Dumas, Alejandro - El Vizconde de Bragelonne. Tomo I. Parte Segunda

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El Vizconde de Bragelonne. Tomo I. Parte Segunda Alejandro Dumas     O    b   r   a   r   e   r   o    d   u   c    i    d   a   s    i   n   r   e   s   o   n   s   a    b    i    l    i    d   a    d   e    d    i    t   o   r    i   a    l

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El Vizconde deBragelonne.

Tomo I. Parte Segunda

Alejandro Dumas

O b r a r e r o d u c i d a s i n r e s

o n s a b i l i d a d

e d i t o r i a l

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LXVIARTAGNAN ENTABLA RELACION C

UN POETA QUE SE HIZO TIPÓGRAFO RA QUE SUS VERSOS FUESEN IMPRES

Antes de ponerse a la mesa; tomó Artasus informes, como tenía de costumbre; peun axioma de curiosidad que todo hombrequiere preguntar bien y fructíferamente dempezar por ofrecerse él mismo a las pretas. Artagnan buscó, pues, con su habilordinaria, un preguntador útil en la hosteríla Roche Bernard.

Y casualmente había en el primer piso decasa dos viajeros que también se ocupabalos preparativos de su comida.

Artagnan vio en la cuadra sus monturas la sala sus equipajes. El uno viajaba con lacomo una especie de personaje; dos yeghermosos animales, le servían de montura.

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El otro, compañero bastante exiguo, vide mezquina apariencia y polvoriento gahabía llegado de Nantes en un carretón a

trado por un caballo de tal modo semejanFuret en el colar, que Artagnan hubiese andcien leguas antes de encontrar otro mejor emparejar un tiro.

El carretón contenía distintos paquetesvueltos en lienzos viejos. “Este viajero –para sí Artagnan––, es de mi calaña; me viene y yo debo convenirle. El señor Agcon su jubón y su casquete raído, no es dde comer con el señor de las botas viejasvicio caballo.”

Luego, llamó Artagnan al posadero y le mdó que subiese su cerceta y su sidra a laseñor de los exteriores modestos.

Y subiendo con una silla en la mano una lera que conducía a la sala, se puso a llamapuerta.

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––Entrad ––dijo el. desconocido. Artaentró.

––Disimulad, señor ––dijo––, soy como vviajero, no conozco a nadie en la posada ygo la mala costumbre de aburrirme cuacomo solo, de tal modo que la comida me ce mala y no me aprovecha. Vuestra figura

apercibí ahora poco cuando bajásteis paraos abriesen unas ostras, me ha gustado muHe observado también que tenéis un cabmuy semejante al mío, y que el posadero; asa de esta semejanza, sin duda, los ha colojuntos en su cuadra, donde parecen hallacompañía a las mil maravillas. No veo, ppor qué han de estar separados los amos, cdo los caballos están reunidos; en consecue

vengo a pediros me concedáis el favor dadmitido a vuestra mesa. Yo me llamo Agpara serviros, caballero; intendente indignun rico señor que quiere comprar salinas país, y que me envía para visitar sus propi

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des futuras. Quisiera, señor, que mi figuragradase tanto como me ha gustado la vues

El extranjero, a quien Artagnan veía pormera vez, tenía los ojos negros y brillanteamarilla, frente un poco arrugada por el pde cincuenta años, honradez en el conjuntlas facciones, y penetración en la mirada.

“Se diría ––dijo para sí Artagnan––, queguapo mozo no ha ejercitado nunca más qparte superior de su cabeza, los ojos y el bro, y debe ser hombre de ciencia; pero la

la nariz y la barba no dicen absolutamenteda.”–– Señor ––contestó éste, cuyas ideas y p

na se criticaban––, me hacéis honor, maporque me fastidie; tengo ––añadió sonriése––, una compañía que siempre me dismas no importa, os recibo con mucho. gust

Pero, al decir estas palabras, el hombre dbotas viejas derramó una mirada inquieta s

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su mesa, cuyas ostras habían desapareciden la que sólo quedaba un trozo de tocino do.

––Señor ––se apresuró a decir Artagnanposadero va a subir una hermosa ave asaduna torta soberbia.

Artagnan había visto en la mirada de su cpañero, por muy rapida que fuera, el temoataque de un parásito.

Y había acertado, porque al escuchar aqupalabras se desarrugaron las facciones hombre de apariencia modesta.

Efectivamente, el fondista entró al instcomo si hubiera estado acechando el momcon los manjares anunciados.

Unidas la torta y la cerceta al trozo de tosalado, Artagnan y su compañero saludárose sentaron frente a frente, y, como dos henos, hicieron la división del tocino y de

otros platos.

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––Señor ––dijo Artagnan––, confesad qasociación es una cosa admirable.

––¿Por qué? ––preguntó el extranjero cboca llena.

––Voy a decíroslo ––contestó Artagnan. .El extranjero dio tregua al movimiento d

mandíbulas para escuchar mejor.––Primero ––prosiguió Artagnan––, poen lugar de tener una luz cada uno, tenedos.

––Es verdad ––dijo el extranjero sorprende la extremada exactitud de la observación––Veo, por otra, parte, que coméis mi

con preferencia, mientras que yo, con pref

cia también, como de vuestro tocino salado––También es verdad.––En fin, por encima del placer de estar m

alumbrado y de comer cosas de gusto de pongo el placer de la compañía.

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––Sois muy jovial, señor––dijo agradablete el desconocido. ¡Muy jovial! Y como todque no tienen nada en la cabeza.

–– ¡Oh! No os sucede a vos lo: mismosiguió Artagnan––, y leo en vuestros ojosespecie de genio.

–– ¡Oh! Señor...––Vamos, confesadme una cosa.–– ¿Cuál?

––Que sois un sabio Señor...

––¿Eh?––¡Vamos!––Soy autor.

–– ¡Ya! ––murmuró Artagnan tusiasmado y palmoteando––. No me hengañado. ¡Es milagro!

––Señor …

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––Bueno ––prosiguió Artagnan––, tendgusto de pasar esta noche en compañía dautor. ¿De un autor célebre, quizá?

–– ¡Oh ––dijo el desconocido sonrojándcélebre, caballero, célebre no es la palabra.

–– ¡Modesto! ––exclamó Artagnan––. Pmenos ––continuó el mosquetero con el carde una brusca honradez––, decidme el nomde vuestras obras, porque recordaréis queme habéis dicho el vuestro y que me he obligado a adivinaros.

––Señor, me llamo Jupenet ––dijo el auto–– Bonito nombre, y no sé por qué... p

nad.. no sé, se me figuraba haber oído prociar ese nombre en alguna parte.

––He compuesto versos ––dijo modestamel poeta.

–– ¡Eso es! Me los habrán hecho leer.

––Una tragedia.

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––La habré visto representar.El poeta se sonrojó nuevamente. No lo

porque no se han impreso mis versos.–– ¡Bien! Entonces será la tragedia quie

habrá enseñado vuestro nombre.––También os engañáis, porque los señ

cómicos del Ayuntamiento de Borgoña nhan querido ––dijo el poeta. con la sonrisa secreto sólo conocen ciertos orgullosos.

Artagnan mordióse los labios.

––Así, pues, señor ––continuó el poetveis que estáis en un error con respecto a que no siendo yo conocido de vos, no hpodido oír hablar de mí.

––¡He ahí lo que me confunde! ... Ese bre de Jupenet es, sin embargo, muy hermodigno de ser conocido, tanto como los de neille o Rotrou o Garniér... Espero que tena bien declamar algún fragmento de vue

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tragedia, más tarde... cuando camínemos. magnífico, ¡diantre! ¡Ah! Perdón, caballeun juramento que se me escapa, habitual e

señor y amo...––A veces me permito usarlo porque me

rece de buen gusto; claro es que sólo mpermito en su ausencia, porque... ya comp

déis, pero en verdad... Señor, esta sidra es minable. ¿No sois del mismo parecer? Y,más, el jarro es de una forma tan irregularno se tiene sobre la mesa.

–– ¿Y si le ponemos fina cuña?––Sin duda. Pero, ¿con qué?—Con este cuchillo.

–– ¿Y la cerceta, con qué la cortamos l¿Contáis acaso con no tocar la cerceta?

––No tal.––Pues bien, entonces... Aguardad.

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El poeta rebuscó en su bolsillo y sacó uqueño trozo de fundición el grueso de unnea. Pero apenas salió a la luz el pedaz

fundición; cuando el poeta creyó haber codo una imprudencia, e hizo un movimipara volverlo a meter en el bolsillo. Artaapercibióse de ello; era hombre que nada escapaba, y extendió la mano hacia el trozfundición.

––¡Caray! ¡Qué bonito es eso! ¿Puede ver––Cierto que sí––contestó el poeta, que

ció haber cedido demasiado pronto a su primpulso––. Puede verse; pero por muchomiréis ––prosiguió con aire satisfecho––, no digo para qué sirve esto, no lo sabréis.

Artagnan, consideró como una confesióvacilaciones del poeta y su presteza en ocel trozo de fundición, que por inadvertehabía sacado del bolsillo.

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Así es que, despertada su atención sobrepunto, se encerró en la circunspección qutodas ocasiones le daba la superioridad. A

más, dijera lo que dijese. Jupenet, él habíanocido muy bien lo que era a la simple inción del objeto.

Era un carácter de imprenta.

––¿Adivináis lo que es esto? –– prosigupoeta.––No, a fe mía ––dijo Artagnan.––Pues bien ––dijo maese Jupenet––; est

cito de fundición es un tipo de imprenta.–– ¡Bah!–– Una mayúscula.

–– ¡Caray, caray! ––dijo Artagnan abriunos ojos muy cándidos.

—Sí, caballero, una J mayúscula, la pra. letra de mi nombre.

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––¿Y esto es una letra?––Sí, señor.

––Pues bien, voy a manifestaron una cosa–– ¿Cuál?––No, porque es una tontería lo que voy

cir.––¡ Ca! ––dijo maese Jupenet con ademá

tector.––Pues bien, si esto es una letra, no com

do cómo se puede hacer una palabra.––¿Una palabra?––Para imprimirla, si pues es facilísimo.––Veamos.––¿Os interesa?––Mucho.––Voy a explicaros la cosa. Atended.

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–– ¡Bueno!––Mirad bien.

––Ya lo hago.Artagnan parecía absorto en su contemción. Jupenet sacó de su bolsillo otros siete u

pedazos de fundición, pero más pequeños,–– ¡Ah! ––murmuró Artagnan.–– ¿Qué?

–– ¿Tenéis toda la imprenta en el bol¡Diablo! Es curioso; en efecto.––¿Verdad que sí?––¡Qué cosas se aprenden viajando, Dios––A vuestra salud ––dijo Jupenet, encant––¡A la vuestra. diantre, a la vuestra! Pe

con esta sidra, que es una bebida abominaindigna de un hombre que bebe en la

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pocrene. ¿No es así como los poetas llamvuestra fuente?

––Sí, señor; así se llama, en efecto, nufuente. Ese nombre viene de dos palabras gas; hipos, que quiere decir caballo, y...

––Señor ––interrumpió Artagnan––, os beber cierto licor que viene de una sola pafrancesa, y que no por eso es peor. Permitidme informe si nuestro huésped tiene algbotella de vino de Céran en su bodega.

Interpelado el posadero, subió al moment––Señor ––dijo el poeta––, considerad q

tendremos tiempo para beber el vino, a mque no nos demos mucha prisa; porque yo aprovechar la marea para alcanzar el buque

–– ¿Qué buque? ––dijo Artagnan.––¡Toma! El que sale para Belle Isle.

––¡Ah! Para Belle Isle ––dijo el mosquete

–– ¡Bueno!

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––¡Bah! Tendréis tiempo suficiente, cab––dijo el huésped destapando la botella, eque no sale hasta la una.

––Pero, ¿quién me avisará? ––dijo el poe––Vuestro vecino ––replicó el posadero.––¡Mas si apenas lo conozco!

––Cuando lo oigáis salir será hora de marchéis.––¿Va también a Belle Isle?–– Sí.––¿Ese señor que tiene un lacayo? ––pre

Artagnan.––Sí. Todo lo que yo sé es que bebe el m

vino que bebéis vos. ¡Diablo! Mucho honése para nosotros ––dijo Artagnan echandbeber a su compañero, en tanto se alejabfondista.

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––De modo ––repuso el poeta, volviensus ideas dominantes––, que jamás habéis imprimir.

––Nunca.––Mirad las letras que componen la pal

se cogen así: A, B... ya veis, una R, una EV...

Y unió las letras con tal habilidad, que nescaparon al ojo del mosquetero.

––Abreviado ––dijo terminando.

––Corriente ––dijo Artagnan––. Yo veochas letras juntas; pero, ¿cómo se sostienen–– El señor Jupenet sonrió como a ho

que ha respondido a todo, y después sacó

bién del bolsillo un listón de metal en elreunía y alineaba los caracteres, sosteniéndcon el pulgar izquierdo.

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–– ¿Y cómo se llama ese listón de hie–dijo Artagnan––. Porque eso debe tennombre.

––Esto se llama componedor contestpenet––, y con auxilio de esta regla se folas líneas.

––Vamos, sostengo lo que he dicho;traéis una prensa en el bolsillo ––dijo Anan, riendo con aire de simpleza tan marcque el poeta quedó engañado completame––No ––replicó––––, pero estoy torpe,

escribir, y cuando tengo un verso en mi cablo compongo en seguida para imprimirlo.–– ¡Cáscaras! ––pensó Artagnan para sí–

preciso aclarar eso.” Y con un pretexto qu

turbó al mosquetero, hombre fértil en expetes, dejó la mesa, bajó la escalera, corrió bertizo, bajo el cual permanecía el carrrompió con la punta de su puñal la cubiertuno de los paquetes, y encontró en ellos c

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teres de fundición semejantes a los que el pimpresor llevaba en el bolsillo. ––”¡Bien! Artagnan––. Ignoro todavía si el señor Fou

quiere fortificar materialmente a Belle Isleen todo caso hay municiones espirituales el castillo

Y, enriquecido con este descubrimiento,

vió a la mesa. Artagnan sabía lo que queríber, y estúvose frente a su comensal hasmomento de oír en la sala inmediata removequipaje de un hombre dispuesto a marchar

Al instante estuvo listo el impresor, que hdado orden de enganchar el carruaje esperala puerta. El segundo viajero montaba a caen el patio con su lacayo.

Artagnan acompañó a Jupenet hasta el pto, el cual embarcó coche y caballo.

El viajero opulento hizo otro tanto condos yeguas y el doméstico; pero, por más t

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to que empleara Artagnan para saber su nbre, no lo pudo lograr.

Solamente inspeccionó bien su rostro, que siempre quedase impreso en su memor

Artagnan tenía muchas ganas de embacon los dos pasajeros; pero, un interés másfundo que el de la curiosidad, el del éxito dexpedición, lo rechazó de la orilla y lo coa la hostería.

En ella entró suspirando y se metió al pen la cama, para estar dispuesto por la mañtemprano con ideas frescas y la consulta noche.

LXVIIARTAGNAN CONTINÚA SUS INVES

GACIONES

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Al punto de la mañana, Artagnan ensillósi mismo aFuret, que había hecho una comilaquella noche y devorado él solo los resto

las provisiones de sus dos compañeros.El mosquetero tomó todos sus informes

hostelero, a quien halló hábil, desconfiadadicto en cuerpo y alma al señor Fouquet.

Resultó de ello que, para no dar ningunapecha a este hombre, continuó con la fábula probable compra de algunas salinas.

Embarcarse en La Roche Bernard para Isle, hubiera sido exponerse a comentariostal vez se habrían hecho ya.

Era, singular, además,que aquel viajero ylacayo hubieran permanecido en secreto

Artagnan, a pesar de todas las preguntas había dirigido el hostelero, quien parecía ccerlo a fondo.

Hízose, pues, dar noticias sobre las salin

tomó el camino de los pantanos, dejando el

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a su derecha, y penetrando en aquella vasdesolada llanura, que parecía un piélagofango; cuyas ondulaciones argentaban alg

crestas esparcidas de sal.Marchaba Furet maravillosamente con

pequeños pies nerviosos sobre las estrecalzadas que dividían las salinas. Tranq

Artagnan sobre las consecuencias de su cque le obligaba a tomar un baño frío, se dllevar, contentándose con mirar en el horizlos tres campanarios agudos, que semejanhierros de lanzas, salían del centro de aqllanura desolada.

Piriac, el pueblo de Batz y Le Croisic, jantes unos a otros, llamaban y suspendíaatención. Si el viajero daba una vuelta, orientarse mejor, veía al otro extremo un zonte con otros tres campanarios: Guérande, Poüliguen y Saint Joachim.

Piriac, era el primer puerto, situado a la d

cha, y se dirigió a él.

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En el instante en que visitaba el puerto driac, se alejaban de él cinco grandes falúagadas de piedras.

Pareció singular a Artagnan que se expsen piedras de un país donde no las habítuvo que recurrir a toda la amenidad del seAgnan para preguntar a la gente del puert

causa dé semejante singularidad.Un viejo pescador respondió al señor Aque las piedras no venían de Piriac ni depantanos, por supuesto.

––Pues entonces, ¿de dónde procepreguntó el mosquetero.––De Nantes y de Paimboeuf.––Y, ¿a dónde van?

––A Belle Isle, señor.–– ¡Ah, ah! ––dijo Artagnan con el m

acento que había tomado para decir al impr

que le interesaban sus caracteres.....

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––Según eso–– Isle, ¿trabajan en Belle?

–– ¡Toma!... Todos los años hace repaseñor Fouquet los muros del castillo.–– ¿De modo, que se está arruinando?––Es viejo.––Muy bien.“El hecho es ––pensó Artagnan––, que

es más natural, y que todo propietario tiderecho de hacer reparar sus propiedadescomo si viniesen a decirme que yo fortif“La Imagen de Nuestra Señora” cuando viese simplemente obligado a hacer reparnes en ella. Creo, en verdad, que han inform

mal a Su Majestad y que puede muy haberse engañado.”––Pero me concederéis ––prosiguió en v

ta y dirigiéndose al pescador, porque su p

de hombre desconfiado le estaba impuesto

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el objeto mismo de su misión––: me conréis, amigo mío, que esas piedras viajan demanera extraña.

––¿Cómo es eso? ––dijo el pescador.––Vienen de Nantes o de Paimboeuf p

Loira, ¿no es verdad?

––Bajan.––Eso es cómodo, no lo niego, pero, ¿pono van en derechura desde Saint Nazaire alle Isle?

–– ¡Toma! Porque las falúas son muy mbarcos y navegan mal por el mar ––repupescador.

––Eso no es una razón.

––Perdonad, señor, pero se conoce que jhabéis navegado ––añadió el pescador, nouna especie de desdén.

––Os ruego me expliquéis eso, buen. homA mí me parece que venir de Paimboeuf

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riác, para ir de Piriac a Belle Isle, es, couno fuese de La Roche Brard a Nantes Nantes a Piriac.

––Por agua sería más corto –– contestó imturbable el pescador..

––Pero hay que hacer un recodo. El pescmeneó la cabeza.

––El camino más corto de un punto a otla línea recta ––continuó Artagnan.

––Olvidáis la corriente, señor.

––Bien, conforme.–– ¿Y el viento?. ¡Ah! ¡Bueno! Indudabl

te, la corriente del Loira arrastraba los bcasi hasta Le Croisic. Si tienen necesida

calafatearse o de refrescar los víveres van riac costeando, y en Piriac encuentran otrrriente inversa que los lleva a la isla Dumet

––Perfectamente.

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––Desde aquí la corriente del Vilainearrastra a otra isla, a la de Hoedic.

––Sin disputa.––Pues bien, desde esta isla a Belle Isle e

to el camino; el mar pasa como un canal, un espejo entre las dos islas, y las chalandeslizan allí con increíble rapidez; esto es t

––¡No importa ––dijo el tenaz Artagnan–mucho camino.

–– ¡Ah!... ¡El señor Fouquet lo quiere areplicó por conclusión el pescador, quitánsu gorro de lana al pronunciar este nombrenerable.

Una mirada de Artagnan, mirada viva ynetrante como hoja de espada; sólo encocándida confianza en el corazón del viesatisfacción e indiferencia en sus faccionecía el señor Fouquet lo quierecomo si hubiedicho:¡Dios lo ha querido!

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Hablase adelantado mucho Artagnan en salo, y como quiera que habiendo salidofalúas sólo quedaba en Piriac una barca, l

viejo,que no parecía estar dispuesta a tomamar sin muchos preparativos, acarició aFureque, dando una nueva prueba de su caráencantador, se puso en marcha con los pielas salinas y actitud resuelta.

Y a eso de las cinco llegó a Le Croisic.Si Artagnan hubiera sido poeta, habría en

trado bello el espectáculo de aquellas exte

playas, de más de una legua da extensión,cubre el mar con la marea, y que con el raparecen parduscas, desaladas, llenas de ppos y de algas muertas, con sus conchas ecidas y blancas, como las osamentas del inso cementerio.

Pero el soldado, el político, el ambiciostienen tampoco el dulce consuelo de mircielo para leer en él una esperanza o una ad

tencia.

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El cielo bajo significa para esas gentes vy tormentas; las nubes blancas; sobre el azla bóveda, dicen simplemente que la mar

tranquila y dulce.Artagnan vio el cielo azul, la brisa emb

mada de los perfumes salitrosos; y dijo:––Me embarcaré con la primera marea,

que tuviese que ir con una cáscara de nuez.En Le Croisic; lo mismo que en Piriac,

notado dos montones enormes de piedrasneadas en la playa. Estos muros gigantedemolidos en cada marea por los transpoque hacíanse para Belle Isle, fueron a losdel mosquetero la consecuencia y la prueblo que ya había adivinado en Piriac.

¿Era un muro lo que reconstruía el sFouquet? ¿Era una fortificación la que edba? Para saberlo había que verlo.

Artagnan metió aFuret en la cuadra comió

acostó, y al día siguiente, al amanecer, s

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seaba por el puerto, o mejor dicho sobrconchas.

Le Croisic tiene una huerta de cincuentay una torre de vigía parrcida a una torta eme en un plato.

Tres o cuatro hombres permanecían en ladregosa playa buscando cangrejos.

El señor Agnan, animados los ojos de aly con la sonrisa en los labios, se acercó pescadores.

––¿Se pesca hoy? ––preguntó.––Sí, señor ––dijo uno de ellos y aguard

la marea.––¿Dónde pescáis, amigos?

––En la costa, caballero.––¿Y cuáles son las buenas costas?––¡Ah! Según, alrededor de las islas,

ejemplo.

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––¿Pero las islas están muy lejos?––No mucho;––cuatro leguas.

––¡Cuatro leguas! ¡Eso es un viaje!El pescador se echó a reír en las barbaseñor Agnan.

––Decidme ––prosiguió éste con su candidez––, a cuatro leguas se pierde de vicosta, ¿verdad?

––No siempre:..––En fin... es lejos.. bastante lejos, y, si n

ra por eso, os hubiera pedido que me llevasbordo; me enseñaseis lo que jamás he visto

––Qué.

––Un pez de mar vivo:––¿Sois de provincia? ––preguntó un pdor.

––Sí, soy de París:

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El bretón encogióse de hombros y dijo:–– ¿Habéis visto al señor Fouquet en Parí

––Muchas veces ––respondió Artagnan.––¿Muchas veces? ––preguntaron los pdores estrechando el cerco alrededor del siense––. ¿Le conoséis?

––Un poco, es íntimo amigo de mi amo.––¡Ah! ––murmuraron los pescadores.––Ye he visto todos sus castillos de

Mandé; Vaux y su palacio de París.––¿Y es bonito?

––Soberbio––No tanto como Belle Isle ––replicó un

cador.––¡Bah! ––replicó el señor Agnan dand

carcajada bastante desdeñosa que encolerilos concurrentes:

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––Bien se adivina que no habéis visto a Isle ––replicó el más curioso de los pescad–, ¿Sabéis que tiene seis leguas y que ha

árboles como no se ven iguales en Nantes?––¡Árboles en el mar! ––exclamó Artagn

¡Quisiera ver eso!––Pues es muy fácil; nosotros pescamos

isla Hóedic. . . Venid con nosotros; desdelugar veréis como un paraíso los árboles nede Belle Isle y la línea blanca del castillcorta como una cuchilla el horizonte del ma

––¡Oh! Eso debe ser encantador. ¿Pero sque hay cien campanarios en el castillo deñor Fouquet en Vaux? ––dijo Artagnan.

El bretón levantó la cabeza admirado; per

quedó convencido. ¡Cien campanarios! dijo––: Es igual; Belle Isle es más her¿Queréis verla?

–– ¿Es posible? ––preguntó Artagnan

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––––Sí, con la venia del gobernador.––Pero yo no conozco a ese gobernador.

––Ya que ,conocéis al señor Fouquet, dvuestro nombre.––¡Oh! Amigos míos, ¡yo no soy un caba––Todo el mundo entra en Belle Isl

prosiguió el pescador––, con tal que no se ra mal a Belle Isle ni a su señor.Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo

mosquetero.

“Es cierto”, pensó para sí.” Y añadió desp––Si estuviese seguro de no marearme …––No será aquí ––dijo el pescador mostr

con orgullo su hermosa barca de cóncavodo.––¡Vamos! Me convencéis ––exclamó A

nan––. Iré a ver Belle Isle; pero desde lejosque no me dejarán entrar.

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––Nosotros bien entramos.––¡Vosotros! ¿Para qué?

––¡Toma!.. ¡Para vender pescado a los crios!–– ¡Eh! ¡Corsarios!––El señor Fouquet ha hecho construir

corsarios para dar caza a los holandeses y ingleses, y nosotros vendemos pescado atripulantes de esos pequeños navíos.

–– ¡Caray... caray...! ––pensó Artagnan––

jor que mejor.. ¡Una imprenta, baluartes ysarios! Vamos, el señor Fouquet no es enemigo, como había supuesto, y vale la de que uno se mueva para verla de cerca.”

––A las cinco y media nos marchamoañadió gravemente el pescador.––Os pertenezco y no os abandono.En efecto, Artagnan vio que los pescad

hablaban de sus barcos y los preparaban; la

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subió y el señor Agnan se dejó izar hasta bno sin simular temor y dar que reír a los grutes, que lo acechaban con sus grandes e i

gentes ojos.Tendióse sobre una vela doblada en cu

dobleces, y dejó que aparejasen y que la bsaliese a plena mar.

Los pescadores; que hacían su oficio al mtiempo que caminaban, no advirtieron qupasajero no se había puesto pálido; ni hgemido ni padecido; ni que, a pesar de

horribles cabeceos y vaivenes brutales dbarca, a la cual nadie daba dirección, el pasnovicio había conservado toda su presenciánimo y su apetito.

La pesca era bastante afortunada; las carplos lenguados ya habían mordido en el ccongrios y truchas de un peso enorme haroto dos hilos, y tres anguilas de mar se atraban por la cala con estremecimientos de

nía.

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Artagnan les llevaba la fortuna, y así se ljeron. El soldado halló el oficio muy diverpuso mano a la obra, dando rugidos de ale

y recortando ¡pardiez! capaces de asustar mismos mosqueteros, cada vez que un sacmiento de la red iba a desgarrar los múscde su brazo y a solicitar el empleo de sus zas y de su habilidad.

La parte del placer le había hecho olvidmisión diplomática; y estando en lucha coterrible congrio que le obligaba a aferrarseuna mano al borde de la barca a fin de acon la otra a su antagonista, le dijo el patró

––Cuidado no nos vean desde Belle Isle.Estas palabras hicieron en Artagnan i

efecto que la primera bala que silba un díbatalla; soltó el hilo y el congrio, y ambosaparecieron en el agua.

Artagnan acababa de divisar a una medigua de distancia la silueta pardusca y acen

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da de las rocas de Belle Isle, dominada plínea blanca y soberbia del castillo.

Y a lo lejos la tierra, con sus bosques y ras verdosas, donde pastaba tranquilamentganado.

Esto fue lo primero que llamó la atenciónuestro hombre. El sol lanzaba sus rayos dsobre el mar y hacía girar un polvo resplaciente alrededor de aquella isla encantada. cias a esta luz resplandeciente no se veíaella más que los puntos llanos, y toda som

cortaba con dureza el paño luminoso de ladera o de las murallas.––¡Eh, eh! ––dijo Artagnan al aspecto de

llas masas de rocas negras––. He aquí fortciones que no tienen precisión de ningún iniero para inquietar un desembarco. ¿Por de diablos se puede bajar a esa tierra que ha defendido tan completamente?

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––Por aquí ––repuso el patrón, cambianvela e imprimiendo al timón una sacudidallevó a la falúa en dirección de un lindo pu

redondo y recientemente almenado.––¿Qué diantres veo allí? ––preguntó A

nan.––Veis a Locmaria ––le contestó el pesca

–– ¿Y más abajo?––A Bangos.––¿Y más allá?

––Saujeu... Luego, el palacio.–– ¡Diablo, esto es un mundo! ¡Ah! Al

soldados.

––Hay mil setecientos hombres en Belleseñor ––dijo el pescador con orgullo––. ¿Sque la guarnición menos numerosa es de vtidós compañías de infantería? “¡Pardiez! dijo Artagnan––. Muy bien podría Su Majtener razón…”

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Atracaron.

LXVIIIDONDE SEGURAMENTE SE SORPR

DERÁ EL LECTOR, COMO SE SORPRDIO ARTAGNAN, AL ENCONTRARCON. UN ANTIGUO CONOCIDO

En un desembarco siempre hay un tumuluna confusión que no dejan al espíritu la nsaria libertad para estudiar al primer golpvista el nuevo sitio que se le presenta.

El marinero agitado, el buque movible, edo del agua sobre la arena y gritos e impacia de los que esperan en la orilla; son lo

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tintos detalles de esa sensación que se resen una sola palabra: vacilar.

Sólo después de haber desembarcado y dtar unos minutos en la orilla, vio Artagnan puerto, principalmente en el interior de la agitarse un mundo de trabajadores.

Artagnan reconoció las cinco chalanas cdas de piedras que viera salir del puertoPiriac. Las piedras eran transportadas, a lalla por medio de una cadena formada por vticinco o treinta campesinos.

Estas piedras, de gran preso, eran cargadacarretas, que las conducían al sitio de los tjos, cuyo valor y extensión aún no podía ciar Artagnan.

En todas partes reinaba una actividad igula que observó el mozo al desembarcaSalento.

Muchas ganas tenía Artagnan de pene

más adelante, pero no podía, so pena de ha

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se sospechoso, dar lugar a la desconfianza.adelantaba paulatinamente sin pasar apenalínea que los pescadores formaban en la p

observando todo, no diciendo nada, y marcdo delante de todas las suposiciones qupudiesen hacer con una pregunta estúpida osaludo cortés.

En tanto que sus compañeros hacían sumercio, ponderando y vendiendo su pescalos obreros y habitantes de la isla, nuestro hbre ganaba terreno poco a poco, y viendpoca atención que le prestaban, comenzó amiradas inteligentes y seguras en hombrcosas que aparecían a sus ojos.

Sus primeras miradas se encontraron concavaciones de terreno, sobre las que no pengañarse el ojo de un soldado.

En las dos extremidades del puerto, y que los fuegos se cruzasen sobre el eje, elipse que formaba, se habían levantado

baterías, destinadas evidentemente a cont

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de un gran progreso; mas del cual no habíato aún la aplicación.

Estas fortificaciones no pertenecían ni atodo holandés de Marollais, ni al método cés del caballero Antonio de Ville, sino al ma de Manesson Mallet, hábil ingenieroseis u ocho años antes, había dejado el ser

de Portugal para entrar al de Francia.Tenían de notables tales trabajos, que ende, elevarse fuera de tierra, como hacíanantiguos muros destinados a defender la

dad de un escalo, hundíanse, por el contrarlo que constituía la altura de las murallas eprofundidad de los fosos.

No necesitó Artagnan mucho tiempo parconocer toda la superioridad de tal sistemsalvo de los peligros de la artillería.

Y como los fosos estaban más bajos quevel del mar, podían ser inundados por mede esclusas subterráneas.

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Por lo demás, los trabajos hallábanse terminados, y un grupo de trabajadores, recibía órdenes de un hombre que parecía s

director, se ocupaba de colocar las últimasdras.Un puente echado sobre el foso, para m

comodidad de las maniobras, unía el interi

exterior.Artagnan preguntó con curiosidad si le spermitido atravesar el puente, y le responron que ninguna orden se oponía a ello.

Por tanto, Artagnan atravesó el puente adelantó hacia el grupo. Este grupo esmandado por aquel hombre que ya había ndo Artagnan y que parecía el ingeniero jefeplano se hallaba extendido sobre una piedrfigura de mesa, y pasos más allá funciouna grúa.

El ingeniero llevaba un jubón que por lotuoso, no armonizaba su trabajo, pues má

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quería éste con el traje de un maestro albque del de un señor.

Aquel hombre era de elevada estatura ychos hombros, y llevaba un sombrero todbierto de plumas. Gesticulaba de una made las más majestuosas, y parecía, porque ba vuelto de espaldas, reñir a los operarios

su debilidad o por su inercia.Artagnan se iba acercando. En aquel momto cesaba de gesticular el hombre del penaCon las manos apoyadas en las rodillas, se

encorvado los esfuerzos de seis obrerosintentaban levantar una piedra labrada a latura de una barra de madera destinada a sonerla, para que pudiesen pasar por debajcuerda de la grúa.

Reunidos los seis operarios en un solo ladla piedra, unían todos sus esfuerzos para letarla ocho o diez pulgadas, sudando y rplando, mientras otro acechaba la ocasió

meter el rodillo que debía soportarla. Mas

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piedra se les había escapado dos veces dmano antes de llegar a una altura suficipara ser introducido el rodillo.

No hay que decir que cada vez que se lecapaba la piedra daban un salto atrás a fievitar que en su caída les aplastase los pies

Hicieron un tercer esfuerzo, sin mejor écon mayor desaliento, a pesar de que losobreros encorvados sobre la piedra eran mados por el hombre del penacho, que harticulado con voz poderosa la palabra ji

iniciadora de todas las maniobras.Entonces se incorporó, y dijo:––¡Oh, oh! ¿Qué es esto? ¿Estoy tratand

hombres de paja? ¡Diablo! Quitaos de ahí

réis cómo se hace esto.–– ¡Pardiez! ––dijo Artagnan. ¿Tendrá la

tensión de levantar esa enorme roca? Serírioso. Los obreros apartáronse con las o

gachas y moviendo la cabeza, menos el

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tenía el madero, que se disponía a realizaoficio. El hombre el penacho se aproximópiedra, se inclinó, deslizó sus manos ba

cara que tocaba en el suelo, atirantó sus múlos hercúleos, y con un movimiento pauscomo el de una máquina, levantó la troca pie del suelo.

El operario que tenía el madero aprovechventaja que se le daba para deslizar el robajo la piedra.

––¡Ya lo veis! ––dijo el gigante, no de

caer la roca, sino sosteniéndola sobre su ste.––¡Pardiez! ––murmuró Artagnan––. Só

nozco a un hombre capaz de semejante eszo.

––¿Eh? ––dijo el coloso volviéndose.––¡Porthos! ––exclamó Artagnan estupef

–. ¡Porthos en Belle Isle!

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El hombre del penacho fijó sus ojos en puesto mayordomo, y le reconoció a pesasu disfraza

––¡Artagnan! ––gritó, poniéndose encen–.

–– ¡Chitón! ––dijo a Artagnan.

––¡Chitón! ––––contestó el mosquetero.En efecto, si Porthos acababa de ser dbierto por Artagnan, éste acababa de ser debierto por Porthos.

A pesar, del interés de su secreto, el prmovimiento de estos hombres fue echarsbrazos uno de otro.

Lo que deseaban ocultar a los concurrent

era su amistad, sino sus nombres.Pero después del abrazo vino la reflexión–– ¿Por qué diantres está Porthos en Bell

y levanta peñascos? ––dijo Artagnan para s

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Menos diestro en diplomacia que su amPorthos pensó en voz alta:

–– ¿Por qué diablos estáis en Belle Isle?venís a hacer aquí?

Necesario era responder sin vacilar. Vaen responder a Porthos hubiera sido descalde que jamás se habría podido consolar el apropio de Artagnan.

––¡Diantre! Amigo mío, estoy, en Belle Iporque estáis vos.

––¡Ah! ––dijo Porthos visiblemente atudel argumento y pretendiendo comprendcon aquella lucidez de deducción que ya ccemos en él.

––Sin duda ––prosiguió Artagnan, quequería dar tiempo a su amigo para que case––. Irle ido a ver a Pierrefonds.

––¿De veras?

––Sí.

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––Y no me habéis encontrado allí.––No; pero encontré a Mosquetón.

––¿Y está bien?––¡Diantre!––¿Pero os ha dicho Mosquetón que yo e

aquí?––¿Por qué no me lo iba a decir? ¿He de

recido acaso en la confianza de Mosquetón––No; pero él lo ignoraba

––¡Oh! Esa es una razón que nada tienofensiva, para mi amor propio por lo meno–– ¿Pero cómo habéis hecho para encon

me?

––––¡Caray, amigo! Un gran señor, comosiempre deja huellas de su paso, y me estimyo muy poco si no supiese seguir la pista aamigos.

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Por más lisonjera que fuera esta explicano satisfizo completamente a Porthos, que d

––Pero yo no he podido dejar huellas, vido disfrazado.

––¡Ah! ¿Habéis venido disfrazado?preguntó Artagnan.

––Sí.––¿Y cómo?––De molinero.––Porthos, un señor como vos, ¿puede af

maneras ordinarias hasta el punto de engañla gente?

––Pues os juro, amigo mío, que todo el do se ha engañado: ¡tan bien he desempeñmi papel!

––Pero no tan bien que yo no os haya dbierto.

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––Justamente. ¿Y cómo me habéis descto?

––Esperad; voy a relataros la cosa. Imagque Mosquetón...

––¡Ah! Es ese tuno de Mosquetón ––dijohos plegando los dos arcos de triunfo quservían de cejas.

–– Fiero esperad.. Aquí no hay falta ninde Mosquetón, puesto que él mismo ignodónde estuvieseis.

––Sin duda, y por eso tengo tantos ganacomprender.

––¡Oh! ¡Cuán impaciente sois, Porthos!–– ¡Cuando no comprendo soy terrible!

––Vais a comprender. Aramis os ha escrPierrefons, ¿no es cierto?

––Sí.

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––Os ha escrito que llegaseis antes del noccio.

––Cierto.––Pues bien claro está ––dijo Artagnan,

fiando que esta razón bastaría a Porthos.Porthos parecía entregado a un intenso tr

jo de comprensión.–– ¡Oh! Sí ––dijo––, ya comprendo. Aramis me decía que llegase antes del equcio; habéis entendido que era para unirme Os habéis enterado dónde estaba Aramisciéndoos: “Donde esté Aramis, estará PortHabéis sabido que Aramis está en Bretaña,habéis dicho: “Porthos está en Bretaña.”

––¡Justamente! En verdad que no sé cómhabéis hecho adivino, Porthos. Ya comprenentonces. Al llegar a la Roche Bernard supbellos trabajos de fortificación que se hacíBelle Isle, y picada mi curiosidad metime e

barco pesquero sin saber de cierto que est

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seis aquí. He venido, he visto un buen mque removía una piedra incapaz de movermismo Ayáx, y he gritado: “Nadie más qu

barón de Bracieiux es capaz de semejantfuerzo.”, Me habéis oído, os habéis vueltohabéis reconocido, nos hemos abrazado, y parece, amigo, nos abrazaremos otra vez.

––He ahí cómo se explica todo, en efecdijo Porthos.Y abrazó a Artagnan con amistad tan gra

que el mosquetero perdió la respiración, du

te algunos minutos.––Vamos, vamos, más fuerte que nuncdijo Artagnan––, y felizmente siempre dbrazos. Durante el tiempo en que Artagperdiera la respiración había reflexionadotenía que representar un papel muy difícil. tábase de preguntar siempre, sin responnunca.

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Cuando le volvió la respiración, ya teníamado su plan de campana.

LXIXDONDE LAS IDEAS DE ARTAGNA

CONFUSAS AL PRINCIPIO, EMPIEZANACLARARSE ALGÚN TANTO

El mosquetero tomó al momento la ofens––Ahora, que ya os lo he dicho todo, qu

amigo, o más bien que todo lo habéis adivdo, decidme qué hacéis aquí cubierto de py lodo.

Porthos se limpió la frente, y, mirando dedor con orgullo, dijo:

––¡Me parece que ya podéis ver lo que ha––¡Sin duda! ... Veo que levantáis piedr

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–– ¡Oh! ¡Para enseñar a esos haraganes les un hombre! ––murmuró Porthos con decio––. Ya comprenderéis.

––¡Sí! Pero no tenéis por oficio levantadras, aunque haya muchos que lo tengan las levanten como vos. Esto es lo que me preguntaros: “¿qué hacéis aquí, barón?”

––Estudio topografía, señor.–– ¿Estudiáis topografía?

––Sí, pero vos mismo, ¿qué hacéis con eje de paisano? Artagnan comprendió que hcometido una falta dejándose llevar por lapresa. Porthos se había aprovechado de para responder con una pregunta.

Feamente, Artagnan la aguardaba, y dijo:––Ya sabéis que soy paisano, por consig

te, nada tiene de extraño el vestido, porquede acuerdo con mi condición.

–– ¡Cómo es eso! ¡Vos, un mosquetero!

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––Ya no lo soy, mi buen amigo; presendimisión.

––¿Y habéis abandonado el servicio?––Lo he abandonado.––¿Y habéis dejado al rey?––Justamente.Porthos levantó los brazos al cielo, c

quien escucha una noticia inesperada.––¡Oh! Eso sí que me confunde ––dijo.

––Pues sin, embargo, así es.––¿Qué os ha motivado a determinar eso?––El rey me disgustó, Mazarino me disg

ba hacía mucho tiempo, como sabéis, y he cado la casaca.

––Pero Mazarino ha fallecido.––¡Bien lo sé, pardiez! Pero en la época

muerte ya hacía dos meses que estaba pre

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tada y aceptada mi dimisión; estando entolibre corrí a Pierrefónds, para, ver a mi quPorthos; había oído hablar de la feliz div

que tenía hecha del tiempo, y pensaba dbuir el mío con el vuestro una quincena de ––Amigo mío, ya sabéis que mi casa

abierta para vos, no por quince días, sino

un año, por diez, o por toda la vida.––Gracias, Porthos.–– ¿Y no tenéis necesidad de dinero? pre

tó Porthos haciendo sonar unos cincuenta lque encerraba en su bolsa––. ¡En tal cassabéis! ...

––No, no necesito nada; he puesto mis rros en casa de Planchet, que me da un in

por ellos,––¿Vuestros ahorros?––Sin duda ––dijo Artagnan. ¿Por qué no

réis que haya ahorrado, como otro cualquie

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––¡Yo! Yo no deseo eso; al contrario, sieos he sospechado... Es decir, Aramis os hpuesto siempre algunos ahorrillos Yo no

mezclo en esa clase de asuntos; pero lo quecamente presumo es que los ahorros demosquetero no serán gran cosa.

––Sin duda... Para vos, que sois millona

En fin, voy a haceros juez del asunto. Yo por una parte veinticinco mil libras...––Bonita cantidad ––dijo Porthos con

afable.

––Y ––continuó Artagnan–– el 28 del mtimo, he añadido a ellas otras doscientas miPorthos abrió unos ojos que interrogaban

cuentemente al mosquetero: “¿dónde dia

habéis robado semejante suma, querido am––¡Doscientas mil libras! ––murmuró al f

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––Sí... Que con veinte mil que traigo enme completan un total de doscientas cincumil libras:

––Pero veamos, ¿de dónde os viene esa fna?

––¡Ah!. Ya os contaré la cosa más tarde; ammío; pero como, vos tenéis que decirme mucosas, dejemos mi relato para luego.

–– ¡Bravo! ––dijo Porthos––. Ya todos ricos. ¿Pero qué tenía yo que contaros?

––Teníais que contarme cómo Aramis hanombrado...

––¡Ah! ¿Obispo de Vannes?––Sí ––dijo Artagnan––, obispo de Va

¿Sabéis que progresa en su carrera?––¡Oh! ¡Sí, sí! Sin contar que no parará a––¡Cómo! ¿Suponéis que no se contentar

las medias moradas y que aspirará al sombrojo?

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–– ¡Chiton! Eso le ha sido prometido.–– ¡Bah! ¿Por Su Majestad?

–– Por alguien más poderoso que el rey––¡Diablos!––Porthos, .¡me decís cosas increíbles, am––¿Por qué increíbles? ¿Acaso no ha h

siempre en Francia alguien más poderosoel rey?

––¡Oh! Ciertamente. En tiempo de Luisera el duque de Richelieu; en tiempo de lgencia era el señor Mazarino; en tiempo deXIV...

–– ¡Vamos!

––El señor Fouquet.––Lo habéis nombrado de un tirón.–– ¿De modo que el señor Fouquet ha pr

tido el capelo a Aramis?

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Porthos asumió un aire de reserva, y dijo:––Querido amigo; Dios me libre de ocup

de los asuntos de otros, y sobre todo de revsecretos que pueda haber interés en ocuCuando veáis a Aramis, él os dirá lo que que deba deciros.

––En verdad, Porthos, no hablemos máeso, y volvamos a vos.

––Sí ––contestó Porthos.––¿No me habíais dicho que estabais aqu

ra estudiar topografía?––Ciertamente.––¡Pardiez! Amigo mío, ¡qué lindas

hacéis!

–– ¿Cómo es eso?–– ¡Caray! ¡Estas fortificaciones son ad

bles!–– ¿Es ese vuestro parecer?

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––Sin duda; y poco menos que un sitio eda regla. Belle Isle es inexpugnable.

Porthos se frotó las manos.––Esa es mi opinión dijo.––¿Pero quién diablos ha fortificado así

bicoca? Porthos se pavoneó.

––¿No os lo he dicho?––No.––¿Y no lo adivináis?

––No; todo lo que puedo decir es que sinda se trata de un hombre que ha estudiadodos los sistemas, y me parece que se ha fen el mejor.

––¡Chitón! ––dijo Porthos––. Contemplmodestia, amigo Artagnan.––¡De veras! ––respondió el mosquete

Seréis vos... quien... ¡Oh!

––Por favor, amigo mío.

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––Vos habéis imaginado, planeado y conado estos baluartes, estos reductos, estastinas, estas medias lunas; ¿y quién ha pr

rado este camino cubierto?––Os ruego...––¿Vos quien ha edificado esta luneta co

ángulos entrantes y salientes?––Por Dios...

–– ¿Vos quien dio esta inclinación a lotes de las troneras, con cuyo auxilio se pgerán tan eficazmente los que sirvan laszas?

––¡Oh! Dios Santo, sí.––¡Oh! Porthos, Porthos, es preciso incli

ante vos; pero siempre nos habéis ocultadohermoso genio, y espero, amigo, que me ñaréis todo en detalle.

––Nada más fácil; aquí está mi plano.

––Enseñádmelo.

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Porthos condujo a Artagnan hacía la pique le servía de mesa, donde permanecíplano extendido.

Debajo de este plano estaba escrito lo sigte, con aquella formidable letra de Porthoque ya hemos tenido ocasión de hablar:

“En vez de serviros del cuadrado o del tángulo, como se ha hecho hasta hoy, sudréis la plaza en un hexágono regular, polígque tiene la ventaja de presentar más ángque el cuadrilátero. Cada lado del hexág

del que determinaréis la longitud en razónlas dimensiones tomadas sobre la misma pserá dividido en dos partes iguales; en el pmedio levantaréis una perpendicular hacia tro del polígono, que tendrá de longitud la ta parte del lado. Por las extremidades de lado del polígono trazaréis dos diagonalesirán a cortar la perpendicular. Las dos reformarán las líneas de defensa.”

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––¡Diablo! ––dijo Artagnan deteniéndoeste punto de demostración––. ¡Esto es untema completo, Porthos!.

––Completísimo ––repuso Porthos––. ¿réis continuar?

––No, ya he leído bastante; y puesto quevos, querido Porthos, quien dirige los trab¿qué necesidad tenéis de establecer el sispor escrito?

––¡Oh, amigo! ¡La muerte!–– ¿Cómo la muerte?––¡Claro! ¿No somos todos mortales?––Es verdad ––dijo Artagnan––; a todo h

respondido, amigo mío.

Y colocó el plano sobre la piedra.Mas, por poco tiempo que lo tuviera en

manos, pudo distinguir bajo la enorme letrPorthos otra mucho más fina que le recorciertas cartas a María Michón, de que tuv

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nocimiento en su juventud. Sólo que la ghabía pasado y repasado sobre esa letra, hubiera escapado a un ojo menos penetr

que el de nuestro mosquetero.––¡Bravo, amigo mío! ––dijo Artagnan.––Ahora ya sabéis todo lo que queríais s

¿no es verdad? ––dijo Porthos contoneándo––¡Oh! Sí, sí; sólo os pido el último

amigo.––Hablad, yo soy aquí el amo.

––Hacedme el favor de decir el nombraquel señor que se pasea por allá abajo.––¿Dónde es allá abajo?

–– Detrás de los soldados.––¿Seguido de un lacayo?––Sí.

––¿En compañía de una especie de berg

vestido de negro?

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––Ese misma.––El señor Gétard.

––¿Y quién es el señor Gétard, querido?––El arquitecto de la casa.––¿De qué casa?––De la casa del señor Fouquet.––¡Ah, ah! ––exclamó Artagnan.. ¿Con

sois de la casa del señor Fouquet, Porthos?––¡Yo! ¿Por qué decís eso? ––dijo el topó

ruborizándose hasta la extremidad superiolas orejas.––¡Vaya! Decís la casa hablando de Bell

como si hablarais del castillo de Pierrefond

Porthos se pellizcó los labios.––Amigo ––dijo––; Belle Isle es del

Fouquet, ¿no es verdad?––Sí.

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––Como Pierrefonds es mío.––Sin duda.

–– ¿Venís de Pierrefonds?––Ya os he dicho que estuve en él aun nodos meses.

––¿Y no habéis visto a un señor que tiecostumbre de pasearse con una regla en lano?

––No; mas lo habría visto si en efechubiera estado paseando.

––¡Pues bien! Ese es el señor Boulingrin:–– ¿Y quién es el señor Boulingrin?––Allá voy. Si cuando ese señor se pase

la regla en la mano me pregunta algu“¿quién es el señor Boulingrin?”; yo le con“el arquitecto de la casa”. Pues bien, el sGétard es el Boulingrin del señor Fouquet;no tiene que ver nada con las fortificaci

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que me corresponden a mí solo, ¿entendNada absolutamente.

––¡Ah, Porthos! ––murmuró Artagnan ddo caer los brazos como su vencida que cespada––. ¡Ah! Amigo mío, no sois únicamun topógrafo hercúleo, sino también un ditico de primer orden.

––¿No es cierto ––respondió Porthos––está todo poderosamente razonado?Y sopló, como el congrio que aquella ma

había dejado escapar Artagnan.–––Decidme ––prosiguió el mosquetero

ese bergante que acompaña al señor Gétardtambién de la casa del señor Fouquet?

––¡Oh!. ––dijo Porthos con desprecio––. un tal Jupenet o Juponet; una especie de po

––¿Que desea establecerse aquí? –––Creo que sí:

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––Yo pensaba que el señor Fouquet teníatantes poetas allá.. Scudéru, Loref, PèllusoFontaine. Si os he de decir la verdad, Por

tal poeta os deshonra.––Lo que nos salva, amigo mío es que no

aquí como poeta.––¿Pues cómo está?––Como impresor, y me hacéis pensar en

tengo que decirle una palabra a ese pedante––Decidla.

Porthos hizo una seña a Jupenet, que hreconocido a Artagnan y no se daba prisacercarse.

Esto condujo naturalmente a una segund

ña de Porthos, la cual era de tal modo impeva, que fue preciso obedecer.––¡Cómo! ––repuso Porthos––. ¿Habéis

embarcado ayer y ya estáis haciendo de

vuestras?

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–– ¡Cómo, señor barón! –– preguntó temdo Jupenet.

––Vuestra prensa ha hecho ruido toda lache, señor mío ––dijo Porthos––, y no me hdejado dormir. ¡Cuerno!

––Señor... ––objetó tímidamente Jupenet.

––Nada tenéis que imprimir aún y; por cguiente, no debéis hacer andar la prensa. ¿habéis impreso esta noche?

––Señor, una poesía algo ligera escrita po

––¡Ligera! ¡Vamos; señor, la prensa chque era una lástima! Que no vuelva a suceso, ¿oís?

––Bien, señor.

––¿Me lo prometéis?––Lo prometo.––Pues por esta vez os dispenso. ¡Idos!

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El poeta se retiró con la misma humildaque había dado pruebas al acercarse.

––¡Ea! Ya que hemos echado una peluca tunante, almorcemos ––dijo Porthos.

––Sí ––dijo Artagnan––, almorcemos.––Sólo os haré observar ––dijo Portho

que no tenemos más que dos horas para ntro desayuno.––¡Qué se le va hacer!––Trataremos de aprovecharlas. Pero

qué no tenemos más que dos horas?––Porque la marea sube a la una, y con la

rea salgo para Vannes. Mas como vuelvoñana, os quedaréis en mi casa y seréis el

Tengo buen cocinero y buena bodega...––Pero no ––repuso Artagnan––, hay una

mejor.––¿Qué?

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––Decís que vais a Vannes?––Indudablemente.

––¿Para ver á Aramis?––Sí.––Pues bien, yo he venido expresamente

ver a Aramis . . .––Es cierto.––Marcharé con vos.––¡Toma! Eso es.

––Sólo que debía empezar por ver a Aramluego a vos. Pero el hombre propone y dispone; comenzaré por vos y acabaré por rais.

––Perfectamente.––¿Y en cuántas horas vais desde aquí a

nes?

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–– ¡Oh Santo Dios! En seis horas. Tres pode aquí a Sarzeau y tres horas de camino dSarzeau a Vannes.

––¡Qué cómodo es eso! ¿Y cuántas vecea Vannes estando tan cerca del obispado?

––Una vez a la , semana. Pero aguardadrecoja mi plano. Porthos cogió el plano, lrolló con cuidado y lo sepultó en su bolsillo

––Bueno ––dijo aparte Artagnan, me pque ya sé ahora quién es el ingeniero que fica a Belle Isle.

Dos horas después había subido la marePorthos y Artagnan se encaminaban a Sarz

LXXPROCESIÓN EN VANNES

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La travesía de Belle Isle a Sárzeau se hizmucha rapidez, merced a uno de los buqcorsarios de que habían hablado a Artag

durante su viaje, y que, destinados a dar cse abrigaban momentáneamente en la radLocmaría, desde donde uno de ellos, cocuarta parte de su tripulación, hacía el serventra Belle Isle y el continente.

Artagnan tuvo ocasión de persuadirse dePorthos; aunque ingeniero y topógrafo, ntaba bien enterado de los secretos del Estad

Su perfecta ignorancia hubiera pasado poprudente disimulo para cualquier otro. PArtagnan conocía muy bien todos los pliegurepliegues de su Porthos, para no, descubrisecreto en él, si lo había, como los antiguopendientes de un establecimiento saben bucon los ojos cerrados cualquier género qules pida.

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Y si Artagnan nada había encontrado pledo y desplegando a su Porthos, era porrealmente no había nada.

––Ea ––dijo Artagnan––. Yo sabré mVannes en media hora que Porthos ha saen Belle Isle en dos meses; mas a fin de qsepa alguna cosa, importa que Porthos no

de la única estratagema para que le condisposición. Es menester que no prevenArarmis de mi llegada.

Todos los cuidados del mosquetero se lim

ron, pues, por el momento, a vigilar a PorthY, apresurémonos a decirlo Porthos no mcía aquella desconfianza excesiva. Porthopensaba de ningún modo nada malo. Tal veencontrarse, Artagnan le había inspirado ana desconfianza, mas casi al propio tiempotagnan había reconquistado en aquel bodoso y valiente corazón el lugar que siemhabía ocupado, y ni la más ligera nube obs

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cía la mirada de Porthos, al fijarla de vecuando, con cariño sobre su amigo.

A1 desembarcar informóse Porthos de aguardaban sus caballos; y, en efecto, los den la encrucijada del camino que da la valrededor de Sarzeau, y que sin atravesar ciudad conduce a Vannes.

Los caballos eran dos: una del señor Baotro de su escudero. Porque Porthos teníescudero desde que Mosquetón usaba del ccoche como único medio de locomoción.

Artagnan aguardaba que Porthos se decida enviar delante a su escudero en un cabpara traer otro, proponiéndose combatirpropósito; pero nada de lo que se presuArtagnan sucedió. Porthos mandó simplemal servidor que echase pie a tierra y que erara su vuelta en Sarzeau, mientras Artagmontaba en su caballo. Lo cual fue ejecutad

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––Sois hombre precavido, amigo Porthodijo Artagnan a su amigo cuando se vio modo en el caballo del escudero.

––,Sí, pero este es un obsequio de Arpues yo no tengo aquí mis trenes. Aramipuesto sus cuadras a mi disposición.

––Buenos caballos; ¡diantre! Caballos depo ––dijo Artagnan––. Cierto que Aramis obispo muy particular.

––Santo hombre ––respondió Porthos cono casi gangoso y alzando los ojos al cielo.

––Entonces está muy cambiado repusotagnan––, porque nosotros lo hemos conomedianamente profano.

––––La gracia le ha tocado––dijo Porthos––¡Bravo! ––contestó –– Artagnan––. E

dobla mi deseo de ver a mi amigo Aramis.Y metió espuela al caballo, que lo arrastr

nueva rapidez.

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––¡Pardiez! ––dijo Porthos––. Si vamospaso, en una hora haremos el camino de do

––¿Para cuántas leguas?––Cuatro y media.––Será ir a buen paso.––Hubiera podido, amigo mío, haceros

barcar en el canal, querido; pero cuandopuede poner un buen corcel entre las rodimás vale esto que remeros y que cualquiermedio.

––Es, verdad, Porthos. ¡Y vos, sobre todosiempre estáis magnífico a caballo!––Un poco pesado, amigo mío; 'últimam

me he pesado.

––¿Y cuánto pesáis?––¡Trescientas! ––contestó Porthos con

llo.––¡Bravo!

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––De modo que me veo obligado a esccaballos cuyo lomo sea liso y ancho, pueotro modo los reviento en dos horas.

––Sí, caballos de gigante, ¿no es cierto,hos?

––Sois muy bueno, amigo mío ––replicógeniero con afectuosa majestad.

––Efectivamente ––repuso Artagnan––parece que ya suda vuestra montura.

––¡Claro! ¡Como que hace calor! ¡Ah! ¿Vannes ahora?

––¡Sí, muy bien! Es una bonita ciudad, recer.

––Según Aramis, encantado; yo, por lo

nos, la encuentro negra; parece que lo negmuy bello para los artistas. Me he llevado co.

––¿Por qué, Porthos?

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–– Porque he hecho blanquear mi castilPierrefonds, que estaba gris de vejez.

––En efecto ––dijo Artagnan––, el blanmás alegre.

––Pero menos augusto; como me ha dAramis. Felizmente, hay quien venda pinnegra, y haré dar una mano de ella a Piefonds. Si el gris es bello, ya comprenderéiel negro debe ser soberbio.

––¡Diantre! ––dijo Artagnan––. Eso me plógico.

–– ¿No habéis venido jamás a Vannes, Anan?

––Jamás.

––¿Entonces no conoceréis la ciudad.––No.––Pues bien, mirad ––repuso Porthos a

dose sobre los estribos, lo cual hizo vaci

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delantero de su caballo––; ¿veis allá en una flecha?

––Sí.––Es la catedral.–– ¿Cómo se llama?––San Pedro. Mirad ahora a la izquierda,

arrabal. ¿Veis una cruz?––Sí, la veo.––Es San Paterno, la parroquia predilec

Aramis.Duda, pues San Paterno pasa por haber

el primer obispo de Vannes. Verdad es Aramis pretende que no, y como él es tan sbien pudiera ser eso una paro, una para...

––Paradoja ––dijo Artagnan.––Eso es. Se me trababa la lengua.––Amigo mío ––dijo Artagnan––, os su

continuéis vuestra interesante demostrac

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¿Qué es ese grande edificio blanco plagadventanas?

––¡Ah! El colegio de los jesuitas. Buenatenéis, querido. ¿Veis cerca del colegio unacasa con campanarios y torrecillas, de hermestilo gótico, como dice ese bruto de señotard?

––Sí, la veo; ¿y qué?––Que es donde habita Aramis.–– ¡Cómo! ¿No vive en el obispado?

––No; el obispado está ruinoso; además,en la ciudad y Aramis prefiere los arrabPor eso os decía yo que gusta tanto de Saterno, pues San Paterno está en el arrAdemás, en este mismo barrio hay un malljuego de pelota y una casa dé dominicos, qaquella que eleva al cielo su lindo campana

––Perfectamente.

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––Y ya veis que el barrio es como una caparte; tiene sus murallas, sus torres y susos. El muelle llega hasta aquí, y por tant

buques también. Si nuestro corsario no cocho pies de agua, hubiéramos llegado a vdesplegadas hasta las ventanas de Aramis.

––Porthos, Porthos ––dijo Artagnan––, so

pozo de ciencia, una fuente de reflexiones niosas y profundas. Ya no me sorprendPorthos; me confundís.

––Ya hemos llegado ––observó Porthos

dando de conversación con su modestia ordria.––Y ya era tiempo ––pensó Artagnan––

que el caballo se derrite como si fuese de h

Casi en el mismo instante entraron en el bal; pero apenas anduvieron cien pasos quron asombrados al ver las calles cubiertahojas y de flores.

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De las viejas murallas de Vannes pendíamás antiguas y extrañas tapicerías de Franc

De los balcones de hierro caían largos pblancos salpicados de ramos de flores.

Las calles estaban desiertas; conocíase quda la población se había reunido en un punt

Las persianas estaban corridas, y el frescnetraba en las casas al abrigo de las colgadque causaban densas sombras negras entresalientes, y las paredes.

Al volver la calle, unos cánticos hirieropentinamente los oídos de los recién llegaUna muchedumbre vestida como de día de ta apareció al través de los vapores de incique subían al cielo en azulados copos, y la

bes de hojas de rosa revoloteaban hasta losos principales.Por encima de las cabezas se divisaban la

y las banderas, signos sagrados de la religi

debajo de estas cruces y banderas, como p

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gidas por ellas, todo un mundo de jóvenestrajes blancos y coronadas de aciano.

Por ambos lados de la calle, encerrando etejo, marchaban los soldados de la guarnicon ramilletes en los cañones de sus fusilesla punta de sus lanzas.

Era una procesión.En tanto que Artagnan y Porthos miraban

fervor de buen gusto que ocultaba la extremimpaciencia de seguir adelante, se acertabpalio magnífico precedido de cien jesuitcien dominicos, acompañado por dos arcnos, un tesorero, un penitenciario y doce cnigos.

Un sochantre de voz aterradora, un socha

escogido entre todas las voces de Francia, entre todos los gigantes del imperio se escel tambor mayor de la Guardia Imperial, etado por otros cuatro sochantres que sólo le

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vían de acompañamiento, hacía resonar lores y vibrar los vidrios de todas las casas.

Bajo el palio aparecía un rostro pálido yble, de ojos negros, cabellos negros mezcde hilos de plata, boca fina y barba prominy angulosa. Esta cabeza, llena de graciosajestad, estaba adornada con la mitra episc

que le daba, además del carácter de soberel del ascetismo y meditación evangélica.––¡Aramis! ––murmuró involuntariamen

mosquetero cuando pasó a su lado esta ca

altiva. El prelado estremecióse y pareció hoído aquella voz como un muerto resucioye la palabra del Salvador.

Levantó sus grandes ojos y los dirigió sicilar al sitio de donde había salido la exclción.

De una mirada vio a Porthos y a Artagnsu lado.

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Artagnan, por su parte, gracias a la pención de su mirada, lo había visto y compredo todo. La fisonomía del prelado había

trado en su memoria para no salir de ella jaUna cosa principalmente había llamad

atención de Artagnan. Aramis se había sondo al verlo, y al mismo tiempo había

concentrado bajo sus párpados el fuego dmirada del Señor y el afecto de la miradaamigo.

Era evidente que Aramis se había hecho

pregunta:“¿Por qué Artagnan está aquí con Porthqué viene a hacer en Vannes?”

Aramis comprendió todo lo que pensaba

tagnan, fijando en él su mirada y viendo qubajaba los ojos.Conocía la penetración de su amigo y s

lento, y temía dejar adivinar el secreto d

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rubor y de su sorpresa. Siempre era el mAramis con un secreto que guardar.

Para concluir, por tanto; con aquella mide inquisidor que era preciso hacer bajar a trance, como a todo trance apaga un generafuegos de una batería que le estorba, Arextiende su linda mano blanca, en la cual b

la amatista del anillo pastoral, hiende el con el signo de la cruz, y lanza su bendiclos dos amigos.

Pero Artagnan, tal vez distraído y pensa

e impío a pesar suyo, no se inclinó ante ladición santa; mas Porthos, que vio su disción; apoyó amigablemente la mano en el bro de su amigo, y lo agachó al suelo.

Artagnan vaciló y le faltó poco para caebruces.

Entretanto ya había pasado Aramis.

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Artagnan, lo mismo que Anteo, no hizoque tocar en tierra; y luego se enderezó hPorthos, muy dispuesto a enfadarse.

Pero no había que equivocarse sobre la ición del valiente Hércules; lo que le habíamado fue un sentimiento de bien parecerligioso.

––Es admirable ––dijo–– que nos haya ecuna bendición sólo a nosotros dos. Decidmente es un santo.

Artagnan, menos convencido que Porthocontestó.

––Ya veis, querido amigo ––continuó hos––, Aramis nos ha visto, y en vez de smarchando al paso de procesión, como h

va más de prisa. Mirad cómo el cortejo acel paso; sin duda ese querido Aramis estásioso de vernos y abrazamos.

––Es verdad ––dijo Artagnan en voz alta.

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Pero añadió en seguida para sí: “Siemtendremos que ese zorro me ha visto, y dispondrá de tiempo para prepararse a r

birme.”La procesión había pasado, el camino e

libre, y Artagnan y Porthos marcharon; dchos al palacio episcopal, que rodeaba una

chedumbre numerosa, para ver entrar al prdo.Artagnan notó que esta multitud se com

nía, especialmente de gente del pueblo y

militares, y en la naturaleza de estos partidconoció la destreza de su amigo.Efectivamente, Aramis no era hombre

buscase la popularidad inútil. Poco le impba ser amado de gentes que para nada levieran.

Diez minutos después que ambos amhabían pasado el umbral del obispado, eAramis como un triunfador: los soldado

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presentaban armas como a un superior, pueblo le saludaba como a un compañero bien que como a un jefe religioso.

En el mismo umbral tuvo una conferencmedio minuto con un jesuita que, para habmás discretamente metió la cabeza debajopalio.

Luego entró en su casa; las puertas se cron lentamente, y la multitud se marchó mtras que todavía resonaban los cánticos relsos.

Era aquel un día espléndido; había perfuterrestres mezclados a los perfumes atmoscos y marinos. La ciudad respiraba felicidfuerza.

Artagnan sintió cómo la presencia de mano invisible que había creado aquella fugozo y felicidad, derramando perfumes todas partes.

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–– “ ¡Oh!––pensó––. Porthos ha engorpero Aramis ha. crecido.”

LXXISU ILUSTRÍSIMA EL OBISPO DE VA

NES

Los dos amigos habían entrado en el paepiscopal por una puerta especial, conoúnicamente de los amigos de la casa.

Porthos había servido de guía a Artagnadigno barón se comportaba como si estuven su casa. Sin embargo, fuese porconocimiento tácito a la santidad de la per

de Aramis y de sin carácter, o por costumbrespetar aquello que le imponía moralmeconducta que siempre había hecho de Porun soldado modelo y un corazón excelentverdad es que Porthos guardó en casa deIlustrísima el obispo de Vannes una espec

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reserva que Artagnan notó al instante en ltitud que tomó con los sirvientes y comensa

Esta reserva no llegaba, sin embargo, atremo de privarse de preguntar.

Entonces supieron que Su Ilustrísima hentrado en sus habitaciones, y que prontpresentaría, en la intimidad, menos majestque con sus ornamentos.

En efecto, después de un cuarto de hora eso, que pasaron Artagnan y Porthos en mirmutuamente el blanco de los ojos, y en véstos del Norte al Mediodía, se abrió una pude la sala y apareció Su Ilustrísima en trajdinario y, completo de prelado.

Aramis llevaba la cabeza erguida, como

bre acostumbrado al mandato.Aún conservaba el fino bigote y la perilla

en punta del tiempo de Luis XIII.

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Al entrar exhaló ese perfume delicado entre los hombres elegantes, coma entremujeres del gran mundo, no varia nunca, y

parece estar incorporado la persona de la se ha hecho emanación natural.Sólo que esta vez había retenido el perf

algo de la sublimidad religiosa del inciens

trastocaba, pero penetraba; no inspiraba eseo, pero sí el respeto..No vaciló un momento al entrar en la sa

sin pronunciar una palabra que, como qu

que fuese, habría sido fría en tal ocasión, sderecho al mosquetero tan bien disfrazado el traje del señor Agnan, y lo estrechó enbrazos con una ternura que el más desconfno hubiese podido encontrar sospechosafrialdad o de afectación.

Artagnan, por su parte, también lo abrazóigual ardor. Porthos apretó la mano delicadAramis entre las suyas enormes, y Artag

observó que Su Ilustrísima le apretaba l

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quierda, probablemente por costumbre,atención a que Porthos debía haberle martido algunas veces los dedos, estrujándolos

los suyos, adornados de sortijas. Aramis confiaba, advertido por el dolor, y sólo pretaba carne que rozar y no dedos que oprcontra el oro o las facetas de diamantes.

Aramis miró de frente entre dos ventaofreció una silla a Artagnan, sentándose esombra, y advirtió que la luz daba en el rode su interlocutor.

Esta maniobra, familiar a los diplomáticolas mujeres, parécese mucho a las ventajatoman los combatientes sobre el terrenoduelo, según su habilidad o su costumbre.

Artagnan no fue engañado por aquella niobra; pero fingió no haberla. notado. Sincogido, mas justamente por esto compreque estaba en el camino de la descubierpoco le importaba dejarse batir aparentem

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con tal que sacara de su pretendida derrotaventajas de la victoria.

Aramis fue quien comenzó la conversació–– ¡Ah! ¡Querido amigo! ¡Mi excelente

nan!. . . ¡Qué feliz casualidad! ...––Es una casualidad, mi reverendo comp

ro ––dijo Artagnan––, que yo llamaría amOs busco como siempre os he buscado, en to he tenido alguna empresa que ofrecerunas horas de libertad que dedicaros.

––¡Ah! ¿De veras? —dijo Aramis sin siasmo––. ¿Me buscáis?

––Sí, sí, os busca, amigo Aramis ––dijohos––, y la prueba es que me ha alcanzadBelle Isle. Eso está muy bien, ¿no es verdad

––¡Ah!––dijo Aramis––. VerdaderamenteBelle Isle.

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––¡Bueno! ––dijo Artagnan––. He aquí ahos que sin pensar en ello ha disparado elmer cañonazo de ataque.

––¡En Belle Isle ––murmuró Aramis––, agujero, en ese desierto! ...

––Está muy bien, en efecto.

––Y yo soy quien le ha enterado que esten Vannes prosiguió Porthos en el mitono.

Artagnan esbozó en sus labios una sonrissi irónica.

––¡Sí tal!... Yo lo sabía, mas he querido v––¿Ver qué?––Si se mantenía nuestra antigua amista

al vernos, por más endurecido que nuestrorazón esté por la edad, dejaba escapar abuen grito de satisfacción que saluda la llede un amigo.

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––Y qué, ¿no estáis satisfecho? ––preAramis.

––Así, así.––¿Cómo?––Porthos me ha dicho: “¡Chitón!,, Y vos...––¿Y yo qué?––Y vos... me habéis dado vuestra bendic––¿Qué queréis, querido .. mío? ––dijo

riendo Aramis––. Es lo más precioso que un pobre prelado como yo.

––Vamos, mi querido Aramis...––Indudablemente.––En Paris se dice, sin embargo, que el

pado de Vannes es uno de los mejores de Fcia.–– ¡Ah! Queréis hablar de los bienes

porales ––exclamó Aramis con aire indif

te.

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––Cierto que quiero hablar. Yo los tya.

––En tal caso hablemos de ellos –Aramis.––Habréis de confesar que sois uno de

prelados más ricos de Francia:

––Amigo mío, puesto que me pedís cueos diré que el obispado de Vannes produceveinte mil libras de renta, ni más ni meno

una diócesis que comprende ciento sesentarroquias.

––Admirable ––dijo Artagnan.––Soberbio ––dijo Porthos.––Pero, sin embargo ––repuso Artagnan

briendo a Aramis con su mirada––, ¡nolos entrraréis aquí para siempre!

––Querido, no admito la palabra enterrad

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––Pues me parece que a semejante distde París, está uno enterrado o poco menos.

––Amigo, me estoy haciendo viejo –Aramis––, y no me gusta el ruido y movimde la ciudad. A los cincuenta y siete años buscarse la calma y la meditación. Aquí lencontrado: ¿Qué hay de más admirable y s

ro al mismo tiempo que esta vieja AméAquí encuentro, querido Artagnan, todo lo trario de lo que me gustaba en otro tiempcual es necesario al término de la vida, quecontrario del comienzo. Un poco de mis pres de antaño viene a saludarme de vezcuando, sin distraerme de mi salvación.davía soy de este mundo, y, sin embargo, paso que doy me aproximo a Dios.

––Elocuente, sabio, discreto, sois un prcumplido, Aramis, y os felicito.––¡Pero no habréis venido para hace

cumplidos! ––dijo Aramis sonriendo––. Ha

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¿qué os trae? ¿Seré bastante afortunado que me necesitéis de un modo cualquiera?

––No, gracias a Dios, amigo ––dijo Artag–; no es nada de eso... Soy rico y libre.

––¿Rico?––Sí, rico por mí; no por vos ni por Po

Tengo una quincena de miles de libras de reAramis lo miró con aire de duda, pues nodía creer, viendo a su amigo con aquel asptan humilde, que hubiese hecho fortunacrecida.

Viendo Artagnan que había llegado la horlas explicaciones, contó su historia de Ingrra.

Durante la conversación vio brillar diez vlos ojos y estremecerse otras tantas los afidedos del prelado.

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En cuanto a Porthos, no era admiración lomanifestaba hacia Artagnan, sino entusiasmdelirio. Cuando terminó Artagnan, dijo Ara

––¿Y qué?––Ya veis ––contestó Artagnan––, teng

Inglaterra amigos y propiedades, y un tesorFrancia. Si el corazón os dice algo, os lo otodo... Esto es a lo que he venido.

Por segura que fuese su mirada, no pudotener en este momento la de Aramis; de mque inclinó sus ojos sobre Porthos, como hespada que cede a una presión poderosa cando otro camino.

––En todo caso ––dijo el obispo––, habmado un vestido extraño de viaje, querido

go.––¡Horrible! Ya lo sé; pero comprenderéi

yo no quería viajar ni como caballero ni señor. Desde que soy rico, soy codicioso.

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–– ¿Y habéis dicho que venís de Belle Isdijo Aramis sin transición.

––Sí ––replicó Artagnan––, sabía que os de encontrar allí a Porthos y a vos.

––¿A mí? ––murmuró Aramis––. ¡A maño hace que estoy aquí y ni una sola vepasado el mar.

––¡Oh! ––dijo Artagnan––. No sabía quseis tan casero.

––¡Ah! Querido amigo, ¿habrá que deque ya no soy el hombre otros tiempos. El llo me incomoda y el mar me fatiga; soy ubre sacerdote achacoso, quejándome siemgruñendo siempre e inclinado a las austerdes, que me parecen acomodamientos co

ancianidad y conferencias con la muertehago más que residir aquí, mi amigo Artagn––Pues bien, tanto mejor, porque prob

mente vamos a ser vecinos.

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––¡Bah! ––dijo Aramis, no sin alguna ssa, que tampoco pretendió disimular––¡Vovecino!

––¡Sí, Dios Santo, sí!––¿Cómo es eso?––Voy a comprar unas salinas muy prod

vas que están situadas entre el Piriac y el sic. ¡Figuraos, amigo, que es una explotacidoce por ciento de renta limpia! Nunca hayhacer gastos inútiles, pues el Océano, fiel gular, trae cada seis horas su contingente caja. Soy el primer parisiense que haya imnado tal especulación; y no torzáis el gestoantes de mucho partiremos. Tendré tres lede país por treinta mil libras.

Aramis dirigió una mirada a Porthos, cpara preguntarle si todo aquello era verdasi no se ocultaba algún lazo bajo aquel extde indiferencia: Mas, avergonzado de cons

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a tan pobre auxiliar, reunió todas sus fuepara un nuevo asalto o para una nueva defe

––Me habían asegurado ––continuó–– quvisteis cierto altercado con la Corte; perohabíais salido, como salís de todo, queridotagnan, con los honores de la guerra.

––¿Yo? ––dijo el mosquetero con una cada insuficiente para ocultar su embarazo; que al oír estas palabras de Aramis, podía clo instruido en sus últimas relaciones corey––. ¿Yo? ¡Ah! Contadme eso, amigo Ar

––Sí, me habían contado a mí, pobre operdido en medio de los páramos, que el rehabía tomado por confidente de sus amores

––¿Con quién?

––Con la señorita Mancini.Artagnan respiró.––¡Ah! No digo que no ––replicó.

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––Parece que una mañana os llevó el reyallá del puente de Blois para charlar can surida.

––Es cierto ––dijo Artagnan––. ¡Ah! ¿eso? Entonces, también debéis saber que mismo día presenté mi dimisión.

––¿Sincera?––¡Ah! No pudo ser más.––Y entonces fuisteis a casa del conde

Fère.

––Sí.––Y a mi casa también.––Y a casa de Porthos.

––Sí.–– ¿Y era para una simple visita? ––dijomis.

––¡No! Yo no sabía que estuvieseis ocup

y quería llevaros a Inglaterra.

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––Sí, entiendo; y entonces ejecutasteis hombre maravilloso, lo que queríais, proponos que ejecutásemos los cuatro. Ya pre

que para algo entraríais en esa hermosa resración, cuando me enteré de que os habían en das recepciones del rey Carlos, quhablaba como a un amigo, o más bien comobligado.

––Pero, ¿cómo diantre habéis sabido eso? ––preguntó, Artagnan, que temía quinvestigaciones de Aramis fuesen más lejlo que le acomodaba.

––Amigo Artagnan ––dijo el prelado––amistad se parece un poco a la soledad devigilante nocturno que tenemos en la torredel extremo del muelle. Ese buen, hombrciende todas las noches una linterna alumbrar a las barcas que vienen del mar. oculto en su garita y los pescadores no lopero él los sigue con interés, los adivinallama y los atrae a la entrada del puerto. Y

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parezco a ese vigilante; de vez en cuando rnoticias y me despiertan un recuerdo de todque yo amaba; entonces sigo a los amigo

otro tiempo por la mar borrascosa del muyo, pobre vigilante, a quien el cielo ha tenbien dar el abrigo de una garita.

––¿Y qué he hecho después de estar en I

terra?, ––preguntó Artagnan.––¡Ah! Nada sé después de eso ––dijomis––. Mis ojos se han turbado, he sentidoya no pensaseis en mí, he llorado vuestr

vido. Hacía mal; os vuelvo a ver, y esto esmi una gran fiesta, os lo juro.Hizo una pausa, y luego prosiguió:––¿Cómo está Athos?

––Muy bien, gracias.–– ¿Y el joven pupilo?–– ¿Raúl?

––Sí.

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––Ha heredado la destreza de su padre Ay la fuerza de su tutor Porthos.

–– ¿Cuándo pudisteis juzgar eso?––La víspera misma .de mi salida de P

––¿Cómo?––Había ejecución en la Grève, y a conse

cia de está ejecución hubo tumulto. Nosnos hallamos en él, y fue necesario sacar pada.

––¿Y qué hizo? ––dijo Porthos.

––Primero tiró a un hombre por la ventcomo si fuera un saco de algodón.

––¡Oh! ¡Muy bien! ––exclamó Porthos.

––Después desenvainó y comenzó a dar cadas, como hacíamos nosotros en nuemejores tiempos.

––¿Y por qué hubo ese tumulto? ––pregPorthos.

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Artagnan notó en el rostro de Aramis emada indiferencia al oír esta pregunta.

––Se dice ––contestó mirando a Aramis–eran dos contratistas a quienes Su Majehacía ahorcar; dos amigos del señor Fouque

Un ligero fruncimiento de cejas del preapenas indicó que hubiese oído.

––¡Oh, oh! ––exclamó Porthos––. Y llamaban a esos amigos del señor Fouquet?

––El señor de Eymeris y el señor Lyoddijo Artagnan––. ¿Conocéis esos nomAramis?

––No ––dijo desdeñosamente el obispo––ro esos nombres parecen de banqueros.

––Justamente.–– ¡Oh! ¿El señor Fouquet ha dejado aho

sus amigos? ––murmuró Porthos.––¿Y por qué no? ––dijo Aramis. Es qu

parece...

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––Si han ahorcado a esos desgraciados, orden del rey; y creo que porque el señor quet sea superintendente de Hacienda, no

eso tiene derecho de vida y muerte.––Es igual ––dijo Porthos––, en la posici

señor Fouquet... Aramis comprendió que hos iba a decir alguna tontería y cortó la

versación:––Vaya, amigo Artagnan ––dijo––, ya hhablado bastante de los demás; hablemopoco de vos.

––Ya sabéis de mí todo lo que puedo dechablemos, por el contrario, de vos.––Ya os he dicho, querido; ya no soy Ara––¿Ni siquiera el abate de Herblay?––Ni eso. Aquí veis a un hombre a qui

Providencia ha tomado por la mano, y a qha conducido a una posición que ni debía atrevía a esperar.

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––¿Dios?, ––interrogó Artagnan.––Sí.

––¡Pues es singular! Me habían dicho quel señor Fouquet.–– ¿Quién os dijo eso? ––dijo Aram

que todo el poder de su voluntad pud

impedir que un ligero rubor colorease sus jillas.––¡Toma! Bazin.–– ¡Tonto!

––No afirmo yo que sea hombre de geniverdad; pero me lo ha dicho y a él me refier

––Nunca he visto yo al señor Fouquerespondió Aramis con una mirada tan tranqy tan pura como la de una virgen que numiente.

––Pero, aun cuando lo hubieseis vistrespondió Artagnan––, y aun conocido

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habría mal alguno en ello; es un hombre plantado el señor Fouquet.

––¡Ah!––Un gran político.Aramis hizo un gesto de indiferencia.––Un ministro todopoderoso.––Yo sólo dependo del rey y del Papa.–– ¡Diablo! Escuchad ––dijo Artagnan

tono más cándido––; os digo esto porque todo el mundo jura por el señor Fouquetllanura es del señor Fouquet; las satinas qucompre serán del señor Fouquet; la isla enPorthos se ha hecho topógrafo es del sFouquet; la guarnición es del señor Fouqu

las galeras son del señor Fouquet. Declaronada me hubiera sorprendido vuestra infeución, o más bien la de vuestra diócesis señor Fouquet. Es un señor diferente del reso es todo; pero tan poderoso como un rey

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––Gracias a Dios, yo no estoy infeudadnadie, ni pertenezco a nadie ––respondió mis, que durante esta conversación seguía

la vista cada gesto de Artagnan y cada mide Porthos.Pero Artagnan estaba impasible y Por

inmóvil; los golpes, tirados hábilmente,

parados por adversarios hábiles también.No obstante, todos sentían la fatiga de sjante lucha, y el anuncio de la comida fuebido bien por todo el mundo.

La comida cambió el curso de la convción, porque todos comprendieron que, estaprevenidos, ni unos ni otros sacarían ventPorthos no había comprendido absolutamnada, y habíase quedado inmóvil porque mis le había hecho señas de que no se movde modo que la comida no fue para él másla comida; pero era bastante para Porthos.

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Artagnan tuvo gran alegría. Aramis se edió a sí propio en dulce afabilidad.

Porthos comió muchísimo.Se charló de guerra y finanzas, de artes

amores.Aramis fingía sorpresa a cada palabra de

tica que arriesgaba Artagnan. Esta serie depresas aumentó la desconfianza de Artagcomo la eterna indiferencia de Artagnan prcaba la desconfianza de Aramis.

Finalmente, Artagnan dejó caer de intennombre de Colbert, golpe que había reservpara lo último.

––¿Quién es Colbert? ––preguntó el prela

Artagnan dio sobre Colbert todas las notque podía desear Aramis. La comida, más la conversación, prolongóse hasta la una mañana entre Artagnan y Aramis.

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A las diez ya se había dormido Porthos esilla y roncaba estrepitosamente.

A las doce lo despertaron y enviaron a lma.

––¡Hum! ––dijo––. Me parece que me hpuesto, no obstante ser muy interesante loestabais diciendo.

A la una condujo Aramis al mosqueterohabitación que le estaba destinada, y que emejor del palacio episcopal.

Dos criados fueron puestos a sus órdenes––Mañana, a las ocho ––dijo despidiéndo

Artagnan––, daremos, si gustáis, un paseo ballo con Porthos.

–– ¿A las ocho? ––dijo Artagnan–– ¿Tade?––No ignoráis que me son necesarias

horas de sueño ––dijo Aramis.

––Es justo.

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––Buenas noches, amigo mío.Y abrazó al mosquetero cordialmente.

Artagnan le dejó marchar.–– ¡Bueno! ––dijo cuando la puerta se ce, a las cinco me levantaré.

Después de tomar esta resolución se actranquilamente.

LXXIIPORTHOS COMIENZA A ENOJARSE P

HABER IDO CON ARTAGNAN

Apenas había apagado Artagnan su bcuando Aramis, que acechaba a través dcortinas el último suspiro de la luz del aposde su amigo, atravesó el corredor de puntilpasó a la habitación de Porthos.

El gigante, acostado hacía hora y media co menos, se daba importancia sobre el. c

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piés. Estaba en aquella calma feliz del prsueño que en Porthos, resistía al ruido decampanas y del cañón; su cabeza fluctuab

ese dulce balanceo que recuerda el muellevimiento de un navío. Un minuto después isoñar Porthos.

La puerta de su cuarto se abrió dulcem

bajo la delicada presión de la mano de Ara

––El obispo se acercó al durmiente. Unfombra espesa apagaba el ruido de sus pa

además, Porthos roncaba como para sofcualquier otro ruido.Púsole una mano sobre el hombro.––¡Vamos ––dijo––––, mi querido Portho

La voz de Aramis era dulce y afectuosa, encerraba, más que un ruego, una ordenmano era ligera, pero indicaba algún peligr

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Porthos oyó la voz y sintió la mano de Aren lo profundo de su sueño.

Y estremecióse.––¿Quién va? ––dijo con voz de gigante:––¡Silencio!–– Soy yo ––dijo Aramis.––¿Vos, amigo? ¿Y porqué diablos me de

táis?––Para deciros que es menester marchar.

––¿Marchar?––Ciertamente.––¿A dónde?––A París;Porthos saltó en la cama, y cayó sentad

jando en Aramis sus asombrados ojos.––¿A París?

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––Sí.––¿Cien leguas? ––preguntó.

––Ciento cuatro ––respondió el obispo.––¡Ah! Dios mío ––suspiró Porthos volva acostarse, como uno deesos niños que luchcon su aya para lograr una o dos horas má

sueño.––Treinta horas de caballo ––añadió retamente Aramis––. Ya sabéis que hay excelpuestos de refresco.

Porthos movió una pierna y dejó escapagemido.––¡Vamos! ¡Vamos;querido! insistió el prela

con una especie de impaciencia.

Porthos sacó la otra pierna del lecho.–– ¿Y es absolutamente preciso que vay

––dijo.––De toda precisión.

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Porthos se incorporó sobre sus piernas ymenzó a hacer temblar el pavimento y las pdes con su paso ciclópeo.

––¡Silencio! ¡Por Dios, querido Porthos! Aramis––. Vais a despertar a alguien.

––¡Ah! Es verdad ––contestó Porthos cona voz de trueno––; lo olvidaba, pero tranqzaos.

Y al decir estas palabras dejó caer un cincargado con la espada, las pistolas y una bcuyos escudos escaparon con ruido vibranprolongado.

––¡Qué raro es esto! ––dijo con la misma–– ¡Más bajo, Porthos!

––Es verdad.Y, en efecto, bajó la voz en semitono.––Decía, , pues ––prosiguió Porthos––; q

cosa rara que nunca esté uno más pesado

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cuando quiere ser ligero, ni más alborotque cuando quiere ser silencioso.

––Es verdad; pero hagamos mentir al probio, Porthos; démonos prisa y callemos.

––Ya veis que hago cuanto puedo ––Porthos poniéndose las botas.

––Perfectamente.–– ¡Parece que la cosa urge!––Es más que urgente, es grave, Portho

––¡Oh! ¡Oh!–– Artagnan os ha interrogado, ¿no es cie––¿A mí?––Sí, en Belle Isle.––Nada absolutamente.–– ¿Estáis seguro, Porthos? ¡Diantre!––Es imposible, acordaos bien.

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––Me preguntó qué hacía allí, y le dije qupografía. Hubiera querido decirle otra palde que os servisteis cierto día.

––La castrametación.––Eso es, pero nunca he podido acordarm–– Mejor. ¿Qué más os ha preguntado?

––Quién era el señor Gétard.––¿Nada más?––Quién era el señor Jupenet.

––¿No ha visto, por casualidad, nuestro pde fortificaciones?––Sí, tal.–– ¡Ah! ¡Demonio!––Pero, perded cuidado; yo había bor

vuestra letra con goma, y era imposible supque hubierais querido darme algún aviso slos trabajos.

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––Es que nuestro amigo tiene muy buojos.

––¿Pues qué teméis?––Temo que se haya descubierto todo,

hos; se trata de prevenir una gran desgraciadado orden a mis gentes de que cierren tlas puertas, y no dejarán salir a Artagnan adel día. Vuestro caballo está preparado, y ade las cinco de la mañana habréis andado qce leguas. Venid.

Entonces Aramis comenzó a vestir a Popieza por pieza, con tanta celeridad comhubiese hecho el más hábil ayuda de cámar

Porthos, mitad confuso, mitad aturdidodejaba vestir y se confundía en excusas.

Cuando estuvo dispuesto; lo sujetó Aramla mano y lo guió, haciéndole poner , concaución el pie sobre cada peldaño de la escimpidiéndole que se agarrase a las puert

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llevándolo; como si él fuera el gigante y Poel enano.

En efecto, un caballo ensillado aguardabel patio; Porthos montó en él.

Entonces tomó Aramis el caballo por la y guióle sobre el estiércol; esparcido en el coro intención de apagar el ruido; al mtiempo le pellizcaba en las narices para qurelinchase.

Ya en la sala exterior, Aramis detuvo a hos, que iba a partir sin preguntar siquiera qué, y le dijo:

––Ahora, amigo Porthos, a París sin paraminuto; comed a caballo, bebed a caballo;no perdáis un momento.

––Está ,dicho, no me detendré.––Esta carta para el señor Fouquet; cues

que cueste es menester que la tenga maantes de mediodía.

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––La tendrá.––Y pensad en una cosa, querido.

––¿En cuál?––En que corréis tras de vuestro diplomduque y de par.

––¡Oh! ¡Oh! ––murmuró Porthos con lobrillantes––. En ese caso iré en veintichoras.

––Procurad hacerlo.––¡Pues soltad la brida, y adelante, GoliatAramis, soltó en efecto, no la brida, sin

narices del caballo. Porthos bajó la mano,en los ijares y el animal, furioso, salió vola

Aramis siguió con los ojos a Porthos miepudo, y entró en el patio cuando lo hubo pdo de vista.

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Aramis cerró la puerta con cuidado, mandlacayo que se acostase, y él mismo se metla cama.

Artagnan nada sospechaba, de modo queyó haberlo ganado todo cuando despertó acuatro y media de la mañana.

Y corrió en camisa a mirar por la ventanadaba al patio.

El sol salía.El patio estaba desierto, y ni aun las gal

habían abandonado sus pértigas:No se veía un solo criado y todas las pu

estaban cerradas.––¡Bueno! Calma perfecta ––pensó Arta

–; soy el primero que despierto en la, casamos, a vestirnos.Pero esta vez estudió la manera de no d

traje del señor Agnan aquella rigidez civil y

eclesiástica que antes simulaba; por el cont

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apretándose más y abotonándose de cierta.nera, supo dar a su persona un poco de aspmilitar, cuya ausencia tanto había asustad

Aramis.Hecho esto, y sin usar o aparentar usa

cumplimientos para con su amigo, se entrimproviso en su habitación.

Aramis dormía o fingía dormir. Un libro ba abierto en su pupitre de noche y aun ardbujía en la palmatoria. Esto era más dpreciso para probar a más la inocencia d

noche del prelado y las buenas intencionesu despertar.Nuestro hombre hizo precisamente co

obispo lo que el obispo había hecho con hos.

Le dio un golpe en el hombro. Aramis fdormir, porque en vez de despertarse de prto, él, que tan ligero tenía el sueño, se hiziterar la advertencia.

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––¡Ah! ¡Ah! Sois vos ––exclamó estiranbrazos––. ¡Qué grata sorpresa! En verdad qsueño me había hecho olvidar que tuvies

dicha de poseeros. ¿Qué hora es?––No sé ––contestó Artagnan algo corta

temprana, según creo; pero ya sabéis queme dura esa maldita costumbre militar de

pertarme con el día.–– ¿Queréis acaso que salgamos yapreguntó Aramis––––––: Me parece mumañana.

––Será como gustéis:––Creía que estábamos convenidos en m

a caballo a las ocho. Es posible, pero yo tantas ganas de veros, que me he dicho: “cuan

más pronto, mejor”.–– ¿Y mis siete horas de sueño? ––dijo

mis.

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––En otro tiempo erais menos dormilónahora; teníais la sangre más viva y jamás encontraba en la cama.

––Justamente, a causa de lo que me decíplace ahora hacer esto. ¿De modo que confque no ha sido por dormir por lo que me hacitado a las ocho?

––Siempre temo que os burléis de mí, sila verdad.––No tengáis cuidado.––Pues bien, desde las seis a las ocho

tumbro hacer mis devociones.––¿Vuestras devociones?––Sí:

––No creí que un obispo tuviese ejercicioseveros.

––Querido, un obispo tiene que concedera las apariencias que un simple clérigo.

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–– ¡Pardiez! ¡Esa palabra me reconcilivos! ¡Apariencias! ¡Es una palabra de motero! ¡Vivan las apariencias!

––Perdonadme, en vez de felicitarme, Anan; es una palabra muy mundana la quedejado escapar.

––¿Es necesario que os deje?.–– Tengo necesidad de recogimiento, qu

amigo.––Bueno, os dejo; mas a causa de este pa

que se llama Artagnan, os suplico que aviéis.,Tengo sed de vuestra palabra.

–– Bien; os aseguro que dentro de hora ydia...

––¿Hora y media de devoción? ¡Ah! rradme todo lo posible. Aramis se echó a rdijo:

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—Siempre contento, siempre joven. Creohabéis venido a mi diócesis a indisponermela gracia.

–– ¡Bah!––Bien sabéis que nunca he resistido a

tras tentaciones; me costaréis la salvacióntagnan.

Artagnan se mordió los labios.––Vamos ––dijo––, tomo por mi cuenta

cado; ensartad ahí unPateo noster y la señal la cruz, y marchemos.

–– ¡Silencio! ––dijo Aramis––. Ya no percemos solos, y siento pasos de gente exque sube.

––Pues despedidla.––Imposible, les cité ayer; es el rector de

legio de jesuitas y el superior de los domini––Vuestro Estado Mayor:

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–– ¿Qué vais a hacer?––Voy a despertar a Porthos y esperar con

que acabéis vuestras conferencias.Aramis no se movió, ni pestañeó; ni prec

su gesto ni su palabra.––Id ––dijo.

Artagnan adelantóse. Hacia la puerta.––A propósito. ¿Sabéis el cuarto de Porth––Ya preguntaré.

Seguid el pasillo y abrid la segunda puela izquierda.––¡Gracias! Hasta luego.Y se marchó en la dirección indicada

Aramis.Pero volvió antes de haber pasado diez m

tos.

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Aramis permanecía sentado entre el supede los dominicos y el rector de los jesuitas;misma situación que lo encontrara tiem

atrás en la posada de Creveceur.Esta compañía no asustó al mosquetero.–– ¿Qué sucede? ––dijo tranquilamente

mis––. Me parece que tenéis algo que deci––Es… respondió Artagnan mirándolo––

Porthos no se encuentra en su cuarto.––¡Cómo! ––replicó Aramis con calma––

–– ¿Estáis seguro?––¡Pardiez! Vengo de allí.––Pues, ¿dónde estará?

––Eso os pregunto.––¿Y no os habéis informado?––Sí tal.

–– ¿Y qué os han dicho?

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––Que habría salido, seguramente, ptenía costumbre de hacerlo sin avisar.––¿Y entonces qué habéis hecho?––He ido a la cuadra ––respondió Artagn––¿Para qué?––Para ver si había salido a caballo.––¿Y qué? ––interrogó el prelado.––Que falta un caballo, el número 5, GoliEste diálogo no estaba exento de afect

por parte del mosquetero y de cierta comcencia por parte de Aramis.––¡Oh! Ya sé lo que es ––dijo Aramis, de

de haber pensado un instante––. Porthos

salido para darnos una sorpresa.–– ¡Una sorpresa!––Sí; el canal que va de Vannes al mar

lleno de cercetas y besugos, que es la p

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favorita de Porthos. Nos traerá una docena el almuerzo.

–– ¿Eso creéis? ––preguntó Artagnan.––Estoy seguro. ¿Dónde queréis que

ido?––Es posible ––dijo Artagnan:

––Haced una cosa, amigo; montad a cababuscadlo.–– Tenéis razón ––dijo–– Artagnan––, v

ello.

––¿Deseáis que os acompañen?––No, gracias; ya me darán señas.––Toma un arcabuz.

––Gracias.––Y ordenad que os ensillen el caballo

gustéis.––El que montaba ayer al venir de Belle I

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––Bien, usad de la casa como vuestra.Aramis llamó y ordenó que ensillaran el c

llo que escogiese el señor Artagnan.Éste siguió al doméstico encargado de la

cución de la orden. El doméstico detúvose puerta para dejar pasar a Artagnan. En momento se encontraron sus ojos con los damo. Un fruncimiento de cejas hizo conocinteligente criado que diese a Artagnan loquería..

Artagnan montó a caballo y Aramis oyruido de las herraduras sobre las piedras.

Un momento después entró el domestico.––¿Y qué?, ––preguntó el obispo

Monseñor, sigue el canal en dirección al ma––Bien ––dijo Aramis.Libre Artagnan de toda duda, corría hac

Océano, esperando ver a cada instante e

playa la sombra colosal de su amigo Portho

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Artagnan obstinábase en reconocer pasocaballo en todas. partes.

A veces se figuraba oír la detonación darma de fuego.

Esta ilusión duró como tres horasEn las dos primeras buscó a Porthos.

Y en la otra volvió a casa––Nos habremos cruzado ––dijo––, y v

encontrar a los dos esperando mi regreso.Se engañaba Artagnan, pues así, encon

Porthos en el obispado como a orillas del cAramis le esperaba en la puerta de la esc

con cara malhumorada.

–– ¿No os han alcanzado, querido Artag––gritó desde lejos en cuanto vio al mosque––No. ¿Habéis enviado tras de mí?––Sí, querido amigo, disgustado por hab

hecho correr en vano; pero a eso de las

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vino el limosnero de San Paterno, que enca Du Vallon que se marchaba. No queriedespertar a nadie, le encargó me dijera qu

miendo que el señor Géiard le jugase una pasada en su ausencia, aprovechaba la mde la mañana para volver a Belle Isle.

––Mas, decidme: Goliat no habrá atrave

las cuatro leguas del mar.––Son seis leguas ––dijo Aramis.––Pues con más motivo.––Así es, querido ––dijo el prelado con

sonrisa––, que Goliat está en la cuadra, y aro que muy satisfecho de no tener a Porsobre el lomo.

Efectivamente, el caballo había vuelto del primer descanso por los cuidadores del lado, a quien no se le escapaba ningún deta

Artagnan pareció muy satisfecho de la ecación:

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Empezaba un papel de disimulo que conía, perfectamente a las sospechas que cadse fijaban más en su ánimo.

Luego, almorzó entre el jesuita y Araminiendo al padre dominico enfrente, a qsonreía con particularidad.

La comida fue larga y suculenta: vino geso de España, ostras de Morbihan, pescexquisitos de la embocadura del Loira, enocercetas de Paimboeuf y caza delicada deltorno.

Artagnan comió con apetito y bebió pocoAramis no bebió nada, y si bebió, fue aguCuando concluyeron el almuerzo, dijo A

nan al obispo:––¿No me habéis ofrecido un arcabuz?––Sí.––Prestádmelo.

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–– ¿Deseáis cazar?–– ¿Puedo hacer nada mejor esperand

Porthos?––Coged el que gustéis en la sala de arma––¿Venís conmigo?––¡Ah! Querido amigo, tendría un gran

cer; pero la caza está prohibida a los obispo––¡Ah!, ––dijo Artagnan––. Lo ignorab

–– Además ––continuó Aramis––, tque hacer hasta mediodía.

–– ¿Conque iré solo? ––preguntó Artag––Sí, pero volved a la hora de comer.––¡Pardiez! Se come demasiado bien en

tra casa para que no vuelva.Luego saludó a los convidados y tomó e

cabuz; pero, en vez de cazar, corrió de ecpuerto de Vannes.

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Miró atrás por si lo seguían, más no vio die.

Y era verdad que nadie lo seguía; perohermano jesuita, colocado en lo alto del canario de su iglesia y valiéndose de un antno había perdido desde por la mañana ni solo de sus pasos.

–– A las once y media ya sabía AramisArtagnan fletaba a las once un barco pesquque bogaba hacia Belle Isle.

El viaje de Artagnan fue rápido, pues emjaba su embarcación con buen viento Nord

Mientras se acercaba, sus ojos interrogabcosta, queriendo ver en la ribera o por ende las fortificaciones el brillante vestid

Porthos y su enorme estatura destacándsobre un cielo ligeramente nebuloso.Pero todo fue inútil; desembarcó sin h

visto nada y supo del primer soldado a q

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preguntó, que el señor Du Vallon todavíahabía vuelto de Vannes.

Entonces, sin perder un instante, ordenótagnan a su barca que volviera a Sarzeau.

Sabido es que el viento varía en las divhoras de la mañana; de modo que, habiepasado de Nordeste a Sudeste, era tan bupara volver a Sarzeau como lo había sido el viaje de Belle Isle. En tres horas tocó Anan el continente y otras dos le bastaron llegar a Vannes.

No obstante la rapidez de la carrera, loArtagnan devoró de impaciencia y de despdurante la travesía, sólo el puente del busobre el cual pateó tres horas, pudiera cona la historia.

El mosquetero dio un salto desde el muelque desembarcó, al palacio episcopal.

Contaba con aterrar a Aramis por la pront

de su vuelta, y quería echarle en cara su d

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cidad con reserva, mas con bastante ingpara hacerle sentir todas las consecuenarrancándole una parte de su secreto.

Confiaba, por último, gracias a esa vivezexpresión, que es a los misterios lo quecarga a la bayoneta a los reductos, conducmisterioso Aramis a una manifestación

quiera.Pero en el vestíbulo del palacio halló al ade cámara que le cerraba el paso, sonriéncon arrebato.

––¿Y Su Ilustrísima? ––exclamó Artapartándolo con la mano.––¿Su Ilustrísima? ––dijo recobrand

aplomo, perdido por el empuje de Artagnan

––Sin duda, ¿no me conoces acaso, necio––Sí tal; sois el caballero de Artagnan.––Entonces, déjame pasar.

––Es inútil.

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––¿Por qué?––Porque no está en casa.

––¡Cómo! ¡No está en casa! Pues, ¿dónde––Ha marchado.––¿A dónde?––No lo sé; pero tal vez se lo diga al señ

ballero.––¿Cómo? ¿Dónde? ¿De qué modo?––En ésta epístola que para vos me ha e

gado.Y el ayuda de cámara sacó una carta del b

llo.––¡Dámela, belitre! ––dijo Artagnan a

cándosela de las manos––. ¡Oh! Sí, lo comdo ––continuó a la primera línea.Y leyó a media voz:“Amigo

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“Un negocio urgentísimo me llama a unlas parroquias de mi diósesis. Esperaba vantes de marchar; mas pierdo la espera

pensando que estaréis dos o tres días en BIsle con nuestro amigo“Adiós, querido; creed que siento much

haberme aprovechado mejor y más largo t

po de vuestra compañía.”–– ¡Voto a bríos! ––exclamó Artagnan–sido burlado. ¡Ah! ¡Pécora, bruto y tres tonto! ¡Oh! ¡Engañado como un mono a

se: da una nuez vacía!Y sacudiendo una puñada en el hocico spre risueño del ayuda de cámara, se lanzó fdel palacio episcopal.

Por muy buen trotador que fuera Furet, ntaba a la altura de las circunstancias.Artagnan llegó a la casa de postas y esc

un caballo, al que hizo ver con unas bu

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espuelas y una mano suave, que no sonciervos los corredores más ágiles de la crea

LXXIIIDONDE ARTAGNAN CORRE PORTH

RONCA Y ARAMIS ACONSEJA

Treinta o treinta y cinco horas después dacontecimientos que acabamos de refercuando el señor Fouquet, según su costum

se había encerrado a laborar en aquel gabde su casa de Saint Mandé que ya conoceuna carroza, tirada por cuatro caballos bañen sudor, entraba al galope en el patio.

Aquella carroza era probablemente esperporque tres o cuatro lacayos se precipitaronportezuela y la abrieron. Mientras el señor quet se levantaba de su bufete y corría a latana, un hombre salía penosamente de larroza, bajando con dificultad. los tres esca

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del estribo y apoyándose en el hombro delacayos.

Apenas dijo su nombre, el lacayo sobre qse apoyaba se lanzó hacia la escalinata yapareció en el vestíbulo.

Este hombre iba a avisar a su amo; mas nvo necesidad de llamar a la puerta, Fouestaba de pie en el umbral.

––Su Ilustrísima el obispo de Vannes ––dlacayo.

––¡Bien! ––respondió Fouquet.E inclinándose sobre la barandilla de la

lera, cuyos primeros peldaños empezaba abir Aramis:

––¿Vos, querido amigo, ––dijo––, tan pro––Sí,. yo mismo; mas molido y estrop

como veis.––¡Oh! Pobre amigo mío ––dijo Fouque

sentándole su brazo, sobre el cual se apo

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Aramis, en tanto que los servidores se apban con respeto.

–– ¡Bah! ––respondió Aramis––Esto no da; lo principal era llegar, y he llegado.

––Hablad pronto ––dijo Fouquet, cerranpuerta del gabinete. ¿Permanecemos solos?

––Completamente solos.––¿No puede escucharnos nadie? ¿No poírnos alguno?

––Estad tranquilo.

––¿Ha llegado el señor Du Vallon?––Ha llegado.––¿Y habéis recibido mi carta?

––Sí; el asunto es grave, a lo que parece, to que necesita vuestra presencia en París emomento tan crítico allá.

––Es verdad; no puede ser más grave.

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––Gracias, gracias. ¿De qué se trata?––Pero, por Dios, respirad antes de todo,

rido amigo; estáis pálido.––Padezco, en efecto; pero, por favor, n

cuidéis de mí. ¿El señor Du Vallon no dicho nada al entregaros la carta?

––No; oí un gran ruido, me asomó a la vna, y vi una especie de caballero de márbajé, me tendió la carta, y cayó muerto su llo.

––Pero, ¿y él?––El también cayó con el caballo, y lo le

ron para conducirlo a las habitaciones; lcarta y he querido subir a fin de tener notmás extensas; pero estaba dormido de tal nera, que no ha sido posible despertarlo. Tlástima de él y mandé que le quitasen las eslas y le dejasen tranquilo.

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––Y Artagnan en manos del rey; ¿es untrumento peligroso?

––El más peligroso de todos.–– Así lo juzgué a primera vista. ¿Cóm

eso?––Quise atraérmelo.

––Si juzgásteis que es el hombre más indo de Francia, el más listo y el más sagazgásteis bien.

–– ¡Hay que tenerlo a toda costa!

–– ¿A Artagnan?––¿No es vuestro parecer?––Es mi parecer; mas no lo tendréis.

––¿Por qué?––Porque hemos dejado pasar el tiempo;

ba indispuesto con la Corte, y era necehaberse aprovechado de esta indisposic

después ha pasado a Inglaterra, donde ha

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tribuido poderosamente a la restauraciónganado una fortuna, y, por último, ha entral servicio del rey. Pues bien, si ha entrad

servicio del rey, es porque le han pagado bi—Le pagaremos mejor, y asunto concluid––¡Oh! Artagnan tiene palabra, y una vez

peñada permanece donde está.––¿Y qué deducís de eso? ––dijo Fouque––Que por el momento se trata de para

golpe terrible.

––¿Y cómo lo pararéis?––Artagnan ha de venir a dar cuenta d

misión al rey.––¡Oh! Tenemos tiempo para pensar.––¿Cómo es eso?––Me parece que traeréis buena delantera–– Diez horas, poco más o menos.

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––Bien, en diez horas... –– Aramis movpálida, cabeza––. ¿Veis esas nubes que cpor el firmamento, y esas golondrinos

hienden el arre? Pues Artagnan va más depque la nube y que el pájaro; :Artagnan viento que los arrastra.

––¡Vamos!

––Os aseguro que ese hombre tiene algsobrehumano, señor: es de mi edad, y lo coco hace treinta y cinco años.

––Bien, ¿y qué?––Oíd mi cálculo, señor; yo os envié al

Du Vallon a las dos de la, mañana y me lleocho horas de delantera. ¿Cuándo llegó el sDu Vallon?

––A las cuatro aproximadamente. Ya veihe ganado cuatro horas, a pesar de que Pores un jineteduro, que ha matadoocho caballoseel camino ycuyos cadáveres he hallado. Yo

corrido la costa cincuenta leguas, pero t

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gota, mal de piedra, ¡qué sé yo!. De suertme mata la fatiga. He tenido que pararmTours, y, rodando después en una carrozas

muerto, al galope de cuatro caballos furihe llegado ganando cuatro horas a Portpero ya veis, Artagnan no pesa lo que PorAquél no tiene ni gota ni piedra, como yo,un jinete, sino un centauro; Artagnan, que para Belle Isle cuando yo para París, a peslas diez horas de delantera que le llevo, lledos horas después que yo.

––Pero, ¿y. los accidentes?––No hay accidentes para é1.

–– ¿Y si le faltan caballos?––Correrá más que los caballos.

––¡Que hombre, Dios santo!––Sí, es un hombre a quien amo y adm

lo quiero porque es bueno, grande y leaadmiro porque representa para mí el pu

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culminante del poder humano; mas, al prtiempo que lo quiero y admiro, le temomodo, señor, que dentro de dos horas es

aquí Artagnan; tomadle la delantera, coa1 Louvre, y ved al rey antes que él vea tagnan.––¿Y qué he de decir al rey?

––Nada; cededle Belle Isle.––¡Oh! ¡Señor de Herblay, señor de Herb

–murmuró Fouquet––. ¡Cuántos proyectostornados de repente!

––Después de un proyecto abortado, siemqueda otro que llevar adelante, no desespmos, y marchad; señor, marchad.

––Pero esa guarnición tan bien conquistarelevará el rey al instante.

––Esa guarnición, señor, era del rey anteentrar en Belle Isle y ahora es vuestra; lo msucederá con todas a los quince días de su

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–– ¡Oh! No es nada ––dijo Pellisson riend––Pero…

––Es el señor Du Vallon que ronca.––En efecto ––dijo Aramis––, nadie más es capaz de hacer tal ruido. ¿Permitís, Pellique me entere de si le falta algo?

––¿Y permitís vos que yo os acompañe?Y ambos entraron en la habitación.Porthos estaba tendido sobre un lecho, la

amoratada mas bien que roja, los ojos hindos, la boca abierta. El rugido que se escade las profundas cavidades de su pecho hvibrar los marcos de las ventanas. Las piernlos pies hercúleos de Porthos habían hecho

llar, hinchándose sus botas de cuero; todfuerza de su enorme cuerpo habíase conveen una rigidez de piedra. Porthos no se mmás que el gigante de granito acostado ellanura de Agrigente.

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Por orden de Pellisson, un ayuda de cámocupóse en cortarle las botas, porque ninpoder del mundo hubiera podido arrancárse

Cuatro lacayos lo habían intentado en vtirando de ellas como de cabrestantes.

Ni siquiera lograron despertar a Porthos:

Quitáronle las botas a tiras, y cayeronpiernas sobre el lecho; le cortaron el Tessus vestidos, lo llevaron a un baño, donde vo una hora; envolviéronlo en un lienzo bly lo introdujeron en una cama caliente, con esfuerzas y trabajos que hubieran imodado a un muerto, pero que ni siquhicieron abrir un ojo a Porthos; ni interrumron un instante el órgano formidable deronquidos.

Aramis, de naturaleza seca y nerviosa, ado de un valor exquisito, quería por su pdesafiar el cansancio y trabajar con Gourv

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Pellisson; pero se desmayó en la misma donde se obstinaba en permanecer.

De, allí lo levantaron para llevarlo a unmara contigua, donde el reposo del lechovolvió la calma al cerebro.

LXXIVDONDE EL SEÑOR FOUQUET OBRA

Mientras tanto Fouquet corría hacia el Loal galope tendido de su tiro inglés.

El rey trabajaba con Colbert. De pronto qel rey pensativo: aquellas dos sentenciamuerte que había firmado al subir al tronpresentaban de cuando en cuando en su meria.

––Señor ––dijo al intendente––. Avecesque esos dos hombres que habéis hecho co

nar no eran tan grandes culpables.

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––Me sorprende ––dijo–––, que pensandles cosas del señor Fouquet no me déis niconsejo.

––¿Qué consejo, Majestad?––Decidme primero, claramente, exactam

lo que pensáis, señor Colbert.

–– ¿Sobre qué?––Sobre la conducta del señor Fouquet.––Me parece, Majestad, que no conten

señor Fouquet con atraer a sí todo el din

coma hacia el señor Mazarino, y privar pormedio a Vuestra Majestad de una parte dpoder, desea también atraer a sí a todosamigos de la vida fácil y de los placeres, toque los holgazanes llaman poesía, y los pcos corrupción; pienso que asalariando asúbditos de Vuestra Majestad usurpa algo dprerrogativa regia, y si esto continúa asípuede tardar en relegar a Vuestra Maje

entre los débiles y los obscuros.

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–– ¿Cómo se califican todos esos proyseñor Colbert?

–– ¿Los proyectos del señor Fouquet?––Se les llama crímenes de lesa majestad––¿Y qué debe hacerse con los criminal

lesa majestad?

––Se les arresta, se les juzga, y se les cast–– ¿Estáis seguro de que el señor Fou

ha tenido el pensamiento del crimen quimputáis?

––Diré más, Majestad; ha habido prinde ejecución.––Pues bien, vuelvo a lo que decía, señor

bert.––¿Y qué decíais, Majestad?––Dadme un consejo.––Perdón, Majestad, pero antes tengo

que añadir.

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––Decid.––Una prueba evidente, palpable; materia

traición.–– ¿Cuál?Acabo de saber que el señor Fouquet hac

tificar a Belle Isle en Mer.

––¡Ah! ¿De veras?––Sí, Majestad.––¿Estáis seguro?

–– Perfectamente. ¿Sabéis, Majestad, cusoldados hay en Belle Isle?––Yo, no; ¿y vos?––Lo ignoro, Majestad; y deseaba propo

Vuestra Majestad que enviase a alguien a Isle.––¿A quién?––A mí, por ejemplo.

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––¿Y qué haríais allá?––Informarme de si es verdad que, a eje

de los antiguos señores feudales, el señor quet hace reparar sus murallas.

––¿Y con qué objeto?––Con objeto de defenderse un día cont

rey.––Pues si es así, señor Colbert, hay que al instante lo que decíais; es preciso prendseñor Fouquet:

––¡Imposible!––Creo haber dicho, ya, señor, que que

suprimida esa palabra en mi servicio.–– El servicio de Vuestra Majestad no im

que el señor Fouquet sea superintendente gral.

––¿Y . qué?

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––Y que, por lo tanto, tenga por suyo toParlamento, como tiene todo el ejército pgenerosidad, toda la literatura por sus graci

toda la nobleza por sus regalos.––Es decir, pues, que yo ¿nada puedo co

el señor Fouquet?––Nada, absolutamente, al menos por aho––Sois un consejero estéril, señor Colbert––¡Oh! No, Majestad, porque no me limi

enseñar el peligro. ¡Veamos! ¿Por dónde sede minar al coloso? ¡Veamos!

El rey se echó a reír amargamente.––Ha crecido por el dinero; matadlo p

dinero, Majestad.

––¿Y si le quitara su cargo?––Mal medio.––¿Pues cuál es el bueno, entonces?

––Arruinarlo, Majestad, os lo aconsejo.

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––¿Cómo?––No os faltarán ocasiones, aprovechao

todas ellas.––Indicádmelas.––He aquí una en primer lugar. Su Alteza

al Monsieur va a casarse, y sus bodas debe

magníficas. Esta es una excelente ocasiónque Vuestra Majestad le pida un millón a quet, y él, que paga de una vez veinte mil lcuando sólo debe cinco mil, encontrará mente ése millón que le pide Vuestra Majes

––Corriente; se lo pediré ––dijo Luis XIV—Si Vuestra Majestad quiere firmar la

nanza, yo mismo haré cobrar el dinero.

Y Colbert puso un papel delante del reydio una pluma.En aquel momento entreabrió la puert

ujier y anunció al señor superintendente.

Luis palideció.

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Colbert dejó caer la pluma y se apartó deEl superintendente hizo su entrada como hbre de Corte, a quien basta una sola ojeada

apreciar la situación.Tal situación no era tranquilizadora p

Fouquet, cualquiera que fuese la conciencsu fuerza. El ojillo negro de Colbert, dil

por la envidia, y el ojo límpido de Luis inflamado por la ira, señalaban un peligrominente.

Son los cortesanos para las murmuracion

Corte, como los soldados viejos, que percibtravés de los rumores del viento y del follaresonar lejano de los pasos de una tropa ada; pueden, después de haber escuchado, gurar cuántos hombres marchan, cuántasmas resuenan, y cuántos cañones ruedan.

Fouquet no tuvo más que interrogar al scio, y halló en él amenazadoras revelacione

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El rey le dio tiempo para adelantarse hasmitad de la sala, y Fouquet se aprovechó dpropicia ocasión.

––Majestad ––dijo––, estaba impacientver al rey.

––¿Y por qué? ––preguntó Luis.

––Para anunciarle una buena noticia.A excepción de la grandeza de la persode la generosidad de corazón, Colbert se pcía en muchos puntos a Fouquet. La mpenetración, el mismo hábito de los homAdemás; esa gran fuerza de concentraciónda a los hipócritas tiempo de reflexionar ypararse para una salida. Adivinó que Fouse adelantaba al golpe que iba a darle. Sus

brillaron.––¿Qué noticia? ––dijo el rey.Fouquet puso un rallo de papel sobre la m

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––Tenga Vuestra Majestad la bondad de minar este trabajo ––dijo.

El rey deslió lentamente el rollo.––¿Planos? ––dijo.––Si, Majestad.

–– ¿Y qué planos son éstos?––Una reciente fortificación, Majestad

––¡Ah! ¡ah! ––dijo el rey––. ¿Os ocupáis tica .y de estrategia, señor Fouquet?

––Me ocupo de todo lo que puede ser prchoso al servicio de Vuestra Majestad ––reBouquet.

––¡Magníficos trazas! ––dijo el rey exam

do el dibujo.––Vuestra Majestad comprenderá, sin du–dijo Fouquet inclinándose sobre el papaquí se encuentra el cinturón de muralla, los fuertes, aquí las obras avanzadas.

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–– ¿Y qué es esto que veo?––El mar.

––¿El mar todo alrededor?––Sí, Majestad.–– ¿Y qué plaza es ésta cuyos planos me

tráis?–– Belle Isle en Mer ––replicó Fouque

sencillez.A este nombre hizo Colbert un movimi

tan marcado, que el rey cayóse, como parcomendarle reserva.

Fouquet fingió no advertir el movimientColbert ni la seña del rey.

––

¿De modo que habéis hecho fortificar a Isle? ––continuó Luis.––Sí; Majestad; y traigo a Vuestra Maj

los diseños y las cuentas; he gastado enoperación un millón seiscientas mil libras.

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––¿Y para qué? ––replicó secamente Luihabía tomado la iniciativa en una mirada rerosa del intendente.

––Para un objeto y fácil de comprendecontestó Fouquet: Vuestra Majestad está frío con la Gran Bretaña.

––Sí; pero, desde la restauración de Carhe hecho alianza con ella.

––De eso hace un mes, Majestad, y hacede seis que empezaron las fortificacioneBelle Isle.

––Luego ya son inútiles.––Majestad, las fortificaciones jamás so

útiles. Yo fortifiqué a Belle Isle contra MLambert y todos esos, plebeya de Londresjugaban a los soldados, y, ahora estará focada contra los holandeses, a quienes VuMajestad o la Gran Bretaña no puede menohacer la guerra.

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––¿Me parece que Belle Isle es propvuestra, señor Fouquet?

––No, Majestad.––Entonces, ¿de quién?––De vuestra Majestad.Colbert se aterrorizó, como si se hub

abierto un precipicio a sus pies.Luis se estremeció de admiración, ya p

genio, ya por la adhesión de Fouquet.––Explicaos, señor ––dijo.–– Nada más fácil, Majestad. Belle Isle e

tierra que me pertenece, y la he fortificamis expensas. Mas como nada en el mundopone a que el súbdito haga un preshumilde a su rey, yo ofrezco a Vuestra Majla propiedad de la tierra, de la que me dejausufructo. Belle Isle, plaza da guerra, debocupada por el rey, Vuestra Majestad po

tener en ella guarnición segura.

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Este sentíase anonadado; el sudor le cpor la frente, no se le ocurría ninguna palsufría un martirio inexplicable.

––Retendréis ese nombre ––añadió Luis XColbert se inclinó, más pálido que sus p

de encaje de Flandes. Fouquet continuó:

––La albañilería es de almáciga romana, puesta por los arquitectos según los relatola antigüedad.

––¿Y los cañones? ––preguntó Luis:

––¡Oh! Eso concierne a Vuestra Majestame corresponde meter cañones en mi casaque Vuestra Majestad diga que es suya.

Luis empezaba a fluctuar, indeciso ent

odio que lo inspiraba aquel hombre tan podso y la lástima de aquel otro hombre abaque le parecía la contrafigura del primero.

Mas la conciencia de su deber de rey lo f

sus sentimientos de hombre:

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––Ejecutar estos planos ha debido cosmucho dinero ––dijo, poniendo un dedo ma.

––Creo haber tenido la honra de decir la a Vuestra Majestad.

––Repetidla, la he olvidado.

––Un millón seiscientas mil libras.––¡Un millón seiscientas mil libras! Soisrico, señor Fouquet.

––Vuestra Majestad es el rico ––dijo el m

tro––, puesto que Belle Isle es vuestra.––Sí, gracias; pero por rico que sea,

Fouquet...El rey se detuvo.––¿Qué, Majestad? ––preguntó el superi

dente.––Preveo el momento en que no gastaré

ro.

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––¿Vos, Majestad?––Sí, yo.

––¿Y en qué momento?––Mañana, por ejemplo.––Hágame Vuestra Majestad el honor d

plicarse.––Mi hermano se casa con Madame de I

terra.––¿Y qué, Majestad?

––Y debo hacer a la joven princesa una rción digna de la nieta de Enrique IV.–– Muy justo, Majestad.––Luego tengo necesidad de dinero.

