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POR UNA MICROFÍSICA DE LA CULTURA ESCOLAR 1 GABRIEL JAIME MURILLO ARANGO Filósofo e Historiador Profesor Facultad de Educación Universidad de Antioquia En un reciente estado del arte sobre Estudios Sociales en Educación Colombiana, en el período comprendido de 1990 a 1999 (Castañeda, 2000), se hizo una revisión de 115 trabajos seleccionados conforme a los descriptores claves sociología de la educación y cultura escolar. La relativa diversidad de las temáticas, enfoques epistemológicos y metodologías, pudo ser resuelta mediante el uso de seis categorías que dibujan el plano de la concentración, los movimientos y tendencias del análisis documental. Éstas son: calidad de la educación, con 23 trabajos; cultura escolar, 67; educación popular, 3; estudios documentales, 5; evaluación, 16; multiculturalismo, 1. No es posible, desde luego, trazar una línea gruesa de demarcación, como si cada una de dichas categorías fuese la expresión pura y llana de la actividad de pensar ciertos objetos de estudio previamente acotados por medio de la observación directa. Más bien, entre ellas se da un flujo constante de nociones, temas, métodos, que son compartidos por las comunidades académicas más allá de las motivaciones y propósitos que dieron origen a las investigaciones concretas. Así, por ejemplo, en los trabajos reunidos en calidad de la educación, se constata una mirada atenta a la comprensión de lo que ocurre en la escuela por dentro, en la vida cotidiana, en las acciones significativas de maestros, alumnos y directivos por el mejoramiento de la calidad de la educación, 1 Publicado en: REVISTA EDUCACION Y PEDAGOGIA Volumen 14 Número 32. Enero - Abril de 2002. FACULTAD DE EDUCACION, UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA, Medellín, pp. 139- 159

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POR UNA MICROFÍSICA DE LA CULTURA ESCOLAR1

GABRIEL JAIME MURILLO ARANGO Filósofo e Historiador

Profesor Facultad de EducaciónUniversidad de Antioquia

En un reciente estado del arte sobre Estudios Sociales en Educación Colombiana, en el período comprendido de 1990 a 1999 (Castañeda, 2000), se hizo una revisión de 115 trabajos seleccionados conforme a los descriptores claves sociología de la educación y cultura escolar. La relativa diversidad de las temáticas, enfoques epistemológicos y metodologías, pudo ser resuelta mediante el uso de seis categorías que dibujan el plano de la concentración, los movimientos y tendencias del análisis documental. Éstas son: calidad de la educación, con 23 trabajos; cultura escolar, 67; educación popular, 3; estudios documentales, 5; evaluación, 16; multiculturalismo, 1. No es posible, desde luego, trazar una línea gruesa de demarcación, como si cada una de dichas categorías fuese la expresión pura y llana de la actividad de pensar ciertos objetos de estudio previamente acotados por medio de la observación directa. Más bien, entre ellas se da un flujo constante de nociones, temas, métodos, que son compartidos por las comunidades académicas más allá de las motivaciones y propósitos que dieron origen a las investigaciones concretas. Así, por ejemplo, en los trabajos reunidos en calidad de la educación, se constata una mirada atenta a la comprensión de lo que ocurre en la escuela por dentro, en la vida cotidiana, en las acciones significativas de maestros, alumnos y directivos por el mejoramiento de la calidad de la educación, la misma que puede reflejarse en otra cualquiera de las categorías mencionadas. Como podemos ver, los estudios sobre cultura escolar representan más de la mitad del total de documentos analizados, y en ellos se expresa una noción de cultura escolar entendida como el lugar de entrecruzamiento de las culturas académica, social, institucional y experiencial. En la cultura académica, el interés principal reside en los aprendizajes significativos que hacen posible la articulación de la vida escolar con el conocimiento socialmente relevante, de conformidad con una selección de contenidos integradores de lo pedagógico con lo disciplinar y lo social, para establecer conexiones con el mundo del trabajo, el manejo de conceptos económicos y entre el conocimiento común y el conocimiento académico. En ésta área sobresalen los enfoques hermenéuticos y fenomenológicos, además de contar con poco más o menos la tercera parte de 1 Publicado en: REVISTA EDUCACION Y PEDAGOGIA Volumen 14 Número 32. Enero - Abril de 2002. FACULTAD DE EDUCACION, UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA, Medellín, pp. 139- 159

