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Eduardo Casanova La Trucha Novela 1

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Eduardo Casanova

La Trucha

Novela

Caracas, 2000

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A Natalia y sus descendientes, como siempre.

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And in the endThe love you take

Is equal to the love you make

Lennon – McCartney, THE END.

Vientos que nadie recuerda. Ciudades grises y lanzas de roja pizarra alojan a los hijos de

los hijos de aquellos guerreros de cobre que tiñeron de furia otro tiempo. Una lluvia

menuda repite neblinas que ahora sólo existen en las viejas bibliotecas. Ojos de vidrio y

caras rosadas o blancas o verdes o azules. Manos de obreros que en el invierno se

convierten en garras de mujer. Decrépitas espirales que alguna vez fueron tormentas de

humo. Mi presente. Mi pasado. Mi memoria llena de aquellas miradas claras y de cantos

de madres muertas. La Trucha de Schubert, tema con variaciones, dice muy serio Amadeo.

Empiezan y terminan a la misma hora, repiten siempre lo mismo. Me recuerda algo a José

María Canosa. ¿Canosa y Castillo? claro, yo lo conocí en España, me dice. Una España

que parece dicha como “Espania”. Era músico, agrega. Diplomático. Diplomático por

accidente, pero músico y muy músico, ¡vaya si lo conocí! Amadeo, Carlos Amadeo, estuvo

en otra jaula de tigres en Barcelona, contaba, y con la Guerra Civil salió de nuevo a la luz.

Don José María Canosa y Castillo jugaba con sus amigos a identificar la obra con dos o tres

acordes de piano, y nunca fallaba. A veces hacía música. En mi casa tocó más de una vez.

Mi padre no entendía nada de música pero -como en todo- fingía muy bien y hasta ponía

cara de embeleso mientras los otros rascaban sus instrumentos. Un soberano imbécil.

Como todos. Como Rolando. Rolando bello el niño mimado de los dioses el político más

joven de América o aquel canallete inglés el tal Locksmith que debe haber sido el padre

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biológico de Rolando o el señor Cárdenas cómo me habría gustado ser pulpo o pez espada

malas madres malos padres hijos de malas putas Carlos María Santiago Azpirri o Claudio

Jonson putívoros o Derqui o Sepúlveda o Suárez ¿por qué a mí lo peor del mundo? Caras

partidas por la codicia o la maldad o la perversidad o el hambre de hacer daño. Hacerme

daño. Amadeo pasa horas hablando de música. Casi siempre se refiere es a los

instrumentos, no a las composiciones, como si confiara más en las manos de los artesanos

que en las de los intérpretes o en la imaginación de los músicos. Vale más un Guarnerius

que una Partita de Bach. O en medio del silencio se queda extasiado como si volviera a

escuchar algún recital extraviado en el tiempo. Y todos Canosa Mascagni Echezuría

Alcuézar Bastidas Aizúria Derqui Arreghi Rodríguez Peluffo Sepúlveda Sedús Regueiro

Ghía Quijáns Friedericci todos todos todos su silencio chácara intermitente de los primeros

oboes y las flautas gaélicas que terminará cuando lleguen los tigreros porque es llegada la

hora de la carroña y volvamos cada quien a su jaula a lamerse las heridas antes de que

Zimmerman o cualquier otro veterinario pase a ver cómo está la explicación que dieron al

principio y sostendrán hasta el final aunque los hechos se empeñen en demostrar con

terquedad todo lo contrario. Bueno el pianista, dice Amadeo, pero mejor el violinista, oye

la segunda variación que es muy peligrosa. Y recuerda que en Europa alguna vez oyó La

Trucha con viejos instrumentos: un Hammerflügel construido por Graf por 1830, un par de

años después de la muerte de Schubert, un violín de Guarnieri del Gesú, una viola de

Gaspar di Salo, del 1600, y un cello de 1740, de Joseph Gagliano, y claro, la sonoridad es

muy distinta a la de los pianos de ahora, más íntima, menos brillante. A veces don Canosa

decía cosas muy parecidas. ¿Qué voy a hacer cuando dejen de tocarla? La escucho una y

otra vez cuando suena allá afuera, pero también porque está sonando siempre dentro de mí,

para tapar los quejidos vanos y vacíos de una o los gritos de otro que ya ni siquiera sale a

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tomar el sol o los versos disparatados de Arreghi o los impacientes latigazos que sueltan los

cancerberos furiosos porque es muy posible que pasen la noche en vela. Otra vez el canto

ligero de La Trucha que me parece más pájaro que pez y salta con voces de seda por el

techo y las paredes. Burbujas que convierten el lodo en danza de batracios. El cello y el

contrabajo repiten el tema mientras el piano, la viola y el violín insisten en convertirse en

copos de nieve en un viento de naciente primavera. No seas idiota, Duarte, dice Villanueva

atusándose el bigote de morsa y estirando su boca mestiza, ¿cómo voy a creerte si tú eres

hijo de Tiberio Duarte? No quieren confiar en él por ser hijo de su padre, hombre rico y

muy ligado al régimen. Y al general Juan Vicente Gómez. No es que Augusto Duarte sea

un espía, no, sino que al primer templón de bolas va a soltar lo que sabe y lo que no sabe.

Los demás callan y miran hacia todos lados. Y empiezan todos a hablar de otros temas que

suben y bajan por las calles empinadas de la pequeña ciudad. Augusto sentía de nuevo al

cambio de aires y el ruido del telón cuando él llegaba. En las fiestas, o cuando daban

serenatas o cuando iban a bañarse en los pozos. Sobre todo desde que regresó Villanueva y

empezaron a hablar muy seriamente de política. Salvo cuando estaba Augusto. ¡Van a

tener que aceptarme, carajo, yo no soy ningún espía y es muy injusto que se me segregue

así!, terminó gritándoles. Víctor Méndez le sonrió con los ojos. Augusto se empinó el vaso

de aguardiente y se recostó de la pared de ladrillos. Diles a todos que no sean pendejos,

que yo soy más revolucionario que todos y que tengo los cojones bien puestos, diles que

cómo carajo quieren hacer una revolución si a quien quiere echarle bolas lo discriminan sin

averiguar. Villanueva miró hacia los lados, nervioso. Estiró el cuello y se sirvió otro vaso

de aguardiente. Tengo mis dudas, compañero, fue lo último que escuchó Augusto antes de

salir, molesto, hacia los lados de las putas en el lóbrego barrio de El Silencio. No tuvo

mejor idea que gritar que el general Gómez era un bagre. Ni se enteró de que lo habían

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tirado en un calabozo sobre una brevísima laguna de orines. En la mañana sentía que el

mundo le oprimía la cabeza. Hasta que el grito agudo y con dientes de oro lo terminó de

despertar. ¡Ese Augusto Duarte… a la reja con sus corotos! Afuera estaba esperándolo su

padre, que apenas le habló antes de encerrarlo por una semana en el cuarto de los locos de

la vieja casa de los Duarte. Una semana sin ropas, hasta que en la mañana se encontró con

que la puerta estaba abierta y tenía ropa limpia dispuesta para vestirse después de darse un

buen baño y afeitarse aunque no del todo porque se dejó el bigote. Y esa misma noche,

después de un breve intercambio de opiniones, luego de que Víctor Méndez y Ángel

Fernández se convierten en garantes de su integridad, es aceptado en el grupo y se entera

por vez primera de todos los detalles. Me gustaría saber por qué un tipo como Mongo

Aurelio Benítez está afuera y nosotros adentro, o el doctor Kissinger, que no habla sino de

sexo y de cómo se ha cogido a todas las pacientes y sin embargo hay que verlo inquieto y

agitado con su bata blanca ir de un lado al otro de la casa y puede ordenar que a cualquiera

de nosotros nos den un corrientazo o una ducha helada o un insulinazo o una dosis de jugo

de serpientes. Si uno se da cuenta de que lo que quiere el doctor Kissinger con sus

desproporcionados lentes de carey y su papada que parece la barriga de un elefante, cuando

se acerca con tanta ternura a Maristela Ferrini, la llorona. Sus ojos son dos masas rojas

envueltas por bolsas de piel. Debe ser algo físico, una deficiencia de vaya uno a saber qué

glándula. También está en la jaula su hermano Domingo, pero la familia tiene plata y les es

cómodo tenerlos aquí. O será que Maristela llora por nosotros, por este basurero de lujo,

suma de arrojados del Paraíso Terrenal llegados a un infierno sin camino de salida. Mongo

Aurelio es más violento que cualquiera de nosotros y tiene autoridad para golpearnos.

Todo gira en función de los billetes. Verdes hojas que han dejado de ser verdes y caen

como fuego frío de las ramas, bien adentro de los bosques. Viento que anuncia en las

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tardes la llegada de la niebla, de esa niebla muy sonriente que a veces obliga a la gente a

quedarse contemplando las primeras chimeneas bajo los techos de inclinada calma. La

ciudad clava sus torres puntiagudas en las nubes que poco a poco han ido convirtiendo la

falta de sol en lluvia menuda. Antonio se quedó viendo los trenes, a pesar de que una de las

condiciones impuestas por su padre al despedirse en la estación para darle el permiso fue

justamente el que no se quedaría viendo los trenes. Partiría inmediatamente después de que

el tren empezara a moverse, no se detendría e iría caminando hasta la casa, a paso firme, sin

pararse siquiera en el bosque a ver los pájaros que ya empezaban a prepararse para sus

viajes al Sur, hacia los reinos del sol. Pero era divertido ver el movimiento en las cercanías

de la Estación Central y ya Augusto Duarte debía estar bien lejos en su gusano de hierro y

madera, escuchando el monótono canto de las ruedas sobre los rieles y mirando por la

ventana los monótonos paisajes que se le iban quedando atrás. Ya en las calles se notaba

un ambiente parecido al de los pájaros en previsión del otoño. Los pájaros viajarían hacia

el Sur, y todo el que pudiera lo haría hacia América, porque en América no habría guerra.

O se prepararía a enfrentar el fuego que caería sobre todos. Pero Augusto Duarte estaba

convencido de que en la Sociedad de las Naciones prevalecería la sensatez. Soñaba con

tener algún papel en la reunión, cualquiera, por más intrascendente y banal que pareciera,

para demostrar que las pequeñas y lejanas repúblicas de la América del Sur tenían algo que

hacer y que decir ante el conflicto que amenazaba a Europa, tal como las nubes que

obligaron a su hijo Antonio a levantarse y acelerar el paso. Cumpliría ahora su promesa.

No se detendría en ninguna parte. Era obvio que cualquier descuido podía costarle un

remojón. Lo que se anunciaba no era simplemente una de esas lloviznas que parecen más

bien una tonta equivocación de la neblina. Aun así, disfrutaría con lentitud su paso por el

parque. Es un parque inmenso con muchas construcciones y juegos y ruedas en donde la

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gente, en primavera, verano y parte del otoño, se reúne a hacer ruidos y a divertirse, y a

Antonio le encanta pasear por su espacio y caminar en silencio viendo a los demás casi sin

ver. Cuando entró cansado y feliz a su casa ya el viento muy fresco arrancaba las hojas

para volverlas parte de alfombras en las calles. Tenía hambre y cenó rápidamente. ¿A esta

hora? Le preguntó Julia, ¿no estarás enfermo?, pero no, estaba más sano que nunca y

simplemente quería irse temprano a dormir, a soñar con ejércitos de conquistadores y

principados creados con su nombre. O simplemente recordar las desnudeces de Julia y las

veces que la vio saltar bajo las nalgas de Augusto. Recordó la primera vez, cuando los vio

por accidente y de repente se puso a temblar como si tuviera fiebre. Y el chorro de semen

debe haber llegado a la ventana como un rayo escapado de una estatua. Temblaba Antonio

a pesar de que era verano. Y sus manos no lograban encontrarse ni sus ojos cerrarse ni sus

pies dejar de buscar la escalera aunque su cara se negara a separarse de la ventana. Vio a su

padre levantarse y a su madre que abría los ojos en espera de que el marido le acercarse una

toalla muy pequeña que se puso entre las piernas. Antonio, agitado y tembloroso

descendió, quitó la escalera y la guardó y se encerró a masturbarse de nuevo en su

dormitorio, a sacarse chispas, a exprimirse mientras cantaba alientos de tormenta hasta que

el sueño lo venció del todo. Varias noches subió con la esperanza de volver a verlo. Y

muchas veces lo logró. Cuando desde el baño oía las voces sabía que era muy posible que

ocurriera de nuevo. Una o dos por semana ve cómo se echan en la cama y de nuevo los

muslos abiertos y los pies que apuntan a los cielos y hasta escucha los gemidos y las

palabras entrecortadas y él vuelve a sacudírsela y también gime y también vuela por los

cielos de leche cortada. Esta noche sabe que lo hará de memoria porque el padre debe estar

preparándose a dormir con el traqueteo del tren como música de fondo en su camino a

Ginebra. El mundo a sus pies mientras la mano sacude el árbol para arrancarle como

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siempre ha sido aquel pequeño estallido. Va subiendo por la montaña cubierta de nieve y

los hombres vestidos de rojo y azul se lanzan hacia los valles lejanos gritando con sus

alientos de aguardiente fuerte y sabe Antonio que tiene que alcanzarlos antes de que lleguen

a la explanada porque llevan cornos y trompetas capaces de causar el alud que va a sepultar

por siglos a miles de aldeanos y amables visitantes que celebran en torno a las hogueras que

ha pasado un nuevo día y no saben que si Antonio no consigue detener a los canallas en

cuanto la noche se haga de mármoles negros llegará la muerte en un rugido lejano que de

repente se tornará en montaña sobre sus cabezas pero Antonio siente que el tiempo se le

escapa y se impulsa con los dos bastones y salta sobre las piedras y siente como cuchillos

en su rostro y mira cómo los hombres tejen figuras en la nieve fresca pero se le alejan y

llegan primero y siguen de largo y soplan sus vientos desde la cumbre que anuncia el

desastre y Antonio ve venir el alud y sabe que va a morir como los buenos aldeanos y los

visitantes y grita en la noche que lo invade de silencio. Todo había pasado. Otra vez el

semen seco adherido al bajo vientre. Y había luz en el dormitorio de su madre. ¿Qué hora

sería? En el baño sintió voces. ¿Habría regresado el padre? Subió al sitio y allí estaban.

Como perro y perra. Otro en el lugar se su padre. Otro dentro de su madre. Moviéndose

como nubes con el viento fuerte. Las estrellas empezaron a convertirse en flechas y en

balas que le herían la piel y le quitaban la vida. Había llegado demasiado tarde y ya los

aldeanos y los visitantes y él mismo estaban sepultados y convertidos en hielo que algún

día en el verano encontrarían los habitantes de las aldeas cercanas. Su corazón se volvió

locomotora, como la del tren que en ese mismo instante llevaba a Augusto Duarte hacia

Ginebra mientras Julia hacía con otro lo mismo que con Augusto hacía y Antonio los

miraba por la ventana y ahora la miraba danzar con aquel hombre sobre la misma cama y

como chupándolo y como entregándosele con mucha más pasión y mucha más tormenta y

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tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y entregándosele y convirtiéndose con él en un

solo animal que se agitaba y se movía y se volvía un solo enorme corazón latiendo como

latía el de Antonio Duarte mientras ve aquel cuerpo que se hace dos cuerpos que son un

cuerpo maldito y se sentía mareado y perdido y navegando hacia el infierno de estrellas y

lunas y no podía evitar que su mano buscara y frotara y de nuevo sintiera la salida tibia del

tren de su vientre que se hacía una lágrima mucho mayor que las que salían de sus ojos que

dejaron de ver cuando sintió la neblina la blanca neblina la turbia neblina y regresó a su

cama y se frotó de nuevo y de nuevo y de nuevo hasta sumirse en los viscosos pantanos de

olvidados cielos. Cielos olvidados. Olvidados. Olvidados. Como Antonio Duarte que

duerme en su pozo de lágrimas. Ya se le han secado los ojos. Llora como a pujiditos y lo

mira a uno como desde un pozo de tristeza. Como si quisiera y no pudiera contarle a uno

las historias más tristes, o como si supiera historias terribles y no se atreviera a decirlas. A

veces su hermano, Domingo, se le acerca a consolarla, pero ella lo rechaza con tal fuerza

que parecería que es él la causa de su llanto permanente, como de manantial, Entonces

Domingo se concentra en su one two three four five six seven, All good children go to

haven que repite y repite y repite tan constantemente como llora Maristela. Una vez, de las

pocas en que he podido hablar con él, me dijo que tenía que repetir siempre aquello porque

si dejaba de hacerlo Maristela moriría. A él se lo dijo un ángel mientras rezaba para que no

se llevaran a su hermana los que se llevaron a su hermana que después volvieron por él y

también se lo llevaron y lo encerraron cerca de Maristela que era lo que él quería. A veces

se cansa de repetir la mágica fórmula one two three four five six seven, All good children go

to haven y siente que lo acosa la tentación de rendirse, pero en cuanto ve a su hermana

sollozando y sollozando y recuerda los años felices de su infancia vuelve a su reiteración

del one two three four five six seven, All good children go to haven que lo convierte en una

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especie de fraile en permanente ejercicio espiritual. Esa vez yo también cerré los ojos y al

levantarme sentía como si todo hubiera sido una pesadilla, doctor, y subí al ático seguro de

que lo había soñado pero allí estaba todo tal como lo había dejado, y desde la ventana vi a

mi mamá dormida, con el mismo camisón rosado que vi torcido en las manos del tipo, el

carajo inglés que muchas veces cenaba en la casa y divertía a mi papá con sus cuentos y a

mí me invitaba a irme de cacería al Monte Kenya con él. Pensé que tenía que matarlo o

contárselo a mi papá para que mi papá lo matara y le pegara cuatro tiros, pero cuando volví

a verla dormida empecé a creer que de verdad todo lo había inventado, doctor, porque yo

siempre he inventado mucho ¿no es posible que lo haya soñado? Y cuando a mediodía me

habló y me sonrió empecé a repetirme que era un sueño, que era un sueño, que era un

sueño, como Domingo Ferrini repite su cantinela en inglés para que no se muera Maristela.

Me contó Pedrosalas que el viejo de los Ferrini es un bacán bárbaro, dice él, que es armador

o cosa por el estilo, y que cuando los dejó la madre el jovie los mandó un colegio que para

qué te cuento, pibe, vos sabés, con toda la guita que tiene, pero qué macana, la piba perdió

la cabeza y el pibe no se le quedó atrás, y el punto decidió encerrarlos aquí y no verlos más,

che, cosa de familia, de fa mi lia. Es único ese Pedrosalas. Se llamaba Pedro Roberto

Manuel Salas y era comerciante cuando entró como paciente, pero ahora se llama

Pedrosalas y es el capo de los negreros. Tipo tranquilo, el Pedrosalas, que parece divertirse

con todo en esta jaula de tigres. Uno lo ve sonreírse, como sintiéndose por encima de todo.

Fue él quien me dijo que dejara de hablar, que me quedara tranquilo y tratara de hacer lo

que los doctores esperan de uno, que pasara por debajo de la mesa y algún día hasta me

dejarían salir con un papel que diría que yo estoy cuerdo, decía, aunque les doliera dejar de

cobrar lo que se paga para que yo esté aquí. Un certificado de cordura, decía, algo que no

tiene casi ninguno de los que caminan por las calles. A veces se emborracha y pierde la

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chaveta. Entonces el comemierda de Zimmerman lo encierra, lo amarra a su camastro y lo

atiborra de unos remedios que lo dejan lelo por varias semanas. Pero después vuelve a ser

el mismo de antes. Zimmerman, la última vez, lo amenazó muy en serio con quitarle la

categoría y volver a encerrarlo en una jaula si se resbala otra vez. Tiene la gran ventaja el

Pedrosalas de que es muy discreto. Cuando Amadeo y yo nos quedamos en éxtasis oyendo

La Trucha, él se empata, en silencio como religioso, no como el marica de Mongo Aurelio

o el atragantado de Francesco o el pesetero de Bertolotti, que vendrían a preguntarnos de

mala manera qué mierdas estamos haciendo y se reirían en nuestras narices si les

contestamos que estamos oyendo música. Pedrosalas tiene mucha intuición y muchas

mañas. Casi todos los fines de semana sale como si fuera uno de los de afuera. Tiene una

llave que abre las altísimas puertas del castillo. Las banderas flamean y la gente juega en

las colinas cercanas. Han armado una torre de madera para quemarla en la noche y bailar y

cantar a su alrededor. Que lástima, se dice Julia, que mi señor padre el rey no me permita

unirme a los campesinos para jugar con ellos. Debe ser el carnaval, se dice, y escucha el

galope que se acerca. Debe ser mi padre el rey, o un soldado que viene a traerle noticias de

la guerra que hay en las comarcas lejanas y que ojalá nunca llegue a nuestro reino feliz de

alegres campesinos y sencillas campesinas que vienen todos los días a nuestro castillo con

cestas cargadas de frutas y hortalizas y las dejan a los pies del trono de mi dulce padre el

rey. Padre borracho que llega gritando a la casa y golpea a su mujer y busca aguardiente e

insulta a la luna y al sol y a las naves que van por el cielo regando pitos y flautas por los

campos cultivados. Julia se queda mirando los mundos que la humedad ha fabricado en las

viejas paredes, que a veces parecen nevar en el piso de ladrillos rotos. Recuerda las formas

de las islas de moho bajo el único sofá que aún queda en el salón. Las dos poltronas, ya

casi destripadas, se convierten de repente en montañas mellizas cubiertas por flores y

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frutas. Hombres y mujeres escalan poco a poco la primera porque saben que los crueles

militares están en la segunda y no van a permitirles que lleguen a la ciudad porque quieren

destruirla con sus botas miserables y van a saquear y a robar y a violar a las vírgenes pero

antes tendrán que pasar sobre los cadáveres tibios de todos los aldeanos que dejan caer

sobre el ejército un grito capaz de iniciar un terremoto en el fondo de los mares. Julia alza

una mano y todos los demás la siguen. Es la heroína, y todos ven la bandera de su pelo que

flota en el aire cuando cargan contra los malvados. Algo suena en la ventana. Mirellita, es

Mirellita, Julia, que yo quiero jugar un rato en tu casa. Mi mamá salió, Mirellita, iba a

comprar no sé qué cosa, me dijo que no me moviera ni le abriera a nadie ¿me entiendes?

Pero eso sería con la gente grande, Julia, déjame entrar. Julia abrió la puerta. Mirellita

entraba siempre como buscando alimañas. Le daba asco y a la vez le encantaba aquella

casa mucho más descuidada que la suya. Le agradaban los olores a podrido y a viejo que

nacían en cada rincón de aquellas ruinas, tan distinto a las aromas de café o de mecate o de

cambures o apios o lechugas o tomates o velas o alcohol o carburo o tabaco que llenaban

los espacio de la casa de Tafik Nahoum, su padre. Le habían dicho que los padres de Julia

eran de buena familia, de esos que antes se paseaban en coche los domingos y se dejaban

ver en la plaza a la hora de la misa, las mujeres con grandes sombreros y vestidos vapororos

y los hombres con chalecos y leontinas y sombreros de hongo como esos que aparecen en

los libros viejos. Pero Mirellita los veía más arruinados que los Cornieles o los García o los

Murachí que eran con mucho los más pobres de la vecindad, sin contar, claro, a los Duarte.

Muy extraño le sonaba que una señora de familia decente se llamara Agripina, que parece

nombre de cocinera, y Julia no tenía ni qué ponerse y se vestía de chivas, de trapos viejos

que hasta ella le pasaba. A lo mejor el tal Cayo Duarte era hijo natural de algún ricacho.

Seguramente que eso quería decir que el papá no lo quería porque no nació en una cama

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sino en el suelo y al aire libre. Algo así debía pasar con los padres de Julia, se imaginaba.

¿A qué vamos a jugar hoy? Le preguntó a Julia cuando entró tal como lo hacía siempre. A

los príncipes y las princesas, le respondió Julia tal como le respondía siempre a la misma

pregunta. Mirellita asintió en silencio y se sentó en la semipenumbra del borroso salón que

parecía invadido por el polvo resaltado por una luz de iglesia. Nosotras éramos dos

princesas que estábamos solas porque nuestras mamás se habían muerto en un terremoto,

empezó Julia. Y nuestro papá estaba haciendo unos negocios en otro pueblo, siguió

Mirellita. No seas bestia, la interrumpió Julia, un rey no anda por ahí comprando y

vendiendo cosas, será que está en la guerra. Bueno, siguió Mirellita, nuestro papá estaba en

la guerra peleando con un rey muy maluco que lo que quería era matar a toda la gente.

Todos los reyes son muy malucos, sentenció con ojos entrecerrados Julia, si no, no podrían

mandar. Pero nuestro papá no era maluco. Bueno, nuestro papá estaba en la guerra y

nosotras estábamos muy fastidiadas, no teníamos nada que hacer y además no habíamos

podido avisarle a nuestro papá que se había muerto nuestra mamá. Nuestra mamá se había

muerto esperando a nuestro papá. Y la guerra le había costado muchísimo real al reino de

nuestro papá y ni la gente ni nosotras teníamos con qué comer. Nos habíamos comido todo

lo que quedaba en las bodegas y todo el mundo estaba pensando en irse a otros países en

donde hubiera trabajo. Pero nosotras no podíamos irnos porque éramos las hijas del rey y

la gente como nosotras no puede dejar su país y mudarse para otro porque no tiene con qué

comer. Pero ya veíamos cómo todos los demás estaban haciendo sus baúles y llenaban sus

carros con todas sus cosas para llevárselas a otros países. Sí, sí, y nosotras mandábamos

unos mensajes con unas palomas para que nuestro papá supiera lo que estaba pasando.

Pero nuestro papá no podía dejar la guerra porque si la dejaba iba a perder y si perdía lo

iban a matar. Y las palomas no llegaron nunca porque unos enemigos las tumbaron y

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entonces dos príncipes maravillosos vieron caer las palomas y fueron a ver qué decían los

mensajes. Y leyeron los mensajes y se vinieron. No, no seas bruta, leyeron los mensajes y

decidieron que iban a ayudar a nuestro papá. Leyeron los mensajes y decidieron que iban a

buscar a nuestro papá para ayudarlo a ganar la guerra y después se casarían con nosotras.

Pero cuando llegaron a la batalla ya los enemigos habían matado a nuestro papá y los dos

príncipes decidieron venir a protegernos de los invasores que eran todos comerciantes y

querían que ya no hubiera castillos como el de nosotros y las familias reales tuvieran que

rebajarse y mudarse del país y dejar de ser importantes. Mirellita se quedó en silencio,

como pensando, y luego afirmó con aires de persona grande: Ah no, eso no, las familias

importantes son las que trabajan. ¿Y eso que tiene que ver con lo que estamos jugando?

Que tú dijiste eso porque mi papá era pobre en Siria y se vino de su país, en cambio tu papá

lo único que tiene es apellido. Julia respiró profundo y cerró los ojos por un instante.

Cuántas veces había tenido esa misma sensación de estar cayendo por un precipicio y tratar

de aferrarse a la tierra con las uñas o de agarrarse a una rama o a una flor, y saber que todo

era inútil. Pero sus manos se habían cerrado y su corazón galopaba. Vete, le dijo a

Mirellita, que a mi mamá no le gusta que yo me mezcle con turcas. Y tu papá siempre está

borracho y no le paga a mi papá lo que saca de fiado, le gritó Mirellita desde la puerta y

Julia rompió a llorar. Jamás llegaría uno de aquellos mágicos príncipes a rescatarla del

moho y a llevarla a una casa con grandes jardines en los que sirvientes de librea se inclinan

lentamente cuando pasan los señores. O vendría, iría a buscarla y se casaría con ella. El

príncipe montaba un caballo blanco y gritaba para que le abrieran la puerta del castillo y la

gente se arrodillaba a su paso porque ya todos sabían que había ganado la batalla y con su

espada venía a salvar el reino. ¿Tú eres la princesa Julia? Le preguntaba y ella le

contestaba que sí y él le decía que venía a casarse con ella para sacarla de su tristeza. Pero

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veía borroso por las lágrimas y tenía miedo de ensuciar el vestido porque su mamá siempre

la regañaba y le decía maluca y ella no quería que su mamá volviera a llorar esa noche

como todas las noches, como ella misma cuando dormía. Dormía. Las cañas del techo

dejaban ya salir los murciélagos y una rata se asomó, tímidamente, con miedo de

encontrarse otra vez con la voz del dueño de la casa que casi todas las noches llegaba

cantando y se ponía a gritar y muchas veces se llevaba alguno de los muebles que le servían

de referencia para avanzar en aquel extraño bosque. Tiene razón Amadeo: Schubert no

debe haber pensado en peces sino en pájaros o en ángeles. Cada día se oye mejor. A

Mascagni le molesta la música y molesta a Amadeo con sus impertinencias. Pero es que

Mascagni, a pesar del apellido, es abogado. Y muy inculto, además. Nos ve a todos con

rabia cuando empieza sus peroratas contra todos, contra tirios y troyanos. Me hace recordar

lo que cuenta el Lazarillo acerca de su hermanico negro que se horrorizaba al ver a su

padre, que era moro, porque veía a su madre y a su hermano que eran blancos y no se veía a

sí mismo. Oyendo a Héctor Mascagni he aprendido mucho de este sitio. Algún día me

dejarán ir y no voy a repetir las equivocaciones de antes. Me preocupa que el doctor

Zimmerman de hable ahora de mis depresiones. A veces me siento en el foso del mundo,

sí, pero es por estar aquí. Me levanto con el pie izquierdo y todo lo que ha pasado me da

vueltas y vueltas y vueltas, o siento pavor a enfrentarme de nuevo a todo lo que está afuera

de los muros, en especial el porvenir, o cuando me dejo envolver por una de las discusiones

del salón o del patio y me doy cuenta de que muchos de los que han sido apartados están

llenos de ideas bellas. O cuando escucho a Mascagni decir cosas parecidas a las que yo

solía decir. Mascagni fue un abogado famoso, me contaba creo que Pedrosalas, y dicen que

vino a tener a la jaula por trabajar demasiado. Empezó a tomar estimulantes y perdió el

dominio, dicen. Me asusta cuando habla de reformar el mundo. Va convertirse en el más

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feroz dictador de la historia, en el Anticristo. Debe haber algo en el ambiente, una cosa

colectiva. Yo sentí lo mismo. Siempre. Desde niño. Desde que me escapaba por horas de

la realidad. Aquel imaginar situaciones, aquel hablar a las multitudes de viento en el

bosque. Aquel escribir nuevas leyes que abrazaran a todos los hombres del mundo. Es lo

mismo que dice Mascagni cuando se para en la escalera o en el banco de piedra y lanza

esos discursos larguísimos que nadie le escucha. Nadie no, miento, yo los oigo para oírme,

para comprobar que repite mucho de lo que yo decía en el bosque. Casi corre, casi vuela

entre los árboles. Antonio recorre el caminito del bosque. Tiene que haber sido un sueño,

se ha dicho muchas veces. Y ha jugado a confundir el día con la noche, a olvidar

deliberadamente lo que ha inventado e inventar lo que ha olvidado. Que la luz se haga

tiniebla y la tiniebla se convierta en luz. Se había jurado contárselo a su padre, pero un solo

beso y una sonrisa de Julia lo pusieron a inventar. Nadie está seguro de que lo que recuerda

no haya sido tan inventado como lo que sueña, se dijo, y empezó a correr y a saltar y a girar

hasta que tumbó un jarrón que se regó como agua por todo el piso de la sala grande. Estaba

especialmente alegre y comunicativo cuando entró el edificio gótico del colegio. I see

you’re in a nice mood this morning, Antonio, lo saludó el cura más con ánimos de practicar

su inglés que con el de conversar. Antonio sonrió como pocas veces lo hacía en el colegio,

asintió con la cabeza y siguió de largo. Ya era rutinario que curas y maestros hablaran con

Augusto Duarte o con Julia para decirles que Antonio era inteligente y aplicado pero se

aislaba de los demás y casi no se comunicaba con los maestros. Parecía vivir en su propio

mundo y aburrirse hasta los tuétanos aunque en los exámenes demostraba haber asimilado

todo lo que habían tratado de entregarle. Es su manera de ser, respondía Augusto, desde

que aprendió a hablar siempre ha hecho lo que quiere y cuando quiere. En cambio Julia se

mostraba preocupada y se proponía hacerlo cambiar. Los niños lo ignoraban. Casi todos

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eran extranjeros, como él, y eran súbditos de treinta o cuarenta países, pero se integraban

entre sí como si fuesen todos del mismo terruño. Sobre todo para hablar mal de los

nacionales y de Antonio Duarte por su manía de estar solo y su manifiesta lejanía. Pero ese

día se sentía expansivo y se alegró al ver que varios de sus compañeros jugaban football en

el claro del bosque. Dejó caer el atado de libros y cuadernos y a medio trote se incorporó al

juego. Tú no sabes jugar, le dijo el más grande sin violencia, pero con firmeza. Tampoco

tenía mucho que argumentar y nadie salió en su defensa. Se sentó, esperó un rato como

para que no tuvieran la impresión de que se iba porque lo habían rechazado, se levantó,

recogió los libros y se alejó, ahora despacio, como buscando nubes de lluvia en aquel cielo

demasiado transparente. Caminaba lentamente sin mirar hacia adelante. Escuchó el sonido

del tranvía y trató de convencerse de que aquella masa de fierros iba a llevarse por delante

a los niños que jugaban football en el claro y la suerte -o la mano de Dios- acababa de

salvarlo de una muerte segura. Se animó un poco, pero cuando volvió la cabeza y pudo ver

que allí estaban todavía corriendo y saltando y la máquina se alejaba indiferente, torció el

gesto y apuró el paso. No había nadie en casa. Se encerró a leer, a leer en español, por vez

milésima el mismo libro de cuentos para no olvidarse de cómo se escribe en idioma

castellano. Solía tratar de leer algunos de los libros de su padre, pero perdía tanto tiempo

tratando de averiguar el significado de algunas palabras, buscando a tientas en algún

diccionario, que terminó por concentrar todo su esfuerzo en el ejemplar que su abuela le

había mandado como regalo de cumpleaños unos meses antes. De repente comprendía que

más que leer estaba viendo las palabras, contemplándolas y acariciándolas con los ojos,

pues de tanto descifrarlas ya conocía exactamente el color y la ubicación de cada una y no

precisaba para nada sus significados. Se le estaban convirtiendo aquellos cuentos en

accidentes geográficos, en colinas y valles formados por figuras negras sobre mares

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blancos. O en sonidos especiales que poco tenían que ver con las historias que debían

haber recreado. O inventaba a veces por su cuenta historias sin saberlo. Historias

diferentes cada vez, y por eso las palabras empezaban a tener para él significados muy

distintos a los que originalmente habían tenido. Los personajes cambiaban también de

forma como las nubes llevadas por el viento o las ondas que las piedras producen en un

lago quieto. Terminaba casi siempre cerrando los ojos y recorriendo el camino que siempre

le resultaba diferente. Pero esa tarde algo fallaba. Las imágenes eran todas rosadas, o

quizá de un anaranjado demasiado pálido. Y se sobreponían las unas a las otras sin que

llegara a terminarse ninguna. También se cambiaban de repente a verde y negro y le rugían

desde cuevas habitadas por murciélagos y tigres con colmillos como lanzas. Y los tigres se

le tiraban encima sin alcanzarlo y sentía el viento de las aspas muy cerca de su rostro pero

no podía apartarse ni correr ni cerrar los ojos ni dormir como quería y percibía claramente

la voz que lo invitaba a levantarse pero todo su cuerpo le pedía descanso. Quiero quedarme

durmiendo, dijo, me siento mal. Siempre se siente mal cuando llega el boletín de la

escuela, dijo secamente Augusto Duarte, si no se levanta en un minuto voy a subir con una

jarra de agua fría. Le dolían los huesos, decía, y tenía como grillos y flautas de pan en las

orejas y todo lo veía y lo escuchaba como desde lejos, explicaba. El padre no quería

siquiera oírlo, tienes que ir al colegio y no te atrevas a contestarme porque te voy a tener

castigado por un mes, concluyó antes de cerrar la puerta de un golpe. Antonio se miró en el

espejo. Muchos alfileres debían haberle entrado en los pulmones. Pero eran órdenes de su

padre, y su madre dormía todavía. Caminó muy lentamente por el sendero que esa mañana

estaba del todo vacío. Apenas notó el canto de los obreros que tumbaban una casa ni oyó

los gritos del habitante del parque que trataba de explicarle al amigo sordo el por qué de

que la guerra resultara inevitable ni le interesó el canto de los pájaros ni las figuras que en

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el cielo hacían las otras aves que ya estaban en pleno proceso de migración hacia espacios

más templados. Se sentía impelido, eso sí, a dejarse llevar por la corriente. A entregarse.

A convertirse en pez pasivo en río crecido. Y el banco parecía un tibio nido. Un oasis.

Paz. Flotaba en el espacio, danzaba con reflejos y músicas pintadas de colores claros. Un

cometa de ceniza se aleja del sol inclinando su cola como un viejo cortesano. Y la nieve

cae levemente sin atreverse a teñir de blanco el suelo del desierto. Antonio Duarte lo mira

todo desde fuera. No hay tierra ni hay mundo ni montañas, apenas llanuras besadas por la

misma brisa que durante milenios ha venido puliéndolas sin que los nómadas ni los pastores

ni los agricultores ni los guerreros ni los príncipes ni los filósofos ni los escultores ni los

arquitectos ni los generales ni los banqueros hayan podido darse cuenta de lo que ocurría.

Ya no quedan árboles ni casas ni edificios ni caminos, solamente la arena que se mete por

lo ojos y tapa las orejas y bloquea la boca y las narices para asfixiar por igual a los hombres

y a las bestias. Y hace mucho frío, piensa Antonio, ojalá pudiera quedarme aquí toda la

vida. La cocinera lo despierta, el señor se va a poner furioso, le dice, pero se queda

mirándolo: está enfermo, le dice a la señora, lo encontré en un banco, señora, está prendido

en fiebre. Y Julia se alarma y lo lleva a su cuarto y lo acuesta y lo arropa y le da limonada

caliente hace frío mucho frío y los resoplidos de las ballenas terminan convertidos en

espadas de hielo dos osos vestidos de blanco se maten entre ellos y dejen en la nieve dos

grandes machas de sangre que marcarán el lugar hasta que la nieve fresca las convierta en

islas rosadas rosadas rosadas que se superponen y se vuelven verdes claras verdes pálidas y

formas estrellas y formas estrellas y forman estrellas y forman estrellas y forman estrellas.

Está delicado, señora, está muy enfermo, señora, pero hay que esperar, no lo abrigue tanto,

que lo va a ahogar Dios mío qué he hecho señora un castigo un castigo de Dios señora una

voz del cielo señora nuevas medicinas señora corrientes señora cuidado con el aire frío

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señora de noche es bueno el vapor de agua con este cocimiento señora hay que obligarlo a

tomar mucho líquido señora y a comer aunque no tenga hambre señora pero todo debe

haber sido un mal sueño o un presagio o un anuncio para probar mi temple caballeros de la

mesa ovalada que se preparan a partir hacia las cruzadas a llenar de tinieblas las otras en

donde inventaron el cero el alcanfor y la patilla y la arena que cruza los cielos y pone

amarillos los ojos mal sueño mal sueño era falso no había luz ni había ventana. No había

nada. Antonio llora porque va a morir. Su madre sonríe y le acaricia la cabeza. Te vas a

curar, le dice, no te agites, no llores, tienes toda la vida por delante, muchacho, pórtate

como un hombre y cuando llegue el verano vamos a ir a tomar unos baños medicinales y te

vas a poner como un toro y vas a navegar por el río. No se los recomiendo, señor ministro,

es cosa de días, o a lo sumo de meses, y su gobierno lo sabe, y con los inventos de ahora la

Gran Guerra va a quedar convertida en juego de niños. No creo, no creo, si aquella duró

cuatro años, esta durará cuatro semanas. Pero en esas cuatro semanas va a haber más

muertos que en aquellos cuatro años, dicen los entendidos. No lo crea. No lo crea, se habla

mucho, se dicen demasiadas cosas, pero el hombre tiene un límite de destrucción, que es la

destrucción del hombre, he allí una bella paradoja, de manera que no tiene ninguna

importancia el número de muertos ni el tiempo en que se maten, lo que interesa es detener

al loco de Herr Hitler, aun a costa de la humanidad y la civilización, porque de todas

maneras, si no se le detiene, acabará él con la civilización y la humanidad. La cara del

doctor a veces se asoma al centro de las nubes, ¿cómo está hoy? igual, y eso es bueno,

responde, lo que hay que evitar es que retroceda. Fueron tontos desde el principio,

retroceder ante esas amenazas era alentar a los criminales, que se envalentonan con los

triunfos fáciles, eso quedó demostrado en la guerra española, había que pararlos en seco,

darles con la puerta en las narices y a paseo, pero ahora es imposible porque se sienten

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fuertes y saben débiles a los ingleses y a los franceses, que no cumplieron los con checos y

no van a cumplir con los polacos. La guerra era inevitable. Es inevitable, dirá usted. Era,

lo era desde el mismo momento en que se firmó la paz de Versailles, pero quizá haya

dejado de serlo si se permite que los alemanes se expandan hacia el Este. Absurdo, se

expandirán por todo el globo y acabarán con la humanidad, escúcheme, con la humanidad.

O la enfermera, que trataba de hacer simpática su obesa humanidad con una mueca

parecida a una sonrisa, señora, la medicina no se le puede dar de una sola vez, porque

escupe más de la mitad, hay que repartirla en tres dosis para que le quede suficiente en el

estómago. La fiebre se ha estabilizado, señora, y eso es positivo, pero hay congestión y

tenemos que hacerle muchos exámenes; por lo pronto va a quedarse por lo menos quince

días en cama, y tres meses sin salir de la casa; en un par de meses podrá llevar una vida

normal dentro de la casa, pero ni soñar con que vuelva a la escuela o con que por ahora

pueda salir a la calle a jugar con sus amigos. ¿Qué amigos, doctor, qué amigos? si no tenía

ni uno, es la verdad, a veces me daba cuenta de que todos me creían tonto porque

buscándolos me acercaba sonriente y me apartaba triste con su indiferencia, con su decirme

no te queremos entre nosotros extranjero de mierda que no eres rubio como nosotros ni

hablas como nosotros ni tienes los antepasados que tenemos nosotros porque a los tuyos los

derrotaron los nuestros en cualquier batalla o se hundieron en aquella tempestad o no se

dieron cuenta de la importancia del deshonor, muchacho, y por eso me encerraba a soñar, a

inventar los juegos para poder participar, para poder dirigirlos, ser el jefe, hacer con los

demás lo que quisiera, que es lo mismo que ahora hago, pero, claro, en otro sentido.

Después sintió hambre, deseos de comerse una vaca entera o una carreta de legumbres, y

quiso salir al jardín pero ya los días se habían hecho más cortos y el frío mantenía cerradas

las puertas y las ventanas y las chimeneas encendidas y las estufas ardientes y el médico fue

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enfático en negarle la autorización. Hoy llegaron, los pedí para ti, explicó Augusto Duarte

con una sonrisa que nunca le había visto Antonio, cuando le entregó un cajón lleno de

libros. Los había de todos los tamaños y todos los colores, con ilustraciones y sin

ilustraciones, lujosos, baratos, de cuentos de poesía, de números, traducidos, originales,

vacíos, enervantes, todos olorosos a tinta fresca, y todos los leyó Antonio con una pasión

comparable a la que sentía cuando se encerraba a imaginarse volando o conductor del

mundo. Leía esa noche las aventuras de dos jóvenes que le daban la vuelta al planeta

cuando se quedó dormido. Al despertarse, se dio cuenta de que alguien le había apagado la

luz y lo había arropado. Recordó la cara de su padre aquella vez, al despedirse. Voy a ver

al Ministro en el puerto, comentó Augusto Duarte, y si tienen razón los que creen que ya

viene la guerra, voy a pedirle que me cambie, porque es hora de mudarse, de ir a donde no

tenga uno que estar pendiente de que le va a caer un obús en la cabeza. Antonio se sentía

recuperado. Sin que nadie se enterara, ya había salido un par de veces a caminar por el

parque. Ese médico exageraba, como exageraba también al no permitir que se usaran

remedios contra la fiebre. Hay que dejar que la naturaleza haga lo suyo y sólo intervenir

cuando es urgente, porque si no, se perjudica el cuerpo. Se estiró con toda calma y fue al

baño. Otra vez los ruidos. No puede ser. Otra vez al ático. Otra vez el maldito reloj que

se clava y se clava y se clava como una gota una gota una gota una gota una gota que cae el

pavimento y cava y cava y cava y cava y cava y cava y cava y cava y cava y cava y cava y

cava una estrella maldita como la luna llena que otra vez ilumina el miedo de ver lo que de

nuevo ha visto coño de nuevo de nuevo de nuevo de nuevo de nuevo de nuevo de nuevo de

nuevo de nuevo de nuevo aquel cuerpo convertido en dos cuerpos que se hacen se hacen se

hacen se hacen se hacen se hacen se hacen se hacen se hacen en un solo cuerpo maldito y lo

marean te marean me marean y lo pierden y me pierden y te pierden y navegas al infierno

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fiel Caronte que boga por el río de las estrellas y la luna parecida a aquella luna y la cara de

la madre que se entrega de nuevo a las danzas orientales y aquel hombre de piel clara y pelo

rubio y tensos músculos tan distinto a la ceniza y al mármol y la paja negra y el cansino

gesto que grita y que dice y que llama a su padre doctor a su padre y hay que darle los

remedios más potentes porque a estas alturas una recaída puede ser mortal, bájele la fiebre

con hielo y alcohol rebajado y todos los remedios que tengan a mano. Y luego el mutismo.

Antonio espera. Se queda encerrado en su silencio, es sus nubes de papel picado que flotan

sobre océanos de orín. Los ojos abiertos mirando las manchas del techo. Manchas como

mapas de un país habitado por insectos nocturnos. Noches como manchas habitadas por

arañas que tejen de día. Días como noches habitadas por manchas que tejen insectos.

Antonio lee y relee en silencio, devora las letras y las líneas y las páginas hasta quedarse

dormido con la luz encendida. Vendrá Julia a cubrirlo y a apagar la lámpara y a darle en la

frente un beso ignorado, como de piedra. Me imagino lo que sufriría Carmencita Friederici

en el mundo exterior cada vez que una de esas señoras pintiparadas le plantaba un beso en

cada mejilla. Ahora pasa muy rápido cerca de nosotros para evitar cualquier contacto. Por

el tapabocas casi todos los visitantes la confunden con una enfermera, pero si alguien le

dirige la palabra o trata de alcanzarle algo, grita como una fiera acorralada y a veces tienen

que sujetarla los negreros y llevársela e inyectarle algo para que se tranquilice. Un mismo

tapabocas todo el tiempo, supongo, por lo mugre. Nos grita desde lejos que todos estamos

infestados y ella es el único ser sano que existe sobre la tierra. Si ella se enferma, ciao

humanidad. Doña Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, ve pasar el tiempo desde su

ventana. La acompaña el sonido acompasado del reloj de sus abuelos. Aunque sus ojos ya

casi no ven sino bultos y luces, desde su reposo ve pasar el tiempo, ve pasar su vida, ve

pasar la tarde, como todo lo que pasándole cerca no logra tocarla. Contempla las nubes que

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avanzan lentamente del Oriente hacia el Poniente, nubes de distintas formas que terminan

sugiriendo diferentes mundos. Cada mundo es un recuerdo. Silencioso. Lejano, vago a

veces, o quizá preciso. Oye el paso de muchísimos fantasmas que parecen sonreírle desde

su misma distancia, esperándola, saludándola, buscándola, reconstruyendo momentos,

convirtiéndose también en puntos que el ojo no ve pero existen todavía y siempre han

existido a pesar de las palabras nunca dichas de aquellos que no fueron sus maestros. Ve

las piedras pintadas por las manos de un niño y sonríe. O las flores que parecen arrancadas

de la tumba de algún apestado y se mueve como inquieta, como esperando algo que sabe

muy bien que ya nunca llegará, porque ha pasado. Y sin embargo está allí, como las

sombras, como los ecos, como el recuerdo apagado de voces que ya nunca volverán, que no

podrá volver a escuchar pero escucha desde lo más recóndito de su memoria. Se sabe

también espejo sin imágenes ni reflejos. Las ventanas están cubiertas de polvo, pero

Antonia Velarde de Duarte, viuda de Duarte, no lo sabe, o cree que el polvo está en sus

ojos, o no le importa, o prefiere no verlo porque está muy ocupada mirando otras cosas que

ya no existen pero están ante sus ojos. Las paredes se hallan llenas de objetos, cuadros,

grabados, tapices, fotografías, lámparas, crucifijos, imágenes, que forman un intrincado

bosque de formas y colores en el que el color y la forma de la pared es apenas perceptible.

Las puertas, enmarcadas por figuras complicadas, parecen también variables y movibles,

como decididas a permanecer cada día en un sitio diferente de la casa para así darle encanto

y diversidad a los amaneceres. O el piso de viejas maderas que deberían recibir de vez el

cuando la caricia de una escoba, pero ya hace meses que no lo reciben y se han convertido

en espacios opacos cubiertos de polvo en los que las pisadas de la anciana han formado

auténticos senderos de tiempo perdido. O los muebles, que poco a poco se han ido

convirtiendo en fortalezas, o en bosques, o en ejército o en multitud. Selva fosilizada que

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alguna vez debe haber visto diplodocos o tiranosaurios y después mastodontes y sólo al

final pálidos y desnudos bípedos capaces de asesinar a sus semejantes. Es una casa que

imita muchas casas. Hecha por alguien que vio las imágenes de las otras. Construida para

el frío de Europa, debe soportar el clima del trópico. Filigranas en el techo, romanillas,

paredes frisadas, ventanas complicadas, pasillos, áticos, corredores, salones, salas, cuartos,

dormitorios, recuerdos y memorias mucho más marchitos que los de la construcción.

