, en eso tienes razón. Pero no

era más que para llamar su atención.Luego, ya me preocupo yo de que sepaque estoy felizmente casada, o algo porel estilo... —añadió con malicia.

—Algo por el estilo, ya... Bueno, ahílo tenemos. A la de una, a la de dos y ala de...

—¡General, qué alegría saludarle!

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Soy el doctor Garache, Centro Superiorde Investigaciones Científicas. Quizá yaconozca a mi esposa, la juez MacHor,Tribunal Supremo...

El general les estrechó la mano confirmeza, pero no derramó ni mediasonrisa. A Lola le vino a la cabeza laimagen del estirado mister Darcy enOrgullo y prejuicio.

—Pero en feo, y con pulseras... —murmuró entre dientes.

Jaime sacó a colación supreocupación por la propagación delvirus del ébola por Europa, y el generalaprovechó que tenía un médico delantepara consultar una dolencia de su nueva

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esposa, que, pese a su juventud, nogozaba de buena salud. Lola intentó portodos los medios desviar laconversación hacia temas que lepermitieran preguntar por Iturri, perotodos sus intentos resultaron baldíos.Una y otra vez se daba contra un muro.Y se le agotó la paciencia.

—Por cierto, general, ahora queestoy ante una persona tan experta, ¿mepermite aprovechar para consultarlealgo?

—Naturalmente, Lola, será unplacer.

Y sin más, se lo soltó. Sin anestesia.Sin adornos. Sin más preámbulos.

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—A un amigo nuestro, inspector dela Interpol, ampliamente condecorado,se lo ha tragado la tierra. Nadie sabenada de él. Estoy preocupada. Mepregunto si su gente podría echarnos unamano para localizarle.

El general se quedó unos instantessin palabras. Con la mano derecha sefrotó un par de veces la frente, dejandover sus joyas de plata, y de pronto se leiluminó la cara. Sacó el móvil delbolsillo interior de la guerrera y actuócomo si tuviera una llamada urgente. Sedespidió del matrimonio con un gesto dela mano y una excusa sin palabras y sealejó.

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—¡Está en el ajo! —comentótriunfante la juez.

—¿En qué ajo, Lola?—Pues no sé, en el que sea, pero un

ajo hay...—Lo que tienes tú es una

imaginación calenturienta.—Pero ¿no has visto su reacción?

¡Estaba ocultando algo!—Algo de razón debo concederte,

cierto.—Mira, voy a buscar un cuarto de

baño para quitarme la faja y lohablamos, ¿de acuerdo?

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39

Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 6 dediciembre

Joseba Gortari tenía delante unordenador portátil; la tapa abierta yencendido. Sin embargo, no se decidía.Anne tenía razón: debían averiguar sialguien había echado de menos a Iturri y,si ése era el caso, qué medios estabandesplegando. Sin embargo, se resistía.

En una ocasión, un chaval de unos

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catorce o quince años se despistó delgrupo con el que realizaba la excursiónpor los murales de Belfast y, mientraslos demás descendían, él permaneció enel autobús donde Joseba trabajaba aqueldía. En realidad, se había quedadoprofundamente dormido, tumbado en losasientos corridos del fondo. Gortarirecordaba que, cuando la visitaconcluyó, hubo de zarandearle más deuna vez para lograr que despertara. Eraun mocoso flacucho, de tez pálida yaspecto desgarbado. Vestía unospantalones anchos, en los que hubierasido posible encerrar a dos como él,sujetos por un cinturón con tachuelas del

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que colgaba una larga cadena, que, sinduda, pesaba más que su dueño.Telefonearon a los padres, y se lo llevóa la oficina hasta que lo fueran arecoger. Le dejó allí unos minutos parair en busca de un refresco. Cuandoregresó, se lo encontró delante de suordenador.

—Pero ¿qué coño haces?—Te lo estoy actualizando, tío. Lo

tienes completamente desfasado. Y te heeliminado dos troyanos. Eres un manta,tío. He estado a punto de vaciarte lacuenta del banco para darte un susto.Debes ser más cuidadoso —eructó.

Joseba no supo qué decir. Tenía

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instaladas tres contraseñas: una deacceso a su dominio, otra para su correoy una tercera para las webs importantes,incluida la de su banco.

—Pero ¿cómo...?—¿Que cómo he entrado? Es fácil.

Sólo hace falta un poco de práctica.—Y, por lo que veo, tú la tienes.La tenía, sin duda. Antes de que

llegaran sus padres, el chaval le explicó,en un lenguaje que para el guipuzcoanoresultó prácticamente ininteligible, lofácil que resultaba seguir las huellas deuna persona entrando en su ordenador.«Las teclas son como restos de ADN»,dijo, mientras comparaba lo que hacía

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con el trabajo de los forenses de CSI,una serie que, al parecer, le encantaba.Cuando hubo dado cuenta del refresco,le confesó que, en lo suyo, era uno delos mejores. Tanto que la policía lellamaba cuando tenía casos difíciles.

—¿Te llama la policía? ¡Más bientienes pinta de que te persigan!

—Lo hicieron. Pero soy menor. Nopodían echarme el guante. Finalmente,entraron en razón. Yo me gano unoscientos de euros, y me dejan en paz. Lapasma siempre está quejándose yprotestando porque, con el presupuestoque les dan, no pueden perseguir a losmalos. Son unos petardos. A todas horas

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hablando de aparatos, dinero y de lechesde ésas. Pero lo que les falta no esdinero, sino talento. Por eso, ahora,cuando trincan a un colega con lasmanos en el código, no le corren aleches, le ponen a espiar para ellos. Note puedes hacer una idea, tío, de loscolegas que curramos con ellos. ¡Ychitón! ¡Que mis viejos no saben nada!

Los padres del chaval, unmatrimonio de clase media de aspectomás bien tradicional, llegaroncompungidos y sudorosos. Debían deestar acostumbrados porque pidierontodo tipo de disculpas antes incluso deabrir la puerta. Les tranquilizó. Sólo

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había sido un pequeño descuido yhabían mantenido una conversación muyagradable. Le dieron una propinaexagerada y se evaporaron. Pero Josebanunca olvidó la lección. Nada de ADNinformático.

Desde entonces, Joseba Gortaricuidaba mucho lo que escribía en susemails, y las compras que realizaba através de la web. Y, desde que aquellaoperación comenzara, se preocupabamuy especialmente por su ADN. Porello, aunque la casa contaba con una redwifi, orgullo de la propietaria, que se lohabía recalcado en varias ocasionescuando firmaban el contrato, había

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prohibido utilizarlo. «Bajo ningunaexcusa, Anne», le había advertido. AIñaki le había confiscado el móvilcuando lo vio recular, aun así se lorepitió con voz despótica: «Nada deinternet, Google, WhatsApp. Nada quetenga que ver con la red: todo eso puederastrearse».

En aquel momento, sin embargo,estaba dispuesto a violar su propianorma. Anne tenía razón. Antes deavanzar, debían cerciorarse de quenadie buscaba a Iturri. Si la Interpol leshabía puesto en busca y captura, debíandarse mucha prisa. O abortar laoperación, algo que le disgustaba

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especialmente.Se acercó a la esquina del salón

donde se hallaba situado el router, yvolvió a conectarlo. Luego, cogió suordenador. Tecleó las claves, pero antesde ejecutar la orden, posó los ojos en elteclado y se lo pensó de nuevo. Tenía lasensación de que aquello era un error.Pero no podía evitarlo.

Se conectó al buscador.

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40

Acto conmemorativo del aniversario dela Constitución española,Congreso de los Diputados, Madrid. 6de diciembre

No localizó el aseo de señoras, pero sídos de caballeros. Se dijo que, altercero, fuera del género que fuese,entraría. Aquel armatoste de abuela leestaba machacando la cintura y losmuslos, por no hablar de la respiración.Se conformaba con que los daños no

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fueran permanentes.Era de caballeros. Esperó unos

segundos en la puerta. No entró ni saliónadie, de modo que con disimulo se colódentro. Sintió un hormigueo en lasmanos. Se echó a reír. Cuando eranuniversitarios, iban a esquiar al Pirineo.Cogían un autobús muy temprano yregresaban bien entrada la tarde. A esode las ocho y media de la mañana, habíauna parada para desayunar, comprar elpan de los bocadillos y hacer pis. En elcuarto de baño de las chicas, seformaban largas colas, mientras que lasvisitas al de los chicos fluían sindificultad. A veces, se les agotaba la

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paciencia. Una de las amigas hacíaguardia, mientras que las demásentraban en el servicio de los chicos.Así conoció Lola a su marido. Nadie laavisó.

La faja, que había subido condificultad, una vez en su sitio, se negó aabandonar sus fueros. Además, elhabitáculo era tan pequeño que tuvo quehacer ejercicios malabares para nogolpearse los codos. Lo estabaconsiguiendo cuando oyó el golpe de lapuerta al cerrarse. Alguien tenía prisa oestaba enfadado. Y ese alguien, sinduda, vestía pantalones.

«Tienes ideas de bombero, Lola —

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se dijo—. ¡Como me pillen...! ¡Oh,Dios, como me pillen mañana soytrending topic en Twitter!» Lola era unagran aficionada al cine. No necesitópensar demasiado. Con el corazón en unpuño, se sentó en la taza del váter ycolocó las piernas en alto. La faja estabaa medio camino y le impidió hacer loque tenía en mente: ponerse en cuclillas.

Eran dos hombres, y cerraron conllave por dentro.

«Por Dios, que no sea lo que estoypensando. ¡Oh, no, eso no!» Dejó deespecular cuando oyó la voz del generalGarcía-Pérez. Hablaba con otro militardel mismo rango. Sin embargo, por la

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forma de tratarle, debía de ser susuperior.

—¡Jodida jueza! ¿Cómo ha podidoenterarse? No lo comprendo. ¿Dóndeestá la fuga? No más de media docenade personas conocen la existencia de esacarta. Ni el presidente, ni lavicepresidenta, ni el ministro delInterior han dicho una sola palabra. Y eldirector del CNI es como una tumba.

—A lo mejor no lo sabe, y sóloespecula. Dicen que ella e Iturri sonamigos personales...

—¡Amigos, ya! ¿Ahora lo llamanasí? De todas formas, eso no esrelevante. Lo que me preocupa es que

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esa puñetera jueza es vasca. Y, porcierto, más pesada que una vaca enbrazos. Mal asunto.

Lola dio un respingo. ¡Llevaba horassin respirar y la llamaban vaca! ¡Vacavasca! Estuvo a punto de hacer unaaparición estelar, pero la faja a mediapierna y el lugar la contuvieron. Eramejor escuchar y actuar a posteriori.

—Sea como sea, algo habrá quehacer. Porque no tiene pinta de cejar.Quizá si habláramos con el marido.Parece más razonable...

—¿El marido? Un calzonazos. Nisiquiera se entera de los líos de sumujer. Cordón, deberías hablar con la

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señora y que la ponga firme. Ella seencargará. De mujer a mujer, ya sabes.Se le dan bien esas cosas...

«¡Calzonazos! Pero ¿qué te hascreído, que por llevar medallas y andarentre políticos puedes insultar a mimarido? Ahora porque estoyimposibilitada, pero en cuanto salga deaquí te enteras de lo que es una pelirrojavasca. Y la señora esa, ¿a quién sereferirán?», masculló MacHor.

El hombre telefoneó desde el cuartode baño a la tal «señora». Lola noacertó a oír su voz, aunque susespeculaciones producían únicamentedos nombres.

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En cuanto el general y suacompañante se marcharon, terminó dedesprenderse de la coraza, la guardó enel bolso grande, más grande de lodebido para la ocasión, moviólevemente la puerta y, tras comprobarque no había nadie en los alrededores,salió a toda prisa y buscó a su marido.

—¡Vámonos, Jaime! Cuando tecuente lo que me ha pasado no vas acreértelo.

—¿No había toallas en el baño?Lola no solía captar las ironías de su

marido, y le respondió conforme a laliteralidad de la pregunta:

—¿Toallas? Pues no tengo ni idea.

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No me he fijado, ni siquiera me helavado las manos. Pero verás, como noencontraba el baño de señoras, y ya noaguantaba más, me he metido en el decaballeros. Como en los viejostiempos...

Jaime se detuvo.—¡No me lo cuentes, Lola, por lo

que más quieras! Necesito un poco depaz. ¡Hoy es sábado!

Lola sujetó su brazo.—El general me ha llamado vaca...—¿Estaba el general en el baño?—Cuando yo entré, no. Llegó

después.—¡Por todos los santos, Lola, no

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dejas de meterte en líos! ¿Te ha visto?—¡Por supuesto que no! ¿Por quién

me has tomado? Veo películas...—Te has subido a la tapa del váter...MacHor asintió. Jaime no sabía si

echarse a reír o a llorar.—Y créeme que no ha sido nada

fácil con la maldita faja a media pierna.—No me cuentes más detalles. ¿Qué

has oído dentro?Lola dejó lo mejor para el final.

Quería que Jaime la apoyara, de modoque le susurró al oído:

—El general te ha llamadocalzonazos...

—¿Por el reloj en la derecha o por

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no llevar pulseras?—¡Vete a saber! Pero lo importante

es que pasa algo con Iturri, algo serio delo que no quieren que nadie se entere.Estoy convencida de que lo hansecuestrado.

—¡Maldita la madre que te parió!...¿Secuestro? ¿Han empleado esa palabra,textualmente?

—Textualmente, no, pero es lo quese entreveía.

—O sea que son elucubracionestuyas. Veamos, ¿qué vas a hacer? Porqueseguro que tienes algo entre ceja y ceja.

—No lo sé... Bueno, sí lo sé. Creoque hablaré con James, un amigo

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británico. No creo haberte hablado deél...

—Lo acabo de conocer. Muy...british y muy tuyo. ¿De dónde los sacas?¡Por favor, es que no puedes parar!Mira, está ahí, esperándote.

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41

Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 6 dediciembre

—¿Preparado? —preguntó Joseba,dirigiéndose a su cuñado.

—No lo sé. Me gustaría saber quéva a ocurrir antes de subir.

—Vamos a terminar lo que hemoscomenzado hace un rato. Le dimos doshoras y ya se han agotado. Está cansado.Está sediento. Tiene miedo, todo encaja.

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Hablará.—Según lo fuerte que sea, según

cuánto esté acostumbrado a soportar,según cómo le afecte la sed o el miedovolverá a negarse. ¿No deberíamoscontar con un plan B?

Anne asintió.—¿Y qué sugieres?—No estoy muy seguro. Quizá tenga

una memoria de elefante, o quizá no.¿Quién sabe? Pero a la mayoría de lospolicías les gusta hacer listas. Debe detener el listado que buscas en algúnsitio. En su oficina, o en su casa, o en suordenador...

Iñaki advirtió que Joseba le

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escuchaba y que Anne dejaba de pelarpatatas para seguir la conversación. Laidea debía de ser valiosa si le prestabantanta atención: Iturri había dado en elclavo. Aunque era posible que su gestoindicara que le habían descubierto.Comenzó a sudar. Se pasó la manga porla frente.

—¡Aquí hace demasiado calor,Anne!

—No. Si bajo la calefacción, el niñose cogerá un catarro.

Joseba se sujetó a la barandilla de laescalera y clavó la mirada en su cuñado.

—Seguiremos el plan original. Si nologramos nada, pondremos en marcha el

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tuyo. Por cierto, ¿por qué no coges a tuhijo y vas a comprar el periódico, Iñaki?

—¿El periódico? Estamos enFrancia. Y no hablamos francés.

—Eso no es importante. No vamos aleer las noticias, sólo a hacer una foto alinspector con ese periódico. Es laprueba que necesitamos.

—¿Que necesitamos para qué?—Para que Iturri crea que somos lo

que decimos ser. Anda, ve.A Iñaki aquello le sonó muy extraño

y empezó a buscar excusas.—De acuerdo, lo haré. Pero no

subas sin mí. Deberíamos estar dospersonas durante el interrogatorio.

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Puede ocurrir cualquier cosa.Anne, que había vuelto a la tarea de

pelar patatas, dejó de hacerlo. Ni la ideani la actitud de Iñaki queriendopresenciar el interrogatorio le habíanparecido propias de él. Estabapreocupada. «Últimamente, siempreestoy preocupada», se dijo. Deberíaestar contenta. La vicepresidenta delGobierno español, a las puertas de larecepción del día de la Constitución, enel Congreso de los Diputados, habíahablado del «alto valor de la libertad».

Volvió a lo suyo.

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Acto conmemorativo del aniversario,de la Constitución españolaCongreso de los Diputados, Madrid. 6de diciembre

Los invitados abandonaban el edificiodel Congreso de los Diputados enhordas de seda y carmín. Comosoldados de la elegancia, casi enformación. Moloney, ubicado en una delas esquinas, esperaba pacientemente lasalida de la juez MacHor y su marido,

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mientras observaba los ropajes. Desdeaquella estratégica posición, nadieescapaba a su control, aunque le hacíaquedar expuesto. De hecho, una viejagloria le había pillado por banda ycontado por enésima vez su paso por laembajada de Berlín. No había podidoescabullirse a tiempo.

«Más difícil para una mujer que paraun hombre la asignatura de laelegancia», pensó al contemplar elminúsculo vestido de color cereza deuna de las congresistas. No estabaespecialmente delgada, pero sí muy biendotada, algo que, por lo visto, deseabaque todo el mundo supiera. «Sólo le

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falta una pamela; podría servir deejemplo de incorrección», pensó, y loolvidó de inmediato. Lola y Jaime seacercaban.

Instintivamente, al ver aparecer a lajuez, se alisó el pelo con ambas manos.Se fijó en el vestido de Lola y en sutrasero y masculló mientras dibujaba unasonrisa: «Querida Lola, la faja no sirvepara mucho». No iba exagerada para loscánones de belleza clásicos, pero sípara lo que era su costumbre. Notótambién que el rubor le subía por lasmejillas y continuó con regocijo. «¡Oquizá, sí, tiene aspecto de que el generalhaya caído rendido a sus pies. Bendita

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seas!»Fue a su encuentro, mientras

comprobaba su reloj. Disponía deltiempo justo. En una hora, cogía unvuelo a Londres, donde tenía unaconversación pendiente.

—¿Has conquistado al general,querida Lola? —le preguntó nada másverla, mientras besaba su mano.

—Como si fuera su suegra, James...—respondió su marido.

Lola ni siquiera escuchó elcomentario. Se ató al brazo del inglés yle susurró:

—Necesitamos tu ayuda. Creo quehan secuestrado a Iturri. Ellos no van a

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soltar prenda, por eso quieren quitarmede en medio. ¡Tenemos que hacer algo!

Moloney no mentó palabra. Dio unbeso a Lola, estrechó la mano de Jaimey se marchó dejando a la juez con lapalabra en la boca y una cuartilla en lamano. Lola se apresuró a desdoblar lanota. Había escrito «Le Mans» en letracapital. Le seguía una larga parrafadaque no pudo descifrar. La letra delinglés era pequeña y apelotonada y ellano llevaba las gafas de leer consigo.

Levantó la vista y vio alejarse aMoloney, levantando la mano a diestro ysiniestro en señal de despedida.

—¿Has traído las gafas, Jaime?

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—Tengo unas en el coche.Hicieron el viaje de vuelta en

silencio. Lola no entendía nada.

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Domicilio de la juez MacHor,proximidades de Madrid. 6 dediciembre

A eso de las tres de la tarde, mientrasponían la mesa e introducían el polloasado sobrante del día anterior en elhorno microondas, sonó el timbre de lapuerta.

—¿Esperas a alguien, Lola?—No, ¿y tú?—Tampoco.

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—Pregunta quién es por el interfonoantes de abrir.

Lola obedeció.—¿Señora MacHor?—¿Quién pregunta por ella? —

replicó aprensiva.—Presidencia del Gobierno. A la

vicepresidenta le gustaría hablar conusted unos minutos. Me envían arecogerla.

Desconcertada, la juez no supo quéresponder. Permaneció muda unosinstantes, con el dedo presionando laclavija del interfono. Se hallaba inmersaen un torbellino de preguntas.

—Señora, ¿sigue ahí?

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—Sí, lo siento. Un momento.Apretó el botón que soltó la clavija

que mantenía asegurada la verja de laentrada. El hombre vestía traje negro ycamisa blanca, con corbata oscura. Yllevaba uno de esos auriculares de cableretorcido transparente en el oído.

—¿Necesita coger algo, el abrigoquizá?

Lola respiró hondo antes de hablar.Se había recogido el pelo en una cola decaballo. Calzaba zapatillas deborreguillo, y vestía un pantalón gris dedeporte con una marca marrón con laforma de una plancha, un descuidoantiguo, y una camiseta no muy ortodoxa

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que le encantaba. Mostraba los cuartostraseros de un galgo visto desde unmetro de distancia, junto al nombre de laempresa publicitaria y un eslogan querezaba: «Esto es lo único que veránuestra competencia». El mensaje teníasu miga, pero no era eso lo que legustaba, sino el trasero: delgado, terso,magro, sin un gramo de grasa. Cuando seponía esa camiseta, se sentía más ligera,una especie de cirugía estéticaimaginaria. Nunca se lo había contado anadie. Le darían antidepresivos. A sumarido, le espantaba. «¡Por Dios, Lola,qué mal gusto! ¿Cómo se te ocurreponerte una cosa así?» «¿Y eso me lo

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dice un tipo que se ha comprado unacamiseta de Spiderman?» «Me la hanregalado tus hijos.» «Ya.»

Lola se cambiaba de ropa en cuantoentraba en casa. Le dolía el corazón elprecio del tinte. En un primer momento,al ver cómo le miraba el agente, sesintió abochornada. Lucía una pintainnoble. De inmediato, pensó que no eraella la que estaba fuera de lugar, sinoaquel caballero tan serio que le estabahaciendo sentirse estúpida en su propiacasa. El pensamiento la envalentonó.Cruzó los brazos en el pecho yrespondió:

—Ponerme en esta situación en un

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día festivo, en mi casa, y sin avisoprevio, no es usual ni elegante,caballero. Creo que sería másprocedente...

—No es momento para filosofar,señora. Un coche nos espera. Será cosade una hora, a lo sumo. Lavicepresidenta aguarda.

En ese momento, llegó su marido.Jaime no era tan maniático como ella. Sedeshacía siempre de la corbata y de laamericana, pero la mayor parte de lasveces seguía con el pantalón del traje, lacamisa y los gemelos. En aquellaocasión, sin embargo, llevaba sucamiseta preferida. Al imperturbable

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agente se le escapó una sonrisa. Él teníael traje completo, mallas y capuchaincluidas. Lo usaba en situacionesespeciales, y siempre a media luz. A sumujer le encantaba.

—¿Qué ocurre, Lola?Se lo explicó, aún perpleja.—No quiero ir —le susurró, e

interpeló al hombre que esperaba en laentrada—: ¿Sabe usted qué ocurre?

—Me temo que no.—Entonces, creo que declinaré ir.

Dígales que mi teléfono está operativo.Si necesitan hablar conmigo, que mellamen. Les atenderé.

Sin moverse del sitio, el hombre se

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llevó la mano a la oreja adornada con elauricular, se volvió hacia atrás ymasculló algo que el matrimonioGarache no pudo escuchar. Poco más deunos segundos después, sonó el móvil deLola. Lo había dejado en la cocina. Fuea buscarlo mientras Jaime vigilaba aaquel tipo. Parecía del Gobierno, peroese papel es bastante sencillo derepresentar, basta con un traje oscuro,pinganillo en la oreja y cara avinagrada.Además, hay mucha gente que parece loque no es.

—Jueza MacHor...El que llamó se llamaba Beltrán y

poseía un apellido rimbombante, que la

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juez no retuvo, aunque sí recordaba quele había resultado gracioso. No preguntóde nuevo. Decidió llamarle Beltrán.

—¿Nos conocemos? No recuerdo sunombre. Ni su apellido. De haberlo oídoantes, sin duda lo recordaría.

—No en persona, Lola, pero...—¿Y por qué tiene usted mi

número?No respondió a esa pregunta

directamente, pero era obvio que en estemundillo no había secretos.

—Soy asesor personal de lavicepresidenta del Gobierno.Necesitamos hablar contigo unosminutos. Es importante. Hemos enviado

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un coche.—Su hombre está en la puerta, sí.

Pero antes de acompañarle me gustaríasaber de qué asunto o asuntoshablaremos.

Carraspeó.—Querida Lola, créeme, es mejor

que hablemos en persona. Notardaremos mucho.

Finalmente, la juez cedió.—Deme unos minutos para

cambiarme, por favor.El agente asintió.Cuando bajó, vestía un discreto traje

de chaqueta gris marengo y una camisarosa palo. Abrió la puerta del armario

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del pasillo de la entrada y cogió elabrigo.

—Tengo que acompañarle, Jaime.Ve comiendo.

Se acercó a darle un beso en lamejilla y de paso le preguntó ensusurros:

—¿Crees que tendría que ponerme lafaja?

Su marido soltó una carcajada.—Lleva el móvil a mano —le dijo.

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Proximidades del Palacio de laMoncloa, Madrid. 6 de diciembre

El conductor no mentó palabra duranteel corto trayecto. Se detuvieron unosbreves instantes en dos barreras, y luegodefinitivamente ante el edificioprincipal. Lo conocía. Había estado allíen más de una ocasión. En la escalera,aguardaba un joven. Éste no llevabaauricular. Imaginó que era el asistentedel ayudante del subsecretario, o

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similar. Era atento, con modalesmarcadamente afectados. Vestíachaqueta de tweed, pantalones grises defranela y corbata chillona.

—Gracias por venir, señoría. ¿Meacompaña, por favor?

Lola le siguió. Subieron al primerpiso.

MacHor era adicta a los tacones. Nosabía bien el motivo, pero los zapatosplanos le hacían sentirse pequeña, decuerpo y de ánimo. Los calzabaexclusivamente en fin de semana ysiempre que no tuviera que trabajar. Poreso, estaba acostumbrada a caminar almodo de un flamenco; sin embargo,

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aquella escalera le costó lo suyo. Letemblaban las piernas. Se sentía como sipisara arenas movedizas. El joven lacondujo por entre los largos pasillos deledificio desierto hasta dar con una salade espera. Abrió la puerta y con un gestode la mano, una extraña larga cambiada,la invitó a entrar. Una vez dentro, lepreguntó si deseaba tomar alguna cosa:un café, un poco de agua, té, una Coca-Cola. Cuando mencionó esta últimabebida, se rio entre dientes. MacHor lomeditó un instante. Era la primera vezque le ofrecían algún productomencionando el nombre comercial en unorganismo público. Era del todo inusual.

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Lo correcto en estos casos es agradecerel ofrecimiento y rechazarlocortésmente. Pero, en aquellosmomentos, la corrección no le parecióimportante.

—Aceptaré la Coca-Cola, gracias.El joven, que no ocultó su disgusto,

enarcó las cejas y salió de inmediatotras lo que cerró la puerta. Regresó alcabo de un rato con una botella de agua,un vaso de cristal y un posavasos depapel con blondas. Y sin mediarpalabra, se retiró. Lola no volvió averlo. Debió de considerar que ya habíahecho suficiente por ella, teniendo encuenta que era día festivo. Quizá en esa

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ala del Ministerio tenían algún problemacon la Coca-Cola. O quizá se tratara deuna cuestión ideológica. Aunqueresultaba difícil de creer: en aquelGobierno, lo yanqui estaba bien visto.

Agradeció que el ayudante decorbata chillona se fuera. No lo echaríade menos. Un jovenzuelo conaspiraciones intentando ofrecer unaconversación marcadamente inteligentees peor que un día de campo en una zonade mosquitos, peor que una depilaciónde axilas, peor que un pleito entreparientes. Hizo mutis por el foro y novolvió a verlo.

Una vez sola, Lola se concentró en

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la estancia. No era demasiado grande.Dotada de techos altos y moldurashistoriadas, algún decorador ciego lehabía hecho el flaco favor de vestirlacon muebles modernos, a cuál máspsicodélico. Así fue, al menos, comojuzgó el entorno. MacHor sostenía quepara mezclar lo moderno y lo clásicohabía que ser un gran artista. Y el quehabía cometido aquel pecado no lo era.En ambos lados de la habitación sesituaban dos radiadores antiguos, dehierro, altos, tan historiados como eltecho, que hacían de la sala un lugarpróximo a un horno. Para compensar,había un aparato de aire acondicionado

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que mecía los ligeros cortinajes.Se desprendió del abrigo. Luego, se

lo pensó mejor y se deshizo también dela americana. Ya cómoda, procedió acalibrar uno a uno los cuatro sillones depiel blanca y nervios de aceroinoxidable que rodeaban la mesita bajade cristal, antediluviana más que fea,sobre la que dormitaban varios folletosmeticulosamente ordenados. Todospomposos, todos caros, todos inútiles.

Los asientos eran los habituales enlas salas de espera de los grandesdespachos de abogados, auditores ygentes con posibles: bajos, anchos,profundos y envolventes. Probó todos y

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cada uno de ellos para concluir que loscuatro estaban trucados: eran de «ésos».Tenía la teoría, que estaba dispuesta adefender ante cualquiera, de que losdiseñaban de ese modo con la finalidadde hacer la puñeta al invitado y dejarloen evidencia. Resultaban agradables a lavista y abrazaban con amabilidad, paraluego, poco a poco, ir absorbiendo a sumorador como si en arenas movedizasestuviera. Y cuando acudían a buscarlo,éste no tenía forma de levantarse condignidad. Quisiera o no quisiera, hacíael ridículo sin remedio.

Los sillones que tenía delante noeran una excepción. Se sentó en el que

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quedaba más oculto. Así, cuandoacudieran a recogerla, tendría tiempo dereaccionar y evitaría que se le viera loque no quería.

Suspiró antes de beberse el agua. Lode la Coca-Cola había sido una pena, lacafeína le habría ido bien. Era su hora.Bordeaban peligrosamente las cuatro dela tarde, momento en el cual suorganismo desconectaba. Por algúnextraño desfase químico, a esa hora ladensidad de sus párpados cambiaba. Sevolvían pesados, incapaces de soportarsu propio peso, y poco a poco ibancediendo, desplomándose, como lohacen las persianas cuando sueltas sus

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cuerdas. A los párpados le seguían lacabeza, que iba dando tumbosincontrolables, y las piernas, que seestiraban y sufrían calambres y algunaque otra sacudida. Entonces, despegabasin remedio. El proceso era corto, nosolía extenderse más allá de quince oveinte minutos, pero su apariciónresultaba inevitable.

En su domicilio disponía de uncómodo sofá y un televisor queproporcionaba el ruido de fondonecesario; en el despacho, de un sillónde modestas proporciones que habíacolocado estratégicamente detrás de lazona de apertura de la puerta, de manera

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que cuando alguien desde fuera seasomaba, creía que estaba ausente. Allí,como si fuera el móvil y cargara lasbaterías, se aislaba a diario sin darexplicaciones. Cuando volvía a erguirseera como si hubiera cambiado de piel.En aquella sala de espera no era lomismo. No estaba en casa y el sillón nose prestaba, pero a su cuerpo le dio lomismo. Desconectó. Y, naturalmente,ocurrió lo que nunca debió ocurrir.

—Disculpe, señoría...En realidad, lo oyó, pero no en la

capa del conocimiento consciente. Fuecomo un suspiro, como una frasearrastrada por una brisa veraniega.

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—Señoría...Dio un respingo. Había olvidado

dónde estaba. Levantarse fue toda unaodisea. Se puso colorada como untomate, mientras se estiraba la falda. Latonalidad de sus mejillas sólo fue elprincipio del calvario.

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Palacio de la Moncloa, Madrid. 6 dediciembre

Cuando volvió a recuperar lacompostura, se percató de que había trespersonas en la habitación, todosvarones. El último cerró la puerta trasde sí. El primero era el asesor que lahabía telefoneado: Beltrán. Parecía unpolítico, olía a político, se comportabacomo un político. No era un secretariode Estado o un jefe de gabinete, sino uno

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de esos asesores de confianza a quieneslos poderosos encargan sus trapossucios, con la seguridad de que sabenlavar, planchar y hasta almidonar si esmenester.

Si bien, a juzgar por su aspecto,parecía frisar los treinta, sus ojosdestilaban mucha vida, demasiada paraesa edad. No era una beldad, pero teníasu atractivo. Piel blanca, pelo oscuroondulado en la nuca, barba corta, manosfinas de dedos largos, nariz aguileña yojos grises.

Se acercó a la juez con la manotendida. Vestía traje gris de espiguillafina y camisa azulona de cuello blanco.

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La corbata no hacía juego con elpañuelo, pero ambos eran de sedagranate. Sonrió mientras le decía que eraun placer recibirla en la Moncloa. Susonrisa no engañó a la juez ni por unmomento. La observaba con la frialdadtípica de quien desprecia a los demás ycon la fijeza perturbadora de undetective. Con todo, también ella sonrió.Pero después del ridículo que habíahecho, le pareció que lo mejor era tomarlas riendas de la conversación.

—Buenas tardes, caballeros. Soy lajuez MacHor, Tribunal Supremo.

El político se echó a reír.—¡Sabemos quién eres, Lola!

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—¿Ah, sí? Estaba convencida deque me habían tomado por otra persona,algún político. Yo, si no me queda másremedio, me entrevisto con abogados; lohago en mi despacho y siempreacompañada del secretario judicial. Conmis amigos, me reúno en casa o enlugares públicos. Pero este lugar enfestivo es nuevo para mí. Preferiría estaren casa. Y la persona que me haconvocado no está aquí.

Beltrán adoptó una posición extraña,como si la exasperación que leprovocaba la juez fuera insufrible.Exactamente lo que pretendía. Sinembargo, tenía tablas y enseguida se

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repuso. Se retocó el nudo de la corbata.Ese simple gesto, de dos escasossegundos, bastó para que emergiera otrapersona, ya no altiva, sino conciliadora.

—¿Por qué no nos sentamos y nostranquilizamos, señoría?

—Yo estoy muy tranquila. Y algohambrienta, la verdad. Si sé que van asecuestrarme a la hora de la comida,hubiera probado algún pinchito en larecepción del Congreso.

—¡Tienes toda la razón, Lola, y lolamento! Es una hora fatal. Pero hayveces en que las circunstanciasaconsejan atropellar las buenas formas.Incluso hasta invitar, que no secuestrar,

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a un ilustre miembro de la judicatura avisitar el Palacio de la Moncloa enhoras intempestivas.

—¿Y cuáles son esas circunstancias,si puede saberse? Porque deben de sergraves para atraparme en mi casa ymeterme en un coche oficial sin darexplicaciones —arguyó, al tiempo queaceptaba su ofrecimiento y tomabaasiento. Aquella vez no le importó: atodos les costaría levantarse. Ella, porsi acaso, se cuidó de quedarse en laesquina del sillón, en equilibrioinestable.

El político se detuvo un instante,consciente del impacto que lo que dijera

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iba a tener en ella.—Esas circunstancias se llaman

Juan Iturri, Lola.La juez se llevó las manos a la boca.—¡Lo sabía, sabía que le ocurría

algo! ¿Tienen alguna noticia?—La tenemos. Por eso te hemos

hecho venir. Te presento al tenientecoronel Villegas, guardia civil, condestino en nuestra embajada de París. Élnos pondrá al día.

Lola le tendió la mano.El teniente coronel Villegas se había

sentado en el sillón de la izquierda, conel cuerpo levemente inclinado haciadelante y las manos apoyadas en los

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muslos. Tenía la planta de un corredorde maratón, sorprendentemente nervudo.La camisa le quedaba grande. Lamantenía dentro de los pantalonesmediante un cinturón de hebilla gruesa.Llevaba el cabello castaño claro y conprofundas entradas, muy corto en lanuca. Probablemente de formainconsciente, se balanceaba haciadelante. Era un movimiento reflejo, casiimperceptible, del que Lola habíatomado nota, lo mismo que del resto desus gestos. Hasta que el asesor le dioentrada, no había mentado palabra, perono había dejado de clavarle los ojos.Tenía una mirada fría, aséptica, que no

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reflejaba sentimiento alguno. Aquellasdos bolas negras más que iris parecíanbarreras de contención. Podría estarmirándola con odio o curiosidad. Podríaverla como una presa a la que zamparseo como un cervatillo herido al queayudar; como a una fuente deinformación o como a una espía.Cualquiera de esas opciones, ocualquier otra, eran factibles.

El apretón de manos tuvo su fuerza yluego ambos volvieron a sentarse.

Casi todos los guardias civiles queLola conocía no lo parecían. Vestidosde paisano, unos semejaban oficinistas,otros quinquis, otros banqueros. Lola

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pensaba que la opinión, muy extendida,de que se les notaba, era completamentefalsa. El teniente coronel Villegaspodría dedicarse al cultivo delchampiñón en La Rioja, o a la ingenieríaquímica en Tarragona. Lo único que sele transparentaba era el acento deVallecas, ese deje ahuecado y nasal, unapizca gangoso y que marcaba mucho laseses.

—Buenos día, señora. Si le parecebien, voy a ponerle al corriente de losacontecimientos, hasta donde hemoslogrado averiguar. —A Lola empezó atronarle el corazón—. Hace dos días, serecibió en la Moncloa una carta dirigida

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al presidente del Gobierno. En ella, seinformaba del secuestro del inspectorIturri, y se listaban las condicionesrequeridas para su liberación: dosmillones de euros y el acercamiento detres presos de la Organización,distribuidos en sendas cárceles enAndalucía. Si bien los especialistascertificaron la autenticidad del papel yhallaron una huella parcial que situabael envío en el entorno de laOrganización, no hay certeza de que sealo que parece.

—¿Puedo preguntar por qué?—Se lo explico con mucho gusto.

Para empezar, estamos en una situación

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de tregua indefinida. Éste bien podríaser el acto que la rompiera; sin embargo,creemos que no es el caso. Por ello...

—Disculpe, teniente coronel...—Villegas es suficiente, señoría.—De acuerdo, quid pro quo: yo le

llamo Villegas y usted a mí Lola. ¿Leparece bien?

Aceptó con un gesto.—Antes de convocarme, doy por

sentado que me habrán investigado.Otro gesto minúsculo.—Lo imaginaba. Entonces, le

constará que durante años ejercí comojuez de primera instancia en Pamplona.Allí se decía de mí que era tan pesada

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como una mosca veraniega. En realidad,la expresión utilizada era otra, pero esono viene al caso. Sepa que considero eljuicio completamente exagerado, perodebo confesar que en algo tienen razón:cuando no entiendo lo que me explican,no puedo seguir.

—Me consta, sí.—Pues sea bueno y explíquese para

que yo le entienda, ¿quiere?—De acuerdo. Verá, no sabemos a

quién culpar porque este caso difiere dela forma típica con la que laOrganización reivindica públicamentesus actos. Siempre que llevan a cabo unsecuestro, un atentado, un robo o un

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hecho similar, informan mediante unallamada anónima a un diario sito en elPaís Vasco, o emplean como difusores alos abogados relacionados con la causa.En este caso, ninguna de esas cosas seha producido. Si se tratara de romper latregua, estamos seguros de que lohabrían comunicado por ese sistema.

—De modo que creen que no ha sidosecuestrado.

Negó con la cabeza.—No. Creemos que ha sido

secuestrado, pero no por la víareglamentaria. Quizá se le pueda atribuira un comando independiente, lo que nodeja de ser raro: se trata de una

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estructura jerárquica, militar. Cualquiermiembro de la Organización sabe lo quesignifica mear fuera del tiesto. Mejorsería meter la mano en un nido devíboras. En fin, no se mezclan con nadie,no se dignan a mirar a los que estánfuera... Y si te sales del guion, te cortanlos...

—Le cortan el pelo, lo entiendo,teniente coronel. Pero, si ésas son lasreglas, ¿cómo están seguros de que es unsecuestro?

—Verá, Lola, cuando se recibió esacarta en el Ministerio, rastreamos elteléfono del inspector Iturri...

Escuchó el relato en estricto

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silencio. Cuando concluyeron, sólo fuecapaz de asentir. La angustia ibacolonizándole la garganta.

—Comprendo. Pero entonces, ¿creenque lo ha secuestrado la Organización ono?

El tercer hombre, que iba vestidocon una antiestética pajarita y unaamericana de lino beige, era tartamudo,pero eso no le frenó. Avanzó hastasituarse en el extremo del asiento, y sesumó a la conversación.

—Soy Lorenzo Montalvo, directordel CNI. Permíteme que complete elinforme del teniente coronel. Verás, antelas dudas de procedimiento y ante la

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situación de tregua, decidimos recabarmás datos. Nuestros expertos handetectado ciertas desavenencias internasen la Organización. No muchas y, sobretodo, no graves, de gallitos jóvenes conpoco peso. No suficientemente seriaspara romper la tregua, y menos por unsecuestro... En todo caso, se contrastóesa percepción con otras fuentes. Elteniente coronel Villegas con sus fuentesy nosotros con las nuestras. Ningúnconfidente tiene noticias de un secuestrou otras operaciones similares. Dadas lascircunstancias, decidimos preguntarabiertamente. Lo hicimos a través de lospartidos vascos, como es habitual.

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Aseguran no saber nada, y nosotros lescreemos.

—¿Y entonces?—Puede tratarse de unos

espontáneos, de una facción radical o dealgo que aún no comprendemos. Notenemos demasiadas pistas, pero vamosa seguirlas.

Beltrán se puso en pie. Los demás loimitaron. Por último, Lola también selevantó.

—Y ésa es la razón por la que estásaquí, Lola —apostilló el político—.Necesitamos mantener la máximadiscreción; es más, se requiere unauténtico secretismo en este asunto.

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Cualquier otra situación pondría enriesgo la vida del secuestrado. Por eso,necesitamos que dejes de preguntar aunos y otros. Te pedimos que temantengas al margen y dejes trabajar alos profesionales. Sabemos que conocespersonalmente al inspector Iturri —dijo«personalmente» de una forma extraña, yse detuvo más de la cuenta, pero enaquellos momentos a Lola su honra ledaba lo mismo—. Pero no le harásningún bien inmiscuyéndote.

El pulso de la juez se disparó. Porun momento, fue incapaz de articularpalabra. Se sentía en un callejón sinsalida, y, sin embargo, su corazón le

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decía que no podía abandonar tanpronto. Aquella gente no conocía a Iturricomo ella. Beltrán interpretó de formaerrónea su silencio y añadió:

—No te reprochamos tu actitud,Lola. Tratar de velar por tu amigo tehonra. Sólo decimos que no lo estáshaciendo bien, que dejes trabajar a losprofesionales. Prometo que teinformaremos en la medida de nuestrasposibilidades.

—¿Y eso es todo? ¿Un poco deinformación y a casa? Si piensa así, esque no me conoce. Ésta es micontraoferta: trabajaré con usted,teniente coronel Villegas. Tengo

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experiencia y le daré la cobertura legalque necesita...

Beltrán negó con la cabeza.—No, Lola, de ninguna manera. Lo

que planteas es imposible. El secuestrose desarrolló en Francia. No podemosenviar allí a una jueza española. Lotomarían como una injerencia en asuntosinternos, y tendrían toda la razón.

—No tengo que ir como juez.El político volvió a reír.—Entonces, como qué, ¿como su

amante?Esta vez no le costó responder. La

rabia es la más poderosa de las fuerzas.—No soy su amante ni lo he sido

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nunca. Pero tengo información sobreeste secuestro que el teniente coronel notiene. Y no la compartiré a menos queme deje participar. Conozco a Iturricomo a un hermano. Repito, como a unhermano. Sé cómo piensa. Sé lo quepiensa. Me necesitan. —La juez suspiróun par de veces—. Quiero que sepanque no me he colado. Inadvertidamente,me he visto metida en esto. Y ahoraestoy dentro.

—No puede ser —reiteró el dichosomoscardón.

—De acuerdo, hablaré con lavicepresidenta en persona. Basta conuna llamada al ministro de Interior

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francés...El político montó en cólera.—¡He dicho que no! Esto no es un

juzgado con bonitas togas y lenguajedecimonónico, es un mundo siniestro,hay que tomárselo en serio. ¿Quéesperas, señora jueza del TribunalSupremo, que te extendamos una ordende alejamiento? ¡Tu deber es quitarte deen medio! ¿Quieres que te lo diga conmás sutileza, a ver si lo entiendes?

La juez se esforzaba en no perder lacompostura, en mantener el equilibrio,pero cada vez le resultaba más difícil.Antes de que pudiera protestar, Villegasentró en la conversación. Tenía carácter,

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sin duda.—Dice que ha sido metida en este

asunto inopinadamente. ¿A qué serefiere, señoría?

—Lo único que voy a decirle es queIturri me escribió poco antes dedesaparecer en la nada.

—Lo sabemos, tres mensajescortos...

—En realidad, un mensaje repetidotres veces.

—Tenemos ese dato. Pero hemossupuesto que se trata de algo personal,algo entre ustedes, nada que nos ofrezcaalguna pista sobre su paradero. LeMans. Salamandra. ¿Usted lo entiende?

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—Tengo que reconocer queinicialmente el mensaje me resultóincomprensible. Pero acabo de recibirun dato que me ha abierto los ojos...

Villegas clavó de nuevo los ojos enla juez.

—¿Y podemos saber de qué dato setrata?

—Me temo que no va a ser posible.Nuestro amigo Beltrán acaba de firmarmi orden de alejamiento.

—Yo no me llamo Beltrán...—Lo sé, teniente coronel. Y quiero

que sepa que si Iturri envió ese mensajefue por algo. Esas dos palabras yninguna otra. De los que estamos aquí, la

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única que conoce al inspector Iturri soyyo. La única que puede descifrar esemensaje soy yo. Por eso, no voy apermitir que me quiten de en medio porlas buenas.

Hubo un silencio. Los tres semiraron. Finalmente, Beltrán, con ungesto, animó a Villegas a hablar.

—Verá, señoría. Francia da muchamás competencia a sus cuerpos deseguridad que España. Los de su gremiosólo entran después. No van aentenderlo.

—Yo se lo explicaré.—No lo entiende, señoría. No podrá

estar en el ajo, nunca le darán un pase a

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un juez.—De acuerdo, me instalaré en un

hotel y esperaré. Cuando me necesiten,estaré allí. Tiene mucho sentido.

—¿Sentido? ¡Está traído por lospelos!

—No voy a cejar. Seguiré dando lalata hasta que me incluyan en laoperación. Veamos, usted dirigirá elequipo. ¿Guardia Civil en exclusiva otambién Policía Nacional?

No respondió.—Comprendo. Guardia civil de su

confianza. Una pareja, hombre y mujer,ambos jóvenes, y alguien de laInterpol... No. Nadie de la Interpol, de

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momento. Pero sí algún francés. ¿Meequivoco? En total, cuatro personas. Yoseré la quinta. Créame, no deseoarruinarle sus planes, ni obligarle ahacer nada que no quiera. Sé estarcallada y quieta...

Beltrán se echó a reír.—¿Quieta, callada? ¡Será un chiste!A Lola se le agotó la paciencia. Y

decidió tutearle.—Insúltame si eso te hace sentir

mejor. Nada de lo que digas merebajará. Ya sabes, no ofende quienquiere, sino quien puede. ¿Qué dice,Villegas?

El teniente coronel suspiró. Sopesó

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la situación unos instantes. Mientrastanto, sacó un paquete de tabaco delbolsillo de la camisa y encendió uncigarrillo ceremoniosamente. Beltrán lemiró. La juez sonrió sin decir nada.

—Nada me complacería más quellevarla conmigo; me vendría bien unamujer de su intuición, pero en mi equipoyo doy las órdenes. De seguirlasdepende la vida del secuestrado y laintegridad de todos nosotros. No quieroofenderla, Lola, pero leo en sus ojos queobedecer no forma parte de su carácter.Además, nosotros somos simple yllanamente los que rastreamos. No es uncamino fácil ni glamuroso. Es como

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buscar piojos en un pelo afro.La juez sonrió. Sabía que había

abierto una brecha. Y eso significabauna victoria por goleada.

—¡Ah, pues en piojos soyespecialista! Se los he quitado a todosmis hijos. Supongo que eso suscitará suaprobación definitiva.

—¿Cómo era eso, una moscacojonera, señoría?

—Veraniega, teniente coronel.Veraniega... Por cierto, si voy a formarparte de su equipo, debería llamarmeLola, ¿no cree?

Beltrán interrumpió lasnegociaciones.

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—¡Un momento, un momento! ¿Estádiciendo que acepta, teniente coronel?¿A qué se debe este cambio de actitud?La vicepresidenta no va a estar deacuerdo en modo alguno...

—La señora lo que quiere sonresultados. Cómo los consiga es cosamía. Así me lo ha hecho saber. Siempreque me mantenga dentro de la legalidad,¿verdad, Lola?

—¡Ha perdido el juicio!—Lo que estamos es perdiendo el

tiempo, hay que ponerse en marcha.¿Puede recoger sus cosas en menos deuna hora, señoría? Cogeremos un aviónen...

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—Con media hora tengo suficiente.Dígame una cosa, teniente coronel: ¿dealguna manera voy a tener un encargooficial?

—¿Oficial? Yo diría que no.—Entonces será mejor que compre

personalmente un pasaje y lo pague demi bolsillo. No deseo verme en losperiódicos. Dígame en qué hotel nosquedaremos y...