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etnografías. La cultura social aborda los problemas de identidad, género, socialización, en donde encuentran un terreno abonado para su trabajo las novedosas redes de maestros investigadores. Los estudios sobre políticas educativas, gestión escolar y cultura profesional docente se enmarcan en la cultura institucional, mostrando la amplia difusión de métodos de indagación etnográfica y una fundamentación epistemológica en la hermenéutica, con el propósito deliberado de integrar las dimensiones cualitativa / cuantitativa y biográfica / documental. Los temas abordados en la cultura experiencial tienen que ver con la condición social de la juventud, el cuerpo, la pobreza, etc., preferentemente desde teorías de las representaciones sociales, los imaginarios culturales y el capital cultural de los contextos de los actores escolares, haciendo uso generalizado de métodos cualitativos de corte etnográfico e historias de vida. A manera de conclusión general, este estado del arte sobre Estudios Sociales en Educación, pone de manifiesto el recurso dominante a los métodos de investigación cualitativa, especialmente de la etnografía, legitimados como métodos expeditos para la producción de conocimiento sobre nuestras escuelas desde lo cultural y lo cotidiano. I. MIRAR, INVESTIGAR, CONSTRUÍR La adopción de un enfoque de investigación cualitativa-etnográfica en el estudio sobre la cultura escolar tiene como fundamento el rechazo simultáneo de sendas formas de reduccionismo metodológico. De un lado, la reducción de la etnografía a una narración meramente descriptiva o anecdótica, acaso sólo interesada en el rescate del decir y el hacer de los actores escolares, hecha a medida de la desaparición del horizonte interpretativo del sujeto investigador. De otro lado, la reducción del método de investigación a un repertorio de procedimientos y técnicas de recolección de datos, indiferente a la orientación epistemológica que preside toda observación y aún toda elección de objetos de estudio. Por el contrario, este enfoque pretende inscribirse en los avances teóricos de las ciencias sociales en las dos últimas décadas, señalados en términos de una re figuración del pensamiento social, o de un giro interpretativo, en el que cobran un renovado interés el sentido de las acciones simbólicas, las prácticas sociales, culturales y discursivas. En La interpretación de las culturas, Clifford Geertz (1987: 32-33) argumenta que los viejos enfoques funcionalistas, positivistas y totalizantes, han cedido el paso a perspectivas de interpretación más abiertas y plurales, como es el caso de una visión semiótica de las representaciones culturales y de sus significados, en una “descripción densa” caracterizada por cuatro rasgos principales: es interpretativa, en cuanto interpreta el flujo del discurso social, trata de rescatar lo dicho en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos susceptibles de consulta, y adopta un ángulo de visión microscópica, con el fin de encarar los grandes temas “en contextos lo bastante oscuros para quitarles las mayúsculas y escribirlos con minúscula”. Además, el observador

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carece de una voz privilegiada, y la empresa teórica consiste en develar el sentido del entramado social más allá de las situaciones inmediatas. En la producción de textos etnográficos en educación es menester contar con tres niveles de reconstrucción epistemológica. El primero define el estudio de las situaciones escolares como acciones sociales que tienen sentido para los participantes, e indaga por la construcción significativa de la realidad en las escuelas. El segundo ubica las representaciones sociales en el contexto histórico y cultural dentro del cual adquieren sentido dichas acciones. El tercero alude al modo como se construye el discurso hegemónico y a las formas de distribución del poder simbólico en el campo de fuerzas de la cultura escolar (Bertely, 2000: 27-36). Los etnógrafos educativos coinciden en definir la observación participante como un procedimiento de análisis de primer orden, atento a captar hasta el más sutil de los detalles que contribuya a discernir la red de significaciones implícitas en las relaciones sociales, que en la práctica tiende a ser una combinación de métodos, o más bien un estilo de investigación. Conocer un aula concreta, en gran medida, supone aceptar la limitación de un saber alcanzado únicamente a través de la observación. Nuestra capacidad para entender las teorías sobre enseñanza y aprendizaje, nuestra apreciación selectiva sobre lo que es importante o no en el proceso educativo, y las imágenes que nos hemos formado a propósito de las relaciones aceptables entre profesores y alumnos, se sostienen sobre lo que preferimos observar y sobre cómo lo interpretamos. Ello ha dado lugar a definir una mirada epistémica (Eisner, 1998: 87) como aquel tipo de saber obtenido a través de la vista, una mirada capaz de referirse a todos los sentidos y cualidades a las cuales son sensibles. Las aulas, al igual que el vino, se conocen tanto por las cualidades visuales como por las cualidades aromáticas y táctiles. Es éste un giro metodológico ya anunciado de alguna manera en una obra que marcó una ruptura decisiva en el campo de la investigación educativa y pedagógica, caracterizado entonces por la irrelevancia de la identidad de los sujetos y de los ambientes escolares, sepultados en los estándares neutros de los tests sicométricos a que son sometidos los individuos por una voluntad examinadora situada al margen de los fenómenos de la vida cotidiana. En La vida en las aulas (Jackson, 1994) se apuesta por la interpretación de las cosas triviales que marcan el ritmo de los afanes cotidianos, en términos de considerar el significado que poseen la gran cantidad de tiempo que pasan los niños y las niñas en la escuela, el ambiente escolar uniforme, el mobiliario, la disposición de objetos y personas, la asistencia obligatoria, los exámenes, incluso las imágenes y los olores de la clase. En suma, se lanza el reto por el redescubrimiento en el análisis de aquellos atributos de repetición, redundancia y ritual propios de las actividades escolares, que hacen aparecer las escuelas homólogas de otras dos instituciones sociales también sostenidas en la asistencia obligatoria: las cárceles y los