Debería haber gatos, pero sólo hay ratones. Y manchas en los cielorrasos en los que un

frustrado renacentista imitó los frescos de viejos palacios florentinos y apenas logró

pésimas parodias de las pinturas rupestres del Norte de España. Las pocas alfombras que

quedan se han ido destiñendo por el beso cotidiano del sol, lo mismo que las paredes que

han perdido los colores a medida que se descascaran. Y también el jardín se ha marchitado

para convertirse en un pequeño desierto de juegos. Los hormigueros lo han convertido en

campo de batalla sembrado de trincheras con las que el agua de las lluvias suele crear

complicados sistemas de riego o deltas misteriosos que no desembocan en mar alguno y

sólo sirven para confundir a los grillos y a las lombrices de tierra. Los pájaros se sienten

dueños del ambiente porque saben que todas las mañanas doña Antonia Velarde Duarte,

viuda de Duarte, riega por el patio desmembrado migajas y granos y cada uno se lo va

comunicando a los que se encuentra en su vuelo y así se reúnen ruidosas asambleas que

despiertan y alegran a la gente de varios kilómetros a la redonda. Doña Antonia se pasa las

mañanas muy tranquila, casi convertida en lápida, contemplando sin ver su pedacito de

mundo que poco a poco se le va reduciendo más y más. La muerte debe ser una vieja muy

fea vestida de negro o una muchacha muy linda vestida de blanco. Nunca le ha gustado su

nombre. Le sonaba a nombre de hombre torcido a golpes para convertirlo en nombre de

mujer. Pero la manía romanizante de sus abuelos y padres y tíos y primos hacía que todas

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las niñas de la familia se llamaran Antonia o Julia o Livia o Emilia, nombres todos que a

Antonia le parecían de hombre. Pero tampoco le habían agradado nunca sus facciones

cuando podía verse en los espejos, ni siquiera cuando era muy joven y todos decían que era

muy bella. Y en verdad lo era. Curioso, pero a pesar de su antipatía por los nombres

romanos, se sintió incómoda y desasosegada al enterarse de que a la hija de Livia, nieta de

Lucila y de Pompeyo, la habían llamado María Amparo. Tiene nombre de tabique, dijo con

cara de disgusto. Algo de superstición había, pero no le agradó nada la idea y se la atribuyó

a Natalicio González, el marido de Livia, que no sólo era medio indio sino seis años menor

que su mujer, algo insólito. Una niña que era linda, por qué se habrá casado con un

mestizo, hijo de un campuruzo que fue guerrillero. Ninguna necesidad tenía esa niña de

casarse con un cagaleche al que además llamaba por su apellido. Pero es que también, se

llama Natalicio porque nació el día del natalicio del Libertador. Qué locura. La noticia de

que su nieto Antonio se iba a casar con María Amparo la llenó de miedo y de tristeza, pero

la muerte debe ser una muchacha vestida de blanco, parecida a María Amparo, se dijo

entonces, aunque todo la llenaba de dudas y quizá sí fuera una vieja muy fea vestida de

negro y con aliento de antiguos cadáveres podridos en una cueva. Y también se sentía

mortificada por su nombre, porque en la antigua Roma hubo varias Antonias famosas y no

estaba segura de cuál de ellas había reencarnado en ella. O como un lejano y tibio

resplandor de relámpago. Pero de haber sido alguna de las Antonias buenas sería

estupendo, pero si fuese una de las malas, sería tristísimo. Antonia Velarde Duarte, viuda

de Duarte, sonríe lentamente y se prepara a cambiar de posición. Debo estar vieja de

verdad, o iré a morirme, pero a cada rato me pongo a recordar aquellos tiempos, cuando

todavía se viajaba en coches de caballos y se llegaba a posadas que parecían haberse

quedado en los tiempos de María Antonieta o de Federico de Prusia y todo era telas y

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afeites. ¡Cómo le gustaba a papá viajar por Europa! Iba a vender su café a Hamburgo, que

ya podía hacerlo hasta por carta porque todo el mundo lo conocía, pero atravesaba el

Atlántico todos los años y pasábamos por lo menos tres meses en cada viaje. Alemania,

Suiza, Francia, Italia. En uno de los viajes se quedó Antonia en Suiza. Toda su vida

recordaría a sus compañeras de colegio, casi todas a muy ricas o muy nobles, que aprendían

francés social, danza, buenas maneras y un poquito de costura, pero no mucho, todo

enseñado por viejas señoritas muy viejas y muy flacas, y a duras penas permitían que un

viejo miope y cargado de achaques les diera clases elementales de aritmética y de

geografía. Fue allá en donde Antonia tuvo su primera regla, y se iba muriendo del susto

porque creyó que era que había hecho algo muy malo. Para su fortuna, una de las

compañeras se dio cuenta y le explicó la causa de todo aquello, que fue como se enteró de

cómo nacen los niños. O el horror de la señorita directora cuando descubrió que Antonia y

varias de las muchachas muy ricas o muy nobles leían novelas en sus ratos libres. Las

amenazó con expulsarlas del colegio, porque las señoritas decentes no se llenan la cabeza

de esas cosas. Ni miran de frente a los jóvenes a los que se les permite dirigirles la palabra

ni se mezclan con el populacho ni usan prendas de vestir que dejen ver algo más que la

cabeza desde la mitad del cuello y las manos cuando no usan guantes, niñas. Y quería

saltar y vagar por las calles de Ginebra o echar a correr por los campos de Roll o bajar a la

carrera por las empinadas verduras cercanas a Hauenstein o nadar sin ropa en el lago

Leman o sentarse con las faldas y fustanes remangados a ver las blandas montañas y

conversar con las nubes. Pero las niñas decentes no sueñan ni divagan ni juegan con el

viento ni hacen ciertas preguntas ni pueden salir a la calle sin chaperón que las cuide de los

males que las acechan en los sitios públicos habitados por gente que no es de la misma

clase de uno, niñas. O el día en que se llevaron a su padre después de un mes de fiebres y

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del fracaso de los baños termales y subió a la montaña a hacerse ver por el especialista que

lo dejó interno en la clínica por toda la primavera y el principio del verano, no lejos de

Wattwil. Y las cartas del padre, cada vez menos frecuentes y más llenas de divagaciones y

disparates que solía atribuir a aquella fiebre terca y rebelde que terminó por llevárselo hacia

el final del otoño sin que Antonia pudiese verlo de nuevo. Y la reacción de rabia y de

tristeza que le produjo la decisión de la madre de regresar a su país, a las tierras calientes y

atrasadas, pero llenas de parientes. Y esa impresión de estar retornando al infierno se

agudizó a medida que se acercaba a las costas que al principio se vieron como niebla oscura

y después se fueron convirtiendo en manchas verdes, inmensas, majestuosas, hasta volverse

gritos y lágrimas y risas y preguntas y respuestas y aquel presentimiento de que todo había

cambiado y nunca volverían los verdes quietos ni las miradas tranquilas. Luego los días en

la pensión, a un par de cuadras del mar, pero el mar era entonces sólo para verlo. Las niñas

decentes no se bañan en el mar. Y cuando el cura Velarde, su tío, descubrió que Antonia

leía a escondidas libros peligrosos, libros de historia escritos por herejes en los que

contaban cosas que una niña no tenía por qué saber. Lo hacía para saber quién fue Antonia,

la dueña de su nombre, y descubrió la existencia de varias, de muchas Antonias, cada una

con su propia historia. El padre Velarde se enfureció y era su tutor, no sólo padre por cura

sino padre porque el padre verdadero había muerto y su hermano era ante la ley el que lo

sustituía. Una semana pasó encerrada en la oscura habitación de la vieja casa, sin poder

poner los ojos en libro alguno, ni bueno ni malo. Ya tendrás edad de leer lo que quieras,

pero nunca libros prohibidos por la iglesia. La segunda vez fue mucho más grave. El padre

Velarde se enfureció y rompió todos los libros que le parecieron sospechosos. Los puso en

el medio del tercer patio e hizo con ellos una inmensa hoguera. Un golpe de viento llenó

buena parte de la casa de humo y el servicio se asustó porque aquello parecía un incendio y

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no mucho tiempo atrás se había quemado íntegra una casa en San Jacinto. Por sus ataques

de ira, el padre Velarde no pasaría jamás de simple cura y terminaría como terminó en una

parroquia pobre y olvidado hasta por su propia memoria. Es verdad, de repente vuelvo a

sentir la misma rabia. Me domina la furia del fracaso. Para un hombre como Néstor

Arreghi debe ser muy cómodo que lo hayan encerrado en la jaula de los tigres, total, no

tiene nada que hacer. Es un payaso, un trovador fracasado que afuera tendría que ganarse

la vida quién sabe cómo, pero aquí está muy bien, cubierto por el seguro de los artistas,

bien comido, bien vestido, con su barbita un poco satánica y sus ojos pequeñitos y sus

labios casi inexistentes que sonríen a todo el mundo. Recita cinco o seis disparates

rimados, se pone un poco bizco y apenas hace una mueca que vale por una sonrisa cuando

los demás estallan en carcajadas a costillas de él. A veces le daba por atravesar el patio

bailando un tango imaginario, cuando yo llegué a la jaula, pero después supe que lo hacía

por miedo a que lo dieran de alta. Boludo. Le tiene pavor a la calle. Dice que está llena de

locos peligrosos y eso le arranca ampollas de risa a Mongo Aurelio y a Pedrosalas y a

Francesco, que lo consideran el bufón de la corte. Me siento lúcido. Voy a escribirle a mi

abuela que no tiene por qué seguir pagando esto. Que me envíe el pasaje para regresar, que

ya no vale la pena. Otra vez la segunda variación. Dice Amadeo que la viola y el cello van

por un lado y el violín por otro. Será que no quieren que yo deje de escucharlos. Se habrán

acostumbrado a mi presencia sin saber siquiera que yo estoy aquí. Las luces de la casa se

han convertido a su vez en pequeños soles. Soles de cristal que un ejército doméstico ha

estado limpiando durante tres días mientras otro ejército limpiaba las alfombras y los

vidrios y los ceniceros. Todo listo, todo preparado, todo a punto aunque de repente

parecería que todo había sido un engaño, que nada estaba bien, y empezaban a correr como

hormigas o como asustados campesinos ante un meteoro que irrumpía en un fiesta de

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bodas. Pero el agua vuelve al cauce, siempre. Cada quien en su sitio, cada uno en su lugar

de combate, listos para que se inicie la batalla que cambiará la faz del mundo. Ya no se

habla de otra cosa que de la guerra que está en puertas. Inglaterra y Francia no van a

echarse para atrás dicen. No es lo mismo lo de Polonia que lo de Checoslovaquia y Hitler

no va a lograr que los ingleses y los franceses irrespeten sus compromisos con los polacos.

Aunque dicen que está a punto de firmarse ese pacto contra natura de los bárbaros alemanes

con los comunistas de Rusia que hace que la guerra sea inevitable. La guerra es un hecho y

hay que irse preparando para lo peor. Si la Gran Guerra fue un baño de sangre, esta va a ser

diez baños de sangre. Habrá que irse a América para salvar el pellejo. Antonio lo ve y lo

oye todo desde la baranda. A pesar de que es pleno verano no hace calor ni hubo

demasiados invitados que se excusaran por haberse ido de vacaciones. Las noticias que

llegaban desde Berlín y Moscú habían tenido un efecto paralizante hasta sobre el clima,

decía Augusto. Desde su mirador, Antonio ve la cola de saludantes que van avanzando

poco a poco para entrar y escucha el cuarteto que está ubicado en el saloncito, a un costado

del salón mayor. Su padre es el centro de todo y parece un actor de cine. Así vestido, así

peinado, así sonriente como recibe a cada invitado con un gesto de fingida amabilidad,

inclinándose levemente al estrechar la mano de los señores caballeros y haciendo

reverencias a las señores damas cuando les besa las manos. Pero es una sonrisa extraña, se

fija Antonio, idéntica cada vez, igual para todo el mundo, siempre frunciendo un poco los

ojos y estirando un poco las comisuras, siempre lo mismo, como fabricada en un taller de

relojería y montada en el rostro del señor ministro plenipotenciario don Augusto Duarte

para que, automáticamente, al ver otra cara de hombre o de mujer enfrente, se dispare el

mecanismo que encoge un poco los risorios e inclina un poco el cuello y entrecierra un

poco los párpados, especialmente los inferiores, lo hace respirar profundo y, cuando los

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ojos de la otra persona ya no están mirando, vuelve a ponerse serio y parpadea y, de ser

posible, hasta tose levemente y consulta de reojo el reloj como para ver cuánto tiempo debe

permanecer cerca de la puerta de la legación esperando que lleguen todos los invitados. Y

después, que se vayan, que se retiren, que se alejen y no vuelvan más por mucho tiempo,

pero que comenten lo bien que reciben los Duarte, si se les nota la clase, se nota que no son

unos recién llegados como la mayoría de los diplomáticos de esos paisuchos atrasados. Y

de repente se fija en Julia. Bella. Vestida de azul, toda telas suaves, toda peinado de lujo.

Se fija en el escote pronunciado que deja ver sus senos menudos y bien formados que casi

todos aquellos hombres que se inclinan ante ella para besarle la mano se quedan viendo

como pensando allí es donde hay que dar los besos y no en la mano aunque la mano sea

suave y esté tan perfumada y tan tibia que también despierte deseos de ascender por el

brazo besándolo besándola e ir recorriendo el antebrazo besándolo besándola y en brazo

besándolo besándola y los hombros redondos besándolos besándola hasta llegar por fin al

pecho y parecería que casi todos quieren retrasar la cola y quedarse viéndola y besándola y

olvidar que atrás vienen los demás y casi todos quieren verla y besarla y tocarla y saludar

mecánicamente al señor ministro don Augusto Duarte con sonrisas casi idénticas a las que

el usa para saludarlos y luego alejarse de la tibia belleza de la señora Doña Julia Duarte de

Duarte esposa del señor ministro y sonríen con cierta resignación y hasta amargura cuando

sus mujeres les dicen qué audacia la de la señora ha podido cubrirse un poco más el pecho y

quizás al desvestirse se miren con tristeza en el espejo los pellejos colgantes o las masas

colgantes o las cuerdas colgantes que tienen algo más arriba del ombligo y que sus maridos

y sus amantes besaron y chuparon en su tiempo y ahora no quieren besar ni chupar porque

sueñan con besar y con chupar y acariciar los senos de Julia Duarte de Duarte que se

asoman como querubines cada vez que la señora del ministro plenipotenciario don Augusto

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Duarte se inclina a saludar o a devolver un saludo. Junto a sus padres Antonio ve al

gordito, risueño y obsequioso Obdulio Echezuría, el que es siempre gracioso y simpático y

viste casi siempre de negro como para hacer contraste con la palidez de su redonda cara y

tiene voz de mujer y siempre lleva leontina de oro sobre el chaleco negro. Es el secretario

de la legación, le contestaron cuando preguntó quién era aquel hombre que lo saludaba con

tanta ceremonia y como si se tratara de un príncipe oriental que pronto heredará el serrallo

y la corona y una fortuna tan grande como los Montes Himalaya. Los de la cola, los que

entran, desde arriba parecen idénticos entre sí, como las sonrisas de Augusto, o las de

Echezuría que son muy parecidas a las de Augusto pero un poco más exageradas, lo mismo

que las reverencias que a no ser por la barriga lo harían darse unos buenos narizazos contra

el piso. Parecen gemelos desde arriba todos los hombres solemnes que van entrando uno a

uno, todos vestidos de negro y con las caras casi idénticas a no ser por los bigotes y las

barbas y las calvas y los colores de pelo y las barrigas iguales aunque sean unos altos y

otros bajos y unos gordos y otros flacos y unos suben y otros bajan pero tienen todos los

mismos ojos a pesar de que unos llevan gafas y otros impertinentes y las mismas

expresiones e idénticos gestos y saludos similares y dicen y hacen todos las mismas cosas

como el agua espesa y turbia de los ríos tropicales que termina convirtiéndose

inevitablemente en parte del océano en el que se disuelve. Piedras idiotas que se unen a la

avalancha con ánimos de convertirla en helero del cálido desierto. Cuerdas de arpa muda

que van montándose unas sobre las otras hasta volverse un inmenso colchón de basura y

sonrisas e inútiles palabras huecas. Tierra en un cementerio de gases y de nubes y de

pálidos reflejos. Váyase ya a conversar con la gente, le dice Augusto a Echezuría, y

Echezuría le sonríe al señor ministro plenipotenciario y hace una reverencia ante la señora

Duarte, permitiéndose con mucha discreción una fugaz y última mirada al par de tetas que

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lo habían tenido penando desde que llegó a la residencia. De inmediato y con toda su

energía el señor Echezuría echó a revolotear como una mariposa obesa por todo el espacio

lleno de chismes y rumores. ¿Qué dice, Echezuría, qué hay de nuevo? ¿ cómo estás cómo

te va Echezuría? Muy bien gracias, muy bien. Y hoy le tocó a Echezuría. Ya usted ve.

Todo muy bien Echezuría. Muchas gracias. ¿Es verdad que vienen varios miembros del

gabinete? Hoy confirmó el Ministro de Diques y Astilleros. ¿Y qué negocios se trae con

ustedes el Ministro de Diques y Astilleros, Echezuría? Dicen que quieren hacer un dique o

un astillero por allá, usted sabe, negocios con algún cacique local y para vender quinina.

¡Qué falta de fe en la patria, Echezuría! La patria es un negocio turbio que hay que vivir

con un pañuelo en las narices. Si lo oyen no va a ascender, Echezuría. Todo lo contrario,

mi amigo, ascienden los que conocen bien la realidad, los demás sueñan. ¿Seguro?

¡Seguro! Lo acabo de oír en las noticias de la radio, Herr Hitler se está cubriendo las

espaldas para avanzar y en cosa de horas va a firmar un pacto con Stalin para repartirse el

mundo, mitad tú, mitad yo, Pepe, medias naranjas, medios globos, hermanos siameses,

¡dictadores del mundo, uníos! El fantasma de las botas recorre Europa y ya mucha gente

está reuniendo como suelen hacerlo los castores y las ardillas y las hormigas porque aunque

dos caballeros de la mesa cuadrada se repartan el mundo con sus formas habrá caballeros

de la mesa redonda que no lo acepten y saquen a relucir sus armaduras y sus armas y sus

cabalgaduras y vuelvan los sembradíos a regarse con la sangre de todos los soldados. De

cruces y de cementerios, Echezuría, y esta vez va a ser la última, después no habrá

humanidad para cantar las glorias de los victoriosos. No pasó nada en España, Echezuría,

la humanidad no aprende, el hombre es el único animal que se tropieza cien veces con la

misma piedra y cae mil veces en la misma trampa. ¿Vio el sombrero de la austríaca,

Echezuría? ¡qué ridícula! ¿Y la belga, Echezuría, cómo que se cree que todavía está de

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quince? ¡Quince lustros, Echezuría, quince lustros! ¡Qué simpática la nueva de Turquía,

Echezuría, educada en Francia, me dijeron, o en Lausanne, Echezuría, o en Bruselas, parece

que los salvajes del Congo han progresado enormemente gracias a las misiones! Olvídese

de esas visiones agoreras, Echezuría, no va a haber guerra, los alemanes saben hasta dónde

quieren llegar y van a llegar sin necesidad de guerra, porque los ingleses y los franceses

están podridos y los americanos saben que ya nada tiene remedio en Europa, salvo

Alemania, y a ellos no les va a llegar ni el humo, Echezuría, no va a haber guerra. Yo estoy

cansado de Suiza, este invierno voy a ir a los Alpes italianos, allá se está más tranquilo y la

gente es menos odiosa, más parecida a uno, Echezuría. La nieve es la nieve en donde

quiera que uno esté. Vino el ministro, Echezuría, será por eso por lo que Duarte lo mandó a

mezclarse con la plebe, será que teme que usted lo opaque con su charme, Echezuría. No

será opacar a la señora Duarte, Echezuría, porque el Ministro como que tiene ganas de

quitarle el dique y hacerle un astillero entre las piernas. ¡Por favor, señor, un poco de

respeto! ¡El que no lo conozca que lo compre, Echezuría! ¿Esa lámpara del centro es

reconstruida? ¿Por qué no pusieron un ordenanza que anuncie los nombres de los

invitados, Echezuría? Augusto mira de nuevo el reloj que parece haberse detenido en

espera de una muerte o de una vida o de un eterno esperar muertes y vidas, señor, pero no

avanza. Una hora debe ser, pero no aguantaba, si se le veía desde el mirador de Antonio

que podía percibir el reflejo perfecto, el espejo multicolor y diamantino de la frente de su

padre. Vamos, Julia. ¿Pasó ya la hora? Casi, pero tengo que hablar con el hombre de los

diques y astilleros y ya deben haber llegado todos los invitados. Ni dudas, ministro Duarte,

el Führer sabe bien lo que hace, esperamos todos, o está absolutamente loco, pero lo que no

cabe es suponer que está jugando al azar, y si está jugando al azar lo que se va a ganar es la

destrucción de Europa. Incluyo recortes de prensa que muestran la alarma general que

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está causando la actividad del gobierno alemán en el Este, ya que pareciera que después

de haber desmembrado a Checoslovaquia, el señor Hitler se propone hacer lo mismo con

Polonia a pesar de las claras advertencias de Inglaterra y Francia. Fue esa la opinión

general de los diplomáticos extranjeros y los invitados nacionales que asistieron a la

recepción que ofrecimos en la Legación. En general se teme que en cosa de días la

situación en Europa se torne insoportable, por lo que solicito instrucciones y recursos para

el caso de que estalle la guerra. En informe aparte informo de mi conversación con el

ministro de Diques y Astilleros de este reino, quien representó al gobierno local y

suplicóme que hiciera de vuestro conocimiento lo que informo en el informe de referencia.

Fíjese, Echezuría, que el Ministro no le quitaba a la señora Duarte los ojos del corazón.

¿Del corazón? ¡qué bueno eso! ¡eso hay que contarlo! Antonio cabecea en su mirador.

Ve reaparecer a su padre que llama a su madre con gesto impaciente, ven, ven, que ya es

hora de despedir a la gente. El Ministro de Diques y Astilleros ya se fue, tal como un par

de embajadores y tres o cuatro ministros plenipotenciarios. Como si el tiempo se

devolviera, todos los que entraron empiezan a salir, a retirarse y a dar las manos y a besar

las manos y a decir las mismas vacuidades. ¿Guerra, Echezuría? ¡ni soñarlo! Vaya

tranquilo a dormir que ni mañana ni pasado ni un una semana ni en un mes estallará la

guerra; los alemanes se van a poner en todo lo que quieran y los ingleses y los franceses

protestarán y la Sociedad de Naciones emitirá documentos inútiles y todos seguiremos

durmiendo tranquilos, Echezuría. Las mismas voces y los mismos ojos que brillan o no

brillan y en el suelo de la residencia quedan discretas huellas de la batalla, flores que

cayeron, una que otra servilleta, algún resto de ambigú, pero todo muy mesurado.

Comedido, todo aquí no ha pasado nada. Y la señora Duarte se ha quitado los zapatos y

termina por decirle a Echezuría, perdóneme Echezuría pero la fiesta terminó y usted es de

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confianza, así que voy a dormir porque creo que me lo he ganado, mientras Echezuría y el

ministro Duarte conversan y comentan y el ministro le cuenta a Echezuría lo que le dijo el

Ministro de Diques y Astilleros para que Echezuría le prepare un informe detallado, seguro,

a primera hora, aunque sabe que a primera hora estará durmiendo a pierna suelta en su

apartamento porque ahora se va cantando en voz alta canciones obscenas pero

afortunadamente ni las señoras del sitio ni las putas hablan castellano. Y el señor ministro

plenipotenciario Augusto Duarte se quita la corbata y se desabotona la camisa y sube

lentamente por la escaleras. ¿Qué haces tú levantado y curioseando a estas horas? Le

reclama a Antonio, y Antonio sin decir palabra se escabulle y se encierra en su dormitorio.

Augusto Duarte pasa por el suyo y se encierra en su baño, La casa tiene poco tiempo de

construida, La hizo un antiguo Ministro de Defensa y tiene hasta refugio antiaéreo.

Augusto fue muy afortunado al poder alquilársela a la viuda del antiguo Ministro de

Defensa, que había decidido irse para siempre de aquellas latitudes en busca de calor, y le

gustaron aquellos discretos diplomáticos que sólo tenían un hijo y se veían muy educados a

pesar de venir de Sudamérica. Deja escapar un suspiro que parece un quejido en las rocas.

Mira el calzoncillo ensangrentado y lo lava, se baña y con mucho asco se aplica el remedio

que unos meses antes le había prescrito un médico francés y muy famoso que no habría

dejado de ser francés pero sí de ser famoso si sus clientes se enteraran de que él padecía de

hemorroides y no había conseguido curación alguna para su propio caso ni tenía puta idea

de cómo curarse. Estoy convencido de que nadie puede curar a otro. Uno se cura a uno

mismo cuando se convence de que los remedios que el otro le ha dado, funcionan. O no se

cura. Sencillamente se deja derrotar por uno mismo porque no se cree que los remedios

funcionen. Cuando veo los árboles tan parecidos a los de uno y otro mundo me doy cuenta

de que estamos en uno mestizo, intermedio, híbrido. Cuando acá hace frío allá hace calor y

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cuando acá hacer calor allá hace frío, en cambio en el otro sitio siempre hace calor y hay

otros en los que siempre hace frío, pero aquí como que se está en medio de los dos o de los

tres y no termino de saber en dónde estoy. Mis compañeros de jaula no entienden lo que

les digo. Para ellos acá siempre ha sido como es y no entienden mucho cuando les hablo de

las selvas y los insectos y de los mundos que siempre son verdes y negros. No me creen.

Piensan que les miento, que quizá haya oído a otros contarlo y lo repito, que nunca he visto

de cerca esos techos vegetales con suelos de alimañas que esa noche describía. Que

conozco apenas por referencias el calor aplastante y húmedo que parece aplastarlo todo con

su canto de mosquitos. Como si no me hubiera sumergido jamás en aquel inmenso vientre

de madre asesina que todo lo oculta, que todo lo convierte en pasta maloliente y en grito

lejano. Esa noche tuvimos fiesta y vino gente de afuera. Era el cumpleaños de

Zimmerman. Selzerberg se mandó con un discurso que para qué te cuento. Terminó a

gritos como si estuviera en una plaza pública. Pusieron vino y nos dijeron que cada uno

podría beber una copa, pero no más, especialmente los que teníamos antecedentes de

intolerancia alcohólica. Yo le quité el suyo a Maristela que no hacía más que llorar y a

Amadeo que parecía ensimismado en espera de que sonara de nuevo La Trucha. Y me

habría puesto en otros cuantos si el hijo de puta de Arturo Ghía no le hubiera avisado al

doctor Kissinger. Un perfecto hijo de puta, Ghía, y no lo disimula. Cuentan que de joven

tuvo alguna fama y hasta publicó varios cuentos, pero se ha ido apartando del mundo

convencido de que nadie lo valora. Tiene un hermano poderoso y debe ser por eso que lo

tienen en la jaula. Porque es malvado como él solo, y muy agresivo. Se gana el odio de

todos defendiéndose de ataques que él mismo se inventa. Esa maldita noche terminé

amarrado y con una férula en la mano y la botella de suero inalcanzable y quién sabe que

cóctel, no precisamente de los que servían en las recepciones diplomáticas. Y ni siquiera

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he logrado saber cuántos días perdí en los territorios de Úbeda. Afuera se escucha el canto

de los pájaros y algún gallo trasnochado repite su saludo al sol, a un sol pálido y agudo que

se cuela por todas las rendijas y pone al agua a hervir en las bateas y hacer correr una brisa

que levanta el polvo de los patios y calienta la arena de las calles y las piedras en las otras

calles y el cemento en las aceras. Se oye el canto de las lavanderas que van formando en el

aire un coro de tortuosas armonías. Sólo la montaña permanece en calma. Quieta y

mayestática ataja los vientos y los convierte en lágrimas. Por sus faldas bajan hilos de

fresco que van a regar el valle que amaneció luminoso y fresco. Augusto Duarte se levanta

casi de un salto. Se siente bien a pesar de haberse acostado medio borracho y muy tarde.

Buena idea esa de darse un baño caliente antes de dormir si se tiene demasiado aguardiente

entre pecho y espalda. El 15 de septiembre del 13 se va a cumplir un año del cierre de la

Universidad cuando se alzaron los estudiantes. Solamente con los preparativos empieza a

alejarse el malestar. Se echa un poco de agua fresca en la cara antes de salir del cuarto. El

reloj de pie da las siete campanadas. Hay tiempo para darse otro buen baño. Calienta el

agua con toda calma y la mezcla en proporción de una a dos con agua fría. Y termina con

la fría solamente para entonar los músculos. Trina y bufa y canta con toda la piel regada

por el frío que lo pone a temblar hasta la risa. Se seca a saltos y canta mientras se viste.

Las pequeñas palmeras del patio le recuerdan las fiestas a las que su madre no quiere que

vaya. Esa es una gentecita muy vulgar, dice su madre. Si supiera. Termina de arreglarse y

se peina frente al espejo. Un día de estos va a dejarse los bigotes, como su padre, pero no

quiere parecerse al Bagre. Tiberio Duarte se indignaba cada vez que su hijo se expresaba

así del Presidente de la República, y hasta lo había amenazado con enviarlo interno a la más

estricta de las academia militares de los Estados Unidos si seguía en esa prédica. Varias

veces lo encerró en el cuarto de los locos, pero Augusto había desarrollado un método

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infalible para que el paso del tiempo se le hiciera más rápido: empezaba a contar del uno a

diez mil, cosa que nunca lograría, pero en cuanto se confundía volvía a empezar, y así se le

pasaba un día en un santiamén. Esa es la fórmula. Hasta el fin de año tiene tu hijo para

corregirse, Antonia, y si no se corrige lo llevo a los Estados Unidos. A mí no me va a pasar

lo que a Santelitz, que por las locuras del hijo perdió hasta el negocio. Pero tu hijo es

íntimo del muchacho Santelitz. Es lo que te digo, mujer, a mí no me lo va a hacer Augusto,

esta gente no perdona, afortunadamente saben que yo soy amigo del gobierno, pero ya una

vez tuve que correr para que Augusto no se viera un buen lío. Augusto saca del bolsillo

del chaleco el papelito arrugado. Lo mira, repite el texto de memoria varias veces y lo

quema. Palabras nocturnas que se convierten en insectos en el aire. Las cañas del techo se

iluminan cuando abre la puerta y sale. Apenas se despide de su madre, voy a reunirme con

unos amigos para ver qué hacemos con nuestro tiempo. Saludó con un gesto a la vendedora

de frutas y al viejo boticario que todas las mañanas a esa hora se asomaba a ver el cielo y

las cuentas incobrables. Se dirigió hacia la plaza con el sombrero calado casi hasta los ojos.

Las ocho dio el reloj de la catedral. Un burro dejó caer su carga de excrementos sobre uno

de los rieles del tranvía entre risas de unos niños que iban a bañarse en la quebrada, más al

Norte. Hay en el ambiente un coro de voces oscuras en falsete, un algo de grillos lejanos

que vibran desde un sol distante y transparente. El cielo es un claro cristal, a veces espeso

y a veces de agua fresca, que riega su luz sobre la pequeña y quieta ciudad que aun

habiendo despertado temprano con cantos de ordeño, duerme y dormirá por mucho tiempo.

Al llegar a la plaza, lejanas panderetas y arpegios que se confunden con la torre, ahora

recortada, saludan a Augusto Duarte que mira hacia los cuatro costados como buscando

enemigos. La estatua sigue en su sitio, aunque hay quien dice que en cualquier momento

va a saltar del pedestal para recomenzarlo todo, de pura vergüenza. Víctor Méndez se le

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acerca, sigiloso. ¿Quién vive?… pregunta. ¡Caracas!... le responde Augusto. ¿Qué gente?

… pregunta de nuevo. ¡Patriotas!… le contesta Augusto. Se miran con ceños de patria,

de historia, en silencio. Y echan a andar rápidamente hacia el Sur. Una cuadra más abajo

doblan a la derecha y pasan frente al antiguo convento que ahora es la Universidad

clausurada. En la esquina siguiente vuelven a doblar hacia abajo, hacia el río, y al llegar a

una vieja casa que no anda muy lejos de quedar en ruinas, golpean la puerta: ¿Quién vive?

¡Caracas!... ¿Qué gente? ¡Patriotas! Se repite el diálogo de ceños fruncidos y la puerta

se abre. No hay fantasmas ni demonios. Sólo jóvenes bien trajeados, varios con bozo,

otros, como Víctor, hasta con bigote. Es temprano todavía, los recibe Ángel Fernández,

¿como que venían corriendo? Caminando muy tranquilos por las calles. ¿Ya estamos

todos? Faltan dos. Que llegaron inmediatamente. ¿Quién vive? ¡Caracas!... ¿Qué gente?

¡Patriotas! Y ya estaban todos, dijo Villanueva. El hombre entró en materia sin

presentaciones. Aquí nadie tiene nombre propio, sépase bien, no quiero saber los de

ustedes ni que ustedes sepan el mío para no comprometer el movimiento. Nadie sabe hasta

dónde puede llegar su resistencia en caso de tortura. Era un hombre alto y delgado, con

cráteres en el rostro, ojos de estatua y voz de prócer. Sépase, eso sí, que la invasión ya está

en camino, y que nuestra misión es agitar y crear en Caracas las condiciones necesarias

para debilitar la resistencia del enemigo. Una araña camina lentamente, como en círculos,

como buscando un punto de apoyo que no logra conseguir. Luego otras se suman hasta que

empiezan a formarse mundos asimétricos blancos y grises que terminan por capturarlas a

ellas mismas para que se devoren entre sí en una rara y macabra danza de suicidios. A las

seis en punto, cuando estén izando la bandera en el cuartel, señores. ¿Santo y seña?

¿Quién vive? ¡Caracas!... ¿Qué gente? ¡Patriotas! Mañana, pasado mañana, todo esto

nos va a parecer un sueño, dice Víctor Méndez. Es el comienzo de un sueño, Víctor,

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apenas el comienzo. De un sueño no, Augusto, de una realidad, ya lo veremos, vamos a

acabar con los abusos de esos patanes. Y a las cinco de la mañana ya estaba Augusto en la

calle, embozado, rumbo al cuartel. ¿Quién vive? ¡Caracas!... ¿Qué gente? ¡Patriotas! Y

ya todo estaba listo. Y las seis en punto llegó el hombre, uniformado. ¡Viva la revolución!

Fue el grito, y ¡armas para el pueblo! ¡Adentro, adentro! grita Augusto y todos lo siguen.

El hombre estaba con los oficiales que les abrieron las puertas. Augusto sacó el pecho,

orgulloso, pronto estaría en la gloria. Pero de repente salieron garras de todos los costados

y los aferraron y los golpearon y los tiraron al suelo y cien machetes los volvieron a golpear

y luego de un rato los pusieron a todos en fila en el patio, menos al hombre, que estaba con

los demás y los miraba con una mezcla de desprecio y odio. Y estos son los patinquincitos

que iban a tumbar el gobierno, dijo, ¡amárrenlos y llévenlos para La Rotunda! Interrogarlos

y golpearlos y golpearlos de nuevo e interrogarlos, pero estaban todos y ninguno sabía si

alguien de afuera los había llamado, sólo conocían al hombre pero ni siquiera sabían cómo

se llamaba. Salvadores de la patria, salvadores del mundo que no había podido ni siquiera

salvarse ellos mismos y habían caído como corderitos en una trampa de bobos. Y cuando

por fin lo echaron en el piso de aquella celda húmeda y maloliente, Augusto Duarte se

sentía morir: no sólo había caído en la burda trampa de aquel judas, sino que se sentía

asqueroso. Fue allí donde se cagó su primo Cayo. Su cara también estaba asquerosa, como

su alma. Como entre sueños, percibe una voz conocida. Es Santelitz. Cayeron ustedes

también, les dice. Carlos está muerto, informa Víctor Méndez, y a Villanueva se lo

llevaron al hospital malherido. Fernández anda escapado. Acostúmbrese, hermanos, que

esto es duro, les dijo Santelitz, y Augusto empezó a contar hasta diez mil hasta diez mil

hasta diez mil hasta diez mil sin conseguirlo ni una sola vez, pero logró quedarse dormido

sin escuchar los quejidos que llegaban desde todos los rincones. Luego el sobresalto, no

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sabía si era de día o de noche cuando les ordenaron salir de las celdas. Y de la prisión. Los

montaron en el tren escoltados por varios soldados y los llevaron como ganado. Era ya de

madrugada cuando los dejaron en un viejo castillo de los españoles, agotados, tristes,

silenciosos, parcos. Mundo de espectros que parecen ignorar el paso del sol y la continua

expansión de las estrellas y la música metálica y sedosa de la brisa. De la brisa que no

entraba ni salía por las rendijas de la cueva en donde Augusto Duarte y Víctor Méndez y

Santelitz compartían oscuridades y miedos con otros seres mayores que ellos pero iguales a

ellos en andrajos y en esperas. Andrajos, esperas, luto, lástima, orgullo, sueños negros que

poco a poco se van convirtiendo también en aire maloliente y espeso, en gotas de moho que

se deslizan indolentemente por las paredes de piedra. Quién sabe cuánto tiempo irán a

dejarlos encerrados. Ya no habrá reuniones ni sueños ni fiestas ni parrandas. Sólo aquel

calor infame y el juego permanente de las alimañas. A veces de día los dejan salir a tomar

sol por un rato, y que cada quien se defienda como pueda. Augusto Duarte trata siempre de

contar de nuevo, hasta diez mil, hasta diez mil, hasta la tiniebla, hasta el lamento, hasta el

sollozo, y nunca lo logra. Nunca lo logra porque su memoria regresa a las parrandas y a las

fiestas y a los jolgorios que quizá sobrevivan allá afuera en las otras latitudes. O trataba de

imaginar las colinas de la mar que a veces se asomaban como aroma o como lejanísimo

sonido que le daba alguna esperanza de salir de aquella cueva algún día. O se inventaba

largos viajes en los buques que seguramente pasaban cerca de allí. En el centro exacto de

la cueva un “pollo” que se llenaba de orines y cada cierto tiempo tenían que sacar, cuando

el hedor se hacía realmente insoportable. Pero el centro auténtico no era esa fetidez sino

claridad republicana del general Ambrosio González, que citaba a Céneca y Plauto y

Demóstenes y Terencio y Tales de Mileto estrictamente de memoria, releyendo a toda hora

libros reinventados por obra y gracia del cautiverio que había convertido su mirada en

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vuelo de águilas sin alas. O el doctor Meléndez, que a su regreso de Europa tuvo la

ocurrencia de pensar en que debía imponerse la educación en las tierras tropicales y

convenció a algunos viejos y nuevos caudillos de que el gobernante bárbaro debía ser

depuesto. O Tadeo Pérez, el comerciante que prestó unos pesos fuertes para que otros

compraran las armas y vituallas y terminó denunciado por uno de los que debían usarlas. O

el coronel Saldivia que como segundo jefe del Castillo trató de mejorar las condiciones de

vida de los presos y terminó denunciado por un pariente del Presidente que lo sustituyó y lo

encerró no sin antes cortar las entradas de aire y hacer todavía más malsano el lugar. O

Víctor Méndez que cada día se dejaba llevar más y más lejos hacia el tejido confuso de sus

propios sueños de gente feliz que se daba la mano y trabajaba sonriente en una sociedad sin

clases en la que cada uno tenía la ocupación posible y ganaba lo necesario y dejaba de

dormir y de comer y cada día se le veía más consumido y más lejano y más pálido y más

ojeroso hasta que una madrugada tuvieron que entrar siete hombres y les costó dominarlo

porque gritaba y luchaba como una fiera amenazada y había herido al comerciante Pérez y

quería matar a la muerte la muerte la muerte la muerte la muerte la muerte la muerte la

muerte la muerte la muerte que un par de días después lo derrotó definitivamente. Supieron

los demás que había sucumbido con el cuello roto por alguno de aquellos bárbaros y sin

dejar de luchar y sin dejar de gritar y sin dejar de amenazar al mundo entero con la

venganza de todos los oprimidos del mundo. Lo único que atinó a pensar Augusto Duarte

fue en que Méndez, al morir, se parecía a Cipriano Castro, y él no. A veces el general

Ambrosio González se sentaba frente a un anfiteatro de ruinas y mesándose la barba volvía

a hablarles de los clásicos y a recitarles de memoria los mismos textos que nunca eran

iguales a los que les había recitado unos días antes, no sin deslizar algunos insultos a los

gobernantes que allí los tenían como cucarachas consumiéndose poco a poco en un mundo

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de piedras y humedad y calor que tarde o temprano los haría amanecer o atardecer en el

infierno. O cuando por fin llegaban noticias, cartas, dinero, paquetes y comida inservibles,

y Augusto sabía que hasta la más inocente palabra escrita por su madre en las largas cartas

que le enviaba, era vista, pesada, medida, analizada, estudiada, y si había la más leve

sospecha de que tuviese algún significado oculto era eliminada irreparablemente con una

navaja filosa que, para gran alegría de Augusto, más de una vez dejó en el papel una

mancha de sangre. Y del dinero que le enviaban sólo le llegaba lo estrictamente suficiente

como para que no pudiera quejarse de que se lo habían quitado, y que era por lo general

apenas suficiente para los sobornos que tenía que repartir entre los guardias. A veces el

doctor Meléndez, de la inocente lectura de algún libro de cuentos, que también había sido

mutilado, sacaba una charla acerca de la barbarie imperante en el país y cómo combatirla y

erradicarla educando por igual a los ricos y a los pobres, a los altos y a los bajos, a los

llaneros y a los montañeses, e inculcándoles la idea de que deben ser útiles a la sociedad, y

entonces renacían en la memoria de Augusto los largos discursos de Víctor Méndez que

habían quedado sepultados en alguna tumba sin lápida en el cementerio de Puerto Cabello.

Memoria salpicada por olores amargos y risas de torturadores y canto de cadenas. O

cuando se dijo que varios oficiales, suboficiales y soldados de la plaza se iban a rebelar

contra el tirano y a seguir al general Ambrosio González como caudillo que restauraría las

libertades y la dignidad en el país y vino el coronel Saldivia a pedirle a Augusto que

persuadiera al general de que no se embarcara en aquella aventura porque a la larga

resultaría en daños para todos ellos y nada tenía que buscar González fuera de aquellas

paredes en donde ya había perdido el sentido de la realidad. No se preocupe, Duarte,

aunque yo tenga ya todo este tiempo encerrado, no he perdido el sentido de la realidad, y sé

que tengo muchos enemigos, hasta aquí adentro, pero yo no he inventado esta revolución,

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son ellos los que me escribieron y yo estoy dispuesto a pelear por mi libertad, a cualquier

costo. Luego se sintieron muchos ruidos y hasta disparos. Brazos de fuego que llegaban

desde el infierno y arrastraban todas las hojas secas del final otoño. Golpeados, sangrantes,

desconcertados y como si acabaran de ver a Satanás en persona llegaron los tres oficiales y

cuatro sargentos que sobrevivieron y cayeron presos, y a los que ya estaban les pusieron

nuevas cadenas y grillos más pesados y les avisaron que no les pasarían ni cartas ni

paquetes ni dinero porque se endurece el régimen. El general Ambrosio González regresó

agonizante una tarde y murió en brazos del doctor Meléndez y la noticia corrió por las

piedras mohosas y cubrió de humo gris el vaho tibio y maloliente que llenaba el ambiente y

los pulmones de los prisioneros, que empezaron a hacer ruido y a cantar sin sentido el

Himno Nacional. Días después amaneció muerto el doctor Meléndez. Augusto Duarte ha

vuelto a tratar de contar hasta diez mil mientras contempla la textura de todas las tinieblas.

Ve arañas y serpientes, pájaros oscuros de pesadas alas que no alcanzan a volar y mueren

devorados por sus propios padres. Recuerda las palabras de Víctor Méndez y el doctor

Meléndez y el general González, y se le confunden, se le mezclan en un solo sueño, una

sola agonía. Todos han muerto: Carlos, Santelitz, Villanueva, Méndez, González,

Meléndez, todos se han ido a otras regiones. ¿Cuándo vendrá la pálida muerte a llevarse

también su alma para encontrarse con las de ellos? Trata de moverse, pero los grillos se lo

impiden. Trata de ver el cielo, pero las piedras se lo impiden. Trata de sonreír, pero se lo

impiden los recuerdos. Cierra de nuevo los ojos para tratar de contar hasta diez mil, y

escucha el canto de las cuerdas que viene de lejos pero está muy cerca. Canto de pájaros

que se acercan y se alejan juguetones del sombrero que camina por el bosque. Piensa

Antonio en los orificios que hay en la pared blanca, la que separa la jaula de los tigres de la

escuela de música. Algún día voy a pasarme, voy a verles las caras a los músicos, si es que

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son músicos de carne y hueso, de verdad. Amadeo dice que son muy buenos ejecutantes,

pero yo sé que a él le interesan más los instrumentos que los ejecutantes, que le gustaría

tocarlos, palparlos, sentirlos, gozarlos con las yemas de los dedos, voluptuosamente,

lentamente, para después caer en uno de sus valles de silencio. Algún día vendrá un

cazador y nos matará a todos. Ramón Alcuézar es flaco y tiene la piel del color de la ceniza

mojada. Es de los pocos que reciben visitas regularmente. Todas las semanas se presenta

su mujer, flaca y casi idéntica a él, pero con ese colorido que tiene la gente que está afuera

de la jaula. Muchas veces me dedico a verlo. No dice una palabra y se pasa todo el tiempo

como sacándose cuerdas de los ojos y de las narices y de las orejas y de la boca y tirándolas

al piso, que ya debería haberse convertido en un océano de cuerdas impregnadas de moco y

cerote y saliva y lágrimas de Ramón Alcuézar. Sólo interrumpe su tarea cuando come o

cuando bebe. Cuando come, come poco, y cuando bebe apenas bebe un par de sorbos de

agua tibia. Los carceleros se ríen de él como les da la gana, los muy hijos de puta. Algún

día los voy a sacar a ellos amarrados y los voy a arrastrar por las calles pegados de colas de

caballos para que sepan en carne propia lo que es darse cuenta de que se están burlando de

uno porque uno está sufriendo, carajo. Antonio escucha la voz de su padre, cansina,

desganada, casi triste. Ya lo sé por varias vías, Echezuría, pero no termina de salir. Lo mío

también, señor ministro, le contesta Echezuría con su tono redondo y lisonjero, siempre

inclinado y de sonrisa veloz, pero si no sale antes del quince de septiembre, me voy por mi

cuenta, yo aquí no sigo por nada del mundo. ¿Qué se dice en la calle? De todo, de todo,

hay quien dice que no va a pasar nada, hay quien dice que la guerra es inminente, pero

hasta los que dicen que no va a pasar nada actúan como si la guerra fuera inminente.

Inevitable. No es así, señor ministro, si confiaran en que no va a haber guerra no estarían

tomando tantas precauciones. Inevitable la guerra, es lo que digo. ¿No ve usted ninguna

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esperanza? A la salida de la misa católica no se habló de otra cosa. Casi todos

coincidieron en que iba a ser muy difícil que Europa no se viera de nuevo envuelta por una

situación como la del 14. Aunque ahora fuese diferente, porque en aquella ocasión parecía

que nadie quería la guerra, pero tampoco quería nadie salirse de los ritos y las danzas que

llevaban inevitablemente a la guerra. Ahora, en cambio, Herr Hitler y los nazis querían ir a

la guerra, querían vengarse de los antiguos aliados, y como perros furiosos olían el miedo

de sus enemigos y se enfurecían más a cada instante. Los otros no querían la guerra, pero

tampoco querían dejarse morder impunemente por los perros rabiosos, y el resultado iba a

ser el mismo que en el 14, aunque con otras danzas y otros ritos. Esa noche se reunían de

nuevo a hacer música, recuerdo, don Canosa llegó con una sonrisa que le torcía el recto y

bien cuidado bigotito. Cantaba estrellas y lunas azules. El propio embajador francés le

había asegurado que no habría guerra, pero, de haberla, duraría tres meses, porque ni ellos

ni los británicos estaban en condiciones de parar a los alemanes, y los alemanes lo que

querían era manos libres en Polonia para poder extenderse hacia el Este. Pues que lo

hagan, hombre, que lo hagan, que se cojan esas tierras de bárbaros y los demás que no

hagan tanto ruido. Dom Manuel, Manuel da Silva Pimentel, le respondió con mucha

prudencia: él también había hablado con un francés, pero con el militar, y sabía que el

embajador era germanófilo y no muy inteligente, por no decir nazi. Dom Manuel estuvo en

el verano en Francia, decía, y todo el mundo hablaba de la Línea Maginot, hasta los

moribundos en el hospital deliraban con la Línea Maginot, y se alzaban voces por todos

lados pidiendo armas para luchar contra los boches, contra Hitler, él lo había visto, y la

gente se preparaba como con fiebre porque pronto se iba a cerrar el paréntesis de paz.

Apenas tocaron una media hora y como para salir del paso. Julia abrió la puerta de su

dormitorio y Antonio pensó en esconderse, pero ni siquiera se fijó en él. La abría para

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escuchar la música desde arriba. Ya ni siquiera bajaba a recibir a los amigos de Augusto,

músicos aficionados, excepto Canosa y Castillo que era músico de verdad. O solamente

bajaba cuando era algo oficial. Antonio volvió a su sitio en la balaustrada. ¿Su gobierno

tiene compromisos con alguna de las partes? Supongo que no, no lo sé, uno nunca sabe,

pueden pasar muchas cosas. Nosotros seremos neutrales, espero. ¿Y su país? Cuando me

entero de algo de mi país es porque alguno de ustedes me lo cuenta o porque está en los

periódicos, pero siempre con semanas de atraso, y supongo que me voy a enterar de que

estamos en guerra cuando me pongan el fusil en las manos y el kepis en la cabeza, pero no

creo que eso ocurra. Y sin embargo por todas partes se ven como estrellas de fuego que

corren de cara en cara y dejan huella en cada cabeza, cantos de vacío que obligan a los ojos

a seguir saltando como las candelas. Y la gente compra y vende y escucha y habla y

entierra candelabros de plata y monedas de oro y se prepara a tiempos tristes, tiempos en

los que el fuego terminará por unirse y caerá sobre los tejados y los campos como una

lluvia de carroña y gritos. Era como si casi todo el mundo recordara historias de mutilados

y de viudas y de huérfanos y tuviese miedo de que esta vez todo saliera peor y le tocara, si

uno lo veía en la calle, que no había habido primavera ni existían el verano y el otoño, que

todo era un invierno prematuro por la falta de luz. Mi padre ya ni siquiera sonreía al

saludar a la gente, me di cuenta, apenas fruncía la boca, pero seguía con ceño de pocos

amigos y como buscando por encima de las cabezas de los demás como si siempre

estuviera esperando algo que debía llegarle de muy lejos. Quería comer solo, siempre, y ya

ni siquiera permitía que mi madre entrase a su dormitorio ni le hablara a solas. A mí a

veces me trataba con brusquedad y hasta con rabia, cuando no me miraba con aires de

tenerme lástima, como si supiera que me iba a pasar algo muy malo y él no podría evitarlo,

¿me entiende? pero uno lo notaba, que se sentía muy solo y que quería estar más solo

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todavía. Aunque no tenía el coraje para despacharnos a mi mamá y a mí. Era como si se

dejara llevar por el péndulo de un reloj, de repente así y de repente asao ¿me explico? En

la mañana yo lo notaba muy tenso, como queriéndome decir algo, y en la noche me

apartaba como si yo estuviese apestado, bueno, eso era lo que yo sentía. O el viento que ya

empieza a arrancar todas las hojas de los árboles más grandes y canta su neblina del

comienzo mientras la gente atraviesa con prisa las calles y deja definitivamente de pasear

por los bosques. Ya se escuchan con claridad los primeros gritos y casi todas las aves se

han escapado porque llega la tiniebla. Sin embargo el “se lo dije” de don José María

Canosa y Castillo sonó a falso frente al “yo también se lo habría dicho” de Dom Manuel

José Antonio da Silva Pimentel, mientras Augusto Duarte permanecía como esperando, si

era obvio y sigue siéndolo, no quieren guerra por de tanto escapársele la están haciendo

inevitable, se la ve venir, y ahora van a tener que resistir como hombres lo que quisieron

correr como niños. Y ellos, todos ellos, estarán bien protegidos en castillos y refugios

antiaéreos mientras los jóvenes se lanzan a muertes casi seguras en los campos de batalla y

las mujeres y los niños quedan a merced de las bombas enormes que lanzarán desde

aviones enormes. Como en Guernica. Peor que en Guernica. Y no será un árbol sino

muchos árboles, miles de árboles, los que quedarán destruidos. Esa noche mi papá se

acostó borracho y vestido, y hasta con los zapatos puestos. Y dejó la puerta abierta. Debe

ser que sabía algo, porque apenas estaba amaneciendo cuando llegó, muy excitado,

Echezuría con un papel en la mano, y mi papá se levantó, sereno, y no tuvo que vestirse.

Apenas peinarse con un cepillo y lavarse a toda carrera la cara y los dientes. Echezuría

debe haber creído que mi papá ya estaba levantado cuando el llegó con el telegrama. ¡Se

dio lo suyo, ministro, se dio lo suyo, lo ascienden y lo trasladan, aquí está el cable! ¿Vino

cifrado? Claro, señor, vino cifrado, acabo de traducirlo y se lo traje a mano, ministro, lo

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trasladaron. ¿Cuándo es el viaje, Duarte? Ayer, ya, hoy, mañana, mañana mismo vienen a

buscar todo esto y partimos pasado mañana. ¡Qué veloces! ¿cómo hicisteis?… yo sigo

pensando que hay mucha exageración, no va a pasar nada. Si el río suena, dice casi entre

dientes Pimentel. Puede ser que los borricos estén atravesando un lecho seco, responde

Canosa y Castillo mientras termina de afinar. Arranca a tocar en el cello una Partita de

Bach transcrita por él mismo que deja a los demás en un silencio de iglesia. Unos instantes

después de que termina, los otros dos aplauden furiosamente, y don Canosa sonríe

satisfecho. Me salió la mar de bien, dice como hablándole al cello. Recuérdeme, Duarte,

darle tarjetas para mis amigos, dice Pimentel, no creo que hayan cambiado a mucha gente

desde que me fui de allá. Augusto sonríe mecánicamente y don Canosa parece salir del

trance en que quedó después de tocar la Partita, yo tengo un par de amigos por allá,

especialmente mi colega, que estuvimos juntos en el Ministerio, le daré una cartita para que

se conozcan, Duarte, que le puede ser muy útil, no él a usted, sino usted a él, claro. Una

hora después ya Canosa y Castillo defendía como siempre la tesis de que no había una gran

músico genial por excelencia, y que más importancia tenía Debussy, por ejemplo, que

Beethoven, en tanto que Pimentel sostenía que Bach, Mozart y Beethoven eran los tres

músicos mayores de todos los tiempos, y Augusto Duarte se reía de ambos y le daba la

razón a cada uno de ellos cada vez que cada uno de ellos quería saber su opinión. Sólo

estaban los tres, esa noche. A la mañana siguiente, apenas el sol espantara las leves

neblinas del amanecer, empezaría la última jornada. Todo se empacaría con cuidado y a

eso de las nueve llegarían los empleados de la transportista que llevaría todo al mismo tren

en donde viajarían los Duarte rumbo a su nuevo destino. Antonio vio cómo poco a poco su

mundo se iba recogiendo y concentrándose en un curioso fenómeno de anticreación, de

antipoiesis, que hacía que los espacios vacíos crecieran a medida que los colores y las

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formas desaparecían en las fauces de las muchas cajas que a manera de cementerio

transportable los obreros habían colocado en los distintos salones de la casa. Y en cada

rincón iban regando cicatrices y fantasmas. Los ojos de Antonio, silenciosos y muy serios,

iban recorriendo cada uno de esos campos de batalla, despidiéndose de formas y colores

que lo habían acompañado en sus soledades y de repente se detenía, atento como un perro

perdicero, porque creía percibir que desde el pasado le legaba la sombra de alguna de las

muchas melodías que en aquel u otro sitio solían ejecutar los amigos de su padre. Y cuando

las paredes y los pisos de la casa quedaron desnudos, Antonio fue de habitación en

habitación, de pasillo en pasillo, de esquina en esquina, deteniéndose un instante en cada

sitio, casi rezando, casi palpando los recuerdos, contemplando, conversando con cada

fragmento de la casa y del jardín. Era como una casa vacía después de un velorio, de un

entierro, con pétalos y lágrimas regados por el suelo, con ecos de lamentos de viejas

plañideras rebotando todavía como ecos en las paredes vacías. Como volver después de

muchos años al sitio en donde se murió por vez primera. Como asomarse a la propia tumba

y descubrir que allá bajo apenas hay un gran espejo. O entregarse después de haberse

resistido durante varios meses a la idea inevitable del encuentro con la muerte. El piso

vacío. El cuarto vacío. El baño vacío. Todo desnudo. Nunca más vería a su madre

desnuda o haciendo el amor o aquella vez o aquellas veces que en ese preciso instante

vuelven a estallar en la cara y fruncen el pecho y obligan a apretar los puños y a cerrar los

ojos y a maldecir los espejos malditos que de nuevo repiten la imagen y la ponen a viajar

por el espacio convertida en martillos que golpean y golpean y golpean y golpean y golpean

y parten las piedras y construyen asteroides que al llegar al sol se fundirán y causarán

explosiones que causarán cataclismos que causarán desastres que causarán muertes, doctor,

como si de repente me diera cuenta de que en ese lugar existía algo demasiado importante,

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y no quería irme, no quería separarme del lugar porque creo que tenía mucho miedo, sí,

mucho miedo de que si hasta ese momento las cosas no estaban destrozadas, se destrozarían

al irnos, no sé, me imaginaba que en el aire de la casa existía algo así como una cola

invisible, una cola de carpintero, o de zapatero, un pegamento mágico que hacía que todo se

mantuviera soldado ¿me entiende? y se me ocurrió que tenía que quedarme en la casa.