Villegas sonrió.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 6 dediciembre

Una vez concluido el segundointerrogatorio, Joseba abandonó lavivienda sin mediar palabra. Habíaprobado con el palo y con la zanahoria.Le habían golpeado hasta dejarle hechoun guiñapo y, luego, Iñaki le habíaofrecido agua y descanso. Pero no habíasoltado prenda. Por el contrario, cada

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golpe había incrementado su altanería.Incluso, había llegado a despreciar elagua que se le ofrecía. Al parecer,estaban perdiendo el tiempo.

—Puede que termine por hablar,pero no será pronto —apreció Iñaki.Estaba sentado en la cocina. Sudaba detanto meterle y sacarle del agujero. Y depegarle. Procuraba no hacerledemasiado daño, pero no siempre podíaevitarlo.

Al escucharle, Anne dejó lo queestaba haciendo, se echó el abrigo sobrelos hombros y, sin apenas mirar a sumarido, salió. Su rostro mostrabaevidentes signos de turbación. Iñaki les

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oyó gritar en euskera. Se enzarzarían enuna interminable discusión que leotorgaría el tiempo que necesitaba. Conindecible placer, Salamandra cogió unabotella de agua y unas galletas y subiólos escalones de dos en dos. Vio a Iturrimuy pálido. Pero le animó con suspalabras y sus provisiones.

—¡De cine, tío! Lo estás bordando.Pero creo que ha llegado el momento deconfesar. Dile dónde tienes losinformes, y cuál es la combinación de lacaja fuerte. Me encargaré de que elexpediente Le Mans quede fuera.

—¿Y cómo sé que no me pegará untiro cuando se lo diga?

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Iñaki lo sopesó unos segundos.—No podemos saberlo, pero me

extrañaría: ocultar el cuerpo sería untrabajo adicional y una enormecomplicación y él lo sabe. Además, yome encargaré de que no ocurra.

—¿Y qué podrías hacer tú,Salamandra?

—Eso es cierto. Pues no sé, dalesalgo, pero no todo... Algo comoSalamandra, que no termine de entenderquién es... ¡Joder, vuelven, me van apillar!

—¡Espera! Cuando encuentres tuexpediente, ocúltalo bajo mi almohada.Ella lo encontrará.

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Iñaki bajó hasta su habitación de laprimera planta, cogió al niño, que estabadormido en la cuna, y se tumbó con él enla cama. Se hizo el dormido. Su cuñadole zarandeó.

—Deja al niño en la cuna y baja.Tenemos que hablar.

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Hotel St Pancras, nordeste de Londres,Reino Unido. 6 de diciembre

Si bien posee cinco estrellas, unafachada victoriana propia de un cuentode hadas y un espectacular edificio,deliciosamente remodelado, St PancrasRenaissance, perteneciente a la cadenaMarriott, no es el hotel más lujoso deLondres.

La fachada de ladrillo rojo del hotelMandarín Oriental, antaño palatino club

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de caballeros, en Knightsbridge, o TheLangham, en Regent Street, que disponeincluso de su propia oficina de correos,sin duda le aventajan. Los suelos del StPancras no están cubiertos conalfombras gemelas a las de los salonesdel Palacio de Versalles, como ocurreen The Goring, en Westminster, alabadopor la mismísima reina de Inglaterra, nien su restaurante pueden degustarse losexquisitos y prohibitivos raviolis delangosta, salmón o caviar salidos de losfogones de Steve Allen. Para eso hayque acudir al restaurante del hotelClaridge’s, en Mayfair. Al St Pancras nole alcanzan los rumores de la guardia

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real, y, aunque el Museo Británicoqueda a un tiro de piedra, desde sushabitaciones no se divisan las agujas delParlamento o las cápsulas acristaladasdel London Eye. Pero el St Pancras tienealgo que los demás hoteles londinensesno pueden superar: un acceso directo,privado y, si es necesario,absolutamente confidencial, desde laschambers hasta la estacióninternacional, donde concluye viaje elEurostar, tren de alta velocidad que uneel Reino Unido con el continente pormedio de un túnel subacuático queatraviesa el Canal de la Mancha.

Si alguien desea mantener un

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encuentro íntimo, una reuniónconfidencial o una negociación difícil,la Suite Royal del St Pancras resulta unaopción interesante. El capricho noresulta barato, ciertamente, pero noalcanza las dieciocho mil libras pornoche de la Infinity Suite del hotelLangham. Por la mitad, en St Pancras sepuede disfrutar de la suite real, unespacio de doscientos cincuenta metros,con tres dormitorios, cocina propia y unamplio salón presidido por un retrato deSu Majestad, donde los mayordomosmás cumplidos pueden atender una cenaabsolutamente privada para un máximode veintidós personas.

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De la Suite Royal, a James Moloneyle encantaba todo. Las paredes teñidasde púrpura enmarcando la chimenea, elpiano de media cola, la difusailuminación, los pesados cortinajesbeige, la mezcla de elementos clásicoscon las líneas puras del mobiliariocontemporáneo, los sofás de chenilla ycuero, el capitoné y las sillas derespaldo alto. Y, en especial, el extrañoretrato de Su Majestad Isabel II con sucollar de perlas de doble vuelta, sunívea cabellera cardada y su sonrisamilitar. Su esposa siempre le advertíaque eran sus genes judíos los quehablaban, y quizá tuviera razón. Fuera

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como fuese, allí se sentía total yabsolutamente británico. Con lo que esetérmino significaba.

Moloney no había accedido al hotelpor la estación. Había aterrizado enLondres esa misma tarde procedente deMadrid. A aquella hora vespertina,había bastante tráfico, de modo quecompró un billete para el tren HeathrowExpress y, arrastrando su pequeñamaleta de diligentes ruedas, se apeó enla estación de Paddington, donde tomóla línea Hammersmith & City hasta KingCross. Le gustaba el metro. Y también eltren. El único medio de transporte que leresultaba repulsivo era el autobús. No lo

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tomaba bajo ningún concepto.Era un viejo conocido. Accedió a la

zona de chambers, donde le entregaronuna tarjeta electrónica. Ésta le dioacceso a un pasillo privado que, a suvez, le permitió entrar en la suite. Dejólas habitaciones a los lados y se dirigiódirectamente al salón. Si bien flanqueóla entrada con diez minutos deanticipación, su mentor ya se hallaba allídegustando una copa de vino. Leacompañaba otro caballero de aspectodescuidado. No le conocía, pero sinduda también trabajaba para el MI6.

Sin preludios, se sentaron a la mesa.Servían dos personas. Ninguna de ellas

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hablaba inglés: llevaban poco más dedos semanas en el país. El mayordomo,de absoluta confianza, les hablaba en unidioma desconocido, que sonaba apolaco o quizá ucraniano.

Mientras degustaban el primer plato,hablaron de rugbi y de la tradicionalcarrera por las heladas aguas del lagoSerpentine de Hyde Park que llevaban acabo por esas fechas los aguerridosmiembros de un club de natación.Cuando el servicio se hubo retirado,comenzó la reunión.

—Señores, haré las presentaciones.James Moloney, uno de nuestroshombres en Madrid, es quien nos

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convoca. Mr. O’Shee acaba de llegar deBelfast, ¿no es así, querido Peter?

—En efecto, sir Wallon. Un cómodoviaje en avión, hasta Gatwick, me temo—respondió O’Shee, y volvió a sumirseen el mutismo más absoluto.

Moloney trató de evitar un gesto dedesagrado, pero sólo lo consiguió amedias. Antaño se había visto obligadoa visitar esa ciudad con asiduidad. Enlos últimos tiempos, iba cada vez conmenor frecuencia. Belfast ledesagradaba profundamente, y no sólopor los exaltados católicos, con unamano en el rosario y otra en lametralleta. Se le antojaba una ciudad

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sucia, antiestética, vieja y proletaria. Sinla menor clase, y con muchos más genesirlandeses que ingleses. Recordaba bienel cementerio, lugar de muchosencuentros, y la fábrica, y sobre todo elprecario confesionario de la iglesiacatedral, donde contaban con algunoscontactos. Sonreía al recordarlo.

El MI6 no es famoso por disponerde oficiales 00, tipo James Bond, cuantopor su red de agentes infiltrados, extensacomo un arte de pesca, pero mucho mástupida. No había un sitio del mundo,desde las más recónditas sectassicilianas hasta las más radicalesorganizaciones islámicas, donde no

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hubiera alguna persona integrada en elterreno desde hacía décadas, que servíaa la noble causa de Su Majestad.

—Muy bien, caballeros, nosencontramos aquí por una posibleamenaza contra la seguridad en España,que podría repercutir en nuestro país,por un efecto de rebote o incluso por unefecto de cooperación. Querríacomentarlo con ustedes. James, ¿es tanamable de hacer los honores?

Moloney expuso su informe de lamanera más clara posible, pues, aunquesus interlocutores eran conocedores delterreno que pisaban, era posible que nodispusiesen de los detalles.

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—Desde la Transición, los distintosGobiernos españoles han mantenidodiscretos contactos y negociaciones, máso menos formales, con la organizaciónterrorista en un claro y loado intento deinstaurar la paz. Desafortunadamente,todos fracasaron. El primer intento seremonta a 1976, y fue llevado a cabopor el recién estrenado primer Gobiernodemocrático presidido por AdolfoSuárez, siendo liderado por elcomandante Ugarte. Desde entonces, hahabido innumerables tentativas endistintas partes del mundo: Zúrich,Argel, Ginebra, País Vasco, sur deFrancia, Oslo, etcétera, conducidas por

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una amplia variedad de perfiles, desdeobispos hasta representantes de partidospolíticos. En todo ese tiempo, se hansucedido atentados y treguas, rupturas deacuerdos y propuestas. Y, en medio,como bien sabemos porque en el ReinoUnido hemos vivido situacionesparalelas, mucho dolor. Sin embargo, lasociedad no estaba preparada para lapaz. Ninguna de las partes lo estaba.Quizá el punto de inflexión se inició en2006, tercera tregua de envergadura. Elanuncio suscitó una gran euforia en todaslas partes implicadas. España llevabatres años sin muertos sobre la mesa, loque consolidaba la voluntad de la

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Organización de lograr algún tipo deacuerdo, algo que resultaba más sencillocon un partido laborista en el poder...

—Socialista —corrigió Wallon.—Socialista, gracias, señor. Por

otro lado, el rechazo general de laviolencia se había extendido desde lasociedad española hasta la vasca, casisin excepciones. Coincidía, además, quehabiendo desaparecido formalmente elEjército Republicano Irlandés, enEuropa sólo subsistían dos grupos quepracticaban el terrorismo: ellos y AlQaeda. Era algo insostenible. Elproceso de paz, sin embargo, saltó porlos aires con un atentado en el

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aeropuerto de Barajas, en Madrid. Peronunca murió del todo. Los contactoscontinuaron hasta una nueva declaraciónde «cese definitivo de su actividadarmada» en 2011 y un amago más bienfolclórico de escena de entrega de armasen 2015. En la escenificación de esenuevo camino, aparecieron dos viejosconocidos en esta mesa: Gerry Adams yel exjefe de gabinete de Tony Blair,Jonathan Powell. Como saben, el MI6contaba con otros oídos en esas sesionesde San Sebastián...

—Muy cierto —señaló O’Shee.—Esa fuente siempre sostuvo y

sigue sosteniendo que esta ocasión es la

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definitiva, aunque advirtió y sigueadvirtiendo, como en el caso del IRA,de la presencia de pequeñoscorpúsculos descolocados, dispuestos adar la lata y a hacer todo lo posible paradinamitar el proceso. Como bien saben,nuestra gente de Belfast y Escociacolabora con los gobernantes de la zonaen la detección, seguimiento ycontención de los grumos. Nos constaque España hace lo mismo, y quenosotros les apoyamos cuando somosrequeridos y, a veces, también cuandono lo somos.

—¡En ocasiones, no hay quiencontenga a un exprimer ministro

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aburrido! —bromeó Wallon.—En el pasado reciente, las

escaramuzas en Irlanda del Norte fueronpoco a poco perdiendo intensidad. Lagente volvió a la normalidad, aacostumbrarse a vivir en paz. Eso hadurado hasta hace pocos meses. Comosaben, dos exmiembros del IRA, KevinMcGuigan y Jock Davison, fuerontiroteados en plena calle en la primaverapasada, haciendo de este otoño el máscaliente desde la paz. Los sucesos no sehan aclarado del todo, pero la hipótesismás factible es que se trate demovimientos internos cercanos al SinnFein llamados a evitar que alguien

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vuelva a la carga e intente resucitar lalucha armada. En este momento, noshallamos en una especie de fasetransitoria. Esperamos y contenemos larespiración. Hemos llegado a un difícilequilibrio con esa gente, a la que hemosindultado, arreglado sus viviendas ydado trabajo, y no queremos que unosexaltados lo quiebren con un bombazo oun asesinato. Nosotros y ellos estamosal tanto, y en contacto, con ese mismofin. Bien, es en ese contexto donde hasurgido una complicación, o más biendos, que hoy nos reúnen aquí.

Moloney se levantó y cruzó laestancia dirigiendo la vista hacia ambos

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lados, hasta dar con su cartera. Extrajouna carpeta y regresó a su sitio, desdedonde repartió una copia de la cartadirigida a la presidencia del Gobiernoespañol.

—La primera noticia llegó apenashace tres días. En su momento, no leprestamos demasiada atención. Que lafuente, de alto rango, fuera digna de totalconfianza aumentó nuestro interés. Peroque se tratara de una mujersentimentalmente implicada en elproceso hizo que pusiéramos sutestimonio en cuarentena. Los hechosposteriores le han dado la razón. Nosequivocábamos: sus observaciones eran

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inteligentes.—¿Qué pretendía esa mujer a

cambio de nuestra colaboración?—Es largo de explicar. Pero, en

suma, buscaba lo mismo que nosotros:información. Su ayuda ha sido deutilidad. Por ella, podemos leer hoy estedocumento.

—¿Nos lo ha entregado ella?—No, exactamente. Aunque sin ella

no lo tendríamos. En todo caso, estacarta nos plantea un nuevo problema deconsiderables proporciones —sentencióy esperó a que sus colegas leyesen eltexto de la carta llegada a la Moncloa.Mientras, se entretuvo pasando su dedo

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índice por la imagen de la serpienteenroscada en el hacha. Cuando estimóque habían tenido tiempo suficiente,continuó.

—Bien, acaban de leer esa carta.O’Shee intervino.—Es una locura que no esperaba y

creo que los españoles tampoco.Perdone por la insistencia, sir Richard,pero me gustaría confirmar que tenemoscerteza de la fuente.

—James asegura que sería unalocura por nuestra parte no prestarleatención. O’Shee, ¿quiere hacer loshonores?

El irlandés se puso en pie. Pese al

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descuido de sus vestimentas, sus gestosresultaban marcadamente educados.

—Naturalmente, sir Richard. Lo quenos convoca aquí es que podría serposible que la amenaza de la que noshabla Mr. Moloney se hubiera fraguadoen Belfast y que sus grumos, como él losha denominado, y los nuestros estuvierande algún modo enlazados. Hace apenasdos meses, comenzamos a recibir datos;primero difusos, luego más fluidos,procedentes de uno de nuestrosinformadores en Belfast, un tipo muybien relacionado asentado en St Peter’s,la catedral católica de la ciudad. Nosadvertía de un movimiento sospechoso

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de lo que él llamaba «búsqueda detraidores» que afectaba tanto aespañoles como a gente del Úlster.Entendimos que se trataba de ese gruposurgido de las propias filas del IRA quetrataba de desestabilizar el Gobierno deSu Majestad en Irlanda del Norte.Entendimos también que era el propioSinn Fein quien nos pasaba lainformación, porque estabanpreocupados con la muerte de los dosterroristas antes mencionados. Depronto, esas informaciones cesaroncomo por ensalmo. Evitamos morder elanzuelo y lo dejamos estar. Sin embargo,cuando Mr. Moloney nos ha pasado la

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noticia de este secuestro supuestamentellevado a cabo en Francia por laOrganización, se han vuelto a encendertodas las alarmas.

—Disculpe, señor, pero sigo sinentender por qué relaciona al IRA con laorganización española.

—Estaba a punto de explicarlo.Verá, en las fotografías de las personasque han acudido a la sede del Sinn Feinen Belfast en los últimos meses haaparecido una antigua militante vasca,conocida como la Leona, que mantuvorelaciones sentimentales con Dennilson,otro veterano del IRA. Permaneció enesa ciudad apenas una semana, para

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luego tomar rumbo a Sudamérica,creemos que a Venezuela. Se lafotografió en la puerta de esa sede, yluego entrando y saliendo de unavivienda con un hombre enjuto y deescasa estatura de quien no se disponíade ficha ni de alertas. Hemos averiguadoque es español, de origen vasco, que sufamilia estaba relacionada con laOrganización y que trabajaba en Belfastcomo guía turístico. Sin embargo, estamisma mañana, cuando se ha tratado deabrir un expediente, no se le haencontrado. Ha desaparecido. Havendido su coche, cerrado su cuentabancaria y abandonado su trabajo. Y le

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hemos perdido la pista.Había té y pequeñas almendras

bañadas en chocolate sobre la mesa. Lostres permanecieron en silencio. Moloneyatrapó sin vacilar uno de los dulces y selo metió en la boca. Luego, levantó lavista, justo por encima de la cabeza desu mentor, sentado enfrente, y la posó enla estantería de paños amplios, apenasvacía, que cubría la pared.

—¿Qué opina, James? —dijo.—Una golondrina no hace verano —

pronunció con claridad, mientrasrecuperaba la vista y la devolvía a lamesa—. Aristóteles.

—Muy cierto. No se trata más que

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de una sospecha, no corroborada porotras fuentes, y, además, de unos hechosterriblemente confusos, incluso paraproceder de españoles. No obstante, nopuede quedar en nuestra conciencia nohaber tirado del hilo. Por si nos topamoscon algo que no nos gusta. De acuerdo,caballeros, eso es todo. Ha sido unplacer compartir con ustedes estavelada. ¿Informes diarios? Muchasgracias.

Tanto Moloney como O’Sheeapartaron las sillas y caminaronágilmente hacia la salida de lahabitación. Sir Richard Wallon tambiénse puso en pie, pero no se desplazó. Se

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atusó el cabello, espeso y repleto decanas, y luego posó las manos sobre elrespaldo de la silla en la que se habíasentado.

—James, ¿puede quedarse unmomento más?

—Por supuesto, señor.Esperó a que el otro se hubiera

ausentado.

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Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 7 dediciembre

—¡Sácalo de nuevo! —ordenó Joseba,que de inmediato se incorporó.

Los tres estaban ante la chimenea,encendida. Fuera, el frío y la humedadhabían vuelto desagradable el día, depor sí gris. Anne detuvo a su hermano,agarrándole de la manga del jersey.

—No lo hará hasta que dejes la

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pistola —replicó ella.Al guipuzcoano le sorprendió su

tono de voz. Su hermana se mostrabacada vez más fuerte. Aquélla era unaAnne que él no conocía, aunque lo ciertoera que habían convivido muy poco.Sonrió.

—Serás una buena lugartenientecuando llegue el momento,ahizpatxoa[2] —le dijo, atrayéndolahacia sí. Ella, que tenía al pequeño enbrazos, se zafó del abrazo pero tambiénesbozó una sonrisa.

Iñaki se puso en guardia deinmediato.

—Lugarteniente, ¿de qué? ¿Y de qué

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momento hablas?—Son cosas de familia que no te

conciernen. Tú sube y sácalo. Dejaréaquí el arma.

Movió bruscamente la cabeza. Lamancha que cubría su cara comenzó aenrojecer.

—¡Claro que me conciernen! ¡Meconciernen un huevo! Si siguesmachacando a ese tío, lo matarás ynosotros seremos cómplices de unasesinato. Además, ¿sabes qué te digo?Que serás muy listo, pero no estásconsiguiendo nada. Estamos muchísimopeor de como estábamos hace un mes.No tienes nombres, no tienes plan y te

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has comido todos nuestros ahorros.Podrías haber buscado el nombre por tucuenta y, cuando lo tuvieras, localizar altío y pegarle un tiro. ¿Por qué nos hasliado de esta manera? ¡Eres un hijo deputa!

Anne tiró de nuevo de la manga deljersey de su marido y le instó a que sesentara.

—Vamos a tranquilizarnos, ¿vale? Ya ser prácticos. Iñaki tiene parte derazón: machacar a ese tío no funciona.¿Por qué no dejas que suba él solo? Quele dé de beber. Que le lleve una manta.Prepararé una tortilla francesa, que se lacoma. Y que luego le pregunte.

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Joseba se puso en pie. Y de espaldasa la chimenea, con las manos hacia elfuego, sopesó su respuesta.

—De acuerdo, como queráis. Dameal pequeño, y prepara los huevos. Perote voy a decir una cosa, cuñado, paraque te quede claro: si intentas jugármela,te corto el cuello. Y lo digo en sentidoliteral, ¿lo entiendes? —Iñaki no replicó—. Espera a que Anne termine, y haz loque ella dice. Sincronizaré el reloj: si enquince minutos no has bajado con unnombre, subiré yo. Y me llevaré lapistola.

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Hotel St Pancras, nordeste de Londres,Reino Unido. 6 de diciembre

Regresó a la mesa. Su mentor habíavuelto a sentarse. Él lo imitó. Levantó sutaza de té y tomó un sorbito. Se habíaquedado frío. La depositó de nuevosobre el plato. Sir Wallon apretó elbotón que tenía sobre la mesa y, deinmediato, de la zona de cocinas, surgióun mayordomo.

—Despejen la mesa, por favor.

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Tomaremos té en la zona de estar. Ytraiga unos sándwiches.

Al ver la vacía sonrisa delcaballero, recordó que no conocía suidioma, e hizo un gesto con la manoindicando que se llevaran la vajilla.

El ritual les llevó apenas tresminutos. Con el mínimo ruido de lozaque podría suponerse para esa tarea, lahabitación volvió a estar impoluta. Endos minutos, sin necesidad de másmensaje, tenían té humeante ysándwiches variados sobre la mesacuadrada que se encontraba en medio delos sofás. Ni Moloney ni Wallonmentaron palabra. El primero notó que

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al segundo le vibraba el móvil, y queéste leía el mensaje recibido.

—Moloney...—Sir Richard...—Querría pedirle un favor personal.

Soy consciente de lo importante que espara nosotros salvaguardar laprivacidad y el anonimato de sus fuentesde la mirada de curiosos, sean éstosquienes sean. No obstante, en este caso,creo que es necesario que hablemos deGuggenheim.

—Señor, Guggenheim no es unafuente, como tal. Ni siquiera esconsciente de serlo.

—Lo sé. Y no me extrañan sus

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reticencias, pero créame que, de no serindispensable, no se lo pediría. Debehablarle de esa mujer de origenirlandés...

—Señor, su origen irlandés seremonta al siglo XVI o al XVII. Sufamilia era católica, por eso huyeron aEspaña. No creo que ese pasado lejanotenga nada que ver hoy...

—Bueno, usted debe de saberlo, essu fuente. Pero comprenda que, tal ycomo están las cosas, debemos tener encuenta todos los factores.

Moloney lo sopesó unos instantes, yno cambió ni un ápice su percepción.

—Sir Richard, confíe en mí,

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conozco muy bien a esta juez. Es de fiar.El hombre se puso en pie y se acercó

a la preciosa chimenea.—¿Cómo de bien la conoce, James?A Moloney le extrañó mucho la

pregunta y replicó con cautela:—Creo que lo suficiente, señor...—Y a su marido, ¿conoce usted a su

marido? Creo que es médico, uncientífico ilustre. Experimentosnovedosos y cosas por el estilo...

—El doctor Garache, sí. Le he vistoesta misma mañana. Un buen médico,con un puesto de relevancia en lainvestigación internacional.

—¿Nada más?

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—¿Se refiere al inspector Iturri?—¡No, no! Conocemos lo

vulnerables que pueden llegar a ser lasmujeres. Más las irlandesas pelirrojas.Me refiero al doctor Garache.

Moloney miró con extrañeza a suinterlocutor, que le tendió unasfotografías.

—Ese hombre que se ve de espaldases el doctor Garache, marido de la juezaMacHor. No hace falta que le diga quéhay en ese edificio, ¿verdad?

—No, señor. Pero tiene que ser unerror. Debe de haber una explicaciónrazonable para ello. Se me ocurrencientos de respuestas.

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Seis fotografías más cayeron sobrela mesa.

—En estas fotografías, tomadas endistintas fechas recientes, elprotagonista es el mismo y el edificiotambién. Seguro que hay una explicaciónrazonable, pero la desconocemos. Yeso...

—Lo sé, señor. Eso nos pone muynerviosos...

—Me ha entendido perfectamente.

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50

Algún lugar en las proximidades deBron, sudeste de Lyon, Francia. 7 dediciembre

—¿Has tenido éxito como hermanita dela caridad? —indagó Gortari.

Iñaki dejó la botella de agua vacíasobre la mesa, pero no contestó. Teníaganas de vomitar. Si aquello no salíabien, su cuñado lo mataría.

—¿Y bien, cariño? —reiteró Anne—. ¿Has tenido éxito?

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Iñaki se volvió para mirarla. Desdeque llegara su hermano, no había vueltoa llamarle «cariño». Le dio muy malaespina. Empezó a sudar.

—¿Quieres contestar de una vez,tío? Me estás poniendo nervioso.

—¡Vale, voy! No conoce losdetalles, pero sabe quién es...

—¿Y eso qué significa?—Que sabe cómo le llaman, pero no

quién es.—¡Y una mierda! ¿No es de

inteligencia?—Dice que, en todo momento,

fueron con la cara cubierta, de modo queno podría reconocerle. Sabe su apodo,

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eso sí. Y en su casa tiene su número deteléfono; al menos, el que utilizabaentonces.

Los dos hermanos se miraron.—¡¿Nos está tomando el pelo?! —

bramó Joseba, que hizo ademán de sacarla pistola. La llevaba ya siempreencima, pese a que Anne le regañabaasegurándole que podría haber unaccidente, y que el pequeño estaba depor medio.

Anne se incorporó de inmediato ysujetó a su hermano.

—¡Un momento, un momento!Pensémoslo bien... Iñaki, ¿cuál es eseapodo?

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El hombre bajó la vista. No queríaque el enrojecimiento de su angioma ledelatara.

—Ha dicho que le llamaban Korki...Sí, creo que ha sido eso lo que ha dicho:Korki.

La memoria del guipuzcoanoemprendió una rápida búsqueda. Habíaoído ese nombre, pero no recordabadónde.

—¿Dónde he oído ese apodo,dónde? —masculló.

—Yo lo he leído en uno de lospapeles que Xabi tenía en su celda...

—¡Cierto, mencionaba a un talKorki! —De pronto, su memoria

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recuperó la escena. La Leona estaba enla puerta de su casa, con el petate alhombro: «Por cierto, Gortari. Korki diceque la carta de tu hermano no aparecepor ninguna parte. Que ya te puedes irolvidando. Déjame que te diga una cosa.Conozco bien a Korki: nunca habla enbroma y nunca avisa dos veces. Hazlecaso, tío: pareces buena gente. Hazlecaso, sé lo que me digo».

—¿Y dices que tiene su teléfono?—Sí, y una dirección de un bar de

Bayona.Joseba le palmeó en la espalda.—¡Muy bien, Iñaki! Lo has hecho

muy bien. Pongámonos en marcha.

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Iremos a su casa.—Aquí están las llaves —expuso

Iñaki, que trató de evitar su contento,con cara de desagrado.

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V

EL RESCATE

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1

Algún lugar cerca de Bron, Francia. 10de diciembre

Cuando el coche del comisario Mathieuse detiene, me despierto bruscamente.No sé dónde estoy. Desconozco quiénesson los tipos que me rodean, por qué mehallo en ese coche y adónde me dirijo.Miro por la ventana y veo una estrechacallejuela de un pueblo pintoresco.Parezco haber retrocedido en el tiempo,al menos hasta la Edad Media. Delante

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de nosotros hay una casona de piedra dedos alturas. Por la fachada trepa unaenredadera. Es muy posible que enverano esté preciosa, cuajada de flores yhojas brillantes; ahora presenta unaspecto deslustrado, marrón, mediopodrido. La puerta tiene un grueso dintelde piedra; los balcones, antiguascontraventanas de madera oscura. Unfarol de hierro negro sobresale en ellado izquierdo. «L’AUBERGE DU COQ»,reza un cartel colgado sobre la puerta.

Poco a poco las ideas retornan.Estoy en Francia. Aquellos trespertenecen a la gendarmería y me haninvitado a comer para sacarme

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información sobre Iturri. El pensamientome hace saltar el corazón.

—¿Alguna novedad sobre el estadodel inspector Iturri?

—Me temo que no, querida jueza.Pero en estos casos la falta de noticiases buena noticia. Tranquila.

El forense desciende y me abre lapuerta con gesto ampuloso, pero meresisto a salir. En cuanto lo haga, estaréensartada entre la espada y la pared. Hetoreado bien a los jóvenes agentes: erantorpes e inexpertos. Pero se me haacabado la suerte. Mathieu, Noël yPierre forman un trío peligroso. Suavepero peligroso: no va a ser fácil

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engañarles.El suelo está helado y resbala.

Pierre supone que ése es el motivo queme disuade de descender del vehículo, yme ofrece de nuevo su brazo.

—Tranquila, señoría, yo le ayudo.Me veo obligada a entrar en el local

sujeta a su brazo. Me llama la atenciónlo descarnado que está. Consumido másque delgado. Y ese color... Empiezo atemer que el peluquín no sea fruto de lacoquetería cuanto de un tratamiento dequimioterapia. Aunque el bigote pareceauténtico. Y también las cejas, ambosnegros como el betún. No sé. En todocaso, Pierre huele a colonia y a ducha

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reciente. Daría cualquier cosa por unaducha caliente y una cama doble para mísola... En realidad, no me vendrían nadamal unos brazos fuertes alrededor de micintura y una voz amiga susurrándome aloído que no me preocupe porque él estáa mi lado. Y no puedo dejar de pensaren que Jaime no me ha telefoneado.Quizá esté de viaje, quizá en casa. Oquizá en casa ajena. Lo que es seguro esque está enfadado. Yo también lo estoy.Pero me tragué el orgullo y, mientras mehallaba en aquella casa velando larespiración entrecortada del pobreIturri, le envié un escueto mensaje. Imiss you. Así, en inglés. A los

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científicos, todo lo que esté en inglés lessuena más en serio. No me harespondido. Esperaba más de él.

«Pocas ideas madre para no tener unlío padre», suele decirme. Le encantanesas frases lapidarias. Alude a micorazón, que, según él, se halla afectadopor el virus del caos recursivo. ¿Sabesqué te digo, Jaime?: que no hay ideamadre mayor que la lealtad. Estar allado de tu pareja cuando lo necesita. Nodarle la espalda incluso cuando aciencia cierta sabes que se equivoca ytodo el mundo va a hacérselo notar. Yhacerlo por la sencilla razón de que estu pareja, sin nada que ganar o que

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perder. Sin lealtad, Jaime, unmatrimonio tiene un lío padre. Tangrande que yo estoy aquí sola y tú estássolo allí donde estés.

El restaurante del primo del fiscalNoël es un establecimiento estrecho yprofundo, sembrado de pequeñasmesitas cuadradas muy pegadas unas aotras. A ojo de buen cubero, diría quehay unas quince o veinte. Todo está muylimpio, y los olores que flotan en el aireson deliciosos. Está concurrido para serdía de diario y padecer una ciclogénesistamaño XL.

—Turistas —me aclara Noël. Estetipo o es hijo de una bruja con escoba o

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posee habilidades preternaturales: nohace más que leerme la mente.

Nos dan una copa de tinto mientrasnos preparan la mesa. Einstein no está.Ha salido en busca de algún ingredientesecreto. Dicen que volverá enseguida.No pruebo el vino. Con el estómagovacío sería un suicidio.

—¿De qué parte de España procedeusted, señoría? —me pregunta el médicoforense, supongo que para romper elhielo.

—Soy bilbaína. Nací en el mismocorazón de Bilbao, pero ahora vivo enMadrid —respondo muy sonriente.

Me guardo la sonrisa al constatar

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que a aquel tipo mi contundentedeclaración no le dice absolutamentenada. ¡Franceses! En los pueblosorientales, la adhesión al lugar de origenes tenaz. En Occidente, no lo es tanto,salvo en los de Bilbao. Somos gente demundo. Europeos, españoles, vascos...pero de Bilbao.

Para mí, haber nacido en Bilbao noes despreciable. Es más, es de sumaimportancia. La ría imprime carácter.Estoy orgullosa de serlo, aunque estoysegura de que me habría ido mejor en lavida de haber nacido en Madrid... o enMálaga, por mencionar otra capital quecomparte letra capital. Mejor en

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Málaga. Me gusta el carácter de losandaluces. Los admiro: se toman la vidacon una suerte de filosofía ingenua,infantil, como si siempre esperarantiempos mejores, como si el mismocielo pudiera esperar. Me vendría bienmedio kilo (light) de ese modo de ser.Pero yo soy del norte. Me tomo lascosas a pecho, a las bravas. Para unapelirroja como yo, un hecho, cualquierhecho, es ardiente o gélido, no existetérmino medio. Y claro, o me quemo ome congelo.

Aunque podemos con todo. Menoscon el Barça y el Madrid, algunas veces.

Reconozco que, pese al orgullo, ser

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así es, en parte, una desgracia. Resultaagotador permanecer siempre dispuestaa levantar piedras mayores. Siempre enforma. Siempre mirando al mar yesperando galerna. Siempre tras losmalos. Sin embargo, este modo de sertambién posee un lado blanco, positivo.Quizá el guiso resulte demasiado fuerte,contundente, vasco, pero desde luegonunca es insulso... Disfruto del aguahelada y del café ardiente. Disfrutosabiendo que tengo sangre en las venas...

Mientras nos duran las olivas y laspatatillas fritas, mi resolución (cerrar laboca, apretar los dientes y hablar debanalidades, cualquier tema salvo algo

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relacionado con el secuestro) semantiene firme. Obtengo un éxitorotundo: saboreo las mieles del silenciocon gran orgullo. Para apoyar la jugada,empleo dos armas infalibles cuando setrata de hombres. La primera es elfútbol.

No entiendo mucho de ese deporte.Sé cuándo gana o pierde el Atlético deBilbao porque, de no ser así, me sentiríauna bilbaína superficial. Sé algunascosas del Barça y del Real Madridporque disfruto viendo los partidos,cuando les da la gana de jugar bien.Pero mi cultura futbolística acaba ahí.Por suerte, me gusta el cine. Recuerdo

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que el equipo de Lyon es el Olympic poraquella deliciosa película de La cena delos idiotas. Naturalmente, en cuantomenciono el nombre, pican.

Estoy tan satisfecha con el resultadoque hasta pruebo el vino. Villegas va aestar orgulloso de mí. Cuando laconversación declina, tengo ya elcartucho en la recámara: Noël tiene unmóvil de última generación, un iPhone6s. Los otros dos continúan con susantiguos móviles. Sacar el tema de laobsolescencia de la tecnología y decómo nos obligan las compañías acambiar mucho antes de lo quedebiéramos me concede otros diez

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minutos. Vacío mi copa contenta comounas castañuelas.

Entonces, llega Einstein.Einstein, maldito Einstein. El

premiado maestro coctelero acabahaciendo bueno el dicho de Villegas:rara la mujer que guarda un secreto. Nosoy la excepción. Es más, no sé si aqueldía quedó algo sin confesar. ¡Hasta de lafaja les hablé! Estarán en este momentojuzgando mi comportamiento. Nodeberían hacerlo sin haber conocido aEinstein. No me adjetiven antes dehacerlo. De haber estado bajo su influjo,habrían sido inmediatamentedeterminados por él, por el olor de su

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local, por su amabilidad, por elambiente. Y por sus cócteles.

Einstein no se parece a Einstein,salvo por la cara de buena gente. Tienemucho más en común con Obélix. Elprimo del fiscal responde fielmente alprototipo de posadero de película.Gerard Depardieu en persona. Contornoovalado, altura notable, volumenimponente, una cuchara en la mano,dispuesto a degustar sus platos antes dedecidirse a servirlos, y bigote... ¡Sí, otrobigote! Éste es más corriente, poblado,castaño y sin piecitas blancas paseandopor los bordes. Einstein mide lo menosmetro noventa, altura que se incrementa

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con un impoluto gorro blanco alto. De lachaquetilla blanca, bordada en la partesuperior izquierda con la palabra«chef», sale una protuberancia digna deuna mujer a punto de parir.

Se desprende del tocado cuando sesienta a nuestro lado: tiene poco pelo,pelirrojo y cardado, que lleva peinadohacia atrás con generosos rizos en lanuca.

Me habían contado de dóndeprovenía su apodo Einstein y puedocertificar (aunque entre nubesalgodonosas) que se lo ha ganado apulso. No sabe una palabra del principiode la relatividad, no entiende de física

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cuántica ni de ecuaciones en diferenciasfinitas, pero en lo suyo, en los cócteles,es un genio. Los inventa, los prueba, ylos presenta a concursos. Había quedadoen segunda posición en un certamen deámbito nacional dos años seguidos, loque le ha convertido en una celebridaden el pueblo. Cada uno de sus platos vaacompañado de su propia bebida.

—Vais a degustar mi nuevacreación. Yo lo llamo Cassis-Lyon. Setrata de una variedad creativa del KirRoyal, pero he sustituido el champán porotro ingrediente; en realidad, por unamezcla de mi cosecha.

—¿Y nos vas a decir de qué se

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compone, querido primo? —pregunta elfiscal.

—Ni hablar.—¿Ni siquiera a mí, con lo buen

anfitrión que es usted? —insisto.—¡Oh, madame! Un artista nunca

comparte sus secretos. Sólo pruébelo: sucolor rojo profundo, su sabor afrutado,la suavidad en el paladar, leenamorarán. Créame.

Nos lo sirve en una copa de talloalto, de fino cristal. En efecto, su color ysu aroma incitan los sentidos. Todos seaniman a tomar la segunda copa. Yotambién sucumbo.

Gran error.

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El ingrediente secreto es pisco.Cuarenta y cinco grados.

Ése es el principio del fin. Empiezael desfile de platos. Especialidadesregionales. A cada una, le asiste sucóctel o su vino. Dulces, secos,afrutados, amargos... Recuerdo laensalada de foie, los caracoles y lasancas de rana porque no me gustan. Melimito a mover los alimentos en el platoy a beberme el acompañamiento. Tras elDragón Verdinegro (sake, zumo depapaya, tabasco verde jalapeño y untoque de pimenta negra), empiezo asentir un extraño calor. Me brota dedetrás de las orejas, me rodea, me sube

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hasta los ojos y me hace ver raro. Elbigote lacado y bien comido delcomisario empieza a elevar sus puntas,como si fuera el capitán Hook.

Cuando regrese Villegas me va acolgar de los pulgares: me oigo hablar yno me lo creo. Estoy cantando Latraviata en tres actos. ¡Si Verdilevantara la cabeza, si la levantaraDumas! Sólo me queda el consuelo desaber que, si yo veo borroso, miscompañeros de mesa, que han repetidoen casi todas las ocasiones, verán dobleo triple. Me fijo en el fiscal Noël. Trasdos Besos de Adán (vi mezclargenerosamente en la coctelera calvados,

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ron blanco, champán, Grand Marnier ynaranja, y adornar con guindas decolores, aunque no sé si soy de fiar aestas alturas), se le ha puesto la cararoja como la cabeza del cangrejo de ríoque adorna el pollo que acaban deservirnos. Él también sonríe. El únicoque está serio es el forense. De hecho,parece que se vaya a echar a llorar. Delos postres no me acuerdo en absoluto.Ni casi del queso. Una mierda.¡Engordar sin siquiera acordarse!

—¡Cuenta, cuenta, Lola! —meimpele Pierre. El «señoría» desapareciócon el primer Einstein Sidecar: brandy,Cointreau y zumo de limón. Nos

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tuteamos desde el Einstein 75: al menos,ginebra, champán, azúcar y zumo depomelo.

—¿Qué quieres que te cuente,querido forense?

—Todo...—Todo es demasiado, querido

amigo. Las mujeres, mejor con un pocode ropa que desnudas, ¿no crees?

—En eso te doy la razón. Muchomás insinuantes. Pero en esta ocasión note me vas a escapar. ¿Por qué no noscuentas, Lola, tú que eres tan lista, cómosuicidarte cinco veces seguidas sin quese note? Le pasaré tu receta alpresidente de la República, a ver si la

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aplica en su propia persona.—Sin olvidar el autorrelleno con los

propios calcetines —añade Noël.Reímos hasta las lágrimas, lo cual

no es muy difícil dado nuestro estado.Tengo una cogorza de órdago a logrande. Bueno, a lo grande, a lo chico ya los pares. Treinta y una, real.

Villegas me mata. Y luego medespelleja.

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2

Domicilio de la juez Lola MacHor,Madrid. 10 de diciembre

—El mismo chófer que me habíatrasladado hasta el Palacio de laMoncloa me acercó a casa, dondepreparé una maletita... Miento. Mimaleta de fin de semana terminó llenahasta los topes. Hube de sentarmeencima para poder echar el cierre.

—¡No me digas más: «por siacaso»! Mi mujer hace lo mismo. A

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pesar de que insisto en que allí adondevamos también hay tiendas y hoteles quedisponen de prácticamente todo lo queuno necesita, sigo picando una y otravez.

Me sonrío.—Pues así fue: el «por si acaso»

llenó mi maleta hasta terminar pesandocomo un mal matrimonio, de modo quesudé para colocarla en el compartimentosuperior del avión.

»Pagué un capuchino y luego medormí hasta el aterrizaje en París, tanbrusco que me despertó.

»Bajé mi «maletita» delcompartimento superior con la ayuda del

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caballero de mediana edad que estabasentado a mi lado. De entrada, no hizoademán de arrimar el hombro. Luego,creo que coincidiendo con el temor deque la dejara caer sobre su cabeza, semostró más colaborador. Descendimosdel avión como borregos hacia elinexorable embudo del control depasaportes. La fila, tortuosa como unaserpiente, se me antojó larga como laeternidad. Me sumé a ella. Villegas seme acercó por detrás y me sugirió aloído que le siguiera: su placa nosfacilitaba un acceso exprés. Me negué.

Rotundamente.—¿Y eso por qué?

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—Pura estética, querido amigo. Hevisto demasiados casos, menudenciasinocentes, que terminan amargándote lavida. Por eso, hace tiempo que tomé ladecisión de no saltarme ni siquiera unpelín el protocolo. Huyo de losrecovecos, los atajos y los recorridos noordinarios como de la peste.

—Un poco exagerada, ¿no?—¿Exagerada? Supongamos que en

esa cola hay alguien que me conoce y metoma una fotografía saltándome elcontrol. Se conecta a Twitter conintenciones más o menos espurias yescribe algo sobre una juez española devacaciones haciendo uso indebido de

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los favores de la policía de fronteras.¿Qué conseguiría? Que todo el mundo seenterase de que estoy en Francia, y quese abriera una investigación. De modoque le dije: «Por nada del mundo,Villegas. Si voy de paisano, voy depaisano. Esperaré mi turno comocualquier ciudadano de a pie».

—El tal Villegas estará contentocontigo, Lola. Eres como unaadolescente tocapelotas.

—Muy contento no estaba, pero asíson las cosas. El que con pelirrojas seacuesta...

Es Pierre el que me interrumpe. Elmédico forense también me tutea. Ha

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sido el último en caer.Tengo malas noticias sobre Pierre.

Su aspecto ofrecía pistas que laconversación no hizo más que confirmar.Con el quinto o el sexto plato, nossirvieron un Einstein-Bronx.Desconozco los ingredientes quecontenía, pero sé que, en su inocenteapariencia, resultaba una bomba derelojería. No lo probé: cuando lopusieron sobre la mesa capté el aromade ginebra y desistí. Pierre se tomó elsuyo y, al ver el mío en barbecho, diocuenta también. Mathieu le llamó laatención.

—No deberías beber tanto. —La voz

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de Mathieu languideció al añadir—: Ymenos ginebra, ya sabes que te sientamal.

—No me seas condescendiente,comisario. Ya estoy muerto. La ginebrano puede hacer nada peor que matarme.Y, además, si así fuera, ¡bienvenida sea!—Se hizo un incómodo silencio queconcluyó cuando giró la cabeza y medijo—: Tengo cáncer, Lola. De pulmón,un carcinoma de células pequeñas. Muymal pronóstico. —Se quitó el oscuropeluquín, humilló el gesto y me enseñósu cabeza redonda. Le está naciendo elpelo como brota el césped en el jardíncuando lo replantamos: poco y a corros.

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Se puso de nuevo el postizo y con ambasmanos lo colocó en una posición más omenos correcta—. Es un mal bicho,Lola, un cáncer tan rápido comoFittipaldi. Te acabas de enterar de quelo tienes, y ya está por todas partes. Esuna variedad más frecuente en varones yen casi la mayoría de los casos seasocia con el tabaquismo. ¡El puñeterotabaco!

No sé qué responder.El forense continúa.—El tipo resuicidado al que acabo

de abrir en canal fumaba. Fumabamucho. ¿Sabes por qué lo sé?

Lo imagino pero, como no puedo

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articular palabra, niego con la cabeza.—Los pulmones de una persona no

fumadora ni expuesta a ambientescontaminados son de un tono rosa claro.De lo contrario, son oscuros y moteados.A simple vista, a nivel macroscópico,quiero decir, se observa una especie delunares pequeños que corresponden aacúmulos negruzcos de alquitrán. Conmás detenimiento se ve el engrosamientode las paredes alveolares con fibrosis,los infiltrados inflamatorios de célulasmononucleares... Un largo etcétera.¿Sabes cuántas sustancias químicascontiene una hoja de tabaco y el humo desu combustión?

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Vuelvo a negar con la cabeza.—Alrededor de cuatro mil.—¡Qué barbaridad! —exclamo.—Lo es, una barbaridad. Desde esta

mañana, me pregunto qué meencontrarán cuando muera, me abran lacavidad torácica, seccionen el hilio yme saquen los pulmones (eso se abordasiempre por detrás). Porque la vida estan cínica, tan hija de puta, que me estoymuriendo de un cáncer de fumadores sinhaberme acercado a un puñeterocigarrillo. ¿Tendré los pulmones rosas onegros?

—¿Y qué más te da el color quetengan tus pulmones, Pierre? —responde

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Mathieu.—Además, no te harán autopsia. La

ley no lo prescribe y no lo permitiremos—apunta Noël.

—¿Y tú qué crees, Lola?Trago saliva y pregunto:—¿Has puesto en orden tus asuntos?—Todos, menos al suicida que hoy

nos convoca.—Pues en ese caso, creo que debes

tomarte otro Einstein-Bronx.Brindaremos por ti, porque eres unhombre valiente.

Nos traen una ronda extra. Yo casino puedo catarlo. Es fortísimo.

—Tienes razón. Fui valiente

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casándome con mi mujer, cuando todosdecían que estaba loca. Y lo estaba:loca de atar, pero para bien. Fui valientehaciéndome forense y yendo a la guerracon la legión. Y lo fui cuando ella murióy yo tiré al río mi arma, porque en loúnico que pensaba era en usarla. Queríamucho a mi loca mujer, que nunca medio hijos, ni fortuna, ni fama, ni era grancocinera, pero que me hizo feliz. En seismeses, más o menos, me enterrarán conella. Pero antes quiero saber qué cabrónha rellenado a mi muerto de pulmonesoscuros con unos calcetines que no sonde su talla, Lola. ¿Vas a seguir, o vas aesperar a que me muera?

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Doy un sorbito imperceptible alvaso de agua, y continúo como si nadahubiera pasado.

—Los trámites de la frontera meocuparon cerca de veinte minutos,tiempo que aproveché para consultar mimóvil. Alguien persistente habíatelefoneado media docena de veces.Naturalmente, me picó la curiosidad,pero la vencí y borré el número de lalista. El mundo está lleno de chalados,curiosos, periodistas y aprovechadosque pueden llegar a hacerte la vidaimposible. Sólo respondo a las personasque conozco y jamás contesto a númerosocultos. Intenté cargar el WhatsApp pero

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me resultó imposible. De la parte deatrás de la fila, me llegaron los lamentosde una señora debidos a la malacobertura del aeropuerto de Orly, y, acontinuación, las recriminaciones de unafuncionaria que le recordó que estabaprohibido emplear dispositivos móvilesen esa zona. Guardé el mío, pero noantes de comprobar que mi marido nohabía escrito...

—Tu marido se disgustó cuandoviniste, supongo. Es lógico. ¿Quéquerías? Vienes por un hombre. Y nouno cualquiera: éste lleva pistola.

—Vine por un amigo. ¿Y qué más daque lleve o no lleve pistola?

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—¡Ah, pues importa mucho! Lasarmas siempre atraen a las mujeres.Bueno, todas no. Sólo las pistolas... Conlas de caza no pasa. Además, la amistadentre hombres y mujeres es imposible.Mucho más probable es encontrar unacortesana virgen —sentencia Pierre.

—No estoy de acuerdo, pero no voya discutir eso con vosotros tres, queademás sois hombres.

—Cierto —tercia Noël—. Sicontinuamos interrumpiéndola, vendrána buscarla o estaremos tan borrachosque nos quedaremos sin saber lahistoria.

Todos prometen, promesas de

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borrachos, dejarme continuar sin másparadas.

—Al flanquear la puerta de salida,me topé con Villegas. Estabaacompañado por dos personas, unhombre y una mujer. Lo siento, Pierre,pero los tres fumaban. Los tres tiraron elcigarrillo al verme y, como si formaranparte de alguna compañía de danza, lospisaron y trituraron al unísono.

