DOSTOIEVSKI, Fiodor, Memorias Del Subsuelo

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MEMORIAS DEL SUBSUELO FEDOR M. DOSTOIEVSKI Ediciones elaleph.com

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Primera Parte

La Ratonera1

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1 Ni falta hace decir que tanto estas Memorias como su autorson ficticios. No obstante, gente como el autor de estas me-morias puede existir en nuestra sociedad, y en verdad existe,si pensamos en las circunstancias en que ésta se ha formado.Mi deseo era mostrar al público un personaje del pasadoreciente con más claridad de lo que por lo general se hace.Pertenece a la generación que ahora está terminando susdías. En el fragmento intitulado La ratonera, este hombre sepresenta y expone sus puntos de vista, a la vez que trata deexplicar por qué apareció en nuestro medio, y por qué nopodía dejar de aparecer en él. El fragmento siguiente estácompuesto de las verdaderas "memorias" de ese hombre,vinculadas con ciertos acontecimientos de su vida.

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Soy un enfermo... un hombre malo. No hay na-da de atrayente en mí. Creo que mi hígado andamal. Pero en verdad no sé absolutamente nada acer-ca de mi dolencia, ni siquiera estoy muy seguro decuál es. No estoy bajo tratamiento, y nunca lo estu-ve, aunque siento gran respeto por la medicina y losmédicos. Además, soy mórbidamente supersticioso,por lo menos lo bastante para respetar a la medici-na. Dada mi educación, no debería ser supersticio-so, pero lo soy. No, yo diría que rechazo la ayudamédica nada más que por espíritu de contradicción.No espero que me entiendan esto, pero así es. Porsupuesto, no puedo explicar a quién trato de enga-ñar de esta manera. Tengo plena conciencia de queno me es posible perjudicar a los médicos impidien-do que me curen. Sé muy bien que el perjudicadosoy yo, y nadie más. Pero de cualquier manera, sólopor malicia me niego a aceptar su ayuda. -¿Me dueleel hígado? ¡Magnífico, que siga doliendo!

Hace mucho tiempo que vivo así, veinte años, omás. Ahora tengo cuarenta. Antes era empleado delgobierno, pero ya no. Era un mal funcionario, gro-sero, y me complacía serlo. Como no aceptaba so-bornos, tenía que compensarlo de alguna manera.

Fedor Dostoievski

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(Esta es una pésima muestra de ingenio, pero no laborraré ahora. La escribí pensando que pareceríamuy chistosa. Pero ahora me doy cuenta de que esuna jactanciosidad vulgar, de modo que la dejarésólo por ese motivo.)

Cuando los peticionantes se acercaban a mi es-critorio en procura de información, les mostraba losdientes, y me sentía indescriptiblemente dichosocuando lograba que uno de ellos se sintiera desdi-chado. Por lo general eran personas tímidas, puesiban a pedir algo. Pero uno de ellos constituía unaexcepción a la regla. Era un oficial, y yo experi-mentaba una particular repugnancia hacia él. No sedejaba amedrentar. Tenía una forma especial de ha-cer tintinear el sable. Desagradable. Durante diecio-cho meses le hice la guerra en relación con esesable. A la postre triunfé, y conseguí que no hicieramás ruido. Pero todo esto sucedió cuando yo eratodavía joven. -¿Quieren que les diga qué pasaba enverdad? Bueno, el centro del asunto, el aspecto másrepulsivo de mi maldad, era que, cuando estaba enmi peor humor hepático, tenía conciencia de que enverdad no era tan perverso, ni tan colérico, y que nohacía más que pasar el rato, por decirlo así, paradistraerme. Puede que estuviera echando espuma-

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rajos de furia, pero si uno me traía una muñeca parajugar, o me ofrecía una buena taza de té con azúcar,lo más probable era que me calmara. E inclusive mesentía profundamente conmovido, aunque enojadoconmigo mismo; y más tarde hacía rechinar losdientes y perdía el sueño durante unos meses. Asíera yo.

Hace un momento mentí, cuando dije que fuiun mal funcionario. Y mentí por malicia. Me diver-tía a costa de los peticionantes y de ese oficial, peroen el fondo nunca pude ser malo. Conocía los nu-merosos elementos que había en mí, y que eran locontrario de la maldad. Sentía que bullían en mídesde toda la vida, que trataban de salir a la superfi-cie, pero yo les impedía hacerlo. Me atormentaban,me provocaban vergüenza y convulsiones, y me te-nían harto. ¡Ah, qué cansado estaba de ellos! -¿Lesparece que estoy tratando de justificarme, de pedir-les que me perdonen? No me cabe duda de quepiensan eso... Bueno, créanme, no me importa quepiensen así.

No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso,ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un insecto. Yahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolar-me con la estúpida, inútil excusa de que un hombre

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inteligente no puede convertirse en nada, de quesólo un tonto puede hacer consigo lo que quiera. Esverdad que un hombre inteligente del siglo XIXtiene que ser una criatura invertebrada, en tanto queun hombre de carácter, el hombre de acción, es, enla mayoría de los casos, una persona de inteligencialimitada. Esta es mi convicción a los cuarenta añosde edad. Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años estoda una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es inde-cente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuaren-ta! -¿Quién lo logra? Contéstenme con sinceridad.O déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles.Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos ve-nerables patriarcas, de todos esos respetables hom-bres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Ytengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta lossesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta. . .! Esperen, déjenme recobrar el aliento. . .

