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Domingo III de Cuaresma (ciclo A) DEL MISAL MENSUAL BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org) FRANCISCO Ángelus 2014 BENEDICTO XVI Ángelus 2008 y 2011 Homilía 2008 DIRECTORIO HOMILÉTICO Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) FLUVIUM (www.fluvium.org) PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica P. Julio César RAMOS González SDB (Salta, Argentina) (www.evangeli.net) *** DEL MISAL MENSUAL LA PRESENCIA DISCRETA DE DIOS Ex 17, 3-7; Rom 5, 1-2. 5-8; Jn 4, 5-42 Con motivo de la escasez de agua y de alimento, el pueblo de Israel, que peregrinaba por el desierto, comienza a perder la confianza en Dios. Protesta contra Moisés y expresa su desaliento, cuestionándose si efectivamente Dios acompañaba al pueblo. La presencia de Dios no es fácil de apreciar. Rebasa toda identificación con signos sensibles. Dios escapa a cualquiera de nuestras formas de captar la realidad. Es el totalmente otro. El Señor Jesús lo trata de explicar a la samaritana, afirmando que en lo sucesivo habrá que comunicarse con Él en espíritu y verdad. El encuentro de Jesús con la Samaritana expone una alternativa para todos los creyentes: encontrarse con Jesús, contemplar sus acciones, escuchar con apertura sus palabras, a fin de descubrir de manera experiencial su presencia. A Dios no lo podemos descubrir solamente a través de las palabras de los testigos, es necesario vivir un encuentro directo y personal, como recomendaban los samaritanos al final del relato. ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 15-16 Mis ojos están siempre fijos en el Señor, pues él libra mis pies de toda trampa. Mírame, Señor, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido. ORACIÓN COLECTA

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Domingo III de Cuaresma (ciclo A)

• DEL MISAL MENSUAL

• BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

• SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

• FRANCISCO – Ángelus 2014

• BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011 – Homilía 2008

• DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los

Sacramentos

• RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

• FLUVIUM (www.fluvium.org)

• PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

• BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

• P. Julio César RAMOS González SDB (Salta, Argentina) (www.evangeli.net)

***

DEL MISAL MENSUAL

LA PRESENCIA DISCRETA DE DIOS

Ex 17, 3-7; Rom 5, 1-2. 5-8; Jn 4, 5-42

Con motivo de la escasez de agua y de alimento, el pueblo de Israel, que peregrinaba por el desierto,

comienza a perder la confianza en Dios. Protesta contra Moisés y expresa su desaliento,

cuestionándose si efectivamente Dios acompañaba al pueblo. La presencia de Dios no es fácil de

apreciar. Rebasa toda identificación con signos sensibles. Dios escapa a cualquiera de nuestras

formas de captar la realidad. Es el totalmente otro. El Señor Jesús lo trata de explicar a la samaritana,

afirmando que en lo sucesivo habrá que comunicarse con Él en espíritu y verdad. El encuentro de

Jesús con la Samaritana expone una alternativa para todos los creyentes: encontrarse con Jesús,

contemplar sus acciones, escuchar con apertura sus palabras, a fin de descubrir de manera

experiencial su presencia. A Dios no lo podemos descubrir solamente a través de las palabras de los

testigos, es necesario vivir un encuentro directo y personal, como recomendaban los samaritanos al

final del relato.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 15-16

Mis ojos están siempre fijos en el Señor, pues él libra mis pies de toda trampa. Mírame, Señor, y ten

piedad de mí, que estoy solo y afligido.

ORACIÓN COLECTA

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Domingo III de Cuaresma (A)

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Señor Dios, fuente de misericordia y de toda bondad, que enseñaste que el remedio contra el pecado

está en el ayuno, la oración y la limosna, mira con agrado nuestra humilde confesión, para que a

quienes agobia la propia conciencia nos reconforte siempre tu misericordia. Por nuestro Señor

Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Tenemos sed: danos agua para beber.

Del libro del Éxodo: 17, 3-7

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, fue a protestar contra Moisés, diciéndole: “¿Nos has

hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestro ganado?”

Moisés clamó al Señor y le dijo: “¿Qué puedo hacer con este pueblo? Sólo falta que me apedreen”.

Respondió el Señor a Moisés: “Preséntate al pueblo, llevando contigo a algunos de los ancianos de

Israel, toma en tu mano el cayado con que golpeaste el Nilo y vete. Yo estaré ante ti, sobre la peña,

en Horeb. Golpea la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo”.

Así lo hizo Moisés a la vista de los ancianos de Israel y puso por nombre a aquel lugar Masá y

Meribá, por la rebelión de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: “¿Está o no

está el Señor en medio de nosotros?”

Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9

R/. Señor, que no seamos sordos a tu voz.

Vengan, lancemos vivas al Señor, aclamemos al Dios que nos salva. Acerquémonos a él, llenos de

júbilo, y démosle gracias. R/.

Vengan, y puestos de rodillas, adoremos y bendigamos al Señor, que nos hizo, pues él es nuestro

Dios y nosotros, su pueblo; él es nuestro pastor y nosotros, sus ovejas. R/.

Hagámosle caso al Señor, que nos dice: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el

desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras”. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 5, 1-2. 5-8

Hermanos: Ya que hemos sido justificados por la fe, mantengámonos en paz con Dios, por

mediación de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido, con la fe, la entrada al mundo de la

gracia, en el cual nos encontramos; por él, podemos gloriamos de tener la esperanza de participar en

la gloria de Dios.

La esperanza no defrauda, porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del

Espíritu Santo, que él mismo nos ha dado. En efecto, cuando todavía no teníamos fuerzas para salir

del pecado, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado.

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Domingo III de Cuaresma (A)

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Difícilmente habrá alguien que quiera morir por un justo, aunque puede haber alguno que esté

dispuesto a morir por una persona sumamente buena. Y la prueba de que Dios nos ama está en que

Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores.

Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Jn 4, 42. 15

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

Señor, tú eres el Salvador del mundo. Dame de tu agua viva para que no vuelva a tener sed. R/.

EVANGELIO

Un manantial capaz de dar la vida eterna.

Del santo Evangelio según san Juan: 4, 5-42

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria, llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a

su hijo José. Ahí estaba el pozo de Jacob. Jesús, que venía cansado del camino, se sentó sin más en el

brocal del pozo. Era cerca del mediodía.

Entonces llegó una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dijo: “Dame de beber”. (Sus discípulos

habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le contestó: “¿Cómo es que tú, siendo judío,

me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (Porque los judíos no tratan a los samaritanos). Jesús

le dijo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te

daría agua viva”.

La mujer le respondió: “Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo, ¿cómo

vas a darme agua viva? ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del que

bebieron él, sus hijos y sus ganados?” Jesús le contestó: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed.

Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá

dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna”.

La mujer le dijo: “Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni tenga que venir hasta

aquí a sacarla”. Él le dijo: “Ve a llamar a tu marido y vuelve”. La mujer le contestó: “No tengo

marido”. Jesús le dijo: “Tienes razón en decir: ‘No tengo marido’. Has tenido cinco, y el de ahora no

es tu marido. En eso has dicho la verdad”.

La mujer le dijo: “Señor, ya veo que eres profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte y

ustedes dicen que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús le dijo: “Créeme, mujer,

que se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo

que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos. Porque la salvación viene de los judíos. Pero

se acerca la hora, y ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en

espíritu y en verdad, porque así es como el Padre quiere que se le dé culto. Dios es espíritu, y los que

lo adoran deben hacerlo en espíritu yen verdad”.

La mujer le dijo: “Ya sé que va a venir el Mesías (es decir, Cristo). Cuando venga, él nos dará razón

de todo”. Jesús le dijo: “Soy yo, el que habla contigo”.

En esto llegaron los discípulos y se sorprendieron de que estuviera conversando con una mujer; sin

embargo, ninguno le dijo: ‘¿Qué le preguntas o de qué hablas con ella?’ Entonces la mujer dejó su

cántaro, se fue al pueblo y comenzó a decir a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho

todo lo que he hecho. ¿No será éste el Mesías?” Salieron del pueblo y se pusieron en camino hacia

donde él estaba.

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Mientras tanto, sus discípulos le insistían: “Maestro, come”. Él les dijo: “Yo tengo por comida un

alimento que ustedes no conocen”. Los discípulos comentaban entre sí: “¿Le habrá traído alguien de

comer?” Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su

obra. ¿Acaso no dicen ustedes que todavía faltan cuatro meses para la siega? Pues bien, yo les digo:

Levanten los ojos y contemplen los campos, que ya están dorados para la siega. Ya el segador recibe

su jornal y almacena frutos para la vida eterna. De este modo se alegran por igual el sembrador y el

segador. Aquí se cumple el dicho: ‘Uno es el que siembra y otro el que cosecha’. Yo los envié a

cosechar lo que no habían trabajado. Otros trabajaron y ustedes recogieron su fruto”.

Muchos samaritanos de aquel poblado creyeron en Jesús por el testimonio de la mujer: ‘Me dijo todo

lo que he hecho’. Cuando los samaritanos llegaron a donde él estaba, le rogaban que se quedara con

ellos, y se quedó allí dos días. Muchos más creyeron en él al oír su palabra. Y decían a la mujer: “Ya

no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es,

de veras, el Salvador del mundo”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Por estas ofrendas, Señor, concédenos benigno el perdón de nuestras ofensas, y ayúdanos a perdonar

a nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,

Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.