Me tengo por una psicólogamediocre, por no decir pésima, pero poraquello de que la primera impresión esla que cuenta, mi mente se afanó por

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capturar la imagen de las dos personasque no conocía.

La mujer era joven, comparadaconmigo, al menos. Rondaría latreintena; treinta y cinco, a lo sumo.Vestía vaqueros ajustados, botinesoscuros de medio tacón y un plumíferoamplio de color negro. Lo llevabaabierto, dejando a la vista un jersey decuello vuelto marrón ceñido, quepermitía adivinar unos generosos yfirmes pechos. Se movía, ¿cómoexpresarlo?... De forma zalamera. Sí,algo así. Y, para qué negarlo, contabacon un buen cuerpo. Lo demás era harinade otro costal. Morena, de piel

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aceitunada y ojos oscuros, chisposos,poseía una nariz digna de un águila delperíodo del Pleistoceno. Una mujer auna nariz pegada, vamos. Se llama Rosa,pero cuando su colega me la presentócomo «la Chata», no pude evitar que seme escapara una sonrisa cómplice.

Como Villegas, pertenecía a laGuardia Civil, pero no alcancé aentender su rango. Supuse que unescalón o dos por debajo de su jefe.

El caballero era muy distinto.Presentaba un aire pacífico, triste, degesto serio. Respondía al prototipo deoficinista de posguerra: pantalón gris,camisa beige que dejaba traslucir una

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camiseta blanca de tirantes, zapatos detafilete y calcetín de canalé negro. Unafranja de pelo oscuro, ya entrecano, lebordeaba el cuello; y algún kilo de másla cintura. Se subía instintiva einsistentemente las gafas de monturadorada, que tendían a deslizarse por sunariz, pequeña y recta. Mientras meestrechaba la mano, sin mentar vocablo,la primera palabra que me vino a lamente fue «abanderado». No obstante,capté al vuelo la profundidad de susilencio. «Un tipo del que fiarse», medije.

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—¿Abanderado? No entiendo, ¿dequé bandera? —comenta Noël.

Asiento divertida.—No se trata de ningún símbolo

nacional. En realidad, es una marca deropa interior...

—¿Te enseñó la ropa interior? —indaga el comisario Mathieu con ungesto de extrañeza. La lengua comienzaa patinarle.

Niego con la cabeza.—¡No, no! Es una forma de hablar.

A un tipo con un aro de vaca en la narizlo consideramos moderno; a uno queviste Abanderado, más bien clásico... Osin más bien.

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—¿Tú llevas camiseta de tirantesbajo la camisa, Pierre?

—Yo no, ¿y tú?—¡Por supuesto que sí! En la

gendarmería se pasa frío. Y tambiénllevo calzoncillos largos.

—¿También los usas los fines desemana?

—También. Me gusta tener bienenvueltos los riñones, ya sabes...

—A mí también me gusta esasensación. Bien envueltos. No entiendoa quienes los llevan sueltos...

Gracias al cielo, Noël pone un puntode sensatez en aquella extrañaconversación entre forense y comisario

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sobre ropa interior y vergüenzasmasculinas.

—¡Caballeros, dejemos que la juezasiga con su historia! Nos estabacontando su encuentro con los dosguardias civiles...

—Gracias, querido fiscal. Sí, enefecto, el teniente coronel Villegas seadelantó e hizo las presentaciones.

—Lola, éste es mi equipo. La Chatay Matías. Supongo que sabrá identificarquién es quién. Los tres llevamos más decinco años trabajando codo con codo. Elcomandante y yo mucho más de un

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decenio.Ambos me estrecharon la mano. Ella

con desgana; él con fuerza. Matías selimitó a sonreír. La joven añadió un«señoría» en tono tan socarrón que, deno tener certeza del cuerpo al quepertenecía, la hubiera confundido conuna delincuente deslenguada. Hasta eraposible que lo fuera en sus ratos libres.

—Lola, por favor —añadícándidamente.

—Vale... ¿Lo de la cremallera esmoda en Madrid?

La miré tan extrañada comoexpectante, y como no respondió, añadí:

—¿Cremallera?

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—La de los pantalones...Miré hacia abajo. Y comprobé que,

en efecto, la tenía bajada. No se veíagran cosa, pero me apresuré a cerrarlaen su sitio.

—¡Lo siento! —exclamé.Es sorprendente el efecto que puede

tener una simple frase, apenas un puñadode palabras, en la autoestima de unapersona. Las palabras no tienen filo,carecen de balas en la recámara, o defulminante. Pero pueden causar losefectos de una bomba de racimo. Borrantu pose como una goma Milán la erratade una cuenta de multiplicar. Me sentícomo una imbécil. Y no por haber

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mostrado un ángulo de mi ropa interior,normalita, del montón, cuanto porhaberme excusado. ¿Por qué debíadisculparme por algo así y ante unamujer como aquélla? Porque eraevidente que no iba a ponérmelo fácil.Cuando doblé el brazo a Beltrán, dignoperrito faldero de la vicepresidenta, ylogré convencer a Villegas, pensaba quehabía recorrido la parte más difícil delcamino. Era evidente que me esperabansendas aún más escarpadas.

Nos dirigimos al aparcamiento.Como aficionada al cine americano,

suponía que las unidades de informaciónantiterrorista, o los grupos de

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inteligencia de los países, dispondríande medios, no ilimitados, pero sísuficientes. Quizá influida por esaspelículas, durante el vuelo, habíaimaginado que un tipo con pinganillo enla oreja nos abriría la puerta de uncoche grande y oscuro, con las lunastintadas, y que nos conduciría a unedificio donde una llave maestra(código de seguridad alfa-charly-alfa, osimilar) nos permitiría acceder a unasinstalaciones sofisticadas, llenas deaparatos electrónicos y de pantallas deseguimiento por satélite. Pero ya sabenlas malas pasadas que juega laimaginación, al menos la alimentada en

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el cine de Estados Unidos. En elaparcamiento del aeropuerto habíandejado estacionado su «cochefantástico»: un Peugeot gris perla, detamaño mediano y con bastanteskilómetros. No puedo precisar elmodelo; no me fijé, pero puedo decirlesque, en lugar de finas láminas oscurascubriendo los cristales, había dosenormes parasoles con la imagen deRayo McQueen adheridas a las ventanaspor medio de unas ventosas. La Chata secolocó al volante, lo que demostrabaque el vehículo era de su propiedad.Ningún hombre cede el uso y disfrute desu vehículo a una mujer, pudiendo

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conducirlo él mismo. Dentro, unambientador que desprendía olor alavanda, una pelota, dos cochecitos demetal y los restos de un bocadilloenvuelto en papel de plata, sobre el queme senté. Con cierto sobresalto. Una vezrescatado y comprobado que no mehabía manchado, pensé en aprovechar lacoyuntura para congraciarme con laconductora. Ya saben, de madre amadre. Me lancé de inmediato y sinparacaídas.

—¿Cuántos hijos tienes? —lepregunté.

—Dos, pero abultan comodoscientos.

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—¡No será para tanto! —protesté—.Los niños que se comportan comoestatuas de mármol me resultancompletamente inhumanos.

Matías abrió por fin la boca. Su vozera profunda pero monocorde.

—Por una vez, dice la verdad.Fíjese que en vez de pediatra tienenveterinario... Su casa es como la escenade un crimen. Y la víctima, su marido.Santo varón...

—No le hagas caso, Lola.Simplemente, tiene un buen horario.Trabaja en una compañía de seguros:cinco días por semana, de nueve a dos.Es lógico que esté mucho con los niños.

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Además, le gusta guisar. Lo delveterinario es cierto, pero se da lacircunstancia de que es mi suegro. ¿Paraqué pagar a un médico?

Sonreí sin saber qué decir.En cuanto arrancó y nos pusimos en

marcha, la náusea empezó a coquetearcon mi estómago. En otra vida, la Chatadebía de haber encarnado el espíritu deFernando Alonso. Cambiaba de carril ensólo dos tiempos. En el primero,sujetaba con fuerza el volante; en elsegundo, giraba sin contemplaciones.Bajé un poco la ventanilla. El frío de latarde entraba pujante. Me reajusté elcinturón. Era la única que lo llevaba

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atado. La Chata no parecía conocer elsignificado de las señales de tráfico.Con toda seguridad, la redonda debordes rojos, que marca el límite develocidad, le resultaba completamentedesconocida.

Como nadie hablaba y yo empezabaa ponerme nerviosa, decidí insistir.

—No conozco vuestro protocolo,aunque doy por supuesto que lo tenéis.

—Acierta —respondió Matías, quelo acompañó con un sonido gutural. Conel tiempo, llegué a comprobar que eraalgo así como el punto final de susfrases.

Esperaba que alguno de los tres me

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lo explicara, pero todos permanecieronmudos.

—Como decía, no tengo experienciaalguna en secuestros, pero me gustaríaaprender —insistí.

—Pues aprenda, jueza, nosotrosencantados —replicó la mujer, cortante.

—Te estás pasando, Chata —la riñóVillegas.

—¡Es que no sé qué hace aquí, jefe!Estamos ocupados para tener queenseñar al que no sabe.

—Conoce bien al secuestrado.Puede sernos de utilidad.

—¿Cuántos secuestros hemosinvestigado, jefe, doce, trece? En

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ninguno de ellos hemos necesitado laayuda de la familia, por muy dispuesta aaprender que estuviera. Sólo nos haráperder el tiempo.

Yo no dije ni pío. La conversaciónme paralizó. Ni respiré. Sé mucho(quizá sea una exageración, digamos quebastante) del poder y las tensiones quegenera, por decirlo de modo elegante,aunque si nos atenemos a los hechos, loque debería decir es que el podercomporta indefectiblemente una divisiónforense: puñaladas traperas,conspiraciones de todo pelaje, robos yun largo etcétera. La diferencia estribaen que en mi mundo te matan con todo

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menos con la boca, mientras queaquellos tres me estaban poniendo acaldo conmigo de cuerpo presente.

Villegas salió de nuevo en midefensa.

—Dejemos clara una cosa. Lola estáaquí porque yo lo digo y soy el que dictalas normas, ¿estamos? Desde ahora,comerá con nosotros, dormirá connosotros y meará con nosotros. Y nodigo que joderá con nosotros porque loscuatro estamos casados y no estaríabien... ¿Todos de acuerdo?

La Chata tardó unos segundos enresponder, pero lo hizo como seesperaba. Eso sí, antes le apuñaló con

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una de sus miradas penetrantes.—A sus órdenes, teniente coronel.

Pero que quede claro que yo no soy suniñera. Si se cae y se hace pupa, esproblema suyo.

—¿Y tú qué dices, Matías?—Que hace un frío de cojones, jefe.Villegas se dio por satisfecho.

Apretó el botón del CD. Una música eneuskera llenó el pequeño habitáculo. Elidioma me sorprendió.

—¿Guipuzcoana? —pregunté a Rosa«la Chata». Me salió sin más. Y sinmenos. Estaba segura de que, con eseperfil tan... bueno, con ese perfil, nopodía ser vizcaína.

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—De Cáceres.—Entiendo —dije, sin saber qué

decir.—¿Algo que alegar?Me apresuré a salir del atolladero.—¡En absoluto! Es una ciudad

preciosa. Su casco antiguo...—No puedo juzgar, nunca he estado

allí. Yo soy más bien de pueblo. Yasabe: borricos, eras, moscas y hambre.

Como comprenderán, no volví aabrir la boca.

El silencio flotó en la cabina durantelos siguientes minutos. Cuandoestábamos a un tiro de piedra de laciudad, aproveché para recordarles que

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necesitaría un sitio donde dormir. Unhotelito limpio y apañado, en la zonaque a ellos les resultara más cómoda. Amí me daba lo mismo.

Sin embargo, se nos había echado eltiempo encima. Decidimos (decidieron)que era preferible cenar primero y luegobuscar un lugar para dormir alrededorde su base de operaciones, una pequeñaoficina en la parte sur del distrito siete.Famélica, me pareció que era una sabiadecisión.

Empleamos todavía media hora másen entrar en la ciudad y alcanzar dichodistrito, una zona muy tranquila, queparecían conocer a la perfección, y casi

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otros diez minutos en plantarnos en lapuerta del 46 de la avenida deBourdonnais, donde se hallaba Au petitSud-Ouest, el lugar que, según pensé,habría de acallar los ruidos de miestómago.

Rosa no encontró aparcamiento en laprimera pasada, ni tampoco en lasegunda, lo que provocó ciertos eructosverbales, del tipo que mis hijospequeños habrían calificado de gordos,gordísimos. De pronto dio un frenazo y,al grito de «¡Te pillé!», metió la marchaatrás y aparcó en una plaza deminusválido.

—No puedes dejarlo aquí —le

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avisé.Se volvió, estiró los brazos, juntó

las muñecas y me respondió con voz deniña pija:

—¡Ah, deténgame, señora jueza, hesido traviesa, y merezco un castigo!

—No empieces de nuevo, Chata —le regañó Matías—. Digamos, jueza, queaquí nos conocen, ¿de acuerdo? Nopagamos las multas.

Descendí de un humor de perros. Elviento había amainado, pero seguíahaciendo frío. Mucho frío. Mi estómagolo agradeció, aunque yo anhelé misguantes de lana. Con las prisas, no loshabía cogido: el «por si acaso» no

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funcionó esta vez.

—El pequeño restaurante estababien, aunque, por descontado, era muchopeor que éste, querido Einstein.

En realidad, no sólo me dirijo aldueño del restaurante, que se ha sumadoa la comida, aunque no sabe de quéhablamos. También a Noël, a Mathieu ya Pierre, que empiezan a mostrarsíntomas de sueño. Es una formaeducada de decirlo. Einstein dormitasobre la mesa, apoyando la cabeza ensus brazos cruzados. El bigote delcomisario está tieso como un becario a

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fin de mes; su cabeza, inclinada haciaatrás sobre el respaldo. Una buenanoticia para Villegas.

—¿Por qué dices que no era comoéste?

—Bueno, para empezar porque el deEinstein es mucho más bonito. Y luegoestá lo demás. Déjame, Pierre, que teofrezca una inspección ocular delrestaurante. No llevaba guantes de látex,pero tampoco me hacían falta. Un fuerteolor a espía pendía de sus paredes.Estoy segura de que pasaban entre eldetector de micrófonos cada media hora.

—¿Eso cómo lo sabes, señoría?—Cuando te pones delante un

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cadáver, ¿no sacas una conclusión aprimera vista?

—Yo no, pero estoy borracho —contestó Pierre.

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3

Au petit Sud-Ouest era un restaurante-boutique apañado, estrecho y largo, conenormes ventanales volcados sobre lacalle y perfilados por pequeñosquinqués dorados de luz cálida comofachada. La sección más próxima a lacalle la ocupaba la tienda dedelicatessen, donde se vendía una granvariedad de quesos, foie gras y vinos...

La referencia despertó a Mathieu,pero sólo durante un segundo.

—¿Vino, qué vino? —dice, antes de

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caer fulminado.—No saben beber, Lola. Tú sigue,

que yo te escucho.—Pues casi preferiría que no lo

hicieras.—Lo importante no es si te escucho.

Lo importante es si me acuerdo de loque has dicho. Como te prometí, estoquedará entre nosotros. Y para que estéscontenta, beberé hasta olvidar —measegura el fiscal, mientras llena denuevo su copa, e ingiere un largo trago.

—De acuerdo, allá voy. Estabahablando del restaurante... Al fondo, sesituaban apenas una docena de pequeñasmesas cuadradas cubiertas con manteles

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de color fresa. Desde fuera, producía lasensación de un elegante vagón de trenanterior a la guerra mundial, donde uncaballero con traje y chaleco almorzabaen una mesa con un mantel impoluto; lapared del fondo, cruzando todo el local,cubierta de ladrillo oscuro; en loslaterales, paneles de piedra envejecidaartificialmente.

El ambiente resultaba tan sugerentecomo el olor. Me sentí reconfortada.Una tal madame Chantal salió arecibirnos. Era una mujer de pelocastaño, de unos equilibrados sesenta y

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cinco años, oronda y de franca sonrisa.Al cuello, llevaba una joya de un tamañodemasiado grande: lejos de disimular supapada, le hacía parecer más gruesa.Conocía a Villegas y a su equipo, hastael punto de saber cuál era su mesapreferida, la primera por la izquierda, laúnica que quedaba fuera de la hilera, acaballo entre la zona de restaurante y latienda.

Dejé la maleta pegada a la pared,con el bolso y el abrigo encima, y mesenté en la silla que me señalaron.

Sobre cada plato descansaba unaservilleta con la silueta de dos ocas yuna carta tan estrecha como el local. En

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el centro de la mesa, una carta de vinos.Escamada al ver el emblema, me levantéy busqué las gafas en el bolso con el finde consultar lo que el menú nos ofrecía.Los demás no lo hicieron. «¡Alláellos!», pensé, para inmediatamenteemitir un interior grito de júbilo.Acababa de constatar la existencia deuna sección dedicada a las ensaladas.No había gran variedad, en realidadsólo dos, pero encontrar algo verde enuna carta casi en exclusiva dedicada alfoie gras resultó un consuelo. Teníadecidida la mía cuando apareció elparsimonioso camarero con su delantalblanco y su libreta de notas.

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—Tiempo sin verles, ¿todo bien? —saludó, y sin esperar respuesta añadió—: ¿Ponemos lo de siempre?

Todos estuvieron de acuerdo. A míme costaba seguirle, porque hablaba unfrancés con un acento muy extraño.

—¿Vino? ¿Qué tal un Château? ¿Dosbotellas para empezar?

Que allí tenían buenos caldos loaseguraba su amplia carta, y una de lasparedes de la boutique, cubierta desuelo a techo con estuches de maderaclara con capacidad para al menos docebotellas. Todos volvieron a asentir y elcamarero se retiró.

—Venimos bastante por aquí —me

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explicó Villegas—. Nos conocen.Siempre pedimos lo mismo.

—Estupendo —respondí como laeducación manda, y recé para que dentrodel menú habitual se encontrase laensalada de la casa. Aunque, mirando aaquellos tres, lo dudaba: tenían pinta desolomillo sangriento a lo vampiro.

Durante unos minutos, mientrasdábamos cuenta de la primera copa devino, el silencio se adueñó de la mesa.Aproveché para mirarles con másatención. Villegas tenía aspectocansado, supongo que más o menos elmismo que yo. Los aviones viajandeprisa, pero los kilómetros recorridos

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siguen siendo los mismos. Comprendoque lo que digo no tiene un pase (seguroque circunstancias como los cambios depresión o las esperas afectan muchomás), pero yo soy de letras. Cuando veopelículas de ciencia ficción y observoque los hombres procedentes del futuro,tras zamparse cincuenta o cien años,aparecen frescos como lechugas meparece una completa falta de realismo.A diferencia de nosotros dos, la Chataparecía una hortensia que acabara derecibir una dosis extra de agua de lluvia.Lozana, de una viveza irascible, se meantojó un animal con los sentidos alerta,siempre dispuesta a capturar una nueva

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presa.Matías... Matías parecía Matías. Un

espécimen fuera del tiempo y casi delespacio, alguien por encima del bien ydel mal. Ni blanco ni negro, ni gris. SóloMatías: camiseta de tirantes bajo lacamisa, y sobre ella una pistola. Unarosquilla de cabello oscuro alrededor deuna pacífica cabeza intachablementeredonda e indudablemente hábil.

Los tres bebían y charlaban de formaamigable, como si no recordaran elmotivo que nos convocaba allí. No pudecontenerme.

—Estoy preocupadísima —confesé—, hecha un lío. Desde que he leído el

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texto de la carta recibida en lapresidencia del Gobierno, no puedodejar de pensar en ello. ¡Es tan absurdo!Si saben que nunca cederán, si están alcorriente de que es imposible, ¿qué es loque pretenden?, ¿una excusa parapegarle un tiro? Sin embargo, nonecesitan una excusa para eso. ¿Quierenpublicidad? Si se trata de eso, ¿por quéno hemos visto el secuestro en eltelediario? No sé qué impulsará a esagente a retener a Iturri y a imponercondiciones imposibles. No entender meatormenta. Ellos, quienesquiera quesean, saben que sus demandas son unimposible. El Gobierno español no

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pagará, ni tampoco acercará a esospresos. Mucho menos ambas cosas.Quedan tres días para que se cumpla elplazo establecido. No sé si es mucho opoco, o una simple excusa. ¡Dios, quéangustia!

—En eso llevas razón. El tiemposiempre es corto. Pero eso no esimportante. Lo esencial es que se acabay hay que aprovecharlo —comentóVillegas.

Me hubiera gustado recibir unpequeño alivio, algún consuelo, unamuestra de solidaridad, una respuestamás próxima, aunque no fuera del todocierta o incluso se tratara de una

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completa mentira. Algo así como: «Nodesesperes, le encontraremos.Resolveremos este galimatías y loliberaremos antes de que se cumpla elplazo». En vez de eso, recibí una duchade silencio y ruido de cubiertos, purorealismo policial.

—Ponernos nerviosos o, lo que espeor, melosos no va a servir de nada.

Ésa fue la perla que soltó la Chata,que, si bien estaba cargada de razón, nodejaba de fastidiar. Me mantuve ensilencio. Pero no aguanté demasiadotiempo. Sabía fehacientemente que nodebía hacerlo, que no me conducía aningún sitio, que incluso podía ser

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perjudicial, pero lo pregunté.—¿Qué probabilidades tenemos de

encontrarle?—¿Vivo? —preguntó la mujer.Creo que perdí el color. Villegas

habló por primera vez.—Lo encontraremos. Y basta ya de

palabrería. Todo el mundo a comer.—Aún no tenemos nada que

echarnos al buche, jefe.—Pues entonces, bebe y no seas

pesada, Chata.En un primer momento, me mordí la

lengua. Siento vergüenza al confesarlo,pero al escucharle, su orden me pareciócompletamente razonable. Comer

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parecía una cuestión de vida o muerte.Sentía un hambre canina. Sentada a lamesa, la imagen de Iturri ibadesdibujándose, perdiéndose en unsegundo plano, para dar paso a la siluetadel pollo asado que había dejado en elmicroondas, con sus patatitas grasientasy su limón de relleno. Desde eldesayuno, y uno de régimen (dos kiwis yuna taza de café con leche desnatada ysacarina), y el capuchino del avión, nohabía probado bocado. Necesitaba algosólido con que consolar a mi estómago.Algún alimento que calmara la huelgaactiva de mis tripas, que estabanempezando a traspasar el límite de su

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tolerancia, a tenor de los quejidos queproferían. Sin embargo, pronto seimpuso la sensatez.

—Yo también estoy hambrienta,pero pensar en ello me avergüenza.Nosotros estamos tranquilamentesentados, con una copa de vino en lamano, calentitos, con esta agradablemúsica de fondo. Él estará muerto defrío, asustado, abatido, rodeado de unsilencio sepulcral y probablementemucho más hambriento y sediento quenosotros. ¿Cómo puedo pensar en comercon Iturri retenido en vaya usted a saberqué agujero?

—Un investigador hambriento es un

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investigador ciego, Lola —indicóMatías.

—Y uno sediento es un investigadormuerto —añadió la Chata, con acidez.

—Debemos comer, Lola. No es queno tengamos alma. Es que la tenemos ypor eso necesitamos sujetarnos a unarutina. Llevar una vida más o menosnormal. Y esperar acontecimientos. Enotro caso, terminaríamos desquiciados.

Esperar acontecimientos. No entendílo que quiso decir hasta más tarde. Perono volví a protestar. Por fin, pasadas lasonce de la noche, con el local ya vacío,el camarero regresó. Dejó primerosobre nuestra mesa una pequeña

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tostadora, unas pinzas y una cestarebosante de rebanadas de pan. Luego,los dos primeros platos para compartir.

Casi me echo a llorar...Hay dos alimentos que no tolero. Me

resultan simplemente insufribles. Uno deellos es el hígado. Poco me importa sies de ternera, de cordero o de pato,como allí. Su sola visión me cierra elestómago. Me dediqué a las tostadasviudas. ¡Si al menos nos hubiesen puestouna botellita de aceite de oliva, habríaengordado con fundamento! Cuandodieron cuenta de las dos variedades defoie, el camarero me dio una granalegría trayendo un confit.

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Los cuatro atacamos en silencio. Yoprocuré mostrarme educada, casidisplicente, y no dejar entrever avidez oansia, pero debo reconocer que, encuanto veía por el rabillo del ojo que laChata, que come como una lima,meneaba su tenedor, me ardía el ánimo.Con todo y con eso, logré pinchar unostrocitos, y una porción de la quiche deverduras que lo acompañaba. Maté elresto del hambre con el pan. Y,entonces, aparecieron los quesos. ¡Oh,qué maravilla! Seis variedades en unatabla de madera rústica, sin barnizar,con forma ovalada. ¡Benditos quesos, elmejor suplemento de una comida

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mediocre! Experimenté un aldabonazode alegría: iba a resarcirme de tantofoie. La pequeña tostadora seguía sobrela mesa, y las rebanadas de panaguardaban a ser doradas y engullidas.Ellos ya habían zampado lo suficiente:era mi turno. Sin embargo, hay días enque es preferible quedarse en la cama...

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Estaba metiendo el diente a una tostadacubierta con queso de cabra especiadocuando el sonido de la campanilla de lapuerta me distrajo e hizo salir a madameChantal de la zona de cocinas. Entró unhombre. De mediana edad y cabellosemilargo, ejemplarmente descuidado,contaba con el displicente aspecto de unarquitecto progre. O de un profesor deCiencia Política de Oxford, pese a quele faltaban un par de libros viejos bajoel brazo. Vestía un chino de color beige

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y una americana de algodón arrugada;anudado al cuello, un fular en tonosnaranja. No alcancé a ver sus zapatos, loque me habría permitido concluir mianálisis (lo del calzado es esencial paraenjuiciar a un hombre), pero sí acomprobar que sujetaba una fina carpetade cartón con la mano izquierda. Alconstatar la identidad del visitante, ladueña saludó con un gesto de la mano yregresó al interior. Al parecer, seconocían.

El hombre avanzó por el local. Porla determinación y la velocidad (yporque no había nadie más dentro), meresultó evidente que venía hacia

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nosotros. «El acontecimiento queesperan», me dije. Iba hablando porteléfono. Sería más correcto decir quellevaba el teléfono pegado a la oreja,porque hablar no hablaba, ni tampocogesticulaba. Cuando alcanzó nuestramesa, concluyó la llamada con unasrápidas frases en francés que nocomprendí. Luego, tomó una silla de unade las mesas cercanas, la acercó y sesentó.

—¡Ah, Auguste, qué alegría verte!¿Has cenado? —preguntó Villegas.Empleó el español.

—Sí, pero os quitaré un poco defromage —respondió el tal Auguste, que

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hablaba un fluido español.Estuve tentada a sujetar la tabla de

quesos con ambas manos y colocarla ami vera. Al menos, el de cabra era mío.Le sirvieron una copa de vino. Levantóel vaso, giró varias veces el líquido enla copa y observó la lágrima. Luego, loprobó.

—¡Excelente! Como siempre. Estaseñora es... —indagó sin mirarme.

—Tienes razón, perdona. LolaMacHor, Auguste Claudel.

Esbozó una leve sonrisa y me tendióuna mano de piel suave, nutridarecientemente con crema hidratante.«Oxford, sin duda», me dije, al captar

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esa mezcla de suficiencia y un ligero,ligerísimo, toque de humildad, apenassuficiente para bajar al terreno de losmortales y captar algún infrecuente peroposible pensamiento afortunado de unode sus, por definición, estúpidosestudiantes.

—¿Y esa carpeta? —husmeó Rosa.La colocó sobre la mesa. Yo

aproveché para atrapar otra de lastostadas y cubrirla de queso, estaba vezun azul de Auvernia, verdaderamentedelicioso. Luego de tenerla en la mano,me entró cargo de conciencia y le tendíel deleitable bocado. Me lo agradeciócon otra leve sonrisa. Me preparé otra

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tostada para mí. (No os lo vais a creer,pero le puse tapa, en plan bocata.)

—¿La carpeta? Ah, pues miaportación a la causa.

Con la boca llena, dirigí la miradahacia Villegas y enarqué las cejas. Erauna educada manera de preguntarlequién era ese tío. Pero no me prestóatención. Quiero decir queindiscutiblemente notó el gesto perodecidió ignorarme. En vez de eso,preguntó al recién llegado:

—¿Ya estáis al tanto de maneraoficial?

—Vuestra vicepresidenta ha llamadoa nuestro ministro, sí. La Interpol, sin

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embargo, permanece de momento almargen. Así pues, podremos trabajarjuntos.

—Íbamos a hacerlo de todos modos—sentenció Matías.

—Muy cierto, pero ahora lo haremossin tener que ofrecer molestasexplicaciones. Mucho mejor.

—¿Y qué dice vuestro ministro denuestra jueza? —indagó Rosa.

Levantó los hombros.—¡Está bueno este queso! Pásame

otra tostada, por favor.—¿Y esa carpeta? ¿Qué pasa, no

quieres hablar con ella delante? —insistió la Chata.

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¡Aquella maldita mujer iba aterminar sacándome de mis casillas!Parecía un sabueso, pesado como todoslos sabuesos, y yo la pieza que cobrarse.

De nuevo, el francés se encogió dehombros. Era obvio que yo debía deciralgo o me dejarían para siempre almargen.

—¿Su comportamiento responde aque no hemos sido debidamentepresentados o a mi condición de juez?

Su respuesta coincidió con un largomordisco a la tostada.

—A ambos.De forma instintiva, me llevé los

dedos al cabello y traté de alisarlo.

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Desde mi llegada a París, habíaempezado a desmandarse. Para miespanto, lo encontré bastante rizado.

—Mire, señoría, acabo de cumplircuarenta y cinco años. He dedicado másde la mitad de mi vida a este trabajo. Unsinfín de expedientes han pasado por mimesa, y lo único que tengo claro es quela incertidumbre es un puñetero ypoderosísimo enemigo. Es como unanovia absorbente: arruina hasta losmejores planes —me aclaró.

—No le sigo —comenté. Era la puraverdad.

Por un instante, sus mejillas sepintaron de rosa. Enseguida perdieron el

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color.—Lo que quiero decir es que el azar

tiene la mala costumbre de trabar lasruedas. Con el azar no se puedenegociar. Viene y punto. Por eso esimportante controlar todo lo demás. Esoincluye no añadir más complejidad de lanecesaria.

Villegas salió en mi defensa.—Si te pones así, el azar también

brinda nuevas oportunidades.Se volvió y me miró fijamente a los

ojos.—Ni hablar. La vida tiene ya

bastantes incertidumbres para añadir unamás. Villegas tiene que aguantarla,

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señoría, porque no le queda otroremedio, pero yo no. Llevo demasiadotiempo invertido en esto para que unaimberbe con toga que no está...

Se detuvo.—¿Que no está qué? ¿Iba a decir que

no estoy capacitada?—No, iba a decir que no conoce los

protocolos. Vamos contrarreloj y ustedpuede ralentizarnos. La vida de unapersona, que además es amigo suyo,pende de un hilo. Por el bien de todos,quédese al margen, por favor. Leprometo que la iremos informando delos progresos en la medida quepodamos.

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Negué vivamente con la cabeza.—Puedo asegurarle que no les

ralentizaré. Usted no lo sabe, pero yotambién he hecho trabajo de campo juntocon Iturri, el ciudadano secuestrado. Ysi me permite, le diré que su análisis essimplista, pobre y petulante, propio dealguien que se escuda en su pistola afalta de algo mejor —expuse dolida—.Si cree que con esa verborrea estudiaday ese pañuelo pijo puede dejarme encueros y decidir si soy suficientementeatractiva para mi edad y toga, seequivoca... Y puestos a desnudarse,déjeme que haga yo lo mismo con usted,monsieur Claudel... Es usted inteligente,

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se sabe inteligente y eso, lejos debeneficiarle, le perjudica porque se fíademasiado de sí mismo. No ha nacido enel campo, sin duda. Apostaría por unaciudad mediana. En su familia, nadieesperaba que se dedicara a esto: podríahaber sido médico o abogado, como supadre o su abuelo. Sin embargo, noconsiguieron hacerle cambiar deopinión. Fue algo casual. ¿Se topó conun suceso que le marcó y su mente nopudo desprenderse de esas imágenes? Situviera que apostar, diría que no gustacoleccionar medallas, aunque espera unadel presidente de la República; ni queestá en primera fila por odio. No ha

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sufrido usted los zarpazos de laOrganización en su propia carne, ni enfamiliares cercanos. Es otra cosa... Algoque le obliga a ir vestido como si fueraun abogado o un médico sin serlo...

Me interrumpió levantando ambasmanos. Lucía en el dedo anularizquierdo un anillo grueso de plata, cuyosigno no alcancé a ver.

—¿Estudió psicología, señoría?—Criminalística, con uno de los

mejores: el secuestrado. Él me enseñó amirar a la gente. Y usted canta de lolindo.

Hubo un largo silencio. Respiréprofundamente, con un gesto de

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impaciencia.—Agradecería, si es posible, zanjar,

de una vez por todas, este asunto. Si estáde acuerdo bien, si no...

—Si no, ¿qué hará, señoría?—Puedo llamar a la vicepresidenta

de mi Gobierno para que llame a suministro y le obligue a hacer lo que noquiere hacer...

—¿Lo haría?—Preferiría que me admitiese en su

equipo por su propio interés. Le aseguroque no le defraudaré.

Los reiterados golpes de los dientesdel tenedor de Rosa sobre la mesaempezaron a taladrarme el oído y a

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ponerme nerviosa. Quizá sólo fueran lascircunstancias. Sea como fuere, meharté.

—¿Puedes estarte quieta de unapu..., de una vez?

Soltó el tenedor pero no dijo nada.—Verá, Auguste, puede someterme a

un cuestionario o hacerme pasar laprueba del polígrafo. Puede leer una vezmás el dosier sobre mi persona que,tengo por seguro, descansa en la mesade su escritorio, esté donde esté. Nadade eso arrancará definitivamente susdudas. Sin embargo, ambos debemos serprácticos. Como hemos de colaborarporque mi vicepresidenta y su ministro

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han intercambiado unas cuantas frases,hagámoslo en beneficio de todos, sobretodo del inspector Iturri. A mi juicio, loúnico que debe importar en estemomento es que no soy una agenteinfiltrada ni del enemigo ni de mi país.Ni mi Gobierno ni la Organización mequieren demasiado, la verdad. Peroconozco de cerca al secuestrado y puedoser de utilidad... Como ha leído eldosier, se estará preguntando si soy laamante de Juan Iturri. Le respondo conla verdad: rotundamente no, pero leconozco mejor que si lo fuera. Y soy unaexcelente investigadora. Salvando lasdistancias, digamos que soy Castle y

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usted Beckett.Claudel se limpió la comisura de los

labios con la servilleta, después de darcuenta de la segunda copa de vino.Durante un instante, pensé que iba anegarse, pero recapacité y me llené deesperanza: parecía lo bastante hábilcomo para saber que ponerse en contrade los jefes nunca sale a cuenta.

—¿Está dispuesta a saltarse la ley?—¿Y usted?—Yo estoy situado al margen, en el

borde de la ley, por expresarlo dealguna manera. En Francia, los de migremio tenemos un enorme grado delibertad.

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—Luego usted, técnicamente, noviola la ley.

—Si lo quiere ver así...—Para mí es suficiente. Además, yo

soy ciudadana española. Mi título dejuez del Tribunal Supremo, vitalicio enmi país, carece de validez aquí. Miética, desafortunadamente, no sedesactiva con tanta facilidad. No meapartaré de ella ni un ápice. Si hay algoque me parezca inmoral, no dude en quese lo haré saber. Con fuerza. ¿Cree quetiene bastante para llegar a un acuerdo?Diga lo que le parezca, pero decídaseya.

Después de unos segundos, depositó

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la servilleta sobre la mesa.—De acuerdo, pero, en la próxima

cena, la bandeja de quesos estará a milado.

Me eché a reír.—¿Podemos tutearnos, entonces?—Podemos.—Yo soy Lola, y ahora, si eres tan

amable, mientras me zampo este últimotrozo de camembert, ten la gentileza dedecirme quién eres tú. Para que cuandofiche tu móvil, sepa en qué carpeta deboarchivarlo: espías, servicios secretos,quinquis...

—¿Quinqui? No conozco esaexpresión...

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—No tiene importancia...—De acuerdo, Lola... A ver cómo se

lo explico para que me entienda...—Todo recto, Auguste, ¿no ves que

es jueza? Dale siglas, eso les encanta —recomendó la Chata. No digo que notuviera razón, pero, desde luego, laperdía con esas formas.

—Vale. Allá voy. En este país, ladirección general de la policía se divideen dos organismos independientes. Elprimero, al que llamamos SDAT, algoasí como la subdirección antiterrorista,es el que tiene competencias judiciales.Ya sabe: huellas, ADN, registros,comisiones rogatorias... De él depende

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la policía judicial. En esa sección, todoes formal, ordenado, legal, ya meentiende...

—Entiendo, sí.—Me alegro de que le quede claro,

porque yo no pertenezco a ese mundo.Negué con la cabeza, como una

idiota. Aquel tipo ejercía una extrañainfluencia sobre mí.

—No, yo no soy de ésos, pertenezcoa la otra sección: la DCSI, DirecciónCentral de Seguridad Interior. Somosalgo así como una unidad deinformación e inteligencia.Extrajudicial, a ver si me comprende.Nosotros trabajamos, vamos, venimos,

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entramos, salimos... Y cuando la cosaestá hecha, avisamos a la SDAT paraque ellos se personen, se apunten eltanto y se cuelguen las medallas.Nosotros no queremos medallas.Nosotros sólo buscamos resultados,¿verdad, Villegas?

—Verdad, Auguste.—Nuestro equipo lleva veinticinco

años trabajando con el equipo deVillegas y los que le antecedieron entodo lo referente al terrorismo quecompartimos. Y debo decir que con altaeficacia y camaradería, digan lo quedigan los periódicos. ¿Y sabe por qué?

De nuevo negué con la cabeza.

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—Pues por el simple hecho de queninguno de nosotros es político nifuncionario ni amante de la publicidad.Es cierto que al frente de nuestra unidadhay un comisario, que suele cambiarcada cuatro o cinco años. Su labor es,más o menos, evitar que nos excedamos,y dejarnos hacer. Saben que siinterfieren, la fastidian. Por eso, nosdejan en paz. En el mando efectivo, hayun comandante, en este caso yo, condistintos oficiales a su cargo. El tenientecoronel Villegas y yo...

Rosa se arrancó a aplaudir condesgana.

—Y tras esta magnífica explicación

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sobre la estructura antiterrorista delEstado francés, ¿podemos saber ya quéhay en esa jodida carpeta? ¡Ya es horade trabajar, os recuerdo que esoscabrones, sean quienes sean, tienen a uncolega encerrado!

—¡Mira que eres pesada, Chata!¡Toma, es el informe final del cochecalcinado!

La Chata lo sujetó sin abrirlo,mientras protestaba con un sonidogutural.

—Ese informe es más viejo que eladulterio. Sabemos desde hace horasque habéis encontrado el vehículo ytambién que tenía las placas de

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matrícula doblada. Espero que tengasalgo más interesante que ofrecer, o teharemos pagar el queso que te hascomido. Bueno, el que ella te ha dejadocomer, que ha sido más bien poco...

Se inclinó hacia delante hasta quedara la altura de los ojos de la Chata. Lajoven había colocado los codos sobre lamesa, y apoyaba la cabeza sobre lasmanos. Auguste se sacó unas minúsculasgafas del bolsillo interior de laamericana y se las colocó en el tabiquenasal.

—No pagaré ni un céntimo de euro.Me he ganado el queso, el vino y el pan,y si no fuera porque es tarde, pediría a

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madame Chantal que me sirviera uncanard entero... Abre esa carpeta.

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—¡Venga, Rosa, abre esa carpeta de unavez! En el interior, efectivamenteencontrarás las imágenes de cómo quedóel Citroën empleado en el secuestro.Como expliqué ayer por teléfono aVillegas, se localizó en Chemin duPacalon, en Marennes, Ródano-Alpes,una zona boscosa de difícil acceso. Puesbien, el camino que conduce hacia eselugar sólo tiene dos salidas. De la quediscurre hacia el sur, no disponemos dedato alguno. La que sube hacia el norte

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desemboca en la D150. En esaconfluencia, a la altura de Simandres,hay una gasolinera. Es un lugarinsalubre, sucio como el pecado, del queno esperábamos obtener gran cosa. Perohace dos meses, les atracaron unosyonquis. Agredieron a la hija del dueño,dejándola inconsciente en el suelo,momento que aprovecharon pararobarles el dinero de la caja, unosbidones de gasolina y el televisor. Lahija se negó a volver a la tienda, demodo que el dueño, y padre de lavíctima, instaló cámaras en el lugar. Noson de última generación, por no decirque son antediluvianas, y las han

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colocado torcidas. Las imágenes quecaptan aparecen borrosas y de ellas sólose obtienen visiones parciales de losvehículos que salen del camino, peroalgo es algo. Es obvio que, si lossecuestradores quemaron el coche,debían de tener otro esperándoles paraabandonar el lugar. Si tomaron direcciónnorte, las cámaras de la gasolineratuvieron que grabarles.

—¿Y si fueron hacia el sur?—Mala suerte. En el sur no

contamos con pista alguna...—¿Y qué probabilidades tenemos de

que tomaran dirección norte? —pregunté.

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—En mi opinión, muchas. Iturri fuesecuestrado en Lyon, que está al norte deChemin du Pacalon. Por motivo deseguridad, su guarida no puede estarmuy alejada de esa zona. Ir con unhombre en el maletero es peligroso: unarueda pinchada, un control dealcoholemia, un accidente. Calculo queno más de veinte o treinta kilómetros;cuarenta a lo sumo. Tampoco puedenesconderse muy lejos de la zona dondequemaron el vehículo, no sea quealguien identifique el coche al pasar.Deben de haber supuesto que ya se hacursado la denuncia por robo. Teniendoen cuenta todo esto, hemos trazado una

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cuadrícula... Es ese mapa, Chata. Comoveis, hemos marcado las localidadesque pueden responder al perfil: delvehículo quemado, Simandres está acuatro kilómetros y Corbas a ocho;Feyzin y Saint-Priest a menos de quince;Chassieu a veinte; Bron a veinticinco;Villeurbanne a casi treinta. A excepciónde Simandres, que tiene mil y picohabitantes, demasiado pequeña parapasar desapercibidos, y Villeurbanne,que tiene casi ciento cincuenta mil,demasiado grande para minimizarriesgos, las demás son candidatas aptas.A mi juicio, andan entre los nueve milde Feyzin y los cuarenta mil habitantes

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de Bron y Saint-Priest. Cualquiera deellas es idónea para albergar esaguarida. Yo empezaría por las máscercanas a Lyon.

Comencé a animarme. Estaba claroque los miembros de aquel curiosoequipo disponían de método yexperiencia. «¡Ánimo, Iturri, ya vamos!»Auguste continuaba.

—Mediante una imagen del satélite,hemos podido centrar en un período dedos horas y media el momento en quequemaron el Citroën y salieroncorriendo. Durante ese tiempo, lascámaras de la gasolinera captanimágenes del paso de doce vehículos. Si

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van hacia el norte, los secuestradoresdeben de ir en uno de ellos. Silocalizamos el vehículo, losencontraremos, y daremos con Iturri.

—¡Ah, pero eso es estupendo!Bastará con comprobar las matrículas...

—No es tan sencillo —explicó laChata, que había abierto la carpeta yanalizaba el material que contenía.

—Como dice el amigo Auguste, lacámara es una jodida mierda, sólo dejaver trozos de matrícula, algunosnúmeros o letras, si es que las placasson las auténticas. La buena noticia esque, en casi todas las fotografías, seaprecia la marca, el modelo y el color

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del vehículo.Matías levantó los hombros.—Sin duda, en otras ocasiones,

hemos trabajado con mucho menos. Sinembargo, doce son demasiados, notenemos tiempo para rastrear tantosvehículos. Es imposible.

Auguste negó vivamente con lacabeza.

—En realidad, no son doce. Deentrada, hemos sido capaces de eliminarcuatro. Dos de esos vehículospertenecen a gente conocida de puebloslimítrofes. Otro pertenece a la hija deldueño de la gasolinera. Y el cuarto...Bueno, creemos que corresponde a un

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furtivo. Durante el registro del claro delbosque, uno de los perros olfateó algo.Le dejamos ir. Poco más o menos atrescientos metros del lugar, nostopamos con otro claro, también consignos de haber albergado una hoguera osimilar. Se tomaron muestras, queconfirmaron la presencia de sangre...

Di un respingo y se me escapó ungemido.

—¿Humana? —preguntó Villegas.Su rostro denotaba preocupación, lomismo que el mío.

—Según el primer análisis, está casiconfirmado que pertenece a algúnanimal. Han aparecido rastros de piel,

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fibras y pelo por el suelo. Creemos quelo han despellejado y que han quemadolas evidencias.

—¿Qué tipo de animales hay en esazona?

—No gran cosa, la verdad. Peroalgún jabalí aparece de cuando encuando.

—De modo que nos quedan ochovehículos —terció Villegas mientras sehacía con la lupa que el comandantefrancés había dejado sobre la mesa ymiraba las fotografías.

—Exactamente, siete turismos y unafurgoneta. Seis oscuros, negros o azules;uno blanco y otro rojo. Sólo uno de alta

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gama. Y sólo uno, la furgoneta, conmatrícula española.

Me incorporé. Me había idoarrellanando poco a poco en la silla.

—¿Puedo ver las fotografías?La Chata era la que tenía la carpeta

en la mano. Lejos de pasármela, seentretuvo con los documentos. Torció elgesto y pasó el dosier a Villegas, que sesentaba a mi lado. Movió la silla paraacercarse a mi posición y pudimosverlas juntos.

Las primeras fotografíascorrespondían al cadáver del Citroënverde, antes de que se lo llevara la grúa.Me habían dicho que había aparecido

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quemado, y eso era exactamente lo queaquellas imágenes mostraban: unvehículo del todo abrasado. ParecíaIrak.

Ninguno de los presentes le habíaotorgado demasiada importancia. A mí,sin embargo, los ojos se me quedaronenganchados en aquel claro del bosque.A mano izquierda del vehículo, aparecíael esqueleto de dos árboles. Si bienpermanecían en pie, estaban negroscomo tizones. Cualquier resto de verdorhabía huido de ellos, lo mismo que susramas pequeñas. También los matorralesde los alrededores estaban calcinados.En los días previos había llovido a

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mares; en los anteriores, nevado. Todoel bosque estaba húmedo. En esascondiciones, no resultaba fácil provocaraquellos destrozos. Una de dos: o sehabían pasado con el materialinflamable o se habían excedido con elacelerante.

—¿Puedo preguntar algo? —dije conhumildad.

Villegas me dio paso con un gesto,pero sin levantar los ojos de lasfotografías.

—¿Habitualmente los terroristasqueman los coches de esta manera? Enalgún expediente que he tenido ocasiónde ojear, los vehículos parecían más...

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enteros.—Explícate —me instó la Chata,

con su tono más reconcentrado.—Bueno, el olor a quemado

permanece en el aire cierto tiempo,como incitando a descubrirlo. El vientolo arrastra, y puede olerse a distancia.Pero lo que una persona hace ante él esolisquearlo, y si es pasajero, si noproducen otros síntomas, olvidarlo. Coneso juega quien trata de anular laspruebas de un delito sin que lo pillen.Sin embargo, un fuego con llamaradas,un incendio... es algo distinto. Cuandoalguien se enfrenta al fuego, reaccionade modo diferente. Busca ayuda,

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telefonea a los bomberos, da aviso a lasautoridades. Por los árboles quemados yel estado en el que, según estasfotografías, quedó el vehículo, esta gentetuvo que pasar un mal rato. Una visiónperturbadora ver ascender las llamas.Todos sabemos que cuando un fuegocoge cuerpo no hay quien lo detenga.

—Muy perspicaz, Lola. Lo habíamosnotado. Puede tratarse de un error decálculo, un accidente fruto del intensoviento, por ejemplo. O, como apuntas,puede tratarse de una chapuza —señalóAuguste.

—¿Y eso cambia nuestrosplanteamientos? —preguntó Matías.

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—Nuestra hipótesis de partida es laoriginal: son ellos, aunque parezcanprincipiantes o lo sean. Veremos prontosi hay que cambiarla. De momento, sólopodemos decir que son algo chapuceros.

Levanté la mano, como en elcolegio. En realidad, así era como mesentía.

—Siento interrumpir de nuevo. Perosi ha habido tantas llamas, y las hahabido a juzgar por cómo han quedadolos alrededores, es posible que ellosmismos hayan sufrido algunaquemadura...

—¡Me está empezando a caer bienvuestra jueza! —exclamó el francés—.

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De nuevo tienes razón. Hemos indagadoen los hospitales cercanos por si hubieraacudido alguien con quemaduras.También en las farmacias de guardia.No hemos obtenido nada. Pero, desdeluego, era una buena idea.

Me sentía ancha como un pavo realmientras examinábamos en silencio lasfotografías. Lo hicimos durante lossiguientes minutos. Finalmente, Matíasse inclinó hacia atrás, y colocó lasmanos bajo la nuca.

