Disparos de soles

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Disparos de Soles Maurice Dubois

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Disparos de Soles Maurice Dubois

Enero de 1964 – Colonia Aurelia

Hoy es domingo, vamos al campo, es día de visita a la abuela Margarita.

La estanciera IKA copia todos los pozos del camino de tierra, nos sacudíamos de un lado al otro en los largos asientos enterizos. El polvo del camino se filtra dentro del habitáculo.

Es casi el mediodía, voy pensando mientras viajamos que aquel vehículo se sabía el recorrido de memoria de tantas veces que había ido a la Colonia Aurelia.

En un viraje del camino descubro que en realidad era mi padre el que conducía, se distrajo y nos caímos a una zanja, el noble armatoste no hizo nada para evitar el golpe.

La distancia es corta, unos treinta kilómetros, a plena velocidad y accidente de por medio demoramos casi una hora en llegar.

Al fin llegamos, nos sacudimos la tierra unos a otros antes de ingresar a la vieja casona de la abuela.

Algunos parientes habían llegado antes que nosotros y estaban en el comedor bebiendo vermouth con soda, los primos, de nuestra edad, bebían naranjina.

Después de los saludos a la parentela, todos los Dubois vamos a la cocina a saludar a las cocineras, la tía Rosa y la abuela Margarita.

Ellas acostumbran comenzar con los preparativos un día antes, tenían que sacrificar algún pavo, desvestirlo de plumas para luego dejarlo en adobe todo un día, también una gallina para la mayonesa de ave.

En la mañana Telmo encendía el horno de barro para cocinarlo. Tiene, como siempre, a su lado, una botella de vino y un vaso lleno,” para matar la calor”, como él decía.

Hoy juega el equipo de fútbol local, Telmo después de almorzar quedó a punto caramelo para ir a practicar su deporte favorito, putear al árbitro del partido. No le importa si dirige bien o mal, el siempre arremete contra el pobre árbitro con su grito de guerra.

Hoy se juega el clásico entre Sportivo Aureliense y Deportivo Susanense. Mi padre lo provoca diciéndole que el árbitro está comprado por el otro equipo, entonces comienza con su única y exclusiva puteada:

“¡ SE PUEDE MORIR SECO ! ”

Rosa tiene una receta para hacer flan casero, la cantidad de huevos es impresionante, el color y el sabor, inigualable. El tío Cardenio riéndose dice:

Por la mayonesa y el flan que prepara Rosa, las gallinas pidieron adherirse a algún sindicato que las proteja del trabajo esclavo y la explotación indebida.

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Transcurre la reunión, las sobras del almuerzo las reservan para la tardecita, antes del regreso. Llega la sobremesa, es mi momento preferido, todos distendidos, con unas copas de más, comienzan a contar chistes verdes, que yo entiendo a medias pero disfruto de la algarabía. Cuando Rosa y las demás mujeres se retiran a lavar los platos comienzan los cambios de opiniones políticas y económicas, eso no me interesa y nos vamos hermanos y primos a jugar a la calle.

Cerca de la casa hay un gran cañaveral, a uno de mis primos se le ocurre construir cerbatanas con esas cañas huecas y allá vamos. No es demasiado complicado, cada uno elabora la propia, hay de diversos calibres y longitudes, pensamos en los proyectiles, veo en el campo vecino bolsas de sorgo recién cosechadas, no demoramos en cruzar el alambrado, descocemos una bolsa de arpillera y nos llenamos los bolsillos de municiones rojas, duras, orgánicas.

Solo nos queda hacer una prueba de efectividad, tomamos prestado el Sulky de Telmo, azuzamos al caballo y partimos raudos en procura de alguna víctima.

Al doblar la primera esquina vemos al hijo del carnicero del pueblo, un joven un poco mayor que nosotros pero de pocas luces, nos acercamos, frenamos el caballo, nos llenamos la boca con las municiones de sorgo, cuando está a tiro descargamos toda la artillería en su pobre humanidad, nos alejamos rápido antes que reaccione y volvemos a la casa de la abuela.

Con cara de nada, volvemos al comedor donde seguían discutiendo de política.

A los diez minutos alguien golpea las manos fuera de la casa. Espiamos por la ventana. Era el comisario del pueblo, uniforme, es domingo de fútbol, atiende mi tío Cardenio.

Ingresa el comisario y mi tío le dice: “Proceda, llévelos a todos presos”.