Que tenía que esconderse, que ocultarse, que convertirse en una cualquiera de las inclinadas

vigas del techo del ático, que fundirse en el piso de tablas desiguales en la casa de los

aparecidos que por mucho tiempo trató de ocultarle su madre porque era muy peligrosos

subir por esa escalera tan empinada y también podía caerse por el vidrio de la claraboya.

Augusto Duarte estaba furioso. Ya tenían cerca de diez minutos de atraso y los trenes no

esperan a tres pasajeros. Julia lo encontró, miró la ventana ovalada y sus ojos captaron el

espacio que desde allí se veía. Un rayo de alarma cruzó por su mente, aferró al muchacho

por la mano, lo arrastró al ático y bajó con él las escaleras sin decir una palabra. Pero algo

había ocurrido. Algo muy serio. Augusto Duarte amenazó a Antonio con el peor de los

castigos si por su culpa perdían el tren. Pero no fue así, doctor, no pasó nada, salimos sin

ningún otro percance, salvo que yo noté que mi mamá estaba muy tensa y me di cuenta de

que sabía lo que había pasado; no en ese instante, sino lo que había pasado muchas veces,

muchas noches, en la ventana ovalada que daba a su dormitorio. Yo los sigo pronto, decía

Echezuría tratando de fumar con elegancia el desproporcionado habano que parecía

arrastrar su boca, en cuanto esto se prenda yo salgo como los venados, yo sí que no nací

para héroe, no, los héroes mueren muy jóvenes, guárdeme un lugar, porque o me voy con

usted o me voy para Caracas, pero me voy, de que me voy, me voy. Entre los diplomáticos

destacaban Canosa y Castillo y Da Silva Pimentel, que agitaban pañuelos como si se tratara

de partituras. Todo se va quedando atrás. Antonio se va alejando de sus recuerdos, se va

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separando de todo lo que queda en aquellos territorios, se va hundiendo en la bruma, en la

tiniebla, en el canto lejano y confuso de muchísimas guitarras muy viejas y desafinadas. El

viento se lleva, junto con el polvo, la nítida imagen de las carreras entre árboles viejos con

jóvenes hojas, o los caminos negros, sombríos y quietos, húmedos, pisados por pies leves y

descalzos, temerosos siempre de causar tormentas. Y son caras diferentes, aunque

parecidas, y manos distintas, aunque similares, y la nueva casa es más pequeña, aunque

puede ser que le parezca más pequeña porque a la otra le tenía las dimensiones bien fijadas,

y con la nueva, en cambio, todo le parecía más pequeño, aunque después se iría dando

cuenta de que todos los tamaños le irían pareciendo distintos, todo le iría cambiando de

escala, y hasta de forma. Lentamente, poco a poco, iría recorriendo el espacio,

descubriendo detalles, encontrando escondites y puntos interesantes y, sobre todo, iría

redescubriendo formas a medida que fuera encontrando en la nueva casa los viejos muebles

y los objetos de siempre. En la segunda o la tercera noche comprobó que también habían

viajado los fantasmas, los tesoros y los sueños. Las formas de la noche le resultaban casi

idénticas. El contacto de la almohada y los ruidos nocturnos eran los mismos, y cada vez

que se dejaba llevar por la lenta corriente del sueño, tenía la sensación de hallarse en su

antiguo dormitorio, envuelto por la misma negrura. Y afuera veía la misma luna. Una luna

enorme, acuosa, transparente, de cítaras y flautas de pan. La misma que en aquellas noches

había acompañado sus lágrimas y sus temores inútiles y en esta venía a despertar sus

recuerdos, a llevar sus ojos a aquella distante ventana y volver a ver las piernas y las

espaldas y los vientres desnudos que cantaban su muerte temprana, su vida perdida en una

noche, perdida todas las noches y recuperada entre ruinas todas las mañanas. La ciudad era

muy distinta aunque muchas edificaciones fuesen similares, tal como los habitantes. Es un

cielo igual, calles parecidas, casas semejantes, gente casi idéntica, pero el aire, la atmósfera,

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el ambiente, todo termina por formar otro cuadro, otro conjunto. El país es como más

avanzado, como más poderoso, se dice, y en la ciudad, que tiene mucho más presente, el

pasado más remoto parece unirse en sus calles con calles del mar. Es más frío el clima, y el

aire parece ser menos cristalino, más denso. Y el sonido del idioma es menos derretido,

menos áspero, con vocales parecidas a las vocales latinas. En la mañana, Antonio salió a

caminar y se sintió totalmente extraño, un extranjero demasiado extranjero, pero eso no le

resultaba nuevo. Aunque aquí las cabezas como que eran menos rubias. Regresó a su

nueva casa y empezó a volar de nuevo sobre cualquier alfombra encantada. Subiría a las

montañas que penetran en el cielo y se toparía con los dioses o con los hijos de los dioses y

jugarían hasta hastiarse, hasta robarse el sol o el agua e inundar de fuego todas las

poblaciones del planeta para que no quedaran ni animales ni hombres. Día sobre día.

Noche sobre noche. Nada había cambiado. Su padre era el mismo y su madre, tal como en

la casa vieja, recibía a los invitados con amabilidad, pero cuando no había gente se

escondía, se replegaba, y hasta evitaba encontrarse con su marido. La gente también era la

misma. Las caras, diferentes, las voces, otras, los gestos, distintos, pero hacían y decían las

mismas cosas. Las primeras brisas, las primeras nieblas, las primeras tardes recortadas con

aires de noche envolvían sus diálogos, pero eran los mismos. Lo que sí era enteramente

nuevo era el clima. Antonio no supo si sentía o presentía el otoño. Supo, sí, que sus

colores serían mucho más encendidos y contendrían algo de amenaza, algo muy diferente a

los de la casa vieja. Embajador, le decía a Augusto el anciano embajador don Bartolomé

Mata, no te confíes en lo que dicen los políticos, y le citaba de memoria textos de la

Historia de nuestro tiempo, de J.P. Gooch, publicada en 1911, en los que se afirmaba que

los políticos de su tiempo podían prever con absoluta confianza el tiempo en el que las

guerras entre naciones civilizadas serían tan anticuadas como los duelos, y se hablaba de

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los pacificadores como los hijos de Dios. Todo eso dicho cuanto estaba por estallar la

guerra más destructiva que había conocido la humanidad. ¡Dios mío, qué hijos tan

abandonados por su augusto padre! Fue el remate de la perorata. O el doctor Octaviano

Quintana, que había hecho época al presentarse a su nuevo destino con dos vacas de sus

enormes latifundios porque sus hijos estaban acostumbrados a la leche del mejor ganado

del mundo, decía, y esa noche en la casa del nuevo embajador de Venezuela se dedicó a

llevar la contraria: ¡tiene que haber guerra, decía con énfasis, y no hay otro camino,

señores, la pasada empezó porque los alemanes ya habían superado a los ingleses en

muchos aspectos y los iban a retar hasta en el mar, figuren-se, y ahora ya son un peligro

para el dominio anglófono del mundo, los ingleses y los americanos no se van a quedar

como nenes comiendo dulce, oigan-me! O Rufinito Fragoso, el Encargado de Negocios a.i,

que daba la impresión de ir bailando mientras andaba, y que sin ningún tipo de vergüenza

declaraba que el aquello no entendía ni papa, y terminaba siempre diciendo: ¡a mí que me

dejen quieto o me vuelvo para mi tierra, coño! Augusto se iba ensombreciendo mientras

los demás hablaban. Don Bartolomé alzaba la mano de declamar: ¡Veréis vosotros, voto a

Dios, cómo los terribles días de la Cruzadas volverán a llenar de aves de rapiña los campos,

lo veréis, y gracias a la ceguera de esta civilización podrán nuestras naciones surgir como

potencias y nuestras banderas flamearán triunfantes por los siete mares y seremos al fin los

depositarios de la cultura y de la civilización, en una palabra, del progreso! ¡Progreso un

cuerno!, lo cortó el doctor Quintana, la pérfida Albión y el yankee van a hacer lo que se les

antoje con el teutón, señor, eso es todo, y dentro de un año estaremos tomando unos buenos

vinachos en París, como Dios manda. Antonio había visto a su padre, con su informe de

entorchados que lo hacía parecer un prócer o un mariscal de caca, con sus condecoraciones

en el pecho y un extraño bicornio, no en la cabeza sino en la mano, montarse en un carruaje

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acompañado por Julia, que vestía de blanco, de largo, y parecía una de esas princesas de los

cuentos más hermosos, escoltados ambos por muchos criados de librea y militares, los vio

subir a un carruaje con varios caballos y alejarse de la casa, rumbo al palacio real. Le

dijeron que sus padres verían a los reyes y hablarían con los reyes, que era algo que no

había ocurrido en la casa vieja. Y luego vio llegar a todos aquellos señorones con sus

señoronas que venían a la recepción del nuevo embajador extraordinario y ministro

plenipotenciario, que otra vez tenían en rostro la sonrisa prefabricada y otra vez se

inclinaba levemente a saludar a los hombres y otra vez besaba las manos de las mujeres

mientras su mujer otra vez recibía los saludos admirados de los hombres y un tanto

envidiosos de las mujeres. Antonio ya había localizado un nido, esta vez, en el último

escalón de la escalera, desde donde observaba y escuchaba todo, y hasta podía ver parte del

cielo oscuro, profundo, estrellado, casi fúnebre, y ya era casi la medianoche cuando su

madre lo despertó y lo hizo ir a su cama. Soñó con carros de fuego. Soñó con lanzas que

atravesaban paredes y se clavaban en los torsos de los monjes que rezaban muy tranquilos.

Oyó voces de alarma. Se sintió agotado, moribundo, envuelto por humo y cenizas. Y al

despertar creyó que tenía fiebre. Se dio una larga ducha (recordó que más de uno le había

preguntado si tenía alguna enfermedad de la piel, por esa extraña costumbre de bañarse

todos los días). Se vistió y salió a dar un paseo. Al regresar vio que su padre y el secretario

de la Embajada, Aníbal Rodríguez, entraban muy apurados. Rodríguez se veía más

enfermo que el primer día. Desde que lo vieron en la estación del tren, se dieron cuenta de

que el pobre necesitaba sentirse compadecido. Inventaba malestares y peligros y vivía

consultando libros de medicina que nunca entendía. Pasaba horas sin hablar, convencido

de que algún mal terrible lo estaba invadiendo. Era sobrino o primo de la mujer del

Ministro de Relaciones Exteriores y se lo informaba a todo el mundo. Pero esa mañana su

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alteración se notaba más auténtica. La noticia ya estaba confirmada en todas las fuentes

posibles. Era una voz que salía del centro de la tierra. Del centro ígneo de todos los

universos. El fuego frío y danzarín de las hojas que el viento arrastraba por las calles, el

ruido monótono de los antiguos jinetes, el canto impreciso de los pájaros desconcertados

por la alteración de los amaneceres, la luz un poco difusa de los atardeceres, cada día más

tempranos, las voces graves y convencidas de su infalibilidad de los académicos vestidos de

negro, todo quedaba convertido en ráfaga, en pavor, en mirarse por fin los unos a los otros

cada vez que alguno perdía el pudor y nominaba los hechos. Se habían atrevido, decían, los

mismos que hasta pocos días antes parecían dispuestos a que cualquier cosa ocurriera con

tal de conservar la paz, aceptaban de repente la posibilidad cierta de un baño de sangre y de

fuego para contener a los otros en una encrucijada. Que en esa encrucijada, en ese punto,

se encontrara toda la maldad y terminara por mezclarse y revolverse con toda la bondad y

de repente alguien pensara que habían renacido imágenes tenidas por muertas o convertidas

en islas invisibles en el lago de Ginebra, no importaba. Miedos ancestrales surgían de sus

cenizas. Temores idénticos a los que en agosto, veinticinco años atrás, salían y entraban

por las grietas más insospechadas. Otros volverían a hablar de oportunidades perdidas, de

los años en que algunos visionarios intuyeron que al otro lado del océano estaba el Norte, y

les dirían que ese Norte ya era una ficción, que ya no era sino el recuerdo de un sueño, la

memoria de una selva apenas oteada desde el mismo volcán que en ese mismo instante

acababa de estallar y cubriría de lava y cenizas y muerte y desiertos el mundo entero. Fue

entonces, doctor, cuando mi padre como que se recuperó, como que encontró algo que se le

había ido perdiendo poco a poco. Es la guerra, creo que me dijo y hasta con cierto

entusiasmo, es la guerra y podría servir para que se sacudan muchas cosas, ojalá. Y yo

recordé lo que había escuchado no sé si dos o tres noches antes: el embajador Bartolomé

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Mata, con voz trémula y mano alzada, casi gritaba ¿es que acaso, colegas, habéis perdido

la memoria? ¡qué fracaso espantoso para los liberales, para los idiotas que confiaban en la

buena voluntad del ser humano, en la bondad natural del hombre! Fue una simple erupción

de lo bestial, una explosión del nacionalismo, yo entonces era aún mozo y sentí una

profunda emoción al ver a los jóvenes prepararse para dar la sangre por la patria: estaba en

París cuando se declaró la guerra y hasta los más tibios de mis amigos sintieron el llamado

y juro, colegas, que sentí que estaba en una terrible pesadilla ¡si los estaban llamando a

morir y corrían presurosos a entregarse! En aquel momento (intervino Augusto Duarte)

nadie pensaba que la guerra iba a ser como fue. ¡Eso importa poco, embajador amigo! La

Gran Guerra fue una gran carnicería y los chavales corrían hacia la muerte como corderos a

la degollina, y hoy se repite ese juego, ese terrible juego de danza colectiva con la muerte.

Todo aquello se me ha mezclado en la memoria. Veo aún a mi padre muy atento pegado al

aparato de radio que lo tenía tan orgulloso, y a los otros, el embajador Mata, el embajador

Quintana, el secretario Rodríguez, todos como si se tratar de un acto religioso escuchando

lo que entre chirridos y ruidos metálicos salía de aquella caja que parecía la caricatura

reducida de una iglesia gótica. Y no sé por qué, pero también tengo la imagen de un techo

de hojas encima de mi cabeza. Y un mundo de fantasmas que parecían escaparse de un

incendio. Decenas de conocidos, Da Silva Pimentel, Echezuría, llegaban como animales

despavorido que huían de sus propios miedos. Echezuría, pálido y ojeroso, le contó a mi

padre que se habían enterado de que el país fue invadido, tomado por los alemanes, cuando

vieron a los soldados alemanes dirigiendo el tráfico en las calles. El sonido infernal de los

aviones alemanes pobló el cielo de amenazas que ya no eran siquiera necesarias, porque los

invasores habían tomado hasta el Palacio Real y sus alrededores y el propio rey, sin cadenas

ni barrotes, era todo un prisionero. Aquella primavera no sería de flores ni de cantos ni de

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pájaros ni de arroyos, sería de tumbas abiertas y de lágrimas de huérfano de zumbido

espantoso de aviones bombarderos y chispazos de granadas y sirenas y destrozos y muros

derrumbados y chirridos de cadenas. Echezuría estaba realmente asustado. No me

respondieron, embajador, y dejé la legación sin permiso; me traje todos los archivos y lo

que no me traje lo quemé antes de salir, pero yo no podía quedarme en un país invadido,

aunque no haya pasado nada, en cualquier momento va a estallar la resistencia y cualquiera

puede estar en el camino de una bala. Mi padre accedió a informar que le había dado

instrucciones a Echezuría de que abandonara el lugar. Esperemos que nadie se de cuenta de

la diferencia de fechas, comentó, pero sí se dieron cuenta y unos días después llegó el cable

ordenándole a Echezuría que al término de la distancia se presentara en Caracas. Augusto

le consiguió lugar en un barco de carga, tal como a otros siete compatriotas que escapaban

de una candela que en realidad no se había encendido todavía. Casi todo ellos le juraban

que al llegar a Venezuela hablarían con algún pariente importante para que le hiciera saber

al Presidente o al Ministro lo bien que se había portado el embajador Duarte en ese trance.

Así se sirve a la patria. Y alguno hasta le juró que haría trasladar a Augusto a un puesto en

el continente americano, porque aunque estaba en un país neutral, con los alemanes nunca

se sabe. Antonio desde su escondite ve el reflejo tenebroso de la chimenea, falso incendio,

y escucha las voces que le van contando todo acerca de la guerra. Muchas veces se queda

dormido mientras recibe las clases particulares del profesor Claudio Jonson, el culto

profesor que les fue recomendado por el embajador Quintana y ha resultado excelente.

Jonson sabe entonces que la noche anterior Antonio estuvo escuchando a los mayores, y se

convierte en alumno, haciéndole preguntas a Antonio sobre lo que dijeron los embajadores

y encargados de negocios. Jonson por lo general le explica, con vivas imágenes, todo lo

relacionado con la historia de Europa, o con la aritmética, o con la geografía. Esa mañana,

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hablando de los Gracos, Jonson se entusiasmó y comparó a Julia con Cornelia, que era bella

e inteligente y tenía el encanto de todas las diosas del mundo. Antonio se dio cuenta sin

entenderlo, pero no pasó mucho tiempo sin que lo sospechara. Por eso decidió seguir a

Julia, y la vio encontrarse con Jonson en la vieja ciudad medioeval y entrar por una puerta

estrecha y perderse de nuevo en las tinieblas. Y de nuevo, como aquella vez, su corazón

echó a galopar por llanuras incendiadas, por los campos de batalla arrasados por la metralla

enemiga y terminó masturbándose, maldiciéndose, maldiciéndola, maldiciéndolo,

maldiciéndolos, huyendo de sí mismo frente a aquel enorme espejos e imitando con gestos

y palabras los discursos de Herr Hitler. Julia lo mira con ternura. Le acaricia la frente.

Siente que su pecho quiere envolverlo. Como lo envuelven sus ojos. Como lo envuelven

sus piernas desnudas, sus pechos tibios, su aliento. ¿Vos no tenés ninguna hermana?,

pregunta él. Ninguna, responde Julia como volviendo a la realidad, ni hermana ni hermano

¿por qué preguntas? No sé, sería tan lindo si yo me casaba con una hermana tuya. La luz

crepuscular del mediodía tarareaba en sus pupilas. ¿Es linda, Venezuela? Julia estiró la

boca y entrecerró los ojos como recordando, como permitiendo que volvieran a invadir su

memoria muchas partes que había tratado de olvidar. Paisajes verdes con manchas claras y

oscuras, vuelos de aves muy grandes y muy pequeñas, cielos que parecían quemarse con la

música de muchas arpas y voces acostumbradas a nadar contra la corriente y llenar

distancias imposibles con sus tristezas posibles. Ríos que se visten de océanos y arrastran

siglos de historia. Mundos húmedos que parecen moverse, alejarse, esconderse, y de

repente brotan y se vuelven pájaros enormes que cantan en los atardeceres. Pueblos tristes,

claros, cristalinos, lentos, que todas las mañanas reciben el mismo saludo y todas las tardes

la misma despedida rápida, impaciente, del sol, de un sol que muchas veces se convierte en

incendio y deja huellas negras en donde antes hubo mundos verdes. Y en las costas, que

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parecen talladas por las manos de dioses enormes, hombres y mujeres sobreviven, esperan

la muerte en sus pueblecitos que huelen a leña mojada. En las madrugadas ven crecer el

fuego, sienten el canto de las manos bondadosas, oyen las tristezas y cantan sus lamentos

hasta que vuelve de las comarcas lejanas el soplo que los regresa a sus trovas de carbón y

fuego. Todos los días iguales a todos los días y todas las noches iguales a todas las noches,

siempre la penumbra clara de un sol que todo lo ocupa y obliga a los más tímidos a cerrar

los ojos, a quedarse quietos para siempre en espera de lo que nunca va a llegar y a

sabiendas de que nunca llegará. Son tierras en donde hay hombres y mujeres que saben

volar y han volado desde siempre, tierras en las que los enamorados se comunican entre sí

aunque los separen montañas y llanuras, tierras en las que las nubes sirven de vivienda a los

que no tienen casas. Y a ellas llegaron, cuando terminaban las tinieblas, falsos dioses que

venían del horizonte. Uno de ellos, Manuel Duarte, ni siquiera era español, sino portugués,

y escapaba de una condena segura por haber matado a varios pordioseros en una noche de

borrachera. Supo que tenía que embarcarse en aquella expedición que iba a las Indias en

procura de perlas, porque si se quedaba lo encerrarían en cualquier mazmorra. Al otro lado

de la mar océana lo esperarían los prodigios, las montañas de oro y de brillantes y de perlas,

y que hay ríos de vino y mujeres que pasean inocentes y desnudas por senderos que a cada

lado ofrecen mullidos espacios para retozar. Y ese Manuel Duarte formó familia con la hija

de un asturiano que había llegado a las tierras unos quince años antes que él y se había

casado con la hija del más famoso de los caciques de las tierras de occidente, en el lugar

que ya todos llamaban Venezuela por haber visto algún español o algún italiano casas

montadas sobre muchas estacas encima de las aguas de un enorme lago, hermano del mar.

Decían que aquel cacique se volvió cristiano luego de salir con vida aunque una flecha lo

había atravesado. De la unión de Manuel Duarte y Ana Ruiz de Cataño, a quien apodaban

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la Princesa, nacieron más de veinte hijos, pero sólo dos alcanzaron la edad adulta, Inés, que

casó con un primo, y Esteban Duarte, que después de participar en dos expediciones en

busca de El Dorado, se afincó en los cerros aledaños a Caracas y casó con hija de un

hidalgo de apellido Rojas, con la que fundó una familia que se quedaría por varios siglos en

el sitio. En tiempos de Bolívar se destacó un Duarte, prócer de la Independencia, llamado

Juan Jacobo, que quedó arruinado hasta los huesos en aquella espantosa guerra que le costó

a Caracas más de la mitad de sus habitantes. En 1860, treinta años después de la separación

de Venezuela de la Colombia fundada por Simón Bolívar en 1817, Juan Jacobo Duarte,

además de su muy republicana pobreza, tenía once hijos vivos, seis de ellos varones y las

otras cinco de mucha gracia y belleza, pero sin que les fuese posible conseguir buenos

partidos. Un hecho curioso es que Juan Jacobo, cuya instrucción no llegó a ser jamás

demasiado profunda, usó para todos sus hijos, los que sobrevivieron y los que muy niños

terminaron en el cementerio, nombres romanos extraídos de un libro que le regaló un

sacerdote republicano. Así, sus hijos se llamaron Tiberio, Vitelino, Cayo, Augusto, César,

Pompeyo, Octavio, Nerón, Adriano, Trajano, Antonia, Julia, Agripina, Cecilia, Livia,

Calpurnia, Claudia, Octavia. El segundo de los hijos de Juan Jacobo, llamado Cayo, fue a

su vez el padre de Vitelino Duarte, quien adquirió cierta notoriedad en su tiempo por dos

razones antitéticas: por ser defensor de los más altos ideales de cultura y educación, en

primer término, y por hacer una inmensa fortuna, en segundo. El conflicto pronto se vería

solucionado, pues las riquezas de Vitelino Duarte, en la que participaron algunos de sus

parientes y varios socios, se fue tan rápidamente como había llegado, primero a causa de

sus ideales y finalmente, lo que de ella quedaba, fue malgastado por el segundo Cayo, que

de lo que legó su padre sólo conservó los ideales, y no por mucho tiempo. Este segundo

Cayo, hijo de Vitelino, nieto del primer Cayo y bisnieto de Juan Jacobo, nació en las peores

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circunstancias: su madre murió horas antes de que a él se le tuviera por llegado al mundo y

la operación cesárea, practicada por su primo, llamado Cesarión (como el hijo de Cayo

Julio César y Cleopatra), fue durante muchos años citada como ejemplo de habilidad, al

extremo de que muchos médicos jóvenes creían que aquella forma de parto se llamaba así

el honor al doctor Cesarión Duarte. El niño pasó casi toda su infancia dándole sustos y

gastos a su padre y casi siempre enfermo, taciturno, opaco y como en una búsqueda

perpetua de la madre que perdió antes de siquiera llegar a ver la luz. Por eso fue para todos

una gran sorpresa el que a los veinte años participara en una violenta rebelión política que

no se limitaba a querer deponer el gobierno de turno, sino que pretendía hacer una auténtica

revolución social. Y a pesar de la notoria influencia de la familia Duarte, Cayo terminó

encerrado en la más tenebrosa de las celdas de la cárcel llamada La Rotunda, cuya

construcción se inició en 1844, durante la presidencia de Carlos Soublette, y se concluyó

diez años después, en el gobierno de José Gregorio Monagas. Allí, para su desgracia, todos

sus pavores afloraron de la manera más vergonzosa y fétida que imaginarse pueda, y a

pesar de sus tentativas por convencer a los demás de que los ideales valen más que todo

aquello, se encontró totalmente aislado, separado, marginado de sus compañeros de

revolución fallida. Más aún cuando la influencia de la familia, unida a un inmenso soborno

de varias autoridades, consiguió que lo sacaran de la prisión a la calle, en donde se encontró

con que mucha gente le temía por revolucionario y los revolucionarios lo despreciaban por

entreguista y cagueta. Se sentía débil, olvidado y verdaderamente huérfano. Su padre

murió un mes antes de su salida de las tinieblas y fue justamente en el velorio de don

Vitelino en donde los Duarte consiguieron que el nuevo Presidente ordenara la libertad de

Cayo. Pronto perdió todo lo que había heredado, hasta los ideales, y tuvo que aceptar el

modesto empleo que le ofreció su primo político Velarde, que por lo menos le permitía

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esconderse del sol y de los que le temían o lo vejaban recordándole su condición de

tránsfuga cagón. En breve descubrió que le era muy fácil probar, sin consecuencias

económicas ni laborales, el producto final de la Destilería Velarde & Duarte, Rones de

Calidad: simplemente unos sorbitos en la mañana, otros a mediodía, otros en la tarde y

otros en la noche. Conseguía así lo que toda la vida le había faltado. Se sentía poderoso,

audaz, capaz de enfrentar la vida con ventaja. El señor Velarde se sentía admirado y

complacido de los avances de su joven pariente que ya no era un loquito con deseos de

acabar con la gente de provecho sino un joven emprendedor que cargaba voluntariamente

con los trabajos más duros y difíciles de la destilería. Hasta físicamente se le veía el

progreso. Ya no era el joven esmirriado, enfermo y vacilante. Cada día se parecía más a su

difunto padre y se le veía fuerte, emprendedor y hasta agresivo. Cuando se enamoró de su

prima Agripina, la hija del primo Pompeyo, corrió por toda la familia un aire de

satisfacción. Era como recibir definitivamente al hijo pródigo y fue así como celebraron la

boda, con un fasto que pocas veces se veía en la pequeña ciudad al pie de la montaña

sonriente. No quiso decirle a nadie Cayo el por qué de que, cuando todo parecía listo,

pidiera un atraso de seis meses con el alegato de que necesitaba ahorrar dinero. La causa

verdadera estaba apenas disimulada por su prepucio. El médico le dijo: es sífilis, señor

Duarte, si se casa ahora va enfermar a la novia. En cuatro meses lo curamos, y tómese dos

más por pura prudencia. Los novios pasaron dos semanas en el balneario de Macuto y otras

dos en una hacienda en las montañas, y al poco tiempo de su retorno ya la joven esposa

daba muestras de que la había picado la avispa, según varios de los primos, empezó a

engordar, a ponerse caprichosa y sobre todo a vomitar a las horas menos apropiadas y en

los sitios más incómodos. El mismo día en que cumplían nueve meses de casados, parió

una niña. Te salvaste por un pelo que la gente dijera que comiste a cuenta, fue el

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comentario de los mismos primos de ambos mientras celebraban la llegada de la nueva

Duarte, que era Duarte por ambos costados. Al joven padre debieron acostarlo entre varios

luego de haber llegado al terreno de los insultos a todos los presentes y el vómito en pluma.

Tres años después se produjeron en la familia dos hechos muy importantes. El primo

Velarde sufrió un gravísimo derrame cerebral que lo dejó medio muerto, y el primo

Augusto cayó preso por conspirador. El primo Velarde terminó de morir casi doce años

después, justo cuando el gobierno, gracias a las gestiones del doctor Baptista, abrió las

compuertas para que presos políticos y exilados dejaran de padecer sus tristísimos destinos.

Francisco Baptista Galindo, tachirense actuó como secretario privado del general Juan

Vicente Gómez entre 1920 y 1922, fue ministro de Relaciones Interiores entre 1922 y 1925,

y secretario general de la Presidencia entre 1925 y 1927. El 1925 hubo una fuerte bonanza

producida por los ingresos petroleros después del “reventón” del pozo Los Barrosos Nº 2,

en Mene Grande, estado Zulia, y Baptista convenció al dictador de que ya no hacía falta la

represión porque el progreso material impediría las habladurías en contra del gobierno.

Entre las noticias que recibió la familia estaba la de la libertad de Augusto, que se

encontraba en Curazao con varios compañeros. Se dijo en la casa que Augusto se quedaría

en Curazao porque pertenecía a un grupo de irreductibles, que a pesar de la apertura de

Baptista Galindo, seguirían combatiendo contra la dictadura. Antonia Velarte Duarte,

viuda de Duarte se indignó. Desde que su hijo se embarcó en aquella aventura, doce años

atrás, todo se le había trastocado, y esa actitud del hijo no auguraba nada bueno. En cambio

a Cayo la noticia le despertó algunos sueños, y tratando de acallar el griterío de los

recuerdos empezó a beber hasta quedarse dormido, como muerto, en el suelo de la

destilería. Se supo entonces que Augusto sí regresaba, que se había distanciado de sus

antiguos amigos y prefería acogerse del todo a la amnistía. Todos se alegraron, menos

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Cayo, que después de la segunda botella salió a la calle a gritar incoherencias en contra de

los explotadores que se hacen ricos a costa de los pobres y a clamar por una revolución

total. Terminó apaleado y encerrado en la jefatura civil, a pesar de la apertura. Una

semana después Cayo estaba ya en la calle, pero sin empleo. Agripina recibía una

asignación a cuenta de las utilidades, y con eso podrían vivir tranquilos. Todas las mañanas

salía Cayo de su casa a tomar ron, y regresaba por lo general muy tarde y casi siempre con

uno o dos amigos tan borrachos como él mismo. Ya nadie le ponía atención cuando

empezaba a despotricar contra los capitalistas y los liberales y hablaba de la libertad

perfecta que sus palabras, cada día menos inteligibles, jamás alcanzaban a definir. Y nada

habría pasado si no se hubiera arruinado la destilería, y con la caída de la destilería, cayó la

renta de Agripina, y con la caída de la renta de Agripina, cayó el crédito de Cayo en las

bodegas y las pulperías, y fue entonces cuando Cayo Duarte, que cada día parecía más

embotado y menos hábil hasta para caminar, empezó a liquidar su vida. Primero vendió la

casa y se mudó a otra más pequeña y ubicada en una zona bastante menos buscada por la

gente bien. La familia se alarmó, sobre todo porque Julia ya estaba en edad de recibir

amiguitas y además tendría que dejar de asistir al colegio de las monjas, que le quedaba

muy lejos. Pero en realidad cada quien en la familia tenía sus propios problemas y nadie

estaba en condiciones de ayudar a la pobre Agripina, cuyo padre, afortunadamente, había

muerto de viudez y soledad. Poco después de la mudanza, Cayo, ya casi convertido en un

inútil, empezó a vender lo que quedaba de su vida, su pasado remoto y su pasado cercano,

su presente y su futuro. Cada semana una chivera exhibía como antigüedad cualquier pieza

que podía ser o no ser pero hasta la semana anterior había estado usada y muy tranquila en

la casa de Cayo Duarte. Espadas, relojes, espuelas, morteros, látigos, aperos, pistolas,

biombos, vitrales, estatuillas, santos, porcelanas, vajillas, vasos, copas, cuadros, muebles,

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todo iba formando una lenta e imperceptible corriente y todo, o casi todo, gracias al silencio

de Agripina, terminaba más o menos sustituido por elementos de peltre o de vidrio barato,

muebles usados o recogidos en algún basurero, recortes de periódicos, piezas de fantasía y

muchas cosas más. Julia se divertía viendo los cambios. A veces jugaba con ella misma, se

apostaba a que un terminado mueble no amanecería al día siguiente, y se alegraba a saltos

cuando descubría que había ganado: el mueble ya no estaba. Cada cicatriz, cada triunfo,

cada marca, cada alegría, cada vacío, iba convirtiéndose en su calendario particular, en su

curiosa manera de contar los días y las semanas. El mes de mayo empezaba para ella con la

desaparición de la mesa negra, vieja mesa que había sido del tatarabuelo Juan Jacobo, y

hasta se decía que el general Sucre u otro de esos padres de la patria había escrito en ella

alguna carta. El dos de mayo era para ella el reloj, el reloj de pared que pacientemente iba

agregando campanadas cada cuarto de hora y obligaba a los mortales a dejar lo que

estuvieran haciendo y quedarse en tensa espera contando las campanadas para saber qué

hora era. El tres, la alfombra persa que recordaba el único viaje del abuelo Vitelino al más

misterioso de los continentes. El cuatro, el jarrón chino que el Presidente de la República le

regaló a Cayo y Agripina el día de la boda. El cinco, la pequeña biblioteca del segundo

patio, que nunca tuvo libros sino adornos que fueron desapareciendo uno por uno, uno por

cada día de abril. Y el seis la primera de las llamadas mesas ratonas del salón, en tanto que

el siete fue la segunda, el ocho la tercera, la cuarta el nueve, la quinta el diez, la sexta el

once y la séptima el doce. Un solo objeto no quería Julia que desapareciera: el retrato de la

abuela pintado por Martín Tovar y Tovar. Todo el que lo veía quedaba impresionado con

el parecido de la nieta con la abuela. Eran una misma persona. Y los ropajes de la época

llenaban muchos de los sueños de Julia. Se imaginaba con aquellas telas, con aquellas

muchísimas telas, rodeada de caballeros con excelentes trajes y mejores intenciones que

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pedirían su mano, y uno de ellos la sacaría para siempre de la pobreza. Hasta que una

mañana sólo encontró una mancha clara en la pared y se echó a llorar como si le hubieran

arrancado un ojo o un brazo o una pierna. Y su madre lloró con ella. Fue esa noche cuando

Agripina insultó con furia por vez primera a Cayo y lo amenazó con cosas horribles si

seguía llevándose la casa por cuotas para convertirla pieza a pieza en ron, en ron que

terminaba por convertirlo en una piltrafa, en un ser despreciable y despreciado, en una ruina

que todo lo tornaba en ruinas, en sueños rotos, quebrados, partidos, perdidos, derretidos

como el hielo bajo el sol en las playas tropicales. Las manos de Antonio se aferran a la

baranda de la escalera. La gente se mata en los campos. La gente muere en las ciudades

cuando estallan las bombas que llegan del cielo. La gente huye y se congela en las estepas

y en los cerros. Pero estos señores alzan las copas y se intercambian sonrisas. Al

responder las palabras del dueño de casa, dice el señor embajador don Bartolomé Mata:

¡Oh, caro señor embajador don Augusto Duarte y gentilísima señora doña Julia de Duarte!

Cuán cerca del cielo nos sentimos todos; sé que interpreto el sentir unánime de nuestros

colegas presentes al decir que nuestros corazones laten al unísono, son uno solo, un solo y

grande corazón como el de aquellos conquistadores y aquellos hombres de Dios que

llevaron a las Indias, a la América, el mensaje de paz de Nuestro Señor Jesucristo, y con él,

el idioma que hoy nos une, que hoy une nuestras patrias para hacerlas una sola;

permítaseme, pues, deciros que bajo este techo amigo que nos protege de las inclemencias

del tiempo, cerca de la crepitante leña del hogar que da calor a esta estancia, nos sentimos

todos hermanos, y es justamente por esa fraternidad, por ese hermanarse de nuestras almas

y por la felicidad personal y la ventura de los embajadores Duarte y de todos los presentes,

que alzo mi copa y brindo ¡salud, caballeros y hermosas damas! Y las sonrisas se elevaron

con las copas y las cabezas se inclinaron y las miradas se cruzaron mientras afuera, mucho

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más allá del horizonte, las bombas seguían cayendo y la gente moría y los cadáveres

quedaban al descubierto como esculturas de hielo y pavor y el embajador Octaviano

Quintana y Rufinito Fragosos, Encargado de Negocios, a.i., y las esposas de los cuatro,

completaban el cuadro de la mesa entre flores, candelabros, velas, platos de fina porcelana,

bases y cubiertos de plata, manteles y servilletas bordados a mano, vasos y copas de cristal,

botones de condecoraciones logradas con años de oficio y de doblar la cerviz en las solapas,

excepto en la del embajador doctor Quintana que era muy nuevo en el oficio de doblarla en

el extranjero y explicaba lentamente cómo las candidatas a vestales engañaban a sus

mayores fabricándose virgos mientras el embajador Mata explicaba detalles acerca de la

conservación de pieles de visón en climas cálidos y la señora Mata criticaba la manera de

vestirse de la embajadora de los Estados Unidos y eso que dicen que es de la primera

sociedad de Boston pero no hay sino que ver al marido, recalcaba la señora de Quintana,

ese sí que no ha comido con cubiertos nunca en su vida, pero es que los gringos lo que

mandan son ricachones que han dado plata para las campañas electorales, aseguraba la

señora Fragoso antes de hurgarse los dientes con la punta del tenedor mientras Augusto

Duarte hacía un chiste acerca de la inhabilidad de los europeos para bailar tango, chiste que

el embajador doctor Quintana se tomó muy en serio para dar una auténtica conferencia

acerca de la milonga y el tango, orígenes y porvenir, que concluyó con palabras de franca

aprobación por parte del embajador Mata, que aprovechó la oportunidad para narrar

interesantes anécdotas de su ya larga vida en el servicio diplomático con énfasis en la poca

clase de buena parte de los colegas que en otros sitios encontró, especialmente en lo tocante

a protocolo y vestimenta. Antonio temblaba en su escondite. Había pasado la tarde

escuchando la radio. Vio a su madre vestida para la cena. Era bella, decididamente bella,

pero Antonio no podía olvidar las escenas que había visto por una ventana ni las que había

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imaginado en una callejuela del centro de la ciudad. Ni lo que había escuchado de boca de

su madre, que como lo más natural un día le habló de todo lo que había hecho. Pero era

bella. Muy bella. Y olía a perfume de flores. Y recibía a los invitados, todo sonrisas, junto

al marido, como si nada hubiese ocurrido. Oír todo aquello y ver todo aquello desde su

nido. Y la luna. Una luna grande, triste, invernal, cristalina, de oboes y de guitarras

distantes. Una luna que miraba con ojos de perro famélico el humo de las chimeneas y el

miedo de muchísimos hombres y mujeres que esa noche temían la llegada del amanecer.

Antonio olvidó la mesa, olvidó el brillo de los cristales y el de los candelabros y miró de

lleno la luna, la vio desde el frío y comprendió que en otros lugares no se brindaba ni se

decía discurso alguno. La gente velaba sus muertos. Lloraba presente y pasado con

lágrimas de rosario. Que otros veían también las caras pálidas y frías como aquella misma

luna que no era de queso sino de sal. Como la noche que envolvía la casa puntiaguda

(flores en verano) en donde Antonio se dejaba llevar por el tic tac del viejo reloj. Las caras

pálidas y frías de sus padres y hermanos tirados en los caminos o sepultados en fosas

comunes luego de haber sido desmembrados por explosiones sin nombres ni apellidos que

llegaban desde el cielo, desde ese mismo cielo que a esa hora se poblaba con rápidas nubes

y silenciosos golpes del helado viento. Del helado viento que lleva los lamentos de una

provincia a la otra, de otra a otra comarca, como el olor a carne chamuscada que ni siquiera

puede atravesar el brazo de mar para llegar hasta la noche de Antonio. Claro, claro, no es

grato ir a identificar los restos de los connacionales, dice el embajador Mata, ¿verdad?

Pero en estos días cualquier viaje hace bien, amigo Augusto. Si yo tuviera con quién dejar

la embajada, me iba también, asegura el doctor Quintana. Es hora de irse, encantadores

amigos, interviene la señora Mata con su acento extranjero en todas partes, el dueño de casa

emprende viaje mañana muy temprano y debe descansar ¿no es así? Augusto Duarte lo

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mira con ojos de cansancio. Ha pasado las dos últimas horas peleando con el sueño. El

vino. Los licores dulces. Los discursos del embajador Mata, las anécdotas del embajador

Quintana, los bostezos tragacavernas del Encargado de Negocios, a.i, Fragoso, el humo de

los tabacos, la noche, el fuego de la chimenea, el monótono runrún de la conversación de

las mujeres en el cuarto vecino, todo le ha ido formando una capa de niebla que lo mantiene

como suspendido, y ahora sonríe y se ve más joven. Julia también sonríe. Está un poco

borracha a pesar de que apenas son las once de la mañana. Se acostó tarde y después de

tomar mucho, muchísimo. Ni siquiera sintió a Augusto cuando se fue de viaje. Un clavo

saca otra clavo y quedaba mucho del cóctel dulce que preparó la noche anterior. Un clavo

no saca otro clavo, pero lo disimula ¿no? Y Claudio Jonson se reía. Le gustaba aquello de

hacer el amor a las once de la mañana en el sofá de la biblioteca, aunque habría sido más

emocionante, más excitante, con el marido en casa. Siempre le interesaron esas

situaciones, y más con Julia, que era bella, realmente bella. Le gustaba que lo vieran con

ella, que lo vieran pasear con ella o tomar el té con ella. Citaba a varios amigos a los sitios

en donde se veía con Julia y los saludaba ruidosamente. Al principio Julia se preocupaba,

pero después se acostumbró y hasta le daba un beso en la boca al despedirse y dedicaba

sendas sonrisas a los amigos de Claudio, jóvenes como él y felices como él porque la

guerra no llegaría hasta ellos. Había que aprovechar los minutos, los segundos, y no

detenerse a pensar en lo que otros estarían pasando en esos mismos instantes. Había que

besar y desnudarse y montarse encima de Julia que reía y se le ofrecía niño niño niño y

Claudio sentía su pelo y su aliento y besaba sus pies y sus muslos y sus nalgas y su vientre

y su pecho y se internaba por sus tibios valles y se arrastraba por el piso y las paredes

dejando a su paso un rastro de baba que el viento secaría y convertiría en cuerdas de arpas

eólicas para cantar a la nieve que es negra cuando se acerca y verde cuando se adhiere a los

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cristales llevada por el viento que se mete en los ojos cerrados de Julia cuando las manos

abiertas de Julia frotan la espalda de Claudio que se ha metido en su vientre y se sacude y

se siente morir cuando las uñas de Julia se clavan en su piel y su boca muerde la boca de

Julia y las piernas de Julia se alzan y forman con el cuerpo de Claudio un enorme pájaro

blanco que quiere echar a volar y no puede echar a volar porque el otro cuerpo está encima

de ella y entra y sale y entra y sale y bailan la danza de la vida y bailan la danza de la

muerte y de vida y de muerte y de vida y de muerte y de vida y de muerte hasta que caen

como el agua de una catarata y se dejan llevar hacia el mar. Muy quietos en el sofá.

Oyendo cada uno la respiración del otro. Sintiendo cada uno el calor del otro. El color del

otro. Sonríen. Se visten lentamente. ¿Te vendrías conmigo? Pregunta Claudio de repente,

quebrando el silencio. ¿A dónde? Por unos días nada más, el viernes y el fin de semana,

por ejemplo, es una casita, una cabañita no más, hacia el Norte, te venís conmigo y estamos

de vuelta el martes. ¿Y mi casa? Le dejás una nota a tu marido, que estás conociendo el

Norte con una amiga, y te venís conmigo. A correr una aventura, a ser, a existir, a

demostrarse que es libre, que no tiene ataduras y que diga la gente lo que diga. La sola idea

la hace sentir, sola, lo que acaba de sentir con Claudio, y salen ambos casi corriendo de la

casa, ella con un atado de ropa y un abrigo pesado que disimula sus formas, él con una

alegría de colegial. Antonio los ve partir desde la ventana. Luego, curioso, leerá la nota

que Julia le ha dejado a Augusto, por si Augusto llega antes que ella, el martes. Los vi

desde la ventana, doctor, y no sé lo que pensé, porque la vi tan contenta. Pero algo debo

haber sospechado porque cuando me llamaron a almorzar pasé por la biblioteca y vi el

sobrecito, y lo abrí. Y era mentira, yo sabía que era mentira, que no estaba con ninguna

amiga sino con Jonson ¿me entiende? y yo sentí como si me hubieran dado una patada, un

punterazo en el esternón y pensé que tenía que decírselo a mi papá cuando mi papá llegara

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pero a la vez no me atrevía y tenía en la cabeza un lío espantoso que no creo que haya

dejado de tenerlo nunca, doctor. Se daba cuenta Antonio de que para él, su país no tenía

colores. Era todo en blanco y negro, o en sepias de diferentes intensidades, imágenes frías

en papel brillante u opaco en las que la cara de su padre joven resaltaba entre otras caracas

parecidas. Palmeras más o menos negras que se destacaban contra un cielo amarillento, y

abajo las olas congeladas de un mar más o menos gris que nunca alcanzaban a mojar los

pies de los recatados bañistas. Todo ello guardado con cuidado por Augusto Duarte en una

vieja caja metálica. Todo paralizado, detenido, estático, lejano, como inventado por la

memoria de sus padres. Comparaba la voz importada y ampulosa, aunque aguda, de

Echezuría, con la apenas perceptible de Aníbal Rodríguez, que siempre estaba enfermo, y

se daba cuenta de que a pesar de las diferencias, hablaban los dos muy parecido, tal como

Augusto y Julia, que hablaban muy diferente a como lo hacían Mata y Quintana y Fragoso

y muchos de los que a veces llegaban a llenar de voces todo el espacio vacío. Quintana y

Jonson hablaban parecido entre ellos, aunque Quintana era mucho más solemne. El

mayordomo y la cocinera hablaban como Mata, pero los tres muchachas de servicio

hablaban distinto a todos. Era como para no entender nada, doctor, o quizá yo me ponía a

pensar en eso para no tener que pensar en lo demás. En lo que estaba pasando en todas

partes, que la gente se mataba, que mataban a la gente como moscas, o lo que yo sabía que

estaba pasando con mi padre, y de repente me daba cuenta de que mi padre también lo

sabía, doctor, porque mi madre no llegó el martes ni el miércoles, sino el jueves ya casi de

noche, y mi padre tiene que haberse dado cuenta de que Jonson no había venido ni un solo

día a darme las clases, y tiene que haberse dado cuenta de que el viernes yo me negué a

recibir las clases de Jonson, y yo sé que él sabía la causa, doctor, si cuando yo le dije que

no iba a dejar que ese señor me diera más clases, él no me respondió, se quedó mirándome

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en silencio y cerró la puerta. Él lo sabía todo, doctor, él lo sabía y yo también. Yo creí que

todo iba a estallar, pero lo que estalló fue otra cosa, doctor, algo que ni yo ni nadie se

esperaba. Fue cuando se supo lo del tumor. Mi madre tenía un bulto en un pecho, le dijo al

doctor Quintana, y estaba perdiendo la vista por minutos, decía. Vamos por partes, una

cosa es la ceguera y otra el bulto, ¿cuánto tiempo hace que lo tiene? preguntó el embajador

que por un instante volvía a ser médico. Meses, doctor, meses, lo de la vista desde el

invierno, y lo del bulto no lo sé. Quintana no se atrevió a diagnosticar. Tiene que ir a un

oftalmólogo, y lo otro tiene que verlo un especialista y seguramente que le harán una

biopsia, no se preocupe, Julia, que es algo muy pequeño, una morididita, no más, pero es

que tienen que ver el tejido, no va a ser nada. Pero sí fue algo, y fue mucho, doctor, la cara

del doctor Quintana cuando habló con ellos cuando los doctores del hospital les dieron la

noticia, lo dijo todo. Se le veía preocupado. Lo de la vista es serio, hay un deterioro fuerte

de la retina y del nervio óptico, pero lo del pecho es bastante más preocupoante. Los

doctores de acá insisten en una mastectomía total. Una mastectomía total es un poco

radical, Duarte, dejemé hablarles a ver qué me dicen como colegas. Pero no había nada que

hacer ni tiempo que perder, fue lo que les dijo el doctor Quintana. Era un tumor maligno y

bastante avanzado y había que combatir el mal de raíz. Sin dudas. Y yo escuché a mi

madre llorar, y decirle a mi padre que era castigo de Dios, doctor, y oí a mi padre llorar y

decirle que él sí la perdonaba. Y vi cómo se consumía, y cómo fue quedándose ciega y

cómo sufría hasta el llanto cada vez que le cambiaban los vendajes, y cómo el brazo

derecho se le convirtió en una pierna de elefante, y cómo se consumía y se iba poniendo

cada día más lejana y más ausente, y cómo empezó a asfixiarse, doctor, y a pedir a gritos

que le inyectaran morfina, o que la mataran, porque ya no soportaba el sufrimiento. Y vi

cómo el cura, un vasco que había escapado a duras penas de España, conversaba con ella y

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la confesaba y le daba el perdón de Dios que ella misma no se daba. Y luego cómo una

mañana, mientras ella empezaba más que a respirar a jadear, a correr entre los bosques de la

muerte, el mismo cura le aplicaba los óleos y le rezaba a su cuerpo, porque su alma ya no

estaba allí. Y Antonio supo que su madre había muerto sin necesidad de que su padre se lo

dijera. Se la llevaron y Antonio fue a visitar su tumba, luego de acompañar a su padre a

recibir a los colegas diplomáticos que lo saludaban casi sin decirle una palabra, firmaban un

libro y se iban. Y en la tarde, Augusto se encerró en su dormitorio y se bebió una botella

entera de brandy, mientras Antonio se asomaba a la terraza y se encerraba en su silencio

para no escuchar la voz de su padre que parece salir de un manantial conectado con el

mismo infierno, manantial de maldiciones, de protestas, de gritos y lamentos. La guerra

estaba demasiado lejos y demasiado cerca. Antonio escucha en la radio gótica las noticias

y lo que dicen los unos y los otros. En la escuela, en el colegio católico francés, los niños

repiten lo que escuchan a sus mayores. Antonio repite lo que escucha en la radio. Su padre

no le dice nada. Su padre se encierra muy temprano a beber brandy y termina a veces

maldiciendo y a veces dormido en el suelo. Ya ni siquiera recibe a sus colegas. Ya ni

siquiera responde las cartas. Aníbal Rodríguez, a pesar de sus achaques, escribe las

respuestas y las hace firmar por el embajador en cuanto el embajador sale de su dormitorio,

en las mañanas, y antes de que vuelva a encerrarse en su dormitorio a emborracharse y a

gritar y a maldecir. Varias veces Quintana y Mata trataron de sacarlo de aquel círculo

maldito. Y en dos oportunidades lograron que los acompañara, pero sólo para que

regresara en andas. Allá la gente seguía matándose. Hitler había atacado a Rusia y Japón a

los Estados Unidos, y aún los germanófilos, como el embajador Mata, ya estaban

convencidos de que el futuro de Herr Hitler ya había sido decidido en alguna asamblea de

dioses, y pronto acabaría aquella carnicería. Corrían rumores acerca de la matanza de

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judíos, por millones, y se decía que también Stalin había matado fríamente a muchos

millones. Augusto Duarte seguía internado en su propio jardín de fuego, en su campana de

muerte, que no lo dejaba escuchar la música cercana. Y su hijo empezaba a refugiarse en

los muros de la biblioteca. Se daba cuenta de que todo estaba mal. Lamentaba ver cómo su

padre se iba alejando de sí mismo. El doctor Quintana, que ya era el único que lo visitaba,

le había advertido que su salud no andaba nada bien. Veía claros síntomas de desnutrición

y sospechaba que el hígado empezaba a verse comprometido. Por sugerencia suya, el

secretario Rodríguez se atrevió a enviar mensajes claros a Caracas y se lo contó a Antonio.

Es mejor que el embajador regrese cuando se pueda viajar, le dijo, aquí no le va a ir nada

bien. Antonio se sintió desconcertado. Presintió que el río se disfrazaba de muerte. Un

final, un canto fúnebre de cellos y de contrabajos en pizzicato y contrafagotes que repetían

incesantemente la misma nota, siempre la misma nota, como para fabricar en el tiempo una

extraña melodía de horizonte, de nubes, de espera. Como si en vez de los grillos de

siempre tuviera en los oídos pájaros campana dispuestos a repetir y repetir y repetir su

canto hasta obligarme a dormir, a dormir y dormir y dormir durante días y noches, noches y

días. O como si las olas más grandes del océano lejano se me hubieran metido en el

cerebro y estuviesen continuamente reventando contra la arena del miedo. Un rumor

incesante que siempre parecería listo a crecer pero no aumenta nunca. Siempre amenaza,

siempre lejana nube que no termina de convertirse en tormenta. Siempre bajo continuo,

tensión que parece venir del horizonte pero nunca se resuelve. Son los peores días.

