el ascensor de la vida 8, 9 y 10

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libro el ascensor de la vida

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CAPITULO OCHO Sebastin se instal la mochila a la espalda y se subi ala puerta del camin para despedirse de su amigo. Cudate, cabro le dijo el hombre, mientras arreglaba su litera para ponerse a dormir, la vida tiene mucho pa' ofrecerte todava. Lo que te pasa ahora, cuando seai grande, vai a ver que son puros pelos de la cola. El joven sinti, al acercarse, el olor del licor descompuesto. El sol de la maana haca relucir en su boca las dos o tres tapaduras de oro cada vez que el camionero le diriga la palabra. Sin embargo, Sebastin escuch pacientemente su mensaje por el solo mrito de la gratuidad humana que formaba parte de la filosofa de vida de aquel hombre con que haba compartido sus vivencias nocturnas. Entonces su mano sali al encuentro de aquella otra gruesa, spera y morena que apret fuerte para que no dudara en ningn instante de que todo lo dicho era sentido y era cierto. Dej despus que su cuerpo joven, delgado y gil saltara de la pisadera del camin y comenzara a desplazar su minscula figura en aquel mundo gigante de gras, barcos, camiones... Sebastin pens en ese instante que ya no era un nio y que esa sombra que lo segua cuando caminaba, se comenzaba a parecer cada vez ms a la de un hombre. Un hombre que posea la fuerza no para dejar de sufrir, sino para ser capaz de resistir el sufrimiento. Un hombre en aptitud de ejercer su libre albedro. Un hombre que saba lo que tena que hacer. Que deseaba vivir con Beatriz, buscar un trabajo, preocuparse de ella, protegerla y, por sobre todas las cosas, quererla. Quererla como cuando se amaron aquellos ltimos das de febrero, en que despus de ver pelculas romnticas, imitaban los dilogos, las caricias, el amor y el drama de sus protagonistas. Entonces, bajo la ducha, o metidos juntos en el jacuzzi, haban inventado ingenuos juegos de excitacin, postergando siempre para el da siguiente lo que llamaron el prodigioso encanto de la consumacin. Haba ocurrido que, un da, a su madre le dio la locura por volverse a Santiago. Sebastin corri desesperado a casa de Beatriz. Pero ella ya no estaba. Entonces vinieron sus preguntas: con quin te vas a quedar?, quin es Beatriz?, cul es su apellido?, qdad tiene?, dnde vive?, telfono?... l no supo responderse y qued tan paralizado que al final de ese da su madre lo tom del brazo y lo meti dentro del auto como si fuese un pendejo, pero sin derecho a llorar ni hacer pataletas. Tan solo un silencioso rencor, que nunca logr expresar de forma adecuada. CAPITULO NUEVE Esper en la esquina contraria a la entrada del muelle aquel microbs verde que alguien le dijo pasaba por el centro de Via del Mar. Arregl dos o tres veces su pelo y orden sus ropas en el reflejo de la vitrina contigua al paradero. Al cabo de un rato, decidi sentarse en la cuneta y apoy la espalda en su mochila. Un pesado e insistente sueo lo oblig a cerrar los ojos por unos instantes. De pronto, el corcoveo de su cabeza que caa hacia un lado, lo hizo despabilarse. El blanco y verde de un carro policial, que se haba detenido delante de l, estaba a centmetros de su nariz. Se incorpor de inmediato, cogi su mochila y se intern rpidamente dentro del grupo de transentes que lo favoreci con su masivo anonimato. Solo cincuenta metros ms all resolvi volver su cabeza.. Un polica gordo de costosos desplazamientos, parado en medio de la calle, extenda intil su mirada sobre la gente, los vehculos y las construcciones. Sebastin se detuvo en el paradero siguiente. Los grados de alcohol de la jornada nocturna le hacan perder a ratos el enfoque visual. An le quedaba algo de la sensacin de bienestar y de dominio del mundo que haba experimentado en las ltimas horas. La misma sensacin, record, que senta cuando sala con su to Patricio, que siempre lo in.vitaba a pescar o a cazar. Haca tanto fro a esa hora, que Pato (as le llamaba todo el mundo) preparaba, como a eso de las cinco de la madrugada, un caf, al cual le agregaba unas gotitas de aguardiente. Era casi inofensivo, pero como a veces haba que tomarse ms de un jarro para que se pasara el fro, al final Sebastin caminaba como curado, sin saber l mismo cunto haba de chiste o cunto de verdad en dicha actuacin. Record esa risa descontrolada que se adueaba de l interminablemente. Tanto, que al final se le caa la baba. Sebastin, vos t.i cura.o, gevn le deca su to. Habla como hombre le responda l, que era apenas unos cinco