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75 euskal herria Naturaleza y cultos precristianos t Antxon Aguirre Sorondo L as creencias y la forma de interpre- tar la realidad de quienes vivieron antes de la penetración del cristianismo en Euskal Herria resultan difíciles, por no decir imposibles de descifrar para nosotros: nos hallamos muy lejos en el tiempo y apenas tenemos herramientas para acercarnos al mundo interior de aspiraciones e intenciones de aque- llos grupos humanos. Sí que disponemos de restos arqueológicos, de enseres, de pin- turas rupestres, de mitos, ritos y tradiciones; y sobre todo poseemos palabras en la más antigua lengua de Europa, el euskera, que insinúan algo sobre las mentalidades del pasado más remoto. Pero, aun con su inmenso valor, son solo sombras proyectadas sobre un muro. Como en el famoso mito de la caverna de Platón, puede que esas “sombras”, veladas por el paso de los siglos y la superposición de las cultu- ras, no sean realmente lo que parecen; o puede que sí, pero que nos falte la “piedra roseta” para interpretar el sen- tido cabal que poseían para las gentes de hace miles de años. Pero esto no debería desmotivar- nos. Podemos ir avanzando a tientas, con prudencia, sin dejarnos deslum- brar fácilmente por las luces y por los signos de lo que, por su arcaísmo, puede parecernos más auténtico, pero que en realidad son solo eso: sombras. Naturaleza sagrada Lo primero que constatamos es que todos los pueblos del mundo mediante creencias y mitos han levantado unos modelos de inter- pretación y una inteligencia práctica e instru- mental que les ha servido para relacionarse entre sí y con su entorno. El pueblo vasco RITOS, CREENCIAS Y PERVIVENCIAS EN LA EUSKAL HERRIA MODERNA no fue excepción: “Elaboró una cultura, unos modos de vida que traducen la actitud del hombre ante los problemas funda- mentales de su existencia. Uno de los aspectos que cabe considerar en esta actitud es la religión”, afirmaba José Miguel de Barandiaran en la introducción a su Mitología del Pueblo Vasco. Sabemos que en un tiempo la Naturaleza y sus manifesta- ciones físicas eran percibidas como entidades sagradas. A esas fuerzas (Sol, Luna, Tierra) se les atribuyó un alma: ahí nos encontramos ante la concep- ción animista. Antes o después pero en cier- to momento cristalizó la creencia en númenes, genios y divinidades telúricas con una forma física pre- cisa (zoomórfica o antropomórfica, comúnmente), que vivían dentro de la montaña, del bosque o del agua, y que podían resultar propicios o malditos para los humanos. Había que rendirles culto, aplacarlos y a ser posible ganarse su favor. Así sur- gieron los mitos. Algunos signos propios de la cultura popular de Euskal Herria, aunque palidecidos por el paso del tiempo y las sucesivas estratifica- ciones culturales, parecen llega- dos hasta nosotros como testigos de aquellas concepciones: motivos estéticos, lugares sagrados, tradiciones inscritas en un momento determinado, ritos, palabras, leyen- das o los personajes que forman nuestro riquí- simo panteón mitológico. De esos perfiles iluminados por los remotos rayos de una Euskal Herria milenaria, de esas sombras vacilantes y sugestivas que hoy se refle- jan en los muros de la vida vasca, es de lo que nos ocupamos en estas páginas. DOSSIER EN UN TIEMPO LA NATURALEZA Y SUS MANIFESTA- CIONES FÍSICAS FUERON PERCIBI- DAS COMO ENTI- DADES SAGRADAS Estela discoidal hallada en la necrópolis de Santa Teresa (Donostia). Argizaiola, icono del lar vasco con simbolo- gía mágico protectora. Jon Benito r : o o s , e los asp esta a JoM intro Pu l c c e se en ción Ant t o mo en nú Gipuzkoa Museo Birtuala

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Naturalezay cultosprecristianost Antxon Aguirre Sorondo

Las creencias y la forma de interpre-tar la realidad de quienes vivieron antes de la penetración del cristianismo en Euskal

Herria resultan difíciles, por no decir imposibles de descifrar para nosotros: nos hallamos muy lejos en el tiempo y apenas tenemos herramientas para acercarnos al mundo interior de aspiraciones e intenciones de aque-llos grupos humanos.

Sí que disponemos de restos arqueológicos, de enseres, de pin-turas rupestres, de mitos, ritos y tradiciones; y sobre todo poseemos palabras en la más antigua lengua de Europa, el euskera, que insinúan algo sobre las mentalidades del pasado más remoto. Pero, aun con su inmenso valor, son solo sombras proyectadas sobre un muro. Como en el famoso mito de la caverna de Platón, puede que esas “sombras”, veladas por el paso de los siglos y la superposición de las cultu-ras, no sean realmente lo que parecen; o puede que sí, pero que nos falte la “piedra roseta” para interpretar el sen-tido cabal que poseían para las gentes de hace miles de años.

Pero esto no debería desmotivar-nos. Podemos ir avanzando a tientas, con prudencia, sin dejarnos deslum-brar fácilmente por las luces y por los signos de lo que, por su arcaísmo, puede parecernos más auténtico, pero que en realidad son solo eso: sombras.

Naturaleza sagrada

Lo primero que constatamos es que todos los pueblos del mundo mediante creencias y mitos han levantado unos modelos de inter-pretación y una inteligencia práctica e instru-mental que les ha servido para relacionarse entre sí y con su entorno. El pueblo vasco

RITOS, CREENCIAS Y PERVIVENCIAS EN LA EUSKAL HERRIA MODERNA

no fue excepción: “Elaboró una cultura, unos modos de vida que traducen la actitud del

hombre ante los problemas funda-mentales de su existencia. Uno de los aspectos que cabe considerar en esta actitud es la religión”, afirmaba José Miguel de Barandiaran en la

introducción a su Mitología del Pueblo Vasco.