-¿Piensan que estoy tratando de hacerles reír?Entonces han vuelto a entenderme mal. No soy enmodo alguno el tipo alegre que creen, o que podríancreer que soy. Pero si les irrita mi parloteo (y sientoque ya debe molestarles), y tienen ganas de pregun-tarme quién diablos soy al fin de cuentas, tendré quecontestar que soy un asesor colegiado, empleado de

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octava clase. Entré en él servicio para poder comer(y sólo por eso). Pero cuando murió un parientelejano, dejándome seis mil rublos, renuncié en elacto y me instalé aquí, en mi rincón. He vivido aquíaun antes de eso, pero ahora estoy establecido deverdad. Mi habitación es miserable y fea, y se en-cuentra en las afueras de la ciudad. La criada es unacampesina, mala por pura estupidez; además, siem-pre huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgoes malo para mí y que, dado lo escaso de mis ingre-sos, resulta un lugar muy caro. Todo eso lo sé. Lo sémejor que todos mis presuntos consejeros. ¡Perome quedaré en Petersburgo! ¡No me iré! No me iréporque...

Ah, tanto da que me quede o me vaya.Y en definitiva, -¿cuál es el tema del que más le

gusta hablar a un hombre honrado? El de sí mismo,por supuesto. Hablaré, entonces, de mí.

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II

Y ahora quiero decirles, damas y caballeros, lesguste o no, por qué ni siquiera pude convertirme enun insecto. Ante todo debo declarar con toda so-lemnidad que muchas veces traté de llegar a serlo.Pero aun eso estaba fuera de mi alcance. Juro queuna lucidez demasiado grande es una enfermedad,una enfermedad total y completa. Para las necesida-des cotidianas, la conciencia de la persona corrientees más que suficiente, y representa más o menos lamitad o la cuarta parte de la del desdichado intelec-tual del siglo XIX, en especial si éste tiene la desgra-cia de vivir en Petersburgo, la ciudad más abstractay premeditada de la Tierra (hay ciudades premedita-das y otras no premeditadas). El grado de concien-

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cia de que disponen lo que podría denominarse laspersonas

espontáneas y los hombres de acción es sufi-ciente. Apuesto a que creen que digo esto nada másque para burlarme de los hombres de acción, y queeste tipo de jactancia es de tan mal gusto como elruido del sable del oficial que mencioné antes. Peroyo les pregunto: -¿quién puede sentir placer enexhibir su enfermedad, e inclusive enorgullecerse deella?

Pero pensándolo mejor, diré que eso lo hacentodos. La gente se complace con sus defectos, y yoquizá más que nadie. De modo que no discutamos;admito que mi argumentación es ridícula. Pero aunasí afirmaré que no sólo es una enfermedad el exce-so de lucidez, sino cualquier proporción de ésta. Loaseguro. Pero dejemos también esto por un mo-mento. Y ahora permítanme que les diga lo si-guiente: -¿por qué es que cuando más capaz mesentía de ser consciente de todos los refinamientosde "lo bueno y lo bello", como se decía antes, habíamomentos en que perdía mi conciencia de ello yhacía cosas tan feas, cosas que quizás hacen todos,pero que yo hacía precisamente en las ocasiones enque más cuenta me daba de que no debían hacerse?

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Cuanta más conciencia tenía de "lo bueno y lobello", más profundamente me hundía en el fango,y más probable era que siguiera encenagado. Pero loque más me llamaba la atención era el sentimientode que en mi caso eso no era accidental, de que asídebía ser, como si se tratara de mi estado normal, yno de una enfermedad o depravación. Al final casillegué a creer (y es posible que hasta lo creyera deltodo) que era en verdad mi estado normal.

Pero al principio, ¡qué tormentos sufrí en esalucha interior! No creo que hubiera otros que pasa-ran por todo eso, de forma que lo mantuve en se-creto durante toda la vida. Me avergonzaba (yquizás .ahora siga avergonzándome). Llegué a unpunto en que experimentaba cierto pequeño placersecreto, malsano, bajo, en volver a arrastrarmehasta mi agujero después de alguna noche desagra-dable en Petersburgo, y en obligarme a pensar quehabía vuelto a hacer algo sucio, y que la cosa no te-nía remedio. Y por dentro me mordía, me desgarra-ba, me corroía, hasta que la amargura se convertíaen una dulzura vergonzosa, maldita, y al final, en ungran placer indiscutible. ¡Sí, sí, decididamente unplacer! ¡Lo digo en serio! Por eso empecé con estetema: quería descubrir si otros experimentan tam-

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bién ese tipo de placer. Me explicaré: encontrabaplacer precisamente en la cegadora certeza de midegradación. Y porque sentía que ya estaba contra lapared; porque eso era horrible pero no podía ser deotro modo; porque no había salida y ya no era posi-ble convertirme en una persona distinta; porqueaunque todavía hubiera tiempo y fe suficientes paracambiar, no querría hacerlo; y porque aunque loquisiera, de cualquier modo no habría hecho nada,porque en realidad no existía alternativa alguna. Porúltimo, el punto más importante es el de que hayuna serie de leyes fundamentales a las cuales estásometida la conciencia madura, por lo cual no esposible cambiarse, ni hacer nada en ese sentido. Yasí, como resultado de esa conciencia madura, unhombre siente que está bien ser un canalla, siempreque sepa que lo es. . . como si eso pudiera ser unconsuelo. Pero basta.. . ¡Ah, cuántas palabras! -¿Yqué he explicado? -¿Cuál es la explicación de eseplacer? ¡Pero ya lo aclararé! ¡Llegaré hasta el final!Para eso he tomado la pluma.