––Indudablemente––Y necesitaré . . .

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Luis XIV titubeó. La cantidad que iba a era precisamente la que se había visto oblia negar a Carlos II.

Y se volvió hacia Colbert a fin de que digolpe.

––Y necesitaré mañana...'––repitió miranColbert.

––Un millón ––dijo éste brutalmente, etado de tomar el desquite.

Fouquet volvía la espalda para escucharey. Sin moverse lo más mínimo, esperó ael rey repitiese, o mejor, murmurase:

––Un millón.––¡Oh! Majestad ––contestó desdeñosam

Fouquet––. ¡Un millón! ¿Qué hará Vuestrajestad con un millón?––Me parece. . . –––dijo Luis XIV. Eso

que se gasta en las bodas de cualquier prin

llo de Alemania. `

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los suizos, ciento treinta mil de víveres, cientas sesenta mil de armamento y diez mgastos menudos; luego no me equivoco al

que le quedan novecientas mil.Volviéndose entonces a medias hacia Col

como hace un jefe desdeñoso con un infdijo:

––Cuidad de que esas novecientas mil lsean remitidas en oro a Su Majestad esta mnoche.

–––Entonces ––dijo el rey–– serán dos nes quinientas mil libras.

––Majestad, las quinientas mil libras qubran serán para el bolsillo de Su Alteza ¿Oís, señor Colbert? Esta noche antes d

ocho.Y, saludando al rey con respeto, el sup

tendente hizo hacia atrás su salida, sin hosiquiera con una mirada al envidioso, cuy

beza acababa de cortar a medias.

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Colbert desgarró de rabia sus puños de eje, y se mordió los labios hasta sangrar.

Aún no estaba Fouquet en la puerta del gnete, cuando pasando el ujier a su lado, dijo

––Un correo de Bretaña para Su Majestad––Tenía razón el señor de Herblay ––p

Fouquet sacando su reloj––, una hora cincuy cinco minutos. ¡Ya era tiempo!

LXXV

ARTAGNAN LE ECHA AL FIN MANOSU DESPACHO DE CAPITÁN

El mensajero era fácil de reconocer.Era Artagnan, con el traje lleno de polv

rostro inflamado, los cabellos goteando sudlas piernas contraídas; levantaba penosam

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los pies a la altura de cada escalón, en los cresonaban sus ensangrentadas espuelas.

En el instante mismo en que atravesabumbral vio a Fouquet. Éste saludó con unarisa a quien una hora antes le traía la ruinamuerte.

Artagnan encontró en su bondad de almasu inextinguible vigor corporal bastante sencia de espíritu para recordar la buena gida de aquel hombre, y también le saludó,bien por benevolencia y por piedad que

respeto.Y sintió en sus labios esta palabra que fupetida tantas veces al duque de Guisa:

–– ¡Huid!

Mas pronunciar esta palabra era hacer ción a una causa; decirla en el gabinete del delante de un ujier, era perderse gratuitamsin salvar a nadie.

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Artagnan se contentó con saludar a Fouqsin hablarle, y entró. En el mismo momfluctuaba el rey entre la sorpresa que acab

de producirle las últimas palabras de Fouquel placer de la vuelta de Artagnan.Sin ser cortesano, tenía Artagnan la mi

tan rápida y segura como si lo fuese.

Al entrar leyó la humillación devoradorla frente de Colbert. Y aún pudo oír estas bras, que le decía el rey:

––¡Ah, señor Colbert! ¿Conque teníais cientas mil libras en la superintendencia?

Colbert, sofocado, se inclinaba sin respo

Toda esta escena entró a la vez en el ánimArtagnan por los ojos y los oídos.

Las primeras palabras de Luis XIV a su quetero, como si hubiese querido hacer con

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te con lo que decía en aquel momento, fu”buenos días” afectuoso.

Las segundas, un adiós a Colbert. Este del gabinete, lívido y vacilante; mientrastagnan se retorcía las guías del bigote.

––Me place ver ese desorden en uno deservidores ––dijo el rey admirando el macontinente del traje de su enviado.

––Efectivamente, Majestad ––dijo Artag, he creído que mi presencia era bastante nsaria en el Louvre, para permitirme, pretarme así.

––¿Me traéis grandes noticias, señorpreguntó el rey sonriendo. Majestad, he aqcosa en breves palabras:

Belle Isle está fortificada, admirablementtificada; tiene una muralla doble, una ciuday dos fuertes avanzados; en el puerto haycorsarios; y las baterías de la costa sólo esp

los cañones.

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te veces a romperme las costillas, para darme al llegar aquí con semejante noticiajestad, cuando se desconfía de los hombr

cuando se les cree incapaces, no se les empY Artagnan, con un movimiento militar

un golpe con el pie e hizo caer en el entarimun polvo ensangrentado.

El rey lo miraba y gozaba interiormente dprimer triunfo.––Señor ––dijo al cabo de un instante–

sólo me es conocida Belle Isle, sino que es –– Bueno, Majestad; yo no os pregunto n

–respondió Artagnan—. ¡Mi licencia!––¡Cómo! ¿Vuestra licencia? .

––Sin duda. Soy demasiado orgulloso comer el pan del rey sin ganarlo, o, más ganándolo mal. ¡Mi licencia, Majestad!

––¡Oh! ¡Oh!

––Mi licencia, o me la tomo yo.

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––¿Os incomodáis, señor?––Hay motivos; ¡vive Dios! ¡Estoy a c

treinta y dos horas, corriendo día y noche, prodigios de ligereza, llego tieso como un cado, y otro me toma la delantera! ¡Vamosun pigmeo! ¡Mi licencia, Majestad!

––Señor Artagnan ––dijo Luis XIV apoysu blanca. mano en el polvoriento brazomosquetero––; lo que acabo de decir no inpara nada en lo que os he prometido. Paldada, palabra cumplida.

Y el joven rey fue derecho a su mesa, abrcajón, y sacó un papel plegado en cuatro dces.

––Este es vuestro despacho de capitán d

mosqueteros; lo habéis ganado, señor detagnan.Artagnan abrió con viveza el papel y lo

dos veces, sin dar crédito a sus ojos.

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––Y se os da ese despacho ––continuó el , no sólo por vuestro viaje a Belle Isle, sinobién por vuestra valerosa intervención e

plaza de la Grève. Muy bien me servisteis a––¡Ah! ¡ah! ––murmuró Artagnan, sin q

poder que tenía sobre sí mismo pudiera imdir que cierto rubor le subiese a los oj

¿También sabéis eso, Majestad?––Sí, lo sé.El rey tenía la mirada penetrante Y el j

infalible cuando se trataba de leer en una ciencia. “ ––Tenéis algo que decir y calládijo al mosquetero––. Vacuos, hablad framente, señor; ya os he dicho, una vez por tque tuvieseis franqueza conmigo. Pues Majestad, lo que tengo es que quisiera, mhaber sido nombrado capitán” de los mqueteros por haber cargado a la cabeza dcompañía, apagando los fuegos de una bao tomando una ciudad, que por haber he

ahorcar a dos desgraciados.

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––¿Es verdad eso que decís,?––¿Y por qué me sospecha Vuestra Maj

simulador?–– Porque; si os conozco bien, seño

podéis arrepentiros de haber sacado la esppor mí.

––Pues os engañáis grandemente, Mtad; sí, me arrepiento de haber sacado lapada, a causa de los resultados que estación ha producido. Esos desgraciados quemuerto, Majestad, no eran ni vuestros engos ni los míos, y no se defendían.El rey guardó un momento de silencio.––¿Y vuestro compañero, señor de Artag

participa también de vuestro arrepentimien––¿Mi compañero?. . .––Sí, me parece que no estabais solo,–– ¿Sólo? ¿Dónde?

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––En la. plaza de la Grève.–– No, Majestad, no ––dijo Artagnan ru

zándose al pensar que el rey podía tener la de que trataba de apropiarse de la gloria departicipaba Raúl––. ¡No, vive Dios! ComoVuestra Majestad, tenía un compañero, ybuen compañero:

––¿Un joven?––Sí, Majestad, un joven. ¡Oh! Doy la en

buena a Vuestra Majestad por lo bien infodo que está, tanto de lo de fuera como ddentro. ¿Es el señor Colbert quien hace aestos hermosos relatos?

––El señor Colbert no me ha manifestadoque cosas buenas de vos, señor de Artagna

hubiera hecho mal en venir a decir otras.–– ¡Ah! ¡Es una suerte!––Mas también ha dicho mucho bueno d

joven.

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––Y es justo dijo el mosquetero.––Parece que es un valiente ––añadió

XIV, para avivar aquel sentimiento que tompor despecho.

––Un valiente, sí, Majestad ––repetía Anan, encantado de incitar al rey a costa de R

––¿Sabéis su nombre?––Me parece...––¿Le conocéis, pues?––Hace unos veinticinco años.––¡Si tiene apenas esa edad! ––exclamó e––Pues bien, Majestad, lo conozco des

día que nació.

––¿Me afirmáis eso?––Vuestra Majestad ––respondió Artagna

me interroga con una desconfianza en lareconozco otro carácter que el suyo. El

Colbert, que tan bien os ha instruido, ¿ha

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dado manifestados que ese joven era hijo damigo íntimo?

––¿El vizconde de Bragelonne?––Ciertamente, Majestad; el vizconde de

gelonne tiene por padre al señor conde dFère, que tanto ha contribuido a la restauradel rey Carlos II. ¡Oh! Bragelonne es deraza de valientes.

––Entonces, ¿es hijo de ese señor que hado a verme, o mejor, a ver al señor Mazade parte de Carlos II, para ofrecernos su aza?

––Justamente.––¿Y decís que es intrépido el conde

Fère?––Majestad, es un hombre que ha sacado

veces la espada por el rey vuestro padre días tiene la vida feliz de Vuestra Majestad

Luis XIV se mordió los labios a su vez.

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––¡Bien, señor de Artagnan! ¿Y es avuestro el conde de la Fère?

––Hará unos cuarenta años. Ya ve VuMajestad que no habló de ayer.

––¿Os alegraría ver a ese joven, señor dtagnan?

––Muchísimo, Majestad.El rey llamó con su timbre y apareció el u––Llamad al señor de Bragelonne.––¡Ah! ¿Está aquí? ––preguntó Artagnan––Hoy está de guardia en el Louvre, co

compañía de gentileshombres del señor prpe.

Apenas acababa el rey, cuando se presRaúl, y al ver a Artagnan sonrió de aquellanera que sólo se encuentra en los labios juventud.

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–– Vamos, vamos ––dijo Artagnan fammente a Raúl––. El rey permite que me abrpero di a Su Majestad que le das las gra

Raúl se inclinó tan graciosamente, que Luquien agradaban todas las superioridacuando no afectaban a la suya, admiró aqbelleza, aquel vigor y aquella modestia.

––Señor ––dijo el rey dirigiéndose a Rahe pedido al señor príncipe tuviera la bonde cederme a vos; he recibido su contestacime pertenecéis desde hoy. El señor príncipun buen amo; mas creo que no perderéis ecambio.

––Sí, sí, Raúl, dice bien el rey ––dijo Artque había adivinado el carácter de Luis, yjugaba en ciertos límites con su amor prconservando siempre los cumplimientos, sonjeando cuando parecía que se burlaba.

––Majestad ––dijo entonces Bragelonnvoz dulce, y llena de encanto, y con aq

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locución fácil y natural que tenía de su padno es de hoy el que os pertenezca.

––¡Oh! Ya lo sé ––dijo el rey––; queréis de vuestra expedición de la Grève; en efmuy mío fuisteis ese día, señor.

––Tampoco hablo de ese día, Majestad, me sentaría bien recordar un servicio, tansignificante en presencia de un hombre comseñor de Artagnan; quería hablar de unacunstancia que hace época en mi vida, y quha consagrado desde la edad de dieciséis añ

vuestro servicio.––¡Ah, ah! ––murmuró el rey––. ¿Y qucunstancia es? Decidme, señor.

––Esta... Cuando salí para mi primera ca

ña, es decir, para unirme al ejército del spríncipe, el señor conde de la Fére me acoñó hasta Saint Denis, donde los restos deLuis XIII aguardaban, en las últimas gradla basílica, un suceso que espero no le en

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Dios antes de largos años. Allí me hizo sobre las cenizas de nuestros amos servirrealeza, representada y encarnada en vos;

virla en pensamientos, en palabras y en aJuré, y Dios y los muertos recibieron mi mento. Hace diez años, Majestad, he desmuchas veces la ocasión de cumplirla; sosoldado de Vuestra Majestad, y nada másmándome a su lado, no cambio de amo, singuarnición únicamente.

Raúl calló, y se inclinó:

––¡Vive Dios! ––––exclamó Artagnan––bien dicho ¿No es verdad, Majestad! ¡Braza! ¡Gran raza!

––Sí ––murmuró el rey conmovido, maquerer manifestar su emoción, que no teníacausa que el contacto de una naturaleza nentemente aristocrática––. Decís bien, caro, en todas partes sois del rey; pero, camdo de guarnición, creedme, encontrareis

ventaja de que sois digno.

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Raúl conoció que aquí terminaba lo que etenía que decirle, y con el tacto perfectocaracterizaba su naturaleza delicada, se in

y salió.––¿Os queda algo más que decirme, seño

dijo el rey encontrándose solo con Artagna––Sí, Majestad, y, había guardado esta no

para lo último, porque es triste y va a vestluto a la realeza de Europa.––¿Qué me decís?–– Majestad, al pasar por Blois, una pa

triste, eco del palacio, llegó á herir mis oído––¿Mi tío Gastón de Orleáns, quizá?––Ha dado el último suspiro.

––¡Y no me han avisado! ––exclamó ecuya susceptibilidad real veía un insulto efalta de esta noticia.

––¡Oh! No os enfadéis, Majestad ––dijtagnan––; los correos de París y los del m

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entero no caminan como vuestro servidocorreo de Blois no llegará aquí hasta dentrdos horas, y os respondo de que anda b

puesto que no le he alcanzado hasta más alOrleáns.––¡Mi tío Gastón! ––exclamó Luis apoya

mano en su frente, y encerrando en estas

palabras todos los sentimientos que le recoban este nombre.––¡Eh! Sí, Majestad, así es ––dijo Art

respondiendo al pensamiento del rey––; e

sado vuela.––Verdad es, señor; pero nos queda, gracDios, el porvenir, y ya trataremos de no hademasiado sombrío.

––Para eso confío en Vuestra Majestad –el mosquetero inclinándose––. Y ahora...––Sí, tenéis razón; olvido las ciento die

guas que acabáis de correr.. Marchaos, señ

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cuando hayáis reposado, venid a tomar órdenes.

Artagnan se inclinó y salió.Y, como si sólo hubiera venido de Font

bleau, se puso a recorrer el Louvre en buscBragelonne.

LXXVIEL ENAMORADO Y LA AMADA

Mientras los cirios ardían en el castillBlois, alrededor del cuerpo inanimado de tón de Orleáns; mientras los vecinos de ladad hacían sus oraciones fúnebres, que estlejos de ser un panegírico; mientras Madviuda, sólo se acordaba ya de que en sus veaños había amado aquel cadáver hasta el pde huir del palacio paterno por seguirlo, y ha veinte pasos de la sala mortuoria, sus cál

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de interés y sus sacrificios de vanidad, ointereses y otros orgullos se agitaban en tpartes del castillo donde había podido pene

un alma viviente.Ni el triste clamoreo de las campanas, n

voces de los sochantres, ni el resplandor dcirios que brillaban a través de los cristales

resplandor de los cirios que brillaban a trde los cristales, ni los preparativos del entipudieron distraer a dos personas colocadauna ventana del patio interior, ventana quconocemos, y que daba luz a una sala quemaba parte de las llamadas habitacionesqueñas.

Un alegre rayo de sol, pues el sol parecíquietarse muy poco de la pérdida que acabde sufrir Francia, bajaba sobre ellas esparcilos perfumes de las flores vecinas y animanlas mismas paredes.

Estas dos personas tan ocupadas, no e

muerte del duque, sino en la conversación

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secuente a esa muerte, eran un joven y unven.

Este último, mozo de veinticinco a veinaños, poco más o menos, de rostro un tdespejado y un tanto socarrón, movía dos inmensos, cubiertos de largas pestañas, socon una boca enorme, pero bien formada,

barba puntiaguda que parecía gozar de inmovilidad que la naturaleza no suele coder a este norte del rostro, alargábase amorosamente hacia su interlocutora, quretrocedía siempre tan rápidamente comoestrictas consideraciones tenían el derechexigir.

Ya conocemos a la joven, pues la hemos en la misma ventana y a la luz del mismo sofrecía un singular contraste de delicadereflexión.

Era lindísima cuando reía, y hermosa cuestaba seria; pero muchas más veces estab

cantadora que hermosa.

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Ambas personas parecían haber llegadpunto fulminante de una discusión, entre fva y grave.

–– Vamos, señor Malicorne ––decía la jo, ¿cuándo os parece que hablemos razonmente?

––¿Creéis que es fácil, señorita Aura ––rel joven––, hacer lo que se quiere cuando puede más de lo que se puede?

–– ¡Bien!–– Ya os estáis embrollando con frases

––¿Yo?—Sí, vos; vamos, dejad esa lógica de pro

dor, amigo.

––Otra cosa imposible. Soy pasante, señoMontalais.

––Soy señorita, señor Malicorne.

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–– ¡Ah! Ya lo sé, y me anonadáis por ltancia, de modo que no os diré nada.

––No hay tal cosa; yo no os anonado. Deque teníais que decirme, yo lo quiero.

––Pues bien, obedezco.––Eso es una fortuna.

––Monsieur ha muerto.––¡Ah! ¡Demonio, qué noticia! ¿Y de

venís para decirnos eso?––Vengo de Orleáns, señorita.––¿Y es esa la única noticia que traéis?––¡Oh! No; también vengo a manifestaro

madame Enriqueta de Inglaterra va a ll

para casarse con el hermano de Su Majesta––En verdad, Malicorne, que estáis insopble con vuestras nuevas del siglo pasado; vsi tomáis también esa maldita costumbrburlaros, os haré echar fuera.

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––¡Oh!—Sí, pues me exasperáis.

––Vaya, paciencia, señorita.––Así os hacéis valer, y bien sé yo por qu––Hablad; os contestaré francamente que

la cosa es cierta.––Sabéis que tengo gana de ese emple

camarista que he tenido la necedad de soliros y andáis en contemplaciones con vucrédito.

––¿Yo?Malicorne bajó los párpados, cruzó las m

y tomó un aire socarrón.

–– ¿Y qué crédito suponéis que tenga unbre pasante de procurador como yo?––Para algo tiene vuestro padre veinte m

bras de renta, señor Malicorne.

––Fortuna de provincia.

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––Para algo está vuestro padre en los secdel señor príncipe.

––Ventaja que se limita a prestar dinemonseñor.

––En fin, para algo sois el compadre másto de la provincia.

–– ¿Me aduláis?–– ¿Yo?––Sí, vos.––¿Cómo?

––Porque soy quien sostengo que no tcrédito, y vos quien sostenéis que lo tengo.

––En fin, ¿y mi empleo?

––¿Vuestro empleo?––¿Lo tendré o no lo tendré?––Lo tendréis.

––Pero ¿cuándo?

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––Cuándo queráis.––¿Y dónde está ahora?

––En mi bolsillo.––¡Cómo! ¿En vuestro bolsillo? Y, efemente, con su sonrisa burlona sacó Malicuna, carta de la que se apoderó la de Mont

como de una presa, y la leyó con avidez.A medida que leía dilatábase su rostro.–– Malicorne ––exclamó después de h

leído––, ¡sois un buen muchacho!

––¿Y por qué?––Porque habéis podido haceros satisface

te empleo y no lo habéis hecho.

Y rompió en una carcajada creyendo descertar al pasante; pero Malicorne sostuvataque.

––No os comprendo ––dijo. Montalais qdesconcertada a su vez.

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–– Porque en un año que hace os conoveinte veces me hubierais puesto en la pueyo no os agradase.

––¡Es cierto! ¿Y con qué propósito os hpuesto en la puerta?

––Por haber sido bastante impertinente.

––¡Oh! Es verdad.––Ya veis que estáis obligada a confesardijo Malicorne.

––¡Señor Malicorne! ...

––No nos incomodemos; si me habéis covado, no ha sido sin causa.

–– ¡Al menos, no porque os ame! ––exMontalais.

––Corriente. Mas, os diré que estoy ciertme execráis en este momento.

––¡Oh! ¡Jamás habéis dicho mayor verda

––Bien. Yo... os aborrezco.

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––¡Ah! Lo tendré presente.––Tenedlo: Vos me encontráis.

––Brutal y tonto, y yo os encuentro con lruda y el rostro descompuesto por la ira. En este instante, antes me tiraríais por estatana que dejarme besar las puntas de vuesdedos; y yo me precipitaría desde lo altocampanario, antes que tocar la extremidavuestra ropa. Mas , dentro de cinco minutoamaréis, y yo os adoraré. ¡Oh! Así sucederá

––Lo dudo.––Y yo lo juro.––¡Fatuo!––Además, no es esa la verdadera razón

néis necesidad de mí, Aura, y yo de vos. Cdo os acomoda estar alegre, yo os hago cuando deseo estar enamorado, os miro. Odado un empleo de camarista, que deseaba

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vos, vais a darme ahora mismo algo que tezco.

––¡Vos! Pero, en este momento, mi quAura, declaro que no deseo absolutamenteda; conque, estad tranquila.

––¡Sois un hombre aborrecible, Malicorna felicitarme de ese cargo, y me quitáis todalegría.

––¡Bueno! No hay tiempo perdido; ya ograréis cuando yo me marche.

––Entonces, marchad...––Bien; pero antes un consejo.––¿Cuál?––Volved a vuestro buen humor; os po

fea cuando os enfadáis.––¡Grosero!––Vamos, digámonos verdades mientras

temos aquí.

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––¡Oh, Malicorne! ¡Mal corazón!–– ¡Oh, Montalais! ¡Ingrata!

Y el joven se puso de codos sobre el alde la ventana. Montalais cogió un libro abrió.

Malicorne enderezóse, y limpió su somb

con la manga, y se estiró su jubón.Montalais, al mismo tiempo que fingía lemiraba con el rabillo del ojo.

–– ¡Bueno! ––murmuró furiosa––––. Ya

su aire respetuoso. Va a estar enfadado odías.––Quince, señorita ––dijo Malicorne inc

dose.

Montalais alzó sobre él el puño crispado.––¡Monstruo! ––lijo––. ¡Oh! Si yo fues

bre..––¿Qué me haríais?

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––¡Te estrangularía!––¡Ah! Muy bien ––dijo Malicorne––.

que comienzo a desear algo.––¿Y qué deseáis, señor demonio? ¡Que

da mi alma por la rabia! Malicorne enrorespetuosamente su sombrero entre los depero de repente lo dejó caer, asió a la jovelos hombros, la acercó a él, y apoyó sobrlabios dos labios ardientes.

Aura quiso dar un grito, pero quedó sofoccon el beso. Nerviosa e irritada, la joven rzó a Malicorne contra la pared.

––¡Bien! ––dijo filosóficamente Malicoya tenemos para seis semanas; adiós, señoRecibid mi más respetuoso saludo.

Y dio tres pasos para retirarse.–– ¡No, no, saldréis! ––gritó la de Mon

dando un golpe con el pie en el paviment¡Quedaos! ¡Os, lo mando!

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––¿Lo mandáis?––Sí. ¿Acaso no soy yo la señora?

––De mi alma y de mi espíritu... sin dudguna.––¡Hermosa propiedad, a fe mía! El alm

tonta y el espíritu está seco.

––Cuidado, Montalais; yo os conozco –Malicorne––, y vais a enamoraros nuevamde vuestro servidor.

––Pues bien, sí ––dijo ella inclinándose

cuello con indolencia infantil, más bien quvoluptuoso abandono––, porque es neceque os dé las gracias.

––¿Y dé qué?

––Por el empleo. ¿No representa todo mivenir?

––Y el mío.

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––Es terrible ––dijo Montalais ––no adivinar jamás si habláis seriamente.

––No puedo serlo más; yo voy a Parísvais a París, nosotros vamos a París.

––¡Entonces, sólo por este motivo me hservido, egoísta!

––¡Qué queréis, Aura! No puedo pasarmvos.––¡Pues bien, la verdad! Lo mismo me p

mí; pero es preciso confesar que tenéis un zón bien malo.

––Aura, querida Aura, cuidado; si volvlas ofensas, ya sabéis el efecto que me cauvoy a adoraros.

Y, diciendo estas palabras, se acercó otraa la joven. En el mismo momento resonpasos en la escalera.

Estaban tan cerca los jóvenes, que los h

ran sorprendido en brazos uno de otro, si l

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Montalais no hubiese rechazado violentama Malicorne, el cual fue a dar de espalda puerta, que se abría en aquel momento.

Entonces oyóse un grito seguido de injuriMadame de Saint-Remy era quien había

este grito y quien profería estas injurias; elgraciado Malicorne acababa de aplastarla la pared y la puerta.

––¡Otra vez este bribón! ––exclamó ladama––. ¡Siempre os he de hallar aquí!

––¡Ah, señora! ––respondió Malicornevoz respetuosa––. ¡Hace ocho días muy lque no he aparecido por aquí!

LXXVIIDONDE REAPARECE POR FIN LA V

DADERA HEROINA DE ESTE RELATO

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En pos de madame de Saint-Remy subseñorita de La Vallière.

Oyó la explosión de la rabia materna, y, cadivinaba el motivo, entró temblando en lay vio al desgraciado Malicorne, cuyo contidesesperado hubiera emocionado o diverticualquiera que lo hubiese observado a sa

fría.En efecto, Malicorne se había atrincheradtrás de una enorme silla, como para evitaprimeros asaltos de madame de Saint-Rem

confiaba ablandarla por la palabra, porquehablaba más alto que él y sin interrupción; contaba con la elocuencia de sus gestos.

La anciana dama ni veía ni oía nada; hmucho tiempo que Malicorne era una deantipatías.

Mas su cólera era demasiado grande pardesbordarse desde Malicorne a su cómplice

También hubo para Montalais.

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––Y Vos, señorita, sabed que advertirá adame de lo que pasa en el cuarto de una dedoncellas de honor.

–– ¡Oh! Madre mía ––murmuró la señoriLa Vallière––, ahorrad...

––Callaos, señorita, y no os canseis en vainterceder por sujetos indignos; que una jhonrada como vos sufra el mal ejemplo, yuna desgracia bastante grande; pero que lotorice con su indulgencia, eso es lo que ysufriré.

––Pero, verdaderamente –– dijo Montalabelándose al fin––, no sé con qué pretexttratáis así. Me parece que no hago nada ma

––Y ese holgazán, señorita –– añadió Ma

de Saint-Remy señalando a Malicorne–– aquí para hacer cosa buena? ¡Decid!––No está aquí ni para nada malo ni para

da bueno; viene a verme y nada más.

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––Está bien ––dijo madame de Saint-RemSu Alteza Real será enterada y juzgará.

––Y, en todo caso ––contestó Montalais–veo por qué ha de prohibirse al señor Malicque ponga los ojos en mí, cuando su intenes honrada.

––¡Intención honrada con semejante figuexclamó la de Saint-Remy.

––Os doy las gracias en nombre de mi fiseñora ––repuso Malicorne.

––Venid, hija mía; llegad ––continuó la v–, vamos a decir a Madame que en el mommismo en que ella llora un esposo, en el inte en que todos lloramos un señor en este castillo de Blois, mansión de dolor, hay

gentes que se divierten y distraen.––¡Oh! ––murmuraron los dos acusados.

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––¡Una doncella de honor! ¡Una doncelhonor! ––exclamó la vieja dama alzandmanos al cielo.

––Pues os engañáis, señora ––dijo Monexasperada––; ya no soy yo doncella de hde Madame.

––¿Presentáis la dimisión, señorita? Estáno puedo menos de aplaudir semejante deminación, y la aplaudo.

––Yo no presento la dimisión, señora; otro servicio y nada más.

––¿En la vecindad o en la curia? ––dijodame de Saint-Remy con desdén.

––Sabed, señora ––dijo Montalais––, qno soy doncella para servir vecinas o gentgolilla, y que, en lugar de la corte miserabque vegetáis, voy a habitar una corte casi re

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––¡Ah! ¡Ah! una corte real ––dijo la de Remy, esforzándose por reír––: ¡Una corte¿Qué pensáis de eso, hija mía?

Y se volvía a la señorita de La Vallièquien quería arrastrar a todo trance coMontalais; y que, en lugar de obedecer apulso de madame de Saint-Remy, miraba

veces a su madre, otras a la de Montalaisojos conciliadores.––Yo no he dicho una corte real, señor

contestó la acusada––; porque madame

queta de Inglaterra, que va a ser esposa dAlteza Real Monsieur, no es una reina. Hcho casi real, y esta es la verdad, ya que vacuñada del rey.

Un rayo que cayera, sobre el castillo de no hubiese aturdido tanto a madame de SRemy como esta última frase de la de Mtalais.

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––¿Qué habláis de Su Alteza Real maEnriqueta? ––preguntó la vieja dama.

––Digo que voy a entrar en su casa commarista; eso es lo que he dicho.

––¡Como camarista! ––exclamaron a lmadame de Saint-Remy con desesperaciónseñorita de La Vallière con alegría.

––Sí, señora; como camarista. La ancianclinó la cabeza, como si el golpe hubieraexcesivo para ella.

Pero casi al mismo tiempo se incorporó,lanzar el último proyectil a su adversario.

––¡Oh, oh! ––murmuró––. Mucho se habesa clase de promesas, se cuenta muchas vcon esperanzas locas, y en el último momcuando se trata de cumplir esas promesas realizar esas esperanzas, vese con sorpresducida a humo la influencia con que se con

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––¡Oh, señora! La influencia de mi proes incontestable, y sus promesas valen cdocumentos.

–– ¿Y sería indiscreto preguntaros el node ese protector que tiene tanto poder?

––¡Oh, Dios Santo!. Es este caballero Montalais señalando a Malicorne, que durla escena había conservado la más impebable sangre fría y la más cómica dignidad

––¡El señor! ––murmuró madame de SRemy con una explosión de hilaridad––señor es vuestro, protector? El hombre influencia es tan poderosa y cuyas promvalen como documentos, ¿es el señor Mane?

Este saludó.Montalais sacó sin responder su nombram

to del bolsillo, y dijo, mostrándolo a la dama:

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––Aquí está el despacho.Todo concluyó entonces; cuando la buen

ñora recorrió con la vista el venturoso pergno, unió las manos; una expresión indecibdesesperación y de envidia contrajo su blante, y se vio obligada a sentarse para nodesmayada.

Montalais no era bastante perversa para gde su victoria mas allá de los límites de ladencia y anonadar al enemigo vencido, stodo siendo la madre de su amiga; así es

usó, mas no abusó de su triunfo.Malicorne fue menos generoso, tomó pras nobles en su sillón, y extendióse confamiliaridad que dos horas antes le hubieralido la amenaza del bastón.

––¡Camarista de la joven Madame! ––rela de Saint-Remy, mal convencida todavía.

––Sí, señora, y por la protección del seño

licorne.

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––¡Es increíble! ––repetía la vieja––. ¿cierto, Luisa, que es increíble?

Pero Luisa no respondió; estaba inclinpensativa, casi afligida y suspirando, puuna mano sobre su hermosa frente.

––En fin, caballero ––dijo de pronto made Saint-Remy––, ¿cómo habéis hecho partener ese empleo?

––Lo he solicitado, señora.––¿A quién?

––A un amigo mío.––¿Y tenéis amigos bastante bien relacio

en la Corte para daros tales pruebas de inflcia?

––¡Toma! Así parece.––¿Y puede saberse, el nombre de esos

gos? .

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––Yo no he dicho que tuviera muchos amseñora, sino uno solo.

––¿Y se llama...?––¡Diantre, señora, cómo adelantáis! Cu

se tiene un amigo tan poderoso como el míse presenta así a la luz del día para que sroben a uno.

––Tenéis razón en callar su nombre, popresumo que os sería difícil decirlo.

––En todo caso ––dijo Montalais––, si ego no existe, existe el nombramiento, y demodo termina la cuestión.

––Entonces ya concibo ––dijo madamSaint-Remy con la sonrisa del gato que arañar–– por qué he encontrado al señovuestro cuarto.

––¿Por qué?––Os traía el despacho.

––Es cierto, señora; habéis adivinado.

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––Entonces, no puede haber nada más mo––Así lo creo, señora.

––Y he hecho mal, al parecer, en diriningún cargo.––Muy mal; señora; pero estoy tan acos

brada a vuestros cargos, que os los perdono

––En tal caso, vámonos, Luisa; nada tenque hacer aquí.–– ¿Qué decíais, señora? ––pregunt

Vallière, estremeciéndose.

––¿No oyes, hija mía?––No, señora; estaba pensando…––¿En qué?

––En distintas cosas.––¡Tú no dejarás de quererme, Luisa

exclamó Montalais estrechándole la mano.

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––¿Y por qué no te había de querer, amAura? ––contestó la joven con su dulce voz

–– ¡Bah! ––repuso madame de Saint-RAunque os dejase de querer un poco, no hdel todo mal.

––¿Y por qué, Dios Santo?

––Me parece que es de tan buena familia bonita coma vos. ¡Madre! ––murmuró Luis––Cien veces más bonita, señorita de m

familia, no; pero eso no me dice por quhabía de dejar de querer Luisa.

––¿Suponéis que sea divertido para ella rrarse en Blois, cuando vos vais a brillar erís?

––Pero, señora, yo no soy quien impide asa que me siga; al contrario, tendría muchoto en que viniese.

––Creo que el señor Malicorne, que es ta

deroso en la Corte...

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––¡Ah! Tanto peor, señora ––dijo el man–; cada uno trabaja para sí en este misemundo.

––¡Malicorne!–– dijo Montalais.Y bajándose hacia el joven, le dijo:––Entretenedme a madame de Saint-R

disputando o acomodándoos a ella; es neceque yo charle con Luisa.Y al mismo tiempo una dulce presión de

no recompensaba a Malicorne su futura diencia.

Malicorne acercóse gruñendo a madamSaint-Remy, mientras que Montalais decíaamiga, echándole un braza por el cuello:

––¿Qué tienes? ¿Es cierto que ya no merás, como dice tu madre?–– ¡Oh, no! ––respondió la joven conten

apenas las lágrimas––. Soy feliz con tu dich

––¡Feliz, y se diría que vas a llorar!

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––¿No se llora más que de envidia?––¡Ah! Ya comprendo: voy a París, y es

labra te recuerda algún caballero...––¡Aura!––Cierto caballero que, en otro tiempo,

taba en Blois y hoy vive en. París.

––Verdaderamente, no sé lo que tengo; estoy sofocada.––En ese caso, llora, ya que no puedes soLuisa alzó su dulce rostro, por el cual co

las lágrimas.––Vamos, confiesa ––dijo Montalais.––¿Qué quieres que confiese?

–– Lo que te hace llorar; nadie llora sin. cSoy tu amiga y haré todo cuanto quieras. Mcorne es más poderoso, de lo que se cree. ¡¿Quieres venir a París?

––¡Ay! ––exclamó Luisa.

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––¿Deseas venir a París?––Quedarme aquí sola, en este viejo ca

yo, que tenía la dulce costumbre de escutus canciones, estrechar tu mano y correr tigo al parque. ¡Oh! ¡Cómo me voy a ab¡Qué pronto voy a morir!

––¿Quieres venir a París? Luisa dio un sro.

––¿No respondes?–– ¿Qué he de responder?

––Sí, o no; me parece que es cosa fácil.––¡Oh! ¡Qué feliz eres, Montalais!Luisa calló.

––¡Querida! ––exclamó Montalais––. ¡Hvisto, tener secretos con una amiga! ¿Conque estás muriéndote de ganas de, volver aa Raúl?

––No puedo manifestar eso.

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––Haces mal.––¿Por qué?

––Porque... ¿ves este despacho?––Sí.––Pues bien; habría hecho que tuvieras

igual.––¿Por medio de quién?––Por Malicorne.

–– ¿Sería posible, Aura?

––¡Diantre! Ahí está Malicorne; y lo qhecho por mí, será preciso que lo haga pMalicorne acababa de oír pronunciar su nbre dos veces, y estaba encantado de h

una ocasión para concluir con madameSaint-Remy; así es que se volvió y dijo:–– ¿Qué pasa, señorita?––Venid acá, Malicorne ––dijo Montalais

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Malicorne obedeció.––Un despacho igual ––dijo Montalais.

–– ¿Cómo?––Uno igual a éste; es claro.––Pero.––Me hace falta.––Es imposible, ¿no es verdad, señor

corne? ––dijo Luisa con su voz de ángel.––¡Diantre!

–– Si es para vos, señorita. . .––Sí, señor Malicorne, sería para mí.––Y si la señorita de Montalais lo pid

mismo tiempo que vos...––Montalais no pide; lo exige.–– ¡Bueno! Se hará por obedeceros, señor––¿Y la haréis nombrar?

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––Se tratará.––No admito respuestas evasivas. Luisa d

Vallière será camarista de madame Enriqantes de ocho días.

––Mas, ¡cómo! ...––Antes de ocho días,'o . . .

–– O...––O tomáis vuestro despacho, señor Ma

ne; yo no me alejo de mi amiga.–– ¡Querida Montalais!––Está bien; guardaos ese despacho; la se

ta de La Vallière será también camarista.–– ¿De veras?

––Sí.–– ¿Conque puedo esperar ir a París?–– Contad con ello.

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––¡Oh, señor de Malicorne! ¡Qué agramiento! ––murmuró Luisa juntando las my saltando de alegría.

––¡Disimulada! ––dijo Montalais––. Inotra vez hacerme creer que no estás enamode Raúl.

Luisa ruborizóse como la rosa de mayo; en vez de responder, fue a abrazar a su mad

––Señora ––le dijo––, ¿sabéis que el señolicorne me nombrará camarista?

––El señor de Malicorne es un príncipefrazado ––replicó la vieja dama––, y todpuede.

––¿Deseáis vos ser también camaristapreguntó Malicorne a madame de Saint-Re–. Mientras esté allá haré nombrar a todmundo.

Y salió inmediatamente, dejando a la pdama trastornada.

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––Vamos murmuraba Malicorne mientrajaba la escalera––; otro billete de mil librva a costar esto; pero es necesario toma

partido porque mi amigo Manicamp no nada de balde.

LXXVIIIMALICORNE Y MANICAMP

La presentación de estos dos nuevos pers

jes en esta historia, y su misteriosa afinidanombres y sentimientos, merece cierta atenpor parte del lector y del cronista. Vamos, pa entrar en ciertos detalles sobre el señorlicorne y el señor de Manicamp.

No ignoramos que Malicorne había hecviaje de Orleáns para ir en busca del despdestinado a la señorita de Montalais, cuyagada acaba de producir tan viva sensación castillo de Blois. En aquel momento hall

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en Orleáns el señor de Manicamp, singularsonaje, mozo de mucho ingenio, pero siemmuy necesitado, por más que gastase a vo

tad de la bolsa del conde de Guiche, uña dbolsas mejor provistas de su época.El conde de Guiche había tenido por co

ñero de infancia a Manicamp, pobre hid

vasallo, oriundo de los Grammont.El señor de Manicamp habíase creado cogenio una rica renta en la familia del marisc

Por un cálculo superior a su infancia, siemhabía dado su nombre y complacencia alasvesuras del conde de Guiche. Cuando su ncompañero robaba alguna fruta destinada señora mariscala; cuando rompía un crissacaba los ojos a un perro, Manicampclarábase culpable del crimen cometido, ybía el castigo, que no era más dulce porsobre un inocente.

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Pero también le era pagado este sistemabnegación. En vez de llevar vestidos mnos, como lo exigía la fortuna paterna, p

presentarse brillante y soberbio, como un sde cincuenta mil libras de renta.Y no porque fuera vil de carácter o hum

de espíritu era filósofo, o más bien tenía la

ferencia y la apatía que apartan del homtodo sentimiento del mundo jerárquico. Suca ambición era derrochar.

Y bajo este aspecto, era un abismo el bue

Manicamp.Tres o cuatro veces al año, generalmarruinaba al conde de Guiche, y cuando el de de Guiche estaba muy arruinado; cuahabía vuelto y revuelto su bolsa declarandoera necesario recurrir, lo menos por quince a la beneficencia paterna para llenar bolbolsillos, Manicamp perdía toda energíametía en cama, no comía, y vendía todos

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vestidos so pretexto de que estando acosno necesitaba de ellos.

Durante esta postración de fuerzas y de ritu, llenábase la bolsa del conde de Gudesbordándose en la de Manicamp, que cpraba nuevos vestidos, vestíase y daba prpio a la misma vida de antes.

Esa manía de vender sus vestidos nuevosla cuarta parte de lo que valían, habían hecnuestro héroe bastante célebre en Orleáns,dad a donde generalmente, y sin que sepa

por qué iba a pasar sus días de penitencia.Los elegantes de provincias se repartíanrestos de su opulencia.

Entre los admiradores de estos esplénd

vestidos brillaba nuestro amigo Malicornede un síndico de la ciudad, a quien el prínde Condé siempre necesitado como un Cotomaba muchas veces dinero prestado ainterés crecido.

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El señor Malicorne, hijo, llevaba la cajpadre. Es decir, que en este tiempo de fácilral, se formaba por su parte, siguiendo el e

plo de su padre, y prestando por semanas, renta de mil ochocientas libras, sin contar seiscientas que suministraba la generosidadsíndico; de modo que Malicorne era el relos lechuguinos de Orleáns, teniendo doscuatrocientas libras que dilapidar y derroen locuras de todo género Mas, al contrariManicamp, Malicorne era horriblemente acioso.

Amaba por ambición, gastaba por ambicise hubiera arruinado por ambición.Malicorne se había propuesto lograr su

tivo a cualquier precio, y para esto había cado una querida y un amigo.

La querida, la señorita de Montalais, erextremo cruel en los últimos favores de apero era una mujer noble, y esto bastaba a

licorne.

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El amigo no tenía amistad; mas era el favdel conde de Guiche y amigo de Monshermano del rey, y esto bastaba a Malicorn

Sólo que, conforme al capítulo de gastoseñorita de Montalais costaba al año:

cintas, guantes y confituras, mil libras.

Manicamp contaba dinero prestado y nupagado de mil doscientas a mil quinientabras al año.

De modo que no le quedaba nada a Malne.

¡Ah! Sí, tal; nos equivocamos, le quedacaja paterna.

Usó, pues, de un procedimiento, sobre el

guardó el más profundo secreto, y que conen adelantarse a sí propio sobre la caja dedico una media docena de años; esto es,quincena de miles de libras, jurándose, po

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puesto; satisfacer el déficit tan pronto comle presente ocasión.

La ocasión debía ser la concesión de un destino en la casa de Monsieur, cuando casa se remontara en la poca de su matrimoLa época había llegado. Un buen destino casa de un príncipe de la sangre, cuando es

seguido por la influencia y la recomendacióun amigo tal como el conde de Guiche, erato como doce mil libras al año; y, según latumbre que había tomado Malicorne de hfructificar, sus rentas, doce mil libras poelevarse a veinte.

Ya empleado, casaríase con la señoritMontalais; ésta, de una familia cuyas hemennoblecían, no sólo sería dotada, sino tamennoblecería a Malicorne.

Mas para que la señorita de Montalais; qutenía gran fortuna patrimonial, aun siendoúnica, fuese convenientemente dotada, era

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ciso que perteneciera a alguna gran princtan pródiga corno avara era Madame viuda

Y para que la mujer no anduviese por un y el marido por otro, situación que presengraves inconvenientes, sobre todo con carres como los de los futuros cónyuges, Malihabía pensado fijar el punto central de reu

en casa misma de Monsieur, hermano deMajestad.La señorita de Montalais sería camaris

Malicorne oficial de Monsieur.

Vemos que el plan era de una buena cabeque había sido valientemente ejecutado.Malicorne había solicitado a Manicamp

pidiese al conde de Guiche un despacho

camarista.Y el conde había pedido este despach

Monsieur, que lo había firmado sin tardanz

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El plan moral de Malicorne, porque es que las combinaciones de un ingenio tan acomo el suyo no se limitarían tan sólo a lo

sente, sino que se extenderían a lo porveniréste:Hacer entrar en casa de madame Enrique

una mujer que le fuera adicta, espiritual, jo

bonita intrigante; saber por esta mujer todosecretos femeninos de la casa, en tanto quesu amigo Manicamp sabrían entre los domisterios masculinos.

Por estos medios llegaría a una fortunapléndida.Malicorne era nombre villano, y el que l

vaba tenía demasiado talento para disimulesta verdad.

Malicorne sonaba muy noblemente al oídAsí es que no era inverosímil que pudier

contrarle un origen de los mas aristocrático

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En efecto; ¿no podía venir de una tierra de un toro de cuernos mortales hubiera cado una gran desgracia y bautizado el suelo

la sangre que derramara? Este plan presentse erizado de dificultades, y la mayor parttodas era la misma Montalais. Caprichosariable, virgen armada de garras, solía derrde un solo golpe de sus dedos blancos, o dsolo soplo de sus risueños labios; el edificila paciencia de Malicorne había tardado unen levantar.

Aparte el amor, Malicorne era dichoso, la fuerza de ocultarlo con cuidado, persuade que a la menor soltura de los lazos conhabía ligado a su Proteo hembra, el diabecharía por tierra y se burlaría de él.

Humillaba a su querida desdeñándola. diendo en deseos cuando ella se acercaba tentarlo, tenía el arte de parecer de hielo, suadido de que si abría sus brazos ella hburlándose.

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Montalais, por su parte, creía no amar a Mcorne, y por el contrario, le amaba. Malicorepetía con tanta frecuencia, sus protesta

indiferencia, qué ella concluía a veces por clo, y entonces también creía que lo detestasi deseaba conquistarla por la coquetería, Mcorne usaba de más coquetería que ella.

Pero lo que hacía que Montalais lo quisieuna manera indisoluble, era que Malicsiempre estaba lleno de noticias recientes,das de la Corte y de la ciudad; que siemprvaba a Blois una moda, un secreto, un perfy que jamás pedía una cita, sino que por eltrario, se hacía suplicar para recibir favoresardía por conseguir.

Montalais, por su parte, lo tenía al corrde todo lo que pasaba en casa de Madameda, de lo cual hacía a Manicamp cuentos morir de risa, que eran relatados por éstseñor de Guiche, quien a su vez los relataMonsieur.

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He aquí en pocas palabras la trama de loqueños intereses y de las pequeñas consciones que unían a Blois con Orleáns y

leáns con París, y que debían conducir aúltima ciudad a la pobre La Vallière, la cuhallaba muy lejos de figurarse el extraño venir a que estaba reservada.

Respecto al honrado Malicorne, y nos rmos al síndico de Orleáns, no veía más clalo presente que los otros en lo porvenir, sospechaba, paseando diariamente de trecinco por la plaza de Santa Catalina, covestido gris de la época de Luis XIII, y sus tos de paño, que era él quien pagaba toaquellas carcajadas, todos aquellos besos vos, y todos los cuchicheos y planes que fo

ban una cadena de cuarenta y cinco leguatre el palacio de Blois y el Palacio Real.

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LXXIXMANICAMP Y MALICORNE

Malicorne salió, según ya hemos dicho; en busca, de su amigo Manicamp, que estabretiro momentáneo en la ciudad de Orleáns

Y era precisamente en el instante en quecalavera se ocupaba en vender el último veque le quedaba. Quince días antes había peal conde de Guiche cien doblones, los úque podían ayudarle a ponerse en camppara salir al encuentro de Madame, que lleal Havre.

Tres días antes sacó de Malicorne cincudoblones, precio del diploma conseguido Montalais.

Nada esperaba ya, habiendo agotado tolos recursos, sino vender un hermoso vedé raso, bordado y pasamentado de oro, fuera la admiración de la Corte.

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Pero por verse obligado a vender este vesúltimo que le quedaba, también se vio conñido a meterse en la cama.

Y solamente tenía el sueño para reemplas comidas, las compañías y los bailes.

Se ha dicho: “Quien duerme come”; perse ha dicho: “Quien duerme juega”, o “qduerme baila”.

Reducido al extremo de no jugar o de nolar en ocho días por lo menos, estaba Manimuy triste, esperando a un usurero, y vio ena Malicorne.

Al verlo, exhaló un grito de angustia.––¡Cómo! ––dijo con tono que nadie p

pintar––. ¡Otra vez vos, querido amigo!––¡Bueno! ¡Sois muy cortés! ––exclamó

corne.–– ¡Ah! Ya veis, esperaba dinero y, en

de dinero, llegáis vos.

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––¿Y si yo os trajera dinero?––¡Oh! Entonces es otra cosa. Sed bie

nido, querido amigo. Y alargó la mano, la mano de Malicorne, sino a su bolsa.Malicorne simuló equivocarse, y le dio la

no.

––¿Y el dinero? ––dijo Manicamp.––Amigo, si lo queréis, ganadlo. ¿Y qué cesario hacer?

––¡Ganarlo, pardiez!

––¿De qué manera?––¡Oh! Difícilmente, os lo advierto.–– ¡Diantre!

––Es preciso dejar la cama y salir al insen busca del señor conde de Guiche.–– ¿Yo levantarme? ––murmuró M

camp estirándose voluptuosamente en e

cho–––– ¡Oh, no!

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––¿Habéis vendido toda la ropa?––No; me queda el vestido más val

pero aguardo comprador.––¿Y zapatos?

––Me parece que ahí están sobre esa silla––Bueno; puesto que os quedan zapatos

jubón, calzad los unos y vestid el otro; hque preparen un caballo, y poneos en camin––Nada de eso.––¿Por qué?––¡Pardiez! ¿No sabéis que el señor de G

está en Etampes?––Creí que estaba en París, pero mejor,

tendréis que caminar quince leguas en lugatreinta. ¡Vaya una gracia! Si ando quince lecon mi vestido, se pondrá inservible, y en lde venderlo en treinta doblones, tendré darlo por quince.

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––Dadlo por lo que gustéis; pero necesitsegundo empleo de camarista.

–– ¡Bueno! ¿Para quién? ¿Es doble la detalais?

––¡Hombre perverso! Vos sois el doble, os tragáis dos fortunas: la mía y la del condGuiche.

––Nada os cuesta decir la del conde de che y la vuestra.

––Eso es justo; al señor el honor; pera va mi diploma.

––Y hacéis mal.––Demostrádmelo.––Amigo mío: Madame no tendrá más

doce camaristas; ya he logrado para vos lose disputan mil doscientas mujeres, y he teque desplegar una diplomacia…

––Sí, ya sé, que habéis sido heroico, amig

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––Uno entiende los negocios ––dijo Mcamp.

––¡A quién se lo decís! También cuandsea rey os prometo una cosa.

––¿Cuál?–– ¿Llamaros Malicorne I?

–– No; haceros superintendente Hacienda; pero no se trata de esto.––Por desgracia.––Se trata de proporcionarme un segu

empleo de camarista. .––Amigo, aunque me prometiérais el ciel

me disgustaría en este momento.

Malicorne sonó el bolsillo, y dijo:––Aquí hay veinte doblones.––¿Y qué queréis hacer con veinte dobl

Dios santo?

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––¡Eh! ––dijo Malicorne un poco enfada¡Aunque no sea más que para añadirlos aquinientos que ya me debéis!

––Es verdad ––repuso Manicamp, alargde nuevo la mano––; y bajo ese punto de puedo aceptarlos. ––Dádmelos.

––¡Un momento, qué diantre! No se tratade alargar la mano. Si os doy veinte dobl¿tendré el diploma?

––Sin duda.––¿Pronto?––Hoy mismo.–– ¡Oh! Cuidado, señor de Manicamp

comprometéis mucho, y yo no os pido t

Treinta leguas en un día es demasiado, mataríais.––Por servir a un amigo no hallo nada im

sible.

––Sois heroico.

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––¿Dónde están los veinte doblones?––Aquí.

––Bien.––Mas vais a gastarlos sólo en caballoposta.

––No, perded cuidado.––Dispensad.––Quince leguas de aquí a Etampes.––Catorce.

––Bueno, catorce leguas son siete postveinte sueldos la posta, siete libras; siete ldel correo, catorce; otras tantos para regrveintiocho comer y dormir, otras veintio

son unas sesenta libras lo que os costarácomplacencia.Manicamp estiróse como una serpiente,

jando sus grandes ojos en Malicorne, dijo:

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–– Tenéis razón; no podré regresar antemañana.

Y cogió los veinte doblones.–– Vamos, marchad.––Ya que no he de volver hasta mañana

nemos tiempo.

––¿Tiempo de qué?.––De jugar.––¿Qué deseáis jugar?

––Vuestros veinte doblones, ¡voto al Ciel––No: ganáis siempre.––Os hago una apuesta de veinte doblone––¿Contra qué?––Contra otros veinte.–– ¿Y cuál ha de ser el objeto de, la apuesta?

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––Veréis. Hemos dicho catorce leguas paa Etampes.

––Ciertamente.––Catorce para volver.––Por tanto, veintiocho leguas.––Sin duda.––¿Me concedéis catorce horas para ellas––Bien.––¿Y una hora para buscar al conde de

che?––Corriente.––¿Y otra para que le escriba a Monsieur––Adelante.––Dieciséis horas por todo.––Contáis como el señor Colbert. ¿Son l

ce?

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––Y media.––¡Caramba! ¡Tenéis un reloj muy bonito

––:¿Qué decíais? ––dijo Malicorne guardel reloj en el bolsillo.–– ¡Ah! Es cierto; os proponía apostar v

doblones contra los que me habéis prestad

que tendríais la epístola del conde de Guen...––¿En cuanto?––En unas ocho horas.

––¿Tenéis un caballo alado?––Eso es cuenta mía, ¿apostáis?–– ¿Tendré la carta del conde en ocho hor

––Sin duda.––¿Firmada?––Sí.

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––Pues bien; apuesto ––dijo Malicorne, so por saber cómo saldría del aprieto su vedor de vestidos.

––¿Está dicho?––Está dicho.––Traed pluma, tinta y papel.

––Voy.––¡Ah!Manicamp se incorporó con un suspir

apoyándose en su brazo izquierdo trazó elíneas:

“Vale por una plaza de camarista de Madque el señor conde de Guiche se encargarentregar a la vista.

“DE MANICAMP” Terminado este trapenoso, se volvió a tender Manicamp cuango era.

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––Bien, preguntó Malicorne––, ¿qué sigesto?

––Esto quiere decir que, si tenéis prisa potener la carta del conde de Guiche para Msieur, he ganado la apuesta.

––¿Cómo?

––Está claro; tomáis este papel.––Sí.––Marcháis en lugar mío. .––.¡Bien!––Lanzáis a escape vuestros caballos.–– ¡Corriente!––En seis horas estáis en Etampes, en sie

néis la carta del Conde y he ganado la apusin moverme de la cama, lo cual me acommucho, y creo que a vos también.

––Sin duda, sois un gran hombre.

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––Lo sé muy bien.––De modo que voy a Etampes.

––Vais.–– En busca del conde de Guiche, con esle.

––Que os dará otro igual para Monsieur.––Luego salgo para París.––Y vais en busca de Monsieur con el va

conde de Guiche.

––Monsieur aprueba.––Al momento.––Y tengo el diploma.––Sí. ¡Ah!––Me parece, que soy amable, ¿eh?––¡Adorable!––Gracias.

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––¿Conque hacéis del conde de Guiche lo que queréis, amigo Manicamp?

––Todo menos dinero.––¡Diablo! La excepción es lastimosa; p

fin, si en vez de pedirle dinero le pidieseis.––¿Qué?

––Algo importante.––¿A qué llamáis importante?––En fin, si uno de vuestros amigos os s

tare un servicio...––No se lo haría.––¡Egoísta!––O al menos le preguntaría qué servici

prestaba a cambio.––¡Pues bien, ese amigo os habla!––¿Sois vos, Malicorne?

––Yo soy.

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––¡Ah! ¿De modo que sois tan rico?––Aún tengo cincuenta doblones.

––Precisamente, la cantidad que yo nec¿Dónde están esos cincuenta doblones?––Aquí ––dijo Malicorne sonando la bols––Entonces hablad, querido. ¿Qué os hac

ta?Malicorne se proveyó de pluma, tinta y p

y todo ello lo presentó a Manicamp.––Escribid ––le dijo.––Dictad.“Vale por un empleo en la casa de M

sieur...”

––¡Oh! ––murmuró Manicamp, alzandpluma––. ¡Una plaza en la casa de Monspor cincuenta doblones!

––Habéis oído mal. ¿Cómo habéis dicho?

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––He dicho quinientos.––¿Y los quinientos ... ?

Malicorne sacó del bolsillo un cartucho rto de oro, que rompió por un extremo.––Aquí están.Manicamp devoró con los ojos el cartu

mas Malicorne estaba a cierta distancia.––¡Ah! ¿Qué decís de eso? Quinientos d

nes...––Digo que es por nada ––respondió M

camp tomando otra vez la pluma––; y que sáis de mi influencia: dictad.

Malicorne continuó:

“...que mi amigo, el conde de Guiche, cguirá de Monsieur, para mi amigo Malicorn––Basta ––dijo Manicamp.––Perdón; debéis firmar.

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––¡Ah! Es verdad.––¿Y los quinientos doblones?

––Aquí hay doscientos cincuenta.––¿Y los otros?.

—Cuando logre mi destino. Manicamp un gesto.

––En ese caso, dadme la recomendación.––¿Para qué?––Para agregar una palabra..

––¿Una palabra?––Una, sola.

–– ¿Cuál?

–– “Urgente.”Malicorne entregó la epístola, y Manic

añadió la palabra.

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––¡Bueno! ––dijo Malicorne tomando devo el papel. Manicamp púsose a contar loblones.

––Faltan veinte ––dijo.––¿Cómo?––Los veinte que he ganado.

––¿Dónde?Apostando que tendríais la epístola de

che, en ocho horas justo.Y le dio veinte doblones. Manicamp emp

coger el oro a manos llenas y a hacerlo lsobre su cama.

––He aquí un segundo empleo ––se dijo corne sacando el papel–– que a primera parece costarme más que el primero; peAquí se detuvo, tomó la pluma. y escribióMontalais:

“Señorita: Participad a vuestra amiga qupuedo tardar en recibir su empleo; salgo

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hacerlo, firmar, y habré caminado ochenseis leguas por vuestro amor...”

Después volvió a la frase interrumpida una sonrisa diabólica: “He aquí un cargo quprincipio, parecía que había de costarme caro que el primero; pero... creo que los bcios serán en proporción a los gastos, y, la

rita de La Vallière me producirá más que lMontalais, o no me llamaría yo Malicorne.”––Adiós, Manicamp ––dijo en voz alta.Y salió.

LXXXEL PATIO DEL PALACIO GRAMMONT

Al llegar, Malicorne a Etampes, supo qconde de Guiche acababa de salir en direccParís.

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Malicorne descansó dos horas y se dispucontinuar su camino. Por la noche llegó a Papeóse en una posada donde siempre tenía

tumbre de parar, y a las ocho del día siguise :presentó en el palacio Grammort.Ya era hora de que Malicorne llegase.El conde de Guiche se preparaba a despe

de Monsieur, antes de salir para El Haadonde lo mejor de la nobleza de Francia recibir a Madame, que llegaba de Inglaterra

Malicorne pronuncio el nombre de Mcamp, y al instante fue introducido.

El conde de Guiche permanecía en el patipalacio Grammort, revisando sus trenes y cllos, que' los escuderas y picadores hacían p

por delante de él.El conde elogiaba o criticaba delante d

subordinados los vestidos, caballos y arnque acababan de llevarle cuando en medi

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esta importante ocupación fue dicho el nomde Manicamp.

–– ¡Manicamp! ––exclamó––. ¡Que entrdiez, que entre!

Y dio algunos pasos hacia la puerta.Malicorne se deslizó por aquella puerta

treabierta, mirando al conde de Guiche, prendido de ver un semblante extraño en ludel que esperaba.

––Perdonad, señor conde ––dijo––, creose han equivocado anunciándoos al miManicamp; pero yo no soy mas que un emisuyo.

––¡Ah! ––dijo Guiche con más frialdad–qué me traéis?

––Una epístola, señor conde. Malicorne presentó, observándole el rostro.

––El conde leyó y se echó a reír. ¡Otra

rista!. . . ¡Vaya!. Ese tunante de Manicamp

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tege a todas las camaristas de Francia. Mane saludó.

–– ¿Y por qué no viene él mismo? ––preg––Se halla en cama.––¡Diablo! ¿Conque no tiene un cuarto?––El enviado se encogió de hombros.––¿Qué ha hecho del dinero? Malicorne

un movimiento que quería decir que sobrepunto estaba tan ignorante como el conde.

—Entonces que use de su crédito ––prosGuiche.

––¡Ah! Es que creo una cosa.––¿Cuál?

––Que Manicamp no tiene crédito máscon vos.–– ¿Es que no se encontrará en El Havre?Malicorne hizo otro movimiento.

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––Eso no puede ser; todo el mundo estará––Yo espero, señor conde, que no desp

ciará tan buena ocasión.––Ya debería estar en París.––Tomará caminos de travesía para gan

tiempo perdido.

––,¿Y dónde se halla ahora?––En Orleáns.––Caballero ––dijo Guiche saludando––

parecéis hombre de excelente gusto.Malicorne llevaba el vestido de ManicamY saludó también.––Mucho honor me hacéis ––dijo.––¿A quién tengo el gusto de hablar?––Me llamo Malicorne.––Señor de Malicorne, ¿qué os parecen

pistoleras? Malicorne era hombre de talen

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conoció la situación. Por otra parte, el de pantes de su nombre acababa de elevarlo altura de aquel a quien dirigía la palabra.

minó las pistoleras como inteligente,–– yresueltamente:––Un poco pesadas.––Ya lo veis ––dijo Guiche al guarnicion

el señor, que es hombre de gusto, consipesadas estas fundas. ¿Qué os había dicho yEl guarnicionero sé excusó coma pudo.––¿Y qué opináis de ese caballo? ––pre

Guiche.––A la vista parece perfecto, señor conde

sería necesario que lo montase para datoparecer.

––Pues montadlo, señor de Malicorne, y ddos o tres vueltas por el patio.

Malicorne tomó la brida, agarró la crin

el pie en el estribo, y se colocó en la silla.

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La primera vez hizo dar al caballo una vual paso.

La segunda fue al trote. La tercera al galoLuego pasó cerca del conde, echó pie a t

y entregó la rienda a un palafrenero.––Vaya, ¿qué pensáis, señor de Malicorne

––Señor conde ––respondió––: este cabade raza mecklemburguesa, y creo que debner siete años; la edad en que el caballo ser preparado para la guerra. El cuarto delaro es ligero. Caballo de cabeza chata no fnunca la mano del jinete. La cruz es un baja. La configuración de la grupa me hacdar de la pureza de la raza alemana. Debe tsangre inglesa. En las vueltas y cambios d

le he encontrado las ayudas finas.––Bien juzgado, señor Malicorne ––––d

conde––, sois inteligente… Pero observotraéis un traje encantador, que presumo

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vendrá de la provincia. No se corta con eseto ni en Tours ni en Orleáns.

––No, señor conde; este vestido es de Par––Ya se ve... Pero; volvamos a nuestro as

. . ¿Conque Manicamp quiere hacer otra crista?

––Ya veis lo , que os escribe...––¿Quién es la otra?Malicorne ruborizóse.––Una linda criatura ––respondió––; la se

ta de Montalais.–– ¡Ah! La conocéis, ¿eh?––Sí, es mi prometida o poco menos.

––Eso es distinto: sea muy ennorabuenexclamó Guiche, en cuyos labios vagabasonrisa de broma cortesana; pero' el títulprometida dado por Malicorne a la señorit

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Montalais le recordó el respeto debido amujeres.

–– ¿Y el otro despacho, para quién es? ¿Era la prometida de Manicamp?:.. En ese casiento. ¡Pobre niña! Tendrá un esposo muylo.

––No, señor conde; el segundo despachpara la señorita Luisa de la Baume Le BlaLa Vallière.

––Desconocida ––dijo Guiche.––Desconocida, sí, señor ––contestó Mal

sonriendo.––¡Bueno! Voy a hablar a Monsieur. A p

sito: ¿es noble?

––Y de muy buena casa; doncella de honMadame viuda.––Perfectamente.

–– ¿Queréis acompañarme al cuartoMonsieur?

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––Con mucho placer, si me concedéihonor.––¿Tenéis carroza?––No, he venida a caballo..––¿Con ese traje?––No, señor; he llegado de Orleáns en p

y me he mudado de vestido para presentaen vuestra casa.––Es cierto; me habéis dicho que llegába

Orleáns.

Y, arrugándola, se metió la carta en el bol––Señor ––dijo tímidamente Malicorne–

parece que no lo habéis leído todo.

––¡Cómo! ¿Todo no?––No; había dos billetes bajo el mismo so––¡Ah! ¿Estáis seguro?––¡Oh! Segurísimo.

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––Veamos.Y el conde volvió a abrir la carta.

––¡Ah!... Es cierto... ––dijo desdoblando pel que aún no había leído––. No me engañotro destino en el cuarto de Monsieur. ¡Ouna sima ese Manicamp. ¡Malvado! Yo crecomercia.

––No, señor conde; desea hacer donacióél.

––¿A quién?

––A mí, señor.––¿Y por qué no lo decíais, querido señ

Mauvaisecorne?–– ¡Malicorne!––¡Ah, perdón! Ese latín me enreda, la

costumbre de las etimologías. Me perdona¿verdad, señor de Malicorne?

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––Agradezco mucho vuestra bondad, yuna razón para que os diga cierta cosa amismo.

––¿Qué cosa?––Que yo no soy gentilhombre; tengo

corazón y un poco de talento, pero me llMalicorne a secas.

––Pues bien ––dijo Guiche mirando el cioso semblante de su interlocutor––; me hel efecto de un hombre muy amable. Me gvuestra cara, señor Malicorne, y es precisotengáis muy buenas cualidades para haber tado a ese egoísta de Manicamp. Sed sinsois algún santo bajado a la tierra.

––¿Por qué?

–– ¡Pardiez! Porque os da algo. ¿No habécho que deseaba haceros donación de unpleo en la casa del rey?

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––Pero, señor conde, si consigo ese emno será él quien me lo haya dado, sino vos.

––Y además... no os lo habrá dado por absolutamente.

––Señor conde...–– Esperad en Orleáns hay un Malic

¡Pardiez! El que… presta dinero al señor cipe.––Creo que es mi padre, señor.––¡Ya! El señor príncipe tiene al padre,

terrible devorador de Manicamp al hijo. Cudo, amigo, que yo lo conozco, y os roerá, Dios!, hasta los huesos.

––Pero yo le presto sin interés ––dijo Ma

ne sonriendo.––Ya decía yo que erais un santo o cosa

cida. Señor Malicorne, tendréis el destino,perderé mi nombre.

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–– ¡Oh, señor conde! ¡Gracias! ––dijo Mne enajenado.

––Vamos a casa del príncipe, mi queridñor Malicorne, vamos a casa del príncipe.

Y el de Guiche se dirigió a la puerta, haciseña a Malicorne de que le siguiera.

Mas en el momento en que iban a franqueumbral, apareció un joven por el otra lado.Era un caballero de veinticuatro a veintic

años, de semblante pálido, labios delgados,brillantes y cabellos castaños.

––Buenos días ––dijo empujando a Guicinterior del patio.

––¡Ah! ¡Vos aquí Wardes, con botas, esp

y látigo en mano!...––El traje que cuadra a un hombre que

cha al Havre; mañana ya no habrá nadiParís.

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Y el recién llegado saludó ceremoniosama Malicorne, a quien su hermoso vestido aire de príncipe. .

––El señor Malicorne ––dijo Guiche a sugo.

Wardes saludó.

––El señor de Wardes dijo inmediatamenMalicorne.Este saludó también:––Vamos, Wardes ––continuó Guiche––

cidnos, vos que estáis enterado de todas cosas: ¿qué destinos hay todavía vacantes Corte, o más bien en el cuarto de Monsieur

––En el cuarto de Monsieur ––dijo W

con ademán de quien recuerda––; creo quevacante el de escudero mayor.––¡Oh! ––exclamó, Malicorne––; no hab

de tales. Mi ambición no llega a la cuarta

de eso.

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Wardes tenía el golpe de vista más descodo que Guiche, y en seguida caló a Malicor

––El caso es ––dijo––, que para ocupaplaza es preciso ser duque o par.

––Todo lo que yo pido ––dijo Malicorneun puesto muy humilde; yo soy poco, y naprecio en más de lo que valgo.

––El señor Malicorne, a quien veis ––dijoche a Wardes––, es un gallardo mozo, Cúnica desgracia es no ser gentilhombre; perignoráis que yo hago poco caso del que nmás que gentilhombre.

––Conforme ––dijo Wardes––, pero yo osobservar querido conde, que sin nobleza npuede entrar en casa de Monsieur.

––Verdad ––dijo el conde––, la etiqueformal. ¡Diablo! ¡No habíamos pensado en

–– ¡Que desgracia para mí! ––dijo Malico

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––Pero tiene remedio, según creo ––respoGuiche.

––¡Diantre! ––exclamó Wardes––. El rese ha encontrado; se os hará gentilhombrExcelencia el cardenal Mazarino no hacíacosa de la mañana a la noche.

––¡Paz, paz! ––dijo el conde––. Nada dmas pesadas, pues no es propio de nosoverdad es que la nobleza puede comprapero no es una desgracia tan grande como que los nobles no se rían de ella.

––A fe mía que eres un puritano, según dlos ingleses.––El señor vizconde de Bragelonne ––an

un criado en el patio, como si hubiera sid

un salón.––¡Ah, Raúl! ¡Ven, ven acá! ¡También b

espuelas! ¿Te marchas?

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Bragelonne se acercó al grupo y saludó cademán grave y dulce que le era peculiarsaludo dirigióse sobre todo a Wardes, a q

no conocía y cuyas facciones se habían arde singular frialdad viendo aparecer a Raúl––Amigo ––dijo Guiche––, vengo a pedi

compañía. ¿Vienes al Havre, según creo?

––¡Ah! ¡Esto es encantador! Vamos a hacviaje maravilloso... Señor Malicorne; el señBragelonne... ¡Ah! Te presento al señor dedes.

Los jóvenes cambiaron un saludo acompdo, porque ambas naturalezas parecían puestas a rechazarse.

––Ponnos de acuerdo a Wardes y a mí, Ra

–– ¿Sobre qué asunto?––Sobre nobleza.––¿Y quién entenderá de ella mejor qu

Grammont?

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––Yo no te pido cumplimientos, sino tunión.

––Pero necesito conocer el objeto de la sión.

––Wardes pretende que se abusa de los títy yo afirmo que el título es inútil al hombre

––Y tienes razón ––dijo tranquilamente Blonne.––Pero yo también ––replicó Wardes con

especie de obstinación––, yo también, vizconde, pretendo tener razón.

––¿Pues qué decís, señor?––Yo sostengo que en Francia se hace to

que se puede para humillar a los gentilesh

bres.––¿Y quién hace eso? ––preguntó Raúl.––El mismo rey, que se rodea de gentes

no podrían hacer, prueba de los cuatro cules.

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––Ignoro dónde diablos habéis visto Wardes ––dijo Guiche.; ––Un ejemplo...

Y, diciendo esto, dirigió a Bragelonne unrada.

––––¿Sabes tú quién acaba de ser nombcapitán general de los mosqueteros, puestovale más que el de par y que ya delante dmariscales de Francia?

Raúl empezó a encenderse; porque veía de iba á parar Wardes.

–– No. ¿Quién ha sido nombrado?––Y no hará de eso mucho tiempo, po

ha ocho días aun estaba vacante la plazamás señas, Su Majestad se la negó a Msieur, que la pedía para uno de sus tegidos.––Pues la ha negado al protegido de M

sieur, a fin de dársela al caballero de Artag

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un segundón de la Gascuña que ha arrastrla espada treinta años por las antecámaras.

––Perdonad si os interrumpo, señor ––Raúl lanzando a Wardes una mirada llenaseveridad–– mas creo que no conocéis a de quien habláis.

–– ¡Que no conozco al señor de Artag¡Dios mío! ¿Pues quién no lo conoce?

––Los que lo conocen ––dijo Raúl concalma y frialdad ––están obligados a decirsi no es tan buen gentilhombre como el recual no es falta suya, iguala a todos los sonos del mundo en valor y lealtad. Esta eopinión, caballero, y gracias a Dios, conozseñor de Artagnan desde que nací.

Wardes iba a contestar; pero le interrumGuiche.

LXXXI

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EL RETRATO DE MADAME

Guiche, conoció perfectamente que ibagriarse la discusión.En efecto; en la mirada de Bragelonne

algo manifiestamente hostil.

Y en la de Wardes como un cálculo de sión.Sin darse cuenta de los distintos sentimie

que agitaban a los dos amigos, Guiche pen

parar el golpe, que conocía próximo a darsuno o por otro, y tal vez por ambos.––Señores ––dijo–– vamos a separarnos

que es preciso que yo vaya al cuarto de M

sieur. Tú, Wardes, vente conmigo al Louvtú, Raúl, quédate dueño de la casa, y, comoel consejero de todo lo que se hace aquí, la última ojeada a mis preparativos de marc

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Raúl hizo con la cabeza una señal de asmiento, y se sentó en un banco al sol.

––Vaya, Raúl ––dijo Guiche––: quédate que te enseñen los dos caballos que he comdo con la condición de que tú ratificarás eltrato. A propósito... olvidaba preguntarte pconde de la Fère. Y al decir estas últimas

bras, observaba a Wardes para descubriefecto que en él hacía el nombre del padrRaúl.

––Gracias ––contestó el joven––; está bie

Un relámpago de odio brilló en los ojoWardes.Guiche simuló no advertirlo, y dando

apretón de manos a Raúl, le dijo:

––Es cosa convenida que irás a encontral patio del Palacio Real, ¿eh?

Y haciendo después ademán de que le sigra Wardes, añadió:

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––Nos vamos; venid, señor Malicorne.Este nombre hizo temblar a Bragelonne.

Parecióle que ya lo había oído pronunmás de una vez; pero no pudo recordar enocasión.

Y mientras cavilaba sobre esto, medio irr

de su conversación con Wardes, los tres jóvencaminábanse al Palacio Real, donde Monsieur.

Malicorne comprendió dos cosas. La primque los dos amigos tendrían algo que decirs

La otra, que él no podía marchar en la mfila que ellos.

Y se quedó atrás.

–– ¿Estáis loco? ––exclamó Guiche a supañero cuando estuvieron algunos pasos tantes del palacio de Grammont––. Atacáseñor de Artagnan... delante de Raúl.

––¿Y qué? ––dijo Wardes.

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––¡Cómo!––Sin duda.

–– ¿Está prohibido atacar al señor détagnan?––¿Pero sabéis que Artagnan es la c

parte de aquel todo tan glorioso y temiblese llamabalos mosqueteros?

––Bien, pero no veo que eso me impidarrecer al señor de Artagnan.

––¿Pues qué os ha hecho?

––¡Oh! A mí, nada.––¿Pues por qué le odiáis?––Preguntádselo a la sombra de mi padre

––Me sorprendéis, amigo Wardes; el señArtagnan no es de esos que dejan detrás duna enemistad sin apurar su cuenta. Vuepadre era duro de puños... y no hay enem

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des tan rudas que no se laven con una buestocada.

–– ¡Qué queréis; amigo! Este odio existíami padre y el señor de Artagnan; siendomuy niño me hablaba de ese odio, que elegado particular que he recibido con su hecia.

––¿Y tal odio tenía por objeto al señor dtagnan solo?––¡Oh! El señor de Artagnan está dema

bien incorporado en sus tres amigos, parano se reflejase en ellos... y de tal suertellegado el caso, no tendría ninguno de qué jarse.

El de Guiche tenía los ojos fijos en War

se estremeció viendo su pálida sonrisa. Tuvpresentimiento; pensó que ya había trcurrido el tiempo de las estocadas entre cabros, pero que el odio, extravasándose del fdel corazón no por eso dejaba de ser odio

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una palabra, que después de los padres; habíanse aborrecido con el corazón y comdo con el brazo, vendrían los hijos que tam

se odiarían con el corazón, pero que no se batirían sino con la traición o con la intrigaMas como no era de Raúl de quien sospe

ba traición o intriga, por el fue por quien

che se estremeció.Pero en tanto que estos pensamientos sbríos obscurecían la frente de Guiche, Wahabía vuelto a ser completamente dueño d

mismo.––Por lo demás ––dijo––, no aborrezco pnalmente al señor de Bragelonne, no le con

––En todo caso ––dijo Guiche con severi

, no olvidéis que Raúl es mi mejor amigo.Aquí quedó la conversación, aunque Gu

hizo todo cuanto pudo por sacarle el secretcorazón; pero sin duda estaba Wardes resu

a no decir más, y permaneció impenetrable

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Guiche prometióse sacar más partido de REn esto llegaron al Palais Royal, que e

rodeado de multitud de curiosos.La servidumbre de Monsieur aguardaba

órdenes para montar a caballo y escoltar embajadores encargados de conducir a la jprincesa.

Este lujo de caballos, de armas y de libcompensaba en aquella época, gracias a lnevolencia de los pueblos, y a las tradicionrespetuosa adhesión a los reyes, los enogastos que proporcionaba.

Mazarino había dicho: “Permitidles cacon tal que paguen.” Luis XIV decía: “Dejver.”

La vista había reemplazado a la voz; todse podía mirar, pero ya no se podía cantar.

El de Guiche, dejó a Wardes y a Malicorpie de la escalera principal; pero él, que

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partía el favor de Monsieur, con el caballeLorena, a quien ponía buena cara, mas a qno podía sufrir, subió al cuarto de Monsie

quien encontró mirándose a un espejo, yniéndose colorete.Sobre unos cojines estaba recostado el

de Lorena, que trataba de hacerse rizar sus

gos cabellos rubios, con los cuales jugaba si fuese una mujer.El príncipe se volvió al ruido, y dijo:––¡Ah! Eres tú, Guiche; ven aquí y cuén

la verdad.––Sí, Monsieur; ya sabéis que ése es mi

to.––Figúrate que ese perverso caballero me

haciendo rabiar. El caballero se encogihombros.

––¿Y cómo es eso? ––preguntó Guiche–es ésa la costumbre del caballero.

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––Pues pretende ––continuó el príncipe––madame Enriqueta es mejor como mujer qucomo hombre.

––Cuidado ––dijo Guiche frunciendo lajas––, que me habéis exigido que diga ladad.

––Sí ––dijo Monsieur casi temblando.––Pues bien, os la diré.––No te apresures, Guiche ––exclamó el

cipe––; tiempo tienes; mírame con atenciacuérdate bien de Madame. Además, ahí tisu retrato.

––Y le entregó una miniatura de trabajo cado. Guiche la tomó y la contempló ltiempo.

––A fe mía, señor ––dijo––, que tiene utro adorable.

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––¡Paro mírame, mírame bien! ––exclapríncipe pretendiendo atraer la atención conde, absorta del todo por el retrato.

–– ¡Es maravilloso! ––murmuró Guiche.––Se diría ––continuó Monsieur ––que n

visto jamás a esa chica.

––Es cierto que la he visto, señor; pero hacinco años, y hay mucha diferencia entreniña de doce años y una joven de diecisiete

––En fin, dime tu parecer, vamos.

––Mi opinión es que el retrato debe estarjorado.––¡Oh! No hay duda ––dijo el príncipe t

fante––; pero supón que no lo esté, y dim

que piensas.––Señor, Vuestra Alteza es muy feliz teni

tan linda prometida.––Bien; esa es tu opinión sobre ella. ¿Y

mí?

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––Mi opinión es que sois demasiado hermpara ser hombre.

El caballero de Lorena soltó una carcajadMonsieur comprendió todo lo severo

había para él en la opinión del conde de che, y frunció el entrecejo diciendo:

––Tengo amigos poco benévolos. El deche miró de nuevo el retrato, y ,después dgunos minutos de contemplación; lo entreMonsieur haciendo un esfuerzo.

––Decididamente ––dijo––, desearía mcontemplar diez veces a Vuestra Alteza quevez a Madame.

Sin duda, el caballero echó de ver algo mrioso en estas palabras, que quedaron incprensibles para el príncipe, pues exclamó:

––¡Pues bien, casaos!

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Monsieur continuó dándose colorete; cuterminó esta operación, contempló otra vretrato, y luego se miró al espejo y sonrió.

Sin duda, estaba satisfecho de la compción.

––Por lo demás, has hecho perfectamenvenir ––dijo a Guiche––; temía que marcsin venir a despedirte.

––Demasiado me conoce Monsieur para que cometiese semejante desatención.

––¿Tienes algo que pedirme antes de salParís?

––Vuestra Alteza lo ha adivinado; tengoefecto, una petición que presentarle.

––¿Cuál es?El caballero de Lorena fue todo ojos y o

pues le parecía que cada gracia obtenidaotro, era un robo que se le hacía.

Y como Guiche vacilara, preguntó el prín

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––¿Es dinero? Eso vendría a las mil mallas, porque soy riquísimo: el superintendde Hacienda me ha hecho entrega de cincu

mil doblones.––Gracias, señor; mas no se trata de diner––Pues ¿de qué? Veamos.

––De un despacho de camarista.––¡Diantre! ¡Qué protector te haces, Gui–dijo el príncipe con desdén––. No me hhablar nunca más que de tonterías.

El caballero de Lorena sonrióse, pues que proteger damas era desagradar a Monsi––Señor ––dijo el conde––, no soy yo

protege directamente a la persona de que a

de hablar; es un amigo mío.––Eso es distinto. ¿Y cómo se llama la

gida de tu amigo?

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––La señorita Luisa de la Baume Le BlaLa Vallière, doncella de honor de Madameda.

–– ¡Una coja! ––dijo el caballero de Lestirándose en los cojines.

–– ¡Una coja! ––repitió el príncipe––dame había de tener eso a la vista? De nimodo; sería muy peligroso para su embarEl caballero de Lorena soltó otra carcajad––Caballero ––dijo Guiche, lo que

haciendo no es generoso; yo solicito, y mejudicáis.

––Perdonad, señor conde ––dijo el cabainquieto por el acento con que Guiche acesus palabras––; no era tal mi intención, ycreo que confundo a esa señorita con otra..

–– Ciertamente que la confundís, os lo ju––¿Y te interesa eso mucho, Guiche

preguntó el príncipe.

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––Mucho, señor.––Pues bien, concedido; pero no me p

más despachos, porque no hay más plazas.–– ¡Ah! ––murmuró el caballero––. ¡La

ya! La hora fijada para la marcha.––¿Me echáis, caballero? ––preguntó Gui

––¡Oh conde! ¡Cómo me maltratáis hocontestó afectuosamente el de Lorena.–– ¡Por Dios, conde!–– ¡Por Dios, caballero! ––dijo Monsi

No os querelléis así. ¿No veis que esoapena?––¿Firmáis eso? ––preguntó Guiche.

–– Tomad un despacho de esa carpeta y melo.Guiche obedeció. El príncipe firmó.–– Tomad ––dijo entregándoselo––; pero

una condición.

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–– ¿Cuál?––Que os reconciliéis con el caballero.

–– Con mucho gusto.Y le alargó una mano con una indifereque parecía desprecio.

––Ea, conde ––dijo el caballero, sin panotar el desdén de Guiche––; idos y traeuna princesa que no desdiga mucho de su rto.

––.Sí, andad y volved pronto... A propósit

quién os lleváis?––A Bragelonne y a Wardes.––Intrépidos compañeros.

––Demasiado ––dijo el caballero––: hacetraerlos a ambos.––¡Corazón villano! ––murmuró el condeY saludando a Monsieur, salió. Al lleg

vestíbulo levantó en el aire el despacho fi

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do. Malicorne se precipitó y lo recibió temdo de alegría.

Pero, después de haberlo recibido, conGuiche que aguardaba alguna otra cosa.

–– ¡Paciencia, amigo, paciencia! ––dijcliente––. Estaba allí el señor caballerotemido fracasar si pedía demasiado de unpe. Esperad que yo regrese, y adiós.

––Adiós, señor conde, y mil gracias –Malicorne.––Y enviadme a Manicamp. A propósito

cierto que la señorita de La Vallière es cojaEn el momento de pronunciar estas pala

paraba un caballo detrás de él.

Volvióse, y vio palidecer a Bragelonne,entraba en aquel instante en el patio.El pobre amante había oído. No así Ma

ne, que ya estaba fuera del alcance de su vo

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––¿Por qué se habla aquí de Luisa? ––seguntó Raúl––. ¡Oh! ¡El cielo libre a, Wardhablar una palabra de ella delante de mí!

––Vamos, señores ––gritó el conde de che––; ¡en marcha!

En aquel momento apareció en la ventanpríncipe, que ya había acabado de embellec

LXXXIIEN EL HAVRE

La escolta toda le aclamó, diez minutospués, bandera, bandas y plumas flotaban ondulación del galope de los corceles.

Aquella corte tan brillante; tan alegre,animada par contrarios sentimientos, llegHavre cuatro días después de su salida derís. Eran las cinco de la tarde, y aun no se

noticia alguna de la princesa.

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Buscáronse alojamientos; pero desde entocomenzó una gran confusión entre los señgrandes disputas entre los lacayos, y en m

de aquel ruido el conde de Guiche creyó nocer a Manicamp.El era, en efecto, el llegado, pero como

corne habíase puesto su mejor traje, no pu

comprar más que un vestido de terciopeloleta bordado en plata.Guiche lo reconoció, por el vestido y el

blante. Había visto muchas veces a Manic

aquel traje violeta, su último recurso..Manicamp presentóse al conde de Guichjo una bóveda de hachones que incendimás que iluminaban él pórtico por el quentraba en El Havre, situado cerca de la torFrancisco I.

El conde, al ver la triste figura de Manicno pudo contener la risa.

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––¡Hola, mi Manicamp! Hétenos aquí vi¿Estás de luto?

—Sí, señor, de luto.––¿Por quién o por qué?––Por mi traje azul y oro, que ha desapa

do, y en vez del cual no he podido enco

mas que éste, y aun me ha sido preciso nomizar para sacarlo de manos de los preros.

––¿Es verdad?

––¡Diablo! Sorpréndete de eso, tú que mjas sin dinero.––Pero al fin ya estás aquí, y esto es lo p

pal.

––Sí, por sendas malditas. ¿Dónde estásjado?

––¿Alojado?––Sí.

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––No estoy hospedado. Guiche se echó a ––En fin, ¿dónde te hospedarás?

––Donde te hospedes tú.––Pues, no lo se…––¿Cómo que no lo sabes?––Indudablemente. . ¿Cómo quieres que

dónde me hospedaré?––Pues qué, ¿no has tenido un hotel?––¡Yo!

––Tú o el príncipe.––No hemos pensado en eso, ni el uno

otro. El Havre es grande, y con tal de que tuna cuadra para doce caballos y una casa pia en un buen barrio...

––¡Oh! Hay casas muy elegantes.––Entonces...

—Sí, pero no para nosotros.

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––¿Cómo que no para nosotros? ¿Para qentonces?

––Para los ingleses.–– ¿Cómo?––Sí, todas están alquiladas.––¿Por quién?––Por el señor de Buckingham.––¿Es cierto? ––dijo Guiche, a quien esta

bra alarmó.

––Sí, querido; por el señor de Buckinghagracia se ha hecho preceder por un correo;correo llegó hace tres días, y ha guardado tlas habitaciones alquilables que se encontren la ciudad.

––Veamos, Manicamp; entendámonos.–– ¡Pardiez! Lo que te digo es bien claro

parecer. .

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––Pero el señor de Buckingham no ocutodo El Havre.

––No lo ocupa, es cierto, porque aún ndesembarcado; pero una vez desembarcadocupará.

––¡Oh, oh!

––¡Bien se ve que no conoces a los ingLes place acapararlo todo.––Ya; pero un hombre que tiene toda un

sa, se contenta con ella y no toma dos.

––Sí, pero dos, hombres...––Sean los que tú quieras; pero hay cien

en el Havre.––Bueno, eso quiere decir que están alq

das las cien.––¡No puede ser!––Pero, terco, cuando te digo que el señ

Buckingham ha alquilado todas las casas

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rodean a la en que deben apearse Su Majela reina viuda de Inglaterra y la princeshija...

––¡Ah! He aquí una cosa extraña ––dijodes acariciando la crin de su caballo.

––Así es, señor.

–– ¿Estáis seguro, señor de Manicamp?Y al hacer esta pregunta miraba con maliGuiche, como para interrogarle sobre el gde confianza que podía tenerse en razón damistad.

Durante este tiempo había llegado la noclos hachones, los lacayos, los escuderoscaballos y las carrozas ocupaban toda la plas antorchas se reflejaban en las aguas delen flujo, mientras al otro lado percibíansefiguras curiosas de marineros y pueblo procuraban no perder nada del espectáculo.

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Durante todas estas vacilaciones, Bragelocomo si hubiera sido extraño a todo, se mnía a caballo algo detrás de Guiche, y m

los juegos de luz que se elevaban de las aal mismo tiempo que respiraba con delicolor de las ondas que arrojaban al aire supuma y al espacio su ruido.

––Pero, en fin ––murmuró Guiche––, ¿qzón ha tenido el señor de Buckingham parprovisión de alojamientos?

––––Sí ––preguntó Wardes––, ¿qué razón

––¡Oh! Una excelente ––contestó Manica––Pero, al fin, ¿la sabes?––Creo que sí.

––Habla, pues.––Entonces aplica tu oído. ¡Diantre! ¿A

no puede decirse sino en voz baja?––Tú mismo juzgarás.

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––Bien.Guiche inclinó la cabeza.

––El amor ––dijo Manicamp.––No entiendo.––¿Dices que aún no comprendes?––Habla.––Pues bien; pasa por cierto, señor conde

Su Alteza Real será el más infortunado demaridos

––¡Cómo! ¿El duque de Buckingham?–– Semejante nombre lleva la desgracia

príncipes de la casa de Francia.––¿Entonces... el duque... ?––Aseguran que está locamente enamo

de la joven princesa, y no quiere que nadieél, se acerque a ella.

Guiche palideció.

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––Bien, gracias ––dijo apretando la manManicamp.

Luego, levantándose:––Por el amor de Dios ––dijo a Manicam

has de modo que este proyecto del duqueBuckingham no llegue a oídos franceses, ocontrario, Manicamp, relucirían al sol depaís espadas que no tienen miedo a los acingleses. Además ––dijo Manicamp––, eseno está demostrado, y tal vez sólo sea, un cto.

––No ––dijo Guiche––; debe ser verdad.Y contra su voluntad rechinaron los die

del joven.––Y bien, después de todo, ¿qué te imp

¿Qué es lo que a mí me interesa que el prísea lo que fue el difunto rey? Buckinghapadre, para la reina; Buckingham, hijo, pajoven princesa; nada para nadie.

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––¡Manicamp, Manicamp!––¡Demonio!... Es un hecho; o al menos

cho.–– ¡Silencio! ––dijo el conde.–– ¿Y por qué silencio? ––exclamó Wa

–. Es un hecho muy honroso para la na

francesa. No sois de mi parecer, señor degelonne?––¿Qué hecho? ––dijo distraído Bragelon––Que los ingleses rindan así homenaje

belleza de nuestras reinas y de nuestras prisas.Perdonadme; mas no he entendido lo qu

ha dicho, y os pido me lo expliquéis.

––Sin duda, fue necesario que el señoBuckingham, padre, viniese a París, para qrey Luis XIII se apercibiese de que su espouna de las más bellas damas de la cort

Francia; y ahora, es necesario que el señ

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Buckingham, hijo, consagre a su vez, con menaje que le rinde, la hermosura de una pcesa de sangre francesa. Será en lo sucesiv

diploma de belleza haber inspirado amorotro lado del mar.––Señor ––contestó Bragelonne––, no m

ta hacer burlas sobre estas materias. Noso

caballero; somos los guardadores del honolas reinas y de las princesas. Si nos reímoellas, ¿qué harán los lacayos?

––¡Oh, caballero! ––dijo Wardes, cuyo

centellearon––. ¿Cómo debo tomar lo qudecís?––Tomadlo como os plazca ––contestó

mente Bragelonne.

––¡Bragelonne! ––exclamó Guiche.––¡Señor de Wardes! ––gritó Manicamp

do al joven impulsar su caballo hacia el de

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––Caballero ––dijo Guiche––, no deis jante espectáculo al público y en la calle. des, habéis hecho mal.

–– ¡Mal! ¿Y en qué?––¿En qué? Habláis siempre terriblemen

todos y de todas ––replicó Raúl con su imcable sangre fría.

––Sed indulgente, Raúl ––1e dijo por loGuiche.

––Y no os batáis antes de haber descanno haríais nada útil ––dijo Manicamp.

–– ¡Vamos, ,vamos, señores, adelanteprosiguió Guiche.

Y al punto, apartando pajes y caballos, a

se camino hasta la plaza por en medio dmultitud, atrayendo tras sí a todo el cortejfranceses.

Había abierta una gran puerta que daba a

patio. Guiche penetró en él; Bragelonne,

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des, Manicamp y otros tres o cuatro caballe siguieron.

Allí se tuvo una especie de Consejo de gudeliberóse sobre el medio que era precisoplear para salvar la dignidad de la embajada

Bragelonne optó por que se respetase el cho de prioridad.

Wardes propuso entregar al saqueo la ciudTal proposición pareció un poco fuerte a

nicamp.

Propuso dormir antes que nada esto ermás prudente.Por desgracia, para seguir su consejo sól

taban dos cosas: una casa y camas.

Guiche meditó algún tiempo, después, en alta voz:

––¡Quien quiera que me siga!

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––¿Los criados también? ––preguntó unque se había acercado al grupo.

––¡Todo el mundo! ––gritó el fogoso jovEa, Manicamp, condúcenos a la casa que ocupar la princesa.

Sin adivinar nada sobre el proyecto del cosus amigos le siguieron, escoltados pormuchedumbre popular cuyas aclamacionalegría formaban feliz presagio para el proto, aun ignorado, de aquella fogosa juventu

El viento soplaba fuertemente y densas gas agitaban el mar.

LXXXIII

EN EL MAR

La mañana siguiente apareció un poco serena, aunque el viento seguía soplando.

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El sol habíase alzado sobre un lecho de nrojas, y lanzaba sus rayos ensangrentados slas crestas de las negras olas.

Los vigías acechaban impacientes. A eslas once de la mañana se descubrió un buque arribaba a velas desplegadas; otros doseguían a cierta distancia.

Venían como flechas disparadas por vigsos arqueros, y no obstante, estaba la maalborotada, que la rapidez de su marcha enda disminuía los terribles balanceos de los

ques.Pronto conociéronse los colores de la floglesa; a la cabeza iba el buque, montado pprincesa con el pabellón del almirantazgo.

Inmediatamente se propagó el rumor de llegaba la princesa. Toda la nobleza corrpuerto y la plebe a los muelles.

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Dos horas después, no atreviéndose losques a aventurarse en la estrecha entradapuerto, echaron anclas entre El Havre y el H

Terminada esta maniobra; el navío almirsaludó a Francia con doce cañonazos, queron contestados uno a uno por el fuerte Fcisco I.

Al momento salieron al mar cien embarcnes, empavesadas de ricas telas y destinadconducir a los caballeros franceses hastbuques anclados fuera del puerto.

Mas al ver las olas levantarse en montañestrellarse con horrible mugido en la pcomprendíase que ninguna de aquellas ballegaría a la cuarta parte de la distancia había de atravesar hasta los navíos sin hzozobrado.

A pesar del viento y de la mar, un faluchaprestaba a salir del puerto para ponershabla con el almirante inglés.

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El de Guiche buscaba entre todas las emcaciones una que fuera algo mas sólida quotras, y que ofreciera más probabilidade

llegar a los bajeles ingleses, cuando apercifalucho que aparejaba.––Raúl ––dijo––, ¿no consideras que e

gonzoso, para hombres inteligentes y fu

como nosotros, retroceder ante esta fuerzata del viento y del agua?––Precisamente estaba reflexionando en

–respondió Bragelonne.

––¿Quieres que nos embarquemos en eslucho y vayamos adelante, Wardes?––Cuidado, vais a ahogaros ––dijo Manic––Y para nada ––dijo Wardes––, pues te

do el viento de frente jamás llegaréis a lo. buques.

––¿De modo que no quieres?

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––Con mucho gusto perdería la vida enlucha contra hombres ––respondió Wardesrando oblicuamente a Bragelonne––; per

tengo el menor deseo de batirme a golperemo contra las olas.––Y yo ––dijo Manicamp––, aunque hu

de llegar a los buques, me cuidaría much

perder el único vestido decente que me quel agua salada mancha.–– ¿También tú rehúsas? ––murmuro Gui––Ya te he dicho que...––Pero mirad, mirad ––exclamó Guic

observa, Manicamp; desde el castillo de del navío almirante nos miran las princesas

––Razón de más, amigo, para no tomabaño ridículo delante de ellas.

––¿Con que no quieres, Manicamp?––No.

––¿Ni tú tampoco, Wardes?

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––Tampoco.––Entonces iré yo solo.

––No ––dijo Raúl––; yo os acompaño.El hecho es que Raúl, midiendo el peligsangre fría, lo juzgaba inminente; pero se ba guiar con gusto a hacer cualquiera cosa

la cual retrocediera Wardes.El falucho iba a marchar y Guiche llamó loto.

––¡Hola, barquero, necesitamos dos asien

Y liando algunos doblones en un pedazpapel, los tiró desde el muelle al buque.

––Parece que no tenéis miedo al agua sal–observó el patrón.

––De nada tenemos miedo nosotrosrespondió Guiche.

––Pues vamos allá, caballeros.

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El piloto acercóse al muelle, y ambos jóvcon ligereza igual, saltaron a bordo.

––Ea, valor, muchachos ––dijo Guiche remeros––; todavía hay veinte doblones enbolsa, y si llegamos al almirante son vuestr

Los remeros encorváronse sobre los remel barco se deslizó por la superficie de las o

Todo el mundo había tomado interés en expedición aventurada y todos tenían puelos ojos en la barca.

La débil embarcación permanecía algunaces como suspendida en las crestas espumy de repente se precipitaba en lo profundoabismo mugiente.

No obstante, después de una hora de lullegó cerca del navío almirante, del cual setacaban dos embarcaciones en su auxilio.

Sobre el castillo de popa del almirante y epabellón de terciopelo, madame Enriqu

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viuda, y la joven Madame, a cuyo lado estaalmirante, conde de Norfolk, miraban corror aquella barca elevarse hasta el cielo

mergirse hasta el infierno, sobre cuya velallaban como luminosas apariciones los nrostros de los dos caballeros franceses.

La tripulación del navío aplaudía la brav

de aquellos intrépidos, la destreza del pilola fuerza de los remeros.Un viva triunfal acogió su llegada a bordoY el conde de Norfolk, hermoso joven de

veintiocho años salió a recibirlos.El de Guiche y Bragelonne subieron con

reza la escalera de estribor, y, conducidos pconde, fueron a saludar a las princesas. El

peto, y principalmente cierto temor de quse daba cuenta, habían impedido hasta entoal conde de Guiche mirar con atención a ven Madame.

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Ésta, por el contrario, lo había distingdesde luego y preguntado a su malee:

––¿No es Monsieur ese que divisamos barca?

Madame Enriqueta, que conocía a Monmejor que su hija, se sonrió de este yerro amor propio, y le contestó:

––No, ese es el señor de Guiche, su favorA esta contestación, la princesa se vio p

sada a contener la instintiva benevolencia vocada por la audacia del conde.

En el instante de hacer la princesa esta gunta; se atrevió Guiche a levantar los opudo comparar el original con el retrato.

Cuando vio su pálido semblante, sus animados, sus adorables cabellos castañolinda boca y su ademán eminentemente resufrió tal emoción, que hubiese vacilado sapoyo del brazo de Raúl.

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Pero la mirada sorprendida de éste y el gbenévolo de la reina le hicieron volver en s

En cuatro palabras explicó su misión: dijera el enviado de Monsieur, y saludó, segúrango y los cumplimientos que le hicieroalmirante y a los señores ingleses que agrbanse alrededor de las princesas.

Raúl fue presentado a su vez y perfectamacogido: todo el mundo sabía la parte quconde de la Fère había tomado en la restación del rey Carlos; y además, también el c

fue encargado de la negociación del matrnio que llevaba a Francia la nieta de EnriquRaúl hablaba perfectamente el inglés

constituyó en intérprete de su amigo parados caballeros ingleses que no conocían elcés.

En aquel momento apareció un joven detable belleza y espléndida riqueza de traje armas, y acercándose a las princesas, que

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versaban con el conde de Norfolk, dijo conque mal ocultaba su impaciencia:

––Vamos, señoras, es preciso saltar a tierrA esta invitación levantóse la joven Mad

para aceptar la mano que con viveza llendiversas expresiones le tendía el joven; pealmirante se interpuso entre la princesa recién llegado, y dijo:

––Un instante, milord de Buckingham; elembarco no es posible a esta hora para lamas, por lo agitado del mar; a eso de las cues probable que haya caído el viento; por cguiente, no desembarcarán hasta la tarde.

––Permitid, milord ––dijo Buckinghamirritación que no pretendió disfrazar. Veo

retenéis sin derecho a esas señoras. Unellas, ¡ay!, pertenece a Francia, que la recpor medio de sus embajadores.

Y con la mano señala a Guiche y a Raúl,

dándolos al mismo tiempo.

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––Yo no creo ––respondió el almirante––entre en las intenciones de estos señores ener la vida de las princesas.

––Milord, estos señores han llegado bieobstante el viento; permitidme creer que eligro no será mayor para estas señoras, qullevarán a favor.

––Estos señores son muy intrépidos ––dalmirante––; ya habéis visto, que muchos ban en el puerto y no se han determinadseguirlos. Por otra parte, el deseo de ofrec

antes posible sus homenajes a Madame y ilustre madre; les ha hecho desafiar los pelde la mar, muy mala hoy, aun para maripero estos señores, a quienes presentaré camigos a mi Estado Mayor, no deben serloestas señoras.

Una mirada furtiva de Madame sorprendrubor que cubría las mejillas del conde.

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Tal mirada no la apercibió Buckingham, no hacía más que mirar a Norfolk. Evidmente, estaba celoso del almirante, y pa

arder en deseos de arrancar a las princesassuelo movedizo de los navíos, en los quesoberano el almirante.

––Por lo demás ––repuso Buckingham––

lo a la misma Madame.––Y, yo milord ––contestó el almirante––lo a mi conciencia y a mi responsabilidad: prometido entregar sana y salva a Madam

cumpliré mi palabra.––No obstante...––Milord, permitid que os recuerde que

yo mando aquí.

––Milord ¿sabéis lo qué decís? ––resp.altivamente Buckingham.

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–– Perfectamente; y lo repito. Sólo yo maquí, milord, y todos me obedecen; la maviento, los navíos y los hombres.

Esto fue noblemente pronunciado. Raúl el efecto que hacía en Buckingham, que stremeció y apoyó en uno de los sostenes tienda para no caer; sus ojos se inyectaro

sangre, y la mano con que no se apoyaba gióse hacia la empuñadura de la espada.––Milord ––dijo la reina––, permitidme

ga que pienso lo mismo que el conde de

folk; aunque el tiempo estuviera apacible vorable, muy bien deberíamos algunas horoficial que nos ha conducido tan felizmencon tantos cuidados a la vista de las costaFrancia, donde debe dejarnos.

En lugar de responder, Buckingham conla mirada a Madame. Medio oculta en el cnaje de terciopelo y oro, nada oía de este dte, entretenida como estaba en mirar al c

de Guiche, que conversaba con Raúl.

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Este fue un nuevo golpe para Buckinghque le pareció descubrir en la mirada de dame Enriqueta un sentimiento mas profu

que el de la curiosidad.Retiróse vacilando y fue a chocar con el

mayor.––Milord de Buckingham no tiene pie

marino ––dijo en francés la reina madre; dablemente, por eso desea tocar tan pronttierra firme.

El joven oyó estas palabras, palideció y tiró, confundiendo en un suspiro sus antigamores y sus odios recientes.

Sin preocuparse el almirante del mal hude Buckingham, hizo pasar a las princesas

cámara de popa, donde estaba preparadacomida con suntuosidad digna de todosconvidados.

El almirante tomó asiento a la derech

Madame, y colocó a Guiche a su izquierda

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era el lugar que ordinariamente ocupaba kingham.

De suerte que, cuando entró en el cometuvo el sentimiento de verse relegado poetiqueta a un rango inferior al que había pado hasta entonces.

Por su parte, Guiche, acaso más pálido coventura que su adversario con su cólera, setó temblando junto a la princesa, cuyo traseda, al rozar con su cuerpo, hacía pasartodo su ser unos estremecimientos de triste

voluptuosidad desconocidos para él hastatonces.Después de la comida se adelantó Buck

ham a dar la mano a Madame..

Entonces le correspondió a Guiche dar lación al duque.––Milord ––le dijo––, sed bastante amab

ra no interponeros entre Su Alteza Real,

dame y yo.

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Desde este momento pertenece Su Atezaa Francia, y es la mano de Monsieur, hermdel rey, la que toca la mano de la prin

cuando me hace el honor de tocar la mía.Y al decir estas palabras, presentó su ma

la joven Madame ron una timidez tan visibal mismo tiempo con tanta nobleza, que se

un murmullo de admiración entre los inglen tanto que Buckingham suspiraba de doloRaúl amaba, y lo comprendió todo.Y fijó en su amigo una de esas miradas

fundas, que solamente el amigo o la madrtienden, como protector o vigilante, sobhijo o el amigo que se extravía.

A eso de las dos cayó el viento; isóse el

mar quedó como una luna de cristal, y la brque cubría las costas se desgarró como unque vuela a pedazos.

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Entonces se divisaron las risueñas costaFrancia con sus mil casas blancas, destacánsobre el verde de los árboles o el azul del c

LXXXIVLAS TIENDAS

Como ya sabe el lector, el almirante habmado el partido de no fijar la atención enojos amenazadores ni en los arrebatos

vulsivos de Buckingham.Efectivamente, desde la salida de Inglater

debía haber acostumbrado poco a poco a elEl de Guiche no había advertido aún esa

mosidad que el joven lord parecía tener coél; mas tampoco sentía ninguna simpatía pfavorito de Carlos II.

La reina madre, con mayor experiencia y

calma, dominaba toda la situación, y com

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nocía el peligro de ella, se disponía a cornudo cuando llegase el momento.

Este momento llegó.Se había restablecido la fría calma en

partes, menos en el corazón de Buckingque en su impaciencia repetía a media vozjoven princesa:

––Señora, señora, os suplico encarecidamque saltemos a tierra, en nombre del Cielo.veis que ese fatuo de conde de Norfolk memorir con sus cuidados y adoraciones hvos?

Enriqueta oyó estas palabras, sonrióse y do a su voz esa inflexión de dulce reprochelánguida impertinencia con que la coque

sabe contentar a la vez que formula una espde defensa, murmuró:––Mi querido lord, ya os he dicho que e

loco.

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Como hemos dicho, ninguno de estos detescapaba a Raúl; había oído la súplica de kingham y la respuesta de la princesa; h

visto al duque dar un paso atrás al oír éstaun suspiro y pasarse la mano por la frente;comprendió todo, estremeciéndose al aprel estado de cosas y de ánimos.

El almirante, en fin, con lentitud medidio las últimas órdenes para echar al aguacanoas.

Buckingham acogió estas órdenes con

transportes, que un extraño hubiese creídoel joven tenía turbada la razón.A la voz del conde de Norfolk bajó del c

do del navío almirante una enorme barca pavesada, que podía contener veinte remerquince personas de pasaje.

Pabellones de terciopelo con las armas dglaterra, bordadas en oro, formaban el prin

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adorno de esta barca verdaderamente reApenas tocó en el agua y apenas

los remeros levantaron sus remos, aguardo como soldados el embarque de la princuando Buckingham corrió a la escalera ocupar su puesto en la canoa.

Pero la reina lo detuvo.–– Milord ––le dijo––, no conviene qu

permitáis a mi hija y a mí ir a tierra sin qutén preparados los alojamientos de una mapositiva. Os suplico, pues, que os adelantéHavre y cuidéis que todo esté en orden nuestro servicio.

Este fue otro golpe para el duque, tanto terrible cuanto que no era esperado.

Balbuceó, ruborizóse; pero no pudo resder.

Había creído poder quedarse al lado de dame durante la travesía, y saborear así has

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último de los momentos que le concedsuerte.

Pero la orden era expresa.El almirante, que la había oído, exclamó

acto:––¡Al agua la chalupa!

Esto fue ejecutado con la peculiar rapidelas maniobras en los buques de guerra.Desolado Buckingham, dirigió una mirad

desesperación a la princesa, otra de ruego

reina, y otra de cólera al almirante.La princesa fingió no verla.La reina volvió la cabeza a otra parte.

El almirante se rió. Buckingham estupunto de lanzarse sobre Norfolk.La reina madre se levantó, y le dijo imp

vamente:

–– ¡Marchad, caballero!

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El joven duque se detuvo, pero intentandúltimo esfuerzo, preguntó sofocado por diversas emociones:

––¿Y vosotros, caballeros? Vos, señor deche, señor de Bragelonne, ¿no me acompañ

El de Guiche se inclinó.

––Yo, lo mismo que el señor de Bragelestoy a la disposición de la reina; lo quemande, eso haremos.

Y miró a la joven princesa, que bajó los o

––Perdonad, señor de Buckingham ––rela reina––, pero el de Guiche representa aMonsieur, y debe hacernos los honoresFrancia, como vos nos habéis hecho los dglaterra; no puede, pues, dispensarse de acpañarnos, y además, bien debemos este peño favor al esfuerzo que ha hecho por vebuscarnos.

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Buckingham abrió la boca como para resder; pero bien sea que no encontraba un samiento o palabras para formularlo, no

pegó los labios, y saltó del navío a la chaluLos remeros no pudieron contenerlo ni c

nerse, pues el peso y el golpe por poco hiczozobrar la barca.

––Decididamente, está loco milord ––dalmirante a Raúl.––Tengo miedo por él ––contestó BrageloTodo el tiempo que tardó la chalupa en ll

a tierra, no cesó el duque de dirigir sus miral navío, como haría un avaro a quien arresen su riqueza, o una madre a quien alejasesu hija para conducirla a la muerte.

Pero nadie respondió a sus signos, a susnifestaciones, a sus imprudentes actitudes.

Buckingham aturdióse de tal modo, qudejó caer sobre un banco, tirándose de los

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llos, mientras los indiferentes remeros. havolar la chalupa sobre las olas.

Al llegar a tierra estaba en un entorpecimto tal, que si no hubiese encontrado en el pual mensajero a quien había hecho tomar llantera como aposentador, no habría sabdecir dónde estaba.

Cuando llegó a la casa que le estaba desda, encerróse en ella como Aquiles en su tiMientras tanto la falúa real se despegabanavío almirante en el momento en que

kingham saltaba a tierra.Una lancha le seguía, llena de oficialecortesanos y de súbditos.

Toda la población del Havre; embar

apresuradamente en lanchas de pescadores chalupas normandas, salió al encuentro dfalúa real.

El cañón de los fuertes retumbaba, el n

del almirante y los otros dos buques cont

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ban a las raleas. Nubes de espeso humo sepaban en el azul del firmamento.

La princesa llegó a la escalinata del mudonde una alegre música la esperaba y setodos sus pasos.

En tanto que caminaban al centro de ladad, pisando ricas tapicerías y guirnaldaflores; el de Guiche y Raúl, separándose dingleses, tomaban otro camino a fin de lmás prontamente al lugar designado comosidencia de Madame.

––Vamos pronto ––decía Raúl a Guicpues según el carácter que advierto en ese kingham, nos hará alguna mala pasada cuavea el resultado de nuestra deliberaciónayer.

––¡Oh! ––murmuró el conde––. Allí teneWardes que es la firmeza en persona, y a Mcamp, que es la misma dulzura.

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Cinco minutos después se encontraban dete del edificio de la Municipalidad.

Lo primero que les llamó la atención fuemultitud de gente reunida en la plaza.

––Bien ––dijo Guiche––, parece que yaconstruidos nuestros alojamientos.

En efecto, en la misma plaza se habían letado ocho tiendas de la mayor elegancia, anadas con los pabellones de Francia y dglaterra unidos.

La Casa Ayuntamiento estaba rodeadatiendas como un caprichoso cinturón; diez y doce caballos ligeros, dados por escolta embajadores, montaban la guardia delantellas.

El espectáculo era curioso, original, y prtaba cierto aspecto mágico.

Estas habitaciones improvisadas habían construidas durante la noche. Por dentro y

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fuera estaban revestidas de valiosas telasGuiche he había podido procurarse en El re, y circuían enteramente la Casa Consist

morada de la princesa; estaban reunidas unotras por medio de cuerdas de seda, y guadas por centinelas; de modo que el planBuckingham se hallaba completamente truido, si semejante plan consistía realmenguardar para sí y sus ingleses las avenidas Casa Ayuntamiento.

El único paso que daba acceso a las gradaedificio, y que no estaba cerrado por esta bcada de seda, era guardado por dos tiensemejantes a dos pabellones, cuyas puabríanse a ambos lados de la entrada.

Estas dos tiendas eran las de Guiche y Raen su ausencia debían ser ocupadas: la primpor Wardes, y la otra, por Manicamp.

Alrededor de ellas y de las otras seis, untenar de oficiales, de caballeros y de famil

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brillantes de seda y oro, zumbaban como aen rededor de la colmena.

Todos ellos, con la espada ceñida, estdispuestos a obedecer a cierta señal de Guide Bragelonne los dos jefes de la embajada

En el momento de aparecer los dos jóvenextremo de una calle que finalizaba en la pvieron que la atravesaba al galope de su caun joven de maravillosa elegancia. Iba diendo la muchedumbre de curiosos, y, vista de aquellas construcciones improvisa

dio un grito de cólera y desesperación.Era Buckingham, salido de su estupor ponerse un elegante traje e ir a esperar a dame y la reina al Consistorio.

Pero a la entrada de las tiendas le cortaropaso, y fuerza le fue detenerse.Exasperado, alzó el látigo; pero dos ofic

le agarraron el brazo. De los dos guardia

sólo uno estaba allí, pues Wardes había su

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a la Municipalidad para comunicar órdenGuiche.

Al ruido hecho por Buckingham, Manicperezosamente tendido sobre los cojines dtienda, se levantó con su flojedad acosbrada, y oyendo que continuaba el ruido, reció entreabriendo las cortinas.

––¿Qué es eso? ––dijo con dulzura––. ¿mete ese ruido? Hizo la casualidad que rense el silencio en el momento en que comena hablar, y que, aunque su acento fuese m

rado, todo el mundo oyera su pregunta. Bkingham se volvió y miró aquel cuerpo flaquel rostro indolente.

Probablemente, la figura de nuestro cabalvestido por otra parte con tanta sencillez chemos dicho, no le inspiró gran respeto, respondió con desdén.

–– ¿Quién sois, caballero? Manicamp seyó en el brazo de un soldado enorme y só

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como un pilar de catedral, y contestó emismo tono tranquilo:

––¿Y vos, caballero?––Yo soy milord duque de Buckingham

alquilado todas las casas que rodean la Mupalidad; y puesto que están alquiladas, sonas; y ya que las he tomado para

tener libre el paso hasta el Consistorio, vtenéis derecho a cerrármelo.

––Pero, caballero, ¿quién os prohíbe pasa

––Vuestros centinelas.––Es porque queréis pasar a caballo, y; la

signa es no permitirlo más que a los operar––Nadie tiene derecho a dar consignas

sino yo ––dijo Buckingham.––¿Cómo es eso, caballero? ––preguntó M

camp con su dulce voz––. Hacedme la gracexplicarme ese misterio.

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––Porque, como ya os he dicho, he alqutodas las casas de la plaza.

––Ya lo sabemos, puesto que no nos ha dado más que la plaza misma.

––Os equivocáis, caballero; la plaza es como las casas.

––¡Oh! Perdonad; estáis en un error, seque la casa del rey es nuestra casa; la pladel rey, luego la plaza es nuestra, pues sosus embajadores.

––¡Ya os he preguntado quién sois, caba––dijo Buckingham exasperado de la sangrdel interlocutor.

––Me llaman Manicamp ––contestó el con voz eolia; ¡tan suave y armoniosa era!

Buckingham encogióse de hombros y dijo––Cuando alquilé las casas que rodea

Ayuntamiento, la plaza estaba libre, esas b

cas obstruyen mi vista... ¡Quitadlas!

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Un murmullo amenazador corrió por el atorio.

Guiche llegaba en aquel momento; hendmultitud, y, seguido de Raúl, llegó por una te, mientras Wardes llegaba por otra.

––Perdón, milord ––exclamó––; pero si alguna reclamación que hacer, tened la bonde hacérmela a mí, puesto que soy quiendado los planos de estas construcciones.

––Y además os haré notar que la palabrrraca se toma en mal sentido ––añadió grsamente Manicamp.

–– ¡Conque decíais.. ! ––prosiguió Guich––Que es imposible que estas tiendas pe

nezcan donde están ––repuso Buckinghamacento de extremada rabia, aunque temppor la presencia de un igual.

––¡Imposible!...

–– ¿Y por qué?

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–– Porque me estorban.El de Guiche hizo un movimiento de im

ciencia, que contuvo una mirada fría de Ra––Menos deben estorbar que ese abus

prioridad que os habéis permitido.––¡Abuso!

––Sin duda. Enviáis aquí a un mensajeroalquile en nombre vuestro toda la ciudadinquietaros por los franceses que venían a bir a Madame. Eso es poco fraternal, señoque, para el representante de una nación am

––La tierra es del primer ocupante ––reBuckingham.

––No en Francia, caballero.

––¿Y por qué no en Francia?––Porque es este el pueblo de la urbanida

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––¡Qué queréis decir! ––exclamó Buckinde manera tan arrebatada que los pescadretrocedieron, esperando una colisión.

––Es decir, caballero ––respondió Guichlideciendo––, que yo he hecho construiralojamiento para mí y para mis íntimos, casilo de los embajadores de Francia, únic

bergue que vuestra exigencia nos ha dejadla ciudad; y que en este alojamiento habitay los míos, a menos que una voluntad másderosa me despida.

––Eso es, que nos digan no ha lugar, comdice en los tribunales ––añadió dulcemManicamp.

Enojado Buckingham, echó mano a la eñadora de su espada. En aquel momentcuando la diosa Discordia, inflamando losmos, iba a dirigir todas las espadas contrpechos humanos, Raúl dijo a. Buckingham

––Una palabra, milord.

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–– ¡Mi derecho! ¡Mi derecho primerexclamó el fogoso joven.

––Respecto a ese punto, justamente;: ría tener el honor de hablaros ––dijo Raúl––Bien; pero nada de discursos largos;

llero.

––Una sola pregunta; no puedo ser másve.–– Hablad.––¿Sois vos, acaso, el señor duque de Or

el que va a casarse con la nieta de Enrique ––¿Qué decís? ––preguntó Buckingham

trocediendo, asustado.––Contestadme, caballero ––insistió tra

lamente Raúl.––¡Vuestra intención es de burla caballer

exclamó Buckingham.

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––Eso me basta, señor, porque confesáisno sois vos quien va a casarse con la princeInglaterra.

––Me parece que bien sabéis eso.–– Perdonad; con vuestra conducta, la

no era muy ciara.

––Vamos al caso: ¿qué pretendéis deciRaúl se acercó al duque y le dijo bajanvoz.

––Tenéis arranques que se parecen a c

¿Sabéis eso, milord? Esos celos, con respuna mujer, no sientan bien a quien no sea amante ni su esposo; y con mucha más rme parece que comprenderéis esto cuandomujer es una princesa.

––¡Caballero! ––dijo Buckingham––. ¿Ina madame Enriqueta?

––Vos sois quien la insulta, milord ––con

fríamente Bragelonne––. Ahora poco en e

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vío almirante exasperasteis a la reina y cateis la paciencia del conde de Norfolk; yobservaba y os creí primero loco; mas des

adiviné el carácter real de esa locura.–– ¡Caballero!––Diré más. Presumo ser el único de los

ceses que lo haya adivinado.–– ¿Pero sabéis ––dijo Buckingham, est

ciéndose de ira y de inquietud––, sabéisusáis un lenguaje que merece reprensión?

––Pensad vuestra palabra; milord ––dijo altivamente––. Yo no soy de una sangre cvivacidades se dejen reprimir, mientras por el contrario, vos sois de una cuyas pasison sospechosas a los buenos franceses. M

os repito por segunda vez que consideréque hacéis.––¡Cómo! ¿Me amenazáis por ventura?

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––Yo soy el hijo del conde de la Fère, señBuckingham, y no amenazo jamás, porquero primero. Así, entendámonos bien... la

naza que os hago es ésta.Buckingham apretó los puños; pero Raúl

siguió como si nada hubiese visto:––A la primera palabra impertinente qu

permitáis con respecto a Su Alteza Real...Tened calma, señor de Buckingham, que tante tengo yo.

–– ¿Vos?––Sin duda. Mientras Madame ha estad

territorio inglés, he callado; mas ahora queel suelo de Francia; ahora que nosotrohemos recibido en nombre del príncipe, el

mer insulto que en vuestra rara adhesión cotáis contra la casa de Francia... tengo dos dos que tomar... O confieso delante de todlocura de que estáis afectado en este momu os envío vergonzosamente a Inglaterra...

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lo preferís, os doy de puñaladas en plena ablea. Por lo demás, este segundo medio mrece el más conveniente y supongo que

atendré a él.Buckingham se había puesto más pálido

el cuello de encaje inglés que rodeaba suganta.

––Señor de Bragelonne ––repuso Bucham––, ¿es un caballero el que habla demodo?

—Sí, sólo que este caballero habla a unCuraos, milord, y emplearé otro lenguaje.

––¡Oh, señor de Bragelonne! ––murmuduque con voz sofocada y llevándose las mal cuello––. ¡Bien sabéis que me muero!

––Si tal sucediera en este instante ––respoRaúl con inalterable sangre fría––, lo vería una felicidad, porque este suceso preventoda clase de perversos propósitos sobre v

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la persona ilustre a quien vuestra adhecompromete tan locamente.

––¡Oh! ¡Tenéis razón! ––dijo el joven, adado––. ¡Sí, sí... morir!... Más vale morisufrir lo que sufro en este momento.

Y diciendo èsto, llevó la mano a un lindñal, todo guarnecido de pedrerías, y lo dicontra el pecho.

Raúl detúvole el brazo, y dijo:––Cuidado, caballero; si no os matáis h

un acto ridículo, y si os matáis mancharésangre el traje nupcial de la princesa deglaterra.

Buckingham permaneció inmóvil un mindurante el cual temblaron sus labios, se emecieron sus mejillas y rodaron sus ojos los de una persona delirante.

Pero, luego dijo de pronto:

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––Señor de Bragelonne, no conozco un zón mas noble que el vuestro; sois dignodel más acabado caballero… Habitad vue

tiendas.Y echó los brazos al cuello de Raúl.Maravillada toda la concurrencia de este

vimiento, que de ningún modo podía espeprorrumpió en frenéticos vivas.

Guiche también abrazó a Buckingham, adisgusto, pero al fiel le abrazó.

Esta fue la señal; ingleses y franceseshasta entonces habíanse mirado con preción, fraternizaron en el mismo instante.

Mientras sucedía esto, llegó el cortejo dprincesas, quienes, a no ser por Bragelohubieran encontrado batallas y sangre.

Todo quedó en calma al aparecer las primbanderas.

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LXXXVLA NOCHE

Reinaba ya la concordia en las tiendas. Ises y franceses rivalizaban en galantería con las ilustres viajeras, y en urbanidad ent

Aquéllos enviaron a los franceses florelasque habían hecho provisión para festellegada de la princesa; los franceses invitalos ingleses a una comida que debían dar esiguiente.

Madame recogió a su paso entusiastas maciones.

