DONDE SE TOMABA EL SOL Y OLIA A SAL

1
DÍA del domingo QaoaaQaaQaaQaQOQQoaoQOQaaQQaaDODDaoaQaaaaaaaoaaQaQaaaaoooQQaooaaQaaoaaaQaaaaQaaaQaaaaaoaaaaaQaaaQaaQQaQQGQaQ Donde se tomaba el sol y olía a sal L A antigua imagen de San- ta Cruz de Tenerife es de cuando, en años idos para siempre —y también siempre bien recordados— se vivía con felicidad y facilidad. Vista des- de lo alto de la centenaria torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, así era Santa Cruz, blanca y tendida junto a la vera de la mar como un vuelo de gaviotas. Siempre nueva luz de llama nueva, Santa Cruz sale a la viva alegría del sol y, como siempre, sabe obedecer al torrente incon- tenible de los días demasiado breves y rápidos. Ciudad todavía joven en años —pero vieja en es- píritu que, por paradoja es tam- bién joven—- Santa Cruz ha lu- chado, lo hace y hará, por reco- brar la paz y la luz, algo que siempre ha logrado con la huma- na libertad de su trabajo ejem- plar. Santa Cruz —toda la isla— siempre ha sabido dar generosi- dad de esplendor y calor a todo linaje, a toda alma. Los suyos —todos los nacidos a la vera de la mar— bien han sabido acuñar en la realidad los sueños siem- pre elevados de la mente. A la vista de la antigua imagen, com- prendernos que, todos los que supieron como deber y alegría escoger todo el trabajo, merecen —siempre— amplio testimonio de estima, homenaje de profun- do respeto en el corazón de to- dos los corazones. En la imagen, la ciudad con ansia insaciable de progreso pues, no lo dudemos, en su co- razón nace todos los días el sol de la esperanza. Con los ojos en- tre el sueño y el orgullo, Santa Cruz mira y evoca su mar anti- gua, la de hoy y la de siempre; era la mar de la aventura dictada por la fantasía dse los poetas más que por los cómputos de los doc- tos. Por aquella mar jamás sur- cada por proas de hombres, unos marinos, unos nombres Magallanes, Elcano, Cook, La Perouse, D'Entrecasteaux, Fitz- roy, Darwin, Boungainville, etc.— dejaron amplia e impere- cedera estela. Ellos encontraron islas nuevas, tierras nuevas de nuevos continentes pues, por es- tas aguas que reflejan el macizo de Anaga, cruzaron y bien nave- garon todos los que mudaron la figura e imagen de la Tierra. En la imagen, la vista navega sobre un mar de tejados que, a la derecha, tiene la estampa bé- lice y pétrea del castillo de San Cristóbal. A la izquierda, y al fondo, el antiguo edificio del Ca- sino, la mar pintada de barcos y el toque recio de la cordillera de Anaga. Viejas casas, viejos patios —todos como verdaderos cora- zones de sol— se abrían a las ca- lles tranquilas, calles que, todas, permitían juegos y risas infanti- les; esos mismos juegos y risas infantiles que disfrutamos en nuestra niñez y pequenez son los mismos que, por imperativos del tiempo que avanza, hoy están ve- dados a nuestros nietos. La ciudad que nos muestra la imagen entrañable es de cuando aún no privaba la prisa. Es la ciudad de las calles hechas para el sonoro y tranquilo trotar de corceles cuyas férreas herraduras marcaban, con parsimonia, el ritmo creciente de toda la ciudad. Por entonces, los landos y co- ches de punto ponían sus estam- pas clásicas en los distintos ba- rrios de Santa Cruz; hoy, vanas sombras de un pasado casi re- ciente, tales barrios resultan in- suficientes para dar cabida, sa- lida y aparcamiento, a los relu- cientes automóviles que guardan en su interior —trepidantes y simbólicos— a los caballos de antaño. ¿Cuántas de estas viejas y en- trañables calles quedan en la ciu- Así era Santa Cruz, en años idos para siempre, con su tocado de tejas y, a la derecha, la estampa bélica del castillo de San Cristóbal y la mar pintada de barcos. dad de hoy? ¿Cuántas conservan su espíritu fino e inquebrantable? En el antiguo y buen barrio del Toscal —allí, donde estuvo el aún recordado El Blanco— en- contramos algunas que, en casi toda su longitud, parece se re- mansa y conserva todo el Tiem- po ido para siempre. Otras, un tanto modernizadas, sólo en par- te mantienen