Sabemos que en un tiempo la Naturaleza y sus manifesta-ciones físicas eran percibidas como entidades sagradas. A esas fuerzas (Sol, Luna, Tierra) se les atribuyó un alma: ahí nos

encontramos ante la concep-ción animista. Antes o después pero en cier-

to momento cristalizó la creencia en númenes, genios y divinidades telúricas con una forma física pre-cisa (zoomórfica o antropomórfica, comúnmente), que vivían dentro de la montaña, del bosque o del agua, y que podían resultar propicios o malditos para los humanos. Había que rendirles culto, aplacarlos y a ser posible ganarse su favor. Así sur-gieron los mitos.

Algunos signos propios de la cultura popular de Euskal Herria, aunque palidecidos por el paso del tiempo y las sucesivas estratifica-ciones culturales, parecen llega-dos hasta nosotros como testigos

de aquellas concepciones: motivos estéticos, lugares sagrados, tradiciones inscritas en un momento determinado, ritos, palabras, leyen-das o los personajes que forman nuestro riquí-simo panteón mitológico.

De esos perfiles iluminados por los remotos rayos de una Euskal Herria milenaria, de esas sombras vacilantes y sugestivas que hoy se refle-jan en los muros de la vida vasca, es de lo que nos ocupamos en estas páginas.

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SSIE

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EN UN TIEMPO

LA NATURALEZA Y

SUS MANIFESTA-

CIONES FÍSICAS

FUERON PERCIBI-

DAS COMO ENTI-

DADES SAGRADAS

Estela discoidal hallada

en la necrópolis de Santa

Teresa (Donostia).

Argizaiola, icono del

lar vasco con simbolo-

gía mágico protectora.

Jon Benito

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Gipuzkoa Museo Birtuala

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Al igual que otros pueblos de la Antigüedad, también los euskaros consideraban al Sol numen o dei-

dad natural. De su culto han quedado huellas desde el período neolítico.

En la vieja lengua, dos grupos de nombres sir-ven para designar al astro: unos tienen como raíz “egu” (eguzki) y otros “eki”. Según Julio Caro Baro-ja, la primera es la forma más primitiva y común, equivalente a la raíz indoeuropea “div”, con la que se formó la palabra “divinidad”.

Fue creencia general que la Tierra es madre del Sol y de la Luna, hiero-fanías femeninas que duermen dia-riamente en su seno: el Sol sale cada mañana de la Tierra y al atardecer regresa nueva-mente a sus entrañas en la región de Itxasgorrieta, los mares bermejos.

En su diálogo Las Leyes, Platón argumenta que el Sol, la Luna y los demás astros son enti-dades divinas porque se mueven por sí mismos ordenadamente y son inmortales. Con tal conside-ración, los griegos de su tiempo les dedicaban salu-taciones místicas al alba y al ocaso. Lo mismo ha

ocurrido en Euskal Herria hasta entrado el siglo xx: “Eguzki amandria joan da bere amagana. Biar etorriko da denpora ona bada” –Señora Sol con su madre ha ido, mañana volverá si el tiempo acom-paña–, o más sencillamente: “Adios, amandre;

biarartio” –Adios Señora, hasta mañana– por la noche; y “Ongi etorri, iduzki xuri” –Bien-

venida, Sol luminosa– por la mañana, son fórmulas recogidas por la etnografía vasca, como lo es también esta otra aún

más expresiva por el trata-miento de entidad sagrada dado al astro: “Eguzki san-tu bedeinkatue, zoaz zeure

amagana” –Sol santa bendi-ta, váyase hacia su madre–.

Nuestros dólmenes, construi-dos principalmente en un período que va desde hace unos 3.800 años hasta hace

unos 4.500, también insinúan una veneración solar por su disposición con la entrada orientada hacia el levante. El mismo canon se aplicaría pos-teriormente a las tumbas de los cristianos medie-vales (cabeza en el occidente, pies en el oriente) y en la construcción de iglesias románicas cuya fachada mira al Este al igual que las chabolas de los pastores vascos. Aunque tampoco podemos descartar que en algunos casos tal ubicación obe-deciera a motivos climáticos, a los vientos reinan-tes o a otras causas ajenas a creencias solares.

El Sol se asocia al cielo luminoso y ardiente, a la luz y al fuego, nexo cuyos ecos resuenan en el calendario festivo y en ritos como los fuegos de los solsticios de verano (hogueras de san Juan) y de invierno (gabonzuzi o tronco especial de Nochebuena que se quemaba en los hogares vascos durante esos días y que modernamente se simboliza en el árbol navideño).

Por el solsticio de verano, la gente giraba en fila alrededor de una fogata con el fuego a su derecha. Esta ceremonia, asegura Barandiaran, “más o menos cambiada, extendida en todo el dominio indoeuro-peo, moviliza la fuerza mágica que, según se cree, ha de hacer que el Sol prosiga su curso”. Con la parti-cularidad de que en Sara, según testimonia el sabio de Ataun, mientras ejecutaban ese milenario acto propiciatorio en la víspera de San Juan los vecinos rezaban un rosario. Aquí tenemos un ejemplo ‘de libro’ de sincretismo religio-so: reelaboración de una tradición anterior en forma de rito cristiano.

A sus cualidades como dador de luz y de calor, suma el Sol la virtud de ahuyentar las tinieblas y con ellas a los espíritus malignos que actúan a socapa de la oscuridad nocturna. Ello le acredita como protec-tor de personas, tierras y animales. La simbolización del Sol como defensor doméstico lo aporta el eguz-kilore, literalmente “flor del sol”. La costumbre de poner una flor de cardo en puertas y dinteles de los hogares para protegerlos de las fuerzas disolventes era común a toda la franja pirenaica y pervive aún en nuestros días como motivo pintoresco.