—Ocho siguen siendo demasiados.Hay que apostar...

—Perdón, me he vuelto a perder.¿Por qué hay que apostar?, ¿acaso no

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hay ordenadores suficientementepotentes para localizar ocho vehículos?

—¿Ordenadores, qué ordenadores?No tenemos matrículas completas, si esque son auténticas, ni huellas, ninombres. Sólo imágenes. Tenemos quetrabajar in situ. Ir a la zona, dividir elterritorio en cuadrículas, repartirnos lospueblos y pateárnoslos. Con un poco desuerte, los secuestradores no tendrángaraje, y podremos identificar susvehículos en la calle. O cuando salgan acomprar comida...

—¡Un momento, un momento!¿Dividir el territorio en cuadrículas?¿De qué extensión estamos hablando?

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La Chata se echó a reír.—¡La jueza va catando el juego! Eso

está bien. ¿Extensión? Ya lo explicabaAuguste anteriormente: lossecuestradores no suelen alejarse muchode sus guaridas, no ocurra algoinesperado que les impida volver.Digamos que, desde el lugar dondequemaron el Citroën, indagaremos en unradio de unos cuarenta kilómetros.

—¿Un radio de cuarentakilómetros?, ¿cuánto se tarda en peinaruna zona como ésa? ¡Es imposible llegara tiempo, quedan menos de cuatro días!

No pude evitar que los ojos se mehumedecieran. Villegas abandonó por

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fin la lupa y se incorporó.—No es un radio tan amplio, Lola.

No todo ese territorio está habitado. Y,de la zona habitada, podemos descartarlas partes más pobladas. Esta gentenecesita un lugar con cierta privacidad,y una casa con peculiarescaracterísticas. Un zulo no se improvisa.Aun así, tienes razón, es demasiado. Enmi opinión, debemos eliminar de la listaal menos la mitad de esos vehículos. Y,en ese sentido, tengo algunassugerencias. Para empezar, despreciaríael monovolumen; éste, el VolkswagenTouran.

—¿Lo dices porque tiene matrícula

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española?—Ése es el primer motivo, sin duda.

Si vas a secuestrar a alguien, lo últimoque buscas es que te identifiquen comoextranjero. Pero hay más. —Arrebató lalupa a la Chata, que se había hecho conella, y la aproximó a la fotografía—.Fijaos bien: ¿qué veis en el asientotrasero?

Todos acercamos la cabeza.—¡Es cierto, es una silla de bebé!

¡Muy bien, jefe! Nadie emplea unvehículo así en un secuestro. Hay queconcentrarse en los siete restantes.

—Seis —terció Villegas—. Miradeste otro vehículo: un BMW familiar. Es

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un modelo nuevo, sin alerones.—¿Y?—¡Qué impaciente eres, Chata!

Fíjate bien en la zona del copiloto. Seve parcialmente. Mira esto, esa parteblancuzca...

La Chata se aproximó.—No veo un pijo. ¿Qué es?—Yo diría que el hombro de una

mujer. Una parte, al menos. ¿Ves esamancha negra? Es un tatuaje con formade araña y se echa en falta algo...

—¿Qué? ¡Me tienes en ascuas!—Tirantes, tía, tirantes. Estamos en

invierno, la temperatura es gélida ytenemos a una chica medio desnuda a la

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que no se le ven ni siquiera los tirantesdel sujetador. Desde mi punto de vista,es lo que parece: un revolcón. Un tipocasado que lleva a su secretaria, tontadonde las haya, a un bosque parameterle mano... Estoy seguro de que siinvestigamos por la zona daremos conun ejecutivo de medio pelo que tiene unmodelo de coche como ése...

—¿Por qué casado? Quizá sea unsoltero o un divorciado —le interrumpí.

—Lo digo por el coche. Se trata deun modelo familiar sin alerones:condición humana. Condición humana...

—De modo que también lodescartamos. Nos quedan seis. Cuatro

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oscuros, uno blanco y uno rojo.Apostaría por los oscuros.

Villegas se puso en pie. Todos leimitamos.

—Mañana nos vamos a Lyon. Tresgrupos de dos. Dividiré el terreno y latarea —informó.

—Siento ser aguafiestas, perotodavía no he buscado alojamiento.Estoy un poco cansada. Necesito unhotel con un buen edredón y una duchamuy caliente. Si me indicáis unocercano, puedo ir andando. O coger untaxi.

Auguste miró su reloj. Yo hice lomismo: pasaban de las dos de la

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madrugada.—Me temo que eso no va a ser

factible, Lola. Trabajamos contrarreloj.Disponemos de tres o cuatro horas a losumo para descansar. Y es tarde parapresentarse en un hotel sin reserva.Villegas, ¿puede quedarse en esecuchitril vuestro? El sofá es cómodo. Laúltima vez que reñí con mi mujer, lo usédurante tres noches y guardo buenrecuerdo.

Villegas se apresuró a aceptar. A mínadie me pidió la opinión.

—Por supuesto. A tu disposición,Lola. ¿Tienes ya la lista dearrendamientos, Auguste? —El francés

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asintió—. La Chata y yo la cotejaremos.Matías y Lola podéis encargaros delseguimiento de las cámaras. Auguste osmandará un plano con las localidadeselegidas. Saldremos a las seis, cada unopor su cuenta. Nos vemos en Lyon a lahora del almuerzo. Donde siempre. Yllevad los móviles cargados.

La reunión se disolvió y nosencaminamos a la salida. Nada másabandonar el restaurante, apagaron laslámparas desde el interior. Sóloquedaron los ecos de una luz deemergencia. En la calle, reinaba unasuave penumbra. No era absoluta porquelas farolas matizaban el negro, pero

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sobre todo porque por entre las nubesconseguían filtrarse algunos rayos deluna. Sorprendí a la Chataobservándome con descaro. Fue la gotaque colmó el vaso. Me acerqué a ella.Empleé un tono apenas audible. Noquería que los demás lo oyeran. Demujer a mujer.

—Rosa, desde que he aparecido, nohas dejado de dirigirte a mí con desdén.Me interrumpes con brusquedad,empleas siempre un tono de reproche,me tratas como si estuviera estorbando ofuera una apestada. Resulta un pocoincómodo. Creo que sería preferibleapelar a la eficiencia y al sentido común

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que mantener las espadas en alto. Notenemos por qué gustarnos, no vamos acasarnos, ni a convivir ni a mantener unaaventura. Consiste en no perder energíasen esta estúpida lucha y concentrarnosen lo que nos obliga a estar juntas: elsecuestro de Juan Iturri, mi amigo y tuobjetivo. Como te decía, resultaembarazoso, pero quiero dejarte algoclaro: que, aunque me escupieras, memesaras el cabello o sacaras el armaque escondes en el sobaco, noretrocedería ni un milímetro. Comoenemiga, puedo ser bastante cargante sime lo propongo. Quería que lo supieras.

Mantuvo fija la mirada en mis ojos

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por espacio de unos segundos, que meparecieron siglos. Luego, conparsimonia, se abrió la zamarra, se llevóla mano al sobaco, extrajo el arma de sufunda y me la enseñó.

—Siempre la llevo cargada. Lalimpio y repaso cada noche. No salgosin ella, aunque rara vez la utilizo.

Supuse que aquello era unarespuesta, pero desconocía elsignificado. Su tono, eso sí, se me antojómás blando, más... femenino. Pero eramejor asegurarse que arriesgarmalentendidos.

Le tendí la mano y pregunté de formainequívoca:

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—¿Colaboramos o seguirásjodiéndome?

—¡Jueza, qué mal hablada! Como teoigan en Madrid, te quitan la toga.

—Palabras más gruesas habránsalido de mi boca. Y otra cosa quierodecirte: jamás he fallado a uno de misamigos. Ni a ninguno de miscolaboradores. No sé qué experienciahabrás tenido con mis colegas jueces,pero debes saber que lo soy porvocación. En mí siempre tendrás unaaliada.

Me apretó la mano.—El lado derecho del sofá es más

cómodo para apoyar la cabeza. Al

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izquierdo se le sale un muelle. Queduermas bien.

Lo tomé como una buena noticia.Respiré profundamente. Ya no había

marcha atrás. El aliento aún humeaba,pero la temperatura había mejoradodesde nuestra llegada. El viento se habíacalmado y ya no llovía. Saqué la barrade cacao del bolso y me puse un poco enlos labios: los tenía cortados.

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Antes de subir al coche de Rosa, volví ainsistir en que buscar un hotel podía seruna buena idea y ellos volvieron aquitármelo de la cabeza. Deberíahaberme puesto más seria, pero estabademasiado cansada para protestar yterminé accediendo. Y así, en poco másde diez minutos, me encontré metida enun minúsculo ascensor de un edificio deoficinas, forrado con los cartones de unamudanza en curso, con mi equipaje llenode «por si acaso» y Matías, que apretó

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con desgana el botón del tercer piso. Eledificio había vivido momentos decierto glamur, pero, desde luego, éstoshabían quedado atrás hacía muchotiempo. Mi ánimo estaba por los suelos.Dormir en un sofá me importaba poco;el tema del baño, algo más. En ese tipode cuestiones soy un poco asquerosilla.Hubiera preferido no tener quecompartir ducha con aquelloscaballeros. Ni con Rosa.

Matías sacó una manta azul y unatoalla blanca de un armario y se marchó,dejándonos a mi maleta y a mí en aquelinhóspito piso parisino, plagado deexpedientes, aparatos electrónicos y

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toda una suerte de cosas extrañas entresí (un balón de baloncesto, dospatinetes, una plancha de vapor, unmontón de perchas, tres alfombrasenrolladas...). El sofá no estaba mal. Elbaño era minúsculo y necesitaba unalimpieza profunda. Me recordó a los delas estaciones. Tenía dos opciones:taparme la nariz y usar a toda prisa elcepillo de dientes, o ejercer. No lo dudédemasiado. Busqué en la cocina un parde guantes, un estropajo y jabón e hicelo que deberían haber hecho aquellostres tiempo atrás. Cuando finalmente melavé los dientes, relucía como unasonrisa Profident. Y olía a limón. Me

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puse el pijama (camiseta azul ypantalones de corazones azules, no habíapensado que nadie me lo viera) y metumbé. Me sentía frustrada, cansada,hambrienta y estúpida. Estar allí ya nome parecía tan buena idea. No estabasegura de poder mantener el tipo entreaquella gente, en aquel lugar. Lo mirarapor donde lo mirase, la situación mevenía grande. Empecé a dudar de miinstinto. Y de poder aportar algo a laliberación de Iturri. Y luego estabaaquella maldita chica. Era impertinente,antipática y tenía mala uva. Y lo peor,disfrutaba con ello. Esperaba quenuestra charla produjera fruto; en otro

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caso, me haría la vida imposible.Tratando de buscar alivio, volví a

consultar el móvil. Seguía mudo. Labronca con Jaime apenas había duradoun par de minutos, pero había sido seria.Soy consciente de que se trata de unageneralización peligrosa, pero tengopara mí que, grosso modo, las disputasmatrimoniales pueden dividirse en dossimples tipos. Primero están lastremendas, que lo parecen por losdecibelios, las caras de arrebato y lasexpresiones subidas de tono. Luegoestán las silenciosas. Las primeras nodejan de ser fuegos de artificio, gas quese evapora, una salida ansiosa e

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impaciente de presiones acumuladas.Ese tipo de conjura se soluciona con elmismo ímpetu en sentido contrario:paces sabrosas, pasionales, deliciosasque logran borrar la colección detonterías que, en aquel momento decalor, se dijeron. Las segundas son muydiferentes. No parecen existir porquevan por dentro, y te consumen. Merecuerdan a esos asesinos en serie tancomedidos, tan educados. Recuerdo auno que viajaba con un completo kit delimpieza: incluso desinfectaba susinstrumentos de tortura antes deguardarlos, de modo que, en la siguienteocasión, estuvieran para pase de revista.

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Su manía nos permitió dar con él.Nuestra bronca había sido de este

segundo tipo. Apenas nos habíamoslanzado media docena de frases, finascomo dardos emponzoñados, einmediatamente habíamos procedido aenrocarnos en nuestras respectivasposturas. Educadamente, preparé lamaleta y me fui sin despedirme. Él, quese había encerrado en su despacho, nose molestó en salir para decirme adiós.No puedo decir que no adiviné el dolorde mi marido, su perplejidad: resultadifícil comprender mi relación conIturri. Difícil, pero no imposible, y, sinembargo, no hace ni el más mínimo

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esfuerzo, no pone nada de su parte. Pero,por encima de todo eso, estaba esemaldito SMS de E-park. Era unminúsculo hecho, que, sin embargo, hasembrado una duda. Una duda razonable.Y contra una duda, sólo se puede lucharcon el alivio de la verdad.

Tras recibir aquel SMS, con laagenda abierta, consulté por internet ellistado de fechas y pagos y pudecomprobar que no se trataba de un hechoaislado. Constaté otras dos ocasionesrecientes en que mi marido aseguró estarde viaje fuera de Madrid, pero aparcóen zona azul. Como creo haber dicho,pedí a Padilla que efectuara con

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discreción las averiguacionespertinentes. Al consultar, ya en París, miemail, encontré un mensaje suyo en lacarpeta de entrada. Tenía unencabezamiento curioso. «¿Está segurade que quiere leer esto?»

En realidad, no lo sabía. Por unlado, necesitaba matar la duda que mereconcomía. Por otro, prefería mirarhacia otro lado: a veces, es mejor nover. Aunque, para el corazón, las dudasson tan dañinas como los hechos.Finalmente, no lo abrí. Cerré el móvil yapagué la luz. Y me dije a mí misma queuna bilbaína puede con todo.

O con casi todo.

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«¡Iturri, por lo que más quieras,imagina que eres bilbaíno y aguanta!»

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7

El sofá, ancho y largo, estaba forrado deun cuero marrón bastante cuarteado. Eraun modelo antiguo, pero los muelles, almenos en la posición que merecomendaron, se mantenían impecables.Resultaba bastante cómodo. De lamanta, no podría decir lo mismo.Poniéndome en posición fetal, conseguíacubrirme todo el cuerpo, pero, en cuantome movía, las piernas se salían delcobijo y los pies se me quedabanhelados. Un rayo de luz difuso

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procedente de una farola cercanaentraba por la rendija de la persiana eimpactaba en la pared. Me levanté parabajarla de nuevo, pero no calculé bien yme golpeé en la espinilla con algúnbulto. Como digo, el suelo estabaatestado de cajas apiladas en distintaspartes de la habitación. Decidímantenerme quieta. Y por fin logrédormirme.

Si tomé posesión del sofá a eso delas tres de la madrugada, a las cinco,aún embutida en la oscuridad, ya teníauna taza de café en la nariz. Hice oídossordos al reclamo y continué con lo mío.Estaba soñando con algo agradable, no

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recuerdo qué, y traté de aferrarme aaquel estado semiinconscienteabrazándome fuertemente a la almohada.En realidad, no caí en la cuenta dedónde estaba. Me hacía en casa. No enmi cama, claro, sabía que aquello era unsofá, pero pensé que era mi sofá, el sofáde mi despacho, el que uso cuando riñocon Jaime. Y por eso me hice laremolona. Pero ahí estaba Matías con sutaza de café y su exquisita educación. Deun golpe seco, me arrancó la manta azul,y de otro la almohada, mientras measeguraba muy serio que si no melevantaba, me quedaba en tierra.

—¡Conchos, Matías, vaya unas

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formas! —protesté, sentándome en elsofá.

—Tenemos trabajo. Hay cosas queno pueden esperar. He compradobocadillos de paté. —Casi me echo allorar—. Y cruasanes —añadió—. Porcierto, bonito pijama, muy judicial...

Con el sueño aún pegado a lasorejas, logré abrir los ojos y dirigirleuna sonrisa.

—¿Cómo sabías lo del paté? Ayerdisimulé bastante bien.

—Trabajo en información, señoría,y soy uno de los mejores —merespondió.

Mientras me tomaba el café, me fijé

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en él, que andaba enredando entre unapila de papeles almacenados encarpetas, más o menos, tan gruesas comonuestros expedientes judiciales. Reparéen su indumentaria. Salvo por unligerísimo olor a colonia a granel, vestíaexactamente igual que el día anterior. Lacamisa aún no se había arrugado, peroera del mismo color. Y llevaba losmismos zapatos, los mismos pantalones,la misma camiseta interior y exhibía elmismo aspecto, la misma apariencia.«Neutro», me dije. Sí, ésa era una buenadescripción de su estilo. No parecióreparar en mi examen, o quizá lo hizo yno le importó.

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Prescindí de la ducha (el desagüeestaba taponado) y me vestí a toda prisa.La idea de estar desnuda ante aquel tipoque parecía tener ojos en el cogote meponía nerviosa. Seguro que habíancolocado un micrófono direccional yhabían grabado mis ronquidos, paradespués reírse de mí. Ahogué un suspirocon el último sorbo de esperanza y melavé los dientes. Puedo perdonar lo dela ducha, pero llevar la boca sucia medesagrada profundamente. Al ver mirostro reflejado en el espejo, en unmovimiento instintivo me pasé variasveces los dedos por el cabello, rizadohasta para una escarola. Traté de

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domesticarlo sin éxito y terminé pordarme por vencida. Permanecí unossegundos en esa posición, repitiéndomeque era una estúpida metomentodo, ysalí.

Mientras lavaba la taza de café,recogía las pequeñas migas que habíancaído del cruasán (minúsculas: seguíahambrienta) y consultaba los mensajesdel móvil (había varios pero ninguno erael que esperaba), fui yo la observadapor Matías.

—¿Vas siempre tan endomingada?—preguntó.

Me di la vuelta. El ligero parpadeodel día anterior se había convertido en

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un marcado tic. El ojo izquierdo secontraía rítmica y ostensiblemente. Mehabía vestido con pantalón gris defranela, americana roja y camisa beige yadornado el conjunto con un pañuelomulticolor. No era ropa de domingopara mí, aunque quizá sí lo fuera para él.O puede que se tratara de un simplecomentario, una forma masculina deecharme un cumplido.

—Lo menos que puedo hacer antetan grata compañía —respondí.

Eso fue todo. Matías dobló la mantay recogió la almohada y el lugar volvióa ser el de antaño, una ratonera medioacogedora. Imaginé que me echaría una

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mano, pero no fue así, de modo quesujeté la maleta con la mano derecha yel bolso con la izquierda y le seguí hastael ascensor.

—Es curioso que sea usted jueza...—¿Curioso, por qué curioso?—No sé, parece vulnerable.—¿No querrás decir pelirroja?—No, quiero decir vulnerable,

sentimental. Dígame, ¿es usted capaz demeter a un tipo veinte años en la cárcelsin pestañear?

—Si se lo merece... —Traté deimprimir a mi voz esa impronta fría yaséptica, severa, que suelo emplear enel tribunal y añadí—: Las apariencias

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engañan casi siempre, Matías.—Yo diría que casi nunca, Lola.

Pero como quieras... Vayamos a por elcoche.

Matías no estaba de buen humoraquella mañana; y yo tampoco. Apenashabían transcurrido tres horas desde queme presentara a su sofá. Pero a amboslas circunstancias nos pedían disciplinay paciencia. De modo que caminamos abuen paso por la calle desierta, regadaaún por la tibia luz de las farolas, hastaalcanzar su coche, un Ford Mondeo azulmarino, de un modelo antiguo. Nointercambiamos palabra pero tampocopuedo decir que anduviéramos en

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silencio. Sustraerse al sonido del rocede las ruedas de mi maleta sobre elasfalto resulta imposible. Pedímentalmente disculpas a los vecinos,pero estaba tan cargada que resultabaimposible llevarla al peso. Por otrolado, como decía, Matías no secomportó precisamente como uncaballero a la antigua usanza. En ningúnmomento hizo ademán de echarme unamano. Torcí el gesto al llegar al lugar:el coche estaba muy limpio y aparcadocasi con tiralíneas en una plaza legal.

—¡Por Dios, pareces un ciudadanodecente! Si te ve tu querida colega, tearranca un par de galones.

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No replicó. Introdujo la llave en lacerradura y abrió las puertas. Connotables esfuerzos, metí la maleta en elmaletero para sentarme luego junto aMatías. El interior del habitáculotambién estaba limpio; la tapicería y lasalfombrillas eran veteranas, pero nodecrépitas. Naturalmente, ambas estabanconfeccionadas en tela gris. Era obvioque el comandante cuidaba bien sucoche. Rastreé algún atisbo dehumanidad en el interior: señales en elsalpicadero, CD peculiares, unambientador de pino... «¿Por qué depino?», dirán. No tengo ni idea,necesitaríamos a Freud o a alguno de sus

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doctos (y quizá cuerdos) colegas paraobtener una explicación plausible. Seacomo sea, eso fue lo que busqué. Y enbalde: no había nada, ni ambientador, niuna figurita que se moviese con lamarcha, ni una cinta en el espejo, ni unapareja de esos guantes de dedosrecortados que se colocan algunoshombres junto al gesto de velocidad.¿Esperaba ese tipo de guantes? Lo ciertoes que sí. Eso y un volante pequeño decuero. No sé, a Matías le pegaba algoasí. Pero me equivoqué de pleno. Meabroché el cinturón, maldiciendo miestúpida tendencia a psicoanalizar atodo el mundo, y esperé a que arrancara.

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El silencio lo dominó todo.

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Lyon dista unos cuatrocientos sesentakilómetros de París. El lugar al que nosdirigíamos, los pueblos cercanos albosque donde había aparecido elvehículo presuntamente empleado en elsecuestro, se halla a unos treintakilómetros al norte de esa ciudad. Ensuma, que teníamos por delante, almenos, cuatro horas y media de viaje. Laventaja era el tipo de vía, autopista en sumayor parte. La desventaja era elcarácter de mi acompañante. Matías era

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un hombre educado. Socarrón pero, adiferencia de su compañera, capaz deguardar las formas. En ese sentido,había tenido suerte con elemparejamiento. No obstante, Matías noparecía hombre de trato cercano, por nodecir que resultaba reacio al contacto.Y, pese a no manifestarlo, estaba deacuerdo con Rosa en que yo estorbabamás que ayudar. Por ello, cuando mesenté en el asiento del copiloto y me atéel cinturón de seguridad, tenía por ciertoque serían cuatro largas horas deincómodo silencio.

Salimos de la ciudad siguiendo loscarteles que indicaban el aeropuerto de

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Orly, pero antes de llegar, tomamos laA6/E15 en dirección a Ginebra-Lyon.Matías conducía como un autómata. Trascincuenta kilómetros de notoriomutismo, le invadió una inmovilidadcasi absoluta. Ni las pestañas batía. Pormomentos, pensé que el comandantehabía dejado de respirar. Pasados unosminutos, retiró la presión del aceleradory su conducción se volvió lenta,excesivamente conservadora. Ochentakilómetros por hora para una vía deciento veinte. En un momentodeterminado, se inclinó hacia delante yapoyó los antebrazos en el volante.Encontré tantas analogías entre el

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guardia civil y un perezoso abrazado ala rama de su árbol que empecé apreocuparme: se estaba quedandodormido. Sentí el impulso de decirlealgo, pero no lo hice. No había pasadoun segundo cuando habló él:

—¿Podrías conducir un rato, Lola?Dio en hueso.—No me gusta conducir, Matías...—Ni a mí madrugar. ¿Sabes o no

sabes conducir?—Saber, sé. Quiero decir que tengo

carné y también coche, pero no me gusta,sobre todo en lugares que no conozco.Podríamos parar a tomar un café en lasiguiente zona de descanso, y así te

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despejas.—Si tomamos un café, ¿conducirás?—Estamos en Francia —objeté

como último recurso.—El volante está al mismo lado y el

coche es automático, ¿qué problemahay?

No repliqué, ¿qué podría decir?—¿Vamos a seguir jugando durante

mucho tiempo al ratón y al gato? Lo digoporque me estoy quedando dormido, ycuando me duermo soy peligroso alvolante.

—Paremos a tomar un café —insistí.—De acuerdo, y luego me sustituyes.

De veras lo necesito. He tenido una

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noche movida...Bajé la vista y, algo avergonzada,

confesé:—No tienes navegador, Matías. Y

yo... en fin, soy de las que suelenperderse; de las que no entienden losmapas.

—Yo tampoco entiendo a lasmujeres, estamos en paz.

—Bueno, lo tuyo es normal...—No empieces con absurdas

divagaciones, Lola.—No son absurdas, es la verdad.—¿Sabes ir en línea recta? ¿Sí?

Pues es suficiente. En treinta kilómetroshay una bifurcación a la izquierda que

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señala la A6. Sólo tienes que seguirla.¿De acuerdo?

Asentí muy a mi pesar.—Manos a la obra —musitó.No buscó un área de descanso. Se

detuvo en el arcén, línea continua, ycambiamos de posición.

—Despiértame dentro de media horao tres cuartos, ¿vale? Quedan treintakilómetros para la desviación y otroscuarenta y tantos por la A6. Con esesueñecito tengo suficiente.

—Lo haré, pero antes de que teduermas me gustaría preguntarte algo. Séque vas a pensar que...

—¿Que eres una chismosa?

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—Chismosa es una palabra ofensiva,Matías. Iba a decir curiosa.

—Para el caso es lo mismo —replicó.

Su deje sarcástico me irritó. Llovíasobre mojado. Anteriormente, susformas bruscas y su mirada punzante yame habían molestado. Además, noperdía ocasión de meterme el dedo en elojo. Sin embargo, antes de saltar, dejéhablar a la razón y evité exteriorizar midesagrado. Mi cabeza, como una lluviade realismo, me aseguró, con gransabiduría, que no tenía motivo paraalterarme. Resultaba evidente que aMatías le mataba la falta de sueño. Y

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que sólo estaba retándome. Probaba micapacidad de aguante. Y tenía que dar latalla. Me limité a sonreír con un rictusamargo y a insistir:

—¿Puedo preguntarte algo o no?—O no.—Vale, lo haré de todas maneras.

¿Qué ha ocurrido en estas tres horaspara que te hayas pasado al otro bando?,¿qué te he hecho? Soy una mujersuficientemente lista como para tragarmeel orgullo cuando hace falta, pero tuscomentarios, como los de tu compañera,rozan la chulería. Soy una juez española,con un cargo importante. Sé que no temeterías conmigo sin una razón.

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Explícamela, dime dónde he metido lapata e intentaré no volver a hacerlo. ¿Esporque he limpiado el baño? Es cierto,no era mi casa, pero, conchos, estabaasqueroso...

Respiró hondo, bajó el cristal un parde centímetros y dijo:

—La Chata no tiene nada contra ti,Lola. Ella es así. Son sus cicatrices.Respecto a mí, me da igual lo importanteque seas. Ella es mi compañera, y tedaría cien vueltas si os comparásemos.Ayer tuviste la osadía de amenazarla.

—¿Amenazarla? ¡No hice nada deeso!

—La vi sacar el arma.

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—¡Sólo me la mostraba! No se tratóde ninguna amenaza. Sólo aclaramos lascosas. No me conoces, pero no soycomo piensas. Estoy aquí porque miamigo está en un apuro. ¿Crees quehabría dormido en ese sofá de ser unajuez estirada que amenaza a su gente?

—Si es así, lo siento. Pero yotambién debo cuidar a mi gente. Y laChata...

Un nuevo silencio.—Has mencionado que tenía

cicatrices. ¿Sufrió algún atentado?Negó con la cabeza.—Peor.—¿Un secuestro?

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Lo pensó un instante.—Se podría decir así, sí.—¿Un secuestro largo?—Bastante. Un año y pico. Casi dos.—¿La secuestraron durante dos

años? No sabía que hubieransecuestrado a una mujer, ni que lahubieran retenido durante tanto tiempo...

—Fue un secuestro singular.—A ver, Matías. ¿Fue un secuestro o

no? Estás empezando a desbarrar.Había inclinado ya la cabeza en el

asiento, y se había colocado de lado, enposición semifetal. Respiró hondo unpar de veces y dijo:

—La Chata es una de esas

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guardias...Giré la cabeza y le miré extrañada.

Él simplemente confirmó con unmovimiento de cabeza.

—¡Por todos los santos, Matías!Pero ¿no te das cuenta de que no te sigo?

Suspiró. Cerró los ojos y relató consu misma voz monocorde:

—Déjame que te cuente una historia,Lola. Imagínate un hogar modesto peroalegre. Madre ama de casa; padreguardia civil; una sola hija. Imagínate aesa jovencita. Once años: coletas ycalcetines blancos, una muñeca,peluches sobre su almohada y un disfrazde princesa en el armario. El rosa como

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color preferido. Ser médico comoilusión. Un día alguien pone los ojos enese guardia. O más bien en los bajos delcoche que conduce. Y le hace saltar porlos aires. Hay que recomponer su cuerpopara poder enterrarlo. La caja es oscura,como el vestido de la viuda. La niña notiene nada negro. Le han puesto unvestido blanco bajo un abrigo de pañomarrón. Llueve por fuera, pero sobretodo por dentro. Regresan delcementerio con los zapatos embarrados,y el alma agonizante.

»Un nutrido grupo de personas, lamayoría pertenecientes al cuerpo ocercanas, amén de algún miembro del

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Gobierno y políticos del mismo partido,acuden al camposanto a enterrar a aquelpadre malogrado. Todos los telediariosproyectan imágenes del suceso, de ladesconsolada viuda, y de lasorprendentemente calmada niña. «Enestado de shock», comenta un expertoconsultado. Muchos periodistas se dancita allí. Sin embargo, escaseaban loscuriosos, esos que acuden a lostanatorios a pasar la tarde. Curiosearresultaba peligroso. Alguien podíaconfundirte con «uno de ellos» y ponerteen la lista de potenciales objetivos.Porque a nadie le cabe duda de que,entre los asistentes, hay algún

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observador. Sí, así los llaman, consuave eufemismo: observadores. Enrealidad, son espías camuflados; alguno,incluso, viste uniforme.

—Una lista de potenciales objetivosque se nutre en los funerales... ¡Quéhistoria más triste! —repliqué conacidez.

—Ciertamente.—¿Estabas tú en esa lista?—Yo. Y tú. Potencialmente, cada

uno de nosotros.—Cierto, muy cierto.Permanecí unos instantes pensativa.

Él continuó:—Como se hace en los pequeños

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municipios del norte de España, se leenterró sobre la tierra. Sólo treinta ycuatro años separaban las dos fechasclaves de su vida, esculpidas en lasencilla lápida. A simple vista, sedescubría el dolor, pero sobre todo laindignación. Con voz entrecortada, elcapellán castrense intentó hablar de pazy de perdón. Pero su homilía fue breve.Nadie deseaba escucharle. Nadie queríamostrar la otra mejilla, o retirar elcabello para dejar a la vista la sien. Erala época en la que la sangre fluía comosi el País Vasco fuera una arteriapicada. Los que asisten a sepelios día síy día también quieren hacer algo.

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Combatir. Cada uno a su modo. La niñatambién.

»No llora, pero tras dejar a su madreacostada (le inyectan algo y se quedadormida enseguida) busca una bolsa debasura, se acerca a su cuarto y la llenahasta los bordes. Cuando acaba, en lahabitación no quedan peluches, nidisfraces, ni muñecas ni nada de colorrosa. Unos años más tarde, se haceguardia. Y, antes, voluntaria.

—Voluntaria, ¿para qué? —indagué.Matías respiró hondo.—Agente infiltrada. Durante dos

largos años, fue pareja de un históricode la banda, uno de los más

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sanguinarios. Directamente, en la bocadel lobo. Hasta que se logró desarticularla cúpula, permaneció allí.Compartiendo cama y mantel. Ypistolas. Y macerando su odio y suasco... Y bastante más.

—¡No!—Sí...—Pues ahora tendréis que protegerla

mucho. Con esa nariz, es fácilmenteidentificable...

—¿La nariz? No es suya, porsupuesto. Ni tampoco los ojos. Antes lostenía achinados.

—Pero, entonces...—No vas a callarte hasta que te lo

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cuente todo, ¿verdad?Asentí. Él suspiró, pero continuó

hablando. Y a mí la piel se me puso degallina.

—Se hacía llamar Naiara. Trasmuchos años de aprendizaje, dominabael euskera mejor que ellos. Hablabapoco, sólo cuando era necesario. Perosiempre tarareaba cancionestradicionales vascas. Comenzófrecuentando la taberna, y terminótrabajando en ella como camarera. Seismeses después tenía llaves del local,que cerraba cada noche. Conocía a todoel mundo y todo el mundo la conocía.Pasados dos meses más, un operativo de

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la Guardia Civil asaltó sin previo avisola taberna, y detuvo a varios terroristasy simpatizantes de la banda que seencontraban allí. Sin embargo, nolograron atrapar al que teóricamentebuscaban: un liberado de laOrganización, responsable de la comprade armas en el mercado negro y de quiense decía que formaba parte de la cúpulade la Organización. Naiara lo habíasacado por la parte trasera, vestido demujer. Aquello le dio credibilidad, peromucho más mantenerlo oculto en su casavarias semanas, hasta que la llamada deun confidente doble les avisó de que loshabían localizado. Huyeron a Francia.

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»Los recogieron en Bayona, en unaplaza céntrica. Cambiaron de coche tresveces; hasta les transportaron ocultos enun camión de alfalfa seca. Pau, Orleans,Tours y por último París. Se instalaronen Bidart. Él había perdido visión y nopodía conducir. Ella comenzó aacompañarle a todas partes, sobre todoa Alemania. Los Balcanes eran unabuena fuente para el aprovisionamientode armas. Aparentemente, nunca seinvolucraba en nada, si bien, cuandopodía, marcaba las armas con pequeñasbalizas, que los suyos lograban detectar.No preguntaba: se limitaba a conducir, acocinar y a cuidar a su nuevo hombre.

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Quizá no lo sepas, Lola, perocalculamos que cerca del cuarenta porciento de las mujeres activas de laOrganización recalaron allí siguiendo asus novios o maridos. Naiara empleóese argumento. Cuando huyeron aFrancia, ella ya estaba embarazada. Esasemana había cumplido diecinueve. Unmédico de Pau le practicó su primeraborto. Lo hicieron en la granja dondevivían, y por la que se movíanlibremente. El embarazo la impactótanto como que su pareja la obligara aabortar, por el bien de la causa. Paraninguna de esas dos cosas estabapreparada.

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»Ni para otras muchas.»No era guardia civil de facto

cuando aceptó el puesto de camarera.Sólo contaba con diecisiete años. La leyno lo permitía. Pero llevaba desde loscatorce formándose para ello. LaOrganización cada vez estaba másprevenida contra los infiltrados. Porello, prefería criar a sus propiaspolladas. Captaba miembros cada vezmás jóvenes para asegurarse de que notrabajaban para cuerpos de seguridaddel Estado. Naiara estaba en el límite deedad. Y no carecía de encantosfemeninos. González, compañero de supadre, a quien la Organización se había

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llevado por delante la vida de su hijopequeño, al ver la dureza de su caráctery su determinación, la preparó aconciencia. Su madre nunca lo supo.

»Sin embargo, nadie está lo bastantepreparado para dormir con su enemigo.Que se trate de asesinos, que se hayanllevado por delante a tus familiares yamigos, no exime de que el roce diario,el trato y la confidencia acabenproduciendo relaciones afectivas. Nadate permite aislarte plenamente de laamistad y hasta de la camaradería y, portanto, se entabla una lucha interna,psicológica, contra uno mismo. Unapermanente tensión: no soñar por si

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hablas en sueños; no recordar; nohablar; evitar gestos de repulsa; que tupapel sea tan logrado que no te cacen otu destino será la muerte; sumarte a laalegría de la muerte de un conocido,colaborar en ella... Si esa relación seadentra en el terreno de los afectos, ladureza del choque se incrementa.

»Naiara luchaba contra ellos contanta fuerza como contra sí misma.Porque mantener mucho tiempo una farsaacaba por hacer confundir la ficción conla realidad. Vivían en París, en eldistrito XV, cuando se enteró de que denuevo estaba embarazada. Esta vez,decidieron tenerlo. El niño se llamó

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como su padre. ¡Qué ironía, el hijo de unterrorista con nombre de guardia civil!

»El niño empezó a acompañarles enlos viajes. Él negociaba las compras yella paseaba al niño mientras vigilaba lazona. El niño. El hijo de su objetivo, dela bestia que amaba y odiaba a un mismotiempo. El desánimo creció, a la par quelas dudas sobre la causa, y que el miedo.Porque cuando se acostaba con él nofingía. No durante tanto tiempo. Ya no.

»Aquella semana viajaron a España.Hubo un tiroteo con la Guardia Civilque ella misma había provocado y quehirió a su hombre. Lloró de rabia. Semaldijo. Lo cuidó con el mimo de una

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esposa. Estuvo a punto de sucumbir yconfesar. El niño ya gateaba. Entonces,algo le desembotó la cabeza. Hubo unsegundo ataque. En aquella ocasión, ellatenía un arma en la mano. Disparó.Falló: sólo hirió al guardia en elhombro. Era de los buenos, se estabajugando la vida por ella, como su padre,y, no obstante, tuvo que hacer elesfuerzo de no apuntar a un centro vital.No se trataba del dolor por un dañocolateral. Se trataba de su integridad: laestaba perdiendo. Otro guardia murióaquel día a quinientos kilómetros de allí.Era González y llevaba una foto deNaiara en la cartera. Él vestía uniforme.

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La mujer estaba mucho más joven, perose la reconocía perfectamente.

»Naiara desconocía ese extremo,pero cuando fue a la tienda con el niño acomprar pan, la metieron en un coche yse la llevaron. La semana siguiente sufoto salió en un periódico afín a laOrganización. No lo escribieron pero laorden era disparar a matar. Desdeentonces, lleva nariz aguileña, haengordado diez kilos y sus ojos son muydistintos.

—¿Ha tenido que someterse a unaoperación de cirugía estética?

—En efecto. Como su hijo...—¡Su hijo es...! ¡Santo Dios!

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—Una putada, sí.Lo pensé durante un instante.—Creo que nunca sería capaz de

hacer algo así. Ni siquiera para lograruna venganza. ¿Y tú?

Matías no respondió mi pregunta.Tenía los ojos cerrados. Intuí quedormía, pero no era así. Sin cambiar depostura, me espetó:

—Y ahora, jueza, quid pro quo.Cuéntame qué lío tienes con ese policíasecuestrado.

Suspiré.—No tengo ningún lío.—Vale, llámalo como quieras.

Cuéntame de qué le conoces, por qué y

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desde cuándo. Así evitarás que pierda eltiempo averiguándolo.

Un nuevo suspiro.—De acuerdo. Te lo contaré con la

condición de que no vuelvas a preguntar.—¡Trato hecho, jueza!No me costó mucho hablar de ello.

De hecho, creo que lo agradecí.—Me gustaría decir que lo nuestro

fue amor a primera vista, pero mentiría.—Amor a primera vista...—Es una forma de hablar, Matías.

Hablo de amistad, feeling...—Ya. Continúa.—En fin, nuestro encuentro no fue

precisamente amigable. Iturri me metió

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entre rejas, acusada de asesinato contodo tipo de agravantes. Fue un 9 dejulio, en plenas fiestas de San Fermín,en Pamplona. Un pequeño grupo deprofesores de universidad asistíamos alencierro. Ante nuestros ojos, un miura sellevó por delante a uno de nuestroscolegas que había decidido rejuvenecercorriendo. Lo corneó, lo volteó y loarrastró hasta la plaza. No hubo nadaque hacer. Falleció en el traslado alhospital. Y vestidos de blanco y rojoterminamos en la sala de espera (¿dóndesi no?) de la morgue aguardando que serealizara la preceptiva autopsia.Entonces, le vi por primera vez. Todo

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Pamplona llevaba un pañuelo rojo alcuello y cierto nivel de alcohol ensangre. Pero Iturri nunca hace nadacomo los demás. Me llamó la atenciónsu expresión agria y su mirada furtiva. Ysus andares, mezcla de desaliño ypedantería. Algo extraño, muy Iturri.

»La autopsia evidenció lo evidente,que mi amigo estaba completamentemuerto, y lo no evidente: que el miura nohabía hecho más que entrar a matar, perocon la faena terciada. Mi compañerohabía sido envenenado. Mientras elcadáver daba tumbos de un sitio paraotro, el tipo de la mirada furtiva meechó el guante. Es largo de contar, pero

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curiosamente, todas las pistas apuntabanhacia mí.

—¡De modo que fue el que teencerró!

—En efecto. Y en parte se loagradezco, porque aquel encierro mecambió la vida.

—¡Ah, el amor!—¡Pero qué pesado! Lo que cambié

fue de profesión. Por aquel entonces, yasabía que la vida no es justa. Mi padremurió joven y se llevó tanto nuestrocariño como la fortuna y la posiciónsocial. Un duro golpe. Pero en Pamplonafue mi corazón el que se dio de brucescon la injusticia con mayúsculas.

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»Han pasado cerca de veinte años,pero aún puedo precisar la textura, losperfiles, el sabor agrio de aquellaangustia. Recuerdo la vergüenza, y larabia y los piojos que pillé no sédónde... Y sobre todo que, cuanto másafirmaba mi inocencia, más culpableparecía. Sí. Aquélla fue una injusticiacon mayúsculas. Yo no había cometidoese crimen, no había hecho nada, pero elfiscal aseguraba que era culpable. Noera un curioso, o una maledicentevecina, o un enemigo, era un tipo contoga, pero tenía ganas de quitarse elasunto de en medio cuanto antes.Estaban en fiestas y no iba a permitir

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que una persona estúpida como yo lefastidiara el momento.

»Sí, de ese viaje volví dispuesta acambiar de profesión. Volví con toga.Cambié las aulas por las comisarías ylos juzgados. Cambié de profesión ycambié de vida.

—E Iturri se quedó —añadióMatías.

—Así es. El mismo tipo estrafalarioque me metió entre rejas fue losuficientemente valiente para tirar delpequeño hilo que quedaba suelto ydemostrar mi inocencia. Él fue el únicoque creyó en mí. Mi marido lo teníaclaro, pero no pudo hacer nada. Fue

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Iturri quien me devolvió la libertad. Yme dio su amistad. Y de aquellos barros,estos lodos. Él sí puede comprenderme.Es como yo. De beber, como una cuba.Hasta la última gota. Salvo que él notiene que guardar las apariencias antelos colegas, la familia, los amigos, lospolíticos, la prensa... ¡Ah, resultaagotador parecer normal! Al menos, sinserlo, como es mi caso.

Estaba terminando la frase, cuandooí su ronquido. Se había dormido.

Dejé de hablar, pero no pudearrancar a Iturri de mi mente. ¡Quérelación más curiosa la nuestra! No meextraña que despiste a los demás. ¡Hasta

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a mí me ocurre! A veces, siento el deseode lanzarme en sus brazos, de besarlehasta desgastarle. Otras, me lo comeríaa mordiscos. Lo mataría y lanzaría sucadáver a las hienas. Supongo que a élle ocurrirá algo similar. Es lo que tieneser tan parecidos. Amor-odio. Odio-amor. En todo caso, no podía ser. Nodebía ser. Y alcanzamos cierto ten conten. Una amistad rara, peculiar, única.Una conexión casi espectral.

Tampoco es que Iturri sea un tipofácil. Es una especie de verso suelto,una extraña mezcla de policía y ladrónde fascinantes ojos verdes. No puedonegar su belleza. No «a su modo», como

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se suele decir de quienes son más biennormalillos. Iturri es guapo en valorabsoluto. Alto, moreno, bien plantado, yesos ojos... En sus ojos te puedes bañarcomo si fueras una sirena. Pensándolobien, creo que también se atiene a laverdad decir que es guapo «a su modo».Porque Iturri posee algo distintivo, unaespecie de denominación de origen.Para mí resulta evidente. Aunque puedeque sólo lo vea yo. Sí, es posible quejuzgando a Iturri no sea ecuánime. Meconsta que quienes le conocen gracias asu trabajo lo tienen por un granprofesional. Alaban su tenacidad (jamásle he visto dar una pieza por perdida,

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aunque alguna le ha llevado añosatraparla), resaltan su intuición, peroninguno deja de mencionar su malcarácter. Es crudo, contundente,impenitente, solitario, feroz. Ni un rastrode humanidad. Ni un asomo. Quienes loconocen de puertas afuera del trabajo(en este caso, lo de conocer es uneufemismo), me refiero a las mujerescon las que sale, todas bonitas ydelgadas, destacan su espíritu felino, subrío, como de potro sin domar, unaespecie de sed que nunca acaba decolmarse, y su total desconocimiento detérminos como tacto, cariño, escucha ofidelidad. Yo me encuentro dentro de un

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tercer grupo, un subconjunto que, demomento, no tiene más que un elemento.Yo veo al impredecible, mordaz ymaravilloso lobo solitario. Desde mitrinchera, le observo por el rabillo delojo, como si observara un atardecerrojo, o una luna llena, como si oliera unpan recién horneado o la piel de unrecién nacido. Sé que es proclive al malhumor, que es brusco y egoísta, quecuando bebe no hay quien lo aguante. Sétodo eso y mucho más. Pero cuandohabla de otras mujeres siento unpequeño ramalazo de envidia. Le hevisto llorar, algo mucho más íntimo quehaberle visto desnudo.

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¡Dios, recordar todo eso es comoentrar en el túnel del tiempo! El nombrede Iturri me rejuvenece. Su estampadetiene en seco el reloj, que se apresuraa ir marcha atrás. Tengo la extrañasensación de recuperar la juventud. Mevuelvo ligera, fresca como una frutarecién cortada... Delgada. Ahora me veocomo un plátano dejado a la intemperie.Blanducho, amarillento con manchasmarrones... Una mierda.

—¡Iturri, por favor, aguanta! —susurro.

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9

Me aferré al volante, con la miradasujeta en la carretera. A mí también seme cerraban los ojos. De vez en cuando,los dedos se me escapaban a la cabeza yconstataba la evolución de mis rizos. Nosé por qué los rizos me llevan siempre aIturri. El recuerdo me encogió elestómago. Como la Chata, él habíahecho muchas cosas por la causa. No mehabía ofrecido demasiados detalles,sólo pinceladas sueltas, pero lo pocoque había narrado era suficientemente

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ilustrativo.«He aprendido a dormir con los

sentidos despiertos, Lola; tan agudoscomo en vigilia. A descansar con lapistola bajo la almohada y el dedo en elgatillo. A aprovechar diez minutos, sieso es lo que hay.»

«Un día te dispararás en un pie sindarte cuenta», le repliqué.

«Mejor eso a que te liquide de dostiros la mujer que yace a tu lado. Es unarata, hija de rata. Ella lo sabe; tú losabes. Ella te conoce; tú la conoces. Ysabes que duerme con los ojos abiertos,y la mano bajo su lado de la almohada, ala espera de una orden.»

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Traté de ponerme en la posición dela Chata; imaginar la velada en que tupareja te hace partícipe del nombre delpróximo objetivo. Cuando lo oyes, loslatidos de tu corazón huyen. Esdemasiado; sí, es insoportable. Leconoces. Sabes quién es; sabes que sumujer está embarazada, quizá hayatenido ya al niño. Sabes que es tan jovencomo tú, como lo era tu padre cuando lehicieron saltar por los aires...

No pude seguir pensando en ello.Traté de concentrarme en la carretera.El día se había abierto completamente,pero el sol, bajo todavía, no lograbatraspasar la neblina que flotaba sobre el

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asfalto, más o menos tan densa como laque circundaba mi ánimo. Pensar queéramos la única oportunidad de Iturri mehacía sentir fatal. Pero dejar hervir esesentimiento no iba a ayudarnos arescatarle. Debía concentrarme en loque tenía y soslayar aquella malditasensación.

Me fijé en el cartel de unagasolinera. El depósito estaba casivacío, pero en lo que pensé fue en elcafé que podría tomarme dentro. Yapodía olerlo. Giré la cabeza a laderecha. Matías roncaba. La carpeta quehabía traído dormía sobre sus piernas.Encendí el intermitente, tomé la salida y

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me detuve.Frente a la gasolinera, situado a

escasos metros, había un pequeño cafédel que emanaban aromas de canela ybollería recién horneada. Dejé alcomandante en el quinto cielo, learrebaté con sumo cuidado la carpeta deentre las piernas y me encaminé hacia laentrada. El tono aséptico del camarerocontrastaba con la calidez de ladecoración. Las paredes estaban llenasde fotografías de tartas, pasteles ybrioches. Fresa, manzana, chocolate,nueces; eran tan reales que casi podíaapreciarse el vapor que desprendían.También había instantáneas de niños con

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ojos golosos y bocas teñidas de cacao.Curiosamente, siendo día de diario, ellocal estaba lleno. Había mucho ruido.No me importó. Pienso mucho mejorentre ruidos que entre silencios. Esperémi turno, e hice mi pedido. Me lo dieronen una bandeja y fui a sentarme a una delas mesitas de madera del fondo,dispuesta a echar un vistazo a losdocumentos de la carpeta de Matías.

El calor del café paseando por miestómago me revivió. Bueno, eso, y lanapolitana de crema que le acompañaba.Recuerdo que pensé que, a ese paso,ganaría en dos días los kilos que llevabasemanas perdiendo a base de comer lo

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que no me gustaba y de no comer nadamás. Como digo, no sé si fue el dulce, elcalor de la bebida, la cafeína, o todasesas cosas a la vez, pero, de pronto,volví a mi ser. Recuperé la fuerza que sehabía esfumado al tocar París. Penséesperanzada en la liberación de miamigo Iturri. Es curioso observar hastaqué punto cosas tan nimias puedenofrecerte regalos tan valiosos.

