Donde cabe la esperanza de eduardo paganini
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Donde cabe
la esperanza
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Donde cabe
la esperanza
Eduardo Hugo Paganini
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Donde cabe
la esperanza
Eduardo Hugo Paganini
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
3
ISBN 978-987-33-5545-5
Eduardo Hugo Paganini
Donde cabe la esperanza
Novela
Editorial La Torre Encantada ©2015
República Argentina
Contacto: [email protected]
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
5
A mi país y a su gente, pero con el
que yo sueño y con el que yo espero.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
7
I
ielo y tierra; arriba y abajo, claro.
Y abajo, en la tierra, la línea horizontal, la lonja apaisada. Y en ella,
atravesando todo, un breve vertical: un ciclista. Ahora, demorado; casi inmóvil. A su
costado patas pa’arriba, la máquina. En observación.
Al apretar con los dedos la cubierta delantera, comprobó que quedaba
poco aire. La llanta metálica, que alguna vez —hace ya mucho tiempo— fuera
cromada y refulgente, recogía con resignación cotidiana el polvillo hueco de los
caminos puebleros. Con esa misma mano, extendida verificó la rigidez de los
rayos de la bicicleta, balanceada al borde de la ruta. Flojedades y torceduras en
los alambres le sacaron una expresión al aire, una protesta con amargura:
— ¡La pucha...!
Volcó su vehículo, se irguió, compuso su gorro-divisa y, pedaleando
rítmicamente, continuó el reparto. En movimiento, Atilio levantó la saca de la
cesta de manubrio, casi vacía, y la terció con una media bolea a la espalda,
para aliviar, en algo, el peso a esa rueda, preocupante y medio desinflada.
Octubre ejercía su oficio caldeado y fermentante sobre su espalda
traspirada. El olor agrio del cuero manoseado que provenía de la bolsa de
correspondencias se entremezclaba con el aroma dulzón de las pujantes frutas
primaverales.
A su izquierda, un sendero. Giró por allí y enfiló bajo una doble hilera de
casuarinas centoañosas. El sendero es más sombra que camino. El aire allí
refrescaba al pedaleo.
C
Eduardo H. Paganini
Entre ramajes y arbustos, al fondo, era perceptible el descolorido y
descascarado caserón de los Montoya. Casona excepcional, única en el pago.
Amplia y monumental como un coloso sobreviviente del siglo XIX, último vestigio
de aquel esplendor. Balaustradas de mármol, cenizoso y agrietado, pareciendo
una sonrisa tonta. Galerías luminosas tras los ladrillos de vidrio hueco, pero vacías.
Un mirador enarbolado, que es todavía la máxima culminación de altura
habitable en El Aguanillo. Puertas y ventanas, cerradas a macha martillo.
Unos cuantos metros antes del umbral, nuestro ciclista se desvió por una
huellita, que lo condujo gentilmente cuesta abajo hasta el humilde puesto de los
caseros. En el patio de tierra barrida, desde bajo una mesa, se asomó un perro
que al ver a Atilio apenas penduló el rabo y volvió a acostarse bajo la tabla.
Como no apareció nadie para recibirlo, Atilio pegó dos enérgicos timbrazos de su
bici y pegó el grito:
— ¡Carteroo!
Salió don Sexto, corriendo una pesada cortina overa, de dentro del rancho.
El perro, al ver a su amo, hizo un supremo esfuerzo, alzó su cuerpo nuevamente y
caminó hasta los pies de Atilio, a los que olfateó con pericia, Para luego regresar,
cola bamboleante en alto hasta donde don Sexto. Allí rodeó dos, tres veces los
pies descalzos de su amo y, suponiendo cumplida su tarea profesional, regresó
finalmente hasta su sitio.
— ¡Pah! Que le salió bravo el animal...! —chuceó simpáticamente el
muchacho.
— ¿Qué tal, Atilio? Sentáte nomah’— invitó el hombre que rodó un taburete
hasta la mesa— Viera qué guardián es el Luque… ¡cuando no anda de licencia
como hoy! —rió el visitado.
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La bicicleta quedó apoyada en un tarco florido, cuyo espectáculo
cromático y ofrendante retuvo unos segundos la atención de Atilio, admirado por
los rosáceos reflejos del árbol.
— ¡Estebana! Tráite un mate pa’l Atilio, ¿queréh’? — voceó hacia el rancho
don Sexto, acomodándose su camiseta sin mangas y corrigiendo con cierta
coquetería el nudo de su pañuelo de cuello.— Parece que viene agua… ya están
rondando loh’ alguacileh’... —comentó levantando su cara hacia el cielo.
— Ahá…
— ¿Qué tal Atilio? Tomate un dulce —ofrece la gruesa mujer que recién ha
aparecido de entre las cortinas perseguida por un difuso séquito de ojitos
puramente negros y canillitas frágiles, chiquillos que se aferran, se aherrojan, a su
pollera maternal, mientras miran con timidez y temor al intruso.
— Gracias, doña —paladeó satisfecho Atilio, después de tres cebadas
continuas.
La mujer y sus delgaditos satélites desaparecieron, se eclipsaron, en el
interior de la casucha. El hombre y el muchacho quedaron en silencio, en
satisfecho silencio, al borde de la mesa, mirando en torno al follaje apretado y
rumoroso.
Las casuarinas entrelazan sus dedos negriverdes en lo alto. El sol lentamente
amarillea en las rugosidades de los troncos, columnas leñosas que bordean el
camino de tierra. De las ramas altas escapan sonidos y vuelos que se anudan con
otros cantos y otros desplazamientos de la mañana. Un hornero carraspea
chillonamente junto a su dama, demarcando un territorio propio y expresando su
mal genio; al rato, su estampa fugaz color ladrillo se explaya en mancha difusa
en el aire. Al tope del sendero ancho se yergue el silencioso caserón corroído,
ballena encallada de cal y canto que duerme su sueño de épocas más gráciles;
Eduardo H. Paganini
cada persiana descolorida es un párpado inerte que contrasta por oposición
vital con la luz, la música y la vida que hierven en el entorno.
Atilio recuerda:
“Qué sombra habrás cobijado
con tu sombra protectora;
cuánta niñez liberada
en tus salones infinitos.
Dónde están ahora
esos fantasmas ancestrales
que no tienen de tu figura derruida
ni un simple rincón para ahuecarse.
Fuiste gloria, lujo y esplendor
de una patria que se revolvía
y ahora el tiempo y el aire te desmenuzaron
con su paciencia corrosiva hasta
la indigna dimensión del escombro.”
La sombra, bajo la cual protegen su acompañamiento hombre y muchacho,
se cristaliza eternamente segura. No hay elemento cósmico ni fuerza mística que
pueda fisurar esa armonía matinal. Como si fuese la primera vez, la vez
primigenia, la situación original, la vida se organiza triunfante por sobre el caos
nocturno. Milagro natural, extraordinario y cotidiano a la vez, que tiene en Atilio y
en don Sexto a dos sacerdotes oficiantes y contemplativos.
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Así, frente a frente, en completo silencio, cómodos, permanecieron un rato,
inmensurable para el tiempo cronológico. Despreocupados de conversaciones
…para qué estar agregando palabras a lo que ya está diciendo todo.
Al rato, fue don Sexto el primero en cortar el clima mágico:
— ¡Me imagino que no habráh’ tráido carta!
— No. Hace mucho ya que no escriben los hijos de Montoya. Pero... el
recorrido lo hago igual... Usted sabe: alguien que quiera mandar una carta y no
pueda bajar al pueblo, otro que tenga que comprar estampillas... En fin, esas
cosas... El recorrido igual hay que hacerlo! ¡Ah! A propósito, dice Tacho si no
tiene algunos gorros viejos... No sé cuál será la locura, pero me pidió que le
pregunte eso. ¿Será para los caballos…? me parece. Como se viene el verano…
vio?
— Gorros viejos… gorros viejos... A ver, dejáme ver...
¡Estebana! ¡Fijáte en mi bolso azul si no hay algún gorro que ya no use —y
luego bajando la voz y dirigiéndose a Atilio—. Ahura vamoh’ a ver, me parece
que algo hay... un par de ésoh’ de lana... ¿serán calurosos pa’l verano? Bueh’,
que él vea. Si le sirve, bien. A ver...
Tomó el bollo de lana que le ofrecía su mujer desde la puerta. Revisó el
contenido, desarmando el lío, aprobó y desaprobó según los casos y volvió a
arrollarlo, entregándoselo al muchacho a quien dijo:
— ¡Che! ¿Y qué uso le va a dar Tacho a estoh’ gorroh’? ¿Ah?
— ¡Vaya uno a saber...! Según parece es para cubrir los caballos del solazo...
Digo yo... Muy bien, no sé —respondió el cartero, quien recapacitando sobre el
trabajo restante, ya ponía su pie sobre el pedal.
Eduardo H. Paganini
— Te falta aire en esa rueda, chango —advirtió paternalmente don Sexto,
agachándose hasta allí donde el tacto comprobaba su intuición.
— Si, ya he visto. Cuando llegue a lo de Puchito la inflo bien.
— Lástima que acá en el galpón ya ni quedan la ratas pa’ darte una
mano...
Desde dentro del rancho la mujer gritó:
— ¡La corbata, Sesto!
— ¡Aahh! ¡Cha que me olvidaba...! Fijáte cuando paséh’ por la salita si está
el doctor Trizato y pedíle al hombre la corbata ‘e seda que le empriesté el mes
pasao pa’l casamiento ‘e la hija ‘el Turco Hakim.. Porque la tengo que devolver a
la casa, no vaya que aparezca Montoya... ¡De paso hacéle llegar un respeto,
buen hombre el Trizato!
— ¡‘Ta güeno! —remedó aparatosamente Atilio, más con afecto que sin
respeto—. Yo se la traigo esa corbata entonces... Mañana, o tal vez el lunes... y
partió Atilio luego de asegurar los gorros de lana deshilachada en su saca, que
volvió a colgar del hombro.
Don Sexto, desde su silla, lo vio alejarse, acompañándolo con la vista hasta
que la bicicleta fue un manchón indescifrable del paisaje.
— ¡Estebana! —gritó el hombre hacia el interior del rancho—. ¡Veníte a
tomar unos amargos, que ya eh’ la oración!
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II
La huellita. El sendero. Casuarina junto a casuarina, hasta llegar al
camino de tierra de donde proviniera. Desandar, para seguir andando.
Sincrónicamente con el último pedaleo antes del cruce, desde una estancia
en la altura, el canto prepotente de un pitogüé lo sobresaltó.
— ¡Ahijuna! Lindo chiflido... —se rió de su propio susto Atilio.
Nuevamente su exclusivo acompañamiento era el paisaje. Casi el silencio, y
el paisaje. Podía presumir la proximidad física de la familia recién visitada,
pero la vista sólo ofrecía campiña despoblada. Tierra, pasto, árbol, pájaro, y
por sobre todo eso, cielo y solazo.
El camino desembocaba ahora en el “puentecito de la leche”. Breve y
débil construcción, “provisoria pa’ siempre”, que se había colocado unos
cuantos años atrás, cuando don Virginio, el actual jefe de estación, había
sido intendente de El Aguanillo y “donado” dos durmientes ferroviarios en
desuso para atravesar el tajo líquido. La desigual ensambladura entre los
maderos, sumada a la superficie generalmente barrosa y resbaladiza más los
cabeceos oscilantes por su falso apoyo, hacían que su cruce fuera evitado
por algunas personas de edad, pero —sobre todo— quienes eludían
sistemáticamente su atravesamiento eran los curaditos, los chumaditos, es
decir los excedidos en alcohol, y lo evitaban a pesar de la gran ventaja que
ofrecía el paso: por allí el camino era mucho más corto hacia las casas. Este
acontecimiento provocó que el lugar fuera bautizado como “el puentecito
de la leche”, en un gesto de ingeniosidad topográfica atribuible a Tacho, y
el nombre se justificaba en que “los borrachos no lo toman nunca”.
Eduardo H. Paganini
El arroyito que cortaba allí era uno de esos típicos riachuelos de llanura
que viene dragando el humus desde hace millones de años y viaja
sumergido un par de metros desde el nivel de piso, quebrando en dos la
leve panza de la pradera. No le faltaban a éste ni las clásicas barrancas ni
los codiciados bagres.
Arribado al puente, Atilio descendió de su rodado para cruzarlo. Por
más hábil y experimentado ciclista que fuera, le resultaba imposible transitar
esas tablas montado en su máquina. Mientras se deslizaba en el extremo de
su precaución, adivinó ahí abajo, a su derecha, en la orilla hundida del
arroyuelo, un rápido desplazamiento entre los arbustos nutridos y los álamos
jóvenes que crecían chúcaros. Desde el filo del puente lanzó un estridente
silbido, casi un chirrido de pirincho, que conllevaba toda la carga de una
señal en clave. Repitió el sonido y esperó sonriente, pues estaba seguro de
su presunción.
A los pocos segundos, de entre las hojas reverberadas y tremulantes de
los álamos, emergió un rostro barbudo y sucio, casi un mascarón de proa
deteriorado, que preguntó:
— ¡¿Eh?! ¡¿,Eh?! ¿Sos vos Atilio? ¿Sos vos? ¿Estás solo? ¿Estás solo? ¿No
viene el Carpincho con vos? ¿Estás solo?
Atilio siempre sonriente, desanduvo los pasos recién dados hasta
acercarse a la orilla del riacho, al tiempo que cordialmente saludaba:
— ¿Qué contás Pinela? Te pensaste que te me ibas a esconder ¿eh? —
y rió el muchacho, para luego agregar—. ¡Qué iluso sos! Soy el ojo más veloz
de El Aguanillo y planetas circundantes...
— ¿Viniste solo, viniste? ¿No viene el Carpincho con vos, eh?
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Sin necesidad de contestarle, Atilio acostó su bicicleta en el talud
costero, se descalzó y remojó tranquilamente sus pies, sentándose en la
orilla. El agua, amarronada y lenta, lo dejaba hacer; sin lluvias próximas era
un dócil animalito casi doméstico.
El otro, Pinela, un linyera consuetudinario, poco a poco iba
calmándose en su excitación inicial y se acercó al joven. Un largo gabán
renegrido y desarmado lo encapotaba desde los hombros basta los tobillos,
el cuello flacucho y arrugado emergía de las solapas para sostener una
cabeza asandiada, el rostro curtido y con cabellera conflictiva y grasosa.