Y recordemos también que en el arte decorati-vo vasco abundan signos de clara evocación astral como círculos, ruedas radiales, estrellas pentago-nales, rosetones o el famoso lauburu, variación de la esvástica o cruz griega con terminación en bra-zos curvos, de raíz prehistórica. Todo indica que el lauburu representa al Sol en movimiento como fuerza y motor de toda la creación. Es decir, un dios-sol que es objeto de culto astral.

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Al dios del cielo luminoso sucedió el dios del cielo tempestuoso. El hacha es el emblema de esta

nueva percepción.El nombre del rayo, oneztarri (piedra de relámpago), hace alusión a una interpreta-ción mítica según la cual dicha descarga la produce una piedra lanzada por el numen

de la tormenta. Por el principio de que lo semejante atrae a lo semejante, para aplacar esa ame-naza se plantaba un hacha de piedra en el exterior de las casas. Hacha que luego será de acero y cuyo filo apuntará siempre hacia el cielo.

En excavaciones arqueológicas se han hal lado hachas de piedra

pulimentada de reducidas dimensiones fabricadas para fines mágicos, hachas

votivas, hincadas a las puer-tas de dólmenes y colecciones completas en hendiduras de rocas puestas como ofrenda.

Los cultos naturalesEn sus prácticas espirituales, los vascos de antes del cristianismo no parece que siguieran unas pautas organizadas por una liturgia cerrada, ni que contaran con una casta sacerdotal. Se trataría más bien de unos rituales domésticos o íntimos, simples y regulados por la relación directa con los elementos dadores de vida: cultos naturales.

el SolEL GRAN PROTECTOR

j ,e- pul

dipa

voti

El hacha contra ‘oneztarri’

SORGINETEXE, DOLMEN FUNE-RARIO DEL 2500 A.C. CUYA

ENTRADA SE HALLA ORIENTADA AL LEVANTE, AL NACIMIENTO DEL

SOL. ARRIZALA (AGURAIN).

El eguzkilore –flor del

Sol por su semejanza al

astro solar–, se ha colo-

cado tradicionalmente

en las puertas de la casas

por su atribuida capaci-

dad de ahuyentar el mal.

Jon Benito

Alberto M

uro

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El culto lunar no era un simple comple-mento del culto solar, sino que sobrepa-saba a éste en importancia. Caro Baroja

llega a afirmar que durante un lapso de tiempo indefinido pero extenso, la Luna fue la divinidad principal y más original del pueblo vasco.

A diferencia del Sol, inmutable y siempre igual a sí mismo, la Luna es astro mudable, cíclico, sometido a leyes parecidas a las de los mortales. “La ‘vida’ de la Luna está mucho más próxima al hombre que la gloria majestuosa del Sol”, decía el historiador de las religiones Mir-cea Eliade. En fases regulares crece y decrece hasta desaparecer, como si falleciera, para rena-cer a los tres días, y con ese movimiento dibuja la trayectoria de nacimiento, desarrollo y fin propia de todo recorrido vital. De la vida a la muerte y de la muerte a la vida: la Luna repre-senta plásticamente la aspiración espiritual de los seres humanos.

En torno a la mitología lunar han girado las más pri-mitivas formas de necrolatría o culto a los difuntos. Los pue-blos arios la conside-

raban morada de los fallecidos, y su deno-minación vasca, ilargi, ‘luz de los muertos’,

describe al satélite no como morada pero sí como guía para los difuntos. Una vieja

tradición autóctona asegura que quien muere en cuarto

creciente tendrá una buena vida ultraterrena.

En excavaciones vascas se han descubierto aras de época roma-

na con signos de culto lunar. Aunque poste-riores en el tiempo,

también las estelas dis-coidales de función funeraria (fenómeno que en Euskal Herria posee rasgos excepcionales por su densidad) presentan profusos e intere-santes motivos relacionados con cultos astra-les. Uno de ellos es la espiral, cuyo simbolismo cósmico respecto a la Luna tiene que ver con la idea de lo que evoluciona, lo que aparece y desaparece, como el caracol.

A la Luna se dedicaban invoca-ciones orales habitualmente con el apelativo de abuela: “Amona manta-gorri, zeruan ze berri? Zeruan berri onak, orain eta beti”. Con un carác-ter más piadoso, ante su vista se indicaba a los niños que era Jesús o el rostro de Dios.

Pero también la Luna puede representar lo sagrado negativo: el viernes, ostirala, día dedi-cado a la Luna, se consideraba el preferido para los conventículos de brujos; sobre ese día pesa el tabú contra cierto tipo de trabajos; en los plenilunios los gentiles de Aralar bailaban con sus sombras; y a la cárcel eterna de la Luna fue condenado un hombre de Ataun por quejarse contra ella por no darle suficiente luz. “El respe-to por la Luna ha sido verdaderamente grande en el País Vasco”, resume Caro Baroja.

El descubrimiento por parte de los pueblos agrícolas del Neolítico de la influencia de las fases lunares en la germinación y en la efica-cia de muchas actividades relacionadas con la agricultura, la ganadería y el sustento humano hará del satélite una fuerza venerable a la que se preste permanente observación.

Algunos baserritarras aún hoy programan sus trabajos en función de los cuartos lunares, tenien-do en cuenta su influjo directo en el resultado de faenas tales como el cultivo y la cosecha de frutas y verduras, la plantación y la tala de árboles, el

desplazamiento de los ganados, la matanza del cerdo, la remoción del estiércol, el corte de pelo y uñas, la limpieza de las chimeneas, el embote-llamiento de la sidra o el embotado de alimentos.

