EL ARRIATE DE LOS ALIGUSTRES - CVC. Centro …...se ha cumplido el día. Y parece que hay momen tos...

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Los Cuadernos Inéditos EL ARRIATE DE LOS ALIGUSTRES Jorge Cela Trulock U na tontería. Una tontería solemne. Te levantas. Miras de nuevo el desperta- dor. Son las siete y cinco, es la hora. Miras para adentro y no ves más que unas ganas terribles de quedarte donde estás. Ni si- quiera de seguir durmiendo porque, aunque te ha- ces ilusiones de tener sueño, sabes que no, que ya no hay sueño. Son muchos años de levantarse a la misma hora y el cuerpo se ha acosmbrado. Al sentarse en l a cama caen los pies práctica- mente dentro de las zatillas. Te alegras un poco y no te das cuenta de que ese rictus interior de alegría es el que te traiciona; marca el camino malo, el de la costumbre, el de la conrmidad. Coges tres pelotas y las tiras por orden al aire, de manera que una esté siempre en el aire, rotando, y dos en las manos, una en cada una, rotando. Cuando consigues aprenderlo, una de dos, o te vas al circo o te pones las zapatillas según te vas sentando. El cuerpo duele ligeramente por algunos luga- res. Con la ginasia, te contentas, enseida te entrarán los húesos en juego. Otra gracia de la costumbre. El sábado o el domingo me levantaré, sí, a la misma hora y me iré a la cocina. Cogeré pan, chorizo y una botella de vino y comeré y beberé sin tino, todo... Luego llega el día, y el turo se presenta de manera tan distinta que ni te acuerdas de los pensamientos que tuviste el mar- tes o el miércoles, por ejemplo. Te traicionas. Aquello que pensaste ya no parece ni tuyo. Era aquel tonto del miércoles. Hoy es distinto. Te levantarás despacio. Ahora, el eitado. Después, un poco de pan. Los dientes. Te asomas, no hace mal día. El cuerpo automáticamente, ¡cuántos sábados y domingos hay detrás!, se encamina a lo que su reloj interior le ordena. El lunes está muy lejos, pensamos. Las horas vividas lentamente nos ale- jan l a vuelta a la rutina, desde la rutina. Qué poco razonable es todo. Sientes en ti la huida constante hacia el pequeño turo de la hora siguiente, del proyecto del veraneo... Lo mismo que cuando decías: cuando sea mayor... No te sirve nada de lo puesto, se ha quedado viejo y o. Pero en el armario no hay tra j es de colores, ni chaquetas sin mangas, ni pantalones sin ponerse. Todo es percto. El orden, la utili- dad de las cosas. El razonable vivir de la historia. -Tenemos que ir a la compra. -Ya me lo imagino. Pero hoy es martes. Ni te cases ni te embar- ques; no, porque no es trece... O eso es otra cosa, es igual. Hoy es martes. Y piensas que ayer ya e lunes, y mañana miércoles. La semana está chu- 6 pada, a poco que te descuides. Así vas pasando el rato, hasta que la muerte nos separe. A media mana te sentirás a gusto entre todos los enanos de trabajo... Del trabajo, y caes en la cuenta de que no estás parado. Que ya pasan de dos millones. Y con eso del afeitado estás ente al espejo y te sientes entre horrible y aburrido, pero tienes trabajo. Hace, ¿hace cuánto?, tiempo te mirabas al espejo y tenías esa cara y ese aburri- miento y una luz gris en el ndo de los ojos que no te dejaba ni sentir la más mínima alegría por el acontecimiento más jocoso que ser pudiera. Era un algo desconocido, pero que todo el mundo veía. Te recorría la espalda vertiginosa- mente sin apoyarse siquiera. Y no veías luz, ciego, absolutamente ciego, sin ver más que tu luz gris en el interior del ojo. Y era cosa horrible ver cómo los demás sin ver tu ndo de ojo lo veían. Mientras los pelos de la barba, entre eitado y eitado, crecían invisiblemente. No es para con- tarlo, menos para suirlo, tampoco para recor- darlo. Cuando se vive no hay otro remedio que vivirlo, pero después quizá sea m or dejarlo quieto en el ndo del recuerdo; sólo que de cuándo en cuándo sale a relucir y pece que aquella pequeña miseria personal te ayuda, hoy, a suir, a cambiar al menos la rutina. Es algo supe- rior a tan pequeño y diario existir. Fue la batalla, la guerra del abuelo, el lobo misericordioso de Caperucita. Mirabas por la ventana cuando todo el mundo estaba trabajando y los niños que jugaban en la calle no eran niños, y el tíempo pasaba despacio primero, pero al pronto locamente, de tal rma que no había tiempo para nada. Atrás, dentro de la casa, de cuando en cuando sonaba algo, una puerta que se cerraba, el telé- no, un leve chirrido de la madera, cualquier cosa. Y era suficiente para que se echara a rod una lágrima de desoladón. No era tristeza, ni pena, ni suimiento: era un desierto de desespe- ranza. La lluvia no podía volver a existir. Nunca más volvería a lucir el sol. Eran momentos verda- deramente desagradables. Su recuerdo, aún hoy., después de tantos años, me hace ver la luz gris dentro de los os y sentir que los demás la ven en el ndo de mi pensamiento. No, el del coche no tenía-razón... Fue él el que se cruzó y no el del autobús. La trifulca calle j era desde la ventana le hizo tomar ptido. La trampa de la justicia le hizo olvidar un instante su amar- gura. Fue un momento perdido en lo del otro; el prójimo que nunca existe. Aquel que nunca con- testó a la llamada a la puerta. Y tú, allí, preocu- pado con la razón o la sinrazón del conductor del autobús... El hombre es poco constante y varía de la tris- teza a la aleía torpemente; del odio al amor, sin motivo realmente cierto. Por aquella ventana se eron millones de horas suidas. Seguro que aquel que va por allí tiene trabajo. Seguro que es todo un macho...