Vestía un enorme pantalón verde que se ceñía a la cintura mediante un hilo
sisal como cinto y que colgaba como bandera sin viento.
— Está linda el agua ¿eh? Yo pesqué dos bagres hoy temprano. ¡Qué
tal! ¿Eh? No está mal. Hoy Pinela, o sea yo, come bagre al barro, ¿eh? ...
bagre al barro, jua!... —luego, cambiando repentinamente de tono y al
tiempo que gesticulaba aspaventosamente prosiguió—. ¿No me trajiste
carta hoy?... Mirá, la que me trajiste ayer, la del presidente te digo, no la
pienso contestar: no, no, no. ¿Eh?, así que a no insistirme... Me pide consejos
a mí para curar a los enfermos de una buena vez por todas para que no
haya más hospitales... ¡a mí!, ¡¡justamente a mí!! ¿Y para qué es él el
presidente? ¿eh? ¿Para qué? —y de pronto, concluyendo su exaltada
alocución, se sentó junto a Atilio, agregando—. Buen, mejor me calmo
porque si no me da la fatiga y me vuelvo loco. Mejor me calmo... Che,
prestáme la bici que voy a dar una vueltita ¿eh? ¡Dale che, prestámela!
Fue tan espontánea y veloz la solicitud que Atilio no pudo responder, ya
el otro, rápido como viborazo, había montado en el vehículo, desde donde
le arrojó para ser atajada la saca de correspondencia.
Eduardo H. Paganini
—Por lo menos salvé las cartas... —susurró con resignación Atilio, que no
tuvo fuerzas para advertirle a su amigo sobre el poco aire de la rueda
delantera.
Pinela, sorprendentemente, a pesar de su incómodo y trabante gabán,
pedaleaba con descomunal habilidad para un misántropo, zigzagueando
eléctricamente a la vera del agua. Atilio, si bien sabía de la pericia de
Pinela, no dejaba de alarmarse ciertamente, pues las maniobras del atípico
conductor eran riesgosas e imprevisibles.
— ¡Che! ¡Ojo que tengo que seguir laburando…! —protestó el
muchacho intentando inútilmente llamar a la cordura al otro.
Pinela ya había remontado el desnivel del suelo y corría ahora de pleno
hacia el puente de quebracho, a toda máquina. Una vez llegado allí, pegó
un golpe de manubrio y la máquina toda viró a 90º, atravesando prolija y
milagrosamente por una de las vigas de acero vegetal hasta la otra orilla. La
brusquedad de la maniobra fue impactante, pero la destreza fina
desarrollada lo fue más.
Atilio, al borde de la angustia inundante, desde su puesto ínfimo lo vio
perderse por detrás de la barranca opuesta. Al instante volvió a aparecer,
deteniéndose al borde del puente. Desde allí, con vozarrón de animador de
kermesse anunció:
— ¡Y ahora, se-ño-ras y se-ño-res, da-mas y ca-ba-lle-ros, niños también!
La gran atracción del circo-teatro de los Her-ma-nos Sa-rras-tís: el gran-dio-
so, el Co-lo-sal, el ú-ni-co... Walter Broters ¡el temerario!, en su increíble, in-
far-tan-te, ¡nun-ca vis-to!: cruce del alambre ¡sin red!—. Y alzó los brazos en
un saludo de apoteosis, desatendió por un segundo a la multitud para enviar
un personalizado saludo hacia Atilio, quien mientras tanto buscaba
ascender al nivel del camino. Pinela dio el impulso inicial y necesario para
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que la bicicleta vuelva a atravesar por uno de los quebrachos el pequeño
abismo, abismito de entrecasa.
— ¡Cuidaadooo...! —balbuceó Atilio, a pesar de que era inútil todo
intento de reparo o detención.
Nuevamente el acróbata estaba frente al alambre, el público se
hundía en su silencio expectante, cuando el locutor anunció:
— ¡¡Y ahora, la prue-ba fi-nal!! ¡El grandioso, el increíble Walter Broters
hará su cruce a ciegas! ¡Cruce del alambre, sin red y ¡¡a ciegas!! —y reventó
la fanfarria sonando su música criolla de tensión y tragedia.
Pinela, con sus manoplas, desenrolló una especie de bonete rojo y
cubrió completamente su teste, tapándose el rostro. Gesticuló
expresivamente mostrando que nada le era posible percibir por sus ojos, y
una vez más salió hacia adelante, en otro cruce perfecto.
Desde la otra orilla, una vez llegado, quitóse el gorro, agradeció con
modulados gestos los aplausos de un público entusiasta, y anunció:
— ¡Más finalmente todavía, el gran Walter Broters, en homenaje a la
visita especial que nos hace el jefe de correos del país, don Atilio Moreno,
efectuará su cru-ce mor-tal con pe-li-gro de muer-te!! ¡¡¡El cruce de alambre
con saltoo alll vaacíooo!!! El gran Walter Broters saltará al vacío permitiendo
que su rodado llegue sin conductor hasta el otro extremo del alambre y así,
máquina y hombre salvarán sus vidas!!! Pedimos por favor concentración y
silencio al respetable público... porque cualquier ruidito podría molestar al
gran Walter Broters...
Se intranquilizó más aún Atilio, porque nunca antes había visto esa
prueba y ni imaginaba qué podría llegar a hacer Pinela con su herramienta
Eduardo H. Paganini
de trabajo; por las dudas se acercó hasta el camino y aguardó lo que
vendría.
Pinela inspiró tres veces con magistral aparatosidad, secó sus manos e
impulsó la bicicleta hacia el cruce terrible. Pero esta oportunidad, en vez de
concluirlo normalmente como en las otras veces, se puso de pie sobre los
pedales en la mitad del trayecto, con una rapidez eléctrica saltó de cabeza
hacia el agua, impulsando con las piernas el vehículo hasta la orilla donde
fue recibido por un casi obnubilado Atilio, que no sabía bien a quién
atender primero: si a la máquina bamboleante sin hombre o si al hombre
sumergiéndose sin máquina.
Rápido se calmó Atilio al comprobar que de entre las removidas aguas
emergía un Pinela o un gran Walter empapado, barroso y radiante de
heroísmo.
— Ahora parezco un bagre, parezco ¿eh?
— Me parece que vos estás medio loco, Pinela —rió Atilio sanamente,
mientras extendía su brazo para que el otro saliera del resbaladizo cauce. El
último tirón posibilitó que Pinela fuera extraído de la orilla líquida, pero hizo
caer de espaldas al joven. Las carcajadas de ambos caídos, uno de traste
en los yuyos y él otro de panza en el barro, fueron el saldo de la función
circense.
Pinela, repentinamente se puso serio, se sentó, enjugó su barbado
rostro y con el ceño adusto dijo como para sí:
— ¡Uh! Hacía mucho que no me reía... Ya no me río de nada... Ya...
Hasta a veces me olvido que puedo reír... Hacía tanto que no me reía.
Además que como siempre ando solo, si me río, no va a faltar el que diga:
ése se ríe solo, ése está loco. ¡Qué me importa que ando solo! Si ya ni me
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acuerdo que ando solo... —ablandó la mirada y enfocando hacia Atilio
concluyó—. Pero si todos fueran amigos como vos...
El muchacho, que apenas había oído el susurro de Pinela, se incorporó
y sacudió su dolorida espalda, afelpada de pastos secos:
— ¡Uy uy uy! Estaba durito el piso… Cómo me quedó la bisagra. Bueno,
Pinela, me tengo que ir yendo… Todavía tengo para rato, vamos para
arriba.
Ascendieron entre carcajadas y bromas hasta el camino, donde yacía
la bicicleta. Atilio la recogió del suelo y la puso en manos de Pinela,
advirtiendo:
— ¡Tengamelá! No subás otra vez que ya hiciste el show... Esperáme
acá que voy a buscar la bolsa y las zapatillas.
Rígido en su postura, fiel a la consigna, el loco clamó hacia el bajo
donde estaba Atilio:
— Si pasás por la estación, decíle a don Virginio que me mande yerba,
total a él se la dan gratis. Decíle que yo siempre lo voté a él, que no sea
cagador… decíle ¿eh?
— ¡¿Que lo votaste a él?!
— ¡Pst, no! Son macanas, …para que se afloje y mande la yerba!
— Está bien, yo le digo —contestó Atilio que ya estaba de regreso con
su equipo completo—, pero él te va a pedir de nuevo que le devuelvas el
mate que te prestó la vez pasada...
— Hummm... Cierto... —meditó Pinela—. Está bien. ¡Se lo devuelvo y
chau!, pero que me mande yerba ¿eh? —y salió al trote zancudo hasta unos
Eduardo H. Paganini
matorrales próximos de donde surgió al rato con un opaco porongo ocre.—
Tomá. Pero que me mande yerba ¿eh? Daseló.
— ¿Y por qué ahora se lo devolvés tan pronto? —interrogó el
muchacho, intrigado por la rápida concesión, consciente de las mañas
urraqueras del linyera y de las reiteradas negativas a esa devolución.— Si lo
devolvés, no vas a poder tomar mate, y la yerba...
— No tomaré mate, pero con la yerba me hago un yerbeadito… en
cambio con esto no hago ni un caldo ¿eh? Tomá daseló. No soy tan gil,
viejo, ¿eh?
Atilio inició su retirada, apabullado por la lógica contundente de
Pinela.
— Chau, Pinela —saludó subiendo a la bicicleta una vez traspuesto el
puente: no era cosa de imitar al amigo y venirse abajo.
— Chau Atilio! Vení mañana vení ¿eh? —y quedó su figura endurecida
como centinela del puente, despidiéndose con la mirada.
— Bueno, tengo mucho que hacer! —se dijo al rato y volvió a
transmutarse en el paisaje.
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III
El camino se volvió recta absoluta. Alejadora y llevadera. Mermó la
arboleda, el cielo, el campo. Paredes, cercos, tranqueras; ese umbral
inefable que recorta el espacio y prefigura el pueblo. La naturaleza se
mixtura con la civilización. La tierra se hace ladrillo; el cielo, ventanal; la
pradera, jardín; el pájaro, jaula.
Al poco tiempo de andar, el camino se hizo calle. Pasó al lado de
algunos cuadrados de cemento gris: las primeras casas del pueblo. Bordeó
la ligustrina de la quinta de los Tapia, giró en la esquina y ya estuvo en la
calle que a las pocas cuadras lo llevó hasta un portal con vidrieras, en cuyas
jambas se leía en grandes letras doradas “TIENDAS HAKIM E HIJOS”. Ahí detuvo
su vehículo, y penetró en el local. Al ingresar, debió entrecerrar los párpados
para acostumbrar su visión al umbrío sitio. Si bien no podía captar detalles,
su olfato le confirmaba que estaba en la tienda del turco: sólo allí el aire
estaba tan misteriosamente impregnado de aprestos y esencias.
— Buan día, Adilia —saludó el viejo Hakim, que se descubrió detrás de
la caja y de sus bigotazos manubrio. El recibimiento en esa media lengua
concluyó por orientar, al cartero dentro del local:
— ¡Ah! estaba ahí…
— ¿Qué basa? ¿Diene carda bara mí hoy?
— No, don Hakim, no hay carta. Por ahora lo único suyo fue la boleta
que le traje ayer... la del impuesto...
— ¡Bah! Menas mal, desde hace meses sólo imbuestas y más imbuestas
para don Hakim. ¡Ahhhhh! —gimió escandalosamente dolorido. — ¡Pero!...
Basa, basa adentro muschacho. ¿Qué drae a vos por agá, Adilia?
Eduardo H. Paganini
A pesar del acostumbramiento, Atilio aún no recibía con comodidad
las frases del tendero, por lo que debía esforzarse para interpretarlo.
— ¿Eh? ¡Ah! Sí... manda decir el comisario que necesita dos docenas
de botones para casacas... y también dice que los anote, que cuando
reciba partida le va a pagar.
— Cuando tenga bardida, bardida... ¡Ja! Ya van gomo ocha bardidas
que debe esa comisaria... ¡Comisaria Garbincha! Manguera... —se le
dilataban las venas del cuello—. ¿De qué color guiere vos botonas?
— Y... ¡azules!
— ¿Botonas azules bara comisaria? Jue... Jue... ¡Esa sí que está buena,
sché! Justo botonás azules...
El hombrón se alzó trabajosamente y revisó entre los estantes vidriados
del escaparate. Al rato regresó con una cajuela en las manos, que depositó
sobre el mostrador. Luego manoteó una sillita de mimbre y paja donde
acomodó su corporeidad, y con un movimiento circular de la mano
comenzó a hablar con tono francamente paternal:
— Adilia... vos sos greoyo (criollo)... bero vos me regüerdas a Ibn Vani
allá en Líbano... Años y años adrás... Él era más gorpulenta, pero tenía
mismos ojos tuyos. Yo era su amigo... ¡los dos éramos mucha amigos! Él era
joven trabajador ayudando su familia, trabajaba cuero. Acá eso se dice
te—la—bar—te—ra, o algo así... Yo también joven drabajador para ayudar
mis padres y hermanas, yo hacía quesos en fábriga de mi pueblo.., buena
quesos, Adilia!: sanos, caseras, ¡nada de esa químiga que ponen ahora!
Queso natural, cuajado con tiempo. Trabajábamos hasta seis, siete de la
tarde. Allá sol es grande... pega con todo. A esa hora luz es mucha todavía.
De salida del trabaja, todos los días nos encontrábamos con Ibn Vani en
bosque cergana a pueblo. Allá jugábamos a trepar cedros, a correr, y
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23
charlábamos, charlábamos… me confesaba su nueva novia, o
comentábamos la última paliza que nos habían dada por alguna
dravesura... ¡Qué linda recuerdos tengo yo del Líbano en esa époga, Adilia!
La misma mano que había hecho el movimiento conjurante al inicio de
las palabras, ahora llegaba hasta la frente amplia y rugosa, se deslizaba
opresoramente sobre la piel desde el negro entrecejo hasta el occipucio
calvo. El turco Hakim se dejó ganar el ánimo por la melancolía, según lo
expresaba el cambio de su mirada, de su tono de voz, que con mayor
gravedad y entrecortadamente agregó:
— Bero… un día hubo revueltas.., gente nerviosa por calles, mugueres
corrían, lloraban y corrían.., me agüerdo que había nena llorando,
abandonada, solita... Todo pueblo denía terror... ¿sabes por qué? ¡Venía
durco! ¡Sanguinaria! ¡Gaballería durco, Adilia! No sabes lo que puede ser...
