Educarse para expresarse: el amor es ciego pero no sordo 1 · Rafael Castro Pereda. Educarse para...
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Rafael Castro Pereda.
Educarse para expresarse: el amor es ciego pero no sordo 1 .
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cho más intimidante que compartir con ustedes eso que se ha dado en
a “lección inaugural”, es tener que intentarlo después de las magníficas
de los cuatro profesores que me han precedido: don Pepe Echeverría,
arcía Ramis, Ana Lydia Vega y Juan Antonio Ramos. Así que no sé si
r a su directora Eneida Vázquez la tarea tan honrosa y difícil para la que me
cado: hablarle a los estudiantes que inician el curso del Bachillerato de
Generales sobre la importancia de educarse y la importancia del idioma en
esos educativos. Y como si no fuera poco, honrar con el tema a los
s Carmelo Delgado Cintrón, Awilda Palau y Pedro Juan Rúa. Les confieso a
que en vano intenté safarme de esta tarea; quienes conocen la
ación de Eneida Vázquez pueden imaginar lo inútil de mi resistencia.
y, sin embargo, otros motivos que explican que haya llegado hasta aquí,
o mis vacilaciones, no por miedo a hablar en público, sino por ese enorme
que me inspira la Universidad de Puerto Rico. Qué difícil se me hace,
de haber sido uno de sus estudiantes, y como ustedes, sentarme por
ez entre tantos prepas a escuchar la primera lección, ¡qué difícil se me hace
ección Inaugural llevada a cabo el 15 de agosto de 1991.
contestar con un no a una invitación universitaria! Recuerdo todavía mis primeras
jornadas de estudiante, el tropel de emociones de quien pisa tierra prometida y
desconocida por vez primera. Recuerdo aquel dibujo de una cajita llena de
escotillones dentro de la cual se suponía que había un cordero, que nos mostró la
profesora de Historia, Castora Lozano. Había al pie de la cajita una leyenda que
decía, “lo esencial es invisible a los ojos”. Iniciaba un curso con una invitación a
imaginar, a descubrir, a ir más allá de las apariencias y el rudimentario perfil que nos
suele llegar del mundo. Recuerdo aquel poema de Cavafys que mucho después hizo
llegar a mis manos, y a las de muchos otros estudiantes, Margarita Benítez —hoy
Rectora del Recinto de Cayey—, acerca de un viaje a Itaca, en el que el viajero
recorre tierras y mares para llegar a una isla donde apenas encuentra nada que ya no
haya visto, escuchado, tocado, gustado, aprendido... Como ese largo viaje, es la vida;
como ese largo viaje, también es la Universidad. Itaca nos ofrece el viaje mismo, lo
que en la travesía atesoramos será nuestra recompensa al llegar, lo que
despreciamos tal vez nunca lo volvamos a recuperar. Es, la del viaje, una metáfora
muy antigua que, si por algo ha persistido, es porque tiene pertinencia en ocasiones
como esta. Pensarán que me he puesto sentimental, y es posible, viéndolos a
ustedes, recordando estas cosas y a los prepas que, como a ustedes, recibo cada
agosto en mi salón de clases. He sentido el traicionero pinchazo de la nostalgia.
Nostalgia por esa extraña sensación de que vivir es ver volver, como decía Azorín.
Nostalgia por ver otra vez el comienzo. Verlo, he dicho, no repetirlo, porque en mi
caso el viaje a Itaca se inició cuando me sentaba por primera vez a escuchar una
lección como ustedes ahora. Yo ya no podré iniciarlo de nuevo, porque debo
continuarlo desde donde estoy ahora. Y eso me produce nostalgia; nostalgia de saber
que cuánto no atesoré falta hoy en mi equipaje. Es ese otro de los motivos para estar
aquí, invitarlos a ustedes a iniciar ese viaje con la firme determinación de no dejar
escapar tesoro alguno por insignificante que éste parezca. Quiero insistir en esto, no
se trata de que las cosas que dejamos en el camino no retornen a nuestro encuentro,
es que según avanzamos nos encontramos otras y ya ni el tiempo ni las fuerzas nos
dan para abarcarlas todas. La Universidad tiene un efecto acumulativo que no
debemos despreciar ni desperdiciar. En ella se quiebra la norma que dice: “quien
mucho abarca poco aprieta”. La Academia es equipaje y mientras más abultado tanto
mejor.
Ningún conocimiento está demás, mucho es poco, nunca demasiado. No crean
ustedes que les bastará con aprender lo estrictamente necesario para salir adelante
en la carrera o profesión que han seleccionado. Todo eso de los diplomas, la
promoción social, las posibilidades de empleo o devengar un buen salario, son cosas
importantes. Las han debido considerar antes de decidir su ingreso en la Universidad.
Pero sobre todo eso, está la oportunidad que nos brinda la experiencia universitaria
de prepararnos para la vida, de hacernos hombres y mujeres de hoy con capacidad
para entender las complejas realidades y difíciles circunstancias que nos rodean, para
darle lectura a los fenómenos que se producen en todos los campos, y lo que es
fundamental, saber leer e interpretar los signos de nuestro tiempo.
Es curioso, cuando alguien sabe mucho sobre muchas cosas no decimos que
es “un hombre (o una mujer) de mundo”. Ser hombre o mujer de mundo es algo que
asociamos con el viajar, porque nos proporciona experiencia, nos ejercita en el ver y
conocer. Toda experiencia es pasada en cuanto a “cosa conocida”, es lo que nos
ocurrió. Por eso no hay que hacer ascos del estudio de las cosa del pasado, que son
tantas: la historia, la filosofía, el arte, la política... porque es ese el inventario de lo que
nos ha pasado en cuanto humanidad. Sin esa experiencia no hay hombre ni mujer de
mundo, porque esa experiencia es el mundo mismo. Lo que ocurre hoy, ocurre
porque otra cosa sucedió ayer, entender su íntima relación nos ayuda a saber vivir
más plenamente, sin sentir los sobresaltos del ignorante temeroso que no sabe qué
esperar del mañana.
