EL ARTE DE LA ORFEBRERÍA PREHISPÁNICA DE COLOMBIA · comenzaron a formarse con ellos colecciones...
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EL ARTE DE LA ORFEBRERÍA PREHISPÁNICA DE COLOMBIA
Efraín Sánchez
¿OBJETOS BELLOS Y ESPLENDOROSOS? ¿MONUMENTOS HISTÓRICOS?
No se necesita un gran esfuerzo de la imaginación para apreciar las piezas de orfebrería,
cerámica, hueso, piedra y otros materiales de los antiguos habitantes de América como
admirables obras de arte. Se necesita sensibilidad, y aceptar que son mucho más que recuerdos
curiosos de sociedades extinguidas. En su viaje a los Países Bajos, entre 1520 y 1521, Albrecht
Dürer vio en Bruselas un grupo de objetos de orfebrería del reino de Moctezuma llevados a la
corte de Carlos V por los conquistadores de México. Pintor de una época en que el valor de los
cuadros solía tasarse por la cantidad de oro y azul ultramarino que contuvieran, no menos que por
la habilidad y el trabajo del artista, no deslumbró a Durero el brillo del precioso metal, sino el
esplendor de la labor de hombres de un mundo poco antes desconocido:
Entonces ví las cosas que habían sido traídas de la Nueva Tierra del Oro para el Rey...
maravillas de todas clases... objetos esplendorosos para el uso del hombre, más bellos
que cualquier cuento de hadas. En todos los días de mi vida nunca había visto cosa
alguna que llenara tanto de gozo mi corazón como estas cosas. Porque entre ellas ví
tesoros de arte extraño, exquisitamente trabajados y me maravillé del genio sutil de estos
hombres de tierras distantes. No tengo suficientes palabras para describir las cosas que
ví ante mis ojos.
Son palabras, no de un pintor joven y fácilmente impresionable, sino de un artista en la plenitud
de su madurez, aclamado por esos mismos años como el maestro más destacado de su tiempo. La
visión de Durero es curiosamente universalista y moderna, y encierra los elementos que
condujeron al verdadero "descubrimiento" del arte prehispánico americano en el siglo XX. Este
descubrimiento es producto de un proceso que aún continúa. No fue posible hasta cuando los
artistas reinventaron el arte y sacudieron los fundamentos de la estética tradicional europea. No
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hay duda de que se sacudieron los fundamentos del arte y la concepción estética de los artistas.
Pero la estética misma, como disciplina intelectual, filosófica, y aún más la historia del arte, están
todavía por encontrar un camino que les permita penetrar el misterio del arte prehispánico
americano. Este ensayo, con cuatro partes relativamente independientes, tiene como propósito
estimular la discusión a este respecto.
Desde el siglo XVI los objetos de arte prehispánico suscitaron en Europa reacciones que iban
desde la admiración de Durero por el gusto y la destreza de su ejecución, hasta el desagrado por
lo insólito de sus formas, y aún por sus asociaciones con lo "bárbaro", lo "salvaje" y lo
"primitivo". Pero en todo caso siempre se les vio como artefactos "curiosos", y pronto
comenzaron a formarse con ellos colecciones a las que se dio el apropiado nombre de "gabinetes
de curiosidades". Éstos pertenecían principalmente a la realeza, pero también se formaron
colecciones en iglesias y monasterios. Diplomáticos, exploradores y viajeros solían llevar de
vuelta a sus países tocados de plumas, bastones, piezas de cerámica, hueso y piedra, objetos de
metalurgia, y aún mosaicos, junto con ejemplares de la flora y la fauna de los países visitados,
dientes y huesos "de gigante", algunos documentos y muchos recuerdos de los prodigios
observados en lugares tan extraños. Estas colecciones formaron la base de las secciones
americanas de los museos de "historia natural" y "etnografía" de Europa, que comenzaron a abrir
sus puertas al público a fines del siglo XVIII.
La inmensa mayoría de los objetos que formaban las primeras colecciones documentadas,
incluyendo los que se mostraron en la que se tiene como la primera exposición de arte
prehispánico en Europa, organizada por William Bullock en Londres en 1824, procedían de
México. También en este aspecto, como en otros, América del Sur continuó siendo hasta
comienzos del siglo XIX "tan oscura como el continente negro", como escribió Tom B. Jones.
Poco se ha investigado sobre la formación de colecciones de orfebrería suramericana hasta la
Independencia y aún más allá. Las piezas que vio Durero -menciona, entre otras, "un sol de oro
de una braza de ancho, igualmente una luna de plata"- corrieron con la suerte que se presume fue
la de una vasta proporción de objetos elaborados en metales preciosos llevados a Europa durante
más de un siglo después del descubrimiento. Fueron fundidas, por dos razones bien conocidas.
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Por una parte, el oro y la plata eran vitales para España en sus transacciones comerciales. Por
otra, el papel asumido por España en la Contrarreforma como principal agente de propagación de
la fe católica era incompatible con la conservación de ídolos paganos de naciones que se
consideraban bárbaras. Durante siglos su valor comercial, determinado por la pureza del metal y
su peso, primaron sobre cualquier otra consideración. Puede sospecharse que muchas piezas no se
fundieron, y quizás algunas hayan sobrevivido hasta nuestros días. Pero casi podría asegurarse
que las colecciones de orfebrería, al menos las que han llegado de alguna forma hasta hoy, no se
remontan más allá del siglo XIX.
El asombro ante lo extraño y lo prodigioso de objetos como los que formaban parte de los
"gabinetes de curiosidades" puede encerrar, por supuesto, una semilla de apreciación artística,
pero aparte de la admiración por la habilidad de los artífices, no hubo una declaración estética
definida sobre el arte prehispánico hasta comienzos del siglo XIX. Y ésta no podía sino descansar
en los valores visuales del Renacimiento, centrados en el clasicismo de las antiguas culturas de
Grecia y Roma y en los descubrimientos formales del quattrocento y el cinquecento,
prevalecientes en Europa hasta más allá del impresionismo. En 1799 Alexander von Humboldt
inició su célebre viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, con licencia de España.
No es difícil atribuir a Humboldt el primer "descubrimiento" estético de las antigüedades
indígenas americanas. En Vues des cordillères, et monuments des peuples indigènes de
l'Amérique, publicado en París en 1810, reunió "todo cuanto se relaciona con el origen y
primeros progresos del arte entre los pueblos indígenas de América". Como era de esperarse, vio
estas expresiones con ojos neoclásicos:
Los monumentos de las naciones de las cuales nos separa un largo intervalo de siglos,
pueden concentrar nuestro interés de dos maneras muy diferentes. Si las obras de arte
que han llegado hasta nosotros pertenecen a pueblos donde la civilización ha alcanzado
grandes avances, es por la armonía y la belleza de las formas, es por el genio con que
fueron concebidas que despiertan nuestra admiración... Por el contrario, los monumentos
de los pueblos que no han llegado a un alto grado de cultura intelectual, o que, sea por
causas religiosas y políticas, sea por la naturaleza de su organización, parecen menos
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sensibles a la belleza de las formas, no pueden considerarse más que como monumentos
históricos.
Para Humboldt era inevitable la comparación entre las grandes pirámides de México o las
ciclópeas construcciones de Cuzco con los templos dóricos, jónicos y corintios de Grecia e Italia.
Las primeras, en su opinión, pertenecían al género de edificios que "no se imponen más que por
su tamaño y por la gran antigüedad que les atribuimos". Desde luego, no podía ver en las obras
líticas y cerámicas de los pueblos de América otra cosa que "la tosquedad del estilo y la
incorrección de los contornos". Sus investigaciones sobre los monumentos levantados por estas
naciones "semibárbaras" tenían para Humboldt un interés "psicológico", como era el de ofrecer a
nuestros ojos el cuadro de la marcha uniforme y progresiva del espíritu humano:
¡Qué espectáculo imponente nos ofrece el genio del hombre, al recorrer el espacio que
media entre la tumba de Tinian y las estatuas de la Isla de Pascua y los monumentos del
templo mexicano de Milta!, ¡y entre los ídolos informes que contiene este templo y las
obras maestras del cincel de Praxíteles y Lisipo!
La conclusión obvia para el explorador alemán fue que el germen de las bellas artes no se había
desarrollado más que en una parte muy pequeña del globo, a saber, Grecia y Roma. Los pueblos
indígenas de América, por su parte, "separados, quizás en buena hora, del resto del género
humano, errantes en un país donde el hombre debió luchar durante largo tiempo con una
naturaleza salvaje y siempre agitada, librados a sí mismos, no pudieron desarrollarse sino con
lentitud".
