Educar y Humillar

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Educar y Humillar: dos pájaros de un tiro. Fernando González Placer “Lo insostenible es concebir nuestra historia europea como el triunfo de la humanidad sobre el animal que el hombre lleva dentro, como el triunfo de la organización racional sobre la crueldad de una vida repugnante, salvaje y corta. También es insostenible concebir la sociedad moderna como una contundente fuerza moralizadora, sus instituciones como poderes civilizadores, sus controles coercitivos como diques que defienden la quebradiza humanidad contra las riadas de las pasiones animales” Z. Bauman La cita procede de la conferencia que Z. Bauman pronunció en 1989 en la entrega del Premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social que se le concedió por su obra “Modernidad y Holocausto” 1 . He decidido iniciar mi intervención con ella porque creo que sintetiza a la perfección alguna de las cuestiones que pretendo abordar en este escrito: la profunda inmoralidad de nuestro presente, la humillación de formar parte y de tener presencia en las instituciones y en los controles coercitivos que lo hacen posible y las múltiples formas también de humillación que acompañan, no sólo los procesos de exclusión, sino también los procesos de individualización y socialización para la inclusión en este particular orden social, en esta peculiar civilización. Reflexionaré sobre “Humillación e Inclusión” ubicándome en la Discursividad Pedagógica, en la racionalidad desde (y con) la que se estructura El Sistema Escolar; en la 1 Bauman, Z. (1989): “Apéndice. Manipulación social de la moralidad: actores moralizadores; acción adiaforizante” en, Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1997, p. 277 1

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Educar y Humillar: dos pájaros de un tiro.

Fernando González Placer

“Lo insostenible es concebir nuestra historia europea como el triunfo de la humanidad sobre el animal que el hombre lleva dentro, como el triunfo de la organización racional sobre la crueldad de una vida repugnante, salvaje y corta. También es insostenible concebir la sociedad moderna como una contundente fuerza moralizadora, sus instituciones como poderes civilizadores, sus controles coercitivos como diques que defienden la quebradiza humanidad contra las riadas de las pasiones animales” Z. Bauman

La cita procede de la conferencia que Z. Bauman pronunció en 1989 en la entrega del Premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social que se le concedió por su obra “Modernidad y Holocausto”1. He decidido iniciar mi intervención con ella porque creo que sintetiza a la perfección alguna de las cuestiones que pretendo abordar en este escrito: la profunda inmoralidad de nuestro presente, la humillación de formar parte y de tener presencia en las instituciones y en los controles coercitivos que lo hacen posible y las múltiples formas también de humillación que acompañan, no sólo los procesos de exclusión, sino también los procesos de individualización y socialización para la inclusión en este particular orden social, en esta peculiar civilización.

Reflexionaré sobre “Humillación e Inclusión” ubicándome en la Discursividad Pedagógica, en la racionalidad desde (y con) la que se estructura El Sistema Escolar; en la (in)moralidad con que se despliegan sus practicas, sus proyectos, sus programas, sus clasificaciones y calificaciones. Y ello porque el sistema escolar -con la escolarización obligatoria convertida ya en una conquista irrenunciable, en un derecho al parecer indiscutible- constituye uno de los dispositivos modernos que posiblemente más y mejor pretende encarnar, substanciar y garantizar aquella concepción tan humana, moralizadora y civilizada de nuestro presente que a Z. Bauman y a mi nos parece insostenible.

Necesitaré advertir, antes de continuar, que no pretendo tener razón, ni ofrecer referencias para el método que permitiría solucionar no sé que problema; es más, quizás lo que sigue sea sólo un desafío, un forcejeo con algunos de los múltiples y humillantes dioses pedagógicos de nuestro presente: la razón, la pragmaticidad y la utilidad. Quiero poder escribirlo así: se trata, con este escrito, en mi caso y como profesor, de aprender a no querer tener razón.