Yo, por ejemplo, soy espantosamente sensible.Soy suspicaz y me ofendo con facilidad, como unenano o un jorobado. Pero creo que hubo mo-mentos en que me habría gustado que me abofetea-

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ran. Lo digo con toda seriedad; también eso me ha-bría proporcionado placer. Por supuesto, habríasido el placer de la desesperación. Pero es que en ladesesperación encontramos el placer más agudo, enparticular cuando tenemos conciencia de lo deses-perado de la situación. Y cuando a uno lo abofe-tean, pues lo más probable es que se sientaaplastado porque se da cuenta de que ha sido con-vertido en papilla. Pero lo fundamental es que, pordonde se lo mire, siempre me sentí culpable, y lomás enojoso es que era culpable sin culpabilidad, envirtud de las leyes de la naturaleza. Así, por empe-zar, soy culpable de ser más inteligente que todoslos que me rodean. (Siempre lo sentí así, y, créanme,a veces me ha pesado sobre la conciencia. Nunca,en toda mi vida, pude mirar a la gente directamentea los ojos; siempre experimento la necesidad de vol-ver la cara.) Además, también soy culpable porqueaunque hubiese habido en mí algún sentimiento deperdón, ello no habría hecho otra cosa que aumen-tar mi tortura, porque habría tenido conciencia desu inutilidad. Sin duda me hubiera resultado impo-sible hacer nada con mi perdón: no habría podidoperdonar porque el ofensor, al abofetearme, hubieseobedecido simplemente a las leyes de la naturaleza,

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y no tiene sentido perdonar a las leyes de la natura-leza. Pero tampoco habría podido olvidarme de ello,porque en resumidas cuentas es humillante. Por úl-timo, aunque no hubiera querido perdonar, sino,por el contrario, deseado vengarme del ofensor, nome hubiese resultado posible hacerlo, pues lo másprobable es que no me atreviera a hacer nada en esesentido, aunque hubiese podido hacer algo. -¿Porqué no me habría atrevido? Bien, tengo especial in-terés en decir unas palabras en ese sentido.

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III

Veamos cómo suceden las cosas en el caso delas personas que son capaces de vengarse y, en ge-neral, de cuidarse. Cuando se apodera de ellas eldeseo de venganza, quedan vacías, durante un tiem-po, de todo otro sentimiento. Un caballero de ésosarremete hacia adelante, los cuernos horizontales,como un toro enfurecido, y nada lo detiene hastaque tropieza contra una pared de piedra. (Hablandode paredes, es preciso hacer notar que la gente es-pontánea y los hombres de acción sienten por ellasun sincero respeto. Para personas como ésas, unapared no representa un desafío, como lo es paraindividuos como usted y como yo, que pensamos ypor lo tanto no hacemos nada. No es una excusapara retroceder, una excusa en la cual los de nuestra

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especie en realidad no creen, aunque siempre nosparezca bien venida. No, el respeto de ellos es sin-cero. La pared les produce un efecto calmante; escomo si solucionara un problema moral; es algodefinitivo, y quizás hasta místico... Pero más tardevolveremos a las paredes.)

En mi opinión, uno de esos hombres espontá-neos el hombre real, normal es el que satisface losdeseos de su tierna madre, la naturaleza, que contanto amor lo creó en esta tierra. A hombres comoésos les tengo envidia. La envidia me llena de bilis.Son estúpidos, no lo discutiré, pero quizás un hom-bre normal tenga que ser estúpido. -¿Por qué ha-bríamos de creer que no? Quizás ésa sea la granbelleza del asunto. Y lo que más me lleva a sospe-charlo es que si tomamos la antítesis de un hombrenormal, el hombre de conciencia madura, que es unproducto de tubo de ensayo antes que un hijo de lanaturaleza (esto es casi misticismo, mis amigos, perotengo la sensación de que es verdad), descubrimosque ese hombre de tubo de ensayo se encuentra tansometido por su antítesis que se considera con con-ciencia madura y todo un ratón y no un hombre.Por consiguiente, aunque sea un ratón de concienciamadura, es, sin embargo, un ratón, en tanto que el

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otro es un hombre. Ya ven. Y lo que es más, élmismo se considera un ratón; nadie le pide que lohaga. Este es un punto de suma importancia.

Y ahora contemplamos a ese ratón en acciónSupongamos que ha sido humillado (constante-mente se lo humilla), y que desea vengarse. Tam-bién es posible que en él se haya acumulado másrencor que en l’hommne de la nature et de la vérité.El mezquino, despreciable y repugnante deseo dsaldar cuentas con el ofensor puede chillar en formamás desagradable en el ratón que en el hombre na-tural, quien, a causa de su estupidez innata, en tien-de que la venganza no es más que justicia, e tantoque el ratón, con su conciencia madura, est obligadoa negar la justicia del sentimiento vengativo. Y aho-ra llegamos al acto de venganza. Además de habersido deshonrado al comienzo, pobre ratón consi-gue encenagarse más profunda mente a consecuen-cia de sus interrogantes y su dudas. Y cadainterrogante hace nacer tantas otra preguntas nocontestadas, que se forma un estar que fatal de fan-go pegajoso, compuesto de la dudas y tormentos delratón, así como de los salivazos que le dirigen loshombres prácticos, d acción, que lo rodean comojueces y dictadores, y que se ríen de él hasta más no

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poder. Por si puesto, lo único que le queda por ha-cer al rato es encoger sus flacos hombros y, fingien-do un sonrisa de desprecio, escurrirseignominiosamente dentro de su ratonera. Y allí, ensu cueva repulsiva y maloliente, el ratón pisoteado yridiculizado s hunde en un odio frío, ponzoñoso ylo que es más importante eterno. Durante cuarentaaños recordará la humillación en todos sus abomi-nables de talles, y en cada ocasión agregará otropunto, más abyecto aún, y se atormentará y tortura-rá sin tregua. Aunque avergonzado de sus pensa-mientos, E ratón lo recordará todo, lo repasará unay otra vez, y luego pensará posibles humillacionesadicionales. Y hasta es posible que trate de vengarsepero lo hará de a rachas, con mezquindad, a escon-didas, de manera anónima, en la duda de que suvenganza sea justa, de que logre llevarla a cabo, ycon el sentimiento de que, a consecuencia de ella, sehará a sí mismo cien veces más daño del que consi-ga hacer al objeto de su venganza, a quien proba-blemente no le produzca siquiera una picazón lobastante intensa como para obligarlo a rascarse.Después, en su lecho de muerte, el ratón volverá arecordarlo todo, con los intereses acumulados, y...

