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pe ) 2 El acertijo del Consejo de Seguridad Siempre ha habido grandes potencias. El Imperio romano tuvo mucho más poder y gozó de muchos más privilegios que los galos, los antiguos bretones y las tribus de España, y la dinastía Qin no tuvo rival comparable en Asia. A partir del año 1500, siempre se conside- que las principales potencias europeas pertenecían a otra catego- ría diferente de la de los estados medianos y los reinos menores que las circundaban. En 1814-1815, una pentarquía compuesta por Aus- tria, Gran Bretaña, Francia, Prusia y Rusia creó, y a continuación rigió, el sistema de paz posterior a las grandes guerras del largo si- glo xvm. Y cuando aquel Concierto de Europa se derrumbó final- mente en 1914, el espantoso conflicto subsiguiente dio lugar a una nueva constelación de grandes potencias victoriosas que remodeló el sistema según su propia conveniencia en 1919, a menudo frente a los gritos de protesta de otros actores de menor envergadura. Cuando la Segunda Guerra Mundial se aproximaba a su desenlace, otro selecto grupo de grandes potencias se reunió para negociar el nuevo orden mundial de 1945, de manera que, ¿por qué iba a sorprendernos que se arrogaran para sí determinados privilegios? Las gentes de la época habrían quedado estupefactas si no hubiera sido así. Sin embargo, a cualquier persona sensata de nuestros días le re- sulta vergonzoso que solo cinco de los 191 estados soberanos que constituyen las Naciones Unidas tengan poderes y privilegios espe- ciales. Cinco países, Gran Bretaña, Francia, la República Popular Chi- na, Rusia y Estados Unidos, ocupan un escaño permanente en el co- 83

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El acertijo del Consejo de Seguridad

Siempre ha habido grandes potencias. E l Imper io romano tuvo mucho más poder y gozó de muchos más privilegios que los galos, los antiguos bretones y las tribus de España, y la dinastía Q i n no tuvo rival comparable en Asia. A partir del a ñ o 1500, siempre se conside­ró que las principales potencias europeas pe r t enec ían a otra catego­ría diferente de la de los estados medianos y los reinos menores que las circundaban. E n 1814-1815, una pen ta rqu ía compuesta por Aus­tria, Gran Bre taña , Francia, Prusia y Rusia c r e ó , y a c o n t i n u a c i ó n rigió, el sistema de paz posterior a las grandes guerras del largo si­glo x v m . Y cuando aquel Concier to de Europa se d e r r u m b ó final­mente en 1914, el espantoso conflicto subsiguiente dio lugar a una nueva cons te lac ión de grandes potencias victoriosas que r e m o d e l ó el sistema según su propia conveniencia en 1919, a menudo frente a los gritos de protesta de otros actores de menor envergadura. Cuando la Segunda Guerra M u n d i a l se aproximaba a su desenlace, otro selecto grupo de grandes potencias se r e u n i ó para negociar el nuevo orden mundial de 1945, de manera que, ¿por qué iba a sorprendernos que se arrogaran para sí determinados privilegios? Las gentes de la época hab r í an quedado estupefactas si no hubiera sido así.

Sin embargo, a cualquier persona sensata de nuestros días le re­sulta vergonzoso que solo cinco de los 191 estados soberanos que constituyen las Naciones Unidas tengan poderes y privilegios espe­ciales. Cinco países, Gran Bretaña, Francia, la Repúb l i ca Popular C h i ­na, Rusia y Estados Unidos, ocupan u n escaño permanente en el co-

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^ L A 1ÍVOLUCIÓN UK L A S M U C H A S N A C I O N l i S U N I D A S

razón del Consejo de Seguridad de la O N U , que, como hemos ex­puesto en el capítulo precedente, es a su vez el corazón de nuestro sistema mundial de seguridad. Sobre lo que hacen o deciden no ha­cer, y sobre l o que están de acuerdo o vetan, descansa el destino de los esfuerzos por alcanzar la paz mediante tratados internacionales. A ú n más asombroso e inquietante resulta que cada uno de los cinco miembros permanentes pueda paralizar, en caso de que su gobierno nacional esté decidido a hacerlo, la acción del Consejo de Seguridad; es más, hacerlo formaría parte por entero de sus derechos constitu­cionales. Algunos estados son más iguales que otros.

En el capí tu lo anterior hemos expuesto las ecuaciones del poder, las apreciaciones históricas y los temores ante el futuro a partir de los cuales se forjó el Consejo de Seguridad. C o m o vimos, las grandes potencias asumieron la m á x i m a responsabilidad: la de decidir sobre la guerra y la paz. Cuando el Consejo de Seguridad se estrenó en el mundo de la posguerra, el reto consistía en poner en práctica las pa­labras minuciosamente escogidas de la Carta. Fue entonces cuando se inmiscuyeron en ella las realidades de la incipiente guerra fría, que se revelaron por primera vez cuando, t ambién por vez primera, la URSS uti l izó el veto para una cuest ión que en modo alguno pod ía considerarse que amenazaba directamente a los intereses soviéticos. En febrero de 1946, el comisario soviético Andre i Vishinsky p r o ­nunc ió u n «nyet» en una disputa sobre la retirada de las fuerzas fran­cesas del L íbano y Siria porque la URSS consideraba que los r eg í ­menes herederos de aquellos países eran lacayos imperialistas de Occidente. E l aspecto más interesante de este incidente, hoy en gran medida olvidado, fue la reacción del senador Vandenberg. Cuando in formó a sus colegas del Senado de Estados Unidos, les dijo que Occidente no deber ía entender la medida soviética como una bofe­tada, sino más bien como la conf i rmación de que «el sistema funcio­naba». H e ahí uno de los miembros permanentes ejerciendo su de­recho a veto contra algo de lo que discrepaba, y Estados Unidos sería el ú l t imo país en quejarse de ello. E n realidad, lo que Vishinsky ha­bía hecho era demostrar el acierto de la vehemente a rgumen tac ión que había expuesto Vandenberg el a ñ o anterior ante los dubitativos senadores, según la cual la Carta de la O N U jamás amenazaría sus

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pi opios derechos de soberanía . Para los estados más p e q u e ñ o s , este m i ulente confirmaba sencillamente los primeros temores de que el t .11 upo de juego estaba construido cuesta arriba para ellos. 1

A j u i c i o de los primeros intemacionalistas no era una insensatez M tstoner que debía hacerse uso del veto para cuestiones relativas a la t-i ierra y la paz, y no para cuestiones menores. D e hecho, la Carta es­tablece que un miembro permanente no puede vetar si es parte i m -pluada en una disputa «pacífica», sino ú n i c a m e n t e si se ve implicado ••ii una disputa que representa «una amenaza a la paz» (Capí tu lo V I I ) . I 'ero la vaguedad del lenguaje, la contundencia de la actitud de Vis ­hinsky y la aquiescencia estadounidense supusieron la c reac ión de un importante precedente en la primera infancia del Consejo de Se­guridad. Si un miembro permanente pod ía controlar negativamente

• I proceso de descolonizac ión , ¿a q u é otras cosas podr ía poner obs-

i.u ulos si lo deseaba? La respuesta parece ser la siguiente: a una atroz infinidad de co­

sas. A l principio siempre había vetos de la U R S S , exceptuando u n veto francés, en una ocas ión , sobre un asunto colonial. Q u i z á fueran • i miprensibles algunas intervenciones soviéticas en relación con • onflictos en el seno de Grecia, de sus vecinos comunistas o entre ambos. Pero la ut i l ización más frecuente del veto por parte de M o s -• I'I consistía en impedir el ingreso en la O N U de países que ten ían o habían tenido or ien tac ión fascista, que todavía eran considerados sa­télites neocoloniales o que eran estados catól icos conservadores. E l 13 de septiembre de 1949, M o s c ú obstacul izó en solitario el ingreso de Austria, Cei lán , Finlandia, Irlanda, Italia, Portugal y Jordania; en septiembre de 1952, se p r o n u n c i ó en contra de Libia , J a p ó n , C a m -boya, Laos y Vietnam del Sur. Algunos países t e n í a n que volver una y otra vez para encontrar siempre el mismo obs tácu lo . E l 13 de d i -• iembre de 1955, M o s c ú v e t ó a todos los arriba mencionados y a a l ­gunos más: dieciséis en total. De vez en cuando, se p roduc ían vetos rigurosos acerca de cuestiones de seguridad, como cuando los b r i t á ­nicos y los franceses impid ie ron la ap robac ión de resoluciones c o n ­denatorias durante la crisis de Suez de 1956 (véase la página 90). Sin embargo, incluso en los primeros años de la O N U , el veto se apl i ­caba a cuestiones que no guardaban relación con conflictos interna-