Alfanje en alta, corta gabeza acá, corta gabeza allá, corta... corta... ¡Ah!
Turco herejes...!
Hizo un breve alto, tomó aire y con tono didáctico increpó a Atilio:
— Y ustedes acá dicen turco a nosotras los libaneses… ¡Adilia...! Está
mal llamada así libanés, durco es peor enemigo de libanés... Libanés es
guente gristiana, turco no... ¿gomprendes?
La mano de Hakim llegó hasta la barbilla para darse un rápido frote
masajeador, y se dejó invadir otra vez por el dolor:
— ...Ibn Vani venía de fábriga a casa, sin sospechar nada de barulla
que había en pueblo, en camino del bosque lo asaltó la horda. Yo vi cuerpo
sin gabeza de Ibn Vani... ensangrentado contra un cedro... Yo mismo
sebulté su cuerpo y recé por su alma gristiana… ¿Sabes cosa? Adilia? Desde
ese momenta siempre me pregunta yo: ¿Por gué guerra, Adilia? ¿por gué?
¿por gué el gue guiere belear no belea él mismo solito, sino que manda otro,
Eduardo H. Paganini
y el que no guiere belear lo obligan a belear? Adilia, ¿vos sabes por gué la
guerra?
Hubo un segundo de silencio, un segundo pero muy tenso. Don Hakim
prosiguió su relato, calmada parcialmente su angustia:
—Ese día, Adilia, también juré que buscaría dierra de paz, de trabaga,
de gusticia... Levanté todas mis cosas y me fui... Y acá estoy... No es igual a
lo que soñé allá en Líbano, pero ya lo va a ser... todavía nos queda la
esperanza... Yo vine de govencito... Buerto de Buenas Aires es grande,
ciudad es más grande, ¡linda!. Pero mis barientes —que me habían traído—
vivían más adentra del país; brimera anduve por Mandoza, La Rioja,
Gatamarca, Salda... Ahora estoy en El Aguanillo y de acá no me sacan ni los
turcos. ¡Qué tal!
La guapeada le despertó el buen humor, llegó a la sonrisa para añadir:
— ¡Eh! Che, te estoy hablanda y vos estás ahí media muerto con
garganta reseca... ¡Zulma! —llamó hacia la trastienda—. Traé agua fresga
para Adilia que está calor...!
Al momento, una robusta mujer, cargada con la sensualidad potente
del oriente, alcanzó con regordeta mano una jarra de loza que transpiraba
frescor, el agua rebosante reflejaba fragmentariamente la escasa luz de los
portales lejanos. Al enfrentar al joven cartero, lo saludó con su profunda y
turbadora mirada de ojos negros. Con avidez Atilio apagó una de las dos
sedes que yacían en su cuerpo.
Vio perderse la carnosa figura de la mujer por entre cortinados y tules,
casi embobado. La pregunta del viejo Hakim lo quitó de ese arrobamiento,
sobresaltándolo:
— ¿Gué cosa trae por acá, Adilia, entonces, …si no hay carta?
Donde cabe la esperanza
25
— ¿Eh? ¡Ah! Sí, sí... solamente lo de los botones para el Comisario.
— Buen, acá están y decíle que pague, que mande blatita, blatita
fresca quiere Hakim, decíle.
— Cómo no! Don Hakim, si no ordena otra cosa me voy, que todavía
tengo para rato —y se puso de pie Atilio, recogiendo el paquete de
botones.
— Asberá un momentita, mira no tengo cambio, dile al gayega del almacén
que te dea cambio de un peso. Toma, acá está billeta. ¡No vayas a berderla,
Adilia!
— Pst! ¡Favor! —exclamó el cartero, orgulloso por la confianza que le confería
Hakim, el más receloso mercader de El Aguanillo, más que un mandado, un
recado, era toda una ceremonia de consagración. Tomó el billete, lo dobló con
cuidado y con inusual precaución lo guardó en el bolsillo de su saca. —Después
del recorrido se lo traigo?
— No. Mejor dile a gayega que mande cambio rápido.
— Bueh. Hasta luego don Hakim —y atravesando el umbral, lo recibió el
violento resplandor de las diez de la mañana.
Tintinearon los botones en la caja, donde los colocara Hakim, al iniciar el
pedaleo por la calle empedrada.
— Chau, muschacho —se despidió el tendero, que había salido hasta la
puerta para acompañar con la vista la partida de Atilio.
La transparencia del sol en la vereda lo movió a quedarse allí por un buen
rato.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
27
IV
Atilio dobló en la esquina hacia la derecha, saludó con el brazo en alto al viejo
Checho, quien con el preventivo tarro de veneno en la mano buscaba el hormiguero
de turno que atentare contra sus rosales.
¡El viejo Checho! ¡Cuánto hacía que no lo escuchaba cantar en alguna
guitarreada!
Ya estaba en pleno pueblo. El Aguanillo. Pueblo criollo como tantos. Plaza al
centro. Damero. Ejido. Plantas bajas. Un arroyo tangente. El hilo invisible de una Historia
que enhebra destinos sin cesar. El Aguanillo, un pueblo que yace como testimonio de lo
que se quiso ser y como ofrenda de lo que pudo haber sido. Un signo espacial de idas,
altos y retrocesos; un ramal pleno de vías muertas que persiste en seguir uniendo, o
viviendo. El Aguanillo: un reloj sin agujas, un presagio del pasado, una nostalgia
actualizada y presente; un grano en la llanura, purulento de casas, vidas y muertos.
Atilio cruzó la ruta, único asfalto del pueblo; desde un sulky, a sus espaldas, lo
saludaron a viva voz:
— ¡Atilioo!
Al ratito, las manchas de aceite negro en el suelo y de pintura multicolor en las
paredes certificaban que había llegado a lo de Puchito, el mecánico del pueblo, valor
local del T.C., del Turismo de Carretera. Desde la boca del taller, Atilio gritó mientras se
acercaba a la manga de aire comprimido:
— ¡Hola! Te uso el aire, Pucho!
Desde las fauces entreabiertas de un viejo tractor Someca, próximo a tragarse al
dueño del taller, le contestaron:
Eduardo H. Paganini
— Dale nomás tranquilo, ¡che!
Una llave pegó con bronca contra la tapa de cilindros, al tiempo que Puchito
recobraba la vertical y salía de la aparente trampa.
—No hay caso, viejo —dijo, limpiándose las manos con estopa. Cuando hay
problema de electricidad se me complica todo...
Atilio llegaba él, satisfecho de su rueda delantera recién inflada:
— ¡Ya está! Ahora sí... ¿Cómo anda esa máquina infernal? — apuntó con la mirada
a un grueso Ford ‘47 que descansaba en un rincón.
— ¡¡Ahh!! ¡El Liebre II! Lo estoy dejando al pelo... Vení, vení a ver qué motorazo
fenómeno! ¡¡Fijáte, qué fierro!! —y en tanto golpeaba con el puño las partes más duras—
. Mirá, ocho cilindros en “ve”, viejito. Decíme si no es una barbaridad de máquina,
decíme. Claro que todo se lo tuve que hacer de nuevo, a cero, porque si no con el
motor original no levantaba más de ochenta, ni llegábamo al puentecito, ni llegábamo.
¿Ves acá? Este es otro invento mío de los que hago yo... acá se engancha el alambre
del embraye con el cable del acilerador. Así, ¿ves? Cuando lo embragás, te corta la
alimentación de nasta al motor. ¡Ahorrás combustible una barbaridá...! Y en los
rebajes… ¡matás a lo loco, matás! Vez pasada lo saqué a varear un cacho, si lo vieras...!
Llegué hasta Pampa del Escuerzo en menos de una hora... ¡Loco!
Bajó el capot del auto, luego de su exaltada demostración, y preguntó:
— ¿Trajiste carta, che?
Atilio no pudo más que mover su cabeza negativamente, no tuvo suficiente coraje
como para emitir el “no”: sabía que cada día sin carta para Puchito era una jornada
más que postergaba alguno de sus sueños.
Donde cabe la esperanza
29
— Bueh. Ya va a llegar. ‘Stoy seguro de que los de la For cuando sepan el invento
este que hice, me van a llamar. ¡Seguro che! Yo les escribí con los planos en... ¿junio?...
¿abril?... Ya me van a contestar...
Atilio se acercó hasta la puerta del taller, deseando alejarse de ese auto y extraer
del tema a Puchito. Apuntó al tractor, que todavía bostezaba en el playón:
— Parece viejo ese artefacto...
— ¿Viejo? ¡Uh! ¡Viejísimo! Y para colmo tiene un corto circuito de la gran siete... ¡Y
para peor, no doy pie con bola! Hacéme una gauchada: cuando pasés por la escuela
decíle al maestro que me lo deje venir a Gilito, es pa’ laburar ¿sabés? ¡No hay nada que
hacé, viejo!, ese pibe es bárbaro pa’ la electricidá. ¡Tiene una pacencia…! ¡Lo vieras!
Agarra lo cablecito, uno por uno... lo desenrolla, lo marca, lo dibuja todo en un papel...
Te hace lo circuito, te hace; uno a uno... ¡Qué pacencia, che! ¡No hay con qué darle!
Hacéme esa gauchada, ¿queré? Decíle que lo deje vení, si no de acá no salgo ni loco,
y ya estoy bastante atrasado con el laburo...
— Está bien, Pucho, yo le digo, pero antes de irme te tengo que pedir un poco de
grasa para la Tere.
— ¡¿Para la Tere?! ¡¿Se le dio por lo fierro a la solterona?!
— ¡Pará che...!
— Pero... y para qué quiere la Tere grasa?
—...Es para las máquinas de escribir que están medio duras... ¡Dále, poné un poco
en algún tachito y dámelo!
— ¡Ah! Para máquinas de escribir... Creí que me iba a hacer la competencia la
solterona... Esperáte un cacho que te doy la grafitada que para eso es mejor —. Tomó
un tarrito de tornillos, vació el contenido y con la uña del pulgar como cucharoncito lo
llenó de grasa; colocó la tapita y envolvió prolijamente el frasco, agregando:
Eduardo H. Paganini
— Decíle a la Tere que ahora me rebaje algunos mangos del impuesto.
— ¡Ja! ¡Cómo si dependiera de ella!—replicó Atilio que ya guardaba en su saca el
paquete, y enfilando con su bicicleta restablecida hacia la calle—. Chau, Puchito,
hasta mañana!
El mecánico salió hasta el playón, se quitó el gorro y saludó al muchacho que ya
iba pedal y pedal ganando distancia:
— Chau Atilio ¡Mandameló a Gilito! ¡¡No te olvidé!!
Donde cabe la esperanza
31
V
Con sus ruedas plenas de aire, la bicicleta se hizo más ligera. Las maniobras más
seguras y fáciles. Más tenso el fragor del avance, pero más contundente la voluntad de
la marcha. El percherón se había transformado en flete parejero. El asfalto permitía
acceder a la noción del vértigo, sensación imposible e inexistente hasta entonces: en la
tierra y sin aire en la cubierta.
— ¡Ah Pinela! ¡La que te estás perdiendo! —exclamó Atilio exultante en su rodado,
a toda velocidad por la ruta.
El aire era viento, y el viento era frescor en la cara y los pulmones.
Llegó al paso a nivel y al atravesar las vías con sus marcados desniveles sintió en el
cimbronazo del cuerpo que la velocidad había sido excesiva para esas ruedas duras. Un
dolor en el coxis le recordó la temprana caída a orillas del río.
Una vez cruzado el paso, salió de la ruta bajando hacia la izquierda, y bordeó las
vías hasta llegar a un montecito de eucaliptos, debajo del cual había una casilla de
chapa y madera. A su lado, un talud rectangular que limitaba con el trazado ferroviario.
Un cartelón de maderas pintadas de negro contenía unas letras blancas que decían: “E
. ·GUANIL .O”. Es la estación de trenes del pueblo y su destartalado cartel. En ella vive, y
vigila, don Virginio, ex intendente de facto de la comuna aguanillense, hoy reducido a
humilde servidor público, recluido en un exilio moral.
El cuadro estación era otro testimonio de lo que debería haber sido y no fue: palos
de algarrobo, que se resistían a caer, indicaban los restos de aquellos amplios corrales
para hacienda, ahora abandonados y vacios; cascarones de mampostería mostraban
dónde se habían erigido los galpones y casillas de talleres, usina, pañol, administración…
Sólo la casilla del jefe de estación, por los tachos con malvones y helechos pululantes y
regados, manifestaba vida en ese rectángulo de polvo entalcado.
Eduardo H. Paganini
Habiendo detectado la llegada, don Virginio salió a la puerta a recibir a Atilio:
— ¡Muy buenos días, joven compatriota! — saludó efusivamente el hombre desde
el umbral de la casilla, como si lo estuviera haciendo desde un estrado cívico.
— ¿Qué tal don Virginio?
Con tono politiqueramente retórico, el hombre arrancó:
— ¡Aquí estóy! De pié, y afrontándo el péso irrevocable de las circunstáncias, que
me llévan a este ostracismo estóico, en el que me veo sumergído, por la acción innóble
de la antipátria y la desconsideración... Péroo, jóven correligionário, prónto llegará la
hóra de los puéblos y de las justícias históricas!
— ¡¡Bravo!! ¡¡Bravo!! —aplaudió convencionalmente Atilio, que ya conocía de
antemano la singular efusividad oratoria del ferroviario.
— ¡Gracias, gracias compañeros! ¡Muchas gracias! —gesticuló agradecido el
hombre público, llevando su diestra hacia el corazón e inclinándose modestamente
hacia adelante.
De súbito, alzó ambos brazos hacia el cielo, y blanqueando los ojos, inició otra
hemorragia verbal:
— ¡Atención camaradas! ¡Atención! El peligro está cerca. El pulpo sangriento nos
invade en cada uno de nuestros puestos de lucha y en cada una de nuestras trincheras
de vanguardia...
— Tengo algo para usted, don Virginio —interrumpió Atilio que sabía casi de
memoria cada una de las palabras con la justa modulación de los discursos del ex—
funcionario. Y se acercó hacia la casilla blandiendo el mate que había rescatado de las
manías de Pinela.