En la obra por la que Z. Bauman fue premiado se argumentaba, entre otras cosas, la existencia de un atributo específicamente humano, algo constitutivo del natural modo

1 Bauman, Z. (1989): “Apéndice. Manipulación social de la moralidad: actores moralizadores; acción adiaforizante” en, Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1997, p. 277

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de ser de los humanos en tanto que seres vivos y que tiene que ver con la moralidad. Según su argumentación solo los humanos existiríamos en ese juego, en esa tensión de lo moral y lo inmoral que, obviamente, tomaría muy diferentes formas en distintos regímenes societales, y se habría dado distintos códigos en las diferentes culturas; pero, más acá y más allá de las diversidades culturales y de las diferencias societales, a los animales humanos nos habría sido naturalmente dada esa experiencia trágica de la existencia, esa vivencia de saberse y sentirse existiendo con (en, entre, para, por, según, etc.) los otros; esa percepción y conciencia de que, para bien o para mal, no estamos solos, de que el otro ( su presencia y su ausencia) cuenta, es sentida, tiene sentido.

Según Z. Bauman, el Holocausto habría sido posible en la medida en que la sociedad y la civilización modernas consiguieron consiguieron acallar, silenciar, desactivar, abortar, dejar fuera de juego esa animalidad, “adiaforizando” la dimensión moral de la acción social, esto es, convirtiendo en irrelevantes las cuestiones relativas a las consecuencias que para los otros se derivan de nuestras acciones.

En esta charla me gustaría poder hablar de este atributo existencial, de su insignificancia en nuestro presente y del tipo particular de humillación que se deriva del hecho de tener que renunciar a él, de no poder existir y vivir como animales morales, como seres dignos de ser tenidos en cuenta, dignos de ser escuchados, percibidos, acogidos, respondidos, respetados, etc. De la humillación que supone formar parte de un sistema de interdependencias y vinculaciones (con el otro, con uno mismo, con la naturaleza; pero también con el pasado, el futuro y el presente) en el que esa animalidad específicamente humana (y la dimensión moral de la acción en que se concreta) se ha convertido ya en algo irrelevante. Me gustaría, muy particularmente, prestar atención a estas cuestiones en la relación pedagógica; interesarme por cómo, en el proceso educativo, se consigue que aquel atributo se vaya esfumando, se vaya desactivando y, como veremos, siempre en nombre de la libertad, la realización personal, la formación crítica, etc.

Aquella animalidad específicamente humana, en tanto que capacidad de inquietarse, de conmoverse, de ocuparse y preocuparse por el otro, vendría presidida por el principio de donación y gratuidad (G. Bataille); apuntaría hacia una vinculación horizontal, igualitaria, “comprometida” que no se daría ningún otro horizonte que no fuera el de compartir la vida, saborearla, sentirla y regalarla; animalidad quizás gracias a la cual podamos todavía intuir que hoy, más que nunca, hay motivo para temer más de quién hace y exige el cumplimiento de la ley que de quien trata de problematizarla; atributo existencial (que como la palabra) nos procura una modalidad de existencia preñada de fragilidades, ambigüedades y perplejidades en la que la presencia del otro -y su debilidad- revelaría nuestra fuerza y nuestra capacidad para actuar precisamente como “responsabilidad” (Lévinas); en definitiva, atributo existencial que posibilita una forma de vida salpicada de momentos de generosidad, de juego, de transgresión, de acción y pasión fuera de todo cálculo; pura afirmación del presente y pura manifestación de la voluntad de querer; algo que precisamente por ello no puede ser objeto de ninguna ordenación “heterónoma” ni de argumentación o interés racional.

En contraste con ella, en irresoluble tensión, podría plantearse también la existencia de una específica inhumanidad propiamente humana, una maldad, una capacidad de destrucción/construcción, de indiferencia y/o de inferiorización, de dominación, exterminio y aniquilación del otro (y de lo otro), que estaría presidida por el principio

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de utilidad y de eficacia, por la vinculación vertical, jerárquica, desigualitaria y “contractual”; por la intervención sobre el otro desde el proyecto, el cálculo, el interés, el beneficio y la acumulación; por la conquista del futuro, el imperio de la ley y la voluntad de poder. Y con la que sin duda está trabada la historia -al menos la moderna- de nuestra especie, la planificación y desarrollo de nuestras escuelas y la cotidianeidad de nuestras aulas2.

Como decía, Z. Bauman, ilustra y argumenta cómo el Holocausto encontró sus condiciones de posibilidad en varios rasgos de la civilización moderna vinculados a lo que acabo de sugerir como inhumanidad específicamente humana. Dicho de otra manera, Bauman explica detalladamente cómo el proceso civilizador y la civilización moderna han conseguido sustituir los impulsos naturales de los seres humanos (entre ellos el de la preocupación por el otro) por normas de conducta flexibles y artificiales, racionales y eficaces, y, en consecuencia, han hecho posible un nivel de inhumanidad y destrucción que hubiera sido inconcebible si las predisposiciones naturales hubieran guiado la actuación humana.