Disimulé el placer que me produjola napolitana de crema dejando el platovacío en el carro de las bandejas yquedándome sólo con la taza de café. Elarmatoste estaba lleno y me vi obligadaa apoyar mi plato sobre los restos de un

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bocadillo de queso brie, al que habíanmetido a lo sumo un par de veces eldiente, algo que suscitó de inmediatomis desavenencias con su dueño, fueraquien fuese.

Uno de mis problemas con la comidaes que soy incapaz de dejar nada en elplato. Ese despliegue de energía nosiempre procede del hambre y muchomenos de la tacañería. La razón debeexhumarse en mi infancia, de hecho, esuna especie de contraseña para regresara mis años mozos. Pueden creer que setrata de una excusa manejada paracomerme lo de los demás, pero seequivocan por completo.

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De niña, en casa, me curaron de esafalsa tendencia al despilfarro que sueleaquejar a los ricos. Eso, cuando éramosgente acomodada; luego, cuando mipadre falleció sorpresivamente ydejamos de serlo, lo practiqué con másrazón.

«Todos los días, hay gente que semuere de hambre. Sírvete lo quequieras, pero, una vez en el plato,termínatelo. Sería un pecado capitaltirar la comida», solía razonar mi padre,pensamiento al que mi madreindefectible apostillaba: «No creas queeso ocurre sólo en África, Lola, tambiénaquí, en Bilbao, existe el hambre». Lo

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pronunciaba como si constituyera uncompleto escándalo; una blasfemiacontra el Espíritu Santo, que creo queson las peores.

Siempre que voy a un restaurante yveo a esos niños abandonar con desidiamedia pizza de jamón y queso, cuandoen los almuerzos de trabajo observo amis colegas femeninas dejar el platoprácticamente sin tocar, me acuerdo demi padre. Si pudiera contemplar estadegradación gradual de la especie,volvería a morirse.

Es un bonito verbo este de apreciar,muy preciso, muy jurídico. Apreciarsignifica poner precio; pasar de la

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apariencia a la realidad a base de cifrarel valor en una cantidad determinada,objetiva. Para esos niños, como para suspadres, el precio de comer fuera debede ser nulo. Lo hacen tan a menudo queya no lo aprecian. Al menos, su precioes tan bajo que no merece ni el esfuerzode cifrarlo.

Entiendo bien el sentido de laspequeñas cajitas que los japoneses, loschinos y, en general, los orientales teentregan a la salida con las sobras de lacomida que acabas de pagar. Hoyexisten muchos restaurantes occidentalesque han imitado esa sana costumbre. Yolos busco, de hecho, puedo darles una

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larga lista de ellos, al menos en lacapital. Así evito tener que comer sinhambre que desalojar, por pura y simpleobligación.

Hay gente que asegura que hay quebajarse del escenario de la infancia yhacerse rápidamente a los nuevostiempos, que ya no son de hambre cuantode Apple. Pero qué puedo decirles: hayciertas cosas que el tiempo no atempera,ni mitiga, ni corrige. Muy al contrario.Cuando se han inscrito en la memoria deforma indeleble, ningún calendario losclausura.

Ésta fue la primera desavenenciaseria que tuve con mi suegra (después de

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pretender casarme con su hijo, que fue laoriginal; los orígenes, como lo llamaríaun director de Hollywood): la comida o,más bien, su despilfarro.

Mis suegros (Dios los tengaeternamente en su gloria) eran navarrosde pura cepa, título que no es sencillo deadquirir. Para que te concedan estadistinción tienes que probar, al menos,que llevas subscrito desde su fundación,allá por el año 1903, a la ediciónmatutina del Diario de Navarra;certificar que en tu árbol genealógicohay al menos un requeté y un par demonjas, curas o frailes, y que vives odeseas hacerlo en los alrededores de la

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plaza de Conde Rodezno. Pues bien, unnavarro de pura cepa jamás aprobaría lavagancia ni justificaría la ira ni tendríapor inicua la envidia. No obstante, paraun navarro, que un invitado se levante dela mesa con hambre es una de lasmayores vergüenzas que puede soportar.Una amante es una mala prácticarelativamente corriente, pero dejar quealguien se vaya sin haber sido cebado esalgo completamente intolerable.Insufrible.

¿Y si la mesa a la que te sientas es lade una boda? Pues en ese caso, pecadodoble. O sobra la mitad de la comida, oha sido una boda de compromiso: los

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novios no se querían, los padres estabandescontentos con el enlace, y la parejatenía los días contados. ¿Bandejasvacías? Boda de penalti.

«¿Cómo que si damos aperitivo nodamos primer plato?, pero ¿qué es eso,dónde se ha visto?» Sí, en la colecciónde pecados capitales, los navarrostienen uno menos que el resto de losmortales. Allí llaman educación alfomento de la gula. Se pueden imaginarla cara que puso mi suegra cuandosugerí que la gente eligiera un plato.«¿Carne o pescado? ¡Pues vaya unapregunta, los dos! No vamos a andarindagando. ¡Pensarán que estamos

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arruinados o que tú estás en estado!...¡No! Si ya lo decía yo... ¡Jaime!»

Jaime tuvo que certificar ante sumadre y el cura amigo de la familia quese casaba libre y voluntariamente, sinatisbo de necesidad. Y luego tuvo queconvencerme a mí de que siguiera conaquel enlace con el único argumentoválido posible: que uno puededivorciarse del jefe, de la pareja y hastadel equipo de fútbol, pero jamás de lospadres. Pusimos carne y pescado, yentrantes y el puñetero sorbete de limón.Y, por expreso deseo de la novia, lacomida sobrante alimentó a todos losconventos masculinos y femeninos de la

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zona, incluida La Rioja.Salimos en el Diario de Navarra

como está mandado. Mencionaron sieteveces que era bilbaína, para que nadiepensara que las excentricidadesprocedían de los Garache, navarrosantiguos, de sangre limpia, sin rastrojudío o árabe, y con escudo blasonadopor cuatro curas en la familia, uno deellos muerto en misiones... Podríaalargar indefinidamente ladiscusión, pero no merece la pena. Esque cuando estoy nerviosa, me da porcomer... O por hablar de comida, quefastidia mucho pero no engorda.

En fin, que con el estómago contento,

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abrí la carpeta dispuesta a procesar sucontenido como si fuera la escena de uncrimen. Resultó mucho menosglamuroso: se trataba de las fotografíasde los vehículos que habíamos visto eldía anterior y de unas largas listas denombres.

—Desprecia ése también —oí a miespalda.

Di un bote en la silla.—¡Por Dios, Matías, qué susto me

has dado!

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El comandante llevaba en una mano uncafé y en la otra un plato con dospequeñas magdalenas sembradas depepitas de chocolate.

—Desprecia ése también —repitió,señalando con el dedo el coche blanco—. Pertenece a otro tipo del pueblo. Meha llegado una alerta esta mañana. Nosquedan cinco.

Se sentó a mi lado.—De acuerdo —acaté. Y coloqué

esa fotografía junto al resto de las

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desechadas.—Ya veo que no tienes paciencia,

Lola. De acuerdo, no hace falta queesperemos a llegar a Lyon. Si quierestrabajar, hagámoslo ya.

—Por mí, adelante. No sé muy bienqué debemos hacer, pero estoy a tudisposición.

Echó el cuerpo hacia atrás y cruzólos dedos en la nuca.

—Nosotros somos gente de fe, Lola,creemos firmemente en elprocedimiento. Las circunstancias queconcurren en cada caso son dispares,pero el modo de procesarlas permanece.Lo hemos probado y funciona. Ése es

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nuestro soporte: emplear siempre lamisma táctica nos impide ir a la deriva,dejar cabos sueltos y perder el tiempo,el más escaso de nuestros bienes.

Debió de percibir la mueca deextrañeza en mi boca, porque se aclaróla garganta y, con gesto satisfecho,siguió en su intento de convencerme.

—En este momento, lossecuestradores han tomado concienciade su fuerza. Iturri lleva casi tres días ensu poder: creen que han conseguido loque buscaban, que abordan terrenollano, que pisan la parte fácil. Piensanque sólo les resta aguantar y la frutacaerá madura en su regazo. Sin embargo,

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se equivocan. Lo más importante, lo másdifícil empieza ahora. Tras el subidón,emergerán los efectos de la repentinabajada de estrés. Se relajarán. Gozaránde su posición. Y ese estado de alivioles hará bajar la guardia y cometererrores. Cuando metan la pata, y tienencasi todas las papeletas para hacerlo,estaremos allí.

—¿Allí?—Los secuestradores buscarán

insuflar apariencia de normalidad a susvidas. No harán nada que despiertesospechas, nada agresivo, pero tendránque comer y tirar la basura, sedesplazarán en coche, comprarán

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cerveza... Y luego están losimponderables...

Durante un instante, su voz se viofusionada con el ruido ambiental. Ungrupo de jubilados, lo que parecía unaexcursión en autocar, entraba en lacafetería y quería recibir asistenciainmediata y visitar los aseos. Matíasaguardó a que se dispersaran, parainmediatamente insistir, levantando lavoz:

—Procedimiento, jueza,procedimiento.

Traté de sonreír, pero no pude evitarque se me notara el disgusto.Comprendía sus afirmaciones. La mayor

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parte del trabajo que se desarrolla enlos juzgados es procedimental. Enrealidad, nuestra labor consiste enencajar hechos concretos encontenedores de distinto tamaño, formay color. Hay que lograr meterlos dondequepan y no salgan corriendo. Claro queesas cajitas no están fabricadas enmadera o en plástico, sino con ideasdescritas en leyes, pero no dejan de sercajas. Hay un envase picudo donde cabela apropiación indebida, y otro, máspequeño y oscuro, donde se puedeencerrar el asesinato. A veces, losemparejamientos son sencillos; enocasiones, verdaderamente

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complicados. Sin embargo, cuando heintervenido en las fases iniciales, en losperíodos de instrucción donde nisiquiera los hechos tienen apodo onacionalidad, donde no hay cajas a lavista, sólo salirme del camino me habrindado la primacía. Instruir no eselaborar un informe pericial comentandoel estado de un occiso bien quieto sobretu mesa metálica. Se trata de encerrar enuna caja un hecho que no para demoverse, que no coopera, que no quiereser sometido. Porque los malos nuncarespetan el expediente, para resolver uncrimen siempre me he visto obligada asaltarme el procedimiento.

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—¿Puedo decirte algo?—Adelante.Pero no me decidía.—¡Venga, Lola, suéltalo!—Verás, no quiero que pienses que

me parezco a esos alumnos pitagorinesque se creen capaces de enmendar laplana al profesor.

—Podré soportarlo, adelante.—Creo que tienes razón, la

condición humana se mantiene. No haynada nuevo bajo el sol. Quiero decir quecomprendo la importancia delprocedimiento. Sin embargo, no deja deasomarse a mi memoria la imagen de eseclaro del bosque...

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—Noté que ayer, durante la cena,mirabas la fotografía con fruición, comosi fueras un niño y ella un helado delimón.

—No me gusta el limón, prefiero laavellana o el chocolate, pero tienesrazón. La escena del coche quemado meimpactó...

—¿Qué has visto en ella que te haafectado tanto?

Cerré los ojos y respiré un par deveces, dejando que el aire llenara mispulmones.

—No sé, Matías... ¡Habéis insistidotanto en la planificación! Han robado uncoche, han preparado placas falsas, han

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cambiado las matrículas, han cazado aIturri, que es un policía experimentado,han buscado un sitio donde ocultarle...Todo eso refleja decisión, un planespecífico, contar con una meta muyclara, con medios, con recursos einfraestructura. En una palabra:previsión... Y esa previsión me hacerecordar una y otra vez el mensaje deIturri. No hago más que volver a esaspalabras: Le Mans, Salamandra. Estoysegura de que hay una conexión. ¡Tieneque existir!

—Sin duda, Lola. Sin duda...—Y si estás tan convencido como

yo, ¿no crees que será más eficiente para

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nuestros propósitos que loinvestiguemos, aunque nos salgamos delprocedimiento?

Negó varias veces con la cabeza. Ibaa protestar, pero le detuve.

—Déjame que te explique cómo veoyo las cosas, comandante. Hay unsecuestrado y unos secuestradores.Podemos enfocar el problema desdecualquiera de esas dos perspectivas yllegar a conclusiones distintas.Empecemos por el secuestrado: JuanIturri, unos cincuenta años, agente alservicio de la Interpol, soltero, más dedos decenios de experiencia. No es undon nadie, pero tampoco es demasiado

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importante en ese organismo; de hecho,nadie le ha echado en falta. Conrespecto a su trabajo, se ubica en launidad de información antiterrorista,donde se ocupa de investigarinterconexiones. Antaño, de ETA,GRAPO y otros grupos menores; hoy,conexiones islámicas. Se dice que sirvióde enlace en los contactos entre la bandaterrorista y los Gobiernos español yfrancés en la capital suiza y en Oslo.Visto desde este prisma, la pregunta espor qué alguien querría secuestrar a esteindividuo. Le he dado vueltas al asuntomuchas veces y sólo he logradoencontrar tres razones. La primera es

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que pertenece a la Interpol. Iturri bienpodría ser el instrumento empleado paradarle a ese organismo en las costillas.La segunda razón es sencilla: Iturri eraun blanco fácil. Querían secuestrar a unmando perteneciente a un cuerpopolicial y él estaba a tiro. Y la tercerarazón, de algún modo que aún nocomprendemos, Iturri está relacionadocon sus secuestradores. ¿Estás deacuerdo con las razones, Matías?

—Estoy de acuerdo. Permíteme quecontinúe con tu razonamiento. Si elmotivo de su elección estriba en supertenencia a la Interpol, veríamoslógico el hecho de que el secuestro se

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efectuara en territorio francés; másexactamente en Lyon, donde se ubica susede central. Sin embargo, la hipótesisno cuadra con el hecho de que lascondiciones del rescate hayan sidoenviadas al Gobierno español. Sólo unestúpido secuestraría a alguien quepertenece a la Interpol en Francia paraposteriormente pedir el rescate a lasautoridades españolas. De modo que, ami entender, debemos eliminar esahipótesis: no han secuestrado a Iturri porpertenecer a la Interpol. ¿De acuerdo?

—Totalmente.—Vale, desechamos la Interpol.

¿Puede ser factible que buscaran apresar

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a un español perteneciente a un cuerpode seguridad y escogieran Francia parahacerlo? Tampoco esto tiene muchosentido. En Francia, territorio extranjeropara ellos, que les suponemosespañoles, si te pillan armado te metenen la cárcel sin contemplaciones. ¿Porqué asumir riesgos innecesarios?

—Eso es cierto: fuera o no blancofácil, Francia no es una buena plaza paraun secuestro.

Sonreí con maledicencia.—De modo que estás conmigo. Sólo

resta una razón: han buscadoespecíficamente a Iturri.

—¿Estás sugiriendo que se trata de

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un asunto personal, Lola?—No lo estoy afirmando, sólo digo

que es probable. Y que, por ello,deberíamos prestar atención a sumensaje.

—El que te envió por triplicado.—El que me envió por triplicado.—¿Y por qué haría una cosa así?—No lo sé. Supongo que podemos

achacarlo a los nervios, o a la malacobertura. No sabría decirlo.

—¿Y por qué te escogióprecisamente a ti? —me preguntóMatías.

Respiré hondo.—Ésa es una buena pregunta, para la

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que tampoco tengo respuesta. Sólopuedo decir que Juan no es un hombremuy sociable. No tiene demasiadosamigos, y yo soy una de los pocos que lequedan.

Movió la cabeza en signo denegación.

—Perdona, Lola, pero eso no sesostiene. ¿Momentos antes de que unostipos con pistolas le encierren en elmaletero de un coche, piensaprecisamente en ti, una amiga que vive amil y pico kilómetros de distancia y a laque ve cada seis meses a lo sumo? No loentiendo.

—Sé que parece extraño, pero eso

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fue lo que hizo.—No sé qué opinarán mis colegas,

Lola, pero yo no he nacido ayer.Dejó la frase suspendida en el aire.

Me apresuré a responder.—¿Y eso qué significa?—Significa que no podemos

andarnos por las ramas. ¿Por qué nodices que es tu amante y nos dejamos deleches? No son momentos para remilgosmorales.

Agaché la cabeza hasta casiocultarla en el pecho. ¿Por qué todo elmundo se empeñaba en ensuciar aquellaamistad? Respiré un par de veces, yvolví a levantarla.

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—Si ése fuera el caso, lo diría,Matías. Si ése fuera el caso, pero da lacasualidad de que no lo es. No soy suamante ni lo he sido nunca. Jamás, ¿loentiendes? Jamás. Hemos trabajadojuntos, eso es todo. Y nos queremosmucho, en eso te doy la razón.

—¿Trabajar juntos? Querrás decirque estaba a tu servicio.

—Quiero decir lo que he dicho:hemos formado equipo, quien daba lasórdenes y quien las recibía carece deimportancia.

No pareció convencerse pero,gracias al cielo, no indagó más.

—De acuerdo. Supongamos que

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tienes razón. Que han secuestrado aIturri porque es Iturri, aunque no nosconsta ninguna amenaza creíble en losúltimos meses. ¿Qué propones?

—Investigar su mensaje. Averiguarqué significan esos dos términos.

—Llevo quince años en esto y es laprimera vez que los oigo, juntos o porseparado.

—Yo tampoco sé qué significan,pero conozco bien a Juan. Si los haenviado, es porque tienen algún sentido.

—Al menos, lo tenían para él —replicó Matías con cierta ironía.

—¡No, no, no! No es eso lo quequiero decir. Si me lo ha enviado a mí y

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no a otra persona es porque cree que soycapaz de entenderlo. Esos dos términosdeben de contener información sobre sussecuestradores, una información que yodebería poder interpretar. Aunque, demomento, no he tenido demasiada suerte.

—¿No estás yendo demasiado lejos?—Por supuesto que no. Nunca se

terminan de desentrañar las claves delfuncionamiento de la mente humana. Y,sin embargo, en los matrimonios largos,la pareja puede saber lo que el otroquiere sin necesidad de pedirlo. Algoasí me ocurre a mí con el inspectorIturri. Estoy convencida, sé que esas dospalabras describen de algún modo a sus

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secuestradores, o a la forma deliberarlo. Por ello, mi propuesta es ir asu despacho, entrar en su ordenador ybuscar esos términos hasta dar con unapista fiable.

Matías volvió a menear la cabeza.—Eso nos obligaría a explicar a la

Interpol lo ocurrido, algo que,francamente, no consideramos una buenaopción.

—¡No me puedo creer que vuestrostécnicos no sean capaces de acceder asu ordenador a distancia! ¿Acaso notenéis en nómina a un hacker?

—¿Uno? ¡Tenemos una colección!Ese camino ya lo hemos recorrido, Lola.

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Por eso lo digo. Hemos revisado suordenador y no hemos encontrado nada.Ningún fichero con esos nombres,ninguna coincidencia.

—Vale, habéis mirado en suordenador, pero ¿en qué carpetas? —pregunté tras reflexionar unos segundos.

—En las que contienen los informesde su trabajo contraterrorista, ¿dónde sino? Por cierto, que todos tienen nombresde mujeres... Y hay una carpeta llamadaLola.

—¿La habéis revisado?—Sí. Habla de dos asesinos en

serie.—Lo imagino. En todo caso, por la

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forma que habéis buscado, estáis dandopor supuesto que su secuestradorpertenece a la Organización, o tienedirectamente que ver con ella. Sinembargo, desconocemos a ciencia ciertala afiliación de sus secuestradores. Nosabemos quién lo retiene, ¿verdad?Quizá esas palabras correspondan acualquier otro caso. Muchas veces,cuando queremos señalar algo, noapelamos a lo que verdaderamente lodefine, sino a aquello que lo distinguede otras cosas, aunque sean detallesestúpidos.

—¿Puedes hablar en cristiano,jueza?

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Asentí.—A veces, Cristina Pedraza es «la

Paticorta». A veces, José Izquierdo es«el Rosa» porque en una ocasión leestalló un rotulador de ese color en lasmanos y las tuvo una semana teñidas.Salamandra no tiene por qué ser el motede un terrorista o de un informador:puede ser el alias de alguien que loparezca. Quizá sea un agente doble, quetiene la lengua muy larga como supongoque tienen esos bichos. Acaso sea unrecuerdo de algún pasado lejano del queno tenemos constancia. Lo mismo que eltérmino Le Mans puede corresponder alcircuito o a un conductor muy rápido.

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—Si aplicamos esa lógica, nollegaremos a ningún sitio, Lola.Cualquier cosa puede corresponder aesas dos palabras. Y, sea como sea, terepito que no podemos presentarnos ensu despacho de la Interpol y pedir quenos dejen revisar sus papeles. Más tardeo más temprano, alguien en su oficina loechará de menos y atará cabos.

—Por lo que sabemos, en ocasionespasa semanas fuera, siguiendo algúncaso o alguna pista en el extranjero.Tardarán en echarlo en falta. ¡Hagamosun esfuerzo, por favor!

Matías se quitó las gafas y laslimpió con una servilleta.

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—¿Te importa que salgamos? Tengoque fumar. Y, por cierto, hablando devicios, dicen que tu amigo no esprecisamente abstemio. Que esaspalabras podrían proceder de unaborrachera...

Negué vivamente con la cabeza.—Le conozco. Esas palabras

esconden una clave, créeme. Estoypensando que, quizá, no tenga losarchivos en el ordenador, sino en papel.

—Es posible. En todo caso, los quehan examinado los ordenadores de Iturrisólo han localizado archivos desde elaño 2000. No hay nada anterior. Y ahorapermíteme que te quite en parte la razón.

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Tú misma notaste ayer que, por el estadoen que quedó el vehículo robado, lossecuestradores se habían pasado con elcombustible o el acelerador. Frente a loque acabas de señalar, eso indicaprecipitación, una evidente falta deprevisión. ¿Casa eso con que Iturri fuerael elegido? —Se encogió de hombros yañadió—: Un caso curioso éste. El ritmode esta película está lleno de saltos.Curioso.

—Para ti puede resultar curioso, unreto profesional. Para Iturri es cuestiónde vida o muerte. Por eso sigopreguntándome qué significará Le Mansy por qué conjura a una salamandra.

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Desde que me llegó ese mensaje, piensoen ello, sin llegar a ninguna conclusión.Mi memoria enlazaba a Iturri y Le Mansen algún sitio, sin lograr evocar dónde,hasta que un amigo... Bueno, la forma noviene al caso. Lo importante es quelogré recordar. Le Mans fue el nombrecon que los investigadores bautizaron uncaso que llevó el juzgado de Pamplonadonde coincidí con Iturri. No se tratabade un asunto de terrorismo. Erandelincuentes comunes, la mayoríarumanos, que habían formado una redpara sustraer coches de alta gama.Aprehendían los vehículos en el sur deEspaña y los vendían en Europa del

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Este. Contaban con un par de talleres enNavarra, donde los tuneaban.Cambiaban el color, limaban el númerode bastidor..., ese tipo de cosas. Se lesdetuvo. Desde entonces, han pasado lomenos quince o quizá dieciocho años.Puede que veinte, o más. No sé quépuede tener que ver ese caso con susecuestro, si es que ha sido cosa de laOrganización, pero es un punto que nosune a Iturri y a mí con el mensaje. Lomalo es que en el expediente Le Mansnunca apareció nadie con el mote deSalamandra. He mirado en Wikipedia,por si las salamandras tenían algunacaracterística especial, algo que pudiera

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ofrecernos una pista. Pero no son másque bichos, anfibios bastante feos yllenos de manchas. Lo único especial esque acuden al agua para parir, y notodos. Creo que ese punto no estarárelacionado con nuestro caso. En fin...—Terminé los restos del café, ya frío—.¿Has leído la novela de Thomas Harristitulada El silencio de los corderos ,Matías?

—Me temo que no, pero en su día vila película.

—Entonces recordarás el consejoque el terrible doctor Lecter ofrecía aStarling, la joven agente del FBI:«Vuelve al origen. Ve a donde todo

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empezó». Yo no hago más que pensar enello: ¿por qué Iturri? ¿Fueminuciosamente seleccionado, comoindicaría el envío de la carta a lapresidencia del Gobierno, o fueseleccionado al azar, por puraconveniencia práctica, como señalaríala chapuza del coche quemado? Sioptamos por la primera opción, que esla mía, deberíamos indagar quérelaciones pueden existir entre Iturri ySalamandra; entre Iturri y Le Mans, seanquienes sean.

—El caso del que hablas, el de lasustracción de vehículos, ¿de qué añoes, de 1995 o 1996?

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—Es muy posible que sea de esosaños.

—Como te decía, siendo previo alaño 2000, tendríamos que buscarmanualmente, lo que implica personarseen su oficina y eso es imposible...

—Auguste puede hacerlo, ¿no?—No sin dar explicaciones, algo

que en este momento no nos conviene.—Tomó mis manos entre las suyas—.Lola, créeme, debemos atenernos alprocedimiento. —Iba a protestar, perono me lo permitió—: Antes de que digasnada, déjame que te cuente lo que vamosa hacer. Decías antes que esta ecuacióntenía dos lados, el del secuestrado y el

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de los secuestradores. Si no sacamosnada en claro de Iturri, debemos mirarhacia los secuestradores.

Solté una carcajada.—¡Obviamente! La pregunta del

millón es quiénes son ellos.—Exacto. Siempre hay que

sospechar de los más próximos. No teodian quienes no te conocen. Te odianquienes te ven una y otra vez, gente conquien has vivido algo muy fuerte,personas a las que has metido en lacárcel. Tenemos a gente analizandoantiguos casos, también sin hallazgossignificativos. Y eso nos hace volveral...

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Le corté.—¡Espero que no menciones la

palabra procedimiento!—No queda más remedio. Verás que

no está lejos de lo que tú propones.—Te escucho.—Tenemos los vehículos cuyas

imágenes han captado las cámaras de lagasolinera de la carretera D517. En unode ellos van nuestros hombres. Vamos aseguir su rastro. Tengas razón o no, elseguimiento de esos vehículos nosllevará al lugar que buscamos... o, almenos, nos permitirá descartaropciones.

—¡Tú mismo decías que eran

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demasiados! ¿Qué pueblos nos hancorrespondido?

Buscó en el móvil mientras afirmabaque necesitaba consultar la chuleta.

—Saint-Priest, Chassieu y Bron:cuarenta mil, diez mil y treinta milhabitantes respectivamente.

—Cuarenta y diez cincuenta, ytreinta... noventa mil. ¡Es unabarbaridad!

—Ochenta mil. Has sumado mal.—Las matemáticas nunca han sido

mi fuerte. En todo caso, poco importa.Supongamos que tienen un coche cadados habitantes. Eso significa buscarcinco coches entre cuarenta mil. ¡Es

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literalmente imposible!—Lo sé. Suena muy fuerte, pero

podemos poner filtros. Primer filtro: laconcentración. Descartaremos loscentros de las ciudades, los edificiosaltos y los barrios densamente poblados.En esas zonas es prácticamenteimposible ocultar a un secuestrado. Esoquita más de la mitad del territorio. Noscentraremos en las zonas alejadas,limítrofes, y en viviendas aisladas,donde pase lo que pase nadie se entera.Segundo filtro: los contratos dealquiler...

Al ver mi cara de extrañeza, dedicóun rato a explicarme la lógica de lo que

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él llamaba procedimiento.—En un secuestro, lo más peliagudo

es qué hacer con el secuestrado. Espreciso esconderlo durante un tiempo enun lugar lo suficientemente seguro comopara tener la certeza de que no tepillarán por azar. Para ello, se necesitaun sitio apartado sin vecinos o donde lavecindad no se entrometa ni te dé la lata.Un sitio que albergue una zona estanca,o, al menos bastante aislada, en la queocultar al rehén sin que pueda fugarse nise oigan sus gritos. Todo eso es difícilde conseguir. Una de dos, o te ayudaalguien del lugar permitiéndote queutilices su casa o su granja, o alquilas

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una casa apartada y la acondicionas túmismo. Puede que un miembro legal dela Organización haya cedido su casa,pero Lyon no es una zona proclive a lamal llamada causa vasca, y los pocosseguidores con que cuenta están muyfichados. Además, hay una treguavigente, de modo que lo más lógico esque hayan alquilado una casa pararetenerlo.

—Y para eso necesitas firmar uncontrato de alquiler.

—¡Eso es, buena chica! Aprendesdeprisa. En esa carpeta, además de lasfotografías, hay un listado. Lo hanelaborado nuestros colegas franceses.

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Recogen las direcciones de lasviviendas alquiladas en los últimos dosmeses en los pueblos que nos hancorrespondido. Verás que también estánseñaladas en el mapa adjunto. Es muyposible que hayan suscrito los contratoscon documentación falsa, pero eso noimporta si tenemos la dirección dellugar y algún dato sobre los vehículosbuscados. Podemos ir de alquiler enalquiler, y comprobar si alguno de losvehículos de esas fotografías estáaparcado fuera. Empezaremos a buscarpor esas zonas.

De pronto, me sentí mucho másanimada.

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—¡Eso es magnífico!—Lo sería si tuviéramos un pequeño

puñado de contratos. Han pulido la listalo más que han podido, pero aún nosquedan ciento cuarenta y tres contratosde alquiler posibles.

—¡Ciento cuarenta y tres!Tardaremos años.

—Menos si empezamos cuanto antesy tenemos un poco de suerte...

Matías se puso en pie, cogió unaservilleta de papel del dispensador y sesecó con ella el sudor. Hacía frío, peroel comandante sudaba.

—¿Te encuentras bien?—¡Claro! Vámonos. Necesito

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encender un pitillo. De las localidadesque nos han correspondido, ¿tienesalguna preferencia?

—¿Preferencia? No, ninguna.¿Debería tenerla?

—No necesariamente, entonces...Le sujeté del brazo.—Un instante. A ver si me he

enterado. Vamos a ese pueblo yempezamos a recorrer las callesmirando a ver si localizamos esosvehículos y comprobando qué coches sehan aparcado en las casas de cuyoscontratos de alquiler tenemos noticia.¿Es eso?

—Exactamente. Tenemos dos horas

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hasta el almuerzo. ¿Quieres queempecemos peinando el pueblo máspequeño?

—Lo que tú digas.—Pues en ese caso, nos centraremos

en los grandes. Si yo fuera ellos, nocogería un lugar tan chico comoChassieu. Esta vez conduciré yo, iremosdespacio. Tú llevas las fotografías en lamano. Si ves alguno de los vehículos,me avisas.

—¿Así de fácil?—Es fácil, Lola, pero es un coñazo.

Ya me lo dirás dentro de unas horas.

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11

Sentada en el asiento del copiloto, conlos listados de propiedades alquiladasen las rodillas y las gafas en vacilanteequilibrio sobre la punta de la nariz,oteaba las calles. Lo hacía como si fueraun sabueso, tanto que, medio en bromamedio en serio, Matías me recomendóque metiera la lengua.

—¡Un momento! ¿No es ése un FordMondeo? Ve más despacio, por favor.Intentaré cotejar la matrícula.

—No tienes ni puñetera idea de

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coches, ¿verdad, Lola?Suspiré decepcionada, pero sólo

necesité un segundo para aceptar loobvio.

—Aciertas. Te aviso cuando elvehículo que veo se asemeja al de lafotografía. Lo malo es que ahora todoslos coches son muy parecidos, por nodecir idénticos.

Matías sonrió al ver con qué interésme tomaba una actividad tan rutinaria.Aclarado el asunto «la Chata», habíavuelto a ser el de antes: irónico, amable,mordaz y encantador.

—No te preocupes. Avísame cuandoalgún vehículo se parezca a alguno de

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los que buscamos. Ya lo descartaré yo.Me froté la frente con ambas manos.—Matías, esto es como buscar una

aguja en un pajar. Ya sé que ésa esvuestra especialidad, pero no la mía yempiezo a desesperarme.

—¿Quieres que descansemos unrato?

—No, no es eso. Pero me gustaríaque avanzásemos más deprisa.

Matías lo pensó durante unossegundos.

—De acuerdo, cambiaremos laestrategia. Saltémonos la ruta. En vez depeinar el mapa calle por calle, iremosde más alejado a menos, a los lugares

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donde tenemos constancia de nuevosalquileres.

—¡Estupendo! Aunque estoy segurade que con un café en la mano y algodulce, nos cundirá más. Mira, hay unapastelería. Tiene una bonita fachada, ¿nocrees?

—Sobre ese tipo de cosas no puedoopinar, pero un café es un café. Y unamagdalena es una magdalena. Eso es loúnico importante.

—Eso es cierto, pero la belleza nohace daño a nadie. Paremos aquí.

Matías detuvo el vehículo en unazona reservada para carga y descarga,próxima al local. Ladeé la cabeza hacia

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la derecha y dirigí la vista hacia elcielo, a través de la ventanilla delcoche. En aquel momento, no llovía.Descendí y a toda prisa desaparecí trasla elegante puerta acristalada.

Junto a nuestra plaza deaparcamiento, había otra vacía. Loestuvo durante poco tiempo. Unautomóvil oscuro aparcó en ella. Bajóun hombre grande, bien abrigado.Llevaba un gorro de lana y la capuchade la cazadora puesta. Abrió la puertatrasera, enredó unos segundos en elinterior y se incorporó con un niño depocos meses en la mano. Iba enfundadoen un buzo acolchado, con gorro y

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guantes. A Matías le resultó graciosoverlo. El niño iba tan embutido en élque, de no ser por sus llantos, hubierapodido confundirlo con un maniquí.Cuando el hombre con el niño entrabanen la cafetería, salía yo. Llevaba ambasmanos ocupadas por los cafés y la bolsacon las magdalenas, pero me las arreglépara abrirles la puerta y facilitarles elacceso.

Matías bajó para ayudarme con labolsa, que amenazaba con caerse.

—El tuyo era solo, ¿no?—No. El mío con magdalenas.—Vale. Negro con magdalenas. Yo

me quedaré con el proteico: leche

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desnatada y sacarina. Sin magdalenas.Al cabo de un momento, mientras

dábamos cuenta de los cafés y el dulce,el hombre del bebé regresó a la calle.Llevaba un ejemplar de Le Monde bajoel brazo. Volvió a colocar al niño en susilla y partió.

Acerqué los labios al café. Seguíaardiendo.

—Matías, ¿te has fijado? Es unVolkswagen y tiene matrículaespañola...

—Y un bebé y una silla. Eres unalince, Lola.

—¡Sigámoslo!—Recuerda que lo habíamos

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descartado. Con el poco tiempo del quecontamos, no es lo más sensato.

—Tienes toda la razón, pero estoparece una jugada del destino.

—¿Del destino?—Digamos que es una corazonada.

Sigámoslo unos minutos, hasta veradónde va. Luego, volvemos a lonuestro.

Hacía muchos años que Matías habíaaprendido el arte de seguir a un vehículosin ser detectado. Pero, en aquellaocasión, pensó que no merecía la penaperder el tiempo con camuflajesinnecesarios. El conductor llevaba a unniño, que no paraba de berrear. No iba a

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fijarse en nosotros.Cruzamos media ciudad en dirección

sur. Cuando abandonábamos la zona máspoblada y nos dirigíamos al extrarradio,rompí el silencio para observar lo que, aaquellas alturas, resultaba obvio:

—No tiene sentido que recorra tantadistancia para comprar un diario que sevende en cualquier parte.

—Estaba pensando lo mismo —confirmó Matías.

El Volkswagen se desvió hacia laderecha y continuó por un camino sinasfaltar que conducía a una casonalejana. Nos detuvimos y observamosavanzar al vehículo mientras

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escuchábamos el crujir de gravilla.Matías cogió los prismáticos.

—Sin duda es el de la fotografía. Sumatrícula tiene una efe y un ocho —observó.

Recorrí con la vista y el dedo índiceel listado de los alquileres.

—¿Cómo se llama este lugar?—Calle de L’Humanité —leyó el

comandante, en el cartel cercano.—Pues confirmo que es una de las

casas recién alquiladas. La tienen desdehace una semana y la han alquilado pordos más.

—El hombre saca al niño. Pareceque se ha dormido.

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Permanecí pensativa.—Cuando nació mi hija mayor, no

conciliaba el sueño con facilidad. Ylloraba hasta taladrarte los oídos. Loúnico que la calmaba era el coche. Lamontábamos en la silla y hacíamoskilómetros y kilómetros. Me temo que aeste padre le ocurre lo mismo. Teníasrazón, hemos perdido el tiempo.

Matías asintió.—¿Qué hora es?—Faltan diez minutos para las dos.

¿La última pasada?—Vale, la última. Según el GPS, a

dos manzanas hay un supermercadoobjetivo. Hagamos una pequeña ronda.

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Luego, volveremos a Lyon. O entreAuguste y la Chata se comerán todo tuqueso.

—¿Supermercado objetivo? ¿Y esoqué es?

—¿No te lo he explicado? —Neguécon un gesto—. ¡Lo siento, se me haolvidado! No suelo instruir a juezaspelirrojas y cojoneras...

—¡No te metas conmigo, que hepagado el café y las magdalenas!Cuéntame qué es eso del supermercadoobjetivo...

—Una de las cosas que más teme unterrorista, o cualquier otro delincuente,asesino, ladrón o violador es ser

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localizado y neutralizado antes determinar su fechoría. Por ello, evitanfrecuentar todos aquellos lugares dondealguien pueda identificarlos. Hoy en día,la videovigilancia se ha erigido en unade las formas más usuales deidentificación. No se sabe con exactitud,pero en Londres, por ejemplo, entreprivadas y públicas, se estima que haymás de dos millones de cámaras. Aveces, no sirven de mucho. Otras veces,sí. Permitieron, por ejemplo, a losbritánicos, identificar a los responsablesdel atentado de julio de 2005; o a losamericanos fichar a los sospechosos delatentado de la Maratón de Boston. Aquí

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en Francia, y en provincias, la prácticano está tan extendida, pero existenbastantes cámaras. La gente se sientemás segura si hay vigilancia de ese tipoen su barrio, junto al cajero, en elaparcamiento. Y los comerciantes, enespecial los supermercados, que sufrenpérdidas millonarias por los robos, trescuartos de lo mismo. De modo queinstalan cámaras en puntos estratégicos.La Organización lo sabe y, por ello,forma a su gente en el camuflaje. Antesde elegir un territorio, identifican quétiendas de alimentación no poseencámaras en su interior o en losalrededores, lo que en la práctica

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implica no tener por vecinos a bancos,joyerías o cadenas de ropa, que siemprecuentan con vigilancia. Si esta gentepertenece a la Organización, compraráen un supermercado objetivo.Obviamente, nosotros tenemos la mismalista que ellos...

—¡Sois unos genios, Matías! A míjamás se me hubiera ocurrido.

—Cierto. Tú tienes pinta de asesinarcon veneno...

—¡Qué bien calas a la gente, amigo!

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12

De pronto, empezó a llover a cántaros.Con diferencia, es la tromba más fuerteque recuerdo, y eso que soy del norte.No era una lluvia normal, ni siquiera unaguacero fuerte. Era como si el mar sehubiera inclinado noventa grados y noshubiera cogido en medio. En instantes,la calle se convirtió en un arroyoimprovisado: el agua discurría por elasfalto arrastrando hojas, papeles ycolillas abandonadas. No se veía unalma...

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—Los aguaceros son muy típicosaquí —interviene el comisario Mathieu.Ha seguido bebiendo, pero le noto másdespejado.

—No son tan típicos... —replica elfiscal Noël.

—¿Quieres que miremos lasestadísticas? —protesta el primero.

—No, suegro, no. Pero...Les detengo.—Un momento, querido fiscal; ¿eres

el yerno del comisario?—Sí. Y Pierre es tío de mi mujer y

cuñado de mi suegro. En estas

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provincias, todo queda en casa. Ya te lohabíamos comentado.

—Pues no me acordaba.—Anda, sigue...—Vale. Estaba hablando de la

tromba de agua. Era tan intensa que nopuedo dejar de anotarlo. Estábamosaparcados ante el supermercadoobjetivo que el comandante habíaseleccionado.

—¿Crees, Matías, que alguien seanimará a hacer la compra con estetiempo?

—Cuando hay hambre, no hay lluvia

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que valga. Además, son las dos. EnFrancia, a esta hora, todo el mundo estáalmorzando. Es la mejor hora paracomprar si eres de los malos: laprobabilidad de que alguien se fije en ties pequeñísima.

—Eso es cierto. Me refiero a quetodo el mundo en Francia estáalmorzando a esta hora. Todo el mundo,menos nosotros. Iturri tiene suerte deque haya gente como tú —le indiqué. Norespondió.

Los cristales empañados impedíanver la calle. Había sacado un paquete depañuelos y los empleaba para limpiarlos cristales. O al menos eso era lo que

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pretendía. En realidad, lo más queconseguía era que la celulosa húmeda seadhiriera al cristal.

Estábamos tan absortos viendollover y la visibilidad era tan escasa queno los vimos hasta que los tuvimos justodelante. Eran las dos y veinte. Elhombre que estaba sentado en el asientodel copiloto descendió, mientras elconductor permanecía en el interior. Nopudimos verle el rostro, llevaba lacapucha puesta. Caminaba encorvado ycon grandes zancadas. Incluso despuésde que aparcaran en segunda fila ante latienda de ultramarinos, no fuimosconscientes de que aquel modelo de

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vehículo estaba en nuestra lista. No esque seamos cortos de vista, que un pocolo somos, es que, a pesar de mantener lavaga esperanza de que alguienapareciera, dábamos por sentado queaquello no ocurriría.

—¿Alcanzas a ver la matrícula? —pregunté a Matías. Como digo, él esmiope, pero lleva gafas, lo cual le dabauna superioridad notable frente a mí, queno veo pero soy coqueta y no empleo laslentes casi nunca.

—No. ¡Con esta maldita lluvia no seve un pimiento!

—Vale, bajaré, compraré algunacosa y al pasar lo comprobaré. ¿Qué

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letras o números debería contener?—La imagen muestra claramente un

tres y puede que el segundo número seaun cinco. Lola...

—Dime.—No hagas tonterías, ¿vale?—Yo también me pondré la capucha,

no te inquietes —pronuncié con ironía.Esperé a que el hombre estuviera

dentro y hubiera cerrado la puerta paradescender de nuestro coche y cruzar.Recorrí el corto trayecto que nosseparaba de la tienda con rapidez, loque no evitó que me empapara. Lostruenos habían cesado, pero el aguaceroseguía arreciando. Permanecí unos

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instantes en la tienda, contemplando loque me rodeaba. Había una persona trasel mostrador, una mujer de medianaedad. Le sonreí. Ella respondió a migesto bajando de nuevo la vista ypasando una hoja de la revista.Deambulé por los pasillos hasta dar conel hombre.

No se había desprendido de lacapucha, como había hecho yo. Pese aello, pude apreciar que tenía el cabellooscuro, rizado, y una barba poblada. Suropa presentaba un aspecto descuidado.No pude precisar la edad, pero mepareció joven. Me acerqué a él, estabaen la sección del arroz. Revisé varios

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paquetes hasta colocarme apenas a dospasos de su posición.

Ahora me doy cuenta de que, encircunstancias distintas, con más tiempopara pensar, me hubiera comportado deforma más sensata. Sé que es condiciónsine qua non de un investigador que seainvisible. Hacerse notar, intervenir en laescena, se tiene por pecado mortal. Sinembargo, yo no tengo madera deinformador y tendría que volver a nacer.Me dirigí a él en francés, con toda laamabilidad de la que fui capaz.

—Disculpe, ¿sería tan amable depasarme un paquete de ésos? Está tanalto que no llego —le pedí, mientras

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señalaba con el dedo la parte máselevada de la estantería.

No me hizo caso. Pero yo soy..., enfin, creo que a ninguno de vosotros osextrañará que diga que insistí.

—A mí no —señala Pierre—. Detodos modos, en insistir, hoy no nos gananadie: estamos soplando como simañana impusieran de nuevo la ley seca.

—¡Anda, calla, forense! Deja quesiga, que está muy interesante.

—Vale, pues insistí.

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—Perdone, ¿puede ayudarme? ¿Mealcanza ese paquete, s’il vous plaît? Esque soy algo bajita...

El hombre emitió un sonido guturalque revelaba su sensación de desagrado,pero se puso de puntillas, deslizó sumano desnuda, de piel aceitunada, por elestante, alcanzó un paquete y me loentregó, siempre mirando hacia el suelo.

—Ah! Vous êtes très aimable,merci.

Me dirigí a la entrada, pagué yregresé al lado de Matías con el paquetede arroz salvaje de grano largo,pensando en que bien podría habercogido unas galletitas o unas patatas

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fritas.Al entrar en el coche, traté de

sacudirme la humedad con las manos,hasta que me di cuenta de que resultabainútil. Me desprendí del abrigo y locoloqué en la parte de atrás. Cogí unpañuelo y me sequé las manos, quequedaron rebozadas con pequeñostrocitos de celulosa. Con gesto defrustración, comenté a Matías:

—Ese tipo es extranjero, yo diríaque árabe, a tenor del color de su piel yel cabello. Y lleva la barba sin recortar.Joven, no creo que llegue a los treinta, yno habla francés. Se comportaba comoquien teme ser reconocido. No me

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extrañaría que, de pronto, sacara unarma y atracara la tienda.

—Pues creo que eso no va a pasar:acaba de salir.

Inmediatamente, sugerí a Matías quelo siguiéramos, y él estuvo de acuerdo.Los números de la matrícula coincidían.

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Mientras Matías conducía, yo traté detranquilizarme. Estaba como un flan. Sibien me disgusta reconocerlo, concedoque más que valiente soy temeraria.Actúo y luego, cuando las cosas seenfrían, cuando pasa el tiempo y piensoen lo ocurrido, pierdo el valor. Almenos, parte de él. Elevé el mentón ymantuve el rostro firme, fingiendoseguridad en mí misma. Eso lo hago muybien. Me refiero a lo de simular firmezacuando carezco de ella. En tantas

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ocasiones he aparentado fortaleza dondeno había más que debilidad que voycogiendo callo. Es lo que pasa siendomujer en el masculino reino de lajusticia, los hechos, los datos y lalinealidad.

Pero Matías, tipo experimentado, alverme, arrugó la nariz, remontó las gafasy esbozó una sonrisa pícara.

—¿Asustada?—¡No!... Bueno, un poco, sí. Quizá

nos hayamos confundido y no sea laOrganización la que esté detrás de esto.Ahora que si los responsablespertenecen a una facción islámica... —Se me quebró la voz.

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El comandante dejó escapar unsuspiro.

—No adelantemos acontecimientos,¿vale? Veamos adónde se dirige.

—Cierto. Es mejor no anticiparse —concedí, y volví la mirada hacia él. Notéque Matías había recuperado sudesagradable tic, algo que me hizosonreír. «Cuanto más débil, más fuerte»,solía decir mi padre. Y tenía razón.

De pronto, dejó de llover. La lluviase fugó ágil como una gacela; tan rápidocomo había venido, tan pronto como unamor de verano o como los ecos deléxito. Y con la misma celeridad, lasaceras germinaron. El barrio, un

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suburbio de humildes y abigarradosedificios, empezó a llenarse. Vi ungrupo de chicos con un balón en lamano. Y a un hombre que acarreaba unabicicleta al hombro. Y chilabas. Ymujeres cubiertas. Y muchas barbas detodos los colores.

—Estamos entrando en el barriomusulmán —comenté en un susurro,aunque resultaba obvio.

—¿Tienes un pañuelo, o algo similarcon el que puedas cubrirte el cabello?Vamos despacio y la gente noscontempla.

—¡Pues mira, sí! Da la casualidadde que llevo un pañuelo en el bolso. Lo

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guardé cuando bajé a la tienda, para queno se mojara. Es de seda.

Me agaché, lo saqué del bolso y melo coloqué en la cabeza, intentandocubrir la mayor superficie posible. Misrizos pelirrojos estaban completamentedesmandados.

Continuamos nuestra marcha. Elvehículo al que seguíamos giró a laderecha y se incorporó a una calleancha. En ese momento, Matías se fijóen mí.

—¡Por Dios, Lola, quítatelo!¡Quítatelo ya!

—Quitarme, ¿qué?—El pañuelo.

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—¡Pero si has sido tú quien me hapedido que me cubriera!

—¡Sí, pero no con eso!—Reconozco que los colores son

muy vivos, pero...—¡No, no es eso, está lleno de

pájaros! Lo tienen prohibido.—¿Qué, los pájaros? Pensé que no

podían representar personas, pero¿pájaros?

—Lo llaman aniconismo. Tienenprohibido representar imágenes, tanto depersonas como de animales. Creen queasí se previene la idolatría.

—¿Idolatría? ¡Por todos los santos,son pájaros!

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—Lo sé. Pero ésa es su tradición.Según el Corán, los hombres quereproducen la figura humana o de otrosseres animados pretenden ser imitadoresde Dios, único creador. Ese hecho estenido por una blasfemia completamentepunible. ¿No has leído cómo estándestrozando templos milenarios? Sedebe a que la prohibición se extiende ala destrucción del arte ya existente. «Losángeles evitan las casas que contienenuna imagen, una campanilla o un perro»,dice el Profeta. En este barrio, me temo,será difícil que encuentres una alfombra,un vestido, una almohada, un cojín, unapared o una cortina que contenga el

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dibujo de un pájaro.Me quité el pañuelo. El vehículo

volvió a girar a la derecha. Esta vezentró en una calle más estrecha.