La visión neoclásica del arte prehispánico de América, cuyo epítome es la obra de Humboldt,
contribuye a explicar el hecho de que hasta la primera mitad del siglo XX el estudio del arte
prehispánico fue casi territorio exclusivo de arqueólogos y etnógrafos. La visión de la relativa
inferioridad de los objetos artísticos de los pueblos que no se desarrollaron bajo el patronato
estético de Grecia y Roma antiguas y de los clasicismos de la historia europea, hicieron que
durante mucho tiempo el contemplador occidental perdiera de vista una vasta riqueza de formas y
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concepciones visuales. La exposición de Bullock de 1824 fue un éxito, pero el público, y aún los
eruditos y autoridades de museos y bibliotecas continuaban viendo los artefactos prehispánicos
con el desdén que supone verlos como cosas inferiores. Los especialistas en estética e historia del
arte se encontraron ante una barrera psicológica que les impedía penetrar en un ámbito que, en
palabras de Humboldt, está ligado al "estudio filosófico de la historia", y cuyo conocimiento es
útil sólo en la misma forma en que lo es el examen "de las lenguas más imperfectas, que interesan
no solamente por su analogía con las lenguas conocidas, sino por la íntima relación que existe
entre su estructura y el grado de inteligencia del hombre más o menos alejado de la civilización".
De allí resultó que en las construcciones intelectuales de arqueólogos y etnógrafos, el interés de
las obras de los pueblos prehispánicos quedara supeditado a sus asociaciones con la cosmología,
los mitos y los rituales de estos pueblos. Estas asociaciones son sin duda importantes para la
comprensión de cualquier sistema de representación simbólica, y el arte puede llegar a ser uno de
ellos. Pero tienden a ocultar la naturaleza esencialmente visual de los objetos artísticos. De allí
resultó también que el arte prehispánico pasara de los "gabinetes de curiosidades" a los museos
de historia natural, o a los museos etnográficos o arqueológicos, y no a los museos y galerías de
arte. Museos cuyo fin principal no es mostrar cosas bellas, sino clasificar, investigar, educar al
público sobre la forma de vida de los pueblos desaparecidos o "primitivos" y los artefactos que
producían. Esta visión, por fortuna, está cambiando en muchos museos, no en todos.
El siglo XX abrió nuevas perspectivas para la apreciación del arte de los pueblos prehistóricos y,
en todo caso, de aquellos que se hallan "más o menos alejados de la civilización". El movimiento
hacia esos nuevos rumbos no procedió de historiadores o filósofos, sino de artistas. No hay por
qué asombrarse de ello, pues en la historia del arte hay ejemplos conspicuos a este respecto. No
fue por el conocimiento de los historiadores como se recuperó para el patrimonio común de la
humanidad el arte del quattrocento, sino por el refinado gusto de diletantes que se percataron de
la belleza de las pinturas de Ucello, Piero della Francesca o Andrea del Castagno. Ya en la obra
de Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Gauguin se halla la aceptación e incorporación de elementos
foráneos a la cultura occidental, como la estampa japonesa, y el color y los ritmos formales de los
mares del Sur. El esteticismo británico, y luego el modernismo, iniciaron la destrucción de la
camisa de fuerza del academicismo. Renació la pasión por las cosas extrañas, elaboradas por
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seres de tierras y épocas distantes. Y no hay duda de que se halló en lo exótico, por sí mismo, un
valor estético universal. El más esteticista de los esteticistas de fines del siglo XIX, Oscar Wilde,
puso al personaje principal de su única novela a buscar alivio para su alma, herida de muerte, por
medio de los sentidos. Dorian Gray se entrega al estudio de finos perfumes de oriente, de joyas
extraordinarias de los cuatro puntos cardinales, de brocados y tapices, de músicas excelsas.
Reúne especímenes de todo cuanto de delicado y exquisito ha producido el género humano.
Vasijas de cerámica del Perú con el estridente graznido de pájaros, maracas suramericanas
vistosamente ornamentadas, y las misteriosas trompetas ceremoniales del Yuruparí, del noroeste
amazónico, cuya visión tienen prohibida las mujeres. Pero el esteticismo, quizás sin ser
consciente de ello, no olvidó que lo exótico es simplemente un accidente de ubicación en el
tiempo y el espacio, no tanto de quien produce el objeto como de quien lo contempla. Dorian
Gray alterna, para producir el mismo efecto de curar el alma por medio de los sentidos, la visión
y el sonido de objetos suramericanos, africanos y orientales, con la gracia de Schubert, las
"hermosas penas" de Chopin o los pecados en busca de perdón de Tannhäuser. Las vasijas del
Perú, las trompetas del Yuruparí y los objetos de arte prehispánico pertenecen, después de todo, a
un universo semejante al de la música de Schubert o de Chopin, y más específicamente, a un
universo que comparten con las obras maestras del cincel de Praxíteles y Lisipo, o del pincel de
Miguel Ángel y Rembrandt. Son obras de civilización, o monumentos históricos, como lo son las
producciones de estos grandes maestros. Pero como éstas, son en esencia objetos que
impresionan los sentidos de un modo particular. De un modo estético.
Los "ismos" de principios del siglo XX rompieron finalmente las barreras que imponía el pasado
de clasicismos y romanticismos. Suele afirmarse que la apreciación estética del arte prehispánico
comienza con el "primitivismo", uno de los primeros "ismos", y con el gusto de la época por el
art primitif. Esta idea es discutible desde varios puntos de vista. No se requieren grandes
cavilaciones para asegurar que el arte naïf, o "ingenuista" de pintores como Henri Rousseau,
André Bauchant, Séraphine Louis y sus colegas no tiene absolutamente nada que lo relacione con
el arte prehispánico, ni en sus fundamentos estéticos ni en la apreciación del público o de los
eruditos. El "gusto por el arte primitivo", por otra parte, quizá pudo haber influenciado a
coleccionistas, dealers, directores de museo y aún al público en general en su aceptación del arte
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prehispánico, pero desde el punto de vista de la apreciación estética puede afirmarse que fue
factor de retraso, por las connotaciones valorativas y prácticas que encerraba, y aún encierra, el
término "primitivo".
En realidad, los orígenes de la apreciación estética del arte prehispánico americano, del arte
prehistórico en general, y del mal llamado "arte primitivo", deben buscarse en las corrientes
principales de la pintura y la escultura europeas de principios de siglo. El fauvismo exaltó el
imperio de los sentidos y proclamó que lo importante en la pintura es el color; el expresionismo
defendió la intensidad de la expresión sincera, aún a expensas del equilibrio formal; el cubismo
descompuso la figura en planos geométricos, para llegar a su esencia; el futurismo se rebeló
contra los conceptos tradicionales de armonía y buen gusto; el dadaísmo se rebeló contra todo lo
establecido; el surrealismo fundió el sueño y la realidad en una realidad absoluta. Quedaron
dados así los elementos para que Paul Klee comenzara a depurar las formas y pintara caras
semejantes a máscaras "primitivas"; para que Robert Delaunay compusiera figuras circulares
parecidas a los grabados del dolmen de Sess Killgreen, en Irlanda del Norte, de época megalítica;
para que Joan Miró diera a sus "Constelaciones" la forma de marañas de líneas, como las que se
encuentran en la cueva de Altamira; para que Robert Motherwell infundiera en sus
composiciones de automatismo surrealista un extraño parentesco con lo que se ve en otras cuevas
paleolíticas. Quedó abonado el terreno para que tuvieran lugar en Europa las primeras
exposiciones de arte prehispánico con énfasis en lo estético, inicialmente en el Burlington Fine
Arts Club de Londres en 1920, y luego en el Pavillon du Marsan del Louvre, ocho años más
tarde. Quedaron, en fin, dados los elementos para que el contemplador del siglo XX pudiera
descubrir que muchos objetos de orfebrería prehispánica son tesoros de arte extraño, más bellos
que cualquier cuento de hadas, y se maravillara del genio sutil de aquellos hombres de épocas
distantes.
Los hombres del neoclasicismo creían saber que el germen de las bellas artes se había
desarrollado solamente en Grecia y Roma. Los del siglo XX no pueden estar tan seguros. Han
aceptado como nadie antes que ellos que la creación y la apreciación artísticas son un misterio
que aflora en todas partes. Como nadie antes que ellos, excepto por antiguos creadores de belleza
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como Albrecht Dürer, de quien son estas palabras, que, como las que utilizó para describir las
piezas de orfebrería prehispánica que lo maravillaron, parecen pronunciadas por un pintor de
nuestro tiempo: "Was aber die Schönheit sei, das weiss ich nit", "pero no sé qué es la belleza".