— ¡Oh! ¡Mi viejo mate galleta! —casi lagrimeó don Virginio.
Donde cabe la esperanza
33
—Pasá, pasá, compatriota. Contáme cómo lo conseguiste. ¡Yo ya lo daba por
perdido!— y mientras lo contemplaba recitó:
— “Mi viejo mate galleta
qué pena me dio perderte,
qué mano tronchó tu suerte
tal vez la mano del tiempo,
si hasta creí que eras eterno
nunca imaginé tu muerte.
En tu pancita verdosa
cuantos paisajes miré,
cuántos versos hilvané,
mientras gozaba tu amargo.
Cuántas veces te hice largo
y vos sabías por qué...”1
El interior de la casilla era un cuadrado sobrio, con una ventana que enfocaba
hacia las vías. Junto a ella, una mesa recibía el apoyo del telégrafo, un tablero de
ajedrez con algunas piezas distribuidas, dos gruesos libracos llenos de polvo, un
talonario. Un calentador eléctrico y una jarra sobre él.
Atilio sacó al hombre de su éxtasis, aclarando:
— El mate se lo pude traer porque hice un trueque en su nombre, un pequeño
atrevimiento pero muy táctico...
1 Letra de una canción de Pinela, inscripta en SADAIC por un tal Larrande o Larralde, José.
Eduardo H. Paganini
— ¿Cómo es eso?
— Pinela sólo pide a cambio del poronguito un poco de yerba. Nada más. Como
me pareció un buen negocio, se lo prometí... ¿Hice mal?
— ¡Hmmm!... ¡No! —dictaminó don Virginio luego de un breve balance. — Está
bien… total: yo tengo yerba para rato, y sin éste no puedo cebar los amargos que a mí
me gustan. ¡Ya me estaba cansando de tanto mate cocido!
— Al pobre Pinela le va a venir bien el canje, don Virginio. Si viera lo flaco que
está... Se ve que está hambreado el hombre.
— ¡Bah! A ése lo conozco bien. Una vez, fue candidato a concejal por el Partido
Socialista Unificado... ¡Anarquistas! ¡Rojos! Sacaron 18 votos, ¡eran 21 en la boleta y
tenían 35 afiliados!! ¡¡Ja!! Ni ellos se votaron… ¡Lindo partido!
Ante el peligro de un inminente retorno a la retórica partidaria Atilio desvió
hábilmente el hilo de la conversación:
— ¿Funciona el telégrafo ese?
— ¡Ahá! Claro que sus mensajes son muy aburridos... Tres veces por semana me
avisa desde Algarrobo Blanco que el carguero para Monte de Julio pasa con dos horas
y treinta y cinco minutos de retraso. Para lo único interesante que lo uso, esa para jugar
al ajedrez con el jefe de estación de Pampa del Escuerzo. Mirá, sin ir más lejos: acá está
la partida que estamos desarrollando en este momento, las blancas son mías y juega él.
Estoy esperando que me conteste. Me parece que si juega alfil siete para amenazarme
la torre en dos caballo, le avanzo el peón a sexta, toma la torre, no me importa, la
sacrifico porque avanzo y tengo el peón en séptima, próximo a coronar, y no lo para ni
con un revólver... ¿Qué te parece?
Atilio enfrentó al tablero unos minutos, sus ojos iban y venia por los escaques
bicolores, hasta que dictaminó:
Donde cabe la esperanza
35
—...Creo que va a jugar caballo cinco torre...
— ¡¿Eh?! ¿Caballo cinco torre? —reaccionó sorprendido don Virginio.— A ver,
corréte, corréte... caballo... cinco… torre... ¡Amenaza la dama! ¡¡Uy!! ¿¡Cómo no lo vi!? A
ver... si caballo cinco torre… yo puedo llevar mi dama a dos rey..., pero él sigue con
caballo... No. Dos rey no. Veamos...
Con sigilo, en silencio extremo, sin interrumpir las especulaciones lúdicas y bélicas
de don Virginio, Atilio tomó un paquete de yerba del armario, concretando el trueque, y
salió hasta donde su bicicleta.
Acomodó sus bártulos y partió, aliviado.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
37
VI
Pedaleando con fuerzas para sobreponerse a la leve cuesta arriba, Atilio retomó el
camino hasta la ruta.
Próximo al mediodía el sol brillaba en plenitud. Rebotaba irisadamente en cada
reflejo de arbustos y árboles. La tierra reseca evaporaba un impalpable polvillo
blancuzco que coagulaba el aire en una miel translucida y volátil.
El cartero cruzó el asfalto y continuó por una calleja que viboreaba hasta un
rancho orlado con el escudo provincial y un cartelón: DESTACAMENTO DE POLICÍA.
El edificio dominaba la comarca desde esa escasa elevación del terreno donde se
había erigido la construcción. La luz, intensa desde el cenit, generaba potentes sombras
bajo aleros y ramada. Y comenzaba a arder el aire, por eso la sombra era un retazo de
la fresca matinal.
Un caminito de lajas llevaba hasta el fondo del predio, donde el Comisario —el
“Carpincho” para los pobladores del pago— bombeaba agua.
— Salú, Atilio —había exclamado el policía, ni bien vio la bicicleta.
— ¿Cómo le va ‘comesario’?
— Aquí estoy, por empezar el guisao —y mostró la cazuela donde flotaban algunas
legumbres.
— ¡Ta güeno! —se acercó el muchacho. Tendió el brazo en un saludo formal y se
remojó la nuca con el agua fresca recién bombeada.
En un rincón del patio, la silueta estática de un burro le llamó la atención, y
preguntó:
— ¿Y ése?
Eduardo H. Paganini
— Lo han encontrado pastoriando en el cementerio. Algún desorejao ha créido
ver en este pobre bicho a la Mulánima. ¡Pobre animal!... y mientras sepamos más de él,
lo tenemos detenío en averiguación de antecedentes —rió el hombrazo para su
adentros, espiando de reojo la reacción de Atilio, sabedor que no se quedaba atrás en
las chanzas criollas.
El muchacho supo devolver la chuceada con maestría:
— ¡Uh! Peligroso ha de ser... cuando se hace el manso y todavía no se ha dado a
conocer, ¿no?
Las carcajadas de ambos chocaron en el aire caldeado del mediodía. Los dientes
del Comisario, de alguna manera culpables de su mote, brillaron nítidos al reflejo de luz
alegre.
El Carpincho terminó apoyando la olla en una mesa auxiliar, cercana a la bomba
de agua. Sobre su tabla inició una meticulosa labor culinaria: con un afilado facón
transformaba en rodajas o cubos cada uno de los vegetales que se apilaban en un
colador: zanahoria, camote, cebolla, ajo porro, zapallito. Paralelamente proseguía la
charla amable con su personal tonalidad de voz; impetuosa y estridente, típica del
hombre de llano acostumbrado a hablar a la distancia.
— Alguna cosa rara había pasado, desde el momento que nadie viene a reclamar
a este burro. Pa’ mí que hubo algún abigeato en la zona, que entuavía naides protestó,
y este bicho les habrá molestado a los cuatreros para la disparada...
Después de conversar un rato más, el cartero recordó:
— Le traje su mandado, Comisario —y fue a su bicicleta, desde donde regresó con
la saca al hombro. Apoyó la bolsa en la mesa del patio y buscó prolijamente el paquete
enviado por el turco Hakim.
— Acá están los botones que me pidió la otra vuelta. Dice Hakim que cuando
pueda...
Donde cabe la esperanza
39
— Sí, ya sé... que se los pague... ¡Ya le conozco el cantito! ¡Qué turco llorón…! Si se
me hace mucho el loco, le voy a tener que clausurar el quilombo... ¡Qué se ha créido!
El comentario del Comisario provocó que automáticamente la mirada de Zulma
asaltara la mente del muchacho, un leve escalofrío le recorrió la pelvis.
El Carpincho entró al rancho para guardar la caja de botones mientras Atilio se
preparaba para continuar su viaje, colgando el bolso en el vehículo, ahora
empuñándolo como para seguir pedaleando.
Al compás del humo del guiso en marcha, que ya hervía en el braserito, el
Comisario invitó:
— Che, quedáte a comer que ya es la hora... Lo tengo a Cordobita preparando la
salsa...
— ¡Ah, a propósito! Menos mal, ¡ya me olvidaba! ... Me manda decirle el doctor
Trizato si no puede suspender la condena de Cordobita, porque en la sala hay mucha
vacunación, hoy hay campaña, y como Cordobita es el único enfermero que tiene...
— ¡Ja! Eso sí que está bueno! Y decíme che! ¿Lo pide en calidad de doctor de la
salita o de médico forense? Porque él es las dos cosas.
— ¡No, Comesario! Se lo pide como amigo nomás …para que le alivie el trabajo.
— Ahá. ¡Así me gusta! ¡Eso está güeno! Esperá un poco. ¡¡Recluso Alcibíades
Córdoba!! ¡Apresentesé!
— Ordene comesario —se cuadró una larguirucha figura, ojerosa, mal entrazada y
con un pelapapas en la mano.
— Le señalo por esta única vez —comenzó a recitarle el Comisario en un tono
engolado— que ha quedao usté extraditao es decir concluida la causal de su reclusión
motivada en la infrasión al articulo 198 incisos hache i y jota correspondientes, sobre
ebriedad y otras intoxicaciones. Se le comunica asimismo sin perjuicio que la esepción
Eduardo H. Paganini
legal ha lugar por la ineludible solicitú de las emergentes necesidades sanitarias.
Archívese y colaciónese —y volvió a espiar la reacción de su compinche de tramoyas,
adivinando ambos la respuesta del preso—enfermero
— ...Nu l’entendí, comesareo...
El estallido de carcajadas del Comisario y del cartero le permitió intuir a aquella
lombriz humana que ya estaba en libertad.
— Vení para acá Cordobita, firmáme el libro de novedades y te podés ir. Pero
desde ya te alvierto que como te andés mamando a vista y paciencia de todo el
mundo te traigo de güelta del fundillo! ¿Nos entendemos?
— Si me permite, comesareo, antes de quedar en libertad quisiera probar el guisito,
porque la salsa me está quedando buenaza...
Entre risas y chanzas por la ocurrencia del enfermero, se fue alejando el cartero del
rancho policial, a pedaleo firme. Su estómago había sido estimulado con la cocción del
guiso y ahora era un ávido motor que lo empujaba velozmente hacia el almacén,
próxima posta de Atilio, donde con total seguridad iba a ser bienvenido. Sobre todo a
esa hora: la del almuerzo.
Donde cabe la esperanza
41
VII
Ahora, vehículo y conductor bordeaban un ancho camino de tierra, apisonada y
maltrecha por el paso reiterado de tropillas. Atilio eludía con harto arte las áreas más
afectadas, para lo cual estaba compelido a preseleccionar el itinerario. Hacía semanas
que no llovía y los terrones apelmazados oponían dura resistencia al rodar rectilíneo.
Para colmo de incomodidades, la vibración de los neumáticos repercutía seca e
hipadamente en el estómago hueco del cartero.
Nuevamente estaba envuelto por el campo. Más ralo, menos bucólico, y por
ende, menos sombreado. Aquí el calor bajaba desde el sol, pero también subía desde
el piso, una superficie arcillosa que refractaba y devolvía la temperatura recibida a lo
largo de la mañana. Las piernas del muchacho absorbían esa calda, humedeciéndose
de sudor.
A los pocos minutos alcanzó una inutilizada tranquera, siempre abierta, la sorteó y
accedió finalmente al patio de tierra del Almacén y Tienda de Ramos Generales de
Faustino Menéndez Gantes. En él, bajo la añeja sombra de dos paraísos-sombrilla en flor,
había la mesa de comensales, grueso maderamen de algarrobo, pulido por el uso,
sobre el que cuatro platos de loza piedra anunciaban la inminencia del yantar.
La escena estaba vacía, no vio personas en las proximidades, pero, ni bien se
distanció de su bicicleta apoyada en un murito de la entrada, el parloteo y el eco de
pullas le llegaron acompañando la aparición, desde el borde de la casa, del pulpero
con una fecunda cacerola en sus manazas, junto a dos paisanos laderos, que, atentos y
gentiles, aportaban a la colaboración el acarreo de panes caseros y botellas de vino
tinto.
Apenas el galaico almacenero dejó el recipiente humoso y renegrido en el tablón,
advirtió la presencia de Atilio y voceó con áspera voz y fuerte acento coruñés:
— ¡Albricias! Dichosos los ojos... Ven praquí, gazapo —y le tendió afectuosamente
ambos brazos que oprimieron los hombros del joven nunca tan zamarreado por cariño.
Eduardo H. Paganini
— Nu babría mellor hora praque llegases... ¡Acércate! ¡Acércate! —y cada
“acércate” va acompañada por una metálica palmada que sacude la espalda de
Atilio, y lo aproxima a la mesa.
El cartero, aún sonriente pese a la vehemencia de la recepción, sólo pudo saludar,
y muy débilmente, a los paisanos:
— Buenas...
— ¡Salú Atilio!
— ¿Qué tal, mocito?
El pulpero organizó el banquete:
— Mira, tu siéntate allí, que ia te traijo prato y vaso. Don Vito, oshté, ocupe esta silla
y dejemos esa banqueta pra mí y la Carmen, que así nus arrejlamos. Ahí, ahí oshté,
Telmo.
Y una vez efectuada la distribución geo—gastronómica, el hombre desapareció
por unos instantes, camino de la cocina. Ni tuvo ocasión Atilio de intercambiar palabras
con los criollos, que ya estaba de regreso el gallego, acompañado por su esposa,
delgada mujer de negros y largos vestidos, enjuto el rostro y gris la mirada.
— ¿Qué dices? —fue el breve saludo de Carmen hacia el recién llegado. La
ausencia de tensiones en su rostro tan poco expresivo le indicó a Atilio que era
bienvenido. Con firmeza y prontitud, la muller hundió un cucharón de madera en la
cacerola humeante, para remover lentamente el misterioso contenido, que burbujeaba
todavía en circular movimiento. ¡Los ojos de Atilio se redondeaban de tal modo!