aquel aire indiscu- tible de lo que frieron y signifi- caron en la entonces pequeña ciudad que, recostada en la pla- ya y sedienta de brisas, se iba en- sanchando y creciendo; y es que Santa Cruz —repetimos— mar- chaba de acuerdo con los deseos de quienes la regían, aquellos hombres del buen y bien hacer, los del planear y ejecutar con fir- meza y voluntad. De aquella ciudad de Santa Cruz de Tenerife nos quedan unos lugares —pocos, triste es decirlo— en los que, felizmen- te, el Tiempo aún duerme, des- cansa bajo las brisas suaves de hoy. Y en estos antiguos barrios, en estas antiguas calles, todos —sin excepción— encontramos algo de nuestros años niños, de aquellos del alma blanca y fres- ca de la infancia. En la esquina de la calle —¿qué importa su nombre y su situación?— se alzó hasta no hace mucho el laurel de Indias que dio sombra hasta no hace mucho el laurel de Indias que dio sombra verde y fresca a nuestros juegos de niñez y pequenez. Con él se fueron para siempre los callaos de playa que empedraban la ca- lle —todos con color y calor de mar— y que databan de cuando sólo turbaba la paz de Santa Cruz el sonar de la campana de la atalaya marinera de San Cris- tóbal y de las que, desde siem- pre, por las torres de la Concep- ción y San Francisco derrama- ban lágrimas de bronce sonoro. Pese a todo, la calle —acame- llada— parece arrancada de una antigua ilustración. En ella evo- camos el desaparecido laurel y nos vuelven evocaciones envuel- tas en poesía viva, evocaciones de juegos y amigos que ya no es- tán entre nosotros; los juegos ya se han olvidado, pues la ciudad no es apta para ellos y sólo en tales lugares —todos de la ya le- jana niñez— es posible recordar- los y evocarlos. Y siempre con tristeza, con esa tristeza que ca- racteriza a todo lo que pudo ha- ber sido y no fue, con e sa tris- teza del tiempo ido y añorado, perdido casi. LAS CASAS DE ANTAÑO Ya no hay callaos en las calles que, todas, lucen la monotonía y comodidad del asfalto. De las aceras han desaparecido las lo- sas chasneras que antes las pa- vimentaron; tampoco se perfilan con nitidez —como antes lo hacían— las arquillas que, con anterioridad a la instalación de la red de agua potable en tiem- pos de don Santiago García Sa- nabria, eran obligadas en todas las edificaciones de cierta pres- tancia. Casi a la puerta de todas las casas que disponían de alji- be, las arquillas señalaban que los habitantes de tales edificios no acudían a los «chorros» —Morales, Isabel II, Santo Do- mingo, de los Caballos, etc.— que abastecían de agua a Santa Cruz. Cerca del viejo laurel ya desa- parecido —casi a su sombra— se alzaban casas terreras ya venci- das y mordidas por el Tiempo que roe, pule y mata. Esperaban el momento de caer para siem- pre, el momento de desaparecer para que, luego, sobre los sola- res resultantes se elevasen nue- vos edificios. Estos ya se alzan con su orgullo nuevo de hierro, cemento y cristal, pero su som- bra, geométrica, no es la disper- sa y fresca del laurel. Este, car- gado de años y ramazón, era des- cendiente directo de los planto- nes que, en 1860, el capitán Serís trajo a Santa Cruz desde La Ha- bana española en el bergantín re- dondo «El Guanche», de la san- tacrucera firma de Hamilton. De aquellos plantones nacie- ron los laureles de Indias que, con el paso de los años, se han convertido en la amplia cofradía del verdor perenne, en la de la hoja que no se seca, que no se muere, y que da escolta gallarda a todos los jardines y plazas de la ciudad, de toda la isla de Te- nerife. Desde hace años, Santa Cruz de Tenerife busca su lógica y ne- cesaria expansión en zonas que, céntricas, han permanecido un tanto olvidadas. Es necesario que la ciudad logre su máximo desa- rrollo y, ante ello, no cabe duda de que hay que «matar» —en contra de nuestra íntima queren- cia— todo aquello que tanto qui- simos, que tanto queremos y que tanto añoraremos. Con el pesi- mismo que ahorra desengaños, tenemos que arrancar —con pro- funda pena y dolor— la estampa de la ciudad que aún vive en nuestra mente, la ciudad que aún vive en nuestra mente, la ciudad que nuestros años niños, la que día a día revive en el corazón de nuestros corazones. Pese a la sensación de pesimis- mo, bien sabemos que el recuer- do siempre irá en alguna gota de la sangre de nuestras venas. Mientras nuestro cuerpo proyec- te sombra sobre la tierra, conser- varemos todo el amplio recuer- do y la evocación de los anchos relámpagos de espuma en las playas que fueron —Ruiz, La Pe- ñita, San Antonio, Los Melones, Paso Alto, etc.