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\ dónales, corno la elección del secretario general. Una vez más, fue I Moscú el que sentó el precedente; pero, una vez sentado, quedó es­t a b l e c i d o . En los años posteriores, China también utilizaría su veto

para impedir el acceso a la secretaría general de un candidato que Beijing considerara inadecuado, y Estados Unidos rechazaría poste­riormente la reelección del secretario general Boutros Boutros-Gha-l i . Por su parte, Francia amenazó con oponerse a todo aquel candi­dato que no hablara francés con fluidez.2 Aquí, si acaso, se subrayaba aún más el privilegio de los cinco miembros permanentes. Bastaba con que alguno de ellos amenazara con ejercer el veto para que los demás se vieran obligados a transigir, por lo general durante una charla informal en una de las salas de reunión privadas del propio edificio de la O N U . Aquello era sin duda mejor que la posibilidad de que las grandes potencias llegaran a las manos, pero con toda se­guridad congelaba o ralentizaba el proceso de toma de decisiones y, lo que resultaba aún más perturbador, reducía el n ú m e r o de cosas que la organización mundial podía hacer en realidad,

f Por asombroso que resulte, durante los primeros veinticinco años Estados Unidos no encontró ninguna razón para aplicar el veto; lo cual, como es lógico, indica que los órdenes del día de la O N U solían orientarse en sentido favorable a ese país. Su primer veto se produjo en marzo de 1970, igualando el voto británico contra la i n ­jerencia de la Asamblea General en la cuestión del sur de RJiodesia. Pero aquella medida de Londres y Washington hoy día olvidada fue un presagio del cambio de los tiempos, de que la organización aca­baría dominada, al menos en la Asamblea General, por países de Africa, Asia y América Latina, y de que la agenda se orientaría hacia cuestiones como la descolonización, las relaciones Norte-Sur y las guerras civiles de Africa. Cada vez más, Estados Unidos se descubrió bloqueando resoluciones en relación con lugares donde considera­ba que tenía intereses importantes que proteger: el canal de Panamá, la incorporación de Corea del Norte , Angola o Nicaragua. Sobre todo, se descubrió atraída hacia los asuntos de Oriente Próximo, principalmente para bloquear votos hostiles con Israel. Así, por cu­rioso que resulte, las cifras de vetos rusos y estadounidenses se invir­tieron: por ejemplo, entre 1985 y 1990 no hubo n ingún veto sovié-

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tico, y sí veintisiete estadounidenses. Sin embargo, el hecho de que Washington y las otras cuatro potencias pudieran impedir la pro­puesta de resoluciones y acciones, supuso a su modo una válvula de escape. Pocos representantes extranjeros en la O N U lo reconoce­rían, pero más valía que Estados Unidos adoptara una actitud obs­truccionista en lugar de abandonar por completo la organización. Lo que según los más críticos era una terrible debilidad del sistema, re­presentaba ajuicio de los realistas un rasgo redentor, llegando inclu­so a afirmar que era mejor que las naciones más grandes estuvieran dentro del sistema de la O N U antes que fuera.

Aunque la guerra fría supuso que se utilizara el veto con dema­siada frecuencia, y sobre demasiados asuntos, ejerció un impacto aún más decisivo sobre el C o m i t é de Estado Mayor: dada la desconfian­za mutua entre el Este y Occidente, sencillamente había demasiadas cosas sobre las que discutir. Y en ju l io de 1948, y por emplear la ex­presión del profesor Nicholas, «con una franqueza no siempre pro­pia de los divididos comités de la O N U » , el comité informó al C o n ­sejo de Seguridad de que la situación era insostenible.3 Cualquier proyecto en ciernes se estancaba, la idea básica se abandonaba y toda esta sección de la Carta se olvidaba. El comité todavía pervive sobre el papel incluso hoy día, como un armazón guardado en un arma­rio, y se reúne periódicamente pero sin orden del día. Por desgracia, como veremos en el capítulo siguiente, el hecho de que sucumbie­ra víctima de los primeros compases de la guerra fría supuso que el Consejo de Seguridad y la Oficina del Secretario General estuvieran mal dotadas de todo tipo de mecanismos prácticos cuando poste­riormente se vieran enfrentados a crisis que exigían medidas de i m ­posición y mantenimiento de la p3Z.

Así, al cabo de un par de años de la Conferencia de San Francis­co, las mayores ambiciones del Consejo de Seguridad habían queda­do hechas trizas. Los optimistas de la época afirmaban que este orga­nismo tendría mayor autoridad que cualquier otro organismo de la historia, pero olvidaban recordar a sus lectores y oyentes que todo dependía de que hubiera acuerdo entre las potencias con derecho a veto. De vez en cuando, una Asamblea General frustrada aprobaba resoluciones en las que instaba a que los cinco grandes fueran u n á -

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nimes, y a finales de 1947 creó su propio comité provisional para poder responder a crisis internacionales repentinas en el caso de que el Consejo de Seguridad estuviera dividido; pero ese comité carecía de autoridad y poco a poco se desvaneció. En octubre de 1950, con las dotes de persuasión estadounidenses y con el fin de sortear el veto soviético, la Asamblea General aprobó la famosa resolución Unión pro Paz, por la cual se autorizaba a sí misma a reunirse y discutir po­sibles acciones en el caso de que alguna medida del Consejo de Se­guridad fuera bloqueada por algún veto pero la mayoría de los miembros del Consejo fueran partidarios de realizar algún mov i ­miento. Quizá esta fue la tentativa más atrevida jamás llevada a cabo para alterar la relación de poder entre los órganos de la O N U , y des­pertó mucho atractivo; no debe sorprendemos que volviera a apare­cer en las resoluciones de la Asamblea General durante la crisis de Suez de 1956. Pero no tenía n ingún respaldo constitucional (esto es, de la Carta) y, como veremos, no servía para coaccionar a n ingún obstinado miembro permanente con derecho a veto.

La actividad del Consejo de Segundad durante sus primeros cuarenta años era un barómetro fiable de las tensiones entre las gran­des potencias durante la segunda mitad del siglo x x : Corea, Suez, Berlín, Congo, conflictos árabe-israelíes, América Central y Africa. El Consejo de Seguridad se ocupó de todas ellas, pero el modo en que se resolvieron dependió no solo de la situación sobre el terreno, sino de si había consenso en el P5.

E l primer hi to fue la invasión de Corea del Sur por parte de C o ­rea del Norte en 1950. Se trataba de un caso típico de agresión i n ­ternacional tal como lo consideraba la Carta; sin embargo, en aquel momento las tensiones entre el Este y Occidente en el Consejo de Seguridad y el uso recurrente del veto por parte de la URSS indica­ban que había pocas posibilidades de que hubiera una respuesta co­lectiva de la O N U . Pero el boicot temporal de Moscú en el Conse­j o de Seguridad (en protesta por la exclusión de la República Popular China en favor de la China nacionalista) permitió que se produjera un movimiento liderado por Estados Unidos para autori­zar, y después emprender, una «acción policial» contra el agresor. La guerra fue larga, tensa y difícil; fue la mayor campaña de imposición

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E L A C E R T I J O D E L C O N S E J O D E S E G U R I D A D ) •le paz de la O N U de todos los tiempos. Obviamente, no hubo una­nimidad alguna entre los cinco miembros permanentes: la URSS es­taba furiosa por lo que estaba sucediendo y por su propio error, y se quejó enérgicamente, pero en vano, del papel de la O N U . Nunca más se ausentaría del Consejo y se reveló dispuesta a vetar cada vez i on mayor frecuencia en respuesta a Occidente. Además, cuando l a y < :hina comunista sustituyó finalmente a los nacionalistas como miem­bro de la O N U , al imentó una rencilla directa contra Estados Unidos no solo por las bajas en el campo de batalla, sino, de forma más ge­neral, porque Estados Unidos representaba al odiado sistema capita­lista. Si acaso, y tras la muerte de Stalin, la China de Mao habría de ser un actor aún más revisionista e impredecible que la URSS en el propio Consejo y en el seno del sistema internacional en su conjun­to. Por úl t imo, Beijing se opondría (y todavía se opone hoy día) a cualquier acción que estableciera un precedente de injerencia en la soberanía de cualquier miembro sobre sus asuntos internos. Por t o ­das estas razones, la unanimidad de los cinco miembros permanen­tes, sobre la que descansaban tantas cosas, se convir t ió en algo cada vez más difícil de alcanzar, salvo en cuestiones de escasa relevancia.

