Eclipse de Mar

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• 15 cuentos de ámbito acuático• Formato 160x210 mm / 164 págs.Quienes hablan de los siete mares dando a entender que han recorrido paisajes y visto mundo, se equivocan. O mienten para preservar un secreto que el vulgo no merece conocer. Para qué echarle margaritas a los chanchos. Ignorante es el hombre que no se ocupa de adquirir conocimientos. Y sabio es quien después de haberlos adquirido los olvida. Todo llega a su fin alguna vez. Todo tuvo alguna vez su principio. En el principio nada más el espíritu de Dios se movía sobre la turbulencia de las aguas. Antes de separar la tierra de las aguas. Nunca hubo en el mundo sino un Dios y una tierra seca y un mismo uno e idéntico mar. Llevo una vida caminando sus orillas y las playas interminables y puedo dar fe de ello.

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    Olor a cuerpo de mujer Quienes hablan de los siete mares dando a entender que

    han recorrido paisajes y visto mundo, se equivocan. O mienten para preservar un secreto que el vulgo no merece conocer. Para qu echarle margaritas a los chanchos. Ignorante es el hombre que no se ocupa de adquirir conocimientos. Y sabio es quien despus de haberlos adquirido los olvida. Todo llega a su fin al-guna vez. Todo tuvo alguna vez su principio. En el principio na-da ms el espritu de Dios se mova sobre la turbulencia de las aguas. Antes de separar la tierra de las aguas. Nunca hubo en el mundo sino un Dios y una tierra seca y un mismo uno e idntico mar. Llevo una vida caminando sus orillas y las playas intermi-nables y puedo dar fe de ello. Una vana ambicin de novedades tal vez el afn de acortar las infinitas jornadas de mi peniten-cia pudieron haberme llevado cuando an mi barba era rene-grida y no me pesaban las espaldas, a embarcar en los leves juncos que se deslizan con tal gracia que no dejan tras de s ni los vestigios de una estela. O en los pesados galeones que indi-ferentes al paso de los siglos continan acarreando el fruto de las ambiciones y las fiebres entre unas costas que les temen y otras costas que necesitndolos los desprecian. Pero el agua es el agua y el cielo es el cielo y una playa es una playa.

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    La gaviota y los cormoranes no tienen patria. No cono-cen terruo el bacalao ni el besugo. El mismo sol que enrojece las costas de Etiopa acaricia unas horas ms tarde las arenas desconfiadas de Taormina y luego lame sin apuro los acantila-dos de Dover y al fin los caaverales cubanos para regresar a los sampanes y a los juncos.

    Estas sencillas verdades no las ignoran los hijos del Islam ni los herederos de Moiss ni los eremitas que auscultan en la soledad de las cuevas o en la penumbra de los montes el ronquido del trueno o el texto inconmovible del relmpago.

    Ni los profetas que en vano pretenden descifrar la volun-tad de las tormentas en los oblicuos laberintos de la piel de los tigres.

    Entorno los ojos, vaco de emociones y recuerdos. El cabeceo y un leve rolido indican que navego en aguas calmas. Estoy acostado de espaldas en el fondo de una embarcacin de pequeo porte. El mstil partido por la mitad y la vela latina desgarrada hablan de un reciente temporal. Aferrado a la borda observo el mar a mi alrededor. Est amaneciendo. El sol se alza despacio en el horizonte, por encima de un cmulo de nubes incendiadas. Nada ms a la vista. Acaso una insignificante lnea de tierra, en direccin opuesta al sol. No menos de doce millas segn estimo. Demasiado para remontarlas sin arboladura y con la corriente en contra.

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    Solo queda por ahora dejarse llevar. La marejada y la brisa de tierra me van empujando despacio mar adentro.

    Madre me habla a menudo de Dios. A veces con una sonrisa de esperanza pero casi siempre con cansancio. Y rie conmigo porque me encojo de hombros y no le presto atencin. Padre sale temprano con su barca y yo corro a acurrucarme en ese hueco que padre ha dejado caliente bajo las cobijas. Calor que a menudo madre enfra con alguna lgrima. Entonces me abraza con fuerza y me hace prometer que cuando sea mozo no saldr con la barca. Madre no se arrima nunca a la orilla. Desde casa se ven las redes y las barcas, pero nunca da un paso para acercarse al agua. Cuando empieza a caer la tarde se sienta junto a la ventana sin moverse hasta que reconoce a lo lejos la figura de padre recogiendo las velas y arrollando los cabos. Entonces abandona su apostadero junto a la ventana y aviva el fuego para que el puchero est al gusto de padre, quien llega al rato de buen humor y muerto de hambre. Madre dice siempre que nuestra me-sa es mesa de pobres. Pero me parece que los ricos no ponen a su mesa un pan crocante como el que amasa madre ni esos bo-querones que fre al ritmo de alguna tonadilla, mientras padre la contempla con arrobamiento y se echa al garguero un pichel de vino tinto de la huerta de to Carocas. Cuando el vino lo alegra aprovecho para preguntarle cundo ha de llevarme a bordo de su barca. l me mira en silencio pero no responde. Y entonces me doy cuenta que madre se seca los ojos en su delantal.

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    Una voz sin rostro se levanta en medio de la oscuridad. En medio de la nada. El nio reconoce a menudo esa voz que ninguno de los hombres en la playa escucha. Y conoce la cara de ese hombre que los otros no pueden ver. Muchas maanas, ab-sorto en su tarea de separar el marisco y echarle las menudencias a las gaviotas, lo ve llegar caminando sin apuro por entre las breas que limitan su territorio por el poniente. Tiene el andar de quienes viajan por la vida sin urgencia y sin mayores preten-ciones. Y lleva en su memoria la escama de cada pez y la forma de cada grnulo de arena.

    Hola. Hola. Has madrugado. S. Ah. T tambin llegas bien temprano hoy. Debe ser temprano, si t lo dices. Es temprano porque padre an no ha regresado con su

    barca. Antes de llegar a las breas he visto la barca mar aden-

    tro, en direccin al cabo. Padre sabe llegar lejos cuando anda detrs del abadejo. Tu padre ha de ser un marino valiente. Claro que es valiente. Siempre dice que las olas le temen.