o seis aos menor, porque le cargaba que su to fuese amanerado para hablar. Sin embargo, Sebastin lo quera entraablemente. Jams le habra contestado de ese modo en otras circunstancias. Se molestaba mucho cuando en su casa o en la de algn pariente, alguien haca alguna alusin jocosa acerca de cmo era su to. Sebastin pensaba verdaderamente que su to no era raro. ---No me caso porque no soy ningn imbcil --le deca--, no voy a estar soportando a una histrica toda la vida; prefiero salir, pasarlo bien, divertirme, comprarme todo lo que quiera._ Si me gusta una mujer, la invito a salir, a bailar... a..., pero hasta ah no ms. Nunca supo Sebastin qu quera decir su to Pato con eso de: ah no ms... No le interesaba saberlo tampoco. Prefera disfrutar de su compaa y no hacerse problema con su particular manera de ser. Deseaba conservar para siempre el recuerdo de sus salidas a pescar, a comer, a cazar... el de las navidades o el de los cumpleaos, cuando llegaba cargado de regalos que eran, infaliblemente, lo que cada cual haba soado tener. Ahora que estaba en Suecia, Sebastin saba que todos lo extraaban mucho. Que por eso su abuela nunca ms haba vuelto a ser la que era antes. Antes de aquel fatdico da en que lo fue a sacar de la casa la patrulla militar y cuando ella, por querer rescatarlo, recibi un empujon que lo dej en el suelo. Deja, mam, volver pronto le grit el to Pato, para evitar que los hombres la fuesen a golpear. Pero el to Pato nunca haba vuelto. Primero porque no poda y luego porque no quera. Fue ella, su madre, la que debi viajar a Suecia para poder verlo. " Sebastin la observaba en silencio y sufra intensamente el dolor que su abuela intentaba ocultar intilmente ante su nieto. El joven se haba dejado seducir un largo instante por el recuerdo de la trgica historia familiar. De pronto se incorpor violentamente cuando vio que el tan esperado microbs verde se aproximaba al paradero. Pese al cansancio y las ansias con que se haba acomodado en el ltimo asiento, la dinmica de los pasajeros que suban, bajaban, conversaban y rean le hizo imposible conciliar el sueo. La visin del entorno en aquel da pleno de sol lo embriag con su luz y sus colores. El cobalto azulino y destellante del mar a la distancia se le apareca a cada instante tras las construcciones ms prximas. De pronto, los barcos y las faenas portuarias de all lejos fueron interferidas por un convoy ferroviario que cruzaba en direccin contraria hacia la estacin Puerto. Sebastin pens que haba algo de sus antiguos y solitarios juegos de nio en ese universo de vehculos, barcos, trenes y gentes. Hacia el lado contrario, la visin del joven se desplazaba a travs del solemne estilo de las edificaciones tradicionales, que solo se interrumpen para permitir el acceso a algunos de los numerosos ascensores, que en la oblicua del cerro ejecutan su eterno subir y bajar, teidos por el xido con que la hmeda brisa del mar impregna sus metales. Tambin fij su atencin en la estridente voz de los vendedores y en un do de cantores de antojadizo fraseo y metlica pronunciacin que desde el fondo del microbs desgranaban sus versos populares. Aquello s que habra servido, pens, para que sus compaeros de curso se burlaran y se rieran hasta final de ao. De pronto, el joven haba establecido la relacin entre aquella segunda cancin, que el do interpretaba, con el paisaje que se asomaba a la ventanilla del microbs. Aquel verso ingenuo, rstico y sin pretensin literaria alguna hablaba de Valparaso como "un arco iris de mltiples colores", "la joya del Pacfico te nombran los marinos" y luego le hablaba a una mujer "del Cerro Cordillera yo me pas al Barn, me vine al Cerro Alegre en busca de tu amor..." Se sonri cuando pens que le cantara en el odo ese vulgar estribillo a Beatriz, y que ella necesariamente lo empujara rindose: " Ay, que ordinario!" El vehculo haba traspasado los lmites del puerto, para internarse en las calles que llevan a Via del Mar. Sebastin divis a lo lejos la playa y se quiso quedar con aquella imagen algunos instantes. Record los paseos matinales con su padre en bicicleta, cuando su viejo, que no era gerente todava, pasaba toda la temporada junto a ellos, en la inmensa casa de los abuelos. Entonces, l se adelantaba y de ah le gritaba que el primero que llegara al reloj de flores tendra premio. Y Sebastin siempre ganaba, por lo tanto le tocaba elegir si tornaban helados, bebidas o coman pasteles. Una sola cosa, no hay plata para ms, saba que dira su padre. Despus, cuando Sebastin se paraba para tornar su bicicleta