— al abrigo del brazo de piedra del Muelle Sur que crecía y crecía. Frente a «los platillos» —la marquesina data de 1913— y la farola que apuñalaba de la Ma- rina, o de Branciforte —con los laureles copudos. A su sombra lloraba la ftiente de mármol un llanto trémulo, casi eterno, mien- tras nuestros ojos bebían el azul del cielo y el azul de la mar. En la imagen, parte del océa- no que, domesticado por el Mue- lle Sur, se hizo puerto. Sobre la lámina azul e inquieta —camino sin linderos por los que la Isla ha recibido cuanto ha sido, es y será— buena siembra de gaba- rras carboneras, las embarcacio- nes del «tren de lanchas», gole- tas y un vapor empenachado que, en el trinquete, luce elegante aparejo de cruz. Al fondo, siem- pre al fondo, el macizo de Ana- ga, donde los montes —duros— continúan el tiempo, la edad, el viaje inmóvil de los cerros pela- dos. Así era la ciudad cuyas calles estaban en la tierra donde el puerto nació. Así era la ciudad que en sus playas tenía espuma, movimiento y distancia; a la vera de la mar estallaba la salmuera y, así, su frescura llegaba a las calles próximas, calles marine- ras, de las que van a todos los océanos y mares. Santa Cruz ante la fiesta azul de la mar, fiesta en la que todo ríe de luz e ilusión en un día ver- tical, como una lanza azul en las calles palpitantes de sueños. Santa Cruz tenía entonces ca- lles que venían del océano, de to- das las tierras, de todos los idio- mas. En muchas de ellas ya es imposible tomar el sol y oler la sal, pero todas tocan los corazo- nes con su luz profunda; todas nos estremecen con sus gritos mudos, todas —por paradoja— nos llegan al alma con tristeza de lluvia serena, lluvia silenciosa, lluvia mansa en tarde de gris cansado. La antigua y buena ciudad nos llega desde la bruma de los ol- vidos, nos llega como un dolor de corazones rotos cuando bus- camos dentro del corazón nues- tro recuerdo. Y es que, pasada la cumbre de la vida, viene a he- rirnos la niñez y la juventud. Lejos están los atardeceres de lejana infancia, de aquella pe- quenez que fluyó como un cau- ce de aguas tranquilas. En la imagen, la ciudad de antaño en una imagen que nos hace com- prender que no se puede vivir sino muriendo, que no se puede ser sino dejando de ser. En la imagen, la ciudad que —nacida al filo de la ola— iba hacia los montes y los surcos, hacia los amaneceres de siem- bras y las noches de bosques. Así era Santa Cruz, la ciudad que siempre comprendió que ser no es sino querer ser. Y ahí está —como antes y después— con todo su espíritu inquebrantable. Bajo el cielo plácido y blando, silencio y calma. Así era Santa Cruz cuando, al romper el día, los gallos cantaban e inventaban amaneceres de arbolados, de sol naciente, en las azoteas y patios interiores. En la mar —donde se pintaba el amanecer y la tarde— la policromía de todas las ban- deras que cantaban con la brisa. Y, en toda la ciudad, siempre la nueva y antigua emoción de la brújula y el mapamundi. Juan A. Padrón Albornoz PARQUE SANTIAGOfUS Punto de encuentro con la salud y la estética en las nuevas instalaciones de Natural Life CENTRO DE SALUD Y DEPORTE Un freno al stress y el envejecí miento. Tratamiento del dolor agudo o crónico. Puesta a punto para deportistas y aficionados al deporte Pruebas de esfuerzo Electrocardiogramas Analítica Radiografías Rehabilitación Chequeos para deportistas, ejecutivos y personas que deseen conservar su salud o vigilar su estado. Medicina General Nuevo Porque Santiago 3