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hospitales mentales. Las tres poseen en común el hecho de soportar la vida de todos los días en medio de la masa, la evaluación y el poder. De la combinación de dichos elementos emerge un currículo oculto, al que hasta ahora se había prestado menor atención que a las demandas académicas prescritas en el currículo oficial. Este concepto de currículo oculto pudo sacarse a la luz mediante la exposición de una teoría diferente acerca del por qué del ausentismo o del fracaso escolar, insatisfecha con ciertas interpretaciones sicológicas centradas en las dificultades de aprendizaje, en los problemas de motivación, participación o atención de los alumnos, más proclive a poner en cuestión la naturaleza misma de esa experiencia singular que es “ir a la escuela”. Una lectura en profundidad de los afanes cotidianos en las escuelas, así como de los sentimientos y las opiniones de maestros(as) y alumnos(as), supone estar abierto a la comprensión tanto de los fenómenos de regularidad y continuidad, como a la inmediatez e imprevisibilidad de todo cuanto en ellas sucede. Jackson se aparta así de un tipo de investigación educativa que ha querido hacer ver el aburrimiento universal en las escuelas a través de la imagen congelada del niño distraído en el aula de clase contemplando el vuelo de una mariposa, dejando de lado el hecho de que detrás de lo ordinario se halla lo extraordinario. Y así como las aulas de clase suelen oler a leche rancia, a polvo de lápices y tizas, mezclados con el ligero olor a transpiración de los niños, también son el lugar de lo inesperado, lo aleatorio, lo incierto, todos éstos rasgos característicos del universo de las interacciones sociales humanas. Poner el acento en los rasgos inmediatos e imprevisibles que caracterizan las situaciones educativas, y no sólo en los más seculares rasgos de uniformidad y normalización, puede hacer posible una anatomía política del detalle, reveladora de las minucias de que está hecho el monótono transcurrir de los días en las escuelas: las entradas y salidas, las clases, las tareas, las listas de asistencia, el recreo; así como también las opiniones y sentimientos de los actores escolares, las palabras, miradas y gestos de profesores(as), alumnos(as), padres y madres de familia, autoridades. Una anatomía política del detalle implica “buscar bajo las menores figuras no un sentido, sino una precaución; situarlos no sólo en la solidaridad de su funcionamiento, sino en la coherencia de una táctica. Ardides, menos de la gran razón que trabaja hasta en su sueño y da sentido a lo insignificante, que de la atenta ´malevolencia´ que todo lo aprovecha” (Foucault, 1985: 145). Esta mirada abarcante de las construcciones de sentido de los actores escolares y de las pequeñas cosas que hacen la vida en las aulas, conlleva un interés teórico manifiesto en la pregunta por el modo como operan en el interior de los discursos humanistas que se ocupan de la educación, algunas nociones claves procedentes de la sicología, la antropología, la sociología, en una palabra, del conjunto llamado ciencias de la educación. Esta crítica radical sacude la academia norteamericana precisamente en un período de ebullición del movimiento de los derechos civiles, de las feministas, de

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jóvenes y estudiantes, negros y pacifistas, que constituye el trasfondo social e histórico donde alzan vuelo las corrientes de sociología crítica del conocimiento y del currículo, además de la etnografía escolar. El murmullo de los combates contra la discriminación y la intolerancia en los más diversos órdenes, que reivindican la voz de humillados y excluidos, se percibe en esta cita como algo más que un atenuante para todos los alumnos desaplicados: “Con frecuencia es la escuela la que resulta aburrida y no los estudios sociales o la aritmética. La experiencia escolar, en otras palabras, es más que la suma de sus partes. Los profesores pueden recordar estas cosas cuando contemplan al alumno que dormita en la última fila” (Jackson, 1994: 148). El impacto de esta obra en la comunidad educativa ha sido duradero, así como pronto fue recogido el guante en las décadas finales del siglo XX con la aparición de la revista británica Nueva Sociología de la Educación dirigida por Michael Young, cuyo título enuncia el momento de emergencia de una sociología crítica del currículo, fundada en un programa de investigación de las relaciones que se tejen entre las modalidades de transmisión del conocimiento y las estructuras de poder vigentes en las instituciones escolares, junto al redescubrimiento del papel de las subjetividades y de los acontecimientos cotidianos, no sólo en la vida en las aulas sino también en las vidas particulares de los actores, en la biografía de maestros y estudiantes, padres y madres de familia. En la literatura etnográfica escolar publicada en los últimos diez años, predominan los estudios dedicados a la interacción de maestros y alumnos, con mayor énfasis en las percepciones y opiniones de los profesores, alternando con aquellos ocupados del análisis de la fractura existente entre el proceso de escolarización y los contextos socio-culturales. Y son menos, ciertamente, los estudios que tienen como propósito indagar qué hacen, qué sienten, qué piensan los niños y jóvenes acerca de la escuela, de sus relaciones y actividades regulares en ella, que tomen en cuenta seriamente las perspectivas mismas de los alumnos y alumnas. Por lo general, éstos encuentran apoyo en teorías interpretativas y fenomenológicas de la acción educativa, abriendo un espacio de lectura de los registros narrativos de las experiencias escolares, a la vez que nombran otros significados, otros temas, otros problemas característicos de la cultura escolar. En dichos trabajos se resalta cómo las percepciones del alumnado acerca del significado de la vida escolar difieren en mucho de las percepciones de los adultos, sean éstos padres de familia o educadores. Los niños y jóvenes suelen referirse a las experiencias en la escuela como una serie de tareas rutinarias, en cuya determinación poco o nada han tenido que ver, a pesar de asumir conscientemente el rol que les toca representar en dicho escenario. Sin embargo, aparte de la congruencia o no que pueda lograrse entre la realización de las tareas y los objetivos académicos, cobra mayor importancia la comprensión de la naturaleza y las formas de presentación de los intercambios personales en el ámbito escolar, especialmente las relaciones entre pares, que no dejan de estar