Su incidencia en la fecundidad de la tierra tiene su correlato humano en los ciclos reproductivos

de la mujer. Desde el amanecer de la civilización, diosas y deidades

femeninas se han relacionado con la Luna. El arte religioso cristiano lo sincretizó a través de la Virgen María, cuya repre-

sentación incorpora explícita-mente los cultos astrales: vestida

con manto estampado de constelacio-nes y subida sobre una luna corniforme.

Por su poderoso simbolismo y por su influencia primordial en el conjunto de la vida orgánica terrestre, la Luna ha constituido un referente absoluto, una síntesis perfecta de lo que vive y muere; respetada e incluso adorada: en este último caso hablaremos de selenolatría (de Selene, deidad griega).

la LunaLUZ DE VIDA

En las lenguas indoeuropeas, la pala-bra con que se designa a la Luna es la más antigua de todos los nombres

de astros. La razón es bien sencilla: su obser-vación llevó al nacimiento del concepto “mes” y de ahí al primer calendario. La Luna

permite la medición del tiempo. Julio Caro Baroja defendía que los vascos primitivos no contaban el paso del tiempo por días sino por noches, ya que gaur (hoy) se derivaría de gau (noche). Esto ayudaría a la formación del mes lunar, de 29 y pico días. De donde en

euskera mes y Luna se nombran de la misma manera: hil, hilabete, hileroko. El sistema de meses lunares se ajustó al año agrícola y luego al año solar dando como resultado el Calendario Vasco, que tiene un carácter luni-solar, de origen remoto, unido al agrícola.

El Calendario Vasco

Quien con más profundidad investigó y

reflexionó sobre el mundo de creencias

anterior al cristianismo fue José Miguel

de Barandiaran. A él se debe la división de la

Prehistoria vasca en tres etapas, a cada una de las

cuales corresponde un sistema de producción y unas

determinadas estructuras de pensamiento.

1. SUSTRATO ARCAICO. En el Paleolítico,

las comunidades de cazadores y recolectores

habitan en cavernas. Ese medio físico determina

creencias de carácter telúrico para las cuales

ciertas cuevas y oquedades subterráneas están

habitadas por genios y dioses misteriosos

(númenes). A esta etapa correspondería el mito

de Mari, señora del cielo a la que hay que aplacar

mediante ofrendas e invocaciones como las que

se pronuncian al arrojar una piedra en cuevas

donde se dice que moraban los genios.

2. LA CULTURA MEGALÍTICA . Con el

Neolítico y la cultura pastoril, en el área vasca

pirenaica aparecen las grandes construcciones

de piedra o megalitos. La orientación de los

dólmenes hacia la salida del Sol y los restos de

fuego a su entrada insinúan cultos uránicos

o celestes. El cielo sería venerado como una

divinidad: Egu. Según esto, datan de entonces

los símbolos solares tan característicos del arte

vasco, el eguzkilore, el calendario vasco de

origen lunar o las hogueras solsticiales.

3. CULTURA EPIGRÁFICA. La abundancia de

piedras con inscripciones (epigrafía) justifica el

nombre de esta etapa marcadamente influenciada

por la presencia romana. En lápidas funerarias y

aras aparecen representaciones del Sol y de la Luna,

fuerzas de la Naturaleza divinizadas como entida-

des con espíritu propio. Dominaban, por tanto, las

creencias animistas. Algunos de los lugares de cul-

to politeísta de esta época serían posteriormente

sacralizados mediante construcciones cristianas.

Etapas y creencias en la Prehistoria

cioapgoonteino

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Brotes verdes. La fases

lunares han sido desde el

Neolítico tenidas en cuen-

ta a la hora de llevar a ca-

bo las faenas agrícolas.

Símbolos lunares y zo-

omórficos en relieve en

un sillar en una vivienda

tradicional vasca.

LA LUNA REVERBERA LOS RAYOS DEL SOL EN PEÑA

IZAGA (NAFARROA).

Alberto Muro

Santiago Yaniz

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Algo más lejos irá Andrés Ortiz-Oses al afirmar que Mari es la única superviviente que hoy se

conoce de las primitivas Diosas-Madre europeas: “La Gran Diosa Vasca Mari

es claramente el símbolo de la Vida, la Naturaleza y sus fuerzas telúri-cas, pero es además la diosa madre de todos los diosecillos, númenes,

genios y fuerzas personificadas, preminentemente femeninas”.

Este ancestral mito está extendido por toda la geografía vasca con infinidad de moradas conocidas por tradición oral en

montañas, cuevas o simas. Varía en cada región o comarca en cuanto a sus nom-bres (Andre Mari, Mariurraka, Mari la del Horno, Puiako Maia, Dama de Anboto, de Muru, de Ake-tegi...), características y mitotemas peculiares.

El catálogo de leyendas en torno a Mari es grande y no raras veces presentan adherencias de sincretismo cristiano. A propósito de esto, es notable la convergencia del mito con el perso-naje sagrado de la Virgen María. Sin embargo, la opinión más sólida apunta a que se trata de un

nombre autóctono derivado quizá de ‘Amari’ (oficio de madre, lo que daría razón a la inter-pretación matriarca-naturalista del mito) o de ‘Emanari’ (don, regalo).

La lectura materna del mito parece evi-dente, aunque en el detalle de sus leyendas apenas revele un carácter maternal, en el sentido de mujer bondadosa y abnegada, sino mucho más frecuentemente apare-ce como un ser terrible. Como todos los mitos, el de Mari es ambiguo y eso se refleja también en su descendencia: tiene un hijo

bueno, Atarrabi, y otro malo, Mikelats.

Nuestros antepasados veían la Tierra como una extensión inmensa con partes sólidas y partes líquidas. Igual

que el agua de los mares, también las regiones sólidas se movían: era creencia popular que las montañas suben y bajan, crecen y se encogen, de modo que los relieves van cambiando a lo largo del tiempo. Ade-más de esto, a la Tierra se le atribuía un vigor propio para generar vida en forma de vegetales que alimentan a personas y animales.

