Duras La Noche de Las Voces
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La noche de las voces
Si la novela es el arte de reconstruir un mundo más o menos semejante a aquel
en que creemos vivir y, dentro de él, el simulacro de una persona, su nombre, sus
actividades, que choca contra lo imposible de lograr en ese mundo dado, entonces
Marguerite Duras no es del todo una novelista. En sus escritos más singulares, más
representativos, ya no hay mundo, esa prosa de elementos descriptibles, sociales, por
así decir, y tampoco hay un personaje que tenga espesor, algo que hacer, a veces ni
siquiera un nombre propio. Lo que resta de la novela en lo que escribe Duras sería sólo
lo imposible, y contra ello, contra el obstáculo que no hace falta mencionar ni mucho
menos explicar, se alza una voz, en ocasiones un par de voces que el azar hizo coincidir
sin motivo, para reclamar la posibilidad de una vida. ¿Cómo se podría vivir entonces
sin el levantamiento de una voz que llama, que quiere hacer que lo imposible tenga
lugar?
Lo que acabo de decir se hace incluso más evidente en las películas que Duras
filmó. Su objeto es imposible. No obstante, el deseo invisible que agita, se levanta, se
estrella contra paredes y disuelve los nombres propios, aparece en la escritura,
ninguna imagen podría tan sólo sugerirlo. Recuerdo un cortometraje donde pasan
autos en la noche, se ven calles de París, gente que camina volviendo de quién sabe
dónde, obreros que se dirigen al amanecer de quién sabe qué actividad insatisfactoria,
y nada de lo que se ve significa nada. Pero está la voz, alguien habla de manos pintadas
en cuevas prehistóricas y expresa su comunidad con aquellos seres remotísimos,
apenas salidos a la desolación del lenguaje que permite decir el dolor de todas las
separaciones y el miedo de morirse con la certeza de estar solo. La voz llama a esos
otros, ya mudos, perdidos en la gran noche de la especie, porque en su grano, en su
timbre, en sus consonantes y en el eco de palabras articuladas, se reflejaría acaso
aquella antigua desesperación o aquel júbilo arcaico: querer dejar huellas. Pero todo
desaparece. La literatura va a desaparecer tan decididamente como un día empezó a
existir. El cine ya no existe. Las manos invertidas, en negativo, sobre la pared de la
cueva increíblemente preservada, tampoco dicen el tiempo abismal, oscuro, que las
separa de la voz. Y sin embargo lo que oímos no es una queja ni un sentimentalismo
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sino la simple constatación de que toda voz, toda palma individual de una mano, han
nacido, se tienden hacia lo que desean, van a morir.
¿Qué hace que Duras sea de alguna manera esa voz que se desentiende del
contexto, que se olvida de París y sueña con la prehistoria? Diría que las calles en
eclipse, las personas vueltas anónimas, la inutilidad de cada cosa, los autos como
emblemas de la estupidez, sirven para que lo que se desea revele de una vez y para
siempre su carácter imposible. La voz imposible es la que se escucha en el silencio de la
noche en que se está escribiendo. Escribir es destruir la posibilidad de vida de toda
satisfacción, es devolver a la nada el llamado que se ha transcripto para que no haya
nunca más nadie, que no haya mensaje ni destino.
En el cortometraje, cuyas imágenes se desvanecen tras el recuerdo de la voz
que habla, las calles pasan de la noche al día. Pero se diría que la noche continúa, que
siempre sigue siendo de noche. La voz de mujer, en el borde de lo grave que puede ser
una voz femenina, parece estar leyendo o recitando en las penumbras. Imagino que
Duras escribe de noche, insomne. Hay otro texto de película, que no pudo filmarse
sino como un fracaso, que está más escrito que pensado para contener imágenes, que
se titula El navío Night o El barco Night, si no se quiere mantener la aliteración del
original. Pero no hay ningún barco en esa historia, y la noche es más bien la oscuridad,
la invisibilidad de cuerpos y rostros de dos personas que se llaman por teléfono
durante años, que se desean, que tienen sexo telefónico. La llamada perdida en la
noche, el encuentro de dos desconocidos en sus voces transmitidas por un aparato, se
parece al grito de estupor y de reclamo que habría lanzado, imagina Duras, el hombre
solitario que apoyó sus manos con pintura en la cueva de la prehistoria. ¿Qué significa
el navío, el barco que surca la noche y que carga con el peso de su nombre? ¿Acaso el
deseo que se pierde y que no deja de volver? ¿Acaso el acto de escribir la historia
como un llamado o un grito en la noche para que alguien, que no será nadie para
quien escribe, que será un desconocido o alguien incognoscible, responda, escuche o
lea? La que escribe escuchó la historia anónima, el relato de un deseo realizado pero
sin los cuerpos presentes, con la negatividad de los tonos de voz. Pero después ella
está a bordo del navío de escribir a solas, y no tiene un puerto, no se ve nada, sólo se
escuchan llamados, pedidos, preguntas en la oscuridad.