Porque Él mismo, cuando pidió de beber a la samaritana, ya había infundido en ella el don de la fe, y

si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el fuego del amor divino.

Por eso, Señor, te damos gracias y proclamamos tu grandeza cantando con los ángeles: Santo, Santo,

Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 4, 13-14

El que beba del agua que yo le daré, dice el Señor, nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se

convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Alimentados en la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que

lleves a su plenitud en nuestra vida la gracia recibida en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro

Señor.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Dirige, Señor, los corazones de tus fieles y da en tu bondad a tus siervos una gracia tan grande que,

cumpliendo en plenitud tus mandamientos, nos haga permanecer en tu amor y en el de nuestro

prójimo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO

La samaritana era una mujer inquieta que no había perdido su capacidad de asombro. Aunque vivía

cumpliendo pesadas labores domésticas, acarreando agua del pozo, como otras tantas mujeres de

Israel, no había perdido su sensibilidad creyente. Conforme fue conociendo a Jesús, fue descubriendo

su identidad; primero lo reconoció como profeta, luego como Mesías y finalmente como el Salvador

del mundo. Los creyentes tenemos por experiencia que la fe se transmite, compartiéndola con los que

amamos. Sin duda alguna es importante el testimonio de los padres en relación a sus hijos, no

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obstante, la experiencia de encuentro personal con Jesús es irremplazable. Como señalara el Papa

Benedicto XVI: se comienza a ser cristiano gracias a un encuentro personal con Jesucristo. Quienes

confesamos a Jesús hemos de recordar el testimonio de fe viva de nuestros padres, para compartir esa

misma fe con nuestros hijos.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Golpearás la roca y saldrá agua (Ex 17,3-7)

1ª lectura

La dureza de la vida del desierto, cuyo máximo exponente es el hambre y la sed, se presta a

nuevas intervenciones divinas, cargadas de sentido teológico. El prodigio del maná, que estaba

precedido por el episodio del agua salobre convertida por Moisés en potable (Ex 15,22-25), va

seguido de un nuevo prodigio con el agua: Moisés la hace brotar de una roca. Esto ocurrió en

Refidim, probablemente el actual Wadi Refayid, a unos 13 km. del Djébel Mûsa.

Los hijos de Israel van fortaleciendo poco a poco su fe en Dios y en su ministro, Moisés. Pero

con frecuencia les asalta la duda de la presencia de Dios en medio de ellos (v. 7). Surgen las

murmuraciones y la búsqueda de pruebas de esa presencia: ¿habrán salido de Egipto para morir o

para alcanzar la salvación? El agua que Moisés hace brotar es una señal más que da seguridad a la fe

de los israelitas.

El episodio da nombre a dos ciudades: Meribá, que en la etimología popular significa

«litigio», «disputa», «pleito»; y Masá, que equivale a «prueba», «tentación». Muchos textos bíblicos

recordaron este pecado (cfr Dt 6,16; 9,22-24; 33,8; Sal 95,8-9), añadiendo incluso que al propio

Moisés le faltó fe y golpeó por dos veces la roca (cfr Nm 20,1-13; Dt 32,51; Sal 106,32). La falta de

confianza en la bondad y en la omnipotencia divina es tentar a Dios y supone un grave pecado contra

la fe. Mucho más en el caso de Moisés que había experimentado la predilección divina y había de ser

ejemplo para el pueblo. Ante una contrariedad o ante una dificultad que no se resuelve de inmediato,

el hombre puede llegar a sentir una cierta vacilación, pero nunca dudar, porque «si la duda se

alimenta deliberadamente, puede conducir a la ceguera de espíritu». (Catecismo de la Iglesia

Católica, n. 2088). Un cristiano, acostumbrado a contemplar la Cruz del Señor, debe aceptar que el

dolor forma parte de los planes de Dios.

Hay una tradición rabínica que cuenta que la roca acompañó a los israelitas en todo su viaje

por el desierto; San Pablo se refiere a esa leyenda en su carta a los Corintios, cuando dice que «la

piedra era Cristo» (1 Co 10,4). Los Santos Padres, apoyados en recuerdos bíblicos sobre el carácter

prodigioso de las aguas (cfr Sal 78,15-16; 105,41; Sb 11,4-14), explicaban que este episodio

prefigura los prodigios del bautismo: «Contempla el misterio: Moisés es el profeta, el báculo es la

palabra de Dios; el sacerdote toca la piedra y fluye el agua para que pueda beber el pueblo de Dios

que consigue así la gracia» (S. Ambrosio, De sacramentis 5, 1,3).

Justificados por la fe (Rm 5,1-2.5-8)

2ª lectura

La nueva vida que resulta de la justificación se realiza en la fe y en la esperanza (Rm 5,1-2),

que tienen la garantía del amor de Dios (Rm 5,5). Así pues, fe, esperanza y caridad, las tres virtudes

teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre

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cristiano, de la mujer cristiana (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 205), se suceden

actuando en nosotros, contribuyendo al crecimiento de la vida de la gracia.

El fruto de este crecimiento es la paz (Rm 5,1), que se hace, de algún modo casi inalterable,

como anticipo, aunque imperfecto, de la vida eterna. Una paz, que no consiste en la apatía de quien

no quiere tener problemas, sino en la firmeza, llena de esperanza, para sobreponerse a las

contradicciones y mantenerse fiel. «Quien espera algo con gran fuerza está dispuesto a sufrir todas

las dificultades y amarguras para conseguirlo. Así, un enfermo, si desea ardientemente la salud, toma

de buena gana la medicina amarga que le sanará» (Sto. Tomás de Aquino, Super Romanos, ad loc.).

El amor del que se habla en el v. 5 es, a la vez, el amor con que Dios nos ama —que se

manifiesta en el envío del Espíritu Santo—, y el amor que Dios pone en nuestras almas para que le

podamos amar. El Concilio II de Orange, citando a San Agustín, se expresa así: «Amar a Dios es

exclusivamente un don de Dios. El mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos.

Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que

agradarle. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien amamos con el Padre y el Hijo,

derrama la caridad en nuestros corazones» (De gratia, can. 25; cfr San Agustín, In Ioannis

Evangelium 102,5).

Los vv. 6-8 enseñan que la medida del amor que Dios nos tiene se demuestra en la

«reconciliación» que se operó mediante el sacrificio de la cruz, cuando Cristo, dando muerte en sí

mismo a la enemistad, estableció la paz y nos reconcilió con Dios (cfr Ef 2,15-16). Si, cuando

éramos pecadores, nos manifestó ese amor, cuánto más ahora, una vez reconciliados, podemos

confiar en que nos salvará. La reconciliación en Cristo aparece, pues, con perfiles muy nítidos: no es

que Dios estuviera enemistado con los hombres; éramos nosotros quienes estábamos enemistados

con Dios por nuestros pecados; no era Dios el que debía cambiar de actitud, sino el hombre; sin

embargo, ha sido Dios quien ha tomado la iniciativa por medio de la muerte de Cristo para que el

hombre vuelva a la amistad con Él.

Jesús habla con la samaritana (Jn 4,5-42)

Evangelio

En Jerusalén había comenzado a aparecer la hostilidad de los fariseos contra Jesús (Jn 4,1-2).

El Señor se retira al norte de Palestina, a Galilea (Jn 4,3), donde la influencia de los fariseos era

menor. Con ello evita que le den muerte antes del tiempo señalado por Dios Padre. Con ese gesto nos

enseña Jesús que la providencia divina no exime al creyente de ejercer la inteligencia y la voluntad, a

imitación de Cristo, para descubrir con prudencia lo que Dios quiere de él.

Había dos caminos usuales para ir de Judea a Galilea. El más corto pasaba por la ciudad de

Samaría. El otro, junto al Jordán, era más largo. Jesús recorre el de Samaría (Jn 4,4). Al aproximarse

a esta ciudad, cerca de Sicar, la actual Askar, al pie del monte Ebal, tiene lugar el encuentro de Jesús

con la mujer. Hay que tener en cuenta que los judíos sentían una gran aversión hacía los samaritanos

(Jn 4,9.27). Éstos eran los judíos que habían quedado en el territorio de Israel después de la

destrucción de Samaría en el 722 a.C. y que se habían mezclado con los colonos llevados a esa zona

por los asirios. Los samaritanos siempre reivindicaron ser los verdaderos continuadores de la

tradición patriarcal y mosaica, pero, ya en el siglo VI a.C., su condición religiosa era considerada por

los otros judíos un burdo sincretismo (2 R 17,34-40). No obstante, el cisma propiamente dicho tuvo

lugar en la época de Nehemías (siglo V a.C.) y se radicalizó cuando los samaritanos construyeron en

el monte Garizim un templo en honor del Señor, Dios de Israel. Durante la época de la influencia

siria (siglo II a.C.), según Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae 12, 5,5), los samaritanos pidieron a

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Antíoco que dedicara su templo de Garizim al dios griego Zeus Xenios. El rey judío Juan Hircano lo

destruyó y con ello dejó abierta una herida que ya no se iba a cerrar. Los samaritanos se consideraron

a sí mismos los legítimos continuadores de la fe judía y mantuvieron tradiciones muy antiguas.

Tenían el Pentateuco como único libro sagrado.

Los evangelios, y en especial el de San Juan, narran a veces detalles que pueden parecer

irrelevantes, pero no lo son. Jesús, como nosotros, se fatiga realmente (Jn 4,6), necesita reponer

fuerzas, siente hambre y sed; pero aun en medio del cansancio no desaprovecha ocasión para hacer el

bien a las almas. Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus

Deus, perfectus homo (Símbolo Atanasiano) está fatigado por el camino y por el trabajo

apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no

aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los

discípulos han ido al pueblo vecino para buscar algo de comer. Y tiene sed (...). Pero más que la

fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer

pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida:

olvidando el cansancio, el hambre y la sed.