Ya hemos señalado el carácter maternal de la Tierra respecto al Sol y la Luna, a los que acoge en su seno cuando los astros desaparecen de la vista humana. Sus profundidades consti-tuyen un inmenso receptáculo donde habitan las almas de los difuntos y también muchos genios que en la mitología vasca habitualmente tienen forma de animales (toro, caballos, verra-co, macho cabrío, carnero, etc.) o un aspecto cercano al humano.

Reinando por encima de todos esos númenes y genios se halla la divi-nidad telúrica o ctónica: Mari, diosa principal de la mitología vasca. Baran-diaran y Caro Baroja coincidieron en señalar en ese mito a una de las divinidades más impor-tantes de la prehistoria vasca, emparentada con otras equivalentes de los pueblos europeos.

Normalmente aparece con los rasgos de una mujer de gran belleza, misteriosa y maléfica. Pero también puede revestir aspecto de caballo, buitre, viento, árbol, humo, bola de fuego... No obstante, se la designa como señora o dama, títu-lo respetuoso que han merecido también otras antiguas deidades femeninas.

El culto a los númenes terrestres focalizado en cavernas y en montañas, donde se hacían ofren-das para lograr favores o para aplacar las furias naturales, puede que esté en el origen de lugares sagrados del cristianismo. Como las ermitas o los santuarios elevados. En nuestra investigación en

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el ámbito de Gipuzkoa a lo largo de muchos años hemos asistido a rituales que parecen evocar cul-tos precristianos de carácter telúrico. Un buen ejemplo son los diversos templos con agujeros en la roca donde los fieles introducen la cabeza y rezan un Credo para protegerse o curar de los males en esa parte del cuerpo (Kredozulo le lla-man en San Pedro de Zegama). Y, ya en Bizkaia, la ermita de San Miguel de Arretxinaga, en Mar-kina-Xemein, con sus inmensos peñascos calizos en raro equilibrio unos contra otros, se antoja escenario presumible para cultos de tipo ctónico de origen precristiano, tal como se ha supuesto.

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R la TierraY SU DIOSA TELÚRICA

Mari está considerada bruja y señora de todas las brujas. Este dato, unido a que las cere-

monias brujeriles tuvieran por escenario cuevas y montañas, lleva a suponer que hasta la edad moderna llegaron residuos de cultos antiguos de tipo telúrico y

determinadas creencias que poseían funciones útiles para la regulación de las pequeñas comunidades aisladas. Este equilibrio se fracturó con la irrup-ción de jueces y teólogos externos que, movidos por motivaciones doctrinales, desencadenaron violentas campañas

represivas: así emergió un pánico moral que el profesor Gustav Henningsen ha llamado “brujomanía” para diferenciarlo de las creencias brujescas tradicionales. El poso mágico-religioso precristiano se convirtió así en motivo de persecución en los siglos XVI y XVII.

Brujería y brujomanía

Monolitos de Arretxinaga.

A su alrededor se constru-

yó la ermita de San Miguel

(Markina).

En la cumbre rocosa

de Urregarai (Aulesti)

se levantó la ermita de

Santa Eufemia.

CUEVA DE ZUGARRAMURDI, CAVIDAD TELÚRICA QUE HA ACOGIDO CULTOS PRECRIS-

TIANOS DURANTE SIGLOS.

Alberto Muro

Santiago Yaniz

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De todas las habilidades humanas, sin duda que el dominio del fuego ha sido la de mayor trascendencia. El

fuego permitió a los homínidos alumbrarse, calentarse y enriquecer su dieta alimenticia. Además el fuego, elemento que consume y hace humo de los objetos que toca, generó una escatología espiritual relacionada con la vida después de la muerte.

En La mentalidad popular vasca, según Resu-rrección Mª de Azkue, Juan Thalamas Laban-dibar defiende que en Euskal Herria se ha sacralizado al fuego como elemento mediador entre vivos y muertos. Idea que posiblemente proviene de la Prehistoria.

Las cenizas y restos que se han hallado en crómlechs, túmulos y cistas informan de ritos funerarios precristianos, que tendrán su con-tinuidad posteriormente en la costumbre de encender luces en

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las sepulturas por medio de cerillos de cera o argizaiolak, de acuerdo con la creencia de que las almas de los difuntos necesitan tal ofrenda para ahuyentar las tinieblas.

La cremación de los cuerpos es una tradición con tres mil años de antigüedad entre nosotros. Se introdujo al contacto con pueblos pastoriles centroeuropeos que, en opinión del historiador Juan Madariaga, “habían desarrollado una con-cepción más espiritualizada de la muerte, pues aplicaban a sus difuntos el procedimiento más radical de ocultación de la descomposición, la

incineración y consiguiente desaparición de los cuerpos, lo que, además de la purifica-ción que implicaba, posibilitaba la más rápida liberalización del espíritu”.

El rechazo de la incineración por parte de la Iglesia católica hasta mediados del siglo xx se ha explicado de diferentes mane-ras: algunos especialistas ven en ello una influencia del judaísmo, que prohíbe expresamente esa práctica; otros lo atribuyen al deseo de marcar una ruptura con los rituales paganos greco-romanos.

En contrapartida, la Iglesia tuvo la habilidad de integrar el fuego como elemento litúrgico y ances-tralmente simbólico. El cirio pascual, emblema de la Resurrección de Cristo al final de la Sema-na Santa; el fuego omnipresente en procesiones y grandes solemnidades; el del viático y, antaño, también en el cortejo del entierro. Sustancia ambi-valente, el fuego representa a Dios (ante Moisés se visualiza como una zarza en llamas), pero también la condenación eterna del infierno.