He ahí el último motivo que me queda por confesar y que me infunde gran
ánimo para compartir con ustedes esta experiencia: el mayor tesoro que podemos
obtener de la Universidad es el vernos dotados con la capacidad para saber lo que
nos pasa en cuanto personas de este mundo, y lo que pasa en nuestro mundo. Me
propongo entonces, intentar esta mañana una lectura de ciertos sucesos de la hora
actual que están estrechamente vinculados al quehacer universitario porque son,
fundamentalmente, hechos culturales, como es un hecho cultural nuestra reunión.
Me permitirán antes un breve paréntesis sobre el título de mis reflexiones. Me
temo que no descubrirán su relación con mis palabras hasta que llegue al final de la
conferencia. Lo he hecho a propósito, porque verán, es muy difícil no trabajar horas
extras, días extras, semanas extras, meses extras y un largo, larguísimo etcétera
para la Universidad; y hacerlo sin otra motivación que el propio reclamo universitario
de la dedicación y la fruición por el estudio, el saber y la enseñanza. Es, además, un
gran honor estar aquí dirigiéndose a ustedes, aunque un honor sin retribución
siguiendo viejas y malas costumbres institucionales. Eso les prueba algo que me
propongo resaltar, y es que “no sólo de pan vive el hombre”. Aquí en la Universidad
somos dados a los amores a ciegas, lo que no resulta ya tan fácil es hacerse el sordo
y mucho menos el mudo. Pero no crean que esto les da la clave del título, de ninguna
manera. No la tendrán hasta el final, así pretendo cobrarles un pequeño tributo por mi
trabajo extra: si quieren enterarse de por qué demonios he seleccionado ese título
tendrán que permanecer sentados en esas butacas hasta que les dé las gracias por
permanecer quietos, atentos, mudos, pero no sordos.
Y ahora, al grano.
Asomado a una ventana en un edificio de la ciudad de Berlín, un ciudadano de
la Alemania Oriental ondea su bandera. De esa bandera ha eliminado el símbolo
comunista del martillo y dos compases. El ciudadano festeja la reunificación de su
país tras cuarenta y cinco años de una división dictada por la derrota en la segunda
guerra mundial. La bandera sufrió la misma incisión de manos de muchos otros
berlineses y alemanes del este. Así recortada es idénticamente igual a la vieja
bandera que representaba a todos los alemanes, para quienes vuelve a ondear sola e
indivisa.
La fotografía con esa imagen recorrió las salas de redacción de muchos
periódicos a lo largo y ancho del mundo. Como aquí en Puerto Rico, fue destacada
entre grandes titulares: “Reunificadas las dos Alemanias”; “Explosión de júbilo y
patriotismo en Berlín”; “Derribado el muro político”. No es una fotografía de ocasión ni
una mera anécdota periodística. Es todo un signo de nuestro tiempo. Esa bandera,
amputados los íconos de la ideología que separaba —como el muro— a la vieja
Alemania, volvía a ser el símbolo colectivo de siempre, el tótem tribal, el emblema de
una comunidad que recuperaba su integridad territorial, demográfica, y cultural.
Notarán ustedes que he dicho integridad cultural, y no integridad política. No es una
elisión ni una degradación de la importancia del hecho político. Ocurre que la
necesidad de primar los imperativos de la convivencia nos hace presa fácil de un
espejismo en nuestra vida cotidiana, consiste éste en creer que es la actividad política
la más eminente entre todos los quehaceres comunitarios. Y tal vez sea la más
perceptible, muchas veces es la más evidente —y, sin duda, estridente—, pero no
tanto como para que ese brillo nos haga olvidar que la política no es sino un aspecto
de la cultura de los pueblos, una respuesta a la necesidad de ordenar la convivencia y
normalizar el fenómeno del poder, así como la economía, de cuyo peso no cabe
dudar, es una respuesta a las necesidades materiales. Entendidas de esta forma la
relación y la diferencia entre una y otra, aparece la política como un aspecto más de
la cultura. Y es esa convicción la que me permite hablar de la recuperada integridad
cultural de Alemania.
Dividida territorial, demográfica, militar y políticamente, la nación alemana
conservó, a un lado y otro del muro, su identidad. Los regímenes políticos, las
ideologías, los dictados de los poderes triunfantes en la Segunda Guerra separaron a
los alemanes, pero no los descoyuntaron. Lograda la reunificación, derribado el muro
político, desmembrada la ideología de su enseña nacional, Alemania se reconoció a
sí misma en esa bandera horadada que, desde su ventana de un edificio en el este
de Berlín, ondeaba aquel ciudadano. La mismidad cultural desplazó a la otredad
ideológica.
A la inversa, son las diferencias culturales, a veces desbordadas, las que
pugnan por levantar fronteras y muros en Yugoslavia, desde donde podríamos estar
recibiendo algunos mensajes: las consideraciones políticas solas no garantizan una
confederación, los intereses económicos tampoco logran hacer de comunidades
vecinas una corporación, la cultura no está hecha de compartimentos estancos. Es
evidente la paradoja, mientras asistimos a una globalización sin precedentes de los
procesos políticos y económicos, estallan los nacionalismos y se afirman las
identidades culturales. No desprecio otros aspectos que gravitan con fuerza sobre lo
que se ha dado en llamar, muy genéricamente por cierto, el nuevo orden
internacional. Todos sabemos que por dinero baila el mono. Pero me parece que
peca de un proselitismo miope, —interesado, pero miope— esa prensa que ante lo
sucedido en la Europa del este, no ha vacilado en proclamar el triunfo del capitalismo
sobre el comunismo como si se tratase de la victoria de Santiago Matamoros sobre
los infieles.
No tengo tiempo ahora para hacer el esfuerzo por profundizar en este
fenómeno. Apenas me está permitido enunciar lo que de él me parece más
significativo y relevante al tema que aquí nos reúne. Estoy convencido que lo que
está ocurriendo en Europa no es tanto la derrota de un sistema económico como la
restitución de una realidad sobre la que se habían impuesto viejas tentaciones y
pecados de la humanidad, entre ellos un racionalismo mucho más íntimamente
asociado al mundo occidental que a otras culturas del planeta. Y ese racionalismo
nos ha ocultado unas presencias que hoy la realidad nos tira a la cara.