y volver a casa, le deca: Epa?... Qu nos falta. ahora? Al principio, no saba qu quera decir, luego se acostumbr a buscar siempre algo para llevarle a su madre. Entonces, cuando casi extenuados se aproximaban a la casa, vena la competencia final, la ms importante: quin llegaba primero donde ella para tocarla, abrazarla, besarla y entregarle su regalo. Sebastin se qued un instante pensando que a lo mejor era verdad que, por entonces, sus padres disponan de menos dinero que ahora. Ahora que su mam ganaba casi tanto corno su padre, pese a que l era gerente de la empresa y ella solo una ejecutiva de ventas, pero con "buenos contactos". La frase le qued dando vueltas en la cabeza. Record haberla escuchado por ltima vez, solo la noche anterior, cuando sus padres discutan dentro del dormitorio con esa violencia que presagiaba la imposibilidad de recuperar el pasado. Lo sinti. Entonces, la tristeza volvi a visitarlo. Se puso de pie lentamente, aunque sin conviccin, guiado por la inercia. Querra haber seguido para siempre echado en ese microbs maloliente y ruidoso, acurrucado en su asiento, hasta el ltimo confn del mundo. Pero, de pronto, haba comenzado a sentir la grata familiaridad de aquellas casas y aquellas calles cercanas al edificio de Beatriz, y haba vuelto a recobrar todo el sentido que motivaba su viaje. CAPITULO DIEZ cuando Sebastin descendi del microbs, quiso permanece un instante degustando el placer que le provocaba el recuerdo de haber poblado antes ese espacio y con tan grata compaa. Evoc una y otra vez aquellos das en que amaneca nublado, cuando las calles permanecan vacas y las playas se encontraban desiertas. Podan entonces correr y rodar abrazados por la arena hasta llegar a la orilla hmeda del mar. Vio la sonrisa de Beatriz, entre sorprendida y burlona, cuando sin querer haba rosado su miembro erecto bajo sus ropas y una cmplice complacencia la hizo sonrojarse con aquello que ella misma provocara. Entonces, Sebastin, tan confundido casi como ella, se le haba acercado con aquella dureza para hacrsela sentir junto a su pelvis y complacerse con el ritmo agitado que la respiracin de la joven adquira en ese instante. Luego de aquel largo abrazo, o quizs producto de l, haba surgido aquel solemne compromiso de entregarse ambas virginidades al dia. siguiente. Aquello tendra tal poder que les permitira permanecer para siempre unidos. Aun debiendo separarse y esperar algunos aos antes de vivir juntos, aquello tendra la magia de conectarlos incluso estando lejos. Pero al da siguiente su madre lo haba despertado con aquel "Nos vamos a Santiago". Entonces fue cuando l sali como un loco a buscarla a su departamento, a su trabajo, a la playa... No la encontr en ninguna parte, por lo que debi dejarle una nota con la florista del frente del edificio ala que habitualmente Beatriz compraba un ramo de violetas. Das despus, cuando lograron comunicarse telefnicamente, ambos concluyeron que solo haba que esperar. Pero ahora ya no haba nada que esperar. l ya no tena nada que ver con sus padres y ella. era lo nico que haba en su vida. Trabajara de dia y continuara sus estudios de noche. Le escribira a su to Pato para que le ayudara econmicamente, en los primeros meses... El joven haba caminado las dos o tres cuadras que distaban del edificio. Antes de entrar, atraves la calle y se acerc al patio de flores. Busc con la vista el pequeo canasto en donde saba estaban las violetas. Eligi un ramo sin preguntar y comenz a buscar en sus bolsillos las monedas para cancelar. Intercambi un par de frases con la florista, que luego le sonaron vacas. Atraves presuroso, casi sin darse cuenta, y cruz las dos puertas de vidrio, que el conserje haba abierto hasta atrs para facilitarse la limpieza del piso que real fzaba en ese instante. De pie frente al ascensor, no soport esperar que iniciara su descenso aquella pequea luz que indicaba que el aparato estaba en el ltimo piso. Se ech a correr escaleras arriba, saltando de a dos y tres los escalones. Cuando se asom al tercer piso, se detuvo un momento y, tornado del pasamanos., se dobl en dos para recobrar el ritmo de la respiracin y el aliento. Despus, se aproxim hasta la puerta del departamento e hizo sonar el melodioso "din-don", que le rogocij el alma. Sebastin pens en aquel momento que sera mejor que su visita durara tan solo unos das. Unos maravillosos das. Los suficientes como para preocupar a sus padres. Se comprometera, eso s, a que vivieran juntos para siempre, pero ms tarde, cuando pudieran hacerlo. l estudiara