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Los Cuadernos Inéditos

EL ARRIATE DE LOS

ALIGUSTRES

Jorge Cela Trulock

U na tontería. Una tontería solemne. Te levantas. Miras de nuevo el desperta­dor. Son las siete y cinco, es la hora. Miras para adentro y no ves más que unas

ganas terribles de quedarte donde estás. Ni si­quiera de seguir durmiendo porque, aunque te ha­ces ilusiones de tener sueño, sabes que no, que ya no hay sueño. Son muchos años de levantarse a la misma hora y el cuerpo se ha acostumbrado.

Al sentarse en la cama caen los pies práctica­mente dentro de las zapatillas. Te alegras un poco y no te das cuenta de que ese rictus interior de alegría es el que te traiciona; marca el camino malo, el de la costumbre, el de la conformidad. Coges tres pelotas y las tiras por orden al aire, de manera que una esté siempre en el aire, rotando, y dos en las manos, una en cada una, rotando. Cuando consigues aprenderlo, una de dos, o te vas al circo o te pones las zapatillas según te vas sentando.

El cuerpo duele ligeramente por algunos luga­res. Con la girgnasia, te contentas, enseguida te entrarán los húesos en juego. Otra gracia de la costumbre. El sábado o el domingo me levantaré, sí, a la misma hora y me iré a la cocina. Cogeré pan, chorizo y una botella de vino y comeré y beberé sin tino, todo ... Luego llega el día, y el futuro se presenta de manera tan distinta que ni te acuerdas de los pensamientos que tuviste el mar­tes o el miércoles, por ejemplo. Te traicionas. Aquello que pensaste ya no parece ni tuyo. Era aquel tonto del miércoles. Hoy es distinto. Te levantarás despacio. Ahora, el afeitado. Después, un poco de pan. Los dientes. Te asomas, no hace mal día.

El cuerpo automáticamente, ¡cuántos sábados y domingos hay detrás!, se encamina a lo que su reloj interior le ordena. El lunes está muy lejos, pensamos. Las horas vividas lentamente nos ale­jan la vuelta a la rutina, desde la rutina. Qué poco razonable es todo. Sientes en ti la huida constante hacia el pequeño futuro de la hora siguiente, del proyecto del veraneo ... Lo mismo que cuando decías: cuando sea mayor ...

No te sirve nada de lo puesto, se ha quedado viejo y feo. Pero en el armario no hay trajes de colores, ni chaquetas sin mangas, ni pantalones sin ponerse. Todo es perfecto. El orden, la utili­dad de las cosas. El razonable vivir de la historia.