Debemos a un exceso del marxismo —que es, no se olvide, un producto de la
razón occidental— debemos a esa doctrina, y a muchas lecturas deficientes de sus
principales teóricos, la idea de que la economía lo explica y lo decide todo. Ésta, que
como dije hace un momento, es una respuesta a la necesidad primaria de la
reproducción de la vida y los medios de vida, se tomó por un gran caldero de Odín en
el que todo cabe y todo debe ser echado. El peso enorme de esta idea convertida en
creencia, ha sido al análisis sociológico lo que las tesis de Freud a la sicología. Y bajo
esa premisa casi omnipotente, el arte, la literatura, la religión, el derecho, la
educación, la política, las costumbres, fueron agrupadas en un referente abstracto
bajo el nombre de superestructura, y descritas como meros reflejos de los procesos
productivos.
La vida, sin embargo, es testaruda y en ocasiones hasta anda mucho más de
prisa que nuestras ideas. El tiempo, sobre el que rueda la historia, y ésta misma, se
han encargado de mostrarnos la testarudez de las hermanas menores de la
economía. Amordazados por el poder de la abundancia metropolitana, muchos
pueblos han resistido y perseverado armados apenas de sus creencias, sus
costumbres, sus creaciones, su lengua ...Y son estas manifestaciones de la cultura
justamente las que afloran, a veces explosionan, reclamando el peso y lugar que les
corresponde en la vida de las naciones.
Si algo caracteriza la hora actual es el paso a primer plano de esa pluralidad
cultural. Hasta en Singapur, la gran ciudad satélite de la sociedad industrial y
tecnocrática, decomisada por las multinacionales para la producción y el consumo,
buscan hoy, sobre las casi barridas huellas del pasado, unas señas de identidad que
mostrar al extranjero y a sí mismos, lo que apunta hacia una búsqueda del sentido y
la significación más allá de la abundancia material y el bienestar económico. Los
mismos medios de comunicación que llaman la atención sobre Singapur, también nos
informan de la crisis de identidad que se encara en Suiza, un país cuya reputación ha
descansado sobre un modelo económico y social que los ciudadanos suizos han
protegido como un oasis de democracia, independencia y riqueza. Ahora las nuevas
realidades del gran mercado europeo imponen a este país presiones que amenazan
con alterar viejos equilibrios. Mientras los cantones que hablan francés e italiano
favorecen a la Comunidad Económica Europea, no parecen estar tan decididos los
cantones que hablan alemán. Forman éstos la llamada patria primitiva, aferrada a
mitos y tradiciones. Vemos que a las condiciones económicas del exterior, se unen
causas domésticas en las que median variantes culturales.
Dispersos por el mundo tras la gran diáspora, distanciados por geografías,
lenguas y etnias, ha sido la fidelidad a una personalidad histórica, tanto como a una
religión —y religión es ligazón con Dios y con el prójimo— el principal lazo de unión
de los judíos. Temprano en la vida de los varones se les instruye en el conocimiento
del hebreo antiguo, y al ser iniciados como miembros de su comunidad, leen un
pasaje bíblico para demostrar que su conocimiento de esa venerable lengua les hace
acreedores de la aceptación de los suyos. Pero no es sólo en el plano religioso.
Cuando se constituyó el estado de Israel, la presencia de personas procedentes de
diversas geografías con lenguas también diversas, puso de relieve la necesidad de
adoptar un idioma nacional. La solución fácil habría sido la adopción de una de las
lenguas ya habladas, acaso una de difusión internacional y prestigio asociado al
comercio y la tecnología. Los israelíes optaron, empero, por el hebreo, el viejo idioma
de raíces bíblicas al que está asociada la personalidad histórica israelita. Un lingüista
lituano-judío, Eliezer Ben-Yahuda, valiéndose de los adelantos de la lingüística, acuñó
más de cuatro mil palabras nuevas a partir del hebreo antiguo. Y esa lengua
actualizada sirve hoy para la política, el campo, los negocios, la liturgia y la tecnología
militar. Primaron así, sobre otras consideraciones, las culturales y políticas.
Menéndez Pidal había escrito que una lengua puede morir o puede vivir
indefinidamente si conserva la adhesión de la sociedad que la habla, aserto que el
caso del hebreo contemporáneo viene a validar. En Israel se honró una vez más la
distinción entre el idioma como expresion auténtica de un pueblo y el idioma como
instrumento de comunicación con el exterior, que es a lo que llamamos una “lingua
franca”. Pero, además, se desmintió el mito que tiende a asociar el éxito económico y
el quehacer tecnológico a determinados idiomas.
Resulta tan aleccionador como el caso de Israel, la determinación
puertorriqueña por conservar su idioma como principal signo de identidad nacional.
Hay en ello una clara fidelidad histórica y una voluntad por primar las consideraciones
culturales sobre cualquier otra. Y porque esa voluntad de ser sobre el tener se
manifiesta a pesar de presiones económicas, distorsiones históricas, políticas de
miedo y confusion, y se manifiesta no como antagonismo, sino como autoafirmación,
es que el pueblo puertorriqueño se ha hecho destinatario del Premio Príncipe de
Asturias, fallado en España. La proposición de ley que convirtió el español en el único
idioma oficial de Puerto Rico no se produjo en un contexto de aislamiento, sino en el
marco de un panorama internacional en el que las identidades culturales son
protagonistas. No debemos aceptar que nuestras realidades se circunscriban a
consideraciones aldeanas ni tolerar por más tiempo el rapto de nuestro país al mundo
exterior, que ni comienza ni termina en el Congreso de los Estados Unidos.
Desmerecer la importancia y el alcance de estos hechos, acusa inhabilidad para
tomar posesión de las propias realidades y circunstancias, una inhabilidad producto
del colonialismo y la sumisión política, desprestigiados contrasignos de nuestro
tiempo.