Por consiguiente, la guerra de Corea ocasionó una curiosa mez­cla de actividades amparadas por la Carta y al margen de la misma. Ivas operaciones de la O N U se inscribían claramente en el a r t í cu­lo 42, que permitía emprender cualquier tipo de acción para man­tener o restablecer la paz y la seguridad internacionales. Pero n i el pleno del Consejo de Seguridad ni su C o m i t é de Estado Mayor de­sempeñaron un papel relevante. Todo el mundo podía percibir que la operación era en esencia una campaña liderada por Estados U n i ­dos, apenas revestida de las necesarias resoluciones de la O N U ; algo no muy distinto en muchos aspectos de la guerra del Golfo (1991), a excepción de que en este úl t imo caso no hubo una URSS enoja­da y obstruccionista. E l comandante en jefe estadounidense en C o ­rea informaba a Washington D . C , no al cuartel general de la O N U en Nueva York , y las fuerzas armadas empleadas en el conflicto eran, j u n t o con las propias tropas surcoreanas, estadounidenses por mayoría abrumadora (si bien participaron y combatieron muy bien muchas otras naciones prooccidentales). Dado que tan solo la ausen-

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cia casual de los soviéticos había permitido en primera instancia que la intervención se produjera, las operaciones ofrecían pocas leccio­nes y escasa orientación para que el Consejo de Seguridad autoriza­ra futuras acciones.

El siguiente hito fue la doble crisis de Suez y Hungr ía en 1956, que al menos tuvo dos consecuencias sobre la posición y las prácti­cas de los miembros permanentes. Para los indignados países neutra­les, la acción militar anglo-franco-israelí contra Egipto y el aplasta­miento del levantamiento húngaro por parte soviética eran en principio esencialmente lo mismo: agresiones de grandes potencias contra otras potencias menores. Una Asamblea General furiosa se esforzó por tener voz y voto, aunque no tuvo mucho efecto. Tanto Gran Bretaña y Francia por una parte, como la U n i ó n Soviética por otra, utilizaron el veto en el Consejo de Seguridad para proteger sus

. intereses frente a resoluciones hostiles. Pero la auténtica diferencia residía en que, cuando un Eisenhower frustrado y enfadado ejerció presión (principalmente económica) sobre Londres y París para que depusieran su actitud, las dos naciones de Europa occidental se vie­ron obligadas finalmente a ceder; con lo que Gran Bretaña extrajo la conclusión de que no podía desarrollar una política independiente con la desaprobación de Estados Unidos, y Francia tuvo que volver­se menos dependiente de la hegemonía estadounidense imperante. Por contra, ninguna de las protestas contra la U n i ó n Soviética por la represión del levantamiento húngaro fue efectiva; Hungría estaba bajo la órbita de influencia soviética y nadie podía salvarla sin una guerra a gran escala (posiblemente nuclear). Nadie podía arriesgarse a eso, n i siquiera el secretario de Estado estadounidense, John Foster Dulles, que había flirteado con la idea de «hacer retroceder» al co­munismo. Por tanto, incluso en los cinco miembros permanentes se había abierto una brecha militar entre los miembros más débiles y las potencias más poderosas, si bien estaba un tanto disfrazada por el he­cho de que individualmente poseían derecho a veto y un escaño permanente en el Consejo.

La segunda consecuencia importante de la crisis de Suez fue la operación de pacificación que se estableció en el Sinaí tras las hosti­lidades. En el próximo capítulo nos ocuparemos con detalle de ella,

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pero lo pertinente para lo que ahora nos ocupa fue el debilitamien­to de la relación entre los cinco miembros permanentes y las contri­buciones militares nacionales a las labores de pacificación e imposi­ción de la paz. Las grandes potencias acordaron de forma tácita mantenerse al margen. Esta fue otra de las bajas ocasionadas por las tensiones de la guerra fría, y supuso un paso de gigante en dirección contraria a las intenciones de los fundadores de la O N U . Aunque es cierto que los británicos y los franceses participarían en algunas m i ­siones en las décadas posteriores, las dos superpotencias se reservaban un papel poco preponderante ofreciendo, por su parte, apoyo logís-tico. Así, en lugar de que las grandes potencias fueran las principales «abastecedoras» de seguridad, dejaron que esas labores fueran asumi­das por miembros no permanentes, sobre todo por países neutrales < orno Suecia e India. Dado que Moscú y Washington estaban en- | zarzados en una guerra declarada para obtener el favor de los estados ?

no alineados, y puesto que ambos bandos de la guerra fría sospecha- \ han que el otro se aprovecharía del desarrollo de los acontecimien­tos si enviaba fuerzas sobre el terreno, este era el ún ico modo de avanzar. Pero despojó de todo sentido a aquel principio en vir tud del cual los países con las espaldas más anchas fueran los que carga­ran con los mayores pesos en el mantenimiento de la seguridad i n ­ternacional. T a m b i é n hizo que los privilegios de los cinco miembros permanentes parecieran cada vez más anacrónicos. Ellos continuarían | lijando las normas y acordando cuáles de las acciones propuestas se » aprobarían (o, al menos, no se vetarían); pero los cascos azules que \ intervinieran sobre el terreno no serían suyos. ^

Esta es la razón por la que las crisis internacionales de las décadas de 1960 y 1970, como la catástrofe del Congo o las reiteradas guerras arabe-israelíes, obraron pocas consecuencias sobre las estructuras y poderes del Consejo de Seguridad, si bien tuvieron la máxima i m ­portancia en la historia de la evolución de la pacificación y el mante­nimiento de la paz. E l Consejo, como es lógico, se veía reiterada y dramáticamente involucrado en ambas regiones. Tanto el bloque oriental como Occidente contaban con estados cuentes a los que tra­taban de favorecer, de forma positiva mediante apoyo diplomático o suministros militares, y de forma negativa utilizando el veto para b lo-

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tal. Hasta el diestro héroe de El criado de dos amos, de Cario Goldo ni , podría cometer un error aquí. 5 /

Durante las tensiones de la guerra fría, la tarea era auténtida-mente imponente. El primer secretario general, Trygve Lie, t u | o una concepción expansiva de sus funciones políticas casi desde tel comienzo mismo de su mandato, pero su acción durante la crisis co­reana, impulsando las resoluciones contrarias a Corea del Norte en el Consejo de Seguridad e instando a la Asamblea General a que se pronunciara a favor de la resolución U n ió n pro Paz, significó que tuviera poca influencia una vez que los enfurecidos soviéticos regre­saron a las Naciones Unidas. Por irónico que resulte, precisamente en la época en que la URSS se negaba a trabajar con Lie y vetaba la prolongación de su mandato, Joseph McCarthy y sus partidarios lan­zaban un ataque contra el organismo mundial por considerarlo un núcleo clandestino de influencia comunista en Estados Unidos. Tras la renuente renuncia de Lie a finales de 1952, su sucesor, Dag Ham-marskjóld, resultó ser la persona perfecta para esta labor imposible: era firme, un político, un idealista pragmático e innovador. Incluso en sus pocos y relativamente tranquilos años de mandato, construyó una estrategia especial entre la diplomacia discreta y los bastidores para resolver cuestiones peliagudas. Allí donde Lie había pregonado con excesiva publicidad los denominados «buenos oficios de media­dor» del secretario general, Hammarskjóld simplemente los ejercía.