Arquitectura, con tanto empeo y con tan buenas notas como en el colegio. Ella debera retomar su carrera. de Derecho. De sus padres... ya no le importaba lo que quisieran hacer con sus vidas, total l tena para s y para siempre a esta mujer que ahora estaba descorriendo el seguro de la puerta. En cuanto la puerta dej el espacio suficiente, el joven introdujo su mano con el ramito de violetas. No, no es posible!... exclam la voz femenina desde adentro, y Sebastin sinti que su cuerpo apenas era capaz de contener el enorme flujo de vida que lo inundaba en ese instante. Cuando la puerta se abri completamente, la joven traspuso umbral para apresurar el encuentro con quien sostena el pequeo ramo de flores, absolutamente segura de encontrar al ser que haca meses haba limpiado sus juveniles heridas de amor. Sebastin dejo caer su mochila, que se estrell con un golpe seco contra el piso, y ambos se encontraron en un abrazo estrecho y prolongado. Lentamente, sus manos comenzaron a recorrer la geografa de aquellos cuerpos mozos estremecidos y convulsionados por la vibrante intensidad de tantos sentimientos. La emocin del encuentro posterg unos minutos las palabras. Las mutuas caricias y las tiernas miradas retrasaron el paso del tiempo en sus relojes. Luego, Sebastin cogi su mochila, la colg en uno de sus hombros e hizo ademn de ingresar al interior, pero Beatriz se interpuso, poniendo su brazo en el marco de la puerta. - No, Sebastin, no puedes entrar. l la mir asustado y sorprendido durante un segundo, pero luego sonri. Record las bromas-serias que solan hacer a otras personas. Competan en quin duraba ms sin rerse de alguien que elegan para tomarle el pelo. Despus, reventaban ambos en carcajadas mientras' huan del lugar. En serio... no puedo recibirte dijo ella con un tono profundamente dramtico. Quin es? pregunt alguien desde elnterior del departamento. A Sebastin se le congel la sonrisa y su cuerpo se paraliz. Nadie contest ella, juntando la puerta tras su espalda. Sebastin sinti de inmediato que aquella palabra breve, solitaria y de sonido negativo lo defina con propiedad. Nadie. Un pesado silencio se instal entre los jvenes. Volvi? pregunt el joven, conn hilo de voz. El temor a la respuesta lo hizo arrepentirse de su interrogacin. S.,. nos vamos a ir a Alemania... Vamos a vivir con mi abuela... --Entiendo minti Sebastin que, destruido, feble y aniquilado, comenz a caminar hacia el fondo del pasillo, en busca de la escala. Espera, Sebastin... la joven, que intilmente trataba de encontrarse con sus ojos, tampoco pudo asirse de uno de sus brazos, perdname, yo no quise que esto ocurriera... Sebastin, te juro que yo no lo busqu... Beatriz lo persigui por el pasillo y continu hablndole a sus espaldas. T eres casi un nio, t no sabes lo que es estar sola... T no sabes lo que se siente... Sebastin ya no escuchaba y, presuroso, haba comenzado a hundirse y desaparecer al fondo del piso. La joven corri entonces hasta las escalas y, cogida del pasamanos, dej colgar la mitad de su cuerpo en el aire, que inund con su voz desgarrada por el llanto. Perdname. Sebastin... yo te quiero... Perdname... Las lgrimas apenas le permitan ver la imagen del joven que apareca y se ocultaba en los contra-puestos tramos de la escala, mientras descenda silenciosamente. Ya no escuchaba nada de lo que ocurra tras de s, y tan solo deseaba trasponer aquellas puertas de vidrio, que empuj con rabia al salir del edificio. Cuando atraves la calle, el aire fresco y helado, le hizo sentir fuerte y dolorosamente el ardor de sus mejillas. La impertinente mirada de la florista lo exasper aun ms, porque era evidente que ella adivinaba su tragedia. Camin errabundo dos o tres cuadras, sin lograr dar un rumbo a sus desfallecientes zancadas. Imaginaba que era imposible evitar la burla en la mirada de quienes se cruzaban a su paso. Despus de un rato, enfil hacia el sector de la playa y desde all hacia el lugar dejos altos roqueros. Subi lentamente hasta llegar a esos picachos que se elevan quince o veinte metros sobre el nivel del mar. Olas siderales llenaban y vaciaban los espacios de la roca y los caprichosos recovecos de su base. Busc el lugar ms alto y se sent casi al borde, siguiendo con la vista aquella enorme masa de agua que peridicamente corre a estrellarse con el inmenso muro de cemento y piedras cubierto tan solo por el musgo, que valiente y altanero resiste su permanente y robusto embate. Sebastin se puso lentamente de pie sobre el fastigio del conjunto de rocas. Su cuerpo se estremeci con el fro de