Aparecía como una reina, a causa del res

de todos; como un ídolo, a causa de la adción de algunos.La reina madre dispensó a los francese

más afectuosa acogida. Francia era su pahabía sido demasiado desgraciada en Ingla

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para que Inglaterra la hubiera hecho olvidFrancia, de este modo enseñaba a su hiamor al país donde ambas habían encontrad

hospitalidad, y donde ahora iban a encontrfortuna de un porvenir. brillante.Al caer la noche, envolviendo con su ve

trellado el mar, el puerto, la ciudad y el cam

aun conmovido por este gran suceso, el de che entró en su tienda y se sentó en un esccon tal expresión de dolor, que Bragelonnestuvo mirando hasta que lo oyó suspirartonces se acercó a él y le preguntó con airetido:

––¿Padeces, amigo mío?–– Cruelmente.

––Del cuerpo, ¿no es verdad?––Sí, del cuerpo.

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––Efectivamente, el día nos ha cansadocho ––continuó el joven, fijos los ojos enterrogado.

—Sí, el sueño me hará descansar.––¿Deseas que te deje solo?––No, tengo que hablarte.

––No te dejaré hablar hasta después de hate preguntado.––Pues, pregunta.––Pero sé sincero.––Como siempre.––¿Sabes por qué estaba Buckingham ta

rioso?

––Lo sospecho.––Ama a Madame, ¿no es verdad?––Cualquiera lo juraría; viéndolo.

––Pues bien, eso no es nada.

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–– ¡Oh! Te equivocas esta vez, Raúl; bileído su pena en los ojos, en su gesto y endesde esta mañana.

––Eres poeta, mi querido conde, y en todpoesía.

––Y principalmente el amor.

––Donde no existe.––Donde existe.––Vamos, Guiche; ¿crees no engañarte?––¡Oh!. ¡Estoy seguro de ello! ––murmu

viveza el conde.––¿Y qué te hace tan penetrante? ––preg

Raúl con profunda mirada.

––El amor propio ––contestó Guiche vate.–– ¡El amor propio! Muy vago es eso.––¿Qué quieres decir?

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–– Quiero decir que ordinariamente estásnos triste que esta noche.

––El cansancio.––¿El cansancio?––Sí.––Oye, amigo; juntos hemos hecho la ca

ña; hemos reventado tres caballos en diecihoras, y aun nos reíamos; conque no es la fla que te pone triste, conde.

––Entonces, es la incomodidad.

––¿Cuál?–– La de esta tarde.––¿La locura de lord Buckingham?

––Ciertamente. ¿No es enfadoso para ntros; que representamos a nuestro señor,cómo un inglés corteja' a nuestra futura sela segunda dama del reino? .

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–– Es verdad; pero creo que lord Buckingno es peligroso.

––No, pero importuno sí. Ya has visto loha pasado al llegar, y sin tu prudencia admble y tu rara firmeza, habríamos sacado lpada , en plena plaza.

––Pero ya ves que ha cambiado.––Verdaderamente; y eso es lo que más

prende. Tú crees que él la ama... y le hablashablaste en voz baja. .¿Qué le has dicho? una pasión no cede con tanta facilidad; noacaso enamorado?

Y pronunció con tal expresión estas últpalabras, que Raúl alzó la cabeza.

El noble semblante del joven expresabdescontento fácil de leer.

––Voy a repetirte lo que he dicho, condrespondió Raúl––; escuchame bien. “Cabaveo que miráis con ademán de celos y d

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dicia injuriosa a la hermana de vuestro prpe, la cual no es vuestra prometida, ni epuede ser querida vuestra; de modo que ha

una afrenta a los que, como nosotros, venimbuscar una joven para conducirla al lado desposo.

–– ¿Eso le has dicho? ––preguntó Guich

borizándose.––En estos términos, ni más ni menos.Guiche hizo un movimiento. También le d“¿Con qué ojos nos miraríais si vierais

nosotros un hombre bastante insensato y leal para concebir otros sentimientos qufuesen los del más puro respeto a una prindestinada a vuestro señor?”

Tales palabras iban de tal modo dirigidGuiche, que éste se puso pálido, y acometidsúbito temblor, no pudo más que tender mano a Raúl, mientras que con la otra se c

los ojos y la frente

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––Pero. . . ––prosiguió Raúl sin detenersesta demostración de su amigo––, a Dioscias, los franceses, a quienes se tacha de li

e inconsiderados, saben aplicar un juicio reuna sana moral al examen de las cuestionealta conveniencia. Así es, que le añadí:

“Sabed, señor de Buckingham, que nos

los caballeros de Francia, servimos a nuesoberanos sacrificándoles nuestras pasionemismo que nuestra vida y hacienda; y cuapor casualidad, el demonio nos sugiere unesos malos pensamientos que incendian erazón, apagamos esa llama, aunque sea nuestra sangre. De este modo salvamos honores a un tiempo: el de nuestro país, enuestro señor y el nuestro propio. Así es c

obramos nosotros, señor de Buckingham, este modo debe obrar todo hombre de czón''. Así hablé al duque, y se rindió sin rtencia a mis razones.

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Inclinado hasta entonces Guiche bajo el de las palabras de Raúl, irguióse, alargandomano febril y con las mejillas inflamada

frías como el hielo que estaban antes, le dijvoz ahogada:–– ¡Y le dijiste muy bien... y eres un exc

amigo, Raúl! Gracias... Ahora te ruego qu

dejes solo.––¿Lo deseas?––Sí. tengo necesidad de quietud. Hoy

han destrozado muchas cosas la cabeza corazón; pero mañana, cuando vuelvas, yseré el mismo hombre.

––Pues bien, te dejo ––contestó Raúl, redose,

El conde dio un paso hacia su amigo, y trechó cordialmente entre sus brazos.

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Pero en este abrazo de amigo pudo distinRaúl el estremecimiento de tan gran pacombatida.

La noche estaba estrellada, espléndida; pués de la tempestad, el calor y el sol hahecho renacer la vida y la alegría.

Pronto reposó todo en la ciudad. Una dluz quedó en el aposento de Madame, que a la plaza, y a la dulce claridad de esa lámparecía una imagen del tranquilo sueño dejoven, cuya vida apenas se manifiesta, ap

es sensible, y cuya llama se templa tamcuando el cuerpo duerme.Bragelonne salió de su tienda con el paso

to del hombre que desea ver y no ser visto.

Oculto detrás de los espesos pabellones, cando toda la plaza de una mirada, vio aby agitarse al cabo de un momento las corde la tienda de Guiche.

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Detrás de ellas se proyectaba la sombra dte, cuyos ojos brillaban en la obscuridad,ardientemente en el salón de Madame, il

nado opacamente por la luz interior del apoto.Esa dulce luz que coloreaba los vidrios e

estrella del conde. Perdido Raúl en la som

adivinaba todos los pensamientos apasionque establecían entre la tienda del embajadla ventana de la princesa un lazo misteriomágico de simpatías.

Mas Guiche y Raúl no eran los únicos qulaban; también estaba abierta la ventana dedé las casas de la plaza; aquella casa era la tada por Buckingham. Sobre la claridadpercibíase por fuera de esta última ventandestacaba con vigor la silueta del duque, muellemente apoyado en la balaustrada espida, enviaba también al balcón de Madamlocas visiones de su pasión amorosa.

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El vizconde de Bragelonne no pudo menosonreír.

––He aquí un desgraciado corazón bien do ––dijo pensando en Madame.

Y, compadeciéndose en seguida de Monsañadió:

––¡Y un infeliz marido muy amenazado!Bragelonne espió por algún tiempo la acde los dos enamorados, oyó el ronquido soy grotesco, de Manicamp, que roncaba conto orgullo como si tuviese su vestido azulugar del morado, y se volvió hacia la brisale llevaba el lejano canto de un ruiseñor; ypués de haber hecho su provisión de tristfue a acostarse, pensando por su parte que

tro de seis ojos, tan ardientes como los deche y de Buckingham, acechaban a su ídoel castillo de Blois.

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––No es una guarnición muy poderosa lñorita de Montalais ––dijo bajando la vsuspirando alto.

LXXXVIDEL HAVRE A PARÍS

Al día siguiente tuvieron lugar las fiestastoda la pompa y alegría que permitieronrecursos de la ciudad y la disposición de

ánimos.Luego de haberse despedido Madame d

escuadra inglesa, y saludando el pabellón dpatria, subió en una carroza rodeada de bri

te escolta.El de Guiche aguardaba que el duque de kingham volvería a Inglaterra con el almirpero Buckingham consiguió demostrar a l

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ina que sería impropio dejar llegar a Madcasi abandonada a París.

Estando ya resuelto que Buckingham apañaría a Madame el joven duque se eligiócorte de caballeros y oficiales, de modo qencaminó a París un ejercito, derramando epor en medio de las ciudades y aldeas que

vesaba.El tiempo era espléndido. Francia es bellbre todo por el camino que atravesaba el cjo.

Todo el itinerario fueron fiestas y embriagGuiche y Buckingham todo lo olvidaban; che para reprimir las nuevas tentativas deglés; Buckingham para despertar en el corde la princesa, un recuerdo más vivo de latria a que se refería el recuerdo de los díasces.

Pero, ¡ah! El pobre duque podía notar qimagen de su amada Inglaterra se borrab

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día en día en el corazón de Madame, a meque se imprimía más profundamente el amFrancia.

Efectivamente, podía advertir que todasatenciones no despertaban ningún reconmiento, y aunque cabalgase con gracia ende los más fogosos corceles de Yorkshire

por casualidad se fijaban en él los ojos dedame.En balde procuraba, para fijar sobre sí un

esas distraídas miradas, hacer producir

naturaleza animal cuanto tiene de fuerza, vy destreza; en balde excitaba a fogoso calanzándolo con peligro de hacerse mil pedcontra los árboles o rodar por el declive dcolinas; traída por un momento la atencióMadame, volvía la cabeza sonriendo limente; y luego se dirigía a sus leales guarRaúl y Guiche, que cabalgaban tranquilama las portezuelas de la carroza.

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Entonces era presa Buckingham de los cun dolor desconocido, ardiente, se deslipor sus venas; afluyendo al corazón y lue

fin de probar que conocía su locura, y quería hacer dispensar su aturdimiento con la humilde sumisión, obligaba a su caballo acar el freno cerca de la carroza, en medio multitud de los cortesanos.

Algunas veces obtenía por recompensa palabra de Madame, y esta palabra lo paun reproche.

–– Bueno, señor de Buckingham ––decíaos veo razonable.O una palabra de Raúl:––Vais a matar el caballo; señor de Buc

ham.Y Buckingham oía con paciencia a Raúl

que conocía instintivamente que era el modor de los sentimientos de Guiche, y que s

alguna loca demostración, del conde o s

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hubiese ya producido un rompimiento eambos.

Desde la famosa conversación que los dovenes tuvieran delante de las tiendas del Hay en la cual Raúl había hecho notar al duqinconveniente de sus manifestaciones, kingham se sentía como a pesar suyo incli

a Raúl.No pocas veces conversaba con él, ysiempre era para hablarle de su padre o detagnan, su amigo común, y de quien Buck

ham era casi siempre tan entusiasta como REste sacaba la conversación sobre aquel pdelante de Wardes, que durante todo el vhabía estado mortificado por la superioridaBragelonne, y sobre todo por su influenciaánimo de Guiche.

Wardes tenía esa mirada astuta que distina toda persona de mal natural, y al insthabía advertido la tristeza de Guiche y sus

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raciones amorosas por la princesa. En, lugtratar el asunto con la reserva de Raúl; en lde guardar, como éste, todas las c

sideraciones y miramientos oportunos, atacon resolución en el conde esta cuerda siesonora de la audacia juvenil y del orgullo eta.

Aconteció que una noche, durante una paen Nantes, Guiche y Wardes charlaban juapoyados en una balaustrada; BuckinghanRaúl departían también paseando, y Manichacía la corte a las princesas, que lo tratabasin cumplidos; a causa de la delicadeza dtalento y urbanidad de maneras.

––Confiesa ––dijo Wardes al conde–– qutás bastante malo, y que tu pedagogo no tera.

––No te entiendo, Wardes ––dijo el conde––Pues es fácil, sin embargo; tú muere

amor.

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––¡Locura, Wardes, locura!––Convengo en que sería locura, si Ma

fuese indiferente a tu martirio; pero ella lnotado a tal extremo, que se compromettiemblo porque al llegar a París os denunambos tu pedagogo el señor de Bragelonne

––¡Wardes! ¿Otro ataque a Bragelonne?––¡Vamos, haya paz! ––repuso a media v

enemigo de Raúl––. Tú sabes tan bien comlo que deseo decirte; bien has visto que a da de la princesa se dulcifica hablándotecomprendes por el sonido de su voz que gde escuchar los versos que le recitas, y no rás que todas las mañanas te dice que ha pdo mala noche...

––Es cierto. ¿Pero a qué me dices todo es––¿No es importante ver las cosas clara

te?

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––No; cuando esas cosas pueden volvelocos.

Y volviéndose con inquietud hacia la prsa, como si al mismo tiempo que rechazabinsinuaciones de Wardes, hubiera querido car la confirmación en sus ojos.

––Mira ––dijo Wardes––, ¿no ves cómo llama? Ea, aprovéchate de la ocasión, questá aquí el pedagogo.

Guiche no pudo contenerse, una atraccióvencible lo llevaba hacia la .princesa.

––Os equivocáis, caballero ––dijo Raúl aciendo de pronto––; el pedagogo está aquíescucha.

Wardes, a la voz de Raúl, qué reconocinecesidad de mirarlo, sacó a medias la espa

––Envainad la espada ––dijo Raúl––; biebéis que mientras dure este viaje será inútda demostración de ese género; envainad v

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tra espada; mas envainad también la len¿Por qué introducís en el corazón del quemáis vuestro amigo toda la hiel que roe el v

tro? A mí queréis hacerme aborrecer a un hbre honrado, amigo de mi, padre y de los míal conde queréis hacerle amar a una mujertinada a vuestro señor. En verdad que seríamis ojos un traidor y un cobarde, si más jmente no os considerara como un loco.

––¡Caballero! ––murmuró Wardes exasdo––. ¡No me había engañado al llamarodagogo! Ese tono que afectáis, y esa formque usáis, es la de un jesuita y no la de un cllero. Aborrezco al señor de Artagnan, pocometió una cobardía para con mi padre.

––¡Mentís! ––dijo secamente Raúl.––¡Oh! ¡Me dais un mentís, caballero!––¿Por qué no, si lo que decís, es falso?––¡Me dais un mentís y no echáis mano

espada!

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––Me he prometido no mataron hasta hayamos entregado a Madame a su esposo

––¡Matarme! Vuestra disciplina de espano mata de ese modo, señor pedante.

––No ––replicó tranquilamente Raúl––;sí mata la espada del señor Artagnan; y notengo yo 'esa espada, sino que él mismo menseñado a servirme de ella, y con ella tamvengaré a su tiempo su nombre ultrajadovos.

––¡Cuidado con lo que decís, caballerexclamó Wardes––. Si en el acto no me daisatisfacción, todos los medios me serábuenos para vengarme.

–– ¡Oh! Caballero ––exclamó Buckin

apareciendo de repente en la escena––; amenaza es' ésa que huele a asesinato; ypor consecuencia es de bastante mal gusto un caballero.

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––¿Qué decís, señor duque? ––preguntó des volviéndose.

––Digo que acabáis de pronunciar palaque suenan mal en mis oídos ingleses.

––¡Pues bien ––repuso Wardes exasperadsi lo que decís es cierto, ¡tanto mejor!... Puencontraré un hombre que no se me deslide entre los dedos. Tomad mis palabras clas entendáis.

––Las tomo como debo ––contestó Bucham con el tono altanero que le era. peculiel señor de Bragelonne es mi amigo; y coinsultáis, me daréis satisfacción de ese ins

Wardes le dirigió una mirada a Bragelo

que fiel a su papel; permanecía tranquilo yy dijo:––Además, me parece que yo no insulto

ñor de Bragelonne, puesto que teniendo

una espada ceñida no se da por insultado.

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––––Pero, en fin, ¿insultáis a alguien?–– Insulto al señor de Artagnan ––re

Wardes, advirtiendo que este nombre erúnico aguijón que podía despertar la cólerRaúl.

––Eso es distinto ––dijo–– Buckingham.

––¿No es verdad ––añadió Wardes––, qlos amigos del señor de Artagnan les tocafenderlo?

––Soy de vuestro parecer, caballerocontestó el inglés––; yo no podía razonablete tomar el partido del señor de Brageloofendido, estando él aquí; pero, tratándoseseñor de Artagnan…

––Me dejáis el puesto, ¿no es cierto? –Wardes.

––No tal, al contrario; desenvaino ––dijokingham sacando la espada––; porque si eñor de Artagnan ha ofendido a vuestro s

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padre, también prestó, o al menos intentó ptar, un buen servicio al mío.

Wardes hizo un movimiento de estupor.––El señor de Artagnan ––prosiguió Buc

ham–– es el más perfecto caballero que cco, y será muy grato, teniendo obligacipara con él, pagároslas a vos con una bestocada.

Y, a la vez que se ponía en guardia, saluRaúl.

Wardes dio un paso para cruzar el hierro.––Basta, señores,––dijo Raúl adelantánd

poniendo su acero entre los combatienttodo esto no vale la pena de degollarse casvista de la princesa; el señor de Wardes hmal del señor de Artagnan, pero ni siquieconoce.

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––¡Oh! ––murmuró Wardes rechinandodientes y bajando la punta de la espada––, cís que yo no conozco al señor de Artagnan

––No lo conocéis ––repuso fríamente Ray, todavía ignoráis dónde está.

––¿Yo ignoro dónde está?

––Preciso es que así sea, cuando buscáisrella con los extraños con respecto a él, vais a buscarlo dondequiera que se encuent

Wardes se puso pálido.

––Pues bien, yo os diré dónde está ––conRaúl––. El señor de Artagnan se halla en en el Louvre cuando está de servicio, y calle de los Lombardos cuando no lo eSiempre se le encuentra en cualquiera de dos domicilios; y teniendo vos tantos agracontra él, sois poco galante no yendo a buspara que os dé la satisfacción que parece pa todo el mundo, excepto a él.

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Wardes se enjugó el sudor que inundabfrente.

––Ea, señor de Wardes ––continuó Raúl–está bien ser tan espadachín como vos, hado edictos contra los duelos. Pensad en qugustaría al rey nuestra desobediencia, stodo en este momento, y tendría mucha raz

––¡Excusas ––repuso Wardes––, pretexto––Vamos ––repuso Raúl––, no digáis to

as, mi querido señor de Wardes; bien sabéisel señor duque de Buckingham es hombreha sacado diez veces la espada y que igubatiría la once; ¡lleva un nombre que commete, qué demonio! En cuanto a mí, bien sque también me bato. Lo he hecho en SenBleneau, en las Dunas, y a cien pasos delanla línea, mientras que vos estábais cien pdetrás. Como que allí había demasiada gpara que se viera vuestra bravura, ahora réis armar escándalo, para que hablen de vo

cualquier modo. Pues bien, señor de War

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no contéis conmigo para ayudaros en esapresa.

––Tenéis mucha razón ––dijo Buckingenvainando su espada––; perdón señor de gelonne, por haberme dejado llevar de unmer impulso.

Enojado Wardes, dio un salto, amenazacon la espada a Raúl, que sólo tuvo tiempohacer una parada encuarta.

––¡Oh, caballero.! ––dijo tranquilamentegelonne––. Cuidado no me dejéis tuerto.

––¡Mas no queréis batiros! ––exclamó W––Por el momento, no; pero os lo pro

cuando lleguemos a París: primero os llevver al señor de Artagnan, a quien diréisagravios que contra él tenéis; el señor de Anan pedirá permiso al rey para daros una ecada; lo concederá; y, recibida la estocadconsideraréis con ojos más tranquilos los

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ceptos del Evangelio que mandan el perdólas injurias.

––¡Ah! ––exclamó Wardes, furioso de vesangre fría––. ¡Bien se ve que sois un bastamedias, señor de Bragelonne!

Raúl púsose blanco como el cuello de smisa, y su mirada lanzó un relámpago que retroceder a Wardes.

Buckingham se interpuso entre los dos adsarios, temiendo que vinieran a las manos.

Wardes había guardado esta injuria parúltimo, y apretaba convulsivamente la espesperando el choque.

––Tenéis razón ––dijo Raúl haciendo unlento esfuerzo––; solamente conozco el node mi padre; pero sé demasiado que el sconde de la Fère es hombre de bien y de hpara temer, ni un solo instante, que haya mancha en mi nacimiento. La ignorancia

tengo del nombre de mi madre es sólo una

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gracia para mí, y no un oprobio. Vos faltáilealtad y a la cortesía echándome en caradesgracia. No importa... El insulto existe, y

vez me tengo por injuriado... Por consiguies cosa convenida que, después de haber vlado vuestra querella con el señor de Artagos veréis conmigo, si gustáis.

––¡Oh! ––respondió Wardes con soamarga––. Admiro vuestra discreción, cabro; ahora poco me prometíais una estocadaseñor de Artagnan, y después de haberla bido me ofrecéis la vuestra.

––No os inquietéis ––contestó Raúl con cólera––; el señor de Artagnan es hombre en asuntos de armas, y le suplicaré hagavos lo que hizo por vuestro señor, padre; esque no os mate del todo, para que me quedplacer, cuando sanéis, de mataros seriamporque tenéis un corazón malvado, señoWardes, y todas las precauciones no seríantantes para librarse de vos.

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––Yo también las tomaré contra vos, dedad ––dijo Wardes.

––Permitidme ––dijo Buckingham–– quduzca vuestras palabras con un consejo deseo dar al señor de Bragelonne. Señor conde, llevad siempre una coraza.

Wardes apretó los puños.––¡Ah! Ya comprendo ––dijo––, esos se

esperan haber tomado esa precaución paradirse contra…

––Vamos ––dijo–– Raúl––; ya que absmente lo queréis, concluyamos.

Y dio un paso hacia Wardes tendiendo lpada.

––¿Qué hacéis? ––preguntó Buckingham––Tranquilizaos ––contestó Raúl––; es

durará mucho.Wardes se puso en guardia, y se cruzaron

hierros, adelantándose con tal precipita

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sobre Raúl, que al instante conoció Buckinque este dominaba a su enemigo.

El duque retrocedió un paso para mirar lcha.

Raúl estaba tranquilo, como si tirase al flen lugar de la espada; paró con las tres o cuestocadas que le tiró Wardes, y, amenazáncon una cuarta baja, que Wardes paró haciecírculo, lió su espada en la de éste, armándolo y tirándola a unos veinte pasosotro lado de la balaustrada.

Como que Wardes estaba desarmado y adido, Raúl volvió el acero a la vaina, lo asiel cuello y la cintura, y lo tiró al otro lado balaustrada, estremecido de cólera.

––¡Ya nos veremos! ¡Ya nos veremoexclamó Wardes levantándose y recogiendespada.

–– ¡Pardiez! ––dijo Raúl––. Eso es lo que

repitiendo hace una hora.

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Y volviéndose a Buckingham, repuso:––Duque, no digáis una palabra de esto

avergüenzo de haber llegado a tal extremoro me cegó la cólera... y os pido perdónvidadlo.

––Amigo vizconde ––dijo el duque, echando aquella mano tan fuerte y tan lepermitidme, por el contrario, que me acueros diga que ese hombre es peligroso y os mrá.

––Mi padre ––contestó Raúl–– ha vividote años amenazado por un enemigo más tble, y no ha muerto. Soy de una sangre quvorece Dios, señor duque.

––Vuestro padre tenía excelentes amigos

conde.––Sí, amigos como ya no hay.––¡Oh! No digáis eso en el instante en q

brindo con mi amistad.

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Y abrió sus brazos a Bragelonne, que recon regocijo la alianza ofrecida.

––En mi familia ––añadió Buckinghammuere por aquellos que se aman, bien saesto, señor de Bragelonne.

––Sí, duque, lo sé ––respondió Raúl.

LXXXVIILO QUE EL CABALLERO DE LOR

PENSABA DE MADAME

Nada interrumpió ya el sosiego de la marBajo un pretexto que no llamó la atención, la delantera el señor de Wardes, llevándoManicamp, cuyo humor, igual y pacíficservía de contrapeso.

Hay que notar que los ánimos turbulentinquietos siempre encuentran una asocia

que hacer con caracteres dulces y tímidos,

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si los unos buscaran en el contraste un desca,1 su humor, y los otros una defensa a su pia debilidad.

Buckingham y Bragelonne, iniciando a che en su amistad, formaban durante la maun concierto de alabanzas en honor de la cesa.

Sólo que Bragelonne había obtenido que concierto se diese por tríos en lugar de procpor solos, como Guiche y su rival parecíaner la peligrosa costumbre.

Éste método de armonía fue muy grato adame Enriqueta y a la reina madre; quizfue de tanto gusto para la joven. princesa, qera coqueta como un demonio, y que, sin tpor su vez, buscaba siempre las ocasionepeligro. Tenía, efectivamente, uno de esos zones valientes y temerarios, que se compen los extremos de delicadeza, y buscan erro con cierto apetito de la herida.

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De modo que sus miradas y sonrisas, protiles inagotables, llovían sin descanso sobrtres jóvenes; y de ese arsenal sin fondo s

ojeadas, besos de manos y otras muchas deque iban a herir a distancia a los caballeros escolta, a los campesinos, a los síndicos dciudades que atravesaban, a los pajes, al blo, a los lacayos y a todo el mundo; finalmaquello era un general estrago, una devastauniversal.

Cuando Madame llegó a París, había hen el camino cien mil enamorados y llevablocos y dos privados de razón.

Tan sólo Raúl, adivinando toda la seducde esta mujer, y no teniendo en su corazóndonde pudiera clavarse una flecha, llegó fdesconfiado a la capital del reino.

Algunas veces habló, durante el caminola reina de Inglaterra de este encanto emgador que Madame dejaba en derredor suy

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la reina madre, que tantas desgracias y deciones había sufrido, le contestaba.

––Enriqueta debía ser ilustre; bien nacisobre el. trono, bien en la obscuridad, puuna mujer de imaginación, de capricho y dluntad.

Wardes y Manicamp, exploradores y corhabían anunciado la llegada de la princesacomitiva vio aparecer en Nanterre una espdida escolta de caballeros y de corazas.

Era Monsieur, que, seguido del caballerLorena y de sus favoritos, y acompañadodos de la servidumbre militar de Su Majevenían a saludar a la regia prometida.

La princesa y su madre habían cambiad

San Germán el enorme coche de viaje poelegante y rico carruaje abierto, tirado porcaballos, enjaezados de blanco y oro.

En esta especie de carretela aparecía, c

sobre un trono, bajo el quitasol de seda bor

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con anchas franjas de plumas, la bella y jprincesa, cuyo semblante radiante recibíareflejos rosados.

Monsieur quedó admirado al acercarse carroza, y demostró su admiración en térmbastante explícitos para que el caballero drena, se encogiera de hombros, y para qu

conde de Guiche y Buckingham los sintiesel corazón.Terminado en todas sus partes el ceremo

todo el cortejo tomó más lentamente el ca

de París.Las presentaciones habíanse efectuado ramente, y el duque de Buckingham fue dnado a Monsieur con los otros caballerogleses.

Monsieur sólo había prestado mediana ación.

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Mas en el camino, como viera que el duqacercaba a las portezuelas del carruaje comismo ardor que de costumbre.

––¿Quién es ese caballero? ––pregunde Lorena, su inseparable.

––Hace poco lo presentaron a Vuestrateza ––replicó el caballero––; es el bello de Buckingham.––¡Ah! Es verdad.––E1 caballero de Madame ––prosiguió

vorito con un tono que sólo los envidiososden dar a las frases mas sencillas.

––¿Qué quieres decir? ––preguntó el ppe––. ¿Pero Madame tiene un caballero dcio?

––¡Toma! Creo que lo veis como yo; mirreír, loquear a los dos.

––A los tres.

––¿Cómo los tres?

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––Indudablemente; ya ves a Guiche con e––¡Cierto!.. : Sí, ya lo veo... ¿Pero qué p

eso?–– Que Madame tiene dos caballeros en

de uno.––¡Todo lo envenenas, víbora!

––Yo no enveneno nada...–– ¡Ah! Señor; sois muy descontenta

Hacen a vuestra esposa los honores del reinFrancia, y no estáis satisfecho.

El duque de Orleáns temía la sátira del cllero cuando lo veía en cierto grado de vigo

Y cortó el diálogo de pronto.

––Es bonita la princesa ––dijo negligentete, como si se tratase de una extraña.––Sí ––replicó en el mismo tono el caball

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––Pronuncias ese sí lo mismo que unMe parece que tiene unos ojos negros hermosos.

––Pequeños.––Es cierto; pero brillantes. Es de buena

tura.

––Un poco delicada, señor.––No digo que no. El aire es noble.––Pero el rostro es flaco.––Los dientes me han parecido admirable––Se ven perfectamente; la boca es bas

grande, gracias a Dios. Decididamente, Msieur; me había engañado; sois más hermque vuestra mujer.

––¿Y crees también que soy más hermosBuckingham.

––¡Oh, sí! Y él lo sabe sin duda, porque cómo redobla sus cuidados para con Madam

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Monsieur hizo un movimiento de impaccia; mas como vio pasar una sonrisa de tripor los labios del caballero, volvió a pon

paso su caballo.––Pero, ¿por qué me he de ocupar tanto t

po de mi prima? ––dijo––. ¿No la conozcso? ¿No me he criado con ella? ¿No la

cuando era muy niña en el Louvre?––Perdonadme, príncipe ––dijo el caballealgún cambio hay en ella. En esa época dhabláis, estaba un poco menos brillante

principalmente, menos orgullosa que aqunoche... ¿os acordáis, Monsieur?... en que no quiso bailar con ella, en razón a que lcontraba fea y mal vestida.

Estas palabras hicieron fruncir el ceño aque de Orleáns. Efectivamente, era poco gador para él casarse con una princesa á qel rey no había hecho gran caso en su juven

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Quizá iba a responderle pero se acercaba che.

Desde lejos había visto al príncipe y al llero y parecía pretender adivinar las palaque acababan de cambiarse entre Monsieurfavorito.

Este último, ya por perfidia, ya por imdencia, no se tomó la molestia de disimular

––Conde ––dijo–– sois de buen gusto.––Gracias por el cumplido ––respondió

che––; pero, ¿con qué propósito me decís e––¡Diantre! Apelo de ello a Su Alteza.––Sin duda ––dijo Monsieur––; y bien

Guiche que lo tengo por un perfecto caba

Sentado esto, conde ––prosiguió––, hace días que estáis al lado de Madame, ¿no es a––Sin duda ––respondió Guiche, sonrojá

se a pesar suyo.

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––Pues bien, decidnos sinceramente lopensáis de su persona.

––¡De su persona! ––repuso Guiche estupto.

––Sí, de su persona, de su talento, de ellfin...

Aturdido con semejante pregunta, el covaciló en responder.––Vamos, vamos, Guiche ––repuso el ca

ro riendo––, di lo que piensas, sé franco; sieur lo quiere.

––Sí; sí, sé franco ––dijo el príncipe.Guiche balbuceó algunas palabras ininte

bles.

––Bien sé que eso es delicado ––repuso sieur––; mas tú sabes que todo se me pdecir. Con que vamos, ¿cómo la encuentras

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A fin de ocultar lo que pasaba en él, recGuiche a la única defensa de un hombreprendido, mintió.

––Yo no encuentro a Madame ni bien ni mSin embargo...

––¡Cómo, amado conde! ––exclamó el caro––. ¡Vos, que os extasiasteis y gritasteis a la vista de su retrato!

El de Guiche encendióse hasta las orejas,felizmente le sirvió para disimular este runa huida repentina de su caballo.

––¡El retrato!. .. ––exclamó acercánd¿Qué retrato?

El caballero no había separado la vista de

–– Sí, el retrato. ¿No estaba parecido acas––No sé; he olvidado su retrato... No t

idea...––¡Pues buena impresión os produjo.! –

el caballero.

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––Es posible.––Pero al menos, decidnos si tiene ta

preguntó el duque.––Me parece que sí, señor.––¿Y el señor de Buckingham, lo tiene?

el caballero.

––Lo ignoro...––Pues yo soy de parecer que sí––repu

caballero––, porque hace reír a Madame yparece gustar mucho de su sociedad; lo

jamás sucede a una mujer de talento cuandhalla en la compañía de un tanto.–– Entonces tiene talento ––dijo cándidam

Guiche, en cuyo auxilio llegó de repente B

lonne, viéndolo enredado con tan peliginterlocutor, del cual se apoderó, obligánasí a cambiar conversación.

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La entrada fue brillante y alegre; el reyfestejar a su hermano, había ordenado qucosas se hicieran magníficamente.

Madame y su madre apeáronse en el Louen ese Louvre donde, durante los tiempodestierro, habían soportado tan dolorosamla obscuridad, la miseria y las privaciones.

Aquel palacio inhospitalario para la inhija de Enrique IV, aquéllas paredes desnusus techos tapizados de telas de araña, grandes chimeneas desquiciadas, todo h

cambiado de faz. Colgaduras riquísimas, esos tapices, relucientes losas, pinturas al frcandelabros, espejos, muebles suntuosos, dias de fiero continente con flotantes penay un pueblo de sirvientes y cortesanos quenaban las antesalas y las escaleras.

En aquellos patios, donde poco antes crechierba, como si el ingrato Mazarino hubquerido demostrar a los parisienses que la

dad y el desorden debían de ser, con la mi

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y la desesperación, el acompañamiento dmonarquías caídas; en aquellos patiosmensos, mudos, desolados, piafaban herm

caballos, que arrancaban miles de chispabrillante enlosado.Había carrozas pobladas de mujeres jóven

bellas, que aguardaban para saludar al paso

hija de aquella hija de Francia, que duranviudedad y su destierro no había encontruna poca de leña para su hogar, ni un pedde pan para su mesa, y a quien desdeñabancriados más humildes del palacio.

Así es que madame Enriqueta entró eLouvre con el corazón más henchido de dode tristes recuerdos que su hija, naturalezvidadiza y variable, y no con triunfo y aleg

Bien sabía ella que la acogida brillante segía a la dichosa madre de un rey restablesobre el segundo trono de Europa, mientrasla mala se había dirigido a ella hija de En

IV, castigada por haber sido desgraciada.

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Después que estuvieron instaladas las prisas y que descansaron un corto momentohombres, que también se habían repuesto

sus fatigas, volvieron a sus hábitos y a suspaciones.Bragelonne comenzó por ir a ver a su p

pero Athos había salido para Blois.

Y entonces fue en busca de Artagnan.Pero éste, ocupado en la organización de

nueva servidumbre militar del rey, no podíahallado.

Bragelonne pensó en el de Guiche.Mas el conde tenía con sus padres y con

nicamp conferencias que agotaban el día en

Peor era con el duque de Buckingham.Este compraba caballos y diamantes y ac

raba todas las bordadoras, lapidarios y sade París. Entre Guiche y él daban un asalto

o menos cortés, en cuyo éxito quería, el d

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gastar un millón en tanto que el mariscaGrammont sólo había dado a Guiche sesmil libras.

Buckingham reía y gastaba su millón.Guiche suspiraba, y hubiérase arrancado

cabellos sin los consejos de Raúl.

––¡Un millón! ––repetía diariamente Gui. Sucumbiré, sin duda; ¿por qué no querseñor mariscal adelantarme mi parte de ssión?

––Porque la devoraríais ––contestó Raúl:––¡Y qué le importa! Si debo morir..., m

y entonces no necesitaré nada.––Pero, ¿por qué morir? ––decía Raúl.

––No quiero ser vencido en elegancia poinglés.

––Mi apreciado conde ––dijo entonces Mcamp––; la elegancia no es costosa, sino di

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––Sí, pero las cosas difíciles cuestan muras, y no tengo más que sesenta mil libras.

––¡Cáscaras! ––dijo Wardes––. Pues gastto como Buckingham... Sólo hay novecicuarenta mil libras de diferencia.

–– ¿Y dónde hallarlas?

––Contrae deudas.––Ya las tengo.––Razón de más.

Estos consejos acabaron por excitar dsuerte a Guiche, que hizo locuras, cuando kingham no hacía más que gastos.

El rumor de estas prodigalidades desarruban el ceño de todos los mercaderes de Par

Durante este tiempo reposaba Madame ycribía Raúl a la señorita de La Vallière.

Ya habían escapado cuatro cartas de su ma, y ninguna contestación llegaba, cuand

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mañana misma de la ceremonia del mmonio, que había de celebrarse en la capillpalacio Real, estando Raúl vistiéndose, oyó

su criado anunciaba:––El señor Malicorne.–– ¿Para qué me querrá?. ––dijo para sí Raú

.Haz que aguarde ––dijo al lacayo.––Es un señor de Blois dijo el criado.––¡Ah! ¡Que pase! ––exclamó Raúl con vEntró Malicorne, hermoso como un ast

portador de una soberbia espada. Y, despuéhaber saludado graciosamente, dijo:––Señor de Bragelonne, os traigo mil cu

mientos de una dama.

Raúl ruborizóse y preguntó:––¿De una dama de Blois?––Sí, señor; de la señorita de Montalais.

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––¡Ah! Gracias, caballero, ahora os conodijo el vizconde––; ¿y qué desea de mí la sta de Montalais?

Malicorne sacó de su bolsillo cuatro cque presentó a Raúl.

––¡Mis cartas! ¡Es posible! ––dijo paliddo––. ¡Mis cartas aún cerradas!

––Señor; esas cartas no han encontradBlois a la persona a quien las destinabais,os devuelven.

––¿La señorita de La Vallière ha marchadBlois? ––preguntó Raúl.

––Hace ocho días.––Y, ¿dónde está?

––Debe estar en París.––Pero, ¿cómo se sabe que estas epístolas

mías?

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––La señorita de Montalais ha reconovuestra letra ––dijo Malicorne.

Raúl se ruborizó y sonrió.––Esto es muy atento por parte de la señ

Aura ––dijo––––. ¿Siempre buena y encanra?

––Siempre, caballero.––Debió darme cierta noticia exacta sobseñorita de La Vallière, y no tendría yo buscarla en este inmenso París.

Malicorne sacó otra carta del bolsillo.—Quizá ––dijo–– encontréis aquí lo qu

seáis saber.Raúl rompió precipitadamente el sobre; l

tra era de Aura, y decía así la epístola:“París, Palacio Real, día de la bendición

cial.”

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––¿Qué significa esto? ––preguntó Raúl licorne––. ¿Lo sabéis vos?

––Lo sé, señor vizconde.––¡Pues decidlo entonces!

–– Imposible, caballero.––¿Por qué motivo?

––Porque me lo ha prohibido la señoritara.

Raúl miró a este personaje extraño, y peneció mudo.

––Al menos, decidme si eso es bueno o para mí.

––Ya lo veréis.

––Grave sois en vuestras discusiones.––¿Me hacéis una gracia, señor?––¿En cambio de la que vos no me hacéis

––Precisamente.

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––Decid.––Tengo el deseo más vivo de ver la cer

nia, y no poseo billete de invitación, a peslos pasos que he dado por procurarme u¿Podríais hacerme entrar?

––Sin duda.

––Pues hacedlo por mí, señor, vizconde.––Lo haré con mucho gusto; acompañadm–– Soy vuestro fiel servidor, caballero.––Creí que erais amigo de Manicamp.––Sí, señor; mas esta mañana; estando vié

lo vestir, derramé una botella de barniz ssu vestido nuevo, tan perfectamente, quetenido que salir huyendo. Por eso no he pebillete, pues me hubiese matado.

––Se concibe ––dijo Raúl––; Manicamppaz de matar al hombre que sea bastante graciado para llevar a cabo el crimen de quhabláis; pero yo repararé el mal con respe

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vos; voy a ponerme la capa; y estoy dispueser vuestro guía e introductor.

LXXXVIIISORPRESA DE LA SEÑORITA DE M

TALAIS

La princesa Enriqueta se casó en el Palaiyal.

A pesar del alto favor que indicaba la pata de invitación, Raúl, fiel a su promesa,entrar a Malicorne, deseoso de disfrutar agolpe de vista.

Cumplido este compromiso, Raúl se aceGuiche, quien, para formar contraste conespléndidos vestidos, mostraba un rostroconmovido por el dolor, que sólo el duquBuckingham podía disputarle en abatimienpalidez.

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––Ten cuidado, conde ––dijo Raúl acercáse a su amigo y preparándose a sostenerlo momento en que el arzobispo bendecía a

esposos.Efectivamente; veíase al señor príncip

Condé mirar pon curiosos ojos a estas dosgenes de la desolación, de pie, como dos

tuas a ambos lados de la nave.El conde observó más cuidadosamente.Concluida la ceremonia, el rey y la reina

ron al salón grande, donde se hicieron pretar a la princesa y a su séquito.

Notóse que el rey, que había parecido prenderse a la vista de su cuñada, le hizomás sinceros cumplimientos.

Se notó también que la reina madre, fijsobre Buckingham una mirada profundainclinó al oído de madame de Monteville decirle:

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–– ¿No veis qué parecido tiene con su padSe vio, finalmente, que Monsieur observ

todos y parecía descontento.Hecho el recibimiento de los príncipes y

bajadores, Monsieur pidió al rey el permispresentar, tanto a él como a su esposa; lassonas de su nueva casa.

––¿Sabéis, vizconde ––dijo por lo bajo ecipe de Condé a Raúl––, si el cuarto de la cesa ha sido formado por una persona de guy si tendremos algunos semblantes bastfinos?

––Lo ignoro completamente, señor respondió Raúl.

–– ¡Oh! Hacéis como que lo ignoráis.––¿Eh, señor?––Sois el amigo de Guiche, que es uno d

amigos del príncipe.

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–– Ciertamente, señor; pero como el asunme interesaba, no he hecho pregunta alguGuiche y por su parte Guiche, no habiendo

interrogado, no se ha franqueado conmigo.––Mas, ¿y Manicamp?––He visto, es verdad, a Manicamp e

Havre y en el camino, pero he tenido el cuide ser tan poco curioso con él como con GuAdemás, ¿puede estar enterado Manicamptodas estas cosas, él, que sólo es un perssecundario?

–– ¡Cómo amigo vizconde!... ¿De dónde Justamente, son los personajes secundarioque en ocasiones tales gozan de influenciaprueba es que casi todos los nombramienthan hecho por la presentación de ManicamGuiche y por la de éste al príncipe.

––Pues bien, señor, ignoraba completamtodo eso ––dijo Raúl––, y es una noticia lse digna darme.

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–– Quiero creerlo así, aunque parezca inble; y, además, no tendremos que aguardar cho; he aquí el escuadrón volante que ava

como decía la buena reina Catalina... ¡Dqué lindos rostros!Un grupo de jóvenes adelantábase, en ef

por la sala; bajo la dirección de madame de

vailles; y, en honor de Manicamp sea dichefectivamente había tomado en esta elecciDote que le concedía el príncipe de Condésentaba un golpe de vista encantador paraque, como el príncipe, eran apreciadoretodos los géneros de belleza.

Una joven rubia, de unos veinte años, cgrandes ojos azules despedían al abrirse brites llamaradas, iba delante y fue presentadprimera.

––La señorita de Tonnay Charente ––dipríncipe la anciana madame de Navailles.

Y el príncipe repitió a su esposa:

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––La señorita de Tonnay Charente.––¡Ah! Esta me parece bastante agradab

dijo Condé volviéndose hacia Raúl––. Y va––En efecto ––dijo Raúl––, es bella a

tiene el aire algo altanero.––¡Bah! Ya conocemos esos aires, vizc

dentro de tres meses se habrá amansado; mirad, he aquí otra belleza.––¡Pardiez! ––dijo Raúl––. Y una bellez

conozco.

––La señorita Aura de Montalais ––dijodame de Navailles. Nombre y apellido fucuidadosamente repetidos por Monsieur.

––¡Gran Dios! ––exclamó Raúl fijando su

espantados en la puerta de entrada.–– ¿Qué pasa? ––preguntó el príncipe––.

la señorita Aura de Montalais la que os lanzar semejante gran Dios?

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––No, señor, no ––respondió Raúl, pálitembloroso.

––Entonces, si no es la señorita, Aura, serubia encantadora que la sigue. Lindos ojosmía; algo delgada, pero encantadora.

––La señorita Luisa de la Baume Le BlaLa Vallieré ––dijo madame de Navailles.

Al oír este nombre, que resonaba en lo fundo del corazón de Raúl, una nube subiópecho a sus ojos.

De modo que nada vio y nada oyó; y, ashallando en él más que un eco mudo a sus las, el príncipe se fue a ver más de cerca bellas jóvenes, a quienes había ya detalladprimera mirada.

––¡Luisa aquí! Luisa dama de honor dedame! ––murmuró Raúl. Y sus ojos, que bastaban para convencer su razón, iban de sa a Montalais.

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Por lo demás, ésta había abandonado su ptada timidez, que sólo debía servirle en elmento de la presentación y para las reveren

La señorita Aura, desde su pequeño rinmiraba por tanto, con bastante seguridad ados los concurrentes, y habiendo hallado aúl, se divertía contemplando la profunda ad

ración en que su presencia y la de su amhabían sumido al pobre enamorado.Aquella ojeada maliciosa, burlona, que

quería evitar, y a quien iba a interrogar in

diatamente, ponía a Raúl en un verdaderoplicio.Respecto a Luisa, sea timidez natural, sea

cualquier motivo de que Raúl no podía dcuenta, tenía constantemente los ojos bajintimidada, deslumbrada, respirando aperetirábase todo cuanto podía a un lado, impble hasta a los codazos de su amiga.

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Todo esto era para Raúl un misterio, qupobre vizconde rabiaba por descubrir.

Pero nadie había allí para darle la clavaun Malicorne, que un poco inquieto hallarse en medio de tantos caballeros y bate asustado por las miradas burlonas de lMontalais, había descrito un círculo, y po

poco se había ido a colocar a algunos pasopríncipe, en pos del grupo de camaristas, clado de la señorita Aura, planeta en derredel cual, humilde satélite, tenía que gravitamo forzosamente.

Al volver en sí Raúl, creyó oír a su lado conocidas.

Eran, en efecto, Wardes, Guiche y el cabde Lorena, que hablaban juntos.

Es cierto que hablaban tan bajo, que apenoía el soplo de sus palabras en la vasta sala

Hablar de este modo desde su puesto, al

figura, sin inclinarse, sin mirar a su inter

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tor, era un talento a cuya sublimidad no pollegar los nuevos en la corte. Era necesargran estudio para estas conversaciones, que

miradas, sin ondulaciones de cabeza, parela conversación de un grupo de estatuas.En efecto, en los grandes círculos del rey

la reina, al paso que Sus Majestades hablab

que todos parecían escucharlos con religsilencio, había gran número de coloquios, ecuales la adulación era la nota dominante;Raúl era uno de los hábiles en este estudietiqueta, y en el movimiento de labios hpodido muchas veces comprender el sentidlas palabras.

––¿Quién es esa Montalais? –– preguWardes––: ¿Quién es La Vallière? ¿Qué sican todas estas provincias que vienen?

––La Montalais ––dijo el caballero de Lo– la conozco; es una buena muchacha, quvertirá a la Corte. La Vallière es una lindí

cojita.

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––¡Bah! ––dijo Wardes.––No la despreciéis, Wardes; hay sobre la

jas axiomas latinos muy ingeniosos y sobdo muy característicos.

–– Señores ––dijo Guiche mirando a Raúinquietud––, un poco de moderación; señor

Pero la inquietud del conde, en apariencmenos, era importuna; Raúl había conservel aspecto indiferente, aun cuando no perduna sola palabra de cuanto se había dichorecía que iba notando las insolencias y libdes para arreglar con ellos su cuenta cuallegase la ocasión.

Wardes adivinó este pensamiento, y conti––¿Cuáles son los amantes de estas señor––¿De la Montalais? ––preguntó el caball––Si, de la Montalais, primero. ¡Pues

vos, yo, Guiche, cualquiera!

––¿Y de la otra?

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–– ¡Cuidado, señores! ––exclamó Guicheimpedir la respuesta de alardes––; tened cudo, la princesa nos escucha.

Raúl arrancaba mientras tanto sus encajsus dedos se clavaban en el pecho. Pero, jmente, este encarnizamiento que veía diricontra pobres mujeres, le hizo adoptar un

solución formal.––Esta pobre Luisa ––pensó––, no ha vaquí sino con honroso objeto y bajo una hsa protección; pero es necesario que con

este objeto y que sepa quién la protege.E imitando la maniobra de Malicorne, segió hacia el grupo de las jóvenes camarista

Bien pronto concluyó la presentación. E

que no había dejado de mirar y admirar princesa, salió entonces de la sala con lareinas. El caballero de Lorena recobró su pcerca de Monsieur, y, a medida que le acomñaba, le fue destilando en el oído algunas g

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de ese veneno que había reunido hacía hora al ver nuevos rostros y al sospecharalgunos corazones eran felices.

Al salir el rey llevó tras de si una parte dasistentes; pero aquellos que entre los cornos hacían profesión de independencia ogalantería, comenzaron a aproximarse a

damas.El príncipe de Condé cumplimentó a la srita de Tonnay Charente. Buckingham hizcorte a madame de Lafayette, a quien la pr

sa amaba ya. Respecto al conde de Guabandonado a Monsieur desde que poaproximarse solo a Madame, conversabamadamente con madame de Valentinoishermana, con las señoritas de Crequi yChâtillon.

En medio de estos intereses políticos o rosos, Malicorne, quería apoderarse de Mlais; pero ésta prefería hablar con Raúl,

cuando sólo fuese para gozar de sus sorpres

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Raúl habíase dirigido a la señorita de Lallière, y la había saludado con el más profrespeto, visto lo cual, Luisa se ruborizó y b

ceó algunas palabras; pero la Montalais se suró a venir en su ayuda.––Y bien ––dijo––: henos aquí.––Ya lo veo ––dijo Raúl sonriéndose––

justamente vengo a solicitaros una peqexplicacion sobre vuestra presencia aquí.Malicorne se aproximó con su más enc

dora sonrisa.––Alejaos, señor de Malicorne, ––dijo M

lais––. Verdaderamente que sois bien indito.

Malicorne se mordió los labios y dio dosos hacia atrás, sin responder palabra. Solate su sonrisa cambió de expresión, y de frque era se convirtió, en burlona.

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––¿Deseáis una explicación, monsieur R–dijo la de Montalais.

––Ciertamente, la cosa vale la pena, y la rita de La Vallière, camarista de Madame...

–– ¿Y por qué no había de ser, cual yo, crista?

––Recibid mis cumplimientos, señoritarepuso Raúl, que creyó no le querían contdirectamente.

––Decís eso con un tono poco lisonjero, vizconde.

––¿Yo?––Apelo, sino, a Luisa.––El señor de Bragelonne piensa quizá q

destino es superior a mi clase ––dijo Lumedia voz.

––¡Oh! No, señorita ––replicó vivamentúl––. Sabéis muy bien que no son ésos mitimientos; no me sorprendería que ocupara

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lugar de una reina, y con mucha más raéste. Lo único que me sorprende es habsabido hoy solamente, y por casualidad.

––¡Ah! Es cierto ––respondió Montalais cordinaria viveza.

––Tú nada entiendes de esto, y es difícilo comprendas. El señor de Bragelonne te hescrito cuatro cartas; pero sólo tu madre hpermanecido en Blois. Era necesario evitarestas cartas cayesen en sus manos, las icepté, y las he devuelto al caballero Raú

manera que él te creía en Blois cuando esen París, y no sabía especialmente que hubascendido a esta dignidad.

––¿No has prevenido al caballero Raúl, te lo supliqué? ––exclamó Luisa.

––¡Sí, sí! Para que se hiciese el austeroque pronunciara máximas profundas, para deshiciese lo que nosotras con tanto trahabíamos hecho. No por, cierto.

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––¿Con que tan severo soy? ––dijo Raúl.–– Además ––añadió la de Montalais––

convenía así. Partía para París; vos no ocontrabais allí; Luisa lloraba desconsomente; interpretadlo como queráis; he roa mi protector, al que me había hecho obmi nombramiento, que pidiese otro para

sa y lo ha hecho así. Luisa partió para egar los trajes, quedándome detrás, porqutenía el mío; he recibido vuestras epístolos las he devuelto, añadiendo una postque os prometía una sorpresa, mi queridoballero, hela aquí; me parece buena, y nnéis derecho a pedir otra cosa.

––Ea, señor Malicorne, es tiempo yadejemos juntos a estos muchachos; timultitud de cosas que decirse; dadme vuebrazo; espero que tendréis en cuenta este honor que se os dispensa, señor Malicom––Dispensadme, señorita ––dijo Raúl

niendo a la alegre joven, y dando a sus pala

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una entonación cuya gravedad contrastabala de Montalais––; perdonadme, ¿podríasaber el nombre de ese protector? Porque

os ama para señorita, y con mucha razón (saludó:), no veo las mismas razones para qseñorita de La Valliére sea protegida.

––¡Dios santo, señor Raúl! ––dijo cán

mente Luisa––. La cosa es bien sencilla,veo por qué no os la he de decir yo mismaprotector es el señor Malicorne.

–– Raúl permaneció un momento estupef

preguntándose si se burlaba de él; despuévolvió para interpelar a Malicorne; pero éstllábase ya lejos, arrastrado por la Montalais

La señorita de La Vallière hizo un movimto para seguir a su amiga, pero Raúl la decon dulce autoridad.

––Os lo ruego, Luisa; una palabra.

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––Pero, señor Raúl ––dijo Luisa encendiestamos solos... Todo el mundo ha partVan a inquietarse y a buscarnos.

––No tengáis cuidado ––dijo el joven sondose––; no somos ni el uno ni el otro persoasí importantes para que se note nuestra aucia.

–– ¡Pero y mi servicio, señor Raúl!–– Calmaos; señorita: conozco los us

la Corte: vuestro servicio no debe emphasta mañana; os quedan, por tanto, alguminutos, durante los cuales podéis darmeexplicaciones que voy a tener el honor ddiros.––¡Cuán grave estáis, señor Raúl! ––dijo

alarmada.––Es que la circunstancia es seria, señ

¿Me escucháis ya?

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––Os escucho; solamente, caballero, quencontramos solos.

Raúl, ofreciéndole la mano, llevó a la jola galería inmediata al salón de recibo, cbalcones daban a la plaza.

Todo el mundo apretábase en el balcón dmedio, que tenía una balaustrada, y dedonde podían verse con todos los detallespreparativos de la partida.

Raúl abrió una de las ventanas laterales, ysolo con la señorita de La Valliére:

––Luisa ––dijo––, sabéis que desde mi cia os he amado como una hermana, y habéis sido la confidente de todos mis pesala depositaria de todas mis esperanzas.

––Sí ––contestó––; sí, señor Raúl, lo séais la costumbre, por vuestra parte, de mtrarme igual amistad, igual confianza.

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–– ¿Por qué en este encuentro no habéismi amiga? ¿Por qué habéis desconfiado de

Vallière no contestó.––He creído que me amabais ––dijo Raú

ya voz era cada vez más temblorosa––; hedo que habíais consentido en todos los plformados de acuerdo para nuestra dicha, cdo nos paseábamos en las grandes alamque rodean a Blois. ¿No respondéis, Luisa?

Aquí se interrumpió un instante.––¿Sería ––preguntó respirando apen

que ya no me amaseis?––No digáis eso ––replicó en voz baja Lu––Decídmelo, os lo ruego. He puesto to

esperanza de mi vida en vos, y os he escopor vuestras costumbres dulces y sencillasos dejéis deslumbrar, Luisa; ahora que estámedio de la Corte, donde todo lo que es sancorrompe, donde todo lo que es joven env

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pronto, Luisa, cerrad vuestros oídos para nlas palabras, cerrad vuestros ojos para nolos ejemplos, cerrad vuestros labios a fin d

respirar el soplo corrompido. Sin mentiraspaliativos, Luisa: ¿debo creer lo que ha dicseñorita de Montalais? Luisa, ¿habéis venParís porque yo no estaba ya en Blois?

Luisa se ruborizó y ocultó el semblante las manos.––¡Sí! ––exclamó Raúl exaltado––. ¡Sí, p

habéis venido! ¡Oh! ¡Os quiero como jam

he amado! Gracias, Luisa, por vuestra adhepero es preciso que tome un partido para pros a cubierto de todo insulto, para garande toda mácula; Luisa, una dama de honor corte de una princesa joven, en este tiempamores fáciles y de inconstantes amores;camarista está colocada en el centro de loques, sin tener defensa alguna; esta condno puede convenirme; es preciso que estéisada para que seáis respetada.

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––¿Casada?––Casada. ¡Dios mío!

––He aquí mi mano, Luisa; dejad caer enla vuestra.––Mas ¿y vuestro padre?––Mi padre me dejará libre.––Sin embargo...––Comprendo este escrúpulo, Luisa; co

taré a mi padre.

–– ¡Oh, Raúl, reflexionad, aguardad.––¡Esperar! Imposible. Reflexionar, Lui

flexionar cuando se trata de vos, sería insros. Vuestra mano, querida Luisa: soy dueñ

mis actos; mi padre dirá sí, os lo juro. Vumano; no me hagáis esperar así; respondepronto una palabra, una sola; y si no, creerépara cambiares absolutamente, ha bastadosolo paso en el palacio, un solo soplo del f

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una sola sonrisa de las reinas, o una sola mde Su Majestad.

Apenas había pronunciado Raúl esta úlpalabra, cuando La Valliére se puso pálidamo la muerte, sin duda por el miedo que tde ver exaltarse al joven.

Así, por un movimiento rápido como el samiento, arrojó sus dos manos en las de RDespués huyó, sin añadir una palabra, y apareció, sin haber mirado atrás.

Raúl se estremeció al contacto de aqumanos, y recibió el juramento como un mento solemne, arrancado por el amor a midez virginal.

LXXXIXEL CONSENTIMIENTO DE ATHOS

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Raúl salió del Palias Royal preocupadopensamientos que no admitía dilación poneen práctica.

Montó a caballo y tomó el camino de Bmientras se verificaban, con gran alegría dcortesanos y gran pena de Guiche y de kingham, las bodas de Monsieur y de la pr

sa de Inglaterra.Caminaba aprisa; en dieciocho horas lleBlois.

Durante el camino había preparado sus mres argumentos.

La fiebre también es un argumento sin rca, y Raúl tenía fiebre.

Athos hallábase, en su gabinete, añadiealgunas páginas a sus Memorias, cuando eRaúl, conducido por Grimaud.

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El caballero no tuvo necesidad más quuna mirada para reconocer algo de extraordrio en la actitud de su hijo.

––Me parece que venís para asuntos deportancia –– dijo, señalando una silla a después de haberlo abrazado.

––Sí, señor ––respondió le joven––; y os me prestéis esa benévola atención que siemme habéis concedido.

–– Hablad, Raúl.–– Señor: he aquí el hecho sin ningún pr

bulo, indigno de un hombre como vos: la srita de La Vallière se halla en París como crista de Madame. ––Me he consultado biamo a la señorita de La Vallière con tod

alma, y no me conviene dejarla en un pudonde su reputación y su virtud pueden vexpuestas; deseo, por tanto, darle, mi manvengo, señor, a solicitaros vuestro consmiento para este matrimonio.

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Athos había guardado durante esta comcación un silencio y reserva absolutos.

Raúl comenzó su discurso con la afectde la sangre fría, y lo había terminado dejver en cada palabra intensa emoción.

Athos fijó en Bragelonne una mirada proda mezclada de cierta tristeza.

–– ¿Luego habéis reflexionado bienpreguntó.

–– Sí, señor.

––Me parecía haberos dicho mi opiniónpecto a este enlace.––Lo sé, señor ––respondió Raúl en voz

–; pero respondisteis que si insistía...

–– ¿E insistís?Bragelonne balbuceó un sí casi ininteligib––Es preciso, en efecto, caballero ––con

tranquilamente Athos––, que vuestra pasión

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bien fuerte, puesto que, a pesar de mi renancia a esta unión, persistís en desearla.

Raúl. pasó por su frente una mano temblsa, enjugando así el sudor que la inundaba.

Athos le miró, y la piedad descendió hasfondo de su, corazón.

Se levantó.––Está bien: mis sentimientos personalessignifican, puesto que se trata de los vuesme rogáis y estoy a vuestras órdenes. Vea¿qué deseáis de mí?

–– ¡Oh! Vuestra indulgencia, se,vuestra indulgencia ante todo ––dijo cogiéndole sus manos.

––Os engañáis respecto de mis sentimtos hacia vos. Raúl; hay más que eso en mrazón ––replicó el conde.

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Raúl besó la mano que tenía entre las sucomo habría podido hacer el más apasionamante.

––Veamos, veamos ––dijo Athos––; decRaúl; vedme dispuesto: ¿Qué debo firmar?

–– ¡Oh! Nada, señor, nada; solamente bueno que os tomaseis la pena de escribir ay pedir en mi nombre a Su Majestad, alpertenezco, el premio de dar mi mano a 1ñorita La Vallière.

––Bien; habéis tenido buen sentido, Raúefecto, después que yo; mejor dicho, anteyo, tenéis un señor, y este señor es el resometéis voluntariamente a una doble prueso es leal.

–– ¡Oh, señor!––Voy, Raúl, a acceder al momento a vu

deseo.

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El conde se aproximó a la ventana, e nándose ligeramente fuera:

––¡Grimaud! ––gritó.Grimaud mostró su cabeza a través de un

rejado de jazmines que arreglaba.––Mis caballos ––continuó el conde.

––¿Qué significa esa orden, señor?––Que partimos dentro de dos horas.––¿Para: dónde?

––Para París.––¿Cómo para París? ¿Venís a París, seño––¿No está el rey en París?––Sin duda.––¡Y bien! ¿No es preciso que vayamos

habéis perdido el juicio?

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––Pero, señor ––dijo, Raúl casi espantadaquella condescendencia paternal––, no pidincomodéis, por mí, y una simple carta...

––Raúl, os equivocáis respecto a mi impocia; no es conveniente que un simple cabacomo yo escriba a su rey. Quiero y debo ha Su Majestad, y lo haré. Partiremos junto

úl.––––¡Oh, cuántas bondades, señor! ¿Ccreéis se hallará dispuesto Su Majestad?

––––¿Hacia mí, señor?––Sí.––¡Oh! Perfectamente.––¿Os lo ha dicho?

––Con su propia boca.––¿Con qué motivo?––Con el de una recomendación del seño

tagnan, y con motivo de una querella e

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Greve, dónde tuve la fortuna de sacar la eda, por Su Majestad. Puedo creerme, sin propio, bastante avanzado en el ánimo de

Majestad.––Tanto mejor.––Pero, os lo suplico ––continuó Raúl–

guardéis conmigo esa seriedad y esa discreno me hagáis arrepentirme por haber cuchado un sentimiento más fuerte que tod

––Es la segunda vez que me lo decís, Raúera esto necesario; queréis una formalidaconsentimiento; os la doy, y no hablemos Venid a ver mis nuevas plantaciones, Raúl.

El joven sabía que después de haber expdo el conde una vez su voluntad, no había

dio de discutir.Bajó la cabeza, y siguió a su padre al jardAthos le mostró lentamente las plantas y

flores.

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Esta tranquilidad desconcertaba cada vez a Raúl: el amor que llenaba su corazón le cía bastante grande para que apenas pud

contenerlo el mundo. ¿Cómo el corazón dhos permanecía vacío y cerrado a su influenAsí, Bragelonne, reuniendo todas sus fue

exclamó de repente:

–– Señor, ¿es posible que no tengáis alrazón para rechazar a la señorita de La Vare? En nombre del Cielo; ella, tan buenadulce, tan pura, que vuestro espíritu, llen

suprema sabiduría debería apreciarla envalor, ¿existe entre vos y su familia alenemistad secreta, algún odio hereditario?

––Ved, Raúl, esta bella planta ––dijohos–– ved cuánto bien le hacen la sombrhumedad; la sombra especialmente de la del sicomoro, por medio de las cuales filcalor y no la llama del sol.

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Raúl se detuvo y se mordió los labios. pués, sintiendo afluir la sangre a sus sienes

––Señor ––dijo valientemente––; una exción, os lo ruego; no podéis olvidar que vuhijo es un hombre.

–– Entonces ––respondió Athos volviéncon serenidad––; entonces probadme queun hombre, ya que no me probáis que soihijo. Os rogaba que esperaseis el momentun ilustre enlace; os habría buscado una esen las primeras filas de la rica nobleza; que

que nada que pudieseis brillar con el doblello que dan la gloria y la fortuna, puesto qutenéis la nobleza de casta.

––¡Señor ––exclamó Raúl, animado poprimer impulso––, el otro día me han echala cara no conocer a mi madre!

Athos, palideció; después, frunciendo eño como el dios supremo de la antigüedad:

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––Ya debiera saber lo que respondisteis, llero ––dijo majestuosamente:

––¡ Oh! Perdón... perdón... ––murmuró ven, cayendo desde lo alto de su exaltación

––¿Qué respondisteis, caballero? ––pregel conde dando una patada.

–– Señor, tenía la espada en la mano; eme insultaba se mantenía en guardia; hice ssu espada por encima de una balaustrada, ylo envié por el mismo camino a recoger suro.

–– ¿Y por qué no lo matasteis?––Su Majestad prohíbe el duelo, señ

era en aquel momento embajador del rey.

––Está bien ––dijo Athos––; pero razómás para que vaya a hablar al rey.––¿Qué vais, señor, a pedirle?––La autorización de desenvainar la es

contra el que nos ha hecho esa ofensa.

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––Señor, si no obré como debía obrar, pnadme, os lo suplico.

–– ¿Quién os acusa, Raúl?––Pero ese permiso que queréis ped

rey...––Raúl, rogaré al rey que firme vuestro

trato de matrimonio con una condición...––Señor...––¿Tenéis necesidad de condiciones conm–– Mandad, señor, y obedeceré.––A condición ––continuó Athos––, de

me diréis el nombre del que así ha habladovuestra madre.

–– Pero, señor, ¿qué necesidad tenéisaber ese nombre? A mí es a quien la oha sido hecha, y una vez obtenido el perde Su Majestad, a mí toca la venganza.

––Su nombre, caballero.

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––No consentiré que os expongáis.––¿Me tomáis por una dueña? Su nombre

–– ¿Lo exigís?––Lo mando.––El vizconde de Wardes.––¡Ah! ––dijo tranquilamente Athos .

muy bien; lo conozco. Pero nuestros cabestán ensillados, caballero, y, en vez de pdentro de dos horas, partiremos inmediatamte. A caballo, caballero, a caballo.

XCEL DUQUE DE BUCKINGHAM INSP

CELOS A MONSIEUR

Mientras el conde de la Fère se encamidirectamente a París, acompañado de Raú

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Palais Royal era teatro de una escena quelière habría llamado eminentemente cómica

Era el cuarto día siguiente al de su casamto, cuando, habiendo almorzado de prisa, Msieur pasó por las antesalas frunciendo el y mordiéndose los labios.

No había sido alegre el almuerzo; Madamhabía hecho servir en sus habitaciones.

Monsieur almorzó, por tanto, con alguamigos íntimos.

El caballero de Lorena y Manicamp eraúnicos que habían asistido a este almuerzoduró tres cuartos de hora, sin que durante éhubiese hablado una sola palabra.

Manicamp, menos avanzado en la intimde Su Alteza Real que el señor de Lorenacuraba en vano leer en los ojos del príncicausa de aquella fisonomía tan triste.

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El caballero de Lorena que no tenía necede adivinar nada, atendido que lo sabía tcomedor con el apetito extraordinario qu

daban los pesares ajenos, y gozaba a la vezel despecho de Monsieur y la turbación denicamp.

Sentía placer en retener en la mesa al pr

pe, que se abrasaba en deseos de dejar la siNo pocas veces Monsieur se arrepentíaquel ascendiente que había dejado tomar sél al caballero de Lorena, y que lo exim

toda etiqueta.Monsieur hallábase en uno de esos instapero temía al caballero casi tanto como le qy se contentaba con rabiar interiormente.

Alguna que otra vez Monsieur alzaba susal cielo, luego los bajaba sobre los pedazpavo que el caballero atacaba; después, fmente, no atreviéndose a estallar, se entre

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a una pantomima de la cual Arlequín se hamostrado celoso.

En fin, Monsieur no pudo contenerse, y postres, levantándose, irritado, como ya hedicho, dejó al caballero de Lorena que acel almuerzo a su gusto.

Al ver levantarse al príncipe, Manicampuso en pie, servilleta en mano.

Monsieur corrió hacia la antecámarhallando a un ujier, le dio una orden enbaja.

Después, volviendo atrás a fin de no ppor el comedor, atravesó sus gabinetes parabuscar a la reina madre a su oratorio, doestaba habitualmente.

Podrían ser las diez de la mañana.Ana de Austria escribía cuando entró el

cipe.

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La reina madre quería mucho a este hijo, de rostro y dulce de carácter.

Monsieur, en efecto, era más tierno, o quiere, más afeminado que el rey.

Había conquistado a su madre por esasqueñas sensibilidades que tanto agradan amujeres; Ana de Austria, a quien habría adado mucho tener una hija, casi encontrabeste hijo las atenciones, los pequeños cuidy los encantos de una niña de doce años.

Así Monsieur empleaba todo el tiempopasaba en el cuarto de su madre en admirarlindos brazos; en darle consejos sobre su cao recetas para sus esencias, que la reina cuimucho; después le besaba las manos y loscon gracia juguetona y tenía siempre algúnce que ofrecerle o algún traje nuevo que mendarle.

Ana de Austria, amaba al rey, o mejor dla monarquía en su hijo primogénito; Luis, X

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representaba la legitimidad divina. Era rmadre con el rey, pero con Felipe sólo eradre.

Y este último sabía que de todos los refuel seno de una madre es el más dulce y elseguro.

Así, niño aún, iba allí a refugiarse cuandlevantaban tempestades entre su hermano con frecuencia, después de los combates ñetazos y arañazos a que el rey y su rebsúbdito se entregaban en camisa sobre un l

disputado, teniendo al ayuda de cámara porte por único juez de campo, Felipe, vedor, pero espantado de su victoria, iba a prefuerzos a su madre, o al menos la segurde un perdón que Luis XIV sólo concedíacilmente y a larga distancia.

Ana había logrado con esta costumbre dtervención pacífica conciliar todas las difcias de sus hijos y participar con este motiv

todos sus secretos.

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El rey, algo celoso de este cariño maternaderramábase especialmente sobre su hermse sentía dispuesto hacia Ana de Austria a

yor sumisión y a más delicadas atenciones que de sí daba su carácter.Ana de Austria había particularmente pr

cado este sistema de política respecto a la j

reina, y así reinaba casi despóticamente sobreal pareja, y ya levantaba todas sus baterfin de reinar con el mismo absolutismo sobsegundo hijo y su joven esposa.

Ana de Austria casi se alegraba, por tacuando veía entrar en su cuarto una fisonolarguirucha, pálidos carrillos y ojos llorosonociendo que se trataba de socorrer al más o al mas revoltoso.

Escribía, hemos dicho, cuando Monsieutró en su oratorio, no con los ojos encendipálido el rostro, sino inquieto, destechado,te.

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Besó distraído los brazos de su madre sentó antes de que ella se lo permitiese.

Con las costumbres de etiqueta establecen la corte de la reina Ana de Austria, estedo era una prueba de profunda adulación parte especialmente de Felipe, que practitan gustoso la distracción del respeto.

Mas si faltaba tan notoriamente a todos principios, sin duda que la causa debía serve.

––¿Qué tenéis, Felipe? ––preguntó AnAustria volviéndose hacia su hijo.

––¡Ah, señora! muchas cosas –– contepríncipe con dolorido acento.

––Parecéis, en efecto, hombre muy preodo ––dijo la reina dejando la pluma en el ro.

Felipe frunció el ceño, pero no respondió

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––En todas esas cosas que llenan vuestroritu ––dijo Ana de Austria––, debe sin embhallarse alguna que os ocupe más que las ot

––Una, efectivamente, señora, me ocupaque las otras.

––Pues; ya os escucho.

Felipe abrió la boca para comenzar a decdas las quejas que anegaban su corazón, y pcía que sólo esperaban una salida parahalarse; mas de repente se calló, y todo lotenía sobre su corazón se condensó en un sro.

––Veamos; Felipe; un poco de firmeza –la reina madre––. Uno se queja casi siempalguien que nos incomoda:.. ¿No es verdad

––No digo eso, señora.––¿Entonces, de qué deseáis hablar?... Va––Lo que tengo que decir, señora, es c

mente muy delicado.

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––¡Ah, Dios mío! Indudablemente; porqfin una mujer..

–– ¡Ah! ¿Queréis hablar de Madamepreguntó la reina madre con vivo sentimidé curiosidad.

––¿De Madame?

––De vuestra mujer, en fin.––Sí, lo entiendo. .––Y bien, si es de la princesa de quien qu

hablarme, no os cortéis, hijo mío. Soy vu

madre; y Madame sólo es para mí una extrSin embargo, como nuera que es, no dudéque oiré con interés, aun cuando sólo seavos, todo lo que tengáis que decirme.

––Vamos, a vuestra vez, señora ––dijo Fe–, confesadme si no habéis observado algo––¿Qué, Felipe? Usáis palabras de una

guedad espantosa...

–– ¡Algo! ...

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–– ¿Y de qué clase?––––La princesa es hermosa.

––Ciertamente.––Sin embargo, no es una belleza.––No; pero a medida que crezca puede

mosearse mucho. Ya habéis notado el caque unos años han producido en su semblaPues bien, se desarrollará más y más, puque sólo tiene dieciséis años. A los quintambién era muy delgada; pero, al fin, tal ces, la princesa es linda.

––Por consiguiente, han podido observfijarse en ella.

––Sin duda, mírase a una mujer ordinar

con mucha más razón a una princesa.––Ha sido bien educada; ¿no es verdad, s

ra?–– Madame Enriqueta, su madre, es una

jer un poco fría, algo pretenciosa, pero de b

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sentimientos. La educación de la joven prinpuede haber sido descuidada, pero en cuansus principios, los creo buenos: tal al meno

mi juicio sobre ella cuando estaba en Fradespués ha regresado a Inglaterra, y no sque ha pasado allí.

–– ¿Qué es lo que queréis decir?

–– ¡Dios mío! Quiero decir sencillamque ciertas cabezas, un poco ligeras, camfácilmente con las prosperidades.––Pues bien, señora; habéis dado en el

creo en efecto a la princesa una cabeza basligera.––No hay que exagerar, Felipe; tiene viv

cierta dosis de coquetería muy natural en

joven; mas, hijo mío, en las personas de elalcurnia este defecto es a veces una ventala Corte. Una princesa algo coqueta forma nariamente una Corte brillante; una sonsuya hace nacer por doquiera el lujo, el ta

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y hasta el valor; la nobleza se bate mejor ppríncipe cuya esposa es lindísima.

––Gracias, señora ––dijo Felipe conhumor––; en verdad, me hacéis pinturas desiado alarmantes, madre.

––¿Por qué? ––preguntó la reina madresimulada ingenuidad.

––Sabéis, señora ––dijo dolientemente F–; cuánta repugnancia sentía a casarme.

––¡Ah! Esta vez me alarmáis. ¿Tenéis alguna queja grave contra Madame?

––Grave, no he dicho eso.–– Entonces abandonad esa fisono

conmovida. Si os mostráis así en vuestra

os tomarán por un marido muy desgraciad––En realidad ––contestó Felipe––; n

un marido satisfecho;. y me alegro que spa.

–– ¡Felipe! ¡Felipe!

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––A fe mía, señora, os lo manifestaré frmente: no había comprendido la vida tal cse me quiere hacerla pasar.

–– Explicaos.––Mi mujer no me pertenece, en realida

me escapa con cualquier motivo. Por la mason las visitas, las correspondencias, el tocpor la noche, los bailes y los conciertos.

–– ¡Estáis celoso, Felipe!–– ¡Yo! ¡Dios me libre! A otros, y no

ese tonto papel de marido celoso; pero econtrariado.

––Felipe, todo eso que echáis en cavuestra esposa son cosas inocentes; y mtras no tengáis algo más considerable...––Escuchadme; sin ser culpable, una m

puede inquietar; hay ciertas amistades, cipreferencias que muestran las jóvenes, y

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bastan para dar al diablo a los maridos mcelosos.

–– ¡Ah! Henos, por fin, en la cuestión. ¡Nha costado poco trabajo! ¡Las amistadespreferencias, bueno! Hace una hora que pemos el tiempo, y hasta este instante no haabordado la verdadera cuestión.

––Pues bien, sí...––Esto es más grave. ¿Habrá cometid

princesa esas faltas hacia vos?––Precisamente––¡Cómo! ¿Vuestra mujer, después de c

días de matrimonio, preferiría a alguno; cuentaría la sociedad de alguno? Cuidado, pe, exageráis sus faltas; a fuerza de quererbar mucho, no se prueba a veces nada.

El príncipe, asustado por la gravedad dmadre, quiso responder, pero sólo pudo tamudear algunas frases ininteligibles.

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––He aquí que ya retrocedéis ––dijo ––AAustria––; prefiero eso, porque reconocéque habéis obrado mal.

––¡No! ––murmuró Felipe––. No retrocevoy a probarlo. He dicho preferencias, ¿nverdad? He dicho amistades, ¿no es así? bien, escuchadme.

Ana de Austria preparóse complacida a echar con ese placer de comadre, que la mmujer, la mejor madre, aunque sea reina, siempre en mezclarse en las pequeñas quer

de dos esposos.––Bien ––repuso Felipe––; decidme una c–– ¿Cuál?––¿Por qué mi esposa ha conservado una

te inglesa? Decídmelo. Y Felipe cruzóse dzos, como si creyera que con nada era poresponder a su interpelación.

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––Pero ––replicó Ana de Austria–– la razmuy sencilla: porque los ingleses son sus patriotas; porque han gastado mucho diner

acompañarla a Francia, y sería poco delidespedir bruscamente a una nobleza que nretrocedido ante ninguna prueba de adhesante ningún sacrificio.

––¡Eh, madre mía!. ¡Valiente sacrificiverdad, abandonar un despreciable país pvenir a un bello suelo, donde se hace coescudo más efecto que en otras partes contro! ¡Bella adhesión, sin duda, la de camcien leguas a fin de acompañar a una muquien se ama!

––¡A quien se ama, Felipe! ¿Pensáis lo qtáis diciendo?

––Sí, por cierto.––¿Y quién está enamorado de la princes––El apuesto duque de Buckingham. No

yáis a defender a éste también, madre mía.

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Ana de Austria se ruborizó y sonrió al mtiempo. El nombre del duque de Buckinghatraía a la vez dulces y melancólicos recuerd

––¿El duque de Buckingham? –– murmur––Sí, uno de esos amantes preferidos, c

decía mi abuelo Enrique IV.

––Los Buckingham son leales, y bravos –con energía Ana de Austria.––¡Vamos, bien! ¡He aquí a mi madre qu

fiende contra mí al galán de mi mujerexclamó Felipe, hasta tal punto exasperadosu débil naturaleza se conmovió hasta llora

––Hijo mío, la expresión no es digna deVuestra esposa no tiene galanes, y si debtener uno, no sería ciertamente el duqueBuckingham; las personas de esa casta, repito; son leales y discretas; la hospitalidpara ellos sagrada.

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––Vamos, señora, el duque de Buckinghaun inglés, y los ingleses no respetan tan relsamente el bien de los príncipes franceses.

Ana se ruborizó de nuevo, y volvió la caa pretexto de sacar la pluma del tintero, perrealidad para ocultar el rubor a los ojos dhijo.

––En verdad, Felipe ––le dijo––, sabéis palabras que confunden, y vuestra cólerciega tanto como me espanta; reflexionveamos…

––Señora, no tengo necesidad de reflexiveo ya.––¿Qué veis?––Veo que el duque de Buckingham no a

dona a mi esposa. Se atreve a hacerle regaella a aceptarlos. Ayer hablaba de bolsitavioleta, y bien lo sabéis vos, señora, que tveces las habéis pedido sin obtenerlas, ya

nuestros perfumistas franceses jamás han p

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do encontrar este olor. Pues bien, el duquevaba también una bolsita de violetas. Lo prueba que la de mi mujer procedía de él.

––Realmente, caballero ––dijo Ana de tria––, edificáis pirámides sobre puntas de ja. ¿Qué mal, os pregunto, hay en que un patriota dé a la princesa una fórmula de nu

esencias? Esas singulares ideas, os lo jurohacen recordar dolorosamente a vuestro paque tantas veces me ha hecho sufrir injustate.

––El padre del duque de Buckingham erareservado, más respetuoso que su hijo ––aturdidamente Felipe, sin ver que atacabadamente el corazón de su madre.

La reina palideció y apoyó su mano sobpecho, pero se repuso prontamente.

––En fin ––le dijo––: ¿habéis venido aqualguna intención?

––Sin duda.

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––Entonces, explicaos.––He venido, señora, con intención de

jarme enérgicamente, y para preveniros qusufriré nada de parte del duque de Buckham.

––¿Que no sufriréis rada? ¿Qué haréis?

––Me quejaré a Su Majestad.––¿Y qué queréis que el rey os responda?––Pues bien ––dijo Monsieur con expresi

feroz firmeza, en extraño contraste con la

tumbrada dulzura de su fisonomía––, yo mime haré justicia.––¿Qué queréis decir con que os haréis

cia? ––preguntó Ana de Austria con cierto

frío.––Quiero que el duque dé Buckingham a

done a Madame; quiero que el duque de kingham abandone Francia, y le haré sign

mi voluntad.

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––No haréis nada de eso, Felipe ––dijo ina––; porque si obraseis así, si hasta tal pviolaseis la hospitalidad, invocaría contra v

severidad del rey.––¡Me amenazáis, madre! ––exclamó F

desconsolado––. ¡Me amenazáis cuandolamento!

––No, no os amenazo; pongo un dique a vtros furores. Os digo que adoptar contra elque de Buckingham u otro inglés cualquuna medida rigurosa, y hasta usar una con

ta poco delicada, es arrastrar a Francia y glaterra a divisiones muy dolorosas. ¡C¿Un príncipe, el hermano del rey, de Frano sabría disimular una ofensa, aunque freal, ante una necesidad política?

Felipe hizo un movimiento.––Además ––continuó la reina––, la inju

es ni verdadera ni posible. Trátase sólo de culos celos.

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––Señora; yo sé lo que sé.––Y yo, sea lo que sea, os aconsejo la p

cia.––No tengo paciencia, señora. La reina

vantó entonces, llena de frialdad y de heceremonia.

––Entonces, manifestad vuestra voluntaddijo.––No tengo voluntad, señora; expreso

deseos. Si por su propia voluntad el duqueBuckingham no se aleja de mi casa; le prola entrada.

––Esa es una cuestión de la que hablaremrey ––dijo Ana de Austria, con la voz conmda y el corazón lleno de pesar.

––¡Pero, señora! ––murmuró Felipe, goldose una y otra mano––. Sed mi madre y reina, puesto que os hablo como hijo; ent

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duque de Buckingham y yo, es negocio detro minutos de conversación.

––Pues precisamente esa conversación que os prohíbo; caballero ––dijo la reinrecobrando su tono de autoridad––; no es dde vos.

––Pues bien, sea. No se lo diré; mas intimi voluntad a la princesa.

¡Oh!––dijo Ana de Austria con la melande los recuerdos––. No tiranicéis a una mamás; no mandéis demasiado imperativama la vuestra. Mujer vencida, no es siemprposa convencida.

–– ¿Qué debo hacer entonces?... Consuen derredor de mí.

––Sí, a vuestros hipócritas consejervuestro caballero de Lorena, a vuestro Wdes... Dejadme el cuidado de éste asuntolipe. ¿Deseáis que el duque de Buckingha

aleje?

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––Cuanto antes, señora.––¡Pues bien, enviadme al duque, hijo

Sonreídle; no manifestéis nada a vuestra esa, al rey, a nadie. No recibáis consejos simí. ¡Ay! Sé lo que es un matrimonio turpor consejeros.

–– Obedeceré, madre mía.––Y quedaréis satisfecho, Felipe. Buscad

duque.––¡Oh! No será nada difícil.

–– ¿Dónde suponéis que estará?––¡Pardiez! A la puerta de la princesa,

salida del tocador espera; está fuera de du–– ¡Bien! ––dijo Ana de Austria tranquila

te––. Tened la bondad de decir al duque quruego venga a verme.

Felipe besó la mano de su madre, y partibusca del duque de Buckingham.

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XCI

“FOR EVER!”

Milord Buckingham, accediendo a la inción de la reina madre, se presentó en se cu

una media hora después de la salida del dude Orleáns.Cuando el ujier dijo su nombre, la reina

se había acodado sobre la mesa; la cabeza

las manos, se levantó y recibió con una soel saludo lleno de gracia que el duque le dirAna de Austria era hermosa todavía. Sa

es que a la edad, ya avanzada que tenía e

época a que nos referimos, sus largos cabsus bellas manos, sus encarnados labios, eradmiración de cuantos la veían.

En aquel momento, entregada toda a uncuerdo que removía lo pasado en su cora

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estaba tan bella como en los días de su jutud, cuando su palacio se abría para recjoven y apasionado, al padre de aquel Buc

ham, aquel desgraciado por ella, y que hmuerto pronunciando su nombre.Ana de Austria, fijó, por tanto, sobre

kingham una ojeada tan tierna que se descu

a la vez en ella la complacencia de un amaternal, y algo dulce como una coqueteramante.

––¿Vuestra Majestad ––dijo Buckingham

respeto–– ha deseado hablarme?––Sí, duque ––contestó la reina en ingdadme el gusto de sentaros.

Este favor que hacía Ana de Austria al jo

ésta caricia del idioma del país de la que eque estaba privado desde su permanenciaFrancia, conmovieron hondamente su alma

Adivinó al instante que la reina tenía algo

pedirle. Después de haber concedido los pr

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ros momentos a la opresión invencible había sentido, la reina prosiguió en tono rño:

–– Caballero ––le dijo en francés––, ¿qparece Francia?.

––Un encantador país, Señora ––conteduque.––¿Lo habíais ya visto?––Una vez; señora.––Mas, como todo buen inglés, preferiré

glaterra––Amo más mi patria que la patria de

“francés ––respondió el duque––; pero si Vtra Majestad me pregunta cuál de las dos C

prefiero, Londres o París, contestaré que PaAna de Austria observó el tono lleno de

con que estas palabras fueron pronunciadas

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––Tenéis, me han dicho, milord, muchosnes en vuestra patria; habitáis un palacio rantiguo...

––El palacin de mi padre ––respondió kingham bajando los ojos.

–– Ventajas valiosas y recuerdos son éstrepuso la reina tocando a su pesar la cuerdsus memorias–– que uno no abandona gust

––En efecto ––dijo el duque experimentla influencia triste de este preámbulo––; lassonas de corazón viven tanto del pasado cdel presente, señora.

––Es cierto ––dijo la reina en voz baja.–– Resulta de aquí ––añadió ––que vo

lord, que sois hombre de corazón.. . abanáis pronto a Francia para encerraros en vtras riquezas, en vuestras reliquias.

Buckingham alzó la cabeza.

––No lo creo, señora.

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–– ¿Cómo?–– Pienso, por el contrario, que dejaré a I

terra para venir a vivir a Francia.Llegó la vez a Ana de Austria de manif

su extrañeza.––¡Cómo! ––le dijo––. ¿No estáis en fav

el nuevo rey?––Al contrario, señora, Su Majestad me hcon una benevolencia sin límites.

––No es posible que vuestra fortuna h

disminuido; dicen que es considerable.––Mi fortuna, señora, no ha estado nunc

floreciente.–– Necesario es, entonces, que haya algú

creto.––No, señora ––dijo vivamente Bucking

–; nada hay en la causa de mi determinaque sea un secreto. Me place vivir en Frame agrada una Corte llena de gusto y ama

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dad; me agradan, por fin, señora, esos placun poco serios que no son los de mi país yse encuentran en Francia.

Ana de Austria se sonrió.––¡Los placeres serios! ––le dijo––. ¿Hab

flexionado bien, milord de Buckingham, esa seriedad?

El duque tartamudeó.––No hay placer tan serio ––continuó l

ina––, que deba impedir a un hombre de vtro rango...

–– Señora, Vuestra Majestad insiste a mi cer demasiado respecto a este punto.

––¿Lo creéis?

––Es la segunda vez, perdone Vuestra Mtad, que elogia los atractivos de Inglaterexpensas del encanto que se siente viviendFrancia.

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Ana de Austria se aproximó al joven, y, yando su bella mano sobre su hombro, questremeció al contacto:

––Caballero ––le dijo––, creedme; nadatanto como vivir en la tierra natal. Me ha dido a mí muchas veces echar de menoEspaña. He vivido largo tiempo, milord, d

siado tal vez para una mujer, y os confiesono ha pasado año sin echar de menos a Esp–– ¡Ni un año, señora! ––dijo fríamente

que––. ¡Ni uno de esos años en vos que

reina de la belleza, como, por lo demás, lotambién ahora!––¡Oh! Nada de lisonjas, duque; soy una

jer que podría ser vuestra madre.

Dijo estas palabras con un acento, condulzura; que penetraron en el corazón de kingham.

––Sí ––le dijo––; podría ser vuestra ma

he aquí porque os doy un buen consejo.

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–– ¡El consejo de regresar a Londres!––Sí, milord.

El duque juntó las manos con aire despado, que no podía dejar de producir efectaquella mujer, dispuesta a sentimientos tiepor tiernos recuerdos.

––Es necesario––añadió la reina.–– ¡Cómo! ––exclamó––, me decís mente que es preciso que parta, que es preque me destierre, que es precisó que me s

–– ¿Que os desterréis habéis dicho? milord! Creeríase que Francia es vuestratria.Señora, el país de las personas que aman

país de aquellas a quienes aman.––Ni una palabra más, milord ––dijo la r

–. ¿Olvidáis con quién habláis?Buckingham hincóse de rodillas.

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–– Señora, señora, sois un manantial de tto, de bondad, de clemencia; señora, nosólo la primera de este reino por el rango,

la primera del mundo por las cualidades quhacen divina; nada he dicho, señora. ¿Hcho, acaso algo por lo cual pudieseis ponderme una palabra tan cruel? ¿Acaso mtraicionado?

––Os habéis traicionado ––murmuró la re––¡No he dicho nada! ¡No sé nada!––Olvidáis que habéis hablado, pensado

una mujer, y además...––Además ––la interrumpió vivamente––

lo vos me oíais.––Duque, tenéis los defectos y las cualid

de la juventud..––¡Me han vendido! ¡Me han denunciado––¿Quién?

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––Lo que ya en el Havre había, con satperspicacia, leído en mi corazón.

––¡No sé de quién queréis hablar!––Del señor de Bragelonne, por ejemplo.––Es un nombre que conozco sin conoc

que lo lleva. No, el señor de Bragelonne n

dicho nada.––¿Entonces, quién? ¡Oh! Señora, si ahubiera tenido la audacia de ver en mí loyo mismo no quiero ver...

–– ¿Qué haríais, duque?––Hay secretos que matan a quienes los

cubre.––El que ha encontrado vuestro secreto,

como sois, no está muerto aún; y puedo decademás, que no le mataréis, pues se hallmado de todos los derechos: es un maridun celoso, es el segundo gentilhombre de F

cia, es mi hijo el duque de Orleáns.

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El duque palideció.–– ¡Cuán cruel sois, señora!

––Heos ahí, Buckingham ––dijo Ana detria con melancolía––, pasando por todoextremos y combatiendo sombras, cuandofácil os sería estar en paz con vos , ¡id sino

––Si, peleamos, señora, moriremos en elpo de batalla ––repuso dulcemente el joabandonándose al más doloroso abatimient

Ana corrió hacia él, y le cogió la mano.

–– Villiers ––le dijo en inglés con una mencia a la cual nadie hubiera podido resis, ¿qué me pedís? ¡A una madre que sacrisu hijo, a una reina que consienta en el honor de su casa! ¡Sois un niño y no pensque decís! ¡Cómo! Para evitaros una lág¿habría de cometer estos dos crímenes, VilHabláis de los muertos; los muertos, al mfueron respetuosos y sumisos; los muerto

clinábanse ante una orden de destierro; ll

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ban su desesperación como un tesoro en sucho, porque la desesperación veía de la mamada; porque la muerte, tan engañosa,

como un don, como un favor.Buckingham se levantó con las facciones

radas y las manos sobre el corazón.––Tenéis razón, señora ––dijo––; pero es

quienes habláis recibieron la orden de destde una boca amada; no se les arrojaba; srogaba partir, mas no se mofaban de ellos.

––¡No, se acordaban! ––murmuró AnAustria––. ¿Pero quién os dice que se os esa, que se os destierre? ¿Quién os dice que acuerdan de vuestro sacrificio? ¡No hablonadie, Villiers, hablo en mi nombre, paHacedme este servicio, prestadme, este fque deba esto a uno que lleve vuestro nomb

––¿Entonces es por vos, señora?––Por mí sola.

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––¿Y no habrá detrás de mí ningún homque se burle, ningún príncipe que diga: ¡lquerido!

––Duque oídme.Y aquí la figura augusta de la vieja rein

quirió solemne expresión.

––Os aseguro que nadie sino yo manda os juro que no sólo nadie se mofará, sinonadie faltará al deber que vuestro rango pone. Contad conmigo, duque, como no ycontado con vos.

––No os explicáis, señora; estoy desespey por dulce y completo que el consuelo seme parecerá suficiente.

––Amigo, ¿habéis conocido a vuestra m––replicó la reina con acariciadora sonrisa.

–– ¡Oh! Bien poco, señora; mas recuerdaquella noble señora me cubría de besos lágrimas cuando yo lloraba.

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––Villiers ––murmuró la reina pasandobrazo por el cuello del joven––: soy una mpara vos, y, no lo dudéis; nadie jamás hará

rar a mi hijo.–– ¡Gracias, señora, gracias! ––dijo el

enternecido y ahogado por la emoción––, Sque había aún lugar en mi corazón para un

timiento más grato, más noble que el amor.La reina madre lo miró y estrecho su man––Idos ––dijo.––¿Cuándo es necesario que parta? ¡Orde––Tomaos el tiempo conveniente, milor

contestó la reina––; partid, pero elegid el Así; en vez de partir hoy, como lo desearíaduda, o mañana, como sería de esperar, papasado mañana por la noche; sólo que deanunciar desde hoy vuestra voluntad.

–– Mi voluntad ––murmuro–– el joven.

––Sí; duque.

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–– ¿Y. . no volveré jamás a Francia?Ana, de Austria reflexionó un momento,

absorbió en la dolorosa gravedad de esta mtación.

––Me será grato ––le dijo–– que volváis en que vaya a dormir eternamente en Saintnis cerca del rey mi esposo.

––¡Que tanto os hizo sufrir! ––dijo Bucham.

––Fuera el rey de Francia ––replicó la rei

–– Señora, sois muy bondadosa, entráis prosperidad, nadáis en alegría; os están protidos largos años.

––Pues bien, vendréis tarde entonces

murmuró la reina queriendo sonreír.––No volveré ––dijo tristemente Buc

ham–– yo que soy joven. –– ¡Oh! GraciDios... La muerte, señora, no cuenta los añ

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imparcial: se muere aun siendo joven, se aun siendo viejo.

–– Duque, nada de ideas tristes; voy a alros. ¡Venid dentro de dos años! Veo sobre vtro rostro encantador que las ideas que shacen tan lúgubres hoy día, serán ideas depitas antes de seis meses, por consigui

habrán muerto o estarán olvidadas en el pque os señalo.––Creo que me juzgabais mejor no ha mu

señora ––replicó el joven––, cuándo decíai

en nosotros, los Buckingham, el tiempo puede.––––¡Silencio! ¡Oh, silencio! ––exclamó

ina abrazando al duque con una ternura qupudo reprimir––: ¡Marchad! ¡Marchad, ¡Nme enternezcáis, no os olvidéis! Soy la revos súbdito del rey de Inglaterra; el rey Cos aguarda. ¡Adiós, Villiers! Farewell, Villi

––For ever! ––replicó el joven.

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Y huyó devorando sus lágrimas. Ana aplas manos sobre su frente; después; miránal espejo:

––Es muy fácil decir ––murmuró–– la mes siempre joven; siempre se tiene veinte en algún rincón del corazón.

XCIIDONDE SU MAJESTAD LUIS XIV

ENCUENTRA A LA SEÑORITA DE LA LLIÈRE NI BASTANTE RICA, NI BTANTE BONITA PARA UN GENTILHOBRE DE LA CATEGORÍA DE RAÚL

Raúl y el conde de la Fère llegaron a Panoche del mismo día en que Buckingham htenido su conferencia con la reina madre.

Apenas hubo llegado, el conde hizo pedirmedio de Raúl, una audiencia al rey.

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El rey había pasado una parte del día enrar, con Madame y las damas de la Corte, de Lyón que quería regalar a su cuñada. H

habido después comida en Palacio, juegsegún la costumbre, el rey, abandonandjuego a las ocho, había pasado a su gabipara trabajar con Colbert y Fouquet.

Raúl permanecía en la antecámara en elmento en que salieron los dos ministros, rey lo divisó por la puerta entreabierta.

––¿Qué quiere el señor de Bragelonne

preguntó...El joven se acercó.––Majestad ––respondió––, una audienci

ra el conde de la Fère; que llega de Bloi

gran deseo de hablaros.––Dispongo de una hora antes del juego

la cena ––dijo el rey––. ¿Esta ahí el conde?

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––Se encuentra abajo, a las órdenes de Vtra Majestad.

––Que suba.Acogido por el monarca con esa gracios

nevolencia que Luis, con un tacto superioredad, reservaba para hacerse con los homque no se conquistan con ordinarios favore

––Conde ––le dijo el soberano––, dejadmperar que venís a pedirme algo.

––No lo ocultaré a Vuestra Majestadcontestó el conde––; vengo, en efecto, a sol

–– ¡Veamos! ––dijo el rey, con aire risueñ–– No es para mí, Majestad.––Tanto peor; pero, en fin, por vuestr

comendado, conde, haré lo que me imphacer por vos.

––Vuestra Majestad me consuela… Va hablar al rey por el vizconde de Bragelo

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–– Conde, es como si hablaseis por vo––No del todo, Majestad... Lo que dese

canzar de vos no lo puedo por mí mismovizconde piensa en casarse.

–– Aun es muy joven, mas no importahombre distinguido, y quiero buscarle muje

––La ha encontrado ya, Majestad, y sólo re vuestro consentimiento.–– ¡Ah! ¿Sólo se trata de firmar un con

de matrimonio?

Athos se inclinó.––¿Ha elegido novia rica y de calidad?Athos dudó por un momento.

––La novia es señorita –––contestó––; .prica.––Es un mal que veremos de remediar.

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––Vuestra Majestad me penetra de gratsin embargo, me permitirá hacerle una obseción. Hacedla, conde.

––¿Vuestra Majestad parece anunciar el dde dotar a esta joven?

––Así es.

––¿Y mi visita al Louvre tendría este redo?––Lo sentiría mucho, Majestad.––A un lado exagerada delicadeza, co

¿Cómo se llama la prometida?––Es ––dijo Athos con frialdad–– la se

Luisa de la Baume Le Blanc de La Valliére–– ¡Ah! ––murmuró el rey repasand

memoria––. Conozco ese nombre; un qués de La Vallière.

–– Señor, es su hija.––¿Murió?

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––Murió, Majestad.––¿Y la viuda ha vuelto a casarse con el

de Saint-Remy, maestresala de la marquesOrleáns, viuda?

––Vuestra Majestad está bien informado.––¡Sí, ésa es!...

–– Hay más: la joven ha entrado como crista de Madame.––Vuestra Majestad sabe mejor , que yo

su historia.

El rey reflexionó aún, y mirando a hurtadel semblante asaz triste de Athos:

––Conde ––le dijo––, creo que esa señores bastante linda..

––No lo sé ––contestó Athos.––Yo la he mirado; no me ha impresionad––Tiene cierto aire de dulzura y de mode

pero escasa belleza, Majestad.

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––De bellos cabellos rubios, sin embargo––Creo que sí.

––Y ojos azules bastante bellos.––Es la misma.––Por consiguiente, bajo el aspecto de la

mosura, el partido, es nada más que reguPasemos al dinero.

––De quince a veinte mil libras de dotemás, Majestad; mas los amantes son desinsados; yo mismo hago poco caso del dinero

––De lo superfluo, queréis decir; pero lo sario es urgente. Con quince mil libras de sin patrimonio, una mujer no puede presense en la Corte. Supliremos esa falta: d

hacerlo por Bragelonne.Athos se inclinó.El rey observó nuevamente su frialdad.

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––Pasemos del dinero a la clase ––dijoXIV––. Hija del marqués de La Vallièrebien: pero tenemos a ese bueno de Saint R

que echa a perder un poco el blasón ... Yconde, creo que teneis en gran estima el vtro.

––Yo, Majestad, no tengo en aprecio ya

sino mi adhesión al rey.––Oíd, señor ––dijo––; me sorprendéis mdesde el principio de vuestra conversacVenís a hacerme una petición de casamien

no parece sino que tal petición os aflige.Raras veces me engaño, aunque soy jovenque con los unos pongo mi amistad al serde mi inteligencia y con los otros mi defianza, que doblada perspicacia. . Os lo reno me hacéis con gusto esa petición.

––Pues bien, Majestad, es cierto.–– Entonces, no os comprendo; negaos.

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––No, Majestad; amo a Bragelonne conmi corazón; está apasionado de la señoritLa Valliére, y se forja un paraíso en el porv

no soy de dos que desean destrozar las ilunes de la juventud. Este matrimonio me agrada, pero suplico a Vuestra Majestad acceda a él cuanto antes, haciendo así la dde Raúl.

–– Veamos, veamos; conde. ¿Le ama ella––Si Vuestra Majestad quiere que le di

verdad, no creo en el amor de la señorita d

Valliére; es joven; casi una niña, y está hechizada; el placer de ver la Corte, el honestar al servicio de Madame, equilibrarán ecabeza la ternura que pueda tener en su peserá, por tanto, un enlace como Vuestra Mtad ve tantos otros en la Corte: pero Bragello quiere, y así sea.

––¿No os parecéis, sin embargo, a esos pcondescendientes que se hacen esclavos d

hijos? ––dijo el rey.

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––Majestad, tengo firmeza contra los mmas no contra las personas de corazón. sufre y está triste: su espíritu, despejado p

común, está como obstruido y sombríoquiero privar a Vuestra Majestad de los scios que pueda prestarle.

––Os comprendo ––dijo el rey––, y com

do, sobre todo, vuestro corazón.––Entonces ––contestó el conde––, no necesidad de decir a Vuestra Majestad quobjeto es hacer la felicidad de esos jóven

por mejor decir, de ese hijo.––Y yo quiero, como vos, la felicidad degelonne.

––Sólo espero, Majestad, vuestra firma.

tendrá el honor de presentarse ante VueMajestad, y recibirá vuestro consentimiento––Os engañáis, conde ––dijo el rey con f

za––; acabo de decir que quiero la dicha

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vizconde, por eso me opongo ahora a su trimonio.

––Pero ––replicó Athos––; Vuestra Mame ha prometido...

––No eso, conde; no os lo he prometido,que es opuesto a mis miras.

––Comprendo todo lo que hay para mí deble y generoso en la iniciativa de Vuestrajestad; pero me tomo la libertad de recordahe aceptado el compromiso de venir comobajador.

––Un embajador, conde, pide muchas veno obtiene siempre.

––¡Ah, Majestad!. ¡Qué golpe para Bragne!...

––Yo daré el golpe, yo hablaré al vizcond––El amor, Majestad, es una fuerza irre

ble.

––Se resiste al amor; os lo certifico, cond

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–– Cuando se tiene alma de rey, vuestra aMajestad.

––No os inquietéis por eso... Tengo misyectos sobre Bragelonne; no digo que no secon la señorita de La Valliére; pero no qque lo haga tan joven; no quiero que se antes de que ella haya hecho fortuna y de

él, por su parte, merezca mis beneficios, como quiero hacerlos. En una palabra, coquiero que espere.

––Majestad, por última vez.

––Señor conde, ¿habéis venido, decíais, dirme un favor?–– Ciertamente.–– Pues bien; concededme vos uno

hablemos más de esto. Es posible que antmucho tiempo haga la guerra, y tengo precde caballeros libres en rededor mío. Vacilarenviar contra las balas y el cañón a un hom

casado, a un padre de familia; vacilaría

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bién, por Bragelonne, en dotar, sin mayozón, a una joven desconocida; esto sembraenvidia en mi nobleza.

Athos se inclinó y no contestó.–– ¿Es esto todo lo que teníais que r pedi

––añadió Luis XIV.

–– Absolutamente todo, Majestad, y mepido. ¿Es preciso quedé cuenta a Raúl?–– Evitaos ese cuidado, ahorraos esa co

riedad. Decid al vizconde que mañana, eaudiencia, le hablaré; en cuanto a esta noconde, jugaréis conmigo.

––Estoy en traje de viaje, Majestad.––Día, llegará, lo espero, en que no os ap

de mi lado. Antes de mucho, conde, la moquía veráse cimentada de modo que ofrhospitalidad digna a todos los hombresvuestro mérito.

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–– Majestad, con tal de que un rey sea gren el corazón de sus súbditos, poco imporpalacio que habite, ya que es adorado en

templo.Y dichas estas palabras, Athos salió del

nete y halló a Bragelonne que le esperaba.––¿Qué hay, señor? ––dijo el joven.––Raúl, el rey es muy bondadoso con n

tros, tal vez no en el sentido que creéis, pebueno y generoso con nuestra casa.

––Señor, tenéis una mala noticia que dar–añadió el joven vizconde palideciendo.

––El rey os dirá mañana que no es una noticia.

––¡Pero, al fin, señor, el rey no ha firmad––El rey quiere extender, vuestro cont

Raúl, por sí mismo, y quiere hacerlo tan grque le falta tiempo para ello. Quejaos de v

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tra impaciencia, mas no de la buena voludel rey.

Raúl, asustado, porque conocía la franqdel conde, y al mismo tiempo su habilipermaneció sumido en sombrío estupor.

–– ¿No me acompañáis a casa? ––díjole A

––Perdonadme, señor, os sigo ––tartamudY bajó las escaleras detrás de Athos.––¡Oh! Pero, ya que estoy aquí ––dijo é

pronto––, ¿no podría ver a Artagnan?

–– ¿Queréis que os conduzca a su cuartodijo Bragelonne.

––Claro que sí.

––Entonces, vamos por la otra escalera.Y cambiaron de dirección; mas, llegadogran galería, Raúl divisó a un criado con ldel conde de Guiche, que corrió hacia éluego como oyó su voz.

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––¿Qué hay? ––dijo Raúl. ––Este billete;El conde ha sabido que habíais vuelto y oescrito.

Raúl se acercó a Athos para abrir la epísto–– ¿Me lo permitís, señor?“Querido Raúl ––decía el conde de

che––: tengo un asunto importante que tcon vos sin dilación; sé que habéis llegvenid pronto.”Acababa apenas de leer, cuando, desem

cando de la galería, otro criado con libreBuckingham, reconociendo a Raúl, se aproa él respetuosamente.

De parte de milord duque ––dijo.

–– ¡Hola! ––exclamó Athos––. Veo, Raútenéis ya que hacer tanto como un generajefe; os dejo, pues yo solo buscaré al señArtagnan.

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–– Dignaos excusarme, os lo suplico –Raúl.

––––Sí, sí, os excuso; adiós, Raúl. Me traréis en casa hasta mañana; al amanecer pré para Blois, a menos de que haya contrao

––Señor, mañana os ofreceré mis respetos

Athos partió.Raúl abrió la epístola de Buckingham.“Señor de Bragelonne ––decía el duq

sois de todos los franceses que he visto e

más me agrada; voy a tener necesidad de vtra amistad. Me llega cierto mensaje escricorrecto francés. Soy inglés, y temo no prender bien. La carta está firmada por un bnombre, he aquí todo lo que sé. ¿Seríais bate amable para venir a visitarme pues sé habéis regresado de Blois?

“Vuestro apasionado,

VILLIERS, DUQUE DE BUCKINGHAM

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––Voy a: ver a tu amo ––dijo Raúl al sirvide Guiche, despidiéndole––. Y dentro dehora estaré en casa de lord de Buckingham

añadió, despidiéndose del mensajero del que.

XCIIIMULTITUD DE ESTOCADAS EN EL

CÍO

Raúl encontró a Guiche conversando Wardes y Manicamp. Wardes, después daventura pasada; trataba a Raúl como a un conocido.

Hubiérase dicho que nada había pasado eellos y demostraban no conocerse.Raúl entró, y Guiche le salió al encuentroAl estrechar Raúl la mano de su amigo,

gió una mirada rápida a los dos jóvenes; e

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raba leer en el rostro lo que se agitaba eánimo. Wardes estaba impenetrable.

Manicamp parecía absorto en la contemción de un adorno de su traje.

Guiche condujo a Raúl a un gabinete idiato y le hizo sentar. ¡Qué buena cara tien–murmuró.

––Pues, es raro ––respondió Raúl ––poestoy muy poco alegre. Te pasa lo que a¿verdad? Mal va el amor.

––Me alegro, conde, la peor noticia, lamás pudiera apenarme, sería una buena not

Entonces no te aflijas, porque no sólo soydesdichado, sino que también veo gentes feen derredor mío.

––He aquí una cosa que no comprendrespondió Raúl––; explícate, amigo.

––Verás. En vano he combatido el sentim

que tú has visto nacer, crecer y apoderars

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mí; a un tiempo he apelado a todos los buconsejos y a toda mi fuerza; he considebien la desgracia en que me comprometía,

sondeado, y se que es un abismo; pero noporta, seguiré mi camino.––¡Insensato! No puedes dar un paso má

querer hoy la ruina, mañana la muerte.

–– ¡Suceda lo que quiera!––¡Guiche!

––Todas las reflexiones están ya hechas.

––¡Oh! ¿Crees lograr... crees que te aMadame?––Yo no creo nada, espero, porque la e

ranza está en el hombre, y vive hasta la tum

––Admito que alcances esa felicidad quperas; en ese caso, estás más seguramentedido que si no la tienes.

––Te ruego que no me interrumpas Raúno me has de convencer, porque te digo de

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temano que no quiero ser convencido. Dmodo he avanzado, que ya no puedo retrder; tanto he sufrido, que la muerte me par

ría un beneficio. No sólo estoy enamorado el delirio, sino también celoso hasta el furoRaúl hizo un movimiento de ira, diciendo–– ¡Bien!––Bien o mal, poco importa. Mira lo qu

clamo de ti, de mi amigo, de mi hermano.días hace que Madame anda embriagadafiestas. El primero no me atreví a mirarla, la odiaba porque no era tan infeliz como ydía siguiente ya no pude perderla de vistapor su parte . . . , me parece . . que me mino con algo de piedad, al menos con aldulzura. Pero entre sus miradas y las míasne a interponerse una sombra; la sonrisa deprovoca la suya. Al lado de su caballo gaconstantemente otro que no es el mío; eoído vibra incesantemente una voz cari

que no es la mía. Raúl, hace tres días qu

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cabeza arde y que corre fuego por mis venanecesario que yo deshaga esa sombra, quegue esa sonrisa, que sofoque esa voz.

––¿Quieres matar a , Monsieur? ––excRaúl.

––¡Ah, no! No estoy celoso de Monsieuestoy celoso del marido; estoy celoso del ate.

–– ¡Del amante!––¿Pero no lo has notado, tú que eres ta

netrante?––¿Estás celoso de milord Buckingham?–– ¡Hasta morir! ¡Oh! Está vez la cosa s

cil de arreglar entre nosotros; tengo la del

ra, y le he enviado un billete.–– ¿Eres tú quien le ha escrito? ¿Cómo

bes?––Porque él me lo ha hecho saber. Mira.

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Y dio a Guiche la carta recibida camismo tiempo que la suya. Guiche la leyóavidez, y dijo:

––Es un hombre intrépido y, sobre tgalante.––Ciertamente que el duque es un hombr

lante; por supuesto que tú le habrás escrittan buenos términos.

––Te enseñará mi epístola cuando vayverlo de mi parte. Pero eso es casi imposibl

–– ¿Qué––Que yo vaya a verlo.––¿Cómo?––El duque me consulta y tú también.–– ¡Oh! Creo que me darás la preferencia

lo que te suplico digas a Su Gracia... Essencillo... Uno de estos días, mañana,sado, cuando le convenga, quiero, enconten Vincennes.

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––Reflexiona.––Me parece haberte dicho que ya e

hechas las reflexiones.––El duque es extranjero; tiene una m

que lo hace inviolable... y Vincennes se muy cerca de la Bastilla.

––Las consecuencias serán para mí..––Mas... ¿y la razón de ese encuentro?–– ¿Qué razón quieres que le dé?––El no te la preguntará; está tranquilo

duque debe hallarse tan cansado de mí comde él, y debe odiarme tanto como yo le odisuplico, pues, que vayas a verle, y, si es nerio que yo le suplique para que acepte mi

posición, le suplicaré.––Es inútil... El duque me ha prevenido

quería hablarme... Ahora estará jugando corey... Vamos allá los dos. Yo lo llamaré a l

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lería; tú estarás apartado y bastarán dos pbras.

––Está bien. Voy a llevarme a Wardes a fque me sirva de continencia.

–– ¿Y por qué no a Manicamp? Wardes unirá a nosotros, aunque lo dejemos aquí.

––Es verdad.–– ¿No sabe nada?–– ¡Oh! Nada absolutamente. ¿Conqu

guís indispuesto?

––¿No te ha dicho nada?––No.

–– No me gusta ese hombre, y, como j

me ha gustado, resulta de esta antipatía no estoy ahora más frío con él que lo eayer.

––Vamos, pues.

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Los cuatro bajaron y fueron conducidos carroza de Guiche al Palacio Real.

Durante el camino pensaba Raúl que, siel único depositario de ambos secretos, poconcluir una conciliación entre las dos part

Sabía que era influyente con Buckinghaconocía su ascendiente sobre Guiche; de mque no le parecían desesperadas las cosas.

Al llegar a la resplandeciente galería, dlas mujeres más hermosas e ilustres de la Cagitábanse como astros en su atmósfera demas, Raúl no pudo menos de olvidarse untante de Guiche para mirar a Luisa, que endio de sus compañeras; , semejante a una pma fascinada, devoraba con los ojos el círculo, deslumbrante de oro y pedrería.

Los hombrees permanecían de pie; sólo eestaba sentado. Raúl distinguió a BuckingEstaba a diez pasos de Monsieur, en un gde franceses y de ingleses, que admiraba

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aire arrogante de su persona y la incomparmagnificencia de sus vestidos. Algunos dviejos cortesanos acordábanse de haber vi

su padre, y este recuerdo no cedía en perjudel hijo.Buckingham charlaba con Fouquet. Fou

le hablaba en voz alta de Belle Isle.

––No puedo acercarme a él en este instandijo Raúl. Aprovecha la primera ocasión yba pronto.

––Mira, aquí está nuestro salvador ––dijúl apercibiendo a Artagnan, que, con su heso vestido nuevo de capitán de mosqueteacababa de hacer en la galería una entradconquistador.

Y se dirigió hacia él.El conde de la Fére os buscaba, caballe

dijo Raúl.––Sí ––contestó Artagnan––, ahora le dej

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––Creí haber entendido que debíais pasarél parte de la noche.

–– Tenemos cita para volvernos a ver.Y al mismo tiempo que contestaba a Raú

distraídas miradas de Artagnan vagabanderecha a izquierda, como quien busca algo

De pronto quedaron fijos sus ojos, comdel águila que percibe una presa.Raúl siguió la dirección de aquella mira

vio que de Guiche y Artagnan se saludamas no pudo distinguir a quién se dirigía alla mirada tan curiosa y tan fiera del capitán

––Señor caballero ––dijo Raúl––, sólo vdéis hacerme un servicio.

––¿Cual, mi querido vizconde?––Se trata de ir a incomodar al señor de

kingham, a quien tengo que decir algunas pbras; y como está hablando con el seño

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Fouquet, ya comprenderéis que no soy yo qpuede interrumpir su conversación.

––¡Ah! ¿El señor de Fouquet está ahpreguntó Artagnan.

––Miradlo allí.–– ¿Y supones que tengo yo más derecho

tú?––Sois hombre más considerable...––¡Ah! Es verdad, soy capitán de los mo

teros; pero como hace tanto tiempo que

ofrecieron esta plaza y tan poco que la tesiempre olvido mi dignidad.––¿Conque me haréis ese favor?––¡El señor Fouquet, diablo!––¿Tenéis algo contra, él?––No; antes bien sería él quien tuviese

contra mí; pero, al fin, como será preciso qdía u otro...

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––Ahora creo que os mira. ¿O será a otro––No; es a mí a quien hace ese honor.

–– Entonces, ésta es la ocasión.–– ¿Crees?––¡Vamos, por favor! Voy allá.Guiche no perdía de vista a Raúl; éste le

seña de que todo estaba dispuesto.Artagnan se fue derecho al grupo y sa

cortésmente a todos.

––Bienvenido, caballero Artagnan. Habmos de Belle Isle ––dijo el señor Fouqueesa práctica del mundo y esa ciencia de larada que exigen la mitad de la vida paraaprendidas y a la cual no llegan jamás cigentes a pesar de sus estudios.

––¿De Belle Isle en Mer? ¡Ah!Artagnan…

––Creo que es vuestra, señor Fouquet.

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––Acaba de decirme que la ha regalado Majestad ––dijo Buckingham––. Servidor, de Artagnan.

–– ¿Conocéis a Belle Isle, caballeropreguntó Fouquet al mosquetero.

––Una sola vez he estado –contestó Artacon galantería.

––¿Mucho tiempo?––Un día escaso, monseñor.––¿Y habéis visto...?

––Todo cuanto se puede ver en un día.––Un día es mucho para vuestra mirada

ballero.

Artagnan se inclinó.Al mismo tiempo Raúl hacía señas a kingham.

––Señor superintendente ––dijo éste––, o

jo al capitán, que entiende más que yo d

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luartes, escarpas y contraescarpas, y voy a un amigo que me hace señas. Ya disimularé

Buckingham se destacó del grupo y acercRaúl, deteniéndose un instante junto a la men que jugaban la reina madre, la reina y el

––Vamos, Raúl ––dijo Guiche––; acaba to.

El duque, después de haber cumplimentaMadame, seguía hacia Raúl.

Estaba de tal manera combinada la manioque el encuentro de los dos jóvenes habítener lugar entre el grupo del juego y la gadonde paseaban, charlando, algunos gracaballeros.

Mas, en el momento en que las dos líneasa unirse, fueron cortadas por un tercero.

Era Monsieur, que avanzaba hacia el dude Buckingham. Monsieur llevaba en sus dos labios la más encantadora sonrisa.

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—¡Dios mío! ––dijo con afectuosa corte¿Qué acaban de decirme, mi querido duque

Buckingham se volvió pues, no había llegar a Monsieur; estremecióse y una levlidez se extendió por sus mejillas.

–– Señor ––preguntó––, ¿qué han dicVuestra Alteza que tanto le sorprende?

––Una cosa que me desespera ––dijo el cipe––; una cosa que será un duelo para toCorte.

––¡Ah! Muy bondadoso es Vuestra Altedijo Buckingham––, porque veo que qhablar de mi marcha.

–– Justamente.

––¡Ay, señor! Habiendo estado en París o seis días apenas, el duelo será únicampara mí.

Guiche oyó estas palabras desde el siti

que estaba, y se estremeció.

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––¡Su marcha! ––murmuró––. ¿Qué esciendo?

Felipe continuó en el mismo tono:––No ignoro que el rey de la Gran Breta

llama, caballero; sé que Su Majestad Carno puede pasar sin vos; pero que os perdasin sentimiento es cosa que no puede compderse; recibid, pues, la expresión de los mío

–– Señor ––dijo el duque––, creed que dejo la Corte de Francia...

––Es porque os llaman, ya lo sé; pero en creéis que mi deseo sea de algún peso parael rey, me ofrezco a rogar a Su Majestad CII que os deje con nosotros algún tiempo m

––Me abruma tanta bondad, señor; perrecibido órdenes terminantes. Mi permaneen Francia era limitada, y yo la he prolongariesgo de disgustar a mi soberano. Sólo arecuerdo que ha cuatro días debí haber m

chado.

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––¡Oh! ––murmuró Monsieur.––Sí––añadió Buckingham alzando la v

modo que fuese oída por las princesas––; yo me parezco a aquel hombre del Orientedurante muchos días, estuvo loco por htenido un hermoso sueño, y que, una bumañana, se despertó curado, es decir, r

nable. La corte de Francia produce una emguez que puede asemejarse a ese sueño; pefin despierta uno, y se marcha. No podría,tanto, prolongar aquí, mi estancia, como Vtra Alteza tenía a bien pedirme.

––¿Y cuándo partís? ––preguntó Felipeaire de interés.

––Mañana, señor, hace tres días están lmis carruajes.

El duque de Orleáns hizo un movimientcabeza que significaba:

––Ya que es una resolución tomada, no

más que hablar.

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Buckingham dirigió sus miradas a las rey se encontró con las de Ana de Austria, qdio las gracias con un gesto…

Monsieur alejóse por donde había venidoY al mismo tiempo, por el lado opuest

acercaba Guiche.

Raúl temió que el impaciente joven vinihacer él mismo la proposición, y se le adela––No, no, Raúl, todo es inútil ya ––dijo

che extendiendo sus dos manos al duque yvándolo detrás de una columna––.. ¡Oh, duPerdonadme lo que os he escrito. ¡Estaba ¡Devolvedme mi carta!

––A verdad ––replicó el joven duque conlancólica sonrisa––; ya no podéis quererme

––¡Oh! ¡Duque, duque; perdonadme! ..amistad, mi amistad eterna!

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Raúl comprendió que su presencia era yútil entre los dos jóvenes, y retrocedió tresos.

Aquel movimiento lo acercó a Wardes.Este hablaba de la marcha de Buckingham

interlocutor era el caballero de Lorena.

––¡Prudente retirada! ––exclamó Wardes.––¿Por qué?––Porque ahorra una estocada al querido

que.

Y los dos rompieron a reír. Indignado, Rse volvió con aire desdeñoso.

El caballero de Lorena hizo una pirueta; des permaneció firme, y aguardó.

––Caballero ––dijo Raúl a Wardes––, ¿cudejaréis la costumbre de insultar a los auseAyer era al señor de Artagnan; hoy al de kingham.

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–– Caballero ––dijo Wardes––; bien sabéa veces insulto también a los presentes.

Se conocía que uno de ellos estaba en lapide de su odio, y el otro en el extremo dpaciencia. De pronto oyeron una voz llengracia y cortesía decir detrás de ellos:

––Creo que me han nombrado. Se volviera Artagnan, que con rostro risueño, llegaposar su mano en el hombro de Wardes. se apartó un paso para hacer puesto al mostero.

Wardes se estremeció y se puso lívido.––Gracias, mi querido Raúl ––dijo Artagn

. Señor de Wardes, tengo que hablaros; nalejéis, Raúl, que todo el mundo puede o

que he de decir al señor de Wardes.Luego su sonrisa desapareció, y su mi

hízose fría y cortante como una hoja de ace

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––Estoy a vuestras órdenes, señor –Wardes.

––Caballero ––repuso Artagnan––, hace tiempo que busco la ocasión de hablar cony ahora es cuando la encuentro. En cuanlugar, convengo que está mal escogido; mqueréis tomaros la molestia de venir hast

cuarto, mi cuarto está justamente en la escque desemboca en la galería...––Os sigo, caballero ––dijo Wardes.––¿Estáis solo aquí? ––preguntó Artagna––No, estoy con mis amigos, los señor

Manicamp y de Guiche.––Bien ––contestó Artagnan––; pero do

sonas es poco; podréis encontrar algunas ¿no es cierto?

––Naturalmente ––dijo el joven, que no a dónde iba a parar Artagnan––. ¿Cuántas réis?

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–– ¿Amigos?––Sí, señor. ––excelentes amigos.

––Sin duda.––Pues os suplico hagáis provisión de ellvos, Raúl, venid . . . Traeros al señor de Gy al de Buckingham, si gustáis.

––¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué misterio! ––exWardes ensayando una sonrisa.El. capitán le hizo una seña con la mano

comendándole paciencia.