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Pero precisamente esa mezcla fría y enfermizade esperanza y desesperación; ese deliberado refu-giarse en una tumba bajo el piso, durante todos es-tos años; esta desesperanza artificialmente inducida,de la cual todavía no estoy convencido del todo;este veneno de deseos frustrados vueltos haciaadentro; esta afiebrada vacilación; las decisiones de-finitivas, seguidas, un minuto después, por arrepen-timientos: todo esto es la médula del extraño placerque antes mencioné. Y ese placer es tan sutil, tanfugaz, que hasta las personas un tanto limitadas, olas que simplemente tienen nervios fuertes, no lo-gran entenderlo ni de lejos.

Quizá también resulte difícil de entender paraquienes nunca han sido abofeteados podrían agregarustedes con una sonrisa de satisfacción.

Esa sería una manera cortés de sugerir que ha-blo como un experto porque he sido abofeteado.Apuesto a que eso es lo que piensan. Pero permí-tanme que los tranquilice, damas y caballeros: meimporta un rábano lo que puedan pensar, pero enverdad nunca fui abofeteado. Sin embargo, dejemoseste tema que parece interesarle tanto.

Continuaré hablando con tranquilidad sobre lagente de nervios fuertes que no puede entender los

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aspectos más sutiles del placer. Aunque en otrascircunstancias es posible que estas personas mujancomo toros furiosos y aunque ello aumente en muyalto grado su prestigio, capitulan en el acto ante loimposible, a saber, una pared de piedra. -¿Qué pa-red de piedra? Pues la de las leyes de la naturaleza,por supuesto; la de las conclusiones de las cienciasnaturales, de las matemáticas. Cuando han termina-do de demostrarle a uno que descendemos del mo-no, de nada sirve fruncir la nariz; hay que aceptarlo.Son muy capaces de demostrar que una sola gota dela propia grasa tiene que ser más preciosa, si vamosal caso, que cien mil vidas humanas, y que esta con-clusión es una respuesta a toda esta cháchara sobrela virtud y el deber, y otros desvaríos y supersticio-nes por el estilo. De modo que hay que aceptarlocomo lo que es; no queda otro remedio. Es comodos y dos son cuatro. Simple aritmética. ¡Vaya uno arefutarlo!

¡Un memento! le gritan a uno. -¿Por qué pro-testa? Dos y dos son cuatro. La naturaleza no le pi-de consejo a uno. No le interesan sus preferencias,ni si aprueba o no sus leyes. Hay que aceptarla talcomo es, con todas las consecuencias que ello im-

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plica. De manera que una pared es una pared, etcé-tera...

¡Pero por Dios!, -¿qué me importan a mí las le-yes de la naturaleza y la aritmética, si tengo mis mo-tivos para odiarlas, inclusive la que dice que dos ydos son cuatro? Es claro que si no soy lo bastantefuerte no voy a derribar la pared con la cabeza, Perono estoy obligado a aceptar una pared de piedrasólo porque esté ahí y yo reo cuente con la fuerzasuficiente para derribarla.

¡Como si una pared de ésas pudiera dejarme re-signado y producirme paz espiritual porque es lomismo que dos y dos son cuatro! -¿A qué grado deestupidez se puede llegar? -¿No es mejor reconocerlas paredes de piedra y las imposibilidades como loson, y negarse a aceptarlas, si el sometimiento re-sulta demasiado insoportable? -¿No es mejor recu-rrir a irrefutables construcciones lógicas y llegar a lasmás repugnantes conclusiones sobre el eterno temade que también uno, en cierta forma participa de laresponsabilidad por la existencia de la pared de pie-dra, aunque es evidente que en modo alguno tiene laculpa de ella? -¿Y luego hundirse con voluptuosidaden la inercia, rechinar los dientes en cólera impo-tente, incapaz de encontrar a alguien en quien de-

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sahogar la cólera y el odio, y perder la esperanza deencontrar nunca a nadie; sentir que uno ha sido en-gañado, defraudado, trampeado, que todo es unembrollo en el cual es imposible decir qué es qué,pero que a pesar de esa imposibilidad y ese engañouno se siente dolorido, y que cuanto menos entien-de más le duele?

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IV

¡Ja! objetarán ustedes, sarcásticos, de este modopronto encontrará placer en un dolor de muelas.

Bueno respondería yo, también hay placer en undolor de muelas.

En una ocasión sufrí de dolor de dientes du-rante todo un mes, y puedo decirles que hay placeren ello. En este caso, por supuesto, la gente no su-fre en silencio. Se queja. Pero no son gemidos co-munes; son maliciosos, y en esa malicia está elasunto. Las quejas expresan el placer del que sufre,pues si no gozara no gemiría. Este es un buenejemplo de lo que quiero decir, de modo que medetendré en ello un momento. Por empezar, losgemidos expresan la humillante inutilidad del dolor,un dolor que obedece a ciertas leyes de la naturaleza

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de las cuales a uno le importa un bledo, porque unoes el que tiene que sufrir, y la naturaleza no sientenada. Así, los gemidos indican que, aunque no hayun enemigo, el dolor existe; que uno, junto con sudentista, está por completo a merced de sus dientes;que si eso complace a alguien, el dolor cesará, peroen caso contrario puede continuar durante otrostres meses. Y por último, que si se niega a resignarsey sigue protestando, lo único que puede hacer paraaliviar sus sentimientos es azotarse las carnes o gol-pear la pared con los puños. Decididamente, no esposible hacer ninguna otra cosa.