La mitología vasca contiene un catálogo de figuras fantásticas envueltas en fuego. La propia Mari vuela en forma de llamaradas; Eate es el genio de la tempestad, del fuego, de las riadas y del viento huracanado; la serpiente Sugaar atraviesa el firmamento en figura de hoz o media luna de fuego cuyo paso es presagio de tempestad; toros de fuego o que lanzan fue-go habitan en las cuevas; caba-llos de fuego; y, cuando una luz brillaba repentinamente en la oscuridad de la noche, se decía que era Irel, pájaro que lanza fuego de su boca.

En la etxe vasca el fuego poseía carácter de numen sagra-do. El primer diente del niño se le ofrendaba a él; o mejor dicho, a ella, pues en la invocación que acompañaba al gesto se le trataba en femenino: “Andra Marie, otson ortz zaarra eta ekatzan berrie” (Seño-ra Mari, toma el diente viejo y dame otro nuevo).

Cuando se deseaba que cierta persona ingre-sara en la casa mediante casamiento o como

sirviente, se le conducía al interior y se le hacía dar unas vueltas alrededor del fuego del hogar o del llar que colgaba sobre el mismo. Hecho esto, se daba por seguro que la persona ya no podría resistir el atractivo de ese lugar.

Como un modo de cristianización del fuego doméstico, en la mañana del Sábado de Gloria se procedía a la renovación del su berria. La ceremo-nia de encendido del nuevo fuego se realizaba en el atrio de la parroquia y los fieles se las arreglaban para llevarlo a casa en curiosos artefactos: botes de hojalata, macetas de barro, panochas de maíz, yescas, mechas... Antes de recibir el fuego nuevo

se limpiaba bien el receptáculo. Los tizones y cenizas sobrantes del hogar se conside-

raban como benditos y se usaban, por ejemplo, como amuletos

contra el begizko o mal de ojo.

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R LOS ELEMENTOS SAGRADOS

Decíase que a una persona se la puede perjudicar simbolizándola en una vela de cera y haciendo que ésta se

consumiera al fuego. “Orri bate-batek argiza-rie piztu zook” (a ése alguien le ha encendido la cera), se susurraba en Berastegi de quien

padeciera cierto mal o enfermedad que no conseguía superar. Efecto contrario producían las velas bendecidas el día de La Candelaria (2 de febrero). Cuando una desgracia amena-zaba al hogar o un miembro se hallaba enfer-mo, al arreciar una tormenta o cualquier otra

calamidad, se encendía una de esas velas y se dejaba ardiendo hasta que pasara el peligro. Procedimientos de protección “por contacto” eran rociar con tres gotas de cera bendita la txapela o el pañuelo de la cabeza y verterlas sobre la comida del ganado.

Velas, malditas o benditas

el fuegoNÚMEN DOMÉSTICO

Uno de los crómlech

de Azpegi (Valle de

Aezkoa), enterramien-

tos colectivos tras el

rito de la cremación.

Patxi Uriz

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F uente de vida, medio de purifica-ción y fuerza regenerativa: desde el alba de las civilizaciones, se han

atribuido esas tres cualidades esenciales al agua. Aunque también algunas otras.

Para los taoístas –tradición religiosa y filosó-fica oriental– representa la sabiduría, es libre y sin ataduras; en el Tíbet el agua simboliza el compromiso de la vida religiosa; los griegos clá-sicos advertían en el elemento poderes fertili-zantes y vigorizantes, por ello la empleaban en nacimientos, matrimonios y ritos de iniciación.

Lo mismo hará el cristianismo: de manera plástica el Mesías, Jesús, se revela a la huma-nidad cuando se sumerge en el río Jordán de la mano de Juan, llamado El Bautista. Desde el siglo iv cristianos de todo el mundo acuden a Tierra Santa para mojarse en las aguas de ese río, hoy fronterizo entre Israel y Jordania, y se llevan porciones de agua sagrada para bautizar a sus familiares.

Distribuidos por toda la geografía de Euskal Herria existen infinidad de fuentes y manan-tiales a los que se atribuyen virtudes curativas o hasta milagrosas; o que son escenario de leyendas o de prodigios piadosos, como así lo quieren indicar sus nombres: Mariturri, Iturri-santu, Aingeru-iturri, Andre-Mari-iturri... En algunos casos, sobre manantiales sacralizados desde época precristiana se levantaron ermi-tas o santuarios.

“Todo induce a pensar –se lee en Mitología del Pueblo Vasco– que muchas aguas y manan-tiales del País Vasco se hallan vinculados, en la

mente popular, a diversos genios o seres míti-cos; también a santas y a santos que, en muchos casos, han sustituido a aquellos”.

A esas y otras fuentes, en el momento del tránsito solsticial tanto de verano como de invierno acudían las gentes para tomar las primeras aguas en la fe de que en ese instante fluyen con virtudes especialmente benéficas para el cuerpo y el espíritu. La costumbre de beber, bañarse o mojarse con el agua de

la amanecida solsticial la encontramos por toda Europa, desde el norte escandinavo al sur medi-terráneo. Es posible que en el fondo de estos ritos populares “se hallen mitos solares y de la madre Tierra de donde brotan las aguas, símbolo de la abundancia”, en opinión de Barandiaran.

En ocasiones, la noche del 23 de junio se sacaban al exterior recipientes de agua a los que se añadían flores aromáticas (rosas, verbenas, claveles, jazmi-nes, madreselva, etc.). A la

salida del Sol, ese líquido se guardaba para todo el año como curativo para los problemas de la piel e incluso para uso cosmético diario.