–– Yo estoy siempre. impasible: Por cguiente, os espero, señor.

––Esperadme.

––Entonces, hasta luego.Y se encaminó hacia su habitación..La cámara de Artagnan no estaba solitar

conde de la Fère esperaba, sentado en el alf

de una ventana.

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––¿Qué hay? ––preguntó al verle entrar.––El señor de Wardes ––dijo Artagnan–

digna concederme el honor de hacerme visita en componía de algunos de sus amigde los nuestros.

Efectivamente, detrás del mosquetero apcieron Wardes y Manicamp.

Guiche y Buckingham los seguían, bassorprendidos y sin saber qué querían de ello

Raúl venía con dos o tres caballeros. Su da vagó al entrar por toda la sala hasta queal conde, y fue a situarse a su lado.

Artagnan recibió a sus visitantes con tocortesía de que era capaz, conservando su nomía tranquila y atenta.

Todos los que se encontraban allí eran hbres distinguidos, que ocupaban un puestola Corte.

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Y cuando hubo dado a cada cual excusala incomodidad que les causaba, se volvió Wardes, que, a pesar de su poder sobre sí

mo, no podía impedir que su fisonomía exsase, una sorpresa mezclada de inquietud.––Caballero ––dijo––, ahora que estamo

ra del palacio del rey, ahora que pode

hablar alto sin faltar a los miramientos, vdeciros por que me he tomado la libertadsuplicaros que pasaseis a mi cuarto, y al mtiempo convocar en él a estos señores. Poamigo el conde de la Fère he sabido los insos rumores que sembráis con respecto a mhan dicho que me teníais por vuestro enemmortal, en atención a que lo era, según decvuestro padre.

–– Es verdad, señor, que he dicho esoreplicó Wardes, cuya palidez se coloróuna ligera llama.

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–– Así, pues, me acusáis de un crimeuna falta o de una cobardía. Os ruego qu jéis, la acusación.

––¿Delante de testigos, señor?––Sin duda, delante de testigos, y ya vei

los he escogido expertos en materia de hon

––No apreciáis mi delicadeza, caballero.dad es que os he acusado; pero he guardadsecreto de la acusación. Yo no he entradninguna acusación, limitándome a manifmi odio delante de personas que tenían casdeber de hacéroslo conocer; pero no habtenido en cuenta mi discreción, por más estuvierais interesado en mi silencio. En esveo vuestra prudencia habitual, señor de tagnan.

Artagnan mordióse las puntas del bigote.––Caballero ––dijo––,ya he tenido el hon

suplicaros que formuléis los agravios que t

contra mí.

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––¿En voz alta?––¡Diantre!

––Pues, hablaré.–– Hablad ––dijo Artagnan inclinándotodos nos escuchan.

–– Pues bien, no se trata de una ofenmí, sino a mi padre.

––Ya lo habéis dicho.––Sí, pero hay ciertas cosas que se dice

vacilación.––Si esa vacilación existe realmente, os

que la desechéis.––¿Aun cuando se trate de una acción

gonzosa?––En todos, los casos.Los testigos de esta escena empezaron a

rarse con cierta inquietud; pero se tranqui

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cial, que en la época en que pasó el suceque me hacéis cargo aún no tenía yo veinaños.

––No por eso es menos vergonzosa la acc–replicó Wardes–– y la edad de la razón baun gentilhombre para no cometer una faltdelicadeza.

Oyóse un nuevo murmullo, pero de sorpy casi de duda.––Efectivamente ––dijo Artagnan––, fu

superchería vergonzosa; y no he aguardadoel señor de Wardes me la eche en cara hacerlo yo mismo, y muy amargamenteedad me ha hecho más razonable, más probtodo, y he expiado esa falta con largos arretimientos. Mas apelo a vosotros, señores:pasaba en 1626, y aquel era un tiempo... mente no sabéis esto sino por tradición... etiempo en que el amor no era escrupulosoque las conciencias no destilaban como h

veneno y la mirra. Eramos nosotros sold

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jóvenes, ya batiendo, ya batidos, siempre cespada desenvainada del todo o a medsiempre entre cadáveres; la guerra, y el c

nal nos hacían duros. En fin, yo me arrepeaun me arrepiento ahora, señor de Wardes.––Lo comprendo, pues la acción era dign

arrepentimiento; mas no por eso habéis de

de causar la pérdida de una mujer. Abrumpor su vergüenza y encorvada bajo el pessu afrenta, esa mujer huyó, dejó la Francnunca se ha sabido lo que fue de ella...

––¡Oh! ––murmuró el conde de la Fère ediendo el brazo hacia Wardes con siniestrarisa––. Sí tal, caballero; la han visto, y auaquí .. personas que habiendo oído hablaella pueden reconocerla por el retrato que vhacer. Era una mujer de unos veinticinco apálida y rubia, que se había casado en Ingrra.

–– ¿Casada? ––dijo Wardes.

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–– ¡Ah! ¿Ignorabais que era casada? Yaque estamos mejor enterados que vos, señoWardes.

–– ¿Sabéis que la llamaban habitualmMilady, sin añadir ningún nombre a esta ficación?

––Sí, señor; lo sé.––¡Dios mío! ––murmuró Buckingham.––Pues bien, esa mujer, que venía de Ing

rra, volvió a Inglaterra después de haber cpirado tres veces la muerte del señor de Anan. Eso era justicia, ¿no es verdad?... El de Artagnan la había insultado. Pero lo ques justo, es que en Inglaterra conquistasemujer, por medio de seducciones, a un j

que estaba al servicio de lord Winter, y qullamaba Felton. ¿Palidecéis, milord de Bucham? Vuestros ojos se encienden en cóledolor...

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––Acabad, pues, la relación, milord, y deseñor de Wardes quién era esa mujer que pel cuchillo en la mano del asesino de vu

padre.Un grito escapó de todas las bocas. El j

duque pasó un pañuelo por su frente, inunden sudor.

Reinaba profundo silencio.––Ya veis, señor de Wardes ––dijo Artag

–, que mi crimen no es la causa de la pérdidun alma que ya estaba bien perdida antes darrepentimiento. Ahora sólo me resta pedperdón muy humildemente por esa acción gonzosa, como de cierto se lo hubiera pedvuestro padre si viviera todavía, o si le hubencontrado a mi regreso a Francia, despuéla muerte de Carlos I.

––¡Pero eso es demasiado, señor de Artag––exclamaron a un tiempo muchas voces.

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––No, señores ––replicó el capitán––. Aseñor de Wardes, espero que todo habrá cluido entre nosotros, y que no os sucederá

vez hablar mal de mí. Es asunto concluidoes verdad?Wardes se inclinó balbuciente.También espero ––continuó Artagnan

cándose al joven–– que ya no hablaréis mnadie como por mala costumbre tenéis; porun hombre tan concienzudo y puritano cvos, que echa en cara una ligereza de joven

viejo soldado, después de treinta y cinco debe contraer el compromiso tácito de no hnada contra la conciencia y el honor. Ahorabien lo que me queda por deciros, señoWardes: guardaos de que llegue a mis ouna chismorrería en que figure vuestro nom

––Caballero ––dijo Wardes––, es inútil nazarme por nada.

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–– ¡Oh! No he concluido aún, y estáis cnado a escucharme todavía.

Todos acercáronse con curiosidad:–––Hace poco hablabais alto del honor d

mujer y del de vuestro padre; y nos haagradado al hablar de ese modo, porque esto pensar que ese sentimiento de delicadede probidad, que según parece no vivíanuestra alma, vive en la de nuestros hijos,hermoso ver a un joven, en la edad en qutiene por hábito ser ladrón del honor de las

jeres, es hermoso, digo, verle, respetarlo fenderlo.Wardes apretaba los labios y los puños

quieto por saber cómo concluiría este disccuyo exordio se anunciaba tan mal.

–– ¿Cómo es, entonces ––continuó Artag–, que os hayáis permitido decir al señorconde de Bragelonne que no conocía a sudre?

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Los ojos de Raúl centellearon.––¡Oh! ¡Señor caballero, señor caballe

exclamó––. Esa es cuestión personal mía.Wardes sonrió con maldad..––No me interrumpáis, joven replicó A

nan a Raúl.

Y, dominando a Wardes con la mirada; cnuó:––Aquí trato una cuestión que no se resu

con la espada. La trato delante de hombre

honor, que todos la han sacado más de una y los he escogido expresamente, pues sabentodo secreto por el cual se bate uno deja dsecreto. Reitero, por tanto, mi pregunta al sde Wardes: ¿con qué propósito habéis ofena este joven; ofendiendo a la vez a su padrsu madre?

––Creo ––dijo Wardes–– que las palabralibres cuando se ofrece sostenerlas por todo

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medios que están a la disposición de tal homde honor.

–– ¿Y qué medios son ésos por los quhombre de honor puede sostener una palainicua?

––Por la espada.

––No sólo faltáis a la lógica; sino tambiéreligión y al honor; exponéis la vida de muhombres, sin hablar de la vuestra, que me pce muy aventurada. Todas las modas pacaballero, y ha pasado ya la de los dueloscontar con los edictos de Su Majestad, qprohíben. Por tanto, para ser consecuentevuestras ideas, debéis presentar vuestras esas al señor de Bragelonne, diciéndole qumentáis haber proferido una palabra ligera;la nobleza y la pureza de su raza están escno sólo en su corazón, sino también en todaacciones de su vida. Vais a hacer eso, señWardes, como yo lo he hecho ahora mismo

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viejo capitán, ante vuestro bigotillo de adcente.

–– ¿Y si no lo hago? ––preguntó Wardes.––Entonces, sucederá...––Lo que creéis impedir ––interrumpió

des, riendo––; sucederá que vuestra lógica

ciliadora conducirá a una violación de lashibiciones del rey.––No, señor ––dijo tranquilamente el cap

–: estáis en un error.

––Entonces, ¿qué sucederá?––Sucederá que iré a ver el rey, con quie

toy bastante a bien; al rey, a quien he teniventura de prestar algunos servicios que d

de un tiempo en que todavía no habíais nacal rey, en fin, que, a petición mía, acaba dviarme una orden en blanco para el señor semeaux de Montlezun, gobernador de la Blla. Así , podré decir al rey: “Señor, un ho

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ha insultado villanamente al señor de Brlonne, en la persona de su madre. He escrinombre en la orden de arresto que ha teni

bien darme Vuestra Majestad, de suerte quseñor de Wardes está en la Bastilla por años.”

Y Artagnan, sacando del bolsillo la orde

mada de Su Majestad, la mostró a Wardes.Mas, viendo que el joven no estaba bienvencido, y que tomaba el aviso por una amza vana, se encogió de hombros y se di

fríamente hacia una mesa, en la que habíescritorio y una pluma cuya longitud hubespantado al topógrafo Porthos.

Entonces vio Wardes que la amenaza nodía ser más seria; la Bastilla era en aquellaca una cosa horrible.

Dio un paso hacia Raúl y, con voz casi inligible:

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––Caballero ––dijo––, os presento las exque me ha dictado el señor de Artagnan, fuerza me es hacerlo.

––Un momento, caballero ––dijo el cacon la mayor tranquilidad––; os engañáis etérminos. Yo no he dicho: Pues fuerza mhacerlo, si no: Pues mi conciencia me inc

ello. Estas palabras valen más que las otralo dudéis, tanto más, cuanto que serán la verdadera expresión de vuestros sentimient

––Las suscribo, pues ––dijo Wardes––,

confesad, señores, que una estocada comque se daban en otro tiempo, valía más semejante tiranía.

––No, caballero ––contestó Buckinghaporque la estocada, si la recibís, no significtengáis o no razón, sino el ser más o menoestro.

––¡Caballero! ––murmuró Wardes.

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–– ¡Ahi Vais a decir algo malointerrumpió Artagnan cortando la palabWardes y os hago un servicio interrump

doos . . .––¿Es eso todo?,––dijo Wardes.––Absolutamente todo ––contestó Artagn

; y estos señores y yo quedamos satisfechvos...

––¡Caballero! ––replicó Wardes––. Creevuestras conciliaciones no son felices.

–– ¿Y por qué?––Porque vamos a separarnos el seño

Bragelonne y yo más enemigos que nunca.–– Os engañáis en cuanto a mí ––respo

Raúl––, pues no conservo ni un átomo deen el corazón contra vos.Este golpe anonadó a Wardes. Artagnan

ludó graciosamente a los caballeros que ha

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querido asistir a la explicación, y todos seraron dándole la mano.

Ni una siquiera se dirigió a Wardes––¡Oh! ––y––murmuró el joven, sucumb

a la rabia que le mordía el corazón––. ¡Ohencontraré una persona en quien pueda vgarme?

––Sí tal, caballero, pues aquí estoy yo ––su oído una voz preñada de amenazas.

Wardes se volvió y vio al duque de Buckham, que sin duda habíase quedado con intención.

–– ¡Vos! ––exclamó Wardes.––Sí, yo... Yo no soy súbdito del rey de

cia, ni me quedo en su territorio; yo tambiéido reuniendo desesperación y cólera... y, cvos, tengo necesidad de vengarme en algApruebo los principios del señor de Artagpero no estoy obligado a aplicarlos a vos

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inglés; y vengo a proponeros lo que en habéis propuesto a los otros.

––Señor duque.–– Vamos, querido señor de Wardes; ya

estáis tan airado, tomadme por desquite. ntro de treinta y cuatro horas estaré en CaVeníos conmigo, y el camino nos parecerános largo juntos que separados. Tiraremosespada allá sobre la arena que cubre la marque seis horas al día es territorio de Franotras seis territorio de Dios.

––Bien ––contestó Wardes––, acepto.––Si se matáis ––observó el duque––, o

guro que me haréis un servicio muy señalad––––Haré lo que pueda por agradaros, du

––dijo el de Wardes.––Es cosa resuelta; os venís conmigo.––Estaré a vuestras órdenes. ¡Pardiez! T

necesidad de un peligro mortal para calmar

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––Pues me parece que habéis dado con lonecesitáis. Servidor, señor de Wardes; mapor la mañana os dirá mi ayuda de cámar

hora precisa de la marcha. Viajaremos jucomo buenos amigos. ¡Adiós!Buckingham saludó a Wardes y entró e

cámara del rey. Exasperado, Wardes salió

palacio, y tomó rápidamente el camino dcasa que habitaba.

XLIV

BAISEMEAUX DE MONTLEZUN

Después de la lección un poco dura da

Wardes, Athos y Artagnan bajaron juntoescalera que conduce al patio del palaciorey.

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––Ya veis ––decía Athos–– que Raúl no pescaparse, tarde o temprano, de ese desafíoWardes, tan valiente como malvado.

––Conozco a esos Wardes ––replicó Anan––, pues tuve que hacer con el padreconfieso que me dio bastante trabajo; y esen aquel tiempo tenía yo buenos múscul

una firmeza salvaje. Amigo mío, hoy no seasaltos semejantes, y bien sabéis que yo una mano férrea. No era un simple pedazacero, sino una serpiente que tomaba todaformas para llegar a colocar convenientemsu cabeza, es decir, para morder. No hfuerza humana capaz de resistir a semejferocidad, y, sin embargo, Wardes el padresu bravura de raza, me ocupó bastante tiem

y tengo presente que al final del combate ban cansados mis dedos.––Pues el hiló buscará siempre a Raú

repuso Athos––, y acabará por encontr

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porque a Raúl se le halla siempre que se leca.

––De acuerdo, amigó–– mío, pero Raúl cla bien, ;y esperará ser provocado. Entoncbuena su posición. El rey no podrá enfadarademás, ya encontraremos el medio de calle. Mas, ¿por qué esos temores e inquietude

–– Por esto: Raúl irá, mañana a ver al rcual le dirá su voluntad sobre cierto matrnio. Enamorado como está Raúl, se desespey si halla a Wardes en su malhumor, estalla

bomba.––¡Oh! Ya impediremos eso, mi queridogo.

––No yo, quiero regresar a Blois. Todo

elegante aparato de Corte y todas estas intrme disgustan; ya no soy joven para hacer pcon las mezquindades de hoy. He leído egran libro divino muchas. cosas, demasiabellas y grandes para ocuparme con interé

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las frasecillas que cuchichean estos homcuando quieren engañarse. En una palabraaburro en París siempre que no estáis a mi

y como no puedo veros siempre; deseo vome a Blois.–– ¡Oh! ¡Hacéis mal, Athos, y mentís a v

origen y al destino de vuestra alma! Los h

bres de vuestro temple están hechos para frutar hasta, el último día de la plenitud defacultades. Ved mi vieja espada de La Roceste acero español; sirvió treinta años perfmente, y cierto día de invierno cayó sobrlosas del Louvre y se rompió. De unzo me han hecho un cuchillo de caza que drá cien años. Vos, Athos, con vuestra lealfranqueza, vuestro valor frío e instrucción

da, sois el hombre que se necesita para dirilos soberanos. Quedaos; el señor Fouquedurará tanto como mi hoja española,

––Vamos ––dijo Athos sonriendo––, he aArtagnan que, después de haberme ensalz

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hasta las nubes, hace de mí una especie de y después me tira desde lo alto del Olimme aplasta sobre la tierra. Tengo ambici

más grandes, amigo. Ser ministro, es ser evo. ¡No, no! Me acuerdo haberos oído llamalguna vez el gran Athos.. . . Pues si fueranistro, estoy seguro de que no me confirmel epíteto.

––¡No hay más que hablar! ¡Lo abdicáishasta la fraternidad!

–– ¡Oh! ¡Querido, amigo, es casi duro l

me decís!Artagnan estrechó la mano de Athos.––No, no, abdicad sin temor. Raúl puede

sarse sin vos, estando yo en París.

–– Entonces volveré a Blois; esta nochdespediremos, y al amanecer montaré a cab

––No podéis marchar solo a vuestro pal¿Por qué no habéis traído a Grimaud?

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––Amigo mío, Grimaud duerme; se acumuy temprano. Mi pobre viejo se fatiga muHa venido conmigo de Blois, y le he oblig

quedarse en casa; pues, si fuera preciso volandar las cuarenta leguas que nos separanBlois, moriríase sin quejarse. Pero yo cuidoGrimaud.

––Voy a daros un mosquetero para que lla antorcha.Y, Artagnan, inclinándose sobre la baran

dorada:

–– ¡Hola! ––gritó––. ¡Uno aquí!Siete u ocho cabezas de mosqueteros ap

cieron.––¡Uno de buena voluntad para escoltar a

ñor conde de la Fère!––Gracias por vuestro favor, señores –

Athos––. No debo incomodar así a caballe

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––Yo haría la escolta ––dijo uno––, si no ra que hablar con el señor de Artagnan.

–– ¿Quién está ahí? ––dijo Artagnancando en la sombra.

––Yo, señor de Artagnan.–– ¡Dios me perdone! ¡Es la voz de B

meaux!––Yo mismo, señor.––¿Y qué hacéis ahí en el patio?–– Aguardo vuestras órdenes, señor de

tagnan.––¡Ah! ¡Desgraciado de mí! ––dijo Artag

. Es verdad que estábais prevenido paraarresto. ¡Pero venir vos mismo en lugar dviar un escudero!

––He venido porque tenía que hablaros.––¿Y no me habéis hecho avisar?

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––Aguardaba ––dijo tímidamente Bmeaux.

––Os dejo; adiós, Artagnan ––dijo Athos.––No antes de que os presente al señor

semeaux de Montlezun, alcaide del castillla Bastilla.

Baisemeaux y Athos saludáronse––¡Pero debéis conoceros! ––añadió Arta––Tengo un vago recuerdo del señor

contestó el conde.

––Ya sabéis... Baisemeaux... aquel guardrey con quien tuvimos tan buenas partidatiempo del cardenal.

––¡Ah, muy bien! ––dijo Athos despidiéncon afabilidad.

–– El señor conde de la Fère, que tenínombre de guerra Athos ––dijo Artagnavoz baja a Baisemeaux.

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––Sí, sí; uno de los cuatro famosos ––coéste.

––Precisamente. Pero charlemos, queridosemeaux.

––¡Si gustáis!––Primeramente no hay que hablar de ó

nes, pues el rey renuncia a prender a la peren cuestión.––¡Ah! Tanto peor ––replicó Baisemeau

un suspiro.

–– ¡Cómo tanto peor! . .. ––exclamo Artriendo.––Sin duda... ––dijo el alcaide de la Bast

Los presos son mis rentas.

––¡Ah! Es verdad; no miraba yo la cosese lado.

––¡De modo que nada de órdenes!Y Baisemeaux suspiró otra vez.

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––Vos sí que tenéis una bella posiciórepuso––. ¡capitán de los mosqueteros!'

––Es bastante buena; mas no veo que teque envidiarla; sois alcalde de la Bastilprimer castillo de Francia.

–– Bien lo sé ––dijo tristemente Baiseme

––Decís eso como un penitente, ¡par¡Cambio mis ganancias por, las vuestras, siréis!

––No hablemos de ganancias–– murmBaisemeaux–– si no queréis partirme el alm

––Pero miráis a todos lados como quien ser preso, vos, que aguardáis a los que lo es

––Miro que nos ven y nos escuchan, y qu

ría más seguro hablar en secreto; si me cdéis esa gracia.––¡Baisemeaux! ¿Habéis olvidado que s

conocidos de treinta y cinco años? No te

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conmigo ese aire contrito. Descuidad. Nocomo crudos alcaides de la Bastilla.

––¡Plegaria al cielo!––Ea, venid al patio, y hablaremos co

del brazo; hace un claro de luna soberbio, ylargo de los robles, bajo los árboles, me créis vuestra lúgubre historia.

Y atrajo al doliente alcaide al patio, le adel brazo; y le dijo:

––Vamos, Baisemeaux; hablad. ¿Qué tque decirme?

–– Será muy largo.––Si seguís con esos lamentos será más

aún... Pero creo que hacéis cincuenta mil l

con vuestros pichones de la Bastilla.––¿Cuándo será eso, señor de Artagnan?––Me asombráis, Baisemeaux, y e

haciendo conmigo el hombre contrito. ¡ParVoy a llevaros delante de un espejo y allí v

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que estáis rollizo, florido y redondo comqueso, que tenéis ojos como carbones encdos, y que sin ése maldito pliegue que afe

en la frente no representaríais cincuenta añtenéis sesenta, ¿eh?––Todo eso es verdad...–– ¡Pardiez! Ya sé que es verdad... tan ve

como las cincuenta mil libras de gananciasemeaux hizo un gesto de impaciencia.–– Bien ––dijo Artagnan––; voy a echa

cuenta. Erais capitán de guardias del señorzarino: doce mil libras anuales; a razón de años, son ciento cuarenta y cuatro mil.

–– ¡Doce mil libras! ¿Estáis loco? ––exBaisemeaux––. El viejo avaro, nunca dio m

seis mil, y los gastos del empleo subían amil quinientas. El señor Colbert, que me hhecho cercenar las otras seis mil, dignádarme como gratificación cincuenta doblde suerte que, sin ese pequeño feudo de M

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tlezun, queda doce mil libras, no hubiese hhonor a mis negocios.

Pasemos a las cincuenta mil libras de la Blla. Aquí tenéis comida, casa y seis mil librrenta.

––Corriente.

––Un año con otro, cincuenta presos, qurepresentan mil libras.––No digo que no.––Por tanto, son cincuenta mil libras al

hace tres que ocupáis el destino, luego tciento cincuenta mil libras.––Olvidáis un detalle, señor de Artagnan.––¿Cuál?––Que vos recibisteis el empleo de capit

manos del rey.––Bien lo sé.

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––Mientras que yo he recibido el de aldel señor Tremblay y del señor Louvière.

–– Es cierto, y Tremblay no era hombredejaros su destino por nada.

––¡Y lo mismo Louvière! De donde rque he dado setenta y cinco mil libras a Tblay.

–– ¡Bonita cantidad!... ¿Y a Louvière?––Otro tanto.––¿Al contado?

––No, eso era imposible. El rey no quemás bien, el señor Mazarino no quería pardestituir a esos dos tunos salidos de la bcada, y sufrió que ellos hiciesen, para retir

condiciones leoninas. ¿Cuáles?––¡Estremeceos!––Tres años de renta como alboroque:

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–– ¡Diablo! Así, las ciento cincuenta mbras... ¿han pasado a sus manos?

––Justo.––¿Y qué más?––Una cantidad de quince mil escudos o

cuenta mil libras, como gustéis, en tres pag

––Es exorbitante.––No es eso todo.––¿Aún más?

––Me falta llenar una de las condiciones,contrario, esos señores vuelven a su desAsí lo han hecho firmar al rey.

––¡Es enorme! ¡Es increíble!

–– Pues así es.––Lo siento, mi pobre Baisemeaux. Ento

¿cómo diantres os concedió Mazarino esetendido favor? ¿No era más sencillo negáro

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––¡Sí, sí! Fue obligado por mi protector.–– ¡Vuestro protector!

–– ¿Quién?––¡Cáscaras!––Un amigo vuestro, el señor de Herbl

––¿El señor de Herblay? ¿Aramis?Precisamente; ha sido encantador para mí––¿Encantador, y os ha hecho pasar por e––Escuchad. Yo quería dejar el servici

cardenal. El señor de Herblay habló por Louvière y a Tremblay; ellos resistieron; ynía ganas de la plaza, porque sabía que pudar; me confié al señor de Herblay sobr

penuria, y él me prometió responder por mcada plazo.–– ¡Bah! ¡Aramis!––Me asombráis. ¿Aramis respondió

vos?

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––Sí, señor, y consiguió la firma de LouvTremblay; cada año he pagado veinticincolibras de beneficio a cada tino de estos do

ñores; cada año también, en mayo, el señoHerblay venía a la Bastilla y me traía doquinientos doblones para distribuir entre cocodrilos.

––Luego debéis ciento cincuenta mil libAramis.––Esa es mi desesperación; no le debo

que cien mil.

––No os comprendo del todo.––Sin duda; no ha venido más que dos a

Hoy estamos a 31 de mayo y no ha venidmañana al mediodía, concluye el plazo. Y

he pagado a esos señores en los términos venidos, me despojarán de todo; habré trabdo tres años, y dado doscientas cincuentalibras por nada, querido señor, de Artagpor nada absolutamente.

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––Es curioso ––murmuró Artagnan.–– ¿Concebís ahora que pueda tener

arruga en la frente?–– ¡Oh, sí!––¿Concebís que a pesar de esta redonde

queso y este frescor de pavía, a pesar de

ojos chispeantes como carbones encendhaya llegado a temer el no tener ni un queuna pavía que comer, ni ojos para otra cosapara adorar.

––Es desolador.––Y he venido a vos, querido señor de A

nan, porque sólo vos podéis sacarme de pen––,¿Cómo?

–– ¿Conocéis al abate de Herblay?–– ¡Diantre!––¿Sabéis que es misterioso?

––¡Oh! Sí:

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–– ¿Podéis darme las señas de su presbitPorque lo he buscado en Noisy le Sec, y yestá allí.

–– ¡Pardiez! Es obispo de Vannes.––¿Vannes, en Bretaña?El hombrecillo se puso a arrancarse los

llos.––¿Cómo ir a Vannes de aquí a mañanmediodía? ––dijo––. ¡Soy hombre perdido!

–– Vuestra desesperación me apena. E

chad, pues, y sabed que un obispo no resiempre en el mimo punto, y el señor de blay podría no estar tan lejos como teméis.

––¡Oh! Dadme su dirección.

––No la sé, amigo mío.––¡Decididamente, estoy perdido! Vo

echarme a los pies del rey.

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––Me sorprendéis, Baisemeaux. ¿Cómoduciendo la Bastilla cincuenta mil libras habéis hecho rentar doble?

––Porque soy honrado, señor de Artagnaalimento a los presos como a potentados.

––¡Diantre! Dadme una buena indigestiónvuestros ricos alimentos, y martirizadmeaquí a mañana a mediodía.

–– ¡Cruel! ¡Tiene ganas de. reír!––No; me apenáis... Veamos, Baisem

¿tenéis palabra de honor?––¡Capitán!––Pues dádmela de que no abriréis la bo

nadie de lo que voy a deciros.

––¡Jamás! ¡Jamás!––¿Queréis echar mano a Aramis?––¡A toda costa!

––Pues id en busca del señor Fouquet.

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–– ¿Qué relación ... ?––¡Qué bobo sois!... ¿Dónde está Vannes

––¡Tate!––Vannes está en la diócesis de Belle IBelle Isle en la diócesis de Vannes; luego ñor Fouquet ha hecho nombrar al señor de

blay para ese obispado.––Me abrís, los ojos y me devolvéis la vid––Tanto mejor. Id, pues, a decir sencillam

al señor Fouquet que deseáis hablar al seño

Herblay.–– ¡Es verdad! ¡Es verdad! ––exclamó

meaux lleno de gozo.––¿Y la palabra de honor? ––dijo Arta

deteniéndolo con una mirada severa.––¡Oh! ¡Sagrada! ––replicó el hombrecil

poniéndos a correr.–– ¿A dónde vais?

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––A casa del señor Fouquet.––No; el señor Fouquet está jugando c

rey. Con tal de que vais más temprano, habhecho todo lo que podéis hacer.

––¡Iré; gracias'.––¡Buena suerte!

––¡Gracias!Graciosa historia murmuró Artagnan,

biendo lentamente la escalera.–– ¿Qué diablo de interés puede tener Ar

en obligar así a Baisemeaux?... Ya sabresto un día u otro.

XCVEL JUEGO DEL REY

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Como había dicho Artagnan, Fouquet asal juego del rey. Parecía que la marcha dekingham había vertido un bálsamo sobre, t

los corazones ulcerados la víspera.Moasieur, radiante, hacía señas afectuos

su madre.El conde de Guiche no podía separars

Buckingham, y al mismo tiempo que jucharlaba con él sobre las eventualidades dviaje.

Buckingham, pensativo y afectuoso chombre de corazón que ha tomado su partoía al conde y dirigía de vez en cuando adame una mirada de ternura y de pena.

La princesa, llena de embriaguez, comp

su pensamiento entre el rey, que jugaba ella, Monsieur, que le gastaba dulces brosobre sus enormes ganancias, y Guiche,demostraba una alegría extravagante. De kingham ocupábase ligeramente, pues este

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gitivo, este desterrado, no era para ella másun recuerdo, no un hombre.

Así son los corazones ligeros; entregadospresente, rompen con todo lo que puede tornar sus cálculos de bienestar egoísta. Mme se hubiese avenido a las sonrisas, gentiy suspiros de Buckingham presente; ¿pe

qué suspirar, sonreír y arrodillarse desde leEl viento del Estrecho que arrastra a los na¿dónde lleva los suspiros?

El duque advirtió este cambio, y padeció

talmente su corazón. Naturaleza delicada, ollosa y susceptible de profunda adhesión, dijo el día en que la pasión entrara en su alm

Las miradas que enviaba a Madame se enron poco a poco al soplo glacial de su pmiento. Aún no podía despreciar, pero fue tante fuerte para imponer silencio a los gtumultuosos de su corazón.

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A medida que Madame adivinaba este cbio, aumentaba su actividad para recobraradiación que perdía; su ingenio; tímido e i

ciso al principio, se manifestó luego con brtez; era necesario que a toda costa fuera nopor encima de todos, hasta del mismo rey.

Y lo fue. Las reinas, no obstante su dign

el rey, a pesar de los respetos de la etiqufueron eclipsados.Las reinas, rígidas y envaradas, human

ronse y rieron. La reina madre se admir

este brillo que volvía a su raza, gracias al tto de la nieta de Enrique IV.El rey, celoso como joven y como rey de

las superioridades que le rodeaban, no pmenos de rendir las armas a esa petulafrancesa, cuya energía realzaba más el huinglés.

Los ojos de Madame lanzaban destelloalegría se escapaba de sus labios de púrp

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como la persuasión de los labios del viejotor.

Sometida toda la Corte a tales encantosvertía por primera vez que podían reír deldel rey mas grande del mundo, como gedignas de ser llamadas las más delicadas ypirituales de la tierra.

Madame consiguió aquella noche un écapaz de aturdir a cualquiera que no hubnacido en esas elevadas regiones que se llaun trono, y que están al abrigo de semeja

vértigos, a pesar de su altura.Desde aquel instante miró Luis XIV a Mme como un personaje. Buckingham la como una coqueta digna de los más cruelesmentos. Guiche, como una divinidad. Lostesanos, como un astro cuya luz debía contirse en un foco de favor y de poder.

Sin embargo, unos años antes no se dLuis XIV dar la mano para un baile a aq

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fea. Sin embargo, Buckingham había adoaquella coqueta de rodillas. Sin embargo, che había mirado aquella divinidad cómo

mujer. Sin embargo, los cortesanos no haosado aplaudir a aquel astro por temor de agradar al rey, a quien en otro tiempo disgura.

Todo esto pasaba en aquella noche memble.La joven reina, aunque española y sobrin

Ana de Austria, adoraba al rey y no sabía

mular.Ana de Austria, observadora como mujimperiosa como reina, sintió el poder de dame y se inclinó.

Lo que determinó a la joven reina a level sitio y entrar en su habitación.Apenas fijó el rey la atención en esta sal

pesar de los afectados síntomas de indisp

ción que la acompañaban.

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Conocedor de las leyes de la etiqueta,empezaba a introducir como elemento de relación, Luis XIV no se emocionó; ofre

mano a Madame, sin mirar a Monsieur, y dujo a la joven princesa hasta la puerta daposento.

Observóse que en el umbral de la puerta,

Su Majestad de todo obstáculo, o menos fque la situación, dejó escapar un enorme sro.

Las mujeres, porque todo lo observan, l

ñorita de Montalais, por ejemplo, no dejarodecir a sus compañeras:––El rey ha suspirado.––Madame ha suspirado.

Era cierto. Madame había suspirado sindo, pero con un acompañamiento más peliso para el reposo del rey.

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Había suspirado cerrando sus encantadojos negros, abriéndolos en seguida, y cargcomo estaban de indecible tristeza, los h

alzado sobre el rey, cuyo rostro estaba vismente purpúreo.Resultaba de este rubor, de estos suspir

de todo este regio movimiento, que la de M

talais había cometido una indiscreción, yesta indiscreción había afectado ciertamesu. compañera, porque la señorita de La Vre, menos perspicaz indudablemente, palidcuando se ruborizó el rey y entró temblandel cuarto de Madame sin cuidarse de tomaguantes, como el ceremonial lo exigía.

Verdad es que esta provinciana podía alcomo excusa la turbación en que la ponmajestad real. En efecto, la señorita de Lllière, al cerrar la puerta, había fijado inadvdamente los ojos en el rey, que iba andahacia atrás.

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El rey entró en la sala de juego, quiso habdiversos personajes, pero pudo advertirse estaba trascordado.

Embrolló diferentes cuentas, de lo quaprovecharon algunos señores que habían servado estas costumbres del señor Mazamala memoria, pero buena aritmética.

De modo que Manicamp, personaje distrsi los hubo, y el hombre más honrado del mdo, recogió pura y simplemente veinte mbras que estaban sobre la mesa y cuya pro

dad no parecía legítimamente adquirida nadie.Y el señor de Wardes, que tenía la cabeza

trastornada por los sucesos de la noche, sesenta luises dobles que había ganado al sde Buckingham, y que éste, incapaz, compadre, de salir con una moneda en la mabandonó al candelero.

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El rey no recobró un tanto la atención hamomento en que el señor Colbert, que acechacía algunos instantes, se acercó y, muy r

tuosamente sin duda, pero con instancia, dsitó uno de sus consejos en el oído, todaturdido, de Su Majestad.

Luis prestó nueva atención a este conse

echando una mirada por la pieza:––¿No está aquí el señor Fouquet? ––dijo––Sí tal, Majestad ––contestó la voz del s

intendente, ocupado con Buckingham.Y se acercó.El rey dio un paso hacia el conde con air

gligente.

—Perdón, señor superintendente, si rrumpo vuestra conversación; pero os reclsiempre que tengo necesidad de vos.

––Mis servicios son siempre del rey.

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––Y, sobre todo, vuestra caja ––dijo éstedo con falsedad.

––Mi caja más que nada ––contestó fríamFouquet.

––Este es el hecho: quiero dar una fiesFontainebleau: Quince días de casa abiertacesito ... Y miró oblicuamente a Colbert.quet esperó sin turbarse.

––Unos... ––dijo.––Unos cuatro millones ––contestó el

respondiendo a la cruel sonrisa de Colbert:–– ¿Cuatro millones? ––exclamó Fouqu

clinándose profundamente…Y sus uñas, clavándose en su pecho, hic

un surco sangriento, sin que la serenidadrostro se alterase un momento.––Sí, señor ––dijo el rey.––¿Cunádo, Majestad?

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––Toma tiempo... Es decir... no...––Lo más pronto posible.

––Es necesario tiempo.––¡Tiempo! ––exclamó Colbert triunfa––Tiempo para contar los escudos ––di

superintendente con majestuoso desprecisólo se pesa un millón al día.

––Por tanto, son cuatro días ––dijo Colbe––¡Oh! ––replicó Fouquet dirigiéndose a

–. Mis dependencias hacen prodigios en scio de Vuestra Majestad, y la suma estarápuesta en tres días.

Colbert púsose pálido.

Luis, lo miró, sorprendido. Fouquet se rsin orgullo ni humildad, sonriendo a sus merosos amigos, en cuya sola mirada leíaleal amistad, un interés que llegaba a la comsión.

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Era preciso no juzgar a Fouquet por su ssa, porque realmente tenía la muerte en el zón.

Algunas gotas de sangre manchaban, bajvestido, la fina tela que cubría su pecho.

El vestido ocultaba la sangre; la sonrisa, bia.

Por el modo con que llegó a su carroza anaron los criados que el señor no estabbuen humor; de lo cual resultó que sus órdse ejecutaron como las maniobras de un bde guerra mandadas por un capitán irritado

La carroza no rodaba, volaba. Apenas tiempo de concentrarse Fouquet durante elyecto. Al llegar, subió al cuarto de Aramis.

Aramis no estaba acostado.En cuanto a Porthos, había comido de

manera gigantesca; luego, se había hecho uel cuerpo con aceites perfumados; a la ma

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de los luchadores antiguos, y después se htendido, entre franelas, en un lecho caliente

Aramis, envuelto en una bata de terciopescribía cartas y más cartas con esa letra fapretada que una página hace un cuartovolumen.

La puerta se abrió precipitadamente; el suintendente apareció, pálido, agitado, inquie

Aramis alzó la cabeza, y dijo:––Buenas noches, apreciado huésped y su

rada investigadora adivinó toda la tristezaBouquet.

––¿Qué tal el juego? ––preguntó para een conversación. Fouquet se sentó, y, cogesto, indicó la puerta al lacayo que le hseguido.

Cuándo éste hubo salido, dijo:–– ¡Muy bien!

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Y Aramis, que lo seguía con la vista, adque se tiraba sobre los cojines con impacifebril.

–– ¿Habéis perdido como siempre?preguntó Aramis con la pluma en la mano.

––Más que siempre ––contestó Fouquet.

––Pero sabemos que soportáis bien las pdas.–– A veces.–– ¡Bien!. ¿E1. señor Fouquet, mal jugad

––Hay juegos y juegos, señor de Herblay.––¿Y cuánto habéis perdido, monseñor

preguntó Aramis con cierta inquietud.

Fouquet se recogió un instante para comner su voz, y dijo sin emoción alguna.––La velada me cuesta cuatro millones.Y una risa amarga se perdió en la últim

bración de estas palabras.

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Aramis no esperaba tal cifra, y dejó capluma.

–– ¡Cuatro millones! ––dijo––. ¿Habéis jcuatro millones? ¡Imposible!

––El señor Colbert llevaba mis cartarespondió Fouquet con la misma siniestra r

––¡Ah! Comprendo ahora, monseñor. ¿Yque recurrir a los fondos?––Sí, querido.––¿Para el rey?

––Sí.–– ¡Diablo!––¿Qué pensáis de esto?

–– ¡Diantre! Pienso que quieren arruinaroclaro.––Siempre es ese vuestro parecer.

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––Siempre; y no hay que sorprenderse, era lo que teníamos previsto.

––Corriente; pero no esperaba yo lo dcuatro millones.

––Verdad que la suma es fuerte, pero, encuatro millones no son la muerte de un homsobre todo cuando este hombre se llama quet.

––Si conocieseis el fondo de la caja, esmenos tranquilo.

–– ¿Y habéis prometido?––¿Qué queríais que hiciese?––Es cierto.––¡El día que yo niegue, Colbert encontr

estaré perdido!––Incontestablemente: ¿Y para cuándo h

prometido esos millones?

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––Para dentro de tres días. El rey parece necesitado.

–– ¡Tres días!––¡Oh! ––repuso Fouquet––. Cuando se

sa que ahora mismo, al pasar por la calle, gba la gente: “Ahí va el rico señor Fouquecosa de perder la cabeza, querido Herblay.

––¡No, monseñor, alto ahí! La cosa no vpena ––dijo flemáticamente Aramis, echpolvos sobre la carta que acababa de escrib

––¡Pues dadme un remedio, un remedio ese mal sin remedio!

––No hay más que uno:–– pagad.–– ¡Si apenas tengo esa cantidad! Todo

estar agotado; se ha pagado Belle Isle; spagado la pensión... Desde las requisitorialos arrendadores de rentas y contribucionedinero es raro. Admitiendo que se pague vez, , ¿cómo se pagará otra? Porque, no l

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déis, cuando los reyes han gustado el dinson como los tigres cuando han probado lane: ¡devoran! Algún día será preciso que

“¡Imposible, Majestad!” ¡Y ese día estoy do!––Un hombre de vuestra posición, mons

sólo se pierde cuando quiere.

–– ¡Bah! Bastante luché en mi juventud cardenal Richelieu, que era el rey de Fran¿Tengo, por ventura, armas, tropas, tesorosla Belle Isle siquiera! ¡Bah! La necesidad

dre de la invención,. y cuando todo lo cperdido...––¿Qué?––Se descubrirá algo inesperado que os s

rá.––¿Y quién descubrirá esa maravilla?––Vos.

––¡Yo! Presento la dimisión de inventor.

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––Entonces, yo.–– Bien; poned mano a la obra sin tardanz

––Tenemos tiempo.––Me matáis con vuestra flema, Herblarepuso el superintendente, limpiándose eldor.

–– ¿No os acordáis de lo que os dije un dí–– ¿Qué me dijisteis?––Que no os inquietarais si teníais valor

tenéis?––Así creo.––Pues no os inquietéis.–– ¿Luego vendréis en mi auxilio en el

mento supremo?––Eso no será más que devolveros lo qu

debo, monseñor.

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––El oficio de los financieros es adelantlas necesidades de los hombres como vos.

––Si la cortesanía es el oficio de los finros, la caridad es la virtud de las gentes de sia. Tranquilizaos, y en el último momentremos.

––Entonces, veremos muy pronto.––Ahora, permitidme os manifieste que

sonalmente siento mucho estéis tan escasdinero.

––¿Por qué?––Porque iba a solicitáros. . .–– ¿Para vos?––Para mí o para los míos; para los míos

ra los nuestros.–– ¿Qué cantidad?–– ¡Oh, tranquilizaos! Una bonita cant

verdad es, mas poco exorbitante.

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––¡Decid la cifra! Cincuenta mil libras.–– ¡Una miseria!

–– ¿De veras?––Sin duda; siempre se tienen cincuentaliras. ¡Ah! ¿Por qué ese tuno de Colbert contenta como vos, y me causaría menos p

¿Y cuándo necesitáis esa cantidad?––Mañana temprano.––Bien, y...––¡Ah! ¿Su destino queréis decir?––No, caballero; no necesito ––explicació––Sí tal; mañana es 1° de junio'––¿Y qué?––Vencimiento de una de nuestras oblig

nes.––¿Tenemos obligaciones?

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––Indudablemente, mañana pagamos ntro último tercio.

––¿Qué tercio?––E1 de las ciento cincuenta mil libras d

semeaux.–– ¡Baisemeaux! ¿Quién es?

––El alcalde de la Bastilla.––¡Ah! Es cierto; me hacéis pagar, c

cincuenta mil libras por ese hombre.–– ¡Vamos!––Pero, ¿por qué?––Por su destino, que he comprado, o m

dicho, que nosotros hemos comprado a Lo

re y Tremblay.––Todo eso está muy vago en mi cabeza.––Lo concibo. ¡Tenéis tantos asuntos! Si

bargo, no creo que haya ninguno más im

tante que éste.

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–– Decidme, pues, con qué objeto hcomprado ese destino.

––Con el de ser útil.––¡Ah!–– Primeramente a él. ¿Y después?––A nosotros.

–– ¡A nosotros! ...¿Os burláis?–– Señor, hay tiempos en que un alcaid

la Bastilla es un buen conocimiento.

––Tengo la dicha de no comprenderos.–– Monseñor, tenemos nuestros poetas, n

tro ingeniero, nuestro arquitecto, nuestros sicos, nuestro impresor, nuestros pintore

necesitábamos nuestro alcaide de la Bastilla–– ¡Ah! ¿Creéis...?––No nos hagamos ilusiones, monseñor

tamos muy expuestos a ir a la Bastilla, qu

señor Fouquet ––añadió el prelado enseña

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aquellos hermosos dientes, tan adorados treaños antes por María Michón.

––¿Y suponéis que no es demasiado esa sHerblay?

––Día vendrá en que reconoceréis vuerror.

––Mi querido Herblay; el día en que se en la Bastilla, no está uno protegido más ppasado.

––Sí tal, si las obligaciones suscritas estregla no lo dudéis, ese excelente Baisemeatiene corazón de cortesano. Estoy segurome conservará reconocimiento por ese disin contar, señor, con que guardo yo los títu

––¡Qué demonio de negocio! ¡Usura en ria de beneficencia!

––Monseñor, no os mezcléis en esto; susura, yo sólo la hago y la aprovechamodos.

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––¡Qué intriga, Herblay! ...––No lo niego.

––Y Baisemeaux cómplice.–– ¿Por qué no? Peores los hay: ¿De que puedo contar mañana con las cincumil libras?

–– ¿Las deseáis esta noche?––Mejor será, porque quiero salir tempra

ese pobre Baisemeaux, que no sabe lo qusido de mí, estará sobre ascuas.

––Tendréis la cantidad dentro de una h¡Ah, Herblay! El interés de vuestras cientocuenta mil libras no pagará jamás mis cumillones ––dijo Fouquet levantándose.

–– ¿Por qué no, monseñor?–– Buenas noches, tengo que hacer co

dependientes antes de acostarme.

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––Buenas noches, monseñor. ––Me deseáimposible, Herblay.

–– ¿Tendré las cincuenta mil libras estache?

––Seguramente.––Pues, dormid descuidado, os lo digo yo

––¡Buenas noches, monseñor!No obstante el tono de seguridad con que

estas palabras, Fouquet salió moviendo la za y dando un suspiro.

XLVI

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LAS CUENTAS DEL SEÑOR BAMEAUX DE MONTLEZUN

Daban las siete en San Pablo cuando Ara caballo y en traje de paisano; es decir, vede color, con un cuchillo de caza por todatinción, pasaba por la calle del Petit––Miba a parar frente a la calle Tournelles, puerta del castillo de la Bastilla.

Dos funcionarios la guardaban. No pusininguna dificultad en admitir a Aramis,

entró a caballo como estaba, y lo condujelo largo de un pasadizo por el que se llegala verdadera entrada, esto es, al puente levzo. El centinela del cuerpo de guardia extdetuvo a Aramis.

Aramis, con su finura acostumbrada, exque la causa que allí lo llevaba era el desehablar al señor Baisemeaux de Montlezun.

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El primer centinela llamó al otro, colocadun puesto interior. Este asomó la cabeza tronera, y miró' muy atentamente al recién

gado.Aramis reiteró la expresión de su deseo.El centinela llamó a un sargento que se

seaba en un patio bastante espacioso, y enterado de lo que se trataba, fue en buscun oficial de la plana mayor del alcaide:

Este último, después de haber oído la petde Aramis, le rogó que esperase un momdio unos pasos, y volvió a preguntarle su nbre.

––No puedo decíroslo, señor ––dijo AramSabed tan sólo que tengo cosas de tal impo

cia que comunicar al señor alcaide, que presponder de antemano a una; y es que, el sBaisemeaux quedará encantado de verme. tal que le digáis que aquí está la person

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quien espera el 1° de junio, bastará para qmismo venga al instante.

El oficial no podía explicarse que un hotan importante como el señor alcaide se mtase por otro tan poco importante como paser aquel paisano a caballo.

––Feliz, casualidad, señor. Justamente, eñor alcaide se prepara a salir; ved enganchsu carroza, en el patio de la alcaidía; de sque no tendrá necesidad de venir a buscasino que os verá al pasar.

Aramis hizo con la cabeza una señal de timiento, porque no quería dar de sí mismoidea demasiado alta; esperó, pues, con pacia y en silencio, inclinado sobre los arzoncaballo.

No habían transcurrido diez minutos, cuase movió la carroza del alcaide, acercándospuerta. El alcaide salió y montó en el carru

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Entonces se hizo la misma ceremonia paseñor de la casa que para un extraño sospeso; el centinela del puesto se adelantó e

mismo momento en que la carroza iba a pbajo la bóveda, y el alcaide abrió la portepara obedecer el primero la consigna.

De este modo pudo convencerse el sol

de que nadie salía fraudulentamente de la tilla.La carroza rodó bajo la bóveda, pero, e

instante en que se abría la verja, el ofici

acercó a la carroza, detenida por segunda vdijo unas palabras al alcaide. Este sacó entla cabeza por la portezuela y vio a Aramis ballo en la extremidad del puente levadizo.

Al instante dio un grito de alegría, y salmejor, se lanzó de la carroza, corriendo a echar las manos de Aramis, dándole mil excPoco faltó para que se las besase.

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––¡Qué de impedimentos para entrar eBastilla, señor alcaide! ¿Pasa lo mismo aquellos a quienes envían contra su volun

como para los que vienen voluntariamente?––¡Perdón, perdón! ¡Ah, monseñor! ¡Qu

gría tengo en ver a Su Ilustrísima!––¡Chito! ¿En eso pensáis, amigo Baisem

¿Qué queréis que se piense al ver a un oben el traje en que estoy?––¡Ah! Perdón, no pensaba en eso. El ca

de este señor a la cuadra ––gritó Baisemeau––¡No, no ––dijo Aramis––, cáspita!––¿Por qué?––Porque hay cinco mil doblones en el

tamanteo.El semblante del alcaide se puso tan radi

que si lo hubiesen visto los presos habríandido, creer que le enviaban algún príncipe

sangre.

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—Sí, tenéis razón; a la alcaldía el ca¿Queréis que subamos en el coche para ir allí?

––¡ ¡En coche para atravesar un patio.! .creéis tan flojo? No, a pie, señor alcaide, a

Entonces le ofreció Baisemeaux su brazmo apoyo; pero el prelado no hizo uso de éeste modo llegaron a la alcaldía, Baisemfrotándose las manos y mirando a hurtadillcaballo, y Aramis contemplando las murnegras y desnudas.

Un vestíbulo muy espacioso y una escrecta de piedras blancas, conducían a las htaciones de Baisemeaux.

Este atravesó la antesala y el comedor, d

se disponía el desayuno, abrió una puerteoculta, y se encerró con su huésped en un gabinete, cuyas ventanas se abrían oblicuate sobre los patios y las cuadras.

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Baisemeaux instaló al obispo con esa quiosa urbanidad cuyo secreto sólo conocepobre hombre o un hombre agradecido.

Sillón de brazos, cojín bajo los pies, y meratoria para apoyar la mano, todo lo preparalcaide.

También colocó sobre aquella mesa, congioso cuidado, el saco de oro que uno dsoldados había subido con no menos resque un cura lleva el Santísimo Sacramento.

El soldado salió. Baisemeaux fue a cerrpuerta, corrió una cortina de la ventana, ylos ojos en Aramis a fin de ver si le faltaba

––Monseñor ––¡dijo sentándose––, contisiendo el más fiel de los hombres de palabr

––En negocios, amigo señor Baisemeauexactitud no es virtud, sino simple deber.

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––Sí, ya comprendo; mas éste no es un ncio que hacéis conmigo, monseñor, sino unvicio que me prestáis.

––¡ Vamos; confesad que, a pesar de mi titud, habéis estado inquieto.

––Por vuestra salud, sí, ciertamentebalbuceó Baisemeaux.

––Quise venir ayer, pero no pude; estaba cansado. Baiserneaux se apresuró a metercojín bajo los riñones de su, huésped.

––Pero ––repuso Aramis–– me prometí a veros hoy muy temprano.

––Sois excelente, monseñor.––Y no me ha salido bien la diligencia, s

creo.––¿Cómo es eso?––Sí, ibais a salir. Baisemeaux se encendi––En efecto... salía.

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––Luego os estorbo.La turbación de Baisemeaux fue notable.

––Os estorbo ––continuó fijando su mincisiva sobre el pobre alcaide––. Si husabido esto no habría venido.

––¡Ah, monseñor! ¿Cómo podéis creer qu

estorbéis nunca?––Confesad que ibais en busca de dinero.––No ––balbuceó Baisemeaux––, os lo a

ro; iba...

––¡El señor alcaide va a casa del señor quet! ––gritó desde abajo la voz del mayor.

Baisemeaux corrió como loco a la ventan

––¡No, no! ––gritó como un desespera¿Quién diantres habla del señor Fouquet? tán borrachos? ¿Por qué se me incomoda cdo estoy ocupado?

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––¿Ibais a casa del señor Fouquet? ––preAramis pellizcándose los labios––. ¿A casabate o del superintendente?

Baisemeaux tenía ganas de mentir, pero ltó valor, y dijo:

––A casa del superintendente.

––Luego teníais necesidad de dinero cuíbais a casa de quien lo da.––No tal, monseñor.—Desconfiáis de mí.

––¡ Monseñor, la sola incertidumbre, laignorancia del lugar en que habitáis:.

––¡Oh! Hubiéseis tenido dinero en casseñor Fouquet, que es hombre que tiene lano abierta.

––Os juro que jamás me hubiera atrevipedir dinero al señor Fouquet. Iba a pregunle vuestra dirección, nada más.

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––¿Mi dirección en casa del señor Fouquexclamó Aramis abriendo a pesar suyo los

––¡ Indudablemente ––dijo Baisemeauxbado por la mirada del obispo––; en casaseñor Fouquet.

––Ningún mal hay en eso, querido Bmeaux; mas os pregunto, ¿por qué íbais aguntar mi dirección a casa del señor Fouqu

––Para escribiros.––Comprendo ––dijo Aramis sonriend

pero no es esto lo que yo quería decir; pregpor qué ibais precisamente a casa del sFouquet a preguntar por mi dirección.

––¡Ah! ––murmuró Baisemeaux––. Peciendo Belle Isle al señor Fouquet...

––¿Y qué?––Belle Isle, que es de la diócesis de Van

. y como sois obispo de Vannes. . .

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––¡Querido Baisemeaux, ya que sabíaisyo era obispo de Vannes, no teníais necesde ir a preguntar mi dirección a casa del s

Fouquet.––En fin, monseñor ––dijo Baisemeaux

mayor aprieto––, ¿he cometido alguna indición? En ese caso, os pido perdón.

–– ¡Bah! ¿Y en qué había de consistir ediscreción? ––preguntó tranquilamente AraY al mismo tiempo que serenaba su ros

sonreía al alcaide, Aramis se preguntaba cBaisemeaux, que desconocía su dirección, no obstante que Vannes era su residencia.

Yo aclararé esto, dijo para sí. Y, en segañadió en voz alta:

––Vamos, mi apreciable alcaide, ¿queréihagamos nuestras cuentas?

–– Estoy a vuestras órdenes, monseñorro antes decidme.

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––¿Qué?––¿No me haréis el honor de almorzar co

go, como de costumbre?–– Sí tal; con sumo gusto.Baisemeaux dio tres golpes en un timb

–– ¿Qué quiere decir eso? ––preguntó Ar––Que alguien almuerza conmigo, y

obren en consecuencia.––¡Diantre, y dais tres golpes! Me parece

rido alcaide, que empleáis cumplimientos.––¡Oh! Es lo menos que puedo hacer.––¿Y a propósito de qué?––Porque no existe príncipe que haya h

por mí lo que vos hacéis.––Vaya, hablemos de otra cosa. Deci

¿hacéis negocio en la Bastilla?–– Ciertamente.

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––¿Cuánto de cada preso?––No mucho.

––¡Diantre!––El cardenal Mazarino no era bastante d–– ¡Ah, sí! Nuestro antiguo cardenal nec

ba una alcaidía suspicaz.––Sí, en tiempo de aquél todo marchaba

Aquí hizo su fortuna el hermano de Su nencia.

–– Creedme, alcaide ––dijo Aramis acedose––, un rey joven vale tanto como un cnal viejo. La juventud tiene sus desconfiasus cóleras, sus pasiones, como la vejez sus odios, sus precauciones y recelos. ¿H

pagado los tres años de beneficios a Louvia Tremblay?––¡Oh! Sí.–– ¿De modo que sólo os resta darles la

cuenta mil libras que os traigo?

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––Sí.––Así, ¿no ha habido economías?

––¡Ah, monseñor! Dando cincuenta mil a esos señores, os juro que les doy todo logano. Esto era lo que ayer decía al señor dtagnan.

––¡Ah! ––exclamó Aramis, cuyos ojos ron un instante––. ¿Ayer visteis a Artagnancómo está ese querido amigo?

––Perfectamente.

––¿Y qué era lo que le decíais?––Le decía ––prosiguió el alcaide sin pe

su aturdimiento–– que yo alimentaba muy a mis presos.

––¿Cuántos tenéis? ––preguntó Aramis.–– Sesenta.–– ¡Buena cifra!

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––¡Ay! En otro tiempo había más de dosctos.

––Al fin, un mínimo de sesenta. No haycho de qué quejarse.

––Sin duda, porque a cualquiera otro qufuese yo, cada uno debía rentar ciento cincudoblones.

––¡Ciento cincuenta doblones!––Sí, calculad: por un príncipe de la sa

por ejemplo, tengo cincuenta libras cada dí

––Pero no tenéis ningún príncipe de la sasupongo ––dijo Aramis con un ligero temen la voz.

––¡No, gracias a Dios! Es decir, no, desg

damente.––¿Cómo desgraciadamente?––Sin duda; eso me sería lucrativo.

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––Es cierto. Con que un príncipe de la sacincuenta libras.

––Sí. Por un mariscal de Francia, treinta libras.

––Pero tampoco tenéis ahora mariscaFrancia, ¿eh?

––¡Ay, no! Cierto es que los tenientes geles y los brigadieres son a veinticuatro lipero sólo tengo dos.

––¡Ah! ¡Ah!

––Por tanto, siguen los consejeros del Pmento, que producen quince libras.––¿Y cuántos tenéis?––Cuatro.––Ignoraba que los consejeros fuesen de

provecho ––dijo Aramis.––Sí, pero de quince libras voy a parar i

diatamente a diez.

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––¿A diez?––Sí; por un juez ordinario, por un abog

por un eclesiástico, diez libras.––¿Y tenéis siete? ¡Excelente negocio!––No, malo.––¿En qué?––¿Cómo queréis que no trate a esos de

ciados, que al fin son alguna cosa, como consejero del Parlamento?

––En efecto, tenéis razón; no veo cinco de diferencia entre ellos.

––Ya lo veis; si tengo un buen pescado, pre lo pago a cuatro o cinco libras; si un pollo, me cuesta libra y media; alimento bien a los habitantes del corral, pero neccomprar grano, y no podéis imaginaros el cito de ratas que tenemos aquí.

––¿Y por qué no le oponéis una media dode gatos?

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––¡Ah! Sí; pero me he visto precisado nunciar a ellos; juzgad cómo tratarían el gHe tenido que tomar hurones, que hice ven

Inglaterra, para estrangular las ratas; peroperros tienen un apetito feroz, y tragan tcomo un prisionero de quinto orden, sin cocon que algunas veces me estrangulan los cjos y los pollos.

¿Escuchaba o no escuchaba Aramis? Nhubiese sabido decirlo; sus ojos bajos indical hombre atento, pero su mano inquieta aciaba al hombre absorto.

Aramis meditaba.––Os decía, pues ––prosiguió Baisemea

que un pollo mediano me costada libra ydia, y un buen pescado cuatro libras; en latilla se hacen tres comidas; y, como los pno tienen ocupación, siempre comen; un hbre de diez libras me cuesta siete y diez dos.

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––¿Pero no me decíais que tratábais a lodiez libras como a los de quince?

––Sí.––Luego os ganáis siete libras y diez su

en los de quince libras.––Es preciso compensar. . . ––dijo B

meaux, que comprendió se había dejado co––Tenéis razón, querido alcaide. Pero, ¿nnéis prisioneros de menos de diez libras?

–– Ciertamente, los procuradores y los p

yos.–– ¿A cuánto?––A cinco libras.

––¿Y qué comen?––¡Vaya! Ya comprenderéis que no se lestodos los días un pollo asado ni vinos de Eña a cada comida; pero, en fin, siempre vebuen plato tres veces a la semana.

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–– Eso es filantropía, querido alcaide, y darrumaros.

––No; cuando el de quince libras no acabpollo o el de diez deja un buen pedazo, envío al de cinco libras; esto es un regalo pinfeliz diablo. ¿Qué queréis? Es preciso sertativo.

––¿Y cuánto sacáis de los de cinco libras?––Treinta sueldos.––Vamos, sois un hombre honrado.

––Gracias.––No; lo digo de verdad.––Gracias, monseñor; pero creo que tené

zón. ¿Sabéis por qué sufro?––Pues por los plebeyos y los letrados,

dos en tres libras. Estos no ven muchas vcarpas del Rin ni sollos de la Mancha.

–– ¿Pues no dejan nada los de cinco libra

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––¡Oh! Monseñor, no soy un ladrón; colmhonor al plebeyo y al letrado dándole un alperdiz, un filete de corzo, un pedazo de p

trufado, manjares que no han visto jamás en sueños; al fin, son los restos de las veinttro libras, pero comen, beben y gritan: “¡Vrey!”, bendiciendo la Bastilla; con dos bode un vinillo de Champagne que compro aco sueldos, les emborracho todos los domi¡Oh! Me bendicen, echan de menos la prcuando salen de ella. ¿Sabéis lo que he nota

––No, en verdad.––He notado... ¿Sabéis que éste es un h

para mi casa? Pues bien, he notado que cipresos libertados se han hecho encarcelarvez inmediatamente. ¿Por qué sería, sinodisfrutar de mi cocina?

Aramis sonrió con aire de duda.––¿Sonreís?

––Sí.

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––Os aseguro que hemos registrado nomtres veces en el espacio de dos años.

–– Necesitaría ver eso para creerlo.––¡Oh! Puede verse, aunque esté prohi

participar los registros a los extraños.––Lo creo.

–– Pero vos, monseñor, si queréis verlvuestros propios ojos ... Confieso que metaría.

–– ¡Pues sea!

Baisemeaux abrió un armario y sacó un registro.

Aramis lo siguió ávidamente con los ojos

Baisemeaux volvió, puso el registro sobmesa, lo hojeó un instante, y se detuvo eletra M.

–– Aquí tenéis ––dijo––; mirad.

–– ¿Qué?

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–– Martinier, enero 1659. Martinier, 1660. Martinier, marzo 1661; libelos, mnadas, etc. Ya comprenderéis, que esto só

un pretexto. El compadre iba a denunciasí propio a fin de que loembastillaran.

––¿Y con qué objeto?–– Con el de volver a comer de mi c

por tres libras.–– ¡Por tres libras! ¡Infeliz!––Sí, monseñor; el poeta se halla en el ú

grado, y tiene cocina de plebeyo y de letradY Aramis volvía maquinalmente las hoja

registro, leyendo sin parecer interesarse ponombres que leía.

–– ¡Ah! ¡Seldón! ––exclamó de pronto–parece que conozco este nombre. ¿No fuvos quien me habló de un joven...?

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––¡Sí, sí! Un pobre diablo de estudiantehizo... ¿Cómo llamáis a esos dos versos laque suenan bien?

––Un dístico.––Eso es.–– ¡Infeliz! ¡Por un dístico! ¡Diablo! ¿

que el dístico era contra los jesuitas?––Es igual; el castigo me parece duro.––El año pasado me parece que os inter

teis por él.

––Sin duda.––Y como vuestro interés es aquí omnip

te, desde aquel día lo trato como a los de qulibras.

––¿Cómo a éste? ––dijo Aramis, que se detenido en uno de los nombres que seguíade Martinier.

––Cabalmente, como a ése.

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––¿Es un italiano este Marchiali? ––preAramis, señalando con el dedo el nombrehabía llamado su atención.

––¡Chito! ––murmuró Baisemeaux.––¡Cómo chito! ––dijo Aramis crispando

luntariamente su blanca mano.

––Creo haberos hablado ya de este March––No, esta es la primera vez que oigo nunciar su nombre.

––Es posible; os habré hablado sin nom

roslo.––¿Es un viejo pescador? ––dijo Arami

tando de sonreír.––Por el contrario, es muy joven.––¡Ah! ¡Ah! ¿Tan grande su crimen?––¡Imperdonable!––¿Ha asesinado?

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––¡Bah!––¿Ha incendiado?

––¡Bah!–– ¿Ha calumniado?––¡Bah!. . ; es el que. . .Y Baisemeaux acercóse al oído de Ar

haciendo con sus manos una trompeta acús––Es el que se permite parecerse––¡Ah! Sí, sí ––dijo Aramis––. Efectiva

ya me hablásteis el año pasado de él; perohabía parecido tan ligero el crimen..––¡Ligero!––O más bien, tan involuntario...––Monseñor, tal semejanza no se sorpr

involuntariamente.

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––En fin, lo había olvidado. Pero me pque nos llaman ––observó Aramis ––cerranregistro.

Baisemeaux encerró éste en el armario,guardó la llave en el bolsillo.

–– ¿Queréis que almorcemos, monseñor?que, en efecto, nos llaman para almorzar.

––Cuando gustéis, mi querido alcaide.Y pasaron al comedor.

XCVIIEL ALMUERZO DEL SEÑOR BA

MEAUX

Aramis solía ser sobrio; pero esta vez honor al almuerzo de Baisemeaux, que, porparte, era excelente.

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Este estaba contentísimo; el aspecto dcinco mil doblones, hacia los cuales volvcuando en cuando los ojos, ensanchaba su

razón y, de vez en cuando, miraba a Aracon dulce enternecimiento.Este se repantigaba en su silla y tomaba

nas gotas, de vino que saboreaba como b

catador.––Que no vuelvan á hablarme mal de la Blla ––dijo secamente guiñando los ojos––.ces los presos que tengan al día media bo

de Borgoña!––Todos los de a quince francos lo bebcontestó Baisemeaux.

––¿De suerte que nuestro pobre escolar, n

tro pobre Seldón, no lo prueba?––¡No, no!––Creo haberos oído decir que era de lo

quince libras..

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––¡El! ¡Nunca! Un hombre que hace di¿Cómo dijísteis?

––Dísticos, dije.––¡A quince libras! Su vecino sí que las p––¿Su vecino?—Su vecino.––¿Cuál?

–– El otro; el segundo Bertaudière.–– Perdonad, mi querido alcaide,

habláis una lengua que necesita cierto apdizaje.––Es cierto: Segundo Bertaudière quiere

el que ocupa el segundo piso de la torre d

Bertaudière.––De suerte que Bertaudière es el nombuna de las torres de la Bastilla.

–– En efecto, he oído decir que cada torr

ne su nombre. ¿Dónde está ésa?

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––Mirad ––contestó Baisemeaux yendo la ventana––, es aquélla, la segunda de lquierda.

––¡Ah! ¿Ahí está el preso de quince libra–– ¿Cuánto tiempo hace?–– ¡Diablo! Siete u ocho años, poco

menos.–– ¡Poco más o menos! ¿No sabéis fijalas fechas?

––Eso no era en mi tiempo, mi querido s

de Herblay.––Pero Louviere o Tremblay pudieron

truiros.–– ¡Oh, mi querido señor!... Perdón, pe

monseñor.––No hagáis caso de eso. Decíais...––Decía que los secretos de la Bastilla

transmiten con la llave de su alcaidía.

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––¡Ah! ¿De modo que es un misterio eseso, un secreto de Estado?

––No creo que sea secreto de Estado; pesecreto, como todo chanto se hace en la Ba

––Bien ––dijo Aramis––; entonces, ¿pohabláis más libremente de Seldón qué de...?

––¿Que del segundo Bertaudière? Porqucrimen de un hombre que ha hecho un díes menos grande que el de un hombre quparece al…

––Sí, sí, os comprendo, pero los carcelero––¿Qué?––Hablan con los presos.––Sin duda.––Pues, deben entonces haberles dicho qu

son culpables.––Eso dicen siempre; es la fórmula gener

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––Sí, mas esa semejanza de que hablahora poco ¿no puede chocar a los carceler

––¡Oh, mi querido señor de Herblay! Es sario ser hombre de Corte, como vos, paraparse de todos esos detalles.

–– Tenéis mil veces razón, mi queridñor Baisemeaux; una gota más de ese Bña, si gustáis.

–– Una gota no, un vaso.––No, no. Vos habéis permanecido mosq

ro hasta la punta de las uñas, mientras qume hecho obispo. Una gota para mí, y un para vos.

––Corriente.

Aramis y el alcalde bebieron.–– Además ––dijo Aramis––, eso qu

máis, una semejanza, otro cualquiera quizlo notaría.

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––¡Oh, sí! Cualquiera otro que conozcpersona a que se parece...–– Creo, señor Baisemeaux, que todo e

ilusión de vuestro espíritu.––Mi palabra que no.–– Oid ––continuó Aramis––, yo he visto

chas personas parecerse al que decimos; no se habla de ello por respeto.––Sin duda, porque hay parecidos y pa

dos; éste es notable, y si lo vierais...

––¿Qué?–– Convendríais en ello.––Si yo lo viese ––repuso Aramis con a

indiferencia––; pero no lo veré, según todababilidad.

––¿Y por qué?

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––Porque, con sólo poner el pie en unesos espantosos calabozos, me creería encdo para siempre.

––¡No tal! La habitación es buena.––¿Cómo que es beuna?––Que no os creo.

––¡Vaya! No habléis mal del segundo Bedière; es una habitación buena, amuebagradablemente, con su alfombra ...

––¡Diantre!

––¡Sí, sí! No ha tenido mala suerte ese mla mejor vivienda de la Bastilla ha sido para

––Vamos ––dijo fríamente Aramis––; nme haréis creer que hay buenas habitacionla Bastilla, y en cuanto a las alfombras...

––¿Qué?––Que sólo existen en vuestra imaginació

veo arañas, ratas y hasta sapos.

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–– ¿Sapos! ¡Ah! . En los calabozos, no d––Veo pocos muebles y ninguna alfombra

––¿Sois hombre para convenceros con tros mismos ojos? ––preguntó Baisemeauxentusiasmo.

––¡No! ¡Oh! ¡Pardiez, no!

–– ¿Ni aun para aseguraros de ese pareque negáis como la alfombra?––¡Algún espectro, alguna sombra! ¡Un

graciado moribundo!

––¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Un mozfuerte como el Puente Nuevo!

––¡Melancólico, pálido!

––Os digo que no; un bromista.––¡Vamos!––Esa es la palabra; está dicho.––¡Imposible!

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––Venid.––¿Adónde?

––Conmigo.––¿Para qué?––Para dar una vuelta por la Bastilla.––¿Cómo?––Veréis, veréis vos mismo, con vue

propios ojos.–– ¿Y los reglamentos?

––No tengáis cuidado. Hoy ha salido miyor, el sotoalcaide está de ronda en los bates, y somos dueños de casa.

––No, no, mi querido alcaide; sólo de pen el ruido de los cerrojos me dan calofríos

––¡Vamos!––¿Y si luego me olvidáis en algún terc

cuarto Bertaudière?... ¡Cáscaras!

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––¿Queréis hacerme reír?––No, os hablo seriamente.

––Rechazáis una ocasión única. ¿Sabéipara lograr el favor que os propongo grciertos príncipes de la sangre han ofrecido cincuenta mil libras?

––¿Conque es eso tan curioso?––¡El fruto prohibido, monseñor! ¡El prohibido! Vos, que sois de la Iglesia, debíasaber esto.

––No. Si yo tuviera alguna curiosidad, por el pobre escolar del dístico.––Pues lo veremos; precisamente habi

tercero Bertaudière: ¿Por qué decís precisa

te?––Porque si yo tuviese alguna curiosidad

ría por la hermosa habitación alfombrada ysu locutorio.

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––¡Bah! Muebles... una figura insignificEso no tiene interés.

––Un quince libras, monseñor, siempre eteresante.

––Justamente, me olvidaba preguntáros ¿Por qué quince libras a éste, y sólo tres abre Seldón? ¡Ah! Es una cosa admirabledistinción, y en ella se manifiesta la bondarey...

––¡Del rey! ¡Del rey!––Del cardenal, quiero decir. “Este desgr

do, dijo para sí Mazarino, está destinado a siempre preso.”

––¿Por qué?

––¡Toma! Me parece que su crimen es ey, por tanto, el castigo debe serlo también.––¡Eterno!

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––Sin duda; si no alcanza la fortuna de viruelas, ya comprendéis; y aun esto no es porque no se respiran malos aires en la Bas

––Vuestro razonamiento no puede ser ingenioso, querido Baisemeaux.

––¿Es cierto?

––Luego queréis decir que, debiendo sese desgraciado, sin tregua y sin fin...––Yo no he dicho sufrir, monseñor; un qu

libras no sufre.

–– Sufrir, al menos, la prisión.––Sin duda, es una fatalidad; pero s

dulcifica este sufrimiento. Finalmente, dréis que convenir en que ese galopín

había venido al mundo para comer las cque come. ¡Pardiez! Mirad, aquí tenemospastel intacto, y estos cangrejos que aphemos tocado, cangrejos del Marne, gracomo langostas. Pues bien, todo esto va

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mar el camino del segundo Bertaudière,una botella de ese vino que os parece tancelente. Cuando lo veáis, espero que no d

reis.––No, mi querido alcaide, no; pero, con

sólo pensáis en un bienaventurado quincbras; olvidando siempre al desgraciado Se

mi protegido.––Por consideración a vos, hoy será dífiesta para él, y tendrá bizcochos y confitcon una botella de Oporto.

––Sois un buen hombre; os lo repito.––Vamos, vamos ––dijo el alcaide, un

aturdido, mitad por el vino y mitad por losgios de Aramis.

––Hago esto sólo por complaceros ––dobispo.

––¡Oh! Ya me daréis las gracias.

––Pues, vamos.

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––Esperad que llame al llavero. Baisemdio dos golpes; un hombre apareció.

––¡Voy a las torres! ––exclamó el alcaNada de guardias, ni de tambores . . .. ¡Ennada de ruido!

––Si no dejara aquí la capa ––repuso Aafectando miedo––, creería que iba a la cpor mi propia cuenta.

El llavero precedió al alcaide; Aramis tomderecha; los soldados que andaban por el pse cuadraron al paso del alcaide.

Baisemeaux hizo subir a su huésped vaescalones que conducían a una especie dplanada; de allí pasaron al puente levadizoel cual recibieron al. alcaide los centinela

reconocieron.–– Señor ––dijo entonces el alcaide, dir

dose a Aramis, –– y hablando de suerte qucentinelas oyesen sus palabras––, tenéis b

memoria, ¿no es verdad?

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––¿Por qué lo decís? ––dijo Aramis:–– Por vuestros planos y medidas, pue

sabéis que no es permitido, ni aun a los atectos, entrar en las prisiones con papel, plo lápiz.

“Bien ––dijo Aramis para sí––; parece qsoy arquitecto. ¿Será esto alguna otra burArtagnan, que me vio de ingeniero en BIsle?”

Luego, añadió en voz alta:––Tranquilizaos, señor alcaide; en nu

oficio bastan el golpe de vista y la memoriaBaisemeaux no pestañeó, y los soldado

maron a Aramis por lo que parecía ser.

––Ea, vamos primero a la Bertaudière –Baisemeaux, siempre con la intención de,os centinelas lo oyeran.

–– Vamos ––respondió Aramis.

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––Aprovecha la ocasión ––dijo el alcallavero–– para llevar al número 2 la coque he designado.

––El número 3, mi querido señor Baisemel número 3, que siempre lo olvidáis.

–– Es cierto. Subieron.

Los cerrojos, llaves y rejas que había parsolo patio, hubiesen bastado para la segurde la ciudadela entera.

Aramis no era un soñador ni un hombre sible; había hecho versos en su juventud;tenía seco el corazón, como todo hombrcincuenta y cinco años que ha amado muclas mujeres, o mejor, que ha sido muy ampor ellas.

Pero, cuando colocó el pie sobre los escade piedra gastados por donde pasarán tandesdichados; cuando se sintió impregnado atmósfera de aquellas obscuras bóve

humedecidas de lágrimas, sin duda se estre

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ció, porque inclinó la frente, se turbaronojos y siguió a Baisemeaux sin decir palabr

XLVIIIEL SEGUNDO DE LA BERTAUDIÈRE

En el segundo piso, sea por fatiga o por ción, faltó la respiración al visitante, y se aa la pared.

––¿Queréis comenzar por éste? ––dijo Bmeaux––. Ya que vamos ir de uno a otro, importa que subamos del segundo al tercercontrario. Además, también hay que hacegunas reparaciones en este cuarto ––añad

distinguir al carcelero que estaba al alcancsu voz.––¡No, no! ––exclamó Aramis––. Pr

arriba, señor alcaide, que es lo que precisa

Y continuaron subiendo.

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––Pedid las llaves al carcelero ––dijo ebaja Aramis.

––Con sumo gusto.Baisemeaux abrió la puerta de la tercera

El llavero entró el primero, y puso sobre lasa las provisiones que le había encargadbueno del alcaide.

Y salió inmediatamente.El preso no había hecho ningún movimieEntonces entró Baisemeaux, en tanto

Aramis se quedaba a la puerta.Desde ella vio a un joven, un niño de di

cho años, que, levantando la cabeza al oruido inusitado, se tiró de la cama viend

alcaide, y exclamó juntando las manos:––¡Madre mía! ¡Madre mía!Tanto dolor expresaba el acento de este jo

que Aramis se estremeció a pesar suyo.

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––Mi querido huésped ––díjole Baisemsonriendo––––, os traigo una distracción extraordinario; una para el espíritu, el otro

el cuerpo; este señor viene a tomar algunasdidas, y aquí tenéis confituras para los post––¡Oh señor! ––dijo el joven––. Dejadm

durante un año, alimentadme de pan y ag

pero decidme que transcurrido un año sade aquí y volveré a vera mi madre.––Pero, querido ––dijo Baisemeaux––,

oído decir que vuestra madre era muy pob

que no estábais muy bien alojado en su mientras que aquí, ¡caramba!––Si es pobre, razón de más para que le

van su sostén; mal alojado, decís; ¡oh!, siese está bien cuando uno es libre.

––En fin, ya que decís que no habéis hmás que ese desgraciado dístico. . .

––¡Y sin intención alguna, os lo juro! Yo

Marcial cuando concebí la idea. ¡Oh! Qu

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castiguen, que me corten la mano con quescribí, yo trabajaré con la otra; pero qudevuelvan a mi madre.

––Hijo mío ––repuso Baisemeaux––, ya que eso no depende de mí; yo no puedo hmás que aumentaros un bizcocho entre platos.

––¡Dios mío! ––exclamó el joven echánrodar por el suelo. Incapaz Aramis de soppor más tiempo aquella escena, se retiró alcansillo.

––¡Infeliz! ––murmuró en tono bajo.––¡Oh! Sí, señor, –– muy desgraciado; p

culpa es de sus padres.––¡Cómo!––Sin duda... ¿Por qué le han hecho ap

der latín? Ya véis que la mucha ciencia perca; yo no sé leer ni escribir... y por eso no en prisión.

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Aramis miró a aquel hombre, que llamabestar en prisión ser carcelero de la Bastilla.

En cuanto a Baisemeaux, viendo el pocoto de sus consejos y de su vino de Oporto,todo turbado.

––¡Eh; eh! ¡La puerta, la puerta! ––dijo celero––. Os olvidáis de cerrar la, puerta.

––Es cierto dijo Baisemeaux––. Toma, anes las llaves.

––Yo pediré el perdón de ese niño ––Aramis.

––Y si no lo alcanzáis ––dijo Baisemepedid por lo menos que lo eleven a diez licon lo cual ganaremos los dos.

––Si el otro preso llama también a su mprefiero no entrar, y tomaré desde fueramedidas convenientes.

––¡Oh! No tengáis miedo, señor arquitec

dijo el carcelero––; éste es dulce como un c

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ro; para llamar a su madre sería preciso hablase, y no habla nunca.

––Vamos, entonces ––dijo Aramis sordate.

––¿Sois arquitecto de las cárceles? ––dllavero.

––¿Y no estáis acostumbrado a estas c¡Es sorprendente! Aramis comprendió que no inspirar sospechas era preciso ejercitar tsus fuerzas. Baisemeaux abrió la puerta y dllavero:

––¡Quédate fuera, y aguárdanos abajo!El hombre obedeció, y se retiró. Entonc

vio, entre la luz que entraba por la ventenrejada de la sala, a un hermoso joven, dqueña estatura, pelo corto y barba ya naciestaba sentado en un escabel, con el codo esillón que le servía de apoyo.

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Su traje, echado sobre la cama, era de finciopelo negro, y él aspiraba el aire frescopenetraba en su pecho cubierto con una ca

de la mejor batista.Cuando el alcaide entró, el joven volvió

beza con un movimiento lleno de abandonal reconocer a Baisemeaux se levantó y s

cortésmente.Pero, cuando sus ojos volviéronse hacia mis, que estaba en la sombra éste se estrempalideció, y el sombrero que tenía en la ma

le escapó, como si todos sus músculos se hran distendido a la vez.Habituado Baisemeaux a la presencia d

prisionero, parecía no participar de ningunlas sensaciones de Aramis; depositó sobmesa el pastel y los cangrejos, como hupodido hacer el más celoso servidor. Así pado, no advirtió la turbación de su huéspe

Al terminar, dijo al joven preso:

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–– Buena cara tenéis. ¿Cómo va?––Muy bien, gracias ––respondió eljov

Aquella voz trastornó a Aramis. A pesar avanzó un paso, con labios trémulos.Fue tan visible este movimiento, que no p

escapar a Baisemeaux.

––He aquí un arquitecto que va a examinchimenea ––dijo el alcaide––. ¿Echa humo–– Nunca, señor.––Decíais que no podía ser feliz un pre

dijo Baisemeaux, frotándose las manos––embargo, aquí hay uno que lo es, y que nqueja. ¿Es cierto?

––Nunca.–– ¡No os aburrís! ––dijo Aramis.––Nunca.

––¿Qué tal? ––dijo Baisemeaux––. ¿Ten

razón?

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––¡Toma! ¡Qué queréis, mi querido alcmenester es rendirse a la evidencia. ¿Se pehacerle preguntas?

––Cuantas queráis.––Pues, hacedme el favor de preguntar

sabe por qué está aquí.

–– El señor me encarga os pregunte –Baisemeaux–– si conocéis la causa de vudetención.

––No, señor ––dijo el joven––; no la cono

––¡Es imposible! ––dijo Aramis––. Si lararais, estaríais furioso.––Lo estuve en los primeros días.––¿Por qué no ya?––Porque he reflexionado.––¡Es extraño! ––murmmuró Aramis.––¿No es verdad que es sorprendente? –

Baisemeaux

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––¿Y en qué habéis reflexionado? ––preAramis––. ¿Puede saberse?

––En que no habiendo hecho ningún criDios no puede castigarte.

––Pero, ¿qué es la prisión ––preguntó mis–– sino un castigo?

––¡Ay! ––dijo el joven––. Yo no sé; todoto puedo deciros es que es todo lo contrarilo que yo temía hace siete años.

––Al oíros y ver vuestra resignación, estátentado a creer que amáis la cárcel.

––La soporto.–– ¿Con la certeza de ser libre algún día?–– No tengo certeza, señor; esperanza,

más; y no obstante, cada día, lo confiespierde esa esperanza.

––¿Y por qué no habéis de ser libre, habilo sido ya?

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––Esa es precisamente la razón que me ide esperar la libertad respondió el joven––.qué me habían de encarcelar teniendo inten

de dejarme libre más tarde?––¿Qué edad tenéis?––No sé.

–– ¿Cómo os llamáis?––He olvidado el nombre que me daban.––¿Vuestros padres?––Nunca los he conocido.–– Pero, ¿y a los que os han criado?––No me llamaban más que hijo.––¿Amabais a alguien antes de venir aquí––A mi nodriza y a mis flores.––¿Es eso todo?––También amaba a mi criado.

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––¿Echáis de menos esa nodriza y ese cri––Mucho lloré cuando fallecieron.

–– ¿Murieron antes o después de encerrar––La víspera del día en que me robaron.––¿Los dos a un tiempo?––Los dos a un tiempo.––¿Y cómo os robaron?––Un hombre llegó en busca mía, me hiz

bir en una carroza, y me condujo aquí..

––¿Reconoceríais a ese hombre?–– Llevaba una máscara.––¿No es extraordinaria esta historia? –

en voz baja Baisemeaux a Aramis.Este apenas podía respirar.––Sí, extraordinaria ––murmuró. ––Pe

más extraordinario todavía es que jamás m

dicho tanto como a vos ahora.

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––Quizá será porque no le habéis pregun––dijo Aramis.

––Es posible; yo no soy curioso ––respel alcaide––. Por lo demás, ya veis qué heres la sala, ¿no?

––Muy hermosa.

––Una alfombra...––Soberbia.––Apuesto a que no tenía otra semejante

de venir aquí.

––Lo creo.Luego, volviéndose hacia el joven:––¿No recordáis haber sido visitado n

por alguien? ––preguntó Aramis.––¡Oh! Sí tal; tres veces por una mujercada vez se paraba en coche a la puerta, ytraba cubierta con un velo que nunca alzó cuando estábamos solos y encerrados.

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––¿Y os acordááis de esa mujer?––Sí.

–– ¿Qué os decía?––Me preguntaba lo mismo que vos; si echoso y si me aburría.

–– ¿Y cuando llegaba o se marchaba?––Me cogía en. sus brazos y me estrec

contra su pecho.––¿La recordáis?

––Perfectamente.––Digo si recordáis bien las facciones

semblante.––Sí.––Luego la reconoceríais si la casualidad

pusiere delante u os condujese a ella...––¡Oh! Ciertamente que sí.

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Un relámpago de satisfacción pasó pofrente de Aramis.

En aquel momento oyó Baisemeaux al llque subía.

––¿Queréis que salgamos? ––preguntó mente a Aramis. Probablemente, ya sabíatodo lo que quería saber.

––Cuando gustéis ––dijo.El joven violes disponerse a salir, y les sa

cortésmente. Baisemeaux respondió con simple inclinación de cabeza.

Aramis, teniendo respeto a la desgracia, dó profundamente al prisionero.

Salieron. Baisemeaux cerró la puerta.

––Y bien ––preguntó Baisemeaux en la era––, ¿qué decís de todo esto?

––He descubierto el secreto, mi querido de.

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–– ¡Bah! ¿Y qué secreto es ése?––En aquella casa se cometió un asesin

––¡Vamos!––¿Os olvidáis de la nodriza y el criado mtos el mismo día?

–– ¿Y qué?––Veneno.––¡Ah! ¡Ah!––¿Qué decís?

––Que podría muy bien ser cierto. ¡Quéría un asesino este joven?

–– ¿Y quién os dice eso? ¿Cómo queréis pobre niño sea un asesino?

––Eso es lo que yo decía.––El crimen se cometió en su casa; eso

quizá vio él a los criminales y temen que ha

––¡Demonio! ¡Si yo supiera eso!

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––Redoblaría la vigilancia.––¡Oh! No tiene la menor traza de qu

evadirse.–– ¡Oh! No conocéis a los presos.––¿Tiene libros?

––Nunca; prohibición absoluta de dárselo––¿Absoluta?––De puño y letra del señor Mazarino.––¿Y tenéis esa nota?

––Sí, monseñor. ¿Queréis verla al ir a revuestra capa?

–– Con mucho gusto; soy muy aficionalos autógrafos.

––Este es de una certidumbre absoluta, tiene una tachadura.

––¡Ah! ¡Una tachadura! ¿Y con qué prop

––Por una cifra.

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––¿Una cifra?––Sí; primero decía: “Pensión de 50 libra”

––Como los príncipes de la sangre, ¿eh?––Mas el cardenal vería que se equivocatachó el cero, poniendo un 1 delante del 5, a propósito...

––¿Qué?––No habláis del parecido.––No hablo, querido señor Baisemeaux

una razón muy sencilla; no hablo porquexiste.

––¡Oh! ¿Qué decís?––Oh, que si existe está en vuestra ima

ción; y aunque existiera, me parece que hamuy bien en no hablar de ella.––¡Verdaderamente!––Ya comprenderéis que el rey Luis XI

aborrecería mortalmente si supiera que co

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buíais a extender el rumor de que uno desúbditos tiene la audacia de parecérsele.

––¡Es verdad, es verdad! ––dijo Baisemtodo asustado––; pero yo no he hablado dcosa sino con vos, monseñor, y cuento dsiado con vuestra discreción.

––¡Oh! No tengáis cuidado.––En fin, ¿queréis ver esa nota? ––dijo

meaux.––Indudablemente.

Charlando así, volvieron; Baisemeaux del armario un registro particular, igual alya había visto Aramis, pero cerrado concerradura.

La llave que la abría formaba parte de unnojillo que llevaba siempre consigo Bmeaux.

Poniendo el libro sobre la mesa, abrió p

letra M, Y enseñó a Aramis la nota en la co

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na de las observaciones:“Libros jamás; lienzos gran finura, trajes escogidos. Nada de paseo, cambio de carcelero, de comunicaciones. “Inst

mentos de música; autorización para hacerle la viagradable; 15 libras para alimentación. El señBaisemeaux puede reclamar si las 15 libras no le ssuficientes.”

––Y reclamaré ––dijo el alcaide. Aramisel libro.

––Sí ––dijo––: reconozco la letra del Mazarino. Ahora, mi querido alcaidecontinuó como si esta última comunicahubiera agotado su interés––, pasemos, si táis, a nuestros arreglillos.

––¿Qué término deseáis que señale?

–– Fijadlo vos mismo.––No señaléis término; hacedme un reccimiento liso y llano de ciento cincuentalibras.

–– ¿Exigibles ... ?

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––A mi voluntad; mas ya comprenderéisyo no querré hasta que vos queráis.

––¡Oh! Estoy tranquilo. Baisemeaux sodo––; pero ya, os he entregado dos recibos.

––Y por eso los rompo.Lo cual hizo Aramis después de habe

mostrado al alcaide. Vencido por tal pruebconfianza, Baisemeaux suscribió sin vacilaobligación de ciento cincuenta mil libras, rbolsables a voluntad del prelado.

Aramís, que siguió el movimiento de lama; por encima del hombro del alcaide, setió el papel en el bolsillo sin hacer ademáleerlo, lo cual dio completa tranquilidad asemeaux.

––Ahora ––dijo el prelado––, no me qumal si os quito algún prisionero, ¿eh?

––¿Cómo es eso?

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––Sin duda, logrando su perdón. ¿No odicho ya, por ejemplo, que el pobre Seldóinteresaba?

––¡Ah! ¡Es verdad!––¿Y qué?––Eso es cosa vuestra; obrad como gustéi

ignoro que tenéis el brazo largo y la manocha.––¡Adiós, adiós!Y Aramis salió, llevándose las bendicion

alcaide.

XLIX

LAS DOS AMIGAS

Mientras el señor Baisemeaux enseñaAramis los presos de la Bastilla, una carro

detenía a la puerta de la señora de Bellière

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aquella hora todavía matutina dejaba al pila escalinata a una joven envuelta en ropajseda.

Cuando anunciaron a la señora Vanel, lBellière estaba absorta leyendo una carta,ocultó precipitadamente.

Hacía poco tiempo que acabarasu toilette dla mañana, y las doncellas de su servicioestaban en la pieza inmediata.

Al nombre y a los pasos de Margarita Vfue a su encuentro la señora de Bellière, y ver en los ojos de su amiga un brillo que nni el de la salud ni el de la alegría.

Margarita la besó, le estrechó las manapenas le dio tiempo de hablar.

––Tú me olvidas, amiga mía: ¿Estás entrea los placeres de la Corte?

––Ni siquiera he visto las fiestas de la bod

––¿Qué haces entonces?'

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––Me preparo para ir a Bellière. ¡A Belliè––Sí.

Campesina, entonces. Me gusta verte endisposición: Mas te encuentro pálida.––No, me siento a las mil maravillas.

–– Tanto mejor; estaba inquieta. ¿No lo que me habían dicho?

–– ¡Se dicen tantas cosas!––¡Oh! Esta es extraordinaria.

–– ¡Cómo sabes consumir a tus oyeMargarita!––Voy allá. Pero, temo enfadarte.––¡Oh! Jamás. Tú misma admiras mi igu

de carácter.––Pues bien, dicen que... ¡Ah! Te digo

nunca podré confesarte esto.

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––Pues no se hable más ––dijo la señoBellière, que adivinaba alguna maldad tratos preámbulos, pero que, sin embargo, se

tía devorada por la curiosidad.––Pues bien, querida marquesa, dícese qu

algún tiempo a esta parte no echas tan denos al señor de Bellière, ¡el pobre hombre!

––Eso son perversas hablillas, Margaritsiento pesar, y lo sentiré siempre, por mi eso; pero hace dos años que murió; yo no tmás que veintiocho, y el dolor de su pérdid

debe dominar todas las acciones, todos lossamientos de mi vida. Yo diría que tú, Marta, la mujer por excelencia, no lo creerías.

–– ¿Por qué? ¡Tienes un corazón tan tiernreplicó con malicia la señora Vanel.

–– También tú lo tienes, Margarita, y nvisto que te dejases abatir por la pena cuancorazón estaba herido.

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Estas palabras eran una alusión directa ruptura de Margarita con el señor superindente. Eran también un reproche velado,

directo, al corazón de la joven.Como si Margarita no hubiera aguard

más que esta señal para disparar su flechaclamó:

––¡Pues bien, Elisa, dicen que estas enamda!Y devoró con su mirada a la señora de B

re, que no pudo menos de ruborizarse.–– Jamás se cansan de calumniar a las mu

––replicó la marquesa, después de un instde silencio.

––¡Oh! No te calumnian, Elisa.–– ¡Cómo! ¿Afirman que estoy enamo

y no me calumnian?––En primer lugar, si es cierto, no ha

lumnia, sino maledicencia; luego, el pú

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no dice que tú te abandones a ese amorcontrario; te pinta como virtuosa amantemada de garras y de dientes, encerrándot

tu casa como en una fortaleza, y fortalezaimpenetrable que la de Danae, por más qutorre de ésta fuera de bronce.–– Margarita, tú tienes talento ––dijo

blando la. señora de Bellière.––Siempre me has lisonjeado, Elisa ... que eres incorrupta e inaccesible. De modoya ves si te calumnian... Pero; ¿en qué pi

mientras te hablo?––¿Yo?––Sí, estás encendida y muda.––Pienso ––replicó la marquesa alzando

hermosos ojos con un principio de cóleraque has podido hacer alusión, tú, tan entenen mitología, al compararme con Dánae.

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––¡Ah, ah! ––exclamó Margarita riendo–eso piensas?

–– Sí.–– ¿No recuerdas que en el conve

cuando resolvíamos problemas de aritmésiendo dado uno de los dos términos; ntras debíamos encontrar el otro?––No adivino lo que quieres decir.––Nada más fácil, no obstante. Tú prete

que estoy enamorada, ¿no es eso?

––Así me lo han dicho.––Pues bien, no dirán que esté enamorad

una abstracción; citarán un nombre.––Claro está que hay un nombre.––Pues, querida, no es extraño que a

buscando ese nombre, ya que tú no me lces.

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––Mi querida marquesa, al verte ruborcreí que no buscarías mucho tiempo.

––El nombre de Danae me ha sorprendQuien dice Danae, dice lluvia de oro, ¿no?

––Es decir, que el Júpiter de Danae se cotió por ella en lluvia de oro.

––Luego mi amante. El que tú me das. . .–– ¡Oh, perdón. Yo soy tu amiga, y doy a nadie.

–– ¡Sea!... Pero los enemigos...

–– ¿Quieres que te diga el nombre?––Media hora hace que lo estoy esperand––Vas a oírlo. No te enfades, es un hom

poderoso.––¡Bien!La marquesa se clavaba en las manos

uñas afiladas, como el paciente al acerca

hierro.

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––Es un hombre muy rico ––prosiguió Mrita––, el más rico quizás. En fin, es...

La marquesa cerró un instante los ojos.––Es el duque de Buckingham ––dijo M

rita riendo a carcajadas.La perfidia había sido calculada con incr

destreza. Este nombre, que se pronunciabasamente en vez del que la marquesa esperhacía sobre la pobre mujer el mismo efectoaquellas hachas mal afiladas que habían mrizado, sin matarlos, a los señores de Chalde Thou en sus cadalsos. Sin embargo, se so.

––Tenía razón ––dijo––, llamándote unajer de talento; me haces pasar un buen rat

broma es encantadora... Jamás he visto al sde Buckingham.––¿Nunca? ––dijo Margarita conteniend

risa.

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––No he puesto los pies en la calle desdeel duque está en París.

––¡Oh! ––prosiguió la señora Vanel tendisu travieso pie hacia un papel que se agicerca de la ventana sobre la alfombra––. Pno verse; pero sí escribirse.

La marquesa se estremeció. Aquel papel esobre de la carta que leía cuando llegó su ga. Aquel sobre tenía las armas del superindente.

La señora de Bellière arrellanóse de tal men su asiento, que cubrió el papel con lochos pliegues de su ropa.

–– ¡Ed, Margarita! ––dijo entonces––. venido tan de mañana para decirme todas

locuras?––No, he venido para verte, primero, y

recordarte nuestras antiguas costumbres, gratas y tan buenas, ya sabes, cuando íbam

pasear a Vincennes, y, bajo una encina, e

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soto, charlábamos de aquellos a quienes mos y que nos aman.

––¿Me propones un paseo?––Tengo mi carroza y tres horas libres.––No estoy vestida, Margarita ... y ... si

res que hablemos, sin ir al bosque de Vin

nes, encontraremos en el jardín un hermosbol, espesas olmedas, césped esmaltadomargaritas blancas, y todo ese olor de vique se siente desde aquí.

––Amiga mía, siento que te niegues. . . Nsitaba desahogar mi corazón en el tuyo.

–– Te lo repito, Margarita, mi corazón tetenece, lo mismo en esta sala, o bajo los timi jardín, como allá, bajo una encina en eque.

––Para mí no es lo mismo una cosa queAcercándome a Vincennes, marquesa, ac

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mis suspiros hacia el lugar a que tienden algunos días.

La marquesa alzó de pronto la cabeza.––Te sorprende que todavía piense en S

Mandé, ¿no es verdad?––¡En Saint Mandé! ––exclamó la seño

Bellière.Y las miradas de ambas cruzáronse comoespadas al primer lance del combate.

––¿Tú, tan orgullosa? ––dijo la marquesa

––Yo... ¡Tan orgullosa!... ––replicó la dnel––. Así soy yo ... No perdono el olvidtolero la infidelidad. Cuando, yo dejo y llestoy tentada por amar todavía, pero cua

me dejan y se ríen, amo locamente.La señora de Bellière hizo un movimient

voluntario.“Está celosa”, se dijo Margarita. Y añad

voz alta:

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––¿Luego estás perdidamente enamoradel señor de Buckingham... digo.. del sFouquet?

Elisa sintió el golpe, y toda su sangre aflucorazón.

––Y deseabas ir a Vincennes... ¡a Saint M

––No sé lo que quería, pero tú me habaconsejado, quizá.––¿En qué?'––Lo has hecho algunas veces.

––Pero no en esta ocasión; porque, yoperdono cómo tú. Amo menos, quizá; pcuando mi corazón ha sido lastimado, es siempre.

––Pero el señor Fouquet no te ha lastimaddijo con candor virginal Margarita Vanel.

–– Comprendes perfectamente lo que qudecirte. El señor Fouquet no me ha ofendidme es conocido por favor, ni por injuria; pe

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tienes que quejarte de él. Tú eres mi amigano te aconsejaría como tú quisieras.

––¡Ah! ¿Prejuzgas?––Los suspiros a que tú aludías son más

indicios.––¡Ah! Me abrumas ––dijo ––de repente

ven, reuniendo todas sus fuerzas como aque se apresta a dar el último golpe––; tcuentas más que con mis malas pasiones ymis debilidades. De mis sentimientos purgenerosos, no hablas nada. Si me siento atrada en este momento hacia el señor suptendente, si llego a dar un paso hacia él, loes probable, es porque la suerte del señor quet me conmueve profundamente y porqusegún creo, uno de los hombres más desgrdos que existen.

––¡Ah! ––dijo la marquesa apoyando unano en su corazón––. ¿Hay algo de nuevo?

––¿No sabes, pues ... ?

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––No sé nada ––dijo la señora de Belliéresa palpitación de la angustia que suspendpensamiento y la palabra, que suspende h

la vida.–– Querida mía, en primer lugar, todo el f

del rey se ha retirado del señor Fouquet pasar al señor Colbert.

––Sí, eso dicen.––Y es cosa clara, desde el descubrimien

complot de Belle Isle.––Habíanme asegurado que ese descu

miento de fortificaciones se había vuelthonra del señor Fouquet.

Margarita se echó a reír de un modo tan cque la señora de Belliére le hubiera clavadaquel momento un puñal en el corazón.

––Querida mía ––prosiguió Margarita––se trata ya del honor del señor Fouquet, sin

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su salvación. Antes de tres días estará comada la ruina del superintendente.

––¡Oh! ––exclamó la marquesa sonriendvez––. Eso es ir muy de prisa.

––He dicho tres días, porque me gusta gde una esperanza; pero, sin, duda, la catásno pasará de veinticuatro horas.

––¿Y por qué?––Por la razón más sencilla: el señor Fo

no tiene ya dinero.

––En las finanzas, mi querida Margaritano tiene dinero quien mañana puede dispode millones.

––Eso podía suceder al señor Fouquet cu

tenía dos amigos opulentos y hábiles quunían para él la plata de todos los cofres; esos amigos han muerto.

––Los escudos no mueren, Margarita;

ocultos; se les busca, se les compra, y apare

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––Tú ves las cosas de blanco y rosa: mejra ti. ¡Lástima que no seas la Egeria de Foupara que le indicases la fuente de donde s

los millones que Su Majestad le. pidió ayer––¿Millones? ––dijo la marquesa con terr––Cuatro... número par.

––¡Infame!––murmuró la de Belliére, toda por aquella feroz alegría––. Creo que eñor Fouquet tendrá muy bien cuatro millon–replicó valerosamente.

––Si tiene los que el rey le pide hoy –Margarita––, quizá no tendrá los que le dentro de un mes.

––¿Le volverá a pedir el rey?

––Sin duda, y por eso te decía que la ruinese desgraciado señor Fouquet era infalibleorgullo, le suministrará dinero, y, cuando ytenga, caerá.

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––Es verdad ––dijo la marquesa estremedose—, el plan es hábil... Dime, ¿el señobert aborrece al señor Fouquet?

––Creo que no le quiere... Ese señor Colbun hombre poderoso, y visto de cerca, concepciones gigantescas, voluntad, discr... Irá lejos.

–– ¿Será superintendente?––Es probable... Por eso, mi buena marq

me sentía conmovida, en favor de ese phombre, que me ha amado y aun adorado;eso, al verlo tan desgraciado, me perdonabinfidelidad... de la que se arrepiente, tengotivos para creerlo; por eso pensaba llevarlconsuelo, un buen consejo; hubiera comprdo mi intención y me lo habría agradecidmuy grato ser amado. Los hombres apremucho el amor cuando no están cegados ppoder.

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Aturdida la marquesa, anonadada por ecrueles ataques, calculados con la precisióun tiro de artillería, no sabía ya qué respon

ni qué pensar. La voz de la pérfida había todo las más afectuosas entonaciones; habcomo mujer, y ocultaba los instintos de la tera.

––Y bien––dijo la señora de Bellière, queró vagamente que Margarita cesase de remal enemigo vencido––, ¿por qué no buscseñor Fouquet?

––Me has hecho reflexionar, marquesa. Nría conveniente que yo diese el primer pasoduda, el señor Fouquet me ama; pero esmasiado orgulloso. No puedo exponerme aafrenta... Por otra parte, tengo que mirar pomarido. Tú no me dices nada. ¡Bueno! Cotaré de aquí en adelante al señor Colbert.

Y se levantó, sonriendo, como para despse. La marquesa no tuvo fuerzas para segui

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Margarita dio algunos pasos para contingozando del humillante dolor en que essumida su rival, y dijo de pronto:

––¿No me acompañas hasta la puerta?La marquesa se levantó, pálida y fría, si

quietarse por aquel sobre que tanto la hpreocupado al principio de la conversacióque su primer paso dejó al descubierto.

Luego, abrió la puerta de su oratorio yvolver la cabeza a Margarita, se encerró en

Esta balbuceó algunas palabras que la sede Bellière no oyó siquiera.

Pero, cuando la marquesa hubo desaparecsu envidiosa rival no pudo resistir al desecerciorarse de que eran fundadas sus sochas; tiróse como una pantera, y cogió el so

––¡Ah! ––dijo rechinando los dientes––una carta del señor Fouquet la que leía cullegué!

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Y se lanzó al momento fuera de la sala.Durante este tiempo, la marquesa, detrá

la puerta, sentía que se agotaban sus fuepor un instante permaneció pálida e inmóvluego, como una estatua que el huracán bamlea sobre su base, vaciló y cayó inanimadbre la alfombra. .

El ruido de su caída resonó al mismo tieque el rodar del carruaje de Margarita.

CLA PLATA LABRADA DE LA SEÑORA

BELLIÈRE

La marquesa tardó bastante tiempo en rnerse; pero ya repuesta, se puso a reflexisobre los acontecimientos, tales como se aciaban.

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Continuó entonces aquel orden de ideasle había hecho seguir su implacable amTraiciones, lazos, amenazas ocultas bajo u

terior de interés público; he aquí lo que pende las maniobras de Colbert.Alegría odiosa de una caída no lejana, es

zos incesantes para conseguir este objeto

ducciones no menos culpables que el crmismo; he aquí lo que Margarita poníaobra.

Al hombre sin entrañas se había unido la

jer sin corazón.La marquesa vio con tristeza, aun más con indignación, que el rey jugaba en un plot que manifestaba la duplicidad de Luisya viejo, y la avaricia de Mazarino cuandono había tenido tiempo para hartarse de francés.

Pero pronto esta mujer valerosa adquirió su energía.

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La marquesa no era de las personas queran cuando es necesario obrar.

Durante algunos minutos apoyó la frentsus manos heladas, y alzándola después lla sus sirvientes con mano firme y gesto llenenergía.

Su resolución estaba tomada.––¿Está todo preparado para mi marcha

preguntó a una de las doncellas que entraba––Sí; señora marquesa; pero no se creía q

señora marquesa marchara a Bellière antetres días.

–– ¿Pero están encajonados los adornos valores?

––Sí, señora; mas tenemos la costumbrdejar todo esto en París, pues la señora no sus pedrerías al campo.

––¿Pero está todo dispuesto?

––En el gabinete de la señora.

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––¿Y la orfebrería?––En los cofres.

––¿Y la plata labrada?––En el armario grande de roble.La marquesa añadió con voz tranquila:––Que venga mi platero.Las mujeres desaparecieron para ejecut

orden.La marquesa había entrado en su gabine

contemplaba con el mayor cuidado sus alha Jamás había prestado tal atención a esta

quezas, que son el orgullo de una mujer; nhabía mirado estos adornos con otra inten

que con la de escogerlos según sus colorestonces admiraba el tamaño de los rubíes, laridad de los diamantes, Y se condolía de lanor mancha, del más pequeño defecto, todhallaba pobre y miserable.

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El orfebre sorprendióla en está ocupación––Señor Faucheux, creo que me habéis p

to de toda mi plata.––Sí señora marquesa.––Ya no me acuerdo cuánto fue su import

–– ¿De la nueva o de la que el señor dllière, llevó al casarse? Porque he sumindo dos.

––Primero veamos la nueva.––Los jarros, los cubiletes y los plato

sus estuches, el centro de mesa y los morpara el hielo, las fuentes para confituras bandejas, han costado a la señora marqsesenta mil libras.

––¿Nada más que eso, Dios mío?––A la señora le pareció crecida la cue

––¡Es verdad! Me acuerdo que, en efectcaro; el trabajo, ¿no es eso?

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––Sí, señora: grabados, cinceladuras, nuformas.

–– ¿El trabajo entra por mucho en el prec––Un tercio del valor, señora. Pero...–– ¿Y el otro servicio, el viejo, el de mi

do?

–– ¡Oh! Ese es menos trabajado. Sólotreinta mil libras, valor intrínseco.––¡Setenta! ––murmuró la marquesa––.

señor Faucheux, aún tenemos toda la plat

mi madre; todo aquello de que no quise hacerme a causa de recuerdos gratos para m–– ¡Ah! Ciertamente que es un famoso re

para gentes que, como la señora marquesa

pudieran conservar su vajilla. En aquel tieno se trabajaba tan ligero como hoy. Se traba con lingotes. Pero esa vajilla no es prtable... Pesa...

––Eso, eso es. ¿Cuánto pesa?

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––Cincuenta mil libras, lo menos. No habdos enormes vasos que sólo ellos pesan mil libras de plata: diez mil libras los dos.

––¡Ciento treinta! ––murmuró la marque¿Estáis seguro de eso, señor Faucheux?

––Seguro; además, no sería difícil pesar.

––Las cantidades están sentadas en mis li––¡Oh! Sois mujer ordenada, señora masa.

––Pasemos a otra cosa ––dijo ésta.

Y abrió un cofrecillo.––Reconozco esas esmeraldas ––dijo el

cader––, porque yo las hice montar; son lashermosas de la Corte, es decir, no, las másmosas son de madame de Châtillon, quetiene de los señores de Guisa; pero las vueseñora, son las segundas.

–– ¿Y valen... ?

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––¿Montadas?––No; suponed que quisiera venderlas.

––¡Bien, sé yo quién las compraría! ––exel señor Faucheux.––Eso es precisamente lo que yo deseo.

que las comprarán?

–– Se comprarán todas vuestras pedreríasñora, pues se sabe que son de las más hermde París. No sois vos de esas mujeres que bian; cuando compráis es de lo bueno; cuposeéis, guardáis.

–– ¿Cuánto pagarán por esas esmeraldas?–– Ciento treinta mil libras.La marquesa escribió con un lápiz en una

blillas la cifra citada por el orfebre.––¿Y ese collar de rubíes?––¿Rubíes balajes?

––Vedlos.

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––Son hermosos, soberbios. Ignoraba quvierais estas piedras, señora.

––Apreciadlas.––Doscientas mil libras. Sólo el de en m

vale cien mil.––Esto es lo que yo pensaba ––dijo la ma

sa––. Los diamantes... ¡oh! tengo muchos:jas, cadenas, pendientes, broches, herrApreciad, señor Faucháux, apreciad.

El orfebre cogió su lupa, su balanza, examinó y, haciendo sus cálculos en voz ba

––Estas piedras ––dijo–– cuestan a la smarquesa cuarenta mil libras de renta.

––¿Lo apreciáis en ochocientas mil libras

––Aproximadamente.––Eso es lo que yo pensaba. Pero la mo

es aparte.

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––Como siempre, señora. Y si yo fuera ldo a vender o a comprar, me contentaría cooro de la montura, y ganaría mis buenas ve

cinco mil libras.––¡Bonita suma!––Ciertamente, señora. ¿Aceptáis el ben

con la condición de convertirme en dinero piedras?

–– ¡Pero, señora! ––exclamó el platero ado––. ¿Vendéis los diamantes?

––Silencio, señor Faucheux; no os inqupor esto, sino contestadme. Sois un homhonrado, proveedor de mi casa hace treaños, habéis conocido a mi padre y a mi my os hablo como a un amigo: ¿aceptáis el o

la montura por esa cantidad en dinero que pdréis en mis manos?–– ¡Ochocientas mil, libras! ¡Es enorme!––Ya lo sé.

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–– Imposible de encontrar.–– ¡Oh! ¡Eso no!

––Pero; señora, ¡considerad el efectocausaría el rumor de la venta, de vuestroamantes!

––Nadie lo sabrá... Me haréis cons

otros adornos falsos iguales a los finos. Nrespondáis... lo quiero. Vended por mevended sólo las piedras.––Es cosa fácil... Monsieur busca alhajas

drería para el tocador de Madame. Hay conso. Podré vender a Monsieur por valor de cientas mil libras. Estoy seguro de que éstalas más bellas. ¿Para cuándo?

––Dentro de tres días.––¡Corriente! El resto vendedlo a particu

ahora... hacedme un contrato de venta garda... pagadera a cuatro días.

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––Señora... reflexionad, os lo ruego... préis cien mil libras si os apresuráis a vender

–– Aunque pierda doscientas mil, es nsario. Quiero que todo quede hecho estache. ¿Aceptáis?

––Acepto, señora marquesa, y no disimque ganaré en esto cinco mil doblones.–– Mejor. ¿Cómo tendré el dinero?––En oro o en billetes del Banco de Lyó

gaderos en casa del señor Colbert.

–– Acepto ––dijo vivamente la marquevolved a vuestra casa, y traedme pronto lama en billetes, ¿entendéis?

––Sí, señora; pero por Dios. . .

––Ni una palabra más, señor Faucheux. Me olvidaba de la plata labrada. ¿Cuánto mcostado?

––Cincuenta mil libras, señora.

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––Un millón ––se dijo por lo bajo la masa––. Señor Faucheux, os llevaréis toda labrería y la vajilla con el pretexto de una ref

sobre modelos de mi gusto; la fundís ytraéis el valor en oro... al momento.––Bien, señora marquesa.––Pondréis ese oro en un cofre, lo h

acompañar por uno de vuestros dependieny, sin que lo vean mis sirvientes se aguaren una carroza.

––¿La de madame Faucheux? ––dijo el ro.

––Si lo deseáis, la tomaré en vuestra casa––Sí, señora marquesa.

––Tomad tres de mis criados para que oven la plata.–– Perfectamente, señora.La marquesa llamó, y dijo al doméstico q

presentó:

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––El carro a disposición del señor FaucheEl orfebre saludó y salió, ordenando qu

carro le siguiera de cerca, y anunciando élmo que la marquesa quería fundir su vapara hacer una nueva.

Tres horas después llegaba ésta a casFauquet y recibía de él ochocientas mil librbilletes del Banco de Lyón y doscientascuenta mil en oro, encerradas en un cofrellevaba con trabajo un dependiente hastcarruaje de madame Faucheux.

Porque madame Faucheux gastaba coHija de un presidente del Tribunal de cuehabía aportado treinta mil escudos a su marsíndico de los orfebres, y los treinta mil eschabían fructificado durante veinte años. Eltero era millonario y modesto, por lo cual hcomprado una venerable carroza construid1648, diez años después del nacimiento deEsta carroza era la admiración del barrio,

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estaba cubierta de pinturas alegóricas y debes sembradas de estrellas de plata y oro.

En este carruaje, algo grotesco, fue dondbió la noble dama, sentándose frente al dediente, que encogía las rodillas para no ajropa de la marquesa.

Y el dependiente, satisfecho de escoltar amarquesa, dijo al cochero:

––¡Camino de Saint Mandé!

CILA DOTE

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Los caballos del señor Faucheux eran excelentes animales del Perche, de apelodas rodillas y patas algo hinchadas. Como e

che, databan de la otra mitad del siglo.No corrían como los caballos ingleses d

ñor Fouquet. De modo que tardaron dos hen llegar a Saint Mandé.

Hubiérase dicho que marchaban majestumente. Y la majestad excluye el movimientLa marquesa paró delante de una puerta m

conocida, aunque sólo la había visto una vse recordará que fue en circunstancia no mpenosa que la presente.

Sacó una llave del bolsillo, la introdujo cblanca mano en la cerradura, cedió la puert

ruido, y dio orden al dependiente de subicofre al primer piso.Mas el peso del cofre era tal, que el de

diente se vio obligado a hacerse ayudar p

cochero.

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El cofre fue puesto en aquel gabinete, anla, o más bien retrete, inmediato al salón envimos al señor Fouquet a los pies de la

quesa.La señora de Belliére dio un luis al coc

una sonrisa , al dependiente, y despidió a bos.

Luego cerró la puerta y esperó parapetadella. Ningún doméstico aparecía.Pero todo estaba preparado, como si un g

invisible hubiera adivinado las necesidaddeseos del huésped, o más bien de la huéque era esperada. El fuego encendido, las ben los candelabros, los refrescos en el aparlos libros sobre las mesas, y las flores fren los vasos del Japón.

Hubiérase dicho que aquélla era una casacantada.

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La marquesa encendió las bujías, respiperfume delicioso de las flores, se sentó, y to cayó en profunda meditación.

Pero esta meditación, aunque triste, esimpregnada de cierto dolor.

Veía delante de sí un tesoro en aquella Un millón que ella había arrancado de su fna como la labradora arranca una espiga dcorona.

Forjábase los sueños más placenteros.Pensaba, sobre todo, en dejar aquel dine

señor Fouquet, sin que él pudiera saberdónde le venía. Este medio era el que nralmente habíale presentado el primero aimaginación.

Pero, aunque la cosa le parecía difícil, mtando en ella no desesperaba de llegar a objeto.

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Debía llamar para que avivasen al señor quet y huir en seguida, mas feliz dando unllón que si lo hallase.

Pero, después que hubo llegado, luego deaquel lindo gabinete y aquel salón tan bienparado, tal que parecía haber echado de él hadas que lo habitaban, se preguntó si las

radas de los entes a quienes había hecho genios, espíritus o criaturas humanas, nhabrían reconocido.

Entonces todo lo sabría Fouquet, y lo qu

supiera, lo adivinaría; rehusaría aceptar cdonación lo que quizá habría aceptado a tde préstamo, y así la empresa no tendría obni resultado.

Era, pues, necesario hacer la cosa de mque se consiguiera que el superintendcomprendiera toda la gravedad de su posipara someterse al generoso capricho de mujer. Era necesario, en fin, para persu

todo el encanto de una elocuente amistad,

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esto no bastaba; toda la embriaguez de un aardiente, al que nada resistiría.

En efecto, ¿no era conocido el superintente como hambre lleno de delicadeza y ddad? ¿Se dejaría cargar con los despojos dmujer? No, lucharía, y si una voz del mupodía vencer su resistencia, ésta sería la vo

la mujer que amaba.Otra duda, terrible duda, que pesaba en erazón de la señora de Belliére con el dolorfrío de un puñal: ¿Amaba él?

Aquella imaginación ligera, ¿se resolvefijarse un instante aunque fuese para conplar un ángel?

¿No acontecía a Fouquet, a pesar de tod

genio y probidad, como a esos conquistadque derraman lágrimas sobre el campo de blla después de haber alcanzado la victoria?

––Pues bien, esto es lo que necesito acla

juzgar ––dijo la marquesa––. ¿Quién sabe

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corazón tan codiciado es un corazón vu¿Quién sabe si esa imaginación será de unturaleza trivial e inferior cuando yo le apl

la piedra de toque? Vamos ––exclamó––, edemasiado dudar. ¡La prueba, la prueba!Miró al reloj.––Son las siete, y debe haber llegado;

hora de la firma. ¡Vamos!Y, levantándose con impaciencia, fue hac

espejo, ante el cual se sonreía con la enésonrisa del sacrificio; tocó el resorte y tirbotón de la campanilla. Y, como anonadadantemano en la lucha que acababa de commeter, fue a arrodillarse ante un sillón y sepsu cabeza entre sus agitadas manos.

Diez minutos después oyó rechinar el rede la puerta, que rodó sobre sus goznes.Apareció Fouquet, pálido y encorvado ba

peso de un pensamiento amargo.

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Necesario era que su preocupación fuese poderosa para que este hombre, para quieplacer era todo, acudiése en silencio a seme

llamamiento.En efecto, la noche, fecundo en sueños

rosos, había enmagrecido sus nobles facciotrazado alrededor de sus ojos órbitas obsc

Pero siempre estaba hermoso y noble, y lpresión triste de su boca, expresión tan rareste hombre, daba a su fisonomía un carnuevo de juventud.

Vestido de negro y el pecho lleno de encel superintendente se detuvo en el umbraesta sala, donde tantas veces había ido en bde la dicha esperada.

Esta dulzura melancólica y risueña, quemplazaba a la exaltación de la alegría, hizla señora de Belliére un efecto indecible.

Los ojos de una mujer saben leer todo oro todo sufrimiento en las facciones del ho

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que ama, se diría que, en razón a su debiliDios ha querido conceder a las mujeres máa ninguna otra criatura. Ellas pueden ocu

sus sentimientos al hombre; éste no puede tarle los suyos. La marquesa adivinó toddesgracia del superintendente.

Adivinó una noche pasada en vela.

Un día en decepciones.Y desde entonces fue fuerte, sintiendo

quería a Fouquet sobre todas las cosas.Levantóse, y acercándose a él, le dijo:––Me escribisteis esta mañana diciénd

que comenzabais a olvidarme y que yo, a qno habíais vuelto a ver, indudablemente hacabado de pensar en vos. Vengo a desmros, caballero, y con tanta más seguridad cuque leo en vuestros ojos una cosa.

–– ¿Cuál, señora? ––dijo Fouquet sorprdo.

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––Que jamás me habéis amado tanto cahora; lo mismo que vos debéis leer en mpecto que no os he olvidado.

–– ¡Oh! Vos, marquesa–– dijo Fouquet,noble semblante se animó un instante porelámpago de alegría––, vos sois un ángel, hombres no tienen el derecho de dudar de

¡Sólo deben humillarse y pedir gracia!––Tenéis, pues, concedida la gracia.Fouquet quiso arrodillarse.––No ––dijo ella––; sentaos a mi lado. ¡A

alguna cosa mala pensáis!––¿Y en qué conocéis eso?––En vuestra sonrisa, que acaba de altera

da vuestra fisonomía. Vamos, ¿en qué pen¡Sed franco, nada de secretos entre amigos––Pues bien, señora, decidme por qué, e

gor, de tres o cuatro meses.

–– ¿Ese rigor?

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––Sí. ¿No me habéis prohibido visitaros?––¡Ay, amigo mío! ––exclamó la marques

profundo suspiro––. Porque vuestra visita casa os ha causado una gran desgracia; povigilan mi palacio; porque los ojos que ovisto podrían veros otra vez; porque encuemenos peligroso venir yo que vos vayáis,

fin, porque os encuentro demasiado infeliz querer aumentar más vuestra desgracia.Fouquet estremecióse.Estas palabras acababan de recordarle

cuidados de la superintendencia, cuando halgunos minutos que sólo pensaba en lasperanzas del amante.

––¡Yo infeliz! ––dijo intentando sonreír–

verdad que me lo haréis creer con vuestrateza.––No soy yo quien está triste, señor, sino

miraos en este espejo.

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––Cierto es que estoy un poco pálido; eso es el exceso de trabajo, el rey me pidiódinero.

––Sí, cuatro millones; ya lo sé.––¡Lo sabéis! ––murmuró Fouquet sorpr

do––. ¿Y cómo lo sabéis, cuando sólo delauna persona el rey...?

–– Pues ya veis que lo sé. Ea, continuaddinero que el rey os ha pedido...

––Ya comprenderéis que ha sido precisocarlo, contarlo después, registrarlo... Desfallecimiento del señor Mazarino, hay un de dificultad y embarazo en el servicio dHacienda; mi administración está muy recada, y por eso he velado esta noche.

–– ¿De modo que tenéis la cantidadpreguntó la marquesa, inquieta.

––Sería cosa de ver, marquesa ––replicógremente Fouquet––, que un superintend

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de Hacienda no tuviera cuatro miserablesllones en sus arcas.

–– Sí, supongo que los tenéis o que losdréis.

