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DOCE GRANDES RELATOS

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Nota del editor

La presente antología está inspirada en la declaraciónque hiciera Jorge Luis Borges, el 26 de julio de 1935, en una sec-ción de la revista El Hogar titulada “Un cuento, joya de la litera-tura”, en la que explicaba por qué elegía el relato de May Sinclair–“Donde su fuego nunca se apaga”– como el cuento más memo-rable que había leído, al tiempo que mencionaba otros nueve tí-tulos y dos autores sin aclarar preferencias: el Infante don JuanManuel y O’Henry. Nos atrevimos a elegir “Los regalos perfec-tos”, ya que es el único cuento mencionado por Borges al referirsea la obra de O’Henry en Introducción a la literatura norteameri-cana (Columba, 1967). En el caso del Infante don Juan Manuel,hemos tomado “De lo que aconteció a un deán de Santiago condon Illán, el gran mago que vivía en Toledo”, reescrito por Bor-ges bajo el título “El brujo postergado” en Historia Universal dela Infamia (Emecé, 1935).

En atención a la importancia que Borges otorgaba altrabajo del traductor hemos optado, en la medida de lo posible,por aquellas versiones que contaban con su aprobación. Así, in-cluimos las que realizara junto a Adolfo Bioy Casares y SilvinaOcampo para la Antología de la literatura fantástica (Sudamerica-na, 1965): “El relato del ciego Abdula”, “El cuento más hermosodel mundo” y “La pata de mono”. Si bien en ese libro hay tambiénuna versión del cuento de May Sinclair, conservamos la de Xul So-lar, publicada en la revista El Hogar.

En el caso de “El corazón de las tinieblas”, de JosephConrad, nos hemos servido de la traducción que el propio Borgesprologó en 1985 en su Biblioteca Personal, editada por Hyspamé-rica y dirigida por él mismo. Para “Los regalos perfectos”, incor-poramos la que Borges reprodujo en 1933 en la Revista Multicolorde los Sábados, aunque no existe certeza absoluta de que él hayarealizado esta traducción. Respecto de “Los expulsados de Poker-Flat”, utilizamos la incluida en Bocetos californianos publicada porla Biblioteca “La Nación” en 1909, que coincide con la prologa-da por Borges en la edición de Emecé de 1946.

Cuando nos fue imposible hallar sus traducciones pre-dilectas, hemos recurrido a las que nuestro criterio juzgó más au-torizadas. En esta categoría se inscriben “El escarabajo de oro”,“El jardinero”, “Bola de sebo” y “El dios de los gongs”.

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Me piden el cuento más memorable de cuantos he leído.Pienso en “El escarabajo de oro” de Poe, en “Los expulsadosde Poker-Flat” de Bret Harte, en “Corazón de la tiniebla” deConrad; en “El jardinero” de Kipling –o en “La mejor his-toria del mundo”–, en “Bola de sebo” de Maupassant, en “Lapata de mono” de Jacobs, en “El dios de los gongs” de Ches-terton. Pienso en el relato del ciego Abdula en “Las mil y unanoches”, en O. Henry y en el Infante don Juan Manuel, en otrosnombres evidentes e ilustres. Elijo, sin embargo –en gracia desu poca notoriedad y de su valor indudable– el relato alucina-torio “Donde su fuego nunca se apaga”, de May Sinclair.Recuérdese la pobreza de los Infiernos que han elaborado losteólogos y que los poetas han repetido; léase después este cuento.

JORGE LUIS BORGES

“Por qué eligió este cuento Jorge Luis Borges”,El Hogar, 26 de julio de 1935

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Donde su fuego nunca se apaga

May Sinclair

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En el huerto no había nadie. Harriott Leigh salió al campo,con cuidado, por la verja de hierro. Metió el pasador en elhueco de la cerradura sin hacer el menor ruido.

El sendero ascendía durante un buen trecho desdela verja del huerto hasta la escalera que había debajo delsaúco. George Waring la estaba esperando.

Años después, cuando pensara en George Waring,olería la fragancia dulce, cálida y a vino de las flores de saú-co. Años después, cuando oliera una flor de saúco, vería aGeorge Waring, vería su rostro hermoso y amable, como elde un poeta o el de un músico, con los ojos de un negroazulado y el cabello castaño y lacio. Era teniente de lamarina.

El día anterior le había pedido que se casase con ély ella había consentido. Pero su padre no, así que iba adecírselo y a despedirse antes de que se fuera. Su barco zar-paba al día siguiente.

George Waring estaba impaciente y nervioso. Nopodía creer que ningún obstáculo se interpusiera entre ellosy su felicidad, que algo que no deseaba que ocurriese ocu-rriera.

–¿Y entonces? –dijo.–Es un bruto, George. No nos dejará. Dice que

somos demasiado jóvenes.–Voy a cumplir veinte años en agosto –repuso

George Waring, ofendido.–Y yo voy a cumplir diecisiete en septiembre.

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–Y estamos en junio. Ya somos bastante mayores.De verdad, ¿cuánto tiempo pretende que esperemos?