Cuando nos cansemos —en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica—, cuando

encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado,

a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos

muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos

vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el

hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que

importa es la lucha —una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro

lado— para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos (S. Josemaría Escrivá, Amigos de

Dios, nn. 176 y 201).

En el entrañable diálogo de Jesús con la samaritana (Jn 4,7-29), San Juan vuelve a presentar

la doctrina de la gracia, el don que Dios da a los hombres por el Espíritu Santo tras la Encarnación de

su Hijo. Como en el diálogo con Nicodemo (Jn 3,1-21), Jesús toma ocasión de expresiones usuales,

dichas en sentido material e inmediato, para presentar realidades sobrenaturales. En esa significación

más profunda está ya presente el núcleo de lo que será la doctrina de la Iglesia sobre los sacramentos.

Igual que el agua es esencial para la vida humana, el agua que verdaderamente puede saciar la sed

espiritual del hombre es la gracia de Cristo. «En efecto —comenta Juan Pablo II— según el

Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el

día grande de la fiesta de los Tabernáculos: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí,

como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva (Jn 7,37-38). Y el evangelista explica:

Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él (Jn 7,39). Es el mismo

símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la samaritana, cuando habla de una fuente de agua

que brota para la vida eterna (4,14), y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de

un nuevo nacimiento de agua y de Espíritu para entrar en el reino de Dios (Jn 3,5)» (Dominum et

Vivificantem, n. 1).

El episodio muestra también la universalidad de la salvación que trae Cristo. Su amor se

extiende a todas las almas (Jn 4,9.31-38). Jesús pide de beber no sólo a causa de su sed física sino

para mostrar que tenía sed de que los hombres descubrieran el amor de Dios: «Tenía sed... Pero al

decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre

criatura. Tenía sed de amor... Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los

discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus propios discípulos ¡qué

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pocos corazones encuentra que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su

amor infinito!» (Sta. Teresa de Lisieux, Historia de un alma 9).

Lo que sucede junto aquel pozo nos hace comprender también que la oración es como el lugar

de nuestro encuentro con Cristo: «La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al

pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el

primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las

profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios

y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (cfr S. Agustín, Quaest.64,

4)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2560).

Finalmente, el texto alude a los designios de Dios (Jn 4,20-26). Los samaritanos ignoraban

gran parte del plan divino porque prescindían de toda revelación que no se hallase en la Ley de

Moisés; los judíos, en cambio, estaban más cerca de la verdad sobre el Mesías al aceptar los libros de

los Profetas y los Salmos. Pero unos y otros debían abrirse a la nueva Revelación de Jesucristo. Con

la llegada del Mesías, a quien ambos pueblos esperaban, se inicia la nueva y definitiva Alianza, en la

que Garizim, el monte donde adoraban los samaritanos, y Jerusalén, con su Templo, quedan

superados: lo que agrada al Padre es que todos aceptemos al Mesías, su Hijo, el nuevo Templo de

Dios (cfr Jn 2,21), y le rindamos un culto que brota del corazón del hombre (cfr 2 Tm 2,22) y que es

suscitado por el mismo Espíritu de Dios (cfr Rm 8,15).

La transformación que la gracia opera en esa mujer es maravillosa (Jn 4,28-29). El

pensamiento de la samaritana se centra ahora solamente en Jesús y, olvidándose del motivo que le

había llevado al pozo, deja su cántaro y se dirige al pueblo, deseando comunicar su descubrimiento.

«Los Apóstoles, cuando fueron llamados, dejaron las redes; ésta deja su cántaro y anuncia el

Evangelio, y no llama solamente a uno, sino que remueve toda la ciudad» (S. Juan Crisóstomo, In

Ioannem 33).

El episodio presenta todo un proceso de evangelización que se inicia con el entusiasmo de la

samaritana (Jn 4,39-42). «Lo mismo sucede hoy a los que están fuera y no son cristianos: comienzan

sus amigos cristianos por darles noticias de Cristo, como hizo aquella mujer, lo mismo que hace la

Iglesia; luego vienen a Cristo, esto es, creen en Cristo por esta noticia y, finalmente, Jesús se queda

con ellos dos días, y con esto creen mucho más y con más firmeza que Él es en verdad el Salvador

del mundo» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 15,33).

A raíz de la conversión de la samaritana y del regreso de los discípulos aparece otro de los

temas frecuentes en el cuarto evangelio: Jesús ha venido a cumplir la voluntad del Padre (Jn 4,34).

Esa voluntad consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna, y pueda resucitar

en el último día (cfr 6,39-40).

_____________________

SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Llega una mujer de Samaría a sacar agua

Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de

serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se

puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Los

samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa

algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser

constituida por gente extraña al pueblo de Israel.

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Domingo III de Cuaresma (A)

9

Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y,

como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad;

sin embargo, ella sirvió de figura; y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso

darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.

Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.

La samaritana le dice: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?"

Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y

como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de

beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en

realidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: Si conocieras el don de

Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene

indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta

la saciedad. Si conocieras —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de

que no habla aun claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está

adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si

conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo

podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?

De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero

ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor,

dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Por una parte, su

indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido

escuchar: Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era

precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer

aún no lo entendía.

(De los tratados de San Agustín, obispo, sobre el Evangelio de San Juan, Tratado 15,10-

12.16-17: CCL 36,154-156)

_____________________

FRANCISCO – Ángelus 2014

Todo encuentro con Jesús cambia la vida y llena de alegría

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, acaecido en

Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús,

sentado, «fatigado por el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este modo

supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas de

prejuicio respecto a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco,

mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según

los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no

tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene

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Domingo III de Cuaresma (A)

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nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgarla, sino haciendo

que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina

cotidiana.

Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma endurecida. Jesús

tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en

evidencia la sed que había en ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús

esos interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos. También

nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús!

La cuaresma, queridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer

emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor en la oración. El

ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed

eternamente».

El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro hablase con

esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por eso no tuvo temor de detenerse con la

samaritana: la misericordia es más grande que el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La

misericordia es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy misericordioso, ¡mucho! El resultado de

aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el

que iba a coger el agua, y corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He encontrado a

un hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho. ¿Será el Mesías?» ¡Estaba entusiasmada!

Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra agua, el agua viva de la misericordia, que salta hasta

la vida eterna. ¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que la

juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías: uno que le ha

cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, siempre. Es un paso adelante,

un paso más cerca de Dios. Y así, cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es

así.

En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro»,

símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde valor ante el «amor de Dios».

¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro

interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón

escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos

llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y,

como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la

alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y

también todo encuentro con Jesús nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el

Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos

el valor de dejar aparte nuestro cántaro.

_________________________

BENEDICTO XVI - Ángelus 2008 y 2011 – Homilía 2008

Ángelus 2008

Abrir el corazón a la escucha confiada de la palabra de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

En este tercer domingo de Cuaresma la liturgia vuelve a proponernos este año uno de los

textos más hermosos y profundos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42).

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Domingo III de Cuaresma (A)

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San Agustín, del que estoy hablando extensamente en las catequesis de los miércoles, se sentía con

razón fascinado por este relato, e hizo un comentario memorable de él. Es imposible expresar en una

breve explicación la riqueza de esta página evangélica: es preciso leerla y meditarla personalmente,

identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se

encontró a Jesús sentado, «cansado del camino», en medio del calor del mediodía. «Dame de beber»,

le dijo, dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío dirigiera la palabra a

una mujer samaritana, por lo demás desconocida. Pero el asombro de la mujer estaba destinado a

aumentar: Jesús le habló de un «agua viva» capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un

«manantial de agua que salta hasta la vida eterna»; le demostró, además, que conocía su vida

personal; le reveló que había llegado la hora de adorar al único Dios verdadero en espíritu y en

verdad; y, por último, le aseguró —cosa muy rara— que era el Mesías.

Todo esto a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de la sed atraviesa todo

el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana, pasando por la gran profecía durante

la fiesta de las Tiendas (cf. Jn 7, 37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se

cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al

misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2

Co 8, 9).

Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso,

desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es él mismo. En cambio, la mujer samaritana

representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco

maridos» y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir

repetitivo y resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor Jesús,

que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y correr a decir a la gente

del pueblo: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?»

(Jn 4, 28-29).

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros abramos el corazón a la escucha confiada

de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice:

el Mesías, tu Salvador, «soy yo: el que habla contigo» (Jn 4, 26). Nos obtenga este don María, la

primera y perfecta discípula del Verbo encarnado.

***

Ángelus 2011

Jesús nos espera para hablar al corazón

Queridos hermanos y hermanas:

Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el famoso diálogo de Jesús con la mujer

samaritana, narrado por el evangelista Juan. La mujer se dirigía todos los días a sacar agua de un

antiguo pozo, que se remontaba a tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús,

sentado, “fatigado del camino” (Juan 4, 6). San Agustín comenta: “Hay un motivo en el cansancio de

Jesús... La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos

ha creado, con su debilidad vino a buscarnos” (In Ioannis Evangelium, 15, 2). El cansancio de Jesús,

signo de su auténtica humanidad, puede ser visto como un preludio de su pasión, con la que Él llevó

a cumplimiento la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el

pozo, sale el tema de la “sed” de Cristo, que culmina con el grito en la cruz: “Tengo sed” (Juan 19,

28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene un fundamento físico. Pero Jesús, como sigue

diciendo Agustín, “tenía sed de la fe de esa mujer” (In Ioannis Evangelium, 15, 11), al igual que de

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Domingo III de Cuaresma (A)

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la fe de todos nosotros. Dios Padre le envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor,

pero para ofrecernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la

libertad del hombre; toca a su corazón y espera con paciencia su respuesta.