E l punto culminante de esa labor ejecutiva se produjo sin duda durante la doble crisis de Suez y Hungría . La historia merecería un relato mucho más detallado de lo que es posible aquí, puesto que Hammarskjóld estuvo a punto de obrar milagros: viajando regular­mente de uno a otro de los cinco países miembros permanentes del Consejo, tres de los cuales estaban acusados de violar el derecho i n ­ternacional y la propia Carta; trasladándose de las sesiones de urgen­cia de la Asamblea General a las reuniones de urgencia del Consejo de Seguridad, y luego de vuelta otra vez a la Asamblea; construyen­do un lenguaje que hiciera avanzar el proceso de paz y dejara a las grandes potencias sin escapatoria; formulando, en menos de cuaren­ta y ocho horas, el plan para introducir una misión de paz interna­cional (la F E N U ) que se desplegara entre las tropas egipcias y las is-

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raelíes a l o largo de la frontera entre Gaza e Israel; y aplacando todas las sensibilidades del modo más extraordinario. Cuando un año des­pués de la crisis fue reelegido por unanimidad para un segundo mandato de cinco años, afirmó ante la Asamblea General que, aun­que siempre había preferido que le indicaran sus obligaciones, había habido veces en que había tenido que actuar sin orientación alguna "ion el fin de contribuir a llenar cualquier posible vacío que apare-< iera en los sistemas que la Carta y la diplomacia tradicional propor-«ionan». Se trataba de una aguda autoevaluación de su función, y nadie, n i siquiera los soviéticos, protestaron, pese a su creciente i n ­satisfacción ante sus funciones. A u n así, como revelaron posteriores desacuerdos, habría sido imprudente suponer que los miembros so-heranos de la O N U aceptarían de forma automática semejante dis-< recionalidad en los secretarios generales del futuro. Las dos perso­nas que le sucedieron, U Thant y Kurt Waldheim, tuvieron ásperos iiifrentamientos con varios miembros permanentes, y Boutros B o u -iios-Ghali, como ya hemos señalado, no fue renovado en su cargo i-n 1 9 9 6 debido a la oposición estadounidense.

Sin embargo, había venido sucediendo algo que iba significati-\ miente más allá de lo estrictamente previsto en los artículos del Ca­pítulo X V para la función de la Secretaría. En la crisis del Congo de I 'X ÍO-1961 , Hammarskjóld y su magnífico equipo, incluido el pro­pio Bunche, Andrew Cordier y Brian Urquhart, se mantuvieron en «I centro de la acción; fue todo un símbolo el que Hammarskjóld muriera en un avión cuando volaba desde el Congo hasta el norte de Rhodesia, precisamente en mitad de su misión de «buenos o f i -i ios de mediación» y para «rellenar un vacío». En aquella época, la Asamblea General ya le buscaba para que fuera el mediador del m u n ­do, y su función le había resultado cada vez más útil incluso a los i meo miembros permanentes.

El riesgo de sobrecarga, y de que se produjera una reacción v i o ­le uta por parte de los miembros si las cosas no salían bien, era ele­vado. Una cosa era, por ejemplo, que el secretario general Kur t Waldheim volara a Argelia en 1977 para rescatar a rehenes del m o ­vimiento de liberación del Polisario. ¿Quién podía poner una obje-»ion a eso? Pero la apuesta había sido mucho más alta cuando su pre-

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decesor U Thant trató de negociar el fin del conflicto de Vietnam pese a las sospechas de Estados Unidos; y aún mayor antes, en 1962, cuando t o m ó iniciativas para distender la crisis cubana de los misi-

í les.6 En este caso, estaba claro que las decisiones últimas sobre la i guerra y la paz iban a tomarse en Washington y en Moscú, y que to­

dos los demás desempeñaban un papel secundario o inexistente: así era la naturaleza del mundo bipolar de la guerra fría. Dicho con cru­deza, la O N U y la Secretaría tocarían un segundo violín durante las emergencias más importantes, mientras que los «dos grandes» acep­taban tácitamente permitir que el organismo mundial se ocupara de la descolonización, el desarrollo, etcétera, siempre que aquello no interfiriera en sus intereses en materia de seguridad. Pero el propio hecho de que el secretario general interpretara los papeles que de­sempeñó confirma que el mundo había avanzado desde 1914 o 1870. En muchos conflictos más limitados, su función asumía, o así solía atribuírsele, el papel protagonista. Incluso durante los desacuerdos entre las grandes potencias ocupó , en teoría, un lugar como agente imparcial deseoso de contribuir a resolver disputas, o actuó simple­mente como mensajero confidencial.

Así, poco a poco y a menudo de mala gana, cada vez más nacio­nes acabaron por reconocer la importancia de contar con una Se­cretaría que no hiciera política, sino que desempeñara un papel ac­tivo en la resolución de controversias. Los profesores Franck y Nolte lo exponen con precisión:

(A mediados de la década de 1980] los secretarios generales se ha- !

bían sentido justificados en ocasiones para actuar por cuenta propia en aras de salvaguardar lo que entendían que eran los criterios mínimos del orden mundial; y habían conseguido trazar con un éxito absoluto una línea entre su función y la función desempeñada por los órganos políticos a instancias de los estados miembros... La Asamblea General podía hacer más ruido, y el Consejo de Seguridad podía actuar con, mayor decisión siempre que hubiera unanimidad entre los miembros permanentes. Pero en el reducido margen en que la O N U estaba co­sechando algún efecto beneficioso en el mundo real al margen de la» derivadas de su propia composición, se debía principalmente a las fun­ciones desarrolladas por el secretario general.7

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Estos mismos autores pasan después a describir no menos de die­cisiete acciones de «mediación» desarrolladas únicamente en las d é ­cadas de 1980 y 1990; algunas autorizadas por el Consejo de Segu­ridad, otras por la Asamblea General y unas terceras emprendidas por propia iniciativa del secretario general. Claramente, el fin de la guerra fría contr ibuyó mucho a rebajar la desconfianza tanto en Moscú como en Washington contra cualesquiera terceras partes que tuvieran algún papel en los asuntos mundiales; lo cual supuso de he-• lio, en muchas ocasiones, que vieran al secretario general como un valioso instrumento para resolver problemas espinosos. Con mucha liccuencia era un enviado especial o representante especial del se-< ivtarío general cuidadosamente seleccionado quien encabezaba los iiiterados viajes diplomáticos, ya mera en la región que sufría la ten­sión o en algún lugar neutral como Ginebra. Algunas de las cuestio­nes eran por su naturaleza de pequeña escala, como la disputa fron­teriza entre Guayana y Venezuela o las riñas entre Nueva Zelanda y I rancia por las pruebas nucleares francesas en el Pacífico; pero otras ••ran auténticamente importantes para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, como la supervisión de las elecciones • amboyanas o las labores para alcanzar acuerdos de paz en América t cutral. N o todas estas misiones diplomáticas fueron éxitos rutilan­tes; así lo atestiguan los esfuerzos realizados en vano por Vanee y < Kven para tratar de detener el derramamiento de sangre en Bosnia en 1992-1993, sobre cuya responsabilidad se cont inúa discutiendo en la actualidad. El hecho categórico era que, si una o ambas partes •le un conflicto preferían los combates a la negociación, o si una Hian potencia echaba un jarro de agua fría sobre una misión, la me­diación neutral no podía funcionar.

Así pues, la transformación del papel de la Secretaría de la O N U i n los asuntos internacionales fue acogida positivamente en todas fiarles de forma paulatina, pero la ironía residía en que esta expan­sión de las actividades del secretario general dependía exclusivamen­te del consentimiento de las superpotencias. N o hubo en realidad ningún cambio en las estructuras de poder subyacentes. Las misiones de las Naciones Unidas eran ahora más frecuentes sencillamente porque los hielos y las nieves de la guerra fría habían empezado a

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fundirse, desde aproximadamente 1987 en adelante, al principio con delicadeza y después con un goteo más regular, cuando el nuevo l í­der soviético Mija i l Gorbachov empezó a impulsar sus políticas l i -beralizadoras y Occidente respondió con cautela. Los no menos be­neficiados de este deshielo fueron las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad y la Oficina del Secretario General, puesto que Gor­bachov solía afirmar que a Moscú le gustaría cooperar con las Na­ciones Unidas, e incluso fortalecerlas, como medida conciliatoria que complementara su calendario interior de refonnas.