EL MUNDO DEL ARTE
Hoy cualquier artista, o persona con sensibilidad artística, no tiene dificultad en aceptar que el
arte prehispánico de América es arte, así no tenga certeza alguna sobre qué es la belleza. Es más
difícil convencer a los filósofos de la historia, o para no ir tan lejos, a los historiadores
tradicionales del arte. Todavía pesa demasiado la idea de que, si es arte, es arte "primitivo", y por
lo tanto su estudio corresponde más bien a arqueólogos y etnógrafos. Los autores de los escasos
estudios que procuran adoptar un punto de vista estético frente al arte prehispánico suelen
quejarse de la frecuente referencia que aquéllos hacen en sus informes a "horizontes", "procesos
regionales" y otros términos del vocabulario técnico de la arqueología y la etnografía, y a las
barreras que impone a la contemplación estética la asociación de las obras con mitos y rituales.
En principio no hay nada malo en las inclinaciones naturales de estas dos disciplinas. En manera
alguna puede desestimarse el valor de sus investigaciones, aún teniendo en cuenta sus límites,
para el desciframiento de muchos aspectos del arte en las sociedades prehispánicas. Los métodos
de ambas disciplinas pueden iluminar vastas áreas que de otra manera estarían completamente
vedadas a nuestro conocimiento. En su búsqueda de fragmentos del pasado, el arqueólogo
establece la evidencia material que permite aproximarse de manera integrada a estructuras y
procesos en apariencia incoherentes. El etnógrafo, por su parte, busca en la cosmología, la
religión y el ritual de las comunidades indígenas del presente, elementos que puedan contribuir a
interpretar facetas iconográficas y de significado de las expresiones de las sociedades extintas. En
cuanto a las piezas de orfebrería de Colombia, se ha adelantado una gran tarea de clasificación,
de búsqueda de orden dentro del caos que presenta el vasto acervo de objetos que, en el Museo
del Oro de Bogotá, y sólo en el área de la metalurgia, suma más de 33.000 ejemplares.
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El verdadero inconveniente de la arqueología y la etnografía en cuanto a los estudios sobre arte,
es que se dirige más a las sociedades que al arte que produjeron. Desde luego, ven las piezas
desde cierto punto de vista, que no es el punto de vista de quien las contempla o las estudia como
objetos de arte. Como consecuencia, nos hemos habituado a ver esos objetos de orfebrería,
cerámica, hueso o piedra, más como expresiones de "cultura material" que como obras de arte.
Por fuerza de la costumbre nos preocupamos más por el significado de las piezas que por las
piezas mismas. Es muy significativo que los estudios más profundos y sugerentes hechos hasta
hoy sobre arte prehispánico colombiano son en el campo de la iconografía. Y suele acontecer
que, una vez observada la pieza e interpretado el "significado" que se supone tener, según las
deducciones de la arqueología o la etnografía, el interés por ella mengua hasta perderse del todo.
En buena parte, ésto se debe a que la historia del arte tradicional, y aún las teorías estéticas de
mayor éxito, tienen poco que decir sobre el arte prehispánico. Y en verdad han dicho muy poco.
Un problema para la historia del arte es dónde ubicar el arte prehispánico. Una solución tan fácil
como contradictoria y, en última instancia, equivocada, es ponerlo bajo una categoría que
indistintamente se designa como "los orígenes", "el principio", "los comienzos" del arte,
entendiéndose por arte, claro está, el europeo. Pero no faltarían argumentos estéticos para situarlo
en el siglo XX y, si esperamos un poco, en el XXI. El problema es en el fondo la debilidad de los
conceptos y la estrechez de la visión evolutiva del arte que toma como centro a Europa, y en
verdad, a una parte de Europa y a una parte de su historia. Quiérase o no, aún es fuerte la visión
neoclásica, para la que los objetos de la "prehistoria" americana son "monumentos históricos".
No se trata de inventar una estética americana -o asiática, o africana, o australiana- para ponerla a
competir con la estética europea. No se trata de "estetizar" el arte prehispánico, como
erróneamente se alude al reconocimiento de los valores artísticos que en sí mismo encierra. No se
trata de "descubrir al otro", sino de descubrirse a sí mismo por medio del otro. Se trata de ampliar
la reconceptualización de la estética y de la historia del arte, para que adquieran la naturaleza
universal y pluralista que les corresponde.
Tanto la estética como la historia del arte se hallan bajo revisión en Occidente desde hace más de
sesenta años. Se han hecho importantes esfuerzos en áreas como la sociología del arte; se han
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visto bajo nuevas luces períodos enteros, a partir de análisis sobre percepción y experiencia
cotidiana; se ha demostrado que en la historia tradicional abundan los prejuicios y las falsas
interpretaciones. Y si el propósito es ver las expresiones de las sociedades prehispánicas como
obras de arte y no sólo como monumentos históricos de interés para el filósofo, el arqueólogo o el
etnógrafo, los esfuerzos mencionados deben extenderse a ellas. Esto supone, en primer lugar,
abandonar la idea de que su valor se agota en su subordinación a la cosmología, mitología y
rituales de los pueblos, o en su carácter de testimonio de la marcha de la civilización. Los
pectorales y orejeras prehispánicos no fueron un simple aditamento decorativo al ritual y a las
creencias de los indios, así como los tímpanos de las catedrales góticas, y las propias catedrales
góticas, no fueron simples aditamentos decorativos al ritual y a las creencias católicas. Supone,
en segundo lugar, y más importante aún, aceptar que entre los pueblos prehispánicos de
Colombia hubo un "mundo del arte".
El arte tiene su propio mundo, relativamente independiente de otros ámbitos de la realidad. Aún
en el caso de las sociedades prehispánicas, no es imposible suponer que debió existir autonomía
entre los conocimientos y actividades, por ejemplo, del chamán o del jefe, y de aquellos que
tenían a su cargo la elaboración de piezas de orfebrería o de cerámica. Construir explicaciones
del mundo, o sistemas de gobierno, o inventar leyendas, o elaborar mitos, o dirigir rituales, no es
lo mismo que manufacturar láminas de oro, o hacer figuras de este metal. La idea del vuelo
extático del chamán, que va por los aires en su trance alucinatorio entre los Tukano del noroeste
amazónico de hoy, no es lo mismo que la figura humana alada de oro fundido y martillado del
Tolima temprano (O06237), que se supone tiene relación con el vuelo chamánico. Existió entre
las sociedades prehispánicas, como ha existido y existe en todas las sociedades, un "mundo del
arte" con carácter propio, protagonistas propios y, en verdad, realidad propia.
El foco de ese mundo no son los mitos, ni la cosmología, ni siquiera los rituales en los que se
presume que las piezas de orfebrería desempeñaban papel preponderante. El foco del mundo del
arte son las obras de arte, centro de interés de quien las contempla y, desde luego, del artista que
las crea y elabora. El chamán pronunciaba el ensalmo, lo adaptaba a las circunstancias, lo
transmitía. El artista diseñaba la figura, martillaba la hoja de metal, le daba forma a su idea. El
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chamán pensaba en el mito; el artista también, pero su gran preocupación era la figura de oro o de
cerámica. Cuando el chamán veía la figura terminada, pensaba en el mito, pero sus ojos estaban
fijos en el objeto, en su brillo, en su forma.
Toda obra de arte tiene valores que le son inherentes. Son valores visuales, fijados por la imagen.
Son formas, colores, texturas, relaciones espaciales internas, relaciones visuales con la realidad
percibida. Muchos de estos valores existen en la sociedad a la que pertenece el artista, es decir,
que son valores colectivos. Los muiscas de la cordillera Oriental tenían, como parte del acervo de
conocimiento de su sociedad, una concepción específica sobre la forma, el color y la textura de
un tunjo (O01074, O01927, O05641). Los artistas la adoptaban, y de ahí que los tunjos se
parezcan. Pero le daban su interpretación personal, de donde resulta que no hay un tunjo idéntico
a otro. Aún en el caso de los tunjos, las imperfecciones que muestran son parte de su lenguaje
plástico. Los valores visuales, por supuesto, variaban de una sociedad a otra y de un tiempo a
otro. De ahí que las representaciones de la figura humana entre los muiscas sean tan distintas de
las representaciones de la figura humana en, por ejemplo, el Quimbaya temprano (O06416). Los
estilos son el resultado de la tensión entre valores colectivos e interpretación individual.
El proceso de creación de una obra de arte es a la vez intelectual y operativo. El artista interioriza
los valores visuales de su sociedad, o de otras, según el grado de contacto que exista entre ellas, y
un conjunto de valores ajenos al arte que usualmente se asocian con el "significado" de las obras.