La sociedad occidental, la civilización moderna expresa su lucha por la dominación y su constante empresa escolarizadota y educativa en términos poco menos que de batalla santa contra la barbarie, de “ayuda al desarrollo”, de derecho a la educación, de razón contra ignorancia, de defensa de la objetividad, la verdad y la ciencia frente al prejuicio, la ignorancia, el mito y la magia. Presenta su propio logro como un avance decisivo para la acción humana por fin libre (de las presiones de la naturaleza o del “otro”), para el potencial creador y, sobre todo, para la seguridad; es más, ha identificado la libertad y la seguridad con el tipo de orden social que preconiza y exige. De ahí que la imagen popular de lo que es una sociedad civilizada sea, más que otra cosa, la de una sociedad amable, educada, tolerante y donde la violencia está ausente o sólo se despliega para defender ese orden.

Y pese a todo, el Holocausto, en tanto que acontecimiento estrictamente moderno sería precisamente una de las pruebas de que la modernidad, la civilización moderna, supone, entre otras cosas, no un nuevo régimen de tolerancia y humanidad presidido por la conciencia humanitaria, la desaparición de la violencia o su despliegue en casos excepcionales y como último recurso, sino más bien todo lo contrario; la modernidad como algo instituido y construido con y por una nueva forma de violencia; la violencia como una cuestión “técnica” y “burocrática”, como una cuestión sometida exclusivamente a criterios instrumentales y racionales, disociados de cualquier problematización moral de los fines; violencia pues nueva en su concepción, en su orientación, en su despliegue, en su utilización y en su justificación.

La disociación entre racionalidad (utilidad, cálculo, eficacia, pragmatismo, etc.) por un lado y moralidad (donación, gratuidad, compromiso, generosidad, etc.) es una operación que todas las modernas burocracias –y, por supuesto, entre ellas, nuestro sistema escolar- saben hacer mediante dos procesos paralelos: la división del trabajo meticulosa y funcional, y la sustitución de la responsabilidad moral por la responsabilidad técnica,

2 Dan ganas de sugerir que la atención a estas animalidades ye inhumanidades específicamente humanas ayuda a conjugar de múltiples y diferentes maneras, algunas de las lúcidas distinciones elaboradas para la problematización de las específicas servidumbres de nuestro presente; sea la establecida entre “lo urbano” y “la ciudad” (M. Delgado) entre “la intimidad” y la “privacidad” (J. L. Pardo) entre “la lógica de la pertenencia” y “la lógica de la conexión” (M. Garcés), etc.

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cuestiones ambas que vienen presidiendo la mayor parte de las reformas e innovaciones con las que se desea “actualizar” nuestro sistema educativo.

Es más, podemos decir que precisamente aquella disociación proporciona su esencia a la estructura burocrática. La acción burocrática (como la pedagógica), al expresar sus objetos de intervención en términos puramente técnicos y éticamente neutros, tiende irremediablemente a la deshumanización de los objetos sobre los que actúa. Entiéndase bien, dentro del sistema burocrático de autoridad (o del sistema educativo) no es que se milite en contra de las normas morales o que estas de desechen como irracionales o pasionales y, en ese sentido, contradictorias con la fría racionalidad de la acción que se quiere, por encima de todo, eficaz. Más bien, la doble hazaña, por así decirlo, de la vinculación y administración burocrática ( y pedagógica) es que, por un lado, consigue reutilizar para la moralización de la tecnología todo ese lenguaje de la lealtad, el deber y la disciplina; y por otro, consigue negar el significado moral de las cuestiones no tecnológicas. Esta específica forma de deshumanización está inseparablemente unida a la tendencia racionalizadora más importante tanto sea del sistema educativo en particular como de la burocracia moderna en general.

