"Dos pautas culturales de la sociedad greco-romana: honor y vergüenza, y el patronazgo"

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SECCIÓN I. LOS DOS MUNDOS DEL ESTUDIO BÍBLICO 19 2. Dos pautas culturales En el mundo greco-romano se destacan dos pautas culturales que tenían gran impacto en la vida de todas las personas y en la sociedad como un todo: por un lado, el concepto del honor personal y la necesidad imperiosa de protegerlo y aumentarlo , y por otro, el sistema socio-económico y político del patronazgo. Honor y vergüenza El valor social más importante para los varones fue su honor personal, es decir, el rango que ostentaban ante la sociedad y el respeto a este rango que debían recibir de pares y subalternos por igual. Aunque en parte derivado de su clase social, el grado de honor que tenía un hombre dependía también de sus propias acciones. El hombre honorable tenía que mostrar su capacidad para gobernar a otros, comenzando con las personas de su propia casa: su esposa, sus hijas (hasta su casamiento), sus hijos varones (aun en edad adulta), sus esclavos y esclavas. Además, fue imprescindible que el varón demostrara su hombría frente a cualquier rival que desafiara su estatus social o sus capacidades personales. En la sociedad greco-romana los varones vivían en constante lucha por defender e incrementar su cuota de honor personal ante conocidos y ajenos. ¿Cómo lo hacían? Para los hombres de la clase alta no se trataba solamente de demostrar su capacidad económica por medio del lujo de sus viviendas y la abundancia de comida exquisita y entretenimiento profesional de alta calidad en sus banquetes. Tenían que esmerarse en exhibir su nobleza de carácter ante el gran público por medio de actos de beneficencia hacia la ciudad, empleando su propia riqueza para patrocinar eventos cívico-religiosos, o para construir monumentos, pavimentos y obras públicas como teatros, templos y edificios gubernamentales. De estos actos de filantropía los hombres cosechaban reconocimientos y honores públicos. La honorabilidad de las mujeres estaba estrechamente ligada a su sexualidad. Al paterfamilias y los hermanos varones les tocaba guardar celosamente el honor de las mujeres de la casa. La actitud apropiada de ellas, su sentido de vergüenza, debía regir toda su conducta. Las jóvenes estaban obligadas a guardarse vírgenes hasta su matrimonio y las casadas a mantener absoluta fidelidad al esposo. Cualquier falta a este deber traía gran deshonra a todos los varones de la familia por haber faltado a su responsabilidad de controlar la conducta de las mujeres o de protegerlas de la agresividad de varones rivales. La buena reputación de la mujer era siempre precaria y esto provocó a la sociedad a limitar el movimiento de las mujeres y su participación en actividades más allá de su propia casa y familia. Dentro del gran estrato pobre de la población, sin embargo, la restricción de las mujeres sería un lujo, fuera de su alcance no solamente porque sus viviendas eran sumamente estrechas sino principalmente porque las mujeres al igual que los hombres tenían que ocuparse en alguna actividad económica que ayudara a la sobrevivencia del grupo familiar. Nos preguntamos si las restricciones impuestas a las mujeres de la clase alta comprometían la respuesta que estas mujeres podían dar a la oferta de nuevas creencias y prácticas religiosas, típica de la época, o si al contrario esos límites provocaban a algunas mujeres a buscar en la religión un espacio intermedio entre el encierro en la casa y la prohibición de participar en la vida pública. Por otro lado, el gran poder que tenía el qué dirán para amenazar el honor de hombres o mujeres, podía impulsar a los promotores de nuevas prácticas religiosas a proclamar que sus actividades, lejos de perturbar las normas vigentes, más bien las respaldaban. En el caso de los varones, si una nueva secta religiosa celebraba reuniones dentro de casas particulares y con plena participación de las mujeres, algunos hombres podían rechazar la posibilidad de unirse a tal grupo por discernir ahí una amenaza latente para su propia imagen de virilidad. Si la nueva propuesta religiosa fomentaba un trato igualitario entre distintos estratos socio-económicos, esto también podía representar un problema para los hombres de estatus, que buscaban demostrarse superiores a los demás y ser reconocidos

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Irene Foulkes. Extracto del módulo Nuevo Testamento II. San José: UBL, 2015, pp. 19-21.