Aún hoy, cuando en el campanario de la iglesia de Urdiain, en la Barranca navarra, suenan las 12 de la noche del 31 de diciembre, sus vecinos se reúnen junto a la fuente para tomar el agua nue-va, que se bebe compartidamente en los prime-ros minutos del nuevo año. En Tierra Estella, en

tiempos anteriores al agua corriente, el líquido de consumo humano se conservaba en tinajas, y cuando se ofrecía un vaso a algún visitante se le decía “Bebe, bebe, que esta es agua de enero”, como modo de ponderar su calidad: tan buena como el agua recogida en el primer instante del año; es decir, la mejor.

Arroyos y remansos son esce-nario habitual de historias de brujas y de lamias, personajes a los que el hábitat acuático atrae sobremanera. De la época ante-rior a la luz eléctrica en que la noche se poblaba de ruidos inin-teligibles proviene la explicación de que genios y espíritus malig-nos se acercaban a beber a los

abrevaderos y pozos del exterior de la casa una vez que oscurecía. Por ello, si tras la anochecida alguien entraba en el hogar trayendo agua de afuera, ésta había que purificarla introduciendo un tizón encendido sacado del fuego doméstico.

En sociedades agrarias como era la nuestra has-ta hace solo unas décadas, al agua de lluvia se la

ha tenido por beneficiosa en la vida (“Agua de mayo, crece el pelo un palmo”) e incluso en la muerte (se decía que quien fallece con lluvias salva su alma). La asociación de la lluvia con el “mal tiempo” es reciente y propia de las sociedades urbanas.

DO

SSIE

R el aguaVIRTUDES CRISTALINAS

Tema sugerente en la mitología vasca es el de los pozos, charcas o lagunas sin fondo que absorben a personas

y animales. Muchas veces llevan el nombre de ‘lamia’ (Lamiñapozu, Laminosin, Laminen-zulo...), señalando así la presencia de genios

maléficos que se cobran ese tributo. Variante de lo mismo son las casas y poblados malditos que yacen en el fondo de pozos y lagos. Los relatos explicativos casi siempre culpan a los antiguos habitantes por esa condena a causa de su falta de caridad. Recordemos, por fin,

que según un primitivo rumor bajo el suelo en determinados lugares discurren ríos de leche, inaccesibles a los humanos desde la superfi-cie. La arqueología ha demostrado la verdad de esta intuición con el descubrimiento del “mondmilch” o gran río de leche del Hernio.

Pozos sin fondo y ríos de leche

Baño ritual en las fuentes

de Betelu (Nafarroa), en

las aguas del río Araxes.

Cascada de Kakueta.

Zuberoa.

Laminenziluak. Manan-

tial de aguas termales

de Gamere (Zuberoa).

Alberto Muro

Santiago Yaniz

Alberto Muro

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En Mujika, dos corpulentos castaños a los que denominaban Mari y Peru servían como testigos para las parejas

que contraían esponsales bajo su copa. Y cuan-do entre gente de la comarca se cerraban con-tratos de compraventa de alguna importancia, los pagos y cobranzas se liquidaban también en presencia de esa frondosa pareja.

La atribución al árbol de la competencia como notario puede rastrearse desde en las clásicas promesas de amor eterno grabadas en su corteza por los adolescentes, hasta en los juramentos reales hechos a su sombra.

Tras su coronación, los reyes castellanos acudían a Bizkaia para hacer juramento de respeto a fueros, usos, costumbres y tradi-

ciones seculares del Señorío. De ahí que un árbol, el de Gernika, sea hoy emblema del autogobierno del pueblo vasco. Bajo el árbol

de Gerediaga se celebra-ban las Juntas del Duran-guesado, al igual que las de Encartaciones se convoca-ban en torno a un roble.

Esas juntas comarcales eran extensión de los con-cejos abiertos que también se celebraban soto árbol, hasta que fueron albergán-dose bajo el techo de la iglesia y, más tarde, en las casas concejiles, los kont-zeju-zaharrak. En fecha tan tardía como 1533, a la som-bra de un roble los vecinos de Legazpi celebraban su

batzarra: el profesor Madariaga Orbea ve en este detalle un indicio de que la sociedad esta-ba aún trabada por vínculos mayoritariamente gentilicios y que el poder de la Iglesia no era todavía “lo suficientemente fuerte como para servir de aglutinante a núcleos de población dispersa” como era el Valle de Legazpi.

El rey Luis XI de Francia, en el siglo xv, impartía justicia bajo un roble del bosque de Vincennes siguiendo un rito posiblemen-te heredado de sus antepasados galos precristianos, los cuales tenían en fe que “en el tronco de un roble vive siempre un dios”. Los bretones cristianizados hicie-ron suyo ese mismo principio al dar por válida la confesión de los pecados hecha por un creyente ante un árbol de esa especie.

A los bosques no les gusta ser vendidos como simple mer-cancía. Según creencia de Baja Navarra recogida por Resurrec-ción María de Azkue, el bosque puede mostrar su enfado hacien-do caer un árbol encima de una persona y matándola.

Muy extendido está el hábito de plantar un fresno junto a la casa para su protección con-tra el rayo. Fresnos son asimismo el mayo (que aún hoy se levanta en San Martín de Améscoa, Navarra) y el árbol de san Juan en torno a los que pivotan las ceremonias de entrada en el ciclo de verano: mayo y sanjuanes son dos ritos de origen precristiano y ampliamente extendidos por toda Europa, fundamenta-

dos en las virtudes protectoras atribuidas a determinados vegetales a fin de propiciar una buena temporada de cosechas.

En Donostia, al término del tradicional baile de la víspera de san Juan es costumbre descor-

tezar el árbol y repartir sus frag-mentos entre los asistentes para que los conserven durante el año como amuletos protectores. En los solsticios, el rito naturalista conflu-ye con la superstición.