El artista quimbaya debía conocer la forma y el color usuales, o prescritos, de los poporos y tenía
una idea, pobre o avanzada, de lo que significaban y de sus implicaciones rituales. Posiblemente
el chamán, o alguien distinto, le daba instrucciones más o menos precisas sobre lo que se
deseaba. Por medio de operaciones intelectuales, el artista se forjaba una idea de lo que quería o
debía obtener. En la faceta operativa, el artista cuenta con materiales y técnicas determinados, y
desde luego, con su talento, su destreza y sus conocimientos. El artífice del poporo quimbaya
contaba con oro y cobre, metales escogidos a propósito y no por casualidad o simplemente por
tenerlos más a mano que otros metales, y debía dominar la técnica de fundición a la cera perdida
con núcleo. La labor manual conjuga todos estos elementos, y es allí donde el artista hace frente a
su prueba máxima. Sabe qué quiere, o qué se le ha solicitado hacer; sabe cómo hacerlo y con qué
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materiales, pero no sabe cuál va a ser el resultado hasta tanto la obra esté terminada. En este
aspecto, el artista quimbaya estaba en la misma situación de los artistas de todo el mundo y de
todos los tiempos. Ni siquiera el rígido formulismo del arte egipcio en el Imperio Antiguo,
paradigma de la supresión de la libertad del artista, podía determinar con exactitud la apariencia
final de la escultura de un faraón o del relieve polícromo para una mastaba. Había que esperar a
que el artista diera por concluida su labor para determinar si su obra cumplía las reglas del arte.
Es ésto lo que otorga a cada obra su individualidad inenajenable.
Hasta aquí llega el ámbito específico del arte. Es aquí donde el contemplador encuentra que un
sol de oro o una luna de plata, sin importar su proveniencia, sin importar su significado, pueden
ser más bellos que cualquier cuento de hadas.
Pero al mismo tiempo, toda obra de arte incorpora valores extraños a su propio universo. Son
valores pertenecientes a ámbitos de realidad diversos: el mundo de la religión, el mundo de la
mitología, el mundo de la magia, el mundo onírico, el mundo lúdico, el mundo de la fantasía, el
mundo de la ciencia y el pensamiento filosófico, el mundo de la vida cotidiana. La obra de arte
les da realidad dentro de la esfera artística, es decir, visual, y ésto es lo que permite hablar de
"significado", con signos y símbolos, como supone todo proceso de comunicación. Una obra
totalmente carente de significado es una obra totalmente ininteligible. Estos significados nunca
son inmediatos ni obvios. Puede acontecer que el artista mismo los desconozca o no sea
consciente de ellos. De todos modos, en el arte siempre se dan en el plano de la imaginación, y
por esa razón la obra de arte nunca es una transposición mecánica de significados intelectuales.
En esto radica la principal debilidad de los estudios iconográficos. Una rana puede significar la
oposición entre el aire y el agua, entre la luz y la oscuridad, entre la sequedad y la humedad. Pero
esto nos habla de las ranas en general, y dice muy poco sobre la rana del Tairona tardío fundida
en tumbaga dorada que se usaba como colgante y que hoy tenemos ante nuestros ojos (O30231).
Para interpretarla, el principal problema es que es una obra individual. En su elaboración
intervinieron muchos niveles de la mentalidad del artista. El nivel filosófico, adonde pertenece el
concepto de oposición dualista en la naturaleza, es sólo uno de ellos. Esto no supone que sea
imposible desentrañar el significado del arte, especialmente el de sociedades desaparecidas.
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Supone que toda interpretación iconográfica es una aproximación cuyo valor depende del
conocimiento que se tenga de las sociedades en cuestión.
La asociación del arte con los ámbitos de realidad ajenos a él tiene muchas veces implicaciones
de funcionalidad. Se asigna a la obra de arte un papel, sea religioso, político, económico o de
cualquier otro orden. No hay, necesariamente, contradicción entre arte y función, como lo
demostró en la tercera década del siglo XX la Bauhaus. Desde luego, infinidad de obras, durante
toda la historia del arte, han tenido una función, y en el arte prehispánico este hecho se aplica a
un elevado porcentaje de piezas; quizás a todas. Las simples denominaciones de máscaras,
pectorales, collares, poporos, alfileres, colgantes, orejeras, narigueras, pinzas, figuras votivas,
anuncian destinos específicos. Y es sorprendente cómo la función no fue limitante para la forma.
Casi podría afirmarse que existen tantas formas de pectorales como el número de pectorales que
se conservan. La funcionalidad, además, puede fijar las obras a un contexto, como sucede con los
cuadros y figuras de bulto de una iglesia o con la ornamentación arquitectónica. En este último
caso, una parte considerable del valor de la obra depende de su permanencia dentro de su
contexto. La orfebrería prehispánica es esencialmente móvil. Aparte de los ídolos cubiertos con
lámina de oro de que hablan las crónicas del siglo XVI y los objetos votivos, el fin de las piezas
era ser llevadas de un lado a otro, como ornamentación de guerreros o de dignatarios, para que
resplandecieran con el sol tropical.
Toda obra de arte es un punto de convergencia de actores y relaciones sociales. Por una parte está
el artista, que actúa dentro de un ordenamiento espacial, temporal y social, con una biografía
articulada dentro de la estructura social, un plan de vida, valores, su propia experiencia y
conocimiento del mundo de la vida, rasgos psicológicos, y un conjunto de conocimientos
especializados que lo definen como artista. Esta es el área más oscura del mundo del arte en las
sociedades prehispánicas de Colombia. No solamente no sabemos nada sobre ningún artista
individual de ninguna de aquellas sociedades, sino que ni siquiera tenemos conocimiento alguno
sobre el artista como actor social. Es imposible imaginar el arte de la orfebrería prehispánica sin
una estructura social donde hubiera un sector de especialistas, quizás con dedicación exclusiva y
con un sistema de transmisión de conocimientos, con maestros y aprendices. El saber del orfebre
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en técnicas tan exigentes como la aleación de metales, el repujado, el ensamblaje, la soldadura
por fusión, la fundición a la cera perdida, la elaboración de matrices, el dorado superficial y otras
técnicas, no pudo haber estado al alcance de todos, particularmente tratándose de un metal
sagrado, tal vez relacionado con el origen del género humano. De esto mismo se deduce que el
orfebre pudo haber tenido una posición social distinta a la del agricultor o el tejedor, pues tenía
acceso a conocimientos elevados, propios del chamán. Como anota Gerardo Reichel-Dolmatoff,
el orfebre es un transformador, tal como el chamán, pues hace pasar la materia del estado profano
al estado sagrado. Es un mago, como el chamán. Por la labor de sus manos tiene lugar la magia
de que una minúscula pepita, por la técnica del martillado, se convierta en gran hoja del espesor
de un papel finísimo. Y éste es su truco más sencillo.
El otro actor principal del mundo del arte es el receptor y recreador -y a veces promotor- de las
obras, llámese sacerdote, jefe, gobernante, patrón, mecenas, público. Es un actor con su propia
experiencia y conocimientos, incluso conocimientos especializados en distintas esferas y
conocimientos especializados del mundo del arte; con su propia biografía, que cobra pleno
sentido dentro de la estructura social, y su propio plan de vida. Es un hecho demostrado por la
arqueología, que las piezas de oro no eran para todos los miembros de las sociedades
prehispánicas. No cabe suponer que todo el mundo llevara collares, diademas o colgantes de oro,
o asegurara sus mantas de algodón con alfileres de este metal. Tampoco era general el tener fuera
de las casas, colgando de los árboles, placas o discos de oro para que produjeran hermosos
destellos. Para el consumo de substancias vegetales alucinógenas como la coca, no todos
disponían de fantásticos poporos de oro o tumbaga fundidos. Para eso estaban las calabazas,
baratas, resistentes y muy adecuadas a la función. En ningún caso se enterraba a todos los
muertos con ricos ajuares funerarios. Las sociedades prehispánicas de Colombia que produjeron
objetos de orfebrería no eran sociedades igualitarias. El oro era un metal escaso, y los objetos
elaborados con él tenían asociaciones sagradas, asociaciones de prestigio o de poder. Muchas
piezas de oro formaban con seguridad parte de una gran variedad de rituales, y ésta pudo haber
sido la oportunidad para que las piezas de mostrar quedaran a la vista de sectores más amplios.