Sabiendo que habíamos cometido una falta no decimos nada, nos decomisan las armas letales, acompañamos al comisario hasta la comisaría que quedaba a dos cuadras. Una vez que llegamos nos informa que recibió una denuncia, luego nos da un sermón por el delito cometido y la amenaza, “la próxima vez duermen acá”.

A los quince minutos nos liberan y volvemos.

Ingresamos al comedor con caras de santos y todos comienzan a reír a carcajadas. Es una lección que aprendimos. Aunque, no estoy muy seguro de eso, mi primo, tapándose la boca con una mano me dice, en voz baja, la próxima vez nos ponemos capuchas para que no nos reconozcan.

Se hizo de noche, encienden los faroles.

Hora de volver , la estanciera no quería arrancar, supongo que quedó con miedo por la aventura en la zanja, mi padre le insiste hasta que lo consigue, sale una bocanada de humo blanco por el caño de escape, se sacude hasta que los dos cilindros que se negaban a trabajar comienzan a funcionar.

Estamos en viaje, voy pensando que mañana será lunes, día de confesión de los pecados, asisto al colegio de Hermanos Maristas, no les conté a mis padres que hacía una semana había dejado de creer en la iglesia, ellos no eran demasiado creyentes, yo elegí ese colegio porque ahí asistía mi amigo de juegos, Carlitos.

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El confesor era un cura español de sotana larga y negra con fuerte olor a transpiración de vieja data, aliento de pescado podrido, yo procuraba no respirar, lo conseguía por algunos segundos pero luego, al inspirar profundamente, era mucho peor, aumentaban mis náuseas.

Le confesé mis terribles pecados, salir de casa sin avisar, decir alguna mala palabra y cosas por el estilo, sabía que aunque los pecados eran menores el cura igual me iba a dar como penitencia que rece diez ave maría y cinco padre nuestros.

“In nomine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti. Amen”

Era su penitencia habitual, lo sé porque después de confesar al grado completo, en la caminata entre la iglesia y la escuela nos contábamos las penitencias impuestas y cuáles eran los pecados con más penalización.

A diferencia de otras veces en que se conformaba con escuchar, en esta oportunidad también preguntó:

“Asistes a misa todos los domingos?”.

Respondí que casi siempre, algunos domingos vamos a visitar a mi abuela que vive en el campo y allá la iglesia no tiene cura.

Parecía que lo había poseído algún demonio, entre otras cosas me dijo: “Vas a ir al infierno, no asistir a misa en un pecado mortal”

“in saecula saeculórum”.

Lejos de asustarme, logró que yo piense. Siempre mi mente razona con lógica

Entonces, una vez más razoné con lógica, voy siempre a misa, soy un niño y no puedo impedir a mi familia visitar a la abuela, allá hay iglesia pero no hay cura, por eso tampoco se oficia misa.

Resultado de la ecuación: lo que me dice este cura es mentira, no cometí ningún pecado, por consecuencia todo lo que me enseñaron también es mentira. A partir de ese momento no creí nada que me digan sin haberlo razonado, y la verdad es que me quedó muy poco para creer.

Continué con los rituales obligatorios, no podía evitarlo, en la iglesia simulaba rezar, en realidad me dedicaba a contar los bancos, los mosaicos del piso, analizar la ropa de las estatuas, descubrí que en el altar, junto a un santo hay un perro, en algún momento comencé a observar también a las chicas.

Mañana me toca confesión, si me vuelve a preguntar le voy a mentir yo a él.

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Septiembre de 1966, domingo, Fiesta del pueblo en honor a San Grato.

San Grato es, o era, un santo que en Italia, dicen, tenía poderes para impedir que el granizo destruya los sembrados, desgracia que ocurría con frecuencia en la zona de la colonia Aurelia, un gringo italiano y adinerado trajo de allá una pequeña estatua de este santo y construyó, para alojarlo, una capilla en el medio de la nada, en decir en pleno campo, en una curva, dentro de su propiedad, dicen que nunca más cayó piedra en la región. No lo creo.

La comuna encargaba los afiches que anunciaban el evento festivo en la imprenta del pueblo vecino. La cercana población de colonia Susana.

El afiche repetía año tras año el mismo encabezado, en papel afiche amarillo, con letras enormes y negras:

“A LA SALIDA DE FEBO GRANDES DISPAROS DE BOMBAS”, y luego el programa de actividades.

Este año sucedió algo inesperado.

No se sabe si por error o porque el equipo de su pueblo había perdido recientemente el clásico con el equipo de colonia Aurelia, o quien sabe por qué, la imprenta entregó el afiche con este encabezado.