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2. Dos pautas culturales

En el mundo greco-romano se destacan dos pautas culturales que tenían gran impacto en la vida de

todas las personas y en la sociedad como un todo: por un lado, el concepto del honor personal y la

necesidad imperiosa de protegerlo – y aumentarlo – , y por otro, el sistema socio-económico y

político del patronazgo.

Honor y vergüenza

El valor social más importante para los varones fue su honor personal, es decir, el rango que

ostentaban ante la sociedad y el respeto a este rango que debían recibir de pares y subalternos por

igual. Aunque en parte derivado de su clase social, el grado de honor que tenía un hombre dependía

también de sus propias acciones. El hombre honorable tenía que mostrar su capacidad para gobernar

a otros, comenzando con las personas de su propia casa: su esposa, sus hijas (hasta su casamiento),

sus hijos varones (aun en edad adulta), sus esclavos y esclavas. Además, fue imprescindible que el

varón demostrara su hombría frente a cualquier rival que desafiara su estatus social o sus

capacidades personales. En la sociedad greco-romana los varones vivían en constante lucha por

defender e incrementar su cuota de honor personal ante conocidos y ajenos.

¿Cómo lo hacían? Para los hombres de la clase alta no se trataba solamente de demostrar su

capacidad económica por medio del lujo de sus viviendas y la abundancia de comida exquisita y

entretenimiento profesional de alta calidad en sus banquetes. Tenían que esmerarse en exhibir su

nobleza de carácter ante el gran público por medio de actos de beneficencia hacia la ciudad,

empleando su propia riqueza para patrocinar eventos cívico-religiosos, o para construir monumentos,

pavimentos y obras públicas como teatros, templos y edificios gubernamentales. De estos actos de

filantropía los hombres cosechaban reconocimientos y honores públicos.

La honorabilidad de las mujeres estaba estrechamente ligada a su sexualidad. Al paterfamilias y los

hermanos varones les tocaba guardar celosamente el honor de las mujeres de la casa. La actitud

apropiada de ellas, su sentido de vergüenza, debía regir toda su conducta. Las jóvenes estaban

obligadas a guardarse vírgenes hasta su matrimonio y las casadas a mantener absoluta fidelidad al

esposo. Cualquier falta a este deber traía gran deshonra a todos los varones de la familia por haber

faltado a su responsabilidad de controlar la conducta de las mujeres o de protegerlas de la

agresividad de varones rivales. La buena reputación de la mujer era siempre precaria y esto provocó

a la sociedad a limitar el movimiento de las mujeres y su participación en actividades más allá de su

propia casa y familia. Dentro del gran estrato pobre de la población, sin embargo, la restricción de las

mujeres sería un lujo, fuera de su alcance no solamente porque sus viviendas eran sumamente

estrechas sino principalmente porque las mujeres al igual que los hombres tenían que ocuparse en

alguna actividad económica que ayudara a la sobrevivencia del grupo familiar.

Nos preguntamos si las restricciones impuestas a las mujeres de la clase alta comprometían la

respuesta que estas mujeres podían dar a la oferta de nuevas creencias y prácticas religiosas, típica de

la época, o si – al contrario – esos límites provocaban a algunas mujeres a buscar en la religión un

espacio intermedio entre el encierro en la casa y la prohibición de participar en la vida pública. Por

otro lado, el gran poder que tenía el qué dirán para amenazar el honor de hombres o mujeres, podía

impulsar a los promotores de nuevas prácticas religiosas a proclamar que sus actividades, lejos de

perturbar las normas vigentes, más bien las respaldaban. En el caso de los varones, si una nueva secta

religiosa celebraba reuniones dentro de casas particulares y con plena participación de las mujeres,

algunos hombres podían rechazar la posibilidad de unirse a tal grupo por discernir ahí una amenaza

latente para su propia imagen de virilidad. Si la nueva propuesta religiosa fomentaba un trato

igualitario entre distintos estratos socio-económicos, esto también podía representar un problema

para los hombres de estatus, que buscaban demostrarse superiores a los demás y ser reconocidos

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como tales. Por otro lado, ese mismo compañerismo igualitario podría ser percibido por varones de

poco estatus en la sociedad como una alternativa social atractiva.