Es el idioma fortaleza cultural de los pueblos. Así lo han entendido incluso
aquellos que como Stalin, partidarios de la subordinación a los medios y modos de
producción de prácticamente todas las manifestaciones humanas contra la ortodoxia
soviética, que la lengua no es una superestructura que corresponda a determinada
base económica y que carece del carácter de clase. Las lenguas son portadoras de
acervos culturales históricos incalculables, ellas familiarizan a sus hablantes con los
fundamentos de las comunidades a las que pertenecen. Por eso Dante Alighieri
escribe la Divina Comedia, su obra magna, en toscano —el italiano de hoy— y no en
latín que era todavía la lengua culta, el idioma de las cosas del espíritu humano,
precisamente de las cosas que habla Dante en su obra. Cuando un amigo le pregunta
por qué ha escrito algo tan trascendente en toscano, Dante contesta “porque en ella
trato de lo mío”. Quien quiera leer mi obra maestra, parece querer decir el gran
escritor, tendrá que hacerlo en el idioma de mi nación. Fue la suya una decisión
eminentemente política, que tomó, no por desprecio del latín, que conocía y estimaba,
hablaba y escribía, pero sabía que el latín no podía expresar al italiano porque no lo
había vivido.
Las lenguas son intimidades, crean vínculos con el pasado y distinguen
característicamente las comunidades nacionales. Hay en ellas, y en la literatura que
con ellas se crea, expresiones características difíciles de traducir a otras lenguas, que
recogen los entendidos éticos y los conflictos de una sociedad. Aún quienes creen
que la nacionalidad no se explica sólo por el idioma, reconocen su influencia al ser
uno de los más sólidos factores de cohesión.
El triunfo de ciertas lenguas nacionales en el pasado, fue interpretado como un
medio eficaz del estado-nación europeo para arrinconar otras lenguas minoritarias y
consolidar fronteras. Pero este mismo hecho, que hoy es contestado por los
acontecimientos en la misma Europa , nos revela la importancia de las lenguas como
hechos sociales básicos. En verdad, no parece que esté probado —como creyó
hacerlo Ortega y Gasset al teorizar en favor de la unidad europea— que el hecho de
que un idioma sea considerado lengua nacional es el resultado de un ejercicio del
poder estatal para consolidarse. Es comprensible que, agotado el modelo del estado-
nacional, se contemplen estructuras mucho más complejas y expansivas, como la
Comunidad Europea. Pero no tanto por efecto de un ideal colectivo uniformador, sino
porque las expectativas, necesidades y posibilidades de esos estados nacionales se
ven disminuidas por sus fronteras tradicionales. El desmembramiento de grandes
estados multinacionales en nuestros días y la experiencia de imperios pasados nos
dicen que los conflictos culturales y lingüísticos no están en remisión, lo que sí parece
estarlo es un tipo de estado.
“La lengua, —decía recientemente el hispanista inglés John Elliot— nos
confiere una determinada personalidad y nos hace ser unos u otros dependiendo del
idioma en que hablemos o soñemos.” Basta fijarse en las complejas legislaciones que
normalizan el plurilingüísmo de estados como Bélgica, Luxemburgo o Suiza, para
comprender la justeza de esas palabras. La propia Comunidad Europea cobra forma
como comunidad de diferencias, por eso la Asamblea Parlamentaria del Consejo de
Europa propuso en 1981 a los gobiernos de sus miembros, la adopción gradual de la
lengua materna de los niños en su educación y la legalización del uso de esos
idiomas, así como políticas adecuadas para asegurar su desarrollo cultural.
Recordemos, por otra parte, que uno de los primeros pasos para colonizar y
asimilar a un pueblo es cambiarle su lengua. No hay que confundir el estado con la
nación, distinción que no pocos puertorriqueños conocemos muy bien. De lo que se
trata es que cada pueblo tiene un idioma en el que se expresa auténticamente, que
estima y protege, y privilegia, como se pretende hacer ahora en Puerto Rico con la ley
que declara al español idioma oficial. No somos en esto distintos al resto del mundo.
Cuando los catalanes exigen que se reconozca su personalidad, lo que están
pidiendo es que se reconozca y dé estatuto a su lengua. Polacos, húngaros,
franceses, alemanes, ingleses, todos, en algún momento crucial de su historia, han
encontrado en su lengua su mayor patrimonio cultural. En los Estados Unidos, el
inglés ha sido la piedra angular del proceso unificador y uniformador del pueblo
norteamericano. El llamado melting pot ha podido significar la coexistencia de etnias
diversas bajo la sombrilla de un mismo estado, pero no la permisividad del pluralismo
cultural. El movimiento del “English Only” apunta claramente hacia esa dirección: el
idioma inglés es, doblemente, vehículo de desculturización de las minorías y
asimilación a la mayoría nacional. La mentalidad que expresa este movimiento que
hemos visto fortalecerse en los últimos años, no es una que crea en la coexistencia,
sino que cree y busca la cohesión.
Ruego la tolerancia de ustedes para entrar a fondo en este asunto tan
formidable. No he olvidado que entre los objetivos de mi charla figura la importancia
del idioma en los procesos educativos y formativos. Culminaré con ese tema mi
intervención, a él espero llegar en una fácil transición porque está estrechamente
relacionado con cuánto ya he dicho. Todo debate sobre lengua, bilingüismo o
plurilingüísmo, por mucha estadística y metodología científica que se le meta, acaba
reflejando consideraciones políticas. ¡Qué le vamos a hacer! Nada parece neutral en
nuestro mundo, mucho menos lo son las lenguas. ¡Y qué decir de la educación! Sobre
su inocencia cabe repetir aquello de que “donde las dan, las toman”. Pasemos, pues,
adelante.
En muchísimos estados el mapa lingüístico no es similar al mapa político. Así
es en Africa, Asia, Europa e incluso ciertas zonas de América. Los estudiosos del
tema identifican dos vías que utilizan los estados para regular o “resolver” los
conflictos lingüísticos: el dominio de unas lenguas sobre otras o la normalización de la
convivencia entre éstas. Casi siempre las dificultades aparecen cuando los estados
carecen de una identidad nacional clara o cuando existen problemas de marginación
de minorías o discriminaciones de otro tipo. Formas de colonialismo como la
transculturación y la desculturización también contribuyen a la aparición de una gran
conflictividad.