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    Un par de veces a la semana madre me deja ir a la lonja a limpiar la pesca. Antes de que me permitieran descamar o file-tear hube de hacerme diestro en separar por especies y por tama-o. A un lado los pargos y jureles, al otro lado el besugo y el congrio. En montones separados el marisco y a un costado la ba-caladilla y la sardina, apartando lo ms menudo para los gurru-mines y los gatos. Al cabo de la faena diaria hasta las gaviotas y alfaneques cuentan con su racin, pues el mar no consiente que se desperdicie nada de lo que brinda. Y quienes viven a la vera del agua saben lo arisco y rencoroso que se pone ante la apata y el desprecio de los hombres. Historias de ese enojo corren de boca en boca a la hora de la sobremesa o en las rondas nocturnas cuando el relente o la cellisca lo permiten. El mar ha dado al hombre cuanto el hombre ha podido requerir en el correr de los tiempos. Peces a ciento por uno all por la vieja Galilea para los seguidores del rab. Ballenas gigantescas generosas de grasa y carne, cuya mencin se remonta a la poca de los profetas. Unas algas que prometen visiones paradisacas y la eterna juventud. Sirenas que han sabido cautivar y encarcelar el nimo y la razn de quienes tuvieron el infortunio de escucharlas. Discreto cobijo a civilizaciones enteras que se recogieron en su lecho. Silencio-so descanso a los marineros muertos. Pero asimismo lo ha sabi-do castigar con una furia solo comparable a la de aquellos dioses de la antigedad, cuando ebrios y fuera de control en sus franca-chelas de lujuria lanzaban desde lo alto rayos y tormentas. El di-

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    luvio acab con todo rastro de vida, salvo la poca que hall guarda en el arca. Maremotos y tsunamis cobran vctimas a mi-llares cada vez que su tero de rocas se contrae en un acceso de hilaridad o un rapto de rabia. Luego de abrirse para permitir la huida de los hebreos, cerr su venganza sobre los ejrcitos del faran.

    Aturdida de silencio y soledades, la mujer apenas recuer-da unas noches en las cuales el mar ruga dentro de su vientre y su pecho estallaba en rubores saciando la sed del hombre. La impronta autoritaria de una abuela ya ms daguerrotipo que me-moria y una madre cuya traza no pasaba de una paoleta negra, la toquilla oscura y la sonrisa ausente, la sumen en ensoaciones en las que se hunde, ajena a la rutina de escasez y cenizas.

    El aire de mar no solamente curte el torso de los pesca-dores y corroe el metal de las barcas. La niebla iodada deposita en el alma el orn de las frustraciones y la carcoma del desa-liento. El jergn de paja fresca que una noche recogiera jura-mentos y suspiros es ahora una yacija cuyo relleno apelmazado refleja con escasa piedad una juventud que ya no es y una pasin que ya no est. Todo en la habitacin humilde testimonia la es-trechez y ejemplifica el fracaso. El nico vestigio de realidad pa-reciera ese ventanuco a travs del cual se enlazan cada anoche-cer el cansancio que espera y un cansancio que llega.

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    Hoy no est el nio en la playa. La voz sin rostro piensa que la playa sin el nio ya no es la playa. La playa sin el nio es como la noche sin el sueo. O como el mar sin agua o como el cielo sin gaviotas. Piensa que no se puede jugar con lo infinito. Sonre al recordar unos aos lejanos de madrugar en los garitos del puerto. De cul puerto? De cualquiera se contesta de cualquiera. En cualquier puerto del mundo hay un garito y un prostbulo y diversin para un marinero ebrio y con ahorros. En cada puerto un amor. Quin pudiera recorrer ese camino al re-vs, hombre, quin pudiera. Para aprender mientras era tiempo que con lo infinito no se juega.

    Por cierto que el mar es uno y nico. Salpicado de conti-nentes o de islas, lo mismo da. A fin de cuentas qu es un con-tinente sino una enorme isla? Y qu una isla sino un continente en miniatura?

    Supe percib el paso de un pas a otro apenas por el olor de sus poblados y el acento de sus gentes. No por el perfil de sus playas ni por el color de sus aguas. El cielo se refleja en el agua y el mar se mira solamente en el cielo y poco importa si tras un verde aguamarina sobreviene un azul intenso o un ber-mejo tumultuoso. Al amanecer y con la cada de la tarde, el agua parece sangre. Parece lo mismo, pero el bermelln de la maana es rebosante y alegre. Los carmines del crepsculo son luctuosos y premonitorios.

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    El alma se abre con el alba y se recoge con las sombras de la noche. nicamente el lechuzn y los murcilagos se aven-turan al vuelo nocturno. El espritu que se atreve a vagar entre las sombras corre peligro de perderse sin dar con el rumbo del regreso. Alguna noche he credo escuchar por el lado del mar unos cantos que ms que en mis odos sonaban como en el inte-rior de mi cabeza. Quiz ms que canto, un ulular como el paso del viento entre las ramas de los cedros. Pero en el aire vibraba una incitacin, un llamado. Record unas historias de sirenas y pescadores enamorados. Pero ignoraba que las sirenas se arrima-ran a la vera del agua. De todos modos nunca prest atencin a los susurros insidiosos. Madre seguramente me lo hubiera repro-chado. Algo dentro de m me impulsaba a continuar la marcha sin saber hacia dnde ni hasta cundo. Y aunque suene extrao, ese no saber me produca una agradable sensacin de libertad. La que acaso haya percibido el padre Adn antes de apoderarse de los frutos del rbol.

    A madre la enterramos lejos de la vista del mar, como ella pidiera. Muri la misma noche que despus de amortajar a padre y rezar una oracin lo echamos con la bajamar a bordo de su barca, luego de quebrar el palo y rasgar las velas. l pudo re-gresar al mar que amaba, pero madre lo odi siempre presintien-do tal vez un destino que sus rezos no lograron conjurar. La llevamos a pulso en un humilde cofre de abedul y all qued en una fosa entre las breas, con su rosario y unas flores.

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    Escaso tiempo me llev preparar un atadito con mis br-tulos. Esa misma tarde me alej, sin despedirme. Entonces des-cubr despus de nuestra playa otra playa igual inmensa y solita-ria, pasando unas peas bajas donde el mar abandonaba al reti-rarse charcas en las que pululaban camarones y cangrejillos. An-duve otras playas, ms y ms playas. Playas de arena blanca y fina como el trigo molido. Playas de arena gruesa que castigaba sin miramiento las pantorrillas al caminar con el agua a media pierna. Playas de arena negra. Siempre el cielo encima de m y el mar a mi diestra. No se requieren brjulas ni portulanos para recorrer la inmensidad. Imposible perder el rumbo cuando uno marcha hacia ninguna parte. Cualquier proximidad es una leja-na y cualquier extremo est a nuestro alcance. Ignoro en qu momento abandon el pas, pues las fronteras no estn marcadas en el suelo. Quienes se cruzaron en mi camino (aquellos a quie-nes cruc en mi camino) ni preguntaron ni pidieron y a nadie pe-d ni pregunt. Pero comenc a entender lo que quera decir pa-dre cuando deca que el hombre nace, vive y muere solo.