El patronazgo

En un mundo donde la mayoría de las personas no tenía ningún acceso al poder, ni a los bienes

materiales o los servicios que les hacían falta, floreció la práctica del patronazgo. En el sistema del

patronazgo los hombres carentes de poder político o económico buscaban a un hombre que disponía

de más ventajas en estas áreas, para entrar en una relación de dependencia de él. El “patrón” (en unos

pocos casos, una “patrona”), como persona de más categoría y poder social, servía a estos

dependientes, sus “clientes”, como fuente de favores que aliviaban sus carencias. A su vez el cliente

proveía varios servicios al patrón, especialmente el servicio de rendirle honor, ese bien intangible

que fue tan importante en aquella cultura. Los clientes tenían que honrar públicamente a su patrón

formando un séquito (ojalá numeroso) que lo acompañaba por la ciudad en todos sus negocios y

compromisos sociales.

El sistema del patronazgo involucraba al patrón y los clientes en una relación de lealtad obligada,

que se expresaba a menudo con el lenguaje de la amistad del patrón hacia su cliente, y no al revés,

pues la relación del patronazgo fue marcadamente desigual: el patrón era dominante y el cliente

servil.

Una relación de patronazgo podía establecerse en forma simbólica con un dios o una diosa, tanto a

nivel individual de una persona con la divinidad como a nivel de un grupo de personas – los

habitantes de una ciudad, por ejemplo – con una patrona divina o un patrón divino. En el caso de

Éfeso fue Artemisa quien velaría por el bienestar de la ciudad y sostendría a su población en tiempos

difíciles. En recompensa, la ciudad entera debía honrarla y celebrarla constantemente, sin

abandonarla jamás, vista la calamidad que esto podía traer sobre la ciudad (cp. Hch. 19.23-28).

El patronazgo creó múltiples lazos de obligación y lealtad entre personas ubicadas en niveles muy

distintos de la pirámide social y este hecho impidió que se formaran relaciones horizontales de

solidaridad dentro del gran bloque de la población marginada y explotada. No hubo una conciencia

de clase; tampoco hubo insurrecciones, a pesar del sufrimiento de la vasta mayoría de la población.

La cadena ascendente de patronos culminaba en el emperador mismo. Todo esto contribuyó a que

Roma pudo gobernar y explotar todo el territorio conquistado con un mínimo de estructura

administrativa o militar. El control social y político lo ejerció a través de las relaciones del

patronazgo, sin costo para el gobierno central.

La clave [del control romano] es el clientelismo. Todo se lograba por la beneficencia de un

superior, un patrón. El patrón máximo era el emperador, especialmente a partir de Augusto

César (27 a.C. a 14 d.C.). La burocracia era mínima. Los romanos asumieron el sistema

económico “democrático” de los griegos, pero lo gobernaban mediante redes de patronazgo.

Un patrón daba favores a una ciudad, o una persona, y esperaba de ella gratitud y lealtad. Esta

se expresaba, entre otras cosas, con el culto y los honores que el cliente le ofrecía a su patrón.

Así se entiende cómo, más o menos voluntariamente, en todas las ciudades principales, se

edificaron por los hombres ricos, templos para honrar al emperador y/o su familia. 4

Todos los hombres estaban comprometidos por numerosas relaciones recíprocas, como clientes de un

superior o patronos de personas más débiles. En la poderosa clase élite las mujeres también

desempeñaban el papel de patronas y ejercían el poder social y política que esta posición les

4 Jorge Pixley, “Los primeros seguidores de Jesús en Macedonia y Acaya”, RIBLA 29 (1998), pág. 63.

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otorgaba. Había, además, algunas mujeres que no podían reclamar un linaje aristócrata sino, como

esposas de los “nuevos ricos”, ellas también actuaban como benefactoras y mediadoras de favores.

Cabe preguntarnos aquí también hasta qué punto esta extensa red de control sobre los clientes y

lealtad hacia los patronos, condicionaba la capacidad de las personas para responder a una nueva

propuesta religiosa como la del cristianismo. Con su creación de nuevas relaciones interpersonales

basadas en la igualdad y la mutualidad en Cristo, las comunidades cristianas trataban de forjar una

sociedad alternativa, que en muchas instancias podía amenazar esos vínculos verticales de poder

establecidos por el patronazgo, tan importantes para la dominación imperial y el control de la élite

sobre la masa de la población.5

Para conocer y comprender el mundo greco-romano del siglo primero

Lectura: Los artículos de la Antología #2 indicados al inicio de este capítulo.

5 Cp. Néstor O. Míguez, “Ricos y pobres: relaciones clientelares de la Carta de Santiago”, RIBLA #31 (1998), págs. 86-

98. Disponible en www.clailatino.org/ribla31