Las consecuencias de esta transformación de las grandes poten­cias para el Consejo de Seguridad fueron poco menos que revolu­cionarias.8 Los cinco miembros permanentes trabajaron juntos en un tema tras otro como no lo habían hecho jamás. Recuperaron por tanto la función original que les adjudicaba la Carta, pero también formularon muchas más demandas sobre la Secretaría y autorizaron cada vez más acciones de pacificación. Es cierto que a menudo los representantes chinos en el Consejo de Seguridad simplemente se abstenían, advirtiendo de que no les gustaba el nuevo brote de acti­vidad porque podría sentar precedentes para la injerencia en los asuntos internos de los estados miembros. Pero se trataba de una ad­vertencia, no de un veto. (Es preciso señalar aquí que, con el paso del tiempo, las grandes potencias habían acordado que una absten­ción cumplía con la exigencia del artículo 27 acerca de «los votos afirmativos de todos los miembros permanentes».) Lo más asombro­so era que la URSS no solo votaba afinnativamente, sino que tam­bién estaba dispuesta ahora a desempeñar una función diplomática de primer orden para contribuir a resolver contiendas regionales, y i apartó la dimensión de la guerra fría de las disputas acerca del Ter­cer Mundo. Una resolución del Consejo de Seguridad concebida por los cinco miembros permanentes y negociada por otra misión de «mediación» más del secretario general puso fin a la guerra entre Irán e Irak en 1988. E l secretario general también negoció la retirada so­viética de Afganistán al año siguiente guardando las apariencias de Moscú en todo el proceso. En esa misma época, Cuba se retiró de Angola y Namibia consiguió la independencia, en ambos casos bajo la mirada entusiasta del Consejo de Seguridad. Difícilmente

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podíamos sorprendernos de que el presidente George Herbert W a l -ker Bush empezara a hablar de un «nuevo orden mundial». Era así, aunque, por desgracia, no por demasiado tiempo.

Luego se produjo otra sorpresa: el flagrante acto de agresión ira­quí contra Kuwait en agosto de 1990. Retrospectivamente, está cia­to que Saddam Hussein erró muchos cálculos al lanzar ese ataque: cometió errores de cálculo en relación con la determinación esta-< lounidense, la tecnología militar estadounidense, las actitudes árabes v la opinión pública mundial. Pero quizá uno de sus mayores e r r ó ­l o s fue no reparar en que había proporcionado al Consejo de Segu­ndad el típico caso para autorizar una acción militar amparada en el < Capítulo V I I de la Carta de la O N U . Aquí estaba el ejemplo per- * li-cto de lo que los planificadores de 1944-1945 contemplaban; aún ' más que en el caso de Corea, ya que en esta ocasión no comportaba la ausencia n i el enojo de una potencia con derecho a veto. N i n g u ­no de los cinco miembros permanentes tenía interés en bloquear la i» ción del Consejo de Seguridad: Gorbachov estaba preparándose pira transformar la URSS y buscaba la amistad de Occidente; C h i -n.i difícilmente podía vetar una cuestión relacionada con una agre­sión clara de un miembro contra otro, y Gran Bretaña y Francia se-< lindaron a un Estados Unidos excitado. Además, Hussein tenía muchos enemigos en la región y era un famoso violador de los de­rechos humanos, e incluso tenía el aspecto de villano clásico (no muy distinto de Hider, con su mostacho, según decidieron muchos i .iricaturistas occidentales). Aqu í estaba la nueva crisis de Abisinia o Rcnania, pero sin la ineficacia de la Sociedad de Naciones. Hasta los críticos que reivindicaban que el gobierno estadounidense tenía i n ­tereses concretos para emprender una acción militar (como garanti­zar el abastecimiento de pet róleo, penetrar más en Oriente P r ó x i m o 0 demostrar que sus inmensos gastos militares de la década de 1980 estaban bien hechos), tuvieron que reconocer que la guerra contra li.ik estaba perfectamente justificada según el derecho internacional.

Sin embargo, era asombroso que el Consejo de Seguridad h u ­biera condenado la invasión iraquí en la tarde de aquel mismo día. 1 hitante los meses posteriores, se aprobaron otras once resoluciones más, que autorizaron en primer lugar la aplicación de sanciones eco-

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nómicas, después un embargo marí t imo y, por ú l t imo, el uso de la l fuerza. Sin duda, la aplicación de aquellas resoluciones no se deriva­

ba plenamente de la Carta; por ejemplo, con un C o m i t é de Estado Mayor fenecido y con Rusia y China dispuestas a sancionar pero no

I a participar, la campaña militar contra Irak se convirtió en una alian-I za de hecho, dirigida y orquestada por Estados Unidos y con arsenal j estadounidense que abastecería a la mayor parte de las fuerzas de la | coalición. Tampoco el éxito de la operación se tradujo en alguna ] medida de seguridad más permanente, como que los gobiernos < aceptaran poner fuerzas militares a disposición de la O N U (como así

lo ampara el artículo 43) para desarrollar actividades en esta zona. Por tanto, no había ninguna garantía de que alguna crisis futura en relación con Irak provocara una respuesta idéntica a lo sucedi­do en 1990-1991.

Ese mismo tipo de tratamiento ad hoc de una crisis internacional tenía un precedente, casualmente, en la guerra de las Malvinas de 1982. N i China n i Rusia tenían n ingún interés en aquel conflicto, y tampoco una cautelosa Francia n i un Estados Unidos más eficaz pro­testarían por la contraofensiva británica contra Argentina. En caso de que tuvieran elección, como la tuvieron, los estados miembros prefirieron no entrometerse demasiado, sino más bien valorar cada emergencia tal como surgía y en función de si estaba implicado o no un miembro permanente.

Aunque según los intemacionalistas convencidos esta política pragmática hacía gala de una voluntad frágil, probablemente fuera un sabio modo de proceder. La solidaridad entre los miembros del P5 era siempre una plataforma frágil, incluso tras el fin de la guerra fría. Si en el futuro se producía una crisis en la que una potencia con derecho a veto se opusiera a la acción, el Consejo de Seguridad ha­ría muy poco. Si se producía en un plano de disputa distinto (es de­cir, inferior), el Consejo valoraría cómo responder. La geografía desempeñaría con frecuencia un papel tan importante como el de­recho internacional: ¿estaba el conflicto cerca de casa o en un lugar remoto? A l fin y al cabo, aparte de Estados Unidos, ninguno de lo* demás miembros permanentes o grandes potencias regionales que reivindicaban un escaño permanente en el Consejo, como India o

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Brasil, contaban con el «empuje» n i con la potencia de fuego que les permitiera actuar con éxi to en el extremo opuesto del planeta. Por consiguiente, si estallaban conflictos lejanos pero de proporciones considerables, habría sido imprudente insistir en la imposición agre­siva y generalizada de la paz como política habitual. Si el conflicto ora una guerra civil a pequeña escala, se emplearía a los diplomáticos ile la O N U para que negociaran una paz, y a cont inuación quizá po­drían intervenir los cascos azules encargados de mantener la paz. Pero ¿por q u é comprometerse a ciegas de antemano?

Pese a este tipo de cautelas, la operación contra Irak había su­puesto indudablemente una victoria para el sistema de seguridad de la O N U (sobre todo en op in ión de los estadounidenses), para la imagen del propio Consejo de Seguridad, para los creadores de la Carta y para el imperio de la ley; n i siquiera el hecho de que Sad-dam Hussein conservara el poder en Bagdad durante otra década podía restarle méritos a ello. Si este hubiera sido el fin de las opera­ciones de imposición y mantenkniento de la paz en la década de 1990, los funcionarios de la O N U y sus partidarios exteriores habrían con-(emplado el fin de siglo con satisfacción. Sin embargo, justamente mando este clásico caso de resolución y acción del Consejo de Se­guridad estaba llegando a su fin, algunos retos muy diferentes y m u ­cho más difíciles afloraron para sacudir hasta la raíz el sistema de las Naciones Unidas y plantear una pregunta aún más importante sobre la capacidad que tenía la organización mundial de satisfacer los no­bles objetivos que la Carta formulaba para la humanidad.