En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que hace

clara alusión al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva para la fe en la Gracia de Dios.

Este Evangelio, de hecho, como recordé en la catequesis del Miércoles de Ceniza, forma parte del

antiguo camino de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran

Vigilia de la noche de Pascua. “El que beba del agua que yo le daré –dice Jesús–, nunca más volverá

a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”

(Juan 4,14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el “don” por excelencia que Jesús vino a traer de

parte de Dios Padre. Quien renace en el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en

una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarle “en espíritu y verdad” (Juan

4,23.24), como sigue revelando Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al

don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la

revelación de Dios.

Cada uno de nosotros puede ponerse en el lugar de la mujer samaritana: Jesús nos espera,

especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón, a mi corazón.

Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar

retirado. Escuchemos su voz que nos dice: “Si conocieras el don de Dios...”. Que la Virgen María

nos ayude a no perder esta oportunidad, de la que depende nuestra auténtica felicidad.

***

Homilía 2008

Dios tiene sed de nuestra fe, Él es fuente de nuestra felicidad

Queridos hermanos y hermanas:

(…) En los textos bíblicos de este tercer domingo de Cuaresma hay sugerencias útiles para la

meditación, muy adecuadas a esta significativa circunstancia. A través del símbolo del agua, que

encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos

transmite un mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos

en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de practicar una

religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del

corazón, sino de utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y

proyectos.

En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por falta de agua y,

presa del desaliento como en otras circunstancias, se lamenta y reacciona de modo violento. Llega a

rebelarse contra Moisés; llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado

al Señor diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”» (Ex 17, 7). El pueblo exige a

Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, más bien que abandonarse confiado en

sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en

nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a la voluntad divina,

quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas

ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada por

elementos mágicos y meramente terrenos!

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Domingo III de Cuaresma (A)

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En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un itinerario de verdadera

conversión, acojamos con humilde docilidad la recomendación del salmo responsorial: «Ojalá

escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el

desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis

obras”» (Sal 94, 7-9).

El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página evangélica que narra

el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo

entre el pozo construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la

historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la vida eterna. Si

hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed

espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer

que había ido a sacar agua del pozo de Jacob.

Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A primera vista parece una

simple petición de un poco de agua, en un mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida

por lo demás a una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—

, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir en ella el deseo de algo

más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer»

(In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la

que pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15), manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata

de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que solamente puede saciar el

agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas

palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso

estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».

Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana vemos delineado el

itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a

redescubrir y recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal,

asume un valor particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En

efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que

es un rito sacramental de purificación y de gracia.

Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y convertido por la fe,

que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor. También nosotros, ya

bautizados, pero siempre tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio

evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el

verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús quiere llevarnos, como a la samaritana, a

profesar con fuerza nuestra fe en él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros

hermanos la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra existencia.

La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como Revelador definitivo y Salvador, en

el cual se revela el rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su

existencia se transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4,

29).

Queridos hermanos y hermanas la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente

propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana. San Agustín decía que Dios tiene sed de

nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios, tanto más

él lo sigue con su amor misericordioso.

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Domingo III de Cuaresma (A)

14

Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que estamos viviendo, nos

estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a buscar su rostro sin cansarnos (…).

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los

Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El Bautismo, renacer por medio del agua y del Espíritu

I EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO

1214 Este sacramento recibe el nombre de Bautismo en razón del carácter del rito central mediante

el que se celebra: bautizar (baptizein en griego) significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”; la

“inmersión” en el agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno en la muerte de Cristo de donde

sale por la resurrección con El (cf Rm 6,3-4; Col 2,12) como “nueva criatura” (2 Co 5,17; Ga 6,15).

1215 Este sacramento es llamado también “baño de regeneración y de renovación del Espíritu

Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual “nadie

puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5).

1216 “Este baño es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su

espíritu es iluminado...” (S. Justino, Apol. 1,61,12). Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, “la

luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), el bautizado, “tras haber sido iluminado” (Hb

10,32), se convierte en “hijo de la luz” (1 Ts 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8):

El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios...lo llamamos don, gracia,

unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más

precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado

incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado

y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque

cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía

de Dios (S. Gregorio Nacianceno, Or. 40,3-4).

El bautismo en la Iglesia

1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En

efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos y que cada uno de

vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis

el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien

crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El

Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara

S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el

bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16,31-33).

1227 Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es

sepultado y resucita con él:

¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su

muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que

Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros

vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).

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Domingo III de Cuaresma (A)

15

Los bautizados se han “revestido de Cristo” (Ga 3,27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es

un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6,11; 12,13).

1228 El Bautismo es, pues, un baño de agua en el que la “semilla incorruptible” de la Palabra de

Dios produce su efecto vivificador (cf. 1 P 1,23; Ef 5,26). S. Agustín dirá del Bautismo: “Accedit

verbum ad elementum, et fit sacramentum” (“Se une la palabra a la materia, y se hace el

sacramento”, ev. Io. 80,3).

Jesús revela al Espíritu Santo

Cristo Jesús

727 Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos se resume en que el

Hijo es el Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías.

Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay que leerlo a la luz de esto. Toda la obra de

Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Aquí se mencionará solamente lo que se

refiere a la promesa del Espíritu Santo hecha por Jesús y su don realizado por el Señor glorificado.

728 Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su

Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la

muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-

63). Lo sugiere también a Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a los

que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos les habla de él

abiertamente a propósito de la oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf. Mt

10, 19-20).

729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del

Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los

Padres (cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será

dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús;

Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo

conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y

nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad

completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de

juicio.

El Espíritu Santo, el agua viva, un don de Dios

Los símbolos del Espíritu Santo

694 El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el

Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo

sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer

nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la

vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero “bautizados en un solo Espíritu”, también “hemos

bebido de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva

que brota de Cristo crucificado (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros

brota en vida eterna (cf. Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22,

17).

El Espíritu Santo, El Don de Dios

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16

733 “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás.

Este amor “Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”

(Rm 5, 5).

734 Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del

don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13)

es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.

735 Él nos da entonces las “arras” o las “primicias” de nuestra herencia (cf. Rm 8, 23; 2 Co 1,

21): la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar “como él nos ha amado” (cf. 1 Jn 4, 11-12).

Este amor (la caridad de 1 Co 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque

hemos “recibido una fuerza, la del Espíritu Santo” (Hch 1, 8).

736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha

injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz,

paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22-23). “El Espíritu es

nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos

también según el Espíritu” (Ga 5, 25):

Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso,

nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y

de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna

(San Basilio, Spir. 15,36).

1215 Este sacramento es llamado también “baño de regeneración y de renovación del Espíritu

Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual “nadie

puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5).

1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu

Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o deificante,

recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4,14; 7,38-39):

Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo

proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo (2 Co 5,17-18).

2652 El Espíritu Santo es el “agua viva” que, en el corazón orante, “brota para vida eterna” (Jn 4,

14). Él es quien nos enseña a recogerla en la misma Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana

hay manantiales donde Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo.

Dios toma la iniciativa; la esperanza del Espíritu

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es

un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el

amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo

como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es

que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la

proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo

como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan

a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la

esperanza que no falla” (Rom 5,5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, “que

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Domingo III de Cuaresma (A)

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penetra...adonde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6,19-20). Es también un arma que

nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el

yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la

alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la

oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace

desear.

1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm 5,10). El Señor

nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt 5,44), que nos hagamos prójimos del

más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo

(cf Mt 25,40.45).

El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: La caridad es

paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no

busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con

la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13,4-7).

1992 La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como

hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los

pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe.

Nos conforma a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia.

Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Cc. de Trento: DS 1529):

Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada

por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen -pues no

hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios- y son justificados por el

don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como

instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando

por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a

mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús (Rm

3,21-26).

2658 “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por

el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). La oración, formada en la vida litúrgica, saca todo

del amor con el que somos amados en Cristo y que nos permite responder amando como Él nos ha

amado. El amor es la fuente de la oración: quien saca el agua de ella, alcanza la cumbre de la

oración:

Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo,

Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la

única gracia que te pido es amarte eternamente... Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los

momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro (S. Juan María

Bautista Vianney, oración).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

La samaritana o sobre la vida eterna

El Evangelio de este tercer Domingo de Cuaresma es el fragmento de Juan sobre la

Samaritana en el pozo. Todo el episodio está centrado sobre el simbolismo del agua. Jesús, cansado,

se sienta junto al brocal del pozo. Viene allí una mujer de Samaria a sacar agua. Samaria es la actual

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Nablus, que es uno de los puntos calientes del conflicto hebreo-palestino. Le dice Jesús: «Dame de

beber». Era como si, en la Nablus de hoy, un hebreo pidiese de beber a una palestina. La mujer se lo

hace notar; pero, Jesús replica:

«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría

agua viva».