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presentes durante toda la vida. Las relaciones afectivas tienen marcada incidencia en la motivación y actuación académicas, al punto tal que los estudiantes suelen conectar la más o menos empatía hacia algún maestro con las probabilidades de éxito o fracaso escolar. Desde este punto de vista, es lícito considerar las emociones en la vida escolar en cuanto puede significar que los valores de amistad, complicidad y solidaridad etaria se anteponen incluso a las expectativas de un buen rendimiento escolar. El concepto de empatía está intrínsecamente ligado a un concepto de aprendizaje que busca superar el hiato existente entre una perspectiva sicológica y una perspectiva social, por cuyos intersticios se cuela la desvalorización de la figura del maestro. Aquí, empatía significa comprender el punto de vista del otro, y tiene tanto un lado intelectual como un lado afectivo. En el primer sentido, alude a la noción piagetiana de “descentramiento” del juicio que supone una evolución con respecto al egocentrismo característico de las etapas iniciales de la infancia, a medida de la adquisición de capacidades para asumir el papel del otro observador. Pero también los sentimientos y las vivencias juegan un papel importante en las acciones sociales, pues son una condición para tener éxito en la cooperación y mantener una buena relación con el otro. Ponerse en la situación del otro, ser capaz de empatía, no pueden ser sino aprendidos en un proceso de superación del egocentrismo, que es poder percibir con los ojos de los otros participantes las situaciones sociales en que se encuentra, un proceso que sólo puede ser desencadenado por una persona competente que guía los pasos en su desarrollo, un maestro dotado con la capacidad de hilar fino y una aguda observación (Aebli, 1991: 78). Consideradas las expectativas de los maestros en las actuaciones académica y social de los estudiantes, y las actitudes recíprocas de éstos con respecto a los estilos de vida institucional en las escuelas, los estudios etnográficos de caso han mostrado suficientemente la importancia de considerar la variación de las situaciones, las respuestas idiosincrásicas y las influencias externas indirectas, valga decir, los factores no estrictamente académicos y su incidencia en los procesos educativos. Igualmente, han mostrado que las acciones a menudo conflictivas entre maestros y estudiantes, aquellos pugnando por hallar conformidad con las metas institucionales fijadas, y éstos en defensa de las acciones revestidas de independencia de los maestros, son inherentes a los procesos de escolarización. Así mismo, la etnografía tiene interés en el estudio del aprendizaje como una construcción social, de cómo los aprendices definen lo que hacen y los significados que los maestros y estudiantes asignan al proceso mismo de construcción del conocimiento. Estos estudios se apartan de la sicología del aprendizaje, en la medida en que éste es situado en el contexto social y cultural, centrados en las mediaciones de los significados culturales que hacen posible el progreso de las tareas escolares. Aun cuando, hasta ahora, son estudios basados

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preferentemente en la observación del papel del maestro, también las opiniones y creencias de los alumnos deben asumirse como fuentes ineludibles de investigación. En resumen, la emergencia de otras formas de interpretación crítica acerca del universo de significados de la cultura escolar, ha podido mostrar el vínculo que une las tareas académicas, la enseñanza, el aprendizaje y los sentidos de pertenencia e identidad social. De donde se deriva que ningún componente del proceso de enseñanza y aprendizaje puede ser visto fuera del contexto institucional, social y cultural, sin tomar en cuenta cómo se realizan las acciones en que intervienen los actores educativos y qué sentido tienen para ellos dichas acciones. II. RUTAS DE VIAJE

Para Goetz y LeCompte (1988: 47), las rutas posibles de la investigación etnográfica educativa pueden desplegarse en cinco direcciones: 1. Historias de vida y profesionales, o análisis de roles de individuos. 2. Micro etnografías de pequeños grupos de trabajo o de juegos en clase y escuelas. 3. Estudios de aulas de clase escolares abstraídas como si fueran pequeñas sociedades. 4. Estudios de establecimientos o distritos escolares considerados como si fueran comunidades. 5. Comparaciones controladas conceptualmente, entre las unidades investigadas que pueden referirse a grupos o a individuos. Wilcox (1993: 108), por su parte, plantea una clasificación reducida a dos grandes categorías. Una se centra en el papel de la escuela como un agente primordial de transmisión cultural, conforme a una concepción firmemente arraigada en la tradición estructural - funcionalista, pero que hubo de ganar un nuevo impulso con la teoría de la reproducción expuesta por la llamada Nueva Sociología de la Educación. La otra se ocupa de la comunicación en el aula, dentro de una perspectiva micro etnográfica que permanece abierta a la posibilidad de brindar nuevas opciones explicativas, por ejemplo, sobre los factores incidentes del fracaso y ausentismo escolar. Ambas líneas de investigación contribuyen a afianzar el renovado interés público por reformar las políticas educativas imperantes, con la esperanza de consumar la apertura de fronteras entre la escuela y la vida.