Por lo tanto, estos horribles sufrimientos y hu-millaciones, que nos inflige Dios sabe quién, engen-dran un placer que a veces llega al más alto grado devoluptuosidad. Por favor, damas y caballeros, escu-chen con cuidado, durante un tiempo, los gemidosde un intelectual del siglo XIX que sufre de un do-lor de muelas. Escuchen al segundo o tercer día dedolor, cuando ya no gime como lo hacía el primerdía, es decir, nada más que porque le dolía el diente.Sus gemidos no se parecen para nada a los de uncampesino, pues ha sido afectado por la educación ypor la civilización europea. Se queja como un hom-bre que, según se dice ahora, "ha sido desarraigado

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del suelo y perdido contacto con el pueblo". Muypronto sus quejidos se vuelven estridentes y perver-sos, y continúan día y noche. Por cierto que sabeque no se procura alivio alguno cuando se queja deese modo. Nadie sabe mejor que él que se ator-menta e irrita, a él mismo y a los demás, para nada;que sus oyentes, entre ellos su familia, a la cual estándedicados esos esfuerzos, lo escuchan con disgusto;que no creen que sea sincero en modo alguno, y quese dan cuenta de que podría gemir de otra manera,con más sencillez, sin tantos adornos y floreos, yque todo eso lo hace por puro rencor y malicia.

Pues bien, hay un placer voluptuoso en toda esadegradación, y en la conciencia de ella.

-¿Les molesto? -¿Les destrozo el corazón? -¿Nodejo dormir a nadie? Muy bien, sigan despiertos,sientan a cada instante que me duelen las muelas.rara ustedes no soy ya el héroe que traté de pareceral comienzo, sino un simple hombrecito desprecia-ble. As¡ sea. Me alegro de que hayan terminado pordarse cuenta. -¿Les resulta incómodo escuchar miscobardes quejas? Bien, sigan incómodos. Dentro deun momento produciré uno de esos gemidos ador-nados, y ya podrán decirme cómo se sienten...

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-¿Todavía no se entiende lo que quiero decir?Bueno, entonces parece que tendrán que crecer ydesarrollar su comprensión, a fin de poder captartodas las sutilezas de esta voluptuosidad. -¿Eso lesda risa? Me alegro mucho. Es claro que mis bromasson de muy mal gusto, impropias y confusas; reve-lan mi falta de seguridad. Pero es que no tengo res-peto por mí mismo. En fin de cuentas, -¿cómopuede respetarse un hombre con mi lucidez de per-cepción?

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V

-¿Cómo puede uno, en fin de cuentas, tener elmenor respeto por un hombre que trata de encon-trar placer en el sentimiento de autohumillación?No digo esto por un dulzón placer de arrepenti-miento. En general, nunca pude soportar el "Per-dón, papá, no lo volveré a hacer".

Y no porque fuese incapaz de decirlo. Por elcontrario, quizás era porque tenía demasiada ten-dencia a decirlo. ¡Y tendrían que haber visto, ade-más, en qué circunstancias! Me dejaba culpar, casi apropósito, por algo con lo cual no había tenido rela-ción alguna, ni siquiera en pensamientos o en sue-ños. Eso era lo más odioso. Pero aun así, siempreme mostraba profundamente conmovido, me arre-pentía de mi maldad y lloraba. Por supuesto que

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con ello me engañaba a mí mismo, pero nunca lohice en forma deliberada. En esos casos me traicio-naba el corazón. Ni siquiera puedo culpar por ello alas leyes de la naturaleza, aunque esas leyes meoprimieron toda la vida. Me enferma recordar todoesto, pero, por lo demás, también estaba enfermoen esa época. Sólo me hacían falta uno o dos mi-nutos para reconocer que se trataba de un montónde mentiras; todos esos arrepentimientos, esos esta-llidos emocionales y esas promesas de reformas, noeran otra cosa que embustes presuntuosos y nau-seabundos. Y si ahora me preguntan por qué metorturaba y atormentaba de esta manera, les diré: meaburría de estarme sentado de brazos cruzados, .yentonces utilizaba esas tretas. Créanme, es cierto.Obsérvense con cuidado y entenderán que así fun-ciona el asunto. Inventé todo tipo de historias acer-ca de mí y pasé por toda clase de aventuras parasatisfacer mi necesidad de vivir. ¡Cuántas veces meconvencí de que estaba ofendido, así no más, sinmotivos! Y aunque sabía que no tenía motivos paraestar ofendido, que todo eso era un invento, meprovocaba tal estado de ánimo, que al final me sen-tía terriblemente ofendido. Experimentaba tan

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enérgicas tentaciones de utilizar artimañas de esetipo, que a la postre perdía todos los frenos.

Una vez, o más bien dos veces, traté de obli-garme a enamorarme. ¡Y créanme, damas y caballe-ros, les aseguro que sufrí! Es claro que en el fondodel corazón no podía creer del todo en mis sufri-mientos, y sentía ganas de reírme. Pero de cualquiermanera era sufrimiento, de verdad, con celos, vio-lencia y todos los demás adornos.

Y todo eso por puro aburrimiento, damas y ca-balleros, puro aburrimiento. La inercia me aplasta-ba. -¿Y cuál puede ser el fruto natural, lógico, de laconciencia madura, sino la inercia? Y por inerciaquiero decir estar conscientemente sentado, cruzadode brazos. Ya lo mencioné antes. Y lo repito una yotra vez: la gente espontánea y los hombres de ac-ción pueden actuar porque son limitados y estúpi-dos. -¿Cómo me explicaré? Digámoslo as¡: a causade sus limitaciones, esas personas confunden lasmás cercanas causas secundarias con las causasprincipales. De ese modo se convencen, con másrapidez y facilidad que otros, de que han encontradouna razón incontrovertible para actuar, y ya no tie-nen dudas en cuanto a la acción, y ésta, por su-puesto, es lo importante. Es evidente que para

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actuar hay que estar plenamente satisfecho y libre detodo recelo. Pero tómenme a mí: -¿cómo puedoestar nunca seguro? -¿Dónde encontrare las razonesprimordiales para la acción, la justificación de ésta? -¿Dónde las buscaré? Ejerzo mi capacidad de razo-namiento, y en mi caso, cada vez que creo haberencontrado una causa veo otra que parece ser pri-mordial de verdad, etcétera, etcétera, hasta el infi-nito. Esta es la esencia misma de la conciencia y elpensamiento. Debe de ser otra ley natural. -¿Y quésucede al final? Otra vez lo mismo.