La administración y organización burocrática de las interdependencias (educativas o no) contribuye de modo decisivo a formatear otra de las características propias de la modernidad que, de paso, viene a ensanchar de un modo ilimitado y exponencial el uso “legítimo”de la violencia y la pedagogización de todas las experiencias vitales. Me refiero a esa peculiaridad histórica de la modernidad consistente en entenderse a sí misma como un orden artificial, permanentemente abierto a la innovación, a la planificación, a la mejora, a la intervención, al diseño. Es más, mientras muchas corrientes pedagógicas, muchos centros educativos y muchos docentes hacen suyo, como irrenunciable, ese lema de la “innovación permanente”, crece, paralelamente y sin parar la demanda de la pedagogización de todo: educación para padres, educación del ocio, talleres para los sentidos, talleres de valores, etc, etc.

Si hasta la modernidad, la capacidad humana de legislar y manipular los principios del mundo era intrínsecamente limitada, o se encontraba con la frontera trazada por el reconocimiento de la omnipotencia de Dios, esa peculiar modalidad de conocimiento que es la ciencia moderna, reemplazó y desplazó a Dios, retirando ese obstáculo. Y, aunque cada vez más nuestros temores se refieren a los riesgos apocalípticos que puede traer consigo la dinámica no intencionada de la civilización técnica, seguimos siendo incapaces de pautar o detener el desarrollo de la tecnología en cualquiera de los dominios de nuestras vinculaciones. Como señaló Jacques Ellul: “la tecnología hoy en día se desarrolla porque se desarrolla; los medios tecnológicos se usan porque están ahí y sería un crimen imperdonable que un mundo con abundancia de valores no usara los medios que la tecnología ha hecho o hará disponibles. Si podemos hacerlo ¿porqué no hemos de hacerlo? Hoy en día la tecnología no sirve para solucionar problemas; sino que la disponibilidad de determinada tecnología redefine las distintas partes de la realidad humana como problemas que reclaman solución”3

3 Citado en Z. Bauman (1989), op. cit, pp.286.

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Pensando en las tecnologías educativas de hoy, en sus abundantes, exitosos y mediáticos informes sobre los problemas y las soluciones que “la realidad educativa reclama” y situándonos definitivamente en lo que aquí más me interesa, en nuestra racionalidad pedagógica, necesito invocar a J. Jacotot4, el “Maestro Ignorante”, uno de los educadores que mejor supo intuir, ilustrar y vivir lo que estaba en juego -en materia de manipulación y dominación de unos hombres sobre otros- con la articulación de la Racionalidad Pedagógica moderna, como una racionalidad técnica y científica, como capacidad de planificar, secuenciar, orientar y pautar la intervención de unos hombres sobre la voluntad y la inteligencia de los otros para su inferiorización y dominación. Y ello en el mismo momento en que esa racionalidad se instituía como discursividad (como teoría y práctica, como forma de pensamiento y de acción) “dominante” -en los dos sentidos de la palabra, haciendo de esa intervención una obligación y un derecho.

Para Gonzalez Placer, la discursividad pedagógica moderna, en tanto que intervención profesional, asunto de expertos y de técnicos, se materializa y concreta en la cotidiana y constante negación del acceso a la conciencia crítica y a la autonomía. “Primero , en la aceptación, consagración y reproducción de una verticalidad, (…) de una profunda desigualdad entre el que sabe y el que no; entre el que comprende el significado de las cosas (de los textos, de los acontecimientos, de los procesos…) y el valor de los valores y aquel otro que necesita de “la explicación”, que necesita ser guiado, acompañado, dirigido, evaluado y moralmente educado (…) Segundo, aunque a la vez, entre el que sabe en qué consiste eso de la autonomía, la libertad, la sabiduría, la conciencia crítica, lo humano, etc. y el que no sólo ignora todo eso sino que, además, necesita de la acción, de la palabra, de la evaluación e iluminación del otro para salir así de la simplicidad, (…)y hacerse con algo de luz. Desde esa humillación de base, desde esa inhumana interiorización, la discursividad que hace de la educación una cuestión técnica y política sería, a la vez y en la practica, en le día a día, un obstáculo e impedimento constante para la emancipación y la autonomía, pues en ella la inteligencia ( la inteligencia, la sensibilidad , la voluntad y la subjetividad) del aprendiz, como digo, no puede ejercitarse ni desplegarse libremente debiendo, eso sí, una y otra vez ser guiada, encauzada, contenida, derivada y evaluada por alguien no sólo distinto de él, sino sobre todo, alguien superior., más listo, más sabio, más inteligente y con valores más nobles y humanos; alguien que por su saber y su poder se otorga la potestad de definir en qué consiste eso de la libertad, la autonomía, la conciencia crítica, la nobleza y la humanidad. Una humillación que, utilizando la terminología de Jacotot debe conjugarse con una palabra: “atontamiento”, y que en mi experiencia se acompaña de un sentimiento “impotencia” y una forma de sometimiento: “dependencia”.