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La voluntad política de generación de una cultura pública y democrática, en efecto, se pone de presente en la mayor atención puesta en las particularidades de la escolarización entre grupos de población marginada o excluida, o de las minorías étnicas y nacionales, o en la perspectiva de una verdadera educación multicultural, que demanda una integración de los niveles micro y macro de la investigación etnográfica. Dicha aproximación a escala múltiple es entendida en términos de una etnografía holística o ecológica - cultural, fundada en cuatro supuestos principales: la conexión de las estructuras educativas formales con la estructura económica dominante; la historia de dicha conexión y de cómo influye en los procesos de escolarización; el influjo de los modelos de interpretación de la realidad social prevalecientes en los sectores escolares; y todos los anteriores confluyen en el hecho de que “una adecuada etnografía escolar no puede reducirse a estudiar acontecimientos en la escuela, el aula, la casa o el lugar de juegos. También debe estudiar las fuerzas sociales e históricas relevantes” (Ogbu, 1993: 159). Visto desde otro ángulo, la reivindicación de los relatos de los participantes, de alumnos, maestros, vecinos, dado el particular interés por comprender los significados de las acciones sociales en que participa la gente, expresa una actitud de respeto por la voz de los otros, que inscribe a la etnografía en una dimensión social de potenciación democrática y de superación de la división de la sociedad entre los que saben y aquellos acerca de los que se sabe (Hymes, 1993: 189). De acuerdo con Velasco, García y Díaz de Rada (1993: 201-203), una revisión general del estado del arte de la etnografía educativa durante los últimos veinte años, permite destacar las siguientes áreas de estudio: 1. Los estudios de procesos educativos situados fuera de la escuela, en especial aquellos dedicados a la socialización primaria como es el caso de la familia, el caso de los grupos de pares, que han constituido desde siempre una fuente inagotable en toda sociología de la educación, pero reciben un renovado impulso con la corriente etnográfica. Dichos estudios ganaron más relieve enmarcados en una línea de investigación claramente definida en torno al concepto de dispositivo pedagógico (Bernstein: 1994, 1998, 2000), basada no sólo en la descripción y explicación de las modalidades de transmisión cultural en la escuela, sino más ampliamente en las modalidades de transmisión cultural propias de las sociedades contemporáneas, situadas más allá de los muros de la escuela, en un espacio virtual de rápido y fácil acceso para todos. El dispositivo pedagógico en Bernstein trasciende la escuela, incluye la televisión, la internet, el mundo virtual de las comunicaciones, en fin, todos aquellos procesos de comunicación no dependientes del aula de clase, para referirnos a los cuales aún no hemos encontrado una palabra mejor que la de educación no formal opuesta a la educación normal y formal de la escuela tradicional.

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2. Un área de estudios acerca de las relaciones existentes entre la escuela y el entorno inmediato, como el barrio, la localidad, la ciudad, que han puesto de relieve el abismo insondable que separa la escuela y la vida. Se incluyen aquí los variados estudios multiculturales, o estudios relativos a los procesos de diferenciación cultural dentro y fuera de las escuelas. 3. Los estudios sobre organización escolar, entre los que sobresalen los estudios aplicados a la disposición del tiempo y del espacio en las estructuras escolares. Según algunos, éstos se inscriben en una línea denominada proxemia escolar interesada en indagar por la apropiación de espacios por parte de los actores en determinados escenarios, en este caso, sobre el modo como son apropiados y distribuidos los espacios y los tiempos por alumnos y maestros en el territorio de la escuela. 4. Los estudios sobre agentes y tipos de relaciones predominantes en el ámbito escolar, cuyo centro de atención está definido por la dinámica de la interacción social en las escuelas, los que dieron lugar al florecimiento de los estudios micro etnográficos, a veces confundidos con estudios de caso. Una ojeada rápida a las monografías inspiradas en el enfoque etnográfico realizadas en Colombia durante la última década, en gran medida responden a esta categoría de estudios de caso. 5. Los estudios sobre sistemas de comunicación en el aula, los que han sido posibles por el auge de la sociolingüística aplicada en la educación, pero que en un viraje interesante, apoyado por demás en la teoría crítica de la educación, animaron la reflexión sobre los discursos en el aula, los discursos proferidos en boca del maestro, con la finalidad expresa de develar los mecanismos de poder / saber inherentes al discurso pedagógico. 6. Los estudios sobre acontecimientos especiales en la escuela, aquellos que poseen el atributo de ser detonantes o irrumpir con destellos en el monótono transcurrir de todos los días, en los que se hace uso frecuente de la noción rituales escolares, para establecer efectos de contraste en el escenario particular de la escuela del modo como se originan y se llevan a cabo ciertas actuaciones o performances (Murillo, 2001, 187-189). III. EL AULA DE CLASES El redescubrimiento por parte de la investigación cualitativa - etnográfica del análisis de los acontecimientos e interacciones que tienen lugar en la escuela por dentro, conlleva al examen crítico de dos conceptos tradicionales del aula de clases. El primero hace referencia al aula como espacio físico, simplemente visto como receptáculo o continente de unas relaciones de enseñanza y aprendizaje, objeto de estudio de la sicología ambientalista o del enfoque más refinado de la ergonomía escolar, que pretende determinar las condiciones ambientales, especialmente materiales, que tienen como fin facilitar el desarrollo de las