“A LA SALIDA DE BOMBA GRANDES DISPAROS DE SOLES”

Así se repartieron, ya no quedaba tiempo.

Salimos más temprano que de costumbre, es un día de fiesta en el pueblo y hay muchas actividades.

Demoramos menos, mi padre vendió la vieja Estanciera y compró un Valiant I, rojo brillante, para mí era casi una Ferrari, tenía mejor suspensión, ya no íbamos saltando, también entraba menos tierra.

Apenas llegamos a tiempo para los juegos infantiles. Mis primos que viven más cerca ya estaban esperándonos para participar.

Nos anotamos para la carrera de embolsados, carretilla y patear penales. Como ocurría todos los años, los Dubois ganábamos todos los premios.

Caminando entre el gentío, alcancé a oír que un padre se quejaba con el presidente de la comuna: “Los de afuera ganan todos los premios……..”

El reclamo fue atendido, al finalizar el evento infantil se comunicó al público, por los altoparlantes, que los juegos del próximo año serían el día lunes, no podríamos participar más, fue un cierre de fronteras para vivir con lo nuestro…, creo haber escuchado eso hace poco.

En la sobremesa del almuerzo, los hombres discutían si el pueblo debería tener un cementerio, luz eléctrica, agua potable, teléfonos, buenos caminos, medico, farmacia, y la lista continuaba…..

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Telmo, ya adobado, aportó su pensamiento:

“Pá qué tirar la plata en un cementerio si aquí no se muere nadie, pá inaugurarlo vamo a tener que pedir un muerto prestado a otro pueblo….”

Como era un hombre de palabra, algunos años después, murió en otro sitio.

Estadísticamente se cumplió la profecía de Telmo, no hubo nunca, ni una sola persona que haya muerto en el pueblo, o al menos enterrado en él.

Me aburre la conversación, me retiro sigilosamente del comedor con una idea, nunca había bajado al sótano de la casona. En realidad nunca me habían dejado bajar, me decían que era peligroso, que lo habitaban fantasmas, y otras historias que yo no creía.

Aprovecho que nadie me presta atención, me dirijo a otra habitación, tomo un viejo martillo que encuentro de paso, llego a la cocina, subo a una silla para alcanzar una linterna que estaba en un estante azul, colgado de unos clavos en la pared de ladrillos sin revocar.

Siento algo de miedo pero mi curiosidad es más fuerte.

Continúo sigilosamente hasta la habitación donde, debajo se encontraba el sótano, levanto lentamente la tapa de madera vieja y seca, las bisagras hacen un chirrido escalofriante, apoyo la tapa de manera que la abertura quede abierta, percibo olor a humedad, antes de bajar alumbro con la linterna, no veo nada, es muy profundo.

A medida que piso los escalones crujen como las ranas de la laguna, con la linterna en una mano y armado con el martillo en la otra, bajo sin sostenerme. Llego al piso, es de tierra removida, si una vez tuvo piso firme quedó debajo de veinte centímetros de tierra, mis ojos se adaptan lentamente a la oscuridad, el haz de luz que emite la linterna recorre el piso y las paredes. Tropiezo con algo ruidoso, ilumino, son decenas de botellas, las esquivo, algo se asoma de la tierra, tomo una punta, es de metal, sin esfuerzo sale, es una antigua patente de auto, alcanzo a leer 1932, en un rincón duerme una rata momificada, veo algunos trozos de viejas bolsas de arpillera y creo que nada más, quiero salir de ese lugar.

Cuando me dispongo a subir la escalera, una ráfaga de aire helado me detiene unos segundos, pienso que no debería haber corriente de aire en ese lugar, La transpiración cae en grandes gotas por mi frente, no es por el calor.

Salgo, cierro la tapa, coloco nuevamente la linterna y el martillo en sus lugares.

Nadie me descubrió, no entiendo por qué mi corazón late tan fuerte, no puedo pensar bien.

Vuelvo al comedor sigilosamente, me siento en un rincón, después de un momento mi corazón se calma.

No escucho la conversación de los demás, mi mente está concentrada en otro asunto, comienzo a recordar, en el sótano, además de la corriente de aire helado oí un suspiro a mi espalda, se me eriza la piel.

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No sé si fue un fantasma o mi imaginación, de cualquier manera y por las dudas, juré que nunca más bajaría a ese lugar.