La mujer levantó el brazo y extrajo el cacillo desbordabante de jugo rojizo y denso,
en su cuenco quedaba develado el enigma del contenido: allí se asomaban trozos de
amarillo zapallo, dócil cordero, rebanada zanahoria, papa desmenuzada, pululante
arroz, ruborizado cantimpalo. Y otros ingredientes, cuya identidad nunca conoceremos
Donde cabe la esperanza
43
en pro del secreto profesional. Pero ya, a esa altura del cucharón o de las
circunstancias, Atilio no pudo continuar detenido por más tiempo en la contemplación
extática y abordó la acción: un ofrendado plato de la olla podrida llegó hasta su
pecho, y la batalla que inició contra él, cuchara en ristre, le exigieron la aplicación de
todas sus energías.
No podía discernir qué era lo que tanto le complacía al tragar cada cucharada, si
la sal a punto, la temperatura cobijante, el jugo casi ardoroso, el sabor silvestre de la
carne... De todos modos, no se detuvo a aclarar el punto. Comía con avidez y gran
concentración. Sabía que allí, a su alrededor, los comensales desarrollaban una nutrida
conversación en torno al rinde del maíz, al precio de un tordillo trotador vendido en los
corrales de don Elías Carpena, la cría de puercos en la Coruña comparada con la de
chanchos en El Aguanillo , el verdadero y original pelaje del caballo llamado moro,
anécdotas graciosas, como la de la tapa de pava caída dentro del jarro de vino y cuyo
tintineo hacía creer a los bebedores que el trozo de hielo permanecía sin derretirse
invitándolos a llenar nuevamente el contenido, la reciente aparición de la luz mala en
los fondos de la chacra de Balderrama.
Atilio hubiera deseado, por razones de buen gusto e inclusive por real interés en los
temas tratados, atender y, aún más, participar en la conversación, pero una intensa
fuerza interna lo destinaba a proseguir obsesivamente en su inclaudicable conducta
masticadora. Pero, muy a pesar suyo, el silencio que mantenía se interrumpió:
— ¡Hipp! ¡¡Brrpr!!
— ¡Buen provecho, jovenzuelo! —rió el pulpero y agregó—. Pensé que no ibas a
decir ná, ¡tanto parecía gustarte el platillo!
Las risotadas estridentes y desacompasadas de los gauchos encendieron las luces
de su rubor juvenil; sorprendido por el descuido de su estómago fermentador Atilio
explicó avergonzado:
Eduardo H. Paganini
— ¡Perdonenmé...! ¡Pero es que tenía mucha hambre...! — confesión humillada,
pero luego se rehízo y añadió—. ¡¡Y estaba tan rico!!
— ¡Valiente, hombre! En mi pueblo apelábamos de blando al que no eructaba a
lo menos cuatro veces después de comer…
— ¡Faustino! —reclamó compostura la mujer.
— ¡Oh, calla Carmen! ¿qué sabes tú de eructos? —y largó al aire su carcajada
vibrante y tentadora.
— ¿Voy a acercar la pava a las brasas para matear? —pidió autorización uno de
los paisanos.
— ¡Carallu! ¡Ya son las dos y media! ¡Ala! ¡Ala! Que tenju pendiente el pedido de
Gálvez. Vamos, Carmen. Seores, son sesenta y cinco centavos incluiendo la bebida. Tú
gazapo, déjalo, io me arrejlo, ya me pagas con alegrías de tu mocerío y con los
recados. Ah, casualmente, mira: si vas hasta el Registru, dile a la Tere que me devuelva
la pantalla de abanico que le habíamos emprestado los otros días, porque con estas
noches… ¡me ajarra una calor! —y esbozó un gesto de apesadumbramiento que
conmovió a los interlocutores.
— ¡Ta güeno! —afirmó el muchacho, en tanto buscaba un billete en su saca—
Dice el turco Hakim si puede mandarle cambio, que lo necesita. Tome el peso.
El almacenero tomó el papel en su manopla y quedó caviloso:
— mm... justo hoy tenju a Ramuncito en viaje... Nu sé cómo podría hacer...
— Si quiere, don Faustino, yo se lo alcanzo cuando regrese al pueblo... —se ofreció
Atilio.
— ¡Claru! Claru!, muchacho. Esu es. Llévaselo tú y explícale a ese inmijrante el
porqué la tardanza —llevó sus dedotes al bolsillo de la camisa de donde extrajo un
Donde cabe la esperanza
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puñado de monedas que contó cuidadosamente— ; cincu... diez... quince...
veinticincu... treinta...
Cuando concluyó, las entregó al chico y saludó:
— Puedes andar si quieres. Deja que io te invite la cumida de hoy, que ha sido un
gusto verte... masticar. ¡Ja! Y eso sin contar que eres funcionario público…
— Gracias, don Faustino, ¡Adiós Carmen! —gritó hacia la cocina—. Buenas —
cabeceó hacia los paisanos que ya cebaban su primer mate.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
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VIII
Pájaro que comió... Pese a la resolana, a la olla podrida en químico proceso de
digestión, a la fiaca, ...voló.
Aunando bríos renovadores del espíritu, rosáceas las mejillas indicadoras de una
metabólica combustión, húmeda la frente merced a la abnegación laboral de las
glándulas sudoríparas, Atilio se sacudió y reinició el cotidiano pedaleo de su reparto.
La velocidad de desplazamiento que mantenía en esta etapa, había disminuido
sensiblemente, debido casi con total seguridad a esa cálida pesadez que nace
después del almuerzo, o tal vez porque la temperatura álgida del sol se abría en
plenitud.
Cuando la hilera de altos olmos lo abandonó en la calle y lo dejó sin sombra, el
muchacho llevó una mano al bolsillo trasero y extrajo su gorra oficial, que calzó
rápidamente y sin meneos.
Había ya cruzado la tranquera y retomado el camino salpicado de huellas,
bordeando nuevamente, con la dificultad que emergía del suelo variólico, el
alambrado que lo guiaba. Prontamente llegó hasta una esquina, una de esas esquinas
de campo: solamente un ángulo de alambre y madera que apuntan hacia el horizonte.
Allí terminaba el tendido de postes y comenzaba una pampa ondulante y brotada de
islotes arbóreos.
A campo traviesa, ondeando superficie, Atilio alcanzó sin fatigas un recodo detrás
del que, semioculta por un grupo de troncos cercanos, estaba la blanqueada escuela,
un antiguo tranvía en desuso.
Al aproximarse y pasar a su lado, entrevió por los ventanales a la única aula, casi
vacía, distribuidos los útiles en las mesas de trabajo. Curioso a raíz, del inusual silencio del
interior, se asomó y vio a una niña de largas trenzas, artesanales en su imbricación,
Eduardo H. Paganini
copiando de un libro en el pizarrón negro, al tiempo que otras cinco niñitas transcribían
ese texto en sus cuadernillos.
— Hola. ¿Y el maestro? —las interrumpió desde fuera Atilio.
La concentración en el trabajo era tal, que la ruptura del clima espantó a la
copista:
—¡Ay!! ... ¡Ah, sos vos...! me asustaste! Está ahí en gimnasia... —y apuntó hacia el
fondo de la casilla, hasta el campito. Luego se recompuso y largóse a reír con sus
compañeritas.— ¡Qué susto!...
Atilio bordeó el precario edificio y enfiló hacia el campo de Apolo. Al desembocar,
vio a una docena de purretes que corrían detrás de una magnética número cinco de
cuero. Entre los gritos enérgicos y los remolinos de polvo, se disputaba un cruento
partido de fútbol. Pero, su asombro creció al ver que el delantero, el “fóguar” como
decía Puchito, vehemente y decidido del ahora equipo atacante era el mismísimo
maestro. Y no lo estaba haciendo mal. Ahí iba el hombre: la cabeza en alto, alerta la
mirada, buscando la óptima perspectiva, ligero en su carrera, alados sus cascos,
buscando el callejón más breve y eficaz hacia la valla contraria. La defensa
contrincante, preocupada por la potencia penetrante del cañonero, vacila en cuál
táctica de contención aplicar; el prestigio y la trayectoria magistrales y, sobre todo, la
contundencia de los noventa kilos en movimiento, son argumentos incontrastables y
temibles.
Empero, ya cerca de lo que podría ser el área chica —si estuviera señalizado el
campo de juego— y cuando el raudo chuteador llegaba con pelota dominada a lo
que iba a ser ciertamente un destino de red, se cruzó temerariamente y al sesgo la
huesuda silueta de Manuel, que prolijo y escrupuloso de su propia integridad, con rígida
erección del empeine, trabó desde atrás a su querido e imparable —hasta ese
entonces— maestro, quien manoteó inútilmente algún milagroso asidero en el aire,
Donde cabe la esperanza
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enredó piernas y comenzó a tocar el piso de tierra desde sus rodillas vencidas hasta la
mejilla derecha, acompañada la caída por el retumbar estrepitoso del suelo.
Atilio, a la distancia, quedó estupefacto. Ataque, atacante y atacado lo
sorprendieron. Congeló sus movimientos por la violencia de la caída, pero en seguida
corrió hasta el hombre tendido.
Allí, en redor del Ícaro de entrecasa, un cumulo de chicos, mudos y asustados.
Manuel, arrepentido de su técnica, se acercó y trató de despertar al maestro,
aparentemente inerte:
— ¡Señor! —zamarreó con dulzura— ¡ Señor…! Fui yo... Si lo dejaba irse nos hacía el
gol... ¡ Señor...!
Un ojo inquisidor se abrió en el hombre y espió al interlocutor confeso. Frunció el
ceño y, sin mayores movimientos, preguntó:
— ¿Manuel...?
— Sí, señor... Fue sin querer... —y la manito del pibe quiso limpiar le mejilla terrosa
del maestro.
— ¡¡Atorrante!! — rápidamente rehabilitado y sin rencor, exclamó el hombre, que
se sentó en el piso y clamó— Penal, referí! ¡Penal!
Se puso de pie. Se deshizo del guardapolvo, o lo que quedaba de él y se acercó
hasta el cartero, saludando:
— Hola Atilio... ¿qué te parece el equipito que estoy formando?
— ¡Je! Está bueno, pero un poquito duro en la marca nomás... —rióse el cartero.
— Ustedes sigan un ratito más! Vení, Atilio, vamos a sentarnos a la sombra, que
estos bestias casi me matan.
Eduardo H. Paganini
Al pie de la pared de madera, había un tronco caído, donde tomaron asiento;
desde allí miraron en silencio un rato el fútbol de los chicos. El maestro se puso de pie, se
acercó al brocal del pozo y dejó caer un balde al interior, el agua explotó al romper su
disco. Al jalar de la soga para recoger el líquido, cantaron a dúo el chirrido de la
roldana y el gargarismo gutural del pozo. Al instante, Atilio recibía una jarra plena de
frescor. Bebió con gusto y se provocó un espasmo al volcarse el resto del contenido en
la base de la nuca.
Refrescado y animoso, Atilio cortó el silencio:
— ¿Lo estás ocupando a Gilito?
— Mirálo: es el arquero de mi equipo —señaló el maestro.
— Ahh... Bueh, nimporta!
— ¿Qué pasa, che? ¿Lo buscabas por algo?
— Es que el que lo necesitaba es Pucho, el del taller, para que le haga unos
trabajos de no sé qué con un tractor.
— ¡¿Tractor ?! ¡Increíble! —rió el hombre—. El mecánico necesita de un pibe para
arreglar un tractor... ¿En serio, che?
— Sí, y parece que el changuito se les trae con el tema.
— ¡Mirá vos! Parece tan distraído... ¡!Gilitoo!! ¡ Gilitoo!! Vení... Vos, Pelo, andá el
arco. Vení Gilito.
El niño se acercó al trote, bamboleando su flequillo.
— ¿Sí?
— ¿Vos sos mecánico? —interrogó seriamente el maestro.
Donde cabe la esperanza
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— Hmm… más o menos... —dudaron dos ojos escondidos entre el flequillo y las
ojeras.
— Pero... ¿sabés bien?
— Alguito... —concedió ahora el delgaducho ex—arquero.
— ¿Vos trabajás para Puchito? —prosiguió el interrogador
— Los sábados... Es para ayudar a la vieja, ¿vio? Pero los deberes los hago todos,
¡los hago!
— Ahá, escucháme: ¿copiaste las tareas de hoy?
— Psé... ya copié todo y me queda el mapa nada más... —alentándose y
recogiendo su rebelde flequillo.
— Bueno, veamos: falta hora y media para terminar el turno... —caviló el maestro—
. Mirá: Pucho te necesita, pero atendéme bien. Primero pasás por tu casa y le decís a tu
mamá que saliste de la escuela para un trabajo urgente. ¡Le avisás! ¿Eh? ¡Ojo! Después
te vas para el taller y decíle a Puchito que es la primera y última vez que pasa esto, ¡que
aprenda a arreglárselas solo! Ya es bastante grandulón...
— Pero si aprende.., me quedo sin laburo... —protestó débilmente Gilito.
— Además, le avisás a ese chupasangre que yo mismo voy ver cómo te paga. No
vaya a ser que tenga que fajarlo.
La heterodoxia del docente apabulló al chicuelo, que abrió tamaños ojos y salió
corriendo hasta la palizada en busca de su cabalgadura.
— ¡Je! —sonrió satisfecho el hombre. Golpeó sus muslos con las palmas abiertas y
pegó el grito— ¡Buenooo! Terminó el partido. ¡A lavarse! Tinco, traé la pelota. Allí alguien
se olvida una camisa...!
Eduardo H. Paganini
Ya de pie el maestro, giró contra el edificio y con el índice le marcó a Atilio un
precario cantero, diciéndole:
— Mira qué lástima los culandrillos... están aburridos... Lo que pasa, me parece, es
que tienen tierra muy arcillosa. ¿Vos vas para lo de Tacho?
— ¡Ahá!
— Decíle que me mande bosta.
— ¡¿Bosta?!
— Sí... para fertilizar la tierra. Me extraña viejito, ¡que no lo supieras!
— No... Yo decía, nomás... pero... ¿cómo la traigo?
— ¡Pero dale! No la vas a traer envuelta como para regalo, ¡che! Ya Tacho se
ocupará de eso...
Luego de una pausa agregó:
— Decíme, hablando de todo un poco, por casualidad: ¿no llegó carta para mí?
— No... ¡qué va...!
— Del Ministerio: ¿tampoco llegó nada?
Negó con la cabeza Atilio.
— ¡Qué bien!! Ya van ocho meses que estos hijunagransiete se olvidaron de esta
escuela y de su maestro...