La mujer intuye que aquel desconocido con aire de profeta está buscando llevarla a un terreno

«peligroso» y se defiende cogiéndose al sentido material de las palabras: «Señor, si no tienes cubo, y

el pozo es hondo...» Pero, Jesús insiste:

«El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca

más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta

hasta la vida eterna».

Los dos tipos de agua, puestos en contraste, aquí, indican dos modos de concebir y de realizar

la propia vida, dos fines, dos horizontes distintos. La mujer samaritana ha buscado hasta ahora darle

un sentido a su vida y llenar el vacío de su corazón con el amor de un hombre. Pero, inútilmente si,

como le revela Jesús, ha pasado a través de cinco maridos y al presente vive con un amante. Hasta

ahora no ha hecho más que beber del agua, que «no está en disposición de extinguir la sed»; esto es,

buscar la felicidad donde no está o es de corta duración.

A la Samaritana y a todos los que en cierta medida se reconocen en su circunstancia, Jesús les

hace una propuesta radical: buscar otra «agua», dar un sentido y un horizonte nuevo a la propia vida.

¡Un horizonte eterno! «El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que

salta hasta la vida eterna».

Centrémonos en esta última palabra de Jesús: «Vida eterna». ¿Qué le ha sucedido a la palabra

«eternidad» que en un tiempo transformaba los pensamientos de todos y les ayudaba a soportar con

más valentía las penas de esta vida? Eternidad es una palabra caída hoy en «desuso». Es como una

antorcha puesta «debajo del celemín». Ha llegado a ser una especie de tabú para el hombre moderno.

Nos admira y nos hace sonreír el pensamiento de lo que fue en un tiempo esta idea, que dirigía e

iluminaba toda la vida humana.

¿Cuándo habéis oído por última vez un discurso sobre el más allá o sobre la vida eterna? Se

cree que este pensamiento pueda disuadir de la firmeza histórica concreta para cambiar el mundo,

que sea como una evasión, un «derrochar en el cielo los tesoros destinados a la tierra». «No más

cielo, ni más infierno: ya nada más que tierra», ha escrito un ateo moderno.

Pero, ¿cuál es el resultado? La vida, el dolor humano, todo llega a ser inmensamente mucho

más absurdo. Se ha perdido la medida. ¿Habéis visto nunca una de aquellas balanzas, que se operan

con una mano, que tienen por una parte la barra de la medida o el peso y por la otra un plato sobre el

que se meten las cosas a pesar? Imaginad, ahora, que el peso se haya resbalado y haya caído, ¿qué

sucederá? Todo lo que se ponga en la otra parte, en el plato, se avanzará y lo hará precipitarse a

tierra. Es lo que sucede en la vida. Si falta el contrapeso de la eternidad, todo sufrimiento y todo

sacrificio parece absurdo, desproporcionado, nos «desequilibra», nos arroja a tierra. Falta la medida.

San Pablo ha escrito:

«La leve tribulación de un momento nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de

gloria eterna» (2 Corintios 4,17).

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En comparación con la eternidad de la gloria, la carga o peso de la tribulación le parece «leve

o ligera» (¡a él que en la vida ha sufrido tanto!) precisamente porque es «momentánea». En efecto,

añade:

«Pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2 Corintios 4, 18).

Al filósofo Miguel de Unamuno (que era precisamente un pensador «laico») le reprochaba un

amigo que fuese casi orgullo y presunción su investigación sobre la eternidad y él le respondía en

estos términos: «Yo no digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo demuestre, digo

que tenemos necesidad, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que

tengo sed de eternidad y que sin ésta todo me es indiferente. Sin ella no hay ya gusto de vivir... Es

demasiado fácil afirmar: «Es necesario vivir, es necesario contentarse con esta vida». ¿Y los que no

se contentan?» No es quien desea la eternidad el que manifiesta no amar la vida sino quien no la

desea, desde el momento en que se resigna fácilmente así al pensamiento de que ella debe acabar.

En la vida de toda persona ha habido un momento en que se ha tenido una cualquier intuición

de la eternidad, un destello, un sentimiento, aunque confuso, de lo infinito. Yo recuerdo haber vivido

siendo muchacho un momento del género. Era verano y, acalorado por el juego, me tumbé boca

arriba sobre la hierba mirando al cielo. El cielo azul estaba interrumpido por alguna rara e inmóvil

nube blanca. Pensaba: ¿Qué hay detrás de que aquel perfil azul? ¿Y más atrás aún? ¿Y más allá? La

mente se me asomaba sobre el infinito. ¿Y la eternidad? Me decía: ¿qué significa la eternidad? Mil

años y no es más que el comienzo, miles de millones de años y no es más que el principio... La razón

se perdía y naufragaba ante el misterio. Por ello, cuando más tarde estudié en la escuela la poesía de

Leopardi, El infinito, entendí de inmediato qué quiere decir el poeta cuando habla de «interminables

espacios y sobrehumanos silencios». El verso «y el naufragar me es dulce en este mar» ha llegado a

ser uno de mis versos preferidos entre todas las poesías que conozco.

Quisiera decir una breve palabra, si me lo permiten, a las jóvenes «samaritanas» (y a los

jóvenes samaritanos) de hoy. Antes de que transcurra esta estación de vuestra vida, en la que sois

todavía capaces de admiraros y dejaros «impresionar» por algo, haced alguna vez la experiencia que

hice yo de muchacho. Paraos, alguna vez, a mirar con calma la faz o perfil del cielo o el mar, u otro

espectáculo de la misma naturaleza, que os atraiga; buscad tener vuestra mente vacía del todo y

sentiréis asimismo vosotros aflorar por un instante el escalofrío de lo eterno y del infinito en vuestra

alma. El sentido de la eternidad duerme dentro de cada uno de nosotros. Basta despertarlo para que

se expanda de nuevo y nos invada con su perfume.

No busquéis la experiencia de lo infinito o el naufragio de la mente en la droga o en otras

cosas donde, al final, sólo hay desilusión y muerte. «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed». Lo

sabe bien quien ha hecho la experiencia... Es necesario buscar el infinito en lo alto, no en lo bajo; por

encima de la razón, no por bajo de ella, en los éxtasis irracionales. Con esta certeza en el corazón es

infinitamente más bello vivir y amar. Si no se tiene la eternidad delante de sí, el amor se siente como

ahogar, porque todo verdadero amor aspira a ser eterno.

Es claro que no basta saber que existe la eternidad, es necesario también saber cómo se hace

para conseguirla. Hay que preguntarse como el joven rico del Evangelio: «¿Qué he de hacer de

bueno para conseguir vida eterna?» (Mateo 19, 16). Leopardi en la poesía antes recordada habla de

una «valla», que, dice, «excluye la vista de mucha parte del último horizonte». ¿Qué es para nosotros

esta «valla» u obstáculo, que nos impide estimular la mirada hacia el horizonte último, el eterno?

Pero, dejemos estos problemas para otra ocasión. Ya sería mucho con que hubiésemos

conseguido despertar en nosotros un poco de esperanza y de nostalgia de la eternidad. ¡A

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familiarizarnos de nuevo con esta palabra! Esto sería una gran ganancia igualmente para nuestra

sociedad y no sólo para la Iglesia. Nos ayudaría reencontrar el equilibrio, a relativizar las cosas, a no

caer en la desesperación frente a las injusticias y al dolor, que existen en el mundo. A vivir menos

frenéticamente.

Nuestra amiga la Samaritana, aquel día, entendió las palabras de Jesús sobre el agua viva,

porque de allí a poco la encontramos transformada en una evangelizadora. Vuelta a la ciudad, va

contando a todos, a diestro y a siniestro, sin vergüenza, lo que le ha dicho Jesús. Lo más hermoso

para un predicador sería poder oír que le dijeran lo que sus conciudadanos expresaron a aquella

mujer después de haber escuchado a Jesús en persona:

«Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es

verdaderamente el Salvador del mundo».

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

“Si conocieras el don de Dios...”

Ante este episodio que nos presenta hoy la Liturgia de la Palabra, debemos encomendarnos

al Espíritu Santo con la esperanza de captar, por su luz, la enseñanza que se nos ofrece. Son muchos

los rasgos aleccionadores de la escena. Fijémonos sólo en uno y de carácter general: que en realidad

no suceden las cosas sólo humanamente, en un sentido exclusivamente terreno y, por así decir,

recortado del término humano. Como entre Jesús y esa mujer, para nosotros todo sucede

sobrenaturalmente. En los negocios estrictamente humanos el que pide espera recibir; pero aquí Jesús

pide para dar. Cuando en lo humano damos algo favorecemos a otro, sin embargo, a Dios no le

podemos favorecer. Siempre resulta favorecido el que decide ser generoso con Él. Siendo Dios puro

don, enriquece siempre; hasta cuando pide y le damos.

Así ha sucedido desde el principio con la Creación, con la revelación de Dios a los

patriarcas..., a los profetas...: en cada momento los hombres han tenido la oportunidad de secundar la

voluntad divina. Así con Jesucristo, como aquel día junto al pozo de Sicar, y así continúa

otorgándonos sus dones cada vez que tenemos la impresión de cumplir con lo que Dios nos pide o de

llevar a cabo lo que más le agrada. Es preciso reconocer que, por voluntad de Dios, somos mucho

más de lo que imaginamos; pues tenemos –solamente los hombres– la capacidad de conocer a Dios y

de conformar nuestra voluntad con la suya. En esto consiste la libertad y por esto es, en lo humano,

el mayor don que de Dios hemos recibido. La grandeza de libertad consiste en que es una

permanente oportunidad, concedida a los hombres de modo exclusivo –vale la pena insistir en ello–

de recibir dones de Dios: que en cada momento nos podemos identificar, de algún modo, con Él

dando, dándonos, amando.