––¿Cómo que los tendré?––No hace mucho tiempo que os pidió

dos.––Creo que ya hace un siglo, marquesa; no hablemos de dinero, si gustáis.

––Al contrario, hablemos, amigo mío.

––¡Oh!––Oíd: sólo para esto he venido.––¿Pues qué queréis decir? ––preguntó

nanciero, cuyos ojos expresaron curiosa intud.–– ¿Es un cargo inamovible la

perintendencia?

––¡Marquesa!

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––Ya veis que yo respondo francamente.–– ¡Marquesa, me sorprendéis! Me ha

como un comanditario.–– Es muy sencillo; quiero situar dine

vuestra casa, y, naturalmente, deseo sabestáis seguro.

––En verdad, marquesa, no sé adónde a parar.–– Formalmente, mi señor Fouquet, t

algunos fondos que me estorban, pues he jado de comprar tierras, y deseo encargaramigo que haga valer mi dinero. Pero,pongo que eso no urge.

–– Muchísimo.

––Pues bien, hablaremos de ello más tard––Más tarde no, pues el dinero está aquí.La marquesa señaló al cofre, y, abrién

enseñó al superintendente los fajos de billeel oro.

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Fouquet habíase levantado al mismo tieque la señora de Bellière. Permaneció un inte pensativo; luego, se puso pálido, y cayó

una silla ocultando el rostro entre las mano––¡Oh marquesa, marquesa! ––exclamó.–– ¡Qué!

––¿Qué opinión tenéis de mí para hacsemejante oferta?––¿De vos?–– Indudablemente.

––¿Pero vos mismo qué pensáis? Veamos––Ese dinero lo traéis para mí; me lo t

porque sabéis mi apuro. ¡Oh! No neguéis.vino. ¿No conozco, por ventura, vuestro zón?

––Pues, si conocéis mi corazón, ya veis qmi corazón el que os ofrezco.

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––¡He adivinado! ––exclamó Fouquet––señora! Jamás os he dado derecho para itarme así.

––¡Insultaros! ¡Rara delicadeza humHabéis dicho que me amáis. Me habéis peen nombre de ese amor mi reputación yhonor... y cuando os ofrezco mi dinero, lo

sáis.––Marquesa, libre habéis sido en guardque llamáis vuestra reputación y vuestro hoDejadme la libertad de conservar los míos

jad que me arruine, dejadme sucumbir bapeso de los odios que me rodean, de las fque he cometido y de mis remordimientos; en nombre del Cielo, marquesa, no me deisúltimo golpe.

––Ahora me habláis como hombre de talseñor Bouquet.

––Es posible, señora.

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Fouquet oprimió con la mano crispada sucho jadeante.

––Acabad, señora ––dijo––; nada tengocontestar.

––Os he ofrecido mi amistad, señor Fouq––Sí, señora; pero os habéis limitado a es

––¿Lo que yo he hecho es de amiga?–– Y sin duda.––¿Y rechazáis esta prueba de amistad?

––La rehúso.–– Miradme; señor Fouquet.Los ojos de la marquesa brillaban.––Os ofrezco mi amor.–– ¡Oh, señora! ––murmuró Fouquet.––Os amo hace mucho tiempo, ¿lo oís

mujeres tienen, como los hombres, su falsa

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cadeza. Hace mucho tiempo que os amo; no quería decíroslo.

––¡Oh!.––exclamó Fouquet juntando las nos.

––Me habéis pedido ese amor de rodillaslo he rehusado, pues estaba ciega como vestáis ahora. Os ofrezco mi amor.

––Sí, vuestro amor, mas sólo vuestro amo––¡Mi amor, mi persona, mi vida! ¡Todo,

todo!

––¡Oh, Dios santo! ––exclamó Fouquet.––¿Qué queréis de mi amor?–– ¡Oh! ¡Me anonadáis bajo el peso de m

cidad!–– ¿Seréis dichoso, decídmelo... si

vuestra, enteramente vuestra?––¡La felicidad suprema!

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––Pues, aquí estoy; pero si os hago el ficio de una preocupación, hacedme vos crificio de un escrúpulo.

–– ¡Señora, señora, no me atentéis!––¡Amigo, amigo mío, no me rehuséis!...––¡Oh! ¡Pensad lo que me proponéis!

––Fouquet, una palabra... Decidme, noabro esa puerta. Y mostró la que conducíacalle.

––Y no me volveréis a ver más. Otra pala

sí, y os sigo adonde queráis con los ojos dos, sin defensa, sin negativa, sin remordimtos.

––¡Elisa!... ¡Elisa! ... Pero ese cofre...

–– ¡Es mi dote!––¡Es vuestra ruina! ––exclamó Fouque

volviendo el oro y los papeles––. Aquí hamillón...

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––¡Justo! ... ¡Mi pedrería, que ya no me rá, si me amáis como yo os amo!

––¡Oh! ¡Es demasiado! ––murmuró Fouq. Cedo, cedo... aunque no fuera mas que–poconsagrar tal adhesión. Acepto la dote..

––Y aquí está la mujer ––dijo la marqarrojándose en sus brazos.

CIIEL TERRENO DE DIOS

Entretanto, Buckingham y Wardes hacíabuen amor y compaña el camino de París alais. Las visitas de Buckingham a MonsieuMadame, a la joven reina y a la reina vfueron colectivas.

Previsión de la reina madre que le ahorradolor de hablar particularmente con Monsy el peligro de volver a ver a Madame.

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Buckingham abrazó a Guiche y a Raúl; arando al primero toda su consideración, segundo una amistad incesante, destinad

triunfar de todos los obstáculos, y a no deconmover ni por la distancia ni por el tiempLlevado Wardes a remolque de este in

había buscado en su sutil talento todos los

dios para romper esta cadena; pero, ningunhabía socorrido, y necesario le era sufrir la de su mal carácter y causticidad.

Aquellos a quienes hubiera podido f

quearse, le habrían hablado de la superiordel duque. Otros habríanle alegado las órddel rey que prohibían el duelo. Otros, por mo, los más numerosos, que, por caridad tiana o por amor propio nacional; le habprestado ayuda, no pensaban en incurrirdesgracia, y habrían avisado a los ministrouna marcha que podía degenerar; en unaqueña matanza.

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Resultó que, bien pensado todo, Wardes su portamanteo, tomó dos caballos, y segde un solo lacayo, se dirigió al sitio en qu

bía esperarle la carroza de Buckingham.El duque recibió a su adversario com

hubiera hecho al más amable conocido; strechó para hacerle sitió, le ofreció dulces,

tendió sobre él la capa de marta echada easiento de delante. Después conversaron.De la Corte, sin hablar de Madame; de M

sieur, sin hablar de su mujer; del rey, sin h

de su cuñada; de la reina, sin hablar de su ra; del rey de Inglaterra, sin hablar de su mana; del estado del corazón de cada cuálos viajeros, sin pronunciar ningún nombrligroso.

De suerte que el viaje, que se hacía a cjornadas, fue encantador.

Así es que Buckingham, verdaderamfrancés por el espíritu y la educación, e

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encantado de haber elegido tan bien su comñero.

El duque se entretenía en mil partes, pciéndose un poco a ese bello río Sena, que za mil veces a Francia en sus amorosos mdros, antes de decidirse a entrar en el Océan

Mas, al abandonar a Francia, sólo se acorBuckingham de la nueva francesa que hllevado a París, y todo eran recuerdos y timientos por ella.

Así, cuando, a pesar suyo, se abismaba epensamientos, Wardes lo dejaba completamte entregado a ellos.

Esta delicadeza hubiese ciertamente convido a Buckingham, cambiando sus dispos

nes hacia Wardes, si éste, al guardar silehubiera tenido mirada menos malvada y sonrisa menos falsa.

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Pero los odios instintivos son inflexibles,los apaga; una poca de ceniza los cubre muveces, pero pronto estallan más furiosos.

Agotadas todas las distracciones que ofel camino, llegaron a Calais.

Y esto fue al caer del sexto día. La víspeservidumbre del duque se había adelantadfletado una barca, destinada a ir hasta elyachque daba bordadas a tres tiros de cañón dplaza, con todos los equipajes.

Transportado ya todo el tren del duque, llron los sirvientes a anunciarle que todo esdispuesto para cuando quisiera embarcar cocaballero francés.

Porque nadie suponía que el caballero fra

pudiera tener que arreglar con milord otra que cuentas de amistad.Buckingham hizo responder al patrón

yacht que estuviera preparado; pero, que,

tando hermosa la mar y prometiéndose

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puesta de sol magnífica, no contaba embarhasta la noche, y quería dar un paseo poplaya.

Añadió además que, encontrándose en elente compañía, no tenía la menor prisa.

Diciendo esto, mostraba a los criados qrodeaban el magnífico espectáculo del purpúreo en el horizonte y una admirabledena de montañas, formada por las nubes.

El espectáculo era, en efecto, digno de s––

admirado.La muchedumbre de curiosos seguía a lo

reos criados, viendo entre los cuales al idente y al secretario, creían ver al señor yamigo.

Vestido sencillamente Buckingham con jde terciopelo, el sombrero echado a los ojodistintivo ni bordados, no se hacía notar que Wardes, vestido de negro como un pr

rador.

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Las gentes del duque habían recibido ode tener una barca preparada en el muelle, no ir en su busca antes de que él o su am

llamasen.“Vieran lo que vieran” ––había añadido, a

tuando estas palabras de modo que fuesentendidas.

Después de haber dado algunos pasos poplaya, dijo Buckingham a Wardes:–– Me parece caballero, que va a ser pr

despedirnos, pues la mar va subiendo, ydiez minutos ya no sentiremos el suelo.

––Milord, estoy a vuestras órdenes, pero.––Estamos todavía en terreno del rey, ¿n

eso?––Sin duda.––Pues bien allá abajo hay, como veis, un

pecie de isla que desaparecerá de minuto

minuto. Esta isla es de Dios, pues está entr

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mares y el rey no la tiene en sus mapas.veis?

––La diviso, y no podremos llegar a ellmojarnos los pies.

––Sí, pero notad que forma una eminebastante elevada, de lo cual resulta que esmos a las mil maravillas sobre aquel peqteatro. ¿Qué opináis?

––Yo estaré bien en todas partes donde mpada tenga el honor de encontrar la vuemilord.

––Pues vamos; me desespera haceros mlos pies, señor de Wardes; pero me parece nsario que podáis decir al rey: “Señor, yo nhe batido en tierra de Vuestra Majestad.” Q

sea esto un poco sutil, pero desde Port Randáis nadando en sutilezas. Con que, si táis, apretemos el paso, porque la mar crecenoche avanza.

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––Si no andaba más de prisa era por no pdelante de vos, milord. ¿Andáis todavía aseco?

––Hasta ahora, sí. Mirad a mis sirvientesmo, temiendo que nos ahoguemos, vienhacer crucero con la canoa. Mirad cómo aa bordo; es curioso, pero me marea verlos.

–– ¿Me permitís que les vuelva la espald––Notad que si tal hacéis tendréis el so

frente, milord.––¡Oh! Ahora es muy débil su luz, y p

desaparecerá; no os inquietéis por eso.––Como queráis, milord; yo lo decía por

cadeza.

––Lo sé, señor de Wardes, y aprecio vuobservación.–– ¿Queréis que nos quitemos los jubo–– Corno gustéis, milord.

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––Es más cómodo.––Entonces estoy dispuesto.

––Decidme sin reparo, señor de Wardeos sentís mal sobre la arena mojada, y sos creéis un poco en territorio francés, notiremos en Inglaterra o sobre mi yacht.

––Aquí estamos muy bien, milord; perodré el honor de observaros que, como la sube, apenas tenemos tiempo.

Buckingham hizo una seña de asentimiese quitó el jubón y lo tiró sobre la arena.

Wardes hizo lo propio.Los dos cuerpos, blancos como dos fanta

para los que los miraban desde la orilla, s

bujaban sobre la sombra rojiza que descedel cielo.––Por mi honor, señor duque, que no p

mos movernos ––dijo Wardes––. ¿Sentís

los pies se pegan en la arena?

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––En ella estoy metido hasta el tobillocontar con que el agua nos alcanza.

––A mí, ya me alcanzó... Cuando queráiñor duque.

Wardes puso la mano en la espada.El duque lo imitó.

––Señor de Wardes ––repuso entonces kingham––, la última palabra, si gustáis...bato con vos, parque no os amo, porquehabéis desgarrado el corazón burlándooscierta pasión que siento, que confieso enmomento, y por la cual moriría gustoso. Sohombre malvado, señor de Wardes, y quhacer todos los esfuerzos por mataros, conozco que si no morís de este golpe, haré

lo sucesivo mucho mal a mis amigos. Estoque tenía que deciros.Y saludó.

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––Y yo, milord, tengo que contestaros guiente: yo no os odiaba, pero ahora quehabéis adivinado, os odio, y voy a hacer,

lo que pueda por matáros.Y Wardes saludó a Buckingham. En el m

instante cruzáronse los hierros; y dos relámgos en la obscuridad.

Las espadas se buscaban, se adivinabantocaban.Los dos eran hábiles tiradores, y los prim

pases no tuvieron resultado.La noche había entrado rápidamente, y

tan obscura, que se atacaban y defendían instinto.

Wardes sintió detenerse su acero; había do el hombro de Buckingham.

La espada del duque bajó con sus brazos.–– ¡Oh! ––dijo.

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––¿Tocó, milord? ––preguntó Wardes, rcediendo dos pasos.

––Sí, señor, pero ligeramente.––Como habéis dejado la guardia...––Fue el primer efecto del frío del acero

ya estoy repuesto; continuemos, si gustáis

ñor.Y, librando la espada con siniestro estmiento de hoja, el duque desgarró el pechomarqués.

––Tocado también ––dijo.––No ––repuso Wardes, permaneciendo

me.––Perdón; pero como veía vuestra camis

da roja… ––dijo Buckingham.––¡Entonces... a vos! ––exclamó Wardes

so.

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Y, tirándose a fondo, atravesó el antebdel duque. El acero penetró entre dos hueso

Buckingham sintió su brazo derecho pazado, y, tomando con el izquierdo la espque iba a caer de su mano inerte, antes Wardes se pusiera en guardia, le atravespecho.

Wardes vaciló, dobláronse sus rodillas, yjando su espada clavada aún en el brazoduque, cayó al agua, que enrojeció con un jo más real que el que le enviaban las nube

Wardes no estaba muerto, y comprendipeligro horrible de que estaba amenazadomar subía.

También lo conoció el duque. Con un es

zo y un grito de dolor se arrancó el hierrobrazo, y dijo a Wardes:–– ¿Estáis muerto, marqués?

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––No ––contestó Wardes con voz sofopor la sangre––, pero poco me falta.–– ¿Y qué hemos de hacer? Veamos, ¿p

andar?Buckingham lo levantó sobre una rodilla.––Imposible ––dijo.

Y volviendo a caer, añadió:––Llamad a los vuestros o me ahogo.––¡Hola! ––gritó Buckingham––. ¡La

¡Bogad pronto, bogad! La barca hizo fuerremos. Pero el mar subía más pronto qulancha caminaba.

Buckingham vio a Wardes próximo a sebierto por una ola; con su brazo izquierdo hle un cinturón, y lo levantó.

La ola subió hasta la mitad del cuerpo; no pudo derribarlo, y el duque comenzó adar hacia tierra.

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Pero apenas hubo dado diez pasos, otra más alta y furiosa que la primera, llegó a carse a la altura del pecho y lo sepultó.

El reflujo los dejó por un momento descutos, sobre la arena. Wardes estaba desmaya

En aquel momento cuatro marineros delque, que conocieron el peligro, se tiraroagua, y en un minuto estuvieron al lado dseñor.

Grande fue su espanto cuando lo vieronbrirse de sangre a medida que corría el aguque estaba impregnado.

Quisieron llevárselo.–– ¡No, no! ––dijo el duque––. ¡A tier

tierra el marqués!–– ¡Ha muerto! ¡Ha muerto el francé

gritaron sordamente los ingleses.––¡Miserables pícaros! ––exclamó el d

con soberbio ademán que los cubrió de san

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–.. ¡Obedeced! ¡El señor de Wardes a tierrtes que todo, u os hago ahorcar!

La barca se había acercado. El intendentesecretario saltaron y aproximáronse al marqque no daba señales de vida.

–– Os recomiendo a este hombre sobre vtra cabeza ––dijo el duque––. ¡A la orillseñor de Wardes, a la orilla!

En brazos lo condujeron hasta la arena donde no llegaba el mar.

Algunos curiosos y cinco o seis pescadorhabían agrupado en la orilla, atraídos poextraño espectáculo de dos hombres batiéncon agua a la rodilla.

Viendo los pescadores venir hacia ellogrupo de hombres que conducían un herentraron hasta media pierna en el mar.

Los ingleses les entregaron el herido emomento en que comenzaba a abrir los ojo

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El agua salada del mar y la arena se haintroducido en las heridas y le causaban inble sufrimiento.

El secretario del duque sacó un bolsillo ly lo dio al que parecía más considerable dtre los concurrentes, diciendo:

––De parte de mi amo, milord duque de kingham, a fin de que se tenga par el smarqués de Wardes todos los cuidados iniginables.

Y se volvió con los suyos a la canoa, quekingham había alcanzado después que vWardes fuera de peligro.

Los vestidos de milord duque y de Wahabían sido arrastrados por el flujo a la oril

Envolvieron a Wardes en el del duque, yendo que era el suyo, y lo transportaronbrazos a la ciudad.

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CIIITRIPLE AMOR

Después de la marcha de Buckingham, che creía que la tierra le pertenecía sin disMonsieur, que no tenía el menor motivocelos, y que por otra parte dejábase influiel caballero de Lorena, concedía en su casta libertad como pudieran desear los másgentes.

El rey, por su parte, que había tomado gula sociedad de Madame, imaginaba placsobre placeres para animar la residencia enrís, de suerte que no pasaba día sin una fen palacio, o una recepción en la habitació

Monsieur.El rey hacía preparar a Fontainebleau,

recibir la Corte, y todo el mundo trataba ddel viaje. Madame llevaba la vida más ocup

Su voz y su pluma no paraban un instante.

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Las conversaciones con Guiche tomabana poco el interés que preludia las grandessiones.

Cuando los ojos languidecen a propósituna discusión sobre colores de telas, cutranscurre una hora analizando los méritos perfume de una almohadilla de olor o de

flor, hay en este género de conversación bras que todo el mundo puede oir, pero gestos o suspiros que no todo el mundo puver.

Cuando Madame había conversado bienGuiche, hablaba con el rey, que regularmenhacía una visita diaria. Se jugaba, hacíansesos, se elegían divisas y emblemas; aqprimavera no era sólo la de la naturaleza; ejuventud de todo un pueblo, cuya cabezamaba la Corte. El rey era joven y galanteque nadie, y amaba con extremo a todamujeres, sin excluir a la reina su esposa.

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Sólo que era el más tímido y reservado dreino, en tanto que no se confesaba a sí prsus sentimientos.

Esta timidez reteníale en los límites de laple cortesía, y ninguna mujer podía envanse de ser preferida a otra.

Podía presumirse que el día en que él seclarara sería la aurora de una nueva soberapero no se declararía. El señor de Guichaprovechaba de esto para ser el rey de todenamorada Corte. Habíase dicho que galan

ba a la señorita de Montalais y que asediabde Châtillon; ahora sólo tenía ojos y oídosuna sola. Sus atenciones a Madame fueronvertidas por todo el mundo, particularmpor el mal genio de la casa, el caballero drena, a quien Monsieur tenía una viva adhepor ser del genio alegre aun en sus maldadenunca le faltaban ideas para emplear el tiem

Viendo, pues, el caballero de Lorena que

che amenazaba suplantarle, recurrió al

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medio. Desapareció, dejando a Monsieur enojado.

El primer día casi no lo buscó Monsieur,que estaba allí Guiche, y salvo las conversnes con Madame, dedicaba valerosamenthoras del día y de la noche al príncipe.

Pero el segundo día, no hallando Monsuna persona a mano, preguntó dónde estabcaballero.

Y le respondieron que no se sabía. Gudespués de haber pasado la mañana en elbordados 3 guarniciones con Madame, fconsolar, al príncipe. Pero, después de la cda, habiendo aún tulipanes y amatistas apreciar, Guiche volvió al gabinete de Mad

Monsieur quedó solo a la hora de vestirsconsideró el más desgraciado de los hombrpreguntó otra vez si se tenían noticias del cllero.

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––Nadie sabe dónde encontrarlo ––fue lapuesta que le dieron. No sabiendo Monsieuquién descargar su enojo, se fue en bata

habitación de Madame.Allí había un gran círculo de personas

reían y cuchicheaban en todos los rincoaquí un grupo de mujeres alrededor de

hombre; al otro lado, Manicamp y Malicapresados por la Montalais, la señorita de nay Charente y otras dos reidoras.

Más lejos, Madame, sentada sobre cojin

Guiche, esparciendo, de rodillas junto a ellpuñado de perlas y de piedras, entre las cuel dedo fino y blanco de la princesa desiglas que le gustaban más.

En otro rincón, un tocador de guitarra punteaba seguidillas españolas, pasión de dame desde que las había oído cantar a la jreina con cierta melancolía; sólo que la esphabía cantado con las lágrimas en los párpa

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y la inglesa las tarareaba con una sonrisapermitía ver sus dientes de nácar.

El gabinete presentaba la más risueña imdel placer. Monsieur asombróse de ver tgente que se divertía sin él, y tuvo tales cque no pudo menos de decir como un niño:

–– ¡Muy bien! ¡Divirtiéndoos aquí mientrme fastidio solo!

Su voz fue como un trueno que interrumpgorjeo de los pájaros bajo las ramas de un áhubo un profundo silencio.

Guiche se puso en pie al momento.Malicorne se escondió detrás de las falda

la Montalais. Manicamp se irguió y tommarcado aire de ceremonia.

El guitarrista metió la guitarra debajo demesa y tiró del tapete para ocultarla a losdel príncipe:

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Sólo Madame permanecía inmóvil, y, riendo a su esposo, le respondió:

––¿No es ya la hora de vuestratoilette?

––Hora que escogen para divertirserezongó el príncipe.

Esta desventurada palabra fue la señal d

derrota; las mujeres huyeron como bandadgorriones asustados; el guitarrista desvaneccomo una sombra; Malicorne, protegido pMontalais, que ensanchaba su traje, se dedetrás de una tapicería, y Manicamp fueayuda de Guiche, sosteniendo ambos valimente el choque con la princesa.

El conde era demasiado feliz para quereral marido; pero Monsieur, que necesitab

motivo de querella, lo buscó; y la marchpida de aquella multitud, tan alegre antes dllegada y tan contrariada por su presencisirvió de pretexto.

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––¿Por qué huyen a mi llegada? ––pregcon tono agrio. Madame contestó fríamque, siempre que el señor aparecía, la fami

retiraba por respeto.Y, pronunciando estas palabras, hizo

mueca tan graciosa, que Guiche y Manicampudieron contenerse. Rompieron a reír,

dame los imitó, y la risa invadió al mismo sieur, que vióse obligado a sentarse, poriendo perdía demasiado su gravedad.

Cesó al fin; pero su cólera había aumenta

estaba aún más furioso por haberse dejadovar de la risa que por ver reír a los otros.Miraba a Manicamp con malos ojos, no

viéndose a demostrar su ira al conde de Gu

Pero a una seña que hizo con demasiado pecho, Manicamp y Guiche salieron...De modo que Madame, sola ya, se puso

coger tristemente sus perlas, sin reír má

menos hablar.

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––Estoy muy contento de ver ––dijo el du–, que me tratan cómo a un extraño en vucuarto, señora. .

Y salió exasperado.En la antecámara encontró a la Montalais

estaba de guardia.

––Es muy gustoso venir a veros ––murm–, pero desde la puerta.Móntalais hizo la más profunda reverenci––No entiendo bien ––dijo–– lo que Vu

Alteza me hace el honor de decirme.––Digo, señorita, qué cuando os reís t

juntos en el cuarto de Madame, es mal lleel que no se queda fuera.

––Sin duda, Vuestra Alteza Real no habpiensa así por ella.

––Al contrario, señorita; por mí hablo ymí lo pienso. Ciertamente que no puedo gratularme de las recepciones que me h

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aquí. ¡Cómo! Para un día que hay músiasamblea en la habitación de Madame, ecasa; para un día que cuento divertirme un

co... ¡se marchan!... ¿Temen acaso verme, do todo el mundo huye?... ¿Hacen algo mcuando yo estoy ausente?

–– Monseñor ––repuso la Montalais––, h

se hace más ni menos que los otros días.–– ¡Qué! ¿Todos los días se ríe como hoy––Sí, monseñor.––¿Todos los días se hacen grupos com

que acabo de ver?–– Absolutamente iguales, monseñor.–– ¿Y todos los días se rasca la tripa?

––Señor, la guitarra es cosa de hoy; cuando no tenemos guitarra, tenemos violinflautas; las mujeres se aburren sin música.

––¡Diantre! ¿Y los hombres?

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––¿Qué hombres, monseñor?––El señor de Guiche, el de Manicamp

otros.––Todos de la casa de monseñor.––Sí, sí, tenéis razón, señorita.Y el príncipe volvió a su cuarto, pensativ

rándose en el más ancho de sus sillonesmirarse al espejo.––¿Dónde puede estar el caballero? ––dijCerca del príncipe había un servidor.Su pregunta fue oída.––No se sabe, monseñor.––¡Todavía esa respuesta! ... El primero

me responda: no sé... lo echo.A tales palabras todo el mundo huyó

cuarto de Monsieur como habían huido deMadame.

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Entonces acometió al príncipe una rabia plicable. Dio un puntapié a una escupidera,rodó por el pavimento rota en treinta pedaz

Después, fue a las galerías, y, con gran safría, derribó uno tras otro un vaso de esmun aguamanil de pórfido y un candelabrobronce. Todo ello hizo un estrépito horrib

la gente acudió a las puertas.––¿Qué quiere, monseñor? –– se atrevió cir tímidamente el capitán de los guardias.

––Me doy una música ––replicó monseñchinando los dientes. El capitán de los guaenvió a buscar al médico de Su Alteza Real

Pero antes que el médico, llegó Malicque dijo al príncipe:

–– Señor, el caballero de Lorena me sigueEl duque miró a Malicorne sonriendo:El caballero de Lorena entró, en efecto.

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CIVLOS CELOS DEL SEÑOR DE LORENA

El duque de Orleáns lanzó un grito de sfacción al ver al caballero de Lorena.

––¡Ah! ––exclamó––. ¡Qué dicha! ¿A qu

la suerte de veros? ¿No habíais desaparecomo me habían dicho?––Sí, monseñor.–– ¿Algún capricho?––¡Capricho yo! Nunca los tendría con V

tra Alteza. El respeto...––No hables de respeto, pues estás faltan

él todos los días, te absuelvo. ¿Por qué temarchado?––Porque creí que era ya completament

útil a monseñor.

––Explícate con más claridad.

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––Monseñor tiene a su lado personas qudivierten mucho más que yo. No me encuecon fuerzas para luchar, y me he retirado.

––Toda esa reserva no tiene sentido com¿Quiénes son esas personas contra las cualquieres luchar? ¿Guiche?

––No he nombrado a nadie.–– ¡Es absurdo! ¿Te molesta Guiche?––No he dicho tal, monseñor, no me ha

hablar. No ignoráis que Guiche es uno de ntros buenos amigos.

–– ¿Quién, entonces?––Por favor, monseñor; os suplico que n

semos adelante.

El caballero sabía muy bien que, así comirrita la sed alejando la bebida, del mismodo irrítase la curiosidad alejando la explica

––Sí tal porque quiero saber el motivo desaparición.

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––Bien, pues, os lo diré; pero os ruego qlo toméis a real.

–– Habla.–– He llegado a comprender que incomod

–– ¿A quién?––A Madame.

–– ¡Cómo es eso! ––dijo muy asombraduque.

––Una cosa muy sencilla: quizá Madamecelosa de la benevolencia con que Vuestra za se digna favorecerme.

–– ¿Te lo ha manifestado alguna vez?–– Monseñor, Madame no me dirige nun

palabra, especialmente de algún tiempo a parte.–– ¿Desde cuándo?

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––Desde que recibe a todas horas al señGuiche, que quizá ha acertado a agradarle que yo. El duque se sonrojó.

–– ¿Qué significa eso de a todas horas, llero? ––dijo severamente.

––Bien veis, monseñor, que he incurridvuestro desagrado; ya estaba yo seguro deasí sucedería.

––No habéis incurrido en mi desagrado;decís las cosas con demasiada viveza. ¿Enes preferido Guiche a vos por Madame?

–– No diré una palabra más ––dijo de Lor––Al contrario, quiero que habléis. Si po

os habéis retirado, debéis ser en extremo ce

––Necesario es que uno sea celoso cuama, monseñor. ¿No lo es acaso monseñorpecto de Madame? Si Vuestra Alteza viealguien continuamente al lado de su espole viera tratado con favor, ¿no concebiría al

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inquietud? Pues uno ama a sus amigos comsus amores; y Vuestra Alteza Real me ha ha veces el honor de llamarme amigo suyo.

––Sí, pero todavía habéis empleado otra bra equívoca. Veo, caballero, que no estáisen la elección de frases.

––¿Qué palabra, monseñor?––Habéis dicho: tratado con favor... ¿Y

entendéis por eso, caballero?––Una cosa muy sencilla, monseñor ––d

caballero aparentando el mayor candCuando un marido ve, por ejemplo, que suposa llama con preferencia a tal o cual homcuando ese hombre se encuentra siempre cabecera de su cama o a la portezuela d

carruaje; cuando hay siempre algún pequsitio para el pie de ese hombre en la circurencia de los vestidos de la mujer; cuando millete de ella es del mismo color que las cde él; cuando los músicos están en la tertul

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tanto que las comidas se hacen en las rucuando al presentarse el marido todo calla habitación de la mujer; cuando el espos

halla de repente con un compañero el másduo y obsequioso en la persona que ocho antes apenas parecía hacer caso de él... eces.. .

––Entonces, acaba.–– Entonces, digo, monseñor, que se pestar celoso, pero todos estos pormenorevienen a cuento, porque nada de eso se trat

nuestra conversación.El duque luchaba consigo mismo, lo cuconocía fácilmente en su agitación.

––Pero al fin ––concluyó por decir––; to

no me habéis dicho el motivo de vuestro amiento; decíais que había sido por temoincomodar, y aun añadisteis que habíais adtido en Madame cierta inclinación a trataralguna intimidad a Guiche.

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––¡Ah!Monseñor, no creo haber dicho es––Sí, lo habéis dicho.

––Pues si lo he dicho, jamás he visto ennada que no sea inocente––En fin, ¿visteis algo?––Monseñor me apura demasiado.

–– ¡No importa! Hablad. Si decís la ve¿por qué apuraros?

–– Siempre digo la verdad, monseñor; no puedo menos de vacilar cuando se tratrepetir lo que dicen otros.––¡Ah! ¿Con que no hacéis mas que repe

¿Se ha hablado algo según eso?...

––Sí; algo me han dicho.––¿Quién?El caballero. tomó un aire casi de enfadad

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––Monseñor ––dijo––, veo que me someun interrogatorio, me tratáis como a un acuen el banquillo, y los rumores que recog

paso el oído de buen caballero; no permanen él mucho tiempo. Vuestra alteza deseadé a las hablillas toda la importancia de unceso.

––¡Pero al fin ––murmuró el duque conpecho––, ello es que os habéis retirado a de esas hablillas!

––Debo decir la verdad: me han hablad

las asiduidades del señor de Guiche con dame, nada más; placer inocente, lo repitademás, permitido. Pero, monseñor, no vayser injusto ni a llevar las cosas demasiado lo que he dicho en nada os interesa.

––¿No me interesa que se hable de las asdades de Guiche con mi esposa?

––No, monseñor, no. Y lo que acabo de ros se lo diría al mismo Guiche en persona

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sin consecuencia creo el modo como hacorte a Madame; y se lo diría a ella mismaro sabéis cuál es mi temor? El de pasar po

hombre celoso de favores cuando sólo soy so de amistad. Conozco vuestro flaco, y nnoro que cuando amáis, sois exclusivo. Samáis a Madame, que, por lo demás, ¿quiéla amaría? Seguidme en el círculo en qumuevo: Madame ha distinguido entre vuesamigos al que es más apuesto y de mayatractivos; nada tiene de extraño que proinfluir en el ánimo de su esposo en favo

preferido, y deje de mirar a los demás cocariño que antes les tenía. Un desdén vume haría morir; porque harto doloroso me esoportar los de Madame. Así es, monseñorhe tomado mi resolución de ceder el puesfavorito, cuya felicidad envidio, sin dejaprofesarle por eso una amistad verdadera ysincera admiración. ¿Tenéis algo que oponeste razonamiento? ¿No es el de todo, hode honor? ¿Halláis que mi conducta no s

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de un leal amigo? Responded, al menos, yatan rudamente me habéis interrogado.

El duque se había sentado con la cabeza las manos, y se desbarataba el peinado. pués de un silencio bastante largo para qucaballero pudiera apreciar todo el efecto dcombinaciones oratorias, se levantó Monsie

––Vamos ––dijo––, sé franco.––Como siempre:––Bien. Ya sabes que hemos notado algo

que se ha dicho en cuanto a ese extravaganBuckingham.

–– ¡Oh! Monseñor, no vayáis a acusar adame, o me despido de vos. ¿Sería posibleos dejaseis llevar de esos sistemas, que hseis concebido sospechas?

––No, no, caballero, yo no sospecho dedame; pero, al fin... veo ... comparo .

––¡Buckingham era un loco!

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––Un loco, respecto del cual me hiciste los ojos perfectamente.

––¡No, no! ––dijo con viveza el caballNo fui yo el que os hice abrir los ojos, sinoche. ¡Oh! ¡No confundamos!

Y echóse a reír con esa risa estridente qumeja el silbido de la culebra.

––Sí, sí, en efecto... tú dijiste algunas palpero Guiche se manifestó más celoso.

–– ¡Ya lo creo! ––continuó el caballerel mismo tono––. Combatió por el altashogar.

––¡Cómo es eso! ––dijo el duque altamresentido–– de aquella pérfida chanzoneta.

––¿Pues no es el señor de Guiche primertilhombre de vuestra casa?––De todos modos ––repuso el duque

más tranquilo––,. ¿es cierto que la pasió

Buckingham fuese notada?

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–– Sin duda,–– ¿Y se dice que la del señor Guiche

igualmente?––Veo, monseñor, que volvéis a lo mi

nadie dice que el señor de Guiche tengasión alguna.

–– ¡Está bien! ¡Está bien!––Ya veis, monseñor, que hubiera sido mcien veces, dejarme en mi retiro que no el ros a forjar en mis escrúpulos unas sospeque Madame juzgará como crímenes, y terazón.

–– ¿Qué harías tú?––Una cosa razonable.

–– ¿Cuál?––No hacer caso de esa sociedad de nu

epicúreos, y de ese modo se desvaneceríarumores, por sí mismos.

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––Lo meditaré.––¡Oh! Tiempo tenéis para ello, pues el

gro no es grande, y además no se trata de gro ni de pasión, sino únicamente de esapecie de temor que llegué a concebir de qentibiara vuestra amistad hacia mí. Una que me la conserváis con vuestra acostumb

bondad, ninguna otra idea tengo.El duque movió la cabeza, como diciendo“Si tú no tienes ideas, yo sí las tengo.”En esto llegó la hora de comer, y Mon

hizo avisar a Madame; mas ésta le envió a dque no podía asistir a la mesa, y que comersu cuarto.

––Es culpa mía ––dijo el duque––; esta mna me presenté de pronto cuando estaban emejor de sus músicas, y como me la echceloso, me muestra ahora enfado.

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–– Comeremos solos ––dijo el caballerun suspiro––. Siento que no venga Guiche.

––¡Oh! A Guiche pronto se le pasará el do; tiene un carácter excelente.

–– Monseñor ––dijo súbitamente el caba–, se me ocurre una idea: tal vez en la convción que hemos tenido he podido lastimacorazón de Vuestra Alteza haciéndole consospechas de Guiche, y quiero constituirmmediador… Voy a buscar al conde, y velogro traerle.

–– ¡Bien! ¡Veo que tienes buen corazón!–– ¡Parece que Vuestra Alteza se admir

ello!––Es que no acostumbras a estar tan afec

todos los días.–– Pero a lo menos confesad que sé re

una falta.

–– Lo confieso.

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–– ¿Quiere Vuestra Alteza hacerme el de esperar aquí unos segundos?

––Con mucho gusto, ve ... Entre tanto probaré mis vestidos de Fontainebleau.

El caballero salió, y llamó con precaucsus criados, como si les diera distintas órde

Todos marcharon en diferentes direccionél quedó con su ayuda de cámara.––Desearía saber ahora mismo ––dijo––

señor de Guiche está en el cuarto de Mad¿De qué modo se podría averiguar?

––Fácilmente, señor caballero; se lo pregré a Malicorne, el cual lo deberá saber pseñorita Montalais. Sin embargo, creo qupregunta será inútil, porque todos los criadel señor de Guiche han marchado, y el amdebido irse con ellos.

––No obstante, infórmate.

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No habían transcurrido diez minutos, cuavolvió el ayuda de cámara. Llamó mistermente a su amo a una escalera de servicio

hizo entrar en un aposento cuya ventana dal jardín.–– ¿Qué hay? ––preguntó el caballero–

qué tantas precauciones?

––Observad, señor ––dijo el ayuda de cám––¿Qué?––Mirad bajo el castaño, allí.

–– Bien... ¡Ah, sí! Veo a Manicamp de e¿A quién aguarda?–– Pronto lo veréis si tenéis pacien

¡Mirad! ¿Veis ahora?

––Veo uno, dos, cuatro músicos coninstrumentos, y a Guiche que los va dirigdo en persona... Pero, ¿qué hace ahí?

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––Espera que le abran la portecilla de la lera de las camaristas, para subir a la habitade Madame y darle música durante la comi

––¡Es soberbio eso que dices!–– ¿Qué os parece, señor?–– ¿Y eso te lo ha dicho el señor Malicor

––El mismo.––¿Tanto te quiere?––Quiere a monseñor.

––¿Por qué?––Porque desea ser de su casa.––¡Diablo! Y lo será. ¿Cuánto te ha dad

ello?––El secreto que os vendo, señor.––Te doy por él cien doblones: ¡Tonto!

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––Gracias, señor... Observad cómo se abportecilla y una mujer hace entrar a los mcos.

––¿No es la Montalais?––La misma, mas no pronunciéis en alta

ese nombre; quien dice Montalais dice Mane. Si os malquistáis con la una, no estaréiscon el otro.

––Bien, pues nada he visto.––Y yo nada he recibido ––repuso el c

llevándosela bolsa.––¡Caballero, caballero! Mal me aconseja––Yo os aconsejo bien, en beneficio vu

ese traje, ideado por vos y bordado de oro

sienta divinamente. Madame se hallará subyugada aún por el hombre que por el ceder. ¡Vamos, monseñor!

–– Me has convencido, marchemos.

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El duque salió con el caballero de su hación y se dirigió hacia la de Madame.

El caballero deslizó estas palabras al oídsu criado:

––¡Vigilad la portecilla! ¡Que nadie puedcaparse por allí! Corre. Y tras del duque en las antecámaras de Madame.

Los ujieres disponíanse a anunciar.–– Nadie se mueva ––dijo el caballero,

do––. Monsieur quiere dar una sorpresa.

CVMONSIEUR ESTÁ CELOSO DE GUICH

Monsieur entró bruscamente como las pnas que llevan buena intención y creen caun placer, o como aquellos que esperan prender un secreto, triste pensión de los cel

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Madame, embriagada con los primeros pases, bailaba como una loca, sin hacer cala comida comenzada.

Era su pareja el señor de Guiche, que apacon los brazas al aire, los ojos entornadosrodilla en tierra, como los bailarines españde apasionada mirada y gesto acariciador.

La princesa daba vueltas a su alrededorigual sonrisa y seducción provocadora.Seguro el caballero de que Guiche estab

dentro, volvió al cuarto de Monsieur, a qhalló vestido con magnificencia y radiantjúbilo y de belleza.

––Se dice ––exclamó––, que el rey tomdivisa un sol; verdaderamente, monseño

nadie mejor que a vos convendría semedivisa.––¿Y Guiche?

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––No he podido hallarle. Parece que se evaporado. La sorpresa de esta mañana sque le ha afectado profundamente. No se l

hallado en su casa.––¡Bah! Es capaz ese atolondrado de h

tomado la posta y haberse ido a sus posesio¡Infeliz muchacho! Yo le haré llamar. Com

–– Monseñor, el día de hoy es fecundideas; por mi parte tengo una.––¿Cuál?––Monseñor, Madame está enojada con v

tiene razón. Le debéis el desquite; id a ccon ella.

––¡Oh! Eso es propio de un marido débil.

–– Eso es de un buen marido. La princeaburre; derramará lágrimas en su comida le pondrán encarnados los ojos. Un maridohace poner encarnados los ojos a su muje

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hace odioso. ¡Con que vamos, monseñormos!

––No; he mandado que traigan aquí mi scio.

–– ¡Vamos, vamos, monseñor, nos pondretristes, a mí se me parte el corazón al peque Madame está sola; y vos, por inflexiblqueráis ser, no podréis menos de suspirar. vadme a la comida de Madame y le proponaremos una agradable sorpresa. Estoy seque nos divertiremos. Esta mañana os en

teis sin motivo.––Puede ser.––Nada de puede ser: fue.Montalais admiraba. La Vallière, sentad

un rincón, miraba, pensativa.Imposible expresar el efecto que caus

aquellas personas venturosas la presenciaMonsieur, tan imposible como expresar el

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––Estoy encantado ––dijo con ronca vllego aquí creyendo encontraros enferma yte y os veo entregada a nuevos placeres.

verdad, es una dicha! Mi casa es la más adel universo!Y volviéndose hacia Guiche:–– ¡Conde ––le dijo––, ignoraba que fu

tan hábil bailarín!Y luego, dirigiéndose a su mujer:–– Sed mejor para mí––dijo con amargur

encubría su ira––: cada vez que queráis alros, invitadme... Soy un príncipe muy abanado.

Guiche había recobrado toda su presenciánimo, y con altivez natural, que le senperfectamente, dijo:

–– Monseñor sabe que le pertenece mi entera; cuando se trate de darla, estoy pro

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pero hoy no se trata más que de bailar al solos violines, y bailo.

––Y hacéis bien ––dijo secamente el prín–. Luego, señora ––continuó––, veo que nvertís qué vuestras damas me roban mis gos. El señor de Guiche no está a vuestro cio sino al mío, y ya que cuando queréis c

sin mi compañía tenéis a vuestras damas, jes que cuando yo coma solo no me despojémis gentileshombres.

Madame comprendió la lección, y sintien

fuerza de aquella reconvención, se puso enada hasta los ojos.––Señor ––replicó––, al venir a la cor

Francia, ignoraba que las princesas de mi jquía fueran consideradas como mujeres de quía. Ignoraba que estuviera prohibido hombres; mas, puesto que tal es vuestra votad, me resignaré, no os molestaré si queréicer enrejar mis ventanas.

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Esta respuesta, que hizo sonreír a Montala Guiche, volvió al corazón del príncipe lara, de la que una gran parte acababa de ev

rarse en palabras.––¡Muy bien! ––dijo con tono concentra

¡Me gusta ver como se me respeta en mi ca––¡Monseñor, monseñor! ––murmuró el

llero al oído de Monsieur; de modo que tadvirtiesen que procuraba aplacarle.––¡Venid! ––dijo el duque por toda con

ción, arrastrándole consigo y haciendo brusca pirueta, a riesgo de atropellar a Mme.

El caballero siguió a su amo hasta su hación, donde apenas se sentó el príncipe,

rienda suelta a su furor.El caballero levantaba los ojos al cielo, ju

las manos, y no decía palabra.

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––¡Quiero saber tu parecer! –– exclamó sieur:

–– ¿Sobre qué, monseñor?–– Sobre todo lo que pasa aquí.––¡Oh monseñor! ¡Es cosa grave!

––¡Es odiosa! ¡No se puede vivir así!–– ¡Cuidado que es desgracia! ––dijo el

llero––. ¡Cuando esperábamos tener tranqdad con la ausencia de Buckingham!

–– ¡Y esto es peor!––No diré tanto, monseñor.–– Pues, yo sí lo digo, porque Buckingha

se habría atrevido jamás a hacer la cuarta p

de lo que hemos visto.–– ¿Qué, monseñor?–– ¡Ocultarse para bailar, fingir una indis

ción para comer mano a mano con otro!

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A veces cruzaba por su ánimo el recuerdaquel desgraciado joven a quien había recicomo madre y arrojado como madrastra.

Un suspiro acabó su pensamiento. De prentró el duque de Orleáns.

––¡Madre mía ––murmuró cerrando aprradamente las puertas––, las cosas no puseguir así!

Ana de Austria fijó en él sus hermosos ojcon dulzura inalterable.

–– ¿De qué cosas queréis hablar? ––le dij–– Quiero hablar de Madame.––¿De vuestra mujer?

––Sí, madre mía.––Apuesto a que ese loco de Buckingha

habrá escrito alguna carta de despedida.––Pues qué, madre querida, ¿creéis que s

te de Buckingham?

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––¿Pues de quién, si no? Porque ese pobven había excitado injustamente vuestras pechas, y yo suponía.. .

–– Madre mía, Madame ha reemplazya al señor de Buckingham.

––Felipe, ¿que estáis diciendo? Habláidemasiada ligereza.––No; Madame se las ha compuesto tan

que estoy otra vez celoso.––¿Y de quién, Dios mío?

––Pues qué, ¿no habéis advertido nada?––No.––¿No habéis observado que el señor de

che está continuamente en su habitación, se separa de su lado?

La reina dio una palmada y se echó a reír––Felipe ––dijo––, esto no es, ya un de

sino una enfermedad.

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––Sea defecto o enfermedad, el caso esufro.

–– ¿Y deseáis que os cure de un mal queexiste en vuestra imaginación? ¿Queréisapruebe vuestros celos cuando no hay el mfundamento para tenerlos?

––Ya vais a principiar con éste de la mmanera que hicisteis con el otro.

––Es que, hijo mío ––dijo con sequedad ina––, lo que hicisteis con el otro volvhacerlo ahora con éste.

El príncipe se inclinó algo picado.––Y si citase hechos ––dijo–– ¿me creerí––Hijo mío, si se tratara de cualquiera otr

sa que no fueran celos, os creería sin necede alegar hechos; pero en esa materia nprometo nada.

–– Lo cual equivale a mandarme a que m

lle y a despedirme sin escucharme.

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–– De ningún modo: sois hijo mío, y ostoda la indulgencia de una madre.

–– ¡Oh! Decid vuestro pensamiento; decijor que me debéis toda la indulgencia qumerece un loco.

––Dejaos de exageraciones, Felipe, y npresentéis a vuestra mujer como un cordepravado...

––¿Mas y los hechos, señora?–– Veamos qué hechos son ésos.

––Esta mañana a las diez había músicla habitación––de Madame. ––No veo eningún mal.––El señor de Guiche estaba conversand

ella. ¡Ah! Se me olvidaba deciros que dhace ocho días la sigue como si fuera su bra.

––Hijo mío, si hicieran algo malo, se ocu

an.

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–– ¡Bueno! ––dijo el duque––. ¡Ahí osraba yo! Acordaos bien de lo que habéicho. Esta mañana, pues, sorprendí a los d

les manifesté mi descontento.––Pues no dudéis de que eso será bas

te; y aun quizá os hayáis adelantado málo conveniente. Estas jóvenes son muy su

tibles, y reconvenirlas por el mal que nohecho, equivale a veces a decirles que lodrían hacer.––Bien, bien; ahora veréis. Retened tamb

que acabáis de decir, señora: “La lección dmañana ha debido bastar, y si hicieran malo se ocultarían.”

––Eso he dicho.

––Pues bien, arrepentido de la precipitacon que procedí esta mañana, y creyendoGuiche estaría de mal humor en su casa, fuhabitación de Madame. ¿Sabéis lo que hNuevos músicos, bailes, y a Guiche oculto

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Ana de Austria frunció el ceño.––Es sorprendente ––dijo––. ¿Qué ha

Madame?––Nada.–– ¿Y Guiche?––Lo mismo... No, ahora recuerdo que t

mudeó ciertas impertinencias.–– ¿Y qué decís de todo eso, Felipe?––Que se han burlado de mí, que Bucking

no era más que un pretexto, y que el verdaresponsable es Guiche.

Ana se encogió de hombros.––¿Y qué?

––Quiero que Guiche salga de mi casa Buckingham, y se lo pediré al rey, a noque...

––A no ser que...

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––Qué vos misma, señora, tan espiritual buena, os encarguéis de la comisión.

––No haré tal.––¡Cómo, madre mía!––Oíd, Felipe, no me hallo dispuesta todo

días a dar disgustos a las personas; tengo c

autoridad sobre estos jóvenes, pero no poprevalerme demasiado de ella sin perdfuera de que nada prueba que el señor de che sea culpable.

––Me ha disgustado..––Eso es cuenta vuestra. .––Bueno, yo sabré lo que he de hacer ––d

príncipe impetuosamente.

Ana le miró con inquietud.––¿Y qué haréis? ––dijo.––Le haré ahogar en mi estanque la prim

vez que le encuentre en casa.

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Y el príncipe, después de lanzar esta fedad, aguardó a ver el efecto que producíareina permaneció impasible.

––¡Bien! ––fue lo único que dijo.Felipe era débil como una mujer y se pu

dar gritos.

––Todos me venden, nadie me quiere; hmi madre se pasa a mis enemigos.–– Vuestra madre ve más lejos que vos, y

excusado aconsejaros cuando no estéis dispto a escuchar sus consejos.

––Iré a ver al rey.––Eso mismo iba a proponeros. Precisam

lo estoy aguardando, pues esta es la hora d

visita; explicaos.Apenas había acabado de hablar, cuando

lipe oyó abrirse con estrépito la puerta dantecámara.

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El miedo le sobrecogió. Se distinguían losos del rey, cuyas plantas hacían crujir lfombra. El duque escapó por una porteci

dejó a la reina con la palabra en la boca.Ana de Austria se echó a reír, y estaba ri

todavía cuando entró el rey.–– Venía a preguntar por la salud ya

quebrantada de la reina, y a anunciar a ésmismo tiempo que estaban terminados losparativos, para el viaje a Fontainebleau.

Al verla reír disminuyó su inquietud, y lrigió la palabra en tono risueño.

Ana de Austria le cogió la mano, y conplacentera:

–– ¿Sabéis ––le dijo––, que tengo a orguser española?

–– ¿Por qué, señora?–– Porque las españolas valen mucho má

las inglesas.

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––No os entiendo.–– Desde que estáis casado, ¿habeis te

que hacer la menor reconvención a la reina––No por cierto.––Y ya lleváis algún tiempo de matrim

Vuestro hermano; por el contrario, hace qu

días que contrajo matrimonio...–– ¿Y qué?–– Y ya se queja de Madame por segunda––¡Cómo! ¿Buckingham aún?––No, otro.––¿Quién?

–– Guiche.––Pues qué, ¿Madame es coqueta?

––Mucho me lo temo.––¡Pobre hermano mío! ––dijo , riendo el

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––¿Según se ve, disculpáis el coquetismo––En Madame sí, porque no es coqueta

fondo.–– Será así; pero vuestro hermano va a p

la cabeza.––¿Y qué pretende?

–– Quiere ahogar a Guiche.––Algo violento me parece eso.––No lo toméis a broma; Felipe está d

perado. Buscad algún medio.–– ¿Para salvar a Guiche? Con mucho gu––¡Oh! Si vuestro hermano os oyese, con

ría contra vos como vuestro tío Monsieur

ntra el rey ,vuestro padre.––No; Felipe me quiere mucho, y yo quiero menos; viviremos como buenos am¿Qué quiere en último resultado?

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–– Que impidáis, a Madame ser coqua Guiche ser amable.

–– ¿Sólo eso? ¡Muy alta idea tiene fda Felipe del poder real! ... ¡Corregir a mujer!.... Si todavía fuese a un hombre, p

––¿Y de qué modo os compondríais?

––Con sólo decir una palabra a Guiche, qmozo de talento, le persuadiré.–– ¿Pero y a Madame?––Eso es más difícil; seguramente no ba

una palabra. Compondré una homilía, y spredicare de cabo a rabo.––Es que la cosa urge.––No lo descuidaré, confiad. Precisamen

nemos baile después de comer.–– ¿Y pensáis predicar bailando?–– Sí, señora.

––¿Me prometéis convertirla?

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–– Extirparé la herejía por la persuasipor el fuego.

––¡Enhorabuena! No me mezcléis en de esto. Madame no me lo perdonaría evida, y, al fin y al cabo, tengo que vivir conuera.––Señora, el rey lo toma todo a su cargo…––En verdad que ahora reflexiono...–– ¿Qué?

–– Si sería, quizá mejor ir a buscar a

dame en su cuarto.––Es algo solemne..

––Sí, mas la solemnidad no sienta mal predicadores, y luego el violín del baile smería la mitad de mis argumentos. Ademátrata de impedir alguna violencia de mi heno.. Más vale un poco de precipitación... Madame en sus habitaciones?

––Creo que sí.

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–– ¿Tenéis a bien hacerme una exposicióagravios?.

–– Os lo diré en pocas palabras: música ptua..., asiduidad de Guiche...; sospechas dpujos y confabulaciones. ..

–– ¿Y pruebas?

––Ninguna.––Bien: voy a ver a Madame.Y el rey se puso a mirar en los espejos s

llante traje y su rostro, que resplandecía no

nos que sus diamantes.––Que procuren alejar a mi hermano ––di––¡Oh! El fuego y el agua no se huyen

mayor violencia.–– Eso me basta. Madre mía, bésoos la

nos, que son las más lindas de Francia.––Que salgáis bien con vuestra empres

ñor. . . Sed el pacificador del matrimonio.

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––Ya veis que no empleo embajador ––reLuis––. Es decir, que tendré éxito.

Salió riendo, y por el camino, fue limpiánel polvo con minucioso esmero.

CVI

EL MEDIADOR

Al presentarse el rey en el cuarto de Madtodos los cortesanos, que a la noticia de la na conyugal, se habían diseminado porhabitaciones, principiaron a concebir los serios temores.

Ibase así formando por este lado una temtad, cuyos elementos analizaba el caballerLorena en medio de los grupos, ya aumentalos más débiles, o ya dirigiendo, según susversas inclinaciones, los más fuertes, a fcausar todo el daño posible.

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Según lo había anunciado Ana de Austripresencia del rey dio un carácter solemnacontecimiento.

No era cosa de poca entidad, en 1662, elcontento de Monsieur contra Madame y ltervención del rey en los asuntos domésticoMonsieur.

De suerte que, desde el primer momentvio a los más atrevidos que rodeaban al cde Guiche, alejarse de él con una especespanto; y el mismo conde, participando

pánico general, se retiró solo a su cuarto.El rey entró en la habitación de Madamludando como de costumbre. Las camarhabíanse colocado en fila a su paso por la ría.

Por muy preocupado que estuviera Su Msatd, no dejó de echar una mirada de amaquella doble fila de mujeres jóvenes y hesas que bajaban modestamente los ojos.

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Todas se pusieron encendidas al sentir larada del rey. Tan sólo una, cuyos largos cllos caían en sedosos bucles sobre el cutis

hermoso del mundo, estaba pálida y caspodía sostenerse a pesar de los codazos dcompañera.

Era La Vallière, a quien Montalais apunta

de aquel modo inspirándola por lo bajo el vde que ella estaba tan abundantemente prota.

El rey no pudo menos de volver la cara

das las frentes, que estaban ya levantadas,vieron a bajarse; sólo la cabeza rubia maneció inmóvil, como agotada toda la fueinteligencia que le quedara.

Al entrar Luis en la habitación de Madencontró a su cuñada medio recostada sobralmohadones de su gabinete. Levantóse queta, e hizo una profunda reverencia, baceando algunos cumplidos sobre el honor

recibía.

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Luego volvió a sentarse, vencida por unabilidad, afectada sin duda, porque un deliccolorido animaba sus mejillas, y sus ojos,

vía enrojecidos por algunas lágrimas verrecientemente, no despedían más que fuegoCuando el rey estuvo sentado y observó,

aquella seguridad que le caracterizaba, el

orden de la habitación y el no menor del blante de Madame, tomó un aire jovial.––Hermana mía ––le dijo––, ¿a qué hor

seáis que ensayemos hoy el baile?

Madame, sacudiendo lenta y lánguidamsu encantadora cabeza:––¡Ah, Majestad! ––exclamó––. Dignaos

sarme para ese ensayo; precisamente iba a

sar recado a Vuestra Majestad para decirleme sería imposible asistir hoy.––¡Cómo! ––dijo el rey con moderada s

sa––. ¿Estáis indispuesta, hermana mía?

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––Sí, Majestad.––Entonces voy a hacer que llamen a vue

médicos.––No, porque nada pueden hacer los méd

para mi mal.–– ¿Me asustáis?

––Majestad ––dijo ella––, deseo solicitartro permiso de regresar a Inglaterra.El rey hizo un movimiento.––¡A Inglaterra! ¿Reflexionáis bien lo qu

cís, señora?––Lo digo a pesar mío, Majestad ––repu

nieta de Enrique IV con resolución, hacibrillar al mismo tiempo sus hermosos ojogros––. Siento hacer confidencias de tal gépero soy muy desgraciada en la corte de Vtra Majestad, y deseo volver al lado de mi lia.

–– ¡Señora!

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Y el rey se acercó.–– Escuchadme, Majestad ––continuó la

tomando sobre su interlocutor el ascendique le daban su belleza y su naturaleza nesa––; yo estoy acostumbrada a sufrir. ––Jtodavía, me he visto humillada y desdeñad¡Oh! No digáis que no ––repuso la joven

una sonrisa.El rey se ruborizó.––Entonces ––dijo––, pude creer que Di

tenía señalado ese destino, a mí, hija de unpoderoso; pues habiendo Dios permitido mi padre muriese desgraciadamente, biendía temer que quisiera abatir en mí el orgMucho he sufrido y mucho he hecho sufrirmadre; pero he jurado que si alguna vez. lra a verme en una posición independiente,cuando fuera sólo la de la obrera del pueque gana el pan con su trabajo; no sufrirmenor humillación. Ese día ya ha llegado

recuperado la posición debida a mi clase y

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nacimiento, he subido hasta las gradas delno, y he debido creer que aliándome a un cipe francés, hallaría en él un pariente, un

go, un igual mío; pero voy viendo que sóencontrado un amo, y esta idea me irrita, jestad.. . Mi madre nada sabrá, Voquien respeto y a quien... amo...

El rey estremecióse; ninguna voz había gado así su oído.––Vos, Majestad, que todo lo sabéis, ya

habéis venido a verme, tal vez me compren

Si no hubieseis venido, hubiera yo acudivos. Lo que deseo es la autorización para charme libremente. Ahora dejo a vuestracreción el cuidado de disculparme y prgerme.

––¡Hermana mía, hermana mía! ––balbucrey, abrumado por aquel rudo ataque¿Habéis meditado bien la enorme dificuque ofrece vuestro proyecto?

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–– Majestad, yo no reflexiono; siento. dome atacada, rechazo el ataque por instnada más.

––¿Pero qué os han hecho? Veamos.La princesa, con esa maniobra tan peculi

las mujeres, acababa de evitar toda reconción formulando otra más grave; de acusadconvertía en acusadora. Este es un signo inble de culpabilidad; pero de este mal evidlas mujeres, aun las menos diestras, saben spre sacar partido para vencer.

El rey no advirtió que había venido a vMadame para decirle: “¿Qué habéis hechohermano?” Y ahora se veía reducido a deci

–– ¿Qué os han hecho?

––¿Qué me han hecho? ––repuso Madam¡Oh! ¡Es preciso ser mujer para comprendMajestad! ¡Me han hecho llorar!

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Y con un dedo que no tenía igual en delicza y blancura nacarada, mostraba unos brillantes, anegados en lágrimas, que p

cipiaban a correr de nuevo.–– ¡Por Dios, hermana mía! ––dijo e

aproximándose para tomarle una mano, ella le abandonó lánguida y palpitante.

–– Majestad, hace poco que me han pride la presencia de un amigo de mi hermMilord de Buckingham era para mí un huésimpático y jovial, un compatriota que co

mis gustos e inclinaciones, diría; casi un pañero, pues hemos pasado juntos muchoas, con otros compañeros nuestros, en mismosas aguas de Saint James.

––¡Pero, hermana mía, Villièrs estaba enrado de vos!

–– ¡Pretextos! ¿Qué importa ––dijo seriamla joven–– que monseñor de Buckingham viese o no enamorado? ¿Es acaso peligroso

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mí un hombre enamorado?... ¡Ah, Majestadbasta que un hombre ame.

Y sonrió con tal gracia y ternura, que esintió latir y desfallecer el corazón en el pe

––Pero, ¿y si mi hermano estaba celosinterrumpió el rey.

––Bueno, admito eso, es una razón; y hapulsado a Buckingham.–– ¡Expulsado! ...–– ¡Oh, no! Expulsado, extrañado, des

do, si así lo queréis, Majestad. Uno dprimeros caballeros de Europa se ha vprecisado a abandonar la corte del reyFrancia, la corte de Luis XIV, como un vipor la bagatela de una mirada o un ramilEso es poco digno de la corte más galPerdón, Majestad, olvidaba que al hablaatento a vuestro poder soberano.

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–– No, por mi honor, hermana mía, no fuquien despidió al señor de Buckingham.hombre que me agradaba mucho.

––¿No fuisteis vos? ––exclamó hábilmMadame––. ¡Ah! ¡Tanto mejor!

Y acentuó el tanto mejor, como si en lugesa frase hubiera pronunciado tanto peor.

Hubo un silencio de algunos minutos.––Habiendo marchado el señor de Buck

ham (y ya sé por qué y quién le hizo salir),haber recobrado la calma... Y no... Ahoramos con que Monsieur encuentra otro prety sucede...

–– Sucede ––dijo el rey alegremente–– qpresenta otro al puesto, y nada hay más natSois bella, señora, y siempre tendréis quieame.

––Entonces ––murmuró la princesa–– ¿mré condenada a estar sola siempre? ¡Oh, e

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lo que se quiere, y eso es lo que se me prePero, no, prefiero volver a Londres. Allí, menos, me conocen y me quieren, y sí qu

dré tener amigos sin temor de que se atrevcalificarlos de amantes...–– ¡Bah! ¡Esa sospecha es indigna, y

cho más por parte de un gentilhombre!

–– Monsieur ha perdido todo en mi estu desde que le he conocido, desde que sha revelado como el tirano de una mujer.

–– ¡Vaya! Mi hermano sólo es culpabamaros.–– ¡Amarme! ¡Monsieur amarme!... ¡Ah

jestad...

Y se echó a reír a carcajadas.––Monsieur no amará jamás a una muje

continuó––, porque se ama demasiado mismo; no desgraciadamente para mí, M

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sieur es de los celosos de peor especie: csin amor.

–– Confesad, sin embargo ––dijo el reyprincipiaba a animarse con aquella convción ardiente y variada––, confesad que el de Guiche os ama.

––Majestad, nada sé.––Debéis de verlo. Un hombre que am

traiciona.––Es que el señor de Guiche no se ha tr

nado, Majestad.–– ¡Hermana mía, hermana mía, defen

al señor de Guiche!–– ¡Yo! ¡Defenderle yo!... ¡Oh! Majest

lo faltaba a mi infortunio que vos tambiégáseis a concebir sospechas.––No, señora, no ––replicó vivamente el

. No os aflijáis...

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––¡Oh! ¡Se os saltan las lágrimas! ... ¡Potranquilizaos!

La princesa lloraba, no obstante, y coabundantes lágrimas por sus manos.

El rey cogió una de aquellas manos y auna dé sus lágrimas. Madame le miró con tmelancolía y ternura, que le llegó al corazó

––¿De modo que nada tenéis con Guichdijo el rey con más ansiedad de la que conva su papel de mediador.

––Nada absolutamente, Majestad.––Así, ¿podré tranquilizar a mi hermanó?––¡Ay! Nada le tranquilizará, Majestad

creáis que esté celoso; no ha sido más sino

Monsieur ha escuchado perversos consejsu carácter es naturalmente inquieto.––Nada tiene de extraño que lo esté con v

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Madame bajó los ojos y calló. El rey hpropio, teniendo siempre asida la mano de dame.

Aquel silencio de un minuto duró un sigloMadame retiró suavemente la mano, se

ya del triunfo. El campo de batalla había dado por ella.

––Monsieur se lamenta ––dijo tímidamenrey–– de que preferís a su conversación y sdad, amistades particulares.

––Majestad, Monsieur pasa la vida en templarse al espejo y maquinar indignidcontra las mujeres con el caballero de Lore

–– ¡Oh! Vais demasiado lejos.

––No digo más que la verdad. Observaveréis si tengo razón.––Observaré. Pero, entretanto, ¿qué s

facción podré dar a mi hermano?

––Mi partida.

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–– ¿Todavía repetís esa palabra? ––excimprudentemente el rey, como si creyeraen los últimos diez minutos debía hab

operado tal cambio, que Madame no pudseguir con la misma idea.––Majestad, no puedo ser feliz aquí –

Madame––; el señor de Guiche incomo

Monsieur. ¿Será cosa de que le hagan matambién?–– Si es necesario, ¿por qué no? ––re

sonriendo Luis XIV.

––Pues bien, después del señor de che... a quien os advierto, Majestad; que ré de menos...

––¡Ah! ¿Le echaréis de menos?

––Sí por cierto; es amable, me pramistad y sabe distraerme.

––¡Ah! ¡Si Monsieur os oyese! ––mupicado el rey––. ¿Sabéis que no me encar

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entonces de reconciliaros ni lo intentaríquiera?

––Y, en el estado en que se hallan las cMajestad, ¿podéis impedir que Monsieurga celos el primero que se presente? Bique el señor de Guiche no es un cualquier–– ¡Aun con esa! Os prevengo que,

buen hermano, me haréis cobrar horror al sde Guiche.––¡Ah, Majestad!, ––exclamó Madame–

ruego que no os revistáis de las simpatías nlos odios de Monsieur; sed siempre rey, mejor para vos y para todo el mundo.

–– Sois una burlona encantadora, señocomprendo perfectamente que os adoren h

los mismos de quienes os burláis.––Y sin duda por eso, Majestad, vos, a

hubiera tomado por defensor mío, vais a pros del lado de los que me persiguen ––

Madame.

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––¡Yo perseguiros! ¡Dios me libre!–– Entonces ––continuó lánguidament

princesa–– concededme lo que os he pedido––¿Qué?–– Regresar a Inglaterra.––¡Oh! ¡Eso, nunca! ¡Nunca! ––exclam

XIV.–– ¿De modo que estoy prisionera?

preguntó Madame.––En Francia, sí.––¿Y qué he de hacer, entonces?––¿El qué, hermana mía? Voy a decíroslo––Escucho a Vuestra Majestad como hum

servidora.––En vez de entregaros a intimidades un

inconsecuentes, en lugar de alarmarnos vuestro aislamiento, dejaos ver siempre e

nosotros, no nos abandonéis; vivamos en f

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lia. Confieso que el señor de Guiche es ammas, al fin, si no poseemos su talento.. .

––¡Oh, Majestad! Bien sabéis que os hamodesto.

––No, os lo juro. Puede ser uno rey y coque tiene menos probabilidades de agradartal o cual gentilhombre.

––Yo juro, en cambio, que no creéis una bra de cuanto estáis diciendo, Majestad.

El rey miró a Madame tiernamente.

–– ¿Queréis prometerme una cosa? ––dijo––¿Qué?––No perder en vuestro gabinete, con p

nas extrañas, el tiempo que debéis dedicarnosotros. ¿Queréis que hagamos contra elmigo común una alianza ofensiva y defensi

––¿Una alianza con vos, señor?

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––¿Y por qué no? ¿No sois acaso una pcia?

––¿Pero vos, Majestad, seréis un aliado fi––Ya lo veréis, señora.––¿Y desde qué día empezará esa alianza––Desde hoy.––Pues yo redactaré el tratado.––¡Muy bien!––¿Y lo firmaréis?

––Ciegamente.–– ¡Oh! Entonces, Majestad, os promet

ravillas; pues sois el astro de la Corte, y cuos presentéis...

––¿Qué?––Todo resplandecerá.

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––¡Oh! Señora, señora ––dijo Luis XIV–sabéis que toda luz viene de vos, y que si el sol por divisa, no es más que un emblem

–– Majestad, veo que aduláis a vuestra aleso me hace suponer que tratáis de engaña–dijo Madame amenazando al rey con. suvieso dedo.

––¡Cómo! ¿Suponéis que trato de engacuando os aseguro de mi afecto?––Sí.––¿Y qué os hace sospechar?––Una cosa.––¿Una sola?––Sólo una.–– ¿Y cuál? Porque mucha desgracia serí

no pudiera triunfar de una sola cosa.––Es que esa cosa no está en vuestro p

Majestad, ni siquiera en el de Dios.

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––¿Y qué cosa es ésa?––El pasado.

–– Señora, no os comprendo ––replicó eprecisamente porque había comprendido masiado bien. La princesa le cogió la mano

––Majestad ––dijo—, he tenido la desgra

desagradaros tanto tiempo, que casi hoycreo con derecho a preguntarme cómo hapodido aceptarme por cuñada.

––¡Desagradarme vos!

––No lo neguéis. Permitidme.––No; no; me acuerdo muy bien.––¡Nuestra alianza principia desde hoy

exclamó el rey con un calor que no era simdo–– De consiguiente, ni vos os acordáipasado, ni yo tampoco; para mí no existeque el presente. Lo tengo a la vista; mirad.

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Y llevó a la princesa delante de un esdonde se vio sonrojada y bella, capaz de hsucumbir a un santo.

–– De todos modos ––dijo Madame––, nesta alianza muy sólida.

–– ¿Queréis que jure? ––preguntó el rey,tornado por el giro voluptuoso que tomó aquella conversación.

––¡Oh! No rechazo un buen juramento –Madame––. Siempre es una apariencia de ridad.

El rey arrodillóse sobre una losa, y cogmano de Madame.

La princesa, con sonrisa que un pintor nbría reproducir y un poeta sólo imaginaabandonó sus manos, en las cuales ocultó esu ardorosa frente.

Ni uno ni otro pudieron encontrar palabrguna que decirse. El rey sintió que Mad

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retiraba sus manos rozándole suavementemejillas.

Luis se levantó al punto y salió de la hación:

Los cortesanos advirtieron su rostro rubido, y dedujeron que la escena había sidorrascosa.

Pero el caballero de Lorena se apresuró cir:

–– ¡Oh! No, señores, tranquilizaos. CuSu Majestad se irrita, se pone pálido.

CVIILOS CONSEJEROS

El rey dejó a Madame en tal estado de ación, que apenas habría podido explicárselomismo.

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No es posible, en efecto, explicar el juegcreto de esas extrañas simpatías que se enden súbitamente y sin causa entre dos c

zones predestinados a amarse; después degos años transcurridos en la mayor calma la mayor indiferencia.

¿Por qué motivo Luis en otro tiempo h

desdeñadoy hasta casi aborrecido a Mada¿Por qué encontraba ahora a esa misma mtan linda y encantadora, y por qué le ocupaimaginación de una manera tan viva? ¿PorMadame, en fin, cuyas miradas y cariño solicitados por otro, concedía al rey, hacía días, esas apariencias de favor que hacenponer mayores intimidades?

No es que Luis se propusiese un plan dducción; el vínculo que unía a Madame cohermano, era, o le parecía a lo menos, unrrera insuperable, y se hallaba demasiado aún de esa barrera, para acordarse siquierque existiese. Pero en la pendiente de esa

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siones que embriagan el corazón, y hacicuales nos impulsa la juventud, nadie pudecir el punto en que se detendrá, ni aun a

que haya calculado de antemano todas las babilidades de triunfo o caída.Respecto a Madame, no es difícil explic

inclinación hacia el rey: era joven, coqu

apasionada por inspirar admiración.Era una naturaleza de arranques impetuocapaz en un teatro de caminar sobre brastrueque de arrancar un grito de aplauso a

espectadores.No era, por tanto, sorprendente que guardla debida progresión, después de haber adorada por Buckingham y Guiche, que erperior a Buckingham, aun cuando no fueseque por el gran mérito, tan apreciado demujeres, de la novedad; no era, pues, prendente, decimos, que la princesa elevarambición hasta ser admirada por el rey;

era, no sólo el primer personaje del reino,

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uno de los hombres más gallardos y espirles.

En cuanto a la súbita pasión de Luis haccuñada, la explicaría la fisiología por medtrivialidades, y la naturaleza por algunas deafinidades misteriosas. Madame tenía los hermosos ojos negros, Luis los más herm

ojos azules del mundo. Madame era risueexpansiva, Luis melancólico y reservado. Allas dos naturalezas opuestas, que enconbanse por primera vez en el terreno de un rés y de una curiosidad común, se habíanflamado al contacto de sus mutuas aspereza

Luis volvió a sus habitaciones convencidque Madame era la mujer más seductora dcorte. Madame, que quedó sola, pensó, gran alegría, que había causado en el reyviva impresión.

Pero este sentimiento debía en ella ser pamientras que en el rey no podía menos de o

con toda la viveza natural al espíritu inflam

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de un joven, y de un joven que no teníaque querer para ver ejecutada su voluntad.

El rey anunció a Monsieur que todo espacificado, que Madame le profesaba el mrespeto, el cariño más sincero, pero que ercarácter altivo y susceptible, que debía sernejado con alguna cautela.

Monsieur replicó entonces, en el tono dulce que solía usar ordinariamente conhermano; que no podía explicarse las suscbilidades de una mujer cuya conducta p

dar lugar a censura, y que, si alguno tenía dcho a resentirse, a nadie más que a él le copondía este derecho.

Mas entonces el rey replicó en un tono bate vivo y que probaba todo el interés qutomaba por su cuñada.

–– Madame está por encima de las ceras, a Dios gracias.

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––De los demás, sí, convenido ––dijo sieur–– pero supongo que no de las mías.––Pues bien ––repuso el rey––, a vos, h

no mío, os diré que la conducta de Madammerece censura. Convengo en que es unajer, si se quiere, algo distraída y particular,de los mejores sentimientos. No siempr

comprende bien en Francia el carácter inhermano mío, la libertad de las costumbreglesas sorprende muchas veces a aquellosno saben cuánta inocencia existe en esa mlibertad.

–– ¡Ah! ––dijo Monsieur cada vez mcado––. Ya que Vuestra Majestad absuemi esposa, a quien yo acuso, deja mi esde ser culpable y nada tengo que decir.

––Hermanó mío ––repuso con vivezrey, a quien la voz de su conciencia le dpor lo bajo que Monsieur no dejaba de razón––, hermano mío, lo que digo, y s

todo, lo que hago, es por vuestra dicha

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sabido que os habíais quejado de una falconfianza o de miramiento de parte de dame, y no quise que vuestra inquietud

prolongara por más tiempo, y porque esber mirar por vuestra casa como por lamás humilde de mis súbditos, me he inmado, y he visto con el mayor placer vuestras alarmas eran infundadas.––Y lo que V. M. ha reconocido con resp

Madame, ––prosiguió Monsieur en tono irogativo y fijando los ojos en su hermano–ha comprobado también respecto de aquque han sido causa del escándalo de quequejo?

–– Es verdad, hermano mio ––dijo el rey–cuidaremos de eso. Estas palabras encerruna orden y un consuelo al mismo tiemppríncipe lo conoció y se retiró. En cuanto afue a buscar a su madre, pues conocía que precisión de una absolución más completala que acababa de recibir de su hermano.

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Ana de Austria no tenía respecto de monsde Guiche iguales motivos de indulgenciarespecto a Buckingham. A las primeras

bras, advirtió que Luis no se hallaba dispua mostrarse severo, y lo fue ella.Era una de las astucias habituales de la r

para llegar a inquirir la verdad. Pero Luis n

hallaba ya en su aprendizaje; llevaba casaño de rey, y en ese año había aprendido simular.

Escuchando a Ana de Austria, para de

desarrollar todo su pensamiento, y asintiensus ideas con la mirada solamente o con elto, se convenció, por algunas miradas prodas y por ciertas insinuaciones hábiles, qreina, tan perspicaz en materia de galanthabía si no adivinado, sospechado por lo nos, su debilidad hacia Madame.

De los auxiliares de Luis, debía. ser AnAustria el más importante, así como habría

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el más peligroso de sus enemigos; por siguiente, Luis XIV mudó de táctica.

Echó la culpa a Madame, absolvió a Msieur, y escuchó lo que su madre decía de che, del mismo modo que había escuchadque le dijo de Buckingham. Por fin, cuandque la reina creía haber conseguido sobre é

victoria completa, se marchó.Toda la Corte, es decir, todos los favoripalaciegos, que no eran pocos, se reunieronla noche para la repetición del baile.

Este intervalo lo había empleado el pobrGuiche en recibir algunas visitas.En el número de éstas había una que espe

y temía casi en igual grado, y era la del cab

ro de Lorena, que hacia las tres de la tarde en la habitación de Guiche.Su aspecto era de los más propios para

quilizar.

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–– Monsieur–– dijo a Guiche–– está dhumor excelente, y nada parece anunciar quhaya presentado la más ligera nube en el h

zonte conyugal.Además, ¡era Monsieur tan poco rencorosHacía mucho tiempo que el caballero de

rena tenía dicho en la Corte muchas vecesde los dos hijos de Luis XIII, era Monsique había heredado el carácter del padre, cter incierto e irresoluto, bueno en ocasimalo en el fondo, pero nulo para sus amigo

Había animado precisamente a Guihaciéndole ver que Madame llegaría popoco a dominar a su marido, y que, por cguiente, se haría dueño de Monsieur aquellograra ganarse la voluntad de Madame.

A eso había respondido Guiche con granconfianza y no menor presencia de espíritu

—Sí, caballero; más considero a Madam

mamente, peligrosa.

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––¿Por qué razón?–– Porque ha conocido que Monsieur no

carácter muy apasionado por las mujeres.–– Es verdad ––dijo riendo el caballero.––De modo....–– ¿Qué?––Que ha elegido al primero que ha lleg

para hacer de él objeto de preferencia y exlos celos de su esposo.

–– ¡Grande! ¡Grande! ––exclamó el caro de Lorena.

––¡Verdad! ––repuso, Guiche. Y ni uotro decían lo que pensaban.

Al propio tiempo que Guiche atacaba demodo el carácter de Madame, le pedía riormente perdón con toda su alma.

Lorena, al paso que admiraba la penetrade Guiche, conducíale con los ojos cerrad

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precipicio, entonces Guiche le preguntó directamente sobre el efecto que había caula escena de la mañana, y más aún la escen

la comida.––Ya os he dicho que reímos ––repuso

ballero de Lorena––, y Monsieur el primero–– No obstante ––se aventuró a decir

che––, me han hablado de una visita del Madame.––¡Justamente! Como Madame era la

que no rió, el rey pasó a sus habitacioneshacerla reír...––De modo que...–– Nada ha variado en las disposiciones

día.––¿Y se repetirá el baile esta noche?–– Sin duda.

–– ¿Lo sabéis de positivo?

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–– Lo sé.En este punto de la conversación, Raúl

con el ceño fruncido. El caballero, que le saba, como a todo carácter noble, una seaversión, se levantó apenas le vio aproxima

––¿Qué me aconsejáis, pues?... ––preGuiche al caballero.

––Que durmáis tranquilo, mi querido con––Y yo, Guiche ––dijo Raúl––, os dar

consejo enteramente contrario.

––¿Cuál, querido?––El de montar a caballo y marchaos a

quiera de vuestras posesiones. Luego que eallí, si deseáis seguir el consejo del caballe

Lorena, podréis dormir todo el tiempo ytoda la tranquilidad que os parezca.–– ¿Y a qué marcharse? ––exclamó el ca

ro aparentando sorpresa––. ¿Qué motivos

Guiche para huir?

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––Porque todo el mundo, y nadie mejorvos debe saberlo, habla ya de cierta escenase dice haber sucedido entre Monsieur y

che.Guiche perdió el color.––No hay tal ––repuso el caballero––; m

rece que estáis mal informado, señor de Blonne.

––Estoy perfectamente enterado, caballereplicó Raúl––, y el consejo que doy a Guiun consejo de amigo.

Guiche, sobresaltado algún tanto, no hmas que mirar alternativamente a sus dos sejeros.

Conocía instintivamente que en aquel insiba a decidirse algo importante para el restsu vida.

––¿No es cierto ––dijo el caballero interpdo al conde––, no es cierto, Guiche, que la

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na no fue tan borrascosa como parece presel señor vizconde de Bragelonne, que, porparte, tampoco la presenció?

––Caballero ––insistió Raúl––, borrascno, no es precisamente de la escena de lo qhablo, sino de las consecuencias que puedner. Sé que Monsieur ha amenazado; sé

Madame ha llorado.–– ¡Lloró Madame! ––murmuró imprudmente Guiche juntando las manos.

–– ¡Calla! ––dijo riendo el caballero––. una circunstancia que no sabía, veo que emejor informado que yo, señor de Bragelon

––Por lo mismo que estoy mejor enteradsisto en que Guiche se aleje..

––Pero yo creo que no, y siento no sevuestra opinión; señor vizconde; considerútil ese alejamiento.

–– Yo lo creo urgente.

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––Pero, ¿por qué alejarse?––¿Y el rey?

–– ¡El rey! ––exclamó Guiche. ––Sí, tque el rey toma a pecho la cosa.–– ¡Bah! ––dijo el caballero––. El rey q

Guiche, y sobre todo a su padre; pensad q

el conde partiera daría a entender que halgo de reprensible.––¿Cómo?–– Cuando alguien huye es culpable o

miedo.––O que está resentido, como hombre a

do injustamente ––dijo Bragelonne––. Demsu ausencia el carácter del resentimiento, lo

nada me parece más fácil; diremos que hehecho los dos todo lo posible por retenerle,esto, a lo menos, vos no mentiréis. ¡Vamomos, Guiche! Sois inocente, y como tal, la

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na de hoy ha debido lastimaros. MarchGuiche, marchaos.

––No, Guiche, quedaos ––contestó Lorequedaos, precisamente, como decía el señoBragelonne, porque sois inocente. Otra vepido perdón, vizconde; mas soy de contparecer al vuestro.

––Estáis en vuestro derecho, caballero, tened presene que el destierro que Guichimponga a sí mismo, será un destierro de cduración, que podrá hacer cesar cuando gu

y al volver de un destierro voluntario, entrará la sonrisa en la boca de todos, mienque, al contrario, un arrebato de mal humoel rey, puede acarrear una tempsetad, ctérmino nadie es capaz de prever.

El caballero sonrió.––¡Eso es, pardiez, lo que quiero! ––ex

por lo bajo y para sí. Y al mismo tiempo scogía de hombros.

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Este movimiento no escapó al conde, y tque si abandonaba la Corte se atribuyemiedo.

––¡No, no! ––exclamó—. Estoy decididquedo, Bragelonne.

––Miro que te profetizo una desgracia, G––dijo melancólicamente Raúl.

––Yo no, y también me tengo por proquedaos, conde; quedaos: ¿Estáis seguro dese verifica el baile? ––preguntó Guiche.

–– Absolutamente.––Pues bien, ya lo veis, Raúl ––replicó G

esforzándose por reír––, no puede ser somni estar muy preparada para discordias testinas una corte en donde se baila con tafición. ¿Qué decís a eso, Raúl?

Raúl meneó la cabeza.––Nada tengo que decir ––replicó.

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––De todos modos ––inquirió el caballeroel deseo de saber dónde había tomado Runos informes, cuya exactitud no podía m

de reconocer interiormente––, de todos moseñor vizconde, ¿cómo es posible que emejor informado que yo, que soy una depersonas que tienen mayor intimidad copríncipe? .

––Señor ––replicó Raúl––, ante semejantnifestación, nada tengo que responder. Síbéis estar perfectamente informado, lo nozco, y como todo hombre de honor es paz de decir otra cosa de la que sabe, yhablar de distinto modo a como piensa, mis labios, me doy por vencido, y os decampo de batalla.

Y, en efecto, Raúl, como si no desearaque reposo, se dejó caer en un gran sillón, mtras el conde llamaba a sus sirvientes parale vistiesen.

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El caballero veía que el tiempo iba pasandeseaba marcharse; pero temía también Raúl se quedara sólo con Guiche, y, le deci

a cambiar de propósito.Entonces echó mano del último recurso.––Madame estará encantada ––dijo––; h

prueba su traje de Pomona.––¡Ah! ¡Es verdad! ––exclamó el conde.––Sí, sí ––continuó el caballero––; aca

dar sus órdenes para ello. Ya sabréis, señoBragelonne, que el rey representará la Prvera.

––Será admirable ––dijo Guiche––, y ésamejor razón de todas para quedarme: comofiguro a Vertumno, y tengo que hacer el con Madame, no puedo partir sin una ordenrey, porque entonces descompondría el bail

––Y yo ––dijo Lorena––, voy de simplpán; cierto, es que soy mal bailarín y que t

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la pierna poco formada. Señores, hasta la vNo olvidéis la cestita de frutas que tenéisofrecer a Pomona, conde.

–– ¡Oh! Nada olvidaré, no tengáis cui–– dijo transportado Guiche.

––Estoy seguro de que ya no se marc––murmuró al salir el caballero de LorenaRaúl, a pesar de haberse quedado sola

Guiche, no trató siquiera de disuadir a su go, porque conoció que sería trabajo perCon todo, no pudo menos de decirle conmelancólica y melodiosa:

––Conde, os veo entregado a una pasiórrible. Os conozco, sé que sois extremadtodo, y la que amáis lo es también... Pues

supongamos por un instante que ella os lla amar...–– ¡Oh!' Nunca ––exclamó Guiche.––¿Por qué decís nunca?

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––Porque sería una terrible desgracia pardos.

––Entonces, querido, permitidme que ende teneros por imprudente os mire como loco.

––¿:Por qué?

––Vamos a ver, habladme sinceramente.,táis bien seguro de no desear cosa alguna mujer que amáis?

––Lo estoy.

–– Entonces, amadla desde lejos.––¿Cómo?

––¿Qué puede importaros su ausencia presencia, cuando nada deseáis? Amad untrato, un recuerdo.

––¡Raúl!––Amad una sombra, una quimera; amad

una palabra, el amor, poniendo un nomb

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vuestra idealidad. ¿Volvéis la cabeza? Vuecriados llegan, no digo nada más. Tanto eprosperidad como en la desgracia, contad

migo Guiche.–– ¡Diablo! ¡Claro que sí!––Pues bien, he aquí lo que tenía que

ros. Vestíos cuidadosamente, Guiche: vecon esmero.. ¡Adiós!––¿No venís al baile, vizconde?––No, tengo que hacer una visita en la ciu

¡Hasta la vista, Guiche!Era la reunión en las habitaciones del rey.Las reinas primero, luego Madame, con

nas camaristas y varios cortesanos, todas

sonas escogidas, preludiaban los ejerciciobaile con pláticas como las que se sabían blar en aquel tiempo.

Ninguna de las damas convidadas llevab

traje con que se había de presentar el día

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fiesta, según lo había anunciado el caballeLorena; pero hablábase mucho de ricos e niosos caprichos, dibujados por varios pin

para el baile de los semidioses. Así se llamlos reyes y reinas de que iba a ser panteón tainebleau.

Monsieur entró llevando en la mano el di

que representaba el personaje de su electenía todavía el ceño algo fruncido; pero eludo que hizo a la joven reina y a su madrmuy cortés y afectuoso. Saludó casi cabalcamente a Madame, y giró luego sobre sulones. Aquel gesto y aquella frialdad funotados.

El señor de Guiche indemnizó a la princon una mirada ardiente; y Madame, precidecirlo, levantando los párpados, le copondió con usura.

Necesario es decir que jamás había esGuiche tan hermoso, y que la mirada de

dame había iluminado en cierto modo el

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blante. del hijo del mariscal de Grammoncuñada del rey sentía zumbar la tempestadbre su cabeza, y conocía también que en

día, tan fecundo en acontecimientos, habímetido una injusticia, ya que no una graveción, con el hombre que la amaba con delirio.

Parecíale llegado el momento de dar untisfacción al pobre sacrificado por la injude la mañana. El corazón de Madame habentonces, y en nombre de Guiche. El condase compadecido sinceramente, y por lo tse llevaba la palma sobre todos.

No era ya cuestión de Monsieur, del reymilord de Buckingham. Guiche en aquelmento reinaba de manera absoluta.

Sin embargo, Monsieur estaba hermoso bién; pero no tenía comparación con el coSabido es, y todas las mujeres lo dicen, qusiempre una diferencia enorme entre la be

del amante y la del marido.

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Ahora bien, en aquella ocasión, con la sde Monsieur, con el saludo cortés y afectque hizo a la reina joven y a la reina madre

rápido y caballeresco que dirigió a Madcosa que advirtieron todos los cortesanosdos estos motivos reunidos concedían la veal amante sobre el esposo.

Monsieur era un personaje demasiado eldo para notar este pormenor. No hay cosaeficaz como la idea de la superioridad paragurar la inferioridad del hombre que tieneconcepto de sí mismo.

Llegó el rey. Todo el mundo se apresuadivinar los sucesos en aquella mirada principiaba a conmover el mundo como etrecejo de Júpiter Tonante.

Luis no tenía nada de la tristeza de su heno; estaba radiante. Examinó la mayor parlos dibujos que le presentaban a porfía, diosejos, hizo observaciones, y dejó a unos d

sos y a otros desgraciados con una sola pal

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De pronto, su mirada, que sonreía oblimente hacia Madame, observó la muda copondencia establecida entre la princesa

conde.Luis mordióse los labios, y después de a

los para dar salida a alguna que otra frasevial:

––Señoras dijo adelantándose hacia las reme han dicho que todo está dispuesto en tainebleau, conforme a mis órdenes.

Un murmullo de satisfacción se dejó otodos los grupos. El rey leyó en los rostrotodos los concurrentes el deseo violento dinvitados para las fiestas.

Partiré mañana ––añadió. Silencio profu

en la asamblea.––Y prevengo ––terminó el rey–– a las p

nas que me rodean, que se preparen a acomñarme.

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La sonrisa iluminó todas las fisonomías.la de Monsieur conservó su carácter de humor.

Entonces vióse desfilar sucesivamente dedel rey a las damas y a los caballeros, quapresuraban a dar las gracias a Su Majestadel gran humor de la invitación.

Cuando le tocó el turno a Guiche:–– ¿Oh, señor ––le dijo el rey––. No os

visto.El conde saludó. Madame palideció.Guiche iba a abrir la boca para formula

cumplimiento.––Conde ––dijo el rey––, estamos ya

tiempo de la segunda sementera. Estoy seque vuestros granjeros de Normandía tendun placer en veros por vuestras tierras. Y evolvió la espalda al infeliz después de abrutal ataque.

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Tocóle entonces a Guiche perder el coldio dos pasos hacia el rey, olvidando que nhablaba al rey sin ser antes preguntado.

––Quizá habré comprendido mal tartamudeó.

El rey volvió ligeramente la cabeza y,aquella mirada fría y fija que penetraba cuna espada inflexible en el corazón de losgraciados.

––He dicho vuestras tierras ––repitió, dejcaer sus palabras una a una.

La frente del conde se bañó al punto esudor frío; abriéronse sus manos y dejaronel sombrero que sostenía entre sus temblordedos.

Luis buscó la mirada de su madre como manifestarle que él era el amo, y después encontrar la mirada triunfante de su hermcomo para interrogarle si la venganza era d

gusto.

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Por último fijó sus ojos en Madame.La princesa estaba a la sazón sonriend

conversando con madame de Noailles, y había oído, mejor dicho, había aparentadonada oía.

El caballero de Lorena miraba tambiénuna de esas insistencias enemigas que padar a la mirada del hombre el poder de palanca cuando levanta, arranca, y hace slejos el obstáculo.

El señor de Guiche quedóse solo en el gate del rey, pues para él el mundo se había vanecido. Ante los ojos del desgraciado nsaban más que sombras.

De pronto salió de aquella desesperación

le dominaba, y corrió a encerrarse en su cudonde le esperaba todavía Raúl, tenaz ensombríos presentimientos.

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–– ¿Qué sucede? ––preguntó éste al ver ea su amigo con la cabeza descubierta, mde exbravío y andar vacilante.

––Sí, sí, es verdad, sí...Y, no pudiendo continuar, se dejó caer

nadado sobre los almohadones.

––¿Y ella?... ––murmuró Raúl.––¡Ella! ––exclamó ––el desgraciado tando hacia el cielo su puño crispado pocólera––. ¡Ella! ...

––¿Qué dice?––Dice que su vestido le sienta muy bien––¿Qué hace?

––Ríe.Y un acceso de risa histérica hizo estremtodos los nervios del pobre desterrado. Gucayó de espaldas, sucumbiendo al exceso ddolor.

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CVIII

FONTAINEBLEAU

Hacía cuatro días, todos los encantos redos en los magníficos jardines de Fontaineb

convertían aquella mansión en lugar de cias.El señor Colbert se multiplicaba… Por la

ñana, cuentas de los gastos de la noche; el

del día programas, ensayos, ajustes, pagos.El señor Colbert había reunido cuatro m

nes, y les daba una prudente distribución.Espantábase de los gastos que ocasionab

mitología... Cada silvano y cada dríada notaba menos de cien libras diarias. El traje ba a trescientas.

La pólvora y el azufre que se quemaba

los fuegos artificiales costaban cada noche

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mil libras, y había, además, iluminacionerededor del estanque de treinta mil librascada vez.

Las fiestas habían parecido magníficas.bert no cabía en sí de gozo.

A cada momento veía salir a Madame rey, ora para distintas cacerías, ora para rea personajes fantásticos, solemnidades questaban improvisando hacía quince días, yhacían brillar el ingenio de Madame y la mficencia del rey.

Porque Madame, heroína de la fiesta, resdía a las arengas de las diputaciones de puedesconocidos, garamantas, escitas, hiperbócaucasios y patagones, que parecían salir tierra para felicitarla, y a cada representantesos pueblos daba el rey un diamante o aotro objeto de valor.

Entonces los diputados comparaban, en sos más o menos grotescos, al rey con el So

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Madame con Febea su hermana, sin acordde las reinas o de Monsieur, como si el rhubiese casado con madame Enriqueta de

glaterra y no con María Teresa de Austria.La afortunada pareja, asiéndose de las m

y apretándose imperceptiblemente los debebía a grandes tragos aquel néctar de la ad

ción, que realzan más todavía la juventubelleza, el poder y el amor.Todos se admiraban en Fontainebleau

grado de influencia que con tanta rapidez h

adquirido Madame sobre el rey, y todos secían por lo bajo que la verdadera reina eradame.

Y en efecto, el rey proclamaba esta sinverdad en cada uno de sus pensamientoscada una de sus palabras y en cada una demiradas.

Sus deseos y sus inspiraciones buscábalolos ojos de Madame; y se embriagaba de j

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cuando Madame se dignaba sonreír. ¿SMadame igual embriaguez por el poder qurodeaba al contemplar a todo el mundo a

pies? Ni ella misma acertaba a decírselo; pque sí sabía era que no formaba deseo alguse creía completamente dichosa.

De todas estas trasposiciones, que tenía

origen en la voluntad real, resultaba que Msieur, en lugar de ser el segundo personajereino, había pasado a ser en realidad el terc

Peor era aquello que cuando Guiche h

puntear sus guitarras en la habitación de dame. Entonces, Monsieur tenía al menos tisfacción de infundir miedo al que le incdaba.

Poco después de la ausencia del enemigMonsieur, arrojado por la alianza de éste crey, tenía el príncipe sobre sus hombros ungo mucho más pesado que antes.

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Cada noche retirábase Madame desfallede fatiga.

El caballo, los baños en el Sena, los espelos, las comidas bajo los árboles, los baorillas del gran canal, los conciertos, todohabría sido suficiente para. matar, no ya amujer débil y delicada, sino al mas robusto

zo del palacio.Verdad es que en materia de bailes, conciy paseos, es mucho más fuerte una mujer qmás vigoroso hijo de los trece cantones.

Pero, por grandes que sean las fuerzas demujer, al fin, tienen un término, y no podresistir mucho tiempo un régimen semejant

Respecto a Monsieur, no tenía ni la sati

ción de que Madame abdicara por la nochdignidad real, pues se recogía en el pabereal con la joven reina y la reina madre.

No hay para qué decir que el caballero de

rena no se apartaba de Monsieur, y venía a

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rramar su gota de hiel sobre cada herida aquél recibía.

De aquí resultó que Monsieur, que al prpio se sintió en extremo gozoso y rejuvencon la ausencia de Guiche, volvió a caer engran melancolía tres días después de habinstalado la Corte en Fontainebleau.

Sucedió, pues, que un día, hacia las dos, Msieur, que se había levantado tarde, poniemás esmero que de costumbre en su tocadque no había oído hablar de nada para a

día, formó el proyecto de reunir su Corte yvar a comer a Madame a Moret, donde tuna linda casa de campo.

Se encaminó hacia el pabellón de las reinentró, muy sorprendido de no hallar persalguna de la servidumbre real.

Entró enteramente solo.

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A la izquierda había una puerta que dabalojamiento de Madame, y, otra a la dereque daba al de la reina joven.

Monsieur supo por una costurera que hlabor en la habitación de Madame, que thabían salido a las once para irse a bañSena, que esa partida se había tomado c

una gran fiesta, para la cual se dispusierodos los coches a las puertas del parque, yhacía más de una hora que todas habían mchado.

“¡Bueno! ––pensó Monsieur––. No es idea; hace mucho calor, y no me sentará mbaño.” Y llamó a sus criados. Nadie se pres

Llamó en las habitaciones de Madame. Thabíanse marchado. Bajó a las cocheraspalafrenero le enteró de que no había quedcarruaje de ninguna clase. Entonces ordenóle ensillasen dos caballos, uno para éotro para su ayuda de cámara.

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El palafrenero le contestó cortésmentetampoco había caballos. Monsieur, ciegcólera, volvió a subir a la habitación de la

nas, y entró hasta el oratorio de Ana de AusDesde allí vio por entre unas cortinas m

abiertas a su joven cuñada, arrodillada delde la reina madre, y anegada al parecer e

grimas.Monsieur no había sido visto ni oído.Aproximándose con precaución a la aber

se puso a escuchar. El espectáculo de aquelor excitaba su curiosidad.

La joven reina lloraba, y se quejaba tamb––Sí ––decía––,, el rey no hace caso de

sólo se ocupa en placeres de que no quiereyo participe.

–– Paciencia, paciencia, hija mía ––repAna de Austria, en español.

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Y luego añadía; en español también, conque Monsieur no comprendía. .

La reina respondía con acusaciones medas de lágrimas y suspiros, entre los que Msieur distinguía con frecuencia la palabraños, que María Teresa acentuaba con el dcho de la cólera.

––Los baños ––decía entre sí Monsieur–parece que es lo que escuece.Y procuraba anudar, a continuación una

otras, las palabras que lograba comprender.Sin embargo, era fácil adivinar que la rei

quejaba amargamente, y que si Ana de Auno acertaba a consolarla, lo intentaba pomenos.

Monsieur temió que le sorprendiesen echando, y tomó el partido de toser.

Las dos reinas volvieron la cabeza al oír aruido, y entró Monsieur.

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Al ver la joven reina al príncipe, se levprecipitadamente, y se enjugó los ojos.

El príncipe tenía bastante mundo para ccer que no debía preguntar, y la suficientbanidad para permanecer mudo, de modo saludó.

La reina madre dirigióle una afectuosa ssa.

–– ¿Qué se os ofrece, hijo mío? ––le dijo–– ¿A mí?. . . Nada… ––balbuceó el p

pe––; buscaba...––¿A quién?

––A Madame.––Madame está en los baños.––¿Y el rey? ––preguntó en un tono que

temblar a la reina.––El rey también, toda la Corte ––respo

Ana de Austria.

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––¿Excepto vos, señora? –– dijo el prínci––¡Oh! Yo ––exclamó la joven reina––,

terror de todos los que se divierten.––Pues paree que yo también lo soy ––re

Monsieur.Ana de Austria hizo una señal muda a

nuera, la cuál se retiró llorando.Monsieur frunció el ceño.––¡He aquí una casa triste! ––dijo––. ¿

parece lo mismo, madre mía?

––No... no…–– Antes bien todo el mundo trata de

vertirse.

––Pues eso es precisamente lo que afllos que no gustan de esas diversiones.––¿Qué tono es ése, mi amado, Felipe?––Lo digo como lo siento, madre mía.

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––Vamos a ver, explicaos: ¿Qué pasa?––Preguntádselo a mi cuñada, que os es

contando hace poco sus penas.–– ¿Sus penas?... ¿Cuáles?...––Lo he oído, madre mía; ha sido una c

lidad, pero lo he oído, y he comprendido

bién que mi hermana se quejaba de los fambaños de Madame.–– ¡Bah! Una locura.––¡No! Cuando uno llora, no siempre es

co. Y lo entiendo muy bien lo que signifpalabra baños, que repetía la reina a cada p–– Os repito, hijo mío, que vuestra cuñad

llegado a concebir unos celos pueriles.

–– Pues en ese caso, señora ––replicó sieur––, me acuso humildemente de tenemismo defecto que mi cuñada.

–– ¿Vos también, hijo mío?

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––Sí, por cierto.–– ¿También estáis celoso de esos baños?

––¡Ya lo creo!––¡Oh!––¡Pues qué! El rey va a bañarse con mi

y no lleva a la reina. ¡Pues qué! Madamebañarse con el rey y no me hace el honoavisarme. ¿Queréis que mi cuñada y yo estcontentos?

––Pero, mi querido Felipe ––dijo Ana de

tria––; mirad, que lleváis las cosas demalejos. Ya habéis hecho arrojar al señor dekingham y desterrar al señor de Guiche.pongo que no querréis ahora despedir de Ftainebleau al rey.

–– ¡Oh! No pretendo semejante cosa, señ–dijo Monsieur con acrimonia––; pero pmuy bien retirarme, y me retiraré.

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–– ¡Celoso del rey! ¡Celoso de vuestro hno!

––¡Celoso de mi hermano, del rey, sí, ra, celoso! ¡Celoso, celoso!

––A fe mía, señor ––exclamó Ana detria añadiendo la indignación a la cóleque principio a teneros por loco y adverdeclarado de mi reposo. Y os dejo ahoramo, porque no tengo defensa contra semtes cavilaciones.Dicho esto se levantó de su asiento y de

príncipe entregado a los más furiosos arrebMonsieur quedó un instante todo aturdluego, volviendo sobre sí, con la mira de brar sus fuerzas, bajó otra vez a la cocheramó al palafrenero, y le volvió a pedir un caje y un caballo; pero habiéndole aquél condo que no había caballo ni carruaje, arrancAlteza un látigo de picador de manos demozo de cuadra, y emprendió a correr tra

pobre diablo a latigazos alrededor del patio

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hacer caso de sus gritos ni sus disculpas, hque al fin, casi reventado, falto de alientoñado en sudor y temblando todos sus mi

bros, subió a su cuarto, hizo pedazos sus mres objetos de porcelana, y se acostó, vestcalzado, pidiendo a gritos socorro.

CIXEL BAÑO

En Valvins, bajo bóvedas impenetrablefloridos juncales y de sauces, una barca lachata, con escalas cubiertas de largas corazules, servía de refugio a las Dianas qubañaban, acechadas a su salida del aguaveinte Acteones engalanados que galopardientes y codiciosos, por la orilla espumperfumada del río.

Mas Diana, hasta la Diana púdica, vestidasu larga clámide, estaba menos casta y m

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impenetrable que Madame, joven y bella cla diosa. Pues, a pesar de la fina túnica dcazadora, se le veía blanca y torneada rodi

a pesar del sonoro carcax descubríanse susrenos hombros, mientras que Madame, cuase entregaba en brazos de sus doncellas ibvuelta en un tupido y largo velo, que la hinaccesible a toda mirada indiscreta.

Cuando Madame subió la escalera, los poque había presentes, y todos eran poetas tándose de Madame, los veinte poetas quedaban galopando detuviéronse, y, con unánime, exclamaron que no eran gotasagua, sino perlas, las que se desprendíancuerpo de Madame, e iban a perderse eafortunado río.

El rey, centro de aquellas poesías y de allos homenajes, impuso silencio a los entutas, cuya verbosidad no habría tenido fivolvió la brida por miedo a lastimar, aun

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las cortinas de seda, la modestia de la mujedignidad de la princesa.

Se hizo, por tanto, un gran vacío en la esy un gran silencio en la barca. Sólo en lovimientos, en el juego de los pliegues, y eondulaciones de las cortinas, se adivinabaidas y venidas de las mujeres empleada

aquel servicio.El rey escuchaba con la sonrisa en los llos dichos de sus gentileshombres, pero fácconocer con sólo mirarle que su pensam

estaba en otra parte.En efecto, apenas el ruido de las anillas alizarse por las varillas anunció que Madestaba vestida y que la diosa iba a aparcuando el rey, volviéndose al punto y corrihasta la misma orilla, dio la señal a todos allos a quienes la servidumbre o el placeclamaba cerca de Madame.

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Vióse entonces a los pajes precipitarseyendo los caballos de manos a los carruajeshabían permanecido resguardados bajo e

maje, adelantarse hacia la tienda, y con toda esa nube de sirvientes, mandaderos y jeres que, durante el baño de los amos, haestado cambiando entre sí sus observaciosus críticas; sus discusiones de interés, dfugitivo de aquella época, que nadie recueni las olas, espejo de los personajes y eco dpláticas; las olas, testigos que Dios precipila inmensidad, así como precipitó a los ac

en la eternidad.Toda aquella muchedumbre que poblabariberas del río, sin contar una multitud de cpesinos atraídos por el deseo de ver al rey y

princesa, toda aquella gente estuvo, durocho o diez minutos, en el desorden más pleto, y al mismo tiempo el más grato que de imaginarse.

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El rey echó pie a tierra, ejemplo que imial punto todos los cortesanos, y ofreció la ma Madame, cuyo rico traje de montar favo

el elegante talle, que resaltaba bajo aquel vdo de lana fina, recamado de plata.Sus cabellos, húmedos aún, mas negros q

ébano, mojaban su blanco y suave cuello

alegría y la salud brillaban en sus ojos, y ecanso en que se hallaba su naturaleza nervhacíale aspirar con fuerza el ambiente baquitasol que sostenía uno de los pajes.

Nada había más tierno ni más poético aquellas dos figuras bañadas por el reflejorosado del quitasol; el rey, cuyos blancos tes brillaban con una sonrisa continua, y dame, cuyos negros ojos brillaban comocarbunclos al reflejo micáceo de la tornasseda.

Cuando Madame se acercó a su caballo, nífica hácanea andaluza, de una blancura

mancha, algo pesado quizá, pero de ca

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inteligente y fina, en la que se notaba esamezcla de sangre árabe y española, y cuyaiba barriendo el suelo, como la princes

hiciese la perezosa para poner el pie en el bo, la cogió el rey en sus brazos de tal suque el brazo de Madame se halló como unculo de fuego alrededor del cuello del rey.

Luis, al retirarse, rozó involuntariamentesus labios aquel brazo que no se alejaba, ypués que la princesa dio las gracias a suescudero, todo el mundo montó a caballo.

El rey y Madame se pusieron en fila parjar paso a los carruajes, caballerizos y correGran número de caballeros, eximidos d

etiqueta, picaron sus caballos y se lanzaronde los carruajes en que iban las camaristas,cas como otras tantas Orcadas alrededoDiana; y todo aquel torbellino de gente risy bulliciosa, desapareció como por encanto

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El rey y Madame mantuvieron sus caballpaso.

Detrás de Su Majestad y la princesa su cda, pero a respetuosa distancia, iban los csanos graves o deseosos de estar siemprevista del rey, los cuales contenían sus bricaballos , regulando su paso al del corce

rey y de Madame, y se entregaban al placerpresta siempre el comercio de las personaingenio cuando toman por su cuenta el murrar del prójimo.

En las risitas sofocadas, en las reticenciaquella alegría sardónica, era fácil conoceno se echaba en olvido a Monsieur.

Pero en medio de todo se apiadaban de che; y necesario es convenir que la compno estaba fuera de lugar.

Entretanto el rey y Madame, habiendo atado a sus caballos y repetido cien veces loponían en su boca los cortesanos que les h

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hablar, tomaron el galope corto de caza, y naron entonces bajo el peso de aquella cabría las profundas avenidas del bosque.

A las conversaciones en voz baja, a las cas en forma de confidencias, a las palacambiadas con cierta especie de misteriocedieron el ruido y el bullicio, y desde lo

vientes hasta los príncipes, la alegría fue gral. Todo el mundo empezó a reír y gritarurracas y los grajos, con sus gritos guturalrefugiaron bajo las ondeantes bóvedas deencinas, el cuco cesó en su monótona queel fondo de los bosques, los pinzones y loros huyeron en bandadas, al paso que losmos, las cabras monteses y las ciervas saltasustados, en medio de los jarales.

Aquella multitud, que parecía derramartorno suyo la alegría, el ruido y la luz, regal palacio, por decirlo así, precedida popropio clamoreo.

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El rey y Madame entraron en la poblacióludados por las aclamaciones universales multitud.

Madame fue al punto a buscar a Monsporque comprendía, como por instinto, había tenido alejado de aquella alegría, al cipe demasiado tiempo.

El rey fue a ver a las reinas, comprendique les debía a una de ellas principalmenteindemnización por su larga ausencia.

Pero Madame no fue recibida en el cuartMonsieur. Contestáronle que Monsieur dor

El rey, en vez de encontrar a María Teresueña como de costumbre, halló en la galeAna de Austria, que le estaba aguardand

saliéndole al encuentro, le cogió de la manolo llevó a su cuarto.Lo que ambos se dijeron, o más bien, lo q

reina madre dijo a Luis XIV, nadie lo ha sa

jamás, pero no hubiera sido difícil adivin

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por el semblante ceñudo del rey al separarsAna de Austria.

Mas nosotros, a quienes toca, no sólo ipretar, sino también dar parte a nuestros leres de nuestras interpretaciones, faltaríamnuestro deber si les dejásemos ignorar el rtado de aquella entrevista.

Ese resultado esperamos que lo encontrasuficientemente desarrollado, en el capsiguiente.

CXLA CAZA DE LAS MARIPOSAS

Al volver el rey a su cuarto para dar algórdenes y coordinar sus ideas, halló sobtocador un billete, cuya letra parecía desrada.

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Lo abrió inmediatamente y leyó estas pbras:

“Venid pronto; tengo mil cosas que deciroNo hacía tanto tiempo que el rey y Mad

se habían separado, para que esas mil cfuesen consecuencia de las tres mil que se an dicho durante el camino que separa Valde Fontainebleau.

La confusión del billete y su premura dimucho que pensar al rey.

Empleó corto rato en arreglarse un poco,fue luego a visitar a Madame.

La princesa, que no quería aparentar questaba esperando, había bajado a los jardcon sus damas.

Cuando el rey supo que Madame había adonado sus habitaciones para dar un parecogió a todos los gentileshombres que entró al paso y los invitó a seguirle.

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Madame cazaba mariposas en una gran nedera bordeada de heliotropos y de hinieEncontrábase mirando cómo corrían su

venes e intrépidas damas, y, con la espvuelta a la entrada del parque, esperaba mimpaciente la llegada del rey, a quien daquella cita.

El ruido de pasos sobre la arena le hizoverse. Luis XIV, destocado, acababa de acon su caña a una mariposa, que el señoSaint Aignan se apresuró a coger toda atodrada de entre la hierba.

––Ya veis, señora ––dijo el rey––, que yobién cazo para vos. Y se acercó a Madame.

–– Señores ––dijo volviéndose a los genhombres que formaban su comitiva––, a vcada uno de vosotros caza otra mariposa estas señoras.

Esto era despedir a todo el mundo.

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Vióse entonces un espectáculo bastante cso; los cortesanos viejos, los cortesanos obempezaron a correr tras de las mariposas,

diendo sus sombreros y dando cargas, cañmano, a los mirtos e hiniesta como si tuvdelante al enemigo.

El rey dio la mano a Madame, y eligió

acuerdo con ella, como centro de observaciun banco cubierto de un dosel de musgo, ccho imaginado sin duda por el genio tímidalgún jardinero que se había aventurado atroducir en el estilo severo de la jardineríentonces el gusto a lo fantástico.

Aquel colgadizo, esmaltado de capuchinde rosales trepadores, daba sombra a un bsin respaldo, de suerte que los espectadoaislados en medio de la cespedera, veían y vistos desde todas partes, mas no podíanoídos sin ver antes a filos que se acercabanoír. Desde aquel sitio, en el que se colocarodos interesados, el rey hizo una seña para

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mar a los cazadores, y luego, como si estudiscutiendo sobre la mariposa atravesada un alfiler de oro que adornaba su sombrero

–– ¿No estamos bien aquí para hablarpreguntó.

––Sí, Majestad, porque necesitaba ser oívos únicamente y vista de todo el mundo.

––Y yo también ––repuso Luis.––¿Os ha sorprendido mi billete?––Me ha asustado.

–– Pero aun es de mayor importancia lotengo que deciros.

––¡Oh! No lo creo.

–– ¿Sabéis que el príncipe me ha cerradpuerta?–– ¿A vos?... ¿Y por qué?–– ¿No lo adivináis?

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––¡Ah, señora! Comprendo que uno y otníamos que decimos una misma cosa.

––¿Pues qué os ha sucedido?––¿Queréis que os lo cuente?––Sí; por mi parte ya os he dicho lo que

que decir.

––Pues escuchad. Así que llegué, enconmi madre, la cual me condujo a su habitació––¡Oh, la reina madre! ––murmuró Mad

con inquietud––. Es ya cosa seria.

––¡Y tanto!... Pues oíd ahora lo que me dPero antes permitidme una digresión.

––Hablad, Majestad.

––¿Os ha hablado Monsieur de mí?––A menudo.–– ¿Y os ha hablado de sus celos?––¡Oh! Con más frecuencia aún.

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––¿Con respecto a mí?––No; con respecto a . . .

–– Ya sé, a Buckingham, a Guiche.––En efecto.––Pues bien, señora; ahora sale Monsieu

que tiene celos de mí.––¡Ya veis! ––replicó sonriéndose con m

la princesa.––Y en verdad, no creo que hayamos

lugar...––¡Nunca! Yo por lo menos... Pero, ¿

habéis sabido que Monsieur esté celoso?––Mi madre me ha dicho que Monsieur h

trado en su cuarto como un loco; quejánamargamente de vuestra... Dispensadme...––Decid, decid.––De vuestra coquetería. Monsieur no re

en la injusticia que comete.

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––Sois muy bondadoso, Majestad.––Mi madre trató de calmarle; pero dijo

ya había intentado hacerlo muchas veces, estaba en ánimo de darse por satisfecho.

––¿No hubiese hecho mejor en no alarma––Eso es lo que yo he dicho.

–– Convenid, Majestad, en que el mundmalo.–– Pues qué, ¿no han de poder hablar ju

un hermano y una hermana, ni complacers

su mutua compañía, sin dar lugar a comerios... a sospechar?–– Al fin, Majestad, nosotros, ni hacemo

ni tenemos deseos de hacerlo.

Y al decir esto dirigía al rey una de esas das orgullosas y provocativas que enciendllama del deseo, hasta en los hombres másy discretos.

––¡Así es! ––suspiró Luis.

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––¿Sabéis, Majestad, que si esto continúme veré en la precisión de dar una campanPongo a Vuestra Majestad por juez de mi

ducta. ¿La halláis censurable en algo?––¡Oh! ¡En nada, en nada!––Muchas veces hemos estado solos, pue

lemos complacernos en unas mismas coshubiéramos podido deslizarnos... ¿Lo hehecho nunca? Para mí sois vos un hermnada más.

El rey frunció el ceño. Madame continuó––Vuestra mano, que se encuentra con

cuencia con la mía, no me produce esos emecimientos, esa emoción... que unos amapor ejemplo...

––¡Oh! ¡Basta, basta, por Dios! ––exclarey torturado hasta el extremo––. Sois ineble y me causarías la muerte.

––¿Por qué?

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––En fin... decís claramente que nada semi lado.

––¡Oh! Majestad, no he dicho eso...–– Mi afecto...–– Enriqueta… basta… os lo vuelvo

gar… Si creéis que soy de mármol, como

estáis muy equivocada.––No os entiendo.––¡Bien! ––suspiró el rey bajando los ojo––De modo que nuestros encuentros ... n

tros apretones de manos ... nuestras mumiradas... Perdón, perdón... Sí, tenéis razósé lo que queréis decir.

Y ocultó su cabeza entre las manos.––Cuidado, Majestad ––dijo vivamente

dame––, que el señor de Saint Aignan osmirando.

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–– Tenéis razón ––exclamó furioso Lu¡Nunca ni sombra de libertad, nunca sinceren las relaciones! Cree uno haber hal

un amigo, y sólo tiene en él un espCree poseer una amiga, y sólo encueen ella una… hermana.

Madame calló y bajó los ojos.

––¡Monsieur está celoso! ––murmuróacento cuya dulzura y encanto sería impodescribir.

––¡ Oh! ––exclamó de pronto el rey––. Trazón.

––Bien lo veis ––continuó Madame miráde un modo capaz de abrasarle el corazóSois libre y nadie sospecha de vos... no ha

da que envenene la alegría de vuestra casa.––¡Ay! Es que no lo sabéis todo: la rein

celosa.––¿María Teresa?

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––Hasta la locura. Los celos de Monsieunacido de los suyos. Parece que la reina qbase a mi madre por esas partidas de baños

dulces para mí.“Y para mí”, dijeron los ojos de Madame––Entonces, Monsieur, que permanecía

chando, sorprendió la palabra española baque la reina pronunciaba con amargura; ynociendo por ella de lo que se trataba, entrsúbito, se mezcló en la conversación, y se a mi madre con tanta aspereza, que la obli

huir de su presencia; de suerte que vos teque lidiar con un marido celoso, y yo estaydenado a ver levantarse delante de mí incetemente el espectro inexorable de los celossus mejillas hundidas y su boca siniestra.

–– ¡Pobre rey! ––exclamó Madame dejanmano rozar la de Luis.

Retuvo el rey aquella mano, y, para podapretar sin infundir sospechas a los espect

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res, que andaban a caza de noticias,, tantolo menos como de mariposas, y procursorprender algún misterio en la entrevista

rey con Madame, hizo como que acercabacuñada la mariposa moribunda, y ambos ase inclinaron como para contar los millareojos de sus alas o los granos de su polvo de

Pero ambos permanecían silenciosos; mente sus cabellos se tocaban, sus hálitoconfundían, sus manos se abrasaban al conuna de otra.

Cinco minutos pasaron de este modo.

CXILO QUE SE COGE PERSIGUIENDO M

RIPOSAS

Ambos jóvenes permanecieron por un mento con la cabeza inclinada bajo ese d

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pensamiento de amor naciente que hace btantas flores en las imaginaciones de vprimaveras.

Madame Enriqueta miraba a Luis de sosy veía el amor en el fondo del corazón decomo un diestro buzo ve una perla en el fodel mar.

Madame conoció que Luis vacilaba, si eno dudaba, y que era preciso empujar hadelante aquel corazón perezoso o tímido.

––Por consiguiente… ––dijo, como prtando al mismo tiempo que rompía el silenc

––¿Qué? ––preguntó Luis después de untante de espera. ––¿Tendré que apelar a la lución que ya había adoptado?

––¿Cuál?––La que tuve el honor de someter a Vu

Majestad en cierta ocasión.

––¿Cuándo?

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––El día en que tuvimos aquellas explicnes con motivo de los celos del príncipe.

––¿Qué me dijisteis ese día? –– preguntócon inquietud.

––¿No os acordáis ya, Majestad?––¡Ay!

–– Si es una desgracia, por tarde quella me acuerde, siempre será demaspronto.

–– ¡Oh! No es desgracia sino para mí,

––contestó madame Enriqueta––; pero esdesgracia necesaria.––¡Dios mío!––Y me resignaré a sufrirla. En fin, ¿qué

gracia es?–– ¡La ausencia!––¡Oh! ¿Todavía esa cruel resolución?

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–– Creed, Majestad, que no la he tomadluchar antes conmigo misma... Creedmepreciso que vuelva a Inglaterra.

–– ¡Oh! ¡Jamás, jamás permitiré que abnéis la Francia! ––exclamó el rey.

––Y sin embargo ––dijo Madame afecuna energía dulce y melancólica––, no hayque más urja... Aún diré más, y es que epersuadida de que es esa también la volunde vuestra madre.

–– ¡La voluntad! ––murmuró el rey––.oh! Querida hermana, singular palabra dicha delante de mí!

–– Pues qué ––respondió sonriendo madEnriqueta––, ¿no os tenéis por dichoso e

guir la voluntad de una buena madre?–– ¡Basta, por Dios! Me desgarrais el cor––¿Yo?

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––Sin duda, pues habláis de esa ausenciauna tranquilidad.

––No he nacido para ser feliz, Majestareplicó melancólicamente la princesa––, y muy niña me he acostumbrado a ver conriados mis deseos más halagüeños.

–– ¿Será cierto? ¿Sería posible que vuausencia contrariase un deseo que os fhalagüeño?

––Si os contestase que sí, ¿no es cierto jestad, que llevaríais vuestro mal con pacia?––¡Cruel!–– Cuidado, Majestad; parece que algui

acerca.El rey miró en torno.––No ––dijo.Luego; volviéndose a Madame:

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––Ea, Enriqueta ––continuó––, en vez dtar de combatir los celos de Monsieur conausencia, que me mataría...

Enriqueta encogióse levemente de homcomo en señal de duda

–– Que me mataría ––repitió Luis––. Veaen lugar de fijaros en esa cruel ausenciapudiera vuestra imaginación... o más bien vtro corazón, sugeriros alguna otra idea?

–– ¿Y qué queréis que me sugiera mi zón, Dios santo?

–– Decidme, Enriqueta, ¿cómo se pruuno que sus celos son infundados?–– En primer lugar, Majestad, no fián

ningún motivo de celos; esto es, no ammás que a él.

––¡Oh! Yo esperaba que dijeseis otra cosa–– ¿Qué?

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–– Que el modo de calmar a los celosdisimular el cariño que se tiene al objetsus celos.

––Disimular es difícil, Majestad.––Pues venciendo las dificultades es c

se alcanza la dicha. Por mí parte, os puedrar que sabré quitar toda sospecha a lospuedan tener celos de mí, aparentando trros como a cualquiera otra mujer.––Mal medio, débil medio, Majestad–– d

joven meneando su encantadora cabeza.––Todo os parece mal, querida Enriquet

dijo Luis descontento––. No hacéis másdestruir lo que yo propongo. Poned algovuestra parte. Buscad. Siempre he tenido

confianza en la inventiva de las mujeres. Aqué os sugiere la vuestra.––Lo que me sugiere es lo siguiente... ¿

cháis, Majestad?

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––¡Y me lo preguntáis! Estáis decidiendmi vida o de mi muerte, y me preguntáis scucho..

––Pues bien, no hago más que juzgar pomisma. Entre todas las cosas que pudichasquearme sobre las intenciones de mi eso respecto de otra mujer, una sería la que

contribuiría a ello.––¿Cuál?––El ver, en primer lugar, que él no hacía

alguno de aquella mujer.––Pues eso es precisamente lo que os e

diciendo poco ha.––Bien; pero para estar del todo tranq

querría además verle dirigir sus obsequiotra.

––¡Ah! ¡Os comprendo! ––replicó sonriéLuis––. Pero se me ocurre una idea, queEnriqueta.

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–– ¿Qué?–– Que si bien el medio es ingenioso,

nada piadoso.––¿Por qué?

–– Porque al quitar el recelo de la herida imaginación del celoso, le abrís una en el

zón.–– Cierto es que no tendrá el temor, perodrá el mal, lo cual se me figura que es mpeor.