-¿Recuerdan cuando hablé de la venganza(apuesto a que no me siguió con atención)? Se diceque un hombre se venga porque cree que eso es lojusto. Ello implica que ha encontrado la razón pri-maria, la base para su acción, que en este caso es laJusticia. Esto le proporciona una tranquilidad espi-ritual absoluta, de modo que se venga sin escrúpu-los, con eficiencia, en la seguridad de que actúa conhonestidad y con criterio equitativo.

Pero yo no veo justicia ni virtud en la venganza,por lo cual, si caigo en ella, lo hago sólo por rencory cólera. La cólera, por supuesto, anula todas lasvacilaciones y de este modo puede reemplazar lasrazones primarias, precisamente porque no es razón

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alguna. -¿Pero qué puedo hacer si ni siquiera tengocólera? (Por aquí empecé; -¿recuerdan?) En mí, lacólera se desintegra químicamente, como todas lasdemás cosas, debido a esas condenadas leyes de lanaturaleza. Cuando pienso; la cólera desaparece, seevaporan los motivos que tengo para estar colérico,jamás aparece la persona responsable, el insulto noes ya un insulto, sino un golpe del destino, lo mismoque un dolor de muelas, por el cual no puede hacer-se responsable a nadie. Y así descubro que lo únicoque puedo hacer es propinarle otro golpe a la paredde piedra, y luego olvidarlo todo con otro encogi-miento de hombros, pues todo se debe a que no hepodido encontrar la razón fundamental del mal.

Y si tratara de seguir mis sentimientos a ciegas,sin pensar en las causas primarias, si lograse mante-ner mi conciencia fuera del asunto, aun que sólofuera por un tiempo; si me obligase a odiar o amarnada más que para dejar de estar sentado, cruzadode brazos, entonces, en el término de cuarenta yocho horas cuando mucho, me odiaría por haberdescendido al autoengaño. Y todo estallaría comouna pompa de jabón y terminaría en la inercia.

-¿Saben, damas y caballeros?, es probable que elúnico motivo que tenga para considerarme un

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hombre inteligente sea el de que nunca en la vidalogré empezar o terminar nada. Lo sé, ya lo sé, soyun charlatán, un charlatán inofensivo y aburrido,como todos los de mi clase. -¿Pero cómo puedoevitarlo, si el destino inevitable de todo hombre in-teligente es el de charlar, algo así corno llenar unvaso vacío con una botella vacía?

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VI

¡Si sólo mi no hacer nada se debiera a la pereza!¡Cuánto respeto me tendría entonces! Sí, respeto,porque entonces sabría que por lo menos puedo serperezoso, que poseo por lo menos un rasgo defini-do, algo positivo, algo de lo cual me es posible estarseguro. A la pregunta de "-¿Quién es él?", la genterespondería: "Un hombre perezoso". Sería maravi-lloso escuchar eso. implicaría que se me podría ca-racterizar con claridad, que algo se podría decir demí. "Un hombre perezoso". ¡Pero si ésa es una vo-cación, un destino y una carrera, damas y caballeros!No se rían, es la verdad. Sería miembro del clubmás destacado del país, y mi ocupación de todomomento sería la de respetarme. Una vez conocí aun caballero que durante toda su vida se enorgulle-

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ció de ser un gran conocedor del Cháteau Lafitte.Lo consideraba una gran virtud, y nunca tuvo dudasal respecto. Murió con una conciencia no sólo lim-pia, sino además jubilosa. Y tenía absoluta razón. Siyo pudiera elegir, habría escogido para mí una carre-ra de perezoso, de glotón, pero que fuera al mismotiempo un partidario de "lo bueno y lo bello". -¿Qué les habría parecido eso? Soñé con ello durantemucho tiempo. "Lo bueno y lo bello" lo tengo atra-gantado hoy, a los cuarenta años, pero no siemprefue así. En una época habría encontrado inmedia-tamente alguna actividad adecuada, como por ejem-plo brindar por "lo bueno y lo bello". En todaoportunidad habría permitido que una lágrima merodara por la mejilla y cayera en mi vaso, que habríalevantado y vaciado por "lo bueno y lo bello". Yentonces todo o que existe bajo el sol se habríaconvertido en bondad v belleza. Lo habría descu-bierto en las porquerías más indiscutibles. Las lá-grimas habrían manado de mí como gotasestrujadas de una esponja. Un artista pinta un cua-dro de mierda. Muy bien, bebamos en seguida a lasalud de ese artista, porque soy un amante de todolo que es "bueno y bello". Algún autor escribe algoque será del gusto de todos; pues bebamos a la sa-

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lud de todos, ¡porque soy partidario de "lo bueno ylo bello"!

Y por esto habría exigido respeto y atacado acualquiera que me lo negara.

Y así habría vivido sin preocupaciones y muertoen gloria. -¿Qué podría ser más delicioso? ¡Y pien-sen la barriga, la triple papada que habría consegui-do, y la nariz rubicunda! Todos los que setropezaran conmigo habrían dicho:

¡Ése es un hombre! ¡No cabe duda de que porlo menos es una persona real, positiva!

Y digan lo que quieran, damas y caballeros. peroen nuestro siglo negativo resulta agradable escucharcosas por el estilo.