No deberíamos precipitarnos y caer en el error de suponer que Jacotot brame o exija la desaparición de cualquier encuentro pedagógico y mucho menos la disolución de la figura del maestro para dejar que el alumno, como quieren algunas de las pedagogías que se reclaman “activas” o “antiautoritarias” se entregue al juego, a la diversión, a la

4 En lo fundamental el texto que aquí nos está sirviendo como referencia para la exposición de la manera de concebir la educacion de Jacotot es: Rancière, J. (1987): El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Barcelona. Laertes, 2003.

La publicación en lengua castellana de ese libro ha dado lugar a múltiples debates y reflexiones; buen ejemplo de ello puede encontrarse en: “Igualdad y libertad en educación: a propósito del El Maestro Ignaorante de J. Rancière, en Cuaderno de Pedagogía. Rosario, nº 11, pp.41-164. , editado también en Diálogos, Barcelona, Año IX, vol.3/2003, nº 36.

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distracción o a lo que le venga en gana. Al contrario, nuestro “Maestro Ignorante” constataba y formulaba de una manera bien paradójica su posición como maestro: “obligar” (sí, sí: O-B-L-I-G-A-R) al alumno a “utilizar libremente su propia inteligencia”, esa que según Jacotot, nos iguala a todos los miembros de la especie animal humana, ese patrimonio de todos y de cada uno de los seres humanos, esa facultad que nos permite, por ejemplo y entre otras cosas, la nada fácil tarea de aprender a identificar las cosas, a clasificarlas, ordenarlas, a unirlas y separarlas, a nombrarlas y “significarlas” según las casi infinitas y complejísimas arbitrariedades de la lengua materna.

En resumen, para Jacotot, el cacareado objetivo de nuestra discursividad pedagógica, “la emancipación”5 quizás tenga que ver con la certidumbre y experiencia de saberse y sentirse igual al otro en inteligencia, ni inferior ni superior. Y “la libertad”, eso que en ocasiones se nos ofrece como fruto de nuestra instrucción, quizás consista, simplemente, en la posibilidad de desplegar esa propia inteligencia. Y así substanciaba y materializaba el Maestro Ignorante la educación: como emancipación y libertad en acto; como ejercicio de la inteligencia fuera de toda verticalidad, vanidad, arrogancia y presunción, esto es, desde la confianza de que “tú -como yo- puedes”.

Para acabar, dejadme añadir algo sobre la peculiar, certera y explicita sensibilidad del Maestro Ignorante al sospechar, hace ahora casi cien años que “…todo perfeccionamiento en la manera de hacerse comprender, esa gran preocupación de los metodistas y de los progresistas, es un progreso hacia el atontamiento”6 Y en esas estamos, pues tal como he tratado de ilustrar, la discursividad pedagógica moderna ha hecho de la educación (de la manera de recibir y responder a los que nacen y llegan; del lugar que les ofrecemos, de la atención que les prestamos, de la forma en que les escuchamos y respondemos) como del cuerpo, de la salud, de la maternidad, de la alimentación, de la seguridad, de la igualdad y de un larguísimo etc., una cuestión política siempre susceptible de abordaje científico y de intervención técnica; un asunto de gobernantes y de de sabios, una cuestión de la Administración y de sus especialistas, expertos y profesionales.

Así, hoy, para quienes nos gobiernan y enseñan, el aprendizaje es algo que debe ser diseñado, planificado, secuenciado, orientado, programado, comparado, compartido, supervisado y sometido a permanente evaluación. Algo “gestionable” desde diferentes perspectivas: para unos, desde las necesidades educativas del niño (por supuesto, según las diferentes fases por las que transcurriría su proceso de maduración); para otros, desde las necesidades formativas exigidas a la luz del desarrollo (¿?) cultural económico y político de la sociedad; no faltan, por supuesto, quienes fijan como criterio de planificación la “naturaleza” del saber o de la habilidad objeto de transmisión o practica, ni los especialistas en diagnosticar las “lacras sociales” y sus correspondientes antídotos educativos.