description

Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/07/30

Transcript of DONDE SE TOMABA EL SOL Y OLIA A SAL

DÍA del domingo

QaoaaQaaQaaQaQOQQoaoQOQaaQQaaDODDaoaQaaaaaaaoaaQaQaaaaoooQQaooaaQaaoaaaQaaaaQaaaQaaaaaoaaaaaQaaaQaaQQaQQGQaQ

Donde se tomaba el sol y olía a salLA antigua imagen de San-

ta Cruz de Tenerife es decuando, en años idos para

siempre —y también siemprebien recordados— se vivía confelicidad y facilidad. Vista des-de lo alto de la centenaria torrede la iglesia de Nuestra Señorade la Concepción, así era SantaCruz, blanca y tendida junto a lavera de la mar como un vuelo degaviotas.

Siempre nueva luz de llamanueva, Santa Cruz sale a la vivaalegría del sol y, como siempre,sabe obedecer al torrente incon-tenible de los días demasiadobreves y rápidos. Ciudad todavíajoven en años —pero vieja en es-píritu que, por paradoja es tam-bién joven—- Santa Cruz ha lu-chado, lo hace y hará, por reco-brar la paz y la luz, algo quesiempre ha logrado con la huma-na libertad de su trabajo ejem-plar.

Santa Cruz —toda la isla—siempre ha sabido dar generosi-dad de esplendor y calor a todolinaje, a toda alma. Los suyos—todos los nacidos a la vera dela mar— bien han sabido acuñaren la realidad los sueños siem-pre elevados de la mente. A lavista de la antigua imagen, com-prendernos que, todos los quesupieron como deber y alegríaescoger todo el trabajo, merecen—siempre— amplio testimoniode estima, homenaje de profun-do respeto en el corazón de to-dos los corazones.

En la imagen, la ciudad conansia insaciable de progresopues, no lo dudemos, en su co-razón nace todos los días el solde la esperanza. Con los ojos en-tre el sueño y el orgullo, SantaCruz mira y evoca su mar anti-gua, la de hoy y la de siempre;era la mar de la aventura dictadapor la fantasía dse los poetas másque por los cómputos de los doc-tos. Por aquella mar jamás sur-cada por proas de hombres, unosmarinos, unos nombres —Magallanes, Elcano, Cook, LaPerouse, D'Entrecasteaux, Fitz-roy, Darwin, Boungainville,etc.— dejaron amplia e impere-cedera estela. Ellos encontraronislas nuevas, tierras nuevas denuevos continentes pues, por es-tas aguas que reflejan el macizode Anaga, cruzaron y bien nave-garon todos los que mudaron lafigura e imagen de la Tierra.

En la imagen, la vista navegasobre un mar de tejados que, ala derecha, tiene la estampa bé-lice y pétrea del castillo de SanCristóbal. A la izquierda, y alfondo, el antiguo edificio del Ca-sino, la mar pintada de barcos yel toque recio de la cordillera deAnaga.

Viejas casas, viejos patios—todos como verdaderos cora-zones de sol— se abrían a las ca-lles tranquilas, calles que, todas,permitían juegos y risas infanti-les; esos mismos juegos y risasinfantiles que disfrutamos ennuestra niñez y pequenez son losmismos que, por imperativos deltiempo que avanza, hoy están ve-dados a nuestros nietos.

La ciudad que nos muestra laimagen entrañable es de cuandoaún no privaba la prisa. Es laciudad de las calles hechas parael sonoro y tranquilo trotar decorceles cuyas férreas herradurasmarcaban, con parsimonia, elritmo creciente de toda la ciudad.

Por entonces, los landos y co-ches de punto ponían sus estam-pas clásicas en los distintos ba-rrios de Santa Cruz; hoy, vanassombras de un pasado casi re-ciente, tales barrios resultan in-suficientes para dar cabida, sa-lida y aparcamiento, a los relu-cientes automóviles que guardanen su interior —trepidantes ysimbólicos— a los caballos deantaño.

¿Cuántas de estas viejas y en-trañables calles quedan en la ciu-

Así era Santa Cruz, en años idos para siempre, con su tocado de tejas y, a la derecha, la estampa bélica del castillo de San Cristóbal y la mar pintada de barcos.

dad de hoy? ¿Cuántas conservansu espíritu fino e inquebrantable?En el antiguo y buen barrio delToscal —allí, donde estuvo elaún recordado El Blanco— en-contramos algunas que, en casitoda su longitud, parece se re-mansa y conserva todo el Tiem-po ido para siempre. Otras, untanto modernizadas, sólo en par-te mantienen aquel aire indiscu-tible de lo que frieron y signifi-caron en la entonces pequeñaciudad que, recostada en la pla-ya y sedienta de brisas, se iba en-sanchando y creciendo; y es queSanta Cruz —repetimos— mar-chaba de acuerdo con los deseosde quienes la regían, aquelloshombres del buen y bien hacer,los del planear y ejecutar con fir-meza y voluntad.