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De alguna manera, quien escribe la historia se anula, se transforma en blanco,
en silencio, para que las voces que armaron ese deseo irrealizable, pero más real que
las imágenes y los cuerpos, puedan llegar a la escritura. Un testigo cuenta lo que se
habló durante meses y años, alguien pone en la página ese rastro de dos voces, solas,
enfrentadas a la mentira y a la verdad de la muerte, y el resultado es la pura incisión, la
marca en el vacío sin imágenes. Duras escribió: “El navío Night está frente a la noche
de los tiempos”. Del mismo modo que las manos negativas, las que se negaron a morir
sin dejar huellas en el principio antes de toda historia, los trayectos a duras penas
reconstruidos de dos jóvenes que nunca se ven y que se hablaron también terminan
convirtiéndose en vestigios, pero no desaparecen. Como una estatua de diosa griega,
rota, partida al medio, su cabeza fisurada por un arado de hierro, las voces se agrietan,
se disgregan pero después, por instantes, se vuelven a aglomerar, persisten. En una
ciudad, entre la multitud, en la noche de los que se juntan y se separan, se vuelven a
juntar, duermen o escudriñan la noche sin decir nada, en las imágenes de la ciudad sin
límites y sin marcas, así como en la muchedumbre de años, de épocas, en eso que
Duras llama con una frase hecha a la que quisiera devolverle su peso originario, en “la
noche de los tiempos”, se diría que no hay huellas, que nadie puede dejar grabada su
mano sobre una ruina, salvo quien escribe. Pero también las voces, el deseo que
sintieron, la locura a la que cedieron, están en la escritura. Entre la diosa que dictaba
ideas en las cabezas de sus devotos y la estatua, el rostro de piedra, habría la misma
relación que entre las voces vibrantes, las que se excitaron entusiasmadas a través de
un banal aparato, y las frases que rasgan y marcan las hojas blancas. Ambas cosas son
movimientos como fijados a la materia, pero de algún modo el movimiento, el deseo,
el grito, el reclamo, la agitación física del cuerpo estarían esperando ser oídos,
transcriptos, fijados a la materia. Lo más importante para Duras es la necesidad que
tiene la historia de ser contada; la desesperada búsqueda de los amantes para no
desaparecer del todo.
Porque escribir no sería la mera aceptación de la vida, pero tampoco es la
negación de la muerte, sino un trayecto que no tuvo principio y que por ende no
puede llegar a ningún lado. En el breve relato que estoy recordando, escribir es una
navegación sin puertos: “El navío Night está detenido en el mar. Ya no tiene ruta
posible. No hay más itinerario”, transcribe Duras. Y sin embargo, esa detención, ese
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movimiento como suspendido y que hace pasar las horas sin que nada las mida, existe.
Eso tiene que existir, como tuvieron que existir la agitación y la vida de las voces que se
hablaron para consumar un deseo, para hacerse realidad antes de que llegara la
muerte, o la separación o el olvido.
Olvidarse de existir, por momentos, de a ratos, en horas perdidas o en la
pérdida de la medida del tiempo, tal sería el lema de alguien que se dedica a escuchar
y a interpelar, a oír un ritmo y a grabar imágenes fugaces en la materia de las frases;
olvidarse de existir, entonces, para que lo escrito tenga lugar. De otro modo, nada de
lo que intensamente pasa pareciera haber sido alguna vez posible. Y además la
escritura de la noche, de lo inexplicable, de raptos cuyos motivos se escapan, pareciera
correr el riesgo de disiparse con el día. La plena luz del mediodía, la siesta de sombras
breves, podrían borrar lo escrito como un sueño que perdiera casi todas sus
emociones falsas en el momento del relato que de repente se arma al despertar. En el
día, a plena luz, el miedo no es a que la voz se calle, a la ausencia de imagen, al
naufragio de los sentidos, sino a que nada haya tenido lugar. Miedo ante la
indiferencia olímpica de las cosas claras, a la piedra blanquísima, a una mirada
intocada, sin relieve, que ni siquiera la herida histórica perturba, y que diría que entre
la mano identitaria de la cueva no escrita y la voz de una muchacha enferma que se
enamora por teléfono no ha pasado, en realidad, nada; “es una mirada que nos mira”,
anota Duras, “hacia quien mira pero también a través de él… y aún mucho más allá…
más allá del fin hacia esas lejanías… vea… no podemos… no sabemos qué nombres
darles… son comunes a toda la historia…”. ¿Y acaso las frases que se pusieron en la
página no miran también a quien las lee? ¿Será este el secreto de la fascinación que
produce una manera de escribir? Es como si un espejo de pronto empezase a mirarnos
con una fijeza absolutamente extraña. La mano pintada en la cueva ya no le pertenece
a nadie, por supuesto, pero igualmente observa a quien la contemple o la recuerde, es
la huella del ojo que dirigió ese registro. Así también, un barco en la noche que deja
una estela que pronto se borrará podría ser el acto de escribir, pero no su resultado. Lo
escrito, con su grieta que parte la materia, con su mirar vacuo y sin gestos, no es un
breve oleaje en el agua sino el barco mismo, el navío llamado Noche, y aun en el
naufragio más absoluto deja fragmentos, fijos o a la deriva, para que algo haya tenido