¿Libertad para ser independiente, para realizar mi antojo, para sentirme dueño y señor de mí

mismo, para imponer mi voluntad con autonomía en mis cosas? Sí, desde luego. Pero es claro que no

consiste en eso la grandeza de la libertad. ¿Qué importancia tiene que se lleve a cabo lo mío, mi

“gran” decisión? No pasa de ser eso –por genial que me parezca– la ocurrencia de una criatura, una

gran criatura si queremos por ser hombres, pero una criatura al fin y al cabo. ¡Qué diferente si lo que

se lleva a cabo es una voluntad divina, siendo también la mía! He aquí la grandeza de la libertad: la

oportunidad permanente que tiene el hombre de actuar a lo divino. Que sólo se entiende cuando esa

libertad va de la mano con la unidad; que es tanto como decir que se asienta en la genuina verdad del

hombre.

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Es lógico, por consiguiente, que Jesús muestre su extrañeza a la mujer, que se resiste en un

primer momento a acceder a su petición por considerarse superior. Pero hacer lo que Dios desea

supone identificarse de algún modo con Él; por eso, siempre es favorecido el que cumple su

voluntad. Aunque parezca que se hace algo por Dios, más bien se recibe lo que Dios concede: actuar

a lo divino y, de algún modo, ser como Él. Esto es ser “a su imagen y semejanza”; precisamente lo

que marca la diferencia entre el hombre y el resto de la Creación que contemplamos, lo que nos eleva

de tal modo, incluso sobre nosotros mismos, que –como ya se ha dicho–, por nuestra grandeza, nunca

acabamos de comprendernos.

Jesús, por su parte, habiéndose hecho hombre, hijo de María, se pone a nuestra altura siendo

Dios; para que, siendo hombres y con su misma Madre, le podamos amar de verdad.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“El agua que yo daré”

Jesús nos habla, en esta estupenda página de su Evangelio, por medio de la más familiar, la

más clara y la más cotidiana de sus criaturas: el agua. “Hermana agua”, la llamaba san Francisco, y

decía afectuosamente de ella que es “humilde y preciosa y casta”. ¡Cuántos mensajes profundos

vinculó Jesús con el agua! Él se escondió, por decirlo así, bajo el símbolo del agua como, en la

eucaristía, se escondió sacramentalmente bajo la especie del pan. Dijo: El que tenga sed, venga a mí

y beba y el que crea en mí (Jn 7, 37), Y Juan agrega: De su seno brotarán manantiales de agua viva

(Jn 7, 38). En la cruz, nos la dejó casi en herencia cuando, del costado abierto, hizo brotar sangre y

agua. Quiso que la redención fluyera, a través de los siglos, hacia todos los hombres, sobre la onda

del agua del bautismo: “Vayan y bauticen a todas las gentes...”

Por eso no sorprende que los primeros cristianos hablaran del agua casi con ternura, como si

fuera su elemento vital: “nuestra agua”, decía Tertuliano. Les gustaba muchísimo representarse y

definirse como pececitos (pisciculi). Había un profundo simbolismo en este sustantivo. El nombre de

Jesús, en aquel tiempo, se escondía a los paganos por precaución, bajo el criptograma acróstico

formado con las letras que en griego componían la palabra “pez”: “Jesucristo hijo de Dios Salvador”.

Como otros pececitos, los cristianos sabían que habían nacido en el agua y que no podrían seguir

viviendo si no permanecían en ella, es decir, en su bautismo, en la gracia, en la fidelidad a Jesucristo.

Fuera de esa agua, sabían que existía la aridez, la muerte similar a la del pececito que da boqueadas

en la playa.

Por cierto, es a estas reflexiones sobre nuestro bautismo hacia donde se dirige la liturgia de

hoy al proponernos, en la primera lectura, el relato del agua hecha surgir de la roca por Moisés y, en

el Evangelio, el episodio de la mujer de Samaria, con aquella especie de epopeya mística del agua.

Esto se debe incluso a que, en cierta época, la Cuaresma era la época de preparación para el

bautismo; además, también hoy la Iglesia quiere que nos preparemos para la renovación de las

promesas bautismales que nos espera en la noche de Pascua.

Éste es el primer aspecto del gran mensaje vinculado por Jesús con el simbolismo del agua: el

agua purifica. Lo vemos en la naturaleza, en la limpidez y nitidez de un cielo lavado por la lluvia en

primavera, y en la limpieza de una prenda recién salida del lavado. Lo sentimos en nosotros mismos,

en aquella sensación de limpieza que se experimenta al tener contacto con el agua fresca al

despertarse por la mañana, o al volver a casa por la noche, cansados y sucios debido al trabajo. Algo

similar se hace con el agua del bautismo y el agua del perdón de Dios en la penitencia sacramental:

purifica, es decir, disuelve los grumos del pecado, los separa del alma que vuelve a ser

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resplandeciente y tersa ante los ojos de Dios, limpia y digna de recibir su abrazo de amor y de

amistad. Así dice, en efecto, san Pablo de la Iglesia: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella,

para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una

Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada (Ef. 5,

25 ssq.).

Pero el agua tiene una propiedad más necesaria todavía: saca la sed. Y es sobre esta

propiedad que se fundamenta particularmente el discurso de Jesús a la samaritana. La introducción es

muy natural: Jesús tiene sed. Es mediodía, hace calor y él ha caminado mucho bajo el sol de

Palestina: “Dame de beber”. De aquí, Jesús toma el punto de partida para hablarle a la mujer de otra

sed y de otra agua que solamente puede extinguir esa sed: El que beba de esta agua (del pozo)

tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El

agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.

A quien tiene deseos de cosas profundas o necesidad de respuestas decisivas para la propia

vida, le aconsejaría que se apegue a estas palabras de Jesús, que se las repita en silencio para

asimilarlas mejor hasta descubrir en ellas, poco a poco, con la ayuda interior de la gracia, todo el

significado. Su fuerza es tan grande que aquella mujer —hasta ahora despreocupada, con solamente

el objetivo de encontrar un marido (había pasado por cinco, dice el Evangelio, siempre insatisfecha)

—, de improviso se siente como liberada, salida de un hechizo, de modo que, por fin, parece olvidar

todo el pasado ante la alegría de haber descubierto al Cristo. Jesús le había dicho simplemente: “lo

que tú buscas soy yo, el que habla contigo”.

Con aquellas palabras, Jesús debe haberle hecho entender algo importante. Ese algo es el

corazón del Evangelio de hoy, y nosotros debemos descubrirlo. Nos ayuda un texto del profeta

Jeremías que parece casi parafraseado en el Evangelio de hoy. Jeremías (2, 13) comparaba a aquellos

que abandonan a Dios para buscar ayuda y felicidad en las criaturas, con gente que abandona una

fuente de agua viva y cava cisternas de agua de lluvia que, además, no retienen el agua porque están

agrietadas. Jesús quiere decir lo mismo. El corazón humano tiene sed de vida y de felicidad porque

Dios lo creó así, con esta sed innata, como una especie de ley de gravedad. El corazón humano está

inquieto hasta que no encuentra dónde reposar, ha dicho muy bien san Agustín.

Hay dos maneras de tratar de extinguir esta sed. La primera, beber el agua de las criaturas, es

decir, buscar desesperadamente la felicidad en las cosas —los bienes, la riqueza, la fama, el

prestigio— o buscarla en otra criatura. Dentro de los límites establecidos por la ley de Dios, eso no

es pecado: es la naturaleza. Sin embargo, él nos previene. Esa es un agua que extingue la sed del

corazón sólo provisoriamente, a menudo, en forma falaz e ilusoria; a veces, incluso es tan turbia que

envenena el alma. Y, en todo caso, llegará un momento en que ya no se la podrá beber. Cuidado con

apoyar todo sobre estas cosas.

Por el contrario, él nos ofrece su agua que aplaca toda sed y toda necesidad del corazón del

hombre; nos ofrece su Verdad, su amor, su amistad. Un amor no precario, no voluble, sino fiel; una

felicidad que por sí sola puede sostener y dar sentido a cualquier otra alegría legítima. Una felicidad,

sobre todo, cuyo horizonte no rodea el estrecho espacio de la juventud o de la vida (setenta años, si

somos fuertes, nos dice la Biblia), sino que se extiende hasta la vida eterna: El agua que yo le daré se

convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna. En pocas palabras, lo que Cristo nos

ofrece es su Espíritu: agua y Espíritu se relacionan entre ellos, en el Nuevo Testamento, como el

signo y el significado.

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Domingo III de Cuaresma (A)

23

Ahora que hemos comprendido la verdad —el agua de Cristo— podemos echar de nuevo una

mirada a la figura —el agua de Moisés— y vemos todos representados en aquel grandioso cuadro

simbólico. Ahora somos nosotros el pueblo elegido que camina por el desierto hacia la tierra

prometida. Somos nosotros quienes “sufrimos la sed” y gritamos al nuevo Moisés para que nos haga

brotar agua de la roca. Ahora sabemos cuál es la roca a la que debemos mirar: fue golpeada en la

Cruz por la lanza del soldado. “Señor —rezamos hoy con la samaritana— dame tu agua viva para

que yo no tenga más sed”.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de los Santos Pedro y Pablo (22-III-1981)

– Adoración a Dios

“...Postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios y

nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía” (Sal 94(95), 6-7).