De aquella ciudad de SantaCruz de Tenerife nos quedanunos lugares —pocos, triste esdecirlo— en los que, felizmen-te, el Tiempo aún duerme, des-cansa bajo las brisas suaves dehoy. Y en estos antiguos barrios,en estas antiguas calles, todos—sin excepción— encontramosalgo de nuestros años niños, deaquellos del alma blanca y fres-ca de la infancia.

En la esquina de la calle—¿qué importa su nombre y susituación?— se alzó hasta no hacemucho el laurel de Indias que diosombra hasta no hace mucho ellaurel de Indias que dio sombraverde y fresca a nuestros juegosde niñez y pequenez. Con él sefueron para siempre los callaosde playa que empedraban la ca-lle —todos con color y calor demar— y que databan de cuandosólo turbaba la paz de SantaCruz el sonar de la campana dela atalaya marinera de San Cris-tóbal y de las que, desde siem-pre, por las torres de la Concep-ción y San Francisco derrama-ban lágrimas de bronce sonoro.

Pese a todo, la calle —acame-llada— parece arrancada de unaantigua ilustración. En ella evo-camos el desaparecido laurel ynos vuelven evocaciones envuel-tas en poesía viva, evocacionesde juegos y amigos que ya no es-tán entre nosotros; los juegos yase han olvidado, pues la ciudadno es apta para ellos y sólo entales lugares —todos de la ya le-jana niñez— es posible recordar-los y evocarlos. Y siempre contristeza, con esa tristeza que ca-racteriza a todo lo que pudo ha-ber sido y no fue, con e sa tris-teza del tiempo ido y añorado,perdido casi.

LAS CASAS DE ANTAÑO

Ya no hay callaos en las callesque, todas, lucen la monotonía ycomodidad del asfalto. De lasaceras han desaparecido las lo-sas chasneras que antes las pa-vimentaron; tampoco se perfilancon nitidez —como antes lohacían— las arquillas que, conanterioridad a la instalación dela red de agua potable en tiem-pos de don Santiago García Sa-nabria, eran obligadas en todaslas edificaciones de cierta pres-tancia. Casi a la puerta de todaslas casas que disponían de alji-be, las arquillas señalaban quelos habitantes de tales edificiosno acudían a los «chorros»—Morales, Isabel II, Santo Do-mingo, de los Caballos, etc.—que abastecían de agua a SantaCruz.

Cerca del viejo laurel ya desa-parecido —casi a su sombra— sealzaban casas terreras ya venci-das y mordidas por el Tiempoque roe, pule y mata. Esperabanel momento de caer para siem-pre, el momento de desaparecerpara que, luego, sobre los sola-res resultantes se elevasen nue-vos edificios. Estos ya se alzancon su orgullo nuevo de hierro,cemento y cristal, pero su som-bra, geométrica, no es la disper-sa y fresca del laurel. Este, car-gado de años y ramazón, era des-cendiente directo de los planto-nes que, en 1860, el capitán Serístrajo a Santa Cruz desde La Ha-bana española en el bergantín re-dondo «El Guanche», de la san-tacrucera firma de Hamilton.

De aquellos plantones nacie-ron los laureles de Indias que,con el paso de los años, se hanconvertido en la amplia cofradíadel verdor perenne, en la de lahoja que no se seca, que no semuere, y que da escolta gallardaa todos los jardines y plazas dela ciudad, de toda la isla de Te-nerife.

Desde hace años, Santa Cruzde Tenerife busca su lógica y ne-cesaria expansión en zonas que,céntricas, han permanecido untanto olvidadas. Es necesario quela ciudad logre su máximo desa-rrollo y, ante ello, no cabe dudade que hay que «matar» —encontra de nuestra íntima queren-cia— todo aquello que tanto qui-simos, que tanto queremos y quetanto añoraremos. Con el pesi-mismo que ahorra desengaños,tenemos que arrancar —con pro-funda pena y dolor— la estampade la ciudad que aún vive en

nuestra mente, la ciudad que aúnvive en nuestra mente, la ciudadque nuestros años niños, la quedía a día revive en el corazón denuestros corazones.