––Convengo en ello; pero a lo menos asorprenderá ni sospechará quién sea el enemreal; y no servirá de estorbo al amor, poconcentrará todas sus fuerzas hacia un puntque no podrán causar daño a nadie. En fin,jestad, mi sistema, que me extraña veros batir, confieso que hace mal a los celosos,en cambio hace bien a los amantes. Y apregunto, Majestad, a excepción de vos, ta

¿quién ha pensado jamás en compadecer

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celosos? ¿No son acaso unas bestias melacas, tan infelices con motivo como sin él?cuándo quitéis el motivo, no por eso destru

su aflicción. Esa enfermedad está en la imación, y, como todas las enfermedades imarias, es incurable. Recuerdo a este propósitseñor, un aforismo de mi pobre médico Dley; hombre muy sabio y de ingenio agudoa no ser por mi hermano, que no sabe estaél, hallaríase ahora al lado mío: “Cuandsintáis acometida de dos males, me decíagid el que os incomode menos, que yo

dejaré, porque de seguro, añadía, ese malservirá prodigiosamente para lograr la extición del otro.”

––Bien dicho, bien juzgado, querida Enri

––respondió el rey sonriendo.––¡Oh! También tenemos en Londres pnas de talento, Majestad.

––Que saben sacar adorables discípulas. A

Daley, o Darley... ¿cómo le llamáis?

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––Dawley.––Quiero señalarle desde mañana una

sión por su aforismo. Ea, pues, Enriqueta, cipiad por elegir el menor de vuestros mal¿Calláis y os sonreís?... Ya os entiendo; el mde vuestros males es la permanencia en Fra¿no es cierto? Pues bien, os dejaré ese m

para ensayarme en la curación del otro, dbuscar desde hoy mismo un objeto de dgación para los celosos de todo sexo quepersiguen.

––Silencio, que ahora sí que viene gendijo Madame.Y se bajó para coger una clemátide en el

so césped. Acercábase gente, en efecto, purepente se precipitaron por la cima del monllo una multitud de muchachas; acompañpor una porción de caballeros; la causa de alla irrupción era una magnífica esfinge dviñas, cuyas alas superiores asemejábans

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plumaje del autillo, y las inferiores a hojrosa.

Esta rica presa había caído en la red de lñorita de Tonnay Charente, quien la mostcon orgullo a sus rivales, menos venturosazadoras que ella.

La reina de la cacería se sentó a veinte ppoco más o menos del banco en que permaan Luis y madame Enriqueta, y, recostáncontra una magnífica encina entrelazadayedra, clavó la mariposa en el junco de su

caña.La señorita de Tonnay Charente era muylla; así fue que los hombres desertaron dotras mujeres, para venir, a pretexto de cplimentarla por su destreza, a apiñarse en clo alrededor suyo.

El rey y la princesa miraban disimuladamaquella escena, como los espectadores deedad suelen mirar los juegos de los niños.

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––¡Cómo se divierten! ––murmuró el rey–– Mucho, majestad; siempre he notado

donde quiera que hay juventud y belleza nufalta diversión.

–– ¿Qué os parece la señorita de Tonnay rente, Enriqueta? ––dijo el rey.

––Algo rubia ––respondió Madame, fijánde golpe en el único defecto que podía echen cara a la hermosura casi perfecta de la fumadame de Montespan.

––Sí, es algo rubia; pero, así y todo, me phermosa.

–– ¿Es ésa vuestra opinión, Majestad?––Ciertamente.

––Entonces, también la mía.––Y mirad cómo la asedian.––¡Oh! Lo que es eso sí: los amantes r

tean. Si en lugar de mariposas,nos dedicásem

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a cazar amantes, haríamos una buena capalrededor de ella.

––Veamos, Enriqueta, ¿qué tal pareceríarey se mezclase a todos esos amantes y dcaer su mirada hacia ese lado? ¿Creéishabría celos aún?

––¡Oh! Majestad, la señorita de Tonnayrente es un remedio demasiado eficaz ––Madame con un suspiro––; verdad es que cría completamente al celoso, pero podría bien hacer una celosa.

––¡Enriqueta! ¡Enriqueta! ––exclamó L¡Me colmáis el corazón de alegría! Sí, sí, razón la señorita de Tonnay Charente es desiado linda para servir de capa.

––Capa de rey ––dijo sonriéndose madEnriqueta––; capa de rey debe ser hermosa––¿Me la aconsejáis? ––dijo Luis.

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––¡Oh! ¿Yo qué queréis que os diga, sindar semejante consejo sería dar armas comí? Sería locura u orgullo aconsejaros qu

marais por heroína de un falso amor a unajer mas hermosa que aquella hacia la cual que sentís un verdadero amor.

El rey buscó con la suya la mano de Mad

con sus ojos los suyos y balbuceó algunas bras tan tiernas, pero en voz tan baja al mtiempo, que el historiador, que debió oírlo tno las, oyó.

Luego dijo en voz alta:––Pues bien, elegid vos misma la que haycurar nuestros celosos. A esa irán dirigidodos mis obsequios, todas mis consideracitodo el tiempo que robe a los asuntos; aEnriqueta, la flor que coja para vos, los pmientos de ternura que hagáis nacer en mmirada que no me atreva a dirigiros y que despertaros de vuestra indiferencia. Mas,

gidla bien, no sea que al intentar mirarl

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querer pensar en ella, al ofreceros la rosa copor mi mano, me encuentre vencido pormisma, y mis ojos, mis labios y mi man

vuelvan maquinalmente hacia vos, a riesgque el mundo entero adivine mi secreto.En tanto que se escapaban estas palabra

labios del rey, como un dardo, se rubori

Madame, y su seno palpitaba de júbilo y plNada encontraba que contestar, pues su orgy su sed de homenajes estaban satisfechos.

––Elegiré ––dijo la princesa levantando

hermosos ojos––; pero no como me habéisnuado, porque todo ese incienso que quequemar en el ara de otra diosa, ¡ah, Majetambién yo lo ansío, y quiero que llegue hmí sin que se pierda un solo átomo en emino. De consiguiente, Majestad, elegirévuestro permiso, la que me parezca menpropósito para distraeros y deje mi imagenteramente intacta en vuestra alma.

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––Por fortuna ––dijo el rey––, tenéis unamuy escogida, pues de lo contrario me htemblar vuestra amenaza. Sobre este p

hemos tomado nuestras medidas, y sería diasí en torno vuestro como en derredor encontrar un semblante desagradable.

Mientras el rey hablaba así. Madame se h

levantado, recorriendo con la mirada todcespedera, y, después de un examen detallasilencioso, llamando al rey:

––Mirad, Majestad ––dijo––, ¿veis sob

pendiente de la colina, junto a aquel macizbolas de nieve, una hermosa rezagada qusola, con la cabeza baja, buscando en las que huella con sus plantas, como hacen lohan perdido su pensamiento?

––¡La señorita de La Vallière! ––murmurey.

––Sí.

––¿No os agrada, Majestad?

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––¿No veis lo delgada que está, casi denada, la pobre niña?

––¿Estoy yo gruesa, por ventura?––¡Está mortalmente triste!––Eso formará contraste conmigo, que

soy demasiado alegre.

––¡Pero si es coja!–– ¿Creéis?––Sin duda. Mirad cómo ha dejado pas

todos para que no adviertan su defecto.––Pues bien, así correrá menos que Da

no podrá huir de Apolo.––¡Enriqueta! ¡Enriqueta! ––repuso el re

mal gesto––. Habéis ido a buscarme casualte la más defectuosa de vuestras camaristas––Convengo; pero advertid que es una de

camaristas.

––¿Y qué me queréis decir con eso?

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––Quiero decir que, para visitar a esta ndivinidad, no podréis menos de venir acuarto; y como el decoro no os consiente

habléis en particular con la diosa, os vobligado a verla en mi círculo, y me hablhablándole a ella. Quiero decir, por últimolos celosos harán mal en creer que venís cuarto por mí, puesto que vendréis por la srita de la Vallière.

––Que cojea.––Un poco.

––Que nunca abre la boca.–– Pero que cuando la abre enseña unos

tes lindísimos.––Que puede servir de modelo a los ost

gos.––Vuestro favor la hará engordar.––¡Enriqueta!

–– ¡Ea! ¿No me habéis dejado la elección

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––¡Ay! Sí.––Bien, pues; esa es, y no hago otra; co

resignaos.––¡Oh! Yo me resignaría a tomar una d

Furias, si tal fuese vuestra voluntad.––La Vallière es apacible como un corder

temáis que os contradiga nunca cuando lgáis que la amáis.Y Madame se echó a reír.—¡Oh! ¡Se conoce que no teméis que se

ga muchas veces! ¿No es cierto?––Estaba en mi derecho.––No os lo disputo.

––¿Con que es asunto hecho?–– Firmado.––Y me conservaréis una amistad de he

no, unas atenciones de hermano, y una gala

ría de rey, ¿no es eso?

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––Os conservaré un corazón que no sablatir sino a voluntad vuestra.

––¿Y suponéis de ese modo asegurado elvenir?

–– Lo espero al menos.–– ¿Dejará vuestra madre de mirarme c

enemiga?––Sin duda.––¿Y María Teresa de hablar en españo

lante de Monsieur, que tiene horror a las

versaciones en lengua extranjera, porque siempre que es para hablar mal de él?––¡Ay! ¿Y se equivoca el desgraciado

murmuró el rey con ternura.

––Y finalmente ––continuó la princesa–acusará aun al rey de pensar en amores ilemos cuando vean que no podemos profesamutuamente más que simpatías exentas de

oculta intención?

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––Bien ––continuó el rey––; pero tambiéndirá otra cosa.

––¿Qué, Majestad? ¿Será cosa de que npodamos estar en paz?

—Se dirá ––prosiguió el rey––, que tengomal gusto; pero... ¿Qué importa mi amor prcomparado con vuestra tranquilidad?

––Con mi honor y el de nuestra familia,rréis decir. Majestad. De todos modos, ndudéis; no miréis con tanta prevención Vallière; verdad es que cojea, pero no carecierto buen sentido; además, todo lo que etoca se convierte en oro.

––Cómo quiera que sea, señora, podéis segura de una cosa, y es que todavía os e

muy reconocido, pues podíais hacerme pmás cara vuestra permanencia en Francia..––Majestad, que llegan.––¿Y qué?

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––Una palabra todavía.––Decid.

––Sois prudente y cuerdo, Majestad; máses donde tendréis necesidad de toda vueprudencia y cordura.

––¡Oh! ––exclamó Luis riendo––. Desd

noche comienzo a hacer mi papel, y ya vertengo vocación para representar a los pastTenemos gran paseo por el bosque despuéla merienda; luego, cena y baile a las diez.

––Lo sé, Majestad.––Pues mi llama va a subir esta noche m

más que los fuegos artificiales, y a brillamás claridad que los morteretes de nueamigo Colbert; pronto la veréis tomar tal po, que a las reinas y a Monsieur se les quelos ojos.

––¡Cuidado, Majestad!

––¿Pues qué he hecho?

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––Me haréis desdecir de los elogios quprodigaba hace poco. He dicho que erais dente y cuerdo, y comenzáis con semejant

curas. ¿Creéis que una pasión se enciendecomo una antorcha, en un segundo?––¿Es natural que sin la menor prepara

todo un rey como vos, caiga a los pies de

joven como La Valliére?––¡Oh! ¡Enriqueta, Enriqueta! ¡No hemmenzado todavía la campaña y ya me saque

–– No; lo que hago es traeros a buen camId encendiendo progresivamente vuestra llen lugar de hacerla estallar de golpe. Jútruena y hace brillar el rayo antes de incenlos palacios. Todo tiene su preludio, y si oflamáis de esa manera, lejos de suponerosmorado os creerán loco. Si es que no adivvuestra idea. A veces es la gente menos tonlo que parece.

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El rey vióse obligado a convenir en quedame era un ángel en saber y un demonitalento. Se inclinó.

–– Tenéis razón ––dijo––; terminaré mide ataque. Los generales, mi primo Condéejemplo, quémanse las cejas delante de suspas estratégicos antes de hacer mover un

esos peones que llaman cuernos de ejércitoquiero establecer todo un plan de ataqueignoráis que la ternura está subdividida en clase de demarcaciones; de suerte que haréen el pueblo de las Atenciones Delicadas, lugarejo de los Billetes Amorosos, antetomar el camino del Visible Ardor. Ya veisel itinerario está trazado, y la Pobre señoriScudéry no me perdonaría el que acortas

jornadas.––Así os quiero ver, Majestad...–– ¿Os parece ahora que nos separemos?

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–– ¡Ay! ¡Preciso será, porque vienen a rarnos!

––En efecto ––dijo Madame Enriqueta––que nos traen la esfinge de la señorita de nay Charente, con los toques de trompa qusuele entre los monteros mayores.

–– Quedamos, pues, en que esta nocherante el paseo, me deslizaré en el bosquhallando a La Vallière sin vos...

––Yo sabré alejarla. Corre de mi cuenta.–– ¡Muy bien! Me acercaré a ella entr

compañeras, y lanzaré el primer dardo.––Cuidado no erréis el tiro ––dijo Mad

sonriendo––; asestad bien al corazón.

Y la princesa se separó del rey para adelase a recibir a la bulliciosa comparsa, que ahaciendo mil ceremonias y entonando coboca los toques de caza.

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CXIIEL BAILE DE LAS ESTACIONES

Terminada la merienda, verificada a coslas cinco, volvió el rey a su gabinete, donaguardaban los sastres.

Ibase a probar aquel famoso traje de lamavera que había costado poner en torturimaginación y el ingenio de los dibujantadornistas de la Corte.

Respecto al baile en sí mismo, cada cual su paso y se hallaba en disposición de pfigurar. Pero había resuelto hacer de esoobjeto de sorpresa. Así, apenas terminó suferencia y regresó a su habitación, mandómar a sus dos maestros de ceremonias, Villy Saint Aignan.

Los dos contestáronle que no se esperabaque su orden, y que sólo faltaba principiar;

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para que el rey diese esa orden se necesbuen tiempo y una noche propicia.

El rey abrió la ventana; el polvo de oro tarde caía en el horizonte por entre los cdel bosque, blanco como la nieve, y la ludibujaba ya en el firmamento.

Ni un sólo pliegue sobre la superficie dverdes aguas; los cisnes, reposando sobrealas cerradas como navíos anclados, paresaturarse del calor de la atmósfera, la fresdel agua y el silencio de aquella admirable

de.Habiendo visto el rey todo aquello, y templando aquel bellísimo cuadro, dio la ode que habían hablado los señores de VillerSaint Aignan.

A fin de que esta orden fuese regiamentecutada, sólo faltaba dilucidar una cuestiónpropuso Luis XIV a sus gentileshombres.

Esta cuestión sólo contenía dos palabras:

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––¿Tenéis dinero?––Majestad ––respondió Saint Aignan–

nos hemos entendido con el señor Colbert.–– ¡Ah! Bien está.––Sí, Majestad; y el señor Colbert ha

que vería a Vuestra Majestad así que manif

se su intención de proseguir las fiestasarreglo al programa formado por vos mism––Pues que venga el señor Colbert.Como si Colbert hubiese estado escuchan

la puerta para estar al corriente de la convción, entró no bien había acabado el rey denunciar su nombre delante de los dos cornos:

––¡Ah!, muy bien, señor Colbert... ¡Señovuestros puestos!Saint Aignan y Villeroy se despidieron.El rey se sentó en un sillón cerca de la v

na.

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––Esta noche se ejecuta mi baile, señorbert ––dijo.

––Entonces, Majestad, ¿satisfago mañannotas?

––¿Cómo es eso?––He prometido a los proveedores saldar

cuentas el día siguiente en que se celebre ele.––Bueno, señor Colbert, si habéis prome

pagad.

––Muy bien, Majestad; pero para pagar, cdecía el señor de Lesdiguières, se necesita ro.

––Pues qué, ¿no han sido entregados los

tro millones que prometió el señor Fouquetolvidaba de preguntar, por ellos.––Majestad, a la hora convenida estaba

Palacio.

––¿Y qué?

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––Pues bien, Majestad, los vasos de colos fuegos artificiales, los violines y los cros se han comido cuatro millones en ocho

––¿Del todo?––Hasta el último sueldo. Cada vez que V

tra Majestad ha mandado iluminar las ordel gran canal, se ha consumido tanto acomo agua hay en los baños.

––Bien, bien, señor Colbert. En fin, ¿no dinero?

––¡Oh! Lo que es yo, no, Majestad; peroñor Fouquet sí que lo tiene.

Y el rostro de Colbert se iluminó con sinalegría.

––¿Qué me queréis decir con eso? ––preLuis.––Majestad, ya hemos hecho aprontar sei

llones al señor Fouquet. Los ha entregado

bastante desahogo para que nos de todaví

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gunos más si hacen falta. Hoy la hacen; cono hay más que pedírselos.

El rey frunció el ceño.––Señor Colbert ––dijo acentuando el no

del hacendista––, no es así como yo lo entino quiero emplear contra un servidor mío dios tan onerosos que no pueden menosembarazarle en el cumplimiento de sus obciones. El señor Fouquet ha dado seis milen ocho días, y es bastante.

Colbert palideció.––Sin embargo ––se aventuró a decir––,

tra Majestad no usaba ese lenguaje hace atiempo; cuando llegaron, por ejemplo, las cias de Belle Isle.

––Es verdad, señor Colbert.––Pues nada creo que haya variado desde

tonces; antes al contrario.

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––En mi pensamiento todo ha cambiadoñor.

––¡Cómo! ¿No cree ya Vuestra Majestad tentativas?

––Mis asuntos son cosa mía, señor intendy ya os he manifestado que quiero manejpor mi mismo.

––Entonces ––dijo Colbert temblando dera y de temor––, veo que he tenido la desgde incurrir en el desagrado de Vuestra jestad.

–– De ningún modo; sois muy de mi agra–– ¡Bah, Majestad! ––exclamó el minist

aquella aspereza afectada y hábil cuandtrataba de halagar el amor propio de L¿Cómo ha de ser del agrado de Vuestra Mtad una persona que deja de serle útil?

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––Es que reservo vuestros servicios parajor ocasión; y estad seguro de que no vamenos entonces.

––De suerte que la idea de Vuestra Majen este asunto ...

––¿Necesitáis dinero, señor Colbert?

––Setecientas mil libras, Majestad.––Tomadlas de mi tesoro particular.Colbert sé inclinó.––Y ––añadió Luis–– como considero

que a pesar de vuestra economía, podáis hfrente con una cantidad tan corta a los gaque quiero hacer, voy a firmaros una cédulatres millones.

Tomó el rey, una pluma y firmó en el actseguida, entregando el papel a Colbert:

–– No os dé cuidado ––le dijo––; el plahe adoptado es un plan del rey, señor Colbe

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Y con dales palabras, pronunciadas con la majestad de que el joven príncipe sabívestirse en semejantes circunstancias, des

a Colbert para dar audiencia a los sastres.La orden dada por el rey se conocía ya

todo Fontainebleau; sabía que estrenaríatraje, y que el baile se celebraría aquella no

Corría la noticia rápidamente, y a su pasoinflamando todas las locas ambiciones.En el mismo instante, y como por enc

todos cuantos sabían manejar una aguja; tlos que sabían distinguir un pespunte de ucalzas, como dice Molière, fueron convopara servir de auxiliares a los elegantes y damas.

El rey acabó de vestirse a las nueve, y sesentó en su carroza descubierta y adornadafollaje y flores.

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Las reinas habían tomado sitio en un magco estrado dispuesto a orillas del estanqueun teatro de admirable elegancia.

En cinco horas los carpinteros habían enblado las piezas correspondientes de aqueltro, los tapiceros habían puesto las colgadualfombras, colocado los sitiales, y, como e

tud de una varita mágica, mil brazos, quauxiliaban mutuamente en vez de estorbhabían construido el edificio en aquel sitsonido de las músicas, en tanto que los pirnicos iluminaban el teatro y las orillas detanque con innumerables bujías.

Como el cielo iba esmaltándose de estrelno había ninguna nube, ni se oía el menor sde viento en los espesos bosques, como naturaleza misma hubiera querido acomodal capricho del príncipe; habíase dejado abel fondo del teatro; de suerte que, desde elmer término de la decoración, se divisaba pfondo de aquel espléndido cielo tachonad

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estrellas, aquella sábana de agua abrasadfuego que en ella se reflejaba; y los contazulados de las grandes masas de bosque

sus redondeadas cumbres.Cuando el rey apareció, toda la sala es

llena, presentaba un conjunto deslumbradooro y pedrería, en el que la primera mirad

podía distinguir fisonomía alguna.Poco a poco, cuando la vista se acostumba tanto esplendor, aparecían las más raras dades, como en el cielo aparecen a prima n

las estrellas, una a una, para quien cierraojos y vuelve después a abrirlos.El teatro figuraba una arboleda; algunos

nos, levantando sus pies hendidos, saltabandoquier; presentábase una dríada, excitánda que la persiguiesen, y, acudían a defendotras compañeras, de lo cual resultaba la tienda bailando.

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Súbito debía aparecer, para restablecer eden y la paz, la Primavera y toda su corte.

Los elementos, las potestades subalternala mitología, con sus atributos, precipitáben pos de su gracioso soberano.

Las Estaciones, aliadas de la Primavera, an a formar a sus lados una contradanza, con letrillas más o menos lisonjeras, empezel baile. La música, compuesta de oboes, fly violas, describía los placeres campestres.

El rey entró en medio de una salva de apsos.

Llevaba fina túnica de flores, que, en vedesgraciarle, realzaba más y mas su talle eto y bien formado. , Su pierna, una de las

elegantes de la Corte,. lucía con ventaja enmedia de seda de color carne, tan fina y tparente que nadie diría sino que .era la cmisma.

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Unos soberbios zapatos de raso; color lilro, con moños de flores y hojas, aprisionabpequeño pie.

El busto estaba en armonía con aquella hermosos cabellos ondulados, un aire de cura realzado por el brillo de unos ojos azque inflamaban dulcemente los corazones,

boca de labios sonrosados que se dignaba ase a fin de dar paso a la sonrisa; tal era el cipe del año, a quien, con justo título, se nombrado aquella noche el rey de todosAmores.

Había en su porte algo de la majestad ddios. Mejor que bailar parecía cernerse aire.

Aquella entrada produjo, pues, admirefecto. De repente, como hemos dicho, se conde de Saint Aignan, que procuraba aceral rey, o a Madame.

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La primera, vestida con largo ropón, diáy ligero como las mas finas redecillas tejidMalinas, la rodilla diseñada a veces bajo

pliegues de la túnica, su pequeño pie calde seda, avanzaba radiante con su comitivbacantes, y llegaba ya al sitio que se le helegido para bailar.

Los aplausos duraron tanto tiempo, quconde tuvo el suficiente para acercarse alque permanecía parado en un extremo.

––¿Qué hay, Saint Aignan? ––pregunt

Primavera.––¡Dios mío! ––replicó el cortesano mádo que la cera––. Me parece que Vuestra Mtad no ha pensado en el paso de los Frutos.

––Sí tal; se ha suprimido.––No; Majestad; no habéis dado la orden

música lo conserva.

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–– ¡Vaya un contratiempo! ––murmurrey––––. Ese paso no puede ejecutarse, ya señor de Guiche está ausente. Habrá que su

mirlo.––¡Oh! Majestad, un cuarto de hora de m

sin baile va a dejar fríos a todos.––Pero, conde, entonces...––¡Oh, Majestad! No es esa la mayor de

cia, porque después de todo, la orquesta cría, mejor o peor; pero...

–– ¿Pero qué?––Es que el señor de Guiche está aquí.––¿Aquí? ––replicó el rey frunciendo el

–¿Estáis seguro?:..

––Y vestido para el baile, Majestad.El rey sintió agolpársele la sangre al rostr––Estaréis equivocado ––dijo.

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––Si quiere convencerse Vuestra Majemire a su derecha. El conde espera.

Luis se volvió vivamente hacia aquel lavio, en efecto, a su derecha, radiante de becon su traje de Vertumnio, a Guiche esperque el rey le mirase para dirigirle la palabra

Expresar el asombro del rey y el de Monsque se agitó en su palco; decir los cuchichoscilaciones de cabeza que se observaron salón; describir la extraña sorpresa que exmentó Madame a la vista de su pareja, es

que dejamos a otros más hábiles.El rey había quedado boquiabierto y mial conde.

Este se acercó, respetuoso, doblado.

––Majestad ––dijo––, vuestro más humsúbdito viene a ofreceros sus servicios hoymo en los días de batalla. Faltando el paslos Frutos perdía el rey la mejor escena d

baile. No he querido que por mí dejara el re

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lucir, su hermosura, su habilidad y su grache dejado mis tierras para acudir en auxilimi príncipe.

Cada una de estas palabras deslizábase, surada, armoniosa y elocuente en los oídoLuis XIV. La lisonja le agradó tanto comhabía asombrado la osadía. Así fue que se

tó a decir:––Yo no había dicho que volvieseis, cond–– Verdad es, pero Vuestra Majestad no

había dicho que me quedase.El rey veía que el tiempo iba pasando. L

cena podía descomponerlo todo si se proloba demasiado. Una sola sombra podía echperder el cuadro.

El rey tenía, por otra parte, el corazón llenbuenas ideas; y acababa de sorprender enojos tan expresivos de Madame una nuevapiración.

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La mirada de Enriqueta ––le había dicho:“Ya que tiene celos de vos; dividid las so

chas; el que desconfía de dos rivales no defía de ninguno.”

Madame triunfó con aquella hábil inspción.

El rey sonrió a Guiche.Guiche no comprendió una palabra del guaje mudo de Madame. Únicamente notóésta afectaba no mirarle. Así fue que atribufavor alcanzado al corazón de la princesa.

El rey supo agradar a todo el mundo. Msieur fue el único que nada comprendió.

El baile comenzó, y fue espléndido.

Cuando los violines pusieron en movimicon su melodía, a aquellos ilustres bailarcuando la pantomima ingenua de aquella ca, mucho más ingenua aún por la medi

habilidad de los augustos histriones; llegó

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punto culminante de triunfo, parecía qusalón se desplomaba en aplausos.

Guiche brilló como un sol, pero como ucortesano que se resigna al segundo papel.

Desdeñado su triunfo, por el cual Madamle manifestaba reconocimiento alguno, no só más que en reconquistar osadamente la ferencia ostensible de la princesa.

Esta no le concedió ni una mirada.Poco a poco toda su alegría; todo su bril

fueron extinguiendo en el dolor y la inquiede modo que sus piernas perdieron elasticisus brazos se volvieron pesados, y se le etaron los sentidos.

El rey, desde aquel momento, fue sin disel primer bailarín del rigodón, y, conociénasí, dirigió una mirada de soslayo a su vencido.

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Guiche no era ya ni cortesano; bailaba sin adulación, y muy pronto cesó de bailateramente. El rey y Madame triunfaron.

CXIIILAS NINFAS DEL PARQUE DE FONT

NEBLEAU

El rey se detuvo un instante a gozar dtriunfo, que, como hemos dicho, era tan

pleto como podía desear.Después se volvió hacia Madame, para a

rarla también a su vez. Los jóvenes aman qcon más viveza, más ardor, más pasión qu

personas de edad madura; pero tienen al mo tiempo desarrollados todos los demás timientos en proporción a su juventud y a sgor, siendo en ellos casi siempre el amor prun equivalente del amor; combatido este úlsentimiento por las leyes de la ponderac

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jamás adquiere el grado de perfección allega en hombres y mujeres de treinta a try cinco años.

Luis pensaba, pues, en Madame, pero después de haber pensado bien en sí mismMadame pensaba mucho en sí propia, sin sar tal vez lo más mínimo en el rey.

Pero la víctima, en medio de todos estos ríos y amores propios reales, era Guiche.De manera que todo el mundo podía not

la vez la agitación y postración del pobre tilhombre, y esa postración era tanto máobservar, cuanto que nadie hasta entonhabía visto a Guiche desmayar hasta el extde caérsele los brazos, entorpecérsele la cay perder la llama de sus ojos. De ordinariodie pasaba cuidado por él en punto a cuestide gusto y elegancia.

La derrota de Guiche fue atribuida, pomayor número, a su habilidad de cortesano

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Mas otros también, pues nunca faltan eCorte ojos perspicaces, advirtieron su palidatonía, que no podía fingir ni ocultar, y d

infirieron que Guiche no representaba unamedia de adulación.Aquellos padecimientos, aquellos triun

aquellos comentarios quedaron envuelto

perdidos en el ruido de los aplausos.Pero, cuando las reinas hubieron manifessu satisfacción y los espectadores su entumo; cuando el rey marchó a su cuarto para

dar de traje, mientras Monsieur, ves tidomujer, según su costumbre, bailaba a su Guiche, recobrado algún tanto, se aproximMadame, que, sentada en el fondo del teesperaba la segunda entrada, y habíase codo aislada en medio de la multitud, como calcular anticipadamente sus efectos coreficos.

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Fácil es concebir que, absorta en esa gmeditación, no viese, o por lo menos apareno ver, lo que pasaba en torno suyo.

Guiche, encontrándola sola junto a un mrral de tela pintada, se acercó a Madame.

Dos de sus camaristas, vestidas de hamadas, viendo a Guiche se apartaron por respe

Guiche se adelantó al medio del círculo ludó a Su Alteza Real. Pero Su Alteza Reatase o no el saludo, ni se dignó volver la zas

Sintió e1 desventurado helársele la sangrlas venas; no podía presumir una indiferetan completa, lo cual no era de extrañar, atiende a que nada había visto ni sabido,

consiguiente nada podía tampoco adiviAdvirtiendo, pues, que su saludo no obtenmenor contestación, se adelantó un paso mcon voz que disimulaba muy mal la agitaque le devoraba.

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––Tengo el honor ––dijo–– de ofrecerhumildes respetos a Madame.

Esta vez Su Alteza Real se dignó volvelánguidos ojos hacia el conde, diciendo:

––¡Hola, señor de Guiche! ¿Sois vos? Bnoches.

Y volvió a otro lado la cabeza. El condevo a punto de perder la paciencia.––Vuestra Alteza Real ha bailado admir

mente bien ––dijo.

––¿De veras? ––replicó Madame con irencia.––Sí; ––el personaje que representa Vu

Alteza Real no puede ser más ajustado

carácter.Madame se volvió hacia Guiche, y, diri

dole una mirada fija y penetrante:––¿Qué queréis decir con eso? ––pregunt

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––Una cosa sencillamente.––¡A ver! Explicaos.

––Representáis, señora, una divinidad bdesdeñosa y ligera.––¿Habláis de Pomona, señor conde?––Hablo de la diosa que representa Vu

Alteza Real. Madame permaneció un inscon los labios crispados.––Y vos mismo, caballero ––dijo––, ¿n

también un bailarín excelente?

–– ¡Oh! Yo, señora, soy de aquellos en qunadie repara, o que, si por casualidad tuviesa suerte, son olvidados muy pronto.

Y a estas palabras, acompañadas de unesos suspiros que hacen estremecer todafibras del cuerpo, lleno el corazón de anguenardecida la cabeza y la vista vacilante, saa Madame, y retiróse detrás del matorra

tela.

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La princesa, por toda contestación, se encligeramente de hombros. Y, como sus camtas permanecían retiradas por discreción

hizo seña de que se acercasen.Eran las señoritas de Tonnay Charente y

Montalais.Al ver la seña, acudieron presurosas las d––¿Habéis oído, señoritas? ––pregunt

princesa.––¿Qué, señora?

––Lo que ha dicho el señor conde de Gui––No.––¡Es particular! ––continuó la princes

acento de compasión––. ¡Cómo el destierdebilitado el ánimo de ese pobre señor de che!

Y levantando más la voz, para que el desturado no perdiera una sola palabra.

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––Después de haber bailado bastante mcontinuó––, cuando ha querido hablar no han ocurrido más que insulseces.

Y luego se levantó, tarareando el aire qua bailar.

Guiche lo había oído todo. El dardo penen lo más profundo de su corazón y lo derró.

Entonces, a riesgo de interrumpir el ordela fiesta con su despecho, huyó, haciendo pzos su lucido traje de Vertumnio, y sembrapor el camino los pámpanos, las morashojas de almendro y todos los pequeños atrtos artificiales de su divinidad.

Un cuarto de hora después estaba de vu

en el teatro. Mas era fácil conocer que había podido traerle allí otra vez un podeesfuerzo de la razón sobre la locura, o talpues así es el corazón humano, la misma im

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sibilidad de permanecer separado por tiempo de la que le destrozaba el corazón:

Madame acababa de bailar su paso.Lo vio, mas no lo miró; y él, irritado, fu

le volvió a su vez la espalda cuando la prinpasó escoltada de sus ninfas y de cien adulres.

Mientras esto sucedía, al otro extrema detro, junto al estanque, una mujer estaba sda, los ojos fijos en una de las ventanas detro.

Por aquella ventana salían torrentes de Era la ventana del palco real.

Cuando Guiche abandonó el teatro para car el aire de que tanta precisión tenía, junto a aquella, mujer, y la saludó.

Ella, por su parte, así que vio a Guiche vantó como mujer sorprendida en medioideas que quisiera ocultar a sí misma.

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Guiche la reconoció. Se detuvo. Buenaches, señorita dijo vivamente.

–– Buenas noches, señor conde.––¡Ah, señorita de La Vallière ––pros

Guiche––, cuánto ' me alegro de veros!––Y yo también, señor conde, me alegro

te encuentro casual ––dijo la joven haciendmovimiento como para ausentarse.––¡Oh, no, no! No me dejéis––dijo Guiche

tendiendo hacia ella su mano––, porque demanera desmentiríais las cariñosas palaque acabáis de pronunciar. Quedaos, señola noche no puede ser más hermosa. ¡Huíruido! ¡Amáis la soledad!... Lo comprendofectamente; todas las mujeres que tienen

zón son así. A ninguna de ellas se la verá rrirse lejos del torbellino de todos esos plaruidosos.. ¡Ay, señorita, señorita!

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–– ¿Pero qué os pasa, señor conde?preguntó La Vallière con algún sobresalParece que estáis agitado.

–– ¿Yo? No lo creáis.––Entonces, señor conde, permitidme

aproveche esta ocasión a fin de daros lascias por el favor que me habéis dispensSé que debo a vuestra protección el conthoy entre las camaristas de la princesa.––¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Y me felicit

ello, señorita. Decidme: ¿amáis a alguien?––¿Yo?

–– ¡Oh! Perdón, no sé lo que digo; mces perdón. Razón tenía Madame en decieste brutal destierro ha trastornado mi jui

––Pues creo que el rey os ha recibidotante bien, señor, conde.

––¿Creéis...?

–– Bien... quizá... sí ...

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––Sin duda; porque al fin habéis vueltopermiso suyo.

––Es verdad, y creo que tenéis razón, seta... Decidme, ¿habéis visto por aquí al vizconde de Bragelonne?

La Vallière estremecióse al oír aquel nom

––¿Por qué me hacéis esa pregunta? ––dij––¡Oh, Dios mío! ¿Os habré lastimadovez? ––repuso Guiche––. ¡En tal caso, precconfesar que soy muy desgraciado, muy dde compasión!

––¡Lo sois, efectivamente, señor conde,al parecer debéis sufrir cruelmente!

––¡Ay, señorita! ¡Si tuviese yo una her

afectuosa, una excelente amiga!–– Tenéis amigos, señor de Guiche; y el

vizconde de Bragelonne, de quien me hablhace poco, creo que es uno de esos buenos

gos.

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––Sí, sí, en efecto, es unode mis buenos amgos. ¡Adiós, señorita, adiós! Recibid todorespetos.

Y escapó como un loco hacia la parte dtanque.

Su negra sombra se deslizaba, agrandándentre los luminosos tejos y las amplias onciones resplandecientes del agua.

La Valliére permaneció mirándole por atiempo con. un sentimiento de compasión.

––¡Oh! ¡Sí, sí! ––dijo––. Sufre, y princomprender por qué. Apenas acababa de nunciar estas palabras, cuando llegaron amigas, las señoritas, de Montalais y de ToCharente..

Habían concluido ya su servicio, y, desde quitarse sus trajes de ninfas, acudían enca de su compañera, gozosas de los triunfotenidos en aquella hermosa noche.

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––¡Ya aquí! ––exclamaron––. Creíamos primeras en llegar a la cita.

––Hace un cuarto de hora que he venirepuso La Vallière–– ¿No os ha divertidbaile.

––No.

––¿Y todo el espectáculo?––Tampoco. En punto a espectáculos, meta más el de esos bosques sombríos, por cuya espesura resplandece aquí y acullá unque pasa como un ojo de fuego, ora abiertocerrado.

––La Vallière es poetisa ––dijo Tonnay rente.

––Es decir, insoportable ––siguió MontalSiempre que se trata de reír un poco o de dtirse en algo, La Valliére llora; y cuandotoca llorar, porque se nos ha perdido algúnpito, o han picado nuestro amor propio, o

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hallamos con algún adorno sin efecto, Lallière ríe.

–– ¡Oh! Pues lo que es yo no soy así '–dseñorita de Tonnay Charente––. Soy mujmujer como pocas; quien me ama me lisoquien me lisonjea me agrada con sus lisonquien me agrada.

––Basta, basta, que no acabarás ––dijo Mlais.–– Dificilillo sería ––repuso la señori

Tonnay Charente riendo a carcajadas––. Apor mí, tú que tienes tanta agudeza.

––Y vos, Luisa ––preguntó Montalais––contráis quién os agrade?.

––Eso no le importa a nadie ––dijo la levantándose del banco de musgo donde hestado recostada todo el tiempo que durbaile––. Ahora, señoritas, hemos formadproyecto de divertirnos esta noche sin esp

sin escolta.

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–– Somos tres que congeniamos muy bihace un tiempo hermosísimo; mirad allá aved la luna que sube dulcemente al cielo, y

tea las cimas de los castaños y encinas. ¡Qué hermoso es el paseo, qué bella la libe¡Cuánto me alegra la menuda hierba debosques, y qué placer siento en vuestra atad! Agarrémonos del braza y vayamos haquellos corpulentos árboles. Allá están tocupados en adornarse para un paseo de apto, y se ensillan caballos y se enganchan cajes; tal vez estén disponiendo las mulas

reina o las cuatro yeguas blancas de MadBusquemos nosotras un lugar donde las mdas no puedan sorprendernos, ni pueda naseguir nuestros pasos. ¿Os acordáis, Montde los bosques de Cheverny y de Chambode los álamos sin fin de Blois? ¡Cuántas ranzas nos hemos comunicado allí una y ot

–– Y también muchos secretos.––Sí.

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––Yo ––repuso la señorita de Tonnay Chte–– también pienso mucho; pero cuidado..

––El caso es que nunca dices nada –Montalais––; de modo que lo que piensa lñorita de Tonnay Charente, sólo lo sabe naida.

–– ¡Silencio! –– exclamó la señorita de Lllière––. Oigo pasos que se acercan por ese

–– ¡Pues pronto, pronto, a los cañaveraledijo Montalais––. Agachaos, Atenaida, qudemasiado alta.

La señorita de Tonnay Charente se agachóCasi en el mismo instante vieron, en ef

avanzar por la menuda arena de la arboparalela a la ribera dos caballeros, que vecogidos del brazo y con la cabeza baja.

Las mujeres acurrucáronse hasta hacerseperceptibles.

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––Es el señor de Guiche ––dijo Montaloído de la señorita de Tonnay Charente.

––Es el señor de Bragelonne ––dijo esta úal oído de la señorita de La Vallière.

Ambos jóvenes continuaban acercándohablando en voz animada.

––Por aquí estaba hace un momento–– dconde––. Si no hubiera hecho más que vdiría que había sido una aparición; pero lhablado también.

––¿De modo que estáis seguro?––Sí; pero tal vez le haya infundido mied–– ¡Miedo! ¿Y por qué?––¡Ah! Estaba loco aún, de resultas de l

ya sabéis; y no sería extraño que, no habicomprendido nada de lo que le dije, hayabrado miedo.

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––¡Oh! ––murmuró Bragelonne––. No cuidado eso, amigo mío. Ella es buena ,y disculparos; tiene talento, y sabrá comprend

––Sí, mas si ha comprendido, y ha comdido demasiado bien...

––¿Qué?

–– Hablar.––¡Oh! No conocéis a Luisa, conde ––diúl––. Luisa posee todas las virtudes, y no el menor defecto.

En esto pasaron por delante las jóveneconforme se alejaban, sus voces se reían a poco.

–– ¿Es que el vizconde de Bragelonne h

cho Luisa al hablar de vos, La Vallière? –––la señorita de Tonnay Charente.––Nos hemos criado juntos ––contestó

ñorita de La Vallière–– y nos conocemos d

niños.

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––Y luego, todo el mundo sabe que eprometido.

––¡Ah! Pues yo lo ignoraba.–– ¿Es verdad eso, señorita?––Lo que hay ––respondió ruborizándo

señorita de La Vallière–– es que M. de B

lonne me ha hecho el honor de pedir mi maPero...––¿Qué?

––Pero parece que el rey...––¿Qué?

––No quiere consentir en este matrimonio–– ¡Ea! ¿Y por qué se mezcla el rey en e

exclamó Aura con acrimonio––. ¿Tiene derecho a mezclarse en estas cosas?... La pca es la política, como decía Mazarino; peamor es el amor; y ya que tú amas al señoBragelonne, y él te ama, casaos. Yo os doconsentimiento.

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Atenaida se echó a reír.––¡Oh! ¡Hablo seriamente!––continuó M

lais––. Y creo que en este caso valga mi oppor lo menos tanto como la del rey. ¿No esdad, Luisa?

––Vamos, vamos, ya han pasado esos doballeros ––––dijo. La Valliére–– aprovechnos de la soledad para atravesar la pradera ternarnos en el bosque.

––Y pronto ––dijo Atenaida––, pues veoluces del palacio y del teatro, y se me figurhan de ir precediendo a alguna ilustre comi

––Corramos ––dijeron las tres. Y, recoggraciosamente los largos pliegues de sus vdos de seda, salvaron con presteza el esp

que mediaba entre el estanque y la parte obscura del bosque. Montalais, ligera comocorza, y Atenaida, ardiente como una lobesaltaban en la seca hierba, y a veces, un Atemerario hubiera podido divisar en la pen

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bra su pierna pura y atrevida, que se delinbajo el espeso contorno de las faldas de ras

La Vallière, más delicada y más púdica, ba flotar sus vestidos, y no pudiendo andarde prisa por la debilidad de su pie, no tardpedir gracia.

Quedóse, pues, detrás; pero obligó a compañeras a que la aguardasen.

En aquel instante, un hombre, ocultó enfoso lleno de pequeños sauces, subió con teza el talud del foso, y echó a correr hacpalacio.

Las tres jóvenes, por su parte, llegaron linderos del parque, cuyas avenidas conoperfectamente.

Grandes vallados de flores guarnecían losos, y esta parte del castillo se hallaba cercon barreras que protegían a los paseantentra la invasión de caballos y carruajes.

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En efecto, oíanse rodar a lo lejos sobre elfirme del camino los carruajes de las reinasMadame. Varios jinetes las seguían con el

tan bien imitado por los versos cadenciosoVirgilio.Algunas músicas lejanas, respondían a a

ruido, y, cuando las armonías cesaban, el r

ñor, cantor lleno de orgullo, enviaba a la nión congregada bajo la sombra de los árbsus cantos suaves, melodiosos y complicad

En torno al cantar brillaban, en el fondo n

de los copudos árboles, los ojos de algún alsensible a la armonía.De modo que aquella fiesta de toda la C

era también la fiesta de los huéspedes mistsos de los bosques; porque seguramente laza escuchaba en su helecho, el faisán en sma, y el zorro en su madriguera.

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Adivinábase la vida de toda aquella poción nocturna e invisible en los bruscos mmientos que se notaban de pronto en las ho

Entonces las ninfas de los bosques lanzun pequeño grito; mas, tranquilizadas al pureían y continuaban su paseó.

Llegaron así a la encina real, venerable de una encina que, en su juventud, había los suspiros de Enrique II por la hermosa Dde Poitiers, y, más adelante los de Enriqupor la bella Gabriela de Estrées.

Bajo aquella encina, los, jardineros hacumulado el musgo y el césped, de tal mque ningún lecho ofreció nunca mejor desca los miembros fatigados de un rey.

El tronco del árbol formaba un respaldo rso, pero lo bastante ancho para cuatro persoBajo las ramas que oblicuaban hacia el tr

las voces se perdían al infiltrarse hacia lo

los.

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CXIV

LO QUE SE DECIA BAJO LA ENCINAAL

En la dulzura del aire, en–– el silencio d

hojas, había un mudo compromiso para allas jóvenes de convertir en seguida la cosación frívola en, otra más seria.

Hasta la que tenía el carácter más alegr

Montalais, por ejemplo, fue la primera qusintió arrastrada a ello, y dio principio consuspiro.

––iQué placer siento ––dijo–– al vernos

libres, solas y con derecho a ser francas, todo con nosotras mismas!––Sí ––dijo la señorita de Tonnay––Char

–; pues la Corte, por brillante que sea, encsiempre

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una mentira bajo los pliegues del terciopel resplandor de los diamantes.

––Yo ––repuso La Vallière––, nunca sé mpues cuando no puedo decir la verdad, mello.

––No gozaréis–– de favor––por mucho tiempamiga mía ––dijo Montalais––; aquí no es en Blois, donde contábamos a la vieja Matodos nuestros enfados y todas nuestras edias. Madame tenía días en que se acordabhaber sido joven. En esos días, cualquiera

hablase con ––Madame encontraba en ellaamiga sincera Madame nos contaba sus amcon Monsieur, y nosotras le referíamosamores con otros, o por lo menos las rumque habían corrido sobre sus galanterías. ¡Pmujer! ¡Tan inocente! Ella reía, y nosotrasbién. –– ¿Dónde está ahora?

––¡Vaya, Montalais, jovial Montalaisexclamó La Vallière––. Veo que todavía s

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ras; los bosques te inspiran, y estay por que esta noche te hallo casi razonable.

––––Señoritas ––dijo Atenaida––, no dechar tan de menos la corte de Blois, comoque no

;os tengáis por dichosas en estar entre ntras. Una Corte, es el lugar adonde vanhombres y las mujeres. para hablar de cque las madres y los tutores, y principalmlos confesores, prohíben con severidad. ECorte dícense esas cosas bajo privilegio de

y. de las reinas. ¿No es esto un placer? '––¡Vaya, Atenaida! ––murmuró Luisa ruzándose.

––Atenaida es franca esta noche ––dijo

talais––; aprovechémonos.––Sí,, aprovechaos;' pues conozco que

noche podrían: arrancarme hasta los' secmas íntimos de mi corazón.

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––¡Lástima que no esté aquí el señor de tespán! ––repuso Montalais.

––¿Creéis que amo al señor de Montespámurmuró la hermosa joven.

––Creo que es buen mozo.––Sí; y no es pequeña ventaja a mis ojos.

––Ya veis.––Diré más; de todos los hombres que aq

encuentran, es el mejor mozo y el más...––¿Qué suena por ahí? ––dijo La Va

haciendo un movimiento brusco sobre el bde musgo.

––Algún gamo, que huye entre las ramas.

––Yo no tengo miedo más que a los hom––dijo Atenaida. Cuando no se asemejan ñor de Montespán.

––No sigáis con esa broma... Verdad es qseñor de Montespán me obsequia; pero e

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nada compromete. ¿No tenemos ahí a Guque emplea delicadas atenciones con Mada

––¡Pobre muchacho! ––dijo La Vallière:––¿Por qué pobre?... Me parece que Ma

es bastante bella y bastante gran señora.La Vallière meneó dolorosamente la cabe

––Cuando se ama ––dijo––, no es ni a lmosa ni a la gran señora; mis queridas amcuando se ama, debe mirarse más que el czón y los ojos de la persona amada. Montsoltó una, estrepitosa carcajada.

––El corazón… los ojos... ¡Bah! Niñerdijo.

––Yo hablo por mí ––repuso La Vallière.

–– ¡Nobles sentimientos! ––dijo Atenaidaire protector, pero frío.

––¿No son los vuestros, señorita? ––dijosa.

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––Enteramente; pero no puedo menos decir una cosa: ¿cómo puede cpadecerse aun hombre que rinde atencion

una mujer como Madame? Si existe deporción, es seguramente de parte del conde––¡Oh! ¡No, no! ––replicó La Vallière––

parte de Madame.

––No os comprendo.––Me explicaré. Madame, ni siquiera tie

deseo de saber lo que es amor. Juega consentimiento como los niños con los fuegosficiales, una de cuyas chispas sería suficpara incendiar un palacio. Hay en eso briles todo cuanto necesita. Alegría y amor, es jido de que quiere formar su vida. El señoGuiche amará a esa ilustre dama; pero ella amará nunca.

Atenaida soltó una desdeñosa carcajada.––¿Pues quién ama por ventura? ––di

¿Qué se han hecho vuestros nobles sentim

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tos de hace poco? ¿No consiste la virtud demujer en negarse a toda intriga que pueda tconsecuencias? Una mujer bien organiza

dotada de un corazón generoso, debe mirlos, hombres, hacerse amar, adorar de elldecir una vez al menos en su, vida: “Se mera que si yo no hubiera sido lo que soy, haborrecido a aquél menos que a los demás.”

––¿Y es eso ––murmuró La Valliére juntlas manos–– todo cuanto ofrecéis al señoMontespán?

––Seguramente; lo, mismo a él qué a cualquiera. Yo os he manifestado que reconen él cierta superioridad. ¿No os parece bate? Querida mía, para eso somos mujeredecir, reinas, durante todo el tiempo que nola naturaleza para ejercer ese mando, de qua treinta y cinco años. Libre sois de tener zón después, cuando ya no tengáis más eso...

––¡Oh, oh! ––dijo La Vallière.

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––¡Perfectamente! ––exclamó Montal¡He ahí una mujer cabal! ¡Iréis lejos, Atena

–– ¿No aprobáis lo que digo?––¡Oh! ¡De pe a pa! ––dijo la risueña jov–– Sin duda, bromeáis, Montalais ––re

Luisa.

––No, no; apruebo cuanto acaba de decirnaida; pero...––¿Pero qué?–– Sucede que no puedo ponerlo por o

Tengo los principios más completos, y fresoluciones; en cuya comparación los prmas del estatúder y del rey de España songos de niño; mas llega el día de la ejecuci

como si nada.––¿Flaqueáis? ––pregunto Atenaida con

dén.–– Indignamente.

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–– ¡Desastrosa naturaleza! ––replicó Ada––. Pero al menos elegís.

––A fe... a fe mía que no. La fortuna seplace en contrariarme en todo, y por mássueña con emperadores, sólo me encuecon...

––¡Aura! ¡Aura! ––exclamó La Vallière–piedad, no sacrifiquéis al placer de decichiste, a los que os aman con cariño tan vdero!

––¡Oh! Respecto a eso, me da bien pocdado; los que me aman se tienen por dichcon que yo no los despida, querida. El malpara mí si incurro en alguna debilidad; p¡ay de los hombres si la vengo en ellos!

––¡Aura!–– Tenéis razón ––dijo Atenaida––, y

con esa táctica consigáis el mismo objeto. Ellama ser coqueta, señoritas. Los hombres

son necios en muchas cosas, lo son esp

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mente en ésta: en confundir bajo la palabrquetería el orgullo de una mujer y su variadad. Yo soy orgullosa, es decir, inconquist

maltrato a los pretendientes, pero sin la mpretensión de retenerlos. Los hombres dque soy coqueta, porque tienen el amor prde creer que los deseó. Otras mujeres, comejemplo Montalais, se dejan ablandar colisonjas, y serían perdidas irremisiblementel feliz resorte del instinto, que les impuvariar de repente y a castigar al mismo cobsequios aceptaban antes.

––¡Bella disertación! dijo Montalais cacento de un piloto que se complace en oírgiar su pericia.

––¡Odiosa! ––murmuró, Luisa: ––Graciascoquetería, porque ésa es la verdadera coquría ––continuó la señorita de Tonnay Chare–, el amante que estaba una hora antes hindo de orgullo, pierde en un minuto toda la chazón de su amor propio. Tomaba ya a

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victoriosos, y retrocede; iba a protegernosprosterna de nuevo. Resulta de ahí que en lde tener un marido celoso, incómodo, fast

so, tenemos un amante siempre tímido, soy sumiso, por la sencilla razón de que hallaamante siempre nueva. Eso es, señoritas, tad persuadidas de ello, lo que exige la cotería. Con semejante medio, se puede llegser reina entre las mujeres, cuando no srecibido del cielo el don precioso de tenraya el corazón y el entendimiento.

–– ¡Oh, qué hábil sois,––dijo Montalaiqué bien entendéis el deber de las mujeres!

––Yo me formo una felicidad particular –Atenaida modestamente––, y, como todoenamorados débiles, procuro defendermentra la opresión de los más f uertes.

––La Vallière no dice una palabra.––¿Será que no aprueba nuestro modo

pensar?

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––Yo, ni lo comprendo siquiera.–– Habláis como seres que no estuvi

destinados a vivir en esta tierra.––¡Bonita es vuestra tierra! ––dijo M

lais.––¡Una tierra ––repuso Atenaida––, don

hombre inciensa a la mujer par. hacerla aturdida, donde la insulta cuando ha caído.–– ¿Y quién os habla de caer? ––dijo Lui–– ¡Ah! ¡Esa es una teoría nueva, que

Veamos qué medios tenéis para no quedar cida, si os dejáis arrastrar, por el amor.––¡Oh! ––exclamó la joven levantando a

sus encantadores ojos humedecidos––. ¡O

supieseis lo que es un, corazón, yo me ecaría y os convencería; un corazón amanmás fuerte que toda vuestra coquetería y vuestro orgullo. Nunca una mujer es amadalo creo, y Dios me oye; nunca un hombre

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con idolatría, sino cuando conoce que es do. Déjese a los viejos de comedia el conrarse adorados por coquetas. Los jóvenes s

lo que es eso, y no se engañan tan fácilmenllegan a concebir por una mujer coquetdeseo, una efervescencia, un furor, ya veisno me quedo corta; si, en una palabra; la cota puede volverlos locos, jamás llegará a hlos enamorados. El amor, tal como yo lotiendo, es un sacrificio continuo, absolutotero; pero no el sacrificio de una sola de lates, sino la abnegación completa de dos a

que quieren fundirse en una sola. Si lleamar alguna vez, rogaré a mi amante quedeje libre, y pura; le diré, y sabrá comprenme, que mi alma se halla destrozada por lagativa que le opongo; y él, que me amará, cciendo la dolorosa inmensidad de mi sacrise sacrificará a su vez como yo, y me respy no tratará de hacerme caer para injuriadespués de caída, como decíais hace poco,femando contra el amor, tal como yo lo

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prendo. Así es como yo amo. Venidme ahodecir que mi amante me despreciará; yo osguro, que no, a menos que sea el más mise

de los hombres, y el corazón me dice que nelegiré esa clase de personas. Mi mirada recompensar sus sacrificios, o le imponvirtudes que jamás hubiera creído tener.

––¡Pero, Luisa ––murmuró Montalais–que estáis diciendo no lo ponéis en práctica––¿Qué queréis decir?––Sois amada, adorada por Raúl de Brag

ne, y el infeliz joven es víctima de vuestrtud, como lo sería, y aun quizá más, de mquetería o del orgullo de Atenaida.

––Esto es una subdivisión de la coqueter

dijo Atenaida––, y a lo que veo, esta señorpractica sin sospecharlo siquiera.––¡Oh! ––murmuró La Vallière.

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––Sí; eso se llama el instinto: perfecta selidad, exquisita pureza de sentimientos, alperpetuo de impulsos apasionados, que ja

se ven satisfechos. ¡Oh! También ésa estáctica muy hábil y eficaz. En verdad, ahorreflexiono sobre ello, hubiera preferido táctica a mi orgullo para combatir a los hbres, pues ofrece la ventaja de hacer creer ces en la convicción; pero, desde luego, sisea visto por eso que quiera condenarme propia, la considero superior a la simple cotería de Montalais.

Las dos jóvenes se echaron a reír. La Vafue la única que guardó silencio, meneandcabeza. Luego, tras de un silencio…

––Si me dijeseis la cuarta parte de lo quacabáis de decir en presencia de un hombrdijo––, o estuviese persuadida de que lo peasí, me moriría de vergüenza y de sentimien este sitio.

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––Pues bien, ya os podéis morir, tierna ma ––replicó la señorita de Tonnay Charenporque si aquí no hay hombres, hay por lo

nos dos mujeres, amigas vuestras, que os dran convicta de ser una coqueta instintiva,coqueta ingenua, es decir, la especie más grosa de coquetas que existe en el mundo.

–– ¡Oh, señoritas! ––replicó La Vallière rizándose, y a punto de llorar.Las dos compañeras prorrumpieron en n

vas risas a su costa. .

––Pues bien, yo pediré informes a Bragne.––¿A Bragelonne? ––preguntó Atenaida.––Sí, a ese mancebo, intrépido como Cés

no y espiritual como el señor Fouquet, apobre mozo que hace doce años que te cote ama, y que, sin embargo si hemos de dardito a tus palabras, no ha llegado a besar n

la punta de tus dedos.

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––A ver cómo nos explicáis esa crueldadla mujer de corazón ––dijo Atenaida a Lallière.

–– Os la explicaré con una sola palabratud. ¿Negaréis que existe la virtud?

––Vamos, Luisa, no mientas––dijo Aurgiéndole la mano.

––¿Pues qué queréis que os diga? ––murmLa Va1lìère.

––Lo que os parezca. Pero, por mucho qugáis, insisto en la opinión que he formadvos. Coqueta de instinto, coqueta ingenusea, ya lo he dicho y lo repito, la más pelide todas las coquetas.

––¡Oh! No, no; por favor, ¡no creáis semcosa!

–– ¡Cómo! ¡Doce años de rigor absoluto!

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––¡Oh! Hace doce años no tenía yo mácinco. No puede imputarse a la joven el adono de la niña.

–– Bien, tienes diez y siete años: tres añlugar de doce. Desde hace tres años, habéisconstante y enteramente cruel. Teníais enntra vuestra los solitarios bosque de Bloi

citas en que se cuentan las estrellas, las sesnocturnas bajo los plátanos, sus veinte añohablaban a vuestros catorce, y el fuego dojos que os hablaba a vos misma.

––Está bien, está bien; pero él es así.––¡Varaos, imposible!––Pero, Dios mío, ¿por qué imposible?–– Dinos cosas creíbles, querida mía,

creeremos.––Pues suponed una cosa.

–– ¿Cuál?

–– Veamos.

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–– Acabad o supondremos mucho málo que queréis.

––Supongamos, entonces, supongaque yo creía amar, y que no amo.––¿Cómo que no amas?–– ¡Qué queréis! Si he sido diferente de l

son las demás, cuando aman, eso consistque no amo, en que no ha llegado todavíhora.

––¡Luisa, Luisa! ––dijo Montalais––. Cumira lo que dices, que voy a recordar tus bras de hace poco. Raúl no se halla aquí, y razón que le maltrates en su ausencia. Sé ctiva, y si, reflexionándolo bien, conoces qle amas, díselo a él mismo. ¡Pobre joven!

Y se echó a reír.––Esta señorita compadecía hace poco

ñor de Guiche ––dijo Atenaida––. ¿No se p

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hallar la explicación de esa indiferencia haen la compasión hacia el otro?

––Abrumadme, señoritas ––replicó tristete La Vallière––, abrumadme, puesto que ncomprendéis.

––¡Oh! ¡Oh! ––respondió Montalais––. ahora de tristezas y de lágrimas; ya ves, Lcómo nos reímos, y te aseguro que no somomonstruos que te figuras; ahí tienes a la ollosa Atenaida, que no ama, en verdad, al sde Montespán, pero que se desesperaría

señor de Montespán no la amase... Y aquí yo, que me río del señor Malicorne, peropobre Malicorne, de quien me río, sabe, cuquiere, hacer llegar mi mano a sus labios. más, la más vieja de nosotras no tiene vaños... ¡Qué porvenir!

––¡Qué locas sois! ––murmuró Luisa.––Verdad es ––dijo Montalais––; tú er

única que has hablado con cordura.

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–– ¡Cierto!––De acuerdo ––contestó Atenaida––

que decididamente, ¿no amáis al pobre sde Bragelonne?

––Puede que sí ––dijo Montalais.–– No está muy segura. Como quiera

sea, oye, Atenaida: por, si el señor de Blonne queda libre, voy a darte un consejamiga.–– ¿Cuál?

––Que lo mires bien antes de decidirte pseñor de Montespán.––¡Oh! Si vamos a eso, amiga mía, no es

ñor de Bragelonne el único que una pu

complacerse en mirar. El señor de Guicheejemplo, tiene también su mérito.––Esta noche no ha brillado ––dijo Mont

–; y sé de buena tinta que Madame lo ha en

trado odioso.

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––Pero el señor de Saint Aignan sí que hllado, y estoy segura de que más de una dque le han visto bailar no le olvidarán tan p

to. ¿No es cierto, La Vallière?––¿Por qué me hacéis esa pregunta? No

visto, ni le conozco siquiera.––¿No habéis visto al señor de Sa

Aignan? ¿No le conocéis?––No.––Vamos, vamos, no vengáis aparenta

una virtud más arisca que nuestro orgullo. es que tenéis ojos, ¿no es verdad?

––Excelentes.––Entonces habréis visto a todos los que

bailado esta noche.––A casi todos.––¡Vaya un casi bien impertinente para el––Pues no obstante, así es.

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––Bien; pero así y todo, entre esos genhombres que casi habéis visto, ¿a cuál pref

––Sí ––dijo Montalais––, el señor de Aignan, el señor de Guiche, el señor de M.

––A ninguno prefiero; todos me parigualmente bien.

––De modo que entre esa brillante asamentre esa Corte, que es la primera del mu¿no habéis hallado a nadie que os agrade?

––No he dicho eso.

––Pues, hablad. Veamos quién es vueideal.––Es que no es un ideal.––Entonces, ¿es que existe?––Verdaderamente, señoritas ––exclamó

Vallière, apurada hasta el extremo––, no aca comprenderos. No sé cómo teniendo cory ojos, lo mismo que yo, habláis del señ

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frente al sol; mas yo le miraré, aun cuando quedarme ciega.

En aquel momento se oyó, detrás de un mrral inmediato, un ruido, como si rozara cohojas, y que parecía producido por las palaque acababan de escaparse de labios de Lallière.

Las jóvenes levantáronse asustadas, y vidistintamente moverse las hojas; pero no ejeto que indudablemente las hacía mover.

–– ¡Ah! ¡Un lobo o un jabalí! ––exclamótalais––. ¡Huyamos, señoritas, huyamos!

Y, acometidas las tres jóvenes de un terrodecible, huyeron por el primer camino qules presentó, sin parar hasta los límites del

que.Allí, faltas de aliento, apoyadas una en o

sintiendo mutuamente latirles el corazón, tron de recobrarse algún tanto, cosa que no

siguieron hasta después de algunos instante

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Al fin divisaron algunas luces por la partpalacio, y decidieron dirigirse hacia aquel s

La Vallière se encontraba extenuada de sancio.

Aura y Atenaida procuraban sostenerla.––¡Oh! ¡De buena nos hemos librado

exclamó Montálais.––¡Señoritas, señoritas! ––dijo La ValliMucho me temo que sea algo peor que un En cuanto a mí, lo digo como lo siento, mquisiera haber corrido el riesgo de ser, devda por un animal feroz, que no el que me hescuchado y oído. ¡Oh loca... qué loca soymo he podido pensar ni decir semejantes co

Y al decir esto, su frente se dobló compunta de una caña; sintió que las piernas lequeaban, y, abandonándole todas sus fuerse deslizó casi exánime entre los brazos dcompañeros sobre la hierba del paseo.

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CXV

LA ANSIEDAD DEL REY

Dejemos a la pobre La Vallière casi desmda entre sus dos compañeras, y volvamos

inmediaciones de la encina real.Apenas habían andado veinte pasos en su

ga las tres jóvenes, cuando se acrecentó ramaje el ruido que tanto las asustara.

La forma, dibujándose con más precisióseparar las ramas de la espesura, apareciólas lindes del bosque, y, viendo el asientoocupado, soltó una carcajada.

Excusado es decir que aquella forma era un joven y apuesto caballero, el cual hizpunto una seña a otro; que se presentó a su

––Y bien, Majestad ––dijo la segunda f

adelantándose tímidamente––, será cosa de

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hayáis hecho huir a nuestras hermosas moradas?

–– Parece que sí ––dijo el rey––; puedescarte sin temor, Saint Aignan.

––Cuidado, Majestad, no sea que os recocan.

––¿No te digo que han huido?––No ha sido mal encuentro; si me atrevidar un consejo a Vuestra Majestad, diríadebemos seguirlas.

––Están ya lejos.–– ¡Bah! Ya dejarían que las alcanzás

principalmente si supiesen quiénes son loslas persiguen.

––¿Cómo es eso, señor presumido?––Ya habéis oído que a una le he pare

bien, y otra os ha comparado al sol.

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––Razón de más para mantenernos ocuSaint Aignan. El sol no se muestra de noch

––A fe mía, Vuestra Majestad es bien pocrioso. Yo, en vuestro lugar, desearía saber nes son las dos ninfas, las dos dríadas, lashamadríadas que tan buena opinión tienennosotros.

––¡Oh! Yo sabré reconocerla sin necesidcorrer tras de ellas, pierde cuidado.––¿Y cómo?

–– ¡Pardiez! Por la voz. Son de la Cola que hablaba de mí tenía una voz encadora.

––Veo que Vuestra Majestad comiendejarse ablandar por una lisonja.––No se dirá a lo menos que es ése el m

que tú empleas.–– ¡Oh! Perdonad, Majestad; soy un necio

––Ea, ven y registremos donde te he dich

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––Y aquella pasión que me habíais confMajestad, ¿está ya olvidada?

––¡Oh! No hay tal. ¿Cómo quieres que uvide ojos como los de la señorita de La Val

––¡Es que la otra posee una voz tan encdora!

––¿Cuál?–– ¡La que ama al sol!––¡Señor de Saint Aignan!––Majestad; perdón.

––No es cosa tampoco que lleve a mal etú creas que me guste tanto una voz dulce cunos ojos hermosos. Te conozco, y comoun terrible charlatán, mañana pagaré la fianza que he tenido en ti.

––¿Por qué, Majestad?––Digo que mañana todo el mundo sabrá

tengo mis ideas sobre esa pequeña La Val

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pero, cuidado Saint Aignan, que a nadie que a ti he confiado mi secreto, y si alguiehabla de él, no es dudoso averiguar quién

de haberme vendido.–– ¡Con qué calor, habláis, Majestad!––No, pero ya ves, no quiero comprome

esa pobre muchacha.––Majestad, nada temáis.––¿Me lo prometes?––Majestad, os empeño mi palabra.

“Bueno ––pensó el rey, riendo para sus atros––, mañana sabrá todo el mundo qucorrido esta noche tras de La Vallière.”

Haciendo luego por orientarse:–– ¡Calla! ––dijo––. Me parece que nos

perdido.––¡Oh! No hay peligro.

––¿Adónde se va por esta puerta?

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––A la glorieta, Majestad.––¿Adonde íbamos cuando oímos voce

mujeres?––Sí, Majestad, y el final de la conversac

que he tenido el honor de oír pronunciarnombre junto al de Vuestra Majestad.

––Mucho repites, eso, Saint Aignan.––Que Vuestra Majestad me perdone, mapuedo menos de estar satisfecho de ver queuna mujer que se ocupe de mí; sin que ysepa y sin haber hecho nada para ello. VuMajestad no comprende esta satisfacción, mérito y elevada posición excitan siempatención y obligan al amor.

––Pues bien, no, Saint Aignan, y pocreerme, si quieres ––dijo el rey apoyánfamiliarmente en el brazo de Saint Aigntomando el camino que creía debía condual palacio––, pero esa candorosa confianza

preferencia tan desinteresada de una mujer

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probablemente no excitará nunca mis miraden una palabra, el misterio de toda esta avera, me ha hecho cierta impresión; y, ci

mente, si La Vallière no me tuviese tan ocula imaginación...––No se detenga por eso Vuestra Maje

aún tiene tiempo de sobra.

–– ¿Cómo es eso?––Se dice que La Vallière es muy rigoros––Eso pica más mi curiosidad, y deseo

impaciencia encontrarla. Vamos, vamos.El rey mentía, pues nada había que exc

menos su impaciencia; pero tenía que depeñar su papel.

Echó en esto a andar algo de prisa, y Aignan le siguió, conservando una pequdistancia.

De pronto, se detuvo el rey, y el corte

imitó su ejemplo.

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––Saint Aignan ––dijo––¿ no oyes suspir––¿Yo?

––Sí, escucha.––Efectivamente, y hasta diría que oigo g––Es por este lado ––dijo el rey indicand

dirección.–– Parecen lágrimas y sollozos de muj

observó Saint Aignan.––¡Corramos!

Y el rey y el favorito, tomando un senecharon a correr por la hierba.Conforme avanzaban, íbanse oyendo los

tos más claramente.

––¡Socorro, socorro! ––decían dos voces.Los dos compañeros redoblaron el paso.A medida que se iban acercando, los susp

se convertían en gritos. Estos gritos activab

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velocidad de la carrera del rey y de su comñero.

De pronto, al otro lado de un foso, bajo sauces de ramas desmelenadas, divisaron mujer de rodillas, que sostenía a otra mdesmayada.

A algunos pasos de allí, otra tercera mpedía socorro desde el medio del camino.

Al ver esta mujer a los dos caballeros, condición ignoraba, redobló sus gritos.

El rey se adelantó a su compañero, salvfoso, y se encontró junto al grupo en el moto en que, por el extremo del paseo que ducía al palacio, venían una docena de penas, atraídas por los mismos gritos que ha

atraído al rey ,y al señor de Saint Aignan.––¿Qué pasa, señoritas? ––preguntó Luis––¡El rey! ––exclamó la señorita de Mon

abandonando en medio de su asombro la c

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za de La Vallière, que quedó completamrecostada sobre el césped.

––Sí, el rey. Pero no es eso una razón parabandonéis a vuestra amiga. ¿Quién es?

––La señorita de La Vallière, Majestad.––¡La señorita de La Vallière!

––Que acaba de desmayarse...––¡Oh! ¡Dios mío! ¡Pobre niña!–– ¡Pronto, pronto un cirujano!

Pero, por mucha que fuese la viveza conel rey dijo estas palabras no estuvo tan sobque no debiesen parecer, igualmente quademán con que las acompañó, un poco fríseñor de Saint Aignan, a quien había el reyfiado el grande amor que le devoraba.

––Saint Aignan ––prosiguió Luis, quedacuidado de la señorita de La Vallière, os logo. Llamad a un cirujano. Yo corro a preve

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Madame del accidente que le ha dado a sumarista.

En efecto, mientras el señor de Saint Aise ocupaba en hacer trasladar a la señoritLa Vallière al palacio, se alejaba a toda prrey, gozoso de hallar aquella ocasión de carse a Madame y poderle hablar bajo un

texto especioso.Por fortuna, pasaba una carroza; hizo parcochero, y las personas que la ocupaban, doras del accidente, apresuránrose a cede

puesto a la señorita de La Vallière. La corrde aire provocada por la rapidez de la cardevolvió pronto la enferma a la existencillegar al palacio, pudo, aunque muy débil, bde la carroza y alcanzar, con auxilio de Atda y Montalais, los aposentos interiores.

Hiciéronla sentar en una pieza próxima salones de la planta baja.

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En seguida, como este accidente no hcausado mucho efecto en los pasantes, cnuaron éstos su paseo.

El rey, por su parte, había encontrado a dame bajo un trebolillo. Sentóse al lado susu pies buscaba suavemente el de la prinpor debajo de la silla de ésta.

–– Cuidado, Majestad ––le dijo Enrien voz baja––, que no aparentáis bien la ferencia.

––¡Ay! ––replicó Luis XIV en el mdiapasón––. Mucho me temo que hayahecho un convenio muy superior a nuefuerzas. Y luego en voz alta:––¿Sabéis el accidente ocurrido?

–– ¿Qué accidente?––¡Oh, Dios mío! Al veros, he olvidad

había venido expresamente a referíroslo, embargo, he tenido un gran sentimiento.

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de vuestras camaristas, la pobre La Vallacaba de desmayarse.

––¡Ah! ¡Pobre muchacha! ––dijo tranmente la princesa––. ¿Pues qué le ha dado?

Y luego, por lo bajo:––Pero, Majestad ––repuso––, mirad lo

hacéis. ¿Cómo queréis hacer creer que eapasionado de esa joven,, cuando permanecaquí, mientras ella se muere allá?'

––¡Ah, señora, señora! ––exclamó sonrierey––. ¡Cuánto mejor que yo desempeñáis tro papel! Veo qué estáis en todo. Y se leva

––Señora ––dijo en alta voz para que tomundo le oyese––, permitid que os dejeansiedad es grande, y quiero asegurarme mí mismo si han prodigado a la enferma tlos cuidados debidos.

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Y el rey, volvió al lado de La Vallière, mtras que todos los concurrentes comentestas palabras del rey:

“Mi ansiedad es grande.”

CXVIEL SECRETO DEL REY

Por el camino, Luis encontró al conde de Aignan.––Dime, Saint Aignan ––preguntó con a

ción––, ¿cómo sigue la enferma?

––Majestad ––murmuró Saint Aignan––fieso con rubor que lo ignoro.––¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ––replicó el re

giendo tomar seriamente esa falta de miram

to por el objeto de su predilección.

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––Perdonad, Majestad; pero acabo de entrar a una de nuestras tres garladoras, y coso que me he distraído.

––¿De modo que habéis tenido ese hallaz–preguntó con viveza el rey.

La que se dignaba hablar tan ventajosamde mí, y, habiendo encontrado la mía, busla vuestra cuando he tenido la honra de entrar a Vuestra Majestad.

––Está bien, pero ante todo la señorita dValliére ––dijo el rey, fiel a su papel.

––¡Oh!. La hermosa se ha hecho interecon ese desmayo de puro lujo, puesto Vuestra Majestad se dignaba ocuparse ya ade ella.

–– ¿Y el nombre de vuestra hermosa, Aignan, ¿es un secreto?

––Debería serlo, y muy grande; mas Vuestra Majestad no pueden existir secret

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––¿Cuál es, pues, su nombre?––La señorita de Tonnay Charente.

––¿Y es hermosa?–– Sobre todo encarecimiento, Majestadreconocido la voz que pronunciaba mi nomde una manera tan tierna. Me acerqué a

inquirí lo mejor que pude en medio de la mtud; y entonces me dijo, sin sospechar nque hallándose hacía poco en la encina grcon dos amigas, la aparición de un lobo ladrón les había espantado y puesto en fuga

––¿Y cómo se llamaban esas dos amigadijo con viveza el rey.

–– Majestad ––dijo Saint Aignan––, dadme encerrar en la Bastilla.

––¿Por qué?––Porque soy un egoísta y un necio. Q

tan sorprendido con semejante conquista y

descubrimiento, que no me acordé de más

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otra parte, no creí que teniendo Vuestra Mtad tan, ocupada su imaginación con la señde La Vallière, diera gran importancia a lo

había oído. Luego, la señorita de Tonnay rente me dejó precipitadamente para volvlado de la señorita de La Vallière.

––Bien; esperemos que tenga yo una s

igual a la tuya. Vamos, Saint Aignan.––Mi rey tiene ambición, a lo que veo,quiere que se le escape ninguna conquista. bien, prometo a Vuestra Majestad hacer las

escrupulosas indagaciones; además; no difícil saber, por una de las tres Gracianombre de las otras, y, con el nombre el sec

––¡Oh! También a mí ––repuso el rey–bastare oír su voz para reconocerla. Vabasta de conversación, y llévame al lado dpobre La Valliére.

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“Sin duda ––pensó Saint Aignan––, el reyenamorado; pero nunca hubiera creído quese a chocarle esa chiquilla:”

Y, como al pensar así, mostrara al rey el to adonde había sido conducida La Vallentró en él Luis.

Saint Aignan lo siguió.En una sala baja, y junto a una gran ven

que daba a los jardines, estaba La Valliércostada en un ancho sillón, y aspiraba con el aire embalsamado de la noche.

Por su pecho, desabrochado, caían los enajados entre los bucles de sus blondos cabesparcidos sobre sus hombros.

Con los ojos lánguidos, cargados de malgados fuegos, y anegados en abundantes lmas, no vivía sino a la manera de aquellasmosas imágenes de nuestros ensueños, pasan pálidas y poéticas por delante de los

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del que duerme, entreabriendo sus alas sin verlas y sus labios sin producir sonido algu

Aquella palidez nacarada de La Vallière tun encanto indefinible; los padecimientoalma y cuerpo prestaban a aquella fisonouna armonía de noble dolor; la inercia absde sus brazos y de su busto más la semejab

una difunta que a un ser viviente; parecípercibir ni el cuchicheo de sus compañerael ruido lejano que subía de los alrededorehallaba completamente ensimismada, y hermosas manos, largas y finas, se estremde vez en cuando como al contacto de invispresiones.

El rey entró sin que ella advirtiese su llega tal punto la tenían absorta sus pensamienVio de lejos aquélla adorable figura, sobcual la ardiente, luna derramaba la pura lusu lámpara de plata:

––¡Dios mío! ––murmuró con involuntar

lofrío––. ¡Está muerta!

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––No, no, Majestad ––dijo por lo bajo Mlais––; antes bien sigue mejor, ¿No es veLuisa, que estás mejor?

La Valliére no contestó.––Luisa ––prosiguió Montalais––, mira q

rey se digna inquietarse por tu salud.

––¡El rey! ––exclamó Luisa incorporándorepente, como si le afluyera un torrente dego desde las extremidades al corazón––. ¿Ese inquieta por mi salud?

––Sí ––dijo Montalais.––¿Está aquí el rey? –– dijo La Vallié

atreverse a mirar en torno suyo.––¡Esa voz, esa voz! ––dijo vivamente L

oído de Saint Aignan,–– ¡Ah! ––replicó Saint Aignan––. V

Majestad tiene razón: es la enamorada del s––¡Silencio! ––dijo el rey. Luego, acercá

a La Valliére:

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––¿Estáis indispuesta, señorita? ––pregun. No hace mucho que os vi desmayada eparque. ¿Qué os ha pasado?

––Majestad ––tartamudeó la pobre niñamula y pálida––, verdaderamente, no sadecirlo.

––Habréis andado demasiado, y tal vez ltiga...

––No, Majestad ––replicó vivamente Mlais, contestando por su amiga––, no puedla fatiga, porque hemos pasado parte de lache bajo la encina real.

––¿Bajo la encina real? ––repuso el rey, mecido––. No me había engañado; eso bien.

Y dirigió al conde una mirada de inteligen––¡Ah, sí! ––dijo Saint Aignan––. Bajo l

na real; con la señorita de Tonnay Charente

––¿Cómo sabéis eso! ––preguntó Montal

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––De una manera muy sencilla: la señoriTonnay Charente me lo ha dicho.

––Entonces, también os habrá manifestacausa del desmayo de La Vallière.

––¡Bah! Me ha hablado de un lobo o de drón; pero no sé más.

La Valliére escuchaba con los ojos fijos, cho oprimido, como si presintiera parte dverdad, por efecto de una mayor energía dteligencia.

Luis creyó aquella actitud y agitación ccuencia de un espanto mal desvanecido.

––No temáis nada, señorita ––dijo coprincipio de emoción que no podía ocultese lobo que tanto os ha asustado era simmente un lobo de dos pies.

–– ¡Era un hombre, era un hombre! ––excLuisa––. ¡Había allí un hombre escuchándo

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––Y bien, señorita, ¿qué gran mal vehaber sido escuchadas? ¿Dijísteis, pues, que no debieran ser oídas?

La Valliére juntó con fuerza sus manos las llevó a la frente, procurando así disimsu rubor.

––¡Oh! ––preguntó––. En nombre del ¿quién estaba escondido? ¿Quién nos ha chado?

El rey se adelantó para tomarle una mano––Yo, señorita ––dijo inclinándose con

respeto––. ¿Será cosa de que os cause miedLa Valliére lanzó un grito agudo; aband

ronle sus fuerzas por segunda vez, y volvcaer en el sillón, fría, angustiada y desesper

El rey tuvo tiempo para extender su brazomodo que se encontró a medias sostenidaél.

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A dos pasos del rey y de la Vallière, las sritas de Tonnay Charente y de Montalaismóviles y como petrificadas por el recuerd

su conversación con La Valliére, no penssiquiera en prestarle auxilio, turbadas popresencia del rey, que, rodilla en tierra, sosa La Valliére por la cintura.

––¿Habéis escuchado, Majestad? ––murAtenaida.El rey no contestó. Tenía los ojos fijos

ojos medio cerrados de La Valliére; su m

pendiente entre su mano.–– ¡Pardiez! ––replicó Saint Aignan, espdo por su parte que se desmayara tambiéseñorita de Tonnay Charente, y aproximasus brazos abiertos––. No hemos perdiduna palabra.

Mas la orgullosa Atenaida no era mujerse desmayara con tanta facilidad; lanzó terrible mirada a Saint Aignan, y huyó.

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Montalais, más animada, acercóse con prza a Luisa, y la recibió de manos del reyperdía ya la cabeza, al sentir inundado su ro

con los perfumados cabellos de la moribun––Felizmente ––observó Saint Aignan–

aquí una aventura, y mucha será mi desgrsi no soy el primero en contarla.

El rey se acercó a él, con voz trémula ymán enérgico.––Conde ––dijo––, ni una palabra.El pobre rey olvidaba que una hora a

hacía al mismo hombre la misma recomeción con deseo enteramente opuesto, es dque aquel hombre fuese indiscreto.

Aquella recomendación fue tan supercomo la primera.

Media hora después sabía todo Fontainebque la señorita de La Valliére había sostebajo la encina real una conversación con

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talais y Tonnay Charente, y que en ésa consación había confesado su amor por el rey.

Sabíase también que el rey; después de mfestar todo el interés que le inspiraba el esde la señorita de La Valliére, se había putrémulo y pálido al recibir en sus brazoshermosa desmayada; de modo que todos

cortesanos convinieron en que acababa dvelarse el mayor acontecimiento de la épque Su Majestad amaba a la señorita de Lllière; y que, por tanto, Monsieur podía docon el mayor descuido.

La reina madre, tan asombrada como losmás de esa mudanza repentina, se apresumanifestarla a la esposa de Luis y a FelipOrleáns.

Sólo que operó de modo distinto al atacaquellos dos corazones. A su nuera le dijo:

––Para que veáis, Teresa, si no procedíaiinjusticia al acusar al rey: ya hoy le sup

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otra amante; y, ¿por qué la amante de hoy hser más verdadera que la de ayer, o la de que la de hoy?

Y a Monsieur, después de contarle la avera de la encina real: ¿Estáis ya desengañadlo absurdo que eran vuestros celos, mi queFelipe? Sábese de cierto que el

está perdidamente enamorado de La VallNo vayáis a hablar de ello a vuestra espporque la reina lo sabría al momento.

Este último encargo causó su efecto inm

to.Monsieur, tranquilo ya y triunfante, fubuscar a su mujer; y como no era aún mnoche, y la fiesta debía durar hasta las dos mañana, le ofreció el brazo para dar un pas

Mas apenas había andado algunos pasoprimero que hizo fue desobedecer a su mad

––No vayáis a decir a la reina todo lo q

dice del rey ––dijo misteriosamente.

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––¿Pues qué se dice? ––preguntó Madam––Que mi hermano ha concebido de rep

una pasión extraña.–– ¿Por quién?––Por la pequeña La Vallière. La noch

obscura, y Madame pudo sonreír a su sabor

––¡Ah! ¿Y desde cuándo es eso?––Desde hace pocos días, al parecer. Per

tes no era más que humo, y hasta esta nochse ha manifestado la llama.

––El rey tiene buen gusto ––dijo Madama mi juicio la pequeña es encantadora.

—Se me antoja que os chanceáis, amiga m––

¡Yo! ¿Y por qué?––En todo caso, esa pasión hará la felicidalguien, aun cuando sólo sea la de La Valliè

––Habláis, en verdad ––repuso la prince

como si hubieseis leído en el corazón de m

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marista. ¿Quién os ha dicho que ella consen corresponder a la pasión del rey?

–– ¿Y quién os ha dicho que no le correderá?

––Ama al vizconde de Bragelonne.––¡Ah! ¿Creéis?

––Como que es su prometida.––Lo era.––¿Cómo que lo era?

––Porque cuando llegaron a solicitar al rpermiso para el matrimonio, el rey lo negó.––¿Lo negó?––Sí, y se lo negó al mismo conde de la F

quien, según sabéis, honra con una gran estción por el papel que jugó en la restauracióvuestro hermano; y en algunos otros aconmientos sucedidos hace tiempo.

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––Pues bien, los pobres enamorados aguarán a que el rey mude de opinión; son jóvy tienen tiempo.

––¡Ay, corazón mío! ––dijo Felipe riéndsu vez––. Veo que no sabéis lo mejor del ca

––No.

––Lo que ha impresionado al rey más fundamente.–– ¿El rey se ha impresionado profundam

te?

––En el corazón.––Pero, ¿de qué? ¡Decid pronto, caray!––De una aventura que no puede ser más

velesca.––Ya sabéis cuánto me gustan esas avent

y me hacéis esperar ––dijo la princesa copaciencia.

––Pues bien, oíd...

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Y Monsieur hizo una pausa.––Ya oigo.

––Bajo la encina real... ¿Sabéis dónde eencina real?––Poco importa.––Bajo la encina real...––Pues bien, la señorita de La Vallière

yéndose sola con dos amigas, les confió lsión que sentía por el rey.

––¡Ah! ––murmuró Madame con un prinde inquietud––. ¿La pasión que sentía prey?

––Sí.

––¿Y cuándo ha sido eso?––Hace una hora.Madame se estremeció.––¿Y esa pasión no la conocía nadie?

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–– Nadie.––¿Ni el rey tampoco?

––Tampoco. La joven guardaba su secrettre cuero y carne, cuando de repente su secpudo más que ella y se le escapó.

––¿Y por dónde habéis sabido tal despro

to?––Lo he sabido como lo sabe todo el mun––¿Y de dónde lo ha sabido todo el mund––Por la misma La Vallière, que reveló

amor a sus compañeras Montalais y TonCharente.

Madame detúvose, y, con brusco movimisoltó la mano de su marido:

––¿Hace una hora que hizo esa confesiópreguntó Madame.

––Poco más o menos.

––¿Y el rey tenía de ella conocimiento?

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––Pues en eso está precisamente lo novedel caso, porque el rey estaba con Saint Aidetrás de la encina real, y oyó toda aquella

resante conversación sin perder una sílaba.Madame sintió herido su corazón.––Pues yo he visto al rey después ––dij

aturdimiento––, y no me ha hablado palabrtodo eso.

––¡Diantre! ––dijo Monsieur con el candun marido triunfante––. Ya lo creo que nhablaría, porque encargó a todo el mundono se os dijese nada.

––¡Qué, decís! ––murmuró irritada Mada–– Digo que os quería ocultar la cosa.

––¿Y por qué me lo había de ocultar a mí––Por el temor de que vuestra amistad o

peliese a revelar alguna cosa a la joven rnada más que por eso.

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Madame bajó la cabeza, sintiéndose momente herida. Entonces, no descansó hastcontrar al rey…

Como un rey es siempre la última personreino que sabe lo que hablan de él, y un amel único que no sabe lo que se dice de su da, cuando el rey divisió a Madame, que l

daba buscando, se acercó a ella algo turbmas siempre solícito y obsequioso.Madame aguardó a que el rey hablase el

mero de La Vallière. Pero como observara

no hablaba de ella:––¿Y la pequeña? ––preguntó.––¿Qué pequeña? ––exclamó el rey.––La Vallière… ¿No me dijísteis, señor

se había desmayado?––Continúa bastante mal ––dijoEl rey aparentando gran indiferencia.

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––Ved ahí una cosa que perjudicará al ruque debíais difundir, señor.

––¿Qué rumor?––Que dirigís hacia ella vuestras miradas––¡Oh! Espero que de todos modos se d

mismo ––respondió el rey distraídamente.

Madame aguardó aún, con objeto de ver rey le hablaba de la aventura de la encina rePero el rey no dijo ni una palabra.Madame, por su parte, nada indicó tamp

sobre la aventura, de suerte que el rey se ddió de la princesa sin haberle hecho la mconfidencia.

Apenas vio Madame que el rey se alejabaa buscar a Saint Aignan. Este era hombrede encontrar, pues siempre andaba comobarcos de escolta, que marchan en conservlos buques mayores.

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Saint Aignan. era el hombre que necesMadame, según la disposición de espírituque se hallaba.

El cortesano no esperaba más que un oídgo más digno que los otros, para referir,cunstanciadamente el hecho.

De modo que no perdonó a Madame ni sola palabra. Luego que acabó de hablar:

–– Confesad ––dijo Madame––que ecuento muy interesante.

––Cuento, no; historia, sí.––Cuento o historia, confesad que o

han referido como me lo referís a mí, perovos no lo presenciasteis.

–– Señora, os juro por mi honor que yo eallí.––¿Y suponéis que esas confesiones h

causado impresión en el rey?

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––Como las de la señorita Tonnay Chaen mí ––repuso Saint Aignan––: ¡Pensad, ra; que la señorita de La Vallière comparó a

con el sol, y eso es muy halagador!––El rey no hace caso de tales lisonjas.—Señora, el rey tiene por lo menos tan

hombre como de sol, y bien lo vi, no hacecho, cuando La Vallière cayó en sus brazos

––¿La Vallière cayó en brazos del rey?––¡Oh! Era un cuadro de los más interesa

Figuraos que La Vallière había vuelto enque...

––¡Ea! ¿Qué visteis? Decid, hablad.––Vi lo que vieron otras diez personas m

que cuando La Vallière cayó en sus brazorey le faltó poco para desmayarse. Madexhaló un pequeño grito, único indicio dsorda cólera.

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–– Gracias ––dijo riendo convulsivamensois un hábil narrador, señor de Saint Aigna

Y escapó sola y sofocada hacia el palacio

CXVIICORRERIAS DE NOCHE

Monsieur había abandonado a laprincesa con el mejor humor del mund

como se había fatigado mucho durante else retiró a sus habitaciones dejando a cadaque acabara la noche como mejor lepareciera.

Luego, empezó su tocado de noche coesmero que solía redoblar en sus paroxismosatisfacción.

Así fue que, mientras sus sirvientes se ocban en componerle, cantó los aires del bail

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habían tocado los violines y había ejecutarey.

Después llamó a sus sastres, hizo que le ñaran los trajes del, día siguiente, y, como eba sumamente satisfecho de ellos, les distrialgunas gratificaciones.

Por último, como el caballero de Lorena que Monsieur se retiraba, se fue a popo racuarto del príncipe, de quien recibió grapruebas de amistad.

El favorito, después, de saludar al prínguardó silencio por un momento, como unde tiradores que estudia por dónde ha de pezar el fuego. Al fin, pareciendo decidirse

––¿Habéis observado una cosa singular, m

señor? ––dijo. ––No. ¿Cuál?––El mal recibimiento que Su Majesta

hecho en apariencia al conde de Guiche.––¿En apariencia?

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––Sí, porque realmente le ha vuelto a su f––Pues no he visto tal cosa ––dijo el prín

¡Cómo! ¿No 'habéis notado que en vemandarle otra vez al destierro, como parnatural, ha autorizado su extraña resistenpermitiéndole que ocupara su puesto en elle?

––¿Y suponéis que el rey haya hecho maballero? ––preguntó Monsieur.

––¿No sois de mi opinión, príncipe?

––No, por acierto, mi querido caballercreo que el rey ha hecho bien en no irricontra un desgraciado, que tiene más de que dé mal intencionado.

––A fe mía ––replicó el caballero––, coque esa magnanimidad me ha sorprendidoextremo.

–– ¿Y por qué? ––preguntó Felipe.

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––Porque hubiese creído al rey más celoreplicó malignamente el caballero.

Hacía unos instantes que Monsieur adivialgo de irritante en las palabras de su favoAquella última expresión puso fuego a lavora.

––¡Celoso! ––exclamó el príncipe––. ¡C¿Qué significa esa palabra? ¿Celoso de quéquién?

El caballero conoció que acababa de dejcapar una de aquellas palabras malignas solía lanzar de vez en cuando; de modo trató de recogerla, mientras aún era tiempo

––Celoso de su autoridad ––dijo con afesencillez––, ¿de qué queréis que esté celo

rey?––¡Ah! ––exclamó Monsieur––. Muy bie

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––¿Habrá pedido quizá, Vuestra Alteza la gracia de nuestro querido conde de Gui––continuó el caballero.

––A fe que no ––dijo Monsieur. Guiche mozo de talento y de valor, pero ha sido licon Madame, y no lo quiero ni mal ni bien.

El caballero iba a destilar veneno sobre che, como había intentado hacerlo sobre epero creyó advertir que el tiempo estaba penso a la indulgencia; y aun quizá a la inrencia más completa, y que para aclarar la

tión le sería preciso poner la luz bajo lasmas narices del marido.Con semejante maniobra se quema a ve

los otros, pero a menudo se quema uno mis

––”Está bien, está bien ––se dijo el cabpara sus adentros––; esperaré a Wardes, hará más en un día que yo en un mes, pocreo, ¡Dios me perdone!, mejor dicho, ¡Dperdone!, que aún es más celoso que yo.

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más, no es Wardes lo que me hace falta, sinacontecimiento, y en todo esto no veo ningQue Guiche haya regresado después de h

sido expulsado, es seguramente cosa grpero toda la gravedad desaparece cuandoconsidera que Guiche ha vuelto en los motos en que Madame no hace ya caso de él. tivamente, Madame piensa en el rey, estclaro. Pero, fuera de que mis dientes ni podni necesitan morder al rey, tampoco podrá dame ocuparse por mucho tiempo del reysegún se dice, el rey no se ocupa ya de

dame. De lo que resulta que debo permantranquilo y esperar a que sobrevenga un nucapricho, y ése será el que determinará el rtado.”

Entregado el caballero a tales pensamiese arrellanó con resignación en el sillón enMonsieur le permitía sentarse en su presey, como no tenía otras ruindades que cosucedió que allí, se le acabó el talento.

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Afortunadamente, el príncipe tenía su prsión de buen humor, como hemos dichhabló por dos hasta el momento en que, d

diendo a criados y reporteros, pasó a su dotorio.Al retirarse encargó al caballero de Lo

que le despidiera de Madame, y le dijese

estando fresca la noche, Monsieur, que tpor sus dientes, no pensaba bajar ya al parqEl caballero entró precisamente en la ha

ción de la princesa en el momento mism

que ella entraba.Desempeñó su comisión como fiel mensy notó desde luego la indiferencia y hastabación con que Madame acogió la conicación de su marido.

Eso le pareció que encerraba alguna noveSi Madame hubiese salido de su habita

con aquella extraña expresión, la habría s

do; pero, como en vez de salir entraba,

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tenía que hacer. Así es que giró sobre sus nes como una garza ociosa, interrogó el aitierra y el agua, movió la cabeza y se enca

maquinalmente hacia los jardines.No habría andado cien pasos, cuando en

tró a dos jóvenes asidos del brazo, que andcon la cabeza baja empujando con el pi

guijarros que se les presentaban por delanacompañando sus pensamientos con aquelgo entretenimiento.

Eran el señor de Guiche y el señor de B

lonne.Su vista produjo, como de costumbre, ecaballero de Lorena, un efecto de instintivpulsión.

No por esto dejó de hacerles un profundoludo, que fue devuelto con usura.Viendo luego que el parque se despobl

que las iluminaciones comenzaban a apaga

empezaba a soplar la brisa de la mañana, t

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hacia la izquierda y entró en el palacio ppatio más pequeño.

Los otros dos jóvenes se dirigieron a la cha y prosiguieron su camino hacia el pagrande.

En el momento que el caballero subía la lerilla que conducía a la puerta excusadaaparecer, una tras otra, a dos mujeres baarco que daba paso entre el prado grande pequeño.

Aquellas dos mujeres aceleraban su maque el roce de sus vestidos de seda traiciosin embargo, en la obscuridad de la noche.

La forma del capotillo, el talle elegante, so misterioso y altanero a la vez, que distin

an a aquellas dos mujeres, y especialmenteque iba delante, llamaron la atención del cllero.

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–– “He aquí dos mujeres que yo conozcpensó, deteniéndose en el último peldaño descalinata.

Y, como con su instinto de sabueso se dsiese a seguirlas, se vio detenido por uno dlacayos, que le andaba buscando.

–– Señor ––le dijo––, el correo ha llegad–– Bueno, bueno ––dijo el caballero––.

po hay de sobra; déjalo para mañana.––Es que vienen cartas urgentes que el s

caballero tal vez tenga gusto en leer.–– ¡Ah! ––murmuró el caballero––. ¿

dónde son?––Una es de Inglaterra y la otra de Calais

última ha venido por estafeta, y parece smás importante.––¡De Calais! ¿Y quién diablos me escr

Calais?

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––Se me figura que la letra es de vuestrogo el señor conde de Wardes.

––¡Oh! En ese caso, subo inmediatamenexclamó el caballero, olvidando en el acproyecto de espionaje.

Y subió, en efecto, mientras las dos damcógnitas desaparecían por el extremo del popuesto a aquel por el cual acababan de ent

Seguiremos a éstas, dejando al caballerotregado a su correspondencia.

Así que llegaron al tresbolillo, la que iblante se detuvo algo fatigada, y, levantandoprecaución su cofia:

–– ¿Estamos aún lejos de ese árbol? ––dij

––¡Oh! Sí, señora., a más de quinientos ppero descansad un momento, pues no podcaminar mucho tiempo a este paso.

––Tenéis razón.

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Y la princesa, pues ella era, se apoyó eárbol.

––Vamos a ver, señorita ––continuó desde tomar algún respiro––, no me ocultéis alguna; manifestadme toda la verdad.

––¡Oh, señora! No os mostréis tan sevedijo la joven con voz conmovida.

–– No, mi querida Atenaida; tranquilizporque no estoy enojada en manera algunano es cosa mía, después de todo. Estáis inqpor lo que hayáis podido decir bajo la enteméis haber ofendido al rey, y quiero tránqzaros, asegurándome por mí propia de si ospodido oír.

––¡Oh! Sí, señora, ¡permanecía el rey tan

de nosotras!––Pero no hablaríais tan alto que no se

diesen algunas palabras.––Señora, nos creíamos completamente s

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––¿Y estabais tres?––Sí; La Valliére, Montalais y yo.

–– ¿De modo que vos, Atenaida, hablacon alguna ligereza del rey?––Lo temo. Pero, en ese caso, Vuestra A

tendrá la bondad de ponerme en paz con

rey. ¿No es verdad?––Si fuese necesario, os lo prometo. Sibargo, como os decía antes, vale más no aparse al mal y asegurarse primero de si elha sido hecho. La noche es obscura, y todavmayor la obscuridad debajo de esos árbIndudablemente, el rey no puede haberos rnocido. Prevenirle, hablándole la primera, denunciarás vos misma.

–– ¡Oh, señora! Si han reconocido a la sede La Vallière, también me habrán reconocmí. Además, el señor de Saint Aignan no mdejado la menor duda sobre este particular.

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––¿Conque decíais cosas desfavorables prey?

––De ningún modo, señora, de ningún mUna de mis amigas decía cosas demasiadvorables, y mi contestación debió indudmente formar contraste con sus palabras.

–– ¡Esa Montalais es tan loca! ––murMadame.

––¡Oh! No fue Montalais. Montalais nonada; fue La Vallière. Madame estremeccomo si lo hubiese sabido ya pon certeza.

––¡Oh, no, no !––dijo––. No lo habrá orey. De todos modos haremos la prueba, que para eso hemos salido. Enseñadme lacina.

Y Madame echó otra vez a andar.–– ¿Sabéis dónde está? ––preguntó.––¡Ay!, Sí.–– señora.

–– ¿Y sabréis hallarla?

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––La encontraría con los ojos cerrados.–– Entonces, muy bien: os sentaréis

banco en que estuvisteis, en el banco en qsentó La Vallière, y hablaréis en el mismoy en el mismo sentido; yo me esconderé matorral, y si se oye, os lo diré.

––Sí, señora.–– En ese caso, si habéis hablado en e

bastante alto para que él rey os oyese…Atenaida parecía esperar con ansiedad e

de la frase principiada.––Entonces ––continuó Madame, con vo

focada, sin duda por la rapidez de la camin– entonces os defenderé...

Y Madame redobló el paso. De repente stuvo.––¡Se me ocurre una idea! ––dijo. ¡–– Oh! Y no podrá menos de ser buen

repuso la señorita de Tonnay Charente.

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––Montalais debe hallarse tan compromcomo La Vallière y vos.

––No tanto, porque habló menos.––No importa, puede ayudarnos perfe

mente por medio de una mentirilla.––¡Oh! Y lo hará, sobre todo si sabe que

teresáis por mí.––Bien; entonces creo haber encontrado que necesitamos, hija mía.

–– ¡Qué felicidad!

–– Diréis que todas tres sabíais perfectamque el rey permanecía detrás de ese árbol, ese matorral, lo que sea, así como el señSaint Aignan.

––Sí, señora..––Porque tenedlo entendido, Ateinaida;

Aignan, saca partido de ciertas palabras pronunciasteis en lisonja suya.

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––¡En eso conoceréis que se oye ––exAtenaida––, ya que el señor de Saint Aignoyó!

Madame había dicho una ligereza, y se dió los labios.

––¡Oh! Ya sabéis cómo es Saint Aigndijo––; el favor del rey le tiene vuelto el juhabla a tuertas y derechas, y dice cosas qveces inventa. Por otra parte la cuestión nesa; la cuestión es si el rey oyó o no.

–– ¡Pues bien, señora, oyó! ––murdesesperada Atenaida.

––Entonces, haced lo que os he dafirmad osadamente que sabíais las tres.tres, ¿entendéis? las tres, pues si se dudar

una, también podría dudarse de las demAfirmad, repito, que sabíais las tres que ey el señor Saint Aignan estaban allí, y qteis divertiros a expensas de los que os ban oyendo.

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–– ¡Oh! ¡Señora! ¿A expensas del re Jamás nos atreveríamos a decir semejantsa. .

––Pero si eso no pasa de ser una bropura broma; chanza inocente; perfectamadmisible en mujeres a quienes tratan deprender unos hombres. De este modo tod

explica. Lo que Montalais dijo de Maliclo que dijisteis vos del señor de Saint Ailo que pudo decir La Vallière...––Y que daría un mundo por poderlo reco

–– ¿Estáis cierta de ella?–– ¡Sí, sí! Respondo de ello.––Razón de más para que lo convirtá

mera broma. Así no tendrá por qué incodarse el señor Malicorne. El señor de Saingnan quedará confundido, y se reirá de évez de reír de vos. Por último, el rey quecastigado de una curiosidad bien poco d

de su jerarquía. Que se rían un poco de

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en esta circunstancia, no creo que dé lugquejarse.––¡Ah! ¡Señora! Sois en verdad un áng

bondad y de talento.––Cómo que es interés mío.–– ¡Cómo interés vuestro!

–– ¿Me preguntáis si es interés mío evimis camaristas interpretaciones, disgustoacaso calumnias? ¡Ay! Ya lo sabéis, hija mCorte no tiene indulgencia con esa clase dcadillos. Pero ya hace mucho tiempo que mos andando: ¿no hemos llegado todavía?

–– Faltan unos cincuenta o sesenta paAhora hay que torcer a la izquierda.

––¿Y decís que estáis segura de Montalapreguntó Madame.–– ¡Oh! Sí.––¿Creéis que haga todo lo que queráis?

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––Todo. Con la mejor voluntad.––Respecto a La Valliére... aventuró la pr

sa.–– ¡Oh! En cuanto a ésa, será más difícil,

ra; le repugna mentir.–– No obstante, cuándo vea que le va en

su interés ...––Mucho me temo, que eso no altere más mínimo sus ideas.

––Sí, sí––dijo Madame–– ya tengo notic

ello; es una persona muy remilgada, unaesas presumidas que ponen a Dios por delpara ocultarse detrás. Pero, si no quiere mecomo se expondrá a la burla de toda la Ccomo habrá provocado al rey con una conftan ridícula como indecorosa, la señorita Baume Le Blanc de La Valliére no extrañarla envíe con sus palomas, para que allá, enrena, o en el Blaisois, pueda a su gusto ded

se a la vida sentimental y pastoril.

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Estas palabras fueron dichas con una vmencia y hasta dureza tales, que atemorizarla señorita de Tonnay Charente.

En consecuencia, hizo propósito de mtodo cuanto fuese necesario.

Con estas excelentes disposiciones llegMadame y su compañera a las inmediacide la encina real.

––Ya estamos en la encina ––dijo Atenaid––Pues ahora veremos si se oye ––re

Madame.––¡Silencio! ––exclamó la joven retenie

Madame con una rapidez bastante olvidade la etiqueta.

Madame se detuvo.––Ya veis que se oye ––observó Atenaida–– ¿Cómo es eso?–– Escuchad.

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Madame contuvo su respiración, y se oyen efecto, estas palabras pronunciadas contriste y suave:

––¡Oh! Te digo, vizconde, y te repito, qamo con toda mi alma; esta pasión conccon mi vida.

Al oír Madame aquella voz, se estremecun rayo de alegría brilló en su rostro.

Detuvo a su vez a su compañera, y con ligero, la hizo retroceder veinte pasos, hponerla fuera del alcance de la voz.

––Quedaos ahí ––le dijo––, mi queridanaida, y procurad que nadie nos sorprenda.parece que se habla de vos en esa conversa

–– ¿De mí, señora?––De vos, sí... o más bien, de vuestra av

ra. Voy a escuchar; las dos seríamos descutas. Id a buscar a Montalais, y volved aperarme con ella en el lindero del bosque.

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Después, como Atenaida titubeara:–– ¡Marchad! –– dijo la princesa

con una voz que no admitía observacioneAtenaida arregló sus faldas ruidosas, y voa los jardines por un sendero que cortabmacizo.

En cuanto a Madame, se agazapó en el mrral, recostada contra un corpulento castuno de cuyos troncos había sido cortado a tura de una silla.

Y allí, llena de ansiedad y temor…––Veamos ––dijo––, veamos; puesto q

oye desde aquí, escuchemos lo que va a de mí al señor de Bragelonne ese otro loco

morado a quien llaman conde de Guiche.

CXVIII

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DONDE MADAME ADQUIERE LA PRBA DE QUE ESCUCHANDO SE PUEDE LO QUE SE DICE

Hubo un instante silencioso, como si todoruidos misteriosos de la noche hubiesen capara escuchar, al mismo tiempo que Madaquella juvenil y amorosa. confidencia.

Correspondíale hablar a Raúl. Apoyábasdolentemente en el tronco de la gran encinrespondía con su voz dulce y armoniosa:

––¡Ay, querido Guiche! Es una gran decia.

––¡Oh, sí! ––exclamó éste––. ¡Muy grand

––No me entendéis, Guiche. Digo que egran desgracia para vos, no el que améis; sique no sepáis ocultar vuestro amor.

––¿Cómo, pues?

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––Sí, porque no advertís una cosa, y esahora; no es ya a vuestro único amigo, es da un hombre que se dejaría matar antes

traicionaros; no advertís, digo, que no es vuestro único amigo a quien hacéis confidde vuestros amores, sino al primero que lle

–– ¡Al primero que llega! ––murmuró Gu

–. ¿Estáis loco, Bragelonne, para decir semtes cosas?––Pues así es.––¡Imposible! ¿Podéis suponer que mi i

creción llegue hasta ese punto?–– Quiero decir, amigo mío, que vue

ojos, vuestros ademanes, vuestros susphablan a pesar vuestro; que toda pasión ex

rada pone al hombre fuera de sí mismo. Ences el hombre no se pertenece, y se entreuna locura que le hace contar sus penas árboles, a los caballos, al aire, cuando no ningún ser inteligente al alcance de su

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Ahora bien, mi pobre amigo, tened presuna cosa, y es que rara vez falta alguienoiga particularmente las cosas que no debe

oídas.Guiche exhaló un profundo suspiro.––Os aseguro ––prosiguió Bragelonne––

en este momento me causáis pena; desde vtro regreso habéis manifestado cien veces cien modos diferentes vuestro amor por elno obstante, aun cuando nada hubieseis divuestro solo regreso es ya una indiscreció

rrible. De todo esto infiero una cosa: que, ponéis más cuidado en lo que hacéis, un dotro acontecerá una explosión. ¿Quién os srá entonces? Decid, respondedme. ¿Quiésalvará a ella misma? Porque, por inocentesea vuestro amor, ese amor será siempremanos de sus enemigos una acusación coella.

––¡Ay, Dios mío! ––murmura Guiche.

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Y un profundo suspiro acompañó a sus pbras.

––Eso no es contestar, Guiche. Ciertamen––Vamos a ver: ¿qué contestáis?–– Que ese día no estaré más muerto d

que estoy en la actualidad.

––No os entiendo.––¡Sí! Tantas alternativas han acabado co

go. Hoy no soy un ser que piense y obré; hovalgo lo que pueda valer un hombre, por

diano que sea; así que hoy siento ya agotmis fuerzas y desvanecidas mis últimas reciones, y renuncio a luchar. En campaña, ca los dos nos ha sucedido más de una cuando parte uno solo a fin de intentar algescaramuza, suele encontrar a veces unpartida, de cinco o seis merodeadores, y, que solo, uno se defiende; acuden otros seuno se irrita y se empeña más y más; pe

llegan aún otros seis, ocho o diez más, ento

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lo que uno hace es meter espuelas al caballo tiene o dejarse matar para no huir. Pues byo me hallo en este caso; primero luché co

go mismo, después con Buckingham, ahoha presentado el rey, y no pienso en lucharél, ni tampoco, os lo aseguro, dado que el rretirase, contra el carácter solo de esa m¡Oh! No me hago ilusiones; entré al servicese amor, y por él me dejaré matar.

––No es a ella a quien pueden hacerse revenciones ––repuso Raúl––, sino a ti.

–– ¿Y por qué a mí?––Pues que, sabiendo tú que la princesa go ligera, muy amante de la novedad, y entremo sensible a la lisonja, por más quevenga de un ciego o de un niño, ¿vas a imarte hasta el punto de consumirte a ti proMira a la mujer, ámala, pues el que no tengcorazón ocupado en otra parte, no puede vsin amarla. Pero al mismo tiempo que la a

respeta en ella, primero, la jerarquía de su e

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so, luego, al esposo mismo, y por últimpropia seguridad.

–– Gracias, Raúl.––¿Y por qué?

–– Porque viendo lo mucho que padezcoesa mujer, me consuelas diciéndome tod

bueno que piensas de ella, y aun quizá lono piensas.–– ¡Oh! ¡Te engañas, Guiche! –– exclam

úl––. No siempre digo lo que pienso; pertonces callo. Cuando hablo, no sé fingir ngañar, y el que me escucha puede creerme.

Mientras así hablaban los dos jóvenes,dame, con el cuello extendido, el oído alelos ojos dilatados, Madame, decimos, aspcon avidez hasta el menor soplo que se deoír entre las ramas.

––¡Oh! Entonces la conozco mejor que tes ligera, es frívola; no es amante de la n

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dad, sino mujer sin memoria y sin fe; no esy simplemente sensible a las lisonjas, sinqueta refinada y cruel. ¡Mortalmente coque

–– ¡Oh! Sí, lo sé. Mira, Bragelonne, creémtoy sufriendo todos los padecimientos defierno; siendo valiente por naturaleza y amacon pasión el peligro, encuentro un peligro

yor que mi fuerza y mi valor. Pero escuchaúl: todavía me reservo una victoria que le hcostar muchas lágrimas.

Raúl miró a su amigo, quien, sofocado as

la emoción, recostó la cabeza contra el tronla encina.–– ¡Una victoria! ––replicó Raúl––. ¿Y cu––Algún día. me llegaré a ella, y le diré

era joven, y estaba loco de amor; pero ; tesuficiente respeto para caer a vuestros pipermanecer allí con mi frente en el polvvuestras miradas no me hubieran levanthasta vuestra mano.

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¡Creí comprender vuestras miradas, mevanté, y entonces, sin haber hecho otra cosamaros más todavía, si era posible, ento

me destrozásteis el corazón por un caprimujer sin corazón, sin fe, sin amor! No soina, por más princesa de sangre real que sno sois digna del amor de un hombre hony me castigo con la mujer por haberos amamuero aborreciéndoos.”

–– ¡Oh! ––exclamó Raúl asustado por elto de profunda verdad que se revelaba enpalabras del joven––. ¡Oh! ¡Bien te lo decGuiche, que estabas loco!

––¡Sí,, sí! ––murmuraba Guiche prosiguen su idea––. Ya que aquí no tenemos guiré allá al Norte a pedir que me dejen entrservicio del Imperio, y no faltará algún húro, algún croata, algún turco que me haga lridad de enviarme una bala.

No había terminado de hablar Guiche, o

bien acaba de pronunciar la última pala

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cuando, le sobresaltó un ruido que hizo a ponerse en pie en el mismo instante.

Respecto a Guiche, absorto como estaba discurso y en su pensamiento, permaneciótado, con la cabeza comprimida entre susnos.

Abriéronse las matas, y una mujer aparante los dos jóvenes, pálida y en el mayororden. Con una de sus manos apretaba lamas que hubieran podido azotarle el rostrcon la otra levantaba el capuchón del m

que cubría sus hombros.En aquellos ojos húmedos y brillantesaquel modo regio de presentarse, en la elción de aquel ademán soberano, y, más nada, en el latido de su corazón, reconocióche a Madame; y lanzando un grito, se llevmanos desde las sienes a los ojos.

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Raúl, trémulo, desconcertado, no hacía que dar vueltas a su sombrero entre las matartamudeando vagas, fórmulas de respeto.

––Señor de Bragelonne ––dijo la princtened la bondad de ir a ver si mis doncestán allí en los paseos o en los tresbolillvos, señor conde, quedaos, estoy cansad

espero que me daréis vuestro brazo.Un rayo que hubiera caído a los pies defortunado joven le habría asustado menosaquellas palabras frías y severas.

Sin embargo, como Guiche, según lo acade decir; era intrépido y había tomado yaresoluciones en lo íntimo de su corazón, svantó, y, viendo la vacilación de Bragelondirigió una mirada llena de resignación ypremo agradecimiento.

En vez de contestar al momento a Maddio un paso hacia el vizconde, y, tendiéndomano que la princesa le había pedido, apre

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de su fiel amigo con un suspiro, en el cual cía otorgar a la amistad toda la vida que le daba en el fondo de su corazón.

Madame, no obstante su orgullo y a pesaque no sabía esperar, aguardó a que termiaquel mudo coloquio.

–– Su mano, su regia mano, se mantuvopendida en el aire, y, cuando marchó Raúl,cendió sin cólera; pero no sin emoción, enGuiche.

Hallábanse solos en medio del bosque brío y mudo, y no se oía más que el pasRaúl alejándose precipitadamente por los deros umbríos.

Sobre su cabeza se extendía la bóveda es

y olorífera del ramaje del bosque, por entryos claros veíase brillar aquí y acullá algestrellas.

Madame arrastró dulcemente a Guiche a u

cien pasos de aquel árbol indiscreto que h

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oído y dejado oír tantas cosas en aquella ny, conduciéndole a un claro próximo, quemitía ver a cierta distancia alrededor:

––Os traigo aquí ––le dijo estremeciéndoporque allí, dónde estábamos, todo se oye.

––¿Todo se oye, decís señora? ––repitióquinalmente el joven.

–– Sí.––Lo cual significa... ––murmuró Guiche––Que he oído todo lo que habéis dicho.

––¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Esto sólo taba! ––balbució Guiche.

Y bajó la cabeza, como el nadador fatibajo la ola que va a tragarle.

––De modo ––dijo la princesa––, ¿que mgáis como habéis dicho?

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Guiche perdió el color, volvió a otra ladcabeza, y no despegó sus labios; conocíaestaba a punto de desmayarse.

––Está muy bien ––prosiguió la princessu voz llena de dulzura––; prefiero esa franza, que debe herirme, a una lisonja que pudengañarme. ¡Sea! Según vos, señor de Gu

soy una mujer coqueta y vil.––¡Vil! ––exclamó el joven––. ¿Vil vosSeguramente no he dicho, no he podido ndecir que lo que hay en el mundo más prec

para mí fuese una cosa vil; no, no; ¡yo ndicho eso!–– Una mujer que ve perecer aun hom

consumido por el fuego que ella ha encendno apaga ese fuego, es, a mi juicio, una mvil.

––¡Oh! ¿Qué os importa lo que yo phaber dicho? ––replicó el conde––. ¿Qué s

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a vuestro lado, Dios Santo, y por qué os dáis siquiera de si existo o no?

––Señor de Guiche, vos sois un hombre yo una mujer, y, conociéndoos, como os coco, no quiero exponeros a morir; cambiarévos de conducta y de carácter. Seré, no frporque siempre lo soy, sino verídica. Os s

co, pues, señor conde, que dejéis de amarmolvidéis enteramente que os haya dirigidolabra o mirada alguna.

Guiche se volvió, cubriendo a Madame

una mirada apasionada––Vos ––dijo––,–– ¡vos me disculpáis! ¡Vsuplicáis, señora!

––Sí, yo; pues habiendo hecho el mal, ju

que lo repare. De consiguiente, señor coconvengamos en una cosa. Vos me perdonmi frivolidad, mi coquetería... No me interpáis. Yo os perdonaré el que me hayáis llamfrívola y coqueta, y tal vez algo peor, re

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ciando por vuestra parte a las ideas de mupara conservar a vuestra familia, al rey y damas un caballero que todo el mundo est

y que muchos aman.Y Madame dijo esta última palabra co

acento tal de franqueza y aun de ternura, qujoven le pareció que el corazón quería saltá

del pecho.––¡ Oh, señora, señora! ––balbució.–– Oídme todavía ––continuó la prince

Cuando hayáis renunciado a mí, primero necesidad, y luego por condescender a mplica, entonces me juzgaréis mejor, y estoyta de que reemplazaréis ese amor... perdoesta presunción, con una sincera amistadvendréis a ofrecerme, y que yo os lo juroserá aceptada cordialmente.

Guiche, con el sudor en la frente y el fuelas venas, se mordía los labios, hería el

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con el pie, y devoraba, en una palabra, tsus dolores.

––Señora, lo que me proponéis es imposino admito tal trato.

––¡Cómo! ––dijo Madame–– ¿Rehusáamistad?...

––No, no. ¡Nada de amistad, señora! quiero morir de amor, que vivir de amistad––¡Señor conde!–– ¡Oh, señora! –– murmuró Guiche––

llegado a ese momento supremo en que nomás consideración ni más respeto que elpeto y consideración de un hombre ínthacia una mujer adorada. Arrojadme, macidme, denunciadme de cualquier modo oréis con justicia; me he quejado de vos, perhe quejado tan amargamente porque os amhe dicho ya que moriría, y moriré, viviendoolvidaríais; muerto; sé que no me habéi

olvidar.

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Y Madame, que se mantenía de pie tan petiva y agitada como el joven, volvió un moto la cabeza, como antes lo había hecho Gu

Luego, después de un breve silencio:–– ¿Con que tanto me amáis? –– preguntó–– ¡Oh! Locamente.

––¿Hasta el punto de morir, como decíais––Hasta el punto de morir, bien sea que

arrojéis de vuestro lado o que sigáis escucdome.

–– Entonces es un mal sin esperanza ––dprincesa sonriendo––, y que conviene trapor medio de dulcificantes. Vaya, dadme vtra mano. ¡.Qué helada está!

Guiche arrodillóse y pegó sus labios, una, sino a las dos manos de Madame.

––Ea, pues, amadme ––continuó la princ, puesto que no puede ser de otro modo.

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Y la princesa le aprieta los dados, casi imceptiblemente, haciéndole levantar, conademán entre de reina y de amante.

Guiche se estremeció..–– Madame sintió correr ese estremecim

por las venas del joven, y comprendió quamaba verdaderamente.

––El brazo, conde, y volvamos ––le dijo.––¡Ah, señora! ––exclamó el conde vac

deslumbrado, como si tuviese una nube dego sobre los ojos––. ¡Ah! Habéis hallado ucer medio de matarme.

––Afortunadamente el más lento, ¿no esto? ––dijo la princesa. Y le condujo hatresbolillo.

CXIXLA CORRESPONDENCIA DE ARAMIS

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En tanto que los asuntos de Guiche, arrdos de una manera tan inesperada, sin quediera él adivinar la causa, tomaban el girohemos visto, Raúl, que comprendió la inción de Madame, se había separado paraturbar aquella explicación, cuyos result

estaba muy lejos de adivinar, y fue a reucon las camaristas, diseminadas por los jnes.

Mientras esto pasaba, el caballero de Lo

que había subido a su cuarto, leía con sorpla carta de Wardes, en la que éste le participo más bien le hacía participar por conductsu criado, la estocada recibida en Calais, dos los pormenores de aquella aventura, tándole a que comunicara a Guiche y a Msieur lo que en dicho suceso pudiera ser pcularmente desagradable a cada uno de ello

Wardes se fijaba sobre todo en demostr

caballero la violencia del amor de Buckin

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hacia Madame, y concluía su carta anuncique creía correspondida esa pasión.

Al leer este último párrafo, el caballerpudo menos de encogerse de hombros; en to, Wardes se hallaba muy atrasado de notisegún se habrá echado de ver, y suponía Buckingham continuaría siendo el preferid

El caballero arrojó la carta por encima dhombro en una mesa inmediata, y, en tono deñoso.

–– Verdaderamente ––dijo––, parece incry eso que Wardes es mozo de talento, peresta ocasión no lo ha demostrado. Está que en provincia se vuelve uno tonto. ¡Lléel diablo a ese necio, que debía escribirme importantes y no me cuenta más que tonteEn vez de esa miseria de carta, hubiera podescubrir en los tresbolillos alguna buena ga que comprometiese a una mujer, valiesvez una estocada a algún hombre, y divirti

Monsieur durante tres días.

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Miró él reloj.––Ya es tarde ––prosiguió––. La una

madrugada; todo el mundo debe estar ecuarto del rey, donde se terminará la nocherastro perdido, y a menos de un feliz acaso,

Y, al pronunciar estas palabras, como si tse de invocar su buena estrella se asomódespecho a la ventana que daba a una psolitaria del jardín.

Al punto, y como si un genio maléfichubiese dado sus órdenes, percibió, de vuepalacio en compañía de un hombre, un callo de seda color obscuro, y reconoció talante que tanto habíale llamado la atenmedia hora antes.

––¡Eh, Dios mío! ––pensó dándose unamada––. ¡Dios me condene!, como nuestrogo Buckingham: he aquí; un misterio.

Y bajó apresuradamente la escalera, con

peranza de llegar a tiempo al patio para r

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nocer la mujer del capotillo y a su acoñante.

Mas al llegar a la puerta del patio pequeñencontró de manos a boca, con Madame,. semblante gozoso aparecía lleno de velaciones halagüeñas bajo aquel manto qabrigaba sin ocultarle.

Por desgracia, Madame iba sola. El cabacomprendió que habiéndola visto, no hacíani cinco minutos con un gentilhombre, no déste hallarse muy lejos.

En consecuencia, no se detuvo más tieque el necesario para saludar a la princapartándose para darle paso; pero luego ésta se alejó algún trecho con la rapidez demujer que teme ser reconocida, y se convel caballero de que se hallaba bastante aben sus pensamientos para hacer alto en éinternó en el jardín; mirando rápidamente htodos lados y abarcando el mayor horiz

que podía.

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Llegaba a tiempo, pues el gentilhombrehabía acompañado Madame estaba aún acance de su vista, sólo que se adelantaba

suradamente hacia una de las alas del paladetrás de la cual iba a desaparecer.No había un momento que perder. Así

que el caballero echó a correr en su seguim

to, proponiéndose aflojar el paso luego qutuviese cerca del desconocido, pero, por grque fue su diligencia, dobló aquél la esqantes que él.

Era evidente, no obstante, que como el hbre a quien seguía el caballero caminabamamente entregado a sus pensamientos yla cabeza inclinada bajo el peso del dolor ofelicidad, si bien había doblado la esquinmenos que hubiera entrado por alguna pueno podría menos de ser alcanzado.