Efectivamente la Cuaresma es el “tiempo propicio” (2 Cor 6,2), en el cual el Señor se revela a

quien se esfuerza por conocerlo y amarlo. Es el tiempo del “memento”, de acordarse de Él de modo

real. Es metanoia: dirigirse a Él con toda el alma para servirlo y darle gracias. Esto significa adorar al

Señor, y por este motivo la Iglesia no se cansa de repetir con el Salmista: “Entremos a su presencia

dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos” (Sal 94(95), 2), y también: “Entrad,

postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor” (Sal 94(95), 6).

La adoración a Dios constituye la razón de ser de la Iglesia y de cada hombre, el cual no

puede dar expresión cabal a su existencia, sin manifestar este acto amoroso, espontáneo y consciente

a Dios, su Creador. Y este acto de adoración se realiza sobre todo en la comunidad reunida para la

celebración del banquete del Señor, en la fractio panis, que también nosotros renovaremos dentro de

poco (...).

“Golpearás la peña, y saldrá de ella agua” (Ex17, 6).

El largo viaje de los israelitas por el desierto sirve de contexto inmediato al pasaje del Éxodo.

Una de las dificultades mayores presentadas por un viaje en el desierto a un pueblo tan numeroso que

llevaba consigo rebaños y ganado, fue ciertamente la falta de agua. Por esto es comprensible que, en

los días en que el hambre y la sed se hacían sentir de modo más agudo, los israelitas añoraran Egipto

y murmuraran contra Moisés. Dios, que había manifestado de tantos modos su particular

benevolencia para con aquel pueblo, exige ahora la fe, el abandono absoluto en Él, la superación de

las propias seguridades humanas. Y precisamente en el momento en que el pueblo no puede contar

ya con sus propios recursos, está extenuado y abatido, y alrededor no hay más que la desnuda roca

estéril y árida y sin vida, interviene Dios, se hace presente y hace brotar de esa roca agua abundante

que da la vida. Precisamente de esa roca maciza podrán sacar los israelitas agua en su viaje hacia la

tierra prometida, lo mismo que del Corazón de Cristo, sediento en la cruz, brotará el agua que salve a

quienes han emprendido el camino de fe. Por esta semejanza, Pablo identifica la roca con Cristo

mismo, nuevo Templo, y manantial que da de beber en la vida eterna (Cf. 1 Cor 10,4). He aquí cómo

la potencia de Dios se manifiesta en el misterio del agua viva, que salta hasta la eternidad, porque es

el agua regeneradora de la gracia y reveladora de la verdad.

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Como en el tiempo del Éxodo, también hoy los hombres notan la fe de esta agua salvadora y

liberadora que proviene de Cristo, y la Iglesia, en respuesta, no se cansa de anunciarlo a todos los

pueblos de todos los tiempos. Ella está presente en el mundo, sobre todo “para ayudar a los hombres

a creer que Jesús es el Hijo de Dios, a fin de que, mediante la fe, ellos tengan la vida en su nombre,

para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo. La Iglesia no ha dejado

de dedicar sus energías a esta tarea” (Catechesis tradendae, 1).

– Reconocer los pecados propios

Del agua que salta hasta la vida eterna habla Cristo a la Samaritana junto al pozo de Sicar.

Cansado del camino se sienta sobre el brocal del pozo. Los discípulos habían ido solos a la ciudad

para las compras. Jesús pide a la Samaritana, que había venido para sacar agua, que le dé de beber.

Ella se admira de esto. ¿Cómo puede Él, un judío, pedir algo a una samaritana? Desde hacía siglos

judíos y samaritanos vivían en una enemistad implacable. Pero Jesús se muestra superior a este

prejuicio, como también a la opinión judía que consideraba como indecoroso para un maestro hablar

públicamente con una mujer. Para Él no cuenta la distinción de nación y de raza, ni tampoco la

distinción entre hombre y mujer. De agua natural, elemento material que Jesús pide primeramente a

la mujer, lleva la conversación al plano de la revelación, el agua verdaderamente viva. La expresión

“agua viva” en el lenguaje del Profeta indica los bienes de la salvación del tiempo mesiánico (Cf. Is

12,3; 49,10; Jer 2,13; 17,13). Pero la mujer no pudiendo comprender su lenguaje, piensa en un agua

milagrosa que apague la sed del cuerpo, por lo que ya no será necesario sacar más. De este modo

Jesús ha despertado en ella el deseo de su don: “Señor −le dice la mujer− dame esa agua: así no

tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn 4,14). Entonces Jesús revela a la mujer que Él

es en persona la fuente misma del agua viva. Y demuestra cómo el camino de la fe en Él pasa a

través del reconocimiento de su misión divina, manifestando su conocimiento profético, propio de un

enviado de Dios. Ella ha tenido cinco maridos y vive ilegalmente con un sexto. La mujer comienza a

reflexionar: un conocimiento tal de los corazones no es el de un hombre común, y prorrumpe en un

emocionado acto de fe: “Señor, veo que tú eres un profeta” (Jn 4,19). Y luego irá a avisar a los

habitantes de su ciudad que ha encontrado al Mesías y les invita a “venir a Jesús” (Jn 4,29). En este

estupendo pasaje evangélico, que alcanza una cumbre sublime por su belleza formal y por su

profundidad doctrinal, hay rasgos pedagógicos interesantes para todo educador de la fe. La

revelación personal es obra de Jesús, que la realiza partiendo de la situación concreta para llevar a

una revisión ideal de la vida: esa vida vista a la luz de la verdad, porque sólo en la verdad puede

efectuarse el encuentro con Cristo que personifica la misma verdad.

Precisamente cuando la Samaritana se dirige a Jesús con las palabras: “Dame esa agua” (Jn

4,15), entonces Él no tarda en indicar el camino que lleva a ella. Es el camino de la verdad interior, el

camino de la conversión y de las obras buenas. “Anda llama a tu marido” (Jn 4,16), dice el Señor a la

mujer: se trata de una invitación a examinar la propia conciencia, a escrutar en lo íntimo del corazón,

a despertar en él las esperanzas más profundas, ésas que se finge esconder bajo la réplica evasiva.

Hace descubrir a esta mujer la necesidad de ser salvada y de preguntarse por el camino que puede

conducirla a la salvación, haciendo con ella un verdadero y propio “examen de conciencia”, y

ayudándola a llamar por su nombre a los pecados de su vida. Por esto el Señor le apremia: “Tienes

razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido” (Jn 4,17-18). De este

modo la mujer no sólo reconoce su situación de pecado, sino que es ayudada a llamar por su nombre

a los pecados de su vida. San Agustín en un sermón admirable expresa así la lucha interior de esta

mujer: “Primeramente te rigieron los cinco sentidos corporales; cuando llegaste después al uso de

razón, no llegaste a la sabiduría, sino que caíste en el error; por esto, después de los cinco maridos, el

que tienes ahora no es tu marido. Y si no era un marido, ¿qué era sino un adúltero? Llama, pues, pero

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no al adúltero, llama a tu marido, con el fin de que tu inteligencia pueda comprenderme y el error no

te haga pensar algo falso de mí... Echa lejos, pues, al adúltero, que te pervierte y anda a llamar a tu

marido. Llámalo y vuelve acá con él, y me comprenderás” (In Jn. Evang. Tr. 15,22).

– Disponerse a recibir la gracia

En esta situación, Jesús, de improviso, se eleva más allá de la respuesta inmediata para

anunciar la superación del culto juzgado verdadero y de una forma de adoración, que se fija en el

corazón más que en los sacrificios, una adoración provocada por el Espíritu, precisamente la

adoración “en espíritu y verdad” (Jn 4,24). Adorar en espíritu supone ponerse bajo el influjo de la

acción de Dios, esto es, del don de la vida obrado por el Espíritu y llama la atención sobre la vida

sobrenatural de la que gozan los cristianos y que es condición indispensable para ser “verdaderos”

adoradores. Adorar en verdad significa ponerse en el orden de la revelación del Verbo: esa

revelación para la cual se compromete la acción del Espíritu de verdad. El nuevo lugar de la

adoración es el templo espiritual, es decir, Cristo-verdad, bajo la iluminación del Espíritu de verdad.

La condición requerida por Jesús para un culto válido es la de sintonizar con su persona, reveladora

de una fe que obra el Espíritu Santo. Los que sepan acoger el admirable “don de Dios” (Jn 4,10) que

es el agua viva del Espíritu Santo, serán transformados, como la Samaritana, se convertirán en

verdaderos adoradores, encontrando el centro del culto en el Cuerpo de Cristo resucitado y

transformado por la fuerza del Espíritu.

¿Qué efectos produjo en la Samaritana el agua viva que salta hasta la vida eterna? Valorando

el desarrollo ulterior de la situación espiritual de la mujer, se puede responder que el fruto fue

grande. Efectivamente, se encuentra en ella una auténtica metanoia que la lleva hasta reconocer en

Jesús al Mesías: “Venid a ver −dice a sus conciudadanos− un hombre que me ha dicho todo lo que he

hecho: ¿será éste el Mesías?” (Jn 4,29). Y la pregunta supone en su pensamiento una respuesta

afirmativa, porque une esta confesión con el hecho de llamar por su nombre a los pecados: me ha

dicho todo lo que he hecho. Nota en sí una nueva fuerza, un nuevo entusiasmo que la lleva a

anunciar a los demás la verdad y la gracia que ha recibido: venid a ver. En cierto sentido se convierte

en mensaje de Cristo y de su Evangelio de salvación, como la Magdalena en la mañana de Pascua.