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VII

Pero éstos no son más que sueños dorados. -¿Quién fue el primero que dijo que el hombre hacecosas feas sólo porque no sabe cuáles son sus ver-daderos intereses. que si alguien lo esclareciera enese sentido dejaría inmediatamente de actuar comoun cerdo y se volvería noble y bondadoso? Al verseesclarecido, continúa el argumento, y al advertir enqué consiste su verdadero interés, se daría cuenta deque éste tiene su centro en la acción virtuosa. Ycomo ya se sabe que un hombre no actúa en formadeliberada contra sus intereses, se seguiría de elloque no tendría más elección que la de volverse bue-no. ¡Oh, cuánta inocencia! -¿Desde cuándo, en estosúltimos milenios, ha actuado el hombre exclusiva-mente por su propio interés? -¿Y qué hay de los mi-

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llones de hechos que demuestran que los hombres,de modo deliberado y con pleno conocimiento decuáles eran sus verdaderos intereses, los desprecia-ron y se precipitaron en una dirección distinta? Y lohicieron por su propia cuenta, sin que nadie losaconsejara, negándose a seguir el camino seguro,trillado, y buscaron otro sendero, difícil, irrazonable,y lo siguieron con empecinamiento, a oscuras. -¿Nosugiere esto que la testarudez y la terquedad eranmás fuertes en esos hombres que sus intereses?

¡Interés! -¿Qué interés? -¿Pueden ustedes definircuál es el interés de un ser humano? Y supongamosque el interés de un hombre no sólo concuerda conalgo dañino, antes que con algo ventajoso, sino queademás lo exige. Por supuesto, si ese caso es posi-ble, entonces la regla queda reducida a polvo. Yahora díganme: -¿es posible un caso así? Puedenreír, si lo desean, pero quiero que me contesten losiguiente: -¿hay una medida exacta para las ventajashumanas? -¿No se omiten algunas que no puedenser incluidas en esa clasificación? Por lo que puedoentender, ustedes han basado su escala de ventajasen promedios estadísticos y en fórmulas científicaspensadas por los economistas. Y como la escala estácompuesta de intereses tales como la felicidad, la

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prosperidad, la libertad, la seguridad y todo lo de-más, un hombre que de modo deliberado hicieracaso omiso de dicha escala sería tachado por uste-des y también por mí, en realidad de oscurantista,de loco de remate. Pero lo verdaderamente notablees que !os estadísticos, los sabios y los humanitariosde ustedes, cuando hacen la lista de los intereseshumanos, insisten en omitir uno de ellos. Jamás seacuerdan de él. con lo cual invalidan todos sus cál-culos. Cualquiera creería que es muy fácil agregarloa la lista. Pero ése es el problema: no encaja en nin-guna escala ni diagrama.

Por ejemplo, damas y caballeros, yo tengo unamigo; es claro que también es amigo de ustedes, yen realidad, de todo el mundo. Cuando está a puntode hacer algo, este amigo explica con palabras pom-posas y en detalle de qué manera debe actuar paraconcordar con los preceptos de la justicia y la razón.Más aún, se muestra apasionado cuando perora so-bre los intereses humanos; desprecia a los tontosmiopes que no saben qué es la virtud o qué les con-viene. Luego, exactamente quince minutos después,sin un motivo externo evidente, pero impulsado poralgo interior, más fuerte que toda consideración deintereses, describe una pirueta y dice todo lo contra-

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rio de lo que ha venido diciendo. A saber, desacre-dita las leyes de la lógica y sus propios intereses; enuna palabra, lo ataca todo. . .

Ahora bien, como mi amigo es un tipo com-plejo, no es posible desecharlo por considerarlo unindividuo raro. De manera que quizás exista algoque todos los hombres valoran por encima de lasmás altas ventajas individuales, o (para no ser ilógi-cos) es posible que haya una ventaja humana másventajosa (precisamente la que siempre se omite),que también es más importante que las otras y porla cual un hombre, si es necesario, hará frente a larazón, el honor, la seguridad y la prosperidad en unapalabra, a todas las cosas bellas y útiles, nada másque para alcanza, para lograr la ventaja más ventajo-sa de todas, la más cara para él.

Y qué me interrumpirán ustedes; de cualquiermanera es una ventaja.

Un memento. Quiero expresarme con claridad.No es un problema de palabras. Lo notable de estaventaja es que trastorna todas las clasificaciones ytablas compuestas por los humanitanistas para feli-cidad del género humano. Las ahuyenta, por decirloasí. Pero antes de dar nombre a esa ventaja, permí-taseme comprometerme y declarar que iodos esos

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encantadores sistemas, todas esas teorías que expli-can al hombre cuál es su verdadero interés, de mo-do que al alcanzarlo se vuelva en el acto bueno ynoble, todas ellas no son, en mi opinión, otra cosaque estériles ejercicios de lógica. Sí, nada más queeso. Por ejemplo, proponer la teoría de la regenera-ción humana por la búsqueda de sus verdaderosintereses es, creo yo, casi como... bueno, como de-cir, cual dice H. T. Buckle, que el hombre madurabajo la influencia de la civilización y se vuelve me-nos sanguinario y menos propenso a hacer la guerra.Para llegar a esta conclusión parece haber seguidoun razonamiento lógico. Pero los hombres adoranlos razonamientos abstractos y Las sistematizacio-nes bien elaboradas, a tal punto, que no les molestadeformar la verdad, cierran los ojos y los oídos atodas las pruebas que los contradicen, con tal deconservar sus construcciones lógicas. Y yo diría queel ejemplo que he tomado aquí es en verdad fla-grante. No hay más que mirar en torno y se veránderramamientos de sangre, y la sangre es derramadacasi jugando, como si fuese champagne. ¡Ahí tienena Estados Unidos, esa indisoluble unión, hundidahasta el cuello en la guerra civil! Ahí tienen la farsade SchleswigHolstein