Acercándose el solsticio de invierno, en el caserío vasco se preparaba un tronco especial para que ardiera en el fuego bajo durante la Navidad. Una vez con-sumido, sus cenizas se esparcían por establos, huertas y tierras en la convicción de que ello asegu-raba la protección de los bienes y de los seres. Este tronco recibía diversos nombres: Gabon muku-rre en Bizkaia, Porrondoko en Araba, Subilaro egurra en Nava-rra, Olentzero engorra u Olentza-go en Gipuzkoa. Al hilo de estas últimas denominaciones, el etnó-grafo Juan Garmendia Larrañaga

barrunta que pudiera ser que ese tronco sagra-do del solsticio acabara personificándose en la figura de Olentzero, el mítico carbonero.

Sea como fuere, todo lo anterior nos habla del árbol como entidad semisagrada profunda-mente respetada. Quizá eso explica que los pri-meros obispos destinados a la cristianización de Vasconia recibieran el encargo de comba-tir los credos paganos, entre los que se citaba expresamente la sacralización de los árboles.

DO

SSIE

R

En palabras de Arturo Campión, el primer batzarre o asamblea abierta surgió “el día que unos cuantos

pastores y leñadores de reducida comarca se reunieron a tratar de los negocios que les eran comunes, con la sencillez de ánimo que

delata la elección del lugar por la particula-ridad de un árbol”. Así fue como, alrededor de un árbol, las comunidades medievales vascas establecieron esa forma de gobierno democrático característica del pueblo vasco. Desde otro punto de vista, es expresivo que

el rey Sancho de Navarra al llegar victorioso hasta Atapuerca, durante la campaña de recuperación de La Rioja y la Bureba en 1162, pronunciara solemnemente la frase “Hasta aquí nuestro Reino”, a la vez que clavaba su puñal sobre el tronco de un gran árbol.

Democracia a la sombra de un árbol

NOTARIO SAGRADO

el arbol,

El viejo roble, velador de

los Fueros de Bizkaia, en

las vidrieras de la Casa de

Juntas de Gernika.

Roble en el bosque de

Urdiain y levantamiento

del Mayo de Larraona

(Nafarroa), con el que se

celebra la llegada de la

primavera.

Santiago Yaniz

Áng

el R

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de A

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Alberto Muro

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Durante época romana, el encuentro de las creencias y cultos propios de los habitantes del actual territorio de

Euskal Herria con el politeísmo latino tuvo por efecto la aparición de formas de sincretismo que unían elementos de ambos. Las deidades romanas convivieron con dioses domésticos indígenas, de los que conocemos algunos nom-bres: Aituneo, Bealisto, Lacube-gi, Liucma... Sol, aguas, montes, árboles y bosques fueron objeto de veneración, como lo eran en otros pueblos romanizados del norte peninsular y de las Galias.

El monoteísmo cristiano se irá imponiendo en Vasconia sobre un sustrato social ya ampliamente romanizado en las zonas más tran-sitadas, con pervivencia de hilachas de una espiritualidad ancestral.

A finales del siglo iv, en tiem-po del emperador Teodosio, se promulgan las primeras leyes contra el paga-nismo. Entre ellas se incluyen la prohibición de encender fuegos rituales, quemar incienso, colgar guirnaldas de flores en honor a los dio-ses o entrelazar los arboles con cintas.

En Pamplona, durante el siglo v se levantaría una primera iglesia sobre el foro romano y sus dos ninfeos o fuentes como modo de santificar el agua, que tanta importancia tendría en el ritual cristiano. Con la misma voluntad, se fueron alzan-do templos en cimas donde acaso aún se observasen prácticas paganas.

El concilio de Elvira celebrado en la Hispania Bética a comienzos del siglo iv prohibió encen-der cirios en los cemen-terios. Y el de Auxerre de 578, además de ordenar la destrucción de menhires y otros monumentos precris-

tianos, reiteró el anatema contra los fuegos ante fuentes, árboles y piedras. También se condenaron los augurios, actividad en la que los vascos tenían mucha fama.

En términos aún más enérgicos, el concilio de Toledo del año 681 sancionó: “Avisamos a los ado-radores de ídolos, a los que veneran las piedras, a los que encienden antorchas y adoran las fuentes

y los árboles, que reconozcan cómo se condenan a muerte aquellos que hacen sacrificios al diablo”. Para el historiador Goñi Gaztambide no por simple coincidencia estos mandatos se dictaron en presencia de los primeros obispos navarros sino que, muy al contrario, estaban expresamente dirigidos a los habi-tantes de sus territorios.

La cristianización afectó pri-mero al área más urbanizada y de dedicación agrícola (el ager), que corresponde con el sur de Euskal

Herria; mientras que en los valles cantábrico-alaveses, Bizkaia, Gipuzkoa y norte de Navarra, zona menos romanizada y más boscosa (saltus), la nueva fe penetró más tardíamente. Las “inva-siones bárbaras” de los siglos v al viii crearon un largo paréntesis de inestabilidad social que con-tribuiría a que en esas zonas más apartadas se conservaran cultos de carácter naturalista.

Es así como el cristianismo en Euskal Herria irá emergiendo como un complejo de creencias y de prácticas, una sedimentación de ortodoxia doctrinal y de religiosidad popular, de piedad y superstición, de ancestrales tradiciones con nuevas formulaciones rituales: en definitiva, un universo de creencias y de ritos que conforman una peculiar mirada y una manera propia de afrontar la existencia y sus misterios.

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R una espiritualidad peculiar

ondeasen

vira nia

del en-n-ree

n s

ANTXON AGUIRRE SORONDO (DONOSTIA, 1946).Antropólogo. Miembro de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, Eusko Ikaskuntza y Etniker.

Lauburu en una estela

funeraria del cementerio

cristiano junto a la iglesia

de Hauze (Zuberoa).

Estela funeraria romana

de Luzcando, Museo

Arqueológico Bi-bat De

Gazteiz. Muestra motivos

solares y botánicos (vid).

Santiago Yaniz

Patxi Uriz