    Tambin el nio ha pasado maanas a la espera del hom-bre. Hay un fuego en lo hondo de los ojos del hombre que desdi-ce los aos que le dan las espaldas encorvadas y las canas ya no-torias. Un fuego del que brotan la tormenta silenciosa y las his-torias. Cuando el hombre se sienta en la arena junto al nio, el tiempo parece detenerse y las gaviotas y las nubes permanecen en suspenso. El hombre sonre con timidez y comienza a hablar.

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    Sus palabras hacen surgir del aire algunas veces un petrel azul, otras un dragn amarillo echando horribles bocanadas de fuego sobre los pescadores que sin inmutarse prosiguen con la limpie-za del pescado o el remiendo de sus redes. Otras veces son na-vos vikingos cargados de guerreros feroces los que se adelantan hacia la playa, ondeando al viento sus enormes velas cuadradas listadas en oro y carmes.

    Maana tras maana, una vez cada semana, o cada mes o al menos una vez en la temporada, el hombre regresa adonde el nio lo aguarda pendiente de sus historias. Los pescadores nada perciben y para ellos hay un nio solitario que entretiene su ocio alimentando a las gaviotas y hablndole a los chorlos que andan a los saltos picoteando bichitos en la arena.

    He atravesado promontorios y pennsulas y mis ojos se asombraron con el rugido de las rompientes y el guio de los faros. En mi camino se cruzaron los rebaos de cabras y las ma-nadas de bfalos, arrimados al agua menos por su escozor sali-troso que por una promesa de frescura. Fueron quedando atrs las ensenadas y los golfos y el rumor penetrante de los puertos donde se entrecruzan las intenciones y las lenguas. Contramaes-tres de rostro encarajinado y capitanes adustos me ofrecieron plaza a bordo de embarcaciones que seguiran tras mis rastros o cuyas estelas habra de perseguir hasta perderlas de vista detrs del horizonte. Nunca traicion la promesa hecha a madre ni mis pies conocieron la lisura de una cubierta, aunque mis ojos vola-

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    ban de tanto en tanto tras el perfil de aquellas arboladuras por-tentosas. A la vista de tanto pao al viento la imaginacin me hablaba de alcatraces y petreles y yo saba entonces cunto de cansador y novedoso tena an por delante. Hube de tropezar con las geometras absurdas de la manta raya y el pez espada y con la dentadura impiadosa de las barracudas. Pude admirar la simetra de los steres y la opalina agona de las medusas arras-tradas por la pleamar y abandonadas sobre la arena hmeda. Y en el cielo sobrevolaban estrellas sospechosas y unas constela-ciones extranjeras. Fue por entonces cuando me di cuenta que ya me costaba recordar mi nombre.

    Pero la mayor parte de los das los pasa el nio en sole-dad, aorando las historias del hombre cuyo rostro nadie ve sino l. Piensa que alguna vez ya no volver y las maanas entonces sern ms silenciosas y las tardes ms largas. Un dolor atrinche-rado y duro le anticipa un tiempo en que padre habr de empren-der su largusimo viaje y ya no estar tampoco madre para com-partir con ella el rescoldo entre las cobijas. Una voz que no es la suya le habla de la naturaleza y de la vida y de los ciclos y de los retornos. l mismo dejar un da de ser nio y le apuntar el bozo y le hervir la sangre siguiendo el vuelo de las garzas o espiando el cuerpo de alguna muchacha bandose en el mar. Aunque son mucho ms hechiceras cuando salen del agua con la cabellera mojada y la ropa pegada a la piel. Lo tendrs todo en ellas y todo lo perders tras ellas. Eso dijo el hombre sin rostro

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    un atardecer pleno de nostalgia y confidencias. Y el nio no se haba atrevido a preguntar, atontado por los desvaros del hom-bre y algo asustado porque le pareca escuchar palabras que an-tes sonaran dentro de l en el silencio de la noche.

    He padecido la pavura de las olas irascibles arrojndose sobre la playa como escuadrones macedonios capitaneados por demonios. Fui testigo de mstiles abatidos y velas desgarradas y cascos destrozados contra los arrecifes, sin atinar a echar una mano a los cuerpos que llegaban ya sin aliento a reposar sobre la arena como las medusas. A mi paso pude vislumbrar la amenaza de las mareas rojas y la maldicin de la marea negra, sorteando con espanto los cadveres empetrolados y el hedor nauseabundo. Conoc la calma sobrecogedora de las aguas mudas y aceitosas, tanto ms siniestra que las olas bravas. El mar encrespado es un mar vivo, pleno de vigor y de promesas. Pero ese mar acabado, exnime, esa espuma consistente y maloliente de los tejidos muertos y esa mansedumbre de barros estancados que busca la-mer los pies del caminante, eso es algo difcil de imaginar y so-portar. Es como moverse a travs de un cementerio de dino-saurios pudrindose al sol y envenenando el agua, los aires y la arena. Algo oblicuo que nos recuerda aquellos fsiles termina-dos en betunes que el hombre mismo se ocup de transformar al fin en este siniestro alquitrn que se expande sobre la superficie extinguiendo toda esperanza y vulnerando todas las promesas.

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    Abrir los ojos de la memoria duele como duele la herida que deja en los dedos el hilo encerado con el que ella remienda una y otra vez la ropa de agua del hombre. El hule descascarado del capote resiste los aguijonazos de la aguja colchonera y cada puntada sobre esos dobladillos acartonados por la vejez es un surco plido que al rato empezar a sangrar. Un sangrar desga-nado y perezoso de una sangre que ha perdido ya los hervores y el tumulto de un pasado casi tan lejano del ahora como ese hori-zonte que tarde tras tarde le habla menos de la esperanza que de la desesperanza por unos sueos nufragos. Un desaliento muy hondo le pregunta una y otra vez con la impertinencia solapada de un inquisidor si de verdad vale la pena y hasta dnde esa pa-ciencia innecesaria y ese temple intil. Sabe que cuando tenga la respuesta las ltimas hojas de un follaje marchito habrn tocado tierra. Esa tierra reseca y avara. O habrn volado hacia el mar arrastradas por el desahucio y el hasto. Sabe que del bello rbol de ayer sobreviven apenas un tronco doblegado y alguna rama mustia con las evidencias del agobio. Un tronco cada vez menos amarrado por sus races y ms dado a echar a vuelo la poquedad de su corteza, vaca ya como un cuerpo sin nima.