Me mandan a comprar cigarrillos, tomo el dinero y me dirijo al boliche de la otra cuadra, la caminata me hace olvidar el incidente fantasmal, entro al boliche, percibo un perfume dulzón en el aire, veo sobre las mesas vasos con un líquido verde en su interior, los señores bebían eso mientras jugaban a las cartas, recuerdo la historieta de Superman que había leído hacía unos días, por un instante pienso que lo que beben es kriptonita. Vuelvo a mirar, no veo a Superman, obvio, el perdería sus poderes si entrara a ese boliche.

Me acerco al mostrador, me paro en puntas de pies para que el bolichero me vea y le pregunto que es esa bebida verde y me dice secamente: Ajenjo….a continuación se retira para atender un pedido, continué sin saber que era lo que bebían, descarté la kriptonita.

Mientras espero que me atienda tuve tiempo para observar el lugar y las personas.

En una pared veo fotos del equipo de futbol local, desde un almanaque una señora con poca ropa y corpiño grande como el de Rosa, pero más linda, ofrece neumáticos Pirelli.

En la otra pared veo un adorno de cerámica con un cristo enseñando su corazón, rojo, fuera del cuerpo, no me gusta, a su lado un reloj de péndulo cuya caja de madera había sido pintada de color celeste. Una ventana muestra varios vidrios rajados. En el techo descubro telas de arañas del siglo pasado que cuelgan entre los tirantes de madera pintados con cal.

En la mesa más próxima hay dos viejos, visten sacos descoloridos con pañuelos que asoman por el bolsillo de arriba, camisas blancas amarillentas, uno con corbata negra, fina y corta, el otro luce un pañuelo azul anudado al cuello, el primero lleva en su cabeza un sombrero de fieltro gris, el otro había colgado su gorra en uno de los palos que sobresalen del respaldo de la silla, el primero calza zapatos casi negros, el otro alpargatas azules que hacen juego con su pañuelo, observo cuando sonríe que le faltan los dientes de adelante.

Todos hablan en voz alta y al mismo tiempo, igual, mi cercanía me permite escuchar la conversación de los viejos:

Uno de los viejos dice: “Tenemos menos gentes que en el año 30, acá los trenes cargaban la cosecha, la hacienda, podíamos viajar, ahora pasan de largo sin parar, este pueblo es la misma mierda. ¡Que lo parió! “

Dicho esto, escupe algo en el piso, por el color me parecen restos del tabaco que mascaba.

El otro viejo, después de engullir lo que le quedaba de ajenjo, responde:

“E verdá, el pueblo está muerto”.

“¡Pero putas nunca hubo, ni antes, ni ahora! “.

Los dos viejos ríen a carcajadas.

No entiendo de qué se ríen, que serán las putas, me pregunto.

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Compro los cigarrillos Saratoga, como me habían encargado, vuelvo a la casa de la abuela Margarita.

El sol se esconde tras los altos y añosos eucaliptos de la estación, su luz todavía intensa al atravesar el follaje se fragmenta en múltiples rayos rojizos.

Los grillos y las ranas de la zanja anuncian la llegada de la noche, es la hora de las despedidas, los autos de los parientes van partiendo uno tras otro, nosotros salimos últimos, mi padre espera unos minutos para que se vaya disipando la tierra de los autos que nos preceden.

Rosa y la abuela Margarita salen a despedirnos a la puerta de casa que está en dirección del camino, tienen en sus mandos sendos faroles “Petromak” a querosene, que emiten una luz amarillenta, como si hubieran almacenado los rayos del sol poniente.

Subimos al Valiant, comenzamos el retorno, me arrodillo en el asiento de atrás, voy mirando por la luneta como se van desdibujando y oscureciendo las siluetas de ambas ancianas, comienzo a ver las luces borrosas, a medida que nos alejamos las dos luces parecen unirse en un solo punto, ahora más amarillento y tenue, cada vez me cuesta más divisar ese punto luminoso, de pronto desaparece.

Me siento, ahora solo veo el respaldo del asiento de adelante. En las ventanillas solo oscuridad.

Me invade la angustia, pienso que quedan allá, en la oscuridad, solas.

El Valiant sigue devorando distancias, me olvido de ellas, pienso que mañana será lunes, tendré que madrugar, escuela, otra vez confesión con el cura mentiroso, supongo que mañana voy a tener que pasar al frente del aula, en la tarima, y responder las preguntas del hermano marista: Dubois, a ver qué me dice de la vida de nuestro prócer Juan Martin de Pueyrredón... siento de nuevo un nudo en la garganta, pienso en las vacas, en los caballos, ellos no saben cuanta suerte que tienen.

Mañana no irán a la escuela.