—¿Y qué hacemos? ¡Casi es peor irsin él! ¿Quieres que me agache y metape con la gabardina?

Matías volvió a mirarme.—Pues si no te importa, estaría bien.

Pero, antes, abre la guantera y busca untasbih. Es una especie de rosario...

Lo busqué a toda prisa. La guanteraestaba repleta de una variedad deobjetos, a cuál más peculiar.

—Siempre hay que estar preparado—se excusó.

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Desplacé el asiento hacia atrás todolo que pude y me arrebujé en el suelo.Me coloqué el abrigo por encima.Matías se desprendió del suyo y tambiénme cubrió con él. Se hizo la oscuridad,la incomodidad y la turbación.

—Esta gente me da miedo —confesé.

—Debe dártelo, Lola. Debe dártelo.Pasaron unos minutos angustiosos,

en los que el comandante no mentópalabra y mis músculos cantaron lamarcha fúnebre: no podría ponermederecha en semanas. De pronto, nuestrovehículo se detuvo, y oí la voz delcomandante, de nuevo enérgica.

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—¿Ves lo suficiente para comprobarla lista de coches y matrículas?

—Lo intentaré.Empujé los dos abrigos hacia arriba

y formé una especie de bóveda dondeentraba la luz, escasa pero suficiente.Rebusqué hasta dar con mis gafas.

—Estoy. ¿Qué debo mirar?—El Renault. Dime qué se ve en la

fotografía.—Una ge y una ese.—¡Bingo! Dos de los coches que han

captado esas cámaras están aquí.¡Vamos a avisar a Villegas!

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Montamos guardia en las cercanías dellugar donde entraron. El plural es uneufemismo; yo no salí de mi cueva,aunque, de cuando en cuando, asomabala cabeza por la ventana. Hombres ymujeres iban y venían, los niños corrían.Era un barrio cualquiera. Quizá ladiferencia estribaba en que en otrosbarrios próximos habían adornado lascalles con luces y estrellas, mientras queen aquél consideraban la Navidad comola fiesta del enemigo. Y no se avenían a

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modificar el ritmo de las horas.En una de mis incursiones visuales,

acerté a ver unos gorriones. Quizá nofueran gorriones, no entiendo demasiadode flora o fauna, pero, desde luego, eranpájaros. Pájaros de ciudad, pequeños,simples, alegres, y no pude dejar depensar en lo que Matías acababa deexplicarme: ¡competidores de Dios!

Los minutos pasaban y Matías semostraba cada vez más nervioso. Hablócon Villegas lo menos cinco veces. Ésteno dejaba de decirle que el dispositivoestaba preparado y que llegaríanenseguida. Pero no llegaban. O quizáestaban en ello. La definición de

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«enseguida» en situaciones de estréscomo aquélla es, más bien, incierta.

Una mujer vestida completamente denegro —vestido negro, velo negro,guantes negros, mascarilla negra— y conla cara cubierta, a excepción de losojos, pasó a nuestro lado. Llevaba unagran bolsa de plástico colgada del brazoy otra más pequeña sujeta con la mano.A la altura de mi puerta, se le cayó estaúltima, y se agachó a recoger elcontenido: algo de ropa. Me estremecí ycontuve la respiración. Pero, para misorpresa, mi puerta se abrió apenas unoscentímetros y me llegó una voz quedecía en español, pero con profundo

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acento francés:—¡Márchense ya! Nos ocupamos

nosotros.Matías lo oyó igual que yo y dio un

respingo. Arrancó.—¿Qué haces? ¡Acaso nos vamos a

ir así por así! ¿Y si tienen a Iturriretenido ahí dentro?

—Iturri no está ahí, Lola. Esta genteno tiene anagramas de la Organizaciónni placas dobladas. Esta gente no mandacartas a los Gobiernos. Lo que hacen esplanear atentados. Si tuvieran a Iturri, losabríamos. Lo mejor que podemos haceres salir por piernas. Y rezar para que noarmen mucho follón. O, si están cerca,

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los que de verdad retienen a Iturri seasustarán. No nos conviene nada que seasusten.

Ya sentada como una persona, y conmis rizos al aire, tomamos dirección aLyon en profundo silencio, sólo roto decuando en cuando por las voces de labrigada de asalto francesa. Antes de quellegáramos al restaurante, la SDAThabía detenido a veinte personas yrequisado armas y explosivos como parahacer bastante daño.

Ya en Lyon, Matías recibió unallamada de agradecimiento de alguien aquien yo no conocía. No compartióconmigo su nombre.

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—El restaurante Tomas nos ofrecióhuevos pochados à la créme de chorizoy filete de ternera con zanahorias al vinotinto. Si bien nos acercábamos a las seisde la tarde, y ese menú del día sóloestaba vigente para el almuerzo,accedieron a servírnoslo.

—¿Y dónde dices que estaba eserestaurante?

—En Lyon.—¿Y los oeufs pouchés eran à la

créme de chorizo? —indaga Mathieu. El

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comisario se ha despejado de pronto.—Pues sí, como suena: chorizo. Al

parecer, el abuelo del dueño era naturalde Cáceres, aunque la familia residía enFrancia desde los años noventa.

—¡Chorizo! Eso te agradaría, ¿no?—apunta Noël.

—Desafortunadamente, no.

Ni siquiera un plato de jamón deJabugo hubiera sido capaz de levantarnuestro ánimo. Alrededor de la mesa,nos sentábamos los mismos que la nocheanterior; sin embargo, las fuentesestaban como habían llegado: llenas.

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Ninguno de nosotros (incluida yo) teníahambre. Sí había algunas botellas devino vacías. Todos colaboraban, pero laChata se llevaba la palma. Ya noadoptaba la actitud hostil que contra mímostraba la noche anterior. En aquelmomento, luchaba contra el mundo. Susarmas no eran ya mordaces palabrascuanto cadáveres de cristal con sabor avino tinto.

Yo me encontraba cansada, pero sisentía unas irrefrenables ganas de llorar,era por las novedades. No habíaconseguido contactar con Jaime, cuyoteléfono, según afirmaba el mensajegrabado, estaba fuera de cobertura.

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Tampoco los datos de la investigaciónparecían esperanzadores. El equipoenviado por Auguste Claudel a Feyzinhabía localizado y retiradodefinitivamente de nuestra lista elvehículo rojo, lo que, sumado a los doscon que Matías y yo nos habíamostopado, arrojaba un resultado neto desólo dos vehículos por localizar. Losalquileres estudiados hasta ese momentotampoco habían aportado datossospechosos. Cuanto más les escuchaba,más tenía la sensación de que lo quebuscábamos no era una aguja en unpajar, sino un alfiler en un bosque. Y noíbamos por buen camino.

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El teniente coronel Villegas es unade esas personas perspicaces quedescubren siempre el lado vulnerable delos demás. Llevaba un ratoobservándome. Lo había notado, pero nome sentía con fuerza de aguantar sumirada, de modo que agaché la cabeza ycontinué con mis cavilaciones, que élinterrumpió bruscamente con su vozimperiosa:

—No debes pensar que ha sido undesperdicio, Lola. Ha sido unainversión. Información y paciencia vanunidas. Estamos mucho mejor que ayer.

—Si tú lo dices...—Lo digo. Descansaremos esta

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noche y mañana continuaremos labúsqueda.

—Calle tras calle, casa tras casa,supermercado objetivo trassupermercado objetivo...

—Exacto: calle tras calle, casa trascasa, supermercado objetivo trassupermercado objetivo...

Si mi tono sonó inconfundiblementeescéptico, el de Villegas fuesimplemente duro. Matías terció:

—La jueza sostiene que deberíamostomarnos más en serio los mensajes queenvió el inspector...

—Ya hemos investigado suordenador. No hemos obtenido nada.

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—Pero sólo figuran documentosdesde el año 2000...

Auguste nos interrumpió: acababa dellegarle vía email un documento a suiPad.

—Ha aparecido un testigo.—¿Testigo? ¿De qué?—Del secuestro. Una señora de

ochenta y dos años, cuyo balcón sevuelca en la plaza donde hemos situadoel punto cero, cree haber visto elsecuestro, al menos parte de él.

—¿Y por qué no ha dicho nada hastaahora?

—No es que no haya queridocolaborar, es que estaba ausente de su

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domicilio. Por el miedo a laciclogénesis, sus hijos se la llevaron aParís. Ya ha vuelto a su casa y mi gentela ha entrevistado. Dice que, en efecto,vio un coche verde, del que bajaron doshombres: uno era robusto, grueso ygrande y el otro bajito y delgado.

—¿Eso es todo?—Por desgracia, sí. No recuerda

más. Sólo que el hombre grueso teníaalgo raro en la cara.

—¿Raro, qué coño significa raro?Obviamente, la pregunta pertenecía a

la Chata.—No ha sabido precisarlo. Mi gente

volverá mañana a ver si logra perfilar

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mejor esa rareza con un retrato robot.—Algo es algo. Deberíamos dormir

un rato. Mañana temprano reanudaremosnuestras gestiones. Almuerzo a las dos.Teléfonos conectados.

—¿Y aquí también tenéis sofá paramí, o puedo buscar un hotel?

—Ya nos lo han buscado, Lola. Tú yyo somos turistas de visita en la zona yhemos alquilado una habitación en unapensión en Saint-Priest, el pueblo quenos toca explorar mañana —señalóMatías.

Gracias a Dios, eran doshabitaciones.

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Dormimos poco, al menos yo, que nopodía dejar de torturarme pensando enmi incapacidad para interpretar elmensaje de Iturri. La víspera habíallamado a Pamplona, pero allí nadierecordaba el caso Le Mans, ni habíaoído mencionar el sobrenombre deSalamandra. Por no acordarse, nisiquiera me recordaban a mí. Los dossecretarios judiciales de mis añospamploneses se habían jubilado, y lasecretaria era nueva. ¡Y yo que me creía

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tan importante: no somos nadie!Nos levantamos temprano y

buscamos una cafetería dondedesayunar. El hostal disponía de eseservicio, pero tuvimos un pequeñoaltercado con la dueña y decidimostomarlo fuera. Debo advertir que laculpa no fue suya. Las doce habitacionescon que contaba el hostal estabanreservadas para no fumadores. Habíagrandes carteles por todas las esquinas eincluso una advertencia plastificada,traducida a tres idiomas (inglés, alemány español), pegada en la cara interior dela puerta de nuestras habitaciones,situadas en la planta baja, junto a la

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recepción. Me consta que Matías sabeleer. Sin embargo, misteriosamente, nocayó en la cuenta de la prohibición. Parauna exfumadora, y la dueña lo era, losefluvios que alcanzaron el pasillo alabrir la puerta le resultaroninconfundibles. Armó una buena trifulca.

—Ha fumado usted en mi local,monsieur, y está rigurosamenteprohibido.

—¿Ah, sí? ¿Dónde lo pone?—¿Dónde? ¡Los carteles están por

todas partes!—No en mi habitación. Vaya a

comprobarlo si quiere. En la habitaciónnúmero tres no pone absolutamente

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nada.—¡No habrá tenido la desfachatez de

deshacerse del anuncio!—¿Va a seguir con ese tono

agresivo? Lo digo por llamar a miabogado. Es un bufete caro, de losbuenos. De París...

—¡Pero qué desfachatez! Es usted unzafio y un ineducado. Voy a...

—¿Poner una denuncia? Hágalo sieso es lo que desea, pero sabe usted tanbien como yo que lo más que va aconseguir es que me pongan una multa.Ande, no sea usted pesada, y cóbrenosde una vez... Añada la multa, si le place.

Siguiendo la sana costumbre de

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costearme los vicios (espero que Iturrino se enfade si se entera de que le hellamado así), yo pagué mi cuenta. Matíasla suya, desde luego, más abultada.

Entre bollos y café au lait, ojeamosel periódico. A toda plana, la portadamostraba fotografías de la redadayihadista llevada a cabo el día anteriorpor la unidad especial antiterrorista dela gendarmería. El camarero,dicharachero, hablaba de ello con todoslos clientes que entraban en su local, ynosotros no fuimos la excepción. Por élnos enteramos de que esa unidad llevabasemanas siguiendo a esa célula. «Loscomandos antiterroristas tienen mucha

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paciencia, ¿saben?, mucha. A veces,esperan meses y hasta años a que llegueel momento preciso: entonces, ladesarticulan», nos explicó. Matías y yole sonreímos con simpatía. Así seescribe la historia.

No era un bonito día ni un bonitositio. El cielo estaba gris y había tantahumedad que, de estar aún entre losvivos, al ver mi peinado, la duquesa deAlba se habría muerto de envidia.Cuando salimos del hostal, eltermómetro marcaba cero grados. Hacíaun frío terrible. La buena noticia era queno llovía. Con un plano en la mano,como simples turistas despistados,

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dedicamos la primera parte de lamañana a patearnos las calles de Saint-Priest —cuarenta mil habitantes, tres milhectáreas de superficie total y sólo unafachada interesante que visitar— a lacaza de los dos vehículos que nosfaltaban. Visitamos el pequeño castillodel siglo XVI, hacía poco remodelado yde propiedad municipal, y todas lastiendas de alimentación queencontramos. Hubo dos conatos deacierto, que resultaron fallidos, pero nossubieron el ánimo. Con las manosvacías, cogimos el coche e hicimos máso menos lo mismo, pero en las zonasmenos pobladas. A la hora acordada,

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volvimos a Lyon. La Chata y Villegas yaestaban allí. Auguste no había llegado.

—Nada por nuestra parte —explicóMatías. Yo ni siquiera podía hablar.Tenía los labios amoratados por el fríoy las manos, sin guantes, de colorbermellón. Dentro del local hacía calor,y el contraste me produjo un intensopicor.

—Un acierto por la nuestra: elRenault Megane negro. Sin embargo, setrata de un ciudadano aparentementedecente, un profesor de informática, queva a esa zona con su telescopio paraobservar las estrellas. Las grabacionesde la cámara de la gasolinera lo

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muestran también allí la semana pasada.Creo que podemos descartarlo. A verqué nos cuenta Auguste.

Apenas terminaba de hablar cuandose abrió la puerta. El francés entródecidido, como el primer día, sedespojó del abrigo, la bufanda (verdeesta vez) y los guantes, que dejócolgados en el respaldo de la silla, y sesentó.

—Bingo: hemos localizado el AudiA3 gris cobalto. El dueño, vendedor derepuestos para automóviles, no parecesospechoso de terrorismo, pero tampocotrigo limpio. Apostaría que se trata deuna cuestión de drogas. Las drogas y la

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Organización nunca se han llevado bien,de modo que creo que debemos tacharlode la lista. Hemos pasado los datos a loscolegas de narcóticos. A este paso,vamos a resolver todos los delitos de laregión, menos el nuestro...

Empecé a ponerme nerviosa.Estábamos perdiendo el tiempo, untiempo del que carecíamos.

—Según lo que decís, por distintosmotivos, hemos descartado todos losvehículos que aparecían en ese listado,formado bajo la hipótesis de que elcoche tomó dirección norte. La preguntaes si no nos hemos equivocado y ellosbajaron hacia el sur —pregunté

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impaciente.Todos negaron al unísono.—El sur no es una opción válida,

Lola, demasiado alejado de la zona ceroy del lugar de la quema. Sigo apostandopor el norte. Estoy seguro de que ése esel lugar —respondió Villegas arisco.

—Pero ¿entonces?El teniente coronel levantó el brazo

para llamar al camarero. Pidió dostablas de queso, una ensalada de la casay unos fiambres, mientras nos informabade que no podíamos perder el tiempopensando en qué queríamos almorzar.Luego, abrió su mochila negra y sacó lacarpeta con las imágenes de los

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vehículos.—Si se han dirigido hacia el norte, y

tengo por cierto que ha sido así, lossecuestradores van en uno de estosvehículos. Eso quiere decir que hemosefectuado, al menos, un descarteerróneo. Volveremos a empezar. Nosaldremos de aquí sin desandar uno auno nuestros pasos. Y detectar losposibles errores.

Le observé en silencio. Aquellamañana, el cuello del teniente coronelbailaba más que otros días en el interiorde su camisa. Bajo la luz de los focosdel restaurante, su delgadez se hacía aúnmás evidente. Era un hombre

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acostumbrado a luchar para contener susemociones. Y doy fe de que casisiempre salía vencedor. Sin embargo, enaquel preciso momento, se palpaba latensión en sus hombros y en un pequeñorictus en su boca. Se mostró educado,pero en su voz se leía una dureza hastaese momento ignota. Auguste, por suparte, se había puesto manos a la obra ymovía los ojos de una fotografía a otramientras se pasaba los dedos por lafrente. En un momento dado, se levantó yse fue al baño, donde se quedó un largorato. Dijo estar mareado. Algo sobre unmedicamento que le provocaba bajadasde tensión. Le pidieron una Coca-Cola.

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Y yo aproveché para sumarme y pedirotra. Zero, en mi caso.

La más serena del grupo era, sinduda, la Chata. Cogió su vaso de vino,sólo medio lleno, y lo levantó. Mientrascontemplaba cómo se adhería el líquidoa las paredes al girarlo, comentó:

—Hemos hecho bien nuestro trabajo,jefe. Y lo sabes.

—Si lo hubiéramos hecho bien, eneste momento estaríamos delante de unavivienda, observando a sus ocupantes, yno aquí comiendo esta mierda de queso.Algo se nos ha pasado por alto...

—De acuerdo, entonces necesitamossugerencias, alguna pista, por pequeña

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que sea, de qué tenemos que buscar.Porque hemos trabajado comotrabajamos siempre...

—Si supiera lo que tenemos quebuscar, Chata, ya lo habríamos hecho.De modo que empezaremos de nuevo.Volveremos al grupo original, y nodescartaremos a nadie hasta comprobarque no es el que buscamos.

Empezó a coger fotografías y alevantarlas.

—Los quiero a todos, ¿de acuerdo?,a todos. Al furtivo, al camello, al quejode con quien no debe, al del pueblo, ala hija del dueño de la gasolinera y alque lleva una silla de niño en el asiento

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trasero...Cuando levantó la fotografía del

Volkswagen de matrícula española, miréa Matías.

—A ése lo localizamos ayer la juezay yo. Nos lo topamos por casualidad ylo seguimos hasta una casa en lasafueras. Lo descartamos al ver que elconductor llevaba a un niño pequeño enbrazos. Un crío de meses.

—¿Y cómo era ese conductor? —preguntó la Chata.

—Metro ochenta y tantos,complexión gruesa. No le pudimos verla cara porque llevaba la capuchapuesta. Fue a comprar el periódico: Le

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Monde.—¿Y por qué lo seguisteis? —nos

interrogó Villegas.Matías se encogió de hombros.—Lola insistió.Me expliqué al ver que me miraban.—Cuando aparece una casualidad

como ésa, me refiero a topartefortuitamente con uno de los coches detu lista cuando paras a tomar un café,hay que seguirla, ¿no creéis? Además,me llamó la atención que el hombre sedesplazara hasta allí para comprar unperiódico que podía encontrar al lado desu casa, que, por cierto, está dentro de lalista de las recién alquiladas.

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Matías le proporcionó la dirección.Yo no la recordaba. La Chata consultóel listado.

—En efecto, esa casa ha sidoalquilada por un plazo de tres semanaspor un tal Ignacio Pérez Cóndor, españolresidente en Huarte, Navarra. Según ladescripción que figura en el contrato, lacasa cuenta con tres dormitorios, dosbaños, salón, cocina, terraza y amplioterreno en la parte trasera. Wifi, ropa decama y toallas están incluidos en elprecio. No tiene garaje. Ni tampocosótano, lo cual es importante.

—¿Visteis con vuestros propios ojosal niño? —Tanto Matías como yo

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asentimos—. Entonces, dejémoslocorrer.

—Pero, jefe, es el único vehículoque no hemos investigado.Deberíamos...

Villegas cortó la protesta de laChata de raíz:

—Sería el primer caso en el mundodonde se implicara a un bebé de mesesen un secuestro. Si te quedas mástranquila, comprueba si ladocumentación presentada por elinquilino es falsa y si el Volkswagenestá a su nombre. De confirmarse,abandona. Tenemos otras cosas de queocuparnos —ordenó.

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El teniente coronel es un hombreeducado, amable; cortés, en ocasiones.Pero metido en faena, adoptaba una posetan seria y autoritaria que producíacierta turbación. Cuando la Chata selevantó, ya tenía el teléfono en la mano.Abandonó el local.

Mientras estaba fuera, nos trajeronla ensalada. Y pan, mucho pan.

Creo que nací a régimen. Cuandoviene a este mundo, a la gente normal,les dotan de padres, ADN, unainscripción en el Registro Civil y algúnque otro derecho. A mí, como premio deconsolación, me dieron un régimenpermanente. ¡Creo que mi madre me

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daba de mamar leche desnatada consacarina y yo ganaba peso! Pues bien,por el régimen que teóricamente regíami vida mientras estos hechos ocurríantenía terminantemente prohibido comerpan, ver pan, oler pan. Ni siquiera mirarel pan. Nada de hogazas, lechuginos,molletes, barras, tostas o baguetes. Nipanecillos de ninguna clase. Salvo lamedia tostada integral con pavo deldesayuno, ni verlo. Y, sin embargo,desde que sacara los pies de España, mepasaba el tiempo tomando ese alimento.Bueno, pan y queso y cruasanes y unlargo etcétera, todos productos infames,depravados, degenerados, malísimos, de

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lo peorcito: ¡ni un transgénico! Me dijea mí misma que debería buscar prontouna excusa creíble para saltarme lavisita al nutricionista, que tocaba lasemana siguiente. Según las previsiones,para entonces debería haber perdido doskilos, lo que me hubiera permitidoregalar la faja a alguna institución decaridad para gruesos y gruesas. Me dijede nuevo a mí misma que lo pensaríaaquella misma noche y me preparé otratostada de pan blanco con queso decabra.

El almuerzo discurrió en silencio.Nadie levantaba la vista de la mesa.Nadie pronunciaba una sola palabra.

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Sólo se oían los ruidos de los cubiertosen contacto con los platos de loza. Y elsonido del vino al caer suavementesobre las copas. Estábamos terminandocuando la Chata regresó.

—El carné es de ley. El tío parecelegal. Trabaja en un taller de reparaciónde vehículos. Chapa, pintura, esascosas... El coche es suyo y el niñotambién. Acaba de casarse y ha venidocon su mujer en viaje de novios.

—¿De viaje de novios aquí? ¡Vayamal gusto!

—Cada uno celebra sus alegríascomo quiere, Matías —le recriminó laChata.

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—Eso es cierto. Jueza, estás muycallada.

—Estaba escuchándoos...—¿Y?—Pensaba en la testigo de la que

nos habló Auguste. La señora de ochentay tantos años que vio a lossecuestradores. Dijo que uno deaquellos hombres era grande y grueso,como el que nosotros vimos subirse aese Volkswagen.

—La mitad de la población encajaen ese perfil, Lola.

Asentí con la cabeza.—Cierto, muy cierto. ¿Habría alguna

forma de averiguar si ese tal Ignacio

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Pérez habla francés?—¿Y eso, qué más da?—Me llama la atención que un

mecánico de Huarte en su viaje denovios compre Le Monde, ¿a vosotrosno?

Villegas, Matías y Auguste semiraron. El primero negó con la cabeza.

—No ha habido nada.—¿Nada de qué? —indagué.—No ha habido ningún comunicado.

La Organización suele enviar, comoprueba de vida, una fotografía delsecuestrado sujetando un periódico deldía, donde se pueda ver con claridad lafecha y confirmarla por la portada. Eso

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no ha ocurrido en este caso. Desde lafamosa carta a la Moncloa no ha llegadonada más. Y dejémoslo ya, Lola. ¿Unniño de por medio, un secuestrador conpapeles legales y vehículo propio? Losiento, pero no cuadra.

—Tiene mucha razón, jefe. Hay algoque se nos escapa...

—Y algo serio. Hay demasiadasnotas falsas en esta partitura. Este casoes muy diferente de los demás. Hay queempezar de nuevo, desde el principio.No te preocupes, Lola, daremos conellos.

Detecté una pizca de tensión en suvoz. Era un buen momento para

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mantenerme callada. Pero, obviamente,no pude.

—¿Cómo?—¿Como qué?—Pregunto cómo los atraparemos.

¿Qué deberíamos buscar?—Disonancias, jueza. Tenemos que

centrarnos en eso. Ver lo que hay quever. No lo vemos porque estamosmirando en una dirección errónea. Ésees nuestro problema: conocemosdemasiado bien nuestro trabajo. Noshemos dado por satisfechos demasiadopronto. Puede que no sea laOrganización, o al menos noexactamente la misma Organización que

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nosotros conocemos. Y os recuerdo unacosa, señoras y señores, vamoscontrarreloj.

—Un niño es una disonancia —intervino Matías.

—¡Maldita sea, basta ya! Lo delniño es una estupidez. ¡Mierda, vamos aponernos las pilas de verdad!

El puñetazo que Villegas dio en lamesa sobresaltó a otros clientes. Lespedimos disculpas de inmediato. Yabandonamos el local.

Por orden de Villegas, la Chata sevino con nosotros.

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Llevábamos dos horas y cuarto mirandoaquella fea construcción de ladrillo,dejada de la mano de Dios al menosdesde el Diluvio. Ni una mano depintura, tejas nuevas o un buencarpintero hubieran conseguidoarrancarle la pátina del mal gusto.Parecía una fotografía conmemorativade la Revolución industrial.Dondequiera que posaras la mirada,hallabas fealdad. La brecha que eldescuidado jardín delantero —una

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colección de hierbajos oportunistas—abría con la ciudad y con nosotros,aparcados en las inmediaciones, parecíaahondarse por minutos.

El cansancio había dado paso alnerviosismo y éste a la rabia. Fingíatranquilidad, pero a duras penas lograbamantener quietas las piernas. Aquellugar olía a viejo, olía a sucio y adesidia. Pero no olía a secuestro. Almenos, para mí, que creo tener fino elolfato, hedía a delito ordinario.Apestaba a laboratorio ilegal, afalsificación de documentos, a todomenos a un secuestro. Y de haberlo sido,¿por qué permanecíamos allí quietos, en

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vez de pegar una patada a la puerta, tanvieja que se abriría con un soplido, ymirar si Iturri estaba dentro, solo ysufriendo?

Moví la cabeza contrariada. La luzde aquel atardecer de nuevo lluvioso seveía turbia desde el interior del coche.Tanto Matías como la Chata fumaban yel ambiente estaba muy cargado. Paraaquellos dos, el concepto de fumadorpasivo no existía. Si bien las ventanillasparcialmente abiertas daban un ciertorespiro, el humo no terminaba dedispersarse, lo que no nos impedía verla entrada de la casa. No había salido nientrado nadie en el tiempo que

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llevábamos allí, lo cual eliminaba laposibilidad de que se tratara de uncamello de medio pelo. Un camellodistribuye droga, por lo que tiene quemoverse de modo continuo. Y el Audiseguía aparcado en la puerta de la casa.

Me pellizqué la pierna. Me dolió.Soy una mujer teatral, con gestosteatrales, absurdos. Sin embargo,necesitaba comprobar que aquellorealmente estaba ocurriendo. Lo queveía tras el camino de arena y el jardínde maleza cada vez me parecía másirreal; se me antojaba un escenario deficción, malvadamente volátil; elpequeño universo, frío y poco

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reconfortante, propio de una obra deficción, de una película de misterio.Hojas muertas arrancadas del barro,volando a nuestro alrededor, el tintineolejano de las campanillas colocadas enla entrada de la casa, la nieve que, aratos, se hacía notar, el silencio...

Hay silencios vacíos. Y otros en losque el aire parece solidificarse yllenarlo todo. Aquél parecía de estosúltimos. Notaba la presión de unrecóndito zumbido en los tímpanos. Nosé, me llenaba la sensación de que loque me rodeaba iba a desvanecerse depronto, lo que me permitiría responder alas preguntas que no hacía más que

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formularme: «Qué hago yo aquí», «Quéestá pasando». «No, esto no puede estarpasando. Es imposible. Se trata de unespejismo. ¿Y lo de Jaime? Otroespejismo. No, definitivamente nada deesto está ocurriendo. No puede ser.Tengo que dejar el café. Y el dulce. Y elpan... Bien mirado, si se trata de unsueño, puedo esperar a dejar lastostadas con queso, cualquier variedadsirve. ¡Por Dios, o me muevo o memuero!»

—¿A qué esperamos, Matías?—Te lo he explicado ya cien veces,

Lola.—Pues no te he entendido. Para mí

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sigue siendo un interrogante.—Simplemente, esperamos, jueza.

No se trata de revelar enigmas, sino deseguir pistas.

Empecé a idear una maldad. Entreque aquellos dos se enojaran conmigo yenfadarme conmigo misma por haberdejado a Iturri en la estacada, prefería loprimero. Les diría que necesitaba hacerpis. La Chata había hecho lo propio enel bosquecillo situado a nuestra derecha.Con mi atuendo era un poco más difícil,pero eso no importaba. Se trataba dedisimular. Bajaría, daría la vuelta y meacercaría a la casa. Mirando por lasventanas, sacaría conclusiones. Si me

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pillaban, diría que se me había pinchadouna rueda y que necesitaba llamar porteléfono. Ya se me ocurriría algo.

—Tengo que...—Ni se te ocurra, Lola.—Es que necesito hacer pis...—¡Jueza, que no hemos nacido ayer!

Esperaremos. ¡Qué poca paciencia!—¿Llamas poca paciencia a dos

horas y media, sin otra cosa que hacermás que mirar la puerta de una casa dela que nadie sale o entra?

—¡Lo has entendido de puta madre!—¡Chata, piensa en tus hijos y habla

como una persona decente!Me eché a reír.

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—En una ocasión, mi maridoadquirió un paquete de acciones de unbanco. Había fallecido una tía segunda yle había dejado un dinerillo y había oídoque era el lugar que más rentabilidadofrecía. No era un gran capital: cuatromil seiscientas dos acciones. Estabaencantado con su nueva profesión deentendidillo. Leía periódicoseconómicos, se conectaba a internet paraseguir las valoraciones... Un día, meenseñó una web que mostraba lacotización de la acción a tiempo real,una columna con el mínimo, otra con elmáximo y otras tres con las variacionesdel momento: rojo si bajaban y verde si

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subían. Aquella cosa nunca estabaquieta. Rojo, verde, otra vez rojo.Verde, más verde... Se agitaba, subía,bajaba. No pude soportarlo. Me pasabalas horas mirando aquellos flujos.Llegué a casa y le pedí que las vendieray comprara algo que se pudiera tocar.Estábamos en el año 2006. Me dijo queyo no entendía. Y era verdad. Pero endiciembre, quién sabe por qué, me hizocaso y las vendió, de modo queevitamos la órbita descendente, por nohablar de la caída libre posterior, y,sobre todo, que yo me volviera loca.Esa puerta de ahí delante me recuerda aesa página web. No ocurre nada, pero

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tengo la sensación de que pasa a todavelocidad del rojo al verde y viceversa.

—Estás un poco mal de la cabeza,¿no? —preguntó la Chata.

—¿Por qué lo dices?—No sé, por todo. Piensas cosas

raras, y las mezclas como si hicierastartas. Aquí se trata de esperar...

Matías se incorporó de un bote.—¡Silencio! Se abre la puerta...Los tres contemplamos la escena en

la distancia. Aunque estábamos ocultostras los arbustos y no podían vernos, meagaché.

—¿Es cierto lo que veo? —preguntóla Chata. La guardia, lejos de agacharse,

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se había incorporado.El comandante tenía los prismáticos

en los ojos.—¡Bingo!—¿Qué pasa? —susurré.—Lleva una bolsa de basura en la

mano y las llaves en la otra. ¡Va a tirarla basura!

—Tiene un cubo en la entrada...—Ésa es la cuestión, Lola, no quiere

que le identifiquen con lo que haydentro. Pero para eso estamos aquí. Paraver dónde la deposita llevamos casi treshoras esperando...

—Entiendo —dije—. Si me lohubierais explicado antes, la espera se

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me habría hecho más corta.

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Mal está que lo diga, pero fueemocionante. Aquel seguimiento me tuvomás encandilada que la página web delIBEX 35 con sus lucecitas rojas yverdes. Me asombró la tranquilidad conque Matías y la Chata se tomaron lapersecución. Yo estaba como un flan.Los nervios me punzaban todos losentresijos del cuerpo.

—Y ahora, ¿qué pasa?—Le seguimos. Aguardaremos a que

deposite la basura en un contenedor, o

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donde sea que vaya a hacerlo, y seretire. Luego, echamos un vistazo alcontenido de esa bolsa. ¡Enséñame labasura de un hombre y te diré quién es!

—Lo sé. Los jueces tenemosbastantes problemas con eso.Precisamente porque habla de ti, encierta medida se puede considerarpropiedad privada, lo que la convierteen inalienable.

—Cuando mezclas tu mierda con lade los demás, ya no importa. Y aunqueimportara, vamos a ir a mirar quécontiene.

Era cierto, el comportamiento deaquel hombre resultaba sospechoso. Dio

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unas cuantas vueltas alrededor de unpuesto de residuos hasta decidirse. Alfinal, se detuvo, sacó la bolsa delmaletero y la depositó dentro. Antes,vació parte del contenido del contenedory luego lo rellenó, de modo que subasura quedó sepultada por el resto.

Esperamos a que volviera a subirseal coche y se alejara. Pasado un cortomargen de tiempo, descendimos. LaChata y Matías sacaron la bolsa, lametieron en nuestro maletero y nosdirigimos al hotel.

—Espero que no huela mal, o loshoteles de la zona no volverán aalojarnos.

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—Tranquila. Hemos cambiado dehostal. En esta ocasión, hay habitacionesde fumadores.

Nos vino bien el humo del tabaco.Su olor acre, junto a mi colonia, nospermitieron difuminar los vapores que labolsa expulsaba.

—¿A qué huele?La Chata movió con un lápiz el

contenido y sacó un envase.—¡Queso azul, jueza! Lo bien que

sabe y lo mal que huele el jodido. Dejaatrás las deportivas de mis hijos.

—¿Y no hay nada más?—¡Pues claro que hay más! Me has

preguntado qué olía mal, y te he

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contestado. Pero si ha venido tan lejos atirar su basura no ha sido por eso, sinopor esto. —Extrajo lo que meparecieron cartuchos de tinta y variosbotes de pegamento. Había también unostrapos manchados de tinta de color plata—. ¡Aquí estás, ven con mamá! Y sobretodo por esto, Lola.

Me enseñó una pequeña tira depapel.

—¿Sabes lo que es?Me puse las gafas y lo miré unos

segundos.—Este papel con fibrillas integradas

se parece al utilizado en la impresión dedocumentos oficiales. Pasaportes, sin

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duda. Y quizá visados.Matías cogió la tira y la observó.—¡Totalmente de acuerdo! Apuesto

a que si entramos en esa casa noencontraremos telescopios, sinoordenadores, guillotinas, sellos ymáquinas para grabar. Este tío noobserva las estrellas: es un falsificador.

—Y entonces, ¿dónde está Iturri? —pregunté.

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Estábamos comentando lo ocurridocuando llamaron a la puerta. EntróVillegas. Sus ojos se posaron sobre latabla corrida que hacía las veces demesa, y que nosotros habíamos forradocon papel higiénico. Todo el contenidode la basura estaba sobre ella. Amén denuestros hallazgos, podían verse algunaslatas arrugadas de cerveza, un par decartones de leche, un bote de mayonesade cristal y envases de helados.

El rostro de Villegas presentaba un

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color macilento.—¿Qué es todo eso?—No vas a creerte lo que nos hemos

encontrado, jefe. Si seguimos así, en unmes reduciremos la criminalidad en lazona a la mitad. Hemos dado con...

El teniente coronel no le permitióterminar.

—No habéis dado con Iturri,¿verdad? Ése es nuestro objetivo, lodemás no nos concierne. Es más, nosimporta una mierda.

Matías y la Chata se cruzaron unamirada. Villegas siempre se mostrabacomedido y nunca decía palabrotas.

—¿Qué ocurre, jefe? Tienes mal

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aspecto.Se frotó la frente.—El maldito queso. Eso pasa por

saltarse las normas. Siempre lo digo,hay que mantener las rutinas. Pase lo quepase, mantener el procedimiento. Elqueso me ha sentado mal. He vomitadoya tres veces. Espero que haya sidosuficiente y el estómago se asiente deuna vez.

—Perdona, pero nos conocemosdemasiado bien. Hay algo más que elqueso. Tengo la certeza de que haacaecido algo importante.

Se sentó sobre la cama. Aprovechépara esparcir un poco más de colonia

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por la habitación. Olía fatal.—Aciertas, amiga. Como siempre.

Acabo de mantener una largaconversación con la vicepresidenta delGobierno español. Ha telefoneado ella.

Durante unos segundos, el silenciollenó la habitación. Ni siquiera yo meatreví a romperlo. Finalmente, Matíaspreguntó lo que todos deseábamossaber:

—Bueno, ¿y qué te ha dicho?Inspiró hondo un par de veces. Le

costaba soltar las palabras.—¡Venga, jefe! Los problemas,

mejor sin anestesia.—Me ha dicho que está convencida

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de que podemos con este caso.Esta vez no pude amordazar la

lengua a tiempo:—Y tú, ¿estás convencido? —

pregunté. Me salió directamente delcorazón.

No me respondió.Un nuevo silencio; esta vez, más

largo.De nuevo, intervino Matías:—¿Y qué más te ha dicho, Villegas?—La señora me ha contado que esta

mañana ha tenido dos visitasinesperadas. Dos audiencias peculiares.Las dos personas procedían del PaísVasco. Las dos muy distintas, un político

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y un cura, pero con un mismo fin.—¿Han ido juntos o por separado?

—preguntó la Chata—. Porque a lospolíticos, en general, les viene de perlastener un cura al lado. Se ensucian muchoel alma.

Villegas frunció el entrecejo. Matíasaprovechó para encender un cigarrillo yla Chata lo imitó.

—Éste no era un cura cualquiera,Chata. Era un mensajero. Ambos lo eran.Y cualificados. Han acudido a laMoncloa con una única misión:confirmar la historia de que laOrganización no tiene nada que ver coneste secuestro. Dicen que no son ellos.

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Que no lo han llevado a cabo ni lo hanalentado. Lo juran sobre la Biblia.

—¿Y nosotros tenemos quecreerles? —preguntó la Chata. ComoVillegas no le contestó, añadió—: ¡Puesestamos jodidos! Nos han pillado encueros. Desnudos como putas y con lamente en blanco. Sin testigos ni hilos delos que tirar.

Matías meditó sus palabras antes desusurrar entre dientes:

—Nunca pensé que diría esto, perome gustaría que fueran ellos. Seríabueno para Iturri. Nos ayudaría muchoque la vicepresidenta se equivocara. Deellos, sabemos cómo se las gastan. De

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unos desconocidos...—Pues me temo, querido amigo, que

existen muchas posibilidades de que nosean ellos. Los de Madrid sostienen quela Organización está fuera de todasospecha. Y no sólo eso...

—¿Aún hay más? —pregunté. Mehabía sentado también sobre la cama, acierta distancia de Villegas. No podíacreerme lo que oía. Si no eran ellos,¿cómo encontraríamos a Iturri?

—Me temo que sí. La banda seofrece a enviar un hombre paraayudarnos en lo que pueda. Quierehablar con nosotros. Aunque no hayansido ellos, han...

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Rosa le cortó de raíz.—¡Y una mierda! Por encima de mi

cadáver...—Chata, por favor.—¡Sobre mi cadáver, jefe! —reiteró

—. Hablo en serio: si ellos vienen, yome voy.

—No hablo de una opción, Chata.Esa persona, el enviado, ya está decamino. Al parecer, conoce a Iturri.

—De modo que ya ha trascendido...—No, Matías. Me he explicado mal.

Desconocen el nombre del secuestrado,pero, al parecer, es uno de los que hanliderado la negociación con losGobiernos, en la que también

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participaba Iturri.—No cuentes conmigo, jefe. Y ni se

te ocurra decirme que es una orden. Yahe dado suficiente por este país...

De nuevo, volvió el silencio y elhumo de los cigarrillos. Y mi desazónfue creciendo hasta anudarme lagarganta.

—Desde que he hablado con lavicepresidenta vengo pensando en ello,y he llegado a una conclusión: me da lomismo quiénes sean las personas queretienen al inspector, a nuestro colega.Sean quienes sean, nosotros nomodificaremos nuestro modo de actuar.—Señaló las latas de cerveza—.

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Miramos la basura no porquepertenezcan a la Organización, sinoporque los desperdicios de la gente nosdan muchas pistas. Buscamos los cochesque aparecen en las cámaras o lossupermercados remotos porque la lógicadice que debe ser así. Continuaremoshaciendo lo que sabemos hacer.

Me puse de nuevo en pie.—¿Por qué alguien se toma tantas

molestias para parecer lo que no es?¿Por qué fingen pertenecer a unaOrganización que los repudia? ¡No locomprendo!

—No tengo respuesta para eso, Lola.Sólo un método y mucha paciencia.

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—¿Y de qué servirá ahora elmétodo, la paciencia y el consabidoprocedimiento? Éste era el últimovehículo de la lista. Ya no hay másautomóviles que buscar. Ni alquileres.Sin embargo, dejadme que os recuerdeque nos queda su mensaje. Dos indiciosa los que no habéis prestado la debidaatención...

—¡Los malditos mensajes! ¡Nosignifican nada, Lola!

—No entendemos lo que significan,que no es lo mismo...

—Estás equivocada.—Es posible, pero ¿y si el

equivocado eres tú?

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Volvieron a llamar a la puerta. EraAuguste. Dejé pasar unos segundos yvolví a la carga.

—Villegas, no tenemos nada más ydebemos buscar disonancias... ¿es asícomo lo has llamado? —El guardia civilasintió y yo aproveché para reiterar lapetición hecha por Matías—. En esecaso, permítenos indagar más a fondo enel mensaje que nos envió:encontraremos esas disonancias.Estamos en Lyon. Podríamos acercarnosa su casa, me refiero a la casa delinspector, y...

Auguste negó con viveza. Su rostrotambién se había tornado grave.

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—Mi gente entró discretamente en elapartamento del inspector Iturri cuandotodo esto empezó. Lo registraron decabo a rabo. No hallaron signos de luchani nada fuera de su sitio. Nada extraño.

—En alguna ocasión, el inspectorme comentó que poseía una caja fuertecon documentación...

—En efecto, Iturri dispone de unacaja de seguridad empotrada consistema electrónico de apertura, queprocedieron a abrir... Déjame quecompruebe el informe. —Jugueteó unosinstantes con su iPad—. Aquí está. Sí,cierto. En el interior de la cajaencontraron documentación, fotografías,

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un par de pistolas y algo de dinero. Losexpedientes que revisamos tratabantodos de casos antiguos, sin excepción,previos al año 2000. En suma, nada quenos ayude en nuestra...

Le interrumpí.—¿Tu gente encontró algún

expediente que respondiera a loscódigos Le Mans o Salamandra? Porquecuando acudieron al domicilio de Iturriesos datos no estaban sobre la mesa.

—Lo desconozco, tendría quecomprobarlo.

—¿Y no podríamos comprobarlonosotros mismos, Villegas? Me refiero air en persona. Podríamos hacerlo Matías

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y yo. No nos llevará mucho tiempo.Quizá yo vea algo que la gente deAuguste no vio...

El francés no disimuló su gesto dedisgusto.

—Lo sé, Auguste, sé que tu gente esde primera y están bien entrenados; porlo menos, mucho mejor entrenados queyo, pero conozco al secuestrado. Y fuiyo, y no alguien de un cuerpo deseguridad, quien recibió el mensaje.Además, ¿qué podemos perder? Si yahabéis entrado en su casa, no importarávolver a hacerlo. Discretamente,también.

—Pues yo creo que debemos

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investigar a los del Volkswagen —insistió la Chata tozuda.

—De acuerdo. Si te vas a quedarmás tranquila, hazlo. Pero con cuidado,que hay un niño por medio. Has dichoque esa casa cuenta con wifi, ¿no?

—Así es, jefe.—Indaga un poco en esa conexión.

Mira si hay búsquedas con palabrasclave o puedes captar direcciones... ¿Lepodéis echar una mano, Auguste?

—Naturalmente. ¿Nos ponemos tú yyo con el resto?

—¡Claro! Empezaremos a las siete.Ahora, descansaremos un rato.

—Te ayudaremos a recoger esto,

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Lola —dijo Matías.—¡Ni hablar! Yo te ayudaré a

recogerlo. Esta habitación te la quedastú: no sólo huele a podrido, llevas doshoras llenándola de humo. Dame tullave, me quedo con tu habitación.

Era noche cerrada. Había vuelto anevar.

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9 de diciembre

Desayunamos en la pensión.—¿Pan? —me pregunta Pierre, el

forense, divertido. El alcohol le hadesinhibido por completo.

—Tostadas con mantequilla ymermelada. Y puedo certificar queninguno de los tres alimentos era light.Pero puse sacarina en el café, paracompensar...

—¿Qué te dirá el dietista?

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—Ochenta euros. Eso dirá. Mecobra más cuanto más engordo. Aun así,ha estado bien, lo he saboreado. A lomejor, llego a los cien.

—¡Es divertido esto!—¿Qué?—Pagar por que te riñan. Pagar por

los fracasos. ¿No sería más fácil cerrarla boca?

—¡Cómo se nota que estás delgado,Pierre! Los flacos no puedencomprenderlo —le recrimino.

—Lo comprendo perfectamente, setrata de voluntad. De cerrar la boca.

—¡Cerrar la boca, cerrar la boca!Siempre la misma recomendación. Yo

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como mucho menos que tú y, mírame,podría buscar trufas con los cerdos. Túcomes como una lima y bebes como unaesponja. Me gustaría verte en miposición, o en la de Lola. Si tuvierastendencia a engordar, ya veríamos sicerrabas la boca —argumenta Noël.

—¡Ya estamos con las tendencias!Siempre echando balones fuera. Cuandoyo veo un cadáver no veo tendencias,veo hechos: el tamaño del hígado, laobturación de la coronaria, las placas deateroma... Un asesino no es un tío conuna tendencia, es un tío con voluntadasesina. Un gordo no es una persona contendencia a la obesidad, es alguien con

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nula voluntad para cerrar la boca.¿Quieres adelgazar, Lola? ¿Quieresadelgazar, Noël? Dejad de comer.

El fiscal está rojo de enfadado y apunto de saltar. Yo no. No estoy deacuerdo con él, pero no quiero discutir.

—Iturri no fue secuestrado porquehiciera mal su trabajo, sino porquealguien lo decidió así. Y alguien decidióque Noël y yo engordemos mientras túno lo haces comiendo los tres lo mismo.

—¿Y toda esta discusión a quéviene? —indaga el comisario Mathieu.

—A que Lola se comió una tostadacon mantequilla y mermelada...

—Dos —susurro—. Ochenta euros.

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Camino de los cien. Entono el meaculpa.

—Vale, te perdonamos si sigues conla historia. ¡Einstein, despierta! ¿Por quéno nos preparas algún coctel bajo encalorías, please? A Lola se le estápasando la cogorza. Cuando empiece aestar sobria, dejará de largar...

—Tienes razón. ¡Toda la razón!Villegas me va a matar.

—Bueno, eso vendrá luego, tú sigue.

Tras el desayuno, fuimos a buscarlos coches, a resguardo en unaparcamiento cercano. En el trayecto, mi

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móvil pitó. Yo no lo oí. Mis relacionescon esos aparatos son de animadversiónmutua: yo los extravío con facilidad yellos se empeñan en jugarme malaspasadas. Recuerdo la ocasión en queescribí un inocente mensaje a uno de mishijos, postrado en cama con fiebre, quese empeñaba en levantarse porque teníaque ir a un partido de baloncesto:«Cariño, sé bueno y espérame en lacama, no tardo». Por error (aún no sécómo lo hice) lo envié a todos miscontactos. En aquella ocasión, tenía elmóvil en el bolso. De todos modos,estaba tan excitada que no lo habría oídoaunque lo hubiese tenido en la mano.

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Fue Matías quien me avisó.Inmediatamente, pensé en Jaime. Pero elmensaje no era suyo. El comandantenotó mi cara de extrañeza.

—¿Malas noticias?—¿Malas? No, sólo extrañas.

Quizá...—¿Iturri?Volví a leerlo: «A Tintorería

Manchas Difíciles le gusta Gortari».—¿Y bien?—Sé que te va a sonar a guasa,

Matías, pero ¿tenéis alguna relación conel MI6?

—Naturalmente, ¿por qué?—Porque creo que este mensaje

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procede de esa agencia.Le pasé el móvil.—¿Y por qué piensas eso?—Es largo de explicar, Matías...—Vale, lo entiendo. ¿Cómo de

segura estás de la procedencia?—Digamos que al noventa por

ciento. ¿Te suena alguien apellidadoGortari?

El comandante lo sopesó mientraspisaba un cigarrillo y encendía elsiguiente.

—Hay un miembro de laOrganización con ese apellido en lacárcel... Rectifico: lo hubo. Se suicidóel otoño pasado.

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—Pues entonces no sé qué significa—confesé.

Matías seguía callado. Finalmente,levantó la cabeza y me miró a los ojos.

—Dime una cosa, jueza: ¿quérelación tienes tú con el MI6?