    Pas a travs de las ferias y los mercados sin prestar atencin a comerciantes que tampoco reparaban en m, habida cuenta de que mi aspecto hablaba por las claras de inopia. Los vagabundos como los leprosos somos marginados en una sociedad que solo reconoce las unidades monetarias y el escala-

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    fn de los valores agregados. A la orilla del mar se dan cita ve-raneantes vidos de sol y mdicos consumos, que engordan sus egos bulmicos y la faltriquera de los feriantes. Baistas reluc-tantes lucen en la playa torsos bronceados y bustos que hablan por s mismos del verdadero centro de gravedad de sus apetitos y de la densidad de sus cerebros. Sin embargo mi vista se detu-vo en ellos lo apenas necesario para no pisar a mi paso algn durmiente desaprensivo o un costoso par de anteojos. Tal vez alguna de aquellas bellas mujeres me haya acompaado un tre-cho del camino, pues en las noches estivales creo recuperar el perfume de unos labios o la tibieza de unos brazos. Aunque me cuesta discernir si se trata de recuerdos verdaderos o retazos de esos sueos que acorralan a veces la noche de los exiliados.

    El hombre dijo un da que cuando empezara a soar con las sirenas sera llegado el momento de partir. Hasta puede suce-der que una sirena venga en tu busca coment el hombre casi para s porque tambin las sirenas jvenes hacen tonteras y desconocen el peligro de las aguas bajas. Ignoran la maldad de los hombres y no imaginan que puedan pescarlas en sus redes y llevarlas al poblado para exhibirlas como trofeos o saciar en ellas sus instintos. Esto es as desde el comienzo de los tiempos y siempre al final una sirena muere de tristeza y de nostalgia y un hombre se arroja al agua desde los acantilados o se interna en el mar con la mirada perdida en las profundidades de la noche.

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    Nunca supe de mapas ni de cartas nuticas y mi expe-riencia escolar alcanz apenas para los palotes y una escritura laboriosa, por lo cual s de geografa lo que he visto y recorrido. O sea que para m Malasia y Terranova dan lo mismo que Ma-rruecos o Turqua. Saliendo del pueblo estaba el pas y ms all el mundo, es todo lo que supe. Y bastante ms de lo que he ne-cesitado saber, dicho sea de paso. Ajeno a calendarios y relojes, he marchado por la vera del mar sin contar las semanas ni los aos. Sin preocuparme de otra cosa que mantener el mar a mi derecha, nada ms para no caer en el estorbo de volver sobre mis propios pasos. Alguna autoridad se interes por mis seas, pero un pasajero casi desnudo y sin brtulos poco tiene que ocultar, por lo cual siempre me permitieron continuar mi camino, advir-tindome en alguna ocasin que no intentara internarme tierra adentro. Lo cual nunca estuvo en mis planes, pues un oscuro ins-tinto me adverta que si quera regresar no s cundo al punto de partida, ms me vala no perder de vista el mar.

    Creo haber referido que en ocasiones he viajado en em-barcaciones que me permitieron salvar algn curso de agua. Mi ignorancia impide identificarlos y el comercio de la palabra no me fue suficiente para interpelar a algn tripulante. Aunque os-curamente presumo no prestis atencin a mis desvaros haber cruzado un estrecho famoso y mucho ms tarde un ro mi-lenario. En otra ocasin se deshollaron mis pies sobre una playa helada y el mar era un bosque de tmpanos, pero de todos mo-

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    dos mi falta de conocimientos me impide nombrar comarcas o pases. De modo que solo puedo referirme al color de la piel o a las miradas de la gente, si bien es cierto que en general estoy seguro de haber llamado apenas la atencin, pues no hay en m nada digno de inters. A pesar de ello debo agradecer la hospita-lidad de peregrinos y pastores con quienes pude compartir el ca-lor de una hoguera o un trozo de pan.

    Debes aprender a salir en busca del destino antes de que el destino venga a tu encuentro. No valdr que te disfraces o te escondas. El destino siempre sabe dnde hallarnos y si juega a ignorarlo es nada ms para divertirse a costa de nuestra niera. A veces pienso que no sal a recorrer el mundo por amor al mar sino por miedo a la muerte. Qu tonto era, vaya por Dios. Ella ama el teatro y las intrigas y las historias de suspenso. Tarde aprend que lo mismo me habra de salir al cruce en Finisterre o Estambul. Aplicada a engatuzarme y desnudndose para sedu-cirme o danzando para emborrachar mis sentidos como hetaira o como geisha. Como bayadera o como gitanilla. Siempre el mis-mo guion, los mismos o parecidos captulos. Lo que cambia es apenas la escenografa, como en el teatro. Hoy Ada, maana Constanza, otra vez Desdmona y la siguiente Cio-Cio-San. Pe-ro debes salir a enfrentarla, a darle guerra, nio. Tenemos sea-lado el momento pero podemos elegir las circunstancias. Si te atreves a volar bscala entre las nubes ms altas. Si no te arre-dran las correntadas chate a perseguirla entre las olas. Y si nada

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    ms te acomoda la tierra firme corre, repta, trota siguiendo sus seuelos, que ella es diestra en potingues y perfumes que inquie-ten tus narices y ericen tu piel para la cacera. Y no suees con epopeyas ni grandezas, que hagas lo que hagas y ruedes donde ruedes, ella ha de ser el cazador y t la presa.

    Con el correr del tiempo se fueron esfumando los recuer-dos del pueblo y hasta los rasgos de mis padres. Por lo cual no es sorprendente que en ms de una ocasin imaginara estar lle-gando a la playa de mi infancia, cuando en verdad segua pisan-do tierra extraa. Saba de todos modos que llegado el caso habra de ser tenido por los mos como uno de los tantos visi-tantes que andan por el mundo en procura de diversiones o de olvido. Cmo saber quin soy o dnde estoy. Cmo explicar a alguien hacia dnde voy o de dnde vengo, si yo mismo no pue-do separar lo que vivo de lo que sueo. Mis escasas credenciales fueron alguna vez una cesta de higos o media hogaza de pan de centeno. Acaso unas nueces o un puado de castaas cosechado al pasar bajo unos rboles amables. Y conservo asimismo el sa-bor de unas mieles en un campo de retamas al fondo de una playa y el toque agrio de la leche de camello y el fruto dulce de una palma.