Esos retos fueron el repentino estallido de guerras civiles, de violencia étnica y religiosa, las violaciones masivas de los derechos humanos, las descomposiciones de la autoridad y las emergencias humanitarias producidas a principios de la década de 1990. Las exi ­gencias prácticas y operativas que estos muchos conflictos plantea­ron a la capacidad de mantenimiento de la paz de la O N U se anali­zan con detalle en el p r ó x i m o capítulo; ahora nos ocuparemos de lo que significaron para el Consejo de Seguridad y el secretario gene­ral. Mientras los miembros del Consejo escuchaban consternados y *e enteraban del desarrollo de las tragedias de Yugoslavia, Haití , So­malia, Africa central, el Cáucaso y otra docena de lugares más, solo

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podían concluir, por irónico que resulte, que la reciente crisis de Irak era en realidad muy simple comparada con todo esto.

¿Por qué las múltiples crisis de la década de 1990 planteaban una amenaza tan grave para el sistema de la O N U ? En primer lugar, el tipo de caos interno y desintegración del tejido social en lugares como Haití y Somalia sencillamente no estaba previsto en absoluto en la Carta. Como hemos visto, claro que había habido determina- • das crisis anteriores, como la del Congo en 1960, que proporciona­ban pistas para una acción de la O N U , aun cuando esa analogía no sirviera de nada si literalmente no había ningún gobierno con el que pudieran trabajar los organismos mundiales.

En segundo lugar, hubo demasiadas llamadas solicitando ayuda de la O N U en un período demasiado corto. Así, comprender ple­namente cada crisis y decidir después qué hacer con ella era prácti­camente imposible cuando el Consejo de Seguridad hacía frente uno tras otro a algún tema apremiante: Camboya, Ruanda, M o ­zambique, Hait í , Kosovo, etcétera. Sin embargo, el apremio por ac­tuar se vio alimentado por las clamorosas necesidades de tantos seres humanos y por el no menos importante hecho de que los medios de comunicación de todo el mundo ponían a diario estas tragedias en conocimiento del público en general. Si el Consejo de Seguridad hubiera comprendido y abordado correctamente la cuarta parte de estos casos, habría constituido una hazaña sobresaliente de la organi­zación; abordarlos todos, aun cuando se hiciera de forma moderada­mente adecuada, era inconcebible. Pero la Carta los obligaba a ello, y era lo que los parlamentarios, los votantes y, naturalmente, las co­munidades angustiadas esperaban que asumieran.

En tercer lugar, los recursos para ejecutar las muchas órdenes del Consejo de Seguridad eran completamente inadecuados. Claro que era una buena noticia que el Consejo trabajara estrechamente y a diario sin los agrios enfrentamientos del período de la guerra fría. Solo alguna vez (por ejemplo, en relación con el malestar ruso por las iniciativas contra Serbia a principios de la década de 1990) surgió la posibilidad de que se produjera un veto. Y ninguno de los cinco miembros permanentes tuvo motivos ulteriores en Africa, donde se estaban desarrollando la mayor de las tragedias. Alcanzar un acuerdo

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para autorizar una nueva operación de la O N U era todavía un asun­to lento, y los contingentes de paz y ayuda humanitaria solían llegar una vez que ya estaba hecho el daño más importante; pero la mayo­ría de las decisiones originaron pocas tensiones entre las grandes po­tencias. E l problema era que, al no disponer de un C o m i t é de Esta­do Mayor n i de fuerzas destacadas pertenecientes a los estados miembros, todo despliegue debía organizarse desde cero. Estaba muy bien que el Consejo autorizara una nueva operación en un de­terminado lugar del mundo, pero se dejaba al desafortunado secre­tario general que visitara a los miembros de la O N U , gorra en mano, pidiéndoles que contribuyeran con soldados, fuerzas policia­les, administradores, apoyo logístico y abastecimiento alimentario. Algunos miembros aportarían de buena gana fuerzas para distribuir alimentos en África central, pero se negarían a que sus tropas fueran destacadas entre serbios y croatas en Bosnia. Algunos países ofrece­rían tropas para el mantenimiento de la paz, pero rehusarían impo­nerla de forma coercitiva. Cada misión comportaba una combina­ción nueva y diferente de naciones colaboradoras, pero muchas de ellas carecían incluso de verdadera capacidad y necesitaban apoyo núlitar y económico antes de poder intervenir. Inevitablemente, esa distancia entre las promesas y el cumplimiento de las mismas no ha­cía sino dañar la reputación del Consejo de Seguridad y proporcio­nar munic ión nueva a quienes se oponían a la ampliación de las ac­tividades de la O N U .

Por ú l t imo, estaban los crecientes costes de toda esta actividad, ül presupuesto para el mantenimiento de la paz era siempre inde­pendiente, y se estimaba de diferente modo, del presupuesto gene­ral de k O N U . Si ya era difícil convencer a todos los países de que pagaran los costes de funcionamiento ordinarios del organismo mundial, hallar la financiación necesaria para cada acción de mante­nimiento de la paz suponía un reto tremendo. En 1993, y por p r i ­mera vez en su historia, los costes del mantenimiento de la paz eran entre dos y tres veces superiores al presupuesto ordinario anual de la O N U para el conjunto de la organización. Esta carga adicional re­cayó más sobre los hombros de los cinco miembros permanentes con más peso que sobre los de los miembros más pobres y desfavo-

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recidos* (como no podía ser de otra manera, puesto que eran pr in­cipalmente ellos quienes autorizaban el inicio de las misiones). Pero no todo el mundo lo entendía así, y el problema se acentuó a causa del giro a la derecha del Congreso de Estados Unidos a fina­les de 1994 y de la exigencia de este últ imo de que se renegociara la contribución estadounidense (de aproximadamente el 28 por ciento del presupuesto de mantenimiento de la paz). Con independencia de lo que opinara de esta demanda la gente de la época (tenía cierta lógica fiscal, pero los políticos que reclamaron el reajuste hicieron gala de una dureza y una sorna indebidas hacia el organismo mun­dial), dejaba a la Secretaria tiritando, hacía pedazos las finanzas y las competencias de la O N U , y aterraba y enojaba a muchos otros esta­dos miembros ante la aspereza de la exhibición de poder del Con­greso estadounidense.

E l resultado de todo esto fue que, a mediados de la década de 1990, las Naciones Unidas estaban deformándose por la pres ión. 9 Como veremos más adelante, hubo algunos éxitos inadvertidos en medio de esta crisis de múltiples facetas. Pero el hecho insoslayable era que en 1995 o 1996 el organismo mundial se había agotado. Las afortu­nadas «coaliciones de países serviciales» que se habían sumado con entusiasmo a las primeras misiones de pacificación, se quejaban de la fatiga del donante unos cuantos años después; pagar todas estas operaciones y, aún más, volver a proporcionar contingentes para cada nueva crisis agotaba la paciencia hasta de los estados miembros más leales. Y la triple catástrofe de Somalia, Ruanda-Burundi y Bos­nia durante mediados de la década de 1990 no solo había sembrado negras nubes acerca de las competencias de la O N U , sino que tam­bién había desencadenado problemas delicados acerca de la sobera­nía, la responsabilidad y la irnparcialidad. ¿Cuáles deberían ser las orientaciones del Consejo de Seguridad cuando los estados miem­bros se desmoronaran y la Carta no proporcionara n ingún principio de acción? ¿Acaso no se excedía en sus atribuciones al autorizar tan-

* Aunque a China y a una Rusia económicamente débil tras el desmorona­miento de la Unión Soviética se les asignó una cuota inferior debido a su bajo pro­ducto interior bruto (PIB) per cápita.