También a nosotros se nos dirige la invitación a beber esta agua viva de la verdad, a purificar

nuestra vida, cambiar la mentalidad y acudir a la escuela del Evangelio, donde el Señor, como hizo

con la Samaritana, nos interpela, haciéndonos descubrir las exigencias más profundas de la verdad y

del espíritu.

El tercer domingo de Cuaresma la Iglesia nos invita a la particular adoración de Dios, a rendir

una adoración particular al Padre “en espíritu y verdad”.

Esta adoración no puede ser solamente externa. La adoración en “espíritu y verdad” debe

afectar a nuestras conciencias. Y por esto oigamos una vez más el Salmo responsorial, cuando dice:

“Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón...” (Sal 94(95,8).

Pensemos a quién de nosotros se refieren estas palabras. Pensemos en esos hermanos y

hermanas, que están ausentes, pero a los cuales se refieren estas palabras, e imploremos para

nosotros y para ellos el encuentro con Cristo semejante al encuentro de la Samaritana junto al pozo

de Sicar.

Y escuchamos también las palabras del Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ya que

hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor

Jesucristo. Por Él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos

apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 5,1-2).

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Si a alguno de nosotros se refieren estas palabras −y pienso que se refieren a muchos−

entonces pidamos perseverar en la esperanza y en la observancia de la paz con Dios, tal como enseña

el Apóstol.

Y finalmente escuchemos las palabras de nuestro Señor Jesucristo que dice: “levantad los

ojos y contemplad los campos que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo

salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así se alegran lo mismo sembrador y segador” (Jn

4,35-36).

Pidamos con toda el alma esta cosecha, lo mismo que pidió la Samaritana tener agua viva, el

agua para la vida eterna. Y, al contemplar “los campos que ya están dorados para la siega” (Jn 4,35),

pensemos que hay necesidad de segadores como antes fueron necesarios los sembradores. Y digamos

a Cristo que nos ha redimido con su Sangre: Señor ¡aquí estoy! Admíteme como sembrador y

segador de tu Reino. Señor, ¡aquí estoy! Envía operarios a la mies. “Envía operarios a tu mies” (Cf.

Mt 9,37).

Que mediante la Cuaresma se renueven nuestras conciencias y reviva el celo de los auténticos

discípulos de Cristo.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

¡Una página de oro! ¡Cuánta riqueza y profundidad en un encuentro lleno de naturalidad y

sinceridad por ambas partes! Una página tan densa que desborda los límites de una homilía.

Ciñámonos a ese escepticismo que reservamos, como la samaritana, ante las verdades que están más

allá de lo de todos los días.

Inicialmente la mujer se extraña que un judío le dirija la palabra. Jesús pasa por alto los

prejuicios sociales y el tono desenvuelto y un tanto hosco de ella y le dice que es dueño de un agua

que apaga la sed para siempre. El escepticismo aparece: “¿eres tú más que nuestro padre Jacob...?

¿Es que hay algo mayor y mejor que los bienes de este mundo? Tenemos sed de bienestar, de

afirmación personal..., pero vamos a apagarla en los aljibes de este mundo (Cf Jer 2,13). Jesús que

conoce bien las expectativas del corazón humano dice: “Si conocieras el don de Dios...” ¡Palabras

eternas, que saben a plenitud, y que despertaron en ella la sed de absoluto que toda criatura siente,

provocando esta petición: “Señor dame esa agua”! ¡Pidamos a Jesús que nos dé sed de eternidad y no

nos conformemos con el brillo prestado y fugaz de las cosas de esta vida!

Aunque Jesús ha despertado algo muy importante en el corazón de esta mujer, ella, aferrada a

su modo de ver y de vivir −¡como nosotros!− añade burlonamente: así “no tendré que venir aquí a

sacarla”. Jesús, al ver su actitud, replica: “llama a tu marido”. Cristo la coloca frente a su borrascosa

historia y la mujer se siente ante alguien muy superior: “Señor, veo que tú eres un profeta” La

conversación continúa por las alturas de la verdad de Dios y por la sinceridad de corazón que Él

reclama. La conciencia, que es la voz de Dios resonando en el corazón y que Cristo ha removido, le

ha hecho ver que no se puede adorar a Dios el Domingo y los demás días rendir culto al orgullo y la

sensualidad.

“Sé que va a venir el Mesías”. ¡También ella esperaba al Mesías, a pesar de la vida

sentimental que llevaba! En toda alma hay una incurable sed de Dios. Jesús le responde con sencillez

pero con un acento que la desconcierta: “Soy yo, el que habla contigo”. La mujer, atónita, deja el

cántaro en el pozo y corre alborozada a extender la noticia. ¿Por qué no buscar un encuentro personal

con Jesús por la lectura atenta y diaria de la Escritura Santa, de una confesión sincera de nuestros

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pecados, de la Eucaristía? Ese encuentro provocará en cada uno el mismo sobresalto que en esta

mujer y, como ella, sentiremos la necesidad de comunicarlo a la familia, los amigos y vecinos, ¡a

todos!

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Rescatados por el agua del bautismo, estamos llamados a beber del agua que salta hasta

la vida eterna»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ex 17,3-7: «Danos agua para beber»

Sal 94,1-2.6-9: «Escucharemos tu voz, Señor»

Rm 5,1-2.5-8: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu

Santo que se nos ha dado»

Jn 4,5-42: «Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

Como en otro tiempo le ocurrió a Nicodemo, la samaritana se queda en la mera epidermis de

lo que oye. No sólo porque no entienda, sino porque no sabe profundizar. Jesús intenta que descubra

dentro de sí misma nuevas posibilidades: «Si conocieras el don de Dios...» Comprender y aceptar el

«otro nivel», el de Jesús, llevará a la mujer no sólo al cambio personal, sino al testimonio: «Ya no

creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es en verdad el

Salvador del mundo».

Este es el primer domingo de catequesis de los catecúmenos inmediatamente antes de recibir

el Bautismo. Jesucristo les era presentado como «agua viva» y el creyente como «el que bebe del

agua que Él le dará y que se convertirá en surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».

III. SITUACIÓN HUMANA

Atados al presente, esclavos del cada día, de lo que tenemos a mano nos falta imaginación

para adivinar caminos nuevos, un futuro verdaderamente humano. Vivimos en una sociedad en la

que cada día gana terreno lo frívolo, lo superficial. El mundo de hoy navega por encima sin bucear

nunca en la hondura de la realidad. Y se empobrece.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El agua, símbolo del Espíritu Santo: “El simbolismo del agua es significativo de la acción

del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se

convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de

nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro

nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero «bautizados en un solo Espíritu»,

también «hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12,13): el Espíritu es, pues, también

personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado como de su manantial y que en nosotros

brota en vida eterna” (694).

– El Bautismo en la economía de la salvación: 1217. 1218. 1219. 1220. 1221. 1222.

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La respuesta

– Dar a Dios culto en espíritu y en verdad: “El culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) de la

Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los

hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son

las «piedras vivas», reunidas para «la edificación de un edificio espiritual» (1 P 2,4- 5). El Cuerpo de

Cristo resucitado es el templo espiritual de donde brota la fuente de agua viva. Incorporados a Cristo

por el Espíritu Santo, «somos el templo de Dios vivo» (2 Co 6,16)” (1179).

– Fuentes de la oración: 2652-2660.

El testimonio cristiano

– “... (Jesús) pide de beber y promete dar de beber; necesita como si hubiera de recibir, y

mana como si hubiera de saciar. «Si conocieras, dice, el don de Dios». Este don de Dios es el

Espíritu Santo, pero todavía está oculto a la mujer y poco a poco va entrando en su corazón. Quizás

ya lo está presagiando. ¿Hay algo más suave y bello que estas palabras: Si conocieras...? Agua viva

es la que corre de una fuente... es la que había allí, ¿cómo, pues, promete lo que pide?” (San Agustín,

De diversis, 12). El que se siente incorporado al Misterio Pascual de Cristo por el agua y el Espíritu,

hace de su vida un acto permanente de culto al Padre en espíritu y en verdad.

___________________________

P. Julio César RAMOS González SDB (Salta, Argentina) (www.evangeli.net)

Dame de beber

Hoy, como en aquel mediodía en Samaría, Jesús se acerca a nuestra vida, a mitad de nuestro

camino cuaresmal, pidiéndonos como a la Samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material

—nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente

deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe».

El Prefacio de la celebración eucarística de hoy nos hablará de que este diálogo termina con

un trueque salvífico en donde el Señor, «(...) al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella

la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el

fuego del amor divino».

Ese deseo salvador de Jesús vuelto “sed” es, hoy día también, “sed” de nuestra fe, de nuestra

respuesta de fe ante tantas invitaciones cuaresmales a la conversión, al cambio, a reconciliarnos con

Dios y los hermanos, a prepararnos lo mejor posible para recibir una nueva vida de resucitados en la

Pascua que se nos acerca.

«Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26): esta directa y manifiesta confesión de Jesús

acerca de su misión, cosa que no había hecho con nadie antes, muestra igualmente el amor de Dios

que se hace más búsqueda del pecador y promesa de salvación que saciará abundantemente el deseo

humano de la Vida verdadera. Es así que, más adelante en este mismo Evangelio, Jesús proclamará:

«Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: ‘De su seno

correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37b-38). Por eso, tu compromiso es hoy salir de ti y decir a los

hombres: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho…» (Jn 4, 29).