Pero aún así, es muy posible que el disfrute estético de la orfebrería estuviera considerablemente
restringido. Quizás la visión de algunos o muchos objetos hubiera estado vedada a las mujeres, o
a los niños, o a todo el mundo, excepto a los iniciados. Las crónicas del siglo XVI, la arqueología
15
y la etnología, permiten concluir que en muchos casos los receptores finales del arte de la
orfebrería eran los dioses, o los dueños de los animales, o los dueños de las aguas, u otros seres-
espíritus. Quizás muchas piezas iban directamente de las manos del artífice al fondo de una
laguna sagrada, o a las profundidades de cuevas inaccesibles, o se sepultaban en las tumbas -los
hallazgos se han verificado en todos estos lugares-, sin ser vistas por nadie, excepto por un agente
intermediario entre el hombre y los espíritus, el chamán. El chamán pudo haber sido el principal,
y en muchos casos tal vez el único, agente receptivo-recreador de las piezas de orfebrería. Esto
supone que entre el chamán y el orfebre debió existir una relación estrecha, y que aquél tenía
ascendencia más o menos fuerte en el proceso creativo.
Entender el arte de la orfebrería prehispánica de Colombia supone explorar el mundo del arte de
las sociedades que lo produjeron. No puede haber duda sobre la complejidad y laboriosidad de
esta tarea, y de los limitados elementos que poseemos para adelantarla. Las piezas de metalurgia
prehispánica colombiana que forman las colecciones del Museo del Oro de Bogotá, representadas
en esta exposición, son un desafío para la interpretación estética e histórica. Si el propósito de
todo estudio sobre arte es descifrar, buscar encadenamientos y analogías que ayuden a
comprender el sentido de las obras, sus relaciones con el mundo que las rodea, las características
de los estilos, su evolución en el tiempo, su dispersión espacial, los estudios sobre el arte
prehispánico de Colombia aún están en su infancia. No tenemos respuestas definitivas sobre
nada, y en algunos casos no estamos seguros sobre las preguntas. No sabemos absolutamente
nada sobre sus artífices individuales. No sabemos con precisión cuándo fueron elaboradas. No
sabemos con claridad qué fin cumplían dentro de sus sociedades. No sabemos a ciencia cierta qué
simbolizaban. En su mayoría proceden, no de excavaciones controladas llevadas a cabo por
arqueólogos, sino del despojo de enterramientos de ubicación y antigüedad inciertas efectuados
por guaqueros, o profanadores de tumbas en busca de cosas de valor. Las sociedades que las
produjeron eran ciertamente distantes, no sólo en el tiempo sino en sus formas culturales. Fueron
sociedades sin rueda, sin caballo y, más significativo aún, sin escritura. Si tuvieron un Homero
que cantara la epopeya de sus dioses, héroes y hombres, no nos es dado saberlo. Ciertamente, no
hubo ningún Vitrubio que dejara un volumen sobre sus artes. Los cronistas de la conquista no se
tomaron la molestia de dejar consignado en sus escritos el valor o el significado que los indios
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que hallaron en el territorio daban a sus artes. Lo único cierto y, literalmente, sólido, que
tenemos, son las piezas.
Pero no puede olvidarse que el centro en torno al cual gira el mundo del arte son las obras de arte.
Las piezas que tenemos ante nuestros ojos son núcleos que concentran valores visuales,
significados, símbolos. Para quienes los elaboraron, el fin principal era crear un objeto que diera
forma física a esos valores, por medio de operaciones intelectuales y manuales. Reconstruir esas
operaciones es un camino seguro para reconstruir los procesos mentales y sociales que les dieron
lugar.
LA MATERIA DEL ARTE
Sorprende la poca atención que se ha prestado en la historia del arte a los materiales y técnicas
que emplea el artista. Para poder entender y apreciar una sonata o una sinfonía clásicas se
requiere un mínimo conocimiento de formas musicales. Esto es obvio. Pero para poder entender y
apreciar un cuadro o una escultura, no parece necesario saber nada sobre cómo y de qué están
hechos. De ahí que muchas obras, y el arte del siglo XX es un ejemplo palmario, no sean
entendidas ni apreciadas. La historia del arte tradicional tiende a poner excesivo énfasis en los
procesos intelectuales de la creación artística, pasando por alto la interacción entre el artista y su
medio de expresión. El desciframiento de la obra de arte se ha reducido al desciframiento de
códigos verbales, como en la literatura. Esto, por supuesto, distorsiona la naturaleza de las artes
visuales. Existen en la obra de arte, claro está, signos y símbolos que pueden ser descifrados por
la palabra, pero estos signos y símbolos son inseparables del proceso de creación, que es, en
última instancia, un proceso de invención de un objeto material.
La materia, y la técnica para transformarla en objeto artístico, pertenecen a la esencia de la obra
de arte, y son por lo tanto datos fundamentales para su comprensión. Así como no es lo mismo un
óleo que una acuarela, una escultura en bronce que una en mármol, existen diferencias físicas
entre el oro y la plata que no es posible desdeñar, pues incidieron en la creación artística, y
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también inciden, de manera decisiva, en la visión del contemplador. Los problemas y facilidades
que halla el orfebre al manipular uno u otro metal hacen posibles ciertos resultados e imposibles
otros. Además, cada época asigna valores específicos a los materiales y a su tratamiento, valores
que suelen llegar a desempeñar significativo papel en el mundo del arte.
La tecnología metalúrgica es sin duda el aspecto más investigado y mejor conocido del mundo de
la orfebrería prehispánica de Colombia. Existe ya un cuerpo de conocimiento relativamente
amplio sobre los metales empleados y la asombrosa variedad, complejidad y dificultad de las
técnicas que desarrollaron los artífices. La arqueología colombiana ha avanzado menos en un
área evidentemente oscura: el significado y las implicaciones de la materia del arte. En el actual
estado de nuestros conocimientos, cualquier conclusión que pueda extraerse de las indagaciones
sobre un tema específico es siempre provisoria y sujeta a modificaciones. Pero vale la pena
examinar algunas facetas de esta dimensión del mundo del arte, aunque sólo sea para resaltar
algunos aspectos significativos y enfocar el debate.
La metalurgia de las sociedades prehispánicas de Colombia se caracteriza por un hecho
desconcertante. Fue, en abrumadora proporción, orfebrería. Los objetos de bronce hallados hasta
hoy son extraordinariamente escasos, y los de hierro brillan por su ausencia. Los metales que se
utilizaron preferentemente fueron oro, cobre, plata y platino, estos últimos en menor proporción y
sólo en algunas áreas.
El oro es un metal dúctil y maleable. Es el más dúctil y maleable de todos los metales. Se puede
trabajar hasta reducirlo a alambres o finísimos hilos, o martillarse para producir planchas o
láminas extraordinariamente delgadas. Es un metal muy denso, y uno de los más pesados de la
naturaleza. Es virtualmente incorruptible, y sólo lo atacan elementos como el cloro, presente en la
sal marina y la sal gema, el bromo, también presente en el agua de mar, y el agua regia, mezcla
de ácido clorhídrico y ácido nítrico, llamada así por su poder de afectar al rey de los metales. El
oro es amarillo, pero en aleación con otros metales puede producir una extensa gama de colores
cálidos, entre el blanco y el rojo. Funde a 1.063° C, mientras el hierro funde a 1.535. Su
superficie es brillante, y al recibir la luz del sol o de una fogata parece resplandecer con
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luminosidad propia. Estas propiedades, así como su relativa escasez, lo convierten en un metal
precioso, es decir, a la vez bello y costoso.
La asociación del oro con el poder, especialmente con el poder sobrenatural, es prácticamente
universal. Esta asociación está basada en sus propiedades. Por su nobleza, o incorruptibilidad,
suele hallarse en muchas mitologías y religiones relacionado con lo eterno. Por su color y su
brillo, con el sol, y por lo tanto con una fuerza vivificadora, con la fertilidad y con el nacimiento.
El sol se ve como el ser creador, el padre de todas las cosas. El sol es un disco dorado que camina
por el cielo, y el oro está hecho de su materia. El sol tropical fulgura con inusitado ímpetu, y bajo
sus rayos el oro bruñido reverbera con enceguecedora vitalidad, y hace los objetos hechos de él
visibles desde grandes distancias.
El cobre no es un metal precioso, pero eso no importaba en la antigua Colombia. Para todos los
fines prácticos, el trabajo del cobre era también trabajo de orfebrería. Sorprende pensar que este
hecho quedó registrado en la lengua castellana. Por alguna misteriosa vía, y por alguna misteriosa
razón, encontró la forma de llegar hasta el Diccionario de la Real Academia Española. En la
definición de la palabra orfebre el Diccionario trae dos acepciones. Una que parece ser válida
para todos los países donde se habla el idioma: "El que labra objetos artísticos de oro, plata y
otros metales preciosos, o aleaciones de ellos", y una válida sólo para Colombia, indudablemente
un arcaísmo desconocido para el hablante moderno colombiano: "El que labra objetos artísticos
de cobre u otros metales". Las piezas de cobre no son tan numerosas en Colombia como las de
oro. Sin embargo, el cobre se empleó, en aleación con oro, para la obtención de un cuerpo
metálico llamado tumbaga, usualmente en proporciones que iban del 40 al 70% de cobre, y el
resto de oro. En el primer caso el resultado es en realidad oro de baja ley, y en el segundo, la
tumbaga propiamente dicha. La evidencia lleva a concluir que fue éste el material por excelencia
de la orfebrería prehispánica colombiana. No sólo la vasta mayoría de las piezas que se conservan
son de tumbaga, sino que de ella se hicieron obras que se cuentan entre las más notables desde el
punto de vista artístico.