El tropel de jugadores irrumpió en el patio de tierra, neutralizando la bronca
pedagógica, y penetraron ruidosamente en el aula. Al bochinche propio de la horda,
se sumaron las previsibles y acutísimas protestas de las chicas que trabajaban en el
interior, seguramente molestadas por los recién llegados, siempre atentos para las
fechorías.
Donde cabe la esperanza
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Impelido a intervenir, exigido por la estrepitosa aclamación, el maestro debió
suspender la charla con el cartero:
— Disculpáme, Atilio. ¡Chau! ... ¡A ver acá! ¿qué es lo que pasa? ¡Caramba, che!
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
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IX
Salido de la escuela, había vuelto a tomar contacto con el riacho del pago, pero
ahora como a dos leguas aguas arriba del Puentecito de la leche.
Allí el terreno se hacía playo y monótono, una amplia costa areniscosa ladeaba el
hilo de agua. A pocos metros de ahí estaba la violenta curva del río, cuyos remolinos
anillados daban origen al nombre del pueblo. “El riacho epónimo” decía don Virginio en
sus discursos, parafraseando expresiones literarias más prestigiosas.
Circulando por allí, Atilio cortaba camino en su regreso al casco del pueblo. Las
ruedas se hundían de tanto en vez en el suelo frágil, pero la destreza del muchacho
superaba los escollos.
Pasó frente a un sauce solitario, orillero y sombreador. Fue la tentación en acto. A
su pie, el agua se explayaba en un remanso de mediana profundidad, y desde allí la
posibilidad de frescura y alivio fue un canto de sirena para nuestro Ulises
desencadenado. Dejó en el árbol melenudo la bicicleta, la saca y la ropa.
Con total intrepidez se zambulló en la olla. El líquido lo recibió con un chasquido
metálico. La piel de Atilio, expuesta y libre, era lubricada por el frescor del agua
corrediza. Tuvo la sensación de que sus poros limpios lograban una rápida
desintoxicación. Al salir a la orilla, los rayos de sol, que palpaban aterciopeladamente su
cuerpo desnudo, llevaron aquel bienestar a un clímax. Complacencia. Plenitud. Deleite.
Euforia.
— ¿...será esto la lujuria de la que habla el cura cuando viene al pueblo...? —se
interrogó a sí mismo Atilio, con total ingenuidad, que ya iniciaba su sentimiento de
culpa.
— ¡¡Pst, se me va a hacer tarde!!...
Eduardo H. Paganini
Ni bien se secó, ya estuvo pronto para la prosecución. Súbitamente la topografía
cambió de aspecto, las bandas amarillentas colindantes del río desaparecieron, el que
se vio bordeado por verdes orillas bien definidas e incipiente y graduadamente
barrancosas. Ya algunos álamos espaciados vibraban en sus bojas. A la distancia
vislumbró las casas del pueblito. En un yuchán (¿o samohú?) giró y encaró por una
senda transversal al cauce.
Rozó algunas casas, las primeras del pueblo por ese lado, pasó frente a la
magnífica iglesia, ocasionalmente clausurada, y al rato cruzó en diagonal la plaza
central. Atracó en la puerta de un frente decimonónico, en cuya altura podía leerse en
letras impresas en la misma mampostería: OFICINAS FISCALES. Se perdió su figura en un
sombreado y estrecho zaguán.
Allí reinan la geometría y la escala de grises. Las paredes resultan invisibles al
visitante pues están ocultas por innumerables armarios que contienen innumerables
estantes con destartalados e innumerables biblioratos en cuyos interiores se pierden y se
ajan inútilmente numerables expedientes.
Ya adentro se enfrontó con un mostrador gris:
— Buenas, Tere.
— ¿Cómo está, joven Atilio? —respondió atildadamente una añeja dama de tono
administrativo, que surgía desde las torres de papel de un oscuro escritorio.
— Traje la correspondencia —exclamó orgulloso el cartero, colocando con gestos
desplegados la saca sobre la mesada, y plenamente satisfecho porque ahora sí
realizaba su función: ¡repartir la correspondencia!
— Ahá... veamos —calzó sus gafas la oficinista.
— Estos son los recibos de Rentas, para noviembre... —ofreció grandilocuente el
joven cartero, aunque sin suerte.
Donde cabe la esperanza
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— Pero Rentas atiende de ocho a doce horas.
— ¿Y?
— Que no voy a poder recibir.
— ¿Pero no es usted la encargada?
— Sí, pero en este horario me corresponde la atención de Mesa de Entradas de la
Municipalidad. Así que...
— ¿No se los puedo dejar hasta que se cumpla el horario aunque sea?
— Lo siento, pero las oficinas de Rentas están cerradas… Ahora sólo funciona la
Mesa de Entradas de la Municipalidad, no otra cosa! ¡Las normativas están para ser
cumplidas, por favor, señor cartero!
— ¿Por qué dice que están cerradas?, si ésta es la única sala del edificio —
argumentó tentativamente Atilio mientras señalaba con la mirada y ambas manos en
rededor del extenso galpón.
— No es éste un problema de salas ni lugares: quiero decir que no es el horario
para las gestiones de Rentas. Lamentablemente...
— ¡Bueh...! —se resignó y acató Atilio—. ¿Y, dígame Tere, ahora qué es lo que
funciona?
— La oficina municipal de Mesa de Entradas.
— ¡Qué pena! No tenga nada... Pero... ¿puedo dejarle los Boletines de la Dirección
Agraria?
— No!! Hoy es jueves y Dirección Agraria atiende lunes, miércoles y viernes en el
horario de 15 a 18 horas.
Eduardo H. Paganini
— Sonamos... —exclamó Atilio sin deseos de verse vencido, pero con paulatina
desazón en su ánimo—. A ver, aquí tengo... ¿Circulares del Instituto de Estadísticas?...
— No!! Martes y jueves de 10 a 13 horas.
—...Boletas de la Compañía de Servicios Administrativos de Previsión y Consumo?
— No!! Lunes y viernes, entre las 15 y las 18 y 30.
— ...¿Un pote de grasa...? — y Atilio sonrió para sí, pues creía haber tendido una
trampa y esperaba la automática negativa de la burócrata.
— ¡Ah! ¡Sí, eso sí! —aceptó más que rápidamente Tere.
— Pero, ¿cómo? ¿Esto es para la oficina municipal? —reclamó desilusionado Atilio,
al fallarle el ardid y el verse despojado del frasquito.
— Aquí hay una sola máquina de escribir... ¡Para todas las oficinas! Así que podés
entregarlo porque te lo recibo por Municipio. Gracias.
El joven cartero se esforzó para sobreponerse de tan frustrante experiencia y,
después de gruñir un saludo, huyó desalado del recinto.
Una vez afuera, recuperó su innato optimismo, que acrecentó al recordar que su
itinerario faltante era minino.
Donde cabe la esperanza
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X
Andando en pleno pueblo, comenzó a desplazarse de a pie, llevando ligeramente
con una mano su móvil. Al doblar la esquina se adentró por las callejuelas, alejándose
del núcleo urbano. A su encuentro, a media carrera, se le apareció el Turquito.
Aprovechó Atilio el encuentro y lo paró en seco para entregarle las monedas trocadas
con el pulpero:
— Pará, che! ¡Me venís al pelo! Tomá: este es el cambio que me pidió tu viejo,
Turqui.
El otro, sorprendido en plena velocidad, alejado del tema, expresó su confusión:
— ¿Cambio? ¡¿Qué cambio?!
— Es el peso que tu papá necesita en sencillo. Agarrálo y lleváselo. ...No te voy a
andar regalando guita! Andá, andá, Marom.
El Turqui, medio convencido y medio desconfiado, cerró la palma conteniendo las
chirolas, alzó los hombros y prosiguió su ruta.
Unos metros más allá, blanqueaba la pared frontal de la Sala de Primeros Auxilios.
En ella penetró Atilio y desembocó en una estancia reducida, donde una docena de
madres con sus hijos se alineaba calladamente. En el extremo de la hilera, el doctor
Trizato aplicaba el agujazo preventivo y llenaba el certificado. Al verlo a Atilio, el médico
dijo:
— ¡Pibe!! ¡Llegaste justo! Hacéme un favor: dame una mano con los certificados...
así puedo terminar más rápido... ¿querés?
Aceptó el cartero, tomando asiento en una banqueta, lapicera en mano para
redactar las constancias.
Eduardo H. Paganini
Silenciosamente trabajó allí durante varios minutos, largos y automáticos. Tomaba
una cartulina rosada y allí consignaba el nombre y apellido del pequeño vacunado,
datos que él —por su oficio— conocía casi perfectamente. Claro que a veces surgía
alguna duda
— ¿Este es el Lalo o el Buenaventura, doña?
— El Buenaventura. El Lalo está en la casa escribiendo... —responde la voz tenue
de doña Ita.
— Tito Rivero —escribió y repitió en alta voz Atilio, y entregó la tarjeta a la mujer.
Así largo rato entre llantos y nombres dictados pasaron varios minutos.
— Muy bien... ¿el último! exclamó el doctor Trizato mientras retiraba la aguja
mortificadora de un brazo flacuchito.
— Menos mal... —no pudo ocultar su alivio el muchacho.
Con un gesto, el doctor invitó a su colaborador a pasar a la sala continua donde
vivía y conservaba algunos pocos objetos rescatados de un largo pasado.
— Poné la pava para hacer un cafecito —ordenó sin estridencias el viejo, mientras
hurgaba entre los trastos del ropero. Al poco tiempo reapareció con un negro maletín
de reducido tamaño.
— Andá preparándolo, ¿sabés hacerlo, no? Ahí abajo de Melburn está el café.
Desconcertado Atilio indagó:
— ¿Melburn?...
— Sí, la calavera que está en el escritorio. El filtro está sobre el caparazón de
tortuga en el anaquel de arriba. ¿Lo ves? Calentá el agua, que en tanto te voy a hacer
escuchar un temita que compuse hace poco...
Donde cabe la esperanza
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Abrió el maletín y aparecieron las secciones de una flauta travesera, que fue
armando el médico-músico con devoción y minuciosidad. Afinó rápidamente el
instrumento e inició una serie de moduladas armonías, rítmicas y dinámicas, las que
movieron al joven oyente a seguir atento el compás con su cuerpo, balanceando la
cabeza.
El anciano se metamorfoseaba en un fauno a través de la magia que fluía como
líquido colorido desde su vara encantadora. Así prosiguió el hechizo auditivo a lo largo
de un lento café que Atilio bebió respetuosamente,
Concluida que fuera la pieza, Trizato interrogó:
— ¿Qué tal? ¿Te gustó?
— Mmm... Buenísimo. ¿Cómo se llama?
— No... —sonrió el compositor—, aún no le encontré título: mejor dicho, todavía no
surgió el título. Muchas veces lo último que aparece es el título... Y a veces, nunca... Sin
embargo la obra ya existe y tiene vida propia... Es como tener el hijo nacido y no estar
decidido sobre qué nombre se le va a poner, cómo se va a llamar... Parece cómico,
pero... —alcanzó el café que le servía Atilio y el gozo restablecedor brilló en sus córneas
al primer sorbo.— ¡Ahhh! ¡Qué bien viene un café después de tanto trabajo!... Como te
iba diciendo: aún no tiene título, lo único seguro por ahora es que está estructurado
sobre la base rítmica del huayno. ¿Oíste hablar de eso?
Como respuesta Atilio se puso a silbar el ritmo folklórico básico de la danza aludida,
lo cual alegró sobremanera al médico—músico.
Aprovechando la vacancia del instrumento, Atilio lo llevó a los labios, e imitando
posición y movimientos observados, vació sus pulmones reiteradamente por la
embocadura. Pero no logró sensibilizar al tubo metálico que yacía muerto entre sus
dedos.
Eduardo H. Paganini
— Es difícil, al principio —explicó, deseando tranquilizar, el doctor Trizato—. Cuando
yo empecé, hace de esto mucho más de lo que podés suponer, pasé como quince días
sopla y sopla, antes de sacarle un Do nítido a la flauta.
— Se ve que esto no es para mí —abandonó el cartero y agregó—. Prefiero el
mate, que no sonará tan bien, pero por lo menos me llena la panza —y rió, pero pronto
calló su carcajada pues no fue acompañado en su algarabía por el doctor Trizato, que
lo miró serio y en silencio unos segundos para luego decir:
— En lo que vos decís hay dos cosas que me hicieron pensar. La primera, decís que
esto no es para vos; “la música no es para mí”, “no nací para tal cosa o tal otra”… Y
muchos piensan así, pero yo creo que no es cierto: todos nacimos para todo, con las
mismas posibilidades de expresión; pero no todos las desarrollamos y las enriquecemos
como debería ser... Es verdad que dotes de artistas tienen pocos, pero lo que te quiero
decir es que posibilidades de expresarse a través de formas estéticas tienen todos…
¿Estamos?
— ¡Ahá! ¿Y la segunda?
— ¡Ah! Yo creía que ya te había aburrido con la primera como para desarrollar mi
segunda idea...
— No, doctor. Déle nomás.
— El otro tema tiene que ver con esa broma que hiciste sobre la flauta y la panza.
No me reí, no porque el chiste fuese malo, sino porque involuntariamente me invitaste a
pensar en un dilema terrible de vigencia perpetua: llenarse la panza, muchas veces, da
pie a traicionarse...
Un filoso silencio cortó unos segundos las palabras del músico consejero.
— Te voy a dar un buen ejemplo... Mi caso. Cuarenta años de profesión... ¿y?:
médico de una salita en un pueblo perdido en el mapa, un sueldo que es peor que la
enfermedad. No tengo autos, casas, barcos, estancias,... “¡Un fracasado!” diría un
Donde cabe la esperanza
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observador convencional... Pero, ojo, Atilio! ¡ojo! que no es así... Esto que yo tengo y no
tengo lo elegí por mí mismo, Atilio. Yo fui quien dijo, vos vas a valer tanto, vos te vas a
quedar en este pueblito, vos vas a rodearte con los exclusivos elementos que necesites...
Y aquí estoy... Está bien: sé que soy un exagerado en mi ascetismo, pero donde no
exageré fue cuando rechacé la posibilidad de lucrar con mi profesión, cuando no mentí
aumentando los diagnósticos para aumentar los honorarios... Yo no “vendí salud”, Atilio.