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actividades escolares. Se fija entonces la atención en los parámetros físicos del aula, la luz, la ventilación, la calefacción, los pupitres y su incidencia en las posturas del cuerpo. El segundo remite a la comprensión del grupo humano, traducido en la expresión corriente de los maestros que nombran “mi clase”, o “mis alumnos”, con ese dejo cariñoso de sentido de pertenencia o compromiso existencial, pero también de reserva privada de todo cuanto pudiera ocurrir puertas adentro del aula. Un modelo de las relaciones interpersonales en educación debe contar con dos cualidades distintivas de la interacción profesor-alumno en la dinámica grupal de clase. En primer lugar, su carácter obligatorio, dado que los alumnos no tienen elección de aceptar o rechazar la relación con el profesor, así como tampoco a nadie se le ha otorgado el beneficio de responder a voluntad si quiere asistir o no a la escuela. En contrapartida, este carácter se manifiesta de modo singular en la aparición frecuente de la “retirada sicológica”, como una reacción del alumno a la presencia no querida en clase, y en el recibimiento exultante del tiempo de vacaciones o de receso escolar, o en la curiosa expresión “nos soltaron”. En segundo lugar, se trata de una interacción “asimétricamente contingente”, anclado en la autoridad pedagógica del profesor que, pese a todo, no puede impedir la generación de diversas estrategias de supervivencia, o de evasión o simulacro (Hargreaves, 1977: 132-133). Según este autor, las variadas funciones del profesor en el aula, repartidas en un amplio abanico que van desde la de orientador, asesor, acompañante, mediador, y otras más, pueden ser agrupadas en dos principales: la de instructor y la de controlador de la disciplina. La función de instructor permite situar al profesor en cuanto hacedor de currículo, es decir, como un sujeto de supuesto saber, dotado de las capacidades requeridas para la selección de los contenidos de enseñanza y de los métodos apropiados en la realización de su tarea. La de la disciplina y el control en clase pasa por el reconocimiento del profesor como autor de reglas de comportamiento, implicando el acatamiento y el respeto, entendido como una mezcla de formalidad, cortesía y sumisión. Frente a los anteriores conceptos se alza un tercer significado del aula, entendido como “clima pedagógico” o “ambiente pedagógico”, con la pretensión de trascender ambas visiones unilaterales, bien sea la de la dinámica de las estructuras materiales, o bien la de la dinámica de las interacciones de grupo. En el desarrollo de este concepto se hace uso de metáforas del campo de la ecología para sustentar un enfoque interactivo que busca conjugar los aspectos físicos con los aspectos institucionales y de relaciones de grupo, y define que en el mundo de la clase, como en el de la familia, el entorno es la situación misma del niño. Éste modelo explicativo (Pérez, 1995, 1998; Vayer, Duval y Roncin, 1993: 10), también conocido como de las mediaciones, reconoce que todo lo que sucede o se expresa en el aula, a saber, las relaciones con los demás, el interés por las actividades, la participación en la acción, depende de una compleja red que anuda

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la organización de las relaciones entre las personas y la organización de las estructuras materiales que enmarcan las interacciones de los sujetos con el entorno.

Los profesores crean un clima especial no sólo por lo que dicen sino por la forma en que se presentan a los alumnos, provocan un cierto clima por la forma en que trabajan con las dimensiones de espacio y tiempo en su aula. Este clima se crea mediante la distribución del mobiliario y el tratamiento de las paredes y los pasillos, la decoración, el ritmo alternado de las voces, la secuencia de las tareas, la presencia o ausencia de la relajación y la risa. En cualquier caso, el aula de cada profesor y de cada escuela tiene un determinado carácter. De ahí que la cuestión práctica, según Van Manen (1998: 189), consiste menos en si debe crear un ambiente, sino en qué tipo de ambientes generan unas genuinas relaciones pedagógicas.

La idea de ambiente pedagógico puede afirmarse en el concepto de acogimiento, de una acogida desde el reconocimiento del otro en su irreductible alteridad, como un concepto subyacente en toda acción pedagógica en medio de la crisis profunda de las transmisiones culturales vividas en el mundo actual. Este concepto se inscribe en una “ética de bienvenida”, que mantiene en relieve la figura de la responsabilidad educadora como una especie de cortés y hospitalaria invitación al recién llegado, como diciendo: éste es nuestro mundo (Bárcena y Mélich, 2000: 87). Las estructuras de acogida hacen posible la identificación de los individuos como un proceso inacabado de construcción de relaciones significativas en el mundo que le acoge; hacen viable la integración en el flujo de una tradición cultural concreta; capacitan para el rico despliegue de la facultad simbólica del ser humano, situado críticamente en un presente desde donde poder rememorar el pasado y anticipar el futuro; en fin, posiblitan el empalabramiento de la realidad, que tiene como consecuencia el “venir a la existencia” para el hombre, de la misma realidad y de él mismo como parte integrante de ella (Duch, 1997: 26-29). Los espacios educativos deben construirse como “espacios de seguridad” (Meirieu, 1998: 85-86), en los que los aprendices tengan la garantía de poder tantear sin caer en ridículo, de poder equivocarse y recomenzar sin que su error se le gire durante largo tiempo en contra. “Hacer sitio al que llega” es, ante todo, ofrecerle esa clase de espacios, en la familia, en la escuela, en las actividades socioculturales en que participe. Por esto, son dos las responsabilidades esenciales del pedagogo: la construcción de espacios de seguridad como marco posible para los aprendizajes, y el trabajo sobre los sentidos como un poner a disposición de los que aprenden una energía capaz de movilizarlos hacia saberes; de este modo se conjugan los dos orígenes de la palabra educar: educare, nutrir, y educere, encaminar hacia, envolver y elevar. Este reconocimiento del otro en un ambiente de seguridad y estimulación, reclama un tacto especial que permita afrontar las situaciones con sensibilidad, captar el