    Vencido por la pesadumbre de la espera vana, el nio se adormece sobre la arena, abriendo su corazn a las acuciantes conjeturas del sueo, que suele visitarlo con bagaje tan variado como el que ofrece a su imaginacin hambrienta la conversacin

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    del hombre. Es verdad que de tanto en tanto esos sueos se vuel-ven pesadilla, pasando y repasando pginas de angustia que co-pian sin caridad la pobre biografa del hogar desmoronado sobre su propia historia de expectativas y fracasos. Pero casi siempre se ve a s mismo pez entre los peces o ave entre los pjaros com-partiendo con alegra y despreocupacin el batir de aletas o el revoloteo de plumas, sin otra ansia que nadar o volar. A veces recuerda cree recordar la voz del hombre sin rostro acom-paando esos paseos por el mar o por el cielo. Y al despertar se pregunta con inquietud si el hombre no es tambin una parte de esa fantasa por medio de la cual logra huir transitoriamente de una realidad sin otros horizontes que la arena, el mar y la mi-seria. Hasta hay ocasiones en que se figura ver un rostro de nio tras las arrugas del hombre. Y momentos en que correra a mi-rarse en el pedazo de espejo que tienen en casa, temeroso de contemplar en l la fotografa de un desconocido de mirar can-sado y algo triste.

    Ya me traiciona el aliento para llegar al final de cada jor-nada. Cada da con ms frecuencia necesito detenerme para aco-modar unas matas y unas hebras de paja donde no me sorprenda la marea mientras me visita el sueo. El verano de las regiones trridas me ha enseado a dormir de da y caminar de noche. El rumor del agua cuando las olas mueren en la playa es referencia suficiente a falta de una luna. Y si la hay, ningn placer he cono-cido mayor que andar a la par de la propia sombra bajo el cie-

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    lorraso de estrellas. El no tener horarios ni destino me mantiene a salvo de exigencias y de apuro. La marcha ha fortalecido mis piernas y el corazn late a pleno respirando un aire que no sabe de poluciones ni de hollines. Me emborracha el alma el perfume de los pinares y el aroma iodado de las algas. Mis pies trituran sin esfuerzo la alfombra de conchilla que el agua deposita sobre la arena mezclada con su espuma. Pero el cansancio de cada atardecer me hace sentir que no se encuentra lejos mi destino, aunque la razn me interrogue acerca de otras cuestiones que es-capan a mi entendimiento. Sin poder precisar los motivos siento estar llegando, estar ms cerca cada maana de la etapa final, del ltimo recodo.

    Quiero que me hables de tus bayaderas y de las gita-

    nillas. An acudes al calor de las cobijas que abandona tu pa-

    dre, nio. Aquel calor huele a madre, sabes. La hembra siempre huele a hembra. Madre huele siempre a lino limpio y a junquillos. Algn da descubrirs que todas las mujeres huelen a

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    Al asomarme a la cima de las breas ca de rodillas. Me-nos por el cansancio que me doblegaba que por el esplendor del espectculo. A mis pies un casero de pescadores dormitando a escasos pasos de la playa. Y adelante un mar escandaloso, heri-do por los primeros rayos del sol. Los dedos de luz abrindose paso con esfuerzo por entre la bruma esquiva que bailoteaba se-gn el calor modificaba su estructura. Una brisa pequea jugue-teando con las hebras de vapor, recogindolas a flor de agua, ar-mando remolinos y lanzndolas hacia lo alto donde el sol las disgregaba, volvindolas sutiles hasta desaparecer. Cerca del agua, dos hombres calafateando un casco dado vuelta sobre la arena. Cuatro o cinco proas enfilando mar adentro y un par de velas regresando. Detrs de m una historia olvidable, de sueos quebrantados y de prdidas. Varios costurones en la piel y algu-na herida en el alma, siempre a medio cerrar y siempre a medio abrir.

    La cabaa de pescadores envejece a la vista del mar, se-gn se agosta la plenitud y la frescura de sus habitantes. Excepto el nio, nada queda all de promisorio ni de utpico. Como no sean las pesadillas que por no acorralar esos hatos de carne muriente alternan con piedad lo deseable con lo previsible, a sabiendas de que el tiempo todo lo cura pero asimismo todo lo entierra y finiquita. Los muros de piedra han perdido con los aos su apostura, permitiendo que entre el fro y escape la espe-ranza. En el hogar tiznado, un puchero magro recuesta su ren-

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    quera sobre una costra de ceniza yerma. La mesa a medias des-clavijada, un par de bancos y el jergn inhspito completan con el antiguo arcn de roble un mobiliario que hara palide-cer de despecho a un hidalgo desheredado. La puerta otrora ma-ciza y confiable, se sostiene a medias sobre uno de sus goznes copiando malamente la forma del marco carcomido a travs de cuyas hendijas se cuelan el viento y los insectos. Y por entre las rajaduras, las tablas del techo dejan gotear los chaparrones esti-vales y el aguanieve de diciembre. Un bacn abollado y una jo-faina cuarteada y cachada ya sin asas amn del pelln de carnero curtido de orines donde duerme el nio, redondean el inventario miserable.

    En algn momento se confunden el nio y el hombre, platicando en voz queda en medio de la playa despoblada. Aus-cultando ese rostro curtido por el sol y por los vientos, la cria-tura siente en su corazn los pensamientos y las palabras del ca-minante solitario. Percibe en s mismo el discurso de cada arru-ga, el testimonio de cada herida. Como una magia clarividente premonitoria por la cual la experiencia del hombre se fuera derramando sin urgencia en la consciencia del nio. Como si el pasado del hombre y el futuro del nio fueran amasando una pasta clida de afectos y una consciencia compartida de ilusio-nes y de prdidas. Y la mirada cansada del hombre revive, al posarse sobre las pecas atentas, pinceladas de un antes que crea haber dejado entre las breas de alguna playa al borde de una

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    annima madrugada. Sintiendo vibrar en l una ternura joven, de cuando an tena algn misterio la palabra madre y cuando ama-necer significaba correr descalzo a ocupar un hueco caliente en-tre las cobijas de un jergn. Cuando todava las lgrimas no es-curran hacia adentro.

    Cuando pasaba sus horas sentado en la playa, dejando a su imaginacin correr por el borde del agua y a sus sueos volar entre las nubes. Olfateando con placer el guano de las gaviotas y el iodo de las algas, aspirando a pecho abierto la resina de los pinos y la brea de los cascos. Saboreando el picor sulfuroso de la tormenta. Hasta que un atardecer se dio cuenta de que el mar traa un olor a cuerpo de mujer.

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    Una mujer a bordo

    Yo deseo convertirme en parte de esa luz extraordinaria. Pero morir es una dura tarea.

    Edelgard Clavey (1936-2003)

    Nada hay de notable en cualquiera de los dos caminos que uno elija para llegar desde el flanco de Jacob van Len-nepkade donde estamos amarrados desde hace meses, hasta el 283 de Overtoom donde se encuentra el nosocomio. De hecho fondeamos aqu para estar cerca del lugar donde pensbamos desarrollar nuestra investigacin, asumiendo la caminata diaria de esa milla escasa como una rutina si se quiere renovadora.

    Tomar una decisin es el ltimo paso de una larga serie de reflexiones, tanto ms larga (y resistida) cuanto ms grave es la materia en cuestin. Pensar en el ocano es mucho ms que pensar en el agua y en sus playas o en el universo de vida que lo habita y en las tormentas intemperantes. Ese mar hacia el cual se dirige nuestro pensamiento nos aprisiona con una voluntad tota-litaria, tomando en prenda no solo la atencin de todos los pla-nos de la consciencia sino los vericuetos y las grietas por donde escurren las anotaciones y los registros a los que preferimos des-echar de nuestra mente. Nada por cierto de lo que nuestros senti-dos hayan captado con nuestro consenso o sin l puede ser arrojado por la borda, a despecho de cuantas argucias interponga

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    nuestra terquedad. Preveamos una tarea agobiante con fran-queza deprimente y el trascurso de las semanas nos fue dando la razn. De modo que alternar Nicolaas Beetstraat con Jan Pie-ter Heijestraat fue durante este tiempo un modo de matizar con una leve cuota de azar una historia que desde el comienzo saba-mos que conllevaba ms de irrevocable que de aleatorio. Apro-ximarse a esa frontera tierra de nada y de nadie casi carente de referencias que es el antes y el despus de la muerte, pare-ciera propuesta ms sensata de filsofos y mdicos que de fot-grafos amateurs. Pero aqu estamos Oswald y yo, vulnerados por ms dudas que certezas, atisbando cada gesto, cada palabra de esta mujer que sin hacer preguntas acepta nuestra curiosidad a cambio de nada, ni siquiera de una compaa que no rechaza pe-ro tampoco pareciera necesitar.

    Ella nos recibe con la sonrisa entera y la misma calma con que seguramente ha escuchado mediando el otoo el diag-nstico que le pone acotaciones y plazos a sus tiempos. La di-reccin del hospital le ha cedido a falta del milagro al que la ciencia no podra recurrir sin menoscabo una habitacin indi-vidual, tan clida como para disimular cuestiones y sobreenten-didos que procuramos soslayar con sonrisas acaso demasiado neutras para resultar aprovechables. Como en las slidas tramas de la novela negra veneranda, profesionales y visitantes (esca-sos) hablan de todo menos de aquello que constituye el epicen-tro del acto dramtico que cada cual juega tratando de convencer

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    al nfimo auditorio que de veras cree en lo que obviamente no cree, ingenuo intento por disimular que en la madeja de emocio-nes no por contenidas menos violentas, quizs el rostro maci-lento que ya comienza a adquirir la traslucidez del alabastro sea el menos atemorizado por la realidad que intilmente procura-mos soslayar. He vivido para el trabajo duro murmura sin titu-beos un camino similar al de una monja en pobreza, obedie-ncia y castidad. Una vida esplndida que pocos envidiaran pero que ahora he de devolver a quien me hizo don de ella. Deseo que ocurra cuanto antes, me pesara ser al final una carga para los dems, un cuerpo casi inane que consume y se consume, un gasto innecesario. He vivido pensando en la gran luz y ha llega-do el momento de entrar en ella sin llantos y sin miedo. Ahora ya todo me ser fcil a pesar de lo duro.

    Una enfermera entreabre la puerta, deja unas violetas en el vaso sobre la mesita de noche y se retira sin pronunciar pala-bra. Mis manos manipulan con torpeza la Nikon D200 y percibo el pulso acelerado como un estudiante primerizo. Gotas de sudor caen de mi frente imprimiendo surcos de fuego en las mejillas y en el cuello, aunque la temperatura del hospital se mantiene a 24 grados celsius invierno y verano. Debes hacerlo ahora. Me lo ordena con suavidad, sin hacer hincapie en consideraciones fue-ra de lugar. Es necesario que hagas esta foto ya, es el nico rega-lo que puedo ofrecerles a cambio de la compaa y el afecto que me han estado brindando durante semanas. Espero que a ambos

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    les sirva para recordar que la luz y la verdad se justifican por s mismas, mucho ms all de secretos y misterios.

    La barcaza que desde hace casi diez aos compartimos con Oswald pareciera aorar aquella amarra del Lennepkade donde permanecimos hasta la maana de acompaar el cuerpo de Edelgard al crematorio. El cielo de finales de otoo tiene en Amsterdam una luminosidad que casi lastima los ojos, segura-mente por ello o por la brisa intermitente, l y yo debemos enju-gar alguna lgrima al pasar, mientras aguardamos que el encar-gado nos entregue la urnita con sus cenizas. Regresamos cami-nando, un largo recorrido en verdad, cada cual sumido en sus propias cavilaciones. A Oswald tal vez sus treinta y cuatro aos lo ayudan a sortear con mayor holgura la circunstancia. Yo le llevo ms de veinte. Llegamos a medioda a las arboledas del Eendracht en silencio, tomados de la mano. En cosa de una hora accedemos a la Noordzeeweg, ambos pensando sin manifes-tarlo en que nunca habamos compartido un paseo tan opre-sivo y a pesar de ello tan hondamente teraputico. Ninguno de los dos habla, ajustamos el andar cada uno al ritmo del otro, mu-dos ante la comprobacin desolada de que la muerte de Edel-gard, lejos de cerrar algo, abre ante nosotros ante nuestras propias vidas una terra incognita prismada de espejos fantas-males. ntimamente reconocemos que veinte aos an no signifi-can una brecha intolerable ni para el intelecto ni para el sexo ni para los afectos, pero cuando Oswald llegue a los 47 yo tendr la

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    edad que hubiera cumplido ella dentro de unos pocos das. Y entonces yo podra ser ella y estar agonizando en la habitacin de un hospital y Oswald temblando a los pies de mi cama con la Nikon en la mano. Me atemoriza la idea, francamente me espan-ta. Porque me doy cuenta de que a ella la sostuvo una convic-cin que a m me falta. Y me lleno de temores. Cae ya la tarde cuando bajamos por Nicolaas Beetstraat hacia nuestro embarca-dero.

    Ha pasado un tiempo, no demasiado al menos como para disipar la visin de su rostro ya cincelado por los tonos ambari-nos de su ltimo scherzzo. El lanchn lo tenemos amarrado en un recodo del Zijkanaal casi debajo de la Kolkweg. Bastante le-jos como para evitar la tentacin de retomar las caminatas dia-rias a lo largo de Jan Pieter Heijestraat. Y lo suficientemente cerca, por si algn da quisiramos volver al lugar donde desde la borda fuimos echando a volar los puaditos de ceniza.

    Su fotografa preside la pared principal del camarote-cocina-comedor. Y la letra temblorosa de la dedicatoria. A mis queridos amigos Johannes y Oswald.

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    La isla de sal De haber imaginado que uno de nosotros estaba muerto,

    hubiramos evitado las desgracias que coronaron esta historia. Pero los cuatro rembamos con calma para ahorrar energas y alejarnos del lugar donde la Alborada se hunda sin salvacin. Remar los cuatro es un modo de decir, siendo uno de nosotros una mujer. Ningn bote se avistaba en ms de siete millas a la redonda. Por lo cual supusimos con razn ser los nicos so-brevivientes. La goleta no se hundi de golpe. En el momento del impacto se inclin a estribor. Despus se enderez girando con lentitud sobre la cruja y entonces el bauprs apunt hacia el cielo, mientras la popa empezaba a sumergirse en el agua.

    Echando cuentas sin apuro, cada cual para su capote, em-pezamos por equilibrar del mejor modo posible la chalupa, con vistas a pasar varias horas das a caballo sobre aquel mar calmo tal vez engaosamente antes de dar con alguna costa abordable. Sabiendo, al menos tres de nosotros, que menguada era la probabilidad, dadas las coordenadas aproximadas del nau-fragio. Habamos zarpado con la primavera del puerto de Mel-bourne rumbo al istmo de Panam. Y la colisin contra el objeto o animal que abri en el casco la va de agua fatal debi pro-ducirse aproximadamente a unos 175 oeste, algo al norte de Ca-pricornio. Un rea del Pacfico si bien no totalmente desierta,

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    con distancias entre una y otra isla islotes los ms de ellos que auguraban mucho sudor y escasas esperanzas. Para quien conozca el lugar, estbamos navegando a la deriva en algn pun-to del archipilago de las Tonga.

    En tamaa soledad, no es extrao que el espritu o la mente segn quin lo elucubre se amolden a generar y captar pensamientos que si bien no le son propios tampoco se po-dra asegurar que sean absolutamente ajenos. Quiero decir que parecera formarse una suerte de cofre o paol de ideas. Una es-pecie de subconsciente colectivo, en que este carcter involucra no multitudes sino un grupo de gentes que quiz no comparten nada ms que la circunstancia que los rene. Acaso un instru-mento de precaria privacidad que habilita, aunque sea de una forma grosera, la comunicacin vis vis sin necesidad de pa-labras.

    Solo contamos con un atado de galleta, un barrilito de agua y esta brjula. Dicho sin nfasis por uno de los nufragos. Quien no considera del caso el presentarse, puesto que salvo la mujer, los otros eran como l tripulantes de la infortunada embarcacin. Que uno se haga cargo del agua, otro de la galleta y el que queda de la brjula. Apuntado por el gigantn calvo que carga el remo de babor sobre la bancada de proa. Pensando se-guramente que es idiota echar a suertes una cuestin tan elemen-tal, el negro Joel, un senegals taciturno, toma el atado de galle-tas y el de la cicatriz abraza el barrilito. Sin una palabra ms, el

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    calvo consulta la brjula y con la mayor naturalidad determina el rumbo. Seguiremos hacia el norte. La mujer no abre la boca. Est claro que no la consideran. Si por m fuera, ya la hubiera arrojado al agua. Piensa uno de los hombres, sin alzar la mirada y sin que se le mueva un msculo que pueda delatar su pensa-miento. Que posiblemente por lo menos uno de los otros dos comparte. Estoy convencida de que a la primera oportunidad me tirarn al agua. Piensa la mujer escondiendo tambin su refle-xin. Le han dejado a cargo el remo de babor de la bancada de popa. Calculando tal vez que el gigante haga fuerza por los dos.

    Dormiremos de a uno. El que duerma le pasar la custo-dia a otro. Dice sin emocin uno de los remeros de estribor, sin mirar a sus compaeros. En cuanto se duerma deberamos echar-la por la borda. Piensa en silencio el otro remo de estribor. Las caras son de basalto. De granito. De poker. En cuanto me quede dormida estoy perdida. Reflexiona la mujer sin dejar de remar. No hay razn para que me dejen permanecer a bordo habiendo poca agua y menos comida. Esperarn que se haga noche para que no les remuerda la consciencia verme chapalear ante la vista de ellos.

    El senegals compaero de bancada del gigante la contempla con disimulo. El vestido de la mujer, todava hmedo por la primera zambullida, se le pega a la espalda. Cada vez que ella se inclina hacia adelante con el remo en el aire, las vrtebras marcan una curva construida con astutas protuberancias y depre-

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    siones. Viva o muerta nos traer problemas. El hombre de pelo rojizo que rema a popa junto a la mujer la espa de reojo. Poco o nada sabe acerca de ella. Excepto que ha abordado la goleta en Auckland, a una mitad aproximada del camino que llevaban re-corrido al momento del naufragio. Ella y su compaero, un neo-zelands que andara cerca de los sesenta aos, eran los nicos pasajeros de la Alborada. En esos once das nadie los haba visto fuera del camarote. Y el hombre estaba muerto obvio como el resto de la tripulacin. El calvo no quiere darse vuelta. Pero adi-vina cada pensamiento, cada matiz. El olor de la hembra revolo-tea sobre el olor a iodo y algas. Percibe con claridad la presencia de la muerte haciendo un lugar para ella tambin entre las tablas a medias alquitranadas y el rollo de camo debajo de una de las bancadas. Va sentada en el taco de proa. Mirndolos con las cuencas perdidas en un punto all lejos donde se ha ido a pique la Alborada.

    Empieza a caer el sol en el horizonte y la mujer com-prende que debe actuar ya. De lo contrario no ver la luz del prximo amanecer. No necesito agua ni comida. Lo dice ella, sin entonacin y sin dejar de remar. Demasiado llenita para ser ano-rxica. Piensa el colorado que de costado percibe los senos res-tallantes en cada remada. Cuando la mujer echa los codos hacia atrs y el pecho adelante. Tendr su racin como todos. Replica sin alzar la voz el gigante. El griego se la quiere asegurar. Sonre para s el senegals. Pelear con el calvo sera otorgarle dema-

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    siada ventaja. No es fcil voltear casi trescientas libras de ms-culos y deseo animal. El olor a hembra es preponderante. Domi-nando las hormonas de los machos y venciendo los sudores y el hedor a muerte que viene siguiendo la estela de la chalupa. Ella lo sabe. Lo que cada cual esconde como un secreto vergonzoso. Que al abrirse paso a travs de consciencias tan tufientas como los torsos desnudos va construyendo excusas y demoliendo trin-cheras. El gigante rema imperturbable. El pelirrojo de la cicatriz escupe por sobre la borda. El senegals sigue recorriendo las vrtebras de la espalda de la mujer. Menos notables a medida que el sol va secando la tela y la separa de la piel.

    Si alcanzamos algn islote antes de maana por la noche estaremos a tiempo para echarla a la suerte. El senegals tiene claras las ochenta libras que el gigante le lleva de ventaja. Y el de la cicatriz unas treinta. Sin armas ser casi imposible. A me-nos que logre sorprenderlos. Para no perder el rumbo decidimos dormir de a pares. Un turno la bancada de proa. Otro turno la de popa. Creo que el negro sera capaz de matarnos para quedarse con la mujer. Vi cmo la mira. Se la come con la vista. Al grie-go no se le escapa detalle. Con un ojo sigue los movimientos de ella. Y con el otro controla las remadas y el pensamiento del negro.

    Hay quien afirma que el no tener buena memoria es la perdicin del hombre. Que es el nico animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Conozco estas aguas. Piensa

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    muy para s uno de los nufragos. Estamos a pocas millas de la isla. Y no muy lejos del lugar donde los amotinados se llevaron a la Bounty y abandonaron al capitn y a sus marineros leales en una chalupa como esta. Hace cien aos. La memoria es un arma poderosa. Es capaz de avanzar sin remar y sin probar bocado. Todos acabaron muertos o en prisin. Los ingleses no perdonan. Dicen que con el capitn Bligh iba una mujer. Y que algunos al-canzaron a llegar a la isla de sal.

    Al negro le gustara seguir mirndole la espalda y las protuberancias de la columna. Imagina a esa mujer de cabellos largos y renegridos echada de espaldas sobre una cama. O un jergn o un catre marinero. O una litera como las de la Albo-rada. Aunque sea en el piso. Y l encima hacindola gemir una y otra vez. Pero esta perra preferira sentir arriba de ella todo el peso del griego. Me di cuenta cmo lo observa sin volver la ca-beza. No puedo verle los ojos pero estoy seguro de que lo mira. Y con ganas. Ni que tuviera las pupilas en las corvas. Deben ha-ber cruzado ya mensajes entre ellos. Las palabras son peligrosas. Pero tambin son de cuidar los pensamientos, amiguitos. Tu cr-neo parece slido como una roca, compaero. Pero no tanto para resistir el golpe de un buen pedazo de prfido o de basalto. Con el tamao de un meln alcanzara. En Beirut embarcamos un viaje melones que pasaban de las doce libras.

    El colorado no deja de medirla. Cuando los brazos llevan la empuadura del remo todo lo adelante que da el largo de los

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    brazos, agacha la cabeza casi entre las piernas y desde esa posi-cin le mira los senos macizos. Y piensa que su boca deseara estar ah debajo de esos pezones soberbios que quieren rasgar la tela que los retiene. Ella no hace el menor gesto para mostrarse ni para evitarlo. Ninguno se atrever a echarla por la borda si se quedara dormida. Porque los tres piensan tenerla para s. A nin-guno de ellos se le ocurrira la idea de compartirla. Cada cual suea con el modo de apropiarse de la presa y disfrutar del odio y la envidia de los otros dos. Y de la voluntad fallida y el deseo insatisfecho. El odio de los lobos en celo es el ms grande de los espectculos que un macho salvaje pueda apetecer. Ah, que es-cenografa. Los cuatro en la isla de sal. Un par de palmeras a la vista de la playa solitaria. A quince o veinte pies de distancia una de la otra. A cada tronco amarrado uno de los perdedores. Cara a cara, frente a frente. Indefensos. Impotentes. Y yo l o el otro en el centro del ruedo. Toreando y siendo toreado por la hembra. El cazador y su presa danzando los ritos que ya llena-ban de alaridos los bosques antes de que los poetas y los eunu-cos inventaran el amor. Y los vencidos, ah, los vencidos. Jade-ando, babeando, tironeando de sus ataduras y los tientos metin-dose en la carne. Pero no les importa el dolor. Solo el deseo de ser ellos los actores. En lugar de ocupar las gradas de los miro-nes. Indefensos. Impotentes. Enfurecidos. Indefensos. Impoten-tes Perdedores

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    Quin es. Quin ser el cazador, el torero. Yo, l o el otro. El cansancio y la sed ya no me permiten saber quin es yo. Quin es qu. Cul es cmo. Soy l o soy el otro. O uno de los otros. No el negro porque lo veo remar a mi lado como si nada sucediera. No el griego porque al mirar por sobre mi hombro de-recho lo veo y escucho crujir la bancada de proa a cada remada suya. Tampoco el pelirrojo porque rema a mi costado como si yo no existiera. No son los cazadores. Son la presa. En sus men-tes de brutos estallan escenas del rito de la playa. Ya ni saben quines son ni dnde se encuentran. Antes de pensar en m van a pelear por el agua y las galletas. Durante la noche van a empezar a sentir el gusto de la sal. Maana estaremos en la isla.

    El bosque se cierra sobre el claro abierto a machete entre los mangles y los grandes helechos. Este es mi reino desde antes que llegaran los ingleses y los francos. Hubo un tiempo en que todo el archipilago fue mo. De Pomare, hija de Sakauno nues-tra Madre Ancestral. Ahora vivo y reino durante la noche y muero con cada amanecer. Lo que antes era ya no es. Y lo que es no es lo que era antes de que llegaran ellos. All estn las pal-meras sobre la playa. El negro dijo que eran dos. Con dos so tambin y dijo dos el gigante griego calvo. Dos cont asimismo entre las brumas del sueo el pelirrojo de la cicatriz. No saben que yo visit sus sueos y dispuse estas tres palmeras para ellos. Una para cada uno.

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    En vida tuve muchos sbditos fuertes a mi disposicin. Ahora me conformo con los que llegan a la isla arrastrados por la marea o por el viento. Nadie puede soltarlos porque los tien-tos y las cuerdas son parte de sus sueos. Mi desnudez que los enloquece y mis senos que devoran con los ojos tambin los han soado. Por eso soy inmortal. Yo aparecer una y otra noche. Dejar mi vestido al lado del agua. Me arrimar a abrazarlos. Susurrar canciones de amor en sus odos. Me apretar a sus cuerpos afiebrados. Solo saben obedecer y penetrarme. Les per-mito aullar y amenazarme. Por lo dems son totalmente inofen-sivos. Les doy a lamer una piedra de sal y se enloquecen de pla-cer.

    Algunas tardes de verano creen recordar que yo estaba muerta un siglo antes de que ellos se acercaran a estas aguas.