Documento 1

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Mamá, los teros. —¿Qué pasa con los teros? —preguntó Palmira mirando a esas ruidosas aves. —Los teros, la nieve —le indicó José a su madre, apuntando hacia la ventana, mirando atento desde el cálido piso de madera y manteniendo bien el equilibrio a sus seis años de edad. Palmira, su madre, hilaba junto a la cocina a leña, al lado del corralito donde Juan de Dios, María y Lourdes dormían plácidamente. —Parece que se viene una nevazón, Josecito. Me vas a tener que ayudar con tus hermanitos —dijo Palmira a su pequeño hijo, mientras el niño intentaba ayudarla a escarmenar el vellón de lana que Palmira tenía a sus pies. Afuera, los cerros azules ya no se veían. El viento soplaba apenas, dando paso al característico y helado silencio de las nevadas. Los perros ya no ladraban, guarnecidos en sus casitas dentro de una perrera techada; las gallinas se habían guardado solas. Todos los seres vivos del hogar de Palmira esperaban tranquilos el último evento climático más difícil del año. Bernabé, el esposo de Palmira y padre de José, Juan de Dios, María y Lourdes, había salido a buscar sus animales. Temía que se alejaran demasiado y fueran presa del león, que en esa época solía andar hambriento. Él era un hombre aguerrido, así que Palmira estaba tranquila por él. Algo le preocupaba: no tener la certeza si acaso Bernabé había llevado suficiente charqui y vino como para aguantar sin mayores quejas el frío y la nieve que se venían. Pero el mayor miedo de Palmira se lo provocaba la soledad y el aislamiento. Y bien sabía que estos temores brotaban con fuerza en las nevazones. El silencio de las tormentas de nieve le detenían el tiempo y desde que había conocido a Bernabé, nunca había tenido que soportar una nevazón estando sola. Tenía miedo de la abismante sensación de aislamiento que se le venía encima, pero se supo distraer de esos pensamientos. —La radio está sin pilas, José. Sonamos. Vas a tener que cantarme alguna rancherita o un versito de truco de esos que te enseña tu papá, porque si no, nos vamos a aburrir aquí. ¡Si ni las chiquillas lloran pues! —le dijo Palmira a José con una sonrisa que no podía disimular el temor a lo que se avecinaba. José hizo algo mejor que cantar; se levantó del suelo y despertó a su hermanito Juan de Dios. —Ya, levántate, vamos a buscarle huevos a la mamá. —Saliste vivaracho igual que tu padre —rió Palmira y tomando en brazos a Juan de Dios lo sacó de su corral.

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—Mamá, los teros.—¿Qué pasa con los teros? —preguntó Palmira mirando a esas ruidosas aves.—Los teros, la nieve —le indicó José a su madre, apuntando hacia la ventana, mirando atento desde el cálido piso de madera y manteniendo bien el equilibrio a sus seis años de edad. Palmira, su madre, hilaba junto a la cocina a leña, al lado del corralito donde Juan de Dios, María y Lourdes dormían plácidamente.—Parece que se viene una nevazón, Josecito. Me vas a tener que ayudar con tus hermanitos —dijo Palmira a su pequeño hijo, mientras el niño intentaba ayudarla a escarmenar el vellón de lana que Palmira tenía a sus pies.Afuera, los cerros azules ya no se veían. El viento soplaba apenas, dando paso al característico y helado silencio de las nevadas. Los perros ya no ladraban, guarnecidos en sus casitas dentro de una perrera techada; las gallinas se habían guardado solas. Todos los seres vivos del hogar dePalmira esperaban tranquilos el último evento climático más difícil del año.