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La tumbaga es una aleación de extraordinarias cualidades. Reúne la mayoría de propiedades del
oro y el cobre, y aunque los elementos la afectan más que al oro, es más dura, y por lo tanto
conserva mejor y por más tiempo los detalles ornamentales. Al fundirse, a una temperatura de
800° C, 260° más baja que la del oro, presenta una consistencia menos viscosa que este último
metal, por lo cual penetra con mayor facilidad en las ranuras y diminutos agujeros de los moldes.
Otra gran ventaja de la tumbaga sobre el oro y el cobre, utilizados aisladamente, era la
posibilidad de determinar a voluntad, y con alto grado de precisión, el color del cuerpo metálico
resultante. La gama cromática de la mezcla del amarillo del oro y el rojo del cobre es
extraordinariamente extensa, y agrega un nuevo elemento a la orfebrería: el color. La orfebrería
prehispánica colombiana no es monocromática, y este es un hecho que no se ha soslayado en los
estudios técnicos. Comienzan ya a observarse tendencias estilísticas que parecen fundarse en
valores cromáticos. Este descubrimiento sugiere que el color, así como el brillo, fueron valores
visuales importantes, quizás tanto o más que la nobleza o preciosidad del metal.
No obstante, las especiales asociaciones rituales, míticas y de prestigio del oro "puro" fueron
determinantes al menos en un aspecto de la técnica de la tumbaga. Muchos objetos de este
material se sometieron a un procedimiento que se denomina "dorado superficial", consistente en
darle a la pieza la apariencia de objeto de oro acelerando la oxidación del cobre por
calentamiento. Al retirarse la capa de óxido de cobre, con una solución de ácido oxálico vegetal,
se crea una cubierta de oro que va engrosándose a medida que el proceso se repite. En su Historia
General y Natural de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo describe esta técnica:
Los indios saben muy bien dorar las pieças é cosas que ellos labras de cobre é de oro
muy baxo. Y tienen en esto tanto primor y exçelençia, y dan tan subido lustre á lo que
doran, que paresçe que es tan buen oro, como si fuesse de veynte é tres quilates ó mas,
según la color en que queda en sus manos. Esto lo hacen ellos con ciertas hiervas, y es
tan grande secreto que cualquiera de los plateros de Europa, ó de otra parte, donde entre
chripstianos se usasse é supiesse, se ternia por riquíssimo hombre, y en breve tiempo lo
seria con esa manera de dorar.
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Oviedo enfatiza el secreto en que se mantenía este sistema, y el hecho de que era exclusivo de
Tierra Firme: "Yo he visto la hierva, é indios me la han enseñado; pero nunca pude por halagos,
ni de otra forma sacar dellos el secreto, é negaban que ellos lo haçian, sino en otras tierras muy
lexos, señalando al Sur ó parte meridional". La reserva de los indígenas quizás se debía al
carácter sagrado que en muchas sociedades se atribuía al metal, carácter que posiblemente se
extendía también a las técnicas con que se transformaba.
Existen en América mitos que relacionan el origen de las aleaciones con el origen del género
humano. En cuanto al material mismo, es difícil imaginar cuál pudo haber sido la génesis de la
tumbaga. El oro y el cobre pueden encontrarse mezclados en la naturaleza en pequeñas
cantidades, pero aunque no es improbable pensar en un descubrimiento casual, las piezas mismas
indican que la aleación fue en la mayoría de los casos, si no en todos, un proceso controlado en
que la proporción de oro y cobre se definían deliberadamente. En un proceso seguramente largo y
exigente de experimentación metalúrgica, los orfebres definieron uno de los signos más
importantes de su lenguaje visual. Cabe suponer que en torno a la tumbaga se desarrollaron en
forma paralela construcciones simbólicas con sus equivalentes rituales. En América Central la
metalurgia se relacionaba con la procreación, la fertilidad y el crecimiento. En México se han
documentado relatos de la época de la conquista según los cuales los metales intervinieron en la
creación del primer hombre y la primera mujer. Estos metales serían aleaciones, y esto es
consistente con las connotaciones mencionadas de procreación y fecundidad. La tumbaga vendría
a representar el acto primigenio de unión sexual y fertilización, y de ahí su carácter sagrado.
El oro y la tumbaga son substancias plásticas, pues tienen la capacidad de cambiar de forma y
conservarla de manera permanente. Una inmensa proporción de las piezas de orfebrería
prehispánica colombiana son piezas de uso personal. Máscaras, pectorales, narigueras, orejeras,
diademas y penachos, colgantes, collares, morriones, cubresexos, conformaban un acervo de
objetos que no podía tener más que un fin: cubrir al hombre con un metal deslumbrante. En La
crónica del Perú, de 1553, Pedro de Cieza de León describe su visión de hombres así ataviados:
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Tienen o tenían deste metal muchas y grandes joyas, y es tan fino que el de menos ley
tiene diez y nueve quilates. Cuando ellos iban a la guerra llevaban coronas y unas
patenas en los pechos y muy lindas plumas y brazales y otras muchas joyas. Cuando los
descubrimos la primera vez que entramos en esta provincia con el Capitán Jorge
Robledo, me acuerdo yo se vieron indios armados de oro de los pies a la cabeza.
Las armaduras que cubrían a los indios de los pies a la cabeza no podían tener el propósito de
protegerlos. Ni el oro ni la tumbaga se desempeñan bien como corazas. Lo importante, por lo
tanto, no podía ser la protección. Además, por las connotaciones rituales y sagradas de los
metales puede descartarse la simple decoración personal como propósito de estas vestimentas. El
relato de Cieza de León describe a un hombre dorado "de los pies a la cabeza", y es inevitable
evocar aquí el hecho de que en las tierras altas de Colombia los conquistadores dieron el nombre
de El Dorado a un hombre que figuraba en el centro de un ritual sobre el que escribió Juan
Rodríguez Freyle el siguiente pasaje en el siglo XVII:
En aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezada y adornada todo lo más
vistoso que podían... Desnudaban al heredero en carnes vivas, lo untaban con una tierra
pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido, de tal manera que en la balsa iba
cubierto todo de este metal.
Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro y esmeraldas que llevaba en el
medio de la laguna, y los cuatro caciques que iban con él hacían lo propio.
Es también inevitable evocar la imagen mítica de la primera pareja humana, hecha de metal. Cada
vez que un hombre se vestía de oro de los pies a la cabeza, quizás repetía lo que hizo al principio
de los tiempos la deidad creadora. No es posible explicar la orfebrería prehispánica de Colombia
en un solo sentido, pero quizás en gran parte de ella había algo de recreación del acto inicial que
dio origen al género humano.
FIGURACIÓN Y ABSTRACCIÓN EN EL ARTE DEL ORO PREHISPÁNICO
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Un hecho notable se deduce de la observación detenida de las piezas de metalurgia prehispánica
del Museo del Oro, un hecho que cada nuevo objeto que se mira no hace más que confirmar. En
el arte del oro prehispánico no hay verdadera figuración ni verdadera abstracción. O dicho de otra
manera, todo en él es abstracción y a la vez todo en él es figuración. Nos hallamos ante formas
humanas que son y no son humanas, jaguares que son y no son jaguares, hombres que son y no
son jaguares, pájaros que son y no son hombres, formas geométricas que son y no son pájaros, o
serpientes, o estrellas, o el sol. En verdad nos encontramos ante un universo prodigiosamente
integrado de naturaleza y cultura, de forma y contenido, de pensamiento y visión.
"Figuración" y "abstracción" son, por supuesto, conceptos inapropiados para describir cualquier
obra de arte. Tradicionalmente se habla de figuración y abstracción como dos polos opuestos. El
término "figuración" se utiliza para describir la representación de objetos, espacios y aún
movimientos "reales", es decir, pertenecientes al mundo exterior. Por "abstracción" suele
entenderse el rechazo o la renuncia a toda referencia a lo "real". Sin embargo, desde fines del
siglo XIX tomó fuerza la idea de que todo arte es abstracto. Lo que muestra una pintura o una
escultura es en realidad formas, color, texturas, ritmos. Una mente lúcida de fines de la Edad
Media, Boccaccio, reconoció lo ilusorio de toda figuración: "El pintor", escribió, "se esfuerza
para que toda figura que él pinta -en realidad un poco de color aplicado con habilidad a una
madera- sea similar en su acción a una figura que es el producto de la Naturaleza y que tiene
naturalmente esa acción, y pueda así engañar a los ojos del poseedor, sea parcial o
completamente, haciéndose tomar por lo que realmente no es".