Y esto no es ni exageración ni extremismo, es ética... —hizo un alto para respirar hondo,
advirtió que abrumaba al muchacho y concluyó—. Lo que te quiero decir en una
palabra, es que vos podés elegir entre la flauta o la panza, no importa el qué, lo que
interesa es que la elección sea libre. Esta flauta me da lo que ningún brillo ni ningún roce
aterciopelado brinda, Atilio: la libertad. ¡Libertad, Atilio!
Calló el viejo. Modularon sus músculos faciales una transición del éxtasis a la calma.
— Así es muchacho... Disculpá la lata, pero a veces necesito decírselo a alguien,
como para convencerse a mí mismo... Es que la libertad es incómoda, Atilio... Mirá si no,
y perdonáme el ejemplo, los chanchos: están en su chiquero, tranquilos, cómodos,
seguros... ¿viste alguna vez algo que diera la imagen de mayor tranquilidad que ésa?...
La libertad es incómoda, es intranquila... ¡pero es grande!
Se hizo otro silencio profundo, pero esta vez se animó el cartero a cortarlo y a bajar
a tierra:
— ¿Y Cordobita?
— ¿Cómo? ¿Venía para acá?
— Y... hoy para el mediodía, después del almuerzo, lo largaba el Comisario... Pensé
que ya habría llegado...
— ¡Pero! ¡Seguro que se mamó en el camino! ¡Otra vez! ¡Qué tipo!
— ¡Qué bárbaro! Parecía tan arrepentido hoy en la comisaría… Me juego que lo
mató el tintillo... Ah! Escúcheme, ¿tiene a mano la corbata de Montoya?
Eduardo H. Paganini
— ¿La corbata...? Ah, la que me prestó don Sexto para el casorio de la Turquita...?
Sí, sí. Esperá que la tengo... entre... ¡Acá está! Tomá. No la arrugués que don Sexto me
mata.
—Está bien, ¡la cuidaremos! —agregó el cartero en tono portorriqueño de doblaje
cinematográfico. — Si no manda otra cosa me voy...
— Pero... Mirá cómo te saqué tiempo... ¡Las cinco y media perdonáme, Atilio.
—Por favor, doctor Trizato! Fue un gustazo — y se adelantó hacia el viejo para
saludarlo conmovido en un apretón de manos.
Donde cabe la esperanza
65
XI
Nuevamente la calle. La aliada o la enemiga, según. Un lugar de todos, que con
presencia y continuidad se podía convertir en un lugar para uno, propio, libre,
conocido. Su trabajo estaba ahí y en disimular sus distancias, en aparentar en los
vecinos la ficción de que no existe la separación, de que la simultaneidad en el espacio
se logra a través de un papel escrito que llega contra viento y marea, entregado por sus
manos. Como una estampilla en un sobre, él incrustaba el espacio contra el tiempo.
Se encaminó hacia su casa, pues daba por concluida la tarea diaria. Pero, a las
pocas cuadras, rozó la esquina del corralón de Tacho y recordó abruptamente que
tenía pendiente un mandado: los gorros de lana para esos caballos. Desvió por lo tanto
su rumbo sin enfado, hacia el portón del local; atravesó el empedrado umbral y lanzó su
pregón:
— ¡Carteroo!
Un cusquito rabicorto salió chumbando a recibir al extraño recién llegado, pero un
afiladísimo chiflido lo paralizó al punto.
— ¡Cucha, Batuque! Hola Atilio, que había sido malo el perro, che! Vení, acercáte
a la fragua que no puedo salir...
— ¿Qué tal, Tacho? Mirá como estoy apurado... —se detuvo en seco, cambió de
postura, relajándose—. Pst. Ma! Sí...! Hay que tomarse su tiempo, viejo —y se sentó en un
poyo de madera próxima a la bigornia.
— Sentáte, sentáte, che! — dijo Tacho mientras proseguía su tarea martilleante en
medio del chisporroteo—. Trajiste carta para mí o para los caballos?
Atilio, obnubilado por el espectáculo del hierro al rojo blanco que estallaba en
chispas rutilantes, sonrió convencionalmente y quedó expectante unos minutos.
Eduardo H. Paganini
Cuando se detuvo el golpeteo, el silencio provocado, la ausencia de campanazos tibios
de la maza sobre las herraduras, lo restableció a la vida social:
— ¿Cómo anda todo, Tacho?
— Bien... Bah! Más o menos.
— ¿Por...?
— Mucha gente ya no manda sus caballos al corralón... Prefiere dejarlo atado a la
puerta o tenerlo en el campo abierto, con todos los riesgos. Si no fuera por el vasco
Iriberri y por Pedro Tesseira... Mirá la caballeriza: parece tres veces más grande con tan
pocos pingos! —tomó aire e invocó a sus animales favoritos que retribuyeron
cabeceando gentilmente— ¡Tiiito! ¡Fiirpoo!
— Acá te traje los gorros que le pediste a don Sexto...
— Mostrando... ¡Son güenos, che! Por acá los aujereo y le calzan las orejas. ¿Sabés
cómo ayuda esto en el verano? ¡Pobres los caballos! Cuando andan de tiro, el sol a la
tarde los revienta... Yo he visto algunos trasijados por l’insolación, morían solitos o había
que sacrificarlos... A mí no me gustaría que a mis pingos lea pasara eso.. ¡Tiitoo! ¡Fiirpoo!
— Che, Tacho, te tengo un pedido del maestro... Dice si podés mandarle... este...
—no tomaba coraje el muchacho para mencionar el estiércol— ... porque él quiere que
las plantas... Como están medio secas…
— ¡Ah, quiere bosta! ¡Cómo no! —adivinó Tacho, familiarizado con ese tipo de
solicitudes, y agregó con su habitual estilo burlón y zafado— ¡Con la mierda de sueldo
que tiene! ¿para qué quiere bosta?
El carrero abandonó le fragua y se introdujo en un galponcito esquivando
columnatas del playón sombreado. Alzó una bolsa de arpillera y con la pala al hombro
fue hasta las caballerizas. Allí paleó tres o cuatro veces, hasta mediar la capacidad de
la bolsa. Anudó la boca y regresó hasta donde el muchacho.
Donde cabe la esperanza
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— Acá está el pedido, viejo —depositando su olorosa carga
— ¡Pffff! ¿Y esto cómo se lleva? Recién mañana vuelvo a pasar por la escuela...
— Dejálo acá hasta mañana, que de mientras se va a orear y cuando vengas no
va a tener tanta baranda...
— ¡Conforme! —aceptó Atilio, viendo cómo se solucionaba su problema—. Prefiero
mi bicicleta, che, que no larga tanto aroma.
— Como sigan así las cosas, voy a tener que poner una bicicletería... —reflexionó
con pena el carrero.
— No sería mala idea —intentó aportar el joven.
— No va a ser lo mesmo, Atilio... desde el hombre de piedra el caballo estuvo
presente en todo… en la guerra, en la paz, en los viajes, en el trabajo... Ahora, con la
tecnología y esas chauchas, tuerca y bulón!, ¡grasa y hollín! A este paso va a llegar el
día en que mis nietos, cuando yo sea abuelo, van a decir: “el abuelito trabajaba con
unos animales buenos que desaparecieron porque ya no se usan...” ¡Qué fenómeno!
¡Tiito! ¡Fiiirpoo! —y un relincho breve fue la adhesión a la elegía equina de Tacho.
— Mirátelo al Firpo —continuó el carrero—, ése sí que es un bayo pingazo! Yo lo vi
nacer, ¡ayudé a nacer! Y también vi nacer a su madre, Fresca, ¡linda yegüita! La pobre
murió hace rato, entuavía era joven… Se fue en un hilo... Se desangró después de una
mala parición... Cuando Firpo era potrillo ¡lo vieras! Flacucho, patilargo, tembleque al
caminar. Y ya desde chico mostraba a cada rato los dientes como si estuviera riendo.
Fijáte que casi le ponemos Carcajada en vez de Firpo... Cuando murió Fresca, la madre,
parecía que el tipo —aunque ya era grande andaba perdido… embolado... estuvo tres
o cuatro semanas abombado, casi sin comer… Hasta la primavera. Después cuando
creció, llamé al Vito y al Negro para que lo capen. Yo nunca presencio la operación…
Me da… no sé que... Pero es necesario para adormecer un poco a la bestia terrible que
lleva cada animal en sí mesmo, dentro suyo. Mirá, Atilio, yo creo que si el caballo es un
Eduardo H. Paganini
animal doméstico no es porque el hombre lo sepa domar o le corte su vitalidad… yo lo
he pensao mucho esto... y llegué la conclusión de que si los pingos son animales
domésticos es solamente un gesto de bondá de ellos, es un gesto de diplomacia…
Mirále el pelaje al Firpo ahora, ¡mataduras, manchones, opacao...! Lo viera cuando
potrillo. El amarillo parecía... lana de tejer. Suavecito... blanco brillante.., los ojos eran
como caramelos de café... ¿Y ahora...? Su única alegría es alguna manzana verde de
vez en cuando —Tacho, tomó aire después de su alocución y aleccionó a Atilio— Vos,
pebete, tendrías que hacer el reparto en pingo, al igual que los chasques...
— ¡Hecho! Algún día hacemos el cambiazo: bici por flete, ¿te parece?
— ¡Aceptao!
— Listo. Ahora sí... me voy. Ya es hora.
— Chao, Atilio, chao. Gracias por los gorros. No te olvidés de pasar mañana
primero por acá, que te espera el café.
— ¿Café? ¡¿Qué café?!
— ¡La bosta, bolas!
Salió riendo el cartero con su saca a la espalda. Tomó por la calle principal
montando su incansable bicicleta. Iba en dirección de su casa, habiendo concluido ya
el laberinto de su jornada postal. De pronto, una reflexión tomó fuerza en su mente y se
hizo inquietud:
— Con tan poca correspondencia voy a quedar sin trabajo.
Cielo y tierra; arriba y abajo, claro.
Donde cabe la esperanza
69
Apéndice
(Forzoso y postrero)
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
71
Este Apéndice está integrado
por un vario y breve conjunto de
cartas y esquelas, cuyos remitentes
son el último y único indicio de
origen.
Sus destinatarios son algunos de
los personajes que hemos visto
desfilar durante el recorrido de Atilio.
Por diversos motivos de difícil y/o
imposible enumeración, estas misivas
no llegaron al receptor
correspondiente —sobre todo
cuando sus mensajes podrían haber
sido fructíferos— o bien, sí llegaron
hasta las manos deseadas, pero ya
demasiado tarde para una
comunicación eficaz; o bien,
finalmente, si llegaron a término, es
casi seguro que habría sido preferible
que ello nunca hubiere ocurrido.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
73
Ciudad Capital, 11 de setiembre.
Escuela N° 321
El Aguanillo
Querido amigo Guillermo Germán:
Fijáte que cursilería la mía que te escribo para sa ludarte en el
Día del maestro! ¿Qué te parece cholito? sí, sí, ya sé que vos no querés
saber nada con Sarmiento… pero yo no compartí nunca tu opinión al
respecto, así que te la aguantás y recibís bien tra nquilo mi saludo.
Y ahora en serio: ¿cómo andás, loco? Hace rato que no me mandás una
mísera carta desde tu escuelita en la loma del jopo . Espero que no sea
por alguna bronca conmigo porque yo por ahora no hi ce nade malo che!
¿Qué novedades tenés de aquellos pagos? ¿Cómo anda la muchachada de la
escuela? Acá Mirta quiere saber si ese problemita d e la diarrea en los
más chicos se pudo solucionar más o menos, porque h asta ahora no tenemos
noticia de los remedios que pudimos juntar y en el Distrito Escolar no
nos saben decir nada. ¿Qué raro, no? Los papeles de l pibe Leandro
Orellana que mandaste pedir en el Registro ya están listos y sólo falta
la firma del escribano actuante, así que para la pr óxima te los envío
junto con la partida de ropa que estamos recolectan do entre los alumnos
de la secundaria. Por acá los pibes están bastante entusiasmados con la
idea de apadrinar una escuelita rural, así que segu ro va a haber ayuda
permanente.
Me vino a visitar Poroto García, ¿te acordás: el gi gantón calmo que
siguió odontología? Bueno, ya está recibido de odon tólogo, che, y con
consultorio y todo! Estuvimos tomando unos vinos y charlando sobre los
años corridos, compartidos o separados... Y bueh, s alió el tema doloroso
de los que ya no están. Yo ya sabía algo de Pedro, de Jorge, vos también
te enteraste en su momento, pero ahora me vengo a d esayunar con que
también Cachito Carranza está desaparecido! Me toca a mí la puta suerte
Eduardo H. Paganini
de darte la noticia, hermano. Parece mentira, pero aunque la mano brava
haya pasado, el enterarte de algo que no sabías, au nque tenga varios
años, igual te jode como si lo vivieras recién... Y o no puedo sacarme de
la cabeza a Cacho... Me acuerdo qué orgulloso estab a por laburar en una
escuela que llevaba el nombre de un “poeta popular” como le gustaba
decir a él, Evaristo Carriego me parece... ¡Qué gran pibe! La cosa ya
fue hace rato pero el dolor sigue siendo reciente.
Cambiando de tema para no amargarte con mis malas o ndas, te paso
otro chimento: ¿te acordás de Antonio Jorgi? El gor dito de Lanús, que
era el primer tablero de ajedrez en el Intercolegia l. Bueno, se casó la
semana pasada. Ahí tenés una buena noticia. Además el tipo está
terminando su primera novela y ahora está buscando editor, ¡qué
laburito!
Don Buenaventura, va llegando la hora de poner fin a esta carta. Le
aviso nomás que mando por encomienda aparte un par de libros que me
había prestado en el verano pasado: La balada del álamo carolina
(sensacional!) y La Forestal (demasiado puntilloso el Gastón Gori con
los documentos históricos, pero interesante testimo nio). Además agrego
un par de cassettes para deleitar sus orejas: el cuarteto Santa Ana (a
Ud que le gusta el chamamé) y El Dúo Salteño (porque a mí me gusta la
baguala).
¡Chau, viejo! Hasta la próxima carta tuya, que espe ro no se haga
desear demasiado. Saludos de Mirta, Nico y Luisito. Un beso de Hugo y
Matilde.