-Tenemos que ir a la compra.-Ya me lo imagino.Pero hoy es martes. Ni te cases ni te embar­

ques; no, porque no es trece ... O eso es otra cosa, es igual. Hoy es martes. Y piensas que ayer ya fue lunes, y mañana miércoles. La semana está chu-

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pada, a poco que te descuides. Así vas pasando el rato, hasta que la muerte nos separe.

A media mañana te sentirás a gusto entre todos los enanos de trabajo ... Del trabajo, y caes en la cuenta de que no estás parado. Que ya pasan de dos millones. Y con eso del afeitado estás frente al espejo y te sientes entre horrible y aburrido, pero tienes trabajo. Hace, ¿hace cuánto?, tiempo te mirabas al espejo y tenías esa cara y ese aburri­miento y una luz gris en el fondo de los ojos que no te dejaba ni sentir la más mínima alegría por el acontecimiento más jocoso que ser pudiera.

Era un algo desconocido, pero que todo el mundo veía. Te recorría la espalda vertiginosa­mente sin apoyarse siquiera. Y no veías luz, ciego, absolutamente ciego, sin ver más que tu luz gris en el interior del ojo. Y era cosa horrible ver cómo los demás sin ver tu fondo de ojo lo veían. Mientras los pelos de la barba, entre afeitado y afeitado, crecían invisiblemente. No es para con­tarlo, menos para sufrirlo, tampoco para recor­darlo. Cuando se vive no hay otro remedio que vivirlo, pero después quizá sea mejor dejarlo quieto en el fondo del recuerdo; sólo que de cuándo en cuándo sale a relucir y parece que aquella pequeña miseria personal te ayuda, hoy, a sufrir, a cambiar al menos la rutina. Es algo supe­rior a tan pequeño y diario existir. Fue la batalla, la guerra del abuelo, el lobo misericordioso de Caperucita.

Mirabas por la ventana cuando todo el mundo estaba trabajando y los niños que jugaban en la calle no eran niños, y el tíempo pasaba despacio primero, pero al pronto locamente, de tal forma que no había tiempo para nada.

Atrás, dentro de la casa, de cuando en cuando sonaba algo, una puerta que se cerraba, el telé­fono, un leve chirrido de la madera, cualquier cosa. Y era suficiente para que se echara a rodar una lágrima de desoladón. No era tristeza, ni pena, ni sufrimiento: era un desierto de desespe­ranza. La lluvia no podía volver a existir. Nunca más volvería a lucir el sol. Eran momentos verda­deramente desagradables. Su recuerdo, aún hoy., después de tantos años, me hace ver la luz gris dentro de los ojos y sentir que los demás la ven en el fondo de mi pensamiento.

No, el del coche no tenía-razón ... Fue él el que se cruzó y no el del autobús. La trifulca callejera desde la ventana le hizo tomar partido. La trampa de la justicia le hizo olvidar un instante su amar­gura. Fue un momento perdido en lo del otro; el prójimo que nunca existe. Aquel que nunca con­testó a la llamada a la puerta. Y tú, allí, preocu­pado con la razón o la sinrazón del conductor del autobús ...

El hombre es poco constante y varía de la tris­teza a la alegría torpemente; del odio al amor, sin motivo realmente cierto.

Por aquella ventana se fueron millones de horas sufridas. Seguro que aquel que va por allí tiene trabajo. Seguro que es todo un macho ...

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Tantas cosas seguras cuando se está instalado en lo malo, al contrario de lo bueno, que no es nunca seguro. Por lo menos su espacio está lleno de reticencias, de dudas, de miedos.

Es difícil recrear el pasado para contárselo a los demás; es difícil, inútil y estúpido, porque a nadie interesa nada de los demás. El recuerdo es poco agradable, lleno de basurillas ,que tapan, que ane­gan todo lo que de bueno podría haber.

Sí, por la ventana se veía jugar a los niños, alegres, vivos, chillones. Tú también tuviste un triciclo y alguna vez fuiste a remar. Sí, y otras cosas que no pretendo olvidar.

Es todo tan efímero; esperar siglos, casi siglos, para que llegue algo bueno y cuando llega en un segundo queda atrás.

Pero estamos a hoy. ¿Qué es hoy? Lunes, eso no hay duda, ¿del mes?, ¡;í, 23 de mayo de 1983. Será un día muy largo, pero pasará. Mañana, to­tal, martes. La semana pronto estará vencida. El sábado y el domingo ...