Mañanas, tardes, noches, todo el espacio como cubierto por una cortina lechosa, traslúcida,

que todo lo baña de cal, de salitre, de tiza que se esparce por las horas y lo aleja todo.

Siento deseos de acostarme, de echarme, de dejar entonces que los años pasen. Que el

mundo me encuentre dentro de mucho tiempo encerrado en este inmenso vientre, envuelto

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por una placenta blanquecina que repite el tic tac de un reloj. Mandar al infierno a

Zimmerman y a Selzerberg y a Kissinger y a Pedrosalas y a Mongo Aurelio y a Bertolotti y

a Francesco que en esos períodos parecen gozar y quieren atormentarme y ensañarse contra

mí y escupir mi indiferencia sobre los ojos de Amadeo y Marcelita y Alcuézar y Mascagni

y Aizúria y Peluffo y Arreghi y Carmencita y Julia y Ghía y Regueiro y Sedús y los Ferrini

que en esos días adquieren una dimensión muy diferente. Al principio crecen, parece como

si te estuvieran mirando siempre, siempre muy serios, sin la más mínima traza de alegría ni

de interés. Simplemente viéndote. Y de repente cada uno vuelve a su mundo, a su rincón

de la jaula, dejan de contemplarte y empiezan a disminuirse, a encogerse, pero no a alejarse

sino a convertirse en miniaturas, en pigmeos con piel de ceniza aislados los unos de los

otros, hasta que terminan por integrarse al gris neblinoso, a la calina silente que te envuelve

como la fiebre. Y el regreso es doloroso, pero doloroso físicamente. Sientes como

martillos dentro del cerebro y parecería que te crece el estómago y todas las vísceras se

pelearan dentro de ti. Sientes nauseas. Se te clava un sabor amargo dentro de la boca pero

no puedes vomitar. Es como si todas las venas se te llenaran de saliva amarga. El aire que

respiras se te torna insoportablemente caliente y todo empieza a latirte. Quieres llorar y no

puedes. Y te das cuenta de que bailan como brujas en torno a tu agonía. Que la luz se

cuela por las figuras estáticas del viejo vitral que Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte,

hizo montar en la puerta lateral. Algún pariente lejano lo trajo de Bruselas y lo dejó

guardado entre trastos y recuerdos en el húmedo cuarto del final del patio. Cuando

demolieron la casa para hacer un templo que a la larga terminaría como taller de imprenta,

Antonia rescató la pieza. Muchas había visto en Europa, pero ninguna tan bella. El sol de

la tarde la ponía a bailar y la convertía en universo con vida propia. Antonia recordaba

entonces sus primeros meses después del regreso, cuando prefería encerrarse a ver las

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extrañas figuras que nacían de la nada en el tragaluz que alguien había tapado con un vidrio

lila. Cerraba las puertas y las ventanas del salón y se quedaba viendo el rayo de luz que al

tocar una pared o el piso o un mueble renacía y se convertía en bailarina de polvo, ánima

extraviada que pasaba siempre sin saberlo cerca de la entrada del cielo. Y Antonia la veía

vivir hasta que se cansaba de aquel juego y se encerraba a leer. O a decidir cuál Antonia

quería reencarnar en ese instante, si la desafortunada hija del Emperador Claudio, la que

estuvo casada primero con Pompeyo Magno y después con Fausto Seylla y al final se negó

a casarse con su primo, el más Claudio de los Claudios, su primo y tío y sobrino y hermano

y padre e hijo, Nerón, el loco. O Antonia la Mayor, la primera hija de Marco Antonio y

Octavia, sobrina de Augusto, esposa de Domicio Enorbarbo, madre de Cneo Domicio,

abuela de el más Claudio de los Claudios, su primo y tío y sobrino y hermano y padre e

hijo, Nerón, el loco. O Antonia la menor, hija también de Marco Antonio, casada con

Nerón Druso, madre de Germánico y Nerón y Livia, finalmente envenenada por su nieto

Calígula, caricatura de caricaturas, Claudio máximo, Julio mínimo, enterrador de flores,

envenenador, perversa damisela. Antonias de trágico sino imaginadas en la semipenumbra.

Las veía altas y hermosas aunque hubieran sido bajas y regordetas, de pelo muy negro y

ojos muy pequeños. Las inventaba siempre elegantes y muy señoras, reclinadas en sus

salones, rodeadas siempre por héroes y pensadores, poetas y soldados, aunque hayan sido

mujeres envueltas por mezquindades y olorosas a ajo y cebolla que para verse elegantes

cuando era indispensable sufrían ante espejos casi opacos para hacerse los afeites y

envidiaban a otras que no eran ni hijas ni hermanas ni sobrinas ni madres de Julios ni de

Claudios ni de Antonios y apenas requerían una tela y un rayo de luz para verse bellas. Un

rayo de luz que se iba oscureciendo hasta volverse ánima en pena mientras Antonia Velarde

soñaba despierta y se convertía en Antonia Félix, hija del difunto Emperador que mataba

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lentamente el tiempo en su enorme palacio de patios y albercas y solarios y triclinios y

enormes espejos que reflejaban el cielo precioso de Roma. Antonia Félix gobernaba con

mano delicada y firme, se hacía respetar y temer por pretores, cuestores, ediles y todos los

que de alguna manera pudieran transmitir sus deseos y sus órdenes a su amado pueblo, que

la veneraba. Algún día llegaría de lejanas tierras un hermoso legionario, un joven bello por

cuyas venas no corriera ni una gota de sangre Claudia y sobre un camino de pétalos y entre

cantos de doncellas entrarían al tálamo para que una era de felicidad cubriera al pueblo

romano, una era infinita, definitiva, en la que la Tierra volvería a ser el Paraíso terrenal.

Pero la luz blanca venía a espantar de un ventarrón todos sus sueños: es hora de ir a misa,

niña Antonia, le dice la negrita con su voz de puercoespín, y una sensación de frío invade

todo el cuerpo de Antonia. Lavarse, vestirse, peinarse, cubrirse, tomar unos sorbitos de

agua y salir mientras la neblina termina de retirarse hacia la verde mole del Norte. Va con

su madre y las dos muchachas, tímidas escoltas que parecen ir recogiendo el orgullo que la

viuda de Velarde va desparramando. Antonia no se atreve ni a mirar hacia los lados, las

niñas decente ven hacia el frente y un poco hacia abajo aun manteniendo la frente muy en

alto, Antonia, para evitar las miradas de los hombres. No era así en Europa, recuerda

Antonia, no tenía que ir a misa todos los días ni rezar todas las tardes ni nadar en humo de

incienso ni esperar mientras pasa el canto monótono de las letanías ni ocultarse en la

negrura de aquellos trajes pesados ni cubrirse los ojos ni negarle a nadie una mirada ni

ofrecer a un Dios lejano y duro hasta el menor pensamiento. Mientras el cura repetía

mecánicamente sus ritos y cambiaba de sitio y alzaba y bajaba las manos y la mirada y el

monaguillo respondía como por salir del paso y sin entender ni una jota de los latinajos,

Antonia volvía a las fórmulas que había intuido en sus visitas a los antiguos templos

romanos o en sus lecturas secretas acerca de aquellas épocas en las que, pensaba, la gente

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vivía por vivir y moría por morir. Así sería bajo el imperio del valiente y noble legionario

esposo de Antonia Félix, que legislaría con su voz de chocolate espeso y regaría por los

campos sembrados la serena dulzura de sus ojos de esmeralda. La campanilla la sacó por

un instante de aquellas regiones. Caminó con su madre por el pasillo, se arrodilló y abrió la

boca para recibir la comunión. Tragó con dificultad, apretó aún más las manos e inclinó la

cabeza y aprovechó aquellos instantes de recogimiento para volver del todo a los tiempos

de Antonia Félix y ver a los niños que jugaban desnudos entre columnas corintias

adornadas por flores contentas bajo pérgolas cargadas de uvas y pájaros. Flautas y

tamborines, y algún viejo filósofo que después del juego les hablaba de otros tiempos o les

explicaba la naturaleza de las cosas y les enseñaba las formas con las formas y las ideas con

las ideas y el pasado con el presente de manera tal, que los niños no se daban cuenta de que

habían dejado de jugar y seguían riendo y coreaban al viejo maestro que terminaba jugando

y bailando con ellos. El Imperio de Antonia Félix era de los niños, contarían siglos después

los eruditos, y de él nacieron todos los bienes que la civilización ha alcanzado y alcanzará

en lo futuro. Qué piadosa tu hija Antonia, comentaban las beatas a la viuda Velarde. No

tiene los defectos de los Duarte, comentaban después entre ellas, cuando no estaba la viuda

Velarde. Y del templo directamente a la casa, otra vez las dos adelante, muy tiesas y sin

voltear, y las escoltas de café y cacao atrás sonriendito hacia todos los costados y como

avergonzadas por tener que cargar imaginarios mantos tan pesados a la vista de todos los

zagaletones que les picaban los ojos y les decían insolencias divertidas sin tener que abrir

las bocas. Luego coser y bordar y bordar y coser y oír a las señoras y señoritas viejas

repetir una y otra vez sus consejas y sus historias y sus recomendaciones y traer los últimos

chismes que en verdad que no podían ser ni eran los últimos porque mientras terminaban de

llegar a la casa de la viuda Velarde ya alguna barbaridad habría hecho cualquier tarambana

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o la mujer de alguno habría metido la pata o cualquier otro se habría visto envuelto en

algún lío que para qué te cuento. Pero ni siquiera de los mejores podía enterarse en

propiedad Antonia. En su presencia no se decían ciertas cosas. Apenas se sugerían, se

bocetaban en el aire con palabras veladas, se señalaban con gestos, pero nunca se

explayaban o se extendían en el sólido piso, porque hay ciertas cosas que una niña decente

no debe oír ni saber ni sospechar. Pero a pesar de todos aquellos misterios y todas las

precauciones, Antonia se enteraba cada día de algo prohibido y misterioso, muchas veces

había escuchado a las muchachas de servicio durante sus charlas nocturnas que ella

acompañaba desde su escondite, contarse lo que hacían y explicar cómo a los hombres se

les ponía duro y grande lo de hacer pipí y se los metían a ellas por el agujero de adelante, y

supo que los hombres les tocaban a ellas las tetas y las hacían disfrutar. Y se enteró

también de que sus abuelos hombres y sus tíos hombres y sus primos hombres solían

hacerles todas esas cosas a las mujeres de servicio y algunas lo gozaban pero otras lo

sufrían y que de esa manera fue como nacieron muchos niños y niñas que solían rondar por

la casa y eran tratados con bondad pero con distancia por su madre. Fue así como entró en

un período de muchos y muy variados sueños en los que a veces durante toda una noche se

veía haciendo o dejándose hacer todo aquello que solía imaginar o había escuchado

describir a las mujeres en sus diálogos nocturnos. Que se multiplicaron y la envolvieron

del todo cuando supo que su madre la llevaría a una fiesta. Empezó a preparase para entrar

de lleno en aquellos territorios que apenas podía sospechar. Sus ojos atentos descubrirían

al fornido legionario que los sueños le anunciaban. Y caminarían haciendo figuras entre las

columnas y se sentarían junto a una fuente a contar estrellas. Pero no había fuente ni

columnas ni estrellas ni caminos arbolados ni jóvenes legionarios, sino una casa muy

parecida a la suya llena de jóvenes muy parecidos los unos a los otros, casi todos parientes,

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todos hambrientos, muchos tímidos, que se saludaban y comían y bebían ante las miradas

de las señoras que cuidaban a sus niñas, sentadas como un zócalo de telas y carnes con

cabezas que se balanceaban buscando siempre a sus hijas y sobrinas sin dejar de hablar. Y

afuera, al otro lado de las ventanas enrejadas, otro mundo: el de colores opacos, pieles

pardas y ojos que esperaban a que aquello terminara para recoger las sobras. A pesar de las

semanas de ensayo y de los gritos histéricos de Musiú Vernier, pretendido profesor de

danza, la Cuadrilla resultó un fracaso. Las otras niñas miraban a Antonia con abierta

envidia, porque sabían que hablaba idiomas y que había estudiado en Europa y la tenían por

petulante. Los muchachos la miraban con cierta codicia, pero ninguno de ellos tenía un

ápice de centurión. Las mujeres de la familia la traían y la llevaban y le levantaban un

poquito la falda para verle los fustanes y le pedían que les hablara en francés o en inglés o

en alemán y le decían que estaba linda, que era bella, que se parecía a su madre o a su

abuela y todo era parte de una misma pesadilla que la hacía sentirse como un pecesito en

una pecera que estaba a punto de quebrarse por la manoseadera. Antonia sintió deseos de

quitarse todos aquellos trapos y salir a correr en cueros por las calles y gritarles en inglés y

en francés y en alemán todas las malas palabras que recordaba y en castellano varias

palabrotas que avergonzarían a un carretero y decirles que ella estaba enterada de lo que

ellas hacían y de lo que ellos querían y de lo que ellas toleraban y de lo que ellos

practicaban y sabía que todo aquel cantar dulzuras e inclinarse y besar manos y entornar los

ojos e imitar grotescamente lo que ya era grotesco al otro lado del océano le daba náuseas.

Pero no podía. Debía quedarse muy quieta, modosita, tímida, sonriendo cada vez que le

dirigían la palabra, inclinándose graciosa cada vez que le presentaban un pariente. Antonia

Félix se sentía Antonia Mínima, muy lejos de la cabeza del mundo. Y no veía señal alguna

que le anunciara la llegada del legionario esperado, el príncipe feliz que la llevaría en su

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cuádriga por los caminos de piedra, devorando piedras miliarias hasta llegar a los muros de

la ciudad indestructible. Sólo jóvenes lampiños o con un leve bozo sobre la boca, que nada

le decía. Varios parecían mirar al resto con cierto desprecio. Eran un poco mayores y ya

habían conocido los burdeles. Antonia vio cuando su madre y una de las primas viejas se

acercaron a ese grupo y arrancaron a uno de los jóvenes con cara y ojos de Duarte, uno de

los que la había visto con ojos de codicia, Antonia, tu primo Tiberio, Tiberio Duarte, que

quería conocerte, Antonia, mi hijo Tiberio, Antonia es tu prima que estaba en Europa, tú

sabes, pero no se parecía en nada al legionario que esperaba. Este primo movía su bigotito

puntiagudo y paraba el culo convencido de que hacía una reverencia y de inmediato ella se

fijó en que sus ojos no miraban sus ojos sino sus tetas. Tiberio es el más inteligente de los

primos, le dijo después su madre, dicen que heredó todo el talento del abuelo; tu papá lo

quería mucho y pensaba que iba a llegar muy lejos. Pero Antonia no ha visto nada en

aquellos ojos oscuros y chispeantes que parecían siempre en busca de reflejos. Era muy

parecido a los otros, muy pariente de todos los parientes y Antonia no pudo saber cuál de

ellos se llamaba Cayo o cuál Cesar o Augusto o Julio o Tiberio u Horacio o Virgilio o

Pompeyo o Antonio o como quiera que se llamara. Todos eran jóvenes más o menos

delgados de pelo negro y ojos negros y facciones sensuales y voz gruesa, todos como

cortados por la misma tijera, unos un poco más claros, otros un poco menos claros, y se

vestían todos de negro, muy elegantes, con chalecos y leontinas, y todos le habían dicho

más o menos lo mismo y se movían parecido y se desplazaban de un lado a otro de la casa.

De manera que el tal Tiberio, aunque fue el único del que habló su madre en especial,

terminó confundiéndosele con todos los demás primos en el mar de la memoria y no volvió

a pensar en él ni en ninguno de ellos, sino en el legionario que esa vez no le había aparecido

pero, en fin, ya vendría, ya llegaría a rescatarla del tedio de aquella casa y de aquella gente.

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Hasta que una tarde le entregó una de las muchachas un papel doblado. Era un poema sin

firma, un soneto que quería entrar de lleno en su corazón, decía, y luego se enredaba en

florituras que harían fruncir la nariz a cualquier buen rimador. Antonia, ante tal enredo,

llegó a la conclusión de que el autor era un extranjero. ¿Sería el esperado legionario? Y

desde ese día, a la misma hora, le llegaba un nuevo papel. Sonetos, romances, liras, cada

día menos confusos los versos que los formaban. Cada día más cristalinos. Como si el

legionario estuviera aprendiendo el idioma de la amaba y cada tarde escribiera mejor. Pero

una tarde, al leer el poema de ese día, Antonia tuvo un presentimiento. Buscó en la

biblioteca y al tercer libro encontró, palabra por palabra, salvo un discreto error de

transcripción, el poema que el secreto amador le había enviado. Rápidamente le escribió,

con letra grande y atravesada, un yo también leí el original, no me moleste más. Y durante

otros cinco días rechazó los papeles, hasta que el falso legionario se cansó de enviárselos.

Dos semanas después su señora madre le informó que había autorizado al primo Tiberio

Duarte a visitarla con las acostumbradas restricciones de tiempo y lugar, y el sábado, a las

cinco en punto de la tarde, se apareció Tiberio e hizo su primera visita en presencia de la

señora Velarde, dos tías solteras, una prima que a la larga terminaría soltera, y buena parte

de la servidumbre. Tomaron chocolate, hablaron del tiempo, llenaron el espacio de

silencios sólidos. Oyeron el paso del tiempo. Respiraron y hasta hubo, por parte de él, un

par de sonoros suspiros. Y sólo al final se atrevió Tiberio a decirle a Antonia algo en

privado, o casi en privado, porque por lo menos una de las tías solteras y dos de las

muchachas de servicio se enteraron de que era él quien le había remitido los versos y se

había enterado muy tarde de que el poeta al que le pagó, lo había estafado miserablemente,

pues si bien algunos eran originales, otros eran copiados de uno o varios libros. Semana

tras semana, mes tras mes, siempre la misma visita con las mismas palabras y las mismas

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expresiones, una y otra vez, hasta que una tarde todo pareció cambiar de repente. No se

habló de la familia ni del tiempo. Tiberio Duarte entró triunfante anunciando que el nuevo

Ministro de Fomento era su amigo y le daría un puestazo. Y el que consiguió un puestazo

en el gobierno fue Tiberito, tú sabes, el hijo de Tiberio, y parece que se casa con Antonia, la

hija de Velarde, qué lástima, una muchacha criada en Europa y que habla cuatro idiomas,

¡cuatro idiomas!, linda, educadísima, que hubiera podido conseguirse allá un príncipe de

verdad, y venir a traérsela para que se case con un primo que lo que es, es un fatuo, que se

cree conde porque esconde el rabo de burro, qué desperdicio. Antonia recibió la noticia

con resignación y calma. Era el destino creado por el nombre: Antonia, la hija de Claudio,

nunca quiso casarse con Pompeyo Magno ni con Fausto Seylla, pero aceptó su sino y la

pasó más o menos bien, en cambio cuando quiso negarse a su matrimonio con Nerón tuvo

que oír sentencia y resignarse a morir. Se veía Antonia, si se negaba, condenada a arder en

la pira, decapitada, crucificada o atravesada por una lanza o lapidada o enterrada viva.

Quizá tendría que esperar la llegada del legionario ya casada. Se limitó a sonreír con

serenidad cuando le participaron que ya todo estaba listo, que la boda sería el cuatro de

septiembre porque el cinco debía salir el marido en comisión y ese viaje sería la luna de

miel. Ni se molestó en explicarles que ese día no habría entonces prima nocte porque la

prima estaría obturada, tapada, día y nocte por trapos, por paños, por mala. Confiaría en la

suerte, en que sus reglas nunca habían sido regulares. Y ojalá que las cosas no fueran como

decían algunas de las muchachas del patio. Que no hubiera violencia ni dolor. Que todo

pasara rápido. Y que después, algún día, llegara el legionario a enmendar aquel error, a

salvarla, a llevársela a algún reino en las montañas para, desde allá, regresar a conquistar

valles y llanuras e imponer su Imperio, Antonia Félix, y borrar la tristeza y la ignorancia de

la faz de la Tierra. Pero Antonia es una niña decente y sonríe y da las gracias y deja que

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todos hagan y hagan y no se atreve a preguntar ni a decir ni a intervenir. La llevan y la

traen. El mantón de encajes de la bisabuela. El vestido de la madre. Las manos de los

otros. La mirada ausente. Va a llevarte el Presidente, Antonia ¡qué honor! Antonia, el

Presidente va a llevarte al altar. Todo revuelto mientras el caos busca el orden. Flores,

regalos, gente que va y viene, niños, viejos, todo el mundo se prepara para hacer bien su

papel. Antonia se deja vestir. Se deja llevar ante el espejo y ve a una Antonia vestida de

novia, una Antonia que la ve a ella, Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia

que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia

que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia y el reflejo se refleja en

el reflejo que se refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo

que se refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo que se

refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo que se refleja en el reflejo que se refleja en el

reflejo y la luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en

luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en luz que choca

contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en luz que choca contra la

superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en luz que choca contra la superficie del

espejo y vuelve a los ojos convertida en luz que choca contra la superficie del espejo y

vuelve a los ojos convertida en luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los

ojos convertida en luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos

convertida en luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en

luz que choca contra la superficie del espejo y vuelve a los ojos convertida en donde la

Antonia mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la

Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia que mira a la

Antonia que mira a la Antonia que mira a la Antonia que se ve lejos de ella y se aleja de

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ella misma y de la otra y de la luz y de la carne y de la de los reflejos y quisiera estar

volando por encima de campos cultivados y escoltada por pájaros enormes que vuelan

sobre los obeliscos y los troncos de los árboles y anuncian a los campesinos que en el cielo

está volando Antonia Félix y vendrá para todos un tiempo de alegrías y cantos y bailes con

panderetas y flautas y guitarras y chirimíes y tamborines y entre todos levarán a Antonia y

traerán a Antonia que se dejará llevar y traer sin decir nada ni siquiera al ver al hombre de

barba puntiaguda y barriga inflada que se cree el centro de la atención y le ofrece el brazo y

saluda con pompa a diestra y siniestra sin darse cuenta de que está en un templo y un coro

canta un tanto desafinado y la gente cuchichea mientras el cura va diciendo las cosas que

tiene que decir y sólo cuando Tiberio le puso el anillo comprendió Antonia que todo era

cierto y no era una pesadilla y se estaba casando con un primo muy parecido a todos los

primos y le respiraba pesadamente al lado y se veía tan inflado como el fatuo Señor

Presidente que no era su primo y tenía algo de zambo y que después en la fiesta se hizo

rodear de adulantes mientras todos los primos reían y se repetían los chistes y la gente

celebraba y se hacía ver por el Señor Presidente que se despidió de Antonia con un beso en

la mano que le dejó un huella de saliva que bien podría haber hecho un caracol o una

babosa y Antonia de nuevo se deja traer y llevar por la brisa y sonríe y espera y besa y se

deja besar y se deja coger por Tiberio y se queda en tinieblas sabiendo que nada de aquello

era cercano a lo que decían las mujeres en el patio ni a lo que ella se imaginaba las veces

que se frotó allá abajo y no había habido ni un dejo de ternura ni de hombría ni de amor ni

de dulzura sino un caballo montando a una yegua o un perro a una perra o un toro a una

vaca o un chanco a una chanca y arriba y adentro y sacude y afuera y sacude y afuera y

sacude y afuera y sacude y afuera y sacude y afuera y sacude y afuera y sacude y afuera y

sacude y afuera y sacude y afuera y temblor de batatas y de ojos cerrados y luego el pañito

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y lavarse la pinga y darse golpes de pecho y dormir como un cerdo hasta que el sol le pegó

en la cara y Antonia vio las cañas manchadas y torcidas del techo de la vieja casa de la

finca y oyó el canto de los gallos y las canciones de ordeño y sintió el fresco de la selva

verde y escuchó la voz de las caídas de agua y se miró brevemente en el espejo y trató de

convencerse de que lo real era ella y no la imagen que la miraba desde el espejo y también

tenía frío y escuchaba los ronquidos de Tiberio Duarte que dormía con su bigotera y

hediondo a los emplastes que se ponía para que no se le cayera el pelo. Varios días después

deshicieron el camino que iba paralelo al río, en el mismo valle, y llegaron a su casa en la

ciudad. Misia Antonia, le decían, o doña Antonia, y era lo mismo. Siempre lo mismo.

Siempre Tiberio se la cogía sin decirle ni siquiera una palabra tierna. Y ella se sentía

obligada a dejar que Tiberio la montara, le llevara un pañito para ponérselo entre las piernas

y se echara a roncar como un cochino. Hasta que sintió que su cuerpo cambiaba, que

dentro de ella se movía otro mundo. El doctor, con cara de preocupación, le anunció que

habría problemas. Que no estaba bien dotada para ser madre. Que su vientre se resistía a

sostener dentro de sí una criatura y por eso luchaba por expulsarlas. Tal como lo hizo

nueve veces. Buscaron ayuda en varios sitios. Consultaron a todos los médicos posibles,

hasta que llegó de visita un doctor de Lucerna y le dijo que tenía que acostarse y pasar en

cama los nueve meses del embarazo, además de tomar unas píldoras que eran poco menos

que mágicas. Y tuvo razón. Por fin el embarazo pasó del tercer mes. Su cuerpo empezó a

deformarse, su vientre crecía, tal como sus pechos. Su cara empezó a redondearse, como

toda ella. Y todo la molestaba. Ruidos, olores, comidas, bebidas. Todo la agredía desde

todos los rincones. En especial la presencia de Tiberio, que tuvo que mudarse a un

dormitorio en el segundo patio. Muchas veces vomitaba todo lo que había comido durante

el día. Entonces volvía a comer hasta que el cuerpo retenía los alimentos, y se echaba a

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dormir exigiendo a todos un silencio que se hacía siempre insoportable. Y hacia el final del

noveno mes de aquella miseria colectiva, esa madrugada se le convirtió en infierno. El

vientre le sonaba cataratas. Un rumor de esperas invadió sus venas. Y una luz enorme,

blanca y seca, invadió todos sus órganos. La muerte amenazaba desde abajo. Nada vivo

podía salir de tanto dolor. Gritaba y gritaba Antonia mientras las mujeres corrían y gritaban

con ella y su madre y varias tías y viudas y solteras rezaban en voz alta en los corredores.

Agua y rezos, paños y palanganas, gritos y oraciones. Y la comadrona que terminó por

pedir que llamaran a un doctor y a un cura porque aquello se le había ido de las manos.

Tiberio los buscó en histórica carrera, y cuando llegaron, ya el niño había nacido. El niño

está mal, dice el cura. El niño está bien, dice el doctor. ¿Y la madre? Pregunta la abuela

del recién nacido. La madre descansa, está agotada, se durmió sin ver al niño. El doctor

lava al niño y el cura lo bautiza, Augusto César Octavio, y le da la extremaunción. Las

mujeres lloran, hasta que el doctor saca un gotero y vacía en la boca del niño el tónico

especial para recién nacidos del Doctor Shitt que compró en su viaje a Boston. El niño

pone una cara de asco que por unos segundos paraliza a los presentes, porque es la

expresión de un viejo, lo que miran, y de repente estalla a llorar. Llora como cualquier

recién nacido Augusto Duarte, llora como protestando porque lo han sacado de su tibio

ambiente y lo han golpeado y lo han vejado y lo han hecho beber una poción que sabe a

mierda y una luz de cuchillos hirvientes le ha herido los ojos y un mundo de grullas le ha

ofendido los tímpanos. Tres días seguidos pasó Augusto Duarte chillando. Los mismos

tres días que Tiberio Duarte pasó celebrando de pulpería en pulpería y de casa de putas en

casa de putas y de borrachera en borrachera. Y a los cuarenta días del parto, cuando

Tiberio entró a la alcoba de su mujer con una sonrisa de diablo y la lanza de amor

enarbolada, su mujer lo echó con violencia porque hacer eso tan pronto le iba a cortar la

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leche. Desde ese día, Tiberio Duarte fue cliente fijo de los pocos burdeles con putas

francesas que en aquellos días tenía la pequeña ciudad al pie de la montaña bella. Cuatro

noches a la semana iba a los lupanares, una a la casa de una querida, otra cenaba

púdicamente en su casa, con su mujer, y la séptima, como es sabido, era para descansar.

Aunque uno termina cansado de tanto descansar. Todos los días parecen copias exactas de

los anteriores y el día siguiente siempre será igual al de hoy. Las variaciones, mínimas.

Apenas un relentar de un trino o un estirar un acorde o cambiar una arcada, pero ya el

tempo definitivo se fijó y no va a cambiar. Se discute por un rato si uno de los

instrumentos está por debajo de los demás, y entonces el ejecutante aumenta la fuerza o

trata el arco, pero, en lo grueso, cada vez que se ejecuta la obra, es igual. Amadeo nota a

veces los pequeños cambios que hacen, sobre todo en la tercera variación, en la que parece

que no han logrado ponerse de acuerdo todavía. Una y otra vez se interrumpe la ejecución

apenas terminada la segunda y los que oímos nos quedamos esperando. Eso es una Trucha

por cuotas, dice el doctor Kissinger, que con esas gracejerías quiere que lo creamos culto.

Si la metempsícosis existe (como jura Mario Peluffo) Kissinger debe haber sido o va a ser

un simple sapo. A veces converso con Regueiro, Mascagni o Arreghi sobre esos temas.

Inventamos las más refinadas torturas para liquidar a Zimmerman, Selzerberg, Kissinger y

todos sus esbirros. Los encerramos en una celda construida a propósito sin puertas ni

ventanas, esférica y resbalosa, después de despellejarlos y poco a poco vamos llenándola de

jugo de limón con sal, a veces hirviente y a veces helado, hasta que no les quede de aire

sino un espacio en donde a duras penas puedan respirar, y entonces vaciamos la esfera y

repetimos la operación. Solamente con la muerte podrán salir de la tortura. O los

despellejamos, los bañamos de limón con sal y los dejamos al sol para luego bañarlos con

miel y atraer millones de hormigas famélicas. O los iremos pinchando con alfileres

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oxidados, diez pinchazos cada diez minutos, hasta que mueran de tétanos o de gangrena o

de la infección. O desangrados. Regueiro es realmente erudito en torturas. Ha estudiado a

fondo la materia en antiguos tratados y ha leído todo lo que hizo la iglesia durante la

inquisición. Amadeo se sonríe como con timidez cuando nos oye, pero hay otros que se

asustan de verdad y van a contarle a los cancerberos lo que nos escucharon decir. Más de

una vez Mongo Aurelio o Francesco han plagiado nuestras ideas para amenazar a

cualquiera de nosotros: “¡te voy a dar miel por el culo, boludo, te voy a dar!”, y uno se da

cuenta de que le fueron con el chisme. O les fueron, porque más de una vez son órdenes de

Kissinger o de Selzerberg (hay que reconocer que Zimmerman o disimula o no participa en

los juegos) las que determinan que uno de los esbirros, o varios, se lleven a uno de

nosotros a la ducha o a un corrientazo y entonces gozan diciéndole a uno lo de la miel o lo

de los alfileres o lo del jugo de limón. Cualquiera puede ser el espía, dice Mascagni, pero

Mascagni le mete a la paranoia. Si hasta llegó a decir que el pobre Domingo Ferrini cuando

pasa cerca de uno como un satélite repitiendo su triste cantaleta one two three four five six

seven, All good children go to haven lleva la oreja parada para soltarlo después como un

grabador ante Zimmerman o cualquiera de los perros de caza que se relamen de gusto y de

inmediato empiezan a maquinar qué maldades van a hacernos para cobrarse con hechos los

simples ejercicios teóricos que solemos hacer para matar el tiempo, cuando cada día trae

algo nuevo, algo distinto que, poco a poco, sin que uno se dé cuenta, termina por cambiarle

el paisaje. Y hasta las caras. De repente, en dónde había sólo ocres y grises, empiezan a

brotar tímidamente los verdes. Como si todo volviera a ser creado y se rebelara contra la

muerte que se anuncia con cada paso, con cada grito, con cada célula que deja de respirar y

se convierte en ceniza. En los valles hay montones de carne y de humo, filas de metralla

que mutilan miembros y llenan los cauces de sangre que se vuelve negra. Los hombres

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disparan a los hombres y persiguen a los hombres y matan a los hombres y las manos

mugrientas se aferran a otros cuerpos y a las ramas que dejan los árboles para morir

también. Se oyen gritos de sargentos que insultan a los reclutas porque no saben bailar bajo

la metralla y las balas les revientan los culos dejándolos sin ideas. Las botas de los nazis

destrozan sembrados de fresas sobre los cadáveres que dejan de hablar francés o inglés o

alemán o ruso o húngaro o rumano o polaco mientras las botas de los americanos destrozan

sembrados de fresas sobre los cadáveres que dejan de hablar francés o inglés o alemán o

ruso o húngaro o rumano o polaco mientras las botas de los rusos destrozan sembrados de

fresas sobre los cadáveres que dejan de hablar francés o inglés o alemán o ruso o húngaro o

rumano o polaco mientras las botas de los ingleses destrozan sembrados de fresas sobre los

cadáveres que dejan de hablar francés o inglés o alemán o ruso o húngaro o rumano o

polaco mientras en torno a la mesa llena de velas y candelabros y velas y flores de la

primavera los diplomáticos sonríen y los sirvientes se inclinan sujetando tambaleantes

bandejas unos y botellas de vino los otros, embajador, no has debido sacar estas botellas de

la bodega porque pronto van a ser joyas y van a valer una fortuna. Don Bartolomé Mata

golpea con el tenedor la copa y todos los ojos se concentran en sus ojos mientras de su boca

que acaba de recibir el beso de una servilleta sale el viejo discurso de costumbre, agradecer

vuestra presencia y que tan amablemente hayáis aceptado nuestra invitación hecha con la

intención de que esta noche se convierta, gracias a vuestra amabilidad, en una nueva

oportunidad para estrechar aún más, si cabe, los lazos de amistad y fraternidad que unen

nuestros corazones, y es para mi mujer y para mí, en lo personal, un altísimo honor el

teneros aquí, en este grato condumio que representa lo que sentimos todos como colegas,

como amigos, como testigos de un tiempo particularmente lleno de historia. Los obuses

revientan en colinas llenas de soldados asustados y decapitan jóvenes que se convierten en

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estadísticas y simples tinieblas. Augusto Duarte hace un esfuerzo por mantenerse erecto.

Eructa mientras sus ojos a duras penas logran parecer abiertos pero no se enteran de que ya

el dueño de casa concluyó su usual discurso que es respondido por otro del embajador

Quintana también dicho muchas veces en nombre de todos quiero agradecer, mis queridos

embajadores, la fina cena que como siempre hace inolvidable esta casa, que siempre llegará

a nuestros corazones henchidos de gozo y afecto, y de vi… Y en ese momento Augusto

Duarte pasa de la teoría a la práctica y vomita todo cuanto había comido y bebido y gozado

y sufrido y deja la mesa convertida en un asco porque como en una especie de rito todos los

embajadores y encargados de negocios y las señoras de los embajadores y encargados de

negocios vomitan todo cuando habían comido y gozado y bebido y el dueño de casa se da

cuenta de que los finísimos vinos que había ofrecido se han convertido en asquerosas pastas

que huelen a ácidos y muestran fragmentos de patata y arroz y verduras y faisán y el

exquisito postre que acababan de engullir los invitados que no tuvieron otro remedio que

bañarse por turnos y cubrir sus desnudeces con sábanas mientras los choferes iban a buscar

ropa de cambio en las residencias y ellos se quedaban disfrazados de griegos o de romanos

mientras Augusto Duarte roncaba totalmente ajeno al terrible desaguisado que acababa de

causar y que marcó el momento en que los diplomáticos tomaron colectivamente la

decisión de no invitarlo de nuevo, más bien creo que hay que internarlo, si está verde, le

noto síntomas de una hepatitis tóxica, y cuidado si hay cirrosis, che, esa intolerancia no

creo que sea algo pasajero, dice el doctor Quintana, fijáte en la piel, que tiene ya la

coloración hepática, mañana mismo me voy a ocupar de eso, mientras las bayonetas van

buscando vísceras y todos se cierra en torno a Berlín en donde las trincheras empiezan a

convertirse en sepulcros que los académicos inundarán de retórica. Augusto despierta en el

sofá de la biblioteca, extrañado, ¿cómo llegué aquí? Pregunta. Te trajo el señor Quintana y

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dijo que vuelve a la tarde a verte, le responde Antonio. A media mañana se presentó, recién

bañado, el doctor Quintana, venía con el secretario Rodríguez, bañesé y vistasé, Augusto,

que ya le tenemos todo listo en el hospital, hay que hacerle unos exámenes. Augusto lo

miró muy serio pero no se atrevió a llevarle la contraria. Se sentía muy mal, y Quintana era

doctor, mejor era seguir sus órdenes. Al día siguiente en el hospital se sintió mucho mejor,

dijo, aunque un poco adolorido por la herida de la inmensa aguja con que le perforaron el

hígado. ¡Y! dijo Quintana empeñado en parecer cordial, en Buenos Aires me decían por

algo el rey del diagnóstico, don Augusto, ya se confirmó lo que sospechaba: tenemos un

cuadro de hepatitis tóxica, mi viejo, que no es simplemente porque usted haya bebido

mucho y comido poco, no, hay algo más, y debería curarse sin complicaciones, pero mucho

me temo que hay también cirrosis hepática; y eso es grave, Augusto, hay que dejar de

consumir alcohol, del todo, el cuadro puede llegar a ser severo y, sobre todo, es

irreversible; le explico: su hígado ya no es el de antes, se ha endurecido y ha perdido la

capacidad de, digamos, de filtrar, y cuando usted se toma unas copas, el alcohol va derecho

al cerebro ¿me entiende? y eso no tiene retorno, el daño está hecho, le van a dar un

tratamiento que va ayudar a recuperarlo en algo, pero no quiero prometerle nada, Augusto;

le prevengo: una copa es un paso directo hacia la muerte, y dos copas son dos pasos

directos hacia la muerte, así es y no hay remedio. Ese mismo día el secretario Rodríguez

envió varias cartas a Caracas. El embajador está mal, su salud está resentida y su mente no

funciona, decía en las cartas privadas. En las públicas, y en tal sentido cumplo en informar

a ese superior despacho que el señor embajador padece serios problemas de salud.

Acompaño traducción del diagnóstico elaborado por los médicos del Hospital Nacional,

con el ruego de que se tomen las medidas pertinentes. Del caso. Atentamente. Ninguna

noticia nos llega de afuera. O las pocas que llegan no le interesan a nadie. Carlos Amadeo

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suele darnos verdaderas cátedras, no solamente de música, sino de cualquier ciencia

humana. Supongo que la sociedad se habrá dado cuenta de lo peligroso que puede ser

alguien con una visión tan completa de la vida y por eso lo habrán encerrado. Debe haber

algún dios, sí, pero no el bueno de que hablan los curas, sino otro que se burla de todos

nosotros, y ese dios nos ha encerrado a todos los que podríamos abrir los ojos de los demás.

Como Amadeo. Es que hay que oírlo hablar de cualquier cosa. De matemática, de amor,

de economía, de filosofía, de biología, de lo que usted quiera. Uno se da cuenta de que va a

hablar cuando se queda varias horas en silencio. Dijo ayer que la vida no tiene otro sentido

que la vida misma, porque es un proceso de cambio de la nada al todo y del todo a la nada,

que es algo que yo no entendí mucho pero es brillante, sobre todo porque lo hace pensar a

uno que no importa lo que se haga, todo se va a perder, eso dijo, y finalmente van a quedar

todos en nada, igual el Dante que yo, Miguel Ángel que el pobre Ferrini, al final, todos

iguales, cero, nada, y eso le da a uno un respirito. Total, no hay que preocuparse por hacer

nada importante, sino vivir, sobrevivir, mantenerse en pie cuanto tiempo sea posible porque

uno es parte de la materia, del todo, que sólo así puede entenderse como parte de Dios. Eso

decía Amadeo. El día en que regresó mi padre a la casa parecía un día de fiesta. La guerra

en Europa se había terminado. Herr Hitler, decían, se había suicidado, y el almirante

Dönitz era el nuevo Jefe de Estado y de Gobierno del Reich, pero con el único mandato de

rendirse a las fuerzas aliadas. La pesadilla había terminado, volvía la paz. Y mi padre

trataba de seguir a pie juntillas todo lo que los médicos le decían. Y se le veía mustio,

invadido por una inmensa tristeza que nada tenía que ver con la muerte de mi madre, sino

con su propia muerte que lo rondaba todas las mañanas. Al levantarse se enfrentaba a su

misa particular, en la que no bebía sangre de Cristo ni comía el cuerpo de Cristo, sino que

bebía cinco o seis pócimas distintas y se atragantaba cinco o seis píldoras distintas. Todo

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con cara de asco y fastidio. Había enflaquecido mucho y las piel se le había marchitado.

Se le veía gris, todo gris, hasta el pelo, que había encanecido de repente. El doctor

Quintana lo visitaba casi todos los días, pero no como diplomático ni como amigo, sino

como médico. Y como médico me habló largamente una mañana, doctor, y me explicó que

aunque el estado de salud de mi padre se había estabilizado, sus lesiones eran irreversibles,

me dijo que el hígado de mi papá estaba casi muerto, invadido por tejido conjuntivo que no

solamente lo había endurecido sino que hacía que las células hepáticas no pudieran

funcionar bien. Que estaba condenado a muerte, pero que la condena no tenía fecha de

ejecución, podía morir en una semana, si volvía a tomar, o en varios años si se cuidaba

mucho. Y me dijo que escribiera a Caracas para que la familia supiera lo que estaba

ocurriendo y para que lo sacaran de ahí y lo devolvieran a Venezuela, en donde estaba su

familia que se podría ocupar de él, doctor. Pero un día todo pareció cambiar. Augusto

Duarte, aunque gris y muy flaco, aunque con la piel marchita, amaneció con brillo en la

mirada, ya no era el anciano, el decrépito, sino un hombre enfermo de cincuenta y cinco

años que apartó al secretario Rodríguez y asumió de nuevo la jefatura de la misión

diplomática. El doctor Quintana se mostró satisfecho. Augusto, cortésmente, rechazaba las

invitaciones a actos y cenas. Pronto voy a volver a Venezuela, mi amigo, le dijo un día

Duarte a Quintana, pero no como un lisiado, se lo aseguro, sino porque va a ser Presidente

de la República el doctor Diógenes Escalante, que fue gran amigo de mi padre y que me

conoce, y le envié una carta a Washington y me la contestó con mucha amabilidad, así que

voy a conseguir un buen puesto en la Cancillería, y voy a estar con mi familia, como usted

le dijo a Antonio. Todo va a enderezarse. Pero nada se enderezó, doctor, todo se torció. El

amigo de mi abuelo que iba a ser Presidente perdió la chaveta, creo que fue en septiembre

del cuarenta y cinco, se volvió loco y no pudieron ponerlo de Presidente, pero la cosa no

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paró ahí. Tenía que estallar una bomba cuando ya la guerra se había ido. Tenía que

quemarnos la candela para decirnos que no era verdad. Que estaba allí, sobre nosotros,

entre nosotros, marcando todo lo nuestro como un desmesurado reloj de candelas. Creo

que la idea fue de Néstor Arreghi en uno de esos pocos días en los que no insiste en ser un

payaso de sonrisa puntiaguda, y pienso que le debe haber botado escuchando una de las

lentas y perfectas charlas de Carlos Amadeo. El caso es que decidimos comprar entre todos

un tocadiscos y formar una buena discoteca, o meloteca, que fue como trató de bautizarla el

doctor Selzerberg cuando le hablamos del asunto. El hijo de mala puta de Kissinger se

opuso desde el principio. Alegó que la música podría convertirse en un escape y

contrarrestar lo que la ciencia médica hacía por nosotros. No sé, pienso que temía todo lo

contrario, que la música nos ayudara a salir de la casa de los tigres y los cancerberos

perdieran su minita de oro, sus vetas, su sustento. Zimmerman no sabía a cuál de sus

colegas apoyar. El entusiasmo de Selzerberg era contagioso, pero la negativa de Kissinger

tenía fuerza. Al final, Selzerberg se impuso, no sé si con razonamientos o haciéndole ver a

Zimmerman que podrían comprar los discos a un precio y venderlos a otro, que era lo

mismo que hacían con los refrescos, los sandwichs, los caramelos, los diarios, la revistas y

muchos otros artículos de segunda o tercera necesidad que circulaban entre los presidiarios

de la jaula. Aunque puede haber ocurrido todo lo contrario, que Zimmerman haya

recapacitado al pensar que la música suele producir reacciones eróticas en las mujeres

sensibles y quizá largas y cómodas sesiones armónicas prepararían el terreno para las

correrías nocturnas del anteojudo doctor por los dormitorios de sus femeninas víctimas.

Finalmente nos enteramos que la decisión era favorable. Pedrosalas se encargaría de

recolectar la guita y comprar el aparato, y luego iría comprando los discos que le indicara

Carlos Amadeo, a razón de cuatro por semana, lo que nos permitiría tener, al cabo de un

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año, doscientos ocho discos de larga duración, que sería una respetable discoteca de música

clásica. El día en que llegó el equipo, un tocadiscos japonés con quién sabe cuántos

trebejos, todo pareció como suspenderse, y una capa de cal, de luz blanca, bajó sobre el

patio de la casa. El primer disco en salir de la bolsa, como si se tratara de un mensaje de

los dioses, fue La Trucha. Cuando empezó a sonar la versión grabada, sentí miedo. Sus

notas se habían convertido para mí en barrotes imaginarios de una cárcel, y ahora podría

estar preso todos los días y a cualquier hora del día, no sólo cuando los vecinos ensayaran.

Era una deliciosa tortura, un placer terrible, y me daba miedo. Más aún cuando nadie

permitió que se cambiara el disco (Amadeo quería que escucháramos obras de la Escuela

Neerlandesa, especialmente las de Tielman Susato, así como obras de Albinoni y de

Vivaldi, que formaban la primera lista de cuatro discos confeccionada por él) y empezó a

operarse lo que inicialmente había dicho Kissinger que pasaría: la música se convirtió en

una especie de droga que a más de uno le hizo daño. Especialmente a Domingo Ferrini,

que de repente empezó a repetir su inevitable one two three four five six seven, All good

children go to haven, cada instante con más volumen, como para competir con el

tocadiscos, lo cual causó en su hermana, Maristela, una extraña reacción que la puso ya no

a lloriquear como siempre, sino a llorar a gritos, lo que indignó a los que estaban

empeñados en seguir escuchando La Trucha y llevó a los cancerberos a tener que intervenir

con violencia para que la sesión de música terminara en desastre y a gritos. Gritos malditos

que te aplastan y te ponen a sudar. Gritos que aquella boca dejaba salir como caballos

desbocados en un campo de fuego. Se sentía el aliento pesado que invadía las habitaciones,

ya casi despojadas de todos los muebles de algún valor, de la vieja casa. Era un olor ácido,

dulzón, de aguardiente destilado con pereza bajo un sol que quema puertos. De vino barato

robado de alguna sacristía de aldea. De quejas lanzadas al desgaire sobre un piso sembrado

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de escupitajos o silencios largos y caras de búho dubitativo. Cayo Duarte grita y canta e

insulta y ruega y habla con las nubes y con los pájaros y saluda a las putas quitándose el

sombrero y a las señoras encopetadas sacándose el miembro y orinando y las señoras se

alejan escandalizadas pero no sin volver la mirada para ver aún les están enseñando aquello

y contarles a sus amigas lo que tuvieron que sufrir por ayudar al cura en sus obras pías.

Hay que convertirse en estatua, en retrato como los que antes adornaban las paredes y poco

a poco se han ido marchando para convertirse en esos gritos, en los llantos de Cayo Duarte

o en las oscuras carcajadas de Cayo Duarte o en las brutales canciones de Cayo Duarte que

se está volviendo estatua. Julia acaba de regresar de un palacio en la montaña. Había ido

montada en su caballo blanco y relinchón y en el camino conversó con pájaros y nubes y la

gente se inclinaba sonriente y embelesada al verla porque todos sabían que el señor príncipe

estaba muy enamorado de aquella muchacha blanca cuyo pelo muy negro ondeaba como

una dulce bandera sobre las olas del mar. Sobre las olas del mar. ¡Cuántas veces había

visto Julia desde lejos palacios como aquel! Desde lejos, ciertamente, pero desde cerca era

otra cosa. Sus torres y sus almenas eran muy distintas a todas las demás. Y sus paredes no

eran de piedra ni de ladrillos como las de todos los demás, sino de mosaicos finísimos

hechos por manos de moros que creaban ilusiones y cambiaban de forma según de donde

les cayera la luz del sol o la de la luna. Todo aquello cantaba y bailaba con la luminosidad

y con el viento. Con el mismo viento que hacía bailar en el aire el largo pañuelo de seda

que adornaba el cuello de la princesa Julia. Las doncellas y los mozos que la escoltaban

también sonreían, como ella, al acercarse al palacio de mosaicos y cristal. Al pasar el

puente levadizo vio al príncipe. Era un hombre hermoso, apuesto, con voz de primavera y

gestos de cielo abierto. Pero Julia no podía comprometerse. Debía ver por lo menos a cien

príncipes más, y si bien le agradecía de todo corazón el amor que le dedicaba, por ese

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mismo amor debía tener paciencia y esperar su decisión, porque no podía precipitarse. Y al

emprender el camino de retorno se sentía un poco triste. Nunca como entonces había

sentido lo que ese día sentía, como un nudo en la garganta, como un deseo de quedarse, de

no irse, de dar por terminada la búsqueda casi sin haberla empezado, porque al fin, que era

el comienzo, había encontrado algo entre aquellas colmenas y aquellos cantos de pájaros y

aquella luz aterciopelada, aquella luz de espejos que todo lo ponía lejano, puta vieja coño

de madre gallina cagona te voy a caer a puñetazos, puñeta, coño, puñeta, buena bicha la que

cargo, carajo, sabrosa, se dice Cayo, vacilante, tembloroso, mirándose borroso en el espejo

que pronto va a abandonar su sitio para convertirse en aguardiente. La pálida cara al

reflejarse se le convierte en mancha. Apenas sospecha las verdes ojeras que lo invitan a

bajarse el párpado con el dedo sucio. El pelo pegado a la frente le da rabia y lo hace

maldecir otra vez y abandonar la lenta sonrisa que ha acompañado su paso vacilante desde

que salió de la bodega porque se le terminó el dinero ¡coño, los ricos son una mierda…

viva la revolución! Y al llegar a su casa después de recorrer los caminos principales Julia

se encerró nuevamente en su valle cambiante, cambiado, ya casi vacío desde que su padre

no tuvo más fuerzas para salir ni siquiera de su cuarto. Al escuchar la voz cascada y

tambaleante de su padre, Julia logró esconderse detrás de una de las cambiantes cordilleras

y quedarse muy quieta en espera de que pasase la tormenta de espuma. Y allí muy quieta

se quedó hasta que se dio cuenta de que Cayo Duarte iba derecho hacia ella, como un

elefante torpe empeñado en bailar en un jardín de rosas. Iba hacia ella con el espejo en las

manos, con aquel techo de reflejos que ponía a bailar la penumbra. Que creaba un falso

camino hacia la niña asustada. Niña asustada que echó a correr, quiso huir, quiso alejarse

de aquella imagen de dios agónico que le lanzaba encima. Y en su carrera rompió el único

florero antiguo que quedaba en la casa. El único tesoro que aún no se había convertido en

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líquido de fuego. Cayo Duarte bajó de su cielo se luces y se recostó de la pared. Respiró

fuerte. Cerró los puños y se desplomó. Agripina Duarte, olorosa a cebollas y ajos, corrió

hacia la calle y Julia desde sus sollozos y sus quejas vio cómo lo cargaron y se lo llevaron y

las señoras se ocuparon de limpiar el rostro de su madre y el de ella que horas después

volvió a recorrer los caminos principales para ir a comunicarle al príncipe que no podía

casarse con él ni se casaría con hombre alguno porque los hombres asustan a las mujeres.

Y en el camino los pájaros negros, cuervos, buitres, zamuros, goleros, todos sobrevolaban

su negra cabellera y la miraban como con codicia. Se quedó dormida en la cordillera, y al

despertar sintió los llantos. Su madre y las mujeres lloraban mientras los hombres parecían

esperar. Tu papá se murió, le dijo Mirellita. Y Julia tampoco entendió por qué ella misma

echó a llorar hasta con más fuerza que su madre y que todas las plañideras. Cerca de la

medianoche metieron el ataúd, clavado ya, en el salón de la casa. Las mujeres rezaban y

Mirellita se quedó dormida junto a Julia, que volvió a caminar, ahora sin caballo alguno,

por las anchas carreteras del reino del príncipe hermoso. Pero nadie la saludaba. Nadie

quería verla. Todo el mundo miraba hacia otro lado cuando ella pasaba. Ya no estaba

vestida con aquel traje tan hermoso, sino con harapos, y tenía hambre y sed. Y de repente

se cayó por un barranco. Ya se lo llevan, Julia, despiértate. Vio desde su penumbra cómo

el turco Nahoum y otros cinco hombres sacaban el ataúd, que era de madera clara y no tenía

adornos, y se lo llevaban de la casa. Las mujeres se habían quedado en la sala, rezando.