El profesor de la Universidad Libre de Bruselas, Hugo Batens Ceardsmore, ha
expuesto en un trabajo de reciente publicación las distintas soluciones legislativas
que a sus problemas lingüísticos han dado estados plurilingües como Suiza,
Luxemburgo, Cánada y Bélgica. Creo muy pertinente que entremos en contacto con
estos casos porque nos ayudarán a comprender mejor nuestra propia situación
respecto al español y al inglés. Dos hechos destaca Batens: el bilingüismo es la
norma en amplias regiones del planeta, pero vistas en sus méritos, cada situación es
única, no hay dos sociedades multilingües idénticas, por lo que tampoco hay una
fórmula simple para resolver la cohabitación de dos o más lenguas. Luxemburgo es
un caso de un estado con tres idiomas: francés, alemán y luxemburgués. Su
Constitución afirma simplemente que la ley establece el uso de las lenguas en la
Administración y la Justicia. Una ley de 1984 declara el luxemburgués como idioma
nacional, pero más adelante dice que la legislación se redactará en francés y entre
éste y cualquier otro idioma en que vaya traducida la legislación, tendrá carácter
oficial el francés. En la justicia y la Administración se podrá utilizar, en cambio,
cualquiera de los tres idiomas, y siempre que la administración pueda, responderá a
los ciudadanos en la lengua que éstos hayan seleccionado. Luxemburgo es un caso
muy peculiar, pues se trata de un estado diminuto, que ni siquiera tiene
universidades. Su legislación, bastante sencilla y justa para las aspiraciones y
necesidades de la población, ha logrado estabilidad y consenso en materia
lingüística. Presenta la situación menos compleja de los estados mencionados,
probablemente a ello contribuyen su dimensión y su ubicación. El luxemburgués, que
es una lengua pequeña —de pocos hablantes— es protegida como símbolo de la
identidad nacional. Pero el sistema educativo, que inicia a los niños en esa lengua,
asegura una cuidadosa transición al alemán, con el que está emparentada y tiene
unas ventajas económicas mayores. El francés, al que también se introduce a los
estudiantes en una tercera etapa, les provee una lengua de mayor impacto
internacional que el luxemburgués. Así que tenemos un trípode: una lengua símbolo
de la identidad nacional, y dos que proporcionan las ventajas inherentes a los idiomas
internacionales. Se trata de una solución política como respuesta a condicionantes
impuestos por las circunstancias de ser el pequeño Gran Ducado. Suiza presenta
mayores complejidades. Su constitución reconoce cuatro idiomas nacionales: francés,
alemán, italiano y romanche, repartidos territorialmente en demarcaciones llamadas
cantones. De esas cuatro lenguas, tres: el francés, el alemán y el italiano se
reconocen como oficiales. El italiano y el romanche representan los grupos de
hablantes más pequeños, y por ello se han dispuesto recursos extraordinarios para
que esas comunidades mantengan su identidad lingüística. Gracias a un sistema
confederado muy democrático, Suiza se caracteriza por su aceptación de la
diversidad, la descentralización del gobierno y la equidad económica entre los
cantones. La mayoría de éstos funciona como entidades monolingües, y unos pocos
como bilingües. Todos son soberanos en cuestiones lingüísticas. Contrario al sistema
educativo de Luxemburgo, el sistema educativo suizo no impone el multinlingüismo,
aunque se promueve el aprendizaje de una segunda lengua. No tiene Suiza los
condicionantes del Gran Ducado, y una serie de ventajas que se derivan de su
situación geográfica, sus equilibrios económicos y su tradicional neutralidad política
—que le ha evitado los estragos de la guerra— permite a los suizos un armonioso
consenso respecto a su identidad nacional. Este armonioso consenso, tal y como
expresé al iniciar mis reflexiones, se ve sometido ahora a la presión de las nuevas
realidades económicas y políticas que se derivan de los procesos de la unidad
europea, y tal vez no sea aleatorio que las diferencia de pareceres coincidan con las
diferencias, —entre otras, lingüísticas— de los cantones.
La situación de Québec se presenta con importantes variantes respecto a
Luxemburgo y Suiza. El crecimiento del movimiento separatista de los hablantes
franceses se produce cuando éstos toman conciencia de la subordinación política y la
inferioridad económica respecto a los de habla inglesa, que son mayoría en Canadá.
La medicina contra una posible secesión viene del gobierno federal con una serie de
leyes para mejorar la condición de los franceses en Québec y la promoción del
bilingüismo en la administración. Se nombró un comisionado para velar por los
intereses de la lengua francesa y se asignasen fondos para proporcionar una
educación francesa de alta calidad fuera de Québec. Aquí el bilingüismo se emprende
a la inversa que en Puerto Rico, es entre la mayoría inglesa que se promueve el
aprendizaje de la lengua de la minoría (en este caso el francés). Gracias a este
cambio de actitud, cada día aumenta el número de canadienses de habla inglesa que
desean aprender o aprenden francés. El resultado es una disminución de los
conflictos. No sé si podríamos nosotros, los puertorriqueños, hacer que esto ocurriese
con el gobierno y los ciudadanos angloamericanos. De hecho, la legislación del
“English Only” tiene un sentido opuesto a lo que ha ocurrido en Canadá, busca
impedir el uso de cualquier otro idioma que no sea el inglés en la administración. Muy
recientemente, el Tribunal Supremo de EE.UU. dictaminó que no es necesariamente
legal excluir a los hispanos en un jurado por razones lingüísticas. En la Corte Federal
que opera e impera en San Juan la norma es el “English Only”. Como dato
inquietante para las esperanzas boricuas de un estado bilingüe, les informo que entre
los pueblos más aferrados al monolingüismo se encuentran los anglosajones. Si
volvemos a Québec, encontramos que los pasos hacia la armonía lingüística no se
dieron sólo en la administración central canadiense. En la provincia de Québec se
promulgaron leyes importantes: se declaró el francés única lengua oficial y se situó el
inglés en un segundo plano. (Tal y como se ha hecho aquí en Puerto Rico. ¡Qué
extraño, no!) Por cierto, durante mi comparecencia ante la comisión legislativa que
celebró vistas públicas sobre el proyecto de ley que oficializó nuestro español, me
preguntó un legislador si me parecía importante el inglés para los puertorriqueños, a
lo que contesté que importantísimo. Ya había presentado mis respetos por esa
lengua, así que debió sentir que me tenía la cama hecha; pasó a la segunda
pregunta: ¿Apoyaría usted un proyecto alterno que declarase el español como primer
idioma y el inglés como segundo idioma de Puerto Rico? A lo que me opuse. Pero no
crean ustedes que por desamor al difícil —como dicen por ahí—, sino por lo contrario,
por un inmenso respeto y aprecio; aún más, me opuse a semejante error por evitar
una grave injusticia con el inglés. “Vera usted”, le dije muy respetuosamente al
susodicho legislador, “el inglés es una lengua de primera, ¿cómo lo vamos a declarar
lengua de segunda? De lo que se trata es que cada comunidad nacional tiene su
propio idioma, y aquí en Puerto Rico tenemos el nuestro, que además da la
casualidad que, dentro de la cultura universal, como el inglés, como el francés, el
español es un idioma de primera, y por eso debe ser reconocido como tal. Para ello
no hay necesidad de hacer el feo al inglés declarándolo de segunda. Tengamos
caridad, señores, que se trata de la lengua de Shakespeare.” El legislador bilingüe
enmudeció en sus dos lenguas. En Québec, decía, se aprobaron leyes especiales:
toda persona adquirió el derecho a comunicarse con la Administración, las entidades
y el comercio en francés, con sanciones cuando este derecho no es respetado.