–Tres años.–Tres años antes de poder prometernos... No pue-

de ser, ¿y si nos morimos antes?Harriott lo rodeó con sus brazos para que se sin-

tiera seguro. Se besaron; la fragancia dulce, cálida y a vinode las flores se mezcló con sus besos, apretados uno contraotro, bajo el saúco.

Al otro lado de los campos amarillos de mostazassilvestres oyeron que el reloj del pueblo daba las siete. En lacasa sonó una campana.

–Cariño, tengo que irme –dijo Harriott.–Quédate. Quédate cinco minutos.La estrechó con fuerza. Ella esperó cinco minu-

tos, y luego otros cinco. Después, George Waring echó acorrer por el camino que llevaba a la estación y Harriottregresó por el sendero, despacio, conteniendo las lágrimas.

“Volverá dentro de tres meses –se dijo–. Puedosobrevivir tres meses”.

Pero nunca volvió. Algo les ocurrió a las máqui-nas de su barco. Al cabo de tres semanas, el Alexandra sehundió en el Mediterráneo y George Waring con él.

Harriott dijo que ya no le importaba morir. Esmás, estaba segura de que no tardaría en hacerlo, porqueno podía vivir sin George Waring.

Pasaron cinco años.

Las dos hileras de hayas se prolongaban ininte-rrumpidamente a lo largo del parque y, entre ellas, habíauna ancha avenida de césped. En mitad de la avenida, lashayas se abrían a derecha e izquierda formando una cruz.En el extremo del brazo derecho había un pabellón deestuco blanco con columnas y un frontón como el de lostemplos griegos. En el extremo del brazo izquierdo, la

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entrada oeste del parque, una puerta de dos hojas, y otralateral.

Desde un asiento de piedra en la parte trasera delpabellón, Harriott vio a Stephen Philpotts en cuantoentró por la puerta lateral.

Stephen le había pedido que lo esperase allí. En ellugar que siempre elegía para leer sus poemas en voz alta.Los poemas eran un pretexto. Ella sabía lo que él iba adecirle y sabía también lo que ella le respondería.

Había saúcos en flor detrás del pabellón y Ha-rriott pensó en George Waring. Se dijo que en esos mo-mentos estaba más cerca de ella de lo que, vivo, podríahaber estado jamás. Si se casaba con Stephen Philpotts,no le sería infiel, porque lo amaba con otra parte de ella.No era como si Stephen Philpotts fuera a ocupar el lugarde George Waring. Harriott amaba a Stephen con el al-ma, de una forma que no era de este mundo.

Pero su cuerpo tembló como un alambre al tensar-se cuando se abrió la puerta y el joven se acercó a ella por laavenida, bajo las hayas.

Lo amaba; amaba su delgadez, su oscuridad y sublancura cetrina, sus ojos negros, iluminados por la llamadel intelecto, la forma en que su cabello negro se echabahacia atrás desde la frente, su manera de andar, de punti-llas, como si unas alas elevaran sus pies.

Stephen se sentó a su lado. Harriott advirtió quele temblaban las manos. Tenía la sensación de que llegabasu momento; de que ya había llegado.

–Quería verte a solas porque tengo algo que decir-te. No sé por dónde empezar...

Harriott separó los labios. Suspiró levemente.–¿Te he hablado alguna vez de Sybill Foster?Harriott respondió con un balbuceo.–N-no, Stephen. ¿Lo has hecho?–La verdad es que no he querido hacerlo hasta

estar seguro. Ayer lo supe.

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–¿Ayer supiste qué?–Pues que me ha dado el sí. Ay, Harriott, ¿sabes lo

que es sentirse insultantemente feliz?Harriott lo sabía. Lo había sabido un momento

antes, un momento antes de que él hablara. Se quedó inmó-vil, fría como la piedra y rígida, escuchando el embeleso deStephen, escuchándose a sí misma decir que se alegraba.

Pasaron diez años.

Harriott Leigh estaba en el salón de una casita deMaida Vale. Vivía allí desde la muerte de su padre dos añosantes.

Estaba inquieta. No dejaba de mirar el reloj paraver si daban las cuatro, la hora en que se había citado conOscar Wade. No estaba segura de que Oscar se presentara,porque el día anterior le había dicho que se marchase.

En aquellos momentos se preguntaba por qué si eldía anterior le había dicho que se fuera, ahora permitía quefuera a verla. Los motivos no estaban del todo claros. Si deverdad había hablado en serio al decir lo que había dicho,no debería haber permitido que volviera a verla, que vol-viera a verla nunca más.

Le había dado sobradas muestras de lo que queríadecir. Podía verse a sí misma, sentada en la silla, muyerguida, elevada por una apasionada integridad, mientraslo tenía delante, de pie, con la cabeza gacha, avergonzadoy abatido. Podía sentir de nuevo la vibración de su propiavoz diciéndole que no podía, que no podía. Él debía darsecuenta de que no podía, de que nada le haría cambiar deopinión. Ella no podía olvidar que Oscar estaba casado,que debía pensar en Muriel.

A lo cual él había respondido con violencia.–No tengo por qué. Se ha acabado. Sólo seguimos

juntos por las apariencias.Y ella, serenamente, con gran dignidad:

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