El niño, el aprendiz, el alumno, el estudiante es para quienes nos enseñan y gobiernan, para quienes pretenden modernizar y democratizar la sociedad,alguien (¿algo?) sobre quien intervenir; alguien que debe ser enseñado, adiestrado, motivado, sacado de su ignorancia (de su fantasía, de su ingenuidad) y conducido al mundo del saber, del rigor,

5 También...”Bastaría con aprender a ser hombres iguales en una sociedad desigual. Esto es lo que quiere decir emanciparse”, J. Rancière (1987): El maestro... p.171.6 J. Rancière (1987): El maestro...p.17.

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de la destreza, de las competencias y de las habilidades. A veces, “escuchado” y “re-conocido en su propia individualidad” o en sus particulares intereses, no tanto para trastocar, tirar por tierra y arruinar nuestros proyectos pedagógicos como para que nuestra intervención resulte más eficaz, más fácil, menos conflictiva, más “significativa”. Soñando que él encarne finalmente, como resultado de nuestra acción pedagógica, “nuestros” deseos y substancie “nuestros” valores (respeto, tolerancia, solidaridad, igualdad, participación, diálogo, etc.) y, eso sí, siempre velando para que “el día de mañana” las cosas, poco a poco, puedan ser y funcionar según las irrenunciables “aspiraciones” de quienes definen en qué consiste eso de la felicidad, la justicia, el desarrollo y el progreso.

El conocimiento ya es casi para quienes nos enseñan y gobiernan lo mismo que “la información”; algo transmisible, algo que existe fuera de quien aprende (y dentro de quien enseña o donde quien enseña dice), algo “objetivo”, fragmentable (en materias, áreas de conocimiento, asignaturas, créditos, etc.) que, como cualquier mercancía, se puede adquirir; algo a lo que se puede acceder, algo acumulable, acreditable, renovable, actualizable, y algo que debe, por encima de todo, ser “util y práctico”. Nos dicen que lo mejor es partir de los conocimientos de los que es portador el propio alumno, de sus inquietudes, intereses y experiencias pues todo ello hará, nos dicen, sin duda su “interés” más alto y “nuestra empresa” más fácil y exitosa. Así, la retórica de la “enseñanza individualizada”, del “respeto a la diversidad” se combina sin ningún problema y sin ninguna contradicción lógica o moral con la elaboración de diseños curriculares, itinerarios reflexivos, centros de interés, proyectos docentes, etc., aprobados al margen (sin la más mínima atención, sin el más mínimo re-conocimiento) de quienes deberán someterse a ellos.

Cada día, con más precisión, la Administración educativa, con la bendición de los expertos de turno, define anticipadamente los tiempos y las modalidades de trabajo (presencia en el aula, búsqueda de información, trabajo “cooperativo”, trabajo “autónomo”, etc.) que el alumno deberá realizar y acreditar para alcanzar los objetivos propuestos sea en la vertiente“instrumental”, sea en la “expresiva”. Invocando una veces el “derecho a la información de los alumnos” y otras “la publicidad” y/o “transparencia” se exige del docente que, antes de encontrarse con sus alumnos (en rigor: al margen de ellos) elabore su proyecto docente según las directrices y normativa que para ello ha establecido el organismo nacional, estatal o internacional de turno.

La moralidad, la responsabilidad, aquel atributo existencial y consubstancial a los miembros de nuestra especie, anclado en la experiencia de que no estamos solos, de que el otro cuenta y de que es con el otro con quien fraguaremos el sentido de lo que somos y de lo que pasa (nos pasa) queda así, un día sí y otro también, ninguneada y sustituida en el interior de nuestra discursividad pedagógica por un aluvión de requisitos burocráticos en los que el encuentro, el intercambio, la sorpresa, la donación y la gratuidad están ya literalmente fuera de lugar. En su lugar, imposibilitándolo, nuevas “responsabilidades” deducidas de no se sabe muy bien qué retos burocráticos, dictadas desde la Administración (Bolonia, el Ministerio, el Rector, el decano, el Jefe de Departamento, el Consejo de estudios, el Coordinador de la materia, o mejor aún, las nuevas Titulaciones, Grados, Masters y Postmasters, etc) y formateadas por la correspondiente comisión de expertos y analistas van pautando nuestro quehacer desde unas racionalidades, en verdad tan frígidas como inhumanas, tan estériles como humillantes y totalitarias.

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