Carteles públicos, anuncios, instrucciones, todo debe estar escrito en francés
solamente, y en francés se imparte la educación, excepto en los casos de niños en
escuelas inglesas. Ya ven ustedes que hasta en Québec son más radicales y se
atreven a más que en Puerto Rico. Nuestro último paciente es Bélgica, donde hay
tensiones lingüísticas y una legislación al respecto muy dura. Hoy existen en Bélgica
cinco entidades lingüísticas reconocidas, basadas en el principio de territorialidad:
Flandes, de lengua flamenca; Valonia, de lengua francesa; una pequeña zona de
lengua alemana; Bruselas, la capital —que es bilingüe—, donde está la sede del
Parlamento Europeo, y varias zonas mezcladas con situaciones lingüísticas confusas.
Además, se reconoce oficialmente la existencia de tres comunidades culturales de
hablantes germanos, flamencos y franceses. Esta situación es producto de cambios
constitucionales tan recientes como el año 1988, pero se arrastran resquemores por
enfrentamientos pasados, particularmente entre los hablantes flamencos y franceses,
que han disputado agriamente por la igualdad de derechos. Para que ustedes tengan
una idea de la complejidad de la legislación belga en materia idiomática y de la
significación que tiene para las comunidades belgas el asunto del idioma y la cultura,
les reproduzco la siguiente explicación del profesor Batens:
“El gobierno central está compuesto por un número igual de ministros de lengua
francesa y flamenca, aunque el primer ministro es considerado lingüísticamente
neutral. Hay tres gobiernos regionales: monolingües en Flandes y en Valonia, y
bilingüe en la capital, con una proporción garantizada de hablantes flamencos para
representar a su minoría en la ciudad, predominantemente francesa. Todos los
problemas que pueden ser personalizados están dentro de las competencias de las
comunidades culturales respectivas de sus territorios; todos los demás le
corresponden al gobierno central. Las tensiones persisten en las áreas mixtas, en las
que la lengua minoritaria oficial puede ser hablada por una mayoría de los habitantes.
Aún no se ha encontrado arreglo para estas zonas que satisfaga a todos, mientras
que el rencor de las pasadas tensiones lingüísticas hace que las concesiones sean
desagradables...”
Debo añadir que cada ciudadano belga tiene el derecho al monolingüísmo,
irrespectivamente de que sepa o no lenguas distintas de la suya, que en ocasiones
las tensiones idiomáticas han estado a punto de desmenbrar el estado belga, y que
éste intenta reorganizarse para prevenir los problemas que en el pasado alteraron su
equilibrio. Desde esta persepectiva tal vez podamos tener un pensamiento
comprensivo hacia aquellos norteamericanos que intentan, con el “English Only”,
conjurar un futuro semejante.
Los cuatro casos repasados coinciden en que no se produce un rechazo del
bilingüismo o el multilingüismo. Pero el principal denominador común es la defensa
que cada comunidad cultural hace para conservar y privilegiar su idioma. Se nos
muestra, como una verdad de Perogrullo, que el bilingüismo o el multilingüismo
existen, y son necesarios, precisamente porque existe el monolingüismo. Los pueblos
se resisten a perder su idioma. El aprendizaje de otros facilita la comunicación entre
unos y otros, y provee la ventaja del acceso a una lengua franca para el comercio y la
política. Si las cosas fuesen de otro modo, se habría impuesto una lengua universal,
como se intenta hacer con el esperanto, una lengua de poco éxito porque no tiene
una comunidad nacional que la respalde, que se identifique con ella, ni una historia
que la sutente. Es un bonito proyecto, con forma, pero sin fondo.
Son bilingües los individuos, los pueblos —en cuanto a comunidad— tienden a
ser monolingües. Y es así porque las comunidades nacionales, para vivir, sólo
necesitan su lengua. Algunos lingüístas consideran que las prácticas bilingües tienen
una inestable perdurabilidad, ya que la mayoría de las personas separa los usos de
las lenguas estableciendo asociaciones de acuerdo con las situaciones en usa uno u
otra o acaban por adaptarse a una de ellas. En ambos casos, y como suele ocurrir
con el bilingüismo, siempre prevalece una de las dos lenguas. Hacerle ver lo contrario
a comunidades sometidas a una situación de extrañamiento, es una brutalidad. Por
eso hay dos clases de bilingüismo: el que se produce naturalmente —o tras períodos
de adaptaciones— como respuesta a circunstancias familiares, como es el caso de
Luxemburgo; y el bilingüismo; y el bilingüismos impuesto por dominio militar, político y
económico. Este otro bilingüismo no busca armonizar diferencias ni sostener el
derecho de las comunidades nacionales en minoría, como se intenta hacer en
Canadá o en Bélgica. Ni nace naturalemnte de una historia compartida, como es el
caso de Suiza. Este bilingüismo es una transitoria de llevar al monolingüísmo de la
nación dominante. Una vez se ha producido la desculturización por la degración o la
pérdida de la lengua nacional, los procesos de asimilación completan el drenaje de la
persoanlidad y la identidad colectiva y se produce la suplantación lingüística.