Pese a la sensación de pesimis-mo, bien sabemos que el recuer-do siempre irá en alguna gota dela sangre de nuestras venas.Mientras nuestro cuerpo proyec-te sombra sobre la tierra, conser-varemos todo el amplio recuer-do y la evocación de los anchosrelámpagos de espuma en lasplayas que fueron —Ruiz, La Pe-ñita, San Antonio, Los Melones,Paso Alto, etc.— al abrigo delbrazo de piedra del Muelle Surque crecía y crecía.

Frente a «los platillos» —lamarquesina data de 1913— y lafarola que apuñalaba de la Ma-rina, o de Branciforte —con loslaureles copudos. A su sombralloraba la ftiente de mármol unllanto trémulo, casi eterno, mien-tras nuestros ojos bebían el azuldel cielo y el azul de la mar.

En la imagen, parte del océa-no que, domesticado por el Mue-lle Sur, se hizo puerto. Sobre lalámina azul e inquieta —caminosin linderos por los que la Isla harecibido cuanto ha sido, es yserá— buena siembra de gaba-rras carboneras, las embarcacio-nes del «tren de lanchas», gole-tas y un vapor empenachado que,en el trinquete, luce elegante

aparejo de cruz. Al fondo, siem-pre al fondo, el macizo de Ana-ga, donde los montes —duros—continúan el tiempo, la edad, elviaje inmóvil de los cerros pela-dos.

Así era la ciudad cuyas callesestaban en la tierra donde elpuerto nació. Así era la ciudadque en sus playas tenía espuma,movimiento y distancia; a la verade la mar estallaba la salmueray, así, su frescura llegaba a lascalles próximas, calles marine-ras, de las que van a todos losocéanos y mares.

Santa Cruz ante la fiesta azulde la mar, fiesta en la que todoríe de luz e ilusión en un día ver-tical, como una lanza azul en lascalles palpitantes de sueños.

Santa Cruz tenía entonces ca-lles que venían del océano, de to-das las tierras, de todos los idio-mas. En muchas de ellas ya esimposible tomar el sol y oler lasal, pero todas tocan los corazo-nes con su luz profunda; todasnos estremecen con sus gritosmudos, todas —por paradoja—nos llegan al alma con tristeza delluvia serena, lluvia silenciosa,lluvia mansa en tarde de griscansado.

La antigua y buena ciudad nosllega desde la bruma de los ol-vidos, nos llega como un dolorde corazones rotos cuando bus-camos dentro del corazón nues-

tro recuerdo. Y es que, pasadala cumbre de la vida, viene a he-rirnos la niñez y la juventud.

Lejos están los atardeceres delejana infancia, de aquella pe-quenez que fluyó como un cau-ce de aguas tranquilas. En laimagen, la ciudad de antaño enuna imagen que nos hace com-prender que no se puede vivirsino muriendo, que no se puedeser sino dejando de ser.

En la imagen, la ciudad que—nacida al filo de la ola— ibahacia los montes y los surcos,hacia los amaneceres de siem-bras y las noches de bosques. Asíera Santa Cruz, la ciudad quesiempre comprendió que ser noes sino querer ser. Y ahí está—como antes y después— contodo su espíritu inquebrantable.

Bajo el cielo plácido y blando,silencio y calma. Así era SantaCruz cuando, al romper el día,los gallos cantaban e inventabanamaneceres de arbolados, de solnaciente, en las azoteas y patiosinteriores. En la mar —donde sepintaba el amanecer y la tarde—la policromía de todas las ban-deras que cantaban con la brisa.Y, en toda la ciudad, siempre lanueva y antigua emoción de labrújula y el mapamundi.

Juan A.Padrón Albornoz

PARQUE SANTIAGOfUS

Punto de encuentro con la salud y la estéticaen las nuevas instalaciones de Natural Life

CENTRO DE SALUD Y DEPORTE

Un freno al stress y el envejecí miento. Tratamiento del dolor agudo o crónico.Puesta a punto para deportistas y aficionados al deporte

• Pruebas de esfuerzo • Electrocardiogramas • AnalíticaRadiografías • Rehabilitación • Chequeos para deportistas, ejecutivos

y personas que deseen conservar su salud o vigilarsu estado. • Medicina General

Nuevo Porque Santiago 3