Puse cara de inocencia.—Ninguna, pero mi tintorero sí la

tiene.—¿Es algún tipo de broma judicial?—No, es la pura verdad. Pero larga

y complicada de explicar...—Como todo lo que tiene que ver

con el MI6 y, al parecer, contigo. ¡Estásllena de recovecos!

De inmediato, el pan me vino a la

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cabeza. Identifiqué recovecos conmichelines. ¡Maldita obsesión, quiénviviera en los tiempos de Rubens!

—Llamaremos a Villegas. Quevayan investigándolo mientrasregistramos la casa del inspector Iturri.

—¿Y cómo vamos a entrar?—No te preocupes, Lola, técnicas

policiales... —señaló con ciertaconmiseración en la voz.

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Dicen que la nieve templa el ambiente.Recuerdo que un amigo de Jaime que sededicaba a la meteorología me explicóen una ocasión que para que la lluvia sesolidifique deben darse ciertascondiciones de temperatura, humedad,etcétera. Para ser sincera, no consigoevocar claramente aquella conversación.No recuerdo si, en efecto, había unetcétera, o la humedad formaba o noparte de la ecuación. Lo que no heolvidado es la afirmación de que la

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nieve suaviza el clima extremo, mitigalas bajas temperaturas, y que, por eso,se está mejor cuando nieva.

Nevaba, pero digan lo que digan loscientíficos, hacía muchísimo frío, un fríoglacial, atroz. El día estaba oscuro y laluz, a aquella temprana hora, se repartíacon cuentagotas. Gracias al cielo, nosufrimos los rigores más allá del primergolpe, ya que entre la casa de Iturri y ellugar donde encontramos una plaza deaparcamiento libre apenas habíatrescientos metros. Aun así, avanzamosdeprisa. Más por los nervios que por elfrío. O quizá por los dos. Creo quenunca había adelantado a paso tan firme

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con tacones como aquel día.El inspector vive en un edificio

antiguo, recientemente remodelado.Desaparecimos en el portal por lapuerta, que encontramos abierta, ysubimos al segundo piso por la escalera.Al alcanzar el último recodo, tuve unapremonición y se me estremeció todo elcuerpo. Por un momento, temíencontrarlo allí, muerto. Es unpensamiento estúpido, propio de quienha fumado algo mucho más fuerte que unGauloises, lo sé. Pero todo estabaresultando tan irreal, tan extraño, que mesentía aturdida, sobrepasada por losacontecimientos. Tenía la impresión de

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que, al doblar la esquina, nostropezaríamos con Iturri con la pipacolgada de los dientes, echando humogris por la nariz. O colgado de lalámpara.

Un pequeño golpe y la puerta seabrió. Matías empleó apenas un par deminutos y dos ganzúas, una recta y otracon forma de L, en anular la seguridadde aquella puerta.

—¡Me encanta hacer esto! —confesó. Se había puesto de un humorexcelente. Supuse que, perteneciendo albando de los buenos, no tendríademasiadas oportunidades de practicar.

—Por lo que veo, se te da bastante

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bien. Me alegro —constaté de buengrado.

Entramos. Reinaba cierta oscuridaden la entrada del apartamento, que olía alimpio. Pensé encontrar un aire rancio,ese olor que de forma indisoluble se uneal consumo exagerado de tabaco. Pese aser Iturri un fumador empedernido, nofue así. Al fondo, por el balcónentornado, llegaba una luz mortecinaprocedente del exterior, pero era tantenue que Matías tropezó con una butacaal pasar y se hizo daño. Tras unosinstantes de frotarse la espinilla, maldijoen voz alta, bajó del todo las persianas yencendió la luz.

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No me extrañó lo que vi: un espaciodiáfano, escrupulosamente blanco, conpocas piezas muy bien escogidas.

—¡Vaya! Hubiera apostado por algomás funcional. Más práctico. No sé, lopropio de un hombre soltero. Parece lacasa de un yuppie con serviciodoméstico.

—Entiendo; teníamos que encontrarropa por el suelo, suciedad, latas vacíasde cerveza y mal gusto. ¡Cómo se notaque no conoces al inspector Iturri! Esmaniáticamente ordenado. Le encanta ladecoración y tiene las antigüedadescomo hobby. Su única afición.

—La fotografía, desde luego, no lo

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es. ¡Qué tío tan raro! ¿En qué casa nohay marcos de fotos?

Sonreí. Es que no le conoce.Juan Iturri nunca habla de su vida

privada, en parte porque es muyreservado, en parte porque no tiene. Ensintonía, en su apartamento, no seexhiben marcos de fotos ni retratosfamiliares, ni momentos inmortalizadoscon instantáneas. Sólo una imagen de sumadre, unos años antes de fallecer,tomada de mala manera y a destiempo.Y un recorte de periódico enmarcado.La protagonista soy yo, en el acto detoma de posesión de mi cargo demagistrada del Tribunal Supremo, con

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ojos serios y rubor en el rostro.De pronto, Matías pareció perder

interés en la casa y, dejándome con lapalabra en la boca, se dirigió hacia eldespacho, el lugar donde Iturri habíasituado la caja de seguridad. Yo mequedé rezagada. Iba fijándome en lo queme rodeaba. No recordaba haberleenviado aquella simpática felicitaciónde Navidad ni aquel cenicero de piedravolcánica que compré pensando en élcuando fuimos a Canarias. La figurita deplástico de Elvis, capaz de mover lacintura, era una auténtica horterada queme hizo evocar viejos tiempos y, a lapar, sonreír y emocionarme. Estaba

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afectada, para qué voy a negarlo.Cuando llegué, Matías tenía la caja

abierta. En este caso, no era méritosuyo: Auguste le había proporcionadolas claves. Como nos había contado elcomandante francés, en el interior delhabitáculo, encontramos una colecciónde expedientes antiguos, dentro de unacarpeta negra, algo de dinero enmetálico (dólares, euros, libras y solesperuanos), dos teléfonos móviles y dospistolas.

—Et voilà! ¿Quieres echar unvistazo?

—¡Creí que nunca lo dirías! Porcierto, ¿por qué hablamos en voz baja si

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hemos encendido la luz?—En eso tienes razón, démonos

prisa. No querría tener que molestar aAuguste para que nos sacase de unacelda acusados de allanamiento demorada.

Examinamos la carpeta, nodemasiado gruesa. Casi todos los casosen ella guardados eran antiguos, de almenos veinte años atrás, y la mayoríaincluían copias de partes forenses,declaraciones, fotografías y otraspruebas correspondientes a expedientesde poca monta. La lectura resultófrustrante: no hallamos ni una solareferencia a los términos que

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buscábamos. Ni Le Mans ni Salamandraaparecían por ningún sitio.

—Aquí no vamos a encontrar nada,Lola.

Asentí. Pero no me moví de la silla.—Mientras miro estos informes me

pregunto por qué Iturri los tiene bajollave, en una caja de seguridad. Soncasos del ámbito penal, pero de pocaimportancia. De algunos me acuerdoporque los he instruido yo; de otros no.Pero sea como sea, no entiendo por quéestán aquí. La mayor parte de lasesculturas de la casa valen más que todoesto junto.

—En eso no puedo ayudarte, jueza.

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Pero esa razón no va a ayudarnos aencontrar al dueño de la caja deseguridad. Deberíamos marcharnos...

—Tienes razón...Volvimos a colocar el dinero, las

armas y los expedientes en el interiordel habitáculo, y lo cerramos.

—¿Y si echamos un vistazo al restode la casa?

—Ya lo ha hecho el equipo deAuguste, pero si te empeñas...

Habíamos recalado en el dormitorio,sin duda, la habitación mayor de la casa.Normalmente, la gente corriente, convidas y familias corrientes, entre las queme incluyo, destina la mayor cantidad

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del espacio de su vivienda al salón, elcuarto de estar, la cocina, o cualquierotra zona que se disfruta en común. Losdormitorios suelen llevarse la peorparte, por aquello de que, total, sólo sonpara dormir y los sueños no necesitanvistas. Iturri, sin embargo, no perteneceal común de los mortales. No posee unavida corriente ni una familia corriente.Vive solo y cuenta con pocos amigos,que además no visitamos su casa, por loque el concepto de las zonascompartidas carece de sentido para él.Me había hablado de ello en algunasocasiones, sacándome los colores.«Quizá no lo sepas, pero las camas

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sirven para otras cosas, amén deldescanso, jueza. En mi casa, el mueblemás caro es la cama, y, dentro de ella, elcolchón. Me encantan las camas. Megusta desayunar en la cama, trabajar enla cama, leer en la cama, ver latelevisión tumbado entre almohadones,desplegar allí mis papeles. Teencantaría mi cama, Lola: te loaseguro.» Con el recuerdo en los labios,permanecí en la puerta, observando. Laparte central de la habitación estabaocupada por un magnífico colchón sincabecero, cubierto por un edredónnórdico blanco. Al menos, contaba conuna anchura de dos metros. Las plumas

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del edredón se apiñaban en algunaszonas ondulando la superficie, que porun momento me recordó a la capa denubes que se ven desde la ventanilla delavión. A la derecha, una cómoda antiguay una pared cubierta por marcosantiguos, sin pintura. Las almohadastambién eran blancas. A la izquierda,mirando hacia el balcón, había situadoun banco de remo. El conjunto resultabaarmonioso. Algunos de los marcos eransimplemente preciosos. Conocía laafición de Iturri por las antigüedadesporque la compartíamos. El corazón medio un vuelco y no logré avanzar.

—No tengo por costumbre fisgar en

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los dormitorios de los demás, pero yaque estamos aquí creo que merece lapena echar un vistazo. De no hacerlo,quizá luego nos arrepintamos. Yo, porejemplo, tengo una caja de seguridad,pero guardo las joyas bajo la almohadacuando salgo un par de días. En fin, ¿teparece si tú...?

—¡De modo que es cierto que no teacuestas con él!

—¡Pero qué obsesivos sois loshombres, completamente lineales! Anda,mira, por favor.

—¿Debajo de la almohada?Medio en broma medio en serio,

metió la mano bajo la tela blanca e hizo

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como si encontrara algo.—¡Venga, no me tomes el pelo! No

estoy para bromas.—No te tomo el pelo, Lola. Aquí

hay una carpeta. ¿Alguna vez comentastecon el inspector el curioso modo deocultar tus alhajas?

—Pues no lo recuerdo, es posible.Son tantos años, creo que le he contadohasta mi cate de matemáticas. Pero ¿quémás da? Déjame ver.

—Fíjate en el encabezamiento: LeMans.

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Los vahos del tiempo son tan densoscomo los de las duchas largas yardientes, pero se disipan con sólo abrirlas ventanas. Con las telarañas de lamente ocurre algo similar. Por más queme había esforzado en recordar LeMans, no había logrado hacer emergermás que un caso relativo al robo decoches de alta gama. Sin embargo, al verlas transcripciones de las declaraciones,se me abrieron por completo lasventanas interiores.

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Le Mans era el nombre en clave conque los investigadores de la PolicíaNacional y la Guardia Civil bautizaron ala operación que les permitiódesarticular a un grupo criminaldedicado a la sustracción de vehículosde lujo. Los coches eran transportadospor carretera para ser posteriormentevendidos en Europa del Este y Rusia. Elgrupo estaba compuesto por cuatrohombres y una mujer, todos denacionalidad rumana y de nombresdifícilmente reproducibles, de entreveinte y cuarenta y un años. Losinvestigadores tenían constancia delrobo de treinta y seis vehículos en las

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provincias de Málaga, Toledo, Cádiz yMadrid, aunque suponían que eranmuchos más. Llevaban meses tras ellos.Por fin, localizaron su base en lalocalidad madrileña de Villamanriquede Tajo, a unos sesenta kilómetros de lacapital. Allí disponían de dos navesindustriales donde guardaban losvehículos y los maquillaban dotándolesde nuevos números de bastidorprocedentes de coches siniestrados,placas de matrícula y documentaciónfalsa. En la redada, los agentes seincautaron de siete vehículos sustraídos,y tres millones de pesetas y seiscientosmil dólares en metálico.

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Las pesquisas que siguieron a lasdetenciones permitieron averiguar que elgrupo contaba con una red de talleressatélites en provincias, donde lesayudaban a maquillar y a tunear losvehículos cuando tenían sobredemanda.Uno de esos talleres estaba en Navarra,por eso el caso llegó a mi mesa. Aqueldía estaba de guardia. Y, por aquelentonces, Juan Iturri pertenecía a lapolicía judicial adjunta de los juzgadosde Pamplona.

La carpeta no era muy gruesa, ni muyinteresante, al menos para mí, que nientiendo ni me gustan los coches.Matías, sin embargo, parecía más

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entretenido. Comentaba datos acerca deun Ferrari 360 Modena de color rojo...Un segundo. Puede que mi mente estémezclando los nombres. Ahora que lopienso, ésa es la denominación de unvinagre; el vinagre que más me gusta,dicho sea de paso, aunque, para variar,mi dietista me lo tiene prohibido: sólome permite tomar vinagre de manzana.Sea porque el nombre me recordara quemi médico me iba a poner verde,además de cobrarme, sea porque meestaba cansando de historias, perdí lapaciencia y corté la verborrea deMatías.

—Robaron un Ferrari, de acuerdo.

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Desde entonces, han pasado veinte años.La cuestión no es ésa, sino qué tendráque ver ese Ferrari con el secuestro deIturri. ¿Querría decirnos que sussecuestradores son rumanos y que no setrata de la Organización? Y ahora que lopienso, ¿cómo sabía que yo iba a veniraquí y a mirar bajo su almohada?¿Acaso conocía las intenciones de sussecuestradores? ¡Por todos los santos,me estoy poniendo de un humor deperros!

—¿Por qué no dejas los peros paracuando acabemos? Aún te quedanpapeles por leer, y tú eres la jueza. Sihay algo raro, tendrás que encontrarlo

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tú. ¿Ha aparecido alguna salamandra?—Aún no.—Pues entonces continúa. Voy a

echar un vistazo en la basura.—A tus órdenes, comandante.Matías me entregó la carpeta.

Comencé a pasar hojas. Los informessobre el supuesto taller colaborador sitoen la capital navarra ocupaban el restodel expediente. Por lo que allícertificaba, no se pudo probar que elpropietario del citado establecimientoestuviera conscientemente implicado enel hecho. Estaba tan sorprendido comonosotros, aunque sacar ese hecho a la luzle había permitido descifrar el enigma

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de por qué algunos meses se consumíaun treinta por ciento más de energía queotros. Miré la fotografía del dueño:parecía una buena persona. Y la delempleado huido y nunca encontrado,también de nacionalidad rumana, que, alparecer, permitía el uso nocturno yfraudulento del local. Sólo quedaba unsobre marrón al final del expediente. Loabrí y extraje su contenido.

Se trataba de una confesión escritade puño y letra por un tal Iñaki Pérez, dediecisiete años. Admitía haber cobradociertas cantidades, muy magras respectoal negocio, por haber ayudado a pintar ya reparar algunos vehículos a petición

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del empleado del taller y de uno de losrumanos implicados en Le Mans. Dehaber sido adulto, se le deberían haberimputado sendos delitos, al menos, el dereceptación. Sin embargo, su nombre noaparecía en el sumario. De hecho, noapareció nunca. O me hubiera acordado.De los menores que acaban en losreformatorios siempre me acuerdo. Esun despilfarro que la sociedad no puedepermitirse. ¿Por qué no figuraba en elexpediente original, habiendo unaconfesión? Volví a mirar en el interiordel sobre. Pegada a las paredes habíauna fotografía. Me costó extraerla,porque la tinta se había adherido al

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papel. Lo hice con mucho cuidado parano estropearla. Me ardían los dedos. Mesubí las gafas y contemplé la imagen.Delante tenía a un chaval grueso, conmirada tímida. Iba peinado con rastas yllevaba las orejas agujeradas pormúltiples pendientes. Pero lo que másdestacaba en aquel rostro era la enormemancha rojiza que le cubría el ojoderecho. En la parte inferior, con suinconfundible letra, Iturri había escrito abolígrafo: «Salamandra».

—Matías, ¿te acuerdas cómo sellamaba el dueño del Volkswagen, el delniño pequeño?

—¿El que seguimos el otro día hasta

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esa casa alquilada?—Ése, sí.—Ignacio Pérez Cóndor, ¿por qué?—Porque creo haber encontrado a

Salamandra.Vino corriendo.

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—¿Cómo ha llegado esa carpeta hastaesa almohada? Mi equipo asegura querevisó el piso de cabo a rabo. Miraronpor todas partes, incluso bajo lasalmohadas y las camas. Certifican queno estaba allí. Y yo, como es natural, lescreo.

Con las nuevas en la mano,habíamos telefoneado a Villegas y aAuguste Claudel y nos habíamos vueltoa reunir, esta vez en un pequeño cafécercano a la casa de Iturri. El teniente

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coronel permanecía callado,meditabundo; el comandante francés, nicallado ni sereno.

—No tenemos ni idea, queridoamigo. Lo más probable es que lodejaran después. De cualquier forma,nadie niega que tu gente seaexcepcional, pero el caso es quetenemos una pista y debemos seguirla —terció Matías.

Pero Auguste no estaba dispuesto adar su brazo a torcer.

—Negativo. No estoy de acuerdo.Ni hablar. Estoy convencido de quealguien ha sembrado ese piso. Hacolocado la pista exprofeso. ¡Está

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tratando de despistarnos! ¡Nos estátomando el pelo! Hace dos días, esacarpeta no existía, y ahora de prontoaparece como por ensalmo. ¿Es que nolo veis?: ¡la han puesto ahí para que túla encontraras! No resultaba difícil deadivinar que, tarde o temprano, irías asu casa, Lola.

—¿Y quién podría saber quemiraríamos bajo la almohada?

—El mismo que te mandó esemensaje, el de la tintorería. Por elmotivo que sea, el MI6 quieredespistarnos.

Negué vivamente con la cabeza. Enaquel momento era yo la que estaba

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enfadándose.—¡Por favor, el MI6 es de los

nuestros! Me refiero a que es de losbuenos. Y mi amigo es completamentede fiar. Él fue el que me recordó que yohabía instruido la pieza navarra del casoLe Mans.

—¡No te digo, ahí está! Ha sido él.¿Sabes quién se apellida Gortari, Lola?:la puñetera esposa del puñetero IgnacioPérez, el del Volkswagen, el del niñopequeño, al que dices que llamanSalamandra. ¿Acaso no han filtrado eseexpediente para despistarnos? Mientrasnosotros perseguimos a una parejarecién casada con un niño de meses,

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bajo la creencia de que hace veinte añosel tipo delinquió maquillando cochesrobados, el secuestrado se pudre en unzulo.

—¿Por qué? ¿Acaso no persiguen lomismo que nosotros? ¿Acaso no deseanque localicemos a Iturri? Lo que dicescarece de la lógica más elemental.

Villegas se inclinó hacia delante ybajó la voz. Todos le imitamos.

—Puede que tenga cierta lógica,Lola...

Guardó silencio. Pero se me habíaagotado la paciencia.

—¿Y bien?Suspiró.

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—¡No me lo puedo creer! ¿Ahora teamilanas, ahora decides no confiar enmí?

—Lo que voy a explicarte esdelicado y debe mantenerse en secreto,¿de acuerdo?

—Sé lo que es el secretoprofesional, teniente coronel.

—Muy bien. Supongo, Lola, queestarás al tanto de los problemas que elEjército Republicano Irlandés causó enel Úlster en el último siglo, y el logro deuna paz estable en 2006.

—Estoy al tanto. Por mis venascorre sangre irlandesa.

—Como en todo proceso de este

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tipo, tan incrustado en la urdimbre de lasociedad, en Irlanda del Norteaparecieron pequeños grupos,escisiones del IRA Auténtico y otrosgrupos, que se oponían al proceso y senegaban a entregar las armas. La policíalos tenía bastante vigilados y lainfiltración policial en ellos permitíacontrolar los riesgos dedesestabilización. Además, los propiosexterroristas convertidos a políticosempezaron a mostrar una actitudmanifiestamente hostil ante ellos, lo quedesanimó nuevos reclutamientos. Ensuma, que, si bien continuaba lamonitorización y el seguimiento, todo

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parecía avanzar por el camino previsto.Sin embargo, en los últimos meses, hanempezado a surgir informaciones, aúnsin confirmar, que sostienen que una deesas facciones disidentes ha comenzadoa rearmarse, siendo combatidos deforma activa por todos los que, desde ellado católico, no desean la vuelta atrás.

—¿Qué significa «de forma activa»,Villegas?

—De momento, significa dosmuertos en Belfast. Ambos son antiguosdirigentes de esa banda terrorista, unode cada bando.

Asentí. Había seguido sus palabraspero estaba por completo perdida.

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—Veamos. Supongamos que estáisen lo cierto. ¿Podéis explicarme quétiene que ver Iturri con esos dos tiposasesinados, qué tiene que ver elsecuestro de un español perteneciente ala Interpol con el IRA? Y Salamandra,¿qué concordancias existen entre unmecánico navarro que supongo que nohabrá salido nunca de España y losnorirlandeses? Y la Organización, ¿quépinta en todo esto?

—No lo sabemos, Lola. No tenemosrespuesta para todas tus preguntas, perono es descabellado pensar que dosfacciones disidentes de dos bandasterroristas que se ayudaron entre sí en el

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pasado puedan retomar esos lazos enbeneficio mutuo. Piénsalo despacio: lascosas cuadran. Siempre hemoscuestionado la pertenencia de lossecuestradores a la Organización, yaque, concordando algunos datos, otrosno lo hacían. Desde el principio, noshemos extrañado de que cogieranprecisamente a Iturri y de que lohicieran en territorio francés, pero queenviaran una carta reivindicativa alGobierno español...

Le interrumpí.—¿Y eso qué significa? No logro

ver la relación. ¿Estáis diciendo que losnorirlandeses y los vascos se han puesto

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de acuerdo para involucrarsimultáneamente a franceses, españolesy británicos, y que, por ello, el MI6 tratade confundirnos?

—Algo así...—¡Ni Misión imposible ! No me lo

creo. Voto por llamar al MI6. Habladcon vuestros contactos. Y yo hablaré conel mío. Mi amigo es también amigo deIturri... Jamás le haría una cosa tanhorrible

—¡Eso no es posible! MiGobierno... —protestó Claudel.

El teniente coronel Villegas se llevóla mano a la espalda y sacó una pistola,que colocó sobre la mesa. Nunca he

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entendido bien el porqué. Es muyprobable que para Auguste tuviera unsentido que para mí quedaba oculto.

—¿Por qué no, comandante?Recuerda que nosotros no hacemospolítica. Y recuerda también que elinspector Juan Iturri lleva cuatro largosdías secuestrado... Es español. Y aunquefuera francés. No le dejaré morir sipuedo evitarlo. Haremos esas llamadas.

—Mi teléfono está intervenido —informé—. ¿Puedo usar el tuyo, Matías?

—Adelante.

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—Tengo una enorme mancha en elhombro...

Pronuncié la frase con tal claridad,vocalizando tanto, que sonó a chiste, auncuando nadie se rio.

—¿Eso es todo? —me preguntó laChata.

Nos habíamos separado. Matías y laChata se habían venido conmigo.Villegas y Auguste se fueron por suparte: alta inteligencia. A falta de unsitio mejor, nos habíamos instalado en el

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coche de Matías. Él y la Chata estabanahumándome. Fuera seguía nevando. Yhaciendo un frío terrible.

—Él llamará.Lo hizo dos minutos después. Puse el

altavoz.—¿A quién pertenece ese teléfono,

Lola?—Al comandante Matías. No sé su

apellido. Dice que está limpio.La Chata susurró algo que no

entendí. Al parecer, James Moloneytiene buen oído.

—¿Y quién es la dama que osacompaña?

—¡Será cabrón! —chilló la Chata.

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—Mira, James, estamos algonerviosos, no eches más leña al fuego.Supongo que, a estas alturas, dispondrásde todos los detalles...

Oímos un suspiro. Me pareció que éltampoco estaba solo.

—Sé que, como advertiste, alguienha secuestrado a nuestro común amigo.Y sé que no lográis encontrarlo.

No me anduve por las ramas. Notenía tiempo.

—Dime una cosa, y te pido que medigas la verdad, ¿tú sabes quién lotiene?

—¡Por Dios, Lola! De haberlosabido os lo hubiéramos dicho de

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inmediato.—De modo que no has sido tú quien

ha sembrado el piso...—¿Sembrar, pero de qué hablas?—Dímelo tú, James.Mi voz sonó cortante. Menos mal

que no lo tenía delante.—Supongo que cuando hablas de un

piso, te refieres al piso de Iturri. Siquieres que confiese, lo haré: la últimavez que nos vimos, te colocamos unlocalizador y te estamos siguiendo lapista por satélite. Pero con la mismasinceridad te digo que no sé nada deninguna siembra. ¿Habéis encontradoalguna pista en ese piso? Creo que hace

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un par de días lo registraron losfranceses, sin éxito.

Los tres nos miramos sincomprender.

Rosa empezó a soltar palabrotas.—¡Chata, cállate! —le recriminó

Matías.—¿Chata, eres la Chata de la

operación Sortie de Accueil ?—La misma.Entonces, fue James el que soltó un

silbido.—¡Qué alegría! Me inclino a tus

pies. Fue una auténtica machada, si mepermites hablar en estos términos.

De nuevo los tres nos miramos y nos

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quedamos sin habla. La Chata sonreía.—Lola, créeme, no hemos sido

nosotros. Nosotros estamos a vuestradisposición en todo lo que podáisnecesitar.

—Y entonces, ¿qué pasa con elrebrote del IRA?

—Estamos en ello. Y os seguimospor si ambas cosas pudieran estarrelacionadas, aunque, sinceramente, yono lo creo. A mi juicio, se trata de unalucha por el poder que nada tiene quever con España.

—¿No sabes quién es Salamandra?—Es obvio que no.—Y, entonces, ¿por qué me envías

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un mensaje hablándome de su mujer?—¿De su mujer? ¿Cómo voy a saber

quién es su mujer?Miré a Matías, que se llevó el dedo

a los labios indicándome que mecallara.

—¿Me aseguras que no sabes quiénes Salamandra?

—No. ¿Y tú, Lola?—Tengo que colgar, James. ¿Dónde

me has puesto el localizador?—¿Dónde crees? Mantén el teléfono

cerca. Te tendré al tanto de cualquiernovedad.

Colgué.—Me ha caído bien tu amigo, Lola.

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Sabe apreciar el arte.Matías encendió otro cigarrillo. Me

bajé del coche. Mejor la nieve que elhumo. Mejor el frío que la calentura.

«¿Dónde me habrá puesto ellocalizador?», pensé. Peroinmediatamente olvidé ese extremo paracentrarme en lo importante: si James nosabía que Gortari era el apellido de lamujer de Salamandra, ¿de qué Gortarihablaba?

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El último cóctel, un líquido verdeclarito adornado con una guinda tambiénverde y unas florecillas muy monas queno saben a nada, causa estragos.Desconozco los ingredientes, pero mipaladar cree reconocer algo que sabe aorujo de hierbas con un toque depistacho y limón. Acierte o no, empiezoa notar un extraño calor subiéndomedesde el cuello hasta la cara. Miro albodegón colgado enfrente, una enormetabla con marco dorado, y me da la

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impresión de que uno de losmelocotones rueda lenta ysospechosamente por la mesa. Para midesgracia, las perdices que reposansobre la misma mesa tampoco parecenestar completamente muertas: a una se lemueve el ala. De todos modos, no soy lapeor parada. Mathieu y su cuñadoforense han caído fulminados y roncan adúo. Einstein está recostado sobre lamesa de madera, dormido, pero él noronca. Sólo Noël y yo nos mantenemosdespiertos, que no sobrios. Debe de serpor el pan. Quiero decir que los dostenemos buena masa corporal, por loque nos hacen falta mayores dosis de

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alcohol. Sea como sea, estoy llegando allímite. Dejo de mirar al bodegón: tengola sensación de que si lo hago lasperdices echarán a volar.

Me siento cansada, pero la avidezdel fiscal no tiene límites. Y siguepreguntando. No respondo. Mi cabezademanda descanso. Y noticias delhospital.

—Creo que necesitas un café muycargado, jueza —indica—. Loscamareros ya se han ido y, como ves,Einstein no está para muchas, peroseguro que nos apañamos nosotrosmismos. No creo que sea muycomplicado...

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—Si el botón de encendido estáquieto...

—¿A ti también se te mueven losbichos del cuadro, Lola?

—También. Vamos a por ese café.Al levantarme, tengo la sensación de

que alguien ha ondulado el suelo quepiso. O transportado el bonito edificio auna marisma en día de viento.

—¿A ti también se te mueve la tierrabajo los pies? —pregunto.

—El suelo, los muebles y lasparedes. Estoy sufriendo un terremoto deescala seis.

—A mí sólo se me mueve el suelo.Me siento en uno de los taburetes de

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la barra. Noël se ocupa de la cafetera.—Creo que la última vez que me

cogí una como ésta fue cuandoMissouri...

—El gato pardo de madameRodain... —le interrumpo.

—En efecto, señoría, buenamemoria. Mi última gran borrachera fueel día que encontré casualmente aMissouri cerca de la granja Milano. Noestaba trabajando, buscaba trufas en unbosque próximo. Missouri llevaba ochodías desaparecido y mi suegro estabadesesperado porque madame Rodain lellamaba cada media hora. Fue unasimple casualidad, una coincidencia.

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Cuando lo avisté, lo perseguí. Traté decogerlo, pero salió corriendo y seadentró en esa granja, una pequeñaexplotación a medio camino entre Brony Saint-Priest. Nunca había traspasadoesa cadena de hierro con un cartel deprohibido el paso, aunque tenía pinta deestar llena de setas, pero aquel día lohice porque observé que Missouri secolaba en el granero. Me acerqué hastala vivienda y llamé a la puerta. Salió aabrirme una mujer de aspectodescuidado y gesto extraño, una de esaspersonas que nada más verlas te resultandesagradables. Del interior llegabanolores de orines y vómitos antiguos:

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aquella casa era una pocilga. Le pedíexcusas por entrar en su propiedad, leexpliqué lo que pasaba y le rogué queme dejara entrar en el granero paraatrapar a Missouri. Aunque no lopareciera, aquello era un asuntopolicial. Con malos modos, me exigióque me fuera. Pero yo insistí tanto queella misma entró en el granero y salióc on Missouri sujeto por el pestorejo.Cuando me marchaba, me volví paradarle de nuevo las gracias y vi quedetrás de la puerta se asomaba una caraadulta, de aspecto aún más desagradableque la mujer. Regresé a casa, llamé a misuegro y juntos nos acercamos al

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domicilio de madame Rodain paradevolverle a Missouri.

»Aquella noche no logré pegar ojo.La cara de aquella persona oculta tras lapuerta retornaba una y otra vez, comolos inviernos. A la mañana siguiente fuia ver al juez. Ya sabía qué iba adecirme: sin evidencias de delito, nopodíamos enviar a la policía a undomicilio particular de unos ciudadanosque estaban a bien con la sociedad ypagaban sus impuestos. Sus palabras, noobstante, me animaron. Salí de allí yllamé a un primo que trabaja en laoficina de recaudación fiscal. Meconfirmó que esa gente llevaba años sin

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realizar las declaraciones pertinentes.Volví a ver al juez. De nuevo, me nególo que le pedía: si no pagaban, que losde Hacienda abrieran un procedimientoadministrativo. Lo dejé estar. Meconvencí de que mi instinto no era tanbueno como pensaba y seguí buscandotrufas. Pasados dos días, lo vi en lasnoticias...

—¿En las noticias?—Según Pierre, los habían matado

de un tajo en el cuello unos días antes.La fecha coincidía con el tiempo en queyo me personé en la propiedad. Eran dosniños y una niña, de entre diez y treceaños. La autopsia encontró lo esperado:

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tejidos desgarrados, hemorragias analesy vaginales... Lo más curioso del caso esque nadie había denunciado susdesapariciones. Por los rasgos,procedían de Europa del Este. Los deParís sospechan que simplemente loscompraron. Localizaron sus caras enalgunas películas pornográficas. Si yohubiera sido más insistente, quizá lohabríamos evitado. O si no hubiera sidotan pesado y hubiera dejado queMissouri viviera a sus anchas, seguiríancon vida. Maltratados, pero con vida.Llegué a casa y vacié la bodega. Eldolor de cabeza me duró una semana...Ahora también me duele. Y oigo cosas

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extrañas. Como el sonido de un móvil:lleva rato retumbando en mi cabeza...

—Me parece que no es en tu cabeza,Noël. Yo también lo oigo. Debe de serel de Mathieu.

Con las tazas de café en la mano,volvemos a la mesa y despertamos alcomisario.

—¡Suegro, te llaman de la central!Debe de haber llegado la gente de París,o quizá sea el personal de la embajadaespañola. Si alguien está buscando aLola, se estarán volviendo locos.

Mathieu se incorpora. Me arrebatala taza de las manos, se bebe mi café ycontesta.

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—Aquí el comisario Mathieu, ¿quéocurre? [...] ¿Cómo?... ¡No puede ser!¿Y dónde lo han encontrado? ¡Oh,merde! Vamos para allá. ¡Einstein,levanta! Prepara café: lo necesitamospor litros...

Pierre también se ha despejado.Todos permanecemos expectantes.

—Estaban terminando lasindagaciones en la casa donde haaparecido el cadáver y el inspectorherido, y han hallado otro cuerpo. Eltipo de París les estaba metiendo prisa,pero mi gente es muy concienzuda. Setrata de otro varón.

Pese a la dureza del momento, no

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puedo menos que dibujar una sonrisa.Otro varón.

—La parte trasera del jardín de lacasa de la calle de L’Humanité da a unbosquecillo. Bajo uno de los árboles hanencontrado el cadáver de un hombreadulto. Le han pegado dos tiros en laespalda, pero, esta vez, tiene loscalcetines puestos.

—¿Saben quién es? —pregunto.—No. No sé cómo puede ocurrir

eso, pero dicen que no tiene huellasdigitales. Aunque tiene una gran mancharojiza alrededor del ojo. Supongo quecon ese defecto no será tan difícilidentificarle.

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Me llevo las manos a la boca.—¿Qué pasa, Lola?—¡Una mancha en el ojo! ¡Sé quién

es y vosotros también porque os acabode hablar de él, lo llaman Salamandra!Iturri tenía razón. Cuando lo encontrétendido en el suelo, ya estaba muy mal,pero logró decirme que protegiera aSalamandra. No le presté demasiadaatención...

—Esta borrachera te sirve, Lola —comenta Noël. Sólo yo lo entiendo.

Nos bebemos el café mientras lleganuestro transporte. Ninguno de nosotrosestá en condiciones de ponerse alvolante.

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Nos meten en dos coches. Me voycon Mathieu. Contaré con másprobabilidades de enterarme de lasnovedades si estoy a su lado. En efecto,pronto tengo delante una colección deinstantáneas.

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Tras ingerir tres tazas de café negro, tandenso que incita el vómito, y lavarse lacara con agua fría, Pierre parecerecuperar la compostura. Se sienta a milado. Tiene las instantáneas en la mano.Las mira y gruñe y luego suelta unaretahíla de frases en francés que nocomprendo. Para mí que se estáacordando de la madre de alguien. Eslógico; en un pueblo tan tranquilo comoBron, dos autopsias en un mismo día sonuna completa exageración.

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Me pasa las fotografías.Lo que veo no deja lugar para las

dudas. Se trata de una ejecución, contodas las letras: Ignacio Pérez, alias«Salamandra», yace tendido boca abajosobre un lecho de hojarasca y barro, conuna pierna doblada y la otra extendida, ylos dedos como estacas clavadas alsuelo. Parece haber intentado escapar desu asesino reptando y haber muerto en elintento. La mancha que le ha nutrido deapodo no se aprecia en la fotografía,pero sí los impactos de bala.

—Le atrapó a distancia. Le disparódesde lejos, de eso no hay duda. Losdisparos debieron de derribarle, pero

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era un hombre fuerte y logró arrastrarsealgunos metros antes de morir. ¿Lo ves?—me adelanta.

Lo veo. También veo a Mathieu.Sentado en el asiento del copiloto, nodice nada, pero parece confuso. Hallamado a la oficina dos vecespreguntando si «el hombre de París», eldel suicidio asistido, se ha marchado ya.En ambos casos, la respuesta esnegativa. Entre llamada y llamada nohan mediado más de un par de minutos.Al volante va el agente que me cacheó yque no levanta los ojos de la carretera.Conduce muy despacio, en silencio,como si no tuviese prisa. O quizá teme

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que su jefe le llame la atención siacelera.

Cuando llegamos, reina una totalconfusión en la gendarmería. Unutilitario ocupa la plaza de aparcamientoreservada para el comisario, que sepone hecho un basilisco. Su voz se elevacomo un grito agudo, una voz que suenamás a miedo que a rabia. Aparcamos enla plaza contigua.

—¡¿Quién es el imbécil que hausado mi sitio?! —brama.

—No lo sé, comisario, pero loaveriguo ahora mismo. Será alguien defuera —tartamudea el agente.

Cuando nos quedamos solos,

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Mathieu me sujeta del brazo.—No me he enterado de la mayor

parte de lo que nos has contado, Lola, hebebido demasiado. Pero he sacado enclaro una cosa: no estoy preparado paraesto. Ni siquiera sé a quién informar.Ese hombre de París...

Su voz suena más fina que otrasveces. Le sonrío a conciencia. Es unbuen tipo.

—Querido comisario, yo no mepreocuparía demasiado. Cuando estagente quiere algo, lo consigue. Deja quehagan su trabajo, pero no permitas que teamilanen, tú eres el jefe aquí. Bron es tutierra, no la de la gente de París. Y, por

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cierto, ¿qué ha pasado con el niño y lamadre?

—No sé nada de eso. Ahora meenteraré. Gracias, Lola.

—Un placer, jefe.Respira hondo. Y avanza hacia el

interior del edificio.—Yo también tengo que irme —se

disculpa Pierre.—A mí me gustaría, pero creo que

no me van a dejar. Intentaré hablar conel hospital a ver si hay novedades sobreel estado del inspector.

—No te inquietes. El cuerpo humanoes una máquina mucho más perfecta delo que pensamos...

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Se le quiebra la voz. Siento unaintensa lástima.

—¿Quieres que te acompañe? Comoayudante de autopsias no sirvo, pero mihombro pelirrojo es todo tuyo.

Sonríe. Una sonrisa cenicienta.—Espero que el tal Salamandra no

fuera fumador. Si veo otro pulmón conpintas negras, me derrumbaré. Con elanterior, fue como anticipar mi muerte;como traspasar esa maldita puerta.

Siento cómo se me encoge elcorazón y desvío la vista hacia el suelo.Y mi boca, siempre tan activa, en estaocasión no puede decir nada. Nipalabra. Para compensar mi silencio, le

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doy un abrazo fuerte. No sé si loagradece o el gesto incrementa su dolor.Pero vuelve a su ser y añade:

—Por ahí viene Noël. Se quedarácontigo. Es mejor compañía que yo.

—La mejor compañía es, sin duda,la de Einstein... —musito.

—Que te sea leve, tío...La sonrisa de Noël es sincera, pero

tan triste como la mía. Ambospermanecemos quietos viendo alejarseal forense. Cuando ha avanzado untrecho, nos damos la vuelta. El silenciodura un instante.

—¿Terminarás de contarme lahistoria, Lola?

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—¡Por Dios, eres insaciable! Sientolástima por tu mujer...

Ni se inmuta por la pulla.—¿Lo harás?—Con dos condiciones. Me gustaría

hablar con el hospital. Necesito saber deIturri y no estoy segura de entenderme enfrancés con la enfermera. ¿Podríashacerlo por mí?

—Por supuesto. ¿Y tu segundacondición?

—Necesito ir al baño.Preferiblemente, fuera de la comisaría.

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Estábamos a día y medio de lafinalización del plazo otorgado yseguíamos sin localizar a Iturri. EnMadrid, no habían tenido más noticiasde los secuestradores, pero sí habíancontinuado llegando comunicadosprocedentes de la izquierda abertzalevasca, que reafirmaban el discursooriginal: no era cosa suya. Se sentíanpreocupados tanto por la utilizaciónfraudulenta de sus siglas como porqueprendieran una mecha que podría

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explotarles en las manos. Delsecuestrado, no decían nada. Sólo erapolítica.

Como en la Moncloa, sin noticias deVillegas y Claudel, nosotros tambiénseguíamos expectantes. Estábamos denuevo en el hostal (el segundo hostal):allí permitían fumar y estábamoscalentitos. Fuera de esas doscomodidades, cuanto más avanzaba elreloj, más se incrementaban mis nervios.

Acabábamos de dar cuenta de lashamburguesas y los refrescos quehabíamos adquirido en un burgercercano. Por una vez en mi vida, deforma voluntaria no almorzaba: sólo una

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Coca-Cola Zero. Odio las hamburguesasprefabricadas. No he visto ningún vídeode cómo se producen; desconozco lacarne que emplean, los métodos con quelas tratan, o la limpieza de las personasque las manipulan. Sólo sé que en unaocasión me comí una hamburguesacompleta y me puse a morir. Entre losvómitos y la diarrea no salí del baño endos días. Desde entonces, simplemente,no me acerco a nada que se venda en unacadena de comida basura.

El hambre aún elevaba más minerviosismo.

—¿Y estás seguro de que no haynada más que podamos hacer, Matías?

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Supermercados objetivos, cámaras,basuras... profanaciones informáticas deesas que se ven en las películas.¡Cualquier cosa me vale! Esta pasividadme supera —comenté.

Al escuchar mi observación, laChata dio un brinco. Estaba sentada enla butaca de la habitación, con los piessobre la cama, con el sempiternocigarrillo en los labios. Bajó las botas yse puso en pie de un salto.

—¡Mierda, las profanacionesinformáticas! Con el lío del MI6 habíaolvidado el informe. ¿Qué hora es?Quedé en llamar a primera hora de lamañana...

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—¿Qué informe? —preguntó Matías,mirando, como yo, de reojo al reloj.Eran las tres y diez.

—El del Volkswagen de matrículaespañola...

Nos miramos sin comprender.—¿No os acordáis? El jefe me

permitió investigar el wifi de la casaque había alquilado el tío delVolkswagen, el del bebé. Pedí unestudio a la central. Y me pasaron undato curioso: pese a tener wifi gratuito,desde que alquilaron la casa no hahabido más que una conexión de cuatrominutos y treinta segundos. Correspondeal día 6 de diciembre. El resto del

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tiempo nada. Me pareció raro. ¿Quiénno se conecta hoy a internet para leer lasnoticias, ver un vídeo o enviar un email?Pedí que averiguaran cuál o cuáleshabían sido sus búsquedas. Prometierontener el resultado esta mañana. Pero seme había olvidado.

—Pueden tener 3G... —replicóMatías.

Negué con la cabeza.—Supongo que les pasará lo mismo

que a mí: como su teléfono será español,no tendrán acceso. Yo me conecto por lanoche al wifi del lugar donde estoy.

Matías también se puso en pie y sedirigió a su compañera.

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—Llama cuanto antes: ese tipo delniño me da mala espina...

—A mí también, pero en otrosentido. ¿Me permitís que os diga algoque me inquieta? No sé, quizá no mehaya enterado bien, pero es que no mecuadra.

—¡Dispara, Lola! —indicó la Chata,que ya tenía el teléfono en la mano.

—Es por el mensaje del MI6. Si lorecordáis, decía, algo así como: «ATintorería Manchas Difíciles le gustaGortari». En fin, que mi amigo Moloneyseñalaba a alguien de apellido Gortari...

—Cierto. Recuerdo que te expliquéque el Gortari que había pertenecido a

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la Organización se había suicidado en lacárcel...

—¡Exacto! Pero luego llegó Claudely cambió el enfoque, al decirnos que lamujer de Ignacio Pérez, el del niño, sellamaba Gortari. Sin embargo...

La Chata lanzó el móvil sobre lacama:

—¡Ah, ya veo por dónde vas! Tuamigo Moloney no tenía ni zorra idea dequién era Salamandra y, por tanto,tampoco tiene ni puta idea de cómo seapellida su esposa. ¿De qué Gortarihabla entonces? ¿Cuántos Gortari hay?

A Matías empezaron a brillarle losojos.

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—No lo sé, pero propongoaveriguarlo. Quizá tenga algo que vercon el terrorista que se suicidó. Mirad,ahí están, tal vez Villegas lo sepa.

En efecto, acababan de llamar a lapuerta.

—¿Novedades? —indagué, algoalterada.

—Los enviados de la Organizaciónya están aquí, en Lyon. Piden una cita —informó Claudel.

Villegas no dijo nada, pero sevolvió para mirar a la Chata a los ojos.Ella tardó unos segundos en darsecuenta.

—¡Ah, no, ni hablar! No quiero ver

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a esa gente. No voy a hablar con ellosbajo ningún concepto. No. ¡Mierda,Villegas! ¿Cómo puedes pedirme esto?¡No lo haré! Matías, ¿no vas aapoyarme?

—Sabes tan bien como yo que niMatías ni yo podemos acudir a esa cita...

—¡No iré! Es más, no deberíamos irninguno de nosotros.

—Chata...La miré a la cara. La expresión del

rostro de la Chata me intrigó y me pusosobre aviso. Llevábamos varios díasjuntos, buscando a Iturri. Había pasadoalgún tiempo junto a la guardia civil.Muchas horas. Era lógico que me diera

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cuenta. Soy una mujer observadora,pero, de no haberlo sido, igualmentehabría captado el cambio porque eranotable: su gesto de angustia resultabatan lacerante que no pude menos que darun paso al frente.

—Iré yo. Dime qué debo hacer, y loharé.

Villegas y Claudel negaron altiempo.

—¡Tú no les conoces, Lola!—¿Y qué importancia tiene eso?

Sólo quieren hablar, ¿no? Pretendenmostrar su buena fe, enterarse de todo loque puedan y, quizá, ofrecernos algunapista. Decidme qué información debo

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transmitir o averiguar y lo haré. Nosentenderemos. Soy de Bilbao. Soy delos suyos.

—Eres una jueza española.—Al menos, no soy guardia civil ni

policía. Eso ya es un punto, ¿no?Villegas miró a la Chata: estaba

sentada en el suelo, apoyada en la pared,con los brazos abrazando sus piernas yla cabeza gacha.

Matías susurró a su jefe:—Chata no puede ir. No debe ir. Lo

sabes, ¿verdad?Se volvió hacia mí.—Jueza, si sigue en pie, te tomo la

palabra.

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Asentí. Supongo, sin embargo, quemi cara debía de ser un poema, porqueenseguida, con expresión de desilusión,añadió:

—No te preocupes, comprendemos ala perfección tus reticencias.

—¡Pero qué tonterías dices!Naturalmente que lo haré. Lo que ocurrees que necesito entender el sentido deesta reunión y que me instruyáis.

—La reunión la han pedido ellos.Quieren hacer ver que cooperan y asícertificar que están al margen delproblema. Por ello, pensamos quepueden traer algún as en la manga, algúndato que desconocemos...

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—¿Sobre el paradero de Iturri?Se encogió de hombros.—Es posible. En todo caso, debes

tener en cuenta que no son gente degarantía. Nunca lo han sido ni nunca loserán.

Confirmé con un gesto.—¿Sabéis quién acudirá?—No, pero estamos seguros de que

no corres ningún riesgo añadido...—¿Y eso qué significa exactamente?Inspiró, espiró, y luego me miró fijo

a los ojos.—Antes de que te metieran en este

berenjenal, Lola, ya estabas fichada,como lo están todos tus colegas del

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Supremo, la Audiencia Nacional o elTribunal Constitucional. En ese sentido,que te vean la cara no aumenta elriesgo...

—No preguntaba por el riesgo,Villegas, prefiero no pensar en ello. Merefería a tu expresión: «Noexactamente». ¿Sabéis quién acudirá a lareunión o no? Espero no haber tenidonada que ver con él o ella en el pasado.

—No sabemos con certeza a quiénenviarán, pero nos consta que viene ovienen de la mano de Korki, el jefe delaparato político.

—El que manda, vamos. ¿Es unapodo?

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—Sí. Desconocemos su verdaderonombre. Hemos localizado en la ciudada un político radical vasco. Puede quesea él. O puede que no. Quizá hastaacuda el propio Korki. Os reuniréis enuna cafetería. En este momento, Augusteestá buscando un lugar adecuado. Hanpedido que sea en Lyon. Puede quesepan que estamos aquí o puede que lainformación que poseen indique estepunto. Eso estaría muy bien...

—De acuerdo. ¿Para cuándo estáprevista esa reunión?

—Para dentro de una hora y media...Me dio un vuelco al corazón.—¿Te ocurre algo?

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—No, no. Es que no pensaba quefuera tan inmediato...

—Vamos contrarreloj.—Lo sé.Me di la vuelta.—Chata...—Gracias, Lola.—No hay de qué. Sólo quería saber

si en una hora u hora y media te darátiempo de hablar con esa gente, los delwifi. Por no irme con la duda Gortari enla cabeza. No sea que lo mencionen...

Villegas nos miró a las dos.—¡La pelirroja y la Chata

trabajando juntas, qué peligroso! ¿Quélíos os traéis entre manos?

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—Se trata del apellido Gortari...Fue Matías el que le puso al día.—¿Y dices que el wifi ha estado

desconectado hasta el día 6?—Hasta y después del día 6. Salvo

esos cuatro minutos y treinta segundos...—¡Gran trabajo, Rosa! ¿Cuándo te

darán el informe?... Un momento, éste esAuguste.