Pero no puede desconocerse el papel que han cumplido estos conceptos en la historia del arte y en
la estética desde el siglo XVIII, para caracterizar dos supuestas grandes tendencias en la
evolución del pensamiento artístico de la humanidad. En la prehistoria habría prevalecido la
abstracción, en particular la abstracción geométrica, como medio para organizar y ejercer algún
control sobre el caos del mundo exterior, ante el terror del hombre frente al vacío y a los grandes
misterios de la naturaleza. Con el advenimiento de las altas culturas de la antigüedad, y con el
progresivo dominio del hombre sobre la naturaleza y su comprensión de los fenómenos, la
abstracción habría retrocedido para dar paso a la figuración, cuyo imperio habría llegado a su
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culminación, primero en las culturas clásicas de Grecia y Roma, y luego en los sucesivos
neoclasicismos de la historia de Occidente. El regreso a la abstracción, en el arte del siglo XX,
supondría la vuelta a los interrogantes primigenios sobre la esencia de las cosas, una vez
recorrido el camino racionalista del conocimiento del mundo. Dentro de este esquema, el arte de
la orfebrería prehispánica caería necesariamente bajo la categoría de arte "primitivo", como
corresponde a los pueblos "más o menos alejados de la civilización". Lo dominante en él sería,
por consiguiente, la abstracción geométrica.
Es cierto que las deducciones procedentes de la observación de gran número de fenómenos que
abarcan milenios pueden ser de utilidad como primera aproximación a las obras culturales de
sociedades alejadas en el tiempo, sobre las cuales nuestro conocimiento es mínimo. Es cierto
también que el pensamiento artístico evoluciona, y que puede no ser del todo vano establecer
parámetros de comparación sobre esa base. Pero no es menos cierto, y éste es el fundamento de
cualquier estudio histórico o sociológico del arte, o al menos debe ser, que los principios
generales suelen carecer completamente de valor, y que sólo la observación atenta de obras
concretas o grupos de obras, asociada con lo que aquí se ha llamado "mundo del arte", puede
producir resultados válidos para sociedades específicas, localizadas en el tiempo y en el espacio.
En el arte de la orfebrería de las sociedades prehispánicas de Colombia es posible discernir un
conjunto más o menos extenso de tipos de representación, que sin duda amplían el panorama de
la discusión sobre lo figurativo y lo abstracto en sociedades desaparecidas.
Para comenzar, existe un tipo de piezas que podría describirse como el punto límite entre
naturaleza y representación artística. Son obras escasas en número, pero sorprendentemente
sugestivas. Se trata de artefactos creados por el método del enchapado. Los arquetipos de este
modo de representación son conchas de caracoles marinos a las que el orfebre adhirió láminas de
oro extremadamente delgadas, con la consistencia del papel. Las conchas mismas han
desaparecido, pero quedan las envolturas de oro, que reproducen con fidelidad la forma de
aquéllas, con sus protuberancias y cavidades y las líneas dentadas que marcan las espiras, su
característica más visible.
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El caracol marino tuvo seguramente poderosas asociaciones simbólicas. Pero cualquiera hubiera
sido su simbología, un objeto como la cubierta de un caracol marino hallada en la localidad de
Restrepo, en el suroccidente de Colombia, y que conserva el Museo del Oro, es ampliamente
sugerente en términos visuales. La historia del arte, la mitología y la literatura de todo el mundo
hablan de infinidad de objetos cubiertos con lámina de oro. El interior de iglesias enteras se
recubrió en el período barroco, especialmente en América Latina, con "panes de oro" elaborados
por batihojas especializados. En los retablos, entre columnas y cornisas "de oro", abundan
ramajes, frutas, aves y animales terrestres dorados. Quizás haya también caracoles. Viene al caso
recordar también las "envolturas" que, con tela y en escala arquitectónica, ejecutan hoy el artista
búlgaro Christo y su esposa Jeanne-Claude. La manera como estos artistas se refieren a su trabajo
es perfectamente aplicable a la envoltura de caracol de los antiguos indios de Restrepo: "El efecto
es pasmoso. Al estar en presencia de una de estas obras de arte nuestra realidad sufre un sacudón.
Se ven cosas que nunca se habían visto". Siendo estrictos con los conceptos, el caracol tendría
que clasificarse como obra figurativa. Representa con gran fidelidad una concha de caracol.
Desde luego, la simple idea de describirlo así es absurda. La envoltura de caracol de Restrepo es
tan parecida a un caracol como el Bundestag de Berlín envuelto en tela por los Christo se parecía
al Bundestag de todos los días. En ambos casos la realidad del objeto sufre una conmoción total,
y se ven cosas que jamás se verían en el Bundestag o en el caracol "reales". Los Christo hablan
del efecto del viento o del sol sobre sus grandes obras, y así mismo puede hablarse de los reflejos,
los destellos, los juegos de luces y sombras infinitamente cambiantes que se producen sobre la
superficie dorada, sin olvidar los pliegues que la aplicación de la hoja de oro dejó impresos sobre
la concha.
El ejemplo del caracol de Restrepo es emblemático en cuanto al tema de la abstracción y la
figuración en la orfebrería prehispánica de Colombia. Es el caso extremo en que arte y naturaleza
actúan simultáneamente para engendrar algo radicalmente nuevo. Abstracción y figuración se
integran de modo indisoluble y pierden su identidad. Puede aún afirmarse que pasan a segundo
plano, por cuanto la obra en cuestión, antes de representar, modifica la propia realidad, la
reinventa y la presenta de un modo inesperado.
25
Otra manera de representar es la réplica naturalista de formas y objetos orgánicos. Es el dominio
de la figuración estricta, en el sentido neoclásico, con sus presupuestos de fidelidad y realismo.
No es posible extenderse en este tema. Las piezas son aún más escasas que las de la categoría
anterior, y casi podría considerarse como una clase marginal. Qué tan notable es este hecho,
depende de si se quiere acentuar el supuesto antagonismo de abstracción y figuración. No es, en
todo caso, muy significativo en el contexto de la orfebrería prehispánica de Colombia, donde,
como puede ya apreciarse, la tendencia no es a separar abstracción y figuración, sino a integrarlas
en un todo coherente. Puede hacerse, sin embargo, una observación interesante sobre la
figuracion naturalista. Aparte de algunas máscaras, la representación fiel se limita a figuras de
caracoles y ranas, lo cual parece dar testimonio del valor simbólico de estos animales, y a ciertas
formas vegetales, particularmente el maíz, base de la alimentación de muchos pueblos. El
naturalismo en la representación de frutos se explica en parte porque es difícil estilizar algo de
por sí tan estilizado como los frutos de la zona tórrida. Sus formas son naturalmente geométricas.
Más numerosas son las réplicas o representaciones naturalistas de formas geométricas. La figura
típica, en este caso, es la del sol. Hay acuerdo entre los arqueólogos y los etnógrafos en que
objetos como los colgantes de orejera circulares (O17070 y O17181, entre otros), y los discos
rotatorios (O17587, O16527), representan el sol. Lo que el ojo humano ve del astro a simple vista
es una ilusión, la proyección de la fotosfera sobre el fondo del cielo. Sus límites parecen tan
definidos que por eso se le llama, tanto en el lenguaje común como en el lenguaje de los
astrónomos, "disco solar". ¿Qué puede ser más naturalista que la representación del disco solar
como un disco dorado? Y sin embargo, no deja de ser una forma circular, representación de una
ilusión óptica, y por lo tanto, una figura abstracta. En otro ejemplo notable, el Museo del Oro
tiene en su colección un tipo de objeto que, para quien no sabe lo que se supone representar, es
simplemente un hemisferio, la mitad de una esfera hueca dividida por un plano que pasa por su
centro. Ahora bien, en el catálogo se le describe como un "recipiente fitomorfo", es decir, con
forma vegetal. ¿Con forma vegetal? ¡Pero si es sólo media esfera hueca! Aún así, el adjetivo
"fitomorfo" es perfectamente exacto. Se trata de la representación de una sección del fruto del
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totumo, ampliamente utilizado en Colombia como recipiente. ¿Forma geométrica abstracta, o
figuración naturalista? Es ambas cosas a la vez.