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significado de las acciones de los otros, saber cómo y qué hacer. Se trata del tacto pedagógico, el mismo que “no se debe buscar en el discurso teórico abstracto o en los sistemas analíticos, sino directamente en el mundo en que vivimos. Un mundo en el que la madre es la primera que coge y mira al hijo recién nacido, en el que el padre evita que el hijo cruce la calle sin mirar, en el que el profesor hace un gesto de aprobación al alumno en reconocimiento de la tarea bien hecha” (Van Manen. 1998: 46). IV. LA CONVERSACIÓN EN EL AULA Es inherente al tacto en la enseñanza la utilización de la voz y el tono del discurso, como elementos propiciadores de una comunicación exitosa dentro de la clase. De igual manera que en los juegos de lenguaje, en el aula de clase es difícil resistir a la sutil eficacia de la menor inflexión de un tono de voz, ya se trate de un tono empalagoso, amenazante, furioso, comedido o pausado, o de las variadas formas de silencio. Sea en la forma del silencio negativo que hace el vacío, como un castigo latente, una oscura premeditación; sea en la forma del silencio de la espera paciente, o de la presencia discreta, o en la del silencio del oído dispuesto a escuchar; sea en la forma del silencio que habla, que es “el tacto de la conversación silenciosa en la que la charla queda desplazada, o en la que las preguntas impertinentes sólo pueden molestar o herir. La raíz etimológica de conversación significa vivir juntos, asociación, compañía, conocimiento. El ruido de las palabras puede hacer que resulte difícil oír lo que la mera conversación del compañerismo puede producir. En la buena conversación los silencios son tan importantes como las palabras que se emplean. El tacto conoce el poder de la calma, y cómo permanecer en silencio” (Van Manen, 1998: 181). Que sean las sabias palabras de Gadamer (1996: 206-207) las que celebren la epifanía de la conversación: “La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros que nos transforma. Por eso la conversación ofrece una afinidad peculiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro”. Asumir la importancia de la conversación es empezar a apropiarse de una manera diferente de ver el aula, no ya el aula tradicional regida por un maestro investido de plena autoridad, agente activo y parlante delante de una masa de receptores pasivos que guardan estricto silencio, sino el aula concebida como un espacio de negociación, de diálogo, de dialéctica argumentativa, antes que como una tribuna para el sermón o el monólogo.

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En las más diversas investigaciones naturalistas y de observación en el aula, es un tema recurrente la hegemonía del discurso abstracto de los profesores, particularmente en situaciones donde este discurso se convierte en una barrera de aprendizaje para un grupo heterogéneo de alumnos, frente al cual se busca oponer estrategias de diálogo en el aula. La progresiva atención por el diálogo y la conversación en el aula ha podido nutrirse del concepto de juegos del lenguaje de Wittgenstein, para establecer nexos entre la estructura de la tarea académica en el aula y la estructura de los juegos del lenguaje ordinario. La enseñanza se concibe como un proceso enmarcado en un esquema determinado de comunicación, cuya forma ideal es el diálogo basado en la dialéctica de la argumentación entre iguales, mostrando un agudo contraste con las formas tradicionales de enseñanza, tales como el sermón, la lección, la cátedra, en las que la comunicación tiene una dirección única, de quien habla a quien escucha en silencio. La dirección única de los procesos de comunicación en el aula tiene correspondencia con las formas hegemónicas de evaluación, por cuanto el modelo de relación pregunta - respuesta - evaluación es un modelo diseñado acaso para medir lo que se aprende, más exactamente lo que se aprende de memoria, pero no educa, no constituye una experiencia educativa, al cual se opone el modelo de evaluación de John Dewey basado en preguntas horizónticas, abiertas, no conclusivas, que faciliten en el alumno la asimilación de conocer cómo pensamos y el ascenso a un nivel superior de comprensión (Eisner, 1998:161). El diálogo entre alumnos y profesores en clase es visto como una improvisación colectiva que pone en juego los vínculos existentes entre la estructura académica y la estructura de participación social. La estructura de la tarea académica comprende un ámbito de aprendizaje distinguido por cuatro aspectos principales: la secuenciación de contenidos de la materia, los contenidos de información, las estrategias didácticas, los materiales de trabajo. Por su parte, la estructura de participación social comprende las barreras sociales de acceso a la clase, el reparto de roles en la interacción, la secuencia y distribución temporal de los roles, las acciones simultáneas de la interacción durante la clase. Haciendo uso de nociones tomadas de la sociología fenomenológica aplicadas a la cultura escolar, la conversación en el aula se comprende como un tipo de acción social revestida en la forma de encuentros, es decir, como situaciones parcialmente limitadas en las que alumnos y maestros participan de múltiples intercambios regidos por ciertas reglas de juego, sin dejar de contar con las situaciones aleatorias, o de incertidumbre, en las que unos y otros construyen nuevos sentidos, descubriendo así en este proceso de improvisación cada vez nuevas posibilidades para el aprendizaje de la vida social. La interacción desarrollada en las aulas encaja en la metáfora musical de una variación de situaciones sobre temas socioculturales y de conocimientos generales. A este propósito, Philip Jackson (1994: 181-182) anotaba con asombro cómo en una hora de clase de un maestro de primaria pueden suceder alrededor de 200 a 300