Olía a chocolate caliente. Tu papá se murió de una enfermedad fea, dijo Mirellita. Y Julia

se dio cuenta de que en los ojos de Mirellita había una sonrisa de triunfo. Es un triunfo

pírrico, me dijo Amadeo. A pesar del desastre de la primera sesión, o quizá por el desastre

de la primera sesión, Zimmerman se empeñó, junto con Selzerberg, en que debía seguirse

adelante con el plan de la música. Advirtieron, sí, que lo que podría hacerse era repetir un

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disco una y otra vez como se había hecho, y recomendaron que Amadeo hiciera gala de su

erudición para explicarnos lo relativo a cada autor o a cada obra. De ese día en adelante,

nos reuníamos una o dos veces a la semana a escuchar la música, que a algunos los

deprimía y a otros los excitaba, con lo que aumentó brutalmente el consumo de remedios y

el uso de tratamientos que se cobraban aparte. Y así iríamos recorriendo las pieles de

Palestrina, Scarlatti, Vivaldi, Albinoni, Soler, Hummel, Teleman, Bach, Händel, Haydn,

Mozart, Rossini, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Wagner, Berlioz, Chopin,

Grieg, Tchaikovsky, Debussy, Ravel, Stravinsky, Bartók, Falla, Berg, Schömberg, que

formaban como un cementerio de luces en el que las voces y los instrumentos hacían de

cruces y de cipreses. Todo se llenaba de alas de murciélagos y chillidos de corderos que

acababan de ser degollados. Sólo parecían brillar los ojos de Zimmerman, Selzerberg,

Kissinger y los todos los tenebrosos cancerberos de la jaula, que contaban monedas por

cada poción extra y cada tratamiento y cada shock que habrían de aplicar gracias a la

música. Antonio no estuvo en ningún momento entre los afectados. Parecía verlo todo

desde las alturas. Era, sí, la mar inmensa que parecía una cordillera en movimiento. El

barco bailaba lentamente, llevando en su danza centenares, miles de cuerpos, que viajaban

hacia el Occidente. Su padre permanecía encerrado en el camarote. No quería hablar, no

hacía sino mirar las paredes, el techo, el piso, como si no se sintiera parte de ese porvenir

que le había descrito a su hijo. Antonio, de repente, se dio cuenta de que no conocía su

país. Nació en Bélgica y después vivió en Sinamarca y Suecia, pero nunca había estado en

Venezuela. Ya tenía diez y siete años y nunca había estado en Venezuela. La conocía en

blanco y negro, o en diferentes tonos de sepia, por las fotografías que su padre y su madre

habían coleccionado en varios albums, pero aquellos paisajes jamás habían tocado sus

retinas. Ni conocía tampoco a su abuela Antonia, porque los otros tres abuelos, Tiberio

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Duarte, Cayo Duarte y Agripina Duarte, habían muerto. También, mientras el barco se

bamboleaba sobre las cordilleras de agua que iba encontrando en su lento avance hacia el

Oeste, pensó en que no debía ser muy común eso de que todos los abuelos de una persona

fuesen parientes cercanos entre sí. Antonia Velarde Duarte era prima hermana de su

marido, Tiberio Duarte y de sus otros dos abuelos, Cayo Duarte y Agripina Duarte de

Duarte, y si no eran primos hermanos, eran primos segundos, pero tenían todos los mismos

antepasados, de eso estaba seguro. A su abuela Antonia la conocía por fotografías recientes

y por cartas que llegaban de Caracas de vez en cuando. Sabía que era una señora

importante y que su hijo le tenía mucho miedo. Su abuelo Cayo se había muerto muchos

años antes de que su hija se casara con Augusto, y la abuela Agripina poco tiempo después

de ese matrimonio. Julia jamás hablaba de sus padres, aun cuando a veces mencionaba a su

madre, con quien aparentemente no tuvo ninguna cercanía. Antonio no había oído decir

que se hubieran peleado, ocurría que su madre simplemente no mencionaba su nombre,

como no hablaba de su infancia ni de su adolescencia, y parecía que su vida había

empezado al casarse con Augusto y sólo contaba para ella el tiempo en que habían vivido

en Europa. Era como si le hubiese puesto a su infancia y su primera juventud una tela

parecida a las que les ponían encima a los muebles cuando se iban a pasar una temporada

en los baños salutíferos o en las costas del Mediterráneo, sólo que esta cobertura parecía

definitiva y abarcaba, por parte de Julia, no sólo los recuerdos, sino los paisajes Pronto,

pues, Antonio podría ver aquellos paisajes tan diferentes a los de Bélgica, Dinamarca,

Suecia, o a los de Italia y Suiza, que pasaron brevemente por sus ojos, tal como los de

Noruega, Francia y Holanda. Los de Venezuela empezaba ya a ponerlos en colores, colores

muy distintos a los de la primavera o el otoño o el invierno, colores de verano, puesto que

su padre le había dicho muchas veces que en Venezuela sólo había verano, aunque también

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le dijo que en Caracas siempre se vivía como en una primavera, siempre había flores recién

nacidas y plantas de un verde fresco y olores que invadían los patios. Y le hablaba de un

cielo azul profundo cruzado por nubes muy blancas que navegaban de Este a Oeste como

inmensos veleros que cambiaban de forma con la brisa. Y le habló de los pájaros que

despertaban los días en las madrugadas, y de los arrieros que pasaban frente a su casa

rumbo al mercado todas las mañanas y de las cocineras y sus ayudantes que iban a comprar

lo que los arrieros llevaban. También le contó de la inmensa montaña que está en el Norte

de la pequeña ciudad que duerme a sus pies. Y le dijo que cambiaba de colores

continuamente, en la medida en que el sol la iluminaba desde ángulos diferentes, y que en

las noches de luna llena era también una inmensa masa de belleza como no la había en

Europa. En Europa todo era como puntiagudo, como preciso, en tanto que en Venezuela

era más bien todo como redondo, como más perfecto y más cercano a lo telúrico, decía

Augusto. Pero ya hacía demasiado tiempo que Augusto no se detenía a conversar con

Antonio sobre esos temas. Ni sobre ningún tema. Ahora estaba encerrado en su camarote

mirando con fijeza la nada. Entregado quizás a turbias reflexiones que no lo llevarían a

parte alguna. Antonio trató de que le sirvieran una vaso de whisky, pero le dijeron que no

sería posible, que aún era menor de edad. Sobornó a uno de los mozos y se encerró en su

camarote con una botella de escocés, que en menos de media hora ya estaba vacía. Antonio

pensó que moriría. Aquella horrible sensación no se le pasaba y todo iba como demasiado

lento. Augusto sintió que todo daba vueltas, que le faltaba el aire, que le dolía el presente y

el pasado, y supo que tendría que salir del camarote porque debía respirar en cualquier

parte. A duras penas consiguió arrastrarse hasta la puerta y cayó desmayado, con los ojos

en blanco, en el pasillo. Cuando trataron de despertar a Antonio, no respondió. Abrieron la

puerta del camarote con una llave maestra y el doctor, con expresión de burla, le dijo al

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camarero: es un mal de familia, lo del hijo es lamentable, pero lo del padre es grave, muy

grave. La situación era grave. Julia no lo entendía. Ahora los espacios se vaciaban más

rápido que antes y no era Cayo Duarte, su padre, el que se llevaba los muebles. A veces

venían dos o tres mozos y se llevaban un sofá, y Agripina recibía unos billetes. Julia se

daba cuenta de que Agripina hacía lo mismo que Cayo, pero no se emborrachaba. Salió

Julia muy temprano y empezó a subir la cuesta hasta llegar al pie de la montaña. Luego

escaló la montaña sin mirar hacia atrás. Le habían dicho que caminara hasta encontrar una

cueva y esperara porque el Príncipe la llamaría por su nombre. El Príncipe buscaba una

princesa para enamorarse y formar con ella la casa Real y llenarla de joyas y riquezas y

hacerla feliz por toda la eternidad, le había dicho la anciana bruja que había pasado frente a

su casa un día, y ella decidió buscar la cueva en donde la esperaba la felicidad. Salió de su

casa sin decirle nada a su madre. Luego le daría la sorpresa de que todos los males se

habían terminado y ya no tendría que vender los muebles y los enseres para poder comer,

como lo estaba haciendo. Sin siquiera volver la mirada para ver la ciudad que estaba allí, al

pie de la montaña, Julia escaló a paso firme por el camino, que era de piedra, y tal como le

había dicho la bruja buena, allí estaba la entrada de la cueva. No era redondeada sino

puntiaguda, parecida a las puertas de algunas iglesias que Julia había visto dibujadas en un

libro muy antiguo que su papé de llevó en una noche cualquiera. Y de repente oyó su

nombre: Julia, Julia. Era el Príncipe encantador y encantado que la invitaba a pasar. Julia,

Julia, despiértate, le dijo su madre hasta con brusquedad. La situación era grave. Ya no

quedaba casi nada por vender y pronto se quedarían sin comida. Ella era una viuda y debía

guardar consideraciones, ¿por qué no salía Julia, de puerta en puerta, y como cosa de ella,

ofrecía viandas de comida? A mucha gente no le gustaba cocinar y bien podía ser que le

compraran a Julia, que era una niña muy linda. Y ese mismo día regresó Julia muy

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contenta porque en tres casas le habían dicho que sí. Una para el desayuno y otras dos para

el almuerzo. Que quieren una vianda de sopa y dos de comida todos los días, y los fines de

semana en una de ellas quieren postre. Lo del desayuno no era complicado: haría unas

arepas que se podían llevar envueltas en un pañito muy limpio y les mandaría café en una

jarra, pero ¿cómo iba a mandar los almuerzos si no tenía viandera? Y tampoco tenía con

qué comprarlas ni nadie que se las prestara. Habría que sacar un fiado en la tienda del

turco. Pero el turco lo que quería era otra cosa. Agripina se sintió mal. Lloró en la noche,

se horrorizó sólo de pensar que tendría que pedir ayuda en la familia. La familia se había

desentendido de ellos desde hacía mucho tiempo, y era mucha la humillación para ella. Se

dijo. Como a las nueve de la noche, cuando vio que Julia ya se había dormido. Salió sin

hacer ruido. En la mañana había cuatro vianderas nuevecitas, dos de peltre y dos de

porcelana, y su mamá estaba preparando los almuerzos luego de haber llevado el desayuno.

No quise despertarte porque daba gusto cómo dormías, Julia, pero desde mañana llevas tú

las cosas, yo necesito el tiempo para preparar la comida. El Príncipe la recibió con una

sonrisa encantadora. Sus dientes eran blancos como las piezas del ajedrez que fue de las

primeras cosas que desaparecieron. Sus ojos eran azules como las copas que

desaparecieron casi un año después que el juego de ajedrez. Y la invitó a entrar a la cueva.

Era una cueva llena de tesoros, de objetos bellísimos que brillaban a la luz de las antorchas.

Pero de repente entró el turco Nahoum y se llevó varias cosas y la cueva empezó a temblar

y de sus entrañas brotó un riada de fango y Julia alcanzó a ver que el fango cubriría la

ciudad y echó a correr hacia abajo para alertar a los pobres habitantes, pero tropezó con una

raíz y se cayó. Abrió los ojos. Estaba en el piso y empapada de sudor. Sintió entonces un

ruido en el dormitorio de su madre y fue a ver. Y vio. Allí estaba su madre boca arriba y

desnuda, y sobre ella el turco. Como perro y perra. Otro en el lugar se su padre. Otro

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dentro de su madre. Moviéndose como nubes con el viento fuerte. Las estrellas empezaron

a convertirse en flechas y en balas que le herían la piel y le quitaban la vida. Había llegado

demasiado tarde y ya los buenos habitantes de la ciudad y ella misma estaban sepultados y

convertidos en una masa de pantano y árboles y escombros que algún día en los siglos

venideros encontrarían los habitantes de las aldeas cercanas. Su corazón se volvió caballo

desbocado mientras Agripina hacía con el turco lo mismo que con Cayo había hecho en

otros tiempos y Julia los miraba por la ventana convirtiéndose con él en un solo animal que

se agitaba y se movía y se volvía un solo enorme corazón latiendo como latía el de Julia

Duarte mientras ve aquel cuerpo que se hace dos cuerpos que son un cuerpo maldito y se

sentía mareado y perdido y navegando hacia el infierno de estrellas y lunas y no podía

evitar que su mano buscara y frotara y la llevara hacia las nubes que brotaban de su vientre,

una nube que llovió en sus ojos que dejaron de ver cuando sintió la neblina la blanca

neblina la turbia neblina y regresó a su cama y se frotó de nuevo y de nuevo y de nuevo

hasta sumirse en los viscosos pantanos de olvidados cielos. Cielos olvidados. Olvidados.

Olvidados. Antonio abrió los ojos, extrañado. Se quedó mirando al enfermero como si se

tratara de un fantasma. ¿Quién es usted? El hombre, sin siquiera un asomo de sonrisa, le

tendió una píldora y le alcanzó un vaso de agua. Tómese esto, por favor, yo soy el asistente

del médico de a bordo. ¿Me pasó algo? Tómese la píldora. Antonio obedeció casi

mecánicamente. Debía ser algo para el fuerte dolor de cabeza que lo tenía como navegando

en aire tibio. Todavía estaba mareado. Nunca más tomaría alcohol, se dijo. Voy al baño.

Y vomitó copiosamente. El enfermero aguardó a que se sintiera mejor y le dio una píldora

idéntica a la que había ido a tener al excusado. Tómese esto. ¿No fue eso lo que me hizo

vomitar? Lo que lo hizo vomitar fue una botella de escocés que se tomó de una sentada,

¿eso lo hace muy a menudo? Primera vez en mi vida, señor, y creo que última. Era extraña

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la presencia del enfermero, pensó Antonio. ¿Cómo habrían descubierto que se había

emborrachado? Se lavó la cara con cuidado y hasta se mojó la cabeza, con la esperanza de

que lo ayudara a dominar el dolor que le latía dentro del cráneo. Al salir del baño, otro

hombre acompañaba al enfermero. Soy el doctor Quiñones, el médico del barco, joven.

¿Tan grave es mi caso? El suyo no, usted se emborrachó anoche, eso es todo, pero su

padre, el señor Augusto Duarte, sí es algo mucho más grave. Antonio presintió algo: ¿se

murió? El silencio y la mirada del médico y el enfermero se convirtieron en respuesta.

Antonio se sintió extraño. No lograba sentir dolor alguno. Su padre se había muerto.

Había terminado de morir. No era ninguna sorpresa. Desde hacía mucho tiempo que sólo

tenía vivo el cuerpo, o una parte del cuerpo, pero él, Augusto Duarte, había pasado ya un

bien tiempo muerto. Caminaba, siempre despacio, respiraba, con dificultad, comía, con

desgano, hablaba sin ganas, sobrevivía, no vivía, y ahora esos dos hombres venían a decirle

que estaba muerto y quizá esperaban de él que llorara y clamara a los cielos. ¿Cuándo

murió? En la mañana, el personal lo encontró tirado en el pasillo, lo metieron en el

camarote y me llamaron, pero cuando llegué ya no había nada que hacer, murió a las ocho y

media. ¿Puedo verlo? Ya lo tenemos en el congelador; podrá verlo cuando lleguemos a

Puerto Rico y suban las autoridades. ¿Hay que enterrarlo en Puerto Rico? No, si usted

quiere se puede transportar el cuerpo hasta La Guaira. Que fue lo que hicieron. En Puerto

Rico subieron varios funcionarios y llenaron varios formularios y le hicieron a Antonio

varias preguntas. Y Antonio pidió que le pusieran un telegrama a su abuela, Antonia

Velarde Duarte de Duarte, informándole que su hijo había muerto. Un día después, cuando

anunciaron que el buque llegaba a La Guaira, Antonio vio desde la cubierta a su abuela.

Estaba seguro de que era ella. Así como estuvo seguro de que el paisaje que por fin

adquiría colores, era el de su tierra. Antonia también lo reconoció al verlo bajar por la

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escalera. Se dieron un largo abrazo, y Antonio supo que su abuela sí lloraba. Pero él no. Y

después de muchas gestiones en medio de un calor que aplastaba las ideas, terminaron por

fin entregándoles el ataúd que había comprado Antonio en Puerto Rico. A pesar de los

temores de Antonio, que creía que por haber habido en octubre una “revolución”, un

cambio de gobierno violento, lo recibirían muy mal porque era el hijo de un embajador del

régimen depuesto, los dos funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores se ocuparon

de buena parte del proceso y procuraron hacerle la llegada menos traumática. Uno de ellos

había conocido a Augusto, le dijo, y fue quien llevó la voz cantante. Antonia, Antonio, los

dos empleados de Cancillería y el ataúd, llegaron a mediodía a la casa de la señora, en

donde los esperaban muchos parientes y amigos vestidos casi todos de negro o por lo

menos con corbatas negras. Y a las cuatro de la tarde se llevaron el ataúd y los hombres

dejaron en la casa a las mujeres y acompañaron a Antonio al cementerio, que le pareció un

cementerio italiano o francés, y enterraron, sin el más leve asomo de solemnidad, al señor

embajador Augusto Duarte. Descanse el paz. Luego llevaron de nuevo a Antonio a la casa

de su abuela, que en cosa de minutos se quedó desierta. Poblada apenas por hojas que se

habían caído de las coronas, por un olor distante de flores marchitas, tabaco y chocolate, y

un silencio que le convirtió la casa en otro cementerio. En la noche no le costó nada

dormirse. No había dejado escapar ni siquiera una lágrima ni un lamento. Pero tampoco

una sonrisa. Tiberio Duarte se sentía vejado, indignado, y estaba sencillamente furioso.

Antonia, muy asustada. El hombre que les llevó la noticia ni siquiera les dijo cómo se

llamaba ni les hizo recomendación alguna. Pero Tiberio presentía que aquello no iba a ser

nada bueno para sus relaciones con el régimen. Augusto preso. Preso por conspirar contra

el gobierno. Tiberio iría en seguida a hablar con el Ministro de Relaciones Interiores, a

explicarle que él no tenía nada que ver con las locuras de su hijo, que él seguía siendo,

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como siempre, amigo incondicional del gobierno. Antonia se indignó. ¿Cómo era posible

que Tiberio antepusiera sus intereses comerciales no sólo a la suerte de su hijo sino al honor

de la familia? Tiberio se negó a seguir escuchándola y salió apresurado de la casa. Tenía

que llegar antes que los chismes. Antonia se puso sus mejores galas, se colocó el sombrero,

y casi vestida de viuda se le anunció al Ministro de Guerra y Marina, que muchas veces

había estado en su casa y la recibió en el acto. No, doña Antonia, ni siquiera yo puedo

soltar a su hijo; eso es algo que está mucho más allá de mi poder; fue un auténtico intento

de golpe de estado, sí, organizado por un comunista de apellido Santelitz, y

afortunadamente no hubo sino un muerto, otro estudiante llamado Carlos Méndez, y están

presos un hermano del muerto, Víctor Méndez, y el hijo de usted, entre muchos otros

civiles y militares, y hay un herido grave, de apellido Villanueva; por suerte, las fuerzas del

gobierno no tuvieron ni siquiera una baja, pero esos jóvenes trataron de tomar un cuartel

por las armas y eso es muy grave, señora, lo más que puedo hacer es interesarme por él y

hacerles saber a los que lo tienen preso que es el hijo de unos amigos míos, para que no se

les vaya a ir la mano con él. Ni siquiera el Obispo se atrevió a prometerle nada a la madre

del prisionero. Me dijeron que es un caso muy grave, Antonia, que los tienen a todos

incomunicados en La Rotunda, pero ya dieron la orden de llevárselos al Castillo de Puerto

Cabello, consuélese, Antonia, que el Castillo es mucho menos peligroso que La Rotunda, y

parece que el traslado es por la intervención del Ministro de Guerra, que es amigo de

ustedes. Y Antonia Velarde Duarte de Duarte entendió que ya no podría hacer más nada.

Que era todo la voluntad de Dios. La suerte de su hijo estaba en las manos de Dios, se dijo

al llegar dominada por una inmensa tristeza a su casa, y se arrodilló, con la cabeza baja, a

rezar en silencio. Reza por su hijo. Reza por ella misma. Le pide a Dios que le perdone el

pésimo concepto que tiene de su esposo, Tiberio Duarte, hombre de negocios, adulante del

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gobierno, con quien se casó más por salir del paso que por haber estado enamorada de él.

Que le perdone el no haber hecho una familia de verdad. Sólo tuvo un hijo, pero es que no

podía volver a aceptar que Tiberio Duarte le hiciera otra vez lo que tienen que hacer los

hombres con las mujeres para que nazcan los hijos. Ni Tiberio Duarte ni nadie, Señor,

nadie, nadie, nunca. Prefería morirse que tener que pasar otra vez por esa vergüenza y ese

dolor, mucho peor que los del parto. Le pedía por el alma de su hijo, el pobre Augusto, que

murió de debilidad. Murió porque heredó de su padre la inconsistencia. Porque era frágil

de espíritu y de cuerpo. Porque se casó con una mujer mala, que tenía en sí todos los

defectos de los Duarte, toda esa debilidad y esa maldad que doña Antonia no tenía, porque

ella era una Velarde aunque su madre y varios de sus antepasados fuesen Duarte. Desde

que Augusto se enamoró como un idiota de su parienta Julia, Antonia se dio cuenta de que

iba derecho hacia un barranco. Julia era hija de Cayo, el peor de los tarambanas, la bala

más perdida de toda la familia que murió sifilítico y comido por el aguardiente, y de

Agripina, que era una perfecta idiota, si es que era perfecta en algo. Agripina murió de una

enfermedad venérea, porque después de enviudar se hizo puta, se acostaba con un turco,

con un turco miserable que le pegó uno de esos males raros que tienen nombres griegos. Y

Julia era la hija de un borracho sifilítico y de una puta. Cómo no iba a salir torcida. Tenía

que ser mala. Llevaba la maldad en la sangre, como cualquier enfermedad de esas que

pasan de los padres a los hijos, y mucho daño le hizo al pobre Augusto, que le toleró mucho

más de lo que puede tolerar un hombre. Pero es que era Duarte, y los Duarte llevan alguna

maldición, quién sabe por qué maldades que habrán hecho los hombres de la familia. Ojalá

que Antonio no sea tan Duarte como su padre, se dijo. Apenas conocía al muchacho, pero

lo quería inmensamente. Aunque fuera hijo de Julia, y aunque por su hijo Augusto ahora

no sintiera sino lástima. Rezaba y le pedía a Dios y a todos los santos, todos los días, que

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Antonio resultara tan distinto a Augusto y a Julia como fuera posible. Antonio se sentía

mal cuando la oía hablar mal de su mamá. O cuando ella manifestaba lástima por su papá.

No le gustaba que su abuela dijera esas cosas, pero quería perdonarla porque la pobre

estaba muy sola y había sufrido mucho, se decía. Ella no sabía que Julia también había

sufrido mucho y se había sentido muy sola, y si había hecho cosas malas, bien caro que lo

pagó. Eso no lo podía saber la abuela Antonia, y Antonio no se atrevía a decírselo ni le iba

a contar todo lo que él había visto. Él no tenía nada que reclamarle a su madre. Más

tendría que reclamarle a su padre, que no fue capaz de resistirse a sí mismo. Y ahora estaba

Antonio solo, en aquella casa que olía a viejo, fabricada a imitación de las europeas, con

falsos vitrales y falsos frescos, con romanillas venidas a menos, con un falso patio andaluz

en donde una falsa fuente servía de bebedero a pájaros auténticos. Antonio recorría

lentamente todos los rincones de la casa, que a pesar de las intenciones de quienes la

hicieron, en verdad no tenía nada parecido a aquellas en las que había vivido en Europa.

Para empezar, era mucho más pequeña. Pero también que estaba muy descuidada.

Grandes mapas de descuido se podían estudiar en los cielorrasos. Eran obra de goteras que

desde hacía mucho tiempo debían haber sido reparadas, pero que allí continuaban creando

su extraña cartografía inversa. Antonio empezó a detectar nuevas goteras con cada lluvia, y

a imaginar lagos en los jardines, que más que jardines se habían convertido en selvas

domésticas, salvo el delantero, que aún recibía los cariños de un viejo jardinero que le

contó a Antonio que había conocido a Augusto cuando tenía como quince años y que se

parecía mucho a él, formalito, quieto, educado, incapaz de faltarle el respeto a nadie.

Antonio trató de recordar cuándo había conversado con aquel señor de piel oscura y pelo

lacio, pero no tuvo más remedio que entender que apenas tenía tres días en Caracas, tenía

que ser uno de esos fenómenos en los que uno cree que ya vivió algo que en realidad no ha

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vivido. Sin haber oído jamás una palabra o una voz, podrá volver a escucharlas, pero las

escucha desde lo más recóndito de su memoria, o de una memoria ajena. En cada

recorrido, Antonio encuentra apenas leves reflejos de viejos fantasmas, que no le son del

todo desconocidos. Las ventanas no están tan limpias como las de sus casa en Europa, ni

son tan útiles. Aquí sólo sirven para que el agua de lluvia no se meta en la casa, pero habría

que mantenerlas siempre abiertas para que el calor no se apodere de todos los ambientes de

la casa. Los ojos ávidos y curiosos del joven Antonio van recorriendo las paredes, llenas de

objetos, cuadros, grabados, tapices, fotografías, lámparas, crucifijos, imágenes, que forman

un intrincado bosque de formas y colores en el que el color y la forma de la pared es apenas

perceptible. Se fija también en las puertas, enmarcadas por figuras complicadas, que

parecen también variables y movibles, como decididas a permanecer cada día en un sitio

diferente de la casa para así darle encanto y diversidad a los amaneceres. Y le llama la

atención el piso de diferentes maderas que todos los días reciben la caricia de una escoba.

Los muebles se le antojan fortalezas, o bosques, o ejército o multitud. Antonio explora sin

cansarse las paredes frisadas, las complicadas ventanas, los pasillos, los áticos, los

corredores, los salones, las salas, los cuartos, los dormitorios y hasta el sótano que aloja,

junto con ratones, recuerdos y memorias que empiezan a marchitarse. También con

Carmelita empezó Antonio a conversar. Le habló de las casas en las que vivió en Europa, y

del tren de servicio que tenían en Europa, y de cómo se vivía en Europa. En la tarde se

sentó a hablar con Candelaria, la otra sirvienta de adentro, que era una jovencita parecida a

las imágenes que solían aparecer en los libros de aventuras, con algo de hindú o de africana

clara. Antonio se dio cuenta de que le interesaba el cuerpo de aquella joven, que mucho

tenía de serpiente cuando se movía y lo miraba como de lado. Que de sólo verla se le había

soltado la imaginación, y con sólo tener suelta la imaginación se le había producido una

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erección que lo obligó a ir al baño a bajar con mano dura aquel acto de rebeldía de su

miembro. Y la abuela debe haber notado algo. En la mañana lo llamó aparte, se fijó bien

que nadie estuviese escuchando y le ordenó, sin preámbulos, que no cordializara ni con el

jardinero ni con Ciriaca, la cocinera, que es negra como el carbón que usa, ni con

Carmelita, la sirvienta de adentro, ni mucho menos con Candelaria, la otra sirvienta de

adentro, que es una jovencita muy pizpireta y cuidado si anda buscando que le pongas una

barriga, Antonio ¿tú sabes lo que es poner una barriga? (Antonio asintió muy serio, claro

que él sabe todo lo que hay que saber sobre eso, en Europa se estudia en el colegio, y

también sabe cómo evitarlo), la mejor forma de evitarlo es no hacerlo, Antonio, no

solamente por lo de la barriga, sino por las enfermedades que esa gente tiene, eso sí que no

lo sabes. Y no solamente por las enfermedades, sino porque uno no sabe qué es lo que

quieren. Los negros nos tienen envidia, Antonio, y mucho más a ti que te educaste en

Europa, y los negros están alzados, ahora se creen gobierno y quieren quitarnos todo lo que

tenemos. Antonio se quedó en silencio. Otra vez se dejó invadir por el silencio. Apenas

cinco días después sintió que le caía encima un alud de recuerdos, casi todos truncos, casi

todos turbios, cuando por fin llegaron a su casa los baúles y las cajas con el equipaje que

habían estado en la Aduana. No le costó reconocer lo que era suyo, pero sí le costó quemar

en el patio todo lo que era de Julia y casi todo lo que había sido de Augusto, porque así lo

había dispuesto doña Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, y a las mujeres de servicio

les pareció un absurdo desperdiciar toda aquella ropa que parecía no haber sido usada, pero

eran órdenes terminantes de la señora y la señora había estado insoportable desde que le

avisaron que su hijo había muerto en el barco que lo traía a Venezuela. No tuvieron

muchos problemas Pedrosalas, Mongo Aurelio, Bertolotti y Francesco para cumplir aquella

orden de Kissinger: durante las sesiones de música había que encerrar en sus celdas a

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Domingo y Maristela Ferrini, porque él con su cantaleta insoportable, su one two three four

five six seven, All good children go to haven que no dejaba de repetir y repetir y cuyo

volumen aumentaba en la medida en que aumentaba el de la música, y ella con sus lloros

que se convertían en gritos a medida que la música lo iba invadiendo todo, no nos dejaban

apreciar nada de lo que decía Carlos Amadeo, lo cual se hizo especialmente grave cuando

Amadeo trató de explicar, mientras escuchábamos el disco, algunos detalles de la música de

Palestrina. En esos días me pareció que los músicos de la casa vecina como que tenían una

reacción parecida a la de los hermanos Ferrini, pues tuve la impresión de que tocaban con

más fuerza en los días en que estábamos oyendo música en la jaula de los tigres. No sé, es

posible que así como en nuestros territorios se podía oír la ejecución que ellos hacían de La

Trucha, llegara a los de ellos el sonido de los discos de nuestra jaula. Tampoco estoy

seguro de que no lo inventara yo y le transmitiera mi inquietud a Carlos Amadeo. Lo cierto

es que Amadeo tuvo la misma impresión que yo, pero le agregó algo que yo no podía

percibir: si sentís bien, te das cuenta de que cuando ponemos la música acá, no tocan igual,

y no es por el volumen, sino por la calidad de ejecución, que se les cae una barbaridad, me

dijo, y entró en uno de sus largos silencios, quizá más largo que nunca, porque duró como

tres días. Como ha podido durar tres años. Doña Antonia Velarde de Duarte fue enfática:

su nieto tendría que estudiar desde ya, y ella misma fue a hablar con el director del Colegio

La Salle, luego de conseguirse una carta de recomendación del obispo. Los papeles no

estaban legalizados y no se le podrá ubicar por la edad, pero tiene que entrar ahora mismo

para que no pierda más tiempo. Entretanto se mandan los papeles otra vez a Europa porque

Augusto se descuidó y no los hizo traducir ni legalizar, y cuando estén de vuelta, se ubicará

a Antonio en el nivel que le corresponda, pero mientras tanto que asista a clases y estudie,

por disciplina, por disciplina. ¡Pajarote! Le decían los compañeros, y en realidad era de

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mayor estatura que todos ellos, y les llevaba tres y cuatro años a todos. Lo habían ubicado

en el segundo año de bachillerato, en donde casi todos tenían catorce años, algunos trece y

muy pocos quince, y él ya estaba cerca de cumplir los diez y ocho, que era la edad en la que

la mayoría de ellos ya estaría en el primer año de una carrera universitaria. El primer día le

costó entender lo que estaba viviendo. El colegio no le quedaba, como en Europa, a una

distancia que pudiera ser cubierta a pie. Tuvo que aprender a viajar en autobús. Desde el

primer día, porque su abuela no tenía automóvil ni chofer, ni recursos, le dijo, como para

que viajara en automóvil de alquiler. Las mujeres de servicio le explicaron que tenía que

subirse a un colectivo que fuera rumbo al Este, en la misma acera de la casa, y llegar hasta

el final de la ruta, en donde caminaría tres cuadras hacia el Norte y como cuatro hacia el

Este, que preguntara, y podría llegar al colegio. El regreso sería desandar el camino,

caminar hasta el comienzo de la ruta del autobús, subirse, y bajarse en la parada que estaba

frente a la otra, la de la ruta hacia el Oeste, que estaba a una cuadra de la casa. Le costó

mucho menos de lo que esperaba llegar a su destino, muy temprano en la mañana. El

edificio se le pareció a los de los baños, en Francia, pero más desaliñado. Tenía algo de

gótico incompleto, mezclado con el estilo desabrido de fines del siglo XIX. Desde la calle

parecía tener dos pisos, pero en realidad tenía tres. Totalmente a la derecha estaba la

capilla, y se le entraba por un gran portón, sobre el cual había un busto del fundador,

convertido por la iglesia en Santo. Arriba estaban las instalaciones de los hermanos y en el

piso intermedio, además de bachillerato, el comedor de los semi-internos. Abajo quedaban

los salones de primaria y otras instalaciones, además del patio de deportes. ¡Pajarote!

¡Pajarote! ¡Pajarote!, empezaron a decirle lo muchachos desde su primer día en clases,

sobre todo cuando se dieron cuenta de que hablaba inglés y francés y estaba mejor

preparado que ellos en educación artística, en matemáticas, en ciencias biológicas y en

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historia universal, aunque no en geografía, que era más geología que geografía, ni el

lenguaje, en donde desde el principio se vio que no había recibido ni la más mínima

información sobre la gramática castellana, lo cual no le facilitaba entender las clases, que

eran de preceptiva literaria. Lo ayudaba el que había estudiado con algún interés las formas

literarias francesas, y con algún esfuerzo conseguía llegar a las españolas. Se sentía

indefenso, incapaz de protegerse, aunque sabía que ninguno de aquellos podría medirse con

él a los puños, pero la diferencia de tamaño le impedía pelear. Sólo en el terreno de fútbol

pudo vengarse. Aquellos muchachos no tenían idea de cómo se jugaba, y los dos

entrenadores, al verlo, empezaron a disputárselo. Era la estrella en el campo, y aunque

siguieran llamándolo Pajarote, optaron por no seguir burlándose de él, no fuera cosa que se

negara a jugar con ellos. Pajarote Duarte, sin embargo, se sentía muy mal. Tenía buenas

notas, y aunque no logró aprobar el final del año el castellano y le costó inmensamente

aprobarla en septiembre, en el examen de reparación, entró al tercer año de bachillerato, ya

con la aprobación del ministerio de Educación, con pie mucho más firme que al segundo.

Ahora las clases no eran de gramática ni de preceptiva literaria, sino de historia de la

literatura española, lo cual se le hizo mucho más fácil. Pero en cambio, la química y la

física se le hacían imposibles. Había estudiado ciencias en Europa, pero no como unidades

separadas, sino como un solo mundo con muchas líneas de encuentro y comunicación. Y

para colmo, el profesor, seglar, que les daba física, detestaba al cura que les daba

matemáticas, y entre ambos, criticándose y lanzándose dardos mutuamente, lograban que

los alumnos no relacionaran una materia con la otra. Ni con la química, que se les reducía a

un mundo de fórmulas frías y vacías. Y a pesar de que el hermano director y los

entrenadores de fútbol lo distinguían abiertamente, y de que los condiscípulos ya casi no lo

molestaban, Antonio Duarte se sentía incómodo, mal, y decidió que no seguiría estudiando.

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Prefería irse a pasear en autobús por la ciudad, o explorar plazas, a pie, por los alrededores

del colegio, o subir a la montaña a imaginar grandes batallas medioevales, que nada tenían

que ver con las clases que no recibía en el colegio. A soñar. Soñar a cualquier hora,

porque ya no había hora de soñar. Soñaba de nuevo con amanecer un día cubierta por esas

riquezas que nunca había conocido. Había escuchado que varios de sus antepasados eran

dueños de vastas propiedades y tenían casas enormes, pero eso fue mucho antes de que ella

naciera. Eran los tiempos de su abuelo Vitelino, que tuvo mucho dinero y fue un hombre

muy importante, dueño de haciendas y de casas, según le contaba su madre. Pero ese

dinero se fue como se va el agua entre las manos en un pozo cristalino, y a ella sólo le llegó

el recuerdo, Un recuerdo en gotas que se le convertían en sueños. Sueños de volver a ser

lo que nunca fue. Lo que nunca pudo ser. Julia se ve llevada por los ángeles a visitar a

aquel abuelo poderoso. Es el rostro de su padre, pero con grandes bigotones y los ojos

penetrantes, que parecen atravesarla y a la vez llenarla de una luz de oro y diamantes. El

abuelo le acaricia la cabeza. Pobre niña, le dice, pobre mi niña abandonada por la suerte;

pero la suerte ha vuelto, la suerte está contigo, te acompaña de nuevo, todas mis riquezas

ahora son tuyas, todas mis propiedades. Julia recorre sobre su blanco caballo las vastas

heredades que acaba de recibir de manos del abuelo. Es la señora, la única dueña, la

propietaria de todo lo que abarca su vista y mucho más allá. Los humildes campesinos

agachan las cabezas cuando ella pasa, seguida por los caporales y los mayordomos y los

licenciados que anotan sus caprichos para cumplirlos en cuanto sea posible, señorita.

Quiere hacer una casona rodeada de corredores en lo alto de una colina. Separada tendrá

una capilla en donde ella se casará con un príncipe y en donde bautizará a los nobles

principitos que ella parirá rodeada de doctores y comadronas y muchachas que hervirán el

agua y le tendrán listos los pañales importados de España y tendrán listos también los

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faldellines para el bautizo, que será con misa cantada y oficiada por un obispo y cuatro

curas y ocho monaguillos y con la presencia del Presidente de la República y todos los

hombres y mujeres importantes del país. ¡Vístete, niña, que vamos a la misa! Le ordena

Agripina sacándola casi con violencia de los tablones de caña de azúcar que recorría en su

caballo cada vez más blanco, acompañada por su príncipe, los principitos y la servidumbre

que los seguía para satisfacer hasta sus más mínimos caprichos. Julia suspiró. Vio las

manchas del techo y con lentitud se puso la ropa. Era su único vestido decente, pero pronto

dejaría de serlo. Era inevitable. El tiempo se encargaría de hacer cumplir la condena a la

que se había hecho acreedora por no tener dinero, pensó. Irían a misa en la iglesia de San

Francisco por el aniversario de la muerte del abuelo Vitelino. Agripina se dio cuenta de

que su único vestido estaba manchado. Usaría el chal para disimularlo. Pero la mancha

estaba en una posición incómoda. Ya vería que hacer. Y justo en la puerta de la iglesia se

toparon con la prima Antonia. Ay, Antonia, qué buena broma, justo en la esquina de abajo

me topo con una amiga y no tiene mejor idea que darme un abrazo y ensuciarme el vestido,

pero yo no iba a regresar para cambiarme. Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte,

sonríe. Junto a ella está Augusto, su hijo, que mira con ojos de admiración y sorpresa a la

primita que su madre acaba de presentarle. Augusto Duarte estaba sólo de permiso en

Caracas. Venía de ser agregado civil de la legación de Venezuela en España y estaba

gestionando un cambio. ¿Por qué no invitas a las primas a la casa? Pregunta Augusto.

Antonia duda. La primita es muy linda, sí, pero uno no sabe. Las pobres están pasando

mucho trabajo, piensa, y dicen que Agripina anda por malos caminos. Pero Augusto

insiste, vengan a almorzar con nosotros después de la misa, uno no conoce a la familia. Y

Antonia no tiene más remedio que aceptar. Como acepta Agripina. Julia se siente extraña.

El primo, aunque ya no es un jovencito, es muy buenmozo y tiene dinero. Y no deja de

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verla en misa. Ni siquiera durante la consagración del pan y del vino. En la casa, después

del almuerzo, Antonia le regala cuatro vestidos a Agripina y dos a Julia. Julia sabe que le

quedan grandes, pero ya verán cómo reducirlos. Y Augusto parece perder la vergüenza.

Yo no sabía que tenía una primita tan linda, dice fumándose un cigarrillo inglés, la familia

debería reunirse más a menudo. Julia se sonroja. Siente que el rostro se le quema. Que

todo se le quema. No se atreve a levantar la vista para no encontrar el rayo de luz que se le

ha clavado desde los ojos de Augusto. Los ojos de Antonio se llenan de pinos. Se llenan

del paisaje que está abajo, al pie de la montaña. La pequeña ciudad no se parece en nada a

las ciudades de Europa. Cuando desde la altura escuchó, allá lejos, las doce campanadas de

la catedral, recogió su atado de libros y echó a andar cuesta abajo con decisión y alegría. A

las doce y media pasó por la Plaza Bolívar y cerca de la una ya estaba en el autobús que lo

dejó, a la una y cuarto, cerca de su casa. Al entrar se dio cuenta de que algo andaba mal.

La abuela estaba como encerrada, como molesta, y tanto Carmelita como Ciriaca y

Candelaria le huyeron al sólo verlo, como si no quisieran escucharlo ni hablarle. Le habrán

venido con el chisme a mi abuela de que me escapo del colegio, se dijo, y prefirió no

explorar mucho más allá, por si le salía el tigre y se lo comía. Almorzó sin mucho apetito y

se encerró en su cuarto. Para matar el tiempo se dedicó a ordenarlo, y luego a leer una

novela de Julio Verne, en francés. A las seis de la tarde salió del dormitorio. Su abuela lo

llamó al verlo pasar, y le habló en francés. Algo andaba mal, se dijo. Pero el misterio se

aclaró en cosa de minutos, cuando doña Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, le

entregó a su nieto una revista francesa, abierta en las páginas centrales. Allí estaba la foto

de Claudio Jonson al lado de la reproducción de la portada de un libro. Claudio Jonson

había publicado una novela, con el simple nombre Claudio-Claudia, título que

prácticamente no necesitaba traducción a ningún idioma de los muchos que utilizan los

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caracteres latinos. Era una novela erótica, que muchos críticos calificaban de casi

pornográfica, y era tal su éxito de ventas que el antiguo profesor nunca más necesitaría dar

clases para sobrevivir. Claudio-Claudia, según el reportaje, ya se había traducido a unos

veinte idiomas y estaba a punto de llegar al medio millón de copias vendidas. Su

importancia radicaba en que, a pesar de llegar al borde de la pornografía, estaba escrita con

un lenguaje poético y un dominio perfecto de las técnicas narrativas. Se anunciaba,

además, que pronto se haría en Francia una película basada en la novela, si es que la

industria de Hollywood no llegaba primero a un acuerdo con el feliz autor, hijo de padre

sueco y de madre inglesa, que había vivido en Argentina, Estados Unidos y Suecia, antes de

establecerse en las islas Baleares. El novelista, que aparecía en la foto con una amplia

sonrisa, sentado en el salón de su casa, que era un antiguo molino de viento convertido en

vivienda, declaraba que toda su vida había querido escribir novelas, pero que lo que lo

decidió a hacerlo fue la muerte de Julia, una bellísima diplomática venezolana que fue su

amante, el amor de su vida, decía, y que dejó sus huesos enterrados en suelo escandinavo.

No decía su apellido, pero alguien de la familia se había encargado de enviárselo a doña

Antonia Velarde Duarte de Duarte en un sobre sin nombre ni dirección de remitente. Tenía

que ser alguien de la familia, porque le había puesto una nota en la que le decía que esa era

la herencia dejada por el borracho de Cayo y la puta de Agripina, y remataba diciéndole

que su nieto Antonio iba también por el mal camino y ya ni siquiera asistía a clases en el

Colegio La Salle, sino que se iba a pasear como un vago, como seguramente lo había hecho

también Augusto en su tiempo. Antonio recibió todo aquello en silencio. ¿No tienes nada

que decir? Le preguntó su abuela. Nada, fue su respuesta. Qué desgracia, dijo ella, yo

sabía que eso le tenía que pasar a Augusto, yo lo sabía, todas las cosas que me contaba en

sus cartas eran mentira y yo me di cuenta, yo supe que se iba a morir, porque era un débil, y

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tú también, Antonio, tienes que darte cuenta de que eres débil como tu padre, tienes que

hacer algo para no sufrir todo lo que él sufrió. Antonio sabía muy bien todo lo que Augusto

Duarte había sufrido, y también sabía muy bien que él lo había sufrido más que su padre. Y

también que su madre no era victimaria, sino víctima, se repitió mil veces al encerrarse en

su dormitorio a repetírselo, a decírselo, a conversar con el recuerdo vivo de su madre

muerta. Todo se le hizo del color del chocolate. Todo se le convirtió en tumbas de mármol

negro. Cuando despertó se dio cuenta de que había pasado la noche en el piso, totalmente

vestido, como si hubiese dormido una gran borrachera. Pero estaba dispuesto a superar

todo aquello. Con paso de vencedores subió por el viejo camino de los españoles para ver

desde su cielo el cielo que estaba abajo. Sería un vencedor, no un débil. Mussolini y Hitler

serían sus modelos y desde ya, desde sus diez y nueve años, empezaría el camino de

ascenso que lo llevaría al poder absoluto en Venezuela. Luego empezaría a reconstruir la

obra de Simón Bolívar. Primero destruiría a los oligarcas de su país, luego arrasaría con los

ejércitos de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, y crearía la República Bolivariana de

América, cuya capital, Miranda, estaría situada en el borde de los Andes, junto al río

Casanare, y con diplomacia y fuerza obligaría a todos y cada uno de los restantes países de

la antigua América española a entregarse, a sumarse, hasta que se formara una de las más

grandes potencias del mundo, dominada por la fuerza irresistible del Gran Caudillo, el Jefe

Máximo, Antonio Duarte. ¡Antonio Duarte! gritó uno de los manifestantes que avanzaban

hasta con cierto desgano. ¡Pajarote! gritó otro. Minutos después, Antonio se había

incorporado a la manifestación. Iban a encontrarse con alumnos de otras escuelas cristianas

para protestar contra un decreto que acababa de emitir el gobierno. Un gobierno de los

negros, comunistoides escondidos, decía uno de los curas, y quieren acabar con la

educación cristiana para imponer sus doctrinas ateas. En la plaza ya estaba ya formada la

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columna, cinco en fondo, que marcharía para demostrar la fuerza de los que el gobierno

quería destruir. Un joven de pelo muy negro y espeso, que desde lejos lo hacía ver como si

tuviera un casco muy pegado al cráneo, arengó a los demás y los llamó “soldados de

Cristo”. Antonio hinchó el pecho. Era el comienzo de su carrera hasta la cumbre, se dijo, y

trató de que su paso fuese más marcial que el de todos los demás, que no lo era. Cuando

apenas habían recorrido dos cuadras, se toparon con una manifestación de los alumnos de

las escuelas públicas, que era en favor del decreto del gobierno, y de inmediato se trenzaron

en una desigual pelea en la que los jóvenes de las escuelas católicas llevaron la peor parte.

Antonio no se decidió a participar, y cuando vio que uno de los contrarios se dirigía hacia

él, echó a correr con una velocidad que jamás habría pensado que podía alcanzar. Ni

siquiera se enteró de que uno de sus compañeros, ya antiguos compañeros de clase, al verlo

arrancar dijo sin mala intención: ¡Voló Pajarote! y fue tal el estallido colectivo de risa que

tirios y troyanos dejaron de pelear y se fue cada grupo por su lado, como si nada hubiera

ocurrido. Lo que si supo es que se burlaban todos de su veloz carrera, que había terminado

en la montaña en espera de que estallara algo que nunca estalló. Esa fue la causa de que

varios se resistieran a su incorporación a un grupo que formó uno de los curas para

empuñar las armas en defensa de la religión y los valores de la familia cristiana. Antonio

aseguraba que él estaría dispuesto a dar la vida por la causa, pero muchos de los que lo

habían visto correr decían que a la hora de una confrontación aquel joven estorbaría porque

era un cobarde, razón por la cual el joven Duarte se indignó y retó a pelear a puños a uno de

los que más se burlaba de él y, para gran sorpresa de todos, incluido él, en quince segundos

el joven retado echaba a correr después de haber recibido varios puñetazos bien dados, que

le costaron varios hematomas en la cara, una fractura de nariz y una carga de vergüenza que

lo acompañaría toda su vida, en cambio a Antonio le significó un respeto que nunca acabó

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de entender, pues los mismos que todo aquel tiempo se habían burlado de él, ahora lo

miraban con cierta admiración, sobre todo cuando descubrieron que era capaz de bajarse

media botella de ron casi sin respirar, y después levantarse como si nada e irse a su casa.

Pero lo que nunca hizo, ni siquiera en medio de la peor borrachera, fue acompañar a los

demás a un burdel. Decía que la castidad lo hacía más hombre, y que el donjuanismo, así

fuese con putas, era una clara prueba de mariconería y nadie se atrevía a llevarle la

contraria, porque ya se había corrido por todas parte que Pajarote Duarte podría volar en

ocasiones, pero que cuando pegaba, pegaba como una mula y le fracturaba los huesos de la

cara a cualquiera. Hacia fines de noviembre del 48, el cura insistió en reunirlos. Era

necesario que estuvieran preparados, ahora sí, porque en cualquier momento podría estallar

una guerra civil y tenían que defender los valores cristianos. Un militar activo les

procuraría las armas para que se constituyesen en milicias que enfrentarían las milicias

populares del gobierno. Antonio sintió pavor, pero pudo dominarlo mediante un silencio

total. Cuando el cura le preguntó, como a todos los demás, si estaba dispuesto a morir por

la causa, movió la cabeza afirmativamente, pero no se atrevió a emitir una sola palabra.

Esa noche le costó dormir. No quería morir a los veinte años, se decía. Quería vivir setenta

u ochenta, y hacer algo importante, no caer como un número en un juego de números

grises. Lo despertó un ruido de muebles arrastrados y al salir de su cuarto vio que su

abuela y las mujeres de servicio estaban colocando colchones y muebles altos en las

ventanas de la casa. ¡Hay revolución, mijito, tumbaron a Gallegos, y andan diciendo que

va a haber saqueos y que los adecos van a salir a la calle a defender el gobierno a tiros!

Antonio sintió que el estómago se le encogía, y sin decir palabra entró de nuevo a su

dormitorio y se echó a dormir. Cuando se despertó, al día siguiente, la abuela y las mujeres

habían retirado los parapetos. No pasó nada, mijito, tumbaron al gobierno y nadie salió a

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defenderlo. Cerca de mediodía se encontró con tres de los del grupo. Los jefes se habían

concentrado en el baño del Congreso a esperar que los llamaran a formar gobierno. Pero

nadie los llamó. Los militares decidieron formar su propio gobierno y los civiles a comer

caca, de la amarilla, de la aguadita. Será a beberla. Como chocolate. Claro. Así es. Y

hablando de eso, vamos a casa de mi primo Jesús que tiene dos botellas de ron y necesita

quien las liquide. Vamos. Vamos. Siempre me pasa, doctor, siempre me ha pasado, y no

me venga otra vez con el cuento, no sé, mi padre murió alcohólico, y mi abuelo materno,

que era primo segundo de mi padre, también murió alcohólico y sifilítico, y mi madre

murió de cáncer, pero también era alcohólica, doctor, de eso estoy seguro, todos los días,

todos los días, se tomaba sus buenos vasos de vino o de jerez o de whisky, y eso es lo que

yo heredé, así como otros heredan las narices grandes o los ojos azules, yo heredé el

alcoholismo, y cuando tomo me siento bien, me siento capaz de todo, y cuando no tomo me

siento mal, pero cuando tomo también me siento mal, porque sé que me hace daño y que en

una borrachera puedo matar a alguien o hacer que me maten, pero solo no puedo dejar de

beber, doctor, y a veces, o mejor dicho, cuando me entra la loquera y tengo que beber, me

entra también el miedo, mucho miedo, y por eso lograba muchas veces controlarme, sobre

todo cuando vivía con mi abuela, que ya está vieja pero era tal el miedo que me daba, que

me asustaba con que ella me viera, y cuando me inyectaron la droga tenía mucho más

miedo, doctor, ahí sí que puedo decir que el miedo empezó a volverme loco y por eso

entendí que mi abuela me hiciera encerrar al darse cuenta de que yo iba a hacer lo mismo

que mi abuelo Cayo Duarte, a vender cosas de la casa para poder pagarme la droga y el

aguardiente, doctor, pero no me diga que eso no es hereditario, porque yo sé que lo heredé,

doctor, y algún día voy a averiguar si heredé también lo del miedo. Agripina sintió miedo,

mucho miedo, además de la vergüenza que le daba que el primo Augusto viera en qué

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estado estaba su casa y cómo vivían ellas dos. No se le escapaba que el interés de Augusto

por Julia era la respuesta de un buen Dios a todo lo que ella había rezado en su vida. Un

Dios tan bueno que le perdonaba el pecado horrendo de ella, que se había entregado como

una prostituta a Tafik Nahoum para poder sobrevivir. Tenía que ser que el buen Dios

entendía lo que estaba pasando. Dios no era como decían los curas y las beatas. Era todo lo

contrario, bondadoso, comprensivo. ¿Cómo la iba a castigar si no le dejó otro camino que

el de pecar? ¡Bastante sufrimiento era tener que acostarse con el turco, que le sudaba

encima y se tiraba pedos mientras la poseía! Ese sí que era el infierno en la tierra, y

después de la muerte, después de la vida, no podría haber un castigo peor que el que ella

tenía que padecer ahora casi todas las noches. Y ella sabía muy bien que la mujer de

Nahoum estaba enterada de todo. Ya ni la saludaba en la calle. Todo eso era peor que las

llamas del infierno que le anunciaba el padre, o las que le deseaban las viejas beatas que ya

la habían execrado del todo. Y se sentía sucia, y enferma, y más de una vez había pensado

en matarse. No lo hacía por Julia, la pobre Julia, que se iba a quedar sola y sin quien la

cuidara si ella se iba. Si el primo Augusto se casa con Julia, todo se va a resolver, se dice.

Julia no está convencida. No le acaba de convencer el primo. Es relamido. No es el

príncipe que ella esperaba. No es feo, no, pero tiene como cuarenta años. El príncipe

verdadero tiene los ojos azules y la piel muy blanca y el pelo muy rubio. El primo es

blanco, pero tiene el pelo negro y los ojos castaños. El príncipe auténtico no habla, canta, y

no es en español, sino en un idioma que Julia no entiende, pero le entiende todo lo que él le

diga, y lo sigue, o se deja seguir, eso depende del día. Agripina le dice que se vista porque

viene a visitarla el primo Augusto. Y sin embargo, le dice al primo Augusto que no puede

recibirlo en su casa. Julia conversará en él desde el poyo de la ventana, detrás de las rejas.