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tas intervenciones y esperar después que las naciones no pertene­cientes al Consejo, que no habían tomado parte en la toma de deci­siones, atendieran una y otra vez las peticiones de ayuda del secreta­rio general? Y si, por ejemplo, un país como India contribuía en las misiones de pacificación o imposición de paz de la O N U más que la mayoría de las naciones, ¿por qué no debería contar con un escaño permanente en el Consejo de Seguridad?

A medida que se iba aproximando el cincuenta aniversario del organismo mundial, cada vez había más demandas de reforma y cam­bio. En medio de todos estos acalorados debates, n ingún otro asunto era más polémico que el de la reforma del propio Consejo de Segu­ridad: su composición, sus poderes y su forma de proceder. Y los de­sacuerdos más profundos giraban en tomo a los asuntos gemelos del veto y de los cinco países que tenían derecho a esgrimirlo.

Era conveniente e importante que el organismo mundial revisa­ra sus propias estructuras ahora que habían pasado cincuenta años y la organización había cambiado tanto; en op in ión de muchos crít i­cos, era por suerte un tiempo ya pasado. Japón y Alemania, los ene­migos de la Gran Alianza medio siglo atrás (y a los que la Carta t o ­davía se refería en el artículo 53, como «estados enemigos»), eran ahora el segundo y tercer máximos contribuyentes al presupuesto de la O N U y consideraban que tenían derecho a un escaño permanen­te. Pero las mayores quejas sobre la situación existente procedían, eon toda la razón, de los países del mundo en vías de desarrollo, so­bre todo de los más grandes, como India, Brasil y México . Que las Í inco potencias vencedoras de 1945 poseyeran todavía sus privi le­gios especiales les parecía desde hacía mucho tiempo un anacronis­mo, especialmente dada la reducida extensión mundial de Gran Bre­taña y Francia. Aquello no era tan enojoso cuando la guerra fría había paralizado la capacidad del Consejo de Seguridad de hacer gran cosa, pero ahora que la O N U había pasado a su fase de activi­dad desenfrenada posterior a 1990, la configuración actual era m u -i l i o menos tolerable. Y lo era sobre todo porque, aparte de las ope­raciones en los Balcanes y de las nuevas tentativas de misiones en zonas de la antigua URSS, todas las decisiones del Consejo de Se­guridad sobre la intervención (o no intervención) afectaban a países

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del Sur. Desde el punto de vista de Nueva Delbi o Brasilia, la idea de incorporar al Consejo de Seguridad más estados ricos como Ja­p ó n y Alemania y ninguno del mundo en vías de desarrollo era sen­cillamente otro insulto más. A menos que las cosas se modificaran, y de forma espectacular, la autoridad del Consejo y el respeto que despertaba en la mentalidad de gran parte del mundo se verían más debilitados.

Pero ¿cómo iban a modificarse exactamente? Como veremos cuando expongamos la reforma del Consejo de Seguridad en el úl­t imo capítulo de este libro, todas las propuestas de cambio suscitaban de inmediato discrepancias sustanciales, incluso entre aquellos países en vías de desarrollo ansiosos por modificar el sistema existente. Ha­ber modificado esta estructura en la época de menor actividad hu­biera exigido un ju ic io salomónico que resultara inteligente, persua­sivo y aceptable para todas las partes. Es difícil de imaginar, incluso hoy día, qué supondría eso; realizar una reforma estructural durante las crisis de mediados de la década de 1990 era imposible. El orga­nismo mundial era único e irreemplazable, pero se había fraguado en circunstancias que lo volvían anticuado, aun siendo todavía cen­tral para el sistema internacional de cincuenta años después. Valiosas comisiones externas y comités de la Asamblea General de reciente creación trabajaban en vano. 1 0 Desde el exterior de sus muros, los críticos solicitaban una «limpieza del corral» y los congresistas conti­nuaban negándose a votar partidas económicas para satisfacer la cuo­ta estimada de Estados Unidos. Las peticiones de «reforma» aumen­taban, pero esa palabra significaba cosas diferentes para los distintos países, O N G e individuos. Las ideas del senador Jesse Helms acerca de reducir la O N U tenían poco en c o m ú n con el afán del gobier­no de India por obtener un escaño permanente en el Consejo de Se­guridad.

En resumen, el momento no era el adecuado. Otras propuestas incluso más modestas, como incorporar al Consejo unos cuantos miembros no permanentes adicionales, no fueron planteadas; ni tam­poco ninguna idea para resucitar el C o m i t é de Estado Mayor, n i la propuesta aún más asombrosa de Brian Urquhart y otros de crear un ejército permanente de la O N U a las órdenes del Consejo. Las inno-

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vadoras propuestas de financiación de mediados de la década de 1990, como gravar con un p e q u e ñ o impuesto las transacciones internacio­nales para financiar las operaciones de la O N U , quedaron en el ca­mino debido a la resistencia de los republicanos estadounidenses. En cuestión de unos pocos años, las esperanzas y los planes para fortale­cer el organismo mundial y aproximarlo a los objetivos de la Carta se habían desvanecido, no por completo pero sí de forma sustancial. Quizá no era tan terrible como pensaban los intemacionalistas en aquella época. Exigir que las Naciones Unidas modificaran su cons­titución de forma profunda e importante en la misma época en que batallaban con dieciocho misiones de pacificación e imposición de la paz, atravesaban por una crisis presupuestaria y mantenían reiteradas disputas con su miembro más poderoso, era quizá invitar a su desin­tegración y derrumbamiento. Hacían falta tiempo para respirar y medidas menos ambiciosas y polémicas.

Este era sin duda el sentido que tenía reemplazar como secreta­rio general a Boutros Boutros-Ghali por Kofi Annan. Ambos esta­ban entregados al organismo mundial, pero este ú l t imo parecía do­tado de más astucia política y podía llevarse bien con los espinosos políticos estadounidenses, restablecer la moral del personal y actuar a un ritmo menos frenético. Conjuntamente con el Consejo de Se­guridad, su oficina puso fin a algunas misiones y adelantó con m u ­cha prudencia otras nuevas; le favorecieron éxitos como el de con­seguir gestionar paso a paso la transición de T i m o r Oriental a la independencia a partir de 1999. Las medidas prácticas para adelan­tarse y atajar crisis, así como para fomentar las labores de reconstruc­ción tras un conflicto, confirieron a la O N U una apariencia más competente, y el ánimo polít ico estadounidense se tornó menos hostil. E l secretario general era plenamente consciente de la espan­tos;» y creciente brecha entre las necesidades del mundo y sus recur­sos, y reconoció la atemperada voluntad de ayudar de los estados miembros más ricos. Pero tampoco veía n ingún sentido en adoctri­narlos; era mucho mejor propugnar una política de educación pau­sada. Todavía había muchas misiones sobre el terreno, además de aquellos problemas que se cocían lentamente entre estados y que se negaban a desaparecer: el irregular proceso de paz palestino-israelí,

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la eterna disputa entre India y Pakistán acerca de Cachemira, la ame­naza constante de Saddam Hussein y, jun to a todos ellos, la erupción de nuevas matanzas en África (Congo, Sierra Leona).

Por consiguiente, la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad entraron en el siglo xxi con un ánimo cauteloso, por no decir escarmentados. Las ideas de cambio de mayor envergadura ya no resultaban atractivas, si es que lo habían sido en algún momento para el P5. El énfasis recaía ahora sobre la vertiente práctica, no so­bre la teoría, que ayudara a que el gobierno estadounidense conven­ciera al Congreso para restaurar el pago de su cuota completa de los gastos del organismo mundial. En el Consejo había diferencias de enfoque y de opin ión acerca, por ejemplo, de Palestina o de cómo tratar a Irak, pero en términos generales funcionaba sin asperezas. Aunque, como ya hemos mencionado con anterioridad, la O N U todavía se enfrentaba a un volumen importante de conflictos regio­nales, su número y su gravedad había disminuido desde los tiempos de crisis de mediados de la década de 1990. Pese a todas las distrac­ciones, Arman parecía obtener cada vez más éxitos a la hora de lla­mar la atención sobre África, el continente que se enfrentaba a la mayor concatenación de retos, y en lograr que la opin ión pública reconociera que los esfuerzos para ayudar a las sociedades africanas debían i r acompañados no solo de recursos sustanciales, sino sobre todo de una labor colectiva inteligente por parte de todos los miem­bros de la O N U , además de las O N G , las iglesias y las empresas mul­tinacionales. Según esta perspectiva holística y más amplia, el Con­sejo de Seguridad no es sino uno de los actores; sin duda un actor vital, porque todas las comunidades necesitan sus vigilantes noctur­nos y sus policías, pero es necesario mucho más para que la comu­nidad mundial esté satisfecha y sea próspera.