Juan Carlos Jiménez
Donde cabe la esperanza
75
Mio Mio, 23 de noviembre
Querido Chiche:
Hace mucho tiempo que no tengo noticias tuyas, Exac tamente desde
que estuve con el circo de los Hermanos Scotti, que me enteré que
estabas con los Walter Broders recorriendo el mundo . Así es la vida del
artista trashumante, tantos años sin vernos después de una amistad tan
fuerte como la nuestra. Espero que al responder me hagas saber de lo
tuyo, de tu actividad de pista y arena. Yo por mi p arte te diré que
estoy en una sociedad con Charola, Jorge ‘Charola’ López, ¿te acordás
no? Bueno, resulta que hicimos con él una sociedad de empresa teatral y
artística. Porque con el circo no íbamos ni para ad elante ni patrás,
además tantos años yendo y viniendo, yendo y vinien do que dijimos por
qué no hacemos una empresa de teatro estable así no nos tenernos que
matar viajando, armando y desarmando?
La empresa de teatro la hemos denominado Las dos carátulas , ¿qué te
parece? El nombre se le ocurrió al Charola porque d ice que cuando era
chico la javie escuchaba los domingos por la radio todo el teatro de la
humanidad, y entonces se acordaba que se llamaba el ciclo Las dos
carátulas , y como me pareció un nombre bastante fino y culto , hemos
decidido por unanimidad aceptarlo como nuestro nomb re. Ahora estamos en
la etapa de organización de Las dos carátulas, es decir, que estamos
buscando lugar para instalar el tablado y por otro lado estamos
convocando a artistas de trayectoria significativa. Con respecto al
lugar ya tenemos en vista un galpón que está en la Avenida San Martín de
esta localidad y estamos haciendo las tratativas pa ra alquilarlo y poder
iniciar la explotación del teatro.
Pero sobremanera me interesa la otra parte de la or ganización, que
es la que Charola me dejó a mí solo, que es la de r eclutar a los
artistas que quieran incorporarse a nuestro elenco estable. Te voy
avisando que en nuestro repertorio queremos hacer a Florencio Sánchez,
Eduardo H. Paganini
no podía faltar, Nemesio Trejo, El romance de la estanciera , Ivo Pelay,
Hormiga Negra (¿te acordás cuando hiciste de Pulpero?), Gorostiz a,
Pirandello y si mal no cuadra hasta el mismo Shespe are. Ahora que tenés
una idea de nuestro nivel de apetencias es necesari o que sepas que hemos
querido que seas una de las primeras figuras invita das a participar del
elenco, en homenaje al pasado sobre las tablas, o s obre la arena—es lo
mismo— que llevás sobre tus hombros. Nos es muy gra to poder saber que
con tu presencia en nuestro elenco estable la calid ad dramatúrgica de la
Compañía se verá engalanada con una estrella de pri merísima magnitud
cual lo eres vos. Charola me ha aceptado enseguida la idea mía de
mandarte llamar para esta empresa.
Bastaría solamente con que te animés a reiniciar el camino del
teatro nuevamente, que seguro será de éxito para to dos nosotros. Por
ahora estamos parando en Los Vascos que es un hotel de acá en Mio Mio ,
acercáte y preguntá por mí o por Charola que no va a haber problema.
Desde ya te digo que esperamos tu importante asiste ncia.
Por las dudas te aviso que acá te cobran la cama pa ra pasar la
noche a razón de 2 pesos. Te lo digo para que más o menos hagás los
cálculos necesarios para tus gastos porque hasta qu e la empresa esté en
funcionamiento y pueda solventarnos todos los gasto s suponemos que más o
menos pasarán unos días. Según Charola dice que hay que esperar unos dos
meses, no sé a mí me parece que tanto no. También s i querés podés entrar
como socio a la empresa, eso como vos quieras. Char ola dice que lo mejor
es hacer una cooperativa de teatro y que cada socio tiene que poner 450
pesos más o menos como para hacer un capital signif icativo. Ya sé que es
mucha guita pero hicimos las cuentas bien y no hay otra forma de
buscarle la vuelta a la cosa. Vos fijáte bien cuánt o podés tirar y en
todo caso antes de venirte me lo hacés saber acá al hotel, total el
correo llega lo más bien.
Donde cabe la esperanza
77
Bueno, hermano, voy a ir despidiéndome de vos hasta nuevo aviso y
que tu aparición por estos pagos se haga pronto par a que así la escena
nativa se vea reconfortada con nuestra actividad.
Chao Chiche.
El Negro Pérez
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
79
Villa Añá, 6 de enero.
Sr. Sexto Cruz
De mi mayor consideración :
El que suscribe Froilán Onemís, L.E. N° 2.676.54 en
mi carácter de albacea de D. Nicolás Benemérito Mon toya Unzué, se dirige
a Ud. a los efectos de ponerlo en conocimiento de q ue ante el deceso del
causante se han dispuesto una serie de circunstanci as que alteran su
relación de dependencia como empleado.
En primera instancia es mi obligación notificar a
Ud. por la presente y atendiendo a lo expresado en el testamento
ológrafo del causante que cesa Ud. a partir del 1° de febrero en su
condición de casero de la mansión sita en la Circun scripción 58 Fracción
65 Chacra 27, según nomenclatura catastral, sita en El Aguanillo .
Que asimismo y como necesidad del juicio sucesorio,
según lo establecieran los herederos legítimos a po steriori de la
declaratoria pertinente, deberá fragmentarse el inm ueble en parcelas —
previa demolición del edificio principal y desmante lamiento de los
accesorios—.
Por lo tanto se hace perentorio el abandono de la
propiedad, sin perjuicio de iniciar las acciones ju diciales
correspondientes si el emplazamiento legal no fuere respetado.
A los efectos de su notificación personal se le
informa que el presente trámite se inicia en Juzgad o Provincial de lo
Civil N° 54, a cargo del Dr. Áníbal Maggio, Secreta ria del Dr. León
Soireff, bajo el auto caratulado “ Nicolás Montoya, su sucesión ”.
Sin otro particular lo saluda con sus respetos:
Froilán Onemís (Albacea Autorizado)
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
81
Coronel Yesca, 16 de abril
Dr. Rómulo H. Trizato
Muy señor mío:
Posiblemente Ud se sentirá sorprendido al leer esta s
líneas mías, puesto que quizá desconociera de mi ex istencia o por lo
menos de mi conciencia. Descubriré seguramente por mi apellido que soy
su hijo.
Le ruego a Ud disculpe mi falta de diplomacia para
enfrentar ciertos temas, pero es que mi madre me ha enseñado sobre todo
a la sinceridad ante todo. Aun a costas de la diplo macia. Efectivamente
si soy un Sarcedo es porque llevo el apellido de mi madre, Josefina
Yolanda Sarcedo, de quien debo notificarlo por esta vía su alejamiento
definitivo de este mundo. Se durmió en la paz del S eñor el pasado 4 de
abril, y quiero que sepa que llevó a su tumba el se creto de su unión con
Ud.
Sé que Ud ha ayudado económicamente a mi madre con su giro
mensual por lo que ya a esta altura de los aconteci mientos le digo que
bien puede dejar de hacerlo porque no necesito de s u plata. Además que
he decidido irme a otra ciudad, a lo mejor la capit al para probar mejor
suerte porque la verdad que acá la cosa no anda bie n.
La verdad la verdad que me da bastante rabia tener que
escribirle a Ud porque nunca antes tuvo la valentía de aparecerse por
esta casa, así que me resisto a tener que ser un hi jo suyo por vía
postal. Mi madre siempre me habló bien de Ud, pero la verdad que yo no
le creí nunca eso porque sino Ud tendría que habers e hecho presente
entre nosotros, dijera el pueblo lo que dijera. Yo muchas veces quise ir
a verlo para conocerle la cara pero mi madre siempr e se negó por esas
cosas que tienen las mujeres que vaya a saber uno. Le digo que ya tengo
bronca de escribirle esta carta porque si no vino n unca cuando estuvo
Eduardo H. Paganini
viva no sé para qué le tengo que escribir ahora que está muerta. Me
parece que lo mejor sería que no le escribiera nada y que Ud siga
viviendo a lo bacán como seguramente debe estar viv iendo mientras que a
nosotros muchas veces nos faltó lo más elemental, p ero por suerte y
gracias a Dios y a la Virgen nunca nos faltó de com er y siempre salimos
adelante sin ninguna necesidad de que Ud estuviera acá. Así que por eso
le digo que mejor será no decírselo nada a Ud y que se muera en su
propia ignorancia.
Lo saluda alguien que debió ser su hijo pero se nie ga a
serlo:
Elías Sarcedo Trizato.
Donde cabe la esperanza
83
Riacho Verde, 21 de septiembre.
Apreciada amiga:
Aunque el tiempo avanza con su corcel enceguecido, mi
memoria no puede olvidar tu agradable presencia. Si miras la fecha,
verás que te escribo estas palabras emocionadas en el comienzo de la
Primavera, ¡Qué mejor día para recordar nuestra her mosa amistad! Tu
grácil silueta femenina anida en mi corazón embarga do por la emoción,
por el recuerdo de tanto amor juvenil obsequiado.
Sé que tú desoirás con seguridad estas palabras mía s por
entender que obedecen a una actitud de falsía. No e s así, Teresita...
Cada día que pasa, cada hora que se suma en mi pasa do, es
un instante de dolor apesadumbrado por el recuerdo de tu distancia y tu
silencio... Teresita... ¿recuerdas cuando entrelaza das nuestras manos te
decía tu nombre, entre el follaje de la plaza? ¡Cuá nto tiempo ha pasado!
¡Éramos tan jóvenes entonces...! Recuerdo que yo te nía veinte, tú,
diecisiete...
Y un veintiuno de septiembre como el de hoy nos jur amos
eterno amor sobre la tierra. Pusimos al cielo de te stigo. Y después...
Después las cosas nos hicieron apartarnos de nuestr o rumbo deseado... Sé
que tú siempre has permanecido fiel a ese juramento , si hubo un culpable
de esa lamentable ruptura tan hermosa, sé que fui s olamente yo... Asumo
mi responsabilidad de esa traición... ¡Pero, Teresi ta...! Traición, no;
por favor, es demasiada palabra para atribuir a esa botaratada
juvenil... Aquí te pongo mi corazón para que veas q ue mi
arrepentimiento, no por tardío, es incompleto... Tu palabra puede ser mi
redención.
Es cierto. Me casé con Laura... Pero qué iba a sabe r yo..
Era un cabeza fresca... Nunca debí hacerlo, Teresit a, es hora de que lo
sepas... Nunca debí hacerlo! Mis treinta y siete añ os junto a esa mujer
Eduardo H. Paganini
fueron una tortura infernal que de por sí son sufic iente motivo como
para alcanzar el perdón que te estoy pidiendo. ¡Cas émonos Teresita!
¡Casémonos, por favor os lo ruego! La desesperanza abriga en mi corazón
su hielo puede más que el frío invierno... Sólo el calor de tu pasión
podrá revivirme... Te pido, te suplico que no desoi gas este clamor mío
No es mucho lo que puedo ofrecerte en esta empresa amorosa
a la que os convoco, tan sólo ofrendo mi dignidad d e amante lacerado y
mi afecto siempre dispuesto. Para el amor no debe e xistir medición
económica posible. De todos modos, mi querida amiga , puedo asegurarte un
aceptable pasar ya que para ello cuento con mi no d espreciable pensión,
además de las ayudas que mis doce hijos cada tanto efectúan. Y con
respecto a nuestra vivienda, también lo tengo plane ado puesto que aquí
en la pensión hay suficiente lugar para ambos. Ya l o estuve consultando
con el Director y me ha dicho este hombre que él no se opone a nuestra
dicha. Como verás es un buen médico...
En fin, Teresita, no quiero abundar en palabras que sólo
se superpondrían a las ya expresadas y creo que ser ía innecesario. Te
extraño entrañablemente desde esta mi actual soleda d... Respóndeme
pronto y concretemos nuestro sueño de amor.
Te saluda tu esclavo
José Artudillo
PD: Entregaré esta carta a mi hijo Néstor para que llegue con mayor
celeridad a tus ansiadas manos...
hasta pronto...
Donde cabe la esperanza
85
Pampa del Escuerzo, 16 de septiembre
D. Virginio Feinn
Respetable conciudadano:
Dios salve a Ud. Los miembros integrantes de la
Sociedad Amigos de la Luz Patriótica se dirigen a Ud, corresponsal
honorario en El Aguanillo , a los efectos de comunicarle que se ha
concelebrado reunión plenaria el próximo pasado 11 del corriente y en la
misma se ha acordado determinar el estado de emerge ncia de nuestra
Entidad ante los acontecimientos que son de dominio público.
Frente al avance de la sinarquía internacional que
yace agazapada entre nuestras familias se hace nece sario levantarse en
pie para la defensa de nuestras instituciones y de los valores del mundo
occidental y cristiano. Cofrade, es hora de acción y de resignación, se
ha decretado que en las próximas horas desarrollemo s una maniobra
envolvente sobre el enemigo que carcome nuestra Pat ria y su Tradición.
En las próximas jornadas de esta misma semana
recibirá Ud el contacto que le ampliará los detalle s del plan de
ejecución cuyo objetivo final será la restitución d e la dignidad moral
en los puntos cumbres del país. El Cofrade Mayor de la Legión Luz con
Honor, Dr Emeterio Gruiz Achavález, portará los pli egos correspondientes
que delinearán sus funciones en la táctica a emplea rse. Quede Ud a su
entera disposición.
La hora de la verdad ha llegado! Honor y Loor,
Honra sin Par, hasta la triunfal aurora patriótica.
Chao,
Jorgelino Pedernera
Cofrade de número.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
87
El Aguanillo , 19 de abril.
Contribuyente D. Aníbal Pezzi
s /d
Visto lo actuado en el Expdte 659/73 de esta
Dirección de Limpieza y Servicios Generales y ante la Ordenanza 43 de
este H.C.D. que regula en el ejido la explotación de corralone s y
hospedaje para animales, se lo intima bajo apercibi miento a desafectar
el inmueble de su propiedad de la calle Yatasto n° 44 (Nomenclatura 11—
A—96b) del uso como corralón de caballerizas.
El cartelón de chapa que obra sobre el portal del
edifico y que dice ‘TACHO PEZZI CARRUAJES pasa a pa rtir de la fecha a
ser motivo de multa diaria hasta su retiro de la ví a pública.
Sírvase notificar de la presente Resolución
Enrique Del Comte
Funcionario municipal.
Eduardo H. Paganini
Donde cabe la esperanza
89