Y llega el martes, y se podría seguir eterna­mente, como sigue el temor, a vivir, a despertar, a viajar, a salir a la calle, a ir al cine, a enfermar, a morir. Es un miedo total a lo que sea que a cada segundo se va salvando, se va sorteando. Cuando llega la noche, tras cerrar la puerta con siete ce­rrojos, la familia a resguardo, una sensación de nada, de paz, lo inunda todo. Ya está, se dice. Ya se ha cumplido el día. Y parece que hay momen­tos en que el miedo, a vivir sobre todo, se va, y

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pasan los días, poco a poco, pero, caramba, pa­san, ya lo creo. Entonces, una chica que podría haber sido novia es hija. Esa es la cosa. Tan sencilla. Claro que sus hijos serán nietos tuyos, y asunto arreglado.

Queda el rato de la gran libertad, encerrado entre cuatro paredes, sin necesidad de escoger nada, sin ninguna posibilidad, la libertad absoluta. Sólo descansar un rato entre la cena y el momento de irse a la cama a dormir.

Se mira para atrás el día, y pasó sin más. Nada importante, hasta quizá siempre lo mismo. Unas horas de ajetreo rutinario con mucha necesidad de esperanza que sólo de cuándo en cuándo, en ratos tan fugaces como aislados, se consiguen tener. Fue a las cinco y cuarto, más o menos; a las siete menos veinte, minuto arriba, minuto abajo ... Casi con esa exactitud recuerdas los momentos real­mente repletos de esperanza. Una de las veces, tenía a mi alrededor una pequeña nube de polen, verdaderamente revuelta; los copos blancos, fuga­ces, cambiaban de dirección vertiginosamente en quebrados de tan livianos que son.

Otro momento ... , pero ahora no hace al caso. Ahora lo que importa es que el papel llegue, la tinta no se acabe, la ilusión por ir ocupando el papel siga en pie, como la necesidad cruenta e incómoda de escribir estas líneas que pocos lee­rán.

Es la historia mínima, la más reducida, la que se va desgranando aquí, lo que interesa terminar por

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hoy. Se trata de ir trabajando poco a poco con la teoría de la vieja y el copo. No es otra cosa, lo aseguro. Y sentirse complacido con uno mismo. Pero cambiemos.

Fueron momentos muy malos. Eso de estar pa­rado es cosa terrible. No tuve ayuda, además. El me dijo, pídeme lo que quieras, hay que arreglar tu situación. Paseábamos por el jardín. Me han dicho que andas mal. Cómo iba a andar, mal, pues mal, con el horizonte tapado. Fue antes cuando estuviste a punto de romper la baraja de nuevo. Tenemos que hablar, vernos un día. Y, rápida­mente, sin posibilidad casi de pensar, se me ocu­rrió aquello de, ¿hablar?, ¿vernos?, ahora pode­mos hacerlo. Aquella vez, sería la necesidad, no tuvo que cerrarse la puerta para reaccionar. Lo hice a tiempo. Y paseábamos por el jardín. Ha­blando de mí, como si fuera otro, un extraño. No sólo para él, sino para mL Yo no podía ser aquel que paseaba, que estaba sin trabajo. No podía ser. Y claro que se habla, se habla un rato, no fue mucho, y quedamos en que había que hacer algo, en que había que resolver inmediatamente aquella situación. Con decirlo parecía que ya se estaba arreglando. Además, empezaba a aburrir aquel paseo desganado, en el que se había dicho todo en unos segundos y duraba minutos, pocos, pero car­gados de nada, o de ahora cuando termine de mostrar interés tomaré un café con leche, te­niendo ganas; o lleno de unas ganas locas de ter­minar todo aquello _que parecía una farsa. Uno intentando sin demasiada fe en que el otro se interesara en el problema; y éste haciendo el pa­ripé de que estaba muy preocupado con la situa­ción del otro. Fue un ridículo paseo perfectamente escenificado. Los otros miraban nuestras idas y venidas sabiendo de qué se trataba y formando su opinión en su pensamiento; cada uno: ojalá se lo arregle; así dejará de pesar su situación en noso­tros; esas cosas pasan; quiere que se arregle todo a toque de corneta. Todos con su papel. Y allí se acabó. Se dijeron adiós y hasta hoy.