Esto habría acontecido irremisiblemente,doblar el caballero la esquina no hubiese tr

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zado con dos personas que iban a dobtambién en sentido contrario.

Disponíase el caballero a hacer pagar caencuentro a aquellos dos importunos, cuandlevantar la cabeza reconoció al señor suintendente.

Fouquet iba acompañado de otra personael caballero veía por la primera vez.

Esta persona era Su Ilustrísima el obispVannes.

Contenido por la importancia de aquel penaje, y obligado por el bien parecer a darculpas, cuando esperaba recibirlas, el cabadio un paso atrás; y, como el señor Fouquesi no apreciado, por lo menos, respetado

todo el mundo, y como el mismo rey, aun cdo fuese más bien, enemigo que amigo strataba al señor Fouquet con alguna considción; el caballero hizo lo que habría hecrey, que fue saludar al señor Fouquet, el cu

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devolvió el saludo con afable cortesía, vique aquel hombre le había tropezado sin rer.

Pero el señor Fouquet reconoció pronto aballero de Lorena, y entonces le dirigió algcumplimientos, a los cuales no pudo menocorresponder el caballero.

Por corto que fuera el diálogo, duró lo bate para que viese aquél con un mortal disgque su desconocido iba eclipsándose popoco hasta perderse en la sombra.

Lorena se resignó, y una vez hecha la reción, consagróse completamente a Fouquet–– ¡Ah! Señor ––dijo, llegáis muy tarde.

tra ausencia ha dado bastante que hablar,

oído a Monsieur manifestar extrañeza dehabiendo sido invitado por el rey, no hubivenido.

––Me ha sido imposible, señor; hasta aho

he podido verme libre.

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–– ¿Está París tranquilo?–– Completamente. El pueblo ha reci

muy bien la última tasa.––¡Ah! Comprendo que hayáis querido

guraros de esa buena acogida antes de ventomar parte de nuestras fiestas.

––No por eso dejo de llegar algo tarde. Mrigiré, por tanto, a vos para preguntaros rey está o no en Palacio, y si podré verlenoche, o tendré que aguardar hasta mañana

––Hemos perdido de vista al rey hace media hora ––dijo el caballero.

–– ¿Estará en el cuarto de Madampreguntó Fouquet.

––No creo que se encuentre allí, porque ade encontrar a Madame que volvía por la lera pequeña, y a menos que.. ése gentilhocon quien acabáis de cruzaros ahora mismfuese el rey en persona...

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Y el caballero detúvose, esperando saber nombre de la persona que seguía.

Pero Fouquet, hubiese reconocido o no ache, se limitó a responder:

–– No, señor, no era él.El caballero saludó desconcertado; per

mismo tiempo que saludaba, dirigió una mda en torno suyo y viendo al señor Colbemedio de un grupo:

––Mirad, señor ––dijo al superintendenallá, bajo los árboles, hay una persona qu. oinformará mejor que yo.

–– ¿Quién? ––preguntó Fouquet, cuya débil no podía penetrar en la obscuridad.

––El señor Colbert –– respondió Lorena.––¡Ah! Perfectamente. ¿Aquel que

hablando con esos hombres que llevan hanes es el señor Colbert?

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––El mismo. Da órdenes para mañana encargados de la iluminación.

–– Gracias, señor.Y Fouquet hizo un movimiento de cab

como indicando saber ya lo que deseaba.Por su parte, el caballero, que nada habí

bido, se retiró después de hacer un cortés do.Apenas se hubo alejado, cuando Fouq

frunciendo el ceño, se entregó a una mudaditación. Aramis le miró un instante conespecie de compasión llena de tristeza:

––Vamos ––le dijo––, ya estáis sobresacon sólo oír el nombre de Colbert. Estabaispoco triunfante y gozoso, ¿y, vais a pontriste y taciturno al solo aspecto de ese fantasma? Vamos a ver, caballero, ¿creévuestra fortuna?'

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––No ––respondió melancólicamente quet.

––¿Y por qué?––Porque soy demasiado feliz en este ins

––replicó Fouquet con voz trémula––. ¡Aquerido Herblay! Vos, que tanto sabéis, deconocer la historia de cierto tirano de Sa¿Qué podría, yo arrojar al mar a fin de correstar la desgracia que pueda sobrevenir¡Ay! Os lo repito, amigo mío, soy demafeliz; tan feliz, que no deseo más que lo

tengo. . . Me he elevado tanto... No ignorádivisar Quo non ascendam. . . Pues me hevado tanto, que no me queda más que desder. No puedo, por consiguiente, creer enprogresos de una fortuna que es ya más quemana.

Aramis sonrió, fijando en Fouquet, sustan cariñosos como astutos:

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––Si conociese vuestra felicidad –– dijo–mería tal vez vuestra desgracia; pero veome juzgáis como verdadero amigo, es d

bueno sólo para el infortunio. Bien sé quees muy de apreciar; pero, sin embargo, también que tengo derecho a suplicaros quconfiéis de vez en cuando las cosas feliceos sucedan, y en las cuales sabéis que rtanta satisfacción como si me sucediesen mismo.

––Mi querido prelado ––dijo riendo Fouq–, mis secretos son bastante profanos parafiarlos a un obispo, por mundano que sea.

––¡Bah! Haceos cuenta que es en confesi–– ¡Oh! Tendría mucha vergüenza si fu

vos mi confesor.Y Fouquet lanzó un suspiro. Aramis vol

mirar, sin otra manifestación de su pensamto que su muda sonrisa.

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––¡Ea! ––dijo––; también es gran virtud creción.

––¡Silencio! ––dijo Fouquet––. Ese aponzoñoso me ha reconocido y viene hacisotros.

––¿Colbert?

–– Sí; alejaos, querido Herblay, que no qque ese bergante os vea conmigo, pues obraría aversión.

Aramis le estrechó la mano.

––¿Qué necesidad tengo de su amistadexclamó––. ¿No estáis vos aquí?––Sí, pero quizá no estaré siempre, ––dij

lancólicamente Fouquet.

––Ese día, si es que llega ––repuso tranqmente Aramis––, ya veremos cómo pasasin la amistad del señor Colbert o cómo atrar su aversión. Pero, decidme, mi que

señor Fouquet, en lugar de entreteneros con

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pedante como le hacéis la honra de llamconversación cuya utilidad no alcanzo, qué no vais a ver, si no al rey, al menos a

dame?–– ¡A Madame! ––exclamó el

perintendente distraído por su recuerdoiré a ver a Madame

––Ya recordaréis ––prosiguió Aramque nos han hablado del mucho favor goza, Madame hace dos o tres días, y, modo de ver, entra en vuestra política y

vuestros planes el que hagáis asiduamencorte a las amigas del rey. Es el medio detrapesar la autoridad naciente del señor bert; con que id lo más pronto posible a Madame, y procurad ganaros esa aliada.–– ¿Pero estáis seguro ––preguntó Fouq

de que sea la princesa la que ocupe la atendel rey, en este momento?

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––Si ha girado la aguja, habrá sido desdemañana. No ignoráis que tengo tambiénpolicía.

–– ¡Bien! Voy al instante, y, para todo evcuento con medios para introducirme, pollevo un magnífico par de camafeos antigengarzados en diamantes.

––Ya los he visto, y no puede darse cosarica y más regia. Interrumpióles entoncelacayo que acompañaba a un correo:

––Para el señor superintendente ––dijo enalta el correo, presentando una carta a Fouq

––Para el señor obispo de Vannes ––dijolo bajo el lacayo entregando una carta a Ar

Y como el lacayo llevaba una antorcha, tuó entre el superintendente y el obispo, de que pudieran los dos leer al mismo tiem

Al ver Fouquet la letra fina y menuda debre estremecióse de alegría. Sólo los que am

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han amado podrán comprender la inquieque le asaltó primero y la felicidad que asucedió.

“Hace una hora que me he separado dhace un siglo que no te he dicho te amo.”

Nada más decía.

La señora de Bellière se había separadFouquet, en efecto, hacía una hora, despuéhaber pasado dos días en su compañía, y,miedo de que su recuerdo se alejara demastiempo del corazón que tanto amaba, le envel correo portador de aquella importante mva.

Fouquet besó la carta y la pagó con un pdo de oro.

Respecto a Aramis, también leía por su ppero con más calma y reflexión, el billeguiente:

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“Él rey ha recibido esta noche una extimpresión: una mujer le ama. Lo ha sabidsualmente, escuchando la conversación de

joven con sus compañeras. De suerte que ese ha entregado enteramente a este nuevopricho. La mujer se llama señorita de Lalière, y es de una belleza lo suficiente ordipara que ese capricho pueda convertirse enfuerte pasión.

“No hay que descuidar a la señorita de Lallière.”

Nada de Madame.Aramis volvió a doblar lentamente aquellete y se lo guardó en el bolsillo.

En cuanto a Fouquet, seguía deleitándose

los perfumes de su carta.–– Monseñor ––dijo Aramis tocando en

do a Fouquet.

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–– ¿Qué? –– preguntó éste. ––Tengoidea.. ¿Conocéis a una joven que se llamVallière?

––No, por cierto.––Recordadlo bien.––¡Ah, sí! Supongo que es una de las cam

tas de Madame.––Esa debe de ser.––Bien, ¿y qué?––Pues es necesario que vayáis a visitar

noche a esa joven.––¡Bah! ¿Y cómo?

–– Hay más, y es que vuestros cama

deben ser para ella.––¿Qué decís?––Ya sabéis, monseñor, que no suelo ser

consejero.

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––Pero una cosa tan imprevista...––Ese asunto es mío. Pronto una corte e

gla a la joven de La Vallière, monseñor. Yencargo de convencer a la señora de Beque esa corte es puramente política.

––¿Qué estáis diciendo, amigo míoexclamó con viveza Fouquet––. ¿Qué nohabéis pronunciado?

––Un nombre que debe demostraros, ssuperintendente, que, estando bien informcon respecto a vos, puedo estarlo tambiénrespecto a los demás. Haced la corte a la jLa Vallière.

––Haré la corte a quien queráis ––reFouquet, hecho su corazón un paraíso.

––Vamos, bajad a la tierra, viajero del sépcielo ––dijo Aramis––, que aquí tenemos ñor Colbert. Por cierto, que ha reclutado gmientras estábamos leyendo, pues se ac

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rodeado de alabanzas y congratulaciones; didamente es una potencia.

En efecto, Colbert se adelantaba escoltadcuantos cortesanos habían quedado en losdines, los tules le prodigaban a porfía, soborden de la fiesta, mil elogios que le llenaborgullo.

––Si estuviera aquí La Fontaine ––dijoquet sonriendo––, ¡qué buena ocasión se lecía para recitar su fábula de La rana que qhacerse tan grande como el buey.

Colbert llegó rodeado de un resplandecicírculo de luz; Fouquet le esperaba impacon aire un tanto burlón.

Colbert sonreía también, y habiendo vi

su enemigo desde un cuarto de hora anteaproximaba con torcida intención.––¡Oh; oh! ––observó Aramis por lo b

superintendente––: Ese tunante va a ped

todavía algunos millones para pagar sus fu

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artificiales y sus vidrios de colores. Colbeludó al primero con aire que se esforzabaser respetuoso.

Fouquet movió apenas la cabeza.–– ¿Qué tal, señor?' ––preguntó Colb

¿Qué os dicen los ojos? ¿Hemos tenido gusto?

–– Exquisito ––respondió Fouquet; sinpudiera notarse en sus palabras el measomo de mofa.

––¡Oh! ––replicó malignamente ColbEs favor que nos hacéis... Los de la casrey somos pobres, y Fontainebleau nmansión comparable a la de Vaux.––Es verdad ––repuso flemáticamente

quet, que dominaba a todos los actores de alla escena.

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–– ¡Qué queréis, monseñor! ––continuóbert––. Hemos hecho todo lo que permnuestros escasos recursos.

Fouquet hizo un gesto de asentimiento.––Pero ––continuó Colbert–– sería dign

vuestra magnificencia, monseñor, ofrecer Majestad una fiesta en vuestros suntuososdines… en esos jardines que os han cossesenta millones.

–– Setenta y dos ––respondió Fouquet.––Razón de más ––replicó Colbert––. ¡

que sería verdaderamente magnífico!–– ¿Creéis, caballero ––preguntó Fouqu

que Su Majestad aceptaría mi invitación?

––¡Oh! ¡Creo que sí! ––contestó con vColbert––. Casi puedo responderos de ello.–– Es mucha vuestra bondad.––dijo

quet––. ¿Conque podré contar con el as

miento del rey?

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–– Si, señor, sí, de seguro.––Entonces, me consultaré ––dijo Fou

––Aceptad, aceptad ––dijo por lo bajo ypresteza Aramis:––¿Os consultaréis? ––replicó Colbert.––Sí ––respondió Fouquet––; para sabe

día podré hacer mi invitación al rey.–– ¡Oh! Desde esta misma noche, m

ñor, desde esta misma noche.––Pues acepto––dijo ––el superintend

–. Señores, quisiera poderos invitar yo mipero ya sabéis que adonde quiera que vrey está en su casa, y, por consiguienteinvitaciones no pueden proceder más qu

Su Majestad.Dejóse oír entre la muchedumbre un ru

de alegría.Fouquet saludó, y partió.

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––¡Miserable orgulloso! ––exclamó Co1b¡Aceptas, y sabes que eso te costará diez mnes!

––Me habéis arruinado ––dijo FouquAramis en voz baja.

––Os he salvado ––replicó éste, en tantoel señor Fouquet subía las escalinatas y preguntar al rey si estaba visible todavía.

CXX

FUNCIONARIO DE ORDEN

Deseando el rey permanecer solo conmismo, para estudiar lo que pasaba en su pio corazón, se retiró a sus habitaciones, ade fue a buscarle el señor de Saint Aignanminada su conversación con Madame.

Satisfecho el favorita con su doble impocia, y conociendo que desde hacía dos hora

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el confidente del rey, principiaba, no obs1o respetuoso que era a mirar los asuntos Corte desde cierta altura; y desde el punt

que se había. colocado, o, más bien, en qhabía colocado la casualidad, sólo veía guidas en rededor suyo.

El amor del rey a Madame, el de Madam

rey, el de Guiche a Madame, el de La Vallièrey, el de Malicorne a Montalais, y el amorseñorita de Tonnay Charente al mismo SAignan, era seguramente más de lo que secesitaba para volver loco a un cortesano.

Ahora bien, Saint Aignan era el prototiplos cortesanos pasados, presentes y futuros

Por lo demás, Saint Aignan se expresóbien y mostró tanta finura en el decir, que ele escuchó manifestando mucho interés, prpalmente cuando refirió el modo apasioncon que Madame había buscado su convción con motivo del asunto de la señorita d

Vallière.

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Aun cuando el rey no hubiera sentido hMadame Enriqueta nada de lo experimenthabía en ese ardor de Madame por inform

cierta satisfacción de amos propio que no pescapar al rey. Tuvo, pues, dicha satisfacpero a eso quedó reducido todo, pues su czón no se alarmó lo más mínimo por loMadame pudiera o no pensar de toda aquaventura.

Sólo cuando Saint Aignan acabó de hablpreguntó el rey, mientras se arreglaba paracogerse:

––Creo, Saint Aignan, que sabrás quién señorita de La Vallière, ¿no es verdad?

––No sólo sé quién es; sino lo que será.

––¿Qué quieres decir?–– Quiero decir que es todo lo que una m

puede desear ser, esto es, amada por VueMajestad, y quiero decir, que será todo lo

Vuestra Majestad quiera que sea.

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––No es eso lo que te pregunto... No qsaber lo que es hoy día, ni lo que será mañpues como acabas de decir, eso es cuenta

no lo que fue ayer. Repíteme lo que diceella.––Dicen que es prudente.

–– ¡Oh! ––murmuró el rey ––sonrienEso es un rumor.

––Bastante raro en la Corte, Majestad,que se crea cuando lo divulgan.––Tal vez tengas razón mi querido. . . ¿Y

buena casa?–– ¡Excelente! Hija del marqués de L

llière e hijastra del bueno de Saint Remy!

––Ah! Sí, el mayordomo de mi tía. me acuerdo, y ahora caigo que la vi al ppor Blois. Fue presentada a las reinas. Y que reprocharme no haber puesto entonceella toda la atención que merecía.

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–– ¡Oh, Majestad! En vuestras manos escuperar el tiempo perdido.

–– ¿Y dices que no corren rumores detenga amante?

––En todo caso; no creo que Vuestra Majpueda asustarse de la rivalidad.

–– ¡Aguardad! ––exclamó de pronto el remarcada expresión de seriedad.––¿Qué, Majestad?––Ahora recuerdo una cosa.

––¡ Ah!––Si no tiene amante, tiene novio.–– ¡Novio!

––¡Cómo! ¿No lo sabes, conde?––¡Tú el hombre de las noticias!

–– Vuestra Majestad me perdonara. rey, ¿conoce a ese novio?

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–– ¡Diantre! Su padre ha venido a pedque firme el contrato. Sin duda iba el rpronunciar el nombre del vizconde de Br

lonne, mas se detuvo, frunciendo el ceño.––Es…––repitió Saint Aignan.––Ya no me acuerdo ––respondió Luis X

procurando disimular su emoción.––Tal vez pueda yo ayudar la memoria

Vuestra Majestad ––dijo el conde.––No, pues ni yo mismo sé de quién q

hablar; me acuerdo vagamente de que unlas camaristas iba a casarse... pero se me hel santo al cielo.

––¿Era la señorita de Tonnay Charente ladebía casarse? –– preguntó Saint Aignan.

––Quizá ––replicó el rey.––Entonces, el futuro era el señor de Mo

pán; pero la señorita de Tonnay Charente

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habrá hablado, supongo, en términos que da asustar a los pretendientes.

––En fin––dijo el rey––, nada o casi naacerca de la señorita de La Vallière. Saintnan, te encargo que me traigas informes de

––Bien, Majestad. ¿Y cuándo tendré el hde volver a ver a Vuestra. Majestad para conicarle mis noticias?

––Así que las tengas.––Pronto las tendré, si las noticias van ta

prisa como mi deseo de volver a ver al rey.–– ¡Muy bien dicho! A propósito, ¿es Ma

que ha manifestado algo contra esta mucha–– Nada,. Majestad.

––¿Ni se ha mostrado enfadada?––No sé; lo que puedo decir es que la he

siempre con la risa en los labios.

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–– Muy bien; oigo ruido en las antecámsin duda vienen a anunciarme la llegadaalgún correo.

––En efecto, Majestad.––Infórmate, Saint Aignan.El conde corrió a la puerta, y cambió alg

palabras con el ujier.–– Majestad ––dijo_ cuando volvió––,señor Fouquet, que viene según dice, en vde orden del rey. Se ha presentado, peroatención a lo avanzado de la hora, no insisser recibido, contentándose con que se constar su presencia.

––¡El señor Fouquet! Le escribí a las tretándole a estar en Fontainebleau a la masiguiente; y ha llegado a las dos. ¡Eso es ceexclamó el rey, gozoso de verse tan bien obcido––. Quiero dar audiencia al señor Fouahora mismo. Le he llamado y le recibiré.

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entre. ¡Tú, conde, a tus informes, y hastañana!

El rey puso un dedo sobre los labios, y Aignan se escurrió con el corazón lleno delo, dando orden, al ujier para que introdujeseñor Fouquet.

Fouquet hizo entonces su entrada en la cára regia; Luis XIV se levantó para recibirle

––Buenas noches, señor Fouquet ––dijoamable sonrisa––. Os felicito por vuestra tualidad, con tanto más motivo, cuanto qumensaje ha debido llegaros tarde.

––A las nueve de la noche, Majestad.––Mucho habéis trabajado, señor Fou

pues me han asegurado que no habéis salidvuestro despacho de Saint Mandé desde tres o cuatro días.

––He permanecido, en efecto, encerradodías ––replicó Fouquet, inclinándose.

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–– ¿Sabéis, señor Fouquet, que tengo unación de cosas que deciros? ––prosiguió econ la mayor afabilidad.

–– Vuestra Majestad me honra demasiadya, que tanta es su amabilidad para conmme permitirá que le recuerde cierta audieque me tiene prometida.

––¡Ah! Sí, un eclesiástico que debe darmgracias, ¿no es eso?–– Justamente, Majestad. La hora no es

la más oportuna; pero el tiempo es precpara la persona que yo aprecio, y como tainebleau es camino para su diócesis.

––Pero, ¿quién es?––El último obispo de Vannes; a quien V

tra Majestad, por recomendación mía, se ddar la investidura hace tres meses.

––Es posible ––dijo el rey–– que firmaleer. ¿Está ahí?

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–– Majestad; Vannes es una diócesis imtante, las ovejas de este pastor necesitan slabra divina; son rústicos a quienes conv

civilizar instruyéndolos, y para esta clastrabajos se pinta solo el señor de Herblay.––¡El señor de Herblay! –– exclamó el r

gistrando en su memoria, como si aquel n

bre, aunque no oído en mucho tiempo, nfuese desconocido.––¡Oh! ––murmuró con viveza Fouqu

Vuestra Majestad no conoce ese nombre o

ro de uno de sus súbditos más fieles y más sos servidores.––No, lo confieso... ¿Y desea marchar ot

allá?

––Hoy ha recibido cartas que exigirán tasu partida; de suerte que antes de ponersecamino para el país perdido, que llaman lataña, desearía ofrecer sus respetos a VuMajestad.

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––¿Y espera?––Está ahí, Majestad.

––Hacedle entrar.Fouquet hizo una seña al ujier que aguardetrás de la cortina. Abrióse la puerta y eAramis. El rey le dejó hacer su saludo, aco

ñado de los cumplidos de estilo, y fijó unrada penetrante en aquella fisonomía, quedie podía olvidar después de haberla visto.

––¡Vannes! ––dijo––. ¿Sois obispo de Va

––Sí, Majestad.–– ¿Vannes está en Bretaña?Aramis se inclinó otra vez.

––¿A pocas leguas de Belle Isle? Maje–replicó Aramis––; a seis leguas, según c––Seis leguas es un paso ––repuso Luis X––No es así para nosotros, pobres breto

Majestad ––dijo Aramis

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–– Al contrario, seis leguas son ya basdistancia, aun siendo por tierra; si son por es una inmensidad. Ahora bien, como y

tenido el honor de manifestar al rey, hayleguas de mar desde la ribera a Belle Isle.–– Dicen que el señor Fouquet posee all

casa hermosísima inquirió el rey.

–– Sí, eso dicen ––respondió Aramis mirtranquilamente a Fouquet.––¡Cómo que eso dicen!––exclamó el rey––Sí, Majestad.––En verdad, señor Fouquet, me extraña

cosa, os lo confieso.––¿Qué, Majestad?

––¿Cómo es que teniendo al frente de vtras parroquias a un hombre como el señoHerblay, no le habéis enseñado Belle Isle?

––¡ Ah, Majestad! ––replicó el obispodar tiempo a Fouquet para contestar––. N

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tros, pobres prelados bretones, practicaescrupulosamente la residencia.

––Señor de Vannes ––dijo el rey––. Yo caré al señor, Fouquet por su descuido.

–– ¿De qué manera, Majestad?––Trasladándoos.

Fouquet mordióse los labios, y Aramis so––¿Cuánto os produce Vannes? ––contin

rey.––Seis mil libras, Majestad ––contestó Ar––¡Dios mío! Bien poco es; pero tendré

nes, caballero.––Nada poseo, Majestad: solamente, el

Fouquet me hace entregar mil doscientas lanuales por su derecho de banco.––Vamos, vamos, señor de Herblay; y

prometo algo mejor que eso.

––Majestad...

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––Ya me ocuparé de vos.Aramis se inclinó.

El rey, por su parte, saludóle casi respesamente, como tenía costumbre de hacer comujeres y los eclesiásticos.

Aramis comprendió que había terminad

audiencia, y, despidiéndose con cierta fraslas más sencillas, una verdadera frase de pcampesino, desapareció.

––Me extraña el aspecto de ese hombre –el rey siguiéndole con los ojos todo el tieque pudo verle, y aun en cierto modo despque ya no le veía.

––Majestad ––respondió Fouquet––; sobispo hubiese recibido las primeras órdeningún prelado del reino como él para lasyores distinciones.

––¿No es docto?

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––Cambió la espada por la casulla un tarde. Pero no importa, si Vuestra Majestapermite que vuelva a hablarle del señor

Vannes en su tiempo y lugar.–– Desde luego. Mas antes de hablar d

hablemos de vos, señor Fouquet.––¿De mí, Majestad?––Sí, tengo que daros mil felicitaciones.––No acierto, Majestad, a manifestar a V

tra Majestad el júbilo de que me colma.

––Sí, señor Fouquet, comprendo. Sí, eprevenido en contra vuestra.––He sido entonces bien desgraciado.––Pero ya eso pasó. ¿No habéis llegado

tarlo?–– Majestad; pero aguardaba con resigna

a que luciese el día de la verdad. Y pareceese día ha llegado.

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––¡Ah! ¿De modo que sabíais que estabdesgracia mía?

–– ¡Ay! Sí; Majestad.––¿Y sabéis por qué? .––Perfectamente; el rey me suponía un

pidador.

––¡Oh! No.–– O más bien un mediano administrado

una palabra, Vuestra Majestad suponía quteniendo dinero los pueblos, tampoco lo ten

el rey.––En efecto, eso creía; pero ya, me he d

gañado.Fouquet se inclinó.––Y no hay rebeliones ni quejas.––Y además hay dinero ––dijo Fouquet:––Lo cierto es que en el mes último os h

mostrado pródigo conmigo.

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––Y tengo dinero todavía, no sólo para lacesidades de Vuestra Majestad, sino hasta todos sus caprichos.

Gracias a Dios, señor Fouquet –– replirey con seriedad––, no os pondré a pruHasta dentro de dos meses no quiero pednada.

––Aprovecharé ese tiempo para reunir acinco o seis millones, que le servirán de pros fondos en caso de guerra.

–– ¡Cinco o seis millones!––Para su casa sólo.

––¿Creéis, según eso, en la guerra, señorquet?

––Creo que, si Dios ha dado al águila uny garras, es para que se aproveche de ellostente su predominio.

El rey se sonrojó de placer

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––Mucho hemos gastado en todos estos señor Fouquet. ¿No me regañaréis?

Vuestra Majestad tiene aún veinte años dventud y mil millones para gastar en esos vte años.

––Mil millones es demasiado, señor Fouq–dijo el rey.

–– Economizaré, señor. Además, Vuestrajestad tiene en el señor Colbert y en míhombres preciosos. El uno le hará gastadinero, ése seré yo, si Vuestra Majestad sena seguir aceptando mis servicios; el otro economizará, y ése será el señor Colbert.

–– ¡El señor Colbert! –– replicó admirarey.

––Sí, por cierto, Majestad; el señor Ccuenta perfectamente bien.

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A este elogio del enemigo, hecho por sumigo mismo, se sintió penetrado el rey de fianza y admiración.

Y era que, en efecto, nada había en la ven la mirada de Fouquet que destruyese sola letra de las palabras que había pronciado. No hacía un elogio para tener derec

intercalar dos reconvenciones.El rey lo comprendió, y, rindiendo armtanta generosidad o talento:

––¿Elogiáis al señor Colbert? –– dijo.––Sí, Majestad, lo elogió, porqué, adem

ser un hombre de mérito, le creo muy adilos intereses de Vuestra Majestad.

–– ¿Lo decís porque a veces ha contravuestras miras? ––dijo el rey sonriendo.

––Precisamente, Majestad.––Explicadme eso.

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––Es muy sencillo. Yo soy el hombre qnecesita para hacer entrar el dinero, y écuanto cabe para impedir que salga.

––¡Vamos, vamos, señor superintendentediablos' Ya me diréis algo que pueda modiesa opinión.

––¿Administrativamente, Majestad? Nadabsoluto, Majestad.

––¿De veras?––Por mi honor; no conozco en Francia

funcionario que el señor Colbert.La palabra funcionario no tenía, en 166

significación algo subalterna que se le dadía; pero, al pasar por la boca del señor quet, a quien el rey acababa de llamar ssuperintendente, tomó cierto carácter humildad y pequeñez, que colocaba admiramente a Fouquet en su punto y a Colbert suyo.

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––Pues bien ––dijo Luis XIV––, él hquien, tan ahorrador como es; ha ordenadofestejos de Fontainebleau, y os aseguro,

Fouquet, que no ha procurado escasear mnero.––Fouquet se inclinó, pero sin responder.–– ¿No es ésa vuestra opinión? ––dijo el –– Encuentro, Majestad' ––respondió

quet––; que el señor Colbert ha desplegadtodo un orden asombroso, y merece, en concepta, todas las alabanzas de Vuestra Mtad.

La palabra orden venía como anillo al dela palabra funcionario. Ninguna organizacimás que la del rey, tenía esa viva sensibili

esa finura de tacto que percibe y recoge eden de las sensaciones antes que las sensacmismas.

Por consiguiente, Luis XIV comprendió q

funcionario había tenido para Fouquet de

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siado orden, es decir, que las fiestas tan esdidas de Fontainebleau hubieran podido más espléndidas todavía.

Conoció, por tanto, que podía, censurarsgo en sus festejos, y experimentó algo para ese despecho que siente un provinciano, adornado con los más hermosos trajes d

guardarropa, llega a París, donde el homelegante apenas le mira, o le mira demasiadEsta parte de la conversación, tan sobria

tan sutil de Fouquet, hizo concebir al rey m

estimación hacia el carácter del hombre capacidad del ministro.Fouquet se despidió a las dos de la mañan

el rey se metió en el lecho algo inquieto yfuso con la lección encubierta que acababrecibir; y aun empleó sus dos buenos cuartohora en recordar los bordados, las colgadulos refrescos, la arquitectura de los arcos tfales, las iluminaciones y los fuegos artific

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imaginados por el orden del funcionario bert.

De ahí resultó que, repasando en su memtodo lo que había tenido lugar en aquellos mos ocho días, encontró algunos lunares afiestas.

Pero Fouquet, con su diplomacia, su afdad y su generosidad, acababa de perjudicColbert más profundamente de lo que éstesu trapacería, su ruindad, su odio perseveralogró nunca perjudicar a Fouquet.

CXXIFONTAINEBLEAU A LAS DOS DE

MAÑANA

Como ya hemos visto, Saint Aignan habíjado el cuarto del rey en el momento enentraba el superintendente.

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Saint Aignan estaba encargado de una miurgente, es decir, iba a hacer cuanto estuven su mano para sacar buen partido de

tiempo.El que hemos introducido como amigo

rey era un hombre raro; uno de esos cortespreciosos, cuya vigilancia y pureza de inten

hacia sombra desde aquel tiempo a todo fato, pasado o futuro, y cuya exactitud corrírejas con el servilismo de Dangeau.

Dangeau, más que favorito, era el amigo

cioso del rey. Saint Aignan, por tanto, tratorientarse, y creyó que de quien debía tomaprimeros informes era de Guiche.

De modo que corrió en busca de él.

Guiche, a quien vimos desaparecer por edel palacio, y que, según todas las aparienpodía creerse que había vuelto a su habitano lo había hecho así.

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Después de mil vueltas y revueltas, vio Aignan una cosa parecida a una forma humrecostada contra un árbol.

Aquella forma tenía toda la inmovilidaduna estatua y parecía muy ocupada en conplar una ventana, a pesar de que las cortinaaquella ventana estaban herméticamente c

das.Como aquella ventana era la de Madamepuso Saint Aignan que aquella forma debíla de Guiche.

Acercóse poco a poco y vio que no se equivocado.Había sacado Guiche de su conversación

Madame tal cúmulo de felicidad, que tod

fuerza de espíritu no bastaba a soportarla.Saint Aignan sabía por su parte que Gu

había contribuido a introducir a La Vallièrcasa de Madame; un cortesano todo lo sabe

acuerda de todo. Sin embargo, lo que h

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ignorado siempre era el título y las condicicon que Guiche había concedido su proteca La Vallière. Pero, como preguntando mu

rara vez sucede que no se consiga saber contaba Saint Aignan con averiguar poco ocho interrogando a Guiche con toda la dedeza y al propio tiempo con toda la tenacde que era capaz.

El plan de Saint Aignan era éste: Si los mes eran buenos, decir con efusión al reyhabía hallado una perla, y reclamar el privide engastar esa perla en la corona real.

Si los informes eran malos, cosa que pmuy bien suceder, examinar hasta qué purayaba la afición del rey hacia La Vallièdirigir sus tiros de manera que fuese expulla muchacha, para hacerse un mérito de aquexpulsión con todas las mujeres que puditener pretensiones sobre el corazón del principiando por Madame y concluyendola reina.

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En el caso de que el rey se mostrase tenasu capricho, ocultar las notas desfavorahacer saber a La Vallière que esas notas

excepción alguna, residían en un cajón sede la memoria del confidente; hacer alardgenerosidad a los ojos de la pobre joven, nerla constantemente obligada, por medioreconocimiento y del terror, a ser amiga sinteresada como cómplice en hacer la dichsu cómplice al mismo tiempo que la suyapia.

Para el día que estallase la bomba del pascaso de que esta bomba llegara a estallaprometía Saint Aignan tener tomadas todaprecauciones y aparentar ignorancia con el

En cuanto a La Vallière, también podía hen ese día un magnífico papel de generosid

En todas estas ideas, brotadas en media al fuego de la avaricia, Saint Aignan, el mhijo de su época, como habría dicho La

taine, se dirigía con intención bien marcad

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hacer hablar a Guiche, esto es de turbarle efelicidad, que por otra parte ignoraba SaAignan.

Era la una de la madrugada cuando SAignan divisió a Guiche de pie, recostado tronco de un árbol y con los ojos clavadoaquella ventana iluminada.

La una de la madrugada, es decir la hora agradable de la noche, la que los pintores cnan de mirtos y adormideras nacientes, llos ojos lánguidos, cabeza pesada y, cor

palpitante, que arroja sobre el la transcuruna mirada de pesar y dirige un saludo tieal nuevo día.

Para Guiche era la aurora de una felicidaefable, y habría dado un tesoro al mendigose le hubiera atravesado en su camino paratener que no le molestara en sus ensueños.

En esta hora, precisamente, fue cuando Aignan, mal aconsejado, pues el egoísmo n

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aconseja bien, vino a darle un golpe sobhombro en el instante en que murmuraba palabra o un nombre.

–– ¡Ah! ––exclamó pesadamente––: Os bba.

–– ¿A mí? ––gritó Guiche, estremeciéndo

––Sí, y os encuentro meditando a la lunará cosa de que os halléis atacado del mapoesía, querido conde, y estáis componiversos?

El joven forzó a su fisonomía a sonreír, mtras en lo íntimo del corazón mil contradines gruñían contra el indiscreto Saint Aign

––Tal vez ––dijo––. Pero, ¡qué feliz cadad!...

––¡Ah! Eso me prueba que habéis oído m––¿Por qué?––Mi primera palabra ha sido manifest

que os buscaba.

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––¿Me buscabais?––Sí, y os he sorprendido.

––¿En qué? .––Cantando a Filis.––En efecto, no lo niego ––dijo riendo

che––; estaba cantando a Filis.––Y tenéis derecho allo.–– ¿Yo?––Sin duda, vos, que sois el protector int

do de toda mujer hermosa y espiritual.––¿Pero qué diantre me estáis diciendo?––Verdades reconocidas, ya lo sé. Pero,

chad: estoy enamorado.––Tanto mejor, querido conde. Venid co

go; y me contaréis eso. Y temiendo Guaunque algo tarde, tal vez, que Saint Aigadvirtiese la ventana iluminada, le cogió

brazo, y trató de llevárselo de allí.

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––¡Oh! –– dijo Saint Aignan resisténdoNo me llevéis a esos bosques sombríos, hace allí demasiada humedad. ¿Queréis

nos quedemos a la luna?Y, cediendo a la presión del brazo de Gu

se quedó en los jardines próximos al palaci––Vamos a ver ––dijo Guiche resignad

conducidme adonde os plazca, y preguntalo que queráis.––No puede darse mayor bondad. Y des

de un momento de silencio:––Querido conde ––continuó Saint Aign

desearía que me dijeseis dos palabras acerccierta persona a quien habéis dispensado vtra protección.

–– ¿Y a quién vos amáis?––No digo sí ni no... Ya sabéis que no

uno colocar su corazón a la ventura, y qu

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preciso tomar de antemano las convenieprecauciones.

––Es verdad ––dijo Guiche con un suspiEl corazón es cosa de mucho precio.

––El mío, especialmente, es muy tierno,lo entrego tal como es.

––¡Oh querido conde! Excusáis decirlo.–– ¿Qué se os ofrece?––Se trata simplemente de la señorita de

nay Charente.

––¡Vaya, mi querido Saint Aignan! Por fhabéis perdido el juicio.

–– ¿Por qué?

––¡Porque nunca he protegido a la señoriTonnay Charente!––¡Bah!–– ¡Jamás!

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––¿Pues no fuisteis vos el que proporciola señorita de Tonnay Charente entrar en de Madame?

––La señorita de Tonnay Charente, y desaber mejor que nadie, querido conde, ebastante buena casa para que se le buscuanto más para que se la admita.

––Os chanceáis.––No, por mi honor, sé lo que queréis dec––¿Dé modo que para nada intervinistei

su admisión?––No.––¿No la conocéis?––La vi por primera vez en el día de su

sentación a Madame. De modo que, como he protegido, ni la conozco, no puedo, queconde, daros acerca de ella las noticias quseáis.

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Guiche hizo un movimiento como para srarse de su interlocutor. ,

––¡Vaya, vaya! ––dijo Saint Aignan––. Utante, mi querido conde; no permitiré quedejéis de ese modo.

––Perdón; pero creo que ya es hora de vuno a sus habitaciones.

––Sin embargo, no me parece que os rbais cuando os he hallado.

–– Si tenéis, conde, alguna cosa que detodavía, estoy a vuestra disposición.

––Y hacéis perfectamente, ¡qué diantremedia hora más o menos no se estropevuestros encajes.. Con que vamos a ver, jme que no tenéis malas nuevas que darmepecto a ella, y que esas noticias desfavorque hubieseis podido darme, no son la causvuestro silencio.

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––¡Oh! A la pobre muchacha la creo tancomo un cristal

––Me llenáis de júbilo. Sin embargo, no ro pasar por tan mal informado como a primvista os he debido parecer. Es cosa segurapor vuestro conducto han entrado algunasmaristas al servicio de la princesa, y aun s

compuesto sobre eso una canción.––Ya sabéis, amigo, que se componen canes sobre todo. ¿La conocéis?

––No, pero cantádmela, y así la sabré.––No podré deciros cómo principia, pe

me acuerdo cómo acaba.––Bueno, siempre es algo. Guiche, de d

de honor, Fue nombrado proveedor.––La idea es pueril y la rima pobre.––¡Y qué queréis, amigo! No son vers

Racine ni de Molière, sino simplemente d

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Feuillade, y un gran señor no puede compversos como un bigardo.

–– Lástima es, en verdad, que no os acomás que del final.

––Aguardad; ahora recuerdo el principila segunda copla.

–– Vamos a ver.–– A dos bellas muchachitas, quiso Gproteger: Montalais y...

––Y La Vallière, ¡pardiez! ––exclamó G

impaciente, y sobre todo ignorando compmente adonde Saint Aignan, quería ir a par––Sí, sí, eso es. La Vallière. Habeis hall

consonante, querido.

––¡Valiente hallazgo!––Montalais y La Valliére, eso es. Son la

muchachas a quienes habéis protegido.Saint Aignan se echó a reír.

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––Creo que no encontraréis en la canciónseñorita de Tonnay Charente.

––No, ciertamente.––¿Estáis ya, satisfecho?––Sin duda; pero encuentro en ella a M

lais ––replicó Saint Aignan sin dejar de reír

––¡Oh! A ésa la encontraréis en todas pEs una señorita muy bulliciosa.—¿La conocéis?––Por intermediario. Fue protegida por u

Malicorne, a quien protege Manicamp; Mcamp me suplicó que solicitase un nommiento de camarista para Montalais, en lavidumbre de Madame, y una plaza de of

para Malicorne al lado de Monsieur, y comignoráis la inclinación que tengo a ese tunManicamp, así lo he hecho.

––¿Y lo habéis obtenido?

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––Para Montalais, sí; para Malicorn, sí pues no es aún más que tolerado. ¿Es eso lodeseábais saber?

–– Falta todavía el consonante.–– ¿Qué consonante?

––El que vos mismo hallasteis.

––¿La Vallière?Y Saint Aignan volvió de nuevo con su s

sa, que tanto irritaba a Guiche.––También ha entrado por mediación m

servicio de Madame, es cierto.––¡Ja, ja, ja! ––prorrumpió Saint Aignan.––Pero me haríais un favor, querido cond

continuó Guiche con marcado aire de frial–, si os abstuvieseis de bromear sobre ese bre. La señorita de la Baume te Blanc de Lllière es una joven de mucho juicio.

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––¿No sabéis las últimas nuevas que corr–exclamó Saint Aignan.

–– No, y os suplico, querido conde,guardéis esas noticias para vos y para loslas hacen correr.

––¡Bah! ¡No tomáis eso con poca serie

—Sí, porque a la señorita de La Vallièama uno de mis buenos amigos.Saint Aignan tembló de emoción.––¡Oh, oh! ––exclamó.

––Sí, conde ––prosiguió Guiche––. De guiente, comprenderéis muy bien vos, queel hombre más cortés de Francia; que no pconsentir que se coloque a mi amigo en

posición ridícula.––¡Oh! Muy bien.Y Saint Aignan se roía los dedos, parte

despecho, y parte por ver frustrada su curdad.

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Guiche le hizo un profundo saludo.––¿Me despedís? ––preguntó Saint Aig

ardiendo en deseos de saber el nombreamigo.

––No os despido, querido... Voy a termmis versos a Filis.

–– ¿Y esos versos?...––Son una cuarteta; ya sabéis, ¿eh? quecuarteta es cosa sagrada.

––A fe que sí.

––Y como de los cuatro versos de que ralmente ha de componerse, me faltan todtres y un hemistiquio, me es preciso ponejuego todas mis potencias.

––Lo creo muy bien. ¡Adiós, conde!–– ¡Adiós!––A propósito…

–– ¿Qué?

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–– ¿Tenéis facilidad para componer?––Una enormidad.

––Y mañana por la mañana, ¿habréis acaya los tres versos y medio?––Espero que sí.––Pues bien, hasta mañana.––Hasta mañana. ¡Adiós!Preciso le fue a Saint Aignan con form

con la despedida, y en consecuencia desapció detrás de los bosquecillos.

La conversación había llevado a GuicheSaint Aignan bastante lejos del palacio.

Todo matemático, poeta o soñador, tiene

distracciones. Cuando Saint Aignan se sede Guiche, hallábase en el límite del tresboen el sitio donde principiaban los comundonde, a espaldas de múltiples bosqueteacacias y castaños, que cruzan sus ramaabrigo de montecillos de clemátides y v

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vírgenes, elevábase el muro de separación los bosques y el patio de los comunes.

Saint Aignan, luego que se vio solo, tomcamino de aquellos edificios, y Guiche en do contrario. De consiguiente, el uno retrohacia los jardines, mientras el otro se dirilas tapias.

Saint Aignan andaba bajo una impenetrbóveda de serbales, de lilas y de ojiacantogantescos, pisando una blanda arena, cubcon la sombra y sepultado entre el musgo.

Desconcertado, por no haber podido avguar algo más acerca de La Valliére, a pesaingenioso giro que diera a sus investigaciiba meditando cómo tomar el desquite quparecía difícil.

De repente, un susurro de voces humanasgó a sus oídos. Era éste como cuchicheos, gemidos femeninos mezclados con interciones; eran risitas, suspiros, gritos de sorp

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sofocados; pero, por encima de todo domiuna voz femenina.

Saint Aignan se detuvo para orientarse, conoció con la mayor sorpresa que, las vvenían, no del suelo, sino de las copas de loboles.

Levantó la cabeza deslizándose por la arda; y distinguió en el caballete de la tapia amujer encaramada en una escalera; en comunicación de ademanes y palabras cohombre subido a un árbol, y del que no se

saba más que la cabeza, por tener el cuoculto en la sombra de un castaño.La mujer permanecía a la parte de acá d

tapia, y el hombre al otro lado.

CXXIIEL LABERINTO

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Saint Aignan no buscaba otra cosa que cias y tropezaba con una aventura. No pser mayor su fortuna.

Deseoso de saber por qué, y principalmsobre qué estaban hablando a aquellas horen tan singular posición aquel hombre y aqmujer, Saint Aignan se agazapó y llegó cas

los travesaños de la escalera.Tomando entonces sus medidas para estamás cómodo posible, se apoyó contra un y escuchó. Y oyó el diálogo siguiente.

Era la mujer la, que hablaba.––Verdaderamente, señor de Manicamp

decía con una voz, que, en medio de las revenciones que articulaba, conservaba un ac

particular de coquetería–– en verdad que indiscreto. No podemos hablar así por mutiempo sin ser sorprendidos.

––Es muy probable ––repuso el hombre

tono mas tranquilo y flemático del mundo.

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––¿Y entonces qué se dirá?–– ¡Oh! Si alguien me viese, os confies

moriría de vergüenza;––¡Oh! Sería una niñada de la que no os

capaz.––Pase todavía si hubiese algo entre los

pero exponerse gratuitamente, lo considerobobada. ¡Adiós, señor de Manicamp!––“¡Bien! Ya sé quién es él; ahora ver

quién será la dama”, se dijo Saint Aignanchando por los travesaños de la escalera ltremidad de dos piernas elegantemente cadas con zapatos de raso azul celeste y mecolor de carne.

––Vamos; por favor, mi querida Montalaexclamó Manicamp––, no os marchéis. diablos! Todavía tengo que deciros cosas mayor importancia.

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“¡Montalais ––pensó Saint Aignan––. ¡las tres! Las tres comadres tienen su vensólo que se me había figurado que la aven

de ésta se llamaba Malicorne y no Manicam–– A aquel llamamiento de su interloc

detúvose Montalais a la mitad de su descenEntonces se vio al infortunado Manicam

caramarse un piso más arriba en su castañopara ver mejor, ya para combatir el cansade su mala posición.

––Vamos ––dijo––, escuchadme; supongno me creeréis capaz de ningún mal design

––No. ¿Pero qué significa esa epístola quhabéis escrito apelando a mi reconocimie¿Por qué esta cita que me habéis pedido a

horas y en semejante sitio?––He apelado a vuestro reconocimiento

cordándoos que fui yo quien os hizo entrservicio de Madame, porque deseando ard

temente la entrevista que os habéis dign

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concederme, quise echar mano del mediome parecía más seguro para obtenerla. ¿Poos la he pedido a esta hora y en semejant

tio? Porque la hora me ha parecido discretasitio solitario. Ahora bien, lo que tenía qudiros es de esas cosas que reclaman a ladiscreción y soledad.

––¡Señor de Manicamp!––A cada favor su honor, querida señorita––Señor de Manicamp, yo creo que ser

más prudente que me retirara.––Oídme, o salto desde mi nido al vuest

cuidado con desafiarme, porque hay en momento, una rama de castaño que me molestando y me provoca excesos. No imi

esa rama, y escuchadme.––Consiento en escucharos, mas sed b

porque, si ahí tenéis una rama que os esta vocando, yo, tengo un travesaño triangular

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se me clava en la planta de los pies. Os advque mis zapatos están minados.

–– Hacedme el favor de darme la manoñorita.

––¿Para qué?–– Dádmela.

––Aquí la tenéis; pero, ¿qué queréis hace–– Traeros hacia mí.––¿Con qué objeto? Supongo que no de

que vaya a acompañaros en vuestro árbol.––No, pero deseo que os sentéis sobre l

pia. ¡Eso es! El sitio es ancho y excelente, ycualquier cosa porque me permitieseis seme a vuestro lado.

––No, ahí estáis bien; aquí podrían verno––¿Creéis? ––preguntó Manicamp con v

sinuante.

––Estoy segura de ello.

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––Bien, pues me quedo en mi castaño, auos confieso que no puedo estar peor.

––¡Señor de Manicamp; señor de ManicQue nos alejamos del hecho.

––Exacto y …––¿No me habéis escrito?

––Sí, señorita..––¿Y por qué, motivo?–– Figuraos que hoy, a las dos, marchó

che.––¿Y qué–– Viéndole marchar, le seguí como e

costumbre.

––Ya se ve, puesto que estáis aquí.––Esperad... Ya sabréis que ese pobre G

se halla hundido en la desgracia.––¡Ay! Sí.

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––Por consiguiente, era el colmo de la imdencia venir a buscar a Fontainebleau a losle habían desterrado de París, y sobre to

aquellos de quienes se le alejaba.––Discurris como el difunto Pitágoras,

de Manicamp:––Ahora bien, Guiche es testarudo com

enamorado; así fue que no hizo el menor de mis observaciones. Rogué; supliqué; todo en vano... ¡Ah, diablo!

–– ¿Qué es esa?––Perdonad, señorita; es esa maldita ram

que ya he tenido el honor de hablaros, queha desgarrado las calzas.

––Es de noche ––repuso Montalais rienContinuemos, señor de Manicamp.

–– Guiche marchó, pues, corriendo a caby yo le seguí, pero al paso. Ya comprendque, irse a echar al agua con un amigo tan

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loz, es cosa de necios o de locos. Por lo dejé a Guiche tomar la delantera y caminéprudente lentitud, en la persuasión de qu

desventurado no sería recibido, o si lo eravería grupas al primer sofión, y le vería vmás ligero aún de lo que se fue, sin haber pdo yo de Ris o Melún; y no dejaréis de conen que era sobrado andar once leguas de iotras tantas de vuelta.

Montalais encogióse dé hombros.––Reíd cuánto queráis, señorita; pero, s

vez de estar cómodamente sentada en el tabde una tapia como estáis, os vieseis a casobre esta rama, bien seguro que desearíamismo que Augusto, es decir, descender.

––¡Un poco de paciencia, mi querido señManicamp! Un instante pronto se pasa; deque llegasteis a Ris o Melún.

––En efecto; no sólo llegué, sino que, osré también, continué caminando, admir

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cada vez más de no ver volver a Guiche. Eal fin en Fontainebleau, me informo; pregutodo el mundo por Guiche, y nadie me sabe

razón; sólo pude averiguar que llegó a correr, entró en Palacio, y desapareció. Dlas ocho de la noche estoy en Fontainebpreguntando por Guiche a todos los ecoGuiche no parece. ¡Me muero de inquiPero ya supondréis que no habría ido a ajarme yo mismo en la boca, del lobo, mdome en Palacio como ha hecho mi imprudamigo; así fue que me encaminé en derech

los comunes, desde donde procuré hacer lluna epístola a vuestras manos. Ahora, señoen nombre del cielo, sacadme de la ansiedaque estoy.

––No será difícil, mi querido señor de Mcamp, vuestro amigo Guiche ha sido recimuy bien.

––¡Bah!

––El rey le ha manifestado la mayor bond

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––¡El rey, que le había desterrado!–– ¡Madame le ha sonreído, y Monsieur

ce quererle más que antes!–– ¡Ah, ah! ––exclamó Manicamp––. E

explica cómo y por qué se ha quedado. ¿Y hablado de mí?

––Ni una sola palabra. .––Mal hecho. ¿Qué hace ahora?–– Supongo que estará durmiendo, o, s

duerme, soñará.

–– ¿Y qué se ha hecho en toda ésta noche–– Bailar.––¿El famoso baile? ¿Y cómo se ha po

Guiche?–– Soberbiamente.–– ¡Amigo amado! Ahora, señorita, perdo

pero no me queda otro remedio que pasa

mi casa a la vuestra.

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––¿Cómo es eso?––Comprended: no presumo de que me a

la puerta del palacio a estas horas, y, en cua dormir sobre esta rama, bien lo quisiera, declaro la cosa imposible para cualquier animal que no sea un papagayo.

––Pues yo, señor de Manicamp, no puedtroducir así como se quiera a un hombreencima de una tapia.

––A dos, señorita ––dijo una segunda vozro con acento tan tímido, que era fácil coque su propietario comprendía toda la conveniencia de semejante pretensión.

–– ¡Santo Dios! ––exclamó Montalais zándose por penetrar con su mirada hasta e

del castaño––. ¿Quién me habla?––Yo, señorita.––¿Y quién sois vos?

––Malicorne, vuestro humilde servidor.

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Y al decir Malicorne estas palabras; se ramó desde el suelo a las primeras ramadesde las primeras ramas a la altura de la ta

––¡El señor Malicorne!... ¡Bondad divinaro estáis locos?

––¿Cómo estáis, señorita? ––preguntó corne con la mayor urbanidad.

––¡Esto sólo me faltaba! ––murmuró desrada Montalais.

––¡Oh, señorita! ––murmuró Malicor¡Por Dios, no seáis conmigo tan cruel!

––Al fin, señorita ––replicó Manicampsomos amigos vuestros, y nadie puede desemuerte de sus amigos. Considerad que dejadonde estamos es lo mismo que condenarnmuerte.

––¡Oh! ––exclamó Montalais––El señorcorne es robusto, y no se morirá por pasarnoche a la intemperie.

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–– ¡Señorita!––Este será un merecido castigo de su es

toria.–– ¡Enhorabuena! Que Malicorne se ar

como quiera con vos; pero, yo paso ––dijonicamp.

Y, curvando aquella famosa rama contrcual había exhalado tan amargas quejas, cguió, con auxilio de manos y pies, sentarlado de Montalais.

Montalais trató de rechazar a ManicamManicamp procuró mantenerse firme.

Aquel conflicto, que duró algunos instatuvo también. su lado pintoresco; lado delsacaron algún provecho los ojos de Saintnan.

Pero Manicamp venció. Dueño de la espuso en ella el pie y ofreció galantemenmano a su enemiga.

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Entre tanto, Malicorne se instalaba en eltaño, en el sitio que había ocupado Manicprometiéndose sucederle pronto en el que

paba a la sazón.Manicamp y Montalais bajaron algunos

lones, Manicamp insistiendo, y Montalais do y defendiéndose.

Entonces oyóse la voz de Malicorne.––¡Señorita ––suplicaba––, no me aband

por Dios! Mi posición es falsa, y no podré sin contratiempo por mí, solo al otro lado tapia. A Manicamp puede importársele pdestrozar sus vestidos, porque tiene los deñor de Guiche; pero yo no podré tener siqulos de Manicamp, porque estarán desgarrad

––Creo ––dijo Manicamp sin curarse dlamentaciones de Malicorne––, que lo mque puedo hacer es ir a buscar a Guiche amismo. Más tarde quizá no pueda penetrasu habitación.

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––Soy del mismo parecer ––replicó Mlais––, con que adiós, señor de Manicamp.

–– ¡Gracias mil! Hasta la vista, señorita –Manicamp saltando a tierra––. Nadie es amable que vos.

––Señor de Manicamp, soy vuestra servivoy ahora a ver si me deshago del señor Mcorne.

Malicorne exhaló un suspiro..––Adiós, adiós ––continuó Montalais.

Manicamp dio unos cuantos pasos, y viendo al pie de la escala:––A propósito; señorita ––dijo––, ¿por d

se va al aposento del señor de Guiche?

––¡Ah! Es verdad ... Nada más fácil: siguesa olmeda.

––Muy bien.––Llegaréis a la encrucijada verde.

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––¡Bien!––Allí encontraréis cuatro avenidas...

––Perfectamente.––Tomáis una...–– ¿Cuál?––La de la derecha.

–– ¿La de la derecha?––No, la de la izquierda.

–– ¡Ah, diablo!––No, no.... Aguardad. .––No parecéis muy segura... Haced mem

señorita..

La de en medio.––Es que hay cuatro.

–– Tenéis razón. Todo cuanto puedo dros, es que, de esos cuatro caminos hay

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que conduce directamente a las habitacide Madame, y ese lo conozco bien.

––Pero el señor de Guiche no estará ehabitaciones de Madame, ¿eh?––No, a Dios gracias.––Por consiguiente, de nada me sirve sab

que conduce a las habitaciones de Madamdesearía cambiarlo por el que conduce a laseñor de Guiche.

–– Ciertamente, también conozco ese campero, por lo que hace a indicarlo desde aquparece la cosa imposible.

––Pues bien, supongamos que he dadoesa dichosa avenida.

–– Entonces habéis llegado.––Bien.

—Sí, no tenéis más que atravesar el laber

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–– ¿Nada más que eso? ¡Pardiez! ¿Cohay un laberinto?

–– Sí, y bastante enredado; aun de día esperderse, tantas son las vueltas y revueltaque se compone; primero hay que andar vueltas a la derecha, luego dos a la izquiedespués una vuelta... una o dos. ¡Esperad

fin, al salir del laberinto, veréis una avenidsicómoros, y esa avenida de sicómoros os rá directamente al pabellón que ocupa el sde Guiche.

––Señorita ––dijo Manicamp––, las señalas únicas para perderme de seguro. Por loto voy a pediros un pequeño favor.

––¿Cuál?

––Que aceptéis mi brazo y me guiéismisma, como otra... como otra... Yo sabía logía, señorita; pero la gravedad de los accimientos me la ha hecho olvidar. Venid, pos lo suplico.

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––¿Y yo? ––exclamó Malicorne––. ¿Sabandona a mí?

––¡Eh, señor, imposible! ––dijo MontaManicamp––. Si me ven con vos a estas hsuponeros lo que podrán decir.

–– Tendréis vuestra conciencia a fvuestro, señorita ––dijo sentenciosamManicamp.

––¡Imposible, señor, imposible!––Entonces dejadme que ayude a ba

Malicorne, que es mozo muy inteligente be olfatear muy bien; él me guiará, y, sperdemos, nos perderemos los dos, y prraremos salvarnos mutuamente. Si nos ha juntos, pareceré siquiera alguna cosa mie

que solo, creerán que soy un amante o quun ladrón. Venid, Malicorne; aquí está la la.

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––Señor Malicorne ––exclamó Montalaisprohíbo dejar vuestro árbol, so pena de incen toda mi cólera.

Malicorne había ya extendido hacia el cabte de la planta una pierna, que retiró tristemte.

––¡Silencio! –– dijo por lo bajo Manicam––¿Qué hay? ––preguntó Montalais.–– Oigo pasos.––¡Oh! ¡Dios mío!

En efecto, los pasos en cuestión se convron en un ruido bien claro y distinto. Abrióramaje, y apareció Saint Aignan, con ojsueños y el brazo extendido, sorprendien

cada cuál en la posición que se hallaba, esa Malicorne encaramado en el árbol y ccuello estirado, a Montalais sobre un travey pegada a la escala, y a Manicamp en el s

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y con un pie adelante, en actitud de echar adar.

––¡Eh! Buenas noches, Manicamp ––dconde––. Bien venido, querido amigo, hfaltado esta noche, y han preguntado por Señorita de Montalais.. ¡soy vuestro humservidor!

Montalais se sonrojó.–– ¡Ay, Dios mío! ––balbució ocultan

rostro entre las manos.––Señorita ––dijo Saint Aignan––, tra

lizaos, porque conozco toda vuestra inocy me hago cargo de todo. Manicampguidme. Seguidme, encrucijada y labeme los conozco muy bien; seré vuestra A

na. ¡Ea! ¿No es este el nombre mitológicbuscabais?––¡Ese es, a fe mía!–– ¡Gracias, Conde!

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–– Pues de paso, conde ––dijo Montalllevaos también al señor Malicorne.

––No, no ––replicó Malicorne–– . El Manicamp ha estado hablando con vos todtiempo que ha querido, y es justo que a mllegue mi vez; tengo que hablaros, señorituna porción de cosas referentes a nuestro

venir.––Ya lo oís ––dijo riendo el conde–– qua hacerle compañía, señorita. ¿Ignoráis quenoche es la de los secretos?

Y, cogiendo del brazo a Manicamp, le con ligero paso en dirección del caminoMontalais conocía tan perfectamente e indtan mal.

Montalais les fue siguiendo con la vista mtras se lo permitió la distancia.

CXXIII

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DE QUE MODO FUE DESALOJADO MLICORNE DE LA HOSTERIA “EL HERSO PAVO REAL”

En tanto que Montalais seguía con la visconde y Manicamp, Malicorne había aprchado la distracción de la joven para procuuna posición menos incómoda.

Cuando ella se volvió, no pudo menochocarle inmediatamente la diferencia quevirtió en la posición de Malicorne.

Malicorne estaba sentado a manera de msobre la tapia con los pies sobre el primer tsaño.

Los pámpanos silvestres y las madreselvcubrían la cabeza. como a un fauno, y los echados de la viña loca representaban muy sus pies de macho cabrio.

Respecto a Montalais, nada faltaba parapudiera tomársela por una perfecta dríada.

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––¡Ea! ––dijo subiendo un travesaño––. réis hacerme todavía más desgraciada? ¿Nhabéis perseguido bastante todavía, tirano?

–– ¿Yo? ––exclamó Malicorne––. ¿Yo tir––Sí; me estáis comprometiendo cont

mente, señor de Malicorne; sois un monstrumaldad.

–– ¿Yo?––¿Qué habíais de hacer en Fontaineb

¡Decid! ¿No es Orleáns vuestro domicilio?

––¿Me preguntáis que tengo que hacer aqNecesitaba veros.–– ¡Valiente necesidad!––Quizá no lo sea para vos, señorita, pero

es para mí. En cuanto a mi domicilio, no ráis que lo he abandonado y no tengo en lcesivo otro que el que tengáis vos mismaconsiguiente, siendo ahora vuestro domi

Fantainebleau; a Fontainebleau me he venid

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Montalais se encogió de hombros.–– Queríais verme, ¿no es eso?

–– Sí por cierto.––Pues bien, ya que me habéis visto y esatisfecho, idos.

––¡Oh! No ––repuso Malicorne.––¿Cómo que “oh no”?––No he venido sólo para veros; he ve

también para hablaros.

––Pues bien, ya hablaremos más tarde otro sitio.––¡Más tarde! ¡Sabe Dios si nos volvere

encontrar en otro sitio!

––Pues esta noche no puedo; no puedo enmomento.––¿Por qué?––Porque han sucedido mil cosas.

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––Pues bien, con la mía serán mil y una.––No, no, la señorita de Tonnay Charent

espera en nuestra cámara para una comunción de la mayor importancia.

–– ¿Hace mucho?––Una hora lo menos.

–– Entonces ––dijo Malicorne––, quere unos minutos más.––Señor Malicorne ––observó la M

lais––, os olvidáis de vos mismo.

––Es decir, que vos me olvidáis, señorvoy perdiendo la paciencia con el papel quobligáis a hacer aquí. ¡Diantre, señorita! ocho días que ruedo por estos andurriales

que os hayáis dignado advertir ni una solaque permanecía yo aquí.––¿Rodáis por aquí hace ocho días?.–– Como un loco. Quemado aquí por los

gos artificiales, que me han chamuscado

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pelucas, anegado allá en los juncales par lacuridad de la noche o el vapor de los chorroagua, hambriento siempre y siempre dest

cado, con la perspectiva de una pared o la nsidad de un escalo, señorita. No es destinoseñorita, para una persona que no es ardillsalamandra, ni nutria; pero puesto que llevuestra inhumanidad hasta el punto de hame renegar de mi condición de hombrequiero pasar por ello. Hombre soy, ¡cáscarhombre seré, a menos que se disponga otrsa.

––Pues bien: ¿qué deseáis, qué queréisexigís? ––dijo sumisa Montalais.––No me digáis que ignorábais que estuv

en Fontainebleau.––Yo...––Sed franca.––Me lo sospechaba.

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––Pues bien; en ocho días, ¿no pohaberme visto, siquiera una vez al día?

––Siempre he estado ocupada, señor Mane.

––¡Pamemas!––Preguntadlo a las señoritas, si no me cr

––Nunca pido explicaciones de las cosasé yo mejor que nadie.––Serenaos, señor de Malicorne, todo cam

rá.

–– Necesario es que así sea.––Bien sabéis que, os vea u os deje d

siempre pienso en vos ––dijo Montalaissu aire zalamero.––¡Oh! ¡Oh! Pensáis en mí...––Os lo aseguro.

–– ¿Y no me decís nada de nuevo?

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––¿Sobre qué?––Sobre mi destino en casa de Monsieur.

––¡Ay, mi querido señor Malicorne! Nofácil acercarse a Su Alteza Real en estos úldías.

––¿Y ahora?

––Ahora es distinto; desde ayer no está so.–– ¡Bah! ¿Y cómo se le han desvanecido

los?

–– Porque ha habido un cambio de direcc–– ¿Qué ha pasado, pues?––Se ha esparcido la voz de que el rey h

puesto sus miras en otra mujer, y Monsieuquedó al punto tranquilo.––¿Y quién ha hecho correr ese rumor?Montalais bajó la voz.

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––Aquí, para nosotros ––dijo––, me pque Madame y el rey se entienden.

––¡Ah, ah! ––repuso Malicorne––. Eseúnico medio. Pero, ¿y el señor de Guichpobre pretendiente?

––¡Oh! Está desahuciado del todo.

––¿Ha habido cartas?––No, no he visto coger la pluma a unosotroshace ocho días.

––¿A qué altura os halláis con madame?

–– Perfectamente.––¿Y con el rey?

––El rey me sonríe cuando paso.

––Corriente; ¿y a qué mujer han echado filos dos amantes para que les sirva de palla?

––¡A La Vallière!

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––¡Ay! ¡Pobre chica! Sería preciso impedamiga mía.

–– ¿Por qué?––Porque el señor Raúl de Bragelonne la

tará, o se suicidará, si llega a concebir la msospecha.

–– ¡Raúl! ¡El buen Raúl!... ¿Creéis?––Las mujeres tienen la pretensión de senocedoras de sus pasiones ––dijo Malicory no saben leer siquiera lo que piensan, mismas en sus propios ojos o en su propiorazón. Pues bien, yo os aseguro que el señBragelonne ama a La Vallière a tal punto qella trata de engañarle, o la matará o se mat

––Ahí está el rey para defenderla ––dijo talais.

––¡El rey! ––murmuró Malicorne.––Sí, por cierto.

––¡Eh!, ¡Raúl matará al rey como un reitr

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––¡Bondad divina! ––exclamó Montal¡Por fuerza habéis perdido el juicio, señoMalicorne!

Nada de eso; antes bien lo que os digopuede ser cosa más seria; querida mía, y, poparte, ya sé lo que tengo que hacer.

––¿El qué?––Avisar a Raúl de la jugada que le qu

hacer.–– ¡Silencio, desventurado! ––repuso M

lais subiendo un escalón para acercarse mmás a Malicorne––. No digáis la menor paal pobre Bragelonne.

––¿Por qué?

––Porque no sabéis aún lo que hay.–– ¿Qué hay, pues?––Que esta noche... ¿Nos escucha alguien––No.

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––Esta noche, estando La Vallière bajo lcina real, pronunció en alta voz y con la mingenuidad estas palabras: “No concibo

quien haya visto al rey pueda amar nuncotro hombre.”Malicorne dio un brinco sobre la tapia.––¡Dios mío! ––murmuró––. ¿Eso ha di

desventurada? Palabra por palabra.–– ¿Y lo piensa?––La Vallière piensa siempre lo que dice.

––¡Eso clama venganza! ¡Las mujeres sopientes! ––dijo Malicorne.–– Serenaos, querido Malicorne, sere

–– ¡No! Cortemos, por el contrario, een raíz. Avisemos a Raúl, que todavítiempo.

–– ¡Torpe! No es tiempo ya ––dijo Mlais.

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––¿Cómo que no?––Esa expresión de La Vallière. Esa expr

dirigida al rey...––¿Qué?––Ha llegado a sus oídos.–– ¿Lo sabe el rey? ¿Se lo han dicho?––El mismo la oyó.––¡Oh, como decía el señor cardenal!––El rey se hallaba oculto precisamente

macizo más próximo a la encina real.––De lo cual se deduce ––dijo Malicor

que el plan del rey y de Madame marcharbre ruedas, pasando sobre el cuerpo del in

tunado Bragelonne.––Cabalmente.––¡Eso es horroroso!––Pero así es.

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––¡A fe mía! ––dijo Malicorne después minuto de silencio consagrado a la meditac–. No pongamos nuestra humilde persona e

una gran encina y un gran rey, porque seríaaplastados, amiga mía.––Eso es lo que os quería decir.––Pensemos en nosotros.––Que me place.–– Abrid, pues, vuestros lindos ojos.––Y vos, vuestras enormes cejas. Aprox

vuestra boquita para recibir un buen besazo––Aquí la tenéis ––dijo Montalais; pagan

momento en moneda sonante.––Discurramos ahora. Tenemos al seño

Guiche que ama a Madame, a la Vallièreama al rey; al rey que ama a Madame y Vallière, y a Monseñor que no ama a nadieque a él. Entre todos estos amores podrí

necio hacer fortuna; de consiguiente, con

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cha más razón nosotros, que somos personajuicio.

––Ya volvéis otra vez a vuestros ensueño––Mejor diríais a mis realidades.–– Dejaos guiar por mí, amiga mía, pues

ahora no creo que os haya ido mal, ¿no?

––No.––Pues bien, el pasado os responde del

venir. Y, puesto que cada cual mira por síremos por nosotros.

––Nada más justo.––Pero por nosotros solos.––Perfectamente.

–– ¡Alianza ofensiva y defensiva!–– Estoy dispuesta a jurarla.–– Extended la mano; así. Ahora d

¡Todo por Malicorne! ––¡Todo por Mont

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––respondió Malicorne extendiendo tamla mano.––¿Ahora, qué hay que hacer?––Tener constantemente abiertos los ojos

oídos, reunir armas contra los otros, y no snunca ninguna que pueda servir contra ntros.

–– Convenido.––Pactado.

––Jurado.

––Y ahora que el pacto está ya hecho, adi––¿Cómo adiós?–– Sin duda. Volved a vuestra posada.

––¿A mi posada?––Sí. ¿No estáis hospedado en “El Her

Pavo Real”?

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––¡Montalais, Montalais! Ya veis cómo sque estaba yo en Fontainebleau.

––¿Y qué demuestra eso? ¡Que piensanvos más de lo que os merecéis, ingrato! .

–– ¡Hum!––Volveos a “El Hermoso Pavo Real”.

––El caso es ...––¿Qué?––Que lo que me pedís no es ya posible.

––¿No teníais allí una habitación?––Sí, pero ya no la tengo.––¿No la tenéis ya?–– ¿Pues quién os la ha quitado?––Oíd. Volvía hace poco de correr en s

miento vuestro, y llegaba enteramente desoa mi posada cuando divisé una camilla, e

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cual cuatro aldeanos llevaban un fraile emo.

––¿Un fraile?––Sí, un viejo franciscano de barba gri

réme a mirar al enfermo y vi que lo entrabala posada. Seguíle detrás, y cuando lleguéalto de la escalera, noté que le hacían entrmi cuarto:

––¿En vuestro cuarto?––Sí, en mi propio cuarto. Creí que aq

era un error e interpelé al patrón; éste meque el cuarto alquilado por mí hacía ocho destaba alquilado a nombre del religioso panoveno.

––¡Oh, oh!––Eso fue precisamente lo que yo hice.

oh!” Hice más aún, pues hasta quise enfadaSubo. Me dirijo al franciscano en persona. de hacerle ver la improcedencia de su acto;

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el fraile, a pesar de que parecía estar morido, se incorpora sobre un codo, clava en mojos chispeantes, y con voz que habría h

honor a un capitán de caballería dice: “Ecme a la calle a ese bergante.” Lo cual fue etado en el acto por el patrón y los cuatro mquienes me hicieron descender la escaleramás aprisa de lo regular. Ved ahí, amiga por que no tengo albergue.

––¿Y quién será ese franciscano? ––dijotalais––. ¿Será acaso un general?

––Se me figura que ése es el título que luno de los mozos una vez que le habló a mvoz.

––De manera que... ––dijo Montalais.

––De manera que no tengo casa, posadabergue; y estoy tan resuelto coma lo estabapoco mi amigo Manicamp, a no pasar la nal raso.

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––¿Y cómo os vais a componer? ––preMontalais.

––¡Allá veremos! ––contestó Malicorne.––Nada más sencillo ––dijo una tercera

–– Montalais y Malicorne dieron un gri

multáneo.Saint Aignan apareció.––Querido señor Malicorne ––dijo Saint

nan––, una feliz casualidad me trae aquí

sacaros del apuro... Venid conmigo; que yofrezco cuarto, en mi casa, y estad cierto dningún franciscano vendrá a quitároslo.cuanto a vos, querida señorita; podéis etranquila; tengo ya el secreto de la señoriLa Vallière y el de la señorita de Tonnay rente; ahora habéis tenido la amabilidadconfiarme el vuestro, y os doy por ello lascias; tened entendido que lo mismo guar

tres que uno.

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Montalais y Malicorne se miraron comoestudiantes sorprendidos en plena pillería;ro, como a fin de cuentas, Malicorne veía

gran ventaja en la proposición que se le hdirigió a Montalais una señal de resignaciócual le devolvió aquella.

Luego bajó Malicorne la escala, travesañ

travesaño, reflexionando en cada escalón slos medios de arrancar con maña a Saint nan todo cuanto pudiera saber acerca del faso secreto.

Montalais se había marchado ya, veloz cuna corza, y ni la encrucijada ni el labellegaron a extraviarla.

En cuanto a Saint Aignan, se llevó a Mane a su casa, haciéndole mil cumplidos, sacho de poder disponer de los dos hombres en el caso de que Guiche permaneciese mpodían informarle mejor acerca de las camtas.

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CXXIV

LO QUE REALMENTE SUCEDIÓ ENHOSTERÍA“EL HERMOSO PAVO REAL”

Daremos en primer lugar a nuestros lectalgunos detalles, acerca de la hostería “El moso Pavo Real”, y luego pasaremos a selos viajeros que en ella se alojaban. La ho

“El Hermoso Pavo Real”, como toda podebía el nombre a su muestra.La muestra representaba un pavo

haciendo la rueda. Sólo que, a semejanz

algunos pintores que ponen un hermoso rode joven a la serpiente que tentó a Eva, el pde la muestra había puesto al pavo un rostrmujer.

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Aquella hostería, epigrama vivo contramitad del género humano que forma el encde la vida, según dice el señor Legouvé, s

vaba en Fontainebleau en la primera calle ral de la izquierda, la cual corta, al vestParís, aquella inmensa arteria que forma psola la ciudad entera de Fontainebleau.

La calle lateral llamábase entonces calLyón, sin duda por que se prolonga geogcamente en dirección de la segunda capitareino.

Esta calle se componía de dos casas habipor gente del pueblo, separadas una de otrados grandes jardines con setos.

Parecía a primera vista que había tres casla calle sin embargo, ahora explicaremos ca pesar de las apariencias, no había másdos.

La fachada principal de la hostería dabacalle Mayor; pero a la vuelta, por la cal

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Lyón, había dos cuerpos de edificios, dividpor patios, con grandes cuartos, muy propara hospedar a toda clase de viajeros, vini

a pie, a caballo o en carruaje, capaces deporcionar, no sólo alojamiento y mesa, también paseo y soledad a los ricos cortescuando, a consecuencia de algún contratieen la Corte, quisieran encerrarse consigo mos, para devorar su afrenta o meditar la ganza.

Desde las ventanas de aquellos cuerpoedificios, los viajeros distinguían primeramla calle con la hierba que crecía entre susdras, y que las iba desuniendo poco a poco

Después los hermosos setos de sauco y ojto que encerraban, como entre dos brazosdes y floridos, las casas de que hemos habla

Y, finalmente, en los intervalos de aqucasas, como fondo de un cuadro y dibujáncomo un horizonte infranqueable, una líne

bosques espesos y poblados, primeros cen

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las de la inmensa selva que se extiende dede Fontainebleau.

Tomando, pues, una habitación que hicesquina podíase participar por la calle de Pde la vista y bullicio de los pasajeros y dfestejos, y, por da calle de Lyón de la vitranquilidad del campo.

Sin contar con que, caso de urgencia, atante mismo en que llamasen por la pugrande de la calle de París, podía cualquiercurrir el bulto por la puerta pequeña de la

de Lyón, siguiendo las cercas de los jardinternarse en la espesura de la selva.Malicorne, que, si bien se recuerda, fu

primero que nos habló de la hostería “El moso Pavo Real” para deplorar su expulsióella, preocupado con sus propios asuntos, ba muy lejos de haber dicho a Montalais toque se podía decir acerca de aquella cuhostería.

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Veamos si podemos nosotros llenar ese vque dejó Malicorne.

Malicorne había olvidado decir, por ejemcómo había entrado en la hostería “El HermPavo Real”.

Por otra parte, a excepción del franciscanquién habló dos palabras, no había dado lanor noticia acerca de los viajeros que ahospedaban.

La manera cómo habían entrado, cómo an, y la dificultad que experimentaba cualqra otra persona que no fuese de los viajerosvilegiados para entrar sin contraseña, y penecer en la hostería sin algunas precaucipreparatorias, habían debido chocar, y hpodríamos asegurar que habían chocado a licorne.

Pero, como ya hemos dicho, Malicorne preocupaciones personales que le impeocuparse de muchas cosas.

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En efecto, todos los cuartos de la hosteríHermoso Pavo Real” estaban ocupados y nidos por forasteros sedentarios y, de un t

muy tranquilo, dotados de rostros muy agjadores, ninguno de los cuales conocía a corne.

Todos ellos habían ido llegando a la hos

después que él, y cada cual había entradocierta contraseña que en un principio le llaMalicorne la atención; pero, habiéndose imado después directamente, supo que el holero daba como causa de aquella especivigilancia el que la ciudad, llena como estagrandes señores, debía estarlo también de tros y avispados rateros.

Estaba, pues, interesada la reputación decasa honrada como la hostería “El HermPavo Real” en que los viajeros no fuesebados.

De modo que Malicorne se preguntaba a

ces, cuando recogía sus ideas para sondea

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posición en la hostería “El Hermoso Pavoal”, cómo era que le habían dejado entrarsiendo así que después había visto cerra

puerta a tantos otros.Preguntábase principalmente cómo M

camp, persona a su juicio muy digna derespetada por todos, habiendo querido así

llegó que cuidasen su caballo en “El HermPavo Real”, caballo y caballero habían sidoairados con un nescio vos de los más intbles.

Todo aquello era, por tanto, para Malicun problema que, por lo demás, entregadomo estaba a intrigas de amor y de ambicióse había metido a profundizar.

Bien es verdad, que, aun cuando lo hubintentado, no nos atrevemos a decir quhubiera conseguido, a pesar de la inteligede que estaba dotado.

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Algunas palabras bastarán para probar altor que era necesario ser nada menos quEdipo para resolver semejante enigma.

Hacía ocho días que habían entrado en alla hostería siete viajeros, quienes llegarodos al día siguiente de haberse instalado Mcorne en “El Hermoso Pavo Real”.

Aquellos siete personajes, llegados con uquito bastante numeroso, eran:Un brigadier de los ejércitos alemanes, c

secretario, su médico, tres lacayos y siete llos. El brigadier se llamaba el conde de Wpur.

Un cardenal español, con dos sobrinos,secretarios, un familiar y doce caballos.

El Cardenal se llamaba monseñor HerediUn opulento comerciante de Brema, co

lacayo y dos caballos. El comerciante se llaMein Herrer Bonstett.

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Un senador veneciano, con su esposa hija, ambas de extremada belleza.

El senador se llamaba el signor Marini.Un laird de Escocia, con siete montañes

su clan; todos a pie. El laird se llamaba Cumnor. Un austríaco de Viena, sin títublasón, llegado en carroza, y que tenía mde eclesiástico y algo de militar.

Le llamaban el consejero.Y por fin, una dama flamenca, con un la

una doncella y una señorita de compañía. Mnífico tren, magnífico aspecto, magníficos llos.

La llamaban la dama flamenca. Todos viajeros habían llegado, como hemos dichel mismo día, sin que su llegada hubiese prcido en la hostería el menor apuro, ni en lala menor confusión, porque sus habitacihabían sido preparados de antemano por

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cargo de sus correos o de sus secretarios eanterior o aquella misma mañana.

Malicorne, llegado un día antes que ellobre su caballo flaco, cargado con una mmás flaca todavía, se había anunciado camigo de un señor curioso de ver los festeque no tardaría en llegar.

Al oír el hostelero estas palabras, sonrió csi conociera mucho a Malicorne o al persamigo suyo, y le dijo:

––––Elegid, caballero, la habitación queos acomode, ya que sois el primero en llega

Y esto, acompañado con ese agasajo tan ficativo en los posaderos, que parece qudecir: “Perded cuidado, caballero, que no

noro con quién trato, y se os alojará como mcéis.”Aquellas palabras y el ademán que iba u

a ellas le parecieron a Malicorne afables,

no muy claras. Sin embargo, como no pen

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hacer mucho gasto, y como, si hubiera peuna habitación pequeña, se la habrían negacausa de su misma escasa importancia, apr

róse a recoger al vuelo las palabras del hosro y a engañarle con su propia finura.Así, pues, sonriendo como hombre a quie

se le da menos de lo que merece:

––Apreciable hostelero ––dijo––, tomahabitación que sea mejor y más alegre.––¿Con cuadras?––Con cuadras.––¿Para qué día?––Para ahora mismo, si puede ser.––No hay dificultad.––Sólo que por ahora ––se apresuró a a

Malicorne––, no ocuparé la habitación gran––Perfectamente ––dijo el hostelero con

de inteligencia. ––Ciertas razones que com

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deréis más adelante, me obligan. a tomar por cuenta mía este pequeño cuarto.

––Sí, sí, sí ––dijo el hostelero.–– Cuando venga mi amigo, tomará la ha

ción grande, y estonces, cómo es naturaentenderá directamente con vos.

––¡Muy bien! ––dijo el hostelero––. bien! Así estaba convenido.––¿Estaba así convenido?––Palabra por palabra.

––Es extraordinario ––murmuró Malicor¿Conque estáis enterado?

––Eso me basta. Ahora, ya que comprendporque comprendéis, ¿no es verdad?

–– Perfectamente.––Podéis conducirme a mi cuarto. El host

de “El Hermoso Pavo Real” echó a andar dte de Malicorne con el gorro en la mano.

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Malicorne se instaló en su habitación y qtodo sorprendido al ver que el hostelero, vez que subía o bajaba, le hacía esos guiño

indican perfecta inteligencia entre dos persque están en relación.“Por fuerza hay aquí alguna equivocació

pensaba Malicorne––; pero hasta tanto qu

aclare, aprovechémonos de ella, que es lo mque puede hacerse:”Y desde su habitación, se lanzaba como p

de caza en busca de noticias y novedades

Corte, chamuscándose en una parte y gándose en otra, como había dicho a MontAl siguiente día de su instalación vio l

sucesivamente a los siete viajeros, que llentoda la hostería.

A la vista de tanta gente, de tanto equipade tanto tren, restregóse las manos Malicpensando que con un solo día que se hub

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descuidado no habría encontrado un nido pdescansar cuando viniese de sus exploracio

Después que todos los viajeros estuvierolocados; entró el hostelero en su cuarto, ysu habitual cortesanía:

––Mi querido señor,––le dijo––, os quehabitación grande del tercer cuerpo de edif¿lo sabéis?

––Sí que lo sé.––Y os hago en ello un gran obsequio.

––Gracias.––De suerte que cuando venga vuestro am––¿Qué?

––No podrá menos de estar contento de mde lo contrario será persona muy difícil detentar.

––¿Me permitís que os diga algunas palaacerca de mi amigo?

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––Decid cuanto gustéis, sois muy dueño.––Como sabéis, tenía que venir.

––Y vendrá.––Es que podría haber variado de intenció––No.––¿Estáis seguro?–– Seguro.––Es que si tuvierais alguna duda..––¿Qué más?––Os diría que no respondo de que venga––Pero creo que os habrá dicho...––Sí, que me ha dicho, mas ya sabéis q

hombre propone y Dios dispone, verba voscripta manent.––¿Qué quiere decir eso?

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––Que las palabras vuelan y lo escrito penece; y como él no me ha escrito, sino qcontentó sólo con hablarme, os autorizó, sin

por esto se entienda que os invitó.–– Ya conocéis que mi posición es falsa.––¿A qué me autorizáis?

–– ¡Pardiez! A que alquiléis su habitaciencontráis quien os la pague bien.–– ¿Yo?––Sí.

––Jamás, señor; jamás haré una cosa asíno os ha escrito...

––No.

––Me ha escrito a mí.––Sí.––¿Y en qué términos? Veremos si su ep

está conforme con sus palabras.

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Escuchad, sobre poco más o menos, el cnido:

Señor propietario de la hostería “El HermPavo Real”. “Supongo que os, habrán infodo de la reunión que van a tener en vueposada varios personajes de importanciaformo parte de esa sociedad. Por tanto, r

vadme un cuartito pequeño para un amigo llegará antes o después que yo...”–– Vos sois ese amigó, ¿no es cierto? ––d

terrumpiéndose el hostelero.

Malicorne se inclinó modestamente.El hostelero continuó:… “y una habitación grande para mí. La

tación grande corre de cuenta mía; pero dería que el precio del cuartito sea módico,que el que irá a ocuparla es un pobre diablo

–– Que sois vos mismo, ¿no es verdad? –el hostelero.

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––Sí, señor ––dijo Malicorne.–– Entonces entendidos: vuestro amigo p

rá el alquiler de su habitación, y vos saldarprecio de la vuestra.

–– “Lléveme el demonio ––dijo entre sí corne––, si comprendo una jota de lo questá pasando.”

Y, luego, en alta voz:––Y decidme: . ¿os satisface el nombre?–– ¿Cuál?

––El que termina la carta. ¿Os ofrece suftes garantías?

Precisamente iba a preguntároslo ––repuhostelero.

–– ¡Cómo! ¿No está firmada la carta?––No––dijo el hostelero dando a sus ajo

expresión de misterio y curiosidad.

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––Entonces ––replicó Malicorne imitaquel gesto misterioso––, si no ha queridosu nombre. . .

––¿Qué?–– Ya, comprenderéis que debe tener para

sus motivos.

––Así lo creo.–– Y que yo no iré, y, su amigo, yo, su dente, a descubrir su incógnito.

–– Es natural, señor ––dijo el hostele

por eso no insisto.–– Aprecio esa delicadeza. En cuanto

como mi amigo os ha dicho, mi cuartaparte; quede esto sentado.

––Entendido, señor.––Pues bien, buenas cuentas hacen bu

amigos. Con que ajustemos cuentas.–– No corre prisa.

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––No obstante, ajustémoslas. Cuarto, copara mí, sitio en el pesebre y comida parcaballo, ¿cuánto importa por día?

––Cuatro libras, caballero.––Que en los tres días transcurridos su

doce.

––Sí, señor, doce libras.––Pues aquí las tenéis.––¿Y a qué, señor, pagar tan pronto?––Porque ––dijo Malicorne bajando la

viendo que el misterio probaba bien––, posi hubiese que marchar repentinamente oviese que escapar de un momento a otroestará pagada la cuenta.

–– Tenéis razón, señor.––De modo que estoy en mi casa.––Estáis en vuestra casa.

––Pues sea enhorabuena. ¡Adiós!

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El hostelero se retiró.Luego que Malicorne quedó solo, se pa

discurrir de la manera siguiente:“Sólo el señor de Guiche o Manicamp pu

haber escrito a mi hostelero; el señor de Guporque querrá procurarse un alojamiento fde la Corte, tenga éxito o fracase, y Manipor qué habrá sido encargado de ésta comipor el señor de Guiche. El señor de GuicManicamp habrán imaginado: “La habitagrande para recibir de un modo convenien

alguna dama cuidadosamente velada, revándole una salida a una callejuela, desieque vaya a parar a la selva.. El cuarto peqpara hospedarse en él momentáneamenteManicamp, confidente del señor de Guicvigilante guardián de la puerta, ya el miGuiche en persona, que para mayor segurquiere hacer a la vez el doble papel de amconfidente. Mas, ¿y esa reunión que debírificarse y se ha verificado, en efecto, en l

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sada? Sin duda será de gente que va a ser sentada al rey. ¿Y ese pobre diablo para qestá destinada la habitación? Astucia para

tarse mejor Guiche o Manicamp. Si esto ecomo parece probable, menos mal, de Mcamp a Malicorne no hay más que la balso.

Hecho este razonamiento, durmióse Mal

ne a pierna suelta, dejando a los siete viaque ocupasen y midiesen en todas direccilas siete habitaciones de la hostería.

Cuando nada tenía que hacer en la C

cuando se hallaba cansado de hacer excursiy pesquisas, y de escribir billetes que nuncnía ocasión de hacer llegar a su destino, vosu bienaventurado cuartito, y echado de pesobre el balcón; adornado de capuchinos claveles espaldarados, meditaba en aquextraños viajeros para quienes Fontainebparecía no tener luces, alegría, ni fiestas.

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Aquello siguió así hasta el séptimo día,hemos descrito minuciosamente, con su nen los capítulos precedentes.

Aquella noche se encontraba Malicornmando el fresco en su balcón a cosa de lade la madrugada, cuando se presentó Mcamp a caballo, muy erguido, con aire de h

bre afanoso y fastidiado:–– ¡Bueno! ––pensó Malicorne reconociéal punto––. Ya está aquí mi hombre, que vireclamar su cuarto, o por mejor decir, el mí

Y llamó a Manicamp. Manicamp levancabeza y reconoció a Malicorne.–– ¡Pardiez! ––dijo desarrugando el ce

Mucho me alegro de hallaros, Malicorne. A

rodando por Fontainebleau en busca de cosas que no puedo encontrar: Guiche; un to y una cuadra.

––En cuanto al señor de Guiche, no pued

ros noticias suyas, porque no le he visto;

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en cuanto a vuestro cuarto y una cuadra, ydistinto.

–– ¡ Ah!––Sí, porque están reservados aquí.––¿Reservados? ¿Y quién los ha ordenad

servar?

–– Supongo que seáis vos.––¿Yo?

–– ¿No habéis mandado reservar una hación?

––Ni pensarlo.En aquel momento apareció en el umbr

hostelero.

–– ¿Una habitación? ––preguntó Manicam–– ¿La habéis mandado reservar, señor?––No.

––Entonces, no hay habitación.

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––En ese caso, la he ordenado reservar.––¿Cuarto o habitación?

––Lo que queráis.–– ¿Por carta? ––preguntó el hostelero.Malicorne hizo a Manicamp un movim

afirmativo de cabeza.—Sí, por cierto ––respondió Manicamp

¿No habéis recibido una carta mía?–– ¿Con qué fecha? ––preguntó el hostel

quien las dudas de Manicamp comenzabinfundir sospechas.

Manicamp se rascó la oreja y miró al bde Malicorne; pero Malicorne lo acababdejar y bajaba la escalera a fin de acudauxilio de su amigo.

En aquel mismo momento llegaba al portiempo de poder oír aquel coloquio, un viembozado en una larga capa a la española.

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––Os pregunto con qué fecha me habéis to rogándome que os conservase un cuartrepitió el hostelero insistiendo.

––Con fecha del miércoles último ––dijvoz dulce y cortés el recién llegado, poniuna mano sobre el hombro del hostelero.

Manicamp retrocedió unos pasos; y Malne, que llegaba al umbral a la sazón, se rasu vez la oreja. El hostelero saludó al de lacomo hombre que reconocía en él a su verdro huésped.

––Señor ––1e dijo cortésmente––, vuhabitación está dispuesta, así como vuecuadras. Sólo que…

Y dirigió una mirada en rededor suyo.

––¿Y vuestros caballos? ––preguntó.––Vendrán o no vendrán. Creo que es

importa poco, con tal que se os pague lo qha mandado reservar, ¿no es así?

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El hostelero saludó más profundamente.Supongo que me habréis reservado tambi

–continuó el viajero desconocido–– el cuque os tengo pedido.

–– “¡Ay, ay, ay!” ––exclamó para sí corne, tratando de escabullirse.

––Caballero, hace ocho días que lo ovuestro amigo ––dijo el hostelero señalanMalicorne, que se achicaba cuanto podía.El viajero, subiéndose el embozo de su

hasta la nariz, lanzó una rápida mirada a Mcorne.

––Ese señor no es mi amigo ––dijo.El hostelero dio un brinco. ––No conoz

señor ––prosiguió el viajero:–– ¡Cómo! ––exclamó el posadero,

giéndose a Malicorne––. ¡Cómo! ¿No samigo de este caballero?

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––¿Qué os importa, con tal que se pag–contestó Malicorne parodiando majestumente al forastero.

––Me importa tanto ––dijo el hosteleroempezaba a sospechar que había allí subsción de personajes––, que os suplico queocupéis un cuarto que estaba mandado rese

para otro que no sois vos.––Mas como quiera que sea ––dijo Malic–, no creo que este caballero necesite a la vcuarto en el piso principal y una habitació

el segundo... Si se queda con el cuarto; toyo la habitación, y si quiere la habitaciónquedaré yo con el cuarto.

––Mucho lo siento, caballero ––dijo el vcon su voz dulce—, pero necesito a la vcuarto y la habitación.

––¿Pero para quién? ––preguntó Malicorn––La habitación para mí.

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–– Corriente; ¿y el cuarto?––Mirad ––dijo el viajero extendiend

mano hacia una especie de comitiva quenía acercándose lentamente.Malicorne siguió con la vista la direcció

dicada, y vio llegar sobre unas parihuelafranciscano cuya instalación en su cuarto hreferido a Montalais, con algunas adicionesu cosecha, y a quien tan inútilmente habítentado convertir para que le dejase alojamto.

El resultado de la llegada del viajero desccido y del fraile enfermo, fue la expulsióMalicorne, a quien pusieron sin ningún mmiento fuera de la hostería “El Hermoso Real”, el hostelero y los mozos que condlas angarillas.

Ya conoce el lector las consecuencias de lla expulsión, de la conversación de Maniccon Montalais, a quien Manicamp, más di

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que Malicorne, supo encontrar para tener cias de Guiche; de la conversación subsiguentre Montalais y Malicome, y, por últim

la doble boleta de alojamiento ofrecida a Mcamp y a Malicorne por el conde de SaAignan.

Sólo nos falta poner en conocimient

nuestros lectores quiénes eran el viajero capa, principal inquilino de las dos habitnes, una de las cuales había ocupado Malicel fraile, personaje no menos misterioso, yllegada, combinada con la del viajero de lpa, había tenido la desgracia, de trastornacombinaciones de los dos amigos.

CXXVUN JESUITA DEL AÑO ONCENO

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A fin de no tener en suspenso al lectorapresuraremos a responder a la primero gunta.

El viajero embozado era Aramis, quien,pués de haberse separado de Fouquet y sacde un portamanteo abierto por su lacayovestido completo de caballero, había salid

palacio dirigiéndose a la hostería “El HermPavo Real”, donde, por escrito, hacía sieteya, había encargado dos habitaciones.

Aramis, después de ser expulsado Malic

y Manicamp, se acercó al franciscano y leguntó cuál de ambas habitaciones prefería.El religioso preguntó dónde se hallaba

tuadas una y otra.

Le respondieron que la una en el piso prpal, y la otra en el segundo.––Entonces, la del principal. Aramis no

tió, y con entera sumisión:

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––Preparad la habitación ––dijo al hosteleY, saludando, con respeto, se retiró a su

sento. El fraile fue inmediatamente condual suyo.

Y ahora, ¿no es sorprendente ese respetun prelado hacia un simple fraile, y religiosuna orden mendicante, al cual se daba, aunhaberla pedido, una habitación tan codicpor tantos viajeros?

¿Cómo explicar también la inesperada llede Aramis a la hostería cuando, habiendotrado con el señor Fouquet en Palacio, phaberse alojado con é1 en el palacio mismo

El fraile soportó la subida de la escalerexhalar un gemido, aunque era fácil ver cu

sufría, y a cada vaivén de las angarillas alcar contra la pared o el pasamanos, experimtaba su cuerpo una sacudida terrible.

Al fin, cuando hubo llegado a su habitaci

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––Ayudadme a colocar sobre este sillórogó a los que lo llevaban. Estos dejaroangarillas en el suelo, y, levantando con to

suavidad posible al enfermo, lo pusieron esillón que había designado, junto al lecho.––Ahora ––añadió con gran dulzura de g

y de palabra–– haced que suba el hoste

Obedecieron.Cinco minutos después, el hostelero apaen el umbral.

––Amigo' mío ––le dijo el franciscano––pedid, os lo suplico, a esas buenas gentesvasallos del vizcondado de Melón. Me hallado desmayado por el calor en mediocamino, y, sin. pensar si les pagaría su trame han querido conducir a sus casas. Pero lo que cuesta a los pobres la hospitalidaddan a un enfermo, y he preferido la hostdonde además se me esperaba.

El hostelero miró al fraile con sorpresa.

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El franciscano hizo con el pulgar y de cmanera la señal de la cruz sobre su pecho.

El hostelero contestó haciendo la misma sobre el hombro izquierdo.

––Sí, es verdad ––dijo––; erais esperadodre mío; pero creíamos llegaríais en mejordo.

Y, como los campesinos mirasen con sora aquel hostelero tan arrogante, hablar conto respeto a un pobre religioso, el francissacó de su hondo bolsillo dos o tres monedoro que enseñó.

––Ved aquí, amigos míos ––dijo––, conpagar los cuidados que me dispensen. Porto, calmaos, y no temáis, dejarme aquí. M

munidad, por la cual viajo, no quiere que limosna; pero como los cuidados que me hconcedido merecen también premio, tomatos dos luises y retiraos en paz.

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Los campesinos, no se atrevían a aceptarhostelero tomó los dos luises de manos delle, y los puso en las de un campesino.

Sus cuatro portadores retiráronse altamsorprendidos y admirados. Cerrada la puertmientras el hostelero se tenía, respetuosamde pie, cerca de aquella puerta, el fraile se

gió un instante en sí mismo.Después pasó por su frente amarillenta, mano descarnada y febril, y con sus dedos temblando los bucles grises de su barba.

Los grandes ojos, ahondados por la enfedad y la agitación, parecían seguir en el vuna idea triste e inflexible.

–– ¿Qué médicos tenéis en Fontainebleau

preguntó al fin.––Tenemos tres, padre.––¿Cómo se llaman?

–– Primero, Luiniguet.

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–– ¿Después?–– Un hermano carmelita llamado Hubert

–– ¿Después?–– Un seglar, llamado Grisart.–– ¡Ah, Grisart! ––murmuró el francis

–: Llamad pronto al señor Grisart.El hostelero hizo un movimiento de pr

obediencia.–– Y a propósito, ¿qué sacerdotes ten

aquí?–– ¿Qué sacerdotes?––¿De qué órdenes?––Tenemos jesuitas, agustinos , y fra

canos, pero, padre mío, los jesuitas sonque están más cerca. Llamaré, por tanto,confesor jesuita, ¿no es así?

–– Sí, marchad.

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El hostelero, salió.Fácil es comprender que a la señal de la

que los dos habían hecho, el hostelero y efermo se habían reconocido como afiliadotemible Compañía de Jesús.

Una vez solo el fraile sacó del bolsillo unjo de papeles, algunos de los cuales exacon escrupulosa atención. Sin embargo, la za del mal venció su valor, sus ojos turbárun sudor frío corrió por su frente, y se caer, casi desvanecido y echada la cabeza

con los brazos colgando a los lados del sillóHacía cinco minutos que se encontrabamovimiento, cuando el hostelero volvió, duciendo al médico, al cual apenas había cedido el tiempo de vestirse.

El ruido de su entrada, y la corriente deque causó la apertura de la puerta, despertalos sentidos del enfermo. Recogió de pris

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papeles esparcidos, y con su descarnada mlos ocultó bajo los cojines del sillón.

El hostelero salió, dejando juntos al enferal médico.

––Veamos ––dijo el franciscano al doctor–– Veamos señor Grisart; aproximaos;

que no hay tiempo que perder; tomad mi so, juzgad, y pronunciad la sentencia.––Vuestro hostelero––dijo el médico–

ha asegurado que tenía el honor de premis cuidados a un afiliado.––A un afiliado, sí ––respondió el franc

no––. Decidme, por consiguiente, la verdadsiento muy mal; me parece que voy a morir

El médico tomó la mano del fraile y lo pu––¡Oh, oh! Fiebre peligrosa.––¿A qué llamáis fiebre peligrosa?––preg

el enfermo con imperiosa mirada.

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––A un afiliado del primero o del seguaño ––respondió el doctor interrogando conojos al fraile––; le diría enfermedad curable

–– ¿Y a mí? ––dijo el fraile.El médico vaciló.––Mirad mi barba blanca y mi frente arru

por las vigilias ––prosiguió––; mirad las arpor las cuales cuento mis pruebas; soy un jta del año onceno, señor Grisart.

El médico se estremeció.

En efecto, un jesuita del año onceno erade esos hombres iniciados en todos los secde la Orden, uno de esos hombres para losla ciencia no tiene ya secretos, barreras la dad, ni lazos la obediencia temporal.

––Así ––dijo Grisart saludando con respe¿me hallo en presencia de un maestro?

––Sí, y obrad en consecuencia.

––Y queréis saber..

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––Mi situación real.––Pues bien ––dijo el médico––, es una

cerebral, por otro nombre meningitis agllegada a su más alto grado de intensidad.

––Entonces, no hay esperanza, ¿no es aspreguntó el franciscano con tono seco.

––No digo eso ––respondió el médico––embargo, teniendo en cuenta el desordencerebro, lo penoso de la respiración, la cipitación del pulso, la incandescencia dterrible calentura que os devora...

––Y que desde esta mañana me ha aletartres veces ––añadió el religioso.

––Por eso la llamo terrible. Pero ¿cómo habéis detenido en el camino?

––Era esperado aquí, y preciso era llegar.––¿Aun cuando murieseis por ello?––Aun cuando muriese.

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––Pues bien, en consideración a todos síntomas, os diré que la situación es casi dperada.

El franciscano sonrió de manera extraña.––Lo que me decís es tal vez bastante pa

que se debe a un afiliado, aun del año oncmas, para lo que se debe a un afiliado, aunaño onceno; mas, para lo que a mí se me es muy, poco, y tengo derecho a exigir Veamos; sed más franco conmigo, decidmverdad, cual si habláseis a. Dios. Además,

he hecho llamar a un confesor.––¡Oh! A pesar de todo, tengo esperanzbalbuceó el médico.

–– Responded ––dijo el enfermo; mos

do con gesto de dignidad el anillo de oroyo sello había permanecido hasta entovuelto hacia la palma de la mano, y quevaba grabado el signo representativo de l

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ciedad de Jesús. Grisart lanzó una exclción.

––¡El general! ––exclamó.–– ¡Silencio! ––dijo el franciscano–

comprenderéis que debéis decirme la verd–– Señor; señor, llamad al confeso

murmuró Grisart––, pues dentro de horas, cuándo llegue el recargo, se os aprará el delirio y atravesaréis la crisis.

––Enhorabuena ––dijo el enfermo, ccejas se fruncieron un momento––. ¿Tpor consiguiente dos horas?––Sí, especialmente si tomáis la poción

voy a enviaros.

––¿Y me dará dos horas?––Dos horas:––La tomaré; aun cuando fuera veneno,

que estas dos horas son necesarias, no solate a mi, sino a la gloria de la Orden.

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––¡Oh! ¡Qué pérdida! ––murmuró el méd. ¡Qué catástrofe para nosotros!

––La pérdida de un hombre y nada márespondió el franciscano––, y Dios proveque este desgraciado fraile que os abandencuentre un digno sucesor. Adiós, señor sart; ya es una gracia de Dios el haberos en

trado. Un médico que no hubiese estado ado a nuestra santa congregación me habríajado ignorar mi estado, y, contando aún días de vida, no habría tomado las precaucinecesarias. Sois docto, señor Grisart, y esthonra a todos; me habría repugnado ver a de los nuestros mediano en su profes¡Adiós, doctor, adiós! Y remitidme pronto tro cordial.

––Bendecidme al menos, señor.–– Con el corazón... sí... Animo; docto

sart...viribus im possibile:

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Y cayó sobre un sillón, casi desmayadovamente.

El médico Grisart vaciló entre si debía tarle un socorro momentáneo, o, si correprepararle el cordial prometido. Sin duda secidió en favor del cordial, porque se lanzó de la habitación y desapareció por la escale

CXXVISECRETO DE ESTADO

Algunos segundos después de haber salidmédico Grisart, llegó el confesor.

Apenas pasó el umbral de la puerta, fijó el franciscano una mirada penetrante.

Luego, moviendo su pálida cabeza:“Muy pobre de espíritu es este hombr

murmuró––, y espero que Dios me perdo

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que muera sin la ayuda de esta momia vivte.”

Por su parte, el confesor miraba con sorpy casi con terror al moribundo, pues nuhabía visto unos ojos tan ardientes en el mento de cerrarse, ni miradas tan terribles momento de apagarse.

El franciscano hizo un ademán rápido e imrativo.–– Sentaos ahí, padre mío ––dijo––––, y

chadme:El confesor jesuita, excelente sacerdote,

llo y candoroso iniciado, que no había vislos misterios de la Orden más que la iniciaobedeció a la superioridad del penitente.

–– En esta hostería se hospedan varias pnas ––continuó el franciscano.

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––Pero ––preguntó el jesuita–– creía habdo llamado para oír una confesión. ¿Es csión lo que me estáis diciendo?

–– ¿Y a qué fin esa pregunta?––Para saber si debo guardar el secret

vuestras palabras.

––Mis palabras son términos de confey las confío a vuestros deberes de confeso––¡Muy bien! ––dijo el padre instalándo

el sillón. que el franciscano acababa de con gran trabajo para echarse en la cama.

El franciscano prosiguió:––Hay, os decía, varias personas en esta

tería.

––Ya lo he oído.––Esas personas deben ser en número

ocho.El jesuita hizo seña de que comprendía.

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––La primera a quien deseo hablar ––dmoribundo––, es un alemán de Viena, qullama el barón Wostpur. Hacedme el favo

irle a buscar, y decidle que ha llegado elesperaba.El confesor miró con sorpresa al penit

pues la confesión le parecía bastante singul

––Obedeced ––dijo el religioso con elirresistible del mando. Subyugado enteramel buen jesuita, se levantó y salió de labitación.

Después que el franciscano se vio solo va tomar los papeles que un acceso de calenle había obligado a dejar.

–– ¿El barón de; Wostpur? ¡Bueno

dijo––: ambicioso, imbécil, mezquino. Va doblar sus. papeles, y los metió debajo dalmohada. Oyéronse pasos rápidos al extrdel corredor.

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Su confesor volvió, seguido del barónWostpur, el cual caminaba con la cabeza letada, como si tratase de hacer saltar el tech

la pluma de su sombrero.Así fue que al ver a aquel franciscan

sombría mirada en un aposento de tan motas apariencias:

––¿Quién me llama? ––preguntó el alemá–– ¡Yo! ––contestó el franciscano. En se

volviéndose al confesor:––Buen padre ––le dijo––, dejadnos solo

un momento; cuando el señor salga, podentrar.

El jesuita salió, y sin duda aprovechósaquel destierro momentáneo del cuarto del ribundo para pedir al hostelero algunas expciones acerca del extraño penitente, que traa su confesor como se trata a un ayuda dmara.

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El barón se acercó a la cama, y quiso hpero el franciscano impuso silencio conademán.

––Los momentos son preciosos ––observúltimo apresuradamente––. Habéis venido para el concurso, ¿no es verdad?

––Así es, padre mío.–– ¿Esperáis ser elegido general?––Lo espero.

––¿Y sabéis las condiciones necesarias

llegar a ese elevado puesto, que hace a un hbre señor de los reyes, e igual a los papas?–– ¿Y quién sois vos ––exclamó el ba

para hacerme sufrir semejante interrogatori

–– Soy el que aguardabais.––¿El elector general?––Soy el elegido.

––Sois...

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El fraile no le dio tiempo para concluir, tendió su mano macilenta, en la que brillaanillo del generalato.

El barón retrocedió sorprendido, e inclidose al punto con profundo respeto:

––¡Cómo! ––murmuró––. ¡Vos aquí, mñor, en este mezquino cuarto, en este miselecho, buscando y eligiendo el general fues decir vuestro sucesor!

––No os inquietéis por esto, señor; llenantes posible la condición principal, que cote en suministrar a la Orden un secreto dimportancia que por mediación vuestra quenfeudada para siempre a la Orden algunalas principales cortes de Europa; Veamos, seéis ese secreto, según lo prometisteis petición que habéis dirigido al Gran Consej

––Monseñor...––Ante todo procedamos con orden...

realmente el barón de Wostpur?

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––Sí, monseñor.––¿Esta carta es vuestra?

El general de los jesuitas sacó un papel dgajo; y se lo presentó al barón.––Sí, monseñor; esta carta es mía ––dijo.––¿Y podéis enseñarme la contestación

por el secretario del Gran Consejo?––Aquí está, monseñor:El barón alargó al franciscano una carta c

siguiente sobre: A Su Excelencia el baróWostpur.

Dicha epístola. contenía sólo estas palabrDel 15 al 22 de mayo. Fontainebleau, ho

“El Hermoso Pavo Real”.“A. M. D. G.” 1––¡Bien! ––dijo el franciscano––. Ya e

frente a frente, y podéis hablar.

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–– Tengo acampado en el Danubio un cude tropas, compuesto la majorem Dei glode cincuenta mil hombres, cuyos oficiales

ganados todos. En cuatro días puedo vencemperador, que, como sabéis, es opuesto progresos de nuestra Orden, y remplazarloel príncipe de su familia que la Orden nosigne.

El franciscano escuchaba sin dar señaleexistencia

––¿Es eso todo? ––dijo.

––Va envuelta en mi plan una revoluciónropea ––repuso el barón.––Está bien; señor de Wostpur; ya recibir

contestación. Volveos a vuestro cuarto, y p

rad encontraros fuera de Fontainebleau dede un cuarto de hora.El barón se retiró sin volver la espalda

obsequioso como si se apartara de aquel m

emperador a quien pensaba traicionar.

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–– Eso no es un secreto ––murmuró el fracano––, sino una conjuración... Ademáañadió después de un momento de reflexió

el porvenir de Europa no está hoy en la casAustria.Y, con un lápiz rojo que tenía en la man

chó el nombre del barón de Wostpur.

––Vamos ahora con el cardenal ––dijo––parte de España debemos tener cosas márias.

Levantando entonces los ojos, vio al conque esperaba sus órdenes sumiso como unvicio.

––¡Hola, hola! ––dijo notando aquella sión––. ¿Habéis hablado con el hostelero?

monseñor; y con el médico. ¿Con Grisart––Sí.

–– ¿Está ahí, según eso?

––Espera con la poción prometida.

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––¡Está bien! Si necesito llamaré. Supongcomprenderéis ahora toda la importancia dconfesión, ¿no es cierto?

––Sí, monseñor.––Entonces, id en busca del cardenal esp

Heredia. Daos prisa. Sólo tengo que adverque, como sabéis de qué se trata, podéis quros a mi lado, pues me dan vahídos.

–– ¿Queréis que llame al médico?––No, todavía no... Al cardenal espa

Andad.Cinco minutos después se hallaba el card

inquieto y pálido, en el aposento consabido–– He sabido, monseñor... ––balbucía e

denal.––Al hecho ––dijo el franciscano con vo

gada.Y mostró al cardenal una carta, escrita po

te último al Gran Consejo.

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–– ¿Es vuestra letra? ––preguntó.––Sí; pero...

–– ¿Y vuestra convocatoria?El cardenal vacilaba en responder. Su púra se rebelaba contra el sayal del pobre fracano.

El moribundo extendió la mano, y enseñanillo.El anillo causó su efecto, que era tanto m

cuanto mas elevado el personaje a quien s

rigía el franciscano.––¡El secreto, el secreto, pronto! –– pidió

fermo, apoyándose sobre su confesor.––¿,Coram isti? ––preguntó inquieto el c

nal.––Hablad español dijo el fraile prestand

más viva atención.

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––Ya sabéis, monseñor ––dijo el cardenatinuando la conversación en castellano––se ha puesto como condición al enlace d

infanta con el rey de Francia la renuncia. luta de los derechos de la expresada infacomo asimismo del rey Luis, a todo patrimde la corona de España.

El religioso hizo una señal afirmativa.–– Resulta de ahí ––continuó el cardenque la paz y la alianza entre los dos reinopenden del cumplimiento de esta cláusula

contrato.Igual seña departe del franciscano.–– No sólo Francia y España ––dijo el c

nal––, sino Europa entera se perturbaría c

infidelidad de cualquiera de las partes.Nuevo movimiento de cabeza del enferm–– Resulta de ahí ––prosiguió el orador––

el que pudiese prever los acontecimient

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tener como seguro lo que nunca está sintinieblas en el espíritu del hombre, esto eidea del bien o del mal venideros, preservar

mundo de una inmensa catástrofe, o logconvertir en provecho de la Orden el suadivinado en la cabeza del mismo que lo prra.

––¡Pronto, pronto! ––dijo el franciscanodiendo el color por momentos y reclinánsobre el sacerdote.

El cardenal acercóse al oído del moribund

––Pues bien, monseñor ––dijo––; sé que de Francia ha decidido que al primer preteuna muerte, pongo por caso, sea del rey dpaña o de algún hermano de la infanta, Frareivindicaría con las armas en la manoherencia, y paseo el plan político concepor Luis XIV con dicho motivo.

––¿Ese plan? ––preguntó el franciscano.

––Vedlo aquí ––respondió el cardenal.

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––––¿De qué mano está escrito?–––De la mía

––¿No tenéis más que decir?––Creo haber dicho mucho, monseñocontestó el cardenal.

––Así es, habéis prestado un gran serviciOrden. Pero; ¿cómo os habéis procuradodetalles que os han aprovechado para combese plan?

––Tengo pagados a los criados inferiore

rey de Francia para que me faciliten los pade su uso que consiguen escapar del fuego chimenea.

––No deja de ser ingenioso el medio

murmuró el fraile procurando sonreír––. Scardenal, dentro de un cuarto de hora, saldde la hostería, y se os dará la contestacióndéis marcharos.

El cardenal se retiró.

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––Decid a Grisart que pase, e id a buscveneciano Marini el enfermo. Mientras el csor obedecía, el franciscano, en lugar de b

el nombre del cardenal, como había hechoel del barón, trazo una cruz al lado de anombre. Luego, como si sucumbiese a aesfuerzo, se dejó caer sobre la cama, murando el nombre, del doctor Grisart.

Cuando volvió en sí había bebido la mitauna poción, cuya otra mitad quedaba aún evaso, y estaba sostenido, por el médico, mtras el confesor y el veneciano aguardabanto a la puerta.

El veneciano pasó por las mismas formades que sus dos concurrentes vaciló como a la vista de aquellas dos personas extrañatranquilizado por las palabras del general, rló que el papa, asustado del poder de la Orfraguaba un plan de expulsión general dejesuitas, y estaba en tratos con las cortes dropa a fin de obtener su cooperación. In

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quiénes eran los auxiliares del pontíficemedios de acción, designando el punto dechipiélago adonde, por efecto de un golp

mano, debían ser deportados dos cardenadeptos del año onceno, y, por tanto, jefes sriores, juntamente con treinta y dos de los cipales afiliados de Roma.

El franciscano dio las gracias al signor Mporque no era pequeño el servicio que hacísociedad con la revelación de aquel proypontifical.

Después recibió el veneciano la ordenmarchar dentro de un cuarto de hora, y se rgozoso, como si tuviese ya el anillo, insignmando de la sociedad.

Pero mientras se ausentaba, murmurabfranciscano en su lecho:

––Todos estos hombres son espías o esben ninguno de ellos veo un general. Todosdescubierto conspiraciones; mas ninguno p

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un secreto. No es con la ruina, ni con la guni con la fuerza, como debe gobernar, la Cpañía de Jesús, sino con la influencia que p

la superioridad moral. No, no encuentrhombre, y, para mayor desgracia, Dios mere, y me hiere de muerte. ¡Oh!, ¿Habrá de cer conmigo la Compañía por falta de unlumna? ¡Será necesario que la muerte quaguarda devore conmigo el porvenir de laden, porvenir que, con diez años de vhabría yo hecho eterno, según lo esplénque se presenta con el reinado del nuevo re

El buen jesuita escuchaba con espanto allas palabras medio pensadas y medio pronciadas, como se escuchan los delirios de ulenturiento, mientras que Grisart, espíritu

cultivado, las devoraba como revelacioneun mundo desconocido, donde penetrabamirada sin que pudiera su mano tocarlo.

De pronto se incorporó el franciscano.

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––Terminemos ––dijo––; la muerte se apde mí. ¡Oh! Hace poco esperaba morir tralo.. . Y ahora muero sin esperanza, a meno

entre los que quedan…¡Grisart, Gri¡Hacedme vivir una hora más!Grisart se aproximó al moribundo, y le

tragar algunas gotas, no de la poción que h

quedado en el vaso, sino del contenido dfrasco que llevaba consigo.––¡Llamad al escocés! ––murmuró el fr

cano––. ¡Llamad al comerciante de B

¡Llamadlos, llamadlos!... ¡Jesús! ¡Me m¡Jesús! ¡Me ahogo!E1 confesor salió en busca de auxilios, co

hubiera allí una fuerza humana que pudlevantar el dedo de la muerte que pasabasobre el enfermo; pero en el umbral de la ptropezó con Aramis, el cual, con un dedo boca, le rechazó de una mirada hasta el intdel cuarto.

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El médico y el confesor hicieron, no obsun movimiento, después de consultarse coojos, para apartar a Aramis: Pero éste, con

señales de la cruz, hechas cada cual de madiferente, dejó a los dos clavados en su sitio––Un jefe murmuraron ambos. Aramis p

tró lentamente en el cuarto donde el paci

luchaba contra los primeros esfuerzos dagonía.En cuanto al franciscano, ora fuese qu

elixir produjera su efecto, ora que la apar

de Aramis le diese nuevas fuerzas, hizo unvimiento, y, con los ojos ardientes; la boctreabierta y los cabellos húmedos de sudoincorporó en la cama.

Aramis notó que la atmósfera de aquel cuera sofocante; todas las ventanas estaban cdas; en la chimenea había lumbre encendidos velas de cera que se corrían sobre losdelabros de cobre, caldeaban todavía má

habitación con su denso vapor.

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Aramis abrió la ventana, y, fijando en elribundo una mirada lleno de inteligencia respeto:

–– Monseñor ––le dijo––, os pido Perdóhaber venido sin que me hayáis mandadomar; pero vuestro estado me ha alarmadobremanera, y temía que pudieseis morir a

de haberme visto, pues me hallo colocadsexto lugar en vuestra lista.El moribundo se estremeció y consultó l

ta.

––¿De modo que sois el que se llamtiempo Aramis, y después caballero de blay? ¿Sois el obispo de Vannes?

––––Sí, monseñor.

––Os conozco, pues os he visto otra vez.En el último jubileo nos hallamos juntos

palacio del Padre Santo.

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–– ¡Ah! Sí, es cierto. ¡Me acuerdo! ¿Y osentre los concurrentes Monseñor, he oído que la Orden necesitaba poseer un gran sec

de Estado, y sabiendo que por modestia rnabais de ante mano vuestro cargo en la pena que os proporcionase ese secreto, escribestaba pronto a entrar en concurrencia, pyendo sólo un secreto que considero impote.

–– Hablad ––dijo el religioso––. pronto a oíros, y a juzgar de la importancese secreto.

––Monseñor, un secreto del valor delvoy a tener la honra de confiaros, no secon palabras. Toda idea que llega a salilimbo del pensamiento, y se vulgariza una manifestación cualquiera, deja de pnecer hasta al mismo que la ha concebidpalabra puede ser recogida por un oído ato y enemigo, y por lo tanto es necesarisembrar la a la ventura.

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––¿Pues en qué forma deseáis trasmitvuestro secreto? ––preguntó el moribundo.

Aramis hizo un ademán al médico y al cosor en señal de que se alejasen, y, con lamano entregó al franciscano un papel cercon una doble cubierta.

––¿Pues en lo escrito ––preguntó el franno––, no hay aún más peligro que en lo hdo?

––No, monseñor ––dijo Aramis––; porqujo esa cubierta hallaréis caracteres que sóly yo podemos comprender.

El fraile contemplaba a Aramis con unapresa que iba cada vez en aumento.

––Esa es ––continuó éste––, la cifra que ten 1655, y que sólo vuestro secretario Juanque ya ha muerto, podría descifrar si volviemundo.

––Fui yo el que se la dio.

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E inclinándose Aramis, con una gracia de respeto, adelantóse hacia la puerta cpara salir.

Detúvole, no obstante, un gesto del francno acompañado de un grito en señal de quacercase.

–– ¡Resús! ––––exclamó––. ¡EcceHamo!Y leyendo por segunda vez él papel:––¡Venid pronto ––dijo—, venid! Aram

acercó al franciscano con el mismo rostrono y el mismo aire respetuoso.

El franciscano, con el brazo extendido,maba en la llama de la vela el papel quhabía entregado Aramis.

Luego, cogiendo la mano de Aramis y cándole hacia si:–– ¿Cómo y por quién habéis podido a

guar semejante secreto? ––preguntó.

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–– Por madame de Chevreuse, amigaconfidente de la reina ––contestó el obispVannes.

––¿Y madame de Chevreuse?.––Ha muerto.–– ¿Y lo sabían otros?

–– Tan sólo un hombre y una mujerpueblo.–– ¿Quiénes eran?––Los que lo habían criado.––¿Y qué ha sido de ellos?

–– También han muerto... Este secquema como el fuego.

––Y, sin embargo, ¿vos habéis sobreva él?––Todo el mundo ignora que soy sabedo

él.

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––¿Qué tiempo hace que poseéis ese secr–– Quince años.

––¿Y lo habéis guardado?––No quería morir.––¿Y lo dais a la Orden sin ambición? –

guntó intencionadamente el franciscano.–– Lo doy a la Orden con ambición y po

compensa ––dijo Aramis––, porque si vivseñor, haréis de mí, ahora que me conocéque puedo y debo ser.

––¡Y como voy a expirar ––exclamó el frcano––, hago de ti mi sucesor!... ¡Toma!

Y, arrancándose el anillo, lo puso en el de Aramis.

En seguida, volviéndose hacia los dos etadores de aquella escena:

––Sed testigos ––dijo––, y afirmad en enecesario, que hallándome enfermo de cue

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pero sano de espíritu, he entregado libre yluntariamente este anillo, signo de la omntencia, a monseñor de Herblay, obispo de

nes, a quien nombro sucesor mío, y ante qyo, humilde pecador, próximo, a comparante Dios, me inclino el primero para dar eplo a todos.

Y el franciscano se inclinó, en efecto, miel jesuita y el medico se prosternaban de llas.

Aramis, poniéndose más pálido que el m

bundo, extendió sucesivamente sus mirsobre los actores de aquella escena.La ambición satisfecha afluía con la sa

hacia su corazón.

––Démonos prisa ––dijo el franciscapues me urge y acosa en extremo lo que que hacer aquí. Quizá no llegue a terminarl

––Yo lo terminaré ––dijo Aramis.

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––Corriente ––dijo el franciscano. Y, dirdose en seguida al jesuita y al médico:

–– Dejadnos solos ––dijo.Los dos obedecieron.

––Con este signo ––dijo–– sois el hombrse necesita para remover la Tierra; con est

no derribáis y edificáis. ¡Con este signo, veCerrad la puerta ––dijo el franciscano a AraAramis corrió el cerrojo y volvió al lad

franciscano.

––El papa ha conspirado contra la Ordedijo el franciscano––, el papa debe morir.–– Morirá ––dijo tranquilamente Aramis–– Se deben setecientas mil libras a un co

ciante de Brema, llamado Bonstett, que vebuscar la garantía de mi firma.

––Se le pagarán ––dijo Aramis. Seis cabade Malta, aquí están los nombres, han debierto, por imprudencia de un afiliado del

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onceno, los terceros misterios; es preciso guar qué han hecho del secreto aquellos hbres, recogerle y extinguirlo.

––Se hará.––Deben ser enviados al Tibet, para pe

allí, tres afiliados peligrosos que han sidodenados. Aquí tenéis sus nombres.