Esa es la verdadera razón por la que había que derogar la Ley de Idiomas de
1902 en Puerto Rico. Al permitir el uso, indistintamente, del español y el inglés,
dejaba el camino expedito para que ese falso bilingüismo llevase, por la prepotencia
del inglés y la subordinación económica y política a EE.UU., a una lenta y tan
demoledora como el cáncer, degradación de nuestro idioma nacional. Ustedes lo
saben mejor que yo, el idioma está en issue, es un asunto candente en nuestra vida
política, es determinante en la preservación de nuestra cultura y la continuidad de
nuestra pertenencia al mundo hispánico, un mundo con una cultura y una lengua
universales en franco proceso de expansión. Hay asociadas a esa lengua
posibilidades económicas, políticas, culturales importantes, que no debemos perder.
De manera, que no se trata de una obsesión provinciana ni de darle vueltas al
molinillo. Nos jugamos la pertenencia a un gran mundo, nos jugamos la pertenencia a
nosotros mismos. Con la Ley del Idioma no se ha pretendido ni hecho nada distinto
de lo que han pretendido y hecho el resto de los países. Es un esfuerzo por cambiar
la situación de desigualdad a la que ha sido sometida nuestra lengua desde que se
intentó suplantarla como vehículo de enseñanza en las escuelas. Ustedes conocen el
impacto negativo en su educación y en la expresión de la personalidad de cada uno
de ustedes provocado por el descuido y la falta de protección de su idioma. Hay un
bilingüismo que no amplía horizontes. Los reduce, pone gringolas como se le ponen a
los caballos para que no vean a su alrededor, lleva a lo que he llamado muchas veces
el nulingüísmo, un estado de pobreza en dos idiomas truncos.
Miremos al mundo exterior. Ningún país organiza su sistema educativo para
los emigrantes, sino para los que se van a quedar. Ni se abandona el idioma propio
para comerciar con el vecino o recibir subsidios, porque ni el comercio ni los subsidios
se guían por consideraciones lingüísticas, salvo la extremidad de una total
subordinación política y económica. Un país no se resume y realiza en la plaza del
mercado; los mercaderes puede que necesiten aprender mal muchos idiomas para
poder vender, como a las azafatas les basta una jerga turística en varias lenguas. El
bilingüismo o el multilingüismo o se justifican ni se presentan igual en dos situaciones,
lo hemos visto. Sus bondades o peligros dependen de circunstancias tan variadas
como opciones en la vida de hombres, mujeres y comunidades. Así como para un
intelectual puede resultar un bien incalculable, para un pueblo pueden llegar a ser un
fastidio.
Estoy de acuerdo con quienes consideran que el monolingüismo es una
pequeña pobreza. No es mi propósito, quiero que se entienda bien, promover un
monolingüismo excluyente ni oponerme al aprendizaje de una segunda lengua. No
hay que temer al contacto entre lenguas ni al intercambio enriquecedor que entre
ellas se produce en circunstancias sociolingüísticas normales. La oportunidad para
aprender otras lenguas puede y debe garantizarse a individuos y pueblos. Pero sobre
ese derecho está otro derecho irrenunciable, y es el que garantiza a cada miembro de
una comunidad nacional poder vivir y expresarse auténticamente en su idioma.
Me resta, para cumplir el propósito que aún queda pendiente de esta charla,
examinar la importancia de la lengua en la educación y la formación de la
personalidad. Es un tema que traté en una lección pasada. No tengo tiempo para
traer algunos puntos de esa conferencia ni debo abusar mucho más de su paciencia y
atención, por las que me siento sincera y hondamente agradecida. Apenas esbozaré,
para finalizar, unos elementos de esa relación entre lengua y educación.
Los expertos están de acuerdo en los procesos educativos, y sobre la
importancia del aprendizaje de una segunda o tercera lengua. No logran ponerse de
acuerdo en la identificación de las situaciones en que el bilingüismo representa
ventajas o inconvenientes. Quienes favorecen el bilingüismo desde los primeros
pasos en la enseñanza, se amparan en la conocida investigación de Lambert en el
Canadá francés, que parecía demostrar que la inmersión en una lengua distinta de la
propia, desde temprana edad, no entorpece los resultados escolares, sino que los
favorece. Una segunda experiencia vino a respaldar las tesis de Lambert en una
escuela de Ginebra donde se ofrecía la enseñanza a la vez en inglés y en francés a
los hijos de familias que creían que así éstos tendrían mejores oportunidades, los
resultados fueron óptimos. Es lo que sucede también en las escuelas especiales para
los hijos de los diplomáticos extranjeros.
Las objeciones a ambas experiencias aparecieron pronto. En el caso de la
escuela de Ginebra y los colegios para extranjeros, se identificaron rasgos en común:
procedencia socio-cultural, calidad pedagógica de los centros, lenguas prestigiosas,
recursos económicos, complementariedad entre las lenguas de enseñanza, su nivel y
grado de conocimiento de esas lenguas por los padres. Obviamente incosteables
para las mayorías.
En el caso de Lambert y el programa de ínmesión en una lengua distinta de la
propia, ocurrió que fue una experiencia iniciada por familias de niños de habla inglesa
que vivían en Québec y consideraron conveniente que sus hijos dominaran el francés.
Resultó revelador que la única forma para que llegasen a dominar el francés era la
inmersión total en esa lengua. Pero contrario a lo que se podía esperar, lo que resultó
positivo para los niños de habla inglesa, no lo resultó —respecto a la inmersión en el
inglés— para los niños de habla francesa. ¿Por qué? El propio Lambert intentó dar
una explicación: el inglés es la lengua dominante del Canadá, los niños de habla
inglesa gozan de una situación sociolingüística que les es favorable, y corren menos
peligro de sufrir pérdidas en el uso de su idioma materno que los niños de habla
francesa, que se ven inmersos en un programa de enseñanza en inglés, en una
escuela inglesa, en un ambiente inglés.