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-¿Y qué hay en nosotros que haya sido suaviza-do por la civilización? Afirmo que lo único que éstahace es desarrollar en el hombre una mayor capaci-dad para experimentar una mayor variedad de sen-saciones. Y nada, absolutamente nada más. Ygracias a ?se desarrollo, es posible que el hombrepueda todavía aprender a gozar con el derrama-miento de sangre. ¡Pero si eso ya ha sucedido! -¿Sehan dado cuenta, por ejemplo, de que los tiranosmás refinados y sanguinarios, comparados conquienes los Atila y los Stenka Razin equivalen asimples niños de coro, son a menudo exquisita-mente civilizados? En realidad, si no resultan tannotables es porque hay demasiados de ellos, y por-que se nos han vuelto demasiado familiares. La civi-lización ha hecho al hombre no siempre mássediento de sangre, por lo menos más furiosa, máshorriblemente sanguinario. En el parado se veíajusticia en el derramamiento de sangre, y se mataba,sin mayores remordimientos de conciencia, a aque-llos a quienes se consideraba necesario matar. Hoyaunque consideramos espantoso derramar sangre,seguimos haciéndolo, y en escala mucho mayor quehasta ahora. Se ha dicho que Cleopatra y, por favor,perdónenme por este ejemplo de la historia antigua

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sentía placer cuando clavaba agujas de oro en lospechos de sus esclavas, que se deleitaba con susgritos y contorsiones. Podrán ustedes objetarme queesto sucedía en tiempos relativamente bárbaros; oquizá digan que todavía hoy vivimos en una épocabárbara (también en términos relativos), que todavíase clava agujas a la gente y que aun hoy, aunque elhombre ha aprendido a tener más discernimientoque en tiempos antiguos, todavía debe aprender aseguir los dictados de su razón.

Ello no obstante, en los pensamientos de uste-des no cabe ruda alguna de que lo aprenderá encuanto s° haya liberado de ciertas malas costumbresantiguas, y cuando e! buen sentido y la ciencia hayanreeducado por completo la naturaleza humana, diri-giéndola por los caminos adecuados. Parecen estarseguros de que el hombre mismo abandonará susextravíos por su propia y libre voluntad, y dejará deoponer su arbitrio a sus intereses. Más aún: dicenque la ciencia enseñará al hombre (aunque se meocurre que, esto es un lujo que no tiene voluntad nicaprichos que en verdad nunca los tuvo, que es algoasí como un teclado de piano o un pedal de órgano;que, por otra parte, hay en e! universo leyes natura-les, y que todo lo que lo Ocurre sucede fuera de su

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voluntad, por sí mismo. como si dijéramos, en con-sonancia con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto,lo único que queda por hacer es descubrir esas leyesy el hombre ya no será responsable de sus actos.Entonces la vida resultará en verdad fácil para él.Todo:, los actos humanos serán incorporados, pormedio de una lista, a algo así como tablas de loga-ritmos, digamos hasta el número 108.000, y trasla-dados a un almanaque. O mejor aún, apareceráncatálogos destinados a ayudarnos tal como lo hacenlos diccionarios y las enciclopedias. Contendrándetallados cálculos y pronósticos exactos de todo loque vendrá, de modo que ya no sean posibles eneste mundo las aventuras ni la acción.

Y entonces ustedes son quienes hablan surgiránnuevas relaciones económicas, relaciones hechas demedida y calculadas de antemano con precisiónmatemática, de forma que en el acto desaparecentodos los problemas posibles, porque todos recibenlas soluciones posibles. Y entonces se levantará elutópico palacio de cristal; y entonces. . . bueno, lavida será eterna bienaventuranza.

Por supuesto, no pueden garantizar (ahora ha-blo yo) que eso no resulte espantosamente aburrido(-¿pues qué se podrá hacer cuando todo esté pre-

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determinado por los almanaques?). Pero, por otraparte, todo estará planeado en forma muy razona-ble.

Pero es posible que uno haga cualquier cosa depuro tedio. Por aburrimiento se clava agujas de oroa la gente. Pero eso es nada. Lo verdaderamentemalo (soy yo quien vuelve a hablar) es que entonceslas agujas de oro serán consideradas una bendición.El problema del hombre consiste en que es estúpi-do. Fenomenalmente estúpido. O sea, que aunqueno sea estúpido de veras, es tan desagradecido, queno es posible encontrar otra criatura tan ingrata. Amí, por ejemplo, no me sorprendería en modo algu-no, si, en esa futura era de la razón, apareciera depronto un caballero con una sonriseta desagradeci-da, o digamos retrógrada, y, con los brazos en jarra,nos dijera:

-¿Qué les parece, amigos?, mandemos esta ra-zón al demonio, saquémonos de debajo de los piestodas estas tablas de logaritmos y volvamos a nues-tras propias y estúpidas costumbres.

Eso no es tan enojoso por sí mismo: lo malo esque ese caballero encontraría partidarios, con todaseguridad. Porque así está hecho el hombre.

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Y la explicación es tan sencilla, que casi no pa-rece haber necesidad de presentarla; a saber, que unhombre, siempre y en todas partes, prefiere actuarcomo se le antoja, y no como le dicen la razón y susintereses, pues es muy posible que sienta deseos deactuar contra sus intereses, y en algunos casos digoque desea positivamente actuar de esa manera. Peroesa es mi opinión personal.

De manera que la libre e ilimitada elección deuno, el capricho individual, aunque sea el más loco,producto de una fantasía llevada a veces hasta elfrenesí, ésa es la ventaja más ventajosa que no pue-de ser incorporada a ninguna tabla ni escala, y queconvierte en polvo, con su solo contacto, todos lossistemas y todas las teorías. -¿Y de dónde sacarontodos esos sabios la idea de que el hombre debe detener algo que en opinión de ellos es una serie dedeseos normales y virtuosos? -¿Qué les hace creerque la voluntad humana tiene que ser razonable yconcorde con sus intereses? Lo único que el hom-bre necesita de veras es la voluntad independiente, atoda costa y sean cuales fueren las consecuencias.

Hablando de la voluntad, maldito sea si. ..