Bernabé, el esposo de Palmira y padre de José, Juan deDios, María y Lourdes, había salido a buscar sus animales.Temía que se alejaran demasiado y fueran presa del león,que en esa época solía andar hambriento. Él era un hombreaguerrido, así que Palmira estaba tranquila por él. Algo lepreocupaba: no tener la certeza si acaso Bernabé habíallevado suficiente charqui y vino como para aguantar sinmayores quejas el frío y la nieve que se venían. Pero elmayor miedo de Palmira se lo provocaba la soledad y elaislamiento. Y bien sabía que estos temores brotaban confuerza en las nevazones. El silencio de las tormentas denieve le detenían el tiempo y desde que había conocidoa Bernabé, nunca había tenido que soportar una nevazónestando sola. Tenía miedo de la abismante sensación deaislamiento que se le venía encima, pero se supo distraerde esos pensamientos.—La radio está sin pilas, José. Sonamos. Vas a tener quecantarme alguna rancherita o un versito de truco de esosque te enseña tu papá, porque si no, nos vamos a aburriraquí. ¡Si ni las chiquillas lloran pues! —le dijo Palmira aJosé con una sonrisa que no podía disimular el temor a loque se avecinaba.José hizo algo mejor que cantar; se levantó del suelo ydespertó a su hermanito Juan de Dios.—Ya, levántate, vamos a buscarle huevos a la mamá.—Saliste vivaracho igual que tu padre —rió Palmira ytomando en brazos a Juan de Dios lo sacó de su corral.Abrigó bien a sus dos hijos y cuando estos no pudieronmás de calor, los mandó para afuera—. Ya, se van algallinero a buscar huevos, y cuidadito con la Colorá, ¡quepica bien fuerte!Los dos pequeños salieron a buscar huevos al gallineroacompañados de sus perros mientras Palmira, a unospocos metros, los vigilaba desde la ventana de su cocina.Lourdes necesitaba tomar pecho y María también. Palmirallevaba cuatro hijos seguidos y estaba cansada, pero porsuerte no tenía tiempo para detenerse en pensamientos.Aprovechó la aventura de los huevos para amamantar, dar

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cariño y mudar a sus hijas. A ambas les cantaba cancionesdel campo mientras afuera la luz del día casi se había ido yel atardecer no podía verse bajo la espesa capa de nubes.La tierra estaba gris y el pasto amarillo, el monte se veíanegro y el frío estaba húmedo.Dentro del gallinero se había armado un griteríodescomunal puesto que los niños se habían hechoacompañar por sus perros. Las gallinas corrían por elpatio y los perros ladraban furiosos, pero no ladraban alas gallinas, sino a otra cosa. Los niños se dieron cuenta deesto y de pronto José pareció comprender:—¡Es el zorro! —dijo el pequeño, abrazando a Juande Dios mientras este explotaba en llantos, llamandoa su madre.Palmira escuchó todo el desorden desde su cocina y,cuidando de no perturbar el descanso de sus bebés, salióal patio en busca de sus pequeños.—¡Tan bandidos que me están saliendo ustedes! —lesdijo Palmira, tomando en brazos al desconsolado Juan deDios y de la mano a José, quien cuidadosamente llevabael botín, la canasta con huevos.Palmira los dejó junto a sus hermanitas y volvió a salir muyrápido. En ese momento comenzó a nevar. Las gallinasse guardaron y solo tuvo que cerrar bien el gallineroy dejarles harta comida y agua dentro. Iba a hacer lomismo con los perros, pero estos no paraban de ladrar,entonces ella miró lo que ellos perseguían con la vistay solo pudo ver movimiento de arbustos. Pero luego, alatender su mirada hacia el suelo, vio un rastro: una huellainconfundible plasmada en la nieve recién acumulada.—¡Dios! ¡Es el león!Chifló a sus perros y los guardó rápidamente conabundante comida y agua, pues seguro que la nievesería de varios metros y lo cubriría todo. Palmira sabíaque debía encerrarse lo antes posible, pero se aseguró dellevar una carretilla llena de leña, de troncos bien grandes,y el hacha. Estaba nerviosa, pero confiaba en sus perrosy en Dios, a quien buscaba en instantes mirando al cielo,mientras la nieve que le caía en los ojos y la hacía retomarsu tarea.Entró a la casa nuevamente y decidió acostar a todosdespués de satisfacer sus necesidades correspondientes.Cuando las dos bebés ya estaban en la cuna y sus dospequeños en la cama que compartirían, ella se fue juntoa la salamandra, donde había un espejo. Ahí se cambió deropa mientras rezaba en silencio, pidiéndole a la Virgenque la ayudara a superar esa prueba, que cuidara a suBernabé y que el invierno no le quitara a sus hijos. Cerrólos ojos y por un instante, se permitió pensar en Bernabé.Lo echó de menos. Luego se fue a dormir con los suyos,mientras afuera, la nieve caía silenciosa.Al amanecer, estaba todo tapado bajo un metro y mediode blanco espesor, incluida la perrera. Palmira estaba ensu cocina con el fuego prendido, el mate en la mano y