Villegas respondió a la llamada.—Ya tenemos el sitio, Lola.

Tenemos que marcharnos...—¡Envíame un mensaje, Chata!

WhatsApp no, que no tengo wifi...

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Comencé a notar el dolor sordo en laboca del estómago cuando me subí alcoche de Auguste, un BMW de tamañomediano, tirando a grande. Desconozcoel modelo, pero no el color: gris perla.Tampoco el malestar me resultabaajeno. Mi estómago no soporta el estrés.Sobrelleva con digna gravedad laspuntas de trabajo, los agobios y hastalos reos rusos que se tiran al cuello desus abogados con intencionesinconfesables. Pero no tolera otras

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incertidumbres.Villegas, que iba sentado junto a

Auguste, éste con el cinturón puesto,aquél sin él, pasados unos metros, se diola vuelta y dibujó una sonrisa.

—Todo saldrá bien, Lola.—Espero que Dios te oiga. Sobre

todo, por el bien de Iturri.Auguste levantó la barbilla y me

observó por el espejo retrovisor.—Te será más fácil salir de ésta

bien si te alejas lo suficiente, Lola. Nopienses en Iturri como tu amigo, es unpolicía que rescatar, punto. No piensesen lo que ha hecho la persona con la quete vas a entrevistar, es un negociador,

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punto. Actúa como si esto fuera tutrabajo, un caso difícil y laborioso, peroun caso al fin y al cabo. Tú no eres parteimplicada, sino una funcionaria públicaa la que le toca instruir un caso. Asíserás mucho más eficiente. Si lo ves entérminos personales, si piensas que elasesino que se sienta enfrente tiene en sumano la vida de tu amante, no sólo lopasarás fatal, también serás vulnerable yestarás en desventaja.

No me molesté en rebatir suspalabras. Había aseverado por activa ypor pasiva que Iturri no era mi amante,ni lo había sido nunca, pero cuandoalguien no quiere creerte poco importa

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la solvencia de las pruebas que aportes.—En tu trabajo en los juzgados

supongo que estarás acostumbrada atoparte con personas mentirosas —indicó Villegas.

—Muy cierto.—Pues entonces aprovecha esa

experiencia. Esta gente no es de fiar.Ten en cuenta que, por instinto, mienten.Mienten aun cuando dicen la verdad.Ocurre con todos los que consideran quecualquier medio es lícito si les permitelograr su fin.

—Si matan, no les va a temblar laboca para mentir. Lo entiendo.

—No, no lo entiendes. Desconozco a

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quién envían, pero es muy probable queparezca gente normal, amable, sensata,sencilla, razonable. Incluso podríanenseñarte fotos de sus hijos. Lo quenunca te mostrarán son sus manosensangrentadas ni sus cuernos dedemonio...

—Me estás asustando, Villegas.¿Crees que pueden secuestrarme a mítambién?

Negó con la cabeza y de palabra.—¡No, nada de eso! Sólo queremos

advertirte de que pongas sus palabras encuarentena hasta que tengas tiempo decomprobar que lo que dicen es cierto.

—Vale.

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Seguimos un rato en silencio.—¿Me vais a poner un micro o algo

así?Ambos se miraron y esbozaron una

sonrisa.—¿Micro? No nos hace falta un

micrófono para seguir la conversación,Lola...

Asentí.—Tenéis razón, no me acordaba de

que la técnica avanza una barbaridad...—Bueno, ya estamos. Es ese café.—¿Y cómo sabré...?—Ellos te encontrarán. Tranquila,

estaremos contigo. Muy cerca, aunqueno puedas vernos.

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—¿Me vais a dar una pistola? —pregunté.

—¿Una pistola? ¡No, ni hablar!Ambos se habían dado la vuelta.—¡Tranquilos, era broma!Ninguno se rio.

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No fui capaz. No pudo ser.El tipo que apartó la silla y se sentó

frente a mí, mientras se retiraba lacapucha bordeada en piel sintética deuna cazadora verde caqui, no era undesconocido. El hombre con el pelorapado por los flancos y más largo porel centro, que me miraba con cinismotras unas gafas de sol de marca, meconocía tan bien como yo le conocía aél. Muy probablemente no nos habíamosvisto nunca en persona (yo a él desde

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luego; quizá él me hubiera seguido enalguna ocasión), pero ambos teníamosdatos más que suficientes sobre el otro.Yo porque su foto cuelga de muchas sino de todas las comisarías españolas enla sección de los terroristas másbuscados; él porque yo habíaintervenido en el procesamiento de sucompañera sentimental. No recuerdo losaños de condena, me suenan treinta ydos, pero sí la tipificación jurídica:terrorismo, asesinato frustrado y delitosy faltas de lesiones.

No pude sustraerme a su historial.Era un asesino, destrozaba vidas,familias y futuros, sin siquiera

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pestañear. Mataba, pero vivíacómodamente con la sangre en lamesilla. No estaba allí para pedirperdón a sus víctimas, ni paraentregarse, ni para confesar algún delito.Estaba allí porque algún estúpido estabaponiendo en peligro su plan depensiones. Su futuro político. Sureinserción. Estaba allí porque así lopedía el interés de su Organización. Dehaber sido por él, es muy posible queIturri ya estuviera muerto. Villegas teníarazón. No hallaría ni un resto desinceridad en aquel hombre con el queme sentaba frente a frente.

Cuando se deshizo de los guantes y

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colocó las manos sobre la mesa, amenos de medio metro de distancia,retiré las mías colocándolas sobre miregazo. Sólo con pensar que aquelhombre podría tocarme, mi estómagorecordaba las hamburguesasprecocinadas. Él sonrió. Se llevó lasmanos a los labios y sopló varias veces.Las tenía coloradas por el frío.

—No te esperaba, jueza.—Yo a ti tampoco —respondí.—Tendríamos que estrecharnos las

manos. Habrá gente sacando fotos.—Que hagan lo que quieran.

Nosotros a lo nuestro. No tengo muchotiempo.

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—¡Vale, como quieras! Voy a pedirun café. ¿Tú quieres uno?

Iba a negarme. Pero lo pensé mejor.A mi estómago, encogido por aquelladifícil reunión, le vendría bien.

—¿Sacarina, jueza? —preguntómientras levantaba la mano para llamara la camarera.

—Azúcar —dije. No sé por qué.Supongo que pensé que el sucedáneo mehacía parecer más débil. Aunque deinmediato me vino a la cabeza la eternapregunta: ¿por qué ese asesino tenía eldato de que tomaba el café consacarina?

La joven mesera acudió diligente.

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—Deux cafés au lait, s’il vousplaît.

—Supongo que serás consciente deque lo vas a pagar tú. Esta reunión hasido idea vuestra —le informé. Suelopagar yo, prefiero pagar a que meinviten, así de chula soy. De Bilbao.Pero prefería no convidar a unterrorista.

Se echó a reír. Su risa parecíaabierta y franca, pero me repetí a mímisma que aquel tío era un demonio depaisano. No era un simple matón, capazde acercar a alguien una pistola yapretar el gatillo. Ni siquiera se tratabade un ser dispuesto a rematar a un

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hombre herido, tendido en el suelo. Eramucho más que eso. Él no se manchabalos dedos de pólvora, ni se acercabataimadamente a sus víctimas, parapillarlas por sorpresa y reducir elriesgo. Era un asesino premeditado,cualificado, paciente, que desde surefugio francés ordenaba peinar elmercado para elaborar una completalista de potenciales víctimas entrejueces, cuerpos de seguridad yempresarios, para luego elegirpersonalmente quiénes merecían morirprimero. Cuanta más sangre, mejor.

—¿Tienes algo para mí?—Jueza, ¡qué agresiva!

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—Es que tengo prisa. En veinteminutos, me marcho. Deberíamosaprovechar el tiempo.

—Esta vez, estamos en el mismobarco.

—Astarrak umea egingo dik himugitzerako! —solté. Creo que es elúnico refrán que conozco en euskera,pero venía al caso. «Por más que sedisfrace de caballo, seguirá siendo unburro.»

Volvió a reírse, esta vez con menorconvencimiento.

—Es cierto, recuerdo que eras deBilbao.

—Como tú. Adelante, qué quieres

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decirme. ¿Que no sois vosotros?—No lo somos.—¿Y por qué tendría que creerte?Se llevó el café a la boca.—No lo somos. Y para demostrarlo,

estoy aquí. La gente del Estado francés ovosotros mismos podríais cazarme a lasalida y meterme entre rejas. ¿Hace faltamás prenda de buena voluntad?

—¿Y cómo sabes que no ocurrirá?Se echó hacia atrás.—No hemos dado esa orden. Nunca.

No es cosa nuestra.—Pero quien sea procede de vuestra

camada, ¿no?—Creemos que no.

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—¿Creemos?Asintió.—¿Y entonces?—¿Y por qué estáis tan empeñados

en que somos nosotros?—Porque lo muestran las pruebas.

Lo que digáis de palabra no importa;sólo los hechos.

—¿Qué hechos?Esta vez sonreí yo.—Hechos. Datos. Pruebas que os

comprometen. Todas sólidas. Todascomprobables. ¿Acaso tenéis huevospara machacar a un hombre pero no parareconocerlo?

—No somos nosotros.

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No pude responder. Mi corazónvolaba como vuela el dinero envacaciones. Al verme tan cerrada, pusocara de extrañeza. Y se llevó la taza alos labios. Con tan mala suerte que se leatragantó el café. Algo muy humano,demasiado humano. Empezó a toser.Aparecieron las lágrimas. El café brotóde improviso por su nariz aguileña. Meapresuré a abrir el bolso y a sacar unpaquete de pañuelos de papel, que lepasé por encima de la mesa. No mepareció suficiente. Si bien mi maridoasegura que golpear la espalda dealguien que se atraganta carece desentido, al ver lo mal que lo estaba

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pasando, sentí lástima. Me levanté,rodeé la mesa y me puse tras él. Sinembargo, cuando iba a palmearle laespalda, algo me detuvo. Fue como simis manos se negaran a obedecerme. Noquería entrar en contacto físico con él.Sólo pensarlo me causaba escalofríos. Aquien tenía delante era a un asesino. Side aquélla se moría, mejor que mejor.

El hombre que trataba de noasfixiarse tosiendo de modo estentóreo ytomando grandes bocanadas de aireposeía un corazón de piedra. Sí, ésedebía de ser el material original. Porquehasta el hierro, flemáticamente frío, sedeshace ante temperaturas elevadas. La

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piedra para licuarse necesita lo menosun volcán.

Seguía tosiendo. Y yo continuaba enpie junto a él, sin hacer nada.

La camarera se acercó con un vasode agua, que él rechazo con un gesto delas manos. Tenía los ojos rojos. Depronto, no sé cómo ni por qué, volví a latierra. Y me di cuenta de que habíapermitido que la piedra de aquelcorazón negro me contagiase. Yo mismaestaba empedrando mi camino. La únicanoticia que debía importarme de aqueltipo era que seguía siendo hombre. Erasuficiente.

Escarbé en mi propio corazón, que

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por momentos se volvía ferroso, ybusqué allí la fuerza que necesitaba pararestaurar mi naturaleza. Cuando laencontré, le palmeé la espalda.

En contacto con aquel cuerpo,experimenté una confusa mezcla desentimientos, que no recordaba tener tanpresentes: rabia, ira, miedo, nostalgia,amor, fracaso... Le ayudé, pese a que loque me pedían las piernas era salircorriendo. Le palmeé la espaldamientras se me escapaban las lágrimas.No fue fácil. ¡Recordaba tantosfunerales de amigos, de gente cercana,de desconocidos! Tuve que hacer ungran esfuerzo, pero el orgullo me ayudó.

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No fue simple resignación, fue orgullo.No estaba dispuesta a que un hombre,por el hecho de llevar pistola y tener lafacultad de colocar mi nombre en unalista, por el hecho de tener su aliento tancerca que hasta sabía que tomaba el cafécon sacarina, socavara los cimientos demi vida. Yo no era como él. No queríaserlo.

¿Que elegía ser un asesino? Eraproblema suyo. No estaba dispuesta aimitarle en nada, mucho menos en eso.En ese momento, caí en la cuenta de que,pese a las advertencias de Villegas,había dado una interpretación personal aaquella reunión. Estaba haciendo

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exactamente lo contrario de lo que mehabían pedido que hiciera. Me habíarevestido con una toga llena demedallas, una por cada víctima, ycolgado en el cinturón una pistolareglamentaria, la de mi condición dejuez. Pero no había ido a juzgar, aunqueaquel tipo a todas luces fuera culpable.Estaba siendo sorda a la petición deVillegas y dañando potencialmente elfuturo del inspector Iturri. En esemomento, al ayudarle a sacar lospañuelos de la funda de plástico, tuve unfugaz momento de lucidez. No se tratabatanto de engañarme a mí misma como dehacer de tripas corazón. En medio de

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aquel café bullicioso, de mesasabigarradas, frente a aquel hombremontaraz y de malicia comprobada, meadelanté a sus intenciones y rompí ladura cáscara en la que se me estabaenvolviendo el corazón, para hablar conel suyo, de piedra.

Volví a mi silla.—¿Mejor?Asintió.—Hagas lo que hagas, yo siempre te

ofreceré un pañuelo de papel.Se quedó sin habla. Atónito. Y

procurando que mis palabras sonarancon solemne autoridad, añadí:

—Pero sigues pagando tú.

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Se echó a reír. Todavía con lágrimasen los ojos, todavía con restos de cafécon leche por su cara, todavía con la vozáspera y afectada por el atragantamiento,me respondió:

—Tengo un nombre para ti. Te locambio por tus pañuelos. El tipo quebuscáis... creemos que se apellidaGortari.

Quizá vio mi cara de extrañeza ypensó que no le había oído bien, porquede inmediato repitió el apellidopronunciando muy despacio, casi letrapor letra. Hizo bien, porque no salía demi asombro. En ese momento, estabaacercándome la taza a los labios y

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también me atraganté. No fue tan seriocomo lo suyo, un par de tosecillas y unpoco de agua. Pero quizá la debilidadmutua hizo más fácil aquel árido camino.

—¿Gortari, qué Gortari?—Vivía en Belfast, pero, hace más o

menos un mes, lo abandonó todo y semarchó. No sabemos dónde está. Peroanduvo metiendo las narices dondenadie lo llamaba. Su hermano militabaen nuestras filas. Pero se comportócomo un ustelari. Siempre había sido uniluso. O un visionario, según como loquieras mirar. En todo caso, un traidor ala causa. Se suicidó en la cárcel.

Bebí otro sorbito de agua.

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—Perdona, ¿dices que se suicidó?Pues entonces no sé por qué hablamosde él ahora.

—No, no me has entendido. El deBelfast es Joseba Gortari y el suicidaera Xabier Gortari. Son dos hermanos.En realidad, son tres: también hay unachica. Los huérfanos Gortari de Oñate,toda una familia. No sabemos dónde estáJoseba. Pero creemos que se encuentraaquí. De hecho, uno de mis compañeros,un miembro legal, ha ido a reunirse conél. Estamos convencidos, estamosseguros de que él está detrás de esto,anduvo metiendo las narices. Hasta seacercó a los colegas de Irlanda.

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—¿Te refieres al IRA?—Me refiero al Sinn Fein.—¿Y sólo porque meneara la lengua

dices que es él?—No, lo digo por el material.Sabía a qué se refería, pero con cara

de tonta indagué:—¿Qué material?—No te hagas la tonta, jueza. Creo

que es suficiente.Se puso en pie. Yo permanecí

sentada.—No olvides pagar el café, Korki

—advertí—. Porque tú eres Korki,¿verdad?

Sonrió. Se colocó la capucha y me

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preguntó:—¿Me esperan fuera?—Deja una buena propina. Por las

molestias...

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Tardé un par de minutos en salir. Nisiquiera el hecho de contar, por fin, conuna pista fiable lograba desentumecermelas piernas, fijas al suelo como estacas.

Por fin, reuní el valor. Respiréhondo, me puse en pie y me coloqué elabrigo. Estaba cerca de la puerta cuandola camarera que nos había servido vinohacia mí con cierta prisa y algo azorada.

—Excusez-moi , madame, n’êtes-vous pas oublié quelque chose?

Volví la vista hacia la mesa.

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—Pues no. Creo que no he olvidadonada. Pero gracias.

—Mais vous devez me payer lescafés.

—¡Hijo de puta! —exclamé.Me salió del alma. Espero que

aquella chica no hablara español. Yaestaba mal que pensara que memarchaba sin pagar. Saqué la cartera,hecha un basilisco, y desembolsé lostres euros. Tuve que hacerlo con tarjeta.No llevaba metálico.

Una mierda.La calle estaba ya en negro. Y vacía.

Los franceses se retiran muy temprano.Miré a derecha e izquierda, pero no vi

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por ninguna parte el BMW de AugusteClaudel. Saqué el móvil y llamé aVillegas. Saltó el buzón. Esperé unosminutos y volví a intentarlo. De nuevo,la misma historia. Me estaba quedandohelada, pero no podía volver a entrar enla cafetería. Y no por vergüenza, es que,cuando salí yo, pusieron el cartel decerrado. Telefoneé a Matías. Él sírespondió.

—¡Jueza, gran actuación! Hubierassido una guardia excelente. La Chatadice lo mismo, pero en su lenguaje. —En efecto, oí un «¡Cojonuda!» pordetrás.

—Gracias. He estado a punto de

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cagar... de fastidiarla, pero, al final, hasalido bien. ¿Sabes quién era miinterlocutor?

—Perfectamente. He tenido casi quehacerme el harakiri para no ir con unasesposas y trincarlo allí mismo. Pero lapista es buena.

Me puse contentísima.—Estoy en la puerta de la cafetería,

esperando a Villegas. Pero no aparece.—¡Joder, se habrán olvidado de ti!

En cuanto han atado los dos cables, hansalido pitando...

—¿Qué dos cables?—El tuyo y el de la Chata. ¿Te

acuerdas de su informe sobre el wifi de

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la casa del tipo del Volkswagen y elniño?

—Me acuerdo.—Pues el informe decía que en el

único momento en que esta gente seconectó desde esa casa, los cuatrominutos y pico del día 6 de diciembre,se accedió al buscador de Google.¿Sabes cuál fue el término de búsqueda?

—¿Cuál?—Juan Iturri. Blanco y en botella.

Villegas y Auguste están poniendo enmarcha la operación.

—¡Qué bien! ¿Y qué se supone quetengo que hacer yo?

—Pues no lo sé. Estamos esperando

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instrucciones...—¿Y no podéis venir a buscarme?—Poder, podemos. Pero no estoy

seguro de que quieran que estés allí.¿Por qué no pillas un taxi y te vas a lapensión? Te avisamos en cuantosepamos algo.

—¡No puedes hacerme esto, Matías!Chata, ¿lo vas a permitir? Además, notengo dinero para el taxi...

—¡Vaya excusa más burda, jueza!—No es ninguna excusa. He tenido

que pagar los tres euros del café contarjeta...

—¿Se ha ido sin pagar el muycabrón?

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—Lo que oyes.—Vale. Lo intento. Pero tendrás que

esperar un poco. ¿Por qué no buscasalgún hotel o restaurante cercano dondepuedas esperar? Te vas a quedar helada.

—Lo haré. Te llamo con lascoordenadas.

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Un McDonald’s. Fue el único localabierto que encontré. No admitíantarjetas de crédito.

Revolví el bolso hasta dar conalgunas monedas sueltas. Logré reunir uneuro y noventa y siete céntimos. Pusetodo mi capital sobre el mostrador.

—¿Y qué me puedes dar por esto?—pregunté en español al camarero, unecuatoriano estudiante de intercambio.Me daba apuro sentarme, probablementedurante un rato largo, sin consumir nada.

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—Pues le da justo para un McFlurry.—¿Un qué?—Un McFlurry, un helado de nata

con pepitas de chocolate o Lacasitos.También le llega para una hamburguesade un euro, o unas patatas fritaspequeñas, que están de oferta. O un café.Pero yo de usted no me lo tomaría, a míme produce diarrea.

Confieso que lo sopesé. Lo del café.Las diarreas son buenas para losregímenes de adelgazamiento. Pero eraun mal momento.

—Vale, patatas pequeñas. Conbastante sal.

Tardaron tres horas en volver.

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Puedo contarte toda la vida y milagrosde Enrique Jesús Navarrete, nacido enQuito en 1995, estudiante deHumanidades; nos hicimos íntimos.

Cuando ya había perdido laesperanza, Matías entró en el local.

—Siento la espera, jueza. Yapodemos irnos.

Me despedí de Enrique Jesús con unpar de besos y el deseo de una bellaestancia en Europa, y le seguí. Fuimosdirectos a la casa que ambos habíamosavistado dos días antes. Con laperspectiva de la noche y los datos queobraban en nuestro poder, parecíamucho más siniestra.

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Además del de Matías, había trescoches aparcados en la zona. De uno,con cristales tintados, se bajó Villegas yse acercó al nuestro. Abrió la puerta yse dejó caer sobre el asiento contiguo almío.

—Gracias, Lola. No había tenidoocasión de dártelas. Os pongo al día.Los datos se confirman. El tal JosebaGortari es hermano del terrorista suicidaXabier Gortari y de Anne Gortari,esposa de Ignacio Pérez, quien hasuscrito el contrato de alquiler de estacasa. No sabemos desde cuándo, pero lopodemos situar en este pueblo la semanapasada: las cámaras de seguridad de dos

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bancos cercanos lo atestiguan. Y lo quees más ilustrativo, lo captó una cámarasituada enfrente de la casa de Iturri unasemana antes del secuestro. Y aún haymás. Gortari telefoneó ayer a laOrganización. Directamente al móvil deKorki...

—El que manda —maticé.—El mismo. Nos lo ha confirmado

un infiltrado. No sabemos cómo habráconseguido ese número, pero...

—En la caja fuerte de la casa deIturri —especulé.

Villegas lo sopesó un instante.—Es muy posible. Sea como sea, se

citaron en algún lugar próximo a esta

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zona. Les prometió información sobre«lo que estaban buscando». Ésas fueronsus palabras.

—¿Y sabéis dónde están en estemomento?

—Sólo sabemos que ésta es la casa,su centro base. No tiene sótano, peroIturri podría estar retenido en otra partede la vivienda. Desde que estamos aquíno hemos detectado movimiento.Estamos esperando al informe deinfrarrojos para entrar. Paciencia —medijo, frotándome el brazo antes de salirdel coche.

Miré el reloj: la una y media.Permaneceríamos en las mismas

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posiciones una hora más, dos horas más,tres horas más, cuatro horas más.

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Fue en la zona entre soles, justo cuandoel amanecer amaga, cuando enseña losdientes pero, como un estúpido caniche,no se atreve a morder. Los primerosrayos de sol mostraban tanta timidez, talcobardía, que más que iluminaremborronaban el cielo. Hacía horas queestábamos allí. Teníamos las piernasentumecidas y el cansancio a flor depiel. La tela del asiento parecía habersequedado pegada a la espalda, y eso queno era de ese plástico que con

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eufemístico humor llaman polipiel.Agradecí no haberme puesto la faja.

Nos mantuvimos despiertos, pero nototalmente. En la primera parte de lanoche, conversamos sobre algunos temasbanales: el café, la adolescencia, losniños, el tabaco... pero, como sihubiéramos agotado el filón, al finalllegamos a un pacto de silencio. Elmutismo, unido al calor de lacalefacción, a la noche y al ambiente,tan cargado de humo que había queperforarlo para poder respirar, invitabaal descanso. El sueño acechaba.Habíamos echado alguna cabezadita.Condición humana. Sabes que a pocos

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metros está tu amigo, probablementemalherido, amenazado por hombresmalvados cuyas armas pueden acabar enun instante con su vida, pero no puedesevitarlo. Y te dejas tomar por el sueño.No sé cuánto dormí. Creo que fue poco.Según mis cálculos, un par de cabezadasde un máximo de quince o veinteminutos. Pero no puedo asegurarlo.Quizá hasta ronqué. Eso lo hago muybien.

Sobre el que el día anterior habíasido el impoluto salpicadero del cochede Matías, reposaba una gran bolsa depapel en la que habíamos ido amasandolos restos de nuestras compulsivas

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comidas. Envases acartonados para elcafé y el zumo. Servilletas usadas.Envoltorios de bollería variada, sobretodo magdalenas con pedacitos dechocolate negro, las preferidas por elcomandante. Fuera, habían soltado elviento por sacos y la lluvia por cubos.Era un gélido día infernal.

Sonó el teléfono. Llevábamos unaeternidad esperando que el silenciodejara de ser silencio y la tensa calmase convirtiera en acción, y, sin embargo,cuando lo esperado aconteció nosquedamos quietos, varados. Sólo fueronunos instantes de suspenso, que, tras doshondos suspiros, Matías abortó al

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descolgar. Con los nervios, dejé caer mibolso y todas mis vergüenzas llenaron elsuelo del coche, faja incluida. Con unasonrisa amarga, empecé a recoger mispertenencias mientras escuchaba laconversación. La Chata me echó unamano.

—¿No llevas preservativos? —mepreguntó.

La pregunta me descolocó. Levantéla vista. No encontré cinismo ni descaroni insolencia. Sólo curiosidad. Y unamago de tristeza.

—No los necesito —respondí.—Tienes suerte —murmuró. No

puedo asegurar que mi interpretación

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sea correcta, sólo la conozcosuperficialmente. Pero en su mirada creíentender su suplicio interior. Y traté demeterme en su piel. Dormir con elenemigo noche tras noche, siempre consobredosis de preservativos y depíldoras y de cremas para no engendrarotro felón, no debía de ser tan horriblecomo llegar a compartir deseos ysatisfacciones; como temer quedarseenganchada al cariño que dan el roce, lapiel y el cigarrillo a medias; comosentirse bajo el peligro de serconvencida, reclutada, abducida yperder de vista la senda recta.

—Una suerte, sí.

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Matías continuaba al teléfono,recibiendo instrucciones. Escuchabamás que hablaba. Oteé, en lontananza, laentrada de la casa, de una quietudmineral. Y los coches contiguos en losque sí se percibía movimiento. Darían laorden de entrar en breve. Respiré hondo.Esperaba encontrar a Iturri tras esapuerta. Sabía que lloraría. Mi esperanzaera que fuera de alegría.

El comandante colgó. La Chata sehabía puesto la cazadora y revisaba suarma. Yo, que ya llevaba el abrigo y nosabía qué hacer, me alisé sin éxito losrizos con los dedos.

—Tres minutos. —Hizo una pausa y

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añadió—: Lola, no puedes bajar. Debesesperar aquí.

—¿Qué? ¡Naturalmente que voy abajar, lo saben hasta los chinos!

—No. Y espero que no hagas de estoun problema. Ahora tenemos otrosmayores.

El enfado me sobrevino tan deimproviso como la vejez.

—¿No quieres que te dé problemas?Pues entonces os acompañaré. Si medejas aquí, en el coche, mordiéndomelas uñas, comandante, te juro que voy aser para ti peor que un forúnculo en elculo. Por muy lúcidas que sean tusrazones, voy a seguiros.

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—Vas desarmada y...—¡Desarmada y hasta desnuda os

seguiré!—Desnuda estaría bien —puntualizó

la Chata.La adrenalina había empezado a

hacer efecto en ella. Parecía un leónagazapado, con los músculos en tensión,a punto de saltar sobre su presa. Matías,por el contrario, seguía siendo Matías.

—Venga, Lola, no seas pesada, sonlos protocolos de seguridad. Eres unacivil. Si te dejamos acompañarnos yocurre algo, se me cae el pelo.

Tenía razón. Mal que me pesara, latenía.

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—De acuerdo, a ver qué te parece.Esperaré. Os daré algo de ventaja yluego os seguiré.

—Cinco minutos...—¡La vida es eterna en cinco

minutos! —canté. La Chata tarareó lamelodía. Era curioso que la conociera.Demasiado joven.

—Cuatro...—Tres y ni uno más, Matías.—Pero tres minutos no es contar

uno, dos, tres, ¿vale?—Sincronicemos el reloj... —

bromeé.Sonó el pitido. Salieron. Ruidos de

puertas abriéndose y cerrándose.

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Pisadas en la grada y susurros quesonaban más que gritos. Y armas que secargaban. Y gente que se enfundaba enchalecos antibalas.

Todo empezó.Y yo me quedé donde estaba. Con un

ojo en las manchas oscuras queavanzaban a la carrera por el oscurocamino y el otro en el reloj, un auténticocaracol.

Entraron y dejaron abierta la puertade la vivienda, de modo que ante mí sedibujó un pequeño punto brillante.Todos mis sentidos estaban en tensión.Sobre todo el oído, pero no oí disparos,detonaciones o gritos. Sólo voces de

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aviso.Luego de que se cumplieran los tres

minutos, cogí el bolso y bajé del coche.Debo confesar que hubo dos intentosprevios, que logré reprimir. Había dadomi palabra. Cogí las llaves y cerré. Otrode mis absurdos. El frío achicharrabalas neuronas y la luz sucia el ánimo.Avancé de puntillas para evitar que lostacones se me clavaran en el suelo.

Se veía movimiento en la puerta.Desde lejos, se me antojó que todoestaba en su sitio. No había signos delucha. Quizá nos hubiéramos confundidoy aquél no era el sitio.

Si bien avanzaba decidida a

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abalanzarme sobre lo que quiera quehubiera dentro, al alcanzar la entrada mefrené y asomé la cabeza. Eso fue todo.

La puerta estaba abierta.Entré. En el interior la gente iba y

venía.Allí estaba el candidato.Su cuerpo se hallaba junto a la

chimenea, completamente solo. No mepareció Iturri, pero no vi ningún cuerpomás, de modo que corrí hasta él. Creoque ya sabes quién era y en quésituación se encontraba. Vomité. Y fueal levantar la cabeza cuando vi aVillegas inclinado sobre otro cuerpo.Andaba buscándole el pulso en la

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yugular. Sin preocuparme del hombreasesinado, completamente muerto, corríhasta él.

Allí estaba Iturri.El ronroneo del frigorífico próximo

se me antojó impúdico.

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Iturri no estaba muerto, aunque loparecía. De hecho, escuché algunaexclamación en ese sentido. Pero no lescreí. Tenía la íntima convicción de quevivía. Si hubiera ocurrido lo que todostemíamos, yo lo habría sabido.

Yacía en el suelo y presentaba unaspecto ruinoso. Vestía ropasextrañamente grandes, que le hacíanparecer aún más pequeño e indefenso.Eso me impresionó tanto como losagujeros de bala, y como los golpes que

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saltaban a la vista, sobre todo el del ojo,inflamado y con restos de sangrecoagulada. Físicamente, Iturri no escorpulento, pero tampoco enclenque y,desde luego, el inspector que yo habíaconocido era la antítesis de un serdesvalido. Sin embargo, en aquelmomento, se me antojó un pobredesgraciado dejado de la mano de Dios.No se captaba ni un mísero signo de suantiguo orgullo, no había rastro de suhombría de donjuán, no quedaba unápice de su natural desenvoltura o de suatrayente personalidad.

Villegas, que se encontrabaarrodillado a su lado tomándole el

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pulso, acercó la oreja a su pecho y nosinformó de lo que yo ya sabía: «¡Estávivo, llamad a una ambulancia!». Mesitué a su lado. Y de pronto revivió. Noabrió los ojos. Pero dedicó sus cortasenergías a mencionar mi nombre.Arrastrando mucho las letras, logródecir: «Sabía que vendrías, Lola».

Villegas se sorprendió. Levantó lavista por encima de sus gafas depresbicia que veía por primera vez y meinterrogó sin palabras.

—Es el olor. Siempre utilizo lamisma colonia. Me identifica con ella.Es muy frecuente —le aclaré. Mi vozsonó temblona, pero no se derrumbó.

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La consciencia de Iturri no durómucho más. Su cabeza cayó hacia laizquierda.

Nos quedamos callados. Mirándole.Me senté en el suelo. Con cuidado lecoloqué la cabeza en mi regazo y leacaricié la mejilla. Sentí la frialdad desu rostro y la barba de varios días. Mefijé en sus pómulos sobresalientes, en sucuello arrugado y en su cabello espeso,en aquel momento sucio y estropajoso.Me encontraba tranquila, con unsorprendente dominio de mí misma. Alos demás les extrañó. Si esperabanalguna suerte de comportamientohistérico, una mirada enajenada o un

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llanto exagerado, se encontraron con unafrialdad forense. La Chata me contemplócon cierta admiración. No tenía por qué.Hasta las lagartijas como yo sabemosmantener el tipo cuando hace falta. Hedado a luz a cinco hijos. En el momentoen que las contracciones anunciaban elinminente crecimiento de la familia, meinvadía una pasmosa tranquilidad, lamisma sensación que me embargacuando algo grave acontece. Es curioso:puedo mostrarme como un manojo denervios ante los nimios problemasordinarios de la vida, y asemejarme asan Lorenzo ante la hoguera enmomentos de crisis graves. Como

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aquélla.—¡Dios mío, ¿qué te han hecho?! —

susurré. La voz me traicionó. Se mecascó como la cáscara de un huevobarato, aunque no perdí la serenidad.

—No conviene que lo muevas, Lola.Si las balas están alojadas en el cerebro,cualquier movimiento puede tenerconsecuencias fatales.

Asentí, pero dejé la mano posada ensu mejilla, con la íntima convicción deque él podía percibir que no estaba solo.«Mientras yo viva, sean cientos o mileslos kilómetros que nos separen, nuncaestarás solo», pensé, sabiendo que mimano le transmitía el mensaje.

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Tras mi rifirrafe con el tenientecoronel por mi empeño en quedarme asu lado, saldado con victoria, trastunearme para parecer una amante o unaidiota como explicó Villegas, finalmentenos dejaron solos. Era demasiado tarde,o demasiado temprano, según se mire,para que hubiera ruidos procedentes delexterior; del interior, llegaba el silbidodel motor del frigorífico y el murmullode la respiración de Iturri. Y mislágrimas silenciosas. Tuve la sensaciónde que el mundo había menguado hastahacerse tan pequeño que se encerraba enaquella esquina de aquella fríahabitación. Juan empezó a temblar. Me

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desprendí del abrigo y le envolví con él.Al dejar de sentir mi mano en su cara, seagitó.

—Calma, ya estoy de vuelta.Se tranquilizó. Entorné los ojos y

comencé a cantar las canciones,poderosos emolientes, con quearrancaba el miedo a mis hijos pequeñoscuando se despertaban en plena nochesoñando con monstruos y fantasmas. Sele llenaron los ojos de lágrimas.

—Todo va bien, Iturri. Descansa. Yaestás en casa...

Normalmente, a los amigos se lesllama por su nombre, no por su apellido.Salvo las amistades que proceden del

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colegio, y que puedes emplazar por susdos apellidos casi con el mismo dejecon que el profesor les citaba al examen,se convoca a un amigo por el nombreque recibió en su nacimiento, el apodocariñoso o el mote que le otorgan susallegados, nunca el apellido. Elapellido, si es el caso, se guarda paralos compañeros o los aliados o loscolegas o los aficionados a tu mismodeporte. A los amigos, el nombre. Y, sinembargo, para mí Iturri nunca fue Juan.Siempre me he preguntado el porqué.Me digo a mí misma que habrá milrazones, pero sospecho que es otra deesas pruebas inconscientes de cómo mi

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cabeza impugna a mi corazón, que estácompletamente encadenado a sus huesos.

Y por fin, querido Noël, llegasteisvosotros.

Los agentes me arrancaron de sulado con mucho menos cuidado que conel que los médicos exploraron a Iturri, lecolocaron una máscara de oxígeno y lotrasladaron al hospital. Apenas me diotiempo de plantar un suave beso en sufrente (creo que es el primero que le doyconscientemente) y de decirle que fuerafuerte, que estaba con él. Luego vuestrosagentes, querido fiscal, se me lanzaronencima.

Lo demás ya lo conoces. Sólo nos

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resta ver el modo en que el tenientecoronel Villegas me linchará cuandosepa lo que he hecho.

—¿Quién es ese tal Villegas,querida Lola? Yo no le conozco. Quizásea otro yihadista.

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EPÍLOGO

¿Por qué tomarse la molestia dedescalzar a un cadáver y rellenarle elano con unos calcetines de rayas?¿Cinco balas y una bolsa de plástico noson suficientes? Si bien el tiempo sueleponer las cosas en su sitio y descifrartodos los enigmas, supuse que, en estecaso, la razón permanecería velada paramí.

Como tantas y tantas veces, meequivocaba.

Había llegado a un entente conmigo

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misma y había dejado de pensar en ello.Ésa había sido la voluntad de Iturri.Cuando por fin despertó se lo consulté.Con un hilillo de voz, me respondió:«Se acabó», y yo respeté su palabra.Además, está Jaime. ¡Dios, en qué líoestamos metidos! Les juro que, en estecaso, la culpa no es mía. Ni siquieralateralmente. «¡Suegra, me lo enviastecon bicho! Deberías haberte muerto unpoco más tarde y haber sufrido esto connosotros. Tanta educación, tantoreclinatorio en la iglesia, ¡y mira pordónde!» Ella está muerta y a mí, comoconsorte, me toca aguantar. Al menos séque no hay otra pechugona metiéndose

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en mi cama... Aunque estoy pensandoque... ¡No, qué tontería! Eso seríamuchísimo peor que lo que tenemosencima.

¿Recuerdan los mensajes de E-parky las multas? Siempre en la misma zona,frente a una embajada peligrosa. Hemosrecurrido a James. Dice que puedeayudarnos. Dice que quiere ayudarnos.Pero trabaja para quien trabaja. No sé,ya veremos.

Quizá nos ocurra como con loscalcetines. Aunque en este caso, helogrado comprenderlo.

La respuesta llamó a la puerta de midespacho en la persona de una abogada

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procedente de Vitoria. Era de las que megustan: poca floritura y mucha sustancia.Vino sola, sin ayudantes ni becarios.Sonreía abiertamente, pero no tardó niun segundo en entrar en materia. Teníabuena presencia. Me fijé en que, comoyo, calzaba tacones generosos, pero sucansancio acumulado no me pasódesapercibido. Ni siquiera la buenadosis de maquillaje que habíaconsumido era capaz de disimular lasmuchas horas de falta de sueñoacumuladas. Su cartera era de piel debuena calidad, tanto que pese a tenermuchos años mantenía la dignidad,aunque una nueva sería un buen regalo

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de cumpleaños. Todos esos detalles megustaron, pero, sobre todo, que traía eltema bien trabajado.

Con su petición de una reunión,venía una escueta nota que rezaba:«Quisiera hablarle de Salamandra».

Nada más saludarnos, con un fuerteapretón de manos, le pedí que dejara suscosas en mi despacho y la invité a tomarun café en un Starbucks cercano. Queríaque supiese que aquello no era oficial,de modo que, en cuanto pronunció unafrase llamándome señoría, le corregí:«Señoría, no; sólo Lola, por favor».

—De acuerdo, Lola. El motivo demi visita es que mi cliente me ha pedido

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que hable contigo. Debo decirte que yohe desaconsejado esta conversación,pero me pliego a sus deseos.

Cada vez estaba más intrigada.Despejó el reloj de la manga que loocultaba y consultó la hora.

—Son las doce y diez. Dentro decincuenta minutos, mi cliente tieneintención de asistir a un mitin políticoque se va a celebrar en Belfast, en elReino Unido.

—Conozco el lugar —interrumpí.Aquella conversación empezaba aponerme nerviosa.

—Se celebra en Devenish Complex.El orador es el nuevo líder de la

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izquierda abertzale española: JosebaGortari. Le acompaña, como unasombra, su hermana Anne, quien, da lacasualidad, es nuera de mi cliente.

Hizo una pausa, que aprovechó parair a buscar un sobre de azúcar. Sólohabía cogido sacarina. Mi nerviosismorayaba la histeria. Rasgó el papel yvació el sobre encima de la taza blanca.

—Disculpa. Como te iba diciendo,en poco más de media hora, mi clienteasistirá a ese acto. Su acompañantelleva un arma. Es una pistola sencilla,pero a corta distancia resulta mortal.

No salía de mi asombro.—Me estás diciendo que va a...

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Asintió.—Pero todavía no lo ha hecho...Negó.—Y quieres que yo la detenga...Volvió a negar.—No. Dice que te llamó lo menos

cien veces al móvil pero que no lecogiste el teléfono.

—No respondo si no conozco quiénme llama, lo siento. De todos modos,¿cómo tenía mi número de móvil?

Me detuvo con un gesto de la mano.—Sólo quiere que sepas que va a

hacer lo que deberías haber hecho tú.Los mismos que mataron a su hijo asangre fría, por la espalda, traicionaron

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a los antiguos dirigentes ofreciendodatos a la policía, con el único fin dequedarse con sus puestos. Y, en vez demeterlos en la cárcel, les habéispermitido liderar la Organización ypresentarse como los salvadores delpueblo, como los pacificadores deEuskadi. ¡Hasta colocó calcetines derayas en su ano, muy en boga en Belfast,para que culparan al IRA!

—Yo no he permitido nada...—Tú sabías la verdad y no has

hecho nada. Te has plegado a la política.¿Acaso alguien ha respondido por elsecuestro del inspector Iturri? Creo quesigue en el hospital, ¿no es así? —

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Asentí—. ¿Acaso alguien ha pagado porla vida de Iñaki alias Salamandra? No,nadie lo ha hecho. Ellos triunfan; micliente llora.

—¿Por qué hablas en plural?—Los huérfanos Gortari son aún

dos...Cerré los ojos. Las lágrimas corrían

por mis mejillas regando mi maquillaje.Saqué un pañuelo.

—¿Hay alguna posibilidad dedetenerla?

—Me temo que no.—Y, entonces, ¿qué quieres?—Mi cliente no quiere nada. Sólo

desea despedirse. En una ocasión, Iturri

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ayudó a su hijo. Y él no le defraudó,pese a lo que pudiera parecer.

—Lo sé...Me detuve un instante.—¿Lo sabes?Asentí.—¿Puedo hablar con ella? Quiero

decirle que sé que su hijo no esculpable, sino víctima. Sé que intentóayudar a Iturri; él mismo me pidió quecuidara de Iñaki, pero no llegué atiempo. Lo siento muchísimo. Iturri sabeque le debe la vida. Quizá si ella losupiera, cambiaría de opinión. ¿Noquiere cuidar de su nieto?

—No lo ha visto desde que esto

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pasó. La madre no lo permite.Me puse en la posición de aquella

mujer desesperada. La esposa de su hijohabía jugado con él y, cuando ya no leera de utilidad, lo habían tirado a labasura como cualquier papel usado.

—¡Debes convencerla para que nolo haga! Su muerte no la satisfará, nireparará su pérdida. Se pudrirá en lacárcel sin lograr nada. Tienes quedecirle que la venganza siempre llamados veces...

Se retiró nuevamente la manga yobservó el reloj.

—Creo que ya es demasiado tarde.Corrí hacia el despacho, me conecté

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a un buscador y escribí «BELFASTGORTARI».

De inmediato, me llegaron lasnoticias.

«“Piensa en grande. Mira al futuro.Levanta la vista y atrévete a disparar ala luna.” Ésas han sido las últimaspalabras pronunciadas por el líderradical vasco Joseba Gortari, antes decaer abatido. Cuando se hallaba en elestrado, un hombre cubierto por unanorak verde con capucha bordeada enpiel sintética ha salido de la multitudque llenaba el salón y le ha disparadodos tiros en la cabeza. Luego, haredirigido el arma hacia su hermana y

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compañera de partido, Anne Gortari,situada a su derecha, y ha repetido laacción. Ambos han fallecido en el acto.Si bien las primeras impresionesapuntaban hacia un hombre denacionalidad española, un antiguoexterrorista, de sobrenombre Korki, lasuegra de Anne Gortari, que estabapresente, ha testimoniado que el asesinomaldecía en inglés cuando saliócorriendo y se topó con ella. Laspesquisas apuntan de nuevo hacia esejuego de poder que rodea a losnorirlandeses. La política vasca tenía unhijo de corta edad, que quedará a cargode su abuela.»

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AGRADECIMIENTOS

Cuando me preguntan confieso, porquees la verdad, que no busco historias,sino que ellas me buscan a mí. No sécómo ni por qué, pero hay una extrañaquímica que fusiona un acontecimientoexterior, casi siempre nimio, inicuo, conun cierto estado de mi corazón y de mimente, y sin saber cómo me encuentroescribiendo cosas que no comprendo.Parafraseando a García Márquez, podríadecir que me veo «escribiendo un libropara explicarme a mí mismo lo que no

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se puede explicar».Esta historia se fraguó hace ya

tiempo, en una costa vasco-francesa,donde se había refugiado una galerna.Descargó su furia durante horas, hastaparecer que llegaba el infierno, uninfierno del que nadie escaparía. Falsaapariencia. De pronto, los rayos de solpugnaron con las nubes quemadas hastailuminar la playa, desierta. Bajé. Nohabía toallas ni turistas ni almejas, sóloamasijos de cañas y algas negras ytrozos de plásticos variados yfragmentos de redes y algún que otro pezmuerto y hasta una señal de tráfico. Sólorestos de dolor y muerte.

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Avergonzadas por los excesos, lasolas exhaustas se acercaban a la orillacomo mansos caniches, las gaviotasrevoloteaban sobre los corros. Mesumergí en el agua, que ya no pintaba tanfiera ni tan negra. Y paseando sola entretanto cadáver, respirando el airelimpísimo, fundida con la arena,constaté que no hay calma más dulce quela que sigue a la tormenta, ni mayoralegría que la que se paredolorosamente.

Una madre joven apareció con susniños y sus balones; un hombre, con superro. El perro también se bañó; losniños, no. Unas palas comenzaron a

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quitar despojos. A media tarde, el solrecapitulaba una calma distinta, sinestrenar, tan seria que no tenía nada departicular. Cada uno regresó a su casa, amirar el mar, ya dormido, por laventana; yo, tiritando, al hotel donde mealojaba.

Bajo la ducha caliente, recordéentonces lo que aprendí de AlfredoConde, que «ser escritor es robarle vidaa la muerte» e interpretando a mi modoal gallego, me dije que escribiría estahistoria hasta robarle a la galerna todoel futuro que ofrece, y se lo ofrecería atodos los que han saboreado lo durasque son las galernas de estas tierras.

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Como soy de interior, decidí dejar lapluma a Lola MacHor, que, nacida enBilbao, nunca dice que no. Pero, comole hacía falta, pedí ayuda a quienes mássaben de vientos y tempestades. Amuchos de ellos no puedo citarlos comoquisiera, secretos de sumario, pero deboconfesar que sin Federico en Bilbao, ysin la ayuda liberalísima y amabilísimade José en París, el futuro de LolaMacHor y Juan Iturri hubiera sido otro.Con gran generosidad, Manuel Sánchez,coronel de la Guardia Civil, que acabade recibir la Legión de Honor, la másalta distinción que otorga Francia, meabrió las puertas para asomarme a las

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tripas de un mundo que desconocía.Jorge López Fondón, major of theSpanish Guardia Civil, hizo lo propiodesde Londres. Chus Buitrago se haconvertido ya en mi forense decabecera; en esta ocasión, hasta le hearrancado un halago. Yolanda Cagigas,que vivía su propia galerna, leyó elprimer manuscrito, lo mismo queAntonia Kerrigan, mi agente, y LolaGulias, que se ha encargado de suedición. Con ellas he coincidido en queuna galerna con la simpatía de LolaMacHor, a la que ya echaba de menos,sabe mucho más dulce.

Gracias a todos, gracias a cada uno.

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Ha sido una gran experiencia. Heaprendido mucho y lo he pasado muybien.

Mi casa parece hoy una marca delujo, con sedes en medio mundo. Juan enDublín, Javier en París, Chema en Oslo,María entre Madrid y Copenhague, Loloentre Barcelona y Suiza, Borja enLondres y Marta, Covadonga y Reyes enPamplona. Las distancias nunca hansupuesto un problema para mí, que,como cantaba Miguel Ríos, vivo en lacarretera. Ni para las palabras, quevuelan sin acuse de recibo y mepermiten pediros perdón por robarostanto tiempo y daros las gracias por

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vuestra alegría ¡Aupa, chicos!Y gracias a ti, lector, seas quien

seas. «Esto va por ustedes.»

Posdata.Mamá, ¡cómo se te ocurre pensar

que te había olvidado!

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NOTAS

[1]. Moraleja de toda la vida.

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[2]. Hermanita.

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Disparar a la lunaPremio Azorín de Novela 2016Reyes Calderón

No se permite la reproducción total o parcial de estelibro, ni su incorporación a un sistema informático, ni sutransmisión en cualquier forma o por cualquier medio,sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, porgrabación u otros métodos, sin el permiso previo y porescrito del editor. La infracción de los derechosmencionados puede ser constitutiva de delito contra lapropiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del CódigoPenal)

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de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de la webwww.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 1970 / 93 272 04 47

Diseño de la cubierta: Departamento de Arte yDiseño, Área Editorial Grupo PlanetaFotografía de la cubierta: © Adrian Muttitt -Arcangel ImagesFotografía de la autora: © José María PastranaDiseño de la colección: © Compañía

© Reyes Calderón, 2016

© Editorial Planeta, S. A., 2016Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona(España)www.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

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Primera edición en libro electrónico (epub):abril de 2016

ISBN: 978-84-08-15714-4 (epub)

Conversión a libro electrónico: Àtona - VíctorIgual, S. L.www.victorigual.com