En el otro extremo del espectro de las maneras de representación están las formas que podrían
caracterizarse como abstracción geométrica pura. Podrían mencionarse las placas rectangulares
simples o las cintas sin ornamentación alguna, de las cuales hay varios ejemplares en la colección
del Museo del Oro. Sin duda son abstracciones puras, pero simplemente porque están fuera de
contexto. Son como hilos huérfanos desprendidos del tejido que les otorga sentido. No hay
necesidad de ir muy lejos para averiguar los entronques figurativos de las orejeras semicirculares
en filigrana de procedencia Sinú (O25469, O25470, O25160, O25161, entre otras), monumentos
de la abstracción prehispánica, pues ya algunos han observado que pueden representar, de manera
bastante naturalista, redes de pesca. Desde luego, siempre existe el peligro de que el observador
demasiado entusiasmado con lo figurativo fuerce la imaginación -y la vista- hasta el extremo para
tratar de hallar parentescos de realidad donde no los hay. Pero el punto aquí no es negar la
abstracción, sino poner en discusión, sobre hechos concretos, la supuesta antinomia entre
abstracción y figuración. No se trata de aducir que el artista prehispánico transponía
mecánicamente sus experiencias visuales reales, en todo o en parte, a la materia artística. Se trata
de mostrar, como ya se ha dicho, que los significados, y la creación artística como tal, se dan
siempre en el plano de la imaginación y abarcan muchos niveles de la mentalidad y la experiencia
sensorial e intelectual del artista, ya sea que nos encontremos en el universo de la "abstracción" o
en el de la "figuración".
Aún con referencia a la llamada decoración geométrica, más propia de la cerámica que de la
orfebrería, hay una serie de fenómenos estudiados por Gerardo Reichel-Dolmatoff entre los
grupos Tukano del noroeste amazónico, y que fácilmente podrían hallar aplicación en el análisis
de la "decoración geométrica" en el arte prehispánico. Reichel, cuyas observaciones se hallan en
Chamanes de la selva pluvial, 1997, siguió de cerca la inducción, por medio de drogas
alucinógenas, de sensaciones ópticas como los fosfenos, "figuras luminosas subjetivas que
iluminan el campo visual a manera de destello, pero que por otra parte son independientes de
cualquier fuente externa de luz". Los fosfenos son comunes para todos los seres humanos y,
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continúa Reichel, "aún en estados relativamente 'normales', los mencionados fosfenos... pueden
desencadenarse de vez en cuando debido a ciertos estímulos sensoriales del medio ambiente, y en
tal caso pueden súbitamente proyectarse sobre la visión normal". En las distintas fases de la
intoxicación con alucinógenos, se producen sensaciones visuales que van de lo "figurativo" -
manchas de color semejantes a nubes, formas difusas con apariencia de gente, animales o
criaturas desconocidas-, a lo "abstracto" -figuras geométricas claramente delineadas y vivamente
coloreadas-. Lo interesante para nuestra discusión, es que, como anota Reichel, "los dibujos y
pautas percibidos bajo la influencia de la Banisteriopsis se transplantan a los objetos concretos de
la cultura material, donde llegan a constituir una forma artística. Prácticamente todos los
elementos decorativos que adornan los objetos manufacturados por los Tukano, según los propios
indios, se derivan de las sensaciones lumínicas percibidas bajo la influencia de la droga; en otras
palabras, se basan en fosfenos". Esas sensaciones lumínicas, por lo demás, son completamente
"reales", y como señala Reichel, "no pueden designarse como verdaderas alucinaciones", pues se
producen en un estado que se asemeja más bien al trance, en el que la intoxicación alucinógena
aún no es avanzada. Ahora bien, son sensaciones visuales, y por lo tanto pertenecen al campo de
lo figurativo. Pero el resultado es de una irreductible abstracción geométrica. Nuevamente, no es
figuración ni abstracción, sino ambas cosas.
La última manera de representar que queremos tratar, dentro de nuestra tipología, es la
correspondiente al verdadero reino del arte metalúrgico prehispánico de Colombia. Es el reino de
arenas movedizas de lo que se llama semiabstracción. El término significa mucho menos de lo
que podría pensarse. Bajo este rótulo podrían meterse en la misma caja las bellas miniaturas y
capitales decoradas del arte irlandés de los siglos VII a IX, buena parte de la decoración islámica,
algo del cubismo, un poco de la escultura de Henry Moore, mucho del surrealismo, y por
supuesto, la orfebrería prehispánica de Colombia. Es una forma de expresión que no es
exactamente abstracta ni exactamente figurativa. Diríase que es todo lo contrario.
Dése una mirada rápida a las fotografías de este catálogo. Queda en la mente una imagen borrosa
de figuras humanas, de ranas, lagartijas, aves, todo muy extraño. Véanse con algo más de
detenimiento, y se agregarán a la imagen formas geométricas, círculos, anillos, triángulos,
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espirales, medias lunas, formas compuestas, formas casi indescriptibles. Sumadas las dos
experiencias, que no son otra cosa que una primera impresión, el resultado es una noción bastante
aproximada de lo que es la orfebrería prehispánica de Colombia: una conjugación de formas que
evocan siempre lo real, lo que percibimos con los sentidos en el mundo exterior, y siempre lo
ideal, lo que no es real ni físico, más que en la obra de arte.
En el concepto de semiabstracción, o semifiguración, o como quiera llamársele, juega papel
preponderante la idea de esquematización, de reducción a esquema. Convencionalmente, supone
la representación de una cosa real, tomando de ella sólo las líneas o caracteres más significativos.
El producto sería algo vagamente abstracto y, a la vez, vagamente figurativo. Entre las
representaciones de la figura humana producidas por los orfebres prehispánicos se hallan piezas
tan "realistas" como las dos pequeñas cuentas de collar Quimbaya temprano (O29203 y O28913);
piezas tan "esquemáticas" como los colgantes Tolima temprano (O33034, O06744), y tan
"abstractas" como los colgantes "tipo Darién" de origen Sinú temprano y Calima Yotoco
(O06936, O03494). Ahora bien, si nos ajustamos a la definición, en toda esta sección no hay una
sola pieza donde no haya esquematismo. Aún las caras del Quimbaya temprano son bastante
económicas en sus elementos de expresión, y sólo toman las líneas o caracteres más
significativos. Sin embargo, no hay duda de que pueden caracterizarse como realistas. En idéntica
situación se encuentran las piezas que representan "animales fabulosos". Los caracoles Muisca
(O01251) y Quimbaya temprano (O06036) son perfectamente figurativos, sin ahorrar elementos,
y no obstante, por su forma natural, son esquemáticos, pues las líneas o caracteres más
significativos son el todo, y no una selección arbitraria del artista.
En la orfebrería prehispánica colombiana pueden identificarse una serie de "temas" figurativos
que, para esta exposición, hemos denominado "La gente dorada", "Animales fabulosos" y "El
hombre-animal". En la combinación de formas humanas y formas animales de esta última
sección, Gerardo Reichel-Dolmatoff (Orfebrería y chamanismo, 1988), sobre la base de su vasta
experiencia etnográfica, descubre complejas representaciones cosmológicas relacionadas con las
transformaciones y el "vuelo" del chamán. En "La gente dorada" queda comprendido un amplio
espectro de representaciones de la figura humana por parte de la casi totalidad de las sociedades
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metalúrgicas de la antigua Colombia. Finalmente, la sección "Animales fabulosos" congrega
piezas de muy distinta procedencia en las que pueden reconocerse, con obvias limitaciones,
animales de la fauna real de los distintos ambientes donde habitaban los indios. La siguiente
sección está dedicada a la "abstracción geométrica pura", tratada antes, y a esquematizaciones de
cosas que podrían sugerir objetos de la realidad percibida. Pero es en la última sección, "El
universo de las formas", donde se encuentra, no nuestro "mensaje", pues si hay algún mensaje en
la exposición lo contienen y transmiten las piezas mismas, sino nuestra invitación a reflexionar
sobre el fecundo mundo del arte de los orfebres prehispánicos de Colombia. Un mundo que,
condensado en las obras, construye a partir de elementos siempre presentes en la expresión
artística, la línea recta, el círculo, el cuadrado, el triángulo, la espiral, y sus proyecciones en el
espacio, un universo de formas que integran lo natural y lo sobrenatural, lo sagrado y lo profano,
el hombre y el animal, el alma y el cuerpo, lo abstracto y lo figurativo, la naturaleza y la cultura,
el oro y el cobre. Un universo que tiene validez no sólo para pueblos desconocidos de una época
remota, sino para el hombre en general. Un universo en el cual, quien sabe ver y no sólo mirar,
descubre fácilmente objetos esplendorosos para el uso del hombre, más bellos que cualquier
cuento de hadas.