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la mirada perdida en el horizonte. De pronto, allá en elfondo del patio y entre medio de los copos de nieve, pudodivisar a dos hermosos cachorros de león. La imagen hizoque su corazón latiera muy fuerte, con mucha alegría yemoción, hasta que en un instante apareció ella, la puma.Ella sostuvo una mirada fija en Palmira desde el otro ladode la ventana, mientras rodeaba a sus cachorros. Palmirala compadeció; estaba flaca, débil, desesperada y conmiedo, tal cual había estado ella al tener a José a sus 17años, en pleno invierno y con la casa a medio construir.Palmira pensó en sus bebés, en las mamaderas, en lanevazón y en esa puma que tenía enfrente. No supopor qué, pero inmediatamente fue a buscar una piernade cordero y se las lanzó por la ventana, tocando el fríoexterior. Sintió la adrenalina corriendo por su sangre y unafelicidad inexplicable que la llevó a recordar a su padrecuando le decía que las fieras salvajes no eran razón detemer, sino que eran una compañía para ellos, para lagente de la trapananda.—¡Comen y se van! —le gritó Palmira a la familia de pumasal cerrar la ventana— Si llega mi Bernabé los va a agarrar atiros a todos. ¡Capaz que mi hombre ande enfrentándosecon tu león pues! Y nosotras... aquí preocupadas de loscachorros— dijo Palmira en voz alta, demostrando queella no estaba débil.La puma comió con acalorada energía y Palmira pensómejor dejarlos solos. Se fue a alimentar a sus hijitos a lapieza y desde allí pudo ver cómo después de algunashoras los cachorros de puma bebían la leche de sumadre. Ella se enterneció y se acurrucó con los suyos,empatizando con la familia de animales salvajes queestaba en su patio mientras la nieve caía con fuerza.Llegó un nuevo amanecer y Palmira pudo ver a travésde su ventana el sendero de rastros recientes que habíadejado la familia de pumas. Iban derecho hacia el monte.Sintió que eran de buen augurio y pensó que Bernabédebía estar por llegar. La tormenta de nieve no cesaba,pero Palmira, pese a no haber vencido la nevazón sí habíavencido el miedo a la soledad que estas circunstanciassiempre le provocaban. Se sintió más mujer.Entonces comenzó su día tomando el mate mañanero,sin dejar de mirar el camino de los pumas. Deseó de todocorazón su supervivencia y luego pensó en sus niños.Les preparó sus ropas y alimentos, hizo fuego y decidiódespejar la nieve para ver sus perros y gallinas. El hogardebía llamar el regreso de Bernabé con abundancia, conlos animales alimentados y con la familia sana y buena.Entonces pudo imaginarse a Bernabé, de a caballo enmedio de la nieve, tropeando animales, pensando en ellay en sus hijos. Vio su casa en medio del campo y el paisajeagreste y, con una sonrisa, se animó.—Esta es la última nevazón. Se va el invierno, pues yallegaron los teros.