En este escenario relativamente más calmado se estrellaron los pilotos suicidas de Al-Qaeda el 11 de septiembre de 2001, y rápida­mente se t o m ó conciencia de que el mundo había descubierto, con toda gravedad, una forma de amenaza para la seguridad diferente de la que procedía de los estados transgresores. Dada la atrocidad del golpe sufrido por Nueva York y la consecuencia de que nadie esta­ba a salvo de algo similar (la mañana en que se produjeron los ata-

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ques el propio edificio de las Naciones Unidas fue desalojado, por temor a que existieran más planes suicidas), tanto el Consejo de Se­guridad como la Asamblea General se apresuraron, por supuesto, a manifiestar su solidaridad y unirse a la lucha contra el terrorismo.

Las acciones que siguieron a los ataques de Al-Qaeda recogen adecuadamente la naturaleza multidimensional que ha adoptado el sistema internacional a principios del siglo xxi . Muchas de ellas no fueron necesariamente obra del propio organismo mundial, pero i n ­dicaban que existía algo similar a una comunidad global. Se pro­dujo una impresionante cooperación entre bancos centrales, fuerzas policiales y servicios de seguridad de todas partes, como respuesta a las peticiones directas de Washington, para congelar todos los acti­vos relacionados con organizaciones terroristas y detener a células locales. Los países que combatían a los terroristas de su propio terr i ­torio o a los movimientos revolucionarios que empleaban el terror romo una más de sus herramientas, se dieron cuenta de que tenían mucho más en c o m ú n de lo que pensaban anteriormente.

Pero estas respuestas también dieron lugar a consecuencias m u ­cho más cuestionables para las Naciones Unidas y supusieron un reto para ese enfoque holístico de los problemas del mundo men­cionado pocos párrafos más arriba. Si había que reajustar y reorien­tar el organismo internacional para emprender una cruzada contra el terrorismo allí donde acechara (una aplastante adición a las atribu­ciones de la Carta original), entonces, cualquier estado miembro •me eliminara a los disidentes internos, como, por ejemplo, a los grupos étnicos escindidos, podía caer en la tentación de justificar sus acciones describiendo a la oposición bajo esa misma rúbrica. Lleva­do hasta un extremo demasiado lejano, y empleado con cinismo, esto debilitaría aún más un rég imen internacional de derechos h u ­manos para el que ya era difícil abordar las muchas violaciones y transgresiones del momento. A los defensores de la O N U también les preocupaba la naturaleza de la misión militar de los meses poste­riores contra las fuerzas talibanes y de Al-Qaeda en Afganistán. ( ttalquiera podía ver, y la Casa Blanca estaba feliz de proclamarlo, que esta era una operación abrumadoramente estadounidense, más incluso de lo que lo habían sido la guerra del Golfo y la guerra de

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Corea; las pequeñas contribuciones de otras naciones y la retórica pública gubernamental acerca de la alianza mundial contra el terror no podían ocultar el hecho de que se trataba de otra operación d i r i ­gida por el Pentágono obedeciendo las órdenes del presidente. Des­de 1950, la inmensa mayoría de las acciones militares estadouni­denses, o bien no fueron sancionadas en absoluto por el Consejo de Seguridad (Vietnam, América Central) o bien fueron operaciones «subcontratadas» respecto de las cuales el Consejo pensaba que no recaían verdaderamente dentro de su ámbito (Corea, la guerra del Golfo, Mogadiscio, Afganistán). Las grandes potencias suelen ser creaciones obstinadas y exigentes, pero en el amanecer del siglo XXJ no era agradable para los internacionalistas liberales pensar que el principal órgano de seguridad de la O N U pudiera convertirse en un mero sello de caucho de su miembro más poderoso y autoritario, so­bre todo cuando Estados Unidos parece estar acumulando una lista de estados transgresores y regímenes malvados para posibles trata-

, mientos en el futuro.

U n año después, aquellos temores liberales se plasmaron en la decisión de la Casa Blanca de derrocar a Saddam Hussein, lo cual d i ­fícilmente podía calificarse de un acto de «legítima defensa» ni si­quiera «estirando» de algún modo el artículo 51 de la Carta. Las dis­putas del Consejo de Seguridad acerca de entrar en guerra con Irak

> en 2002-2003 revelaron, con mayor énfasis aún, el problema espe­cial de si Estados Unidos podía ajustarse al sistema y c ó m o lo haría. Para los críticos antiestadounidenses de Francia, Alemania y muchas otras partes del mundo, este parecía un problema tan grave como el

» del propio terrorismo. ¿ C ó m o iba a tratar el Parlamento de la H u ­manidad a una única nación autoritaria que en 2003 gastaba en ar­mamento tanto como el resto del mundo junto? Irónicamente, el debate sobre los privilegios de los cinco miembros permanentes es­taba ahora ensombrecido por el intenso debate internacional acerca de la posición única y monopolar que Estados Unidos ocupaba en el

| sistema de los estados. El desafío había estado presente desde 1945, | cuando Estados Unidos casi se acercó a producir la mitad de la pro-j ducción total del mundo; pero en aquella época Estados Unidos 1 contaba con un liderazgo político que, por lo general, estaba dis-

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E L A C E R T I J O D E L C O N S E J O D E S E G U R I D A D

puesto a refrenar para apartarse del unilateralismo y depositaba gran­des esperanzas en la reforma del sistema internacional. Más de medio siglo después, el punto muerto en el Consejo de Seguridad demos­traba que esos sentimientos multilateralistas habían disminuido, tanto en Washington como a lo largo y ancho del interior de Estados U n i ­dos. También revelaba que el gobierno estadounidense podía hacer literalmente lo que quisiera si estaba respaldado por el Congreso.

Sin embargo, en otros aspectos las disputas internas del Consejo de Seguridad acerca de Irak no resultaban en modo alguno nuevas para cualquiera que estuviera familiarizado con los duros enfrenta-mientos de la década de 1960, y por tanto no deber ían haberse con­siderado tan sorprendentes. Francia insistía, una vez más, en su de­recho constitucional al veto a menos que la acción militar propuesta por Washington contra Irak se produjera bajo el estrecho control del Consejo; y Estados Unidos, perdiendo la paciencia ante el hecho de que Saddam Hussein había desafiado diecisiete resoluciones anterio­res, decidió dar un paso adelante sin que hubiera otra más que lo au­torizara explícitamente. E l tono de mutuo menosprecio entre París y Washington era lamentable, a menudo juveni l , pero en todo caso podía sostenerse que el sistema funcionaba, puesto que las potencias con derecho a veto siempre eran diferentes de las demás. Y la ima­gen del primer ministro Tony Blair volando de un lado al otro del Atlántico haciendo esfuerzos agotadores por obtener un acuerdo re­cordaba un tanto a similares políticas británicas de 1943-1945, du ­rante la crisis cubana de los misiles o la guerra de Vietnam; tratar de encontrar un modo de impedir que Estados Unidos abandonara de-íinitivamente el corral. Quienes en aquella época afirmaban que las Naciones Unidas habían «fracasado», se equivocaban. Lo que había sucedido era que uno de los mecanismos de corte del circuito (fusi­bles) incorporados al sistema de 1945 se había disparado. Esto no pretende restar importancia a la rabia y a los prejuicios de tantos es­tadounidenses en una época en que suponían, inexactamente, que podían esperar solidaridad mundial. Tampoco significa desechar el i n ­menso pesimismo que se vivía tanto en círculos favorables a la O N U como en muchos gobiernos extranjeros cuando contemplaban c ó m o empeoraban las discrepancias en el Consejo de Seguridad y se preo-

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