No, nada se podía arreglar cuando anda el odio por medio. Luego, alguien dejó una planta de re­galo entre los barrotes de la verja, escondida.

Todo aquello se confunde, lejos en el recuerdo, pero malo y hasta canallesco. ¿Conoces a fulano?, ¿ conoces a fulano?, ¿ conoces a fulano?, y tres noes fueron la contestación. La historia se conoce a sí misma, poco a poco. El puzzle se recompone por sí solo; el azar es cuestión de tiempo. Tiras las fichas al aire y antes de llegar al infinito, un día de pronto, quedarán todas en su lugar colocadas y podremos ver la cara del león, igual que la de la tapa del juego.

El tiempo todo lo ordena, la simetría se cumple. Así se fueron descubriendo las mentiras y las ra­zones del odio: la envidia, ¿por qué?, porque la envidia es libre y no es difícil de enganchar. Sólo porque es el otro se le tiene envidia. Sólo porque desconoces que para su persona basta con serlo y poco, sin importancia, sin darse importancia, con

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cierta humildad terrible y soberbia. Y callar, callar siempre. Ahí debe estar el truco del odio, de la venganza en la imposible envidia que produce el menos importante al más importante; el humilde al soberbio; el débil al fuerte. Sobre todo cuando los baremos, las normas calificadoras de la importan­cia las tienen los oficialmente importantes. ¿ Y qué queda por hacer? Despreciar. El desprecio no se gasta ni consume energías, como el odio o como el amor.

Allí, en el jardín, padecí un monólogo monó­tono: las palabras, las frases formaban ramas, ra­mitas, toda una enredadera .que subía, subía. Hasta llegar a algún punto álgido en el que el que hablaba -yo escuchaba, ya te conté- no llegaba a ningún lugar, a ningún lado, quizá a una altiplani­cie donde por encima ya sólo tienes cielo. Y ahí, en ese lugar, en ese momento, comienza a contar, a decir que estaba muy preocupado con la situa­ción del otro. Desde el fondo miraban los especta­dores, los otros de siempre, y hacían sus conjetu­ras mentales, pero sobre todo traducían: cómo se preocupa de la situación del otro. Es un hermano cabal, como debe ser.

No, es que sabes, están hablando de su futuro, de él; ¿de ese?; no, del otro. Se preocupa mucho por todo lo que le rodea. Es una gran persona.

Después te vas asqueado, pegando patadas a las piedras, pagar en ellas los pequeños asesinatos de cada día. Es igual.

El camino de vuelta fue algo más grato. Con contar la escena, los tiros contra su persona se desviaban al otro. Es una canallada. Siempre que­riendo quedar bien.

En casa se podía beber algo de vino y mirar para el cielo, ahora que ya estaba oscureciendo. Las montañas violáceas al fóndo, al contraluz de la tenue claridad que aún el sol querría dejar para siempre en el último lienzo del horizonte.

De todas formas, hay por delante unos días de cierta tranquilidad, al margen imprevistos. El de­sempleo no tendrá que cobrarlo hasta primeros de mes; las gestiones para el horrible nuevo trabajo están inevitablemente paradas por las vacaciones de verano. Hoy, hay blanco a quien tirar los pelo­tazos.

Llegaba el momento más lento y suave dentro de la amargura. La noche cerrada, el mantel de estrellas allá en lo alto. Hoy no hay luna. Con un poco de suerte pasará un satélite y podré avisar a los chicos. Un pitillo vendría bien, pero lo dejó hace algún tiempo y sería una pena volver a fu­mar.

Es seguro que detrás de tanto azul haya alguna solución, no se ve, no se puede ver, pero se en­cuentra a la vuelta de algo que está ahí delante; y el cuerpo y las vísceras se van detrás del pensa­miento como en un vértigo hasta casi alcanzar lo deseado.

Puede que no llegue, pero mientras viviré con algo más .que la ilusión, con un bagaje cierto en el bolsillo del pantalón, por ejemplo. No, en ese no,

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que al sacar el pañuelo se te puede caer el dinero al suelo. Dentro de un rato nos iremos a dormir, despacio si es posible, medio despierto, velando las preocupaciones, pero retardando siempre la llegada de la luz, la delatora. Y la frase se hace inevitable, si no amaneciera ...