Allí estará el lindero. Y Agripina estará sentada en el salón, tejiendo. Augusto sonríe. No

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esperaba otra cosa. Pero se pueden ver en la misa del domingo, dice, en Altagracia. Él va a

misa de diez en Altagracia. Pero ellas van a misa de ocho en Santa Rosalía. ¿No se

podrían combinar?, dice él, que todos vayan a misa de diez en Santa Rosalía, y después

pueden caminar por las calles, ir a la Plaza Bolívar, o podrían ir a misa de diez en la

Catedral, y después oír la retreta en la Plaza Bolívar, y luego él las acompaña caminando

hasta la casa de ellas, ¿puede ser?, y así convienen, aunque Julia siente que están

decidiendo demasiadas cosas por ella. Y Agripina se indigna, es por ti, malagradecida, que

estoy haciendo todo lo que estoy haciendo, ojalá que nunca tengas que pasar por las

miserias por las que yo he tenido que pasar. Y Julia se da cuenta de que su príncipe ya ni

siquiera se vuelve a mirarla. Ha muerto. Y ella tendrá que aceptar que va a ser una

plebeya. Toda su vida. Todos sus sueños. Todos se han muerto. Fue amor a primera

vista, dijeron las mujeres de la familia cuando se enteraron de lo de Antonio y su prima

María Amparo. No se habían encontrado nunca, y se conocieron en la fiesta que dio el

doctor Natalicio González, el padre de María Amparo, esposo de Livia, la hija de Pompeyo

y Lucila Duarte. Lo curioso, dijeron después, es que a Antonio no lo habían invitado a la

fiesta. Tampoco es que se colerara. Lo que ocurrió es que lo invitó uno de los de su grupo

de amigotes, que era primo de los González, y Antonio no estaba muy tentado de ir porque

había escuchado a su abuela hablar pestes de Natalicio González y de su prima Livia, que

se había casado con aquel abogado que era cinco o seis años menor que ella y no era de su

misma clase, decía Antonia. Nadie podía ser de la misma clase de los Duarte, y por eso se

casaban todos entre ellos para formar familias que tenían el apellido Duarte repetido cinco

y seis veces seguidas. La prima Livia lo que hizo fue sacurdirse de esa dictadura. Se casó

con Natalicio González que sí, era medio indio, era de provincia, era abogado y tenía fama

de ser medio tramposo en los tribunales, pero le había dado a Livia una vida muy buena,

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decían las de la familia que la defendían. Y un par de hijos que llamaban la atención, ella

por linda y él por buenmozo. Y a todos les extrañó que María Amparo, que era tranquila y

muy estudiosa y hablaba de que no se casaría hasta terminar su carrera universitaria, se

enamorara del primo Antonio al extremo de pensar en dejarlo todo y casarse apenas tres

meses después de haberlo conocido. Amor a primera vista. Si no a primera, había sido a

segunda o a tercera. Todo ocurrió como en uno de los sueños que Antonio solía vivir

cuando subía a su montaña. El día de la fiesta para celebrar que al doctor González los

militares lo nombraron Presidente del Instituto Nacional de Puertos, Antonio conoció a

María Amparo, un año y medio mayor que él, estudiante de segundo año de Derecho y de

una belleza extraordinaria. Y desde el día de la fiesta visitó a María Amparo lunes, martes,

miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. En grupo o él solo. Cuando era en grupo,

no había problemas, pero cuando era él solo tenía que soportar la compañía de Juan

Vicente, el hermano de María Amparo, estudiante de primer año de ingeniería civil y con

fama de muy inteligente. El domingo siguiente fueron a la playa. Salieron, en grupo, muy

temprano en la mañana y llegaron a la casa de unos compañeros de estudio de María

Amparo. Los varones se cambiaron en un cuarto y las niñas en otro. Afortunadamente

para Antonio, llevaba un paño muy grande, que le sirvió para disimular la erección que lo

llenó de sueños al ver a María Amparo en traje de baño. Casi a la carrera atravesaron la

calle, que en realidad era una carretera, y se metieron al mar. La playa era muy pequeña y

sin protección alguna para el sol, por lo que debieron salir del agua en una media hora.

Antonio bebía ron y se sintió invadido por brisas de amor y triunfo, y a eso de las dos de la

tarde, sin previo aviso ni palabras, sólo después de una mirada intensa, se atrevió a besar a

María Amparo en la boca. Fue un beso inocente, que ella respondió con inocencia. Y

ocurrió en la parte de atrás de la casa, que daba a un pequeño cerro, árido y pasajero. Fue

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apenas el encontrarse de los bocas que no supieron que hacer, el leve trinar de los pajaritos

que ni siquiera sabían que tenían que volar. Pero dos horas después se encontraron a solas

de nuevo y ya no fueron besos inocentes. Ya las lenguas se encontraron y como si

avanzaran a toda carrera hacia los mares profundos, los océanos que bailaban brisas más

allá del horizonte, cada uno le enseñaba al otro los caminos que jamás habían pisado. Cada

uno se dejaba llevar por el cuerpo del otro hacia el encuentro inevitable de los cuerpos.

Encuentro que fue evitado cuando los demás los llamaron y los sacaron del pozo en donde

ya estaban a punto de caer para siempre. Algo se había roto. Algo comenzaba para ambos.

Algo que los llevaba a nadar en la mar profunda, a volar como las aves marinas sin

detenerse a pensar que en algún momento tendrían que buscar las islas para descansar, para

anidar, para evitar de nuevo la mirada del sol que los podía quemar. En el retorno sus

manos se encontraron y sus dedos se anudaron como empeñados en que sus cuerpos se

unieran. Antonio sentía que el corazón se le desbocaba. María Amparo sentía que el

corazón y el vientre se le desbocaban. Antonio sentía que de su bajo vientre salían

cascadas de música. Música que empapó sus pantalones y sólo el color oscuro de la tela, y

el que llegaran de noche a la casa de los González, le permitió disimular lo que le había

ocurrido. Esa noche se masturbó varias veces. Abrió los ojos con expresión de sorpresa.

Había estado soñando pero no pudo recordar sus sueños. Se despertó cuando le avisaron

que un señor insistía en verla. Que era un amigo del difunto Tiberio Duarte y le traía una

noticia estupenda. Antonia se lavó la cara y se vistió con toda calma a pesar de su

impaciencia. Algo le decía que la buena noticia tendría que ver con su hijo Augusto. Tal

como fue. Al señor que la traía lo recordaba oscuramente. Lo vio en el entierro de Tiberio

y pensó que sí era su amigo. Y ahora se daba cuenta de que no se había equivocado. No

era, como los que habían sido socios del difunto, que se alejaron de los Duarte en cuanto

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Tiberio perdió el favor del gobierno. Tampoco parecía tener interés en los negocios de

Tiberio. Supo, o creyó saber, que había sido amigo de juventud de su marido, que había

estado exilado y que a su regreso al país se mantuvo al margen de toda actividad política.

Traía un telegrama en donde el secretario de gobierno del estado Carabobo le confirmaba

que Augusto Duarte estaba entre los que fueron liberados del Castillo de Puerto Cabello y

se embarcaron hacia Curazao. Días después doña Antonia Velarde Duarte, viuda de

Velarde, que aún llevaba luto cerrado por su difunto marido, tuvo la contrariedad de

enterarse de que su hijo se quedaría en Curazao con su grupo de revolucionarios. Pensaban

invadir por Coro, con lo cual la vida de la viuda se complicaría más aún de lo que ya

estaba. Pero poco le duró la contrariedad. Augusto, al enterarse de que su padre había

muerto, tomó la resolución de volver a Caracas sin importarle lo que de él dijeran sus

compañeros. Sentía que su madre lo necesitaba, o por lo menos necesitaba que él no fuese

una fuente de problemas, o peor aún, de retaliaciones del gobierno, que una viuda no podría

resistir. La revolución tendría que esperar y ya él se había sacrificado lo suficiente por ella.

Ahora tendría que hacerlo por otra. Nada de eso lo dijo en el telegrama, pero su madre lo

entendió y se alegró mucho. Iría a recibirlo en el puerto, se dijo, y buscó la ayuda del

amigo del difunto, que tenía automóvil. En la alcabala los detuvieron. El gobierno había

prohibido que los particulares bajaran esa noche al puerto. Doña Antonia Velarde Duarte,

viuda de Duarte, se acostó, frustrada. Pero aquella tristeza se compensó con creces, cuando

a la mañana siguiente la despertó la voz de su hijo, que acababa de llegar del puerto y la

llamaba a gritos. Doña Antonia quedó impresionada. Su hijo estaba flaco, muy flaco, pero

sus ojos brillaban como las cúpulas de alguna catedral hechas de oro puro. Usaba barba y

se veía mucho más viejo de lo que en realidad era. Se parecía mucho a su padre cuando su

padre tenía la misma edad que él y ya usaba la barba que usó hasta el día de su muerte, pero

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el hijo no parecía cercano a la muerte a pesar de su flacura. Al día siguiente el recién

llegado amaneció sin barba. Parecía un niño, se dijo la madre, y muy orgullosa lo

acompañó a visitar a un antiguo amigo de la familia, el doctor Gregorio Almeida, que ella

sabía muy bien que siempre la había mirado con codicia. El doctor Almeida les prometió

que le conseguiría trabajo, sin importar que Antonio no tuviera profesión ni habilidad

alguna. Un mes después, Antonio Duarte partía de nuevo. Esta vez no había prohibición

alguna y su madre lo acompañó, llorosa, pero a la vez feliz. Su hijo partía como agregado

de la legación de Venezuela en España, un comienzo de carrera que muchos envidiaban.

La familia Duarte todavía tenía influencias, gracias a Dios. Bach es Dios, nos dijo

Amadeo, y yo sentí que se estaba desviando. Nos hacía escuchar La Pasión según San

Juan, y a mí me hacía mucha falta La Trucha. Yo sabía que los músicos seguían tocándola

allá afuera, pero las notas de Bach tapaban por completo las de Schubert. Yo trataba de

entender lo que sí escuchaba y de apartarme de lo que no escuchaba, pero no lo conseguía.

Las palabras en alemán se me escapaban por completo, y sólo los coros significaban algo

para mí. En cambio, a pesar de la solemnidad de la música de Bach, sentía saltar a la trucha

por todas partes. Veía el agua blanca en donde la trucha volaba por unos instantes,

recurrente, repetitiva, por medio de los giros del violín. Me daba cuenta de que algo no me

funcionaba, y también lo notó Amadeo que me miró con una severidad que en nada se

parecía a sus palabras. De repente volví a sentir el miedo de siempre. Me sentí otra vez en

un espiral infinito que tendría que llevarme a mi propia muerte, y me daba cuenta de que, a

pesar de haberlo pensado tantas veces, en ese preciso instante no quería morir. Me daba

pavor la oscuridad que seguramente me esperaría al otro lado de la claridad. O el silencio,

que tendría que ser más oscuro que todo lo que hasta entonces había conocido. Por eso

eché a correr, doctor, no por otra cosa, no por la música, sino por mis miedos, que

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volvieron de repente como piedras de un derrumbe. No podía dejar de pensar. Era como

una obsesión. A toda hora y en todo momento Antonio pensaba en María Amparo. En

todos los rincones veía la dulce sonrisa de María Amparo. Tenía muchísimas dudas. Por

vez primera llegó a pensar que había estado equivocado en lo de la castidad. Los demás,

los que iban a los burdeles y les pagaban a las putas, se entrenaban, practicaban, ensayaban.

Quizá él debería haber hecho lo mismo. No estaba muy seguro de actuar correctamente en

el momento preciso. Las imágenes de lo que había visto entre su madre y su padre, o entre

su madre y el amante de su madre, se le confundían. Y por eso dejó estupefactos a sus

amigos, que se habían reunido a hablar tonterías, cuando empezó a preguntarles

abiertamente acerca de las técnicas del coito. Se había comprado un folleto, mitad

científico y dos mitades pornográfico, en el que con palabras más o menos serias se

explicaba lo que un hombre hacía con una mujer. Se recomendaba que, antes de la cópula,

se excitara a la mujer pasándole repetidas veces la punta de la lengua por el clítoris, pero

¿qué es el clítoris? Y la sesión que casi todos ellos querían dedicar a los deportes, terminó

por ser una clase colectiva en la que Antonio Duarte, Pajarote, empezó a entender lo que

era cada uno de los nombres que aparecía en el folleto. Esa noche, al despedirse de María

Amparo, logró decirle que, cuando todos durmieran, saliera al jardín para que se vieran,

aunque fuese con una reja de hierra forjado entre ambos, porque no le sería posible, dado lo

filoso de la punta de todos y cada uno de los barrotes, saltarla. Y esa noche la niña sintió

que enloquecía, que nunca en su vida había estado tan cerca del cielo. Que de su vientre

nacían estrellas y cometas y luces de colores que le hacían cerrar los ojos y ver la Vía

Láctea que le bailaba en el rostro. Sus ojos se perdieron en sus párpados superiores como

buscando todo aquello que sonaba en su memoria. Era una y otra vez y sentía que

navegaba en un mar de maravillas y que todo se le convertía en cantos en cantos en cantos

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en cantos en cantos que la llevaban más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo

más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo del cielo del cielo

del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo ¡ya mi

amor! ¡ya mi amor! ¡basta, que me vas a volver loca! Al día siguiente Antonia habló con

su nieto. Se sentía mal. Livia nunca le había gustado. La había tenido siempre por loca.

Se casó con un hombre menor que ella y que no podía compararse con los Duarte. Siempre

pensó que era un trepador, un indio que buscaba mejorar socialmente casándose con una

Duarte, hija de Pompeyo Duarte, que en su tiempo fue un hombre de gran prestigio, y de

Lucila Duarte, que fue una matrona, ambos nietos de Juan Jacobo Duarte. Ninguno de los

dos fue demasiado rico, pero sí muy prestigiosos, y nadie entendió el capricho de la hija de

casarse con aquel joven llanero, cuyo padre tenía fama de ser uno de esos caciques de

provincia, revoltoso y alzado, que se llamaba nada menos que Expedito Independencia

González . Nadie sabía a ciencia cierta si el Independencia era nombre o apellido, aunque

debía ser nombre, porque su hijo Natalicio no era Independencia sino González, y era hijo

legítimo. En realidad aquel extraño nombre se debía a que Expedito nació en la tardecita

del 19 de abril de 1848, y en el calendario que buscó su padre aparecía escrita debajo de la

fecha la palabra “Independencia”, sin más explicaciones, por lo que al nombre Expedito,

que le fue puesto en honor a su padrino, le fue agregado el Independencia. Expedito, que

participó en unas treinta revoluciones a lo largo de su vida, terminó pacificado por el

general Juan Vicente Gómez, que le regaló una vasta propiedad en los Llanos centrales, no

lejos de Calabozo, como recompensa por su ayuda en la lucha contra la Revolución

Libertadora, en 1902. En verdad el general Expedito González ya estaba cansado de la vida

trashumante y de tener que llevar a sus hombres de combate en combate, aunque en

realidad casi todos los combates eran contra los que cuidaban el ganado ajeno, ganado que

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ellos usaban para alimentarse o para trueques u operaciones comerciales que les permitían

comprar armas y municiones, así como bastimentos. Él sabía que llevaba dentro de sí un

camino prefijado, por haber había nacido en plena llanura, en una vivienda precaria,

cercana a El Sombrero, tirando hacia La Encrucijada por donde se iba o a Calabozo o a

Palenque. Su padre, que en el comienzo de la Guerra de Independencia luchó contra los

republicanos por seguir al Taita Boves, se incorporó, luego de la muerte de su caudillo, a

las hordas que siguieron a otro Taita, el llanero José Antonio Páez, que en 1830, justo

cuando el teniente Francisco de Asís González se llevó a la que diez y ocho años después

sería la madre de Expedito, separó a Venezuela de los reinosos y se convirtió él en

Presidente de la República para llevarle la contraria al Libertador, que parecía entregado a

los bogotanos, a pesar de que también el general Santander y los suyos lo combatieron con

toda la maldad del mundo. Expedito González se inició en la política a los diez años,

cuando se acompañó a su padre que se había incorporado a la guerrilla de un tal Taponcito,

llamado civilmente Helio de Jesús Mójica, que llegó a los Llanos desde las montañas de los

Humocaros, y en Dos Caminos, cerca de El Sombrero, proclamó su revolución, que duró

hasta que al general Mójica, que tenía fama de falso y de maluco, lo nombraron

administrador de una aduana, cargo en el que encontró la muerte a causa de un contrabando

que quiso impedir porque no le ofrecieron lo suficiente. El coronel Francisco de Asís

González se quedó algún tiempo en Tucacas, en donde su hijo Expedito Independencia

hasta aprendió a leer y a escribir, pero el gusanito de la guerra le carcomía la memoria y

pronto estuvo entre los que seguían al general Zamora, cuando desembarcó en La Vela de

Coro, tierra de la familia política de Falcón, el martes 22 de febrero de 1859, dos días

después de que Tirso Salaverría lanzó a los cuatro vientos su grito de guerra, su Grito de la

Federación. Ya había empezado entonces, sin que nadie lo sepa, una pequeña guerra dentro

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de la gran guerra. Zamora se enfrentaba a su cuñado, el general Falcón, y contaba con la

lealtad, casi fanática, de hombres sencillos como Francisco de Asís González. En marzo

ganó un combate importante en El Palito, cerca de Puerto Cabello, y sólo tres días después

tomó San Felipe y creó el estado Yaracuy, luego pasó a Yaritagua y Cabudare en una

especie de marcha triunfal. Los próceres José Asunción Silva, José Escolástico Andrade y

León de Febres Cordero fracasaron ante el avance indetenible de la nueva generación. Era

ya la Venezuela que no peleó contra España, contra la Venezuela que se desangró en la

guerra de Independencia, y la nueva derrotaba con facilidad a la vieja. Zamora, indetenible,

dobló hacia el Sur y tomó Araure el 5 de abril de 1859. No pudo conquistar Guanare y

siguió rumbo a Barinas, en donde el 14 de junio recibió el título de “Valiente Ciudadano” y

constituyó otro estado federal. Se detuvo entonces a reorganizar sus fuerzas para enfrentar

en forma contundente al ejército centralista y emprender de nuevo la marcha, ahora hacia

Caracas. Ese enfrentamiento tuvo lugar en Santa Inés el 10 de diciembre de 1859. La

batalla fue en la margen derecha del río Santo Domingo. Zamora enfrentó al general Pedro

Etanislao Ramos. El plan de Zamora fue el de replegarse e ir entregando posiciones al

enemigo hasta que, mediante un fuerte contraataque a cargo de sus reservas, los federalistas

pondrían en fuga a los centralistas, lo cual se cumplió a cabalidad. Zamora dispuso tres

líneas sucesivas, una en el caserío La Palma, a cargo de los coroneles Jesús María

Hernández y León Colina, la segunda, menos de un kilómetro más atrás, a cargo del general

Ignacio Ortiz, y la tercera, al mando del general Pedro Aranguren, en tanto que en poblado

de Santa Inés se estableció la reserva, en donde estaba el coronel Francisco de Asís

González con su hijo Expedito Independencia. El plan de Zamora se cumplió a cabalidad y

poco antes de la medianoche del 10 al 11 de diciembre el general Ramos ordenó la retirada

de sus fuerzas, que en la madrugada fueron perseguidas y dispersadas por las de Zamora.

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Ahora el camino parecía libre. Pero no lo estaba. Camino a Caracas decidió tomar la plaza

de San Carlos, y su afición por la ropa vistosa lo condenó: desde la torre de la catedral le

dispararon y un certero balazo le rompió la cabeza. Vestido de cacatúa, era demasiado

visible y vistoso como para errar el blanco. El Valiente Ciudadano murió sin darse cuenta

el 10 de enero de 1860. Y con él murió la revolución que iba a hacer. Furioso por la

muerte de su jefe, el coronel Francisco de Asís González, que creyó a pie juntillas a quien

le dijo que a Zamora lo mandó a matar su cuñado el general Juan Crisóstomo Falcón para

quedarse con el poder absoluto, dejó las filas de los federalistas y con otros de sus mismas

creencias formó una guerrilla que se estableció entre El Baúl y Tinaco y combatió contra

todos, liberales y godos, federalistas y centralistas, por igual, proclamando cada vez una

causa diferente. El día de su muerte, que fue en un oscuro enfrentamiento con las fuerzas

del gobierno, en 1868, su hijo Expedito Independencia, que apenas tenía veinte años, se

proclamó general y asumió la jefatura de aquel sanguinario grupo guerrillero, que se

desplazó entonces hasta la Sierra de Coro, en donde se incorporaron a las fuerzas del doctor

y general Antonio Guzmán Blanco, que el 14 de febrero había desembarcado en

Curamichate en la campaña que terminó con su triunfo en Caracas el 27 de abril de 1870.

Guzmán Blanco, que rara vez se equivocaba al calibrar a un ser humano, se dio cuenta de

que aquel general de veintidós años era un peligro en potencia, por lo que ordenó que se

desmembrara su fuerza militar y a él lo ubicaran en una aduana fluvial en el Orinoco, que

pronto Expedito Independencia convirtió en una mezcla de peaje y alcabala de piratas, por

lo que el Ilustre Americano envió todo un ejército a detener al peligroso personaje, que

terminó despachando proclamas que nadie leería desde un oscuro calabozo de La Rotunda.

Pero el sucesor de Guzmán Blanco, Francisco Linares Alcántara, cambió de nuevo el

rumbo de la vida del frustrado héroe. Linares Alcántara había llegado a la presidencia a

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pesar de las dudas de Guzmán Blanco, que intuyó en él una independencia que no le

convenía. La influencia de Ana Teresa Ibarra Urbaneja de Guzmán Blanco fue decisiva en

la solución del conflicto, pero desde el primer momento el Ilustre Americano se dio cuenta

de que su intuición inicial era la correcta. Ello se acentuó con el Decreto de la Paz, del 24

de mayo del 77, que permitió el retorno de los exilados y la libertad de los presos de

Guzmán, entre ellos el general Expedito Independencia González, que en cuanto se vio

libre se fue al monte a reclutar soldados para una nueva revolución en contra del que le

había abierto las puertas de la cárcel. El corto gobierno de Linares Alcántara fue una

reacción contra Guzmán y un claro intento de Linares de desplazar a Guzmán del poder y

ponerse él, de manera que otros intentos, por muy primitivos que fueran, como el de

González, se justificaban plenamente en las mentes simples de quienes los hacían. Linares,

como para dejar claro lo que quería, se hizo llamar el “Gran Demócrata”, título que se

opondría al de “Ilustre Americano”, y sus partidarios llamaban a Guzmán sacrílego, ladrón,

malhechor y otras lindezas, sin que el gobierno moviera una paja para impedir tamaños

desaguisados. El 9 de mayo del 77, ofendido a muerte, Guzmán se fue del país como

ministro plenipotenciario ante varios países europeos, cargo al que renuncia poco después

de llegar a París, desde donde, por correspondencia, empieza a organizar su retorno. Pero

no parece un retorno fácil. La reacción antiguzmancista crecía noche a noche, alentada por

los partidarios de Linares Alcántara que estaban dispuestos a convertir a su jefe en nuevo

amo absoluto del país, para lo cual pedían que se volviera a la Constitución de 1864, que

permitiría al presidente estar cuatro años en la silla. Cada día parecía más evidente la

intención continuista de Alcántara. Pero un viaje decidió otra cosa: Linares, camino de La

Guaira, se sintió mal. Una fuerte infección bronquial lo obligó a guardar cama y, lejos de

mejorar, murió el 30 de noviembre de 1878, a los cincuenta y tres años. La Asamblea

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Nacional Constituyente eligió como Primer Designado, que de hecho sería Presidente, a

José Gregorio Valera, medio hermano del difunto, y Segundo Designado al general

Gregorio Cedeño, antiguo carpintero y comerciante, guzmancista de uña en el rabo. Era un

intento por lograr un equilibrio y evitar lo que se veía venir. Pero no lo evitaron. Cedeño, a

instancias de su facción, no solamente se negó a viajar a Caracas a juramentarse, sino que el

29 de diciembre de 1878 lanzó un manifiesto en el que proclamaba la autonomía de

Carabobo y desconocía en gobierno de Caracas. Era la Revolución Reivindicadora, que

buscaba poner las cosas en su lugar y a la cual se sumó en el acto el general Expedito

Independencia González mediante una proclama que, en opinión de los historiadores,

estaba gramaticalmente muy bien escrita, pero no decía absolutamente nada.. No querían

los reivindicarores el desorden que los alcantaristas habían propiciado, y una vez

triunfantes, llamaron al general Antonio Guzmán Blanco para que viniera a poner orden.

Guzmán regresó a Venezuela y fue proclamado Director Supremo. Poco después se

encargó de nuevo de la Presidencia para iniciar el Quinquenio. Nombró a Cedeño Ministro

de Guerra y Marina, pero Cedeño tenía visiones y sufría delirios incontrolables, por lo que

renunció. Trece años después murió en Valencia, sonriente y ajeno a la realidad. Se creía

pájaro y nadie le daba alpiste. Y fue entonces cuando el general González volvió a

descuadrarse y creó de nuevo un espacio de guerrillas, ahora entre Calabozo y San

Fernando de Apure, en el que se limitaba a robar ganado y dinero a todo aquel que pasara

por su territorio, por los lados de Corozo Pando. En ello pasó más de treinta años hasta que

se topó con el general Juan Vicente Gómez, encargado por el presidente Cipriano Castro de

derrotar a la Revolución Libertadora, de la que González casi no tenía noticia alguna.

Curiosamente, el desordenado llanero se entendió muy bien con el ordenado andino, y

quizá porque ya estaba cansado de dormir cada noche en un sitio diferente, aceptó ayudarlo

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a derrotar a los temibles caudillos de la Libertadora a cambio de una amnistía total y el

hato, cercano a donde nació su padre aunque más bien pegado a Calabozo, en el que pasaría

el resto de sus días. El 28 de diciembre de 1904, ya establecido, se casó con la calaboceña

Amparo Ruiz, blanca por los siete costados y que en el acto fue repudiada por toda su

familia aunque no de manera expresa, y el 24 de julio de 1905, cuando ya tenía cincuenta y

siete años de edad, nació su primer y único hijo legítimo varón, José Natalicio del

Libertador González Ruiz, conocido siempre como Natalicio González, que en 1926 se

graduó de abogado en la Universidad Central de Venezuela y se casó con Livia Duarte

Duarte y, en 1948, cuando su padre cumplió cien años de vida, había llegado a ser

Presidente del Instituto Nacional de Puertos y se hablaba de él como futuro ministro en

cuanto el general Marcos Pérez Jiménez llegara a la presidencia, que era sólo cuestión de

tiempo. Antonio apenas recibió informaciones muy vagas en el viaje de Caracas a las

cercanías de Calabozo, en el que él, María Amparo y Juan Vicente, el hermano de María

Amparo, viajaron junto con una prima, caraqueña como ellos y un chofer que

prácticamente no habló en todo el camino, para la fiesta de los cien años del general

Expedito Independencia González, que se hizo en el hato La Culebra, entre La Encrucijada

y Calabozo, o, si se prefiere, entre Palo Seco y el Calvario con entrada por la vía de

Calabozo, sitio del que su dueño no había salido durante ya trece años, desde la muerte del

general Juan Vicente Gómez. Fue un viaje cansón. Salieron con la madrugada de Caracas,

por el camino de Antímano, Las Adjuntas, Los Teques, y luego de pasar por las empinadas

curvas se detuvieron a desayunar en Guayas, de allí fueron hacia La Encrucijada de

Turmero, en donde se desviaron después de pasar por El Consejo, La Victoria y San Mateo,

de La Encrucijada en vez de seguir hacia Maracay tomaron hacia Cagua, El Burro, Villa de

Cura y San Juan de los Morros, en donde se detuvieron a almorzar. Nunca había sentido

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Antonio tanto calor, pero peor aún la pasó en el camino que los llevó por Uverito, Parapara

Ortiz, Dos Caminos, Paya y Vallecito, hasta El Sombrero, en donde de nuevo se pararon a

comer algo y descansar porque ya el viaje les dolía asientos y costillares. Allí terminaba el

camino más o menos aceptable, y empezaba la aventura de llegar hasta La Encrucijada,

tomar la vía de la derecha, rumbo a Palo Seco, y entre Palo Seco y Las Flores salirse de la

vía para tomar una especie de sendero doble, un camino para cada par de ruedas, derecha e

izquierda, en el cual los automóviles saltaron y culebrearon hasta dar la impresión de que

inevitablemente se desarmarían. Y cuando empezaba una noche de búhos, vio por fin

Antonio la casa del hato, en donde ya varios familiares del general y un par de alegres

hogueras esperaban a los viajeros de Caracas. A pesar del polvo, Antonio se echó a dormir

en una de las seis camas del dormitorio que le asignaron. Ni los mosquitos ni los

murciélagos que devoraban mosquitos ni el miedo ni la oscuridad profunda ni los sólidos

silencios de la noche llena de fantasmas que contaban sus historias, ni siquiera la tentación

de estar con María Amparo le impidieron dormir a pierna suelta hasta que la mañana lo

despertó con su carga de extrañeza. Ya todos se habían levantado y más de uno se burló

del patiquiín caraqueño que se levantó tarde y se bañó después de que todos se habían

bañado y se sentó en el puesto que María Amparo le había guardado y se desayunó con

hambre de tropa. Preciosa estaba María Amparo. Con sus pantalones de montar y sus

botas hasta las rodillas y su blusa suelta y su sombrero de cogollo que la hacía parecer una

foto de revista. Preciosa estaba. La más linda de todas las mujeres de la fiesta, y lo sabía.

Todos los primos, que eran centenares aunque, como dijo el general, eran todos o hijos de

mujeres o hijos de sus hijos naturales porque el único de sus hijos varones nacido en

matrimonio era el doctor Natalicio, la veían con codicia, y a Antonio lo miraban con

envidia porque la niña no tenía ojos sino para él, para el patiquincito que vino con ella de

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Caracas y se le pegó como un pegoste, decían, como un pegón que no dejaba que los demás

le revolotearan cerca. Y como a las diez María Amparo lo llevó para que lo conociera el

general, que lo miró desde sus ojos menudos que parecían dos piedrecitas en su cara de

antigua estatua de cuero. Antonio le estrechó la mano y sintió la fuerza de aquel

hombrecillo, cerrero, zamarro, que se quedó viéndolo como si lo estudiara para echársele

encima como un animal a la presa, pero que luego de algunos instantes de persecución, le

perdonó la vida. “Esta niña es igualita a su difunta abuela, dijo desde sus ojos de lince el

dios de la tierra, pisa pasito y no alza la voz pero hace lo que le da la gana, siempre. El día

que quiera tumbar los cerros para que desde Caracas se mire el mar, ese día se queda

Caracas sin los cerros. Así es. Así que prepárese, jovencito, porque está picada de ángel”,

dijo el dios y Antonio sintió que algo le crecía en el alma hasta llenar todo el espacio vacío

de los cielos de los Llanos. Ya la carne empezaba a recibir desde la tierra la bendición de

los fuegos, y los hombres y mujeres cubrían la parte delantera de la casa y se escuchaba la

música de las arpas y los cuatros y las maracas y las voces que parecían salir también de la

candela. Voces agudas que chillaban hasta el límite de los infiernos que era el límite de los

cielos. Los hombres contrapunteaban y a veces parecía que se iban a matar entre ellos.

Muerte pintada en palabras que nunca llegaba al suelo. Y de repente el abuelo se levantó

de su silla y bailó como un muchacho. Con los pies llevaba el ritmo y con la cintura el

vuelo. Las muchachas se reían y los muchachos trataban de imitar aquellos cantos que

cumplían sobre la tierra cien años de haber nacido, de haber vivido en la tierra, cien años de

soles vivos, de látigos y candelas. Antonio Duarte vio el rostro divino de María Amparo

que estaba en el centro del universo. Que era el centro del universo. Que sonreía

levemente desde una piel fresca y perfecta, desde unos ojos que en ese instante Antonio se

dio cuenta de que tenían un toquecito apenas de oblicuos. Algo de los del abuelo, aunque

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mucho más grandes y más brillantes. También pensó que no debía ser cierto lo que decía el

abuelo. María Amparo era muy Duarte, se dijo, Duarte con los ojos un poquito oblicuos.

Duarte con el pelo muy negro y muy liso. Duarte con una boca carnosa que pocas veces se

curvaba en risa. Preciosa, preciosa, estaba María Amparo y era el centro de la vida, el

centro del universo. Todo lo demás giraba en torno a sus ojos que se iban posando,

serenos, en todo lo que la rodeaba. Y que a veces se detenían en los de Antonio que se

extasiaba en la belleza de aquella niña que lo miraba de vez en cuando y se sonreía y se

sabía el centro del universo. Conversaban en silencio, con apenas verse, con apenas

encontrarse los ojos en los ojos y decirse muchas cosas (Dame los besos de tu boca, que es

tu amor más dulce que el vino; exquisito el olor de tus perfumes y tu nombre es un

ungüento que se expande, por eso te aman las doncellas. Llévame hacia ti ¡corramos!

Hazme entrar, oh, rey, en tus estancias para tener contigo el gozo y la alegría y celebrar el

amor más que el vino ¡Oh, con razón te aman! Las curvas de tus caderas son anillos

hechos por la mano de un artista, tu ombligo un cántaro redondo donde nunca falta el

vino. Tu vientre un haz de trigo rodeado por los lirios. Tus pechos dos gacelas niñas. Tu

cuello una torre de marfil. Yo soy para mi amado y me llama su deseo. Vamos, amado

mío, salgamos al campo abierto, pasemos la noche en las aldeas que de madrugada iremos

a las viñas; veremos si germinan las vides, si se entreabren las flores y si brotan los

granados. Las mandrágoras exhalan sus fragancias; tenemos en nuestras puertas muchos

frutos exquisitos; los nuevos, tal como los añejos, oh amado, los guardo para ti… se

decían en silencio contemplándose el uno al otro, sorbiéndose el uno al otro, tal como

nunca se habían visto ni se habían chupado). Esa noche, mientras de la fogata subían las

chispas que iban a convertirse en estrellas en un cielo tan profundo, tan brillante, tan

perfecto, que le hizo entender a Antonio que no era cierto que ya hubiese vivido aquello, se

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encerraron ambos en un mundo que era sólo de ellos. Los dos se quedaron viéndose

mientras los demás cantaban y bebían y vivían y morían y no les importaban porque ellos

se habían encontrado para siempre, se decían, y eran el centro del universo. Era como si se

hubieran envuelto con una cápsula maldita que yo no quería que estuviera ahí. Yo quería

oír La Trucha y Amadeo se empeñaba en hacernos oír La Flauta Mágica de Mozart y

explicarnos toda aquella balumba de ritos masónicos y de pruebas de aire y de agua y de

fuego que a mí me importaban un carajo. Nos hablaba, interrumpiendo a cada paso la

ejecución, de las formas musicales que usó Mozart, y que ya anunciaban la llegada del

romanticismo con su carga de individualidad, de mundo propio, de abandono de las formas

establecidas para empezar a explorar la libertad. Si era eso justamente lo que yo exigía, que

me dejaran hacer lo que me diera la gana. Bastante sufríamos con estar en aquella prisión

de lujo. Yo quería oía La Trucha y nada le costaba empezar las sesiones un poco más

tarde, cuando los vecinos se retiraran, pero lo hacía por molestarme, porque sabía que me

estaba molestando. Porque disfrutaba molestándome, doctor, como todo el mundo. Todos

estaban en contra de mí, todos, Amadeo y Marcelita y Alcuézar y Mascagni y Aizúria y

Peluffo y Arreghi y Carmencita y Julia y Ghía y Regueiro y Morsini y Sedús y hasta los

Ferrini, que no asistían a las sesiones de música pero deben haberse contagiado con los

demás. Y los malditos carceleros, Pedrosalas, Mongo Aurelio, Bertolotti, Francesco, cómo

gozaron ensañándose conmigo, cómo disfrutaron aquellas torturas que terminaron con mi

cuerpo amarrado a la cama como si no fuera suficiente la camisa de fuerza y todos los

pinchazos que me dieron. Reconózcalo, doctor, que hasta ustedes disfrutaron, y usted me

dirá que es el elemento sádico que aflora en toda persona normal de vez en cuando, pero yo

notaba que estaban gozando al ver cómo yo había perdido el rumbo, tan perdido, en esos

días. Y mire, yo reconozco que no he debido dejarme llevar por la furia, pero es que son

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demasiadas cosas para mí. Son demasiadas las cosas que me han pasado. Y es demasiada

la mierda que he tenido que tragar, doctor, usted no lo sabe porque nunca ha tenido que

pasar por todo lo que yo he pasado. Por toda la mierda que yo he pasado. A la hora en

punto llegaba, todos los días, Augusto Duarte al pie de la ventana de Julia. Como a pesar

de sus esfuerzos Agripina sólo había conseguido tres vestidos para su hija, y uno era el de ir

a misa los domingos, se las ingeniaba para que quitando y poniendo trapos y colocándole

un día sí y un día no un chal que cambiaba de lado cada vez que se lo ponía, pareciera que

en verdad tenía un guardarropa no tan escuálido como el que en realidad tenía. Julia

soportaba todo aquello escapándose en sus sueños. El primo engolado que se colocaba al

pie de su ventana mientras ella estaba sentada en el poyo, no era Augusto Duarte, sino el

hermoso príncipe vestido de blanco que le decía las cosas más bellas mientras en el cielo

azul revoloteaban los pajaritos y las mariposas y un coro lejano le cantaba a ella, la princesa

Julia, que se sentía encantada y entornaba los ojos y suspiraba de amor. Una tarde el

príncipe Augusto, a través de la reja de durísima madera, le tomó suavemente la mano, y la

princesa Julia no quiso despertar, pero lo que la invadió fue una sensación extraña: se le

aceleró el corazón, pero le empezó a latir también el bajo vientre, como si quisiera alojar en

él a un niño. Era lo mismo que había sentido al ver a su madre con el turco encima, y no

tuvo que hacer un esfuerzo excesivamente grande para entender que, aun sin darse

demasiada cuenta, quería que a ella le pasara lo mismo que a Agripina, no con el turco, sino

con el príncipe. Que su amor dejaba de ser de alma para convertirse en carne. Y el

príncipe sí estaba allí. Augusto le leía poemas (¿Qué es la poesía?, dices mientras clavas /

en mi pupila tu pupila azul. / ¿Qué es la poesía? ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres

tú.) Y ella le dijo que ella no tenía las pupilas azules y él le respondió que sí las tenía

porque en sus ojos se reflejaba el cielo y ella volvió a sentir que le palpitaba el vientre y

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envolvió con sus dos manos la mano del príncipe Augusto y suspiró. (Los suspiros son

aire, y van al aire. / Las lágrimas son agua, y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor

se olvida, / ¿sabes tú dónde va?) ¡Y la había llamado mujer! Le había dicho mujer. La

estaba haciendo mujer. Y la mujer quería tener en su vientre un pedazo de aquel hombre.

Y esa noche Julia se frotó hasta que todo se le puso rojo y sintió que el universo se le abría,

no ya como en sus sueños tontos sino como si la invadieran hormigas amistosas que le

llenaban el vientre de una luz desconocida y el alma de campanas de campanas de

campanas de campanas de campanas de campanas de campanas de campanas de campanas

de campanas que la hicieron llorar como nunca de placer. (Por una mirada, un mundo; /

por una sonrisa, un cielo; por un beso… ¡yo no sé / qué te diera por un beso!) y ella pegó

la boca de las rejas y se dieron un largo beso. Se chuparon las bocas, se pegaron uno al otro

como para no despegarse nunca más. Hasta que una tos casi violenta de Agripina los

obligó a separarse. Ese domingo, después de misa, mientras paseaban por la Plaza del

panteón, Augusto, como distraídamente, le dijo a la madre de Julia: Agripina, yo sé que

estoy cometiendo un atrevimiento, pero yo quisiera que me permitieras visitar a Julia dentro

de la casa. Agripina se puso colorada. Me da muchísima pena, Augusto, pero es que las

dos, desde que se murió Cayo, quedamos en muy mala situación, y nadie ha querido

comprar la casa; lo que pasa es que no tenemos muebles. Augusto sonrió, y el lunes en la

tarde llegaron a la casa de Agripina y Julia cinco hombres con un cargamento de muebles:

dos poltronas, un sofá, un confidente, una mesa de comedor con seis sillas, una mesa ratona

y un escritorio. Firme aquí, señora, y Agripina se fijó que en la factura decía Augusto

Duarte. Dos semanas después, aun en presencia de Agripina, eran tan ardientes los besos

que se daban Julia y Augusto, que Agripina tuvo que abandonar la táctica de las toses.

Augusto, le dijo a su primo la madre de Julia, yo no soy puritana, pero tampoco voy a

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permitir que ustedes sigan en lo que están: o se casan o ven a ver que hacen. Dos días

después Augusto se presentó a la visita acompañado por su madre, Antonia. Muy

emperifollados, él con un ramo de rosas. Y convinieron que la boda sería en la casa de

Antonia, porque en la de Agripina no cabrían los invitados, un mes exacto después de ese

día. Al siguiente, Augusto le preguntó a Julia que sí ella sabía que hay ciertas condiciones

para fijar la fecha de un matrimonio, y ella le contestó que sí lo sabía, que le regla le venía

en dos semanas, y dos semanas después estaría lista para él, y preparada. Un mes después,

mientras se probaba por última vez el vestido de novia, hecho por la mejor costurera de

toda Caracas, Julia entrecerró los ojos: sí había conseguido su príncipe azul, un príncipe de

treinta y varios años, pero espigado, de buen porte, salido de donde menos lo esperaba y

cuando menos lo esperaba. Y los abrió de nuevo para ver las montañas de regalos que

llegaban. Agripina, en cambio, estaba mal. Sólo fue al médico tres semanas después de la

boda, y el médico que dijo que debería haber ido cuando empezaron los síntomas. El mal

estaba muy avanzado y no había remedio contra aquello. Decidió encerrarse en su casa y

no decírselo a nadie. Ni siquiera al turco, que se lo había advertido cuando él estuvo

enfermo. Ahora tenían quien velara por ellas. Se había acabado aquella horrible pesadilla.

Los sueños de Julia, que se iba a vivir a Europa con su marido, se cumplían plenamente.

Antonio se asustó. Lo único que él y María Amparo habían hecho fue masturbarse

mutuamente hasta los límites del entendimiento, y ella se quedó con el semen de él en su

mano como si fuera una reliquia mágica de algún rito celestial. Nadie podía haberse dado

cuenta a menos que Juan Vicente no estuviera tan dormido como parecía en el cuartito

vecino. Eso era todo. No sabía qué decir si le reclamaban algo. Si se lo reclamaban era

porque lo sabían. Tendría que decir que no había pasado nada. Unos besos, nada más.

Pero no reconocería que lo único que les había faltado era la penetración, que tenían

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semanas haciéndose el amor mutuamente aunque sin que él se lo metiera. Eso no lo

reconocería. Sentía que las piernas le iban a fallar cuando por fin entró al estudio del padre

de la niña, pero se tranquilizó un poco al notar que no había en él ninguna actitud de

violencia inmediata. El doctor González, que era un hombre muy serio, entró en materia

casi sin esperar a que terminaran de saludarse. Me tiene preocupado lo que está pasando

con María Amparo y tú, le dijo de entrada (y el corazón de Antonio saltó como si un rayo

lo hubiera alcanzado). Yo no sé si se han dado cuenta de lo que están haciendo: María

Amparo dejó los estudios, y tú te presentas a esta casa a las tres de la tarde y te vas de

noche, todos los días. Todos los días. Que la niña no podía seguir en esa vida de ocio,

pendiente solamente de que él fuera a visitarla o de que salieran de paseo o de que se

encontraran en alguna fiesta. Había que poner orden, y, por lo tanto, de ahora en adelante

sólo se verían los fines de semana y los miércoles, sin importar que entre semana cayera

algún día de fiesta o hubiese vacaciones. Y punto. Al día siguiente, a primera hora, estaba

Antonio Duarte vestido como de fiesta, con saco y corbata y zapatos brillantes, y con una

esquela, firmada por Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, en el despacho del jefe de

Servicio de Traducciones del Ministerio de Relaciones Exteriores, Andrés Van Keller, que

a pesar de su fama de malhumorado, sonrió y celebró encontrarse con un joven que hablaba

a la perfección el francés y el inglés y hasta podía hablar en sueco. Claro que necesitamos

gente como usted, Duarte, véngase a trabajar mañana mismo, que mientras le sale el

nombramiento de Oficial le pagamos por servicios especiales. Julia se dejó llevar. Se

había bañado con toda la calma del mundo en la enorme bañera de la casa del novio.

Habían convenido en que el novio se quedaría en el segundo patio y le avisarían para salir

directamente a la iglesia, en donde entraría con su madre, a esperar a la novia que sería

llevada por el nonagenario don Terencio Duarte, solterón empedernido a quien tuvieron que

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bañar y afeitar y vestir, algo que no había hecho en los últimos dos años, para que supliera

al padre de la novia, que era su sobrino, en el acto de entregarla al novio, que también era

su sobrino. Lo que no pudieron lograr fue que Terencio se quedara para la fiesta, porque

detestaba todo lo que sonara a celebración, y al salir del templo que quitó el traje de

etiqueta y se fue a paso de caracol a su casa, que quedaba a media cuadra, a encerrarse de

nuevo a esperar una muerte que se negaba a rescatarlo. Luego de la ceremonia, los novios,

las madres de los novios y los muchos parientes y amigos de parientes que habían estado en

la iglesia, subieron a los automóviles de alquiler y fueron en rápida caravana hasta la casa

de la madre del novio en las afueras de la ciudad, en donde ya estaba armada la fiesta y ya

habían llegado numerosos invitados que no eran padrinos de la boda. María Amparo se

sentía en el cielo. No sólo había pasado la tormenta, sino que todos parecían felices con la

boda. No le quedó más remedio a Antonio que recordar lo que le había dicho el abuelo de

la niña, allá en la hacienda. Caracas se quedaría sin sus cerros y María Amparo estaba

“picada de ángel”. Desde que sólo empezaron a verse los fines de semana, no sólo por la

prohibición del doctor González, sino porque Antonio los miércoles, tal como los lunes y

los martes y los jueves y los viernes, salía muy tarde de la Oficina de Traducciones del

Ministerio de Relaciones Exteriores, María Amparo decidió que se casarían. Antonio tenía

empleo y casa, una casa demasiado grande para que en ella vivieran sólo la abuela, el nieto

y tres mujeres de servicio, y ella podría volver a estudiar en la Universidad Central. Se iría

temprano en la mañana con Antonio. Ella entraría al gótico edificio de la Universidad y él

caminaría un par de cuadras más, hasta la Casa Amarilla, en cuyo primer piso estaba la

Oficina de Traducciones. Ella regresaría a la casa de Antonia, o se iría a visitar a sus

padres, que vivían en el otro extremo de la ciudad, en cuyo caso Antonio se encontraría con

ella y alguien los llevaría a su casa cuando ya estuviera oscuro. Ella se encargó de decirle a

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su padre que se casaría. La casa entera pareció estallar en llamas. Era una locura, le

dijeron. Era arruinar su vida. Livia conocía muy bien a sus primos y sabía que Augusto, el

pobre Augusto, murió alcohólico después de soportar hasta lo insoportable por parte de

Julia, que heredó toda la locura de la familia y le puso cuernos en público. Hasta una

novela famosa la escribió uno de sus amantes y la puso de personaje y eso fue un

escándalo, niña. Pero la niña se hizo la sorda. No aceptaba negativas. Se encerró en su

terquedad como siempre lo había hecho. Desde que empezó a caminar. Desde que dijo las

primeras palabras. Nunca alzaba la voz, pero siempre terminaba imponiéndose. Y esa vez

llegó al extremo de alzar la voz. No iba a permitir que dijeran esas cosas de Antonio.

Antonio era un muchacho excelente, lleno de buenos sentimientos y que había sufrido

mucho, muchísimo, todo lo que pasó con su madre y su padre, y no era justo que ahora

trataran de cobrárselo a él. Y tenía por delante una carrera brillante. ¿Cuántos jóvenes de

su edad hablaban tres o cuatro o cinco idiomas? Antonio hablaba y escribía español, inglés

y francés, y entendía muy bien el italiano y el sueco, y hasta el danés. Cuántos

diplomáticos podían decir lo mismo? Y era educado y sabía tratar a la gente. Todo el

mundo le había dicho que podía dedicarse a diplomático con más razón que su padre, que

no hablaba ningún idioma cuando entró al Ministerio de Relaciones Exteriores y cuando

murió hablaba regular el francés y mal el inglés. Todos estaban muy equivocados. Y muy

asustados, cuando se dieron cuenta de que lo de la niña iba perfectamente en serio. Muy en

serio. Demasiado en serio. El padre y la madre se opusieron con todo tipo de

razonamientos, pero ella estaba picada de ángel y Caracas se quedaría sin cerros. Si no

quieren que me case, me fugo con Antonio, les dijo, y como la conocían, como sabían que

jamás profería una amenaza si no estaba dispuesta a cumplirla, resolvieron anunciar con

alegría el matrimonio de la niña y preparar la fiesta y empezar a invitar a los parientes y

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amigos, porque se casa la niña. Julia se sentía en el cielo. Todos le sonreían y le decían

que estaba bella. Recorría las mesas y saludaba a todo el mundo. Muchos rostros le

parecían conocidos. Le recordaban otros rostros que estaban en algún otro sitio del jardín

de la casa de su suegra. Augusto se dio cuenta de que casi todas las primas se parecían a

Julia, pero Julia era la más bella de todas, con su cara de ángel, su pelo castaño que esa

tarde estaba cubierto por el velo de novia, su boca carnosa y sus ojos muy negros y su piel

muy blanca. Era bella, muy bella, y se veía radiante. Se veía alegre con el ramo de novia,

con el velo, con el blanco vestido que la hacía parecer un enorme y bello cisne en una

laguna de verdes reflejos. Y a las cuatro en punto se fueron rumbo a Carrizal, cerca de Los

Teques. Allí pasarían la luna de miel y luego partirían a Europa. A un nuevo cargo ya

conseguido. Sentados muy cerca el uno del otro ni siquiera veían los paisajes que se

asomaban desde la derecha o desde la izquierda a medida que se acercaban a su destino. El

chofer no dijo una sola palabra, y siguió en silencio cuando llevó las dos maletas hasta el

dormitorio de la pequeña casa. Hizo el gesto de quitarse el sombrero en el momento de

despedirse y los dejó a solas sin darle tiempo a Augusto a entregarle una propina ni a

ratificar con él que tendría que ir a buscarlos diez días después. Para Julia era la primera

vez. No para Augusto, que le llevaba veinte años a Julia y en los últimos dos o tres había

frecuentado los burdeles más refinados de Madrid y de Caracas. Que se había iniciado con

una puta francesa que hasta una vez se pasó con él la noche entera enseñándole las trampas

del amor. Y esa noche, esa tarde y esa noche, le enseñó a Julia todo lo que había aprendido

de la puta, y todo lo que la puta sabía hacer. Le enseñó a subir a los cielos y bajar a los

infiernos en un solo instante que formaba espirales de nubes y de fuego. Le enseñó a

danzar como gacela perseguida por un león en la llanura sin mirar a los costados. Le

enseñó cómo expandirse y encogerse sobre la misma cama y como chupándolo y como

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entregándosele con mucha más pasión y mucha más tormenta y tormenta y tormenta y

tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y tormenta y

tormenta y tormenta y entregándosele y convirtiéndose con él en un solo animal que se

agitaba y se movía y se volvía un solo enorme corazón latiendo como latía el vientre de

Julia Duarte mientras siente que su cuerpo se ha convertido en dos cuerpos que son un solo

cuerpo bendito que llega al cielo. Cuando empezaba a clarear el cielo y los pájaros les

ofrecían su concierto, se durmieron los dos, bajo las sábanas y las cobijas. Desnudos.