––Haré cumplir la sentencia.––Por último, hay una señora de Amb

sobrina segunda de Ravaillac, que tiene epoder ciertos papeles que comprometen Orden. Hace cincuenta y un años que hay familia una pensión de cincuenta mil librapensión es demasiado gravosa; la Orden nrica... Es preciso rescatar esos papeles po

suma de dinero dada una vez, o en caso nevo suprimir la pensión... sin riesgo.–– Procuraré hacerlo ––dijo Aramis.

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––La semana última ha debido entrar enboa un buque procedente de Lima; vienegado ostensiblemente de chocolate, pero

realidad, su cargamento es de oro. Cada linestá oculto bajo una capa de chocolate. Esque es de la Orden; vale diez y siete millonlibras. Lo haréis reclamar, aquí están las cde porte.

–– ¿Y a qué puerto lo he de hacer venir?––A Bayona.––Salvo que haya vientos adversos, estar

antes de tres semanas. ¿Tenéis algo másencargar?El franciscano hizo con la cabeza una

afirmativa, porque no podía ya hablar: agol

la sangre a la garganta y a la cabeza, y ema salirle por boca, narices y ojos. El infetuvo tiempo más que para apretar la manoAramis, y cayó con todo el cuerpo crisdesde la cama al suelo.

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Aramis le colocó la mano en el corazón, cesado de latir.

Al bajarse, Aramis advirtió que habíase ldo de las llamas un fragmento del papel engado al franciscano.

Lo recogió, y lo quemó hasta el último át

Luego, llamando al confesar y al médico:––Vuestro penitente está con Dios ––dconfesor––; no necesita ya más que precsepultura de los muertos. Id a preparar lo veniente para un entierro sencillo, como coponde a un pobre fraile. . . Id.

El jesuita salió. Entonces, volviéndose adico y viendo pintada en su pálido rostransiedad:

–– Señor Grisart ––le dijo en voz baja–ciad el vaso y limpiadlo, queda ahí mucho,de lo que el Gran Consejo os mandó poner.

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Grisart, confuso, aturdido, aterrado, estupunto de caer de espaldas.

Aramis se encogió de hombros en señacompasión, tomó el vaso y vació su conteen las cenizas del hogar.

En seguida salió, llevándose los papeledifunto.

CXXVIILA MISIÓN

A la mañana siguiente, o mejor dicho, amismo día, porque los sucesos que acabade referir habían terminado a las tres de lañana, antes del desayuno, como el rey parpara la misa con las dos reinas, como Monscon el caballero de Lorena y algunos otros liares, montara a caballo para dirigirse alcon objeto de tomar uno de aquellos fam

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baños que tanto enloquecían a las damas; csólo quedase Madame en el palacio, quepretexto de hallarse indispuesta, no quiso

vióse, a mejor dicho, se distinguió apenMontalais deslizarse fuera de la cámara dcamaristas, llevando tras de sí a La Vallièrese ocultaba todo lo posible; y las dosquivándose por los jardines, llegaron, miren torno suyo, hasta los tresbolillos.

El tiempo estaba nebuloso; un viento cdoblaba las flores y los arbustos; el polvo sador, arrancado de los caminos, subía a tollinos por cima de los árboles.

Montalais, que, durante toda la marcha hdesempeñado las funciones de un diestroplorador, dio algunos pasos más, y, volviése para asegurarse de que nadie se acercablas oía:

–– ¡Vamos ––dijo––, gracias a Dios essolas! Desde ayer, todo el mundo espía, aq

se ha formado un círculo a nuestro alred

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como si en realidad estuviésemos atacadas peste.

La Vallière bajó la cabeza y exhaló un sus––Es inaudito ––prosiguió Montalais––.

de el señor Malicorne hasta el señor de Aignan, todo el mundo anda a vueltas nuestro secreto. Vamos, Luisa, recordemogunas circunstancias, para saber á qué ateme:

La Vallière levantó sobre su compañerabellos ojos, puros y penetrantes como el azun cielo de primavera.

––Y yo ––dijo–– te preguntaré por qué hsido llamadas al cuarto de Madame; por hemos dormido en su habitación en vez

dormir en la nuestra, según costumbre; porte has retirado tan tarde y de dónde proceesas medidas de vigilancia que se han tomesta mañana con respecto a nosotras.

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–– Mi querida Luisa, responder a mi pregcon otra, o más bien con diez, lo que no eponder… Ya te explicaré eso más tarde, y c

son cosas de importancia secundaria, biendrás esperar. Lo que te pregunto, porque tdepende de eso, es si hay o no secreto.

––No sé si hay secreto ––repuso La Vailli

, pero lo que te puedo decir es que, por mi,te a lo menos, ha habido imprudencia; dmis necias palabras y mi desmayo, aún necio, de ayer, todo el mundo hace aquícomentarios acerca de nosotras.

––Habla por ti, amiga mia ––dijo riendo talais––, por ti y por Tonnay Charente, hicisteis ayer declaraciones a las nubes, deciones que desgraciadamente han sido intertadas.

La Vallière bajó la cabeza.––Tus palabras ––dijo–– me trastornan.

––¿Mis palabras?

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–– Esas chanzas me dan la muerte.––Escucha, escucha, Luisa. No son ch

éstas, antes por el contrario, no hay cosaseria. No creas que te he arrancado de Palque he faltado a la misa, que he fingidojaqueca con Madame, jaqueca que tanto tmos una como otra, y que he desplegado,

fin, diez veces más diplomacia de la quheredado el señor Colbert del señor Mazaride la que usa con el señor Fouquet, para vereferirte mis penas con el solo fin de que, do estamos solas y nadie nos escucha, venjugar conmigo. No, no, creéme; cuando tegunto no es por mera curiosidad, sino porqsituación es crítica realmente. Se sabe lodijiste ayer y murmúrase sobre el partic

Cada cual viste las cosas a su manera; tútenido esta noche el honor, y lo tienes todesta mañana, de ser objeto de la conversade toda la Corte, y la infinidad de frases tuosas y felices que te atribuyen sería capa

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excitar la envidia de la señorita Scúderi y hermano, si les fuesen referidas con exactit

––¡Vaya, mi buena Montalais! ––dijo la iniña––. Mejor que nadie sabes tú lo que puesto que lo dije delante de ti.

–– ¡ Oh! Bien lo sé; pero la cuestión no eeso. No he olvidado ni una sola de las palaque pronunciaste; ¿pero pensabas tú lo decías?

Luisa se turbó.–– ¿Todavía con preguntas? ––murmur

pesar de que daría cuanto tenga para olvidque dije, no parece sino que todo el mundpone de acuerdo, para hacérmelo traer, memoria. ¡Oh! Esto es inaguantable.

––––¿El qué? Vamos a ver.––¡El tener una amiga que debería evit

molestias, aconsejarme y ayudarme a saliapuro, y en lugar de eso me mata y me ases

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––¡Bah, bah! ––exclamó Montalais––. Dde haber dicho muy poco, vienes ahora dido demasiado. Nadie intenta matarte, ni

barte, ni aun siquiera tu secreto; lo que se re es tenerlo de buena voluntad y no de modo, porque no se trata sólo de tus asunsino de los nuestros, eso es cosa que diría nay Charente, lo mismo que yo, si estuvaquí. Ello es que anoche me pidió una evista en nuestro cuarto, y cuando me diallá después de los coloquios manicampmalicornios, supe a mi regreso, que fue v

deramente algo tardío, que Madame habíacuestrado a las camaristas, y que teníamosdormir en su cuarto en vez de dormir enuestro. Pues ahora bien; Madame secueslas camaristas para que no tuvieran tiemprecordar incidentes, y con ese mismo objeencerró esta mañana con Tonnay ChareDime, pues, querida amiga, en qué podecontar contigo; Atenaida y yo, que despudiremos en lo que podrás contar con nosotr

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––No comprendo bien la pregunta quehaces ––dijo Luisa con suma agitación.

–– ¡Hum! Pues creo, por el contrario, qucomprendes demasiado bien. Pero quiero psar mis preguntas, para que no puedas ecmano del menor subterfugio. Escucha, p¿Amas al señor de Bragelonne? Se me f

que la pregunta es clara, ¿eh?A tal pregunta, que cayó como el primeryectil de un ejército sitiador en una plaza da, hizo Luisa un movimiento.

–– ¡Si amo a Raúl! ––exclamó—. ¡El ammi infancia! ¡Mi hermano!––No, no es eso, todavía te me escapas, o

mejor decir, te me quieres escapar. No te

gunto si quieres a Raúl, tu amigo de la infy hermano tuyo, sino si amas al señor vizcde Bragelonne, tu prometido.

–– ¡Ay, Dios santo, querida! ––dijo Lu

¡Qué severas son tus palabras!

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––No hay remisión; no soy ni más ni msevera que de costumbre; te dirijo una preta, y quiero que me respondas a ella.

–– Seguramente ––dijo Luisa con, voz soda–– que no me hablas como amiga; pero contestaré como amiga sincera.

–– Responde.––Pues bien, tengo mi corazón lleno de e

pulos y de ridículas susceptibilidades acerctodo aquello sobre lo cual debe guardar seuna mujer, y nadie ha leído en ese punto eíntimo de mi alma.

––Bien lo sé, pues si hubiese leído , en elte preguntaría, sino que te diría simpleme“Querida Luisa, tienes la felicidad de cono

señor de Bragelonne, que es un buen mozopartido excelente para una muchacha sin fona, El señor de la Fère dejará unas quinclibras de renta a su hijo; por consiguiente, lrá un día en que tú, como mujer de ese

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tendrás tus quince mil libras de renta. Yaque eso es cosa muy bonita. No vayas, puderecha ni a izquierda, sino dirígete francam

te al señor de Bragelonne; esto es, al altar ade debe conducirte. ¿Después?.. Allá se según su carácter, serás emancipada o esces decir, que tendrás el derecho a hacer tlas locuras que hacen las mujeres demaslibres o demasiado esclavas.” Ahí tienes, qda Luisa, lo que te diría si hubiese leído fondo de tu corazón.

––Y yo te daría las gracias ––balbuceó Lu, aunque el consejo no me parece enterambueno.

––Aguarda.. . aguarda... A renglón seguidhabértelo dado, añadiría: “Luisa, es peligpasar días enteros con la cabeza abatida sobpecho, las manos inertes, la mirada vagapeligroso buscar las avenidas sombrías yparticipar de las diversiones que regocijancorazones de todas las jóvenes; es pelig

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Luisa, escribir con la punta del pie; como shacer, sobre la arena, letras que, por más qapresures a borrarlas; siempre aparecen

debajo del talón, principalmente cuando letras se asemejan más a una L que a una peligroso, en fin, forjarse allá en la mentextrañas ilusiones, fruto de la soledad y ddolores de cabeza; esas ilusiones socavamejillas de una pobre muchacha al mitiempo que su cerebro, y no es cosa rara vesas ocasiones a una persona de amable sueño trato volverse taciturna y fastidiosa, y

la de más talento convertida en una imbécil–– Gracias; mi querida Aura ––replicódulzura La Vallière––; es muy propio de turácter hablarme así, y te doy las gracias po

blarme conforme a tu carácter.––Y en lo que digo me refiero a los suquiméricos; de consiguiente, no tomes depalabras sino lo que creas que debes toMira, no sé qué cuento se me viene ahora

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memoria respecto a cierta ;muchacha vapoo melancólica, porque el señor Dangeauexplicaba el otro `día que melancolía deb

cribirse gramaticalmente con una h entre lla o, por ser término compuesto de dos palagriegas, una de las cuales significanegra yotra bilis. Estaba pensando, pues, en esta jque murió de bilisnegra, por haberse figuraque el príncipe, el rey o el emperador.––.. el 'títlo es lo de menos, estaba muerto de amor'ella; mientras que el príncipe, el rey o el erador... como quieras llamarlo, amaba vis

mente a otra, y lo más extraño era que la pno advertía lo que advertía todo el mundo, no servía :más: que de pantalla, para amor:. ¿No es cierto, La Vallière, que tecomo yo de esa pobre loca?

––Sí que me río ––tartamudeó Luisa, pcomo un cadáver––.

–– Y con razón, pues la cosa lo merece. Ltoria o cuento, como quieras llamarlo, me

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dó, y por eso lo retuve en la memoria y refiero. ¿Te figuras, mi querida Luisa, el esque haría en tu cerebro, por ejemplo, una

lancolía con de especie? Por mi parte, he reto contarte la historieta para que, si a cualqde nosotras nos sucediese un lance semejestemos persuadidas de esta verdad: hoy eañagaza; mañana será una rechifla; pasadoñana ha de ser la muerte.

La Vallière se estremeció, más lívida aún que estaba.

––Cuando un rey se ocupa de nosotracontinuó Montalais––; nos lo hace ver mente, y, si somos el bien que codicia, sabmo debe comportarse. Ya ves, Luisa, qutales circunstancias, entre muchachas expua semejante peligro, es preciso hacerse clase de confidencias, a fin de que los corano melancólicos vigilen a dos que pueden la serlo.

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––¡Silencio; silencio! ––murmuró La Va–. Alguien viene.

––Vienen, en efecto ––dijo Montalais––;¿quién puede venir? Todo el mundo estámisa con el rey, o en el baño con Monsieuextremo de la avenida divisaron casi al pubajo el arco de verdura, el andar gracioso

aventajada estatura de un joven que, conespada bajo el brazo y una capa encima, pude boas y espuelas, las saludaba de lejosdulce sonrisa.

––¡Raúl! ––gritó Montalais.––¡El señor de Bragelonne! –– murmurósa.

––Aquí tenemos al juez que puede dir

mejor nuestra contienda ––dijo Montalais.––¡Oh! ¡Montalais; Montalais, por pieda

prorrumpió La Vallière––. ¡Después de hsido cruel, no seas inexorable!

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Estas palabras pronunciadas con todo el ade una súplica, borraron del rostro al menono del corazón de Montalais, todo el indic

ironía.–– ¡Oh! ¡Bella estáis cual otro Amadís,

de Bragelonne! ––le dijo a Raúl––. ¡Y armcalzado como él!

–– Mis respetos, señoritas ––respoBragelonne inclinándose.––Mas en fin; ¿por qué esas botas? ––

Montalais, mientras que La Vallière, mira Raúl con sorpresa igual a la de su compra, guardaba, sin embargo; silencio.

–– ¿Por qué? ––preguntó Raúl.––Sí ––aventuró a su vez La Vallière.–– Porque parto dijo –– Bragelonne mira

Luisa.La joven se sintió acometida de un sup

cioso terror, y se le fue la vista.

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–– ¡Marcháis, Raúl! ––dijo––. ¿Y adónde––Mi querida Luisa ––dijo el joven con

lla placidez que le era natural––, marcho glaterra.

–– ¿Y qué vais a hacer allí?–– El rey me envía.

––¡El rey! ––exclamaron al mismo tiempsa y Aura, cambiando involuntariamente mirada, porque recordaban una y otra la versación interrumpida hacía poco.

Aquella mirada, Raúl la interceptó, perpodía comprenderla. La atribuyó por coguiente, al interés que tenían hacia él lasjóvenes.

––Su Majestad ––dijo–– se ha dignado darse de que el conde de la Fère había sidorecibido por el rey Carlos II. Por tanto, estñana, al partir para la misa, el rey, viéndomsu camino, me ha hecho una señal con la

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za. Entonces me he acercado: “Señor de Blonue ––me ha–– dicho––, pasaréis por casseñor Fouquet, que ha recibido, de mí c

para el rey de la Gran Bretaña; vos seréis etador de esas cartas.” Yo me incliné. “¡Ahtes de partir ––añadió–– tendréis la amabilde presentaros a Madame y recibir los encade la princesa para el rey su hermano.”

––¡Dios mío! ––murmuró Luisa, nervipensativa a la vez. ––¡Tan pronto! ¿Se os mmarchar tan pronto?––dijo Montalais parada por aquel extraño acontecimiento.

––Para obedecer bien a aquellos a quienrespeta ––dijo ––Raúl––, es necesario obepronto. Diez minutos después de recibir laden, estaba dispuesto. Madame avisada escribe la carta, de la que me hace el honencargarme. Entretanto, sabiendo por la seta de Tonnay Charente que debíais estar hlos tresbolillos, he venido y os encuentro abas.

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––Y las dos bastante dolientes, como vedijo Montalais, para ir en auxilio de Luisa,fisonomía se alteraba visiblemente.

–– ¡Dolientes! ––repitió Raúl tomandotierna curiosidad la mano de Luisa de Lallière: ¡Oh!

Efectivamente, vuestra mano ésta helada.––Eso no es nada.–– Ese frío no llega hasta el corazón, ¿

verdad, Luisa? ––preguntó el joven con dsonrisa.

Luisa levantó vivamente la cabeza, comesta pregunta hubiese sido inspirada por sospecha y hubiera provocado un remomiento.

–– ¡Oh! Sabéis ––dijo con esfuerzo––nunca mi corazón estará frío para un amcomo vos, señor de Bragelonne.

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––Gracias, Luisa. Conozco vuestro corazvuestra alma, y no es por el contacto demano, ya lo sé, como se juzga un afecto co

vuestro. Luisa, ya sabéis cuánto os amoqué confianza y abandono os he dado mi vme perdonaréis, pues, ¿no es cierto?, quhable de manera un poco infantil.

––Hablad, Raúl ––contestó Luisa temblo–; os escucho.––Puedo alejarme de vos llevándome un

mento, absurdo, ya lo sé, pero, que sin emb

me desgarra.–– ¿Acaso os alejáis por largo tiempopreguntó La Vallière con voz oprimida, mtras que Montalais volvía la cabeza.

––No, y probablemente no permanecerésente más de quince días.La Vallière apoyó una mano sobre su cora

que se le destrozaba.

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––Es extraño ––continuó Raúl, mirandolancólicamente a la joven––; muchas vecehe separado de vos para ir a encuentros

grosos, partía alegre entonces, con el corsereno; el alma embebida en un porvenifelicidad, de futuras esperanzas, y sin embase trataba para mí de desafiar las balas deespañoles o las duras lamas de las valoHoy, voy sin ningún peligro, sin inquietudguna, a buscar por el camino más rectobella recompensa que me promete el favorey, voy a conquistaros tal vez; porque, ¿

otro favor más precioso que el de poseerodría el, rey concederme? Pues bien, Luisa, en verdad, cómo es, pero toda esa dicha, ese porvenir, huye ante mis ojos como humo, como sueño quimérico, y siento aqulo más profundo del alma, un gran pesarindecible abatimiento, algo triste, de inertemuerte, como un cadáver. ¡Oh! Sé muy biequé, Luisa, es porque no os he visto jamá

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querida cual lo sois en este instante. ¡Oh! mío! ¡Dios mío!

A esta última exclamación, salida de un zón despedazado, Luisa rompió en llanto, en brazos de Montalais.

Ésta, aunque no era de las más sensiblestió humedecerse sus ojos y oprimirse su zón en un círculo de hierro.

Raúl vio las lágrimas de su prometida, mirada no penetró, no intentó penetrar mallá de aquellas lágrimas. Hincó una rodilllante de ella y besóle tiernamente la mano.

Veíase que en aquel beso iba todo su cora–– Levantaos, levantaos ––le dijo Mon

próxima a llorar ella tan bien––; Atenaidacerca.

Raúl limpió su rodilla con el revés dmanga, sonrió otra vez a Luisa, que ya nmiraba, y, estrechando la mano de Mont

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con efusión, se volvió para saludar a la señde Tonnay Charente; cuyo sedoso vestido sya rozando la arena de las calles de árboles

–– ¿Ha concluido Madame su carta?preguntó luego que la, joven estuvo al alcde su voz.

––Sí, señor vizconde; la carta está acay sellada, y Su Alteza os espera.Al oír Raúl esta palabra tomó el tiempo

nas necesario para saludar a Atenaida, diruna última mirada a Luisa, hizo una últseña a Montalais, y alejóse en direccón al cio.

Pero, conforme se alejaba, volvía a cadala cabeza. Finalmente, al doblar la avenida

yor, por más que se volvió nada pudo ver yPor su parte, las tres jóvenes le habían

desaparecer con sentimientos muy distintos

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–– Gracias a Dios ––dijo Atenaida rompla primera el silencio––, al fin nos vemos sen libertad de hablar del gran asunto de a

para ponernos de acuerdo sobre la conducseguir. Ahora, si queréis préstarme atencióprosiguió mirando a todos lados––, voy a ecaros lo más brevemente posible, primero ntro deber, como yo lo entiendo, y, si no me prendéis con medias palabras, la voluntadMadame.

Y la señorita de Tonnay Charente acentutas últimas palabras, de modo que no queduda a sus compañeras acerca del caráctercial de que estaba revestida.

–– ¡La voluntad de Madame! –– murmura la vez Montalais y Luisa.

––¡Ultimatum! ––replicó diplomáticameseñorita de Tonnay Charente.

––¡Pero, Dios mío, señorita! ––exclamó Lllière––. Sabe Madame...

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––Madame sabe más de lo que le hemos dnosotras ––articuló claramente Atenaida––consiguiente, señoritas, miremos bien lo

hemos de hacer.––¡Oh! Sí ––dijo Montalais––. Por mi pa

cucho con todos mis oídos. Habla, Atenaid—¡Dios mío, Dios mío! ––murmuró Lui

da trémula––. ¿Sobreviré a esta cruel noche––¡Oh! No os desaniméis de ese modo –

Atenaida––, que para todo existe remedio.Y, sentándose en medio de sus dos comp

ras, a cada una de las cuales cogió una mque reunió en las suyas, principió sus expciones.

AL murmullo que producían sus primpalabras, vino a unirse el ruido de un cabque galopaba por el camino real, fuera dverja de los jardines.

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CXXVIIIDICHOSO COMO UN PRINCIPE

En el mismo instante que el señor de Blonne iba a entrar en el palacio, encontró ache.

Mas antes de encontrar a Raúl, Guiche hencontrado a Manicamp, el cual había entrado a Malicorne.

¿Y cómo Malicorne había encontrado a M

camp? De una manera muy sencilla: esperále a que saliera de misa, a la que asistió en pañía del señor de Saint Aignan.

Luego que estuvieron reunidos, se felicit

por aquel encuentro, y Manicamp se aprovde la ocasión a fin de preguntar a su amigohabían quedado por casualidad algunos edos en el bolsillo.

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Este, sin sorprenderse de la pregunta, quvez esperaba, le contestó que todo bolsilldonde siempre se saca sin meter nunca, as

jase a los pozos, que suministran agua durel invierno; pero que los jardineros acabanagotar en el verano; que su bolsillo no cade profundidad, y que tenía gran placer encar de él en tiempo de abundancia, pero desgraciadamente, el abuso había traído ende sí la esterilidad.

A lo cual, todo preocupado, había repliManicamp: Tenéis razón.

––Por consiguiente, de lo que debe tratarde llenarlos, –– repuso Malicorne.

––Así es; pero, ¿cómo?

––Nada más fácil, querido señor Manicam––¡Bueno! Decid.––Un destino en casa de Monsieur y se

el bolsillo.

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––Pero si ya tenéis ese destino.––Lo que tengo es el título,

––¿Y qué?––Un título sin destino, es un bolsillo sinero.

–– Tenéis razón –– respondió por seguvez Manicamp. Emprendámosla con el de––insistió el titular.

Querido, mi muy querido amigo ––susManicamp––; un destino en casa de Mons

es una de las graves dificultades de nuesituación.––¡Oh, oh!––Sí, por cierto; en este instante nada p

mos pedir a Monsieur.––¿Y por qué?–– Porque estamos en relaciones frías co

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––¡Qué disparate! ––articuló claramente corne.

–– ¡Bah! Y si hacemos la corte a Madadijo Manicamp––, ¿creéis que pueda Monmirarnos con buenos ojos?

––Pues precisamente si hacemos la coMadame y somos hábiles, debe adoraMonsieur.

––¡Hum!

–– ¡Oh, somos unos tontos!Daos prispues, señor Manicamp, vosque sois, gran plítico, a procurarque hagan las pacesel señde Guiche y Su Alteza Real.

––Veamos, Malicorne, ¿qué os ha dicseñor de Saint Aignan?

–– ¿A mí? Nada; antes bien me ha pretado:––Pues conmigo ha sido menos prudente.

–– ¿Y qué os ha dicho?

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––Que el rey está locamente enamorado señorita de La Vallière.

––¡Ya sabíamos eso, diantre! –– replicó camente Malicorne––. Y bien alto se diceque nadie lo ignore; pero entre tanto haceque os digo: hablad al señor de Guiche, ycurad recabar de él que dé algún paso h

Monsieur. ¡Qué diantre!––¡Bien debe eso a Su Alteza Real!––Pero sería preciso ver a Guiche.––Creo que no hay en ello gran dificu

Haced por verle, lo que he hecho yo por vevos; aguardadle, pues ya sabéis que por cter le gusta pasear.

––Sí, pero, ¿por dónde pasea?––¡Vaya un apuro! El señor de Guiche

enamorado de Madame, ¿no es cierto?––Así dicen.

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––Pues bien, entonces paseará por el ladlas habitaciones de Madame.

––Y que no os engañáis; querido Malicpues por allí lo veo venir. ¿Y por qué me hyo de engañar. ¿Habéis visto que sea éscostumbre? Con que, ¡ea!, no se trata máde entendernos. ¿Tenéis necesidad de diner

–– ¡Ay! ––suspiró tristemente Manicamp––Pues yo necesito mi destino. Tenga

corne el destino, que Manicamp tendrá dinEsto no es más difícil que aquello.

––Entonces, perded cuidado. Haré lo quede mi parte.

––Pues a ello.

Guiche se aproximaba; Malicorne echóotro lado, y Manicamp atrapó a Guiche. Elde estaba pensativo y sombrío.

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––¿Qué consonante buscáis, querido coTengo una excelente para concertar con la vtra, sobre todo si la vuestra es asna.

Guiche sacudió la cabeza, y, reconocienun amigo, le cogió del brazo.

––Mi querido Manicamp ––dijo––, otrabusco que una consonante.

––¿Qué buscáis?––Y vais a ayudarme a encontrar lo que b

––continuó el conde––, vos, que sois un peso, es decir, una persona de ingenio.

––Pongo todo mi ingenio a vuestra disción, apreciable conde.

––El hecho es el siguiente: quiero facili

entrada en una casa donde tengo que hacer.––Es necesario ir adonde está esa casa –

Manicamp.––Ya. Pero la casa está habitada por un es

celoso.

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––¿Más vigilante que el Cancerbero?––No más, pero sí tanto.

––¿Tiene tres bocas, como aquel desespguardián de los infiernos?... ¡Oh! No os ende hombros, querido conde, que no hagopregunta sin motivo. Dicten los poetas que adormecer al Cancerbero es preciso que ejero vaya provisto de una torta. Yo, que vcosa por su lado prosaico, es decir, por su real y verdadero, digo entre mí: “una tortmuy poco para tres bocas”. Si vuestro c

tiene tres bocas, conde, pedid tres tortas.––Manicamp, para consejos de esa espiría a buscarlos a casa del señor de Beautru

–– Pues para tenerlos mejores, señor cond

dijo Manicamp con seriedad cómica––, prad adoptar una fórmula más clara que la habéis usado.

––¡Ah! Si estuviese aquí Raúl; él me

prendería ––dijo Guiche. ––Ya lo creo, p

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palmente si le decíais: “Mucho desearía vMadame más de cerca, pero temo a Monsque está celoso.”

––¡Manicamp! ––exclamó encolerizadconde, procurando confundir con su miraaquel impertinente.

Mas el impertinente no pareció sentir lanor emoción.

––¿Qué hay, mi querido conde? –– pregManicamp.

–– ¿Así profanáis los nombres más rtables, los primeros nombres del reinoexclamó Guiche.

––No os incomodéis por eso, mi queconde, y haced cuenta de que nada he diPero si se trata de una dama que tiene unposo celoso, os aconsejo lo siguiente: ver a la mujer, conciliaos al marido.”

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––Mal chiste ––dijo sonriendo el conde––que has dicho. ––Pasemos a otra cosa.– ––

––Ahora ––añadió Manicamp––, ¿queréisean la señora duquesa... y el señor duque?tonces os diría: “Conciliémonos a esa cualquiera que sea; porque semejante tácticpuede ser en ningún caso desfavorable a v

tro amor.”––¡Ay, Manicamp! Un pretexto, un buentexto, ¡búscamelo!

––Un pretexto, ¡pardiez! Cien, mil tenmos, si estuviese aquí Malicorne. Bien sque os habría encontrado ya cincuenta miltextos a cual mejor.

–– ¿Quién es Malicorne? ––dijo Guich

ñando los ojos como quien busca––. Se mera que conozco ese nombre..––¡Ya lo creo que lo conocéis! ¡Cómo q

béis treinta mil escudos a su padre!

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––¡Ah! Sí, es aquel digno mozo de Orleán––A quién prometisteis un destino en cas

Monsieur; no el marido celoso, sino el otro––Pues bien, puesto que tanto ingenio tie

amigo Malicorne, que me busque el mediser adorado por Monsieur, que me busque servar su favor.

–– Le hablaré de ello. ¿Pero quién viene ––El vizconde de Bragelonne.––¡Raúl! Sí, en efecto. ––

Y Guiche se apresuró a salir al encuentrjoven.

––¿Vos por aquí, mi querido Raúl? –Guiche.

––Sí, os buscaba para despedirme, queamigo ––repuso Raúl apretando la manconde––. Buenos días, señor Manicamp.

––Pues qué, ¿te vas, vizconde?

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––Sí, me voy.–– Misión del rey.

––¿Y adónde vas?––A Londres. Voy a ver a Madame, que que entregarme una carta parra Su Majestarey Carlos II.

––Sola la hallarás, pues Monseñor ha sali––Para ir...––Al baño.

––Entonces, querido amigo, tú, que erestilhombre de Monsieur, encárgate de disparme. Habría ido para recibir sus órdenes,señor Fouquet no me hubiera manifestadosu Majestad deseaba que partiese inmedmente.

Manicamp dio con el codo a Guiche.–– Ved ahí un pretexto ––dijo.

––¿Cuál?

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––El de presentar, las excusas del señoBragelonne.

––Débil pretexto ––dijo Guiche.–– Excelente, si Monsieur no os tiene re

malo, como otro cualquiera, si por el contos lo tiene.

––Es verdad, Manicamp; un pretexto, sque quiera, es cuanto necesito. ¡Mi, pues,viaje, querido Raúl!

Y, seguidamente, se abrazaron los dos gos.

Cinco minutos después, entraba Raúl ehabitación de Madame, en conformidad acado que le enviara por medio de la señoriTonnay Charente:

Hallábase todavía Madame sentada a la mdonde había escrito su epístola. Ante ella la bujía de cera color de rosa que de había

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vido para sellarla, pues, en su preocupacióle olvidó apagarla.

Esperaba a Bragelonne; de modo que le aciaron así qué se presentó.

Bragelonne era la elegancia personifiimposible verle una vez sin que su figura dara impresa para siempre; y Madame no le había visto una vez, sino que, como se rdará, fue uno de los primeros en salir a recla, para acompañarla del Havre a París.

Por consiguiente, Madame conservaba buenos recuerdos de Bragelonne.

––¡Ah! ––le dijo––. Al fin, señor, vais ami hermano, que tendrá la satisfacción de sfacer al hijo parte de la deuda de reconocim

to contraída con el padre.––Señora, el conde de la Fère está amplia

te recompensado de lo poco que ha tenidhonra de hacer en obsequio del rey, con

bondades que el rey se ha dignado manife

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le, y yo voy, por el contrario, a hacer preseSu Majestad el respeto y el reconocimientle profesan tanto el padre como el hijo.

––¿Conocéis a mi hermano, señor vizcon––No, Alteza; ésta será la vez primera

tenga el gusto de ver a Su Majestad.

––No tenéis necesidad de recomendacióguna para con él; pero, si acaso dudaraivuestro valor personal, tomadme resueltampor fiadora vuestra, que no os desmentiré.

––¡Oh! , Vuestra Alteza es en extremo bdosa.

–– No, señor de Bragelonne. Me acuerdcuando hicimos el camino juntos, y entoadvertí vuestra exquisita prudencia en mde las supremas locuras que hacían a vuederecha y a vuestra izquierda, dos de los grandes y rematados locos de este mundoseñores de Guiche y de Buckingham. Ma

hablemos de ellos, y vengamos a vos. ¿V

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Inglaterra para procuraros allí alguna posicPerdonad mi pregunta; no es la curiosidad, el deseo de poderos ser provechosa en alg

que me la dicta.––No, señora; voy a Inglaterra para dese

ñar una misión que Su Majestad ha tenibien confiarme.

––¿Y pensáis regresar a Francia?––Así que cumpla mi encargo, a menos

Su Majestad el rey Carlos II me dé otras nes.

––A lo menos estoy segura de que os suprá que permanezcáis a su lado todo el tieque os sea posible.

––Entonces, como no sabré negarme apediré de antemano a Vuestra Alteza Readigne recordar al rey de Francia que tiene de sí a uno de sus mas fieles servidores.

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––Mirad lo que decís, porque quizá cuandllame miréis su orden como un abuso de po

–– No comprendo, señora.––Ya sé que la corte de Francia es in

parable; pero también la de Inglaterra pmuy lindas muchachas.

Raúl sonrió.––¡Oh! ––continuó Madame––. Esa snada bueno presagia para mis compatriotacomo si dijéseis. “Vengo entre vosotras, dejo mi corazón al otro lado del Estrecho.”es eso lo que significa vuestra sonrisa?

––Vuestra Alteza tiene el don de leer haslo más profundo de las almas; ahora compderá por qué será un sentimiento para mí se prolongue mi permanencia en la cortInglaterra.

––Excuso preguntar si un caballero tantinguido como vos es correspondido.

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–– Señora, me he criado con la que amcreo que ella me profesa los mismos sentimtos que le profeso yo a ella.

––Pues bien, partid pronto, señor de Brlonne; volved pronto, y, a vuestro regreso,dremos el gusto de ver dos personas felporque supongo que no habrá obstáculo alg

a vuestra felicidad.––Hay uno, y grande, señora.––¡Bah! ¿Y cuál?––La voluntad del rey.––¡La voluntad del rey! ... ¿Se opone el

vuestro matrimonio?––Por lo menos lo difiere. Hice pedir a Su

jestad su consentimiento por medio del cde la Fère, y aunque no lo ha negado catecamente, le manifestó que lo haría esperar.

––¿Es acaso indigna de vos la persona a q

amáis?

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––Es digna del amor de un rey, señora.––Quiera decir, si no es de nobleza igua

vuestra.––Es de muy buena familia.––¿Joven? ¿Bella?–– Diecisiete años... Y en cuanto a herm

para mí es encantadora.––¿Está en alguna provincia, o en París?––En Fontainebleau, señora.

––¿En a Corte?––Sí.––¿La conozco yo?––Tiene el honor de pertenecer a la Cas

Vuestra Alteza Real–– ¿Su nombre? ––preguntó pon ansi

la princesa––. A menos ––añadió recobráse al punto que su nombre sea un secreto.

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–– No, señora; mi amor es demasiado para hacer de él un secreto, y mucho mpara Vuestra Alteza, que tan bondados

muestra conmigo. La persona a quien amla señorita Luisa de La Vallière.La princesa no pudo dominar un grito en

había algo más que sorpresa.

––¡Ah! –– dijo––. La Vallière…la que ayLa princesa se contuvo.––La que ayer encontraron indispuesta

prosiguió.––Sí, señora. Hasta esta mañana no he te

noticia de esa indisposición.––¿Y la habéis visto antes de venir aquí?

––He tenido el honor de despedirme de el––Y decís ––añadió Madame haciendo u

fuerzo sobre sí misma––, que el rey... ha ddo vuestro enlace con ella?

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––Sí, señora; lo ha diferido.–– ¿Y ha dado alguna razón para ello.

––.Ninguna.–– ¿Hace mucho que el conde de la Fère licitó su consentimiento?

–– Más de un mes, señora.––¡Es extraño! –– dijo la .princesa. Y

como una nube cruzó por delante de sus o––¿Un mes? ––repitió.

––Poco más o menos.–– Tenéis razón, señor vizconde –– di

princesa con cierta sonrisa en que Bragelhubiera podido notar alguna violencia––

preciso que mi hermano no os retenga mutiempo a su lado; partid pronto, y, en la prra carta que escriba a Inglaterra, os reclaen nombre del rey.

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Y Madame se levantó para poner su cartmanos de Bragelonne.

Raúl comprendió que su audiencia había cluido; cogió la carta, se inclinó ante la priy salió.

–– ¡Un mes! ––murmuró la princesa––:ciega habré estado que no haya advertido emes esta inclinación?

Y, como no tenía nada que hacer, compara su hermano la carta en cuyo poescriptum debía ser llamado Bragelonne.

El conde de Guiche había, como ya hevisto, cedido a las instancias de Manicamjándose arrastrar por él hasta las cuadras, de hicieron ensillar sus caballos; tras de lo

por la estrecha alameda, cuya descriphemos dado ya, avanzaron al encuentroMonsieur, quien al salir del baño, volvía fhacia Palacio, llevando sobre el rostro un

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de mujer, para que el sol; que ya calentable tostase el cutis.

Monsieur se hallaba en uno de esos accde buen humor que le inspiraba a veces lamiración de su propia hermosura. En el ahabía podido comparar la blancura de su cpo con la del cuerpo de sus cortesanos; y,

cias al cuidado que Su Alteza Real tenía mismo; ninguno pudo, ni aun el caballerLorena, sostener la comparación.

Monsieur había además, nadado con b

éxito, y todos sus nervios, tensos en modemedida por aquella saludable inmersión eagua fresca, mantenían su cuerpo y su espen feliz equilibrio.

De modo que, al ver a Guiche, que le saencuentro al trote sobre magnífico caballo co, el príncipe no dudó contener una clamación de alegría.

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––Me parece que la cosa marcha ––dijo camp, que creyó leer aquella benevolencia fisonomía de Su Alteza Real.

––¡Buenos días, Guiche, buenos días mi Guiche! ––exclamó el príncipe

––¡Saludo a monseñor! –– exclamó Ganimado por el tono de voz de Felipe––. ¡Salegría, dichas y prosperidades a Vuestra Aza!

–– Bienvenido, Guiche. Colócate a mi dey refrena un poco tu caballo, pues quiero paso bajo estas frescas bóvedas.

A vuestras órdenes, monseñor: Y Guichcolocó a la derecha del príncipe, según había invitado.

–– Vamos a ver, mi querido Guiche ––dpríncipe––, vamos a ver si me das alguna cia de aquel Guiche que conocí en otro tiemque hacía la corte a mi mujer.

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Guiche se puso encendido hasta el blanclos ojos, mientras Monsieur se deshacía decomo si hubiese dicho la mayor agudeza

mundo.Los privilegiados que rodeaban a Mons

creyéronse obligados a imitarle, aun cuandoyeran sus palabras, y prorrumpieron en e

pitosa carcajada, que, empezando por el prro, atravesó la comitiva y no se apagó hasúltimo.

Guiche, a pesar de lo ruborizado que es

se mantuvo firme. Manicamp le miraba.–– ¡Ay, monseñor! ––replicó Guiche––caritativo con un desgraciado. ¡No me inmal caballero de Lorena!

–– ¿Por qué decís eso?––Porque si os oye burlaros de mí, procu

sobrepujar a Vuestra Alteza y se burlarácompasión.

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–– ¿De tu amor a la princesa?–– ¡Oh monseñor, piedad!

––Vamos, vamos, Guiche, confiesa quhecho la corte a Madame.––Jamás confesaré semejante cosa, mons–– ¿Por respeto a mí? Pues bien, te dispen

respeto, Guiche. Confiésalo, como si se trde la señorita de Chalais o de da señorita dVallière.

E interrumpiéndose a tales palabras: .

––¡Vaya! ––dijo, volviendo de nuevo a sa––. Esgrimo una espada de dos filos. Te a ti, y hiero a mi hermano, a Chalais y a Lllière, a tu prometida y a ti, a su futura y a é

––En verdad, monseñor ––dijo el conque estáis hoy de un humor excelente.

––Sí que me encuentro bien; y además hnido un placer en verte.

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––Gracias, monseñor.–– ¿Con que me mirabas con malos ojos?

––¿Yo, monseñor?––Sí.––¿Y por qué, Dios mío?––Por haber interrumpido tus zarabanda

tus españoladas.––¡Oh! ¡Vuestra Alteza!––Vamos, no me lo niegues. Aquel día s

del cuarto de la princesa con ojos furibuneso te ha traído desgracia, querido, y ayerlaste de una manera lastimosa. No pongasgesto, Guiche, pues te perjudica notablemese aire de oso de que te revistes. Si la prite miró bien ayer, estoy seguro de una cosa

––¿De qué, monseñor? ¡Vuestra, Altezasusta!

––De que te habrá desdeñado completam

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Y el príncipe se echó a reír. “Decididame–pensó Manicamp–– la posición en nada ye y, todos son iguales.”

El príncipe prosiguió:––Al fin has vuelto, y tengo esperanza

que el caballero se muestre amable.

––¿Cómo es eso, monseñor? ¿A qué midebo semejante influencia sobre el señoLorena?

––A una cosa muy sencilla: está celoso de

–– ¡Ah! ¡Bah! ¿De veras?–– Certísimo.

––Me hace en eso mucho honor.

––Ya ves; cuando estás tú, me agasaja; cute marchas, me martiriza. Reina como porcula. Y además, ¿no sabes la idea que se mocurrido?

–– No se me alcanza, monseñor.

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––Pues .bien, cuando te hallabas en eltierro... Porque fuiste desterrado, mi pGuiche...

–– ¡Pardiez! Monseñor, ¿y de quién fue lpa? ––dijo Guiche aparentando enojo.

–– ¡Oh! No ha sido mía seguramente, quconde ––replicó Su Alteza Real––. ¡A fe dcipe que no pedí al rey que te desterrase!

––Bien sé que no fuisteis vos, monseñono...

–– ¿Sino Madame?–– ¡Oh! En cuanto a eso no diré que no–– ¿Pero qué demonios hiciste a Mada––En verdad, monseñor..

––Ya sé que las mujeres son rencorosasmía no está exenta de esa propensión. Peella te ha hecho desterrar, lo que es yo ntengo mala voluntad.

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–– Entonces, monseñor ––dijo Guiche–soy desgraciado más que a medias.

Manicamp, que iba detrás de Guiche yperdía palabra de lo que decía el príncipe, sus hombros hasta tocar el cuello de su capara ocultar la risa que no podía reprimir.

–– Por otra parte, tu destierro ha hebrotar en mí una idea.

––Lo celebró, señor.––Cuando el caballero; viéndote lejos de

seguro de reinar solo, me martirizaba a subor, yo, que a pesar de lo que me decía amaligno mozo veía a Madame tan afable ybuena para conmigo, a pesar del poco casole hacía. tuve la idea de hacerme marido m

lo, una rareza, una curiosidad de Corte: enpalabra, tuve la idea de amar a mi mujer.Guiche miró al príncipe con aire de asom

que nada tenía de ficción.

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––¡Oh! ––tartamudeó Guiche, trémulo––pongo, monseñor, que esa idea no se os hocurrido seriamente.

–– A fe mía. Tengo bienes que me dihermano cuando me casé; ella tiene dinemucho, que saca a la vez de su hermano y dcuñado, de Inglaterra y de Francia. Pues

podíamos dejar la Corte y retirarnos al pade Villers Cotterets, que es de mi pertenencinterior de un bosque donde nos consagrmos a un amor perfecto, en los mismos que recorría mi abuelo Enrique IV con la Gabriela... ¿Qué te parece la idea, Guiche?

—Que es para sobresaltar a cualquiera, mseñor –– contestó Guiche; sobresaltado mente.

––Vamos, veo que no soportarías ser drrado otra vez.

––¿Yo, monseñor?

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––Y me obligarías a dejar de llevarte concomo primero había pensado:

––¿Cómo con vos, monseñor?––Sí; dado que vuelve a ocurrírseme la

de fastidiarme de la Corte.–– ¡Oh! Monseñor, no quede por eso; q

seguiré a Vuestra Alteza hasta el fin del mu–– ¡Oh! ¡Qué torpeza! ––exclamó Manechando su caballo sobre el de Guiche, cojeto de desazonarlo.

Pasando luego a su lado, como si no fdueño de contener su caballo.–– Meditad bien lo que decís ––le desliz

lo bajo.

–– Entonces ––dijo el príncipe––, queden eso, ya que tanto me quieres, te llevo cogo.

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–– Adonde queráis, señor, adonde queráreplicó alegremente Guiche––; y si os pahora mismo.

–– ¿Estáis dispuesto?Y Guiche aflojó las riendas a su caballo

dio dos brincos hacia adelante.

––Un momento ––dijo el príncipe––; paspor Palacio.––¿Para qué?––¡Para recoger a mi mujer, diantre!,

––¿Cómo es eso? ––preguntó Guiche.–– Ya te he dicho que es un proyecto de

conyugal, y hace falta que lleve a mi mujer

–– Entonces, monseñor ––respondiconde–– siento decíroslo, pero no contéiGuiche.

–– ¡Bah!

––Sí. ¿Para qué llevar a Madame?

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–– ¡Toma! Porque voy conociendo que laGuiche palideció ligeramente, aunque pr

ró conservar su aparente alegría.––Si amáis a Madame, monseñor dijo––

amor debe bastaros, y no tenéis necesidavuestros amigos.

––No está mal, no está mal –– murmurónicamp.––Ya vuelves otra vez con tus miedos a

dame replicó el príncipe.

––Monseñor, no debéis extrañarlo, si conráis que me ha hecho desterrar.––¡Ay; Dios mío! Mal carácter tienes, G

eres muy rencoroso, amigo mío.

––Quisiera veros en mi lugar, monseñor.––Indudablemente, por eso bailaste tan

ayer; quisiste vengarte poniéndola en el cashacer figuras falsas. ¡Ah, Guiche, eso es quino, y se lo diré a Madame!

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––¡Oh! Podéis decirle cuanto queráis, mñor. Su Alteza no puede aborrecerme más que me aborrece en la actualidad.

––Mucho exageras, Guiche, para quincey, cuando los pasa uno fastidiándose, soneternidad.

––¿De suerte que no se lo perdonarás?––Jamás.–– Vamos, vamos, Guiche, sentimie

Quiero que hagas las paces con ella: Ya por su trato que tiene buen corazón y no le falta talento.

–– Monseñor:..––Verás que sabe recibir como una princ

reír como una plebeya; verás: en fin, quehacer, cuando quiere, que las horas pasen cminutos. Guiche, amigo mío, es necesariocambies de opinión respecto a mi mujer.

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“Decididamente ––se dijo Manicamp––aquí un marido a quien el nombre de su mle traerá desgracia; el difunto rey Candaule

un tigre al lado de Monsieur:”––De todos modos ––añadió el príncipe–

cambiarás de opinión, Guiche; yo te lo aseAhora, lo que será preciso es que te facil

camino, pues Madame no es trivial, y no toque quiere, logra hacerse buen lugar en surazón.

–– Monseñor...

–– Nada de resistencia, Guiche, o nos modaremos ––replicó el príncipe.––Ya que así lo quiere ––dijo Manicamp

do de Guiche ––dadle gusto.

––Monseñor ––dijo el cande–– obedeceré––Y para dar principio ––replicó Monsi

comerás hoy conmigo, y te conduciré lue

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cuarto de Madame, donde hay juego estache.

––¡Oh! en cuanto a eso, monseñor ––oGuiche––, me permitiréis resistir.

––¡Todavía! Eso es una rebelión.––Madame me recibió ayer muy mal de

de todo el mundo.–– ¿De veras? ––dijo riendo el príncipe.––Hasta el punto de no haberme contes

siquiera cuando le hablé; podrá ser bueno

tener amor propio, pero un poco no daña, csuele decirse.––Conde, después de comer irás a vesti

tu cuarto, y volverás a buscarme, que yo t

peraré.––Puesto que Vuestra Alteza lo manda a

lutamente...–– Absolutamente:

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“No soltará presa ––se dijo Manicamp––tas cosas son a las que más se aferran los dos. ¡Ah! Si Mollière hubiera oído a éste

seguro que lo habría puesto en verso.”Departiendo así el príncipe y su comitiva

saron a las habitaciones más frescas de Pala––A propósito ––dijo Guiche en el umbr

la puerta––, traía una comisión para VuAlteza Real.––¿Qué comisión?–– El señor de Bragelonne ha marcha

Londres con una orden del rey, y me ha engado que haga presente sus respetos a mseñor.

––¡Bien! Deseo buen viaje al vizconde, aquiero mucho. Con que anda a vestirte, y vbuscarme. Cuidado, que si no vuelves…

––¿Qué sucederá, monseñor?

––Te haré arrojar en la Bastilla.

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––Ea, seguramente –– dijo riendoGuicMi posición no deja de ser crítica entre VuAlteza Real y Madame. Madame me hace

terrar, porque no me quiere bien, y VueAlteza me hace prender, porque me quieremasiado. ¡Gracias, monseñor! ¡Gracias, Mme!

––Vamos, vamos ––dijo el príncipe––, erbellísimo amigo, y ya sabes que no aciepasar sin ti. Vuelve pronto.

––Bien, pero ahora me toca a mí hacerm

rogar, señor.––¡Bah!––Y no volveré a casa de Vuestra Alteza

con una condición?

–– ¿Cuál?––Hay un amigo de otro mío, a quien d

servir.

–– ¿Y le llamas?

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–– Malicorne.––¡Feo nombre!

––Pero le honra quien lo lleva, monseñor.–– Bien, ¿y qué quieres?––Es el caso, señor, que tengo prometid

destino en vuestra casa al señor Malicorne.––Un destino:: . ¿De qué clase?––Un destino cualquiera; una inspec

pongo por caso.

––Hombre, viene perfectamente, pues despedí al mayordomo de sala.Pues sea mayordomo de sala, señor; ¿qu

ne que hacer?

––Nada más que observar y contar.––¡Policía interior!––Eso es.

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––¡Oh! ¡Y qué bien lo desempeñará Mali––aventuró a decir Manicamp:

––¿Conocéis al sujeto en cuestión, señonicamp? ––preguntó el príncipe.

––Muchísimo, monseñor; soy amigo suyo–– ¿Y qué opináis de él?

––Que monseñor no tendrá nunca un madomo de sala mejor.––¿Cuánto renta el cargo? ––preguntó el

de al príncipe.

––Lo ignoro; pero lo que sí me han dicque jamás se paga bastante cuando está ocdo dignamente.

––¿Y a qué llamáis estar dignamente ocdo, príncipe?

––A que el funcionario que lo desempeñhombre de ingenio.

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––Entonces, creo que monseñor quedarátento, porque Malicorne tiene el ingeniodiablo.

––En ese caso no me saldrá caro el carreplicó el príncipe––, veo que me haces undadero obsequio, conde.

––Así lo creo, monseñor.––Pues bien, anda a anunciar a tu amigo

licorne...––Malicorne, monseñor.

––No podré acostumbrarme a ese apellido––Bien decís Manicamp; monseñor.––¡Oh! Y también acertaré a decir Mali

La costumbre todo lo puede.––Llamadle como queráis, monseñor,

podéis, estar seguro de que vuestro mayomo de sala no se incomodará; tiene el carmejor del mundo.

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––Pues bien, entonces, amigo Guiche, aciadle su nombramiento... Pero, aguardad,

––¿Qué, monseñor?–– Quiero verle antes, pues si es tan feo

su nombre, no hay nada de lo dicho.–– Monseñor le conoce .

––¿Yo?––Sí, por cierto. Monseñor le vio ya en

lais Royal, y por cierto que fui yo quien presentó.

––¡Ah! Sí, ya me acuerdo... ¡Diantre, pubuen mozo!

––Bien sabía yo que monseñor lo habría do.

––¡Sí, sí, sí! Mira, Guiche; no quiero qmujer ni yo tengamos fealdades a nuestro Mi mujer tomará para camaristas jóvenes btas; yo, gentileshombres bien formados. eso, Guiche, si tengo hijos, serán conce

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bajo una buena inspiración, y mi mujer hvisto buenos modelos.

–– Formidablemente razonado, monseñodijo Manicamp, aprobando con los ojos y lal mismo tiempo.

En cuanto a Guiche, no debió hallar, sin del razonamiento tan feliz, porque sólo ocon el gesto, y para eso aquel gesto conservcarácter marcado de indecisión.

Manicamp corrió a manifestar a Malicorbuena noticia que acababa de saber.

Guiche aparentó que iba a vestirse a disguMonseñor, cantando, riendo y mirándos

el espejo, aguardó que llegase la hora de cocon una satisfacción bastante propia para jficar este proverbio: “Dichoso como un ppe.”

CXXIX

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HISTORIA DE UNA DRIADA Y DE CTA NÁYADE

Luego que tornaron todos un refrigerio enlacio, se fueron a vestir para presentarse eCorte. El refrigerio tuvo lugar, según cosbre, a las cinco.

Pongamos una hora de refrigerio y dos vestirse, y tendremos que a las ocho ya elisto todo el mundo.

De modo que a las ocho de la noche prina presentarse gente en la habitación de Mme.

Porque, según hemos dicho, era Madamque recibía, aquella noche.

Y nadie se descuidaba en asistir a la puerMadame, pues en ella se pasaba la nochetodo el encanto que la reina, excelente y psa princesa, no había podido dar a sus reunes. Esta es, por desgracia, una de las desv

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jas de la bondad: divertir menos que un cter maligno.

Y, sin embargo, no podía aplicarse a Madel epíteto de carácter maligno.

Aquella naturaleza, completamente escoencerraba sobrada generosidad verdadera,brados impulsos de nobleza y dignidad, pque se la pudiese llamar naturaleza maligna

Pero Madame tenía el don de la resistedon tan fatal a veces al que lo posee, porqquiebra donde otro habríase doblegado lamente. De ahí resultaba que los golpes nembotaban en ella como en la conciencia donada de María Teresa.

Su corazón se exaltaba a cada ataque, y, s

jante Madame a las botargas de los juegosortija, si no se la hería de manera que ségolpe al imprudente que se atrevía a lucharella.

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¿Era perversidad o simplemente malicia?sotros creemos que las naturalezas ricas y prosas, son aquellas que, semejantes al árb

la ciencia, causan a la vez el bien y el mal, rama, florida siempre, y siempre fecundayos buenos frutos saben distinguir los quenen hambre de ellos, y cuyos nocivos fmatan a los inútiles y parásitos por habecomido, lo cual no es un mal tan grave.

Por consiguiente, Madame, que tenía premeditado su plan de segunda reina, o, mejor decir, de primera, procuraba la ameagradable su tertulia por la conversaciónlos incidentes y por la libertad absoluta dejaba a todos para hablar, con la condiempero, de que las palabras fuesen útil

oportunas. Y quizá por esa razón se habmenos en la tertulia de Madame que en cualquiera parte.

Madame odiaba a los habladores, y se veba de ellos cruelmente Se vengaba dejánd

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hablar. También odiaba la presunción, defque no perdonaba ni aun al mismo rey.

Monsieur sufría más que nadie de ese aque, y la princesa había tomado a su cargpenoso trabajo de curarle.

Por lo demás; poetas, hombres de talemujeres de hermosura, a todos acogía comama superior a sus esclavos; bastante lángen medio de sus travesuras para dar pábuloimaginación de los poetas; bastante encantra para brillar aún entre las más bellas; bas

aguda para ser escuchada, con placer popersonas de talento.Fácilmente se concebirá que reuniones c

las que verificaban en la habitación de Mme, no podían menos de atraer gente; la jutud afluía allí. Cuando el rey es joven, todjoven en la Corte. De ahí también resultablas viejas damas, robustas cabezas de la recia o del último reinado, no dejaban de gr

pero se respondía a sus sarcasmos riéndos

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aquellas respetables personas, que habíanvado el espíritu de dominación hasta manpartidas de soldados en la guerra de la Fro

a fin, decía Madame, de no perder del todimperio sobre los hombres.A las ocho entró Su Alteza Real en el gra

lón con sus camaristas, y encontró a mu

cortesanos que estaban aguardando hacía de diez minutos.Entre aquellos precursores de la hora señ

da; buscó Madame al que suponía que d

haber llegado antes que nadie. Pero no le haCon todo, en el instante en que terminaquella investigación, anunciaron a Monsie

Monsieur llegó hecho un brazo de mar. T

las piedras preciosas del cardenal Mazaaquellas que el ministro no pudo hacer cosa que dejar, toda la pedrería de la reinadre, y hasta algunas joyas de su mujer, tod

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llevaba Monsieur encima aquella noche. Msieur brillaba como un sol.

Detrás de él venía, a paso lento y con aihumildad perfectamente imitado, el condGuiche, vestido con traje de terciopelo, perla, bordado en plata y guarnecido de ciazules.

Guiche llevaba, además, malinas tan hesas en su género como las pedrerías de Msieur en el suyo.

La pluma de su sombrero era roja.Madame llevaba diversos colores. Gustá

el encarnado en colgaduras, el gris en vestel azul en flores.

El señor de Guiche, tal como se presenttaba hermoso en verdad.

Cierta palidez interesante; cierta languidelos ojos, manos de un blanco mate rodeadagrandes encajes, la expresión de la boca

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melancólica; bastaba, en fin, ver al señoGuiche, para confesar que pocos hombres corte francesa podían comparársele.

De ahí provino que Monsieur, que hubtenido la pretensión de eclipsar una estrella hubiesen puesto en paralelo con él, qupor e l contrario, completamente eclipsado

imaginación de todos, juez silencioso endad, pero también muy poderoso en sus juiMadame miró a Guiche de una manera v

no tanto, sin embargo, que aquella mirada

hiciese subir al rostro un delicioso rubor.dame había encontrado a Guiche tan encador y elegante, que casi llegó a no lamentconquista real que veía ya a punto de escasele.

Su corazón dejó, por tanto, a su pesar, retoda su sangre a las mejillas.

Monsieur se acercó entonces a la princesaquel aire zalamero que solía tomar a vece

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había visto el rubor de aquélla, o si lo hvisto, estaba muy lejos de atribuirlo a su vdera causa.

––Señora ––dijo besando la mano a su sa––; hay aquí un infortunado, un infeliz drrado a quien os recomiendo con toda eficTened presente, señora, que es de mis me

amigos, y que vuestro buen recibimiento cosa que me producirá gran placer.––¿Qué desterrado? ¿Qué infortunado

preguntó Madame dirigiendo una mirada

rededor suyo, sin fijarse más en el conde qulos demás.Era aquél el momento de presentar a su

tegido. Apartóse un poco Monsieur, y dejósar a Guiche, quien con aire bastante macilse acercó a Madame y le hizo su reverencia

–– ¡Cómo! ––preguntó Madame, cual si sra la mayor sorpresa––. ¿El infortunado, elterrado es el señor conde de Guiche?

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––Sí tal ––repuso el duque. ––¡Pues no aquí otra cosa! ––dijo Madame.

–– Injusta sois; señora ––replicó el prínc–– ¿Yo?––Sí, por cierto.¡Vaya! Perdonad a este

mozo.

––¿Y por qué? ¿Qué tengo yo que perdonseñor de Guiche?–– Vamos, explícate, amigo Guiche.

quieres que te perdone? ––preguntó el prínc

––¡Ay! ¡Bien lo sabe Su Alteza Real! ––aquél hipócritamente.

––Dadle vuestra mano, señora ––dijo Feli

––Si lo deseáis, señor...Y Madame, con un inexplicable movimde ojos y de hombros, tendió su bella mperfumada al joven, que apoyó en ella subios.

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De suponer es que los tuviera mucho tiemy que Madame no retirase demasiado prontmano, porque el duque añadió:

––Guiche tiene buen corazón, señora, y morderá.

En la galería se tomó pretexto de aquel dque no era por cierto muy gracioso, pararienda suelta a la risa.

En efecto, esta situación era curiosa, y ntaban algunas buenas almas que la observa

Hallábase, pues, gozando Monsieur del ecausado por sus palabras, cuando–– anunciaroal rey.

En aquel momento presentaba el salón epecto que vamos a procurar describir.

En el centro, delante de la chimenea cubde flores, se hallaba Madame, con sus camtas, formadas en dos alas, por cuyas líneas loteaban las mariposas de Corte. Otros gr

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ocupaban los huecos de las ventanas, cocupan sus puestos respectivos los destacamtos de una misma guarnición, y desde allí

las palabras que salían del grupo principal.En uno de aquellos grupos, el más inmed

a la chimenea, Malicorne, promovido en–epor Manicamp y Guiche al destino de ma

domo de sala; Malicorne, cuyo uniformempleado de la casa estaba dispuesto y tenado hacía dos meses resplandecía con surados e irradiaba sobre Montalais, extremquierda de Madame, con todo, el fuego deojos y todo el brillo de su terciopelo.

Madame conversaba con la señorita de Cllon y la señorita de Crequy, las dos más indiatas a ella, y dirigía de vez en cuando algpalabras a Monsieur, el cual escurrió el buoír este anuncio:

––¡El rey!

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La señorita de La Vallière estaba, como talais, a la izquierda de Madame, esto es, lnúltima de la línea; a su derecha colocaron

señorita de Tonnay Charente. Hallábase, pen la situación de aquellos cuerpos de ejéen cuyo valor no se tiene bastante confianque por lo mismo colócanse entre dos fuexperimentadas.

Flanqueada en aquella forma La Valliéresus dos compañeras de aventura, ya estuvtriste por la ausencia de Raúl, ya se sinemocionada aún por los acontecimientoscientes que principiaban a popularizar su nbre en el círculo de los cortesanos, la verdque procuraba ocultar sus ojos, algo enrodos, detrás de su abanico, y parecía pre

gran atención a las palabras que MontalaAtenaida le deslizaban alternativamente eny otro oído.

Cuando resonó el nombre del rey, hubogran movimiento por todo el salón.

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Madame, como ama de casa, se levantó recibir la regia visita; pero, no obstante loocupada que debía tener su imaginación

rigió al levantarse una mirada a su deremirada que el presuntuoso Guiche creyó eminada a él, pero que fue a fijarse, tras de rrer el círculo, en La Vallière, cuyo ruborquieta emoción pudo advertir muy bien.

El rey entró en medio del grupo, que llehacerse general por un movimiento que se tuó naturalmente, de la circunferencia al ce

Inclináronse todas las frentes ante Su Mtad, doblándose las mujeres como frágilmagníficos lirios ante el rey Aquilo.

Su Majestad no tenía aquella noche nadadusto, y aun casi podríamos decir, de regise exceptúan su juventud y su hermosura.

Cierto aire de viva, alegría y de buen huexcitó la animación de todos, y cada cuprometió una noche deliciosa con sólo v

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deseo que tenía el rey de divertirse en el sde Madame.

Si alguien podía equipararse al rey en sugocijo y buen humor, era el señor de Saintnan, que se presentó con traje, rostro y cintcolor rosa, y especialmente con ideas demismo color, que aquella noche bullían

abundancia..Lo que había dado floración nueva a taquellas ideas que germinaban en su espíera que la señorita de Tonnay Charente est

como él, vestida de color rosa. No quisiérdecir, sin embargo, que el astuto cortesanbía de antemano que la bella Atenaida helegido aquel color, conocía muy bien el arhacer hablar a un sastre o a una doncella, ade los proyectos de su ama.

Inmediatamente asestó tantas miradas anas a la señorita Atenaida, como nudos detas tenía en las calzas y en la ropilla, lo

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equivale a decir que disparó una cantidadmensa.

Después de haber saludado el rey a Maday de haber sido ésta invitada a tomar asientformó el círculo.

Luis pidió a Monsieur noticias del baño, jo, sin dejar de mirar a las damas, que los pocupábanse de poner en verso la galante dsión de los baños de Valvins, añadiendo uno de ellos, especialmente, el señor Lorerecía haber recibido las confidencias de

ninfa de las aguas, según las muchas verddichas en sus versos.Más de una dama creyó obligado sonrojaEl rey aprovechó la ocasión para mirar

gusto; sólo Montalais fue la que el rubor impidió mirar al rey, y vio que éste devocon su mirada a la señorita de La Vallière.

Aquella atrevida camarista, a quien llam

Montalais, hizo bajar los ojos al rey, y salv

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a Luisa de La Vallière de un fuego simpque quizá le había transmitido aquella mirLuis estaba cogido por Madame, que le atu

a preguntas, y nadie en el mundo sabía pregtar como ella.Pero el rey intentaba hacer general la con

sación, y, para conseguirlo, redobló los es

zos de su talento y galantería.Madame deseaba cumplimientos; resuelarrancarlos a toda costa, y, dirigiéndose al r

–– Vuestra Majestad que sabe todo cupasa en su reino –– dijo––, deberá saber locontó al señor Loret aquella ninfa. ¿QuVuestra Majestad referímoslo?

––Señora ––replicó el rey con mucha gra

no me atrevo...–– Verdad es que, personalmente para

quizá experimentaríais alguna confusión acuchar ciertos pormenores. . . Pero Saint A

cuenta bastante bien y retiene admirablem

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los versos, y sino los retiene, los improvisun consumado poeta.

Saint Aignan, puesto en escena, se vio psado a producirse lo menos desventajosamposible. Desgraciadamente para Madamepensó mas que en sus asuntos particularedecir, que en lugar de prodigar a Madame

elogios que ésta se esperaba, trató de saboalgún tanto su fortuna.Lanzando, pues, su centésima, ojeada a l

lla Atenaida, que practicaba por extenso la

ría de la víspera, esto es, no dignarse miraradorador:––Vuestra Majestad me perdonará, sin du

– dijo––, el que no haya podido retener lossos dictados a Loret por la ninfa; pero cuanrey no ha conservado nada en su mem¿qué había de conservar yo, infeliz de mí?dame acogió con poco agrado aquella dede cortesano. –– ¡Ah, señora! ––añadió

Aignan. Es que no se trata ya hoy de lo

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dicen las ninfas de agua dulce; y casi estápor creer que nada interesante ocurre en losnos líquidos. Donde pasan, señora, los gra

acontecimientos, es en la tierra. ¡Ah! En rra; señora, qué de relatos llenos de..–– ¡Bien! ––repuso Madame––. ¿Y qué a

ce en la tierra?

––A las dríadas es a quienes hay que pretárselo ––replicó el conde–– las dríadas haen los bosques, como sabe perfectamente Vtra Alteza Real.

––Y sé también que son por naturaleza chtanas, señor de Saint Aignan.––Verdad es, señora, pero cuando no cue

más que cosas bonitas, sería una injusticia

sarlas de charlatanas.–– ¿Con que refieren cosas bonitas? ––

guntó indolentemente la princesa––. En verseñor de Saint Aignan, excitáis mi curiosid

si yo fuese el rey, os intimaría en el acto qu

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contaseis las cosas bonitas que dicen esas ras dríadas, cuyo lenguaje parece, sois el úen conocer.

–– ¡Oh! Por lo que a eso hace, señora, enteramente a las órdenes de Su Majestareplicó con viveza el conde.

–– ¿Comprendéis el lenguaje de las dríad– preguntó Monsieur––. ¡Qué feliz sois, Saint Aignan!

—Como el francés, monseñor.–– Contad, pues ––dijo Madame. El r

turbó, pues conocía que su confidente iba aterle en un asunto difícil.

Conocíalo a no poderlo dudar, en la genatención que habían excitado el preámbulSaint Aignan y la actitud particular de dame. Los más discretos parecían dispuesdevorar hasta la menor palabra que salierlos labios del conde.

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Comenzaron las toses, los movimientos estrechar el círculo, y las miradas de reocierta camarista, las cuales, para sostener

más decoro o más firmeza aquellas mirinvestigadoras, jugaron sus abanicos y separaron como un duelista que va a hacer fral fuego de su adversario.

En aquel tiempo, era tal la costumbre dconversaciones ingeniosas y de los relatotrincados, que en circunstancias en que tertulia moderna, olfateando escándalo y trdia, huiría quizá asustada, la reunión de dame se acomodaba en sus respectivos puepara no perder una palabra ni un gesto dcomedia compuesta en provecho suyo poseñor de Saint Aignan, cuyo desenlace, cu

quiera que fuesen el estilo y la intriga, debíprecisamente de calma y de observación.El conde era conocido por hombre culto

rrador; así fue que dio principio con el mdesembarazo en medio de un silencio sepul

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y temible por lo mismo para cualquiera que no, fuese él.

–– Señora, el rey permite que me dirijamero a Vuestra Alteza Real, ya que os hproclamado como la más curiosa de la reutendré, de consiguiente, el honor de decVuestra Alteza Real que las dríadas habitan

preferencia en los huecos de las encinas, ymo las dríadas son hermosas criaturas, migicas; hospédanse en los árboles hermosísiesto es, los mayores que pueden encontrar.

A este exordio, que recordaba bajo un tparente velo la famosa historia de la encinaque había hecho tan gran papel en la úlnoche, fueron tantos los corazones que latde alegría o de inquietud, que si Saint Aino hubiera tenido la voz clara y sonora, allos latidos se habrían oído por encima dvoz.

––Pues debe haber dríadas en Fontaineble

–dijo Madame tranquilamente––, porque e

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vida he visto encinas más hermosas que laparque real.

Y al pronunciar estas palabras, envió dtamente a Guiche una mirada, de la que ésttuvo motivos para quejarse como de la cedente, que, según hemos dicho, había covado ciertos visos de vaguedad, demas

penosos para un corazón tan amante.––Precisamente, señora, iba a hablar de tainebleau a Vuestra Alteza Real ––dijo Aignan––, porque la dríada de que se

habita en el parque del palacio de Su MajesEl lance estaba empeñado; la acción cozaba; historiador y oyentes, ninguno podíretroceder.

–– Escuchemos ––dijo Madame––, pues figura que la historia ha de tener, no sólo el encanto de un relato nacional, sino tamde una crónica muy contemporánea…

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––Debo comenzar por el principio ––dconde––. Pues, señor, en Fontainebleau haycabaña de hermosa apariencia; habitada

pastores. Uno de ellos es el pastor Tirsiquien son los dominios más fértiles y ricoherencia de sus antepasados. Tirsis es jovhermoso, y sus cualidades le hacen ser elmer pastor de la comarca. Puede, pues, defrancamente que es el rey.

Un ligero murmullo de aprobación estimal narrador; que continuó:

––Su fuerza iguala su valor; nadie despmás destreza en la caza de fieras, ni más duría en los conejos. Ora maneje un caballas hermosas llanuras de sus propiedades,conduzca a los juegos de destreza y vigor pastores que le obedecen, nadie diría sinoes el dios Marte agitando su lanza en las llras de Tracia, o más bien Apolo, dios decuando arroja sobre la tierra sus dardos imados.

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Ya se comprenderá que este retrato alegódel rey no era de los peores exordios que etoriador podía elegir. Así fue que no dej

causar su efecto, tanto en los concurrequienes por deber y por gusto prorrumpieen aplausos, como en el mismo rey, a qagradaba en extremo la lisonja cuando era cada, y, no desagradaba tampoco aun cuafuera algo exagerada. Saint Aignan prosigu

––Y no ha sido sólo, señoras, en los jueggloria donde el pastor Tirsis ha conseguidofama que le hace ser rey de los pastores.

––De los pastores de Fontainebleau –– drey sonriendo a Madame.

––¡Oh! –– murmuró Madame––. Fonbleau está tomado arbitrariamente por el poyo os digo que es rey de los pastores del mentero.

El rey olvidó su papel de oyente pasivo,inclinó.

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––Al lado de las bellas especialmentprosiguió Saint Aignan–– en medio demurmullo halagador donde resplandece

más esplendor el mérito de ese rey de pastEs un pastor de talento tan claro como purcorazón; sabe decir un requiebro con una girresistible, y sabe amar con una discreciónpromete a sus afortunadas conquistas la sumás digna de envidia. Jamás promueveescándalo, ni incurre en uno. Quien ha vioído a Tirsis, debe amarle; y el que le amaamado de él, puede decir que ha encontrad

felicidad.Saint Aignan hizo aquí una pausa a fin dborear el placer de los cumplimientos, y aretrato, a pesar de lo grotescamente ampu

que era, encontró grande aceptación, sobre en aquellos oídos a quienes los elogios deltar no habían parecido exagerados. Madinvitó al orador a continuar.

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–– Tirsis –– dijo el conde––, tenía, ucompañero, o más bien un coloso servidorse llamaba… Amintas.

––¡Ah! ¡Veamos el retrato de Amintas! –maliciosamente Madame––. ¡Sois tan excpintor, señor de Saint Aignan!

––Señora...––Vamos conde; no vayáis a sacrificar a

bre Amintas; sería cosa que no os perdojamás.

––Señora, Amintas, de condición excemente inferior, sobre todo respecto de Tpara que pueda tener el honor de un paralel

–– Hay ciertos amigos, como aquellos dores de la antigüedad, que habíanse entevivos a los pies de su amo. El sitio de Amestá a los pies de Tirsis; ningún otro reclamsi alguna vez el lustre héroe.

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–– Ilustre pastor, querréis decir –– rrumpió Madame, simulando corregir añor de Saint Aignan.

––Tiene razón Vuestra Alteza Realhabía equivocado ––repuso el cortesano–alguna vez, decía, el pastor Tirsis se dignmar a Amintas amigo suyo y abrirle su c

zón, es un favor superior a todo encamiento, que aprecia el último como la mfelicidad.

––Todo eso ––repuso Madame–– dem

tra la adhesión absoluta que profesa Amia Tirsis, pero no nos ofrece el retratoAmintas. No le aduléis si os parece, perdejéis de pintárnoslo; quiero el retratoAmintas.Saint Aignan prosiguió, después de hab

inclinado profundamente delante de la cuñde Su Majestad.

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–– Amintas ––dijo–– tiene algunos añoque Tirsis; no es un pastor del todo desfavcido de la naturaleza, y como dicen que las

sas se dignaron sonreír a su nacimiento, csonrió Hebe a la juventud, no tiene ambiciófigurar pero sí de ser amado, y quizá no indigno de ello si fuese bien conocido.

Este último párrafo, reforzado con una mda mortífera, fue dirigido directamente señorita de Tonnay Charente, la cual sostuchoque sin conmoverse.

Pero la modestia y la destreza de la aluhabía producido buen efecto, y Amintas recel fruto en aplausos; la cabeza misma de Tfue la que dio la señal con un consentimlleno de benevolencia.

––Sucedió; pues ––prosiguió Saint Aignque una noche paseaban Tirsis y Amintas pbosque, hablando de sus penas amorosas. que advertir, señoras, que esto es ya lo refe

por la dríada; de otra suerte no se hubiera

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dido saber lo que se decían Tirsis y Amintados pastores más discretos del mundo. Llron, pues, al sitio más espeso del bosque

aislarse y confiarse con mayor libertad sunas, cuando de pronto hirió sus oídos un rude voces.

––¡Ah, ah! ––se oyó en tono del narrad

La cosa se hace interesante.Al llegar a este punto, Madame, semejangeneral que inspecciona su ejército, reacon una mirada a Montalaís y Tonnay Cha

te, que parecían sucumbir a aquel esfuerzo.––Aquellas voces armoniosas –– prosSaint Aignan––, eran de unas pastoras habían querido gozar también de la frescurlas sombras, y que, conociendo lo apartadsitio, habíanse reunido en él para comunicalgunas ideas sobre el aprisco.

Una inmensa carcajada, producida por alla frase de Saint Aignan, y una impercep

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sonrisa del rey al mirar a Tonnay Charefueron los resultados de aquella salida.

––La dríada asegura ––continuó Saint nan––, que las pastoras eran tres, todas jóvy hermosas…

––¿Sus nombres?––dijo Madame tranqmente.

––¡Sus nombres! –– exclamó Saint Aignbelándose contra aquella indiscreción.

—Sí por cierto. Puesto que habéis llamavuestros pastores Tirsis y Amintas, dad apastoras los nombres que mejor os parezcan

–– ¡Oh señora! No soy un inventor, y sólato lo que ha dicho la dríada.

–– ¿Cómo llamaba vuestra dríada a esastoras? ¡Vaya una memoria rebelde! ¿O eacaso por ventura esa dríada enemistada codiosa Mnemosina?

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–– Señora, esas pastoras... Tened presque revelar, nombres de mujeres es un crim

––De que os perdona una mujer, conde, ccondición de que me reveléis el nombre dpastoras.

––Pues se llamaban Filis, Amarllis y Gala

––¡Enhorabuena! Nada han perdido aguardar ––dijo Madame––, porque los nbres son todos muy lindos. Veamos sus rtos.

Saint Aignan hizo otro movimiento.–– Procedamos por orden, conde ––con

Madame––. ¿No es cierto, señor, que hmuy al caso los retratos de las pastoras?

El rey, que no esperaba aquella insistenprincipiaba a sentir algunas inquietudes,creyó que debía dar alas a la peligrosa csidad de Madame. Por otra parte, creyó Saint Aignan encontraría el medio de des

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en sus retratos algunos rasgos delicados qudesagradarían a los oídos que Su Majestadseaba tener propicios. Entre esa esperanz

ese temor, autorizó Luis a Saint Aignan trazar el retrato de las pastoras Filis, AmarGalatea:

––Pues bien, estoy pronto ––dijo Saint

nan–– como hombre que toma su partido.Y comenzó.

CXXXTERMINA LA HISTORIA DE UNA DR

PA Y DE CIERTA NÁYADE

––Filis ––dijo Saint Aignan, dirigiendomirada provocadora a Montalais, como hacun asalto un maestro de esgrima que invita rival digno de él a ponerse en guardia––, no es morena ni rubia, ni alta ni baja, ni f

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apasionada; es, aunque pastora, espiritual cuna princesa, y coqueta como un demoniovista es excelente. Todo cuanto su vista ab

su corazón lo quiere. Es como un pájarogorjeando siempre, unas veces pisa la hiotras elévase revoloteando tras de una marsa, otras se sube a la copa de los árboles, yde allí desafía a todos los cazadores de páque vayan a cogerla, o hacerla caer en sus r

El retrato era tan parecido, que todas lasradas se fijaron en la Montalais, quien, abisus ojos, y sumamente atenta, oía al señoSaint Aignan como si se tratara de una perextraña a ella.

––¿Es ése, todo su retrato, señor dé Saintnan? ––preguntó la princesa.

–– ¡Oh! ¡Alteza! El retrato no está mábosquejado y habría otras cosas que decir;temo cansar la paciencia de Vuestra Altelastimar la modestia de la pastora; de ma

que paso a su compañera Amarilis.

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––Está bien ––dijo Madame––, pasad a Alis, señor de Saint Aignan, os seguimos.

–– Amarilis es la mayor de las tres; y sinbargo ––apresuróse a decir Saint Aignan–edad no llega a veinte años.

El ceño de la señorita de Tonnay Charque se había fruncido al principio de aqurelación, se desfrunció con ligera sonrisa.

––Es alta, con espesos cabellos que se aa manera de las estatuas de Grecia; tiene edar majestuoso, y altiva la mirada; así estiene más bien el aire de una diosa que euna simple mortal, entre las diosas, a quiense parece, es a Diana cazadora; con la údiferencia de que la cruel pastora, habienddía robado el carcaj del amar mientras el pCupido dormía sobre lecho de rosas, en velanzar sus flechas contra los habitantes debosques, las dispara sin piedad contra todopobres pastores que pasan al alcance de su

y de sus ojos.

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––¡Oh, qué, maligna pastora! ––exclamódame––. ¿No se herirá algún día con unesos dardos que lanza tan sin piedad a dere

e izquierda?––Esa es la esperanza de casi todos los p

res –– dijo Saint Aignan.––Y la del pastor Amintas en particular

es verdad? –– dijo Madame.––El pastor Amintas es tan tímido –– con

Saint Aignan–– que si abriga esta espernadie jamás ha sabido nada, por que la ocen lo más profundo de su corazón.

Un murmullo de los más lisonjeros acogprofesión de fe del narrador con respectpastor.

––¿Y Galatea? ––preguntó Madame––. impaciente por ver a un pincel tan hábil cnuar el retrato donde Virgilio lo deja, yminarlo ante nuestros ojos.

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–– Señora ––dijo Saint Aignan––, al ladgran Virgilio Maro, vuestro humilde servno es más que un pobre coplero. Sin emb

alentado vuestra orden, haré todo cuanta pu––Escuchamos ––dijo Madame.Saint Aignan adelantó un pie, una mano

labios.–– Blanca como la nieve ––dijo––, dora

mo las espigas, sacude en los aires los perfde su rubia cabellera. Entonces pregúntasesi no es aquella bella Europa que infundió a Júpiter cuando jugaba con sus amigas eprados de flores. De sus ojos azules, tomazul del cielo en dos más hermosos días drano, se desprende una dulce llama; los enños la alimentan, el amor la desparrama. Cdo frunce el ceño o inclina la frente a tiersol encúbrese en señal de duelo. Cuando soen cambio, toda la naturaleza recobra sugría, y los pájaros, un instante mudos, vue

a sus cantos en el seno de los árboles. Por

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ma de todo ––dijo Saint Aignan para term–, es digna de las adoraciones del mundo;alguna vez da su corazón, dichoso del m

de quien su virginal amor hará un dios.Madame, al oír este retrato, que todos oy

como ella, se contentó con señalar su apción en los pasajes más poéticos por alg

inclinaciones de cabeza; pero era imposiblcir si aquellas muestras de asentimiento concedidas al talento del narrador o a la sjanza del retrato.

Resultó de aquí que, no aplaudiendo Madabiertamente, nadie se permitió aplaudirsiquiera Monsieur, que allá en sus adencreía que Saint Aignan se había detenido dsiado en los retratos de las pastoras, despuéhaber tocado muy ligeramente los de los pres.

La asamblea estaba helada. Saint Aignanhabía agotado su retórica y sus pinceles en

filar el retrato de Galatea, y que esperaba

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vista del favor con que habían sido acogidootros pasajes, oír alegres aplausos por el úlse halló más helado que el rey y la compañ

Hubo un instante de silencio que al fin pió Madame.

––Y bien, señor ––preguntó––. ¿Qué Vuestra Majestad de esos tres retratos?

El rey quiso acudir en auxilio de Saint Aisin comprometerse.

––Pues Amarilis es hermosa –– dijo––, en mconcepto.

––A mí me gusta más Filis ––dijo Monsies una buena chica, o mejor, un buen garzóninfa. Y todos rieron.

Aquella vez, las miradas fueron tan direque Montalais sintió el color subírsele al ren violadas llamas.

––Y bien ––repuso Madame––, esas pa

se decían...

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Pero Saint Aignan, herido en su amor prono se encontraría en estado de sostener unque de tropas descansadas y de refresco:

–– Señora ––dijo––, aquellas pastorconfesaban recíprocamente sus ligeras naciones.

––¡Vamos, vamos, señor de Saint Aigsois un río de poesía pastoril! ––dijo Macon amable sonrisa que reconfortó un tannarrador.––Dijéronse que el amor es un peligro;

que la carencia de amor es la muerte del zón.––De manera que dedujeron… ––preg

Madame.

––De manera que dedujeron que debía ase.

––¡Muy bien! ¿Y ponían condiciones?

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––La condición de escoger ––dijo Saintnan––. Debo también añadir, y es la drquien habla, que una de las pastoras, Ama

según creo, se oponía completamente a quamase, y, sin embargo, no se defendía bienhaber dejado penetrar hasta su corazón la gen de un pastor.

––¿Amintas o Tirsis?––Amintas, señora––dijo modestamente Aignan––. Pero al punto Galatea, la dGalatea de ojos puros, respondió que ni A

tas, ni Alfesibeo, ni Titire, ni ninguno dpastores más hermosos de la comarca, poser comparados a Tirsis; que Tirsis aventajtodos los demás, del mismo modo que la ensupera en grandeza a todos los árboles, y lade lis en majestad a todas las flores. Hizomás de Tirsis tal retrato, que Tirsis, que la chaba, a pesar de su grandeza, debió verssonjeado. Así, Tirsis y Amintas fuerontinguidos por Amarilis y Galatea, y el se

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de los dos corazones había sido revelado basombra de la noche y en el secreto de losques. Ved aquí, señora, lo que ha referid

dríada, que sabe todo lo que pasa en los hude los árboles y en los manojos de hierbasconoce los amores de los pájaros y sabe lsignifican sus cantos; que comprende, en flenguaje del viento en las ramas y el zumde los insectos de oro o de esmeralda en la la de las flores silvestres; ella me lo ha refy yo lo he repetido.

––Y ahora, habéis concluido ya, ¿no esdad, señor de Saint Aignan? ––preguntó dame con una sonrisa que hizo temblar al r

––He terminado, sí, señora ––respondió Aignan––; dichoso si he podido distraer a Vtra Alteza durante unos instantes.

–– Instantes sobrado cortos ––respondprincesa––, pues habéis contado perfectamtodo lo que sabíais; pero, mi querido Sain

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gnan, habéis tenido la desgracia de informtan sólo de una dríada; ¿no es verdad?

––Sí, señora; de una sola, lo confieso.––Resulta de esto, que habéis pasado cer

una pequeña náyade, que no se daba los ade ello, y que sabía, sin embargo, muchoque vuestra dríada, querido conde.

––¿Una náyade? ––repitieron muchas vque empezaban a sospechar que la historiviera una segunda parte. .

––Sin duda; al lado de esa encina dehabláis, y que se llama la encina real, a locreo, ¿no es cierto, señor de Saint Aignan?

Saint Aignan y el rey se miraron.

––Sí, señora ––respondió Saint Aignan.––Pues bien, hay un bello manantial,

murmura sobre guijos, y entre miosotis y britas.

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––Me parece que Madame tiene razón ––el rey, siempre alarmado y suspenso de lobios de su cuñada.

––¡Oh! Hay uno, Majestad ––dijo Maday la prueba es que la náyade que reina saquel manantial, me ha parado al pasar, aque os hablo.

–– ¡Bah!' –– dijo Saint Aignan.––Sí ––prosiguió la princesa––, y para

tarme una multitud de cosas que el señoSaint Aignan no ha puesto en su relato.––¡Oh! Contadlas vos misma –– dijo

sieur––. Lo hacéis de una manera admirablLa princesa se inclinó ante el cumplim

conyugal.––No tendré la poesía del conde y su ta

para hacer resaltar todos los detalles.

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––Seréis oída con igual interés ––dijo eque presentía algo de hostil en la historia dcuñada.

––Hablo, además –– continuó Madame–nombre de aquella infeliz y pequeña náyque es pos cierto la más encantadora semidque jamás he visto, pues bien, se reía tanto

rante la relación que me hizo, que en virtuese axioma médico, de que es risa es contagos pido la venia para reírme yo un poco curecuerde sus palabras.

El rey y Saint Aignan, que divisaron enchas fisonomías un principio de hilaridad sjante a la que Madame anunciaba, acabaronmirarse y preguntarse con la vista si no se taría bajo aquello alguna pequeña conspirac

Pero Madame estaba bien decidida a volvrevolver el cuchillo en la herida; por tanto,tinuó con su aire de sencillo candor, es dcon el más peligroso:

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––Pasaba por allí ––dijo––, y como encona mi paso muchas y bellas flores deshojadaera dudoso, que Filis, Amarilis, Galatea y

vuestras pastoras hubiesen pasado Antes yo por aquel camino.El rey se mordió los labios. El cuento se

cada vez más temible.

––Mi pequeña náyade –– continuó Mada, entonaba su ligera canción en el lecho darroyuelo, y, como noté que me parabacando mi vestido, no pensé en acogerla

tanto más, cuanto que después de todo, diosa, aunque de segundo orden, vale siemmás que una princesa mortal. Por consiguime acerqué a la náyade; y he aquí lo quedijo, prorrumpiendo en risa:

“Figuraos, princesa...”–– Ya comprenderéis, señor que es la ná

quien habla.

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El rey hizo un signo de asentimiento; Mme continuó:

––Figuraos, princesa, que a las márgenemi arroyuelo acaban de ser testigos de unpectáculo de los más divertidos. Dos pascuriosos, curiosos hasta la indiscreción, sedejado engañar de la manera más graciosa

tres ninfas, o tres pastoras...” Os pido perpero no recuerdo ya si eran ninfas o pastorque dijo. Mas poco importa, ¿no es verdad?

–– Adelante, pues.

Al oír aquel preámbulo, el rey enrojecióblemente, y Saint Aignan, perdiendo toda tinencia, púsose a abrir los ojos lo mássiosamente que se ha visto.

––”Ambos pastores” ––prosiguió mi náyriendo siempre–– “seguían la pista de lasseñoritas. “ No, quiero decir de las tres nime equivoco, de las tres pastoras. Esto nsiempre discreto, pues a veces puede ser m

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to para aquellas a quienes se sigue. Apetodas estas damas, y ninguna de las que eaquí me desmentirá, estoy segura.

El rey, muy alarmado con lo que iba a seasintió con un gesto:

“Pero ––continuó la náyade––, las pashabían visto a Tirsis y a Amintas deslizarel bosque, y con la ayuda de la luna los hareconocido a través de los árboles.” ¡Ahreís––interrumpió Madame—. Esperad, agdad; no hemos llegado al fin.

El rey palideció; Saint Aignan enjugó sute, húmeda de sudor. Oíanse en los grupolas damas algunas risitas ahogadas, enchicfurtivos.

––Las pastoras ––digo yo––, viendo la creción de los pastores; fueron a sentarse bencina real, y, cuando sintieron a susdiscretos escuchadores a distancia de no peuna palabra de lo que se dijera, soltaron ino

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temente, lo más inocente del mundo, una dración incendiaria, con la cual el amor prnatural a todos los hombres, hasta a los

sentimentales pastores; hizo pareciese a looyentes dulce panal de miel.El rey, al oír aquellas palabras, que la reu

no pudo escuchar sin reír, dejó escapar u

lámpagoRespecto a Saint Aignan, dejó caer la csobre el pecho, y ocultó bajo una amarga cjada el despecho profundo que le causaban

–– ¡Oh! ––exclamó el rey, enderezándosealto era––. He aquí, bajo mi palabra, una encantadora seguramente, y contada por señora, de un modo no menos encantador; realmente, bien realmente, ¿habéis comprdo el lenguaje de las náyades?

––Creo que el conde pretende haber cprendido bien el de las dríadas–– contestvamente Madame.

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––Sin duda –– dijo el rey––; mas, ya que el conde tiene la flaqueza de aspirar Academia; de manera que ha aprendido,

este objeto, todo género de cosas que muy tunadamente, vos ignoráis, y tal vez pohaber sucedido que el idioma de la ninfa daguas fuera una de las cosas que no hubiestudiado.

–– Ya comprenderéis, Majestad ––respoMadame––, que en tales hechos no se fía usí mismo; el oído de una mujer no es cosalible, había dicho San Agustín; así he quilustrarme con otras opiniones aparte de la y como mi náyade, que, en calidad de diospolíglota... ¿no es de este modo como se señor de Saint Aignan

––Sí, señora ––dijo Saint Aignan, enteramdesconcertado.––Y ––prosiguió la princesa –– como m

yade, que, en calidad de diosa, es políglota

había hablado en un principio en inglés, t

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como decís, haber entendido mal, e hice velas señoritas de Montalais; de Tonnay Chay de La Vallière, pidiendo a mi náyade les

tiese en idioma francés la relación que yhabía hecho en inglés.–– ¿Y lo hizo? ––preguntó el rey.––¡Oh! Es la divinidad más complac

que existe... Sí, señor, lo hizo. De suertno es dado conservar duda alguna. ¿Noverdad, señoritas –– dijo la princesa voldose hacia la izquierda de su ejército––,

cierto que la náyade ha hablado absolutamte como yo lo cuento, y que en nada he do a la verdad? ¿Filis? ¡Perdón! Me he vocado:.. Señorita Aura de Montalaisverdad?–– ¡Oh! Enteramente, señora –– dijo e

voz–– la señorita de Montalais.––¿Es verdad, señorita de Tonnay Charen

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–– Verdad pura ––contestó Atenaida conmenos firme, pero no menos inteligible.

–– ¿Y vos, La Vallière? ––preguntó MadaLa pobre niña sentía la ardiente mirada

rey lanzada sobre ella; no se atrevía a negaosaba mentir, y bajó la cabeza en señaaquiescencia.

Únicamente su cabeza no volvió a levantmedio helada por un frío más doloroso qude la muerte.

Este triple testimonio aplastó al rey. Poque toca a Saint Aignan, ni aun procurabsimular su desesperación, y sin saber lodecía, barbotaba:

–– Excelente burla! ¡Bien representadñoritas pastoras!

––Justo castigo de la curiosidad –– drey con voz ronca–– ¡Oh! ¿Quién osarápués del castigo de Tirsis y de Amintas, q

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se atreverá a querer sorprender lo que pasel corazón de las pastoras? Ciertamenteseré yo... ¿Y vosotros, señores?

––¡Ni yo! ¡Ni yo! ––repitió a coro el grucortesanos. Madame triunfaba con el despdel rey, se deleitaba, creyendo que su rehabía sido o debía ser el desenlace de todo.

En cuanto a Monsieur, que se rio con uotro cuento, sin comprender lo que signiban; se volvió hacia Guiche.

–– ¡Oh! Conde —le dijo––, ¿no dices ¿Nada tienes que decir? ¿Por ventura, tenlástima de Tirsis y de Amintas?

––Les tengo lástima con toda mi almrespondió Guiche––; porque, en verdad

amor es tan dulce quimera, que perderlo, que sueño sea, es perder más que la vida.tanto, si esos dos pastores han creído ser dos, si se han juzgado con esto dichosos, lugar de esta dicha encuentran, no sólo el v

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igual a la muerte, sino una burla de amorvale cien mil muertes... Y bien, digo que TAmintas son los dos hombres más desdich

que yo conozco.––Y tenéis razón, señor de Guiche ––d

rey––, pues al fin, la muerte es muy duraun poco de curiosidad.

––Entonces, quiere decirse que la histormi náyade ha desagradado al rey ––preguingenuamente Madame.

–– ¡Oh! Señora, desengañaos ––dijo Lumando la mano de la princesa––, vuestra nde me ha gustado tanto más, cuanto más vdica ha sido, especialmente viéndose apoyvuestro relato por testimonios irrecusables.

Y estas palabras cayeron sobre La Vallièruna mirada que nadie, desde Sócrates hMontaigne, pudo definir exactamente.

Esta mirada y aquellas palabras viniero

dar el último golpe a la desgraciada joven,

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apoyada en el brazo de la Montalais, pahaber perdido los sentidos.

El rey se levantó sin notar este incidentecual nadie por lo demás hizo caso; y contcostumbre, pues por lo general siempre penecía hasta tarde en el cuarto de Madamdespidió para volver a sus habitaciones.

Saint Aignan le siguió, tan desesperado salida como gozoso se había manifestado entrada.

Pero la señorita de Tonnay Charente, msensible que Luisa de La Vallière a las emnes, ni se asustó por ello.

Y, sin embargo, la postrer mirada de SAignan había sido mucho más majestuosa

la última del rey.

CXXXI

PSICOLOGIA REAL

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El rey penetró en sus habitaciones con rápido.

Tal vez caminaba Luis XIV tan ligero pavacilar. Y dejaba en pos de sí como la hueun duelo misterioso.

La alegría que habían observado todos llegada, y por la cual se habían regocijadodie llegó a profundizarla en su verdadero tido; pero cada uno comprendió, o por lonos creyó comprender fácilmente, aquella

da brusca y aquel rostro trastornado.La ligereza de Madame, sus chanzas alg

sadas para un carácter suspicaz y especialmpara un carácter de rey; la comparación

masiado familiar de aquel rey a un homvulgar; tales eran los motivos que los cornos daban a la salida súbita o inesperadaLuis XIV.

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Madame, más clarividente por lo demtampoco vio al principio otra cosa. Estaba fecha de haber rebajado algún tanto el a

propio de aquel que, olvidando con tanta ptitud sus compromisos contraídos, parecía tempeño en desdeñar, sin motivo, las másbles e ilustres conquistas.

No dejaba de tener cierta importancia Madame, en el estado en que se encontrabacosas, el hacer ver al rey la diferencia que entre amar a un objeto elevado, y dedicarconquistas subalternas como un segundónprovincia.

Con aquellos grandes amores, sintiendrealeza y su omnipotencia, aunque tuviescierto modo que sufrir su etiqueta y su ostción, no por eso rebajaría, sino que hallabposo, seguridad, misterio y respeto general

Entregándose, en cambio, a amores vulgencontraría, aun entre sus más humildes sú

tos, censuras y sarcasmos y perdería su car

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de infalible e inviolable. Descendiendo a gión de las pequeñas miserias humanas, drán que sufrir sus pobres borrascas.

En una palabra, hacer del rey dios un simmortal tocándole en el corazón. o más bien semblante, como el último de sus súbditosdar un terrible golpe al orgullo de aquella

gre generosa. A Luis se le cautivaba más vía por el amor propio que por el amor. Mme había calculado sabiamente su venganasí fue, que, como hemos visto, se vengó.

No vaya a creerse por eso que Madame tuse las pasiones terribles de las heroínas dEdad Media, ni que viese las cosas bajo specto sombrío; antes bien, Madame, jovenciosa, espiritual, coqueta y amorosa, más de capricho, de imaginación o de ambiciónde corazón, inauguraba aquella época de pres fáciles y pasajeros, que marcó los cveinte años pasados entre la mitad del sXVII y los tres cuartos del XVIII.

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Madame veía, pues, o mejor dicho, creílas cosas bajo su verdadero aspecto. Sabíael rey, su augusto cuñado, se había reíd

primero de la humilde La Vallière, y que, dido su carácter, no era probable que pudadorar nunca a una persona de quien hllegado a reírse, aun cuando fuese sólo poinstante.

Además, ¿no estaba allí el amor propiodemonio incitador, que tan gran papel hacla comedia dramática que se llama vida dmujer? ¿No le decía el amor propio, en altapor lo bajo, a media voz, en todos los tonosibles, que ella, princesa joven, hermosa yno podía realmente ser comparada con la pLa Vallière, tan joven como ella, es verdad,

mucho menos hermosa, y sobretodo, pobrno hay que, extrañar eso de parte de Madsabido es que los caracteres más grandeslos que más se adulan en la comparaciónhacen de sí mismos con los demás, y vicevQuizá se preguntará qué era lo que inten

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Madame con aquel ataque tan bien combin¿A qué desplegar todas aquellas fuerzas, se trataba seriamente de desalojar al rey d

corazón enteramente nuevo, en donde cocupar un lugar? ¿Tenía acaso, necesidaddame de dar semejante importancia a La Vre, si no la temiese?

No, Madame no temía a La Vallière despunto de vista en que un historiador que los hechos ve lo futuro, o más bien do pasMadame no era profeta ni sibila, y no pomás que otra cualquiera leer en ese terribfatal libro del porvenir, que esconde en susocultas páginas los acontecimientos más se

Madame quería pura y simplemente castal rey por, haberle jugado un chasco enteramte femenino, y deseaba hacerle ver claramque si se valía de esa clase de arman ofensella, que era mujer de talento y de raza, shallar en el arsenal de su imaginación ar

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demasiado defensivas, a prueba hasta degolpes de un rey.

Quería patentizarle, además, que, en esenero de luchas, no había reyes, o por lo mque los reyes, combatiendo por su propia cta como los demás hombres, podían ver cacorona al primer choque; y, en fin, que si h

llegado a figurarse que iba a ser adoradobuenas a primeras y tan sólo dejarse ver,todas las mujeres de la Corte, no pasaba esser una pretensión humana, temeraria e intante para algunas damas colocadas en posimás elevada que las otras. Madame creía qoportuna lección que había dado a aquella coronada, tan elevada y altiva, sería eficaz.

Estas eran las reflexiones que se hacía Mme con respecto al rey. El hecho lo dejabalado. De suerte que ya se ha visto cómo hinfluido en el ánimo de sus camaristas, y prado en todos sus pormenores la comediaacababa de representarse.

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El rey quedó todo aturdido. Desde que selibre del señor Mazarino, era aquélla la privez. que se veía tratado como hombre.

Semejante severidad, por parte de sus sútos, habríale suministrado materia para resLos poderes se acrecientan con la lucha.

Mas dirigir sus tiros contra mujeres, sercado por ellas, verse burlado por unas chprovincianas, llegadas de Blois con todtención para eso, era el colmo del deshpara un rey joven lleno de la vanidad qu

inspiraban a la vez sus ventajas personalespoder real.Nada podía hacer ni reconvenir, ni deste

ni siquiera poner mal semblante.

Enojarse habría sido confesar que se le hherido, como a Hamlet, por un arma desbnada, el arma del ridículo.

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¡Enfurruñarse con las mujeres! ¡Qué humción! Principalmente cuando esas mujerenen por venganza la risa.

¡Oh! Si en vez de dejar toda la responsdad a las mujeres, se hubiese mezclado ahombre en aquella intriga, ¡con qué deleitbría aprovechado Luis XIV la ocasión par

lizar la Bastilla!Pero, aun en ese caso, cedía la ira del reyla fuerza del raciocinio.

Tener un ejército, cárceles, un poder casvino, y hacer servir toda esa omnipotencia satisfacer un infame rencor, era cosa indno sólo de un rey, sino hasta de un hombre.

No quedaba, pues, otro remedio que dev

en silencio aquella afrenta y revestirse dafabilidad y cortesanía de siempre.Era preciso tratar a Madame como am

¡Como amiga! ... ¿Y por qué no?

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O era Madame la instigadora de aquel suo el acontecimiento la había encontrado pas

Si había sido instigadora, no dejaba deatrevimiento de su parte, pero, ¿no era ése,so, su papel natural?

¿Quién había ido a buscarla en el mommás dulce de la luna conyugal para hablarllenguaje amoroso? ¿Quién había asado callas eventualidades del adulterio, y aun todavía del incesto? ¿Quién, escudado eomnipotencia real, había dicho a aquella jo

“No temáis; amad al rey de Francia que eperior a todos, y un movimiento de su barmado con el cetro os protegerá contra tohasta contra vuestros propios remordimtos”?

La joven había obedecido a aquella pareal, había cedido a aquella voz corruptoahora que había hecho el sacrificio de su hveía pagado este sacrificio con una infidel

tanto más humillante, cuanto que reconocía

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causa una mujer muy inferior a aquella quprincipio creyó ser amada.

Por consiguiente, aun cuando Madhubiese sido la instigadora de la vengahabría tenido razón.

Si, por el contrario, sólo había hecho un ppasivo en toda aquella aventura, ¿qué motpodía tener el rey para quejarse?

¿Era acaso de su deber, o estaba en su mcontener el torrente de algunas lenguas procianas? ¿Debía, por un exceso de celo matendidos reprimir, a riesgo de envenenarlimpertinencia de aquellas tres jóvenes?

Todas estas reflexiones eran otras tantas duras sensibles al orgullo del rey; pero l

que repasó en su memoria todos aquellos avios, se admiraba Luis XIV, después de mtado todo, es decir, después de curada la hda, de experimentar otros dolores sordos, iportados, desconocidos.

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Y lo que no se atrevía a confesarse a sí mera que aquellos lancinantes dolores teníaasiento en el corazón.

Y, en efecto, preciso es que el cronista confiese a los lectores, como el rey se lo saba a sí mismo: Luis habíase dejado seducorazón por aquella candorosa declaració

La Vallière; llegó a creer en el amor puro, amor por el hombre; en el amor despojadtodo interés; y su alma; más joven, y sobremás inocente de lo que él la suponía, se hexaltado ante aquella otra alma que acababrevelársele por sus aspiraciones.

Lo que hay de más raro en la historiacompleja del amor, es la doble inoculacióamor en dos corazones; no más simultaneque igualdad; el uno ama casi siempre aque el otro; así como también termina siempre de amar uno después que el otrocorriente eléctrica se establece en razón intensidad de la primera pasión que se enc

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de. Cuanto más intenso era el amor que hmanifestado la señorita de La Valliére, mhabía sido también el que el rey había senti

Y esto era precisamente lo que asombrarey.

Porque se le había demostrado con la mclaridad que ninguna corriente simpática hpodido arrastrar su corazón, ya que aqudeclaración no nacía del amor, ni era otra que un insulto hecho al hombre y al rey; eruna palabra, y la expresión le abrasaba com

hierro candente, una burla.De manera que aquella muchachita, a qen rigor todo se le podía negar, belleza, dición y talento; aquella muchachita, ungidala princesa misma a causa de su humildadsólo había provocado, sino desdeñado al redecir, a un hombre que, como un sultánAsia, no tenía más que fijar su mirada, extela mano y dejar caer el pañuelo.

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Y, desde la víspera, estaba ocupado su áncon aquella muchacha, hasta el punto depensar más que en ella, de no soñar más

con ella; desde la víspera, se deleitaba su ginación en engalanar su imagen con encaque no tenía, y, por último, él, a quien tanegocios reclamaban, a quien tantas muinvocaban, había consagrado desde el día rior todos los instantes de su vida, todoslatidos de su corazón, a aquel solo pensamto.

En verdad, era mucho o muy poco.Y como la indignación hiciera al rey olvi

todo, entre otras cosas que estaba allí Aignan, se desahogaba exhalándola en lasviolentas imprecaciones.

Cierto es que Saint Aignan se hallaba accado en un rincón, desde donde miraba pastempestad.

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Su desengaño parecíale miserable al ladla cólera del rey. Comparaba a su pobre apropio el inmenso orgullo de aquel sobe

ofendido, y, conociendo el corazón de los en general, y el de los poderosos en particse preguntaba así propio si aquella nubefuror, suspendida hasta entonces en el vacabaría por descargar sobre él, por lo mque otros eran culpables y él inocente.

En efecto, detuvo el rey sus agitados pasfijando en Saint Aignan una mirada de enoj

––¿Y tú Saint Aignan? ––exclamó.Saint Aignan hizo un movimiento, comquisiera decir: ¿qué, señor?

––Sí, también has sido tan necio como yo

es cierto?––Majestad –– balbuceó Saint Aignan.––Te has dejado coger en ese grosero lazo

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––Majestad –– dijo Saint Aignan comedole a correr un calofrío por todo el cuerpos enojéis; las mujeres son criaturas

perfectas, creadas para el mal; y exigir deel bien, es exigir lo imposible.El rey, que tenía gran respeto hacia sí mi

y principiaba a tomar sobre sus pasiones

dominio, que conservó después toda su vconoció que se rebajaba manifestando ardor por un objeto tan insignificante.

––No ––dijo con viveza––; te engañas,

Aignan, porque no estoy enojado; sólo quasombra haber sido burlados con tanta destpor esas dos muchachitas. Admiro sobre tque, habiéndonos podido informar, hayacometido la torpeza de fiarnos de nuestrorazón.

––¡Oh! El corazón, Majestad, es un óque hay que limitar absolutamente a sus ciones físicas, destituirlo de todas sus func

morales. Por mi parte, confieso que cuand

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visto el corazón de Vuestra Majestad tan ebido por esa joven...

––¿Embebido, yo? Mi ánimo, puede ser,mi corazón... estaba...

Luis conoció que para tapar este vacío descubrir otro.

––Por lo demás ––añadió––, nada tengoechar en cara a esa niña. Sabía muy bienamaba a otro.

––Al vizconde de Bragelonne, sí. Ya se nía dicho a Vuestra. Majestad.

––Sí, por cierto; pero no has sido tú el pro. El conde de la Fère me había pedido anmano de la señorita de La Valliére para su de modo, que cuando éste vuelva de Inglatlos casaré, puesto que se aman.

––En verdad, reconozco en eso toda la grosidad del rey.

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––Mira, Saint Aignan, créeme; no hablmás de semejantes cosas ––dijo Luis.

––En efecto, Majestad; digeramos la afrendijo resignado el cortesano.

––No creo que sea difícil ––repuso el reydulando un suspiro.

––Y para principiar, yo. . . ––dijo Saintnan.––¿Qué?––Voy a componer algún buen epigrama

bre el trío; encabezándolo con el título deyade y Driada: eso será del agrado de Mada–– Hazlo, Saint Aignan, hazlo ––murmu

rey––. Me leerás tus versos, y eso me distr

¡Oh! No importa, no importa, Saint Aignagolpe requiere fuerzas sobrehumanas parabrellevarlo dignamente.

Apenas había el rey terminado de pronun

estas palabras, con aire de la más angelica

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ciencia, uno de los criados de servicio llamla puerta de la cámara.

Saint Aignan apartóse por respeto.––Adelante ––dijo el rey.El criado entreabrió la, puerta.––¿Qué hay? ––preguntó Luis. El criado

ñó una carta doblada en forma de triánguloPara Su Majestad ––dijo.––¿De parte de quién?––Lo ignoro; ha sido entregada por uno d

empleados de servicio.El rey hizo una seña, y el criado puso en

manos el billete.

Su Majestad se acercó a las luces, abrió llete, leyó la firma y dejó escapar un grito.Saint Aignan era bastante respetuoso par

mirar; pero, a pesar de todo, veía y oía.

Acudió.

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El rey despidió al criado con un ademán.––¡Oh! ¡Dios mío! ––dijo el rey conform

leyendo..––¿Se encuentra indispuesto Vuestra M

tad? ––preguntó. Saint Aignan con los bextendidos.

––No, no, Saint Aignan. ¡Lee! Y le entrbillete.Los ojos de Saint Aignan fueron a la firm––¡La Vallière! ––exclamó–– ¡Oh! ¡Seño

––¡Lee, lee!Y Saint Aignan leyó: . “Majestad: Perd

mi inoportunidad, perdonad sobre todo la fde formalidades que acompaña a esta cconsidero que un billete debe hacer más fuque un despacho, y, por tanto, me torno bertad de dirigir un billete a Vuestra Majest

“Vuelvo a mi cuarto traspasada de dolor fatiga, e imploro de Vuestra Majestad el f

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de una audiencia, en la que podré decir, la dad a mi rey.

LUISA DE LA VALLIÈRE.”––¿Qué te parece? ––preguntó el rey tom

la epístola de manos de Saint Aignan, aturcon lo que acababa de leer.

––¿Qué me parece? ––repitió Saint Aigna––Sí, ¿qué piensas de esto?––¡Qué sé yo!––¡Algo pensarás!––Majestad, la chica habrá oído zumb

tempestad; y tendrá miedo.–– ¿Miedo de qué? ––preguntó con no

Luis.–– ¿Por qué extrañarse, Majestad?–– Tenéis mil motivos para mirar con m

ojos al autor o autores de una chanza tan p

da, y la memoria de Vuestra Majestad, ab

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en mal sentido, es una continua amenaza la imprudente…

––Saint Aignan, no veo las cosas de esa mra.

––El rey debe ver mejor que yo.––Pues bien, en estas líneas advierto d

violencia, y, ahora que recuerdo ciertas parlaridades de la escena que ha pasado esta nen la habitación de Madame... En fin, Su Mtad se detuvo cortando la frase.

––En fin ––prosiguió Saint Aignan–Vuestra Majestad va a conceder la audieeso es lo mas claro de todo.

––Voy a hacer más, Saint Aignan.

––¿Qué Majestad?—Coge tu capa.––Pero, Majestad...

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––¿Sabes dónde está la cántara de las camtas de Madame?

––Sí, Majestad.–– ¿Sabes algún medio para entrar en ella––¡Oh! En cuanto a eso no.

–– Pero alguien conocerás por allí.––En verdad; Vuestra Majestad es ma

tial de toda buena idea.––¿Conoces a alguien?

––Sí.––¿A quién? Vamos a ver.––A un mozo que está en la mejor intelig

con cierta doncella.–– Camarista.––Sí, camarista, Majestad.–– ¿Con Tonnay Charente? ––dijo Luis ri

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––Por desgracia, no; con Montalais.––¿Y se llama?

––Malicome.–– Corriente... ¿Y puedes contar con él?–– Creo que sí, Majestad. Es muy posibl

posea una llave, y en ese caso, como he teocasión de hacerle un pequeño servicio..parece que no tenga inconveniente en facimela.

––Eso es lo mejor. ¡Vamos!

––Estoy a las órdenes de Vuestra MajestaEl rey echó su propia capa sobre los hom

de Saint Aignan, y le pidió la suya. Lueglieron los dos al vestíbulo.

CXXXIILO QUE NO PREVIERON NÁYADE

DRIADA

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Saint Aignan detúvose al pie de la escque conducía a los entresuelos, donde se hban las habitaciones de las camaristas, y alprincipal, donde estaba la de Madame.

Desde allí, por medio de un criado que crba, hizo avisar a Malicorn, que estaba toden la habitación de Monsieur.

Transcurridos diez minutos, Malicorne ltodo estirado y olfateando en la sombra.

El rey retrocedió, para ocultarse en la pmás obscura del vestíbulo.

En cambio, Saint Aignan avanzó. Mas, primeras palabras con que formuló su deMalicorne dio un respingo.

––¡Oh, oh! ¿Me pedís que os introduzca habitaciones de las camaristas?

––Sí.

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––Ya comprenderéis que no me es pohacer semejante cosa sin saber antes cuvuestro objeto.

––Por desgracia, querido señor Malicornes imposible dar la menor explicación; desiguiente, es preciso que os fiéis de mí comun amigo que os sacó ayer de un apuro, y

os suplica le saquéis hoy de otro a él.––Pero yo, caballero, os manifesté mi oque era el no dormir al ras, y cualquier homde bien puede tener un deseo semejante, al

que vos nada me decís.––Creed, mi querido señor Malicorneinsistió Saint Aignan––, que si me fuera permtido explicarme, no dejaría de hacerlo.

––Entonces mi querido señor, no puedo mitir que entréis en el cuarto de la señoritMontalais.

––¿Por, qué?

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––Mejor que nadie debéis saberlo, ya qusorprendísteis en la tapia haciendo la corteseñorita de Montalais, y ya comprenderéis

haciéndole la corte, sería demasiada comcencia de mi parte abriros la puerta de su cra.

––¿Y quién dice que os pido la llave por

ñorita de Montalais?––¿Pues para quién, si no?––Supongo que esa señorita no vivirá sol–– No, claro está.––¿No se aloja con la señorita de La Valli––Sí, pero no creo que tengáis con la señ

de La Vallière más que con la señorita de M

talais, y no hay más que dos hombres emundo a quien podría entregar esta llaveseñor de Bragelonne, si me la pidiera, y asi me lo mandase.

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––Pues bien, dadme esa llave, señor, yo ordeno ––dijo el rey saliendo de la obscuridentreabriendo su capa–– la La señorita de M

talais bajará al lado vuestro mientras nososubimos a ver a la señorita de La Vallière,que sólo con ésta es con quien tenemoshablar.

––¡El rey! ––exclamó Malicorne encorváhasta las rodillas del rey.––Sí, el rey ––dijo Luis sonriendo––; e

que os felicita tanto por vuestra resistenci

mo por vuestra capitulación. Levantaos,ballero, y hacednos el servicio que os solmos.

–– Majestad, a vuestras órdenes –– dijo corne subiendo la escalera.

––Haced que baje la señorita de Montalaordenó el rey––, y no le habléis palabra dvisita.

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Malicorne se inclinó en señal de obediencontinuó subiendo. Pero el rey, por súbitaflexión, le siguió, y con tal rapidez, que a

de llevarle Malicorne de delantera la mitalos escalones, llego a la cámara al mismo po que aquél.

Entonces distinguió, por la puerta que h

dejado entreabierta Malicorne a La Vallièrcostada en un sillón, y en el otro extremMontalais, que se estaba peinando, en batapie, frente a un espejo, conferenciando conlicorne.

El rey abrió súbitamente y entró. Montlanzo un grito al ruido que hizo la puertviendo al rey, escurrió el bulto.

La Vallière, por su parte, al ver al rey, svantó como un cadáver galvanizado, y volvdejarse caer en el sillón.

El rey se adelantó hacia ella lentamente:

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––¿Deseabais una audiencia, señorita? ––jo con frialdad––. Estoy pronto a oíHablad...

Saint Aignan; fiel a su papel de sordo, cimudo, habíase colocado en un esconce de pta, sobre el escabel que la casualidad pahaberle proporcionado.

Abrigado bajo la tapicería que servía de cnaje, refirmado en la pared, escuchó si sivisto, resignándose al papel de perro del gda, que espera y vigila sin incomodar jam

amo.Asustada, La Vallière al aspecto irritadorey, se levantó por segunda vez, y, permciendo en una postura humilde y suplicante

––Majestad ––balbuceó––; perdonadme.–– ¿Y el qué queréis que os perdone, señ

–– preguntó Luis XIV.

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–– Majestad, he cometido una grave más que una grave falta; un gran crimen

––¿Vos?–– He ofendido a Vuestra Majestad.––Absolutamente nada ––replicó Luis XI–– Majestad, os ruego que depongáis es

rrible gravedad que revela la justa cólerarey. Conozco, Majestad, que os he ofenmas necesito explicaros cómo esa ofensa hasin mi plena voluntad.

–– Pues no veo en qué podáis habarme odido, señorita. ¿Lo decís acaso por esa chde muchacha, chanza en sí bien inocentehabéis reído de un joven crédulo, y es cosanatural; cualquiera otra mujer, en vuestro luhubiera hecho lo mismo.

–– ¡Oh! Vuestra Majestad me abrumaesas palabras.

––Y ¿por qué?

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–– Porque si la chanza hubiera procedidmí, no sería inocente.

––En fin, señorita –– prosiguió el rey––eso todo cuanto teníais que decirme al pedla audiencia?

Y el rey dio casi un paso atrás. EntonceVallière, con voz breve y entrecortada, coojos secos por el fuego de las lágrimas, diovez un paso hacia él rey.

–– ¿Vuestra Majestad lo oyó todo? –– dij–– ¿Todo qué?––Todo lo que dijeran mis labios bajo la

na real.––No perdí una sola palabra, señorita.

––Y habiéndome oído Vuestra Majestadpodido creer que abusara de su credulidad?

––Sí, credulidad, ésa es la palabra.

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––¿Y no ha sospechado Vuestra Majestauna pobre muchacha como yo puede vobligada a veces a pasar por la voluntad de

persona?––Perdón, pero nunca comprenderé qu

persona cuya voluntad parecía expresar libremente bajo la encina real, se deje inf

ciar hasta ese punto por la voluntad de otro––¡Oh! ¿Pero y la amenaza, Majestad––¡La amenaza! ¿Y quién os amena

¿Quién osaba amenazaros?––Los que tienen derecho para hacerlo, se––A nadie en mi reino reconozco el der

de amenazar.

––Perdonadme, Majestad; al lado mismVuestra Majestad hay personas bastante eldas para tener o para creerse con el derechperder a una muchacha sin porvenir, sin fona, y que no cuenta más que con su reputac

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––¿Y cómo la han de perder?––Haciéndola perder la reputación con

expulsión infamante.––¡Oh! Señorita ––dijo el rey con pro

amargura––; gusto en extremo de las persque se disculpen sin acriminar a otros.

–– ¡Majestad!. .––Sí, y me es penoso, lo confieso, ver qujustificación fácil, como podría ser la vuvenga a complicarse en mi presencia cotejido de reconvenciones y de imputaciones

––¡A los cuales no dais crédito! ––exclamVallière.

El rey guardó silencio.

––¡Oh! ¡Decidlo, decidlo de una vez! ––rLa Vallière con vehemencia.

–– Miento confesároslo ––dijo el rey incdose con frialdad.

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La joven lanzó una honda exclamaciógolpeando sus manos una contra otra.

––¿Conque no me creéis? ––dijo. El reyrespondió.

Las facciones de La Vallière alteráronseaquel silencio.

––¿Conque suponéis que yo ––dijo–– yourdido ese ridículo e inicuo complot para larme imprudentemente de Vuestra Majes

––¡Eh, pardiez! No veo que eso sea ridícinicuo ––repuso el rey–– ni aun me atrevellamarlo complot; es una chanza más o mdivertida, y nada más.

–– ¡Oh! ––murmuró la joven, desespera¡El rey no me cree, el rey no quiere creerm

––En efecto, no os quiero creer.––¡Dios mío, Dios mío!

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––¿Pues qué cosa hay más natural? El resigue, me escucha, me acecha; el rey intenvez divertirse a mi costa; pues divirtámon

la suya, y, como el rey es hombre de corhirámosle en él.La Valliére ocultó la cabeza en sus m

ahogando un suspiro. El prosiguió impas

vengándose en la pobre víctima de todo lohabía sufrido.–– Pongamos ahora la fábula de que le a

le he distinguido. El rey es, tan cándido y t

orgulloso a la vez, que me creerá, y entoiremos a contar ese candor del rey, para reír––¡Oh! ––exclamó La Vallière––. ¡Pens

mejante cosa es horrible!

––Y no, es todo ––prosiguió el rey––; príncipe orgulloso llega a tomar la chanza ccosa seria, si tiene la indiscreción de manipúblicamente algo parecido a la alegría, ences mejor, el rey será humillado ante tod

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Corte, y algún día será una historia agradque contar a mi amante, una parte de dotellevar a mi marido, esa aventura de un

burlado por una maliciosa joven.––¡Majestad! ––murmuro La Valliére des

jada, delirante––. ¡Ni una palabra más, suplico! ¿No véis que me estáis matando?

––¿Chanzas todavía? ––murmuró el rey, cipiando, no obstante a conmoverse.La Vallière cayó de rodillas tan bruscam

que resonaron sus rodillas en el suelo.–– Juntando luego las manos: Majesta

dijo–––; prefiero la vergüenza a la traición.––¿Qué hacéis? ––preguntó el rey, aunqu

hacer el menor movimiento para levantar joven.

––Majestad, cuando os haya sacrificadhonor y mi razón, tal vez , creáis entonces elealtad. La historia contada en la habitació

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Madame y por Madame, es una mentira; lodije bajo la gran encina...

–– ¿Qué?––Eso sólo es la verdad.––¡Señorita! ––exclamó el rey.–– Majestad ––exclamó La Vallière impu

por la violencia de sus sensaciones––, cuando deba morir de vergüenza en este en que han echado raíces mis rodillas, os lohasta que la voz me falte: he dicho que os ba, y... Majestad, ¡os amo!

––¡Vos!––Os amo Majestad, desde el primer ins

en que os vi, desde que en Blois, donde pa

lánguida mi vida, cayó sobré mí vuestra auta mirada, luminosa y vivificadora. ¡Os Majestad! Sé que es un crimen de lesa majel que una infeliz muchacha como yo ameRey y se lo diga. Castigadme por mi aud

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despreciadme por mi imprudencia; perodigáis jamás, no creáis jamás que me he bude vos; ni que os he traicionado. ¡Soy de s

fiel al trono, Majestad; y amo... ¡amo a m¡Ay! ¡Yo me muero!Y de repente, falta de fuerzas, de voz

aliento, cayó tronchada en el suelo, como

lla flor de que habla Virgilio tocada por ladel segador.Cuando oyó Su Majestad aquellas pala

aquella vehemente súplica, no le quedó el

nor asomo de rencor ni de duda, y se abricorazón entero al soplo apasionado de aamor que hablaba en lenguaje tan noble y dido.

Así fue que, al escuchar la apasionada csión de aquel amor, se ocultó la cara entrmanos.

Pero, cuando sintió las manos de La Valasidas a las suyas, cuando la tibia presión

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enamorada joven se comunicó a sus arteriaabrasó él a su vez, y, cogiendo a La Valliérel talle, la levantó y la estrechó contra su

zón.Pero ella, moribunda y con la cabeza apo

sobre sus hombros, no vivía.Asustado el rey, llamó entonces a Saint

nan.Saint Aignan, que llevara la discreción

el punto de permanecer inmóvil en un rinfingiendo enjugar una lágrima, acudió prroso al oír que le llamaba el rey.

Entonces ayudó a Luis a poner a la jovenbre un sillón, le dio golpes en las manosroció con agua de la reina de Hungría,

tiéndole:––¡Señorita, ea, señorita, se acabó ya to

rey os cree y os perdona! ¡Vaya, vaya! ¡Tcuidado, que vais a conmover con excesiva

lencia al rey! Su Majestad es sensible, seño

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tiene su corazón. ¡Qué diablos, señorita! ¡Mque el rey está muy pálido!

En efecto, el Rey palidecía visiblemente.––¡Señorita, señorita! ––continuaba Sain

nan––, volved en vos, por Dios, que todavtiempo! ¡Pensad que si el rey se pusiera mme vería precisado a llamar a su médico! ¡Qué pena, señorita! ¡Mi amada señorita! ¡si hacéis un esfuerzo y volvéis en vos! ¡Pr¡Pronto!

Difícil era desplegar una elocuencia mássuasiva que la de Saint Aignan; pero algoenérgico y activo que la elocuencia de