Mañana todavía será un día de tranquilidad. Las obligaciones ciertas están aún algo lejanas. Habrá, sí, que cuidar el jardín; inventar algún trabajo que resulte, pintar una puerta, o las rejas del lado oeste, están un poco ajadas. El trabajo entretiene a uno y gustan los resultados a los demás.

Pones un tiesto en esa esquina, recavas un poco la tierra de los aligustres y la limpias de hojas, y el rincón queda que parece otra cosa. Y, ¿qué has dedicado a ello? Media hora escasa y has traba­jado; has ayudado a que te baje la tripa que siem­pre tiende, a determinada edad en adelante, a sa­lirse para enfrente; has sudado y te acuerdas de la cosa bíblica, y piensas que la comida del medio­día, aunque parado, puedes mecerla un poco.

Mientras trabajabas, en cuclillas, cerca del suelo, con las manos entre la tierra ... Los ojos, siempre los ojos en el cogote, mirándote, puestos en ti. Y mientras revuelves la tierra para sacar un cristal, un papel de caramelo, un trocito de plás­tico, la atención tuya, poco a poco, muy poco a poco, se te va de las manos, se recoge bifurcada por cada uno de los brazos, sube muy lentamente,

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ahora hasta casi un codo dolía ligeramente, sigue subiendo ... Al final de los brazos, en los hombros, pongamos, la misma atención se despista un pelo, titubea, para de pronto caer en el cogote. Sí, son unos ojos que están mirando. Y esos ojos, sin verlos porque estás de espaldas, tienen algo de desprecio, quizá no tanto como desprecio, por el que está ahí, parado; pero también, seguramente, no me digas que no, sienten, y lo reflejan, alguna forma de conmiseración, algo positivo que, si se explicara de palabra, gustaría oírlo.

Se volvió y allí estaba, pero, ¡Dios!, a lo mejor la cara sonreía. Era una tregua. Eran las treguas que necesariamente tienen que tener los guerreros para poder sobrevivir mientras no llega la muerte.

Y sonreía. Y decía esa cara, esa boca, esos ojos, esa nariz, todo belleza simplemente porque algo de amor respiraban, trascendían, y decía, cuento yo: está quedando muy bonito. Y tu cora­zón no estallaba, pero se exultaba dentro de esa caja adolida que es el pecho. Sí, sencillamente afirmabas. Gracias. Para eso lo hago, estaba un poco sucio.

Fue sólo eso. Se volvió y yo volví al trabajo, pero con mucho más ahínco. La evidencia de que tras lo bueno viene lógicamente lo malo me atena­zaba, me dejaba sin ánimo. No obstante, la dul­zura de la escena anterior no la querías perder. Te relamías, un poco de sudor te saló la lengua. La emoción llegó incluso a los lagrimales.

¡Cuánta belleza! La estética del sufrimiento, o su lado positivo, o sus signos de vitalidad. No es deseable sufrir, pero cuando sufres estás sumando de alguna manera méritos en una cuenta que nadie lleva. Y además es posible que sufriendo te sien­tas mucho más vivo, más cercano a las fuentes de tu propia energía. Hay un sendero hacia las pro­pias entrañas que, seguramente, en otras tesituras no podrías recorrer.

Los huesos de estar en cuclillas se estremecen y luego duelen al estirarse. Habría que hacer alguna gimnasia. Al estirar el cuerpo sintió, a pesar del casi dolor, un agradable restablecimiento del cuerpo. Un suspiro profundo completó el cambio de postura.

El sol empieza a picar, hace calor. Todo podría ser perfecto, pensó, pero echó a un lado, con un gesto de la cabeza que salpicó la tierra de sudor, el pensamiento. De la cabeza no se iba, no podía, era imposible, estaba grabado, pero se podía, in­cluso con frecuencia, esconderlo en algún lado del cráneo.

Las montañas se encontraban ahí mismo, casi debajo de nosotros, o algo debajo de nosotros. Por entre los pinos se iban los ojos descubriendo la libertad hasta lo alto del monte. Allí se quedaba un poco nuestra persona y contemplábamos el valle a lo lejos, una ardilla inexistente, un zorro, una comadreja, un águila, ya desaparecidos, a tiro de una piedra. Y era fácil pensar en la vuelta a la naturaleza, en Robinsón, en el anacoreta, en el

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vagabundo, en el pastor. Una cuchara, un plato y un techo. Nada más. Una voz te hacía volver a estar donde estabas.