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intercambios personales con 30 o más niños en el aula de clase, en una prueba olímpica de paciencia que se extiende durante 6 o más horas, 5 días a la semana, 40 semanas al año. De por sí estos datos serían más que suficientes para hacer vacilar a diseñadores y administradores del currículo, antes de reclamar una ilusoria planeación al detalle de las actividades escolares, pues lo que ha sido objeto de una minuciosa preparación, bien puede venirse abajo al primer contacto con los niños en el aula. Con un enfoque semejante, cabe esperar la réplica de ambientes de aprendizaje en donde estén dadas las condiciones propicias para establecer relaciones más o menos confiables con los otros, hacer productivas las ideas previas, trascender las acciones de los otros más allá de los escenarios inmediatos, y en donde tengan un curso fluido los relatos de experiencia de los sujetos en espacios abiertos de la memoria compartida, como son justamente los espacios de lo público. La teoría crítica de la educación (Young, 1993: 108-109) asume los discursos en el aula como un producto de contextos sociales y culturales determinados, a los que corresponde un concepto específico de enseñanza. Por esta vía se retoma la distinción establecida por Dewey entre la comunicación normal, fundada en un interés común, en la que unos se encuentran dispuestos a dar y otros a tomar, y la comunicación mecánica, cuya finalidad consiste en impresionar a los demás, verificar, probar. De donde se pasa a diferenciar dos tipos fundamentales de la clase: la clase de método, en la que los maestros objetivan a los alumnos con la ayuda de técnicas conductistas y cosifican el conocimiento desde una visión empirista, y la clase de discurso, en la que el alumno es un interlocutor válido y el maestro un guía en la aventura del conocer, con todo lo que ésta entraña de diversidad, incertidumbre y variaciones. El énfasis puesto en la crítica al discurso del método, en la medida en que desvela las múltiples dimensiones de inmediatez, imprevisibilidad y simultaneidad de todo cuanto ocurre en el aula, permite trazar un plano de análisis de topología social más que de geometría social, más del desorden y la improvisación que del orden. Como también hace posible delinear una microfísica del poder, en la que tengan cabida los conflictos entre las clases sociales, la diversidad cultural, los intereses contrapuestos entre maestros y maestras, entre éstos y los estudiantes, el problema de la autoridad y de la resistencia al poder (Erickson, 1997: 230). Los supuestos teóricos precedentes contribuyen a superar las aporías de Durkheim, toda vez que para el sociólogo clásico la socialización constituye ante todo un proceso de interiorización de normas, de adaptación irreversible de las normas sociales conservadas y transmitidas por las generaciones adultas a las generaciones venideras, mientras que en la teoría crítica dicho proceso está condicionado a una perpetua negociación de los lazos sociales, una negociación que ha de tener lugar durante toda la vida, al tiempo que las propias normas están expuestas a una eventual transformación por influencia misma de las

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interacciones. En este orden de ideas, la escuela es concebida como un lugar apropiado no sólo para los aprendizajes escolares, sino también donde se gestan, desarrollan y transforman acciones de índole repetitiva, férreamente ancladas en la vida cotidiana aun cuando no seamos plenamente conscientes de ello. A este conjunto de acciones repetitivas que acaecen en las aulas se denomina rituales escolares, expresión acuñada por Peter McLaren en su libro La escuela como un performance ritual (1995). Éstos subyacen de múltiples formas en las prácticas regulares de la escolarización, aun cuando no se tenga conciencia plena de su significación ni de su presencia. Así, por ejemplo, se entra y sale de las escuelas en un horario inmodificable, se marcan territorios para la licencia o la prohibición, se fijan turnos o filas en concordancia con un orden prescrito, se generan estrategias elusivas o de defensa, en fin, se crean y modifican rituales en el uso del lenguaje (Vásquez y Martínez, 1996: 50-51). La ruta abierta por el análisis del currículo oculto ha suscitado una atención creciente de los investigadores, expresada en la aportación de otras miradas, otros objetos, otros instrumentos de investigación. De este modo, las interacciones verbales y no verbales en la escuela, las estructuras mobiliarias, la dinámica de los espacios y territorios en clase, la diversidad cultural, adquieren otro relieve a la luz de las lecturas semiológicas del salón de clase, o de los rituales cotidianos y ceremonias en la escuela, entre otras. Se trata de otra clase de lecturas que coloca signos dubitativos en el modo habitual de considerar los espacios y relaciones de la escuela como algo natural, instalados allí desde siempre, sin percatarnos acaso de que “detrás de lo ordinario se halla siempre lo extraordinario”. Un análisis semiológico del salón de clase incita a preguntar sobre el por qué y para qué de la distribución de los individuos en el espacio escolar y de cómo éstos se ven afectados en sus relaciones con los objetos, los espacios y los otros, dado el supuesto de que las aulas no sólo denotan una función de enseñanza, sino además connotan un modelo de orden y disciplina ligado a una concepción particular de educación y convivencia social. Se atiende en el análisis a la interpretación de los signos en el aula, entre los que destaca inevitablemente la posición central del tablero que determina la ordenación de las sillas de los alumnos, sometidos a la primacía de la mirada del maestro, cuya figura lejana simboliza una situación de extrañeza fundamental. Este orden de las distribuciones, que localiza en un punto fijo las distancias y los movimientos, está hecho no para la expresión de los alumnos, sino para la impresión en una serie receptora de información (Yepes, 1992). En una línea paralela se inscriben los estudios aplicados a las formas de lenguaje no verbal, o proxémico (Posada, 1998), develando las relaciones que se establecen en el modo de ocupación de los espacios, de la marcación de distancias y territorios, de la densidad de la masa, de la circulación y el consumo

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de los objetos, en cuanto elementos constitutivos de la interacción escolar. El trabajo de campo efectuado en varias escuelas de básica primaria de Bogotá, apoyado en una estrategia metodológica de corte etnográfico naturalista, recoge datos que muestran el diseño arquitectónico de espacios de características cuasi fijas que, pese a no exhibir niveles extremos de hacinamiento, hacen prácticamente imposible la privacidad o el aislamiento, donde los maestros(as) ocupan el espacio del aula como un territorio personal. En dichos espacios está escrita una voluntad de control sobre los materiales, de vigilancia y observación de los estudiantes, del examen continuo, del dominio a cargo del maestro. En conclusión, a pesar del cambio reflejado en los discursos y prácticas de innovación, las relaciones proxémicas asociadas a la existencia del aula de clase tradicional permanecen intactas.

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