Una investigación de 1976, realizada en las escuelas de Alaska, descubrió que
la introducción del idioma materno de los niños esquimales en su proceso de
instrucción se tradujo en un incremento notable de su capacidad para adquirir
conocimientos, y en una mayor conciencia de su identidad cultural. La autoestima
facilitó el contacto con el inglés y la cultura angloamericana. En el opuesto, otro
estudio de 1980, encontró que el monolingüismo (en inglés) entre los niños apaches
en EE.UU., indujo a algunos de ellos al suicidio. Y en 1984, otra investigación reveló
que los programas educativos en Canadá, de total inmersión en el francés
demostraban que los niños que presentan dificultades en su aprendizaje los superan
una vez adquieren fluidez en la suya. Personalmente, me inclino hacia las tesis del
sociolingüista alemán Alastair Walker, quien tras considerar los distintos datos y
enfoques sobre este tema, formuló estas tres conclusiones:
Primera: La enseñanza en el propio idioma crea en los niños un sentido de orgullo por
la propia lengua y cultura, evita los sentimientos de inferioridad que a menudo se
detectan en las minorías y reduce la conflictividad social.
Segunda: La educación en la lengua materna facilita el desarrollo del niño y su
dominio del lenguaje como un medio eficaz de desenvolverse en su medio y en el
mundo actual.
Tercera: En el caso de los niños que viven en una sociedad cuya lengua es otra que
la suya, la educación en el vernáculo posibilita su autoestima, lo que, a su vez, lleva a
la superación del sentimiento de marginación, y por tanto, facilita su aceptación e
integración lingüística a la comunidad sin caer en el ostracismo.
Como puede apreciarse, todas las situaciones de referencia tienen algún grado
de contacto con la realidad puertorriqueña. Y todas tienen algo que decirnos sobre
nuestro mal llamado bilingüismo. He intentado con esta exposición trasladar la
atención de todos ustedes sobre el hecho, que a mí me parece irrefutable, de que la
de Puerto Rico no es una situación sociolingüística normal. Somos una cultura
interferida y por eso el tema del idioma y de nuestro supuesto bilingüismo resulta tan
conflictivo. Una de las muchas medias verdades que se dicen es que no aprendemos
bien el inglés porque los métodos de enseñanza son deficientes. Hay una dosis de
razón en esa afirmación, pero también hay mucha verdad en otro señalamiento, muy
agudo, que ha hecho el profesor Serrano Geyls: la mayoría de los puertorriqueños
saben poco o ningún inglés porque no lo necesitan para su vida diaria como no
necesitan saber cartografía, navegación o medicina nuclear. En cambio, sí necesitan
el español, que es su lengua de nación, y es justo que se proteja su derecho a
poseerla y expresarse como personas y como pueblo y a que esa lengua reciba el
estatuto que merece como idioma nacional. La falta de aprecio y dominio por nuestro
idioma, su deterioro, también impiden el descuido en su aprendizaje y manejo,
también impiden que se aprenda bien el inglés.
Pero mucho más perjudicial que eso, la falta de dominio de nuestro idioma es
responsable del tartamudeo en el pensamiento y el habla de muchos puertorriqueños.
Este desajuste acarrea distorsiones en la personalidad individual y colectiva, lo que a
su vez contribuye a la degradación social y cultural del país. Incide negativamente en
la salud mental, en el fracaso escolar, en la degración de los valores y de los
sentimientos, y virtualmente lleva a la imposibilidad de adquirir una perspectiva
adecuada de la realidad y el mundo que nos ha tocado vivir. La pereza mental y la
incapacidad de pensar con coherencia están estrechamente vinculados a la falta de
destrezas lingüísticas. Por eso la lengua es tan importante en los procesos
educativos. Nuestra capacidad de aprendizaje se ensancha o achica de acuerdo con
la riqueza o pobreza de nuestro concocimiento del idioma. Es el idioma, además,
determinante en la formación y expresión de la personalidad individual y colectiva. No
se crean el cuento del patriotero al que, para considerarse puertorriqueño, le basta
saber que nació en algún punto de esta tierra y le gusta el paisaje, pero no sabe bien
su lengua ni le importa que sea arrollada por otra. Acuérdense de las palabras del
hispanista inglés Elliot: “La lengua nos confiere una determinada personalidad y nos
hace ser unos u otros dependiendo del idioma en que hablemos o soñemos.”
Y ya que hablamos de soñar, cumpliré mi promesa de darles la clave de
interpretación del título de esta conferencia. Me encontraba, sentado frente al
mostrador de un establecimiento, calmando la sed de agosto y rumiando mis cosas,
cuando entró una pareja de jóvenes de ambos sexos. A mi no es que me interese lo
que parejitas como aquella hablan a mi lado, pero ya que a ellos no les parecía
importar que me enterase, acabé escuchándoles. El estaba colgao por una amiga de
su acompañante, a la que estaban esperando. Miré al sujeto de reojo para comprobar
si su apariencia era tan pobre como su expresión, hablaba un español más
chamuscao que el inglés goleta de nuestros falsos bilingües. Para mi sorpresa estaba
bien vestido y tenía buenas formas. Al cabo de unos minutos llegó la muchacha de
sus sueños, con la que intentó un rapeo en el que la labia se confundió con la
jeringonza. Allí se juntaron el espanglish con el inglañol. El muchacho, en lugar de
expresar sus sentimientos y cautivar con su personalidad, hizo gala de una torpeza
verbal, que si hubiese sido mi estudiante lo colgaba el primer día de clases. Total, al
cabo de un rato llegó otro muchacho que se puso a hablar con la víctima con toda
naturalidad, soltura, gracia y corrección. ¡Cómo si fuera un profesor de español! Y se
la llevó. Yo, que ya me tenía sabido que los enamoramientos pueden empezar por el
color de los ojos, las formas del cuerpo, los gestos, la cara, el andar y otras cosas que
aquí no está bien decir, supe de inmediato lo que una muchacha siente cuando con
cara embelesada dice “qué bien habla fulano”. Nuestro cazador, sin embargo, no
llegó a las mismas conclusiones, y lleno de despecho por la presa perdida, se volvió
hacia su amiga, a quién lanzó retóricamente la pregunta de los sesenta y cuatro mil
pesos: “¿Qué tiene ese tipo que no tenga yo?” A lo que ésta, con el mayor desparpajo
del mundo, con la seguridad de quien se siente en dominio de lo que va a decir, le
replicó: “Mira chico, el amor es ciego, pero no sordo”.
Que esta sea, queridos estudiantes, su principal meta: educarse bien para
expresarse mejor, porque de la abundancia del corazón habla la lengua.
Gracias, muchas gracias por su atención.