Necesitaba estar con los míos, al lado, tocándo­nos los cuerpos, bebiéndonos los alientos de los otros, pero su cercanía me hacía mirarme para adentro y contemplar el terrible sufrimiento que necesitaba. Cuando nos alejábamos por cualquier pequeña gestión, el cuerpo se me iba hacia ellos quizá para ver si al mirarme sus ojos me descu­brían, no milagrosamente, sino como si tal cosa, que ya no estaba parado, que la vida sonreía por unos momentos.

Era un juego diabólico que no había más reme­dio que jugar. Efectivamente volvía y los ojos, miraran como miraran, siempre miraban lo mismo. No había remedio. Estaba seguro, absolu­tamente seguro de que aquello tenía que acabar, pero era imposible acercarse, el tiempo que ten­dría que pasar, de un segundo a cien años, no pasaba. Era algo imposible que sólo el horizonte, huidizo, siempre más allá, nos mostraba con evi­dente sensación de realidad que aquello, aparen­temente posible, qué duda cabe, no acababa de llegar, era imposible que llegara. O así me lo pare­cía.

Lejos o en la palma de la mano, no hay otra distancia. Así lo decía el capitán de caballería. La ciudad, desde el caballo, estaba siempre lejos, en medio de la llanura, y así horas y horas, hasta que de pronto la tenían en la palma de la mano. Sólo que en la mano las cosas está apenas unos segun­dos.

Después de comer venía la tregua del sopor. Pero antes comíamos, en la cocina para no man-

, char el salón. Pero antes, en la culminación de la mañana, quizá llegara uno de los mejores momen­tos del día, porque la tregua hacía parecer que no existía ni batalla siquiera. Incluso, si apretaba el calor, nos dábamos una aguada en el pilón. Se sacaba un poco de vino o una cerveza y nunca faltaban unas patatas fritas, o unos recortes de las chuletas de cordero muy fritos, o unas aceitunas, o unos panecitos con un poco de foie-gras. Eranada, pero mucho más lo que representaba. To­mar cualquier cosa al tiempo que daba el sol ennuestros cuerpos. Parece que el calorcillo que­maba de raíz los malos pensamientos. Cerraba losojos y entre el rojo que se formaba en la oscuridadde la parte interior de los párpados hasta veíasoluciones ciertas y rápidas a mi trabajo. Lo maloes que los ojos había que abrirlos en seguida paracualquier cosa. No era cuestión de tenerlos cerra­dos hasta las seis, por poner un ejemplo. ¿Por quétienes los ojos cerrados?¿ Te duele algo? Etcétera.

Me daba una vuelta por el otro lado de los arbustos y estiraba los brazos y las piernas casi con alegría, porque tenía unos minutos de alegre paz. Y venían los proyectos a la cabeza. Se podría cortar por aquí el jardín, levantar un pequeño muro y detrás hacer una cueva para bodega, o se

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podría agrandar la caseta para que cupieran mejor las cosas, o se podría mejor no hacer nada. Puede que no tengas para comer y ya estás pensando en gastos.

Desde el agua, que está ahí mismo, llegaban protestas y gritos. Era la canción de todos los días. Y te alegraban aquellas cosas aunque el canto de la ausencia de trabajo cortara de raíz la sonrisa. No tengo derecho, la sonrisa no es para ti, no, es para aquellos que han sabido conservar su trabajo. Todos tenemos que aguantar carros y carretas con los jefes, no hay más remedio, hay que hacerlo. Y venían, cuando venían, que era siempre, unas discusiones interminables, casi unos monólogos interminables, sólo salpicados de algunos ruidos guturales y protestas. Y una tris­teza infinita que se te va albergando en el cuerpo, en los ojos quizá, principalmente, no quiero re­cordarlo demasiado bien, y ahí se anidaban cómo­damente todos aquellos altercados. A lo peor ocu­rría tras la modorra de después de comer, justo antes de que llegue la tristura de la atardecida.

Era una nube grisácea que se instalaba por en­cima de nuestras cabezas, como ayer, como ma­ñana. Dios mío, ¿existes? Se liberaban las fuerzas oprimidas quizá durante mucho tiempo. No era quizá más que un problema de física, algo necesa­rio, como la reacción a la acción, pero, a pesar de su necesidad, de comprenderlo, dolía mucho. Ahí quiso empezar el odio, pero menos mal que el odio es imposible porque me niego a su existencia. Pudo haber comenzado cualquier catástrofe, pero la negación del mal es un aceite que todo lo aplaca.