Satisfechos. María Amparo era la imagen de la felicidad. En plena iglesia el cura tuvo que

mirarla con cierta severidad. El matrimonio era algo serio, y ellos parecían un par de niños

jugando a casarse. Ya les había pasado en la mañana, pero el juez se cuidó de llamarles la

atención. El doctor González era un hombre importante, un personaje del gobierno, y el

juez no se iba a ganar su mala voluntad. En cambio el cura de La Florida conocía muy bien

tanto al doctor González como a la señora González, que eran sus feligreses, sobre todo

ella, que iba a misa todos los domingos y las fiestas de guardar, tal como sus hijos. A

María Amparo y Juan Vicente los había visto crecer. Antes de mudarse a La Florida todos

vivían en San José, en donde el cura había sido también párroco por varios años, desde su

llegada de los Andes. No fueron necesarias las palabras, con la mirada fue más que

suficiente para que los jóvenes entendieran lo que quería decirles y dejaran las risitas y las

miradas hacia todos los costados y se concentraran en el sacramento en el que en realidad

eran ellos, no el cura, los oficiantes. El cura era el testigo puesto allí por Dios y así se los

dijo en el sermón de la misa de velación que había sido pedida por la señora Livia para que

su hija tuviera muchos hijos como manda la Santa Madre Iglesia católica, Apostólica y

Romana, que resultó un poco larga debido a la cantidad de comulgantes y a que la misa de

velación es bastante compleja. Salieron cerca de las dos de la tarde, o dos del mediodía,

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como prefería decir el cura, que poco después estaba en la fiesta de bodas, impresionado

por la cantidad de comida y de bebida y el tren de mesoneros y el lujo de los vestidos y de

las joyas de todas aquellas señoras, mitad parientes y amigos de la novia y del novio, que

eran parientes entre sí, y mitad del mundo político y social, porque el padre de la novia era

un hombre muy influyente y se decía que pronto estaría en el gabinete por su amistad con el

Teniente Coronel Marcos Pérez Jiménez, de quien todo el mundo decía que era el

verdadero hombre fuerte del régimen, aunque la presidencia de la Junta la tuviera el

Comandante Carlos Delgado Chalbaud, que había sido Ministro de la Defensa del

defenestrado presidente Rómulo Gallegos y por ser Ministro de la Defensa, únicamente por

eso, presidía la Junta. Los tres integrantes de la Junta, “Los tres cochinitos”, como les

decían, estuvieron en la fiesta con sus esposas. Era sábado y no iban a faltar a sus oficinas

por ir a la fiesta que empezó a las dos de la tarde. También estuvieron todos los miembros

del gabinete con sus esposas casi todos. Y casi todos los presidentes de institutos

autónomos, y los miembros de la Corte Suprema de Justicia y, en general, todos los

notables del país. Los notables del gobierno, en realidad, porque muchos de los notables

del país o estaban presos o estaban en el exilio o no fueron invitados porque eran

sospechosos de ser subversivos. Y fue allí donde María Amparo aprovechó la oportunidad

para hablar con el Ministro de Relaciones Exteriores que casi se atraganta la champaña

cuando la novia, llevando casi a rastras al novio, lo abordó y le dijo que el novio trabajaba

en la Cancillería y sería bien bueno que le dieran un cargo en el exterior porque los sueldos

en el servicio interno eran miserables. Luego de las correspondientes risas, el Ministro le

respondió que pasara en cuanto pudiera, el novio, a hablar con él, que él lo recibiría sin

necesidad de cita previa, a lo que el novio respondió que en cuanto regresaran del viaje de

luna de miel, que sería por una semana porque sólo le habían dado cinco días de permiso

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nupcial, iría a verlo para recordarle la promesa. A las cuatro de la tarde, después de haber

revoloteado ambos por todo el jardín y por toda la casa, de haber comido caviar y paté y

todo tipo de comidas exquisitas, de haber bebido champaña y haber soportado una sesión

de fotografías con luces artificiales que duró casi una hora, después de que María Amparo,

de espaldas y a mitad de camino en la escalera principal lanzó hacia atrás el bouquet, que

fue capturado al vuelo por una prima que era, por cierto, la próxima en la lista de

matrimonios, lo cual fue muy celebrado por todos como un magnífico augurio, y luego de

cambiarse la ropa cada uno en un cuarto diferente, los novios se fueron de la fiesta

(recibieron en la puerta su ducha de arroz crudo y burlas de los parientes y amigos) en el

automóvil oficial del doctor González conducido por el chofer del doctor González, que

cerca de las siete de la noche los dejó en el Hotel Miramar, hacia el este de Macuto, junto al

mar. Trémulos de emoción (¡oh!) se registraron y pasaron al cuarto que les tenían

reservado, en la planta baja, cerca de la piscina. Allí se desvistieron, dejaron la ropa en el

suelo y se lanzaron sobre la cama matrimonial que se cimbró al recibir el salto de aquellos

jóvenes atletas que se besaron en el aire y volaron como delfines y cayeron sobre las olas y

se encontraron y se abrieron y se poseyeron y de repente todo se cayó. Como ocurre en los

cines de pueblo cuando se va la luz, la imagen se perdió y el sonido bajó violentamente de

tono hasta quedar todo invadido por un silencio de insectos. Antonio había dejado escapar

la vida, antes de tiempo. Y María Amparo, paralizada, quedó también en enervada espera

de algo que nunca llegaría. Boca arriba, con las piernas envolviendo el cuerpo del amado

que sudaba y cerraba los ojos como aquel que ha dejado escapar un tiro de su escopeta y ha

matado a alguien y no quiere verlo y no quiere enterarse de que le ocurrió lo que acababa

de ocurrirle. Eyaculador prematuro que dejó escapar el fluido de su amor en el momento

mismo en que su amor entró en el amor de la joven cervatilla. ¡Cómo, Dios mío,

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enfrentarlo! María Amparo, jadeante, abrió los ojos y buscó en el techo una respuesta que

no estaba en el techo. Antonio, mirando hacia un costado, se quitó de encima de su amada

y fue, presuroso, al baño, a lavarse el miembro que lo había traicionado. María Amparo

aguardaba. Me fui antes de tiempo, explicó Antonio avergonzado. Ella lo miró muy seria:

házmelo con el dedo, mi amor, como siempre. Y él cumplió su papel como un cirujano

experto. La humedad de su accidente lo ayudó a llevarla a alturas en donde nunca había

estado. Hasta el borde del desmayo. Hasta el borde de la muerte. De la muerte de la

muerte de la muerte de la muerte de la muerte de la muerte de la muerte de la muerte de la

muerte de la muerte de la muerte de la muerte de la muerte. Hasta los territorios del grito.

Que no era nada nuevo, se dijo él mientras la veía retorcerse. La veía enloquecer, la miraba

desde afuera volar y volar y volar sin acercarse al cielo. Veía cómo sus pechos se inflaban

como dos globos terráqueos y veía estupefacto que de su vientre nacían estrellas y cometas

y luces de colores que le hacían cerrar los ojos y ver la Vía Láctea que le bailaba en el

rostro. Sus ojos se perdieron en sus párpados superiores como buscando todo aquello que

sonaba en su memoria. Era una y otra vez y sentía que navegaba en un mar de maravillas y

que todo se le convertía en cantos en cantos en cantos en cantos en cantos que la llevaban

más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo más allá del cielo

más allá del cielo más allá del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo

del cielo del cielo del cielo del cielo del cielo ¡ya mi amor! ¡ya mi amor! ¡basta, que me

vas a volver loca! Y María Amparo se volteó hacia el otro lado y se quedó dormida.

Antonio, mirando sus corvas desde atrás, se masturbó y volvió a sentir que todo se le

convertía en Vía Láctea. Dormidos los dos, ni siquiera escucharon las canciones del tibio

amanecer. Julia abrió los ojos extrañada, Aquellas nauseas no eran las mismas que sintió

cuando empezó la travesía. Algo estaba mal dentro de ella. Algo que no le gustaba. Luego

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de la luna de miel, al regresar a Caracas, Augusto y Julia se instalaron en la casa de Antonia

Velarde Duarte, viuda de Duarte, en las dos habitaciones que ocupaban la parte más

profunda de la construcción. Entre las dos había un baño que no se había utilizado por

mucho tiempo, debido a lo cual al tercer día debieron llamar de urgencia a un plomero

porque el agua se escapaba de todos los artefactos como para burlarse de sus nuevos

dueños. Ese mismo día, el joven Augusto Duarte recibió formalmente su nombramiento de

secretario en Bélgica, en la legación, en donde el jefe de misión, un tal Cárdenas, tenía

problemas de salud y varias veces había pedido que le enviaran ayuda. Apenas cuatro

semanas después tomaron un pequeño barco hasta Curazao, desde donde partieron en uno

más grande hacia Amberes. Estaban en alta mar, rumbo a un porvenir que llenaba todos los

sueños de Julia. Pero Julia, al tercer día de travesía, se sintió mal, muy mal. Y no era la

regla, le dijo. El médico de a bordo se alarmó. Es un aborto, le dijo, si no hay

complicaciones no va a pasar nada, pero si hay complicaciones, no sé qué vamos a hacer.

El capitán en persona fue a visitarla cuando parecía evidente que todo estaba resuelto.

Cada día le enviaba un ramo de flores, y se alegró mucho cuando la vio sentada en una

poltrona. Nada va a pasar, le aseguró a Augusto en francés, al llegar al puerto la vamos a

llevar a un hospital para que se reponga y en cosa de días todo será un recuerdo sin

importancia. Al desembarcar los estaban esperando, una ambulancia llevó a Julia al

hospital y frente al hospital se alojó Augusto en un hotel, pequeño, pero cómodo. Esa

misma tarde llevaron el equipaje y los pasaportes al hotel, y un último ramo de flores al

hospital. Dos semanas y tres telegramas después, el secretario Augusto Duarte entraba al

viejo y cansado edificio donde funcionaba la legación de Venezuela en el Reino de Bélgica.

El ministro Cárdenas, Teófilo Manuel Cárdenas, para servirlo, lo recibió con franca alegría.

Ya era hora, dijo, de que el Ministerio le enviara a alguien para ayudarlo. La casa y él se

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estaban cayendo a pedazos. Después de la luna de miel, al regresar a Caracas, Antonio y

María Amparo se instalaron en la casa de Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, en las

dos habitaciones que ocupaban la parte más profunda de la construcción. Entre las dos

había un baño que no se había utilizado por mucho tiempo, debido a lo cual al tercer día

debieron llamar de urgencia a un plomero porque el agua se escapaba de todos los

artefactos como para burlarse de sus nuevos dueños. Doña Antonia Velarde Duarte, viuda

de Duarte, frunció el ceño al conocer la noticia. Exactamente lo mismo había ocurrido

cuando se instalaron en el mismo sitio Augusto y Julia, y no quería que la historia de

Augusto y Julia se repitiera, aunque lo temía, lo temía vivamente. María Amparo se sintió

incómoda desde el primer instante. Hubiera preferido vivir en una casa pequeñita, modesta,

con un solo dormitorio y un solo baño y una cocina mínima, pero en donde todo fuese de

ella. En donde la dueña de la casa y las sirvientas no la hicieran sentir como una intrusa. Y

además, nada de lo que había imaginado le funcionaba. Al lunes siguiente, Antonio fue al

despacho del señor Ministro y se encontró con la sorpresa de que el señor Ministro sí se

había ocupado de él, pero no para recibirlo, sino para que lo recibiera en el acto el Jefe de

Personal, Félix Ochoa, a quien llamaban entre los más jóvenes de la Cancillería el Guaipa.

Si alguna característica tenía el Guaipa era el ser absolutamente servil con los de arriba y

absolutamente despótico con los de abajo. Antonio llevaba un papelito firmado por la

secretaria del señor Ministro, pero no por el señor Ministro en persona, y el Guaipa

mantuvo en ese caso una especie de neutralidad. No valía la pena ser servil ni era necesario

ser despótico. Antonio hablaba y escribía muy bien el francés y el inglés, y entendía

italiano, danés y sueco, por lo cual el Guaipa lo enviaría a Brasil, donde se habla portugués.

Hay un cargo vacante que es una maravilla, le explicó a Antonio, es el de vicecónsul en Río

Perdido, que está en la frontera y tiene la gran ventaja de que vas a ser tu propio jefe, no vas

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a tener que darle explicaciones a nadie, y además es un estupendo aprendizaje, esos son los

cargos que debe aprovechar un funcionario de verdad, los demás puede que sirvan para

pasear, pero no para hacer carrera de verdad. Esa noche buscaron en el Atlas la ciudad de

Río Perdido, y la encontraron, y María Amparo decidió entusiasmarse. Irían a Río Perdido.

Tres días después, Antonio volvió a hablar con el Guaipa para decirle que aceptaba. Y tres

semanas después estaban varios parientes, entre ellos el doctor y la señora González,

Antonia Velarde Duarte de Duarte, Juan Vicente y un nutrido grupo de primos y de amigos,

despidiendo en el puerto al joven matrimonio que partía desde La Guaira, rumbo a

Trinidad. De Trinidad irían por mar hasta Belém do Pará, de Belém do Pará por aire hasta

Manaos y de Manaos, por aire, sorpresa, hasta Río Perdido, en la frontera con Venezuela.

El viaje fue un desastre. El barco de La Guaira a Trinidad era un carguero con doce

camarotes y ningún servicio. Las literas eran de metal con colchones húmedos y mugrosos

que justificaron plenamente la previsión de María Amparo, tomada por consejos de varios

viajeros previos, de llevar en sus baúles doce juegos de sábanas. Para colmo, Antonio se

empeñaba en hacer el amor y cada vez que lo intentaba volvía a arrancar antes de tiempo y

terminaba por ser descalificado por los jueces de los cielos. Los únicos momentos

satisfactorios para María Amparo fueron los días que pasaron en Manaos, extraña ciudad

europea, con un Teatro de la Ópera impresionante, en medio de la selva tropical y junto a

un río que rivaliza con el mar. María Amparo ya empezaba a sentirse engañada por sí

misma. Nada era siquiera parecido a lo que había imaginado en su noviazgo. Nada. Ojalá

que las cosas cambiaran cuando se establecieran, solos, en el sitio apartado, alejado de todo,

en el que Antonio iniciaría su carrera. El vuelo sobre el océano verde, en donde María

Amparo estuvo sentada junto a una ventanilla del avión, le pareció muy corto. Cuando

empezaba a entender la maravilla que se deslizaba allá abajo, se dio cuenta de que las copas

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de los árboles se les acercaban y sintió que el mundo se le paralizaba. No quería morir sin

ni siquiera haber vivido. Pero el anuncio, en portugués y en español, de que en cosa de

minutos estarían en tierra, le apartó de la mente los pensamientos fúnebres. Al bajar del

avión, un vaho de infierno verde les golpeó el rostro. Abajo los esperaba Elpidio Mayor, el

vicecónsul ad-honorem, nacido en Caicara del Orinoco, de padre español y madre

brasileña, de Río Perdido. Mayor, que tenía aspecto de labriego de Galicia a pesar de sus

vestiduras elegantes y hasta rebuscadas, regresó a las tierras de su madre cuando ella murió

y él, como único heredero, descubrió que la muerte lo había hecho inmensamente rico. Si

yo hubiera estado aquí, más de un policía habría sospechado que la envenené, les dijo con

una risotada cuando se sentaron a almorzar en el precario restaurante del Gran Hotel Río

Perdido, que de gran hotel no tenía sino el nombre. En cuanto María Amparo y Antonio se

instalaron el la habitación Nº 1, la primera a la derecha al entrar al pasillo que partía del

lobby, tuvo Antonio Duarte su primer chasco en su primer destino: no había toallas en el

baño. Se sintió muy eficiente y salió, raudo y activo, a reclamarle a la empleada, una

mulata altísima e indiferente, que llenaba unos datos en un libro apoyado en el mostrador

que dominaba con su desgarbado porte. Señorita, dijo Antonio, en el cuarto número uno no

tenemos toallas. ¿Y para qué las quiere? si tampoco hay agua, fue la respuesta lejana de la

empleada. Una hora después, enviado por Elpidio Mayor, llegaba un enorme camión

cisterna de agua al Gran Hotel, con un mensaje para el dueño: que tratara muy bien al

vicecónsul de Venezuela o no sólo le iba a faltar el agua, sino también la luz y el teléfono.

Al día siguiente, convinieron, Antonio iría a tomar posesión de su cargo en el

viceconsulado, que estaba a cuadra y media del hotel. Augusto se dio cuenta de que el

ministro Cárdenas estaba pero no estaba de retirada. Fue puesto en el cargo por el general

Juan Vicente Gómez y ya llevaba allí diez y ocho años. Ni él ni su esposa, llamada

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Aldonsa porque su padre, allá en las montañas fronterizas entre Venezuela y Colombia, en

el mismo estado Táchira que vio nacer al general Gómez, había sido un insaciable lector del

Quijote y un particular admirador de la idea de Dulcinea del Toboso, por lo que a sus dos

hijas las llamó Dulcinea y Aldonsa y a sus hijos Alonso y Miguel. Cárdenas había sido

maestro en Capacho viejo, en donde nació el predecesor de Gómez, Cipriano Castro, a

quien Gómez desplazó del poder a pesar de que eran compadres y habían sido muy amigos.

Cárdenas fue desde el comienzo partidario de Gómez, y cuando se enfermó de un mal

desconocido y los médicos le dijeron que en Bruselas había un famoso doctor que se

especializaba en esos casos, el general lo nombró ministro en Bélgica, a donde llegó curado

pero se quedó, porque le gustaba aquello de vivir bien sin trabajar. Más de una vez los

altos funcionarios de la Cancillería trataron de sacarlo, porque no sólo no hablaba francés ni

ningún otro idioma que el vetusto castellano con modismos tachirenses, sino que, a pesar de

ser maestro de escuela, no había escrito un solo informe desde que llegó a Bruselas. Pero el

general Gómez no permitió nunca que se metieran con el amigo. Lo más que autorizó fue

que le mandaran un agregado o un secretario que sí escribiera por él, pero todos los

secretarios y todos los agregados terminaban pidiendo a gritos que los sacaran de allí,

porque el matrimonio Cárdenas era muy metiche y muy chismoso, decían, y todos los días

iban a sus casas y hurgaban en los rincones buscando qué criticar. Aun así, en verdad la

carrera de Augusto Duarte dio un giro brillante. Todo se debió a un auténtico golpe de

suerte. Por pura casualidad, en el bar del mismo hotel al que llegaron cuando llegaron, en

la tarde del día siguiente al parto de Julia, conoció a un colombiano, hombre de negocios de

quien se hizo buen amigo, y justo el día del primer cumpleaños de Antonio, el que sería el

único hijo de Augusto y Julia, el amigo colombiano, en medio de su borrachera le dio una

información que valía oro y diamantes. Sabía de muy buena fuente que varios generales y

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civiles venezolanos iban a invadir Venezuela en poco tiempo para derrocar al general Juan

Vicente Gómez, que era medio colombiano, nieto de un prócer de apellido García. De

memoria le citó los nombres de Román Delgado Chalbaud, que era el jefe de la expedición,

Leopoldo Baptista, Santos A. Dominici, Francisco Linares Alcántara, hijo y otros más, y

también le habló de algunos que estuvieron con él en el Castillo de Puerto Cabello, así

como de Rafael Vegas, Armando Zuloaga Blanco, Julio Mac Gill y otros de los revoltosos

que alborotaron Caracas durante el carnaval pasado, el del 28, y que no habían caído presos

como casi todos sus compañeros de aventura. Augusto vio la oportunidad de hacerse notar

en la Cancillería. Julia se horrorizó: ¿cómo iba Augusto a denunciar, a vender, a sus

amigos y a los amigos de sus amigos? Lo más que podía aceptar era que le dijera todo

aquello al ministro Cárdenas y que el ministro escribiera a Caracas si quería. Pero el

ministro plenipotenciario se negó. Vea, no voy a romper mi silencio ahora, porque me

descubren; yo vivo muy bien aquí, y si me descubren van a querer sacarme; si usted

quiere, escriba usted y diga todo lo que tiene que decir, eso le conviene; a usted sí le

conviene que lo descubran. Augusto se esmeró en su informe confidencial. Sabía que los

revolucionarios invadirían por el Oriente, probablemente por Cumaná, y que posiblemente

llegarían a las costas venezolanas en junio o julio del 29. Y poco después supo que las

autoridades venezolanas esperaron a los invasores, que varios de ellos, como el general

Delgado Chalbaud y el estudiante Armando Zuloaga Blanco, murieron en el intento, y casi

todos los demás fueron hechos prisioneros. Pero Augusto Duarte no recibió ni la más

mínima prueba de gratitud proveniente de las autoridades nacionales. Y en cambio si notó

que a Julia aquello no le había gustado nada. Nada. Como tampoco le gustaba que los

Cárdenas se les presentaran todas las tardes al departamento que habían alquilado y se

instalaran a conversar y a beber y doña Aldonsa empezara a opinar sobre la decoración y a

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decirle que ella no entendía esas cosas que llamaban “ardecó” que tanto le gustaban a

Augusto y a ella, que por qué no ponían unas imágenes de las Virgen y de los santos en vez

de esas cosas tan raras que por qué se había comprado esa vajilla moderna cuando en un

lugar que ella conocía vendían auténticos pocillos como los que uno usa en los Andes o en

Caracas, mijita, con asa para no quemarse cuando uno toma café, y aprovechaba para

criticar la forma en que Julia estaba criando al niño quién ha visto eso de darles leche en

botella cuando los niños lo que necesitan es la leche de su madre y si la madre no tiene

leche suficiente es por la voluntad de Dios y que se lo lleven los angelitos pero quién sabe

cómo va a crecer el niño si la madre le da leche de vaca hervida, no hervida la vaca, mijita,

sino hervida la leche, que eso es pecado. Y Cárdenas aprovechaba para hablar de las cosas

de la legación y reírse de las ocurrencias del secretario Duarte que era igualito al agregado

Mijares y al agregado Losada y al secretario López que todos eran unos patiquines que se

creían mejores que el ministro plenipotenciario porque los Cárdenas son gochos y los

caraqueños no quieren a los gochos porque los gochos han gobernado desde el 99 cuando

don Cipriano les ganó a los caraqueños y los puso a comer bosta y mucho más con el

compadre Juan Vicente que no masca a la hora de mandar sino que manda como mandan

los hombres, carajo. Y a las diez de la mañana entró Antonio Duarte, el nuevo vicecónsul,

al viceconsulado, acompañado por Elpidio Mayor, vicecónsul ad-honorem. Las oficinas no

estaban mal, se dijo Antonio al verlas. Funcionaban en una casa propiedad de Mayor, en

donde también funcionaban las oficinas comerciales de Mayor. La secretaria era la

hermana menor de Mayor, que lo recibió con claras muestras de simpatía (se parecía

mucho a su hermano pero era un poco más alta y más delgada, con lo cual se morigeraba en

ella el aspecto de gallega campesina) y lo primero que le enseñó fue una heladera

ultramoderna, traída de los Estados Unidos, y el bar que tenía al lado, todo en la habitación

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que daba acceso al archivo. Aquí lo único que hay que hacer es firmar los conocimientos

de embarque y los sobordos que de vez en cuando te voy a traer yo, hermano, le explicó

Mayor, cuando envíe algo, que no es muy a menudo. Visas no hay, y certificados de origen

una vez por la cuaresma, cuando importamos algo de Venezuela para mandarlo a Manaos, y

por lo general quien lo hace soy yo. Pasaportes venezolanos sí hay que renovar con alguna

frecuencia, porque además de mí y de Manuela mi hermana hay varios compatriotas que

viven aquí y hay que tenerlos contentos, tú sabes, algunos son sarrapieros, de los pocos

sarrapieros que quedan. Otros son mineros y trabajan con los nacionales de aquí, hay un par

de bodegueros que se vinieron huyíos y otros contrabandistas, ninguno que no sea capaz de

cortarte si se disgusta contigo, pero tú no te preocupes, que Manuela y yo te iremos

diciendo lo que hay que hacer y todo te va a salir bien. Dos días después, María Amparo y

Antonio se mudaron a la casa que les alquiló a muy bien precio, y amoblada, Elpidio

Mayor. La casita daba al río y tenía un jardín muy bien cuidado. En realidad estaba en el

jardín mucho mayor de la casa, también mucho mayor, en donde Elpidio Mayor vivía con

su hermana y un buen tren de servicio. Para la casita tenía Elpidio Mayor dispuesto un

jardinero, una sirvienta y una cocinera, y no le gustó nada que María Amparo decidiera

rechazar la cocinera. Aquí la vas a necesitar, niña, y no les cuesta nada porque todo lo paga

el viceconsulado. Pero María Amparo no quería tener en su casa dos intrusas. Aceptó a la

sirvienta de adentro con tal de que viviese afuera. Le puso, como horario de trabajo, el

mismo del viceconsulado: de ocho y media de la mañana a una y media del mediodía, lo

mismo que al jardinero. Mayor, delante de ella, le recomendó a Antonio que la metiera en

cintura, porque donde mandan las mujeres, sobran los hombres, si es que los hay, agregó.

Y al día siguiente, en la casa grande, Mayor organizó un cóctel para que Antonio conociera

a sus colegas y a los notables del pueblo, que en mayor o menor grado eran empleados de

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Mayor o dependían en algo de Mayor. El jefe de la policía, con dientes de oro, el alcalde,

sin dientes, el telegrafista, con dientes de plata, el jefe de la unidad médica, con dentadura

perfecta, Mario Derqui, vicecónsul de Argentina, Fernando Lozano, vicecónsul de

Colombia, Milton Suárez, portorriqueño y vicecónsul de Estados Unidos, y Hugo Bastidas,

el único cónsul, francés. Antonio se dio cuenta de que a todos los había visto en el bar del

hotel o en las calles, pero ninguno lo había abordado, y Mayor le explicó que todos habían

esperado a que él les diera permiso y los presentara, porque en esa zona era muy importante

mantener la disciplina para que no te coman los perros. Que los había en grandes

cantidades, como una presencia amenazante en las calles de Río Perdido, dos de ellas, la

Principal y la del viceconsulado y la casa de Mayor y la de Antonio, pavimentadas, las

otras, de tierra, que se volvían lodazales en la temporada de lluvia. Los perros se

convierten en delfines cuando llegan las lluvias, le explicó Mayor a Antonio al día siguiente

de la fiesta, cuando a mediodía fue a visitarlo al viceconsulado y lo invitó a tomarse unas

cervezas en el hotel para pasar la resaca. María Amparo empezó a preocuparse. Todos los

días Antonio se desaparecía a mediodía y todos los días llegaba encandilado y hasta

borracho, salvo los fines de semana, que se quedaba en el salón de la casita leyendo

periódicos atrasados y libros viejos que sacaba al azar de la biblioteca de la casa. Más la

preocupaba el que Antonio había resuelto no preocuparse más por su problema. Cuando no

llegaba borracho, al acostarse la poseía y en un par de minutos, después de haberse

sacudido brevemente, se levantaba, se lavaba, le entregaba un poco de papel toilette para

que se lo colocara entre las piernas y se echaba a dormir como un lirón. A veces, cuando

llegaba muy borracho, le saltaba encima y la cogía hasta con violencia, y entonces el

alcohol ayudaba a que no terminara tan rápido, y hasta les daba tiempo a cambiar de

posiciones, por lo que María Amparo alcanzaba en una noche todos los orgasmos que se le

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habían negado durante la semana. Una o dos veces por semana se reunían en el hotel o en

la casa de Mayor, siempre los mismos: el jefe de la policía, con dientes de oro, el alcalde,

sin dientes, el telegrafista, con dientes de plata, el jefe de la unidad médica, con dentadura

perfecta, Mario Derqui, vicecónsul de Argentina, Fernando Lozano, vicecónsul de

Colombia, Milton Suárez, portorriqueño y vicecónsul de Estados Unidos, y Hugo Bastidas,

el único cónsul, francés, todos con sus esposas, menos Derqui, de quien todo el mundo

decía que era maricón. Los hombres por su lado y las mujeres por el suyo, y María Amparo

se fastidiaba de lo lindo escuchando los chismes, que Adelaida sabía que Lucrecia, a la que

le decían Lucrecia Borgia porque era capaz de envenenar al pueblo entero, se estaba

acostando con Lozano, pero Lozano lo negaba fervientemente, decía Estela. Que el jefe de

la policía metía presos sólo a los contrabandistas que no trabajaban con él. Que la mujer de

Lozano no sabía cocinar. Que Adelaida era putísima. Pero eso sí, sólo se decían cosas de

una de ellas cuando esa una no estaba presente. Quién sabe qué cosas dirían de ella, se

preguntaba María Amparo. Aunque una vez a Adelaida se le escapó que María Amparo se

tomaba fotos desnuda con el marido y hasta cuando estaban haciendo la cosa. María

Amparo se alarmó y en la noche se lo reclamó Airadamente a Antonio, pero Antonio le juró

por la memoria de sus padres que él no le había dicho nada de aquello a nadie, que los

tendrían espiados, tendría que ser, porque de otra manera no se explicaba. A ella le

constaba que las fotos las revelaba y las copiaba él mismo en su casa, y que las tenían

escondidas en donde la muchacha de servicio jamás podría encontrarlas. Le juró que las

destruiría esa misma noche. Las quemaría para que nadie pudiese probar que era cierto,

sería la palabra de alguien contra la suya. Descubrió Antonio que se excitaba hasta la

locura con sólo recordar lo que varias veces había visto, a su madre haciendo el amor con

su amante, y entonces se masturbaba en el baño, se daba una ducha y entraba a la cama a

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darle instrucciones a María Amparo para que usara las mismas posiciones que Julia

utilizaba cuando estaba con el sujeto. Llegaba entonces Antonio a la cúspide del placer.

María Amparo a veces lo lograba y a veces no. Pero en realidad nunca quedaba del todo

satisfecha, siempre sabía que se había quedado cerca de la meta, pero no la había alcanzado

aun cuando terminaran agotados, desnudos, exhibiendo sus sexos a los infinitos ángeles que

los miraban desde los cielos. Sexos cansados, empapados, enrojecidos, que se enfriaban

poco a poco mientras los dos dormían. Una noche Antonio se despertó sobresaltado.

Escuchó con claridad la voz de su madre. Su madre pujaba de placer, su madre llamaba por

su nombre a Claudio. Su madre, entre quejidos de gusto, llamaba a Antonio y Antonio la

escuchaba en medio de la oscuridad. Su madre estaba allí y lo llamaba por su nombre. Y

después empezó a llorar. Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio,

Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, le decía su madre, y Antonio empezó a

gritar lleno de miedo y despertó a María Amparo y se escondió en un armario porque su

madre lo estaba persiguiendo. Y no estaba borracho, doctor, estaba bueno y sano. Esa

noche no había tomado nada, pero había cogido como loco. Yo creo que eso fue lo que me

hizo daño, no sé, me desconectó algún nervio, usted es el que sabe de eso, pero yo le juro

que la oía así como lo oigo a usted ahora, y estaba junto a mí. En la cama estaba mi mujer,

dormida, porque esa noche se llevó lo suyo como nunca y gritó como una loca cuando

acababa, doctor, y yo también acabé varias veces, pero ella mucho más que yo, y nos

dormimos los dos hasta que mi mamá empezó a gritar. Ella estaba fornicando también

doctor, créamelo, yo la oía y decía cosas parecidas a las que decía María Amparo, no sé,

media hora, una hora antes, usted sabe cómo se ponen las mujeres, que se vuelven locas y

empiezan a decir cosas y se van y se van y uno a veces hasta se asusta pensando que se van

a morir atragantadas, ¿no?, pues así estaba mi mamá, doctor, yo la oía, y después empezó a

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llamarme, a nombrarme, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, yo la escuchaba

clarito, no sé si era su fantasma reclamándome que yo la usara para excitarme y hacerme la

paja para poder coger a María Amparo como es debido, lo único que sé es que estaba allí,

en el cuarto, y yo no la veía, pero la oía, y no era un sueño, doctor, era verdad. Era verdad,

por fin. Por fin regresaría Augusto a Caracas. Viudo y triste, y hasta enfermo, pero

volvería. Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, hizo limpiar la casa a fondo. Hizo

arreglar los jardines hasta convertirlos en nuevos. Hizo redecorar los dormitorios de atrás,

uno para Augusto y otro para Antonio, de forma tal que no le trajeran malos recuerdos al

pobre Augusto. Más de veinte años sin verlo. Más de veinte años recibiendo cartas que se

fueron espaciando en el tiempo hasta hacerse simples curiosidades que se repetían sin

decirle nada nuevo. Pero también más de diez años enterándose de chismes y noticias

malas. Muy malas. Supo desde el comienzo que nada bueno auguraba el que Augusto se

hubiera encaprichado por su prima Julia. Julia no podía ser buena. Su padre, el primo

Cayo, era un alcohólico y malgastó todo lo que pudo y hasta le hizo daño a Velarde, que

trató de ayudarlo, y a ella misma, que hizo todo lo posible por no perjudicarlo. Y la

mosquita muerta de la prima Agripina terminó llenándolos de vergüenza por su enfermedad

venérea, que la mató, y todo el mundo supo que se la había pegado un turco con el que se

acostaba. Una Duarte querida de un comerciante turco. Qué vergüenza. Qué horror. Nada

bueno podía haber heredado Julia, aunque todo el mundo decía que era muy linda y muy

dulce. Pero le puso los cuernos al pobre Augusto como le dio la gana. La putería de

Agripina, Dios me perdone. Julia murió de cáncer, pero quién sabe si el cáncer se pega

como la sífilis, porque dicen que fue la sífilis heredada lo que la dejó ciega al final. Quién

sabe. O si fue castigo de Dios. Augusto jamás le había escrito una palabra sobre aquello,

pero Antonia sabía que Augusto era débil y no se habría atrevido jamás a contarle a su

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madre lo que estaba padeciendo por culpa de una mujer infiel. Ella había lamentado la

muerte de Julia, pero no por Julia, sino por Augusto y por Antonio. Antonio no sabría

jamás que su madre era una mujer malvada, pero Augusto sí sabía que su esposa era una

mala mujer y aún así Antonia sabía, por su cartas, que había sufrido mucho al verla morir.

Esas son las injusticias de la vida. Julia se fue del mundo sin darle la oportunidad a

Antonia de ponerla en su lugar, de decirle en su cara lo que pensaba de ella, y Augusto

había llorado la muerte de Julia. Y más Antonio, que por inocente sufrió a lágrimas de

océano la muerte de su madre. Augusto regresaba enfermo, condenado a estar enfermo por

la conducta indigna de la difunta Julia. Antonia lo cuidaría, lo cuidaría como un niño y

haría que se curara de sus males. De Antonio sabía poco. Sabía lo que le contaba Augusto

en sus cartas y tenía las fotos que le envió Augusto y sabía lo poco que el mismo Antonio le

había escrito en varias cartas vacías, en las que repetía las mismas tonterías de sus visitas a

los baños termales o a las montañas en donde esquiaban o le contaba cómo le iba en sus

estudios. En las fotos veía que podía parecerse a su padre, pero todas las fotos eran en

blanco y negro y no tenía idea de los colores de su piel o de su pelo. Las últimas cartas que

había recibido de Augusto eran francamente incoherentes. Se quejaba, hasta con furia, de

los enemigos que tenía en la Cancillería. Se sentía perseguido por varios jóvenes que

querían desplazar a como diera lugar a los estaban en el oficio desde los tiempos del

general Gómez. Ella había hecho averiguar y le aseguraban que nada de eso era cierto.

Que el caso de Augusto Duarte se limitaba a su incapacidad, causada por su estado de

salud. Que tanto el Ministro como los altos jefes del ministerio habían resuelto su traslado

a Caracas con pleno goce de sueldo, pero no porque le tuvieran antipatía, sino todo lo

contrario. Porque en Europa, viudo, físicamente disminuido, iba a estar mal, en tanto que

en Caracas tendría el apoyo de su madre y de toda su familia, que buena falta le hacía. Los

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nuevos gobernantes, los revolucionarios que tumbaron al general Isaías Medina Angarita,

no tenían planes perversos contra su hijo Augusto. Sin embargo, doña Antonia Velarde

Duarte, viuda de Duarte, tuvo un muy mal presentimiento cuando escuchó la palabra

“correo” gritada por alguien que golpeaba insistentemente la puerta en lugar de tocar el

timbre. Y su sospecha se hizo certeza cuando vio a Carmelita, que se le acercaba con un

sobre cerrado. Y en el sobre un telegrama. lamentamos informarle embajador augusto

duarte fallecio a bordo de este buque stop previas gestiones en puerto rico arribara su

cuerpo a la guaira stop expresamos nuestra sentida condolencia stop patrick vermeer primer

oficial y eso era todo. Ni una palabra de Antonio su nieto. Ni una explicación. Augusto

Duarte falleció a bordo de ese buque y después de llenar unas planillas en Puerto Rico

seguirían con su cuerpo hasta La Guaira. Eso era todo. Carmelita se alarmó y llamó de

inmediato al médico. Doña Antonia ya no lloraba. Recordaba lentamente sus tiempos en

Europa. Recordaba la muerte de su padre, allá en Wattwil, y su propio retorno a las tierras

calientes, de las que más nunca volvió a salir porque las frías le traían pésimos recuerdos,

Dios mío, y ahora las calientes, las zonas calientes en donde los mares son inmensas

cordilleras que se mueven lentamente, le traerían peores recuerdos en los días o meses o

años que le quedaban de vida, si se podía llamar vida el tiempo cruel que sólo servirá para

recordar al hijo muerto. Y en contra de la opinión de los parientes que llenaron su casa en

cuanto se supo en Caracas la muerte de Augusto, doña Antonia Velarde Duarte, viuda de

Duarte, se negó a quedarse encerrada y se empeñó en bajar al puerto a recibir al hijo muerto

y al nieto vivo. Al ver a aquel joven parado en la cubierta supo que era Antonio. En cuanto

el muchacho se asomó por la escalera, la abuela se precipitó a abrazarlo sin siquiera

preguntarle si era él. Era él y ella lo sabía muy bien. Doña Antonia rompió a llorar y

tuvieron que llevársela mientras su nieto se enfrascaba en un mundo de gestiones, ayudado

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por dos funcionarios de la Cancillería que bajaron a recibirlo al puerto y lo apoyaron en

todo lo posible. Uno de ellos hasta conoció al embajador Augusto Duarte, le dijo al hijo.

Estuvo con él un par de veces en Ginebra, en la Sociedad de las Naciones, en donde todo el

mundo respetaba mucho a su padre. El personal de la Aduana y de Inmigración siguió las

indicaciones del personaje de la Cancillería y sorprendentemente pronto estaban en camino

hacia Caracas, por la serpenteante carretera que subía por los cerros y dejaba ver

precipicios capaces de asustar hasta a los ángeles. A mediodía ya estaban en la casa de

doña Antonia, casa llena de parientes y amigos que no celebraban. Se oían conversaciones,

se miraban ojos tristes. La gente se le acercaba a la madre del difunto y le daba el pésame,

y ella ni siquiera respondía, y a Antonio, el hijo del difunto y le daba la mano o un abrazo y

le decían cosas que no entendía. En la sala estaba el ataúd cerrado, que a las cuatro en

punto salió rumbo al cementerio. Antonia y las mujeres se quedaron en torno al catafalco

vacío, que parecía el despojo de alguna feroz batalla. Dios te salve María llena eres de

gracia el Señor es contigo bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de

tu vientre, Jesús, Santa María madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la

hora de nuestra muerte, amén. Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo

bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús, Santa

María madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte,

amén. Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo bendita tú eres entre

todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús, Santa María madre de Dios

ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén rezaban una y

otra vez las mujeres como un coro de recuerdos perdidos con rosarios en las manos con

cuentas en los dedos con ojos entrecerrados. Amén. Amén. Cuando volvieron los

hombres, todo se disolvió como una tormenta pasada. Antonio se encerró en su dormitorio

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sin que la abuela pudiera explicarle nada de lo que tenía pensado explicarle. Doña Antonia

Velarde Duarte, viuda de Duarte, se sentó de nuevo en su mecedor. No había querido que

las parientas y amigas se quedaran a rezar con ella, y sin ellas empezó a rezar rosario.

Lentamente. Quedamente. Sin ni siquiera fijarse en la lluvia que empezó a llenarlo todo de

otra forma de tristeza. Una lluvia terca, pertinaz, que todo lo envolvía en su manto de

niebla derretida. Antonio veía las aspas de ventilador de techo que daban vueltas a veces

con rapidez y a veces con lentitud. Sonaba también con un ritmo desigual. Había revisado

los archivos, lo que la polilla y la humedad habían dejado de los archivos, y se daba cuenta

de que su realidad no se parecía en nada a sus sueños. Había conversado largamente con

Derqui, Sepúlveda, lozano Suárez y Bastidas, los que pomposamente se llamaban entre

ellos “colegas”, para descubrir que detrás de cada uno de ellos había viajado un mundo de

fracasos. Pero su caso era distinto, él nunca había estado en el servicio externo. Trabajó un

tiempo como traductor de inglés y de francés en el servicio interno y no lo hizo mal, salvo

por los errores de ortografía en castellano que se explicaban porque él nunca estudió en

propiedad la gramática castellana. Y hasta eso ya se había corregido bastante gracias a la

ayuda de sus compañeros y a que se dedicó a leer libros y periódicos en español para

superar esa falencia. No, él no había llevado fracasos del pasado a su cargo en Río Perdido.

Su caso no tenía relación alguna con los de los colegas, que prácticamente estaban

refugiados en aquel rincón perdido, como su nombre, porque no tenían otra posibilidad. Él

tenía que fabricarse sus posibilidades con trabajo y con imaginación. Y empezaría por

impresionar al embajador Rolando Navarro, para que el embajador lo ayudara en su carrera

ascendente. Quizá lograra que lo hiciera trasladar a Río y desde Río le sería más fácil subir

la cuesta. Con una botella de ron y un viejo diccionario al lado empezó a redactar,

directamente a máquina, ese primer informe que lo llevaría a la cúspide. Cuatro hojas de

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papel y tres de papel carbón entraron al vetusto mecanismo. Trabajaba con dos dedos, tal

como había aprendido a hacerlo en la Oficina de Traducciones. Al principio le costó

encontrar el camino, pero a medida que bajaba el contenido de la botella aumentaba la

fluidez del discurso que el señor vicecónsul de Venezuela en Río Perdido escribía para

iniciar su carrera ascendente. Tres horas tardó en completar el trabajo y en tomarse íntegro

el contenido del frasco. Excitado, eufórico, llevó personalmente el sobre a la pequeña

oficina de correos que más bien parecía un anexo de la única ferretería del pueblo, pagó

extra para que fuera envío especial y regresó cantando a gritos a su casa, en donde

prácticamente violó a su mujer antes de quedarse dormido en el suelo del dormitorio.

María Amparo se sintió mal. Y esa fue la primera vez que en una de sus cartas escribió

algo negativo sobre su vida en Río Perdido. En la mañana, cuando Antonio revisó lo que

había escrito en el día anterior, se horrorizó. La última de las cuatro páginas no sólo estaba

llena de borrones, errores y manchas, sino de disparates. Corrió hacia la oficina de correos

a tratar de impedir que el sobre saliera, pero había salido una hora antes y ya debía estar en

el vuelo hacia Manaos. Era entrega especial y la entrega especial se maneja con urgencia,

le explicó muy orgullosa la viuda que administraba la oficina de correos. En dos días la

carta iba a estar en manos del destinatario. Y al tercer día recibió el vicecónsul una llamada

telefónica del señor embajador Rolando Navarro, no se retire. A duras penas lograba la voz

de Navarro pasar por encima de los chirridos y quejas que obstruían los cables, pero al final

de la charla Antonio ya sabía que el embajador Navarro había recibido el informe y le iba a

hacer el favor de devolvérselo y darlo por no recibido, porque no quería perjudicar la

carrera de un joven, a quien le recomendaba tener prudencia a la hora de escribir informes

y, de paso, le anunciaba que en dos semanas estaría de visita en Río Perdido como

culminación de una gira de inspección por los consulados y viceconsulados de Venezuela

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en Brasil. Tú está loco, Antonio, yo no me voy a poner ese vestido de vampiresa para la

fiesta. Te lo vas a poner, porque tienes que ser la mujer más sensacional y atractiva de la

fiesta. Más de una hora estuvieron discutiendo Antonio y María Amparo lo del vestido. Lo

había comprado Lucrecia, la esposa del vicecónsul de los Estados Unidos, Milton Suárez.

¿Y tú me vas a decir que no sabes la fama que tiene Lucrecia? No, tú no me entiendes, yo

quiero que te veas sensacional en la fiesta, eso es todo. Pues ve a devolver ese vestido,

Antonio, yo no voy a andar por ahí enseñándolo todo y mucho menos cuando va a estar

aquí el embajador, que quién sabe qué idea se va a llevar de nosotros si yo me pongo ese

vestido, tú estás loco. Y no le quedó más remedio a Antonio que llevarse el vestido. Y a

María Amparo que reírse abiertamente al ver que Lucrecia, Lucrecia Borgia como le

decían, lo llevaba puesto para la fiesta que daban los vicecónsules de Venezuela en honor al

señor embajador, doctor Rolando Navarro, con motivo de su visita a Río Perdido. Allí

estaba todo el pueblo. Las mujeres con sus mejores galas y los hombres impecables, de

terno oscuro todos, excepto el señor embajador, que llevaba un traje de lino de color claro y

parecía el sumo sacerdote de aquella fiesta de falsos curas que sudaban a chorros. Lucrecia

parecía realmente una cabaretera con los senos casi descubiertos y una pierna al aire libre.

Tenía, es cierto, un cuerpo sensacional, y se había maquillado como una mujer fatal de

película americana. Todos los hombres estaban alborotados con ella. Hasta en señor

embajador, que era un hombre evidentemente discreto, no podía evitar que sus ojos se le

fueran hacia aquel par de hermosos globos de carne. La dueña de casa, en cambio, estaba

muy bien vestida, con un traje sastre muy moderado, y era la única que no llevaba

sombrero. Y, sin embargo era la mujer más sensacional y atractiva de la fiesta. La más

bella. Parecía una visión poética entre aquella colección de cacatúas, pero para colmo

tuvieron que concentrarse en la sala y el comedor de la casa cuando cayó un diluvio que

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hizo que la mitad de los asistentes se empapara. Allí se perdieron tocados y maquillajes, y

más de una de las mujeres exhibió los pezones a través de las telas de su vestido. El

embajador Navarro disfrutó mucho aquel espectáculo y terminó sentado junto a María

Amparo, que con la mayor naturalidad le había borrado la muy mala impresión que tuvo

desde el principio del vicecónsul. La traía mala desde el comienzo y no la mejoró mucho al

conocerlo, a pesar de que se dio cuenta de que era un joven muy bien educado y de

excelente aspecto, pero demasiado nervioso y absolutamente enredado en el mínimo

aeropuerto de Río Perdido, al extremo de que el embajador tuviera que recordarle que debía

presentarle a los que lo acompañaban, el vicecónsul ad-honorem Elpidio Mayor, Mario

Derqui, vicecónsul de Argentina, Fernando Lozano, vicecónsul de Colombia, Milton

Suárez, vicecónsul de Estados Unidos, y Hugo Bastidas, el único cónsul, francés. ¿Todos

son de carrera? Preguntó el embajador, para averiguar que todos, menos el de Colombia,

eran honorarios, y todos, incluido el de Colombia, tenían negocios propios en el lugar desde

hacía mucho tiempo. Luego fue el almuerzo ofrecido por Mayor en el restaurante del hotel,

en donde se alojó el embajador. Después la visita al viceconsulado, que el embajador

encontró en muy mal estado a pesar de las reparaciones cosméticas que para la ocasión hizo

hacer Mayor sin cobrarle nada a Antonio. Posteriormente una visita guiada a todos los

lugares interesantes del pueblo y, por último, luego de un corto descanso, la fiesta en la

casa del vicecónsul, que se había cuidado de no tomar ni una gota de alcohol, ni en el

almuerzo ni en los sitios en los que se detuvieron en la visita guiada. En la fiesta tomó

discretamente, era inevitable beber la champaña del brindis inicial, y el whisky lo alternó

con refrescos y jugos para que el embajador no ratificara su primera impresión de que el

joven tenía un problema de bebida. El embajador conversó un rato con cada uno de los

funcionarios consulares y con cada uno de los notables del pueblo y terminó por sentarse

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junto a María Amparo, que le había causado una impresión muchísimo mejor que la que ya

tenía del marido. Era una joven muy linda, muy educada, muy persona y seguramente

mucho mejor que el esposo. Conversaron un rato. Él le informó que acababan de poner un

vuelo directo de Río de Janeiro a Caracas, en Constellation, que era comodísimo. De

manera que si van a ir a Caracas, no vale la pena que lo hagan por río y por mar, o como

quiera que hicieron el viaje de venida, vayan a Manaos, de Manaos a Río y de Río a

Caracas, y cuando pasen por Río, avísenme. Ya la lluvia se había ido hacia la selva con su

monótono canto y casi todos los invitados estaban alegres e incoherentes cuando el señor

Mayor dispuso que era hora de que se retiraran, él, el vicecónsul y la esposa del vicecónsul,

acompañaron al señor embajador al hotel y regresaron a sus casas caminando muy despacio

por la avenida pavimentada que aún mantenía lagunas por la lluvia que había caído. Esa

noche por primera vez desde que se casaron, María Amparo gozó intensamente cuando

Antonio le hizo el amor y se durmió, por fin, satisfecha. Algo había ocurrido. Algún

milagro. ¿Se da cuenta, doctor? Yo no me las busco, ellas me llegan solas. La canallada

de Amadeo ahora me ha privado de lo único que tenía. Si Amadeo no se hubiera portado

tan mal conmigo yo podría seguir con lo de la música, pero no le voy a dar el gusto. Y se

lo digo porque usted es el que sabe de eso, yo cada día me siento más perdido y no es por

los remedios que me obligan a ponerme sino porque ya no sé hacia dónde ir. Fíjese, mandé

a la mierda a Amadeo porque no me dejaba oír La Trucha y me obligaba a oír La Flauta

Mágica, y resulta que a mí me gusta muchísimo La Flauta Mágica, ¿eso es que estoy loco?

¡Eso es que a mí todo me sale mal, doctor! Siempre ha sido así, pero yo empecé a darme

cuenta en Río Perdido, cuando María Amparo se volteó en contra mía. Eso coincidió,

doctor, con las cosas que me decía mi mamá. Mi mamá me hablaba y yo la oía clarito,

como lo oigo a usted ahora, y María Amparo no solamente no me lo creía sino que me

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decía que eso era por estar tomando aguardiente y me insultaba y me decía que yo lo tenía

en la sangre porque ella sabía que mi abuelo murió alcohólico y mi padre también, así

mismo me lo decía, y en vez de apoyarme trataba de esconderme las botellas y de

regañarme como si yo fuera un niño y me decía que yo estaba demasiado joven para estar

en ese plan y me hacía sentirme mal, doctor, verdaderamente mal. Ya yo sabía que estaba

enfermo y no entendía por qué me trataban tan mal. Los burócratas de la Cancillería, en

Caracas, me tienen mala voluntad. Debe ser porque me tienen envidia, dijo Augusto. Él se

había limitado a hacer lo que creía que debía hacer ante una situación complicada que debía

afrontarse con diligencia. Se dio cuenta aquel lunes de que algo andaba muy mal. Algo

había ocurrido el fin de semana. El señor Cárdenas estaba como hipnotizado. La boca se le

había convertido en una curva de payaso triste. No decía una sola palabra, pero Augusto se

dio cuenta de inmediato de que algo muy serio, algo verdaderamente grave, estaba

ocurriendo. El hombre no le respondía una sola palabra. Estaba particularmente

desaliñado. No se había bañado en varios días ni se había afeitado ni se había cambiado la

ropa, que olía a demonios. Augusto insistió en preguntarle y de repente el hombre se

derrumbó y se echó a llorar. Aldonsa se le había muerto, le dijo por fin. Estaba en su cama

y él no sabía qué hacer. Allá en su tierra su familia se habría ocupado de todo, pero en un

país extraño entre gente que no hablaba una papa de español, no sabía que hacer. Augusto

tomó el mando y ordenó al personal que avisaran al hospital para que algún médico subiera

a la residencia e indicara qué había que hacer. La señora tenía por lo menos dos días de

muerta, y la policía quería saber qué había pasado. Interrogaron largamente al señor

Cárdenas, con Augusto como intérprete, en la cancillería de la legación. Sus respuestas

fueron incoherentes. Veinte o treinta años le acababan de caer encima de golpe y la tristeza

lo llevaba a pasear por los lejanos cerros de sus Andes, que estaban mucho más allá del

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cielo que lo envolvía. A doña Aldonsa se la llevaron con los ojos fijos en un pasado que ya

no existía ni siquiera en la memoria de su viudo. Se la llevaron y abrieron su cuerpo y

echaron a la basura los órganos blandos que poco después se irían al cielo convertidos en

humo y en estrellas negras y la cosieron a grandes puntadas de hilo que también estaba de

luto y la llevaron a una funeraria para que la pusieran dentro de una urna y le rezara un cura

católico y se la llevaran no mucho después a un cementerio. Los oficios del secretario

Augusto Duarte por fin obtuvieron respuesta. Mientras sus escritos hablaban de política y

se referían a la industria belga y a las relaciones de Bélgica con los demás países de la

región y a las posibilidades de que algo ocurriese allí en relación con Alemania que parecía

no haberse resignado a su derrota en la Gran Guerra, apenas regresaban del Ministerio

escuetas notas para que el secretario se enterara de que sus escritos habían llegado a

Caracas. Una sola vez le contestaron con cierto detenimiento para hacerle ver que no era

regular que un simple secretario firmara los informes políticos, y él respondió que cumplía

instrucciones del ministro plenipotenciario y junto con la respuesta mandó una brevísimas

líneas firmadas por Cárdenas en las que decía que sí era verdad lo dicho por el señor

Duarte, lo cual debe haber sido suficiente como para que el puntilloso amanuense de

Caracas haya decidido que no valía la pena seguir con ese pleito. De resto, nada. Pero esta

vez ese mismo amanuense o cualquier otro se tomó muy en serio la carta oficial de Duarte

en la que informaba que en razón del evidente estado de postración senil de Don Cárdenas,

verificado por dos médicos alienistas de la plaza, se pedía permiso para asumir en forma

provisoria la jefatura de misión. La respuesta fue contundente: no sea impertinente,

secretarito, no muestre tanto las agallas que lo va a picar el alacrán, ¡cuándo se ha visto!

Los secretarios de embajada no mandan, coño. Los secretarios de embajada son simples

comemierdas puestos allí para que ayuden a sus superiores. Usted está alzado porque su

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superior es un bolsas y un perezoso que ha permitido que usted firme informes que no debía

firmar, y si no le armamos un pleito entonces, aunque lo intentamos, es porque el ministro

plenipotenciario envió una cartita diciendo que a él le daba la real y santa gana de que usted

pusiera su rúbrica de usted en los informes, y el ministro plenipotenciario Cárdenas es muy

querido por el Jefe, por el toro que más mea, pero ahora la cosa es distinta, ahora usted dice

que el ministro plenipotenciario Cárdenas tiene goteras en la azotea y nos manda unos

papeles en francés en los que unos doctores con nombres raros dicen que al ministro

plenipotenciario se le está agrietando el techo. Eso no es así, eso hay que probarlo en

español, huevón, no vas a convertirte en héroe así no más. Así que te estamos mandando

un matasanos criollo, que nos diga en buen cristiano qué carajo es lo que tiene el vejete y, si

es incurable, ya veremos qué hacer, pero, nombrarte a ti jefe, naranjas chinas, coprófago.

Todo en términos muy serios y oficiales, lo suficientemente claros como para que Augusto,

molesto, le comentara a Julia que los burócratas de la Cancillería, en Caracas, le tenían

mala voluntad. Hasta a la señora Antonia Velarde Duarte, viuda de Velarde la trataron mal

cuando su puso su sombrerito y fue a averiguar por qué se estaban portando tan mal con su

hijo. No es que la recibieran mal, pero le hicieron ver que ella no tenía vela en ese entierro,

que el asunto era cosa interna del Ministerio de Relaciones Exteriores que no iba a variar

sus usos y costumbres porque una señora viuda de un importantoso y con amigos arriba se

presentara a cuidar los intereses de un hijito de mamá. Las cosas son como son y se va a

enviar a un especialista para que diga si es verdad que el ministro plenipotenciario está tan

mal como dice su hijo, y si está tan mal como dice su hijo, se tomarán las previsiones del

caso, pero no lo que a su hijo se le antoje, sino lo que dispongamos nosotros desde aquí,

desde el bureau correspondiente. No se lo dijeron así, claro, pero eso fue lo que ella sintió,

Augusto, y no voy a dejar que te atropellen, voy a mover todos los resortes para que esos

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idiotas negrilloncitos que lo que tienen es una envidia que los corroe, sean puestos en su

lugar. El mismo día que llegó la carta de su madre, llegó a Bruselas el doctor Humberto

Juárez, residente en París, enviado especialmente para examinar el estado de salud del

señor Cárdenas, ministro plenipotenciario, que no necesitó dos miradas. No es sólo la

depresión, Duarte, hay un deterioro general, una descompensación total que no augura nada

bueno. Este hombre debería haber sido internado hace varios días, ¿qué pasó? Pasó que

nadie quiso ocuparse del asunto. Augusto había hablado con dos médicos y los dos

médicos se limitaron a recetar reconstituyentes y a decir que todo era consecuencia de la

viudez. Julia se dedicó en cuerpo y alma a cuidar al viejo ministro, pero no era suficiente.

A mediodía lo hospitalizaron y Julia decidió que se quedaría a cuidarlo porque no le gustó

la actitud de los médicos y enfermeras del hospital. Dos días después, cuando entraba a la

sala en donde estaba Cárdenas, le hicieron saber que el pobre había muerto de una

insuficiencia pulmonar durante la madrugada. Augusto había estado tomando con el doctor

Juárez hasta la madrugada y le costó a Julia despertarlos. Luego de sendos baños, sendos

cafés bien cargados y sendas dosis de una medicina prescrita y autoprescrita por el médico,

ambos fueron al hospital. Desde allí llamó Augusto al Ministerio de Relaciones Exteriores

de Bélgica, y en tres días enterraron al antiguo Jefe de Misión junto a su esposa. Ya estaba

en Bruselas el cónsul general Leonardo Brizuela, cuyo nombramiento formal como

ministro plenipotenciario llegó a los pocos días, lo cual demostraba, dijo Augusto, que la

Cancillería lo tenía todo armado y sabían los cagatintas que él tenía toda la razón, pero, por

principio, no se lo querían reconocer. Brizuela resultó un hombre la mar de simpático, casi

siempre de muy buen humor y muy poco dispuesto a molestarse. Venía de ser cónsul

general en Le Havre, y recibió un telegrama ordenándole que se trasladara a Bruselas y se

encargara de la legación. Como no tenía mujer ni hijos (“yo no tengo perro que me ladre”,

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solía decir con alguna frecuencia), en diez días recogió sus bártulos, se montó en el mismo

tren en el que los mandó a su nuevo destino, y dejó atrás el puerto francés en el que había

estado casi cuatro años sin pena ni gloria. O con más pena que gloria, porque poco antes su

querida lo había mandado a paseo luego de conseguirse un millonario corso que la llenó de

pieles y de joyas y el venezolanito de paseo. De inmediato hizo buenas migas con el

secretario, que en esos días pasaba por su primera crisis matrimonial. A pesar de todos los

refinamientos de Augusto, Julia no disfrutaba estar con él. Estaba cansada de las

manipulaciones y de que aquello fuese una obligación. Y Augusto se molestaba cuando

ella trataba de escaparse de sus obligaciones. Muy especialmente en los días de la gravedad

del ministro Cárdenas, cuando ella se pasaba doce y catorce horas sentada junto a la cama

del enfermo, hasta que el personal del hospital la obligaba a irse. Augusto, cuando llegaba

la hora de acostarse, forzaba el encuentro de los cuerpos, y ella llegó a la violencia, a los

gritos, porque él era inhumano, desconsiderado, ¿no se daba cuenta de que en el hospital

estaba el pobre viejo muriéndose? ¿no entendía que ella estaba al borde del agotamiento?

¡cómo podía ser tan inhumano! Augusto fue a tener al burdel que frecuentaban varios de

sus colegas. A soportar las burlas de sus colegas. Teniendo ese monumento en la casa

¿qué hacía el venezolano buscando putas en la calle? Y él les informó que en su casa

estaba la catedral, pero era tal su potencia, que necesitaba iglesias y capillas y hasta capillas

rurales para desfogar su ira de volcán en erupción. Y entre carcajadas lo empezaron a

llamar “Volcán”, de lo cual se acordaba entre brumas al día siguiente, justamente el día en

que llegó Leonardo Brizuela. Frente al nuevo ministro plenipotenciario Julia decidió

disimular. No quería alimentar chismes. También Augusto resolvió que no se dejaría

llevar por la rabia. Dejaría pasar unos días para retomar el hilo de la normalidad. Julia no

tenía malos sentimientos y él se daba cuenta de que había sufrido la muerte de los

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Cárdenas, que con todos sus defectos habían sido con ella bondadosos. No con él, sino con

ella. Y lo decía. Sobre todo la señora Cárdenas, que alguna vez le preguntó a Julia si era

verdad que eran primos hermanos, porque ella era una muchacha sencilla y él un

caraqueñito malcriado y engreído, que los miraba a todos ellos (Julia incluida) por encima

del hombro. Julia se rió: sí eran primos, pero no primos hermanos, y ella era de los Duarte

pobres. Augusto se sintió molesto. En Venezuela, desde que los federalistas ganaron la

Guerra Larga, se practicaba una especie de discriminación social al revés: los ricos y los de

buena familia eran mal vistos por la mayoría, que lo más que toleraba era un pobre de

buena familia, como Julia. Guzmán era nieto de una cocinera, y todos los demás, Crespo,

Alcántara, Castro, Gómez, o eran ilegítimos o eran campuruzos o tenían su taitico detrás de

la oreja, como decía su madre. Como los Cárdenas. Un país que discrimina a su gente

decente se condena al fracaso. Ni Bolívar ni Sucre ni los Rivas ni los Salias eran

proletarios, por ser de la clase alta tuvieron acceso a la cultura, y por tener acceso a la

cultura hicieron lo que hicieron. Brizuela mordía la pipa. Él era nieto de canarios, luego

nadie podía acusarlo de mantuano ni de oligarca. Sus padres eran de provincia, como los

Cárdenas, pero se preocuparon por procurarle la mejor educación. No estaba

absolutamente de acuerdo con Duarte y más bien valoraba como positiva la movilidad

social que se había impuesto en Venezuela, desde la independencia, y que se había

entronizado para siempre con el triunfo de los federalistas. Allí estaba el porvenir de la

patria. Los países con castas sociales y económicas jamás podrían alcanzar la felicidad.

Venezuela, gracias al gobierno del general Juan Vicente Gómez, que ya acabó con la

violencia política y va a dejar como legado la estabilidad, tenía asegurado el porvenir, y

mucho más ahora que se había descubierto que sí era El Dorado, un Dorado de oro negro,

de petróleo, que era la sustancia en la que nadaría la riqueza en el porvenir inmediato.

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Extraño personaje, Leonardo Brizuela. Encantador cuando estaba en sociedad, aunque un

poco cursi. Pero muy solo, se dijo Julia desde el primer día. Y toma como un cosaco,

observó Augusto. Todos los días, al llegar a la legación, empezaba a tomar muy temprano

sorbitos de vodka. Y a mediodía invitaba a Augusto a abrir una botella de escocés. Todos

los días invitaba a Augusto a almorzar a un sitio diferente, y todos los días, salvo aquellos

en los que tenía un compromiso social, terminaba acompañando a Augusto a su casa, sin

síntomas de haberse llenado el organismo de alcohol. Por el contrario, Augusto no tenía la

misma resistencia y terminó por decírselo. Lo acompañaría, sí, pero no podía beber al

mismo ritmo sin caerse de la borrachera cuando el otro parecía estar bebiendo agua de

Evian. Y en las fiestas era lo mismo. Como si la bebida le pasara de largo. Muchas veces

terminaban ambos en la casa de Augusto y Julia, conversando, discutiendo, hablando de lo

humano y lo divino, y Augusto se rendía en un sofá o en una poltrona mientras Leonardo

Brizuela terminaba conversando con Julia como si no hubiese tocado con sus labios un vaso

o una copa. Julia, al comienzo, se negaba a tomar. Recordaba el efecto que la bebida tuvo

sobre su padre. Pero tanto Brizuela como su marido le insistieron en que eso había sido

producto del aguardiente barato, la caña blanca, los rones de mala muerte, el anís, todo lo

que se conseguía en las pulperías de Caracas. Beber champaña o buenos vinos era otra

cosa. Casi un año tardaron en convencerla. Al fin y al cabo en las recepciones

diplomáticas tomaba una copa de champaña y dos o tres de vino y no la pesaba nada, le

dijeron. Y era cierto. Esa Navidad probó el glöck de los escandinavos y el efecto le gustó.

Y la noche de Año Nuevo, además del mismo glöck se tomó ella sola media botella de

champaña, de la mejor casa de Francia. Y brindó, ya pasada la medianoche, con todo el

que quiso brindar con ella. Y terminó sin zapatos y muerta de risa en el salón de su casa

con Augusto y con Brizuela, que también estaban muy alegres. Augusto se durmió

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profundamente y de repente Julia se dio cuenta de que estaba dándose besos apasionados

con Brizuela. Besos de amor. Besos que llevaban a caminos más profundos. Besos que

llevaron a caminos más profundos. Allí mismo. En el sofá. Allí mismo se dejó llevar por

las tormentas y los bosques y se alzó sobre las copas de los árboles y escaló los tejados de

las casa más antiguas y estalló como las guerras sobre aquellas avenidas que corrían que

corrían que corrían que corrían que corrían que corrían hasta el final. Hasta el final.

Cuando se despertó, desnuda y sola en la cama, comprendió que algo en su vida se había

reventado. Con sólo recordar lo que había vivido llegó a un orgasmo profundo sin siquiera

tocarse. Cerraba los ojos y veía la mirada de Brizuela, los ojos de Brizuela, la boca de

Brizuela. Pero también miraba los ojos de Augusto y la boca de Augusto y la mirada de

Augusto y se sentía desconcertada. Se sentía perdida en el mismo bosque que había

recorrido sobre un caballo blanco desbocado durante la madrugada. Julia acaba de volver

de un palacio en la montaña. Fue sobre su blanco caballo y en el camino habló con pájaros

y nubes y humildes campesinos que se inclinaban sonrientes al mirarla porque todos sabían

que había dos príncipes muy enamorados de aquella muchacha blanca cuyo pelo muy negro

ondeaba como una dulce bandera sobre las olas del mar. Que navega sobre dos veleros y

algo muy malo se le viene encima, Julia. Uno es su marido y el otro es el jefe de su marido.

En cualquier momento va a estallar el escándalo, y así se lo dice a Leonardo. Pero

Leonardo le tapa la boca con el dedo. Nadie tiene por qué saber nada. Es cosa de ser lo

más discretos posibles. Que nadie se entere de que se ven, que nadie sepa que se

encuentran en secreto a hacer el amor cada vez que les es posible. Y que cuando Augusto

se duerme a causa de la bebida, ellos se encuentran y dejan que sus cuerpos los lleven por

los ríos inmensos que parten las selvas y por las cataratas que se oyen como rugidos del

agua y ponen a volar a los pájaros enormes y brincan y saltan como gacelas asustadas por

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algún depredador. A veces ella se escapaba en las madrugadas y entraba al departamento

de Leonardo con la llave que le dio Leonardo y se entregaban de nuevo a aquellos cantos en

los que la piel de cada uno envolvía a la piel del otro y en los que las bocas de ambos se

hacían una sola y en los que los sexos de ambos los convertían en un solo cuerpo que

saltaba y bailaba y saltaba y bailaba y saltaba y bailaba y saltaba y bailaba y saltaba y

bailaba y saltaba y bailaba hasta que los dos se quedaban inmóviles saludando de nuevo a

los ángeles que se habían emocionado al verlos bailar. Hasta que una noche Brizuela le

dijo: yo nunca me había enamorado de alguien como de ti, pero esto hay que pararlo, Julia;

tú no puedes dejar a Augusto ni vas a dejar a tu hijo y yo no puedo darme el lujo de un

escándalo. Julia lloró hasta que se le quemaron las lágrimas y Augusto no entendía la causa

de aquel llanto. Fue entonces cuando, sin haberlo pedido, le llegó un traslado. Un traslado

y un ascenso. Un salto de canguro. Lo nombraron ministro plenipotenciario en Dinamarca

y Antonia, su madre, le escribió muy intrigada. Parece que el señor Brizuela, tu jefe, es el

que consiguió que te dieran el cargo, le escribió. Dicen aquí que tiene mucha influencia y

que está muy contento con tu trabajo, hijo, así que te lo ganaste. Te felicito. Y tampoco

entendió Augusto que Brizuela pareciera tan evasivo en esos últimos días, ni que Julia,

aunque estaba mucho mejor, siguiera como encerrada en sí misma, como molesta, como sin

deseos de toparse con nadie, ni en las calles ni en las residencias ni en los cielos ni en la

tierra. Como si de repente todo se hubiera vaciado. Una carta de Caracas le hizo saber que

a raíz de la muerte del general Gómez, que fue en diciembre de 1935, se había dicho que

Leonardo Brizuela sería el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores, pero su soltería y su

relativa juventud habían sido los inconvenientes que encontró el nuevo Presidente de la

República, el general Eleazar López Contreras, para nombrarlo. También se enteró de que

al abrir una legación en el Reino de Dinamarca, el nuevo gobierno quería tener un centro de

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información importante que le permitiera seguir los acontecimientos que se producían en

Alemania, en donde la llegada al poder de un fanático nacionalista, nacido en Austria y

llamado Adolf Hitler, e imitador del fascismo de Benito Mussolini a través de un partido

llamado Partido Obrero Nacional Socialista Alemán, cuyo nombre se simplificaba como

nazi, permitía suponer que ocurrirían cosas muy importantes en el porvenir inmediato.

Augusto Duarte había enviado informes muy bien documentados y mejor escritos desde

Bélgica, al principio de su gestión, y en los del ministro plenipotenciario Leonardo Brizuela

se notaba su mano, por lo que en su nuevo destino se esperaba de él que mantuviera muy

bien informado al Ministerio, en especial considerando que Venezuela, como país

petrolero, tenía muchos elementos que tomar en cuenta en caso de que, como se temía, se

presentaran situaciones realmente conflictivas en Europa. Todo lo cual le fue ratificado a

Augusto Duarte por Leonardo Brizuela el último día de trabajo, cuando se despidieron.

Brizuela le explicó a Duarte que no podría ir a despedirlo a la Estación Central porque tenía

un paseo organizado por el Ministerio de Relaciones Exteriores al Campo de Waterloo.

Luego todo se precipitó. Llenar los baúles, entregar el departamento, llegar a la Estación en

dos automóviles de alquiler, despedirse de los amigos y colegas que los acompañaron hasta

el mismo instante en que subieron al tren. Julia lucía triste, contrariada, pero llena de

interés por el nuevo destino que los aguardaba en los países nórdicos. El señor Mayor le

habló sin rodeos a María Amparo: no le gustaba en absoluto el vuelco que había dado

Antonio Duarte. Todos los días armaba algún escándalo en el bar del hotel o en plena calle.

Todo el mundo se daba cuenta de que estaba tomando más de la cuenta. Tenía deudas por

todas partes. Y ahora, para colmo, era vox populi que tenía un affaire con Lucrecia Borgia.

¿Qué estaba pasando? Un joven talentoso, con una esposa tan bella, ¿qué necesidad tenía

de buscarse problemas y de verse enredado en quién sabe qué lío? Seguramente Antonio

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no sabía que Milton, el esposo de Lucrecia, le había dado cuatro tiros a un gringo que

también se tiraba a Lucrecia. María Amparo se lo dijo de frente, sin disimulo, y Antonio se

quedó inicialmente como paralizado. Él sí se cogía a Lucrecia, porque María Amparo lo

rechazaba cada vez que podía, sí, en cambio a Lucrecia le encantaba todo lo que él le hacía.

Y Lucrecia le había dicho que Milton sí lo sabía y no iba a hacer nada, porque ese

matrimonio no era tal sino en apariencias. Milton tenía una amante brasileña, y lo de los

tiros al gringo no fue por lo de Lucrecia sino porque el gringo lo robó en un negocio. Si

ella quería que él no siguiera acostándose con Lucrecia, que cumpliera ella con sus deberes

en la cama, porque los hombres necesitan descargar los testículos o les dan unos dolores

espantosos, y él no estaba dispuesto a sufrir dolor alguno por culpa de una mujer. María

Amparo se echó a llorar. Ese no era el Antonio que ella conocía, dijo. Y Antonio terminó

pidiéndole perdón y jurándole que se enmendaría. Que necesitaba unos días para terminar

con lo de Lucrecia. Que no le daría más dolores de cabeza. Que todo volvería a ser como

en su mejor momento. ¿Por qué no pedían un cambio? En Río Perdido las cosas estaban

mal. Para un cambio les enviarían unos viáticos y podría Antonio pagar sus deudas, le dijo.

Al día siguiente envió un telegrama pidiendo permiso para viajar a Caracas. Irían ambos y

cada quién intentaría por su cuenta conseguir el cambio. Pero la respuesta fue terminante:

en ningún caso podrían darle el permiso antes de un par de meses. Y un par de meses era

mucho, demasiado. ¿Por qué no se iba ella, ella sola, por unos días y hablaba en Caracas

con gente influyente para que los sacaran de ese infierno? Ellos aceptaron ir al infierno

porque no sabían lo que era y a la vez era una oportunidad de entrar al Servicio Exterior,

pero ahora sí sabían lo que era y debían pedir algo mucho mejor. Muy temprano en la

mañana salió María Amparo de la casa rumbo al pequeño aeropuerto en donde tomó el

pequeño avión que la llevaría a Manaos, en donde tomaría uno hasta Río de Janeiro para

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esperar un par de días el que la llevaría a Maiquetía, luego de un toque técnico en Trinidad.

Era noviembre y hacía calor, mucho calor, cuando llegó a Río de Janeiro. Se registró en el

hotel, en Copacabana y cerca de las cinco de la tarde llamó al embajador Rolando Navarro.

El hotel era un edificio inglés ubicado a un lado de una gran plaza redonda y diagonal con

un bello teatro. Julia se sentía en las nubes. El idioma que esa gente hablaba le pareció

absolutamente de otro planeta. No tenía las mismas vocales ni las mismas consonantes del

español, y muy pocas del francés. Era un idioma como derretido, nasal y gutural, del que

casi no entendía una palabra. El personal del hotel hablaba francés con un acento parecido

al idioma, y casi todos, si no todos, hablaban muy bien el inglés. La ciudad le pareció

hermosa. Techos verdes y afilados, algunos con formas extrañas, como el de la Bolsa, cuya

torre ofrecía a la vista varios lagartos, o dragones, vaya uno a saber, que se enrollaban

como pinchando un cielo amable. Hacia la parte del hotel se encontraba la ciudad vieja,

que era vieja sólo en la forma de sus calles, le explicaron, porque casi todos los edificios,

aun cuando se adaptaban a lo antiguos, eran relativamente nuevos a causa de los incendios.

La ciudad se había quemado tantas veces, les dijeron, que así como en Roma se tenía

muchas posibilidades de acertar al atribuirle una columnata o una fachada a Bernini, en

Copenhague un guía turístico inescrupuloso acertaría en un 90% con el simple recurso de

decir que ese edificio o esa calle se habían quemado. Los daneses eran decididamente

simpáticos y graciosos. Era evidente que hacían casi todos esfuerzos deliberados por serlo.

Debe ser por el idioma endiablado que tienen, decía Augusto, pero tienen un gran sentido

del humor y lo explotan en todas las situaciones. Como ministro plenipotenciario le tocaba

abrir la legación, creada por el gobierno del general Eleazar López Contreras, el antiguo

Ministro de Guerra y Marina del gobierno del general Gómez, que se convirtió en el

favorito y sucesor del viejo dictador luego de que dominó a los alzados de 1928, entre los

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que estaba su propio hijo. Las cosas habían cambiado muchísimo en Venezuela con el

nuevo Presidente, que parecía un equilibrista en la cuerda floja. El gobierno de López

Contreras, desde el primer día, pareció caer en todo tipo de contradicciones. Por una parte

se sentía obligado a la apertura que está en el ambiente y es exigida a gritos por los nuevos

dirigentes del país, pero por la otra mantenía en sus posiciones a casi todos los amigos y

validos del general Juan Vicente Gómez, en especial si eran nacidos en las montañas del

Táchira. Tal como el mundo conocido, se notaba que la gente quería ir a cualquier lado,

seguir la agresividad revolucionaria de la Unión Soviética o la contrarrevolución alentada

por los partidos conservadores europeos, los sectores dominantes de los Estados Unidos y

el Vaticano. Muchos de los antiguos dirigentes antigomecistas regresaron al país

desconcertados, perdidos. Encontraron demasiados cambios, tanto físicos como

sicológicos, en la Venezuela que dejaron en muchos casos veinte o quince años atrás.

Parecían llegar de las catacumbas y no encontraban eco alguno en la gente. Los

estudiantes, especialmente los de la Universidad Central de Venezuela, asumieron el papel

de líderes de la revolución que no podía conseguirlos entre aquellos exiliados o recién

salidos de las pálidas prisiones. Las noticias que llegaban a Europa eran desconcertantes.

Jóvenes contra viejos, revolucionarios contra conservadores, y en medio de ellos,

trabajando a tiempo completo y pidiendo a todos “calma y cordura”, estaba la figura muy

interesante del general Eleazar López Contreras, zigzaguando como un hábil torero que se

enfrentaba a cinco toros a la vez. Inesperadamente el Presidente anunció una dictadura del

bien y metió en chirona a varios dirigentes de izquierdas, mucho de ellos conocidos y

temidos por Augusto Duarte, a quien muchas veces habían acusado de traidor, y que

entonces decidió que no seguiría averiguando lo que pasaba en Caracas, puesto que su

trabajo era decirle a Caracas lo que pasaba en Europa. Pero cada cierto tiempo recibía

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periódicos o cartas y se enteraba de lo que ocurría en su país. Suspensión de garantías,

prohibición de grupos de más de tres personas, supresión de la propaganda marxista,

censura de prensa. Medidas que lo tranquilizaban, pero también lo alejaban de su mujer.

Julia era abiertamente contraria a ellas, por mucho que le dijera Augusto que las mujeres no

debían meterse en política. Ella sentía que tenía pleno derecho a opinar, y le enseñaba

artículos escritos por mujeres que defendían abiertamente ese derecho a participar de las

mujeres. Argumentaba, entre otras cosas, que el propio general López Contreras buscaba la

modernización del país y se planteaba metas que perfectamente podían llevar a la

participación activa de la mujer en la política. A los invitados a las cenas del ministro

Duarte aquellas discusiones, siempre llevadas con la mayor cortesía, les fascinaban. El

secretario de la legación, Obdulio Echezuría, había resultado un hombre útil, aunque

demasiado obsecuente, opinaba Julia. Echezuría aseguraba que su familia era muy antigua.

Que sus antepasados fueron los primeros propietarios de la primera Casa de Gobierno de

Venezuela, que quedaba en la esquina de Camejo. Que un tío suyo, cura de oficio, fue de

los grandes opositores a la independencia y desde Antímano le echó a Bolívar más vainas

que una mata de acacia. Tenía en el Ministerio de Relaciones Exteriores diez años, y

aspiraba a estar otros treinta años. Obdulio Echezuría había llegado a Copenhague casi un

mes antes que los Duarte y los estaba esperando en la estación del tren. Era un hombre aún

joven, regordete, ni alto ni bajo, pálido y con el pelo de un color indefinible aunque con

cierta tendencia al de la paja seca después de una quema, no era afeminado, pero tenía en sí

algo de mujer de circo y hacía un esfuerzo notable, siempre, por parecer gracioso y

simpático, aun en los momentos más solemnes. Vestía siempre de negro. Cuando llegaron

los Duarte no sólo les tenía una suite en el Hotel D’Angleterre en la Kongens Nytorv, en

donde también había alquilado otra para cancillería provisional de la legación y un cuarto

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para él mismo, sino que ya le había conseguido una plaza en el colegio católico, regentado

por padres jesuítas, al pequeño Antonio, tenía vistas cuatro oficinas para cancillería

definitiva y dos departamentos y dos casas para residencia del señor ministro

plenipotenciario, aparte de que ya les tenía todo listo con el Ministerio de Asuntos

Exteriores y organizada una gira para que conocieran las residencias reales, el Palacio de

Gobierno, la Catedral, la Torre Redonda, el Palacio del Ayuntamiento, el parque Tívoli, el

Teatro Real, la Ciudadela y los principales museos de la ciudad. Julia estaba impresionada

por la eficiencia del secretario, y Augusto un tanto incómodo. Quién sabe con qué sorpresa

se me aparece algún día, le dijo a su mujer cuando regresaban de la primera gira. Lo que

más le gustó a Julia fue lo de la escuela de Antonio, y por eso quiso quedarse con la casa

ubicada a unas cuadras al Sur de la Iglesia del Corazón de Jesús, que era donde estaba la

escuela. No era la mejor de las casas, pero estaba a distancia caminable, no sólo de la

escuela, sino del sitio que Augusto escogió para situar la cancillería, muy cerca del

Ayuntamiento de la ciudad. Era una casa muy nueva, construida por un militar de carrera,

antiguo Ministro de Defensa del reino, que entre otras curiosidades le había fabricado un

modernísimo refugio contra bombas, quizá porque él mismo era un teórico de los que

pensaba que en la próxima guerra la aviación, que en la Grande fue más bien una

curiosidad, jugaría un papel de primera importancia. No sólo la ubicación de la casa fue lo

que tomaron en cuenta, sino la personalidad de la viuda del militar, que en seguida los

capturó con su amabilidad, porque hablaba español casi a la perfección y con la noticia de

que nunca los molestaría porque se iba a vivir a las Islas Canarias sin ánimos de regresar a

Dinamarca. Tres largos meses habían estado en el Hotel, con mucha comodidad,

ciertamente, pero también con un gasto que no tenían previsto. La vida en el Hotel era

divertida, Ya habían conocido a varios diplomáticos extranjeros que vivían

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permanentemente allí, como el chileno, Horacio Sepúlveda, conversador empedernido y

cínico, que disfrutaba enormemente las tertulias que él mismo organizaba y hasta se tomó

el trabajo de conseguirles a los Duarte, a los que calificó de “pareja muy decorativa”, una

chilena de claros antepasados mapuches para que se quedara cuidando al niño mientras los

padres la pasaban de lo más bien en el pub del Hotel. O el argentino Carlos María Santiago

Azpirri, solterón vitalicio y viajero incansable que había paseado por los cinco continentes

y había terminado en Dinamarca gracias a la influencia de sus parientes militares. O el

peruano Víctor Molina, ministro también de su país, escritor frustrado, que decía en vivo lo

que no podía llevar al papel. Sepúlveda exhibía públicamente a su tercera esposa, Hilda,

alemana de origen, y a todo el que se le ponía enfrente por primera vez le contaba que había

logrado la proeza de hacer anular sus dos primeros matrimonios en Roma gracias a su

pericia de abogado, y que si Hilda dejaba de ser divertida, repetiría su hazaña en menos de

lo que tarda en espabilar un cura loco. En cambio el peruano le era perrunamente fiel a su

mujer, Catalina, a la que llamaba Catalina de Aragón aunque en realidad se llamaba

Catalina González y era hija y nieta de diplomáticos de su país. A la tertulia solían sumarse

personajes de diversos orígenes, algunos que asistían una o dos veces y no se les volvía a

ver la estampa, otros, como el también viajero Gerrald Locksmith, que se decía cazador

profesional y hablaba el castellano con acento argentino perfecto, lo que había hecho decir

a más de uno que en realidad era argentino de origen inglés, y no, como él decía, inglés que

vivió desde los dos hasta los ocho años en la Argentina, hasta que regresó a su Londres

natal. No sólo se reunían a conversar, a veces bailaban tango y dejaban admirados a locales

y foráneos. Especialmente el cazador inglés, que parecía un bailarían profesional. Y Julia,

que allí descubrió una habilidad formidable. No así Augusto, que aseguraba tener

desconectados los oídos y los pies a nivel cervical. Eran almas de luces y de fantasía, que a

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veces salían del hotel y se iban a las viejas tabernas portuarias de Nyhavn, en donde hasta

los marineros admiraban a los que bailaban tango. Muy pronto descubrió el ministro

plenipotenciario Augusto Duarte que en verdad Copenhague era un centro importante de

información. Había representantes de Estados Unidos, de Alemania, de Francia, del Reino

Unido, de la Unión Soviética, de Japón y de casi todos los países que podían llamarse en

propiedad países. Rumores y noticias circulaban diariamente por todos los rincones, y era

suficiente sentarse en verano al aire libre o en invierno al amparo de una buena chimenea

para enterarse de muchísimas cosas que podían ser útiles para quienes querían estar

enterados de los asuntos del mundo. También pronto se dio cuenta el ministro

plenipotenciario Augusto Duarte de que sus informes habían llamado la atención de gente

importante allá en Caracas. Especialmente cuando recibió instrucciones precisas de ir a

Ginebra a reforzar el equipo de la Delegación del país ante la Sociedad de las Naciones,

enredada por la invasión italiana a Etiopía y por la actitud de la Alemania nazi. De lo que

no se dio cuenta fue de lo que estaba ocurriendo entre Julia Duarte de Duarte, la

hermosísima esposa del ministro plenipotenciario de la República de Venezuela, don

Augusto Duarte Velarde, y el cazador y aventurero inglés Gerrald Locksmith, que se habían

convertido en la pareja del tango malevo. Julia escuchaba fascinada sus historias y cuando

Augusto salió rumbo a Ginebra, aceptó su invitación a cenar y a probar un vino de

Champaña exquisito que acababa de llegarle desde su región de origen. Y esa noche Julia

se sintió morir y resucitar una vez y muchas veces. Muchas, muchas, muchas veces. En el

primer instante le dolió. Era como si la hubieran violado. Como si en una ceremonia

secreta para desflorarla hubiese sentido deseos de pujar, de parir otra vez. El falo del inglés

la asustó al verlo, pero aceptó recibirlo en ceremonia secreta. Abrió las piernas y se lanzó

al vacío. Un vacío que le dolió primero, pero luego la llenó. La llenó de gozo y de gritos

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de alegría. Cada oleada del inglés le llegaba al corazón, a los pulmones, a todas las vísceras

que se le iluminaban por dentro. Creyó que se asfixiaba, sintió que volaba sobre los tejados

y los lagos y los bosques, y se echó a llorar. Lloraba de alegría, de emoción, porque el

alma se le había salido del cuerpo. Que era la primera vez que era mujer. Que hasta

entonces había sido una niña tonta que recibió caricias de dos hombres, pero ahora era una

mujer que quería tener a un hombre dentro de su vientre y parirlo tantas veces como latiera

su vulva al mismo ritmo de su corazón. Sabía que estaba exhausta y que pronto saldría el

sol y que debía estar en su casa cuando el niño despertara, pero quería estar ahí, adherida al

cuerpo de su amado. Su adorado amor. Su primer hombre. Su príncipe, su rey que la

había llevado por fin en su corcel hasta la cúspide de aquellas montañas que antes veía

desde los valles. Quería morir para estar viva. Quería dejar de ser para volver a ser. Le

pidió al inglés que se la llevara y el inglés se rió a carcajadas. Las mujeres (dijo

Locksmith) tienen el centro del pensamiento en el clítoris, entre las piernas, los hombres en

la cabeza, y ella no quiso escuchar más, se sentía utilizada, vejada, ofendida, pero también

deseaba seguir y seguir con él lo que había estado haciendo casi por un mes. Y lo hizo

hasta la misma tarde en que Locksmith se fue de Copenhague. Iba a vivir en Alemania

porque en Alemania estaba el foco del mundo. Le llamaba mucho la atención el tal Hitler,

que era el único político del planeta que sabía lo que hacía y había unido Austria a su

imperio. Y Julia se sintió vacía. Se sintió cuerpo sin alma. Se sintió piel de serpiente

dejada atrás por la serpiente. Sólo la presencia de su hijo la reconfortaba. Era un niño

inteligente, tan inteligente como el padre, y ella respetaba al padre, pero no lo amaba. Lo

aceptaba, y aceptó resignada que todas las noches lo recibiría en su cuerpo, pero con el

alma en otras latitudes. Se decía. Todas las mujeres son putas, doctor, lo que pasa es que

algunas no encuentran jamás el que les dispare el mecanismo, pero todas son putas y

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sueñan con acostarse por dinero, con desconocidos, con mil hombres que les paguen cada

vez que cojan, doctor, mi madre era puta y yo sé que se acostó con un montón de hombres

diferentes además de con mi padre. Yo la veía desde una ventana del techo, a veces cuando

me asomaba en las noches y ella estaba tendida boca abajo con mi padre que se movía,

usted sabe, como un émbolo, arriba y abajo, arriba y abajo, como un perro sobre una perra

en celo, y ella estaba abajo esperando que él terminara para echarse a dormir. Con los

otros, bueno, doctor, le estoy mintiendo. Yo no la vi con todos. Yo supe del primero

porque ella misma me lo contó un día. Me contó que le había puesto los cuernos a papá

con tres hombres diferentes, no con dos sino con tres, y me lo contó con una sonrisa, como

queriéndome hacer su cómplice, ¿me entiende? como si decírmelo a mí, a su hijito, le

quitara un peso de encima. Ya no sé si la vi con el segundo o con el tercero, que era mi

profesor. Lo que sé es que la vi montada encima del tercio, y la vi volverse loquita con el

tipo, y ¿sabe lo que pasó? ¡que el profe escribió una novela que se vendió en el mundo

entero en donde contaba con pelos y señales todo lo que hacía con Julia, mi madre! usted

la debe haber oído mentar, Claudio y Claudia, o Claudio-Claudia, con una rayita entre los

dos nombres, ¿la recuerda? Pues la Claudia era ella, Julia, y el muy hijo de puta se lo dijo a

todo el mundo cuando lo entrevistaron en no sé qué periódico o no sé qué revista y eso

llegó a Caracas cuando ya ella estaba muerta, pero imagínese, nunca falta una mano amiga,

a mi abuela, no la mamá de ella, que se había muerto hacía mucho tiempo, sino a la mamá

de mi papá, que es una de esas señoras chapadas a la antigua, alguien le mandó la revista

para que se enterara de las puterías de su yerna, de su nuera, bueno, de la difunta madre de

su único nieto. Yo hubiera podido escribir una novela contando todo lo que veía desde la

ventanita. ¿Se imagina lo que debe haber sufrido mi papá? Por eso empezó a beber más de

la cuenta, para esconderse de lo que estaba viviendo. Lo mío no es herencia, doctor, sino la

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putería de las mujeres. Yo adoraba a mi madre. La adoro todavía, y hablo con ella. Yo no

estoy loco, en absoluto. Yo no estoy loco. Yo entendí hace mucho tiempo todo. Lo

entendí muy bien. Las mujeres son putas, fisiológicamente putas, no tienen la culpa,

doctor, nadie tiene la culpa. Las mujeres quieren que los hombres las cojan y los hombres

quieren tirarse a las mujeres. Sin eso no habría especie. Eso no es sino el llamado de la

naturaleza. En cuanto vio alejarse el avión, la tarita, que se llevaba a María Amparo rumbo

al Sur, Antonio fue directo a la casa de Lucrecia Borgia y sin mediar palabra la poseyó en

la cocina. Y allí fue cuando Lucrecia lo invitó, lo incitó, a probar un viaje al cielo, le dijo,

y le puso una inyección que lo hizo viajar al cielo. Sintió que despegaba de la tierra, que

danzaba sobre los mismos árboles de su infancia y su juventud. Que bailaba en las alturas

un vals un vals un vals que lo ponía a dar vueltas y lo alejaba de todos los dolores y todas

las mezquindades de la vida marrón y gris. Todo era verde claro y azul celeste, mamita, y

le daba y le daba y le daba a Lucrecia y le daba a Lucrecia y Lucrecia cantaba y lloraba y

reía y Antonio le daba y le daba y le daba mamita a Lucrecia y Lucrecia bajaba y subía y

subía y bajaba mamita como suben y bajan las olas del mar las olas del mar las olas del

mar. Mamita. Despertó de repente. No estaba en su casa. Se dijo. Estaba en la casa de

los Suárez. Dormía al lado de Lucrecia que dormía desnuda. Estaba desnudo en la cama

de Lucrecia que dormía desnuda. Y era de noche. Muy de noche. Y escuchaba desde la

cama de Lucrecia los ronquidos de Milton, el marido de Lucrecia, que dormía en un sofá en

la misma pieza. Vestido. Antonio estaba desnudo y Lucrecia estaba desnuda y Milton

dormía vestido en la misma pieza. Los tres. Los tres en la misma pieza. Dormían. Y se

montó encima de Lucrecia y volvió a poseerla como un animal en celo. De nuevo. Y otra

vez se le cerraron los ojos. De nuevo. De nuevo en la misma pieza cuando sintió que los

párpados se le incendiaban. Estaba desnudo en la misma cama con Lucrecia que también

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estaba desnuda. Pero ya no estaba Milton y eran las diez de la mañana. ¿Que pasó? Fue su

pregunta. Lucrecia le sonreía. ¿Tú no te acuerdas? Hoy ya no era ayer ni aún era mañana

y Antonio Duarte no se acordaba. Nunca me habían cogido así, mi negro, nunca me habían

dado tan sabroso, dijo Lucrecia y lo apretó contra su cuerpo desnudo y lo cubrió de besos y

le pasó la lengua por el ombligo y de nuevo lo hicieron hasta quedar rendidos. Rendidos

sobre la cama Lucrecia Borgia y Antonio. Te volviste loquito, mi negrito lindo y lo

hicimos treinta veces. ¿No estuvo Milton aquí? Sí estuvo. Coño. No te asustes, negrito, te

pusiste pálido. Milton estuvo aquí y nos vio. ¿Tú crees que yo iba a hacer nada sin que

Milton lo supiera? Milton lo sabe y te lo agradece, porque él ya no puede solo y ayer tiró

como un loco mientras tú dormías, Toñito, hacía tiempo que no podía, ¿me entiendes? Y

anoche me montó como un padrote, tú no te asustes, mi niño, que no va a pasar nada, a él le

gusta que a su mujercita le den, te lo agradece. Antonio salió asustado, muy asustado, muy

inquieto, dominado por una desazón que no comprendía, de la casa de los Suárez. Caminó

hasta la suya, se bañó nuevamente como para quitarse de encima el olor de Lucrecia, y

cerca de mediodía entró al viceconsulado. Cerca de las dos llegó al restaurante del hotel.

Hacía un calor endemoniado y no se le quitaba la sensación de miedo. Que fue casi pánico

cuando vio entrar a Milton Suárez. Milton lo saludó con toda normalidad. Menudo viaje el

que agarraste anoche, hermano, le dijo como si nada Milton. Y Antonio no se atrevió a

levantar los ojos del piso. Te brindo una cerveza, le dijo Milton. Y Antonio, con una

sonrisa que delataba su miedo, asintió con la cabeza. Después vinieron otras cervezas y

cuando empezaba a atardecer entraban los dos a la casa de los Suárez y Lucrecia los

esperaba y se desnudaron los tres y de nuevo Lucrecia inyectó a Antonio y también se

inyectó ella misma y también a Milton y los tres sobre la cama y Lucrecia le hacía a

Antonio lo mismo que Milton le hacía a ella y Milton Montó a Lucrecia y Antonio volvía a

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sentir que estaba entre las estrellas y giraba como los planetas y veía los muslos de Lucrecia

y sentía que se mezclaban los jugos de Milton y los de Antonio en aquel valle que exhalaba

los aromas de la selva y otra vez encima y encima y encima y encima y encima y encima y

encima y encima y encima hasta la locura hasta perderse entre luces que se derretían y veía

de nuevo a su madre que saltaba y que saltaba y que saltaba y hacía el amor con él y

Antonio la disfrutaba y se metía en su vientre y se perdía en aquel tibio mar de iridiscentes

corales rojos y púrpuras y fucsias y colores de la sangre que empezaba a salir a borbotones

porque había muerto y estaba muerta y seguía muriendo con un puñal en la garganta

¡¡¡¡aaaaaay!!!! Tranquilo negrito que es una pesadilla quieto mi niño. Mejor dale otro

shot para que se tranquilice si no quieres que despierte a todo el vecindario, Lucrecia. Pero

no había forma de que se calmara y caminaba como un loco para arriba y para abajo,

desnudo, inquieto, ¿qué es lo que me dieron, coño? Tranquilo, no es nada malo, Antonio,

es un estimulante, no es heroína ni morfina ni nada de eso, es un remedio que venden en la

farmacia. Pero es que no puedo quitarme la ansiedad. Ven con nosotros, yo sé cómo se te

quita. Y sí lo sabía. Sí lo sabían. Y lo supo todo el mundo. Todo el pueblo. Elpidio

Mayor fue al grano: Antonio, salte de eso antes de que te metas en algo grave, tú estás muy

pollo para esos líos de tres, ¿qué vas a hacer cuando tu mujer regrese? Antonio se sentía

atado, esposado, prisionero. Quería volver a fornicar con Lucrecia, pero no quería que

Milton estuviera allí ni quería que lo inyectaran otra vez. Quería y no quería. Y se daba

cuenta de que todo el mundo, todo el pueblo, lo sabía. Bastaba con ver las miradas de

Mario Derqui, el vicecónsul de Argentina, de Fernando Lozano, el vicecónsul de Colombia,

y de Hugo Bastidas, el único cónsul, que era francés, y de Estela, la colombiana y Adelaida,

la mujer del de Francia, para darse cuenta de que se burlaban de él. Sobre todo las mujeres

y muy en especial la colombiana, que le tiraba besitos como diciéndole yo también estoy

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disponible, muchachito, cuando quieras. La actitud de los hombres no era de admiración,

sino como burlándose también del pobre niño que cayó en las redes de la araña reina. Y del

rey cabrón, fue lo que le dijo el señor Mayor. No eres el primero ni vas a ser el primero

que tenga que irse con los pantalones en los tobillos cuando se prenda el lío, Antonio,

después no digas que no te lo advertí. Y lo peor fue cuando llegó María Amparo. Venía

contenta y en el pequeño aeropuerto le dijo a Antonio que le había ido muy bien en

Caracas. Que el doctor González habló con el Ministro de Relaciones Exteriores y el

Ministro le prometió que los enviaría a un lugar muy bueno en Europa en un máximo de un

mes. Que venía a recoger las cosas, a hacer el equipaje porque era un hecho. Y cuando

empezaba a deshacer su maleta, Antonio le saltó encima y le hizo el amor con brutalidad.

Sin quitarse la ropa, sin dejar que se desvistiera, la penetró y le dio como un salvaje hasta

que de repente saltó de la cama diciendo groserías. ¡Coño de la madre… ¿qué me habrá

dado esa gente?! ¡Coño!, gritó y se paró junto a la ventana mientras ella se reponía del

sobresalto. Y de repente, con candela en los ojos, le dijo: Tú viste al hijo de puta del

embajador Navarro, tú lo viste en Río, ¿no? (ella le iba a responder pero se asustó al ver la

mirada de lobo furioso que se clavaba en sus ojos) ¡tú te acostaste con él, perra, tú estuviste

tirando con él! (muy molesta empezó a negar con la cabeza y apenas tuvo tiempo de

esquivar el golpe y echar a correr hacia la puerta y escuchar desde afuera cómo Antonio

Duarte gritaba y lanzaba cosas y rompía vidrios). Cuando llegó el policía no quiso entrar

hasta que se lo ordenó con gesto duro el señor Mayor (¡yo soy vicecónsul honorario y le

digo que entre!) y tuvo que buscar refuerzos porque el señor Duarte está destrozando todo

y no hay manera de controlarlo. Hasta que llegó el médico y luego de un arduo trabajo por

parte de los policías pudo inyectarlo. Antonio al principio empezó a llorar y a llamar a su

madre y a decir barbaridades, pero al cabo de un rato (en la cola de un ratón) se

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tranquilizó y pudieron sacarlo y llevarlo a la clínica. Lo tengo sedado, Elpidio, pero no sé

que va a pasar después, le respondió el doctor al señor Mayor, ¿no lo podemos encerrar en

un calabozo mientras tanto? Acabo de mandar un cable a Caracas y voy a tratar de llamar

por teléfono o por radio, a ver si consigo que mañana o pasado vengan a buscarlo, pero aquí

no lo quiero un día más, después veremos qué hacemos. Yo sé que usted no me cree,

doctor, pero esa gente me dio una brujería o algo que me partió el cerebro. Desde entonces

no he sido el mismo. Yo nunca fui malo, pregunte por ahí. Yo puedo haber hecho

travesuras, pero nunca maldades. Yo nunca había sido agresivo y desde entonces, fíjese, yo

sé que usted no me cree, está bien, pero ¿por qué no prueban con algo? Si esa gente me dio

una sustancia rara que me cambió el cerebro, debe haber otra sustancia que me lo

recomponga, doctor, tiene que haberla ¿no es así? Fíjese lo que me pasó con Amadeo, que

yo sé que no debía haberme puesto como me puse y casi lo mato a golpes. Yo antes era

incapaz de pegarle a nadie y ahora de repente estallo, me sulfuro, se me van los tapones y

quién sabe qué hago. No le digo lo de las voces, porque a mi mamá ya la había oído

muchas veces, y también, sobre todo de noche, ya estaba viendo eso que ustedes llaman

visiones. Pero lo que me cambió fue el carácter, doctor, yo nunca había sido así. ¿Cuesta

mucho hacer la prueba? Julia se lo dijo sin pensarlo. No estaban ni siquiera hablando de

temas parecido. Regresaban de una cena en la legación argentina y Augusto no quiso ir

directo al dormitorio. Se sentaron en la sala y él destapó una botella de vino cuando ella se

lo dijo: ¿qué opinarías tú si yo te dijera que te fui infiel? Él se quedó en silencio unos

instantes: no tengo nada que decirte, Julia, me fuiste infiel en Bélgica, con Brizuela, y me

fuiste infiel aquí, con Gerrald Locksmith ¿o hay alguien más? Julia se puso pálida. La

respiración se le alteró y por un instante pensó que se iba a desmayar. El corazón se le

aceleró y sintió que el estómago también se le encogía, como el alma. Lo supiste todo el

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tiempo. No, me lo acabas de decir. Ella vaciló unos instantes. Pero ¿cómo supiste quiénes

fueron? Elemental dear Watson, elemental: lo de Leonardo Brizuela se les notó en el acto,

a los dos, y el empeño de él en sacarme de allá, hasta ascendido con un salto de canguro,

era como para sospecharlo, y lo de Gerrald se te notaba en todo, y también en su carrera por

irse; los dos como que me tuvieron miedo, como si yo fuera a cobrarles con sangre. La luz

se hizo de melodía muy lejana y aparecieron los ojos de muchos muertos mientras sus

cuerpos bailaban por vez primera un tango sobre la alfombra. Augusto se levantó sin ver

hacia atrás y se perdió en la escalera. Julia se quedó unos instantes más, luego subió, se

desvistió y se echó a dormir con el rostro bañado en lágrimas. En apenas cuatro días llegó

a Río Perdido un comisión del Ministerio de Relaciones Exteriores. Sacaron a Antonio

Duarte de la cárcel y aún sedado lo llevaron a Caracas como si fuese un animal de

zoológico. Esa mañana el pequeño edificio del aeropuerto de Río Perdido estuvo

especialmente vacío. Como si nadie quisiera estar en el lugar en el momento en que se

llevaban para siempre a aquel muchacho que llegó lleno de vida y se fue lleno de muerte.

El mismo día, el mismo día de la llegada a Caracas lo internaron, todavía sedado, en un

Sanatorio Mental en las afueras de la ciudad, hacia el Este. María Amparo viajó sola una

semana después. En Río de Janeiro la esperaba en el aeropuerto el embajador Navarro, que

de nuevo la llenó de atenciones y la invitó a cenar. Al día siguiente, muy temprano en la

mañana, la acompañó hasta la escalerilla del avión que la llevaría a Caracas, en donde la

estaban esperando su padre, su madre, su hermano y varios parientes y amigos. Cuando

estaba ya instalada en la casa de sus padres, le anunciaron que había llegado a verla doña

Antonia Velarde Duarte, viuda de Duarte, a visitarla, a conversar con ella, y quizá con

todos ellos. Habría mucho que decirse. Hablaron con mucha franqueza. Doña Antonia no

había aprobado ese matrimonio, y ahora se daba cuenta de que no era por la novia, sino por

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su nieto, porque presentía que su nieto iba a causarle daño a la niña. Era cuestión de

familia y no era cuestión de familia. Cayo y Agripina fueron un desastre, pobrecitos, y

Julia también, y Antonio era hijo de Julia. Julia le hizo mucho daño a Augusto, lo destruyó

moralmente. No porque fuera mala, sino porque era loca. Eso lo heredó de su padre, el

pobre Cayo, sifilítico, alcohólico y quién sabe qué mas. Demasiado valiente había sido

María Amparo, decía doña Antonia, pobrecita. Y sólo en el momento de despedirse le

informó que Antonio estaba internado en un manicomio privado. Seis días después doña

Antonia recibió en su casa a Livia. No era el momento de hablar de eso, claro, y su marido

decía que legalmente no se podía, pero ¿sería muy horrible que María Amparo y Antonio se

divorciaran? Doña Antonia Velarde, viuda de Duarte, se encogió de hombros: hagan lo

que les parezca, mijita, pero si tu hija se casa otra vez, va a vivir en pecado mortal. En la

mañana había ido a visitar al nieto. El diagnóstico preliminar no dejaba lugar a dudas.

Secuelas de una antigua sífilis congénita no tratada a tiempo. Paranoia, con un componente

de adicción e intolerancia al alcohol. Un cuadro demasiado complicado para un paciente

tan joven, y los dos doctores con quienes habló le recomendaron que lo enviara a Buenos

Aires, a la clínica del doctor Selzerberg, que hace verdaderos milagros, señora, y aquí lo

que se necesita es un milagro. Un milagro, doctor, pero usted y yo no creemos en milagros,

¿no es así? Usted cree en la ciencia y yo no creo en nada. Creo en mí, en que yo puedo, a

pesar de todo, salir airoso de esta prueba. Algún día, alguna noche, puede que algo ocurra.

Puede que descubra que mi madre ha muerto y que siempre tuve su amor, sin darme cuenta.

Puede que lo escriba, doctor, que se lo escriba a usted, para que usted lleve mi escrito a

algún congreso internacional y se haga famoso a costa mía. No sería la primera vez que eso

sucediera. No sé si quiere que se lo escriba en inglés o en francés o en español. Me cuesta

mucho escribir en español, o mejor dicho, me costó mucho aprender a escribir en español.

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En inglés o en francés me fue mucho más fácil porque fue lo que estudié en las escuelas a

las que fui cuando era niño, pero nadie me enseñó a escribir en español, doctor, tuve que

aprender por mi cuenta, leyendo, estudiando diccionarios, estudiando libros de gramática

que son fastidiosísimos. Pero creo que aprendí, y me he puesto a escribir. Me he puesto a

contar, para usted, doctor, todo lo que me pasó, y todo lo que supe que pasó en torno a mi

caso, doctor, en torno a mi persona. Es todo esto que está aquí, escrito por mí, para que

usted entienda por qué me ha tocado vivir todo lo que me ha tocado vivir, que es parte de lo

que me ha tocado morir. Vivir y morir es la misma cosa, doctor. No se muere sin haber

vivido ni se vive sin morir. Vientos que nadie recuerda. Ciudades grises y lanzas de roja

pizarra alojan a los hijos de los hijos de aquellos guerreros de cobre que tiñeron de furia

otro tiempo. Una lluvia menuda repite neblinas que ahora sólo existen en las viejas

bibliotecas. Ojos de vidrio y caras rosadas o blancas o verdes o azules. Manos de obreros

que en el invierno se convierten en garras de mujer. Decrépitas espirales que alguna vez

fueron tormentas de humo. Mi presente. Mi pasado. Mi memoria llena de aquellas

miradas claras y de cantos de madres muertas. Debería haberlo escrito en inglés, que suena

mejor, pero tengo que hacerlo en castellano. Doctor. In Spanish. Y al final, el amor que te

queda es equivalente al amor que has hecho. L.q.q.d. Q. e. D.

The End.

Copenhague (Dinamarca), 10 de enero al 27 de abril de 1976.Caracas (Venezuela), 2 de junio al 30 de agosto de 2000.

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