Cuando arreciaba el temporal, incluso llegaba a aparecer una lucecita que te recordaba que las cosas a pesar de todo pasan, no se instalan para siempre, aunque a lo mejor consideres que ello podría ser un trabajo y llegues a desearlo, a amarlo con todas tus fuerzas. Podrías decir, ves, ya tengo trabajo. Me ocupa todo el día, estoy contento.

No, no era un trabajo, era un terrible trance que iba durando más tiempo de lo que debía durar, de lo que el cuerpo podía aguantar, y eso que el cuerpo aguanta todo, absolutamente todo hasta el día que te mueres. Más que un trabajo era un sufrimiento, al que no es posible acostumbrarse.

Había que aprovechar los momentos de tregua, de sosiego, de calma, porque, aun con miedo, llegas a disfrutarlos bastante. Por ejemplo: ahora hay un momento de paz, bien, pues cuídalo, sin alardes, sin mover demasiado los brazos, sin ha­blar, sin gesticular, casi sin mirar, andar despacio hacia la cocina, valga, con cuidado de no tropezar con nada, sigilosamente -podría ser la expresión más acertada- te escurres y cuando pasas la puerta te tiras, pegas dos puñetazos al aire, en silencio, rompes la crispación de lo� músculos y te echas un traguito de vino de la nevera. Ese ins­tante, el del vino, puede compensar todos los su-

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frimientos de una vida. Después lo puedes volver a ver igual, pero el instante ...

Todo es silencio, y el silencio es carencia de ruidos, es el resultado de una decidida voluntad de no producirlos para que el silencio se convierta en una barrera contra las palabras. Ante el silencio es más difícil hablar que cuando hay ruidos, voces, canciones. El que habla, entonces, lo hace violen­tando algo. Por eso nadie hablaba. Esperaba. Fue­ro_n seguramente nada más que segundos, pero,nuentras duraron, eternos, no por otra cosa el instante, el cruce de dos velocidades, es la expre­sión más clara del infinito. Lo que pasa es que somos unos incrédulos y necesitamos mirar el re­loj para comprobar que existimos, que han pasado cinco minutos. Un instante que pilló con el cuerpo de pie, con una pierna empezando la flexión nece­saria para poder dar un paso. Ahí, llegó la paz del limbo, perfecta. Nada se podría haber pedido. So­bre un pequeño recuadro de suelo, delante de una puerta medio abierta.

¡Cuántos laberintos para poder seguir viviendo! Pero así era la cosa y es y seguirá siendo.

El silencio duró poco; un murmullo primero, pudo haber sido un gruñido, un carraspeo, pero en seguida se comprendió que fue el principio de una serie de palabras, casi ni se notaba quién las pro­nunciaba. Después se fue distinguiendo la voz, su timbre, su tono. Marchaba la nueva situación por

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buenos derroteros, al parecer. Las voces de los otros aparecieron, sonaron, el signo era bueno. Alguien alzó la voz; la conversación se animaba. Se quedó donde estaba, escuchando, sin moverse sin entrar para no variar el marco del suceso'. Aquello producía alegría. Hay veces que no se sabe por qué el mal anunciado no es malo. Aque­llo era vida. ¿ Y si fuera yo, que tengo algo dentro que me hace diferente?, o será que soy yo, sola­mente eso. Podría ser una de esas tardes que, nadie sabe por qué, salen redondas.

La conversación seguía. El otro no terminó de flexionar la pierna para- dar el paso siguiente, en vez la bajó hasta tocar con el talón en el suelo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, le hizo bien, se estiró dentro de sí sin aparentemente mover un solo músculo. Aquello no podía durar mucho. Tendría que entrar, o ir al baño, hacer algo, mo­verse. Así lo hizo. Y tiró de la cadena dando muestras de seguridad, de no temer hacer ruido, porque es necesario, aunque, incluso, esté dur­miendo alguien. Volvió a la habitación donde es­taban todos. Miraron para él. Alguno dijo:

-¿Qué te parece, vamos al pueblo a comprarunos cortados?

-Muy bien -contestó.

Se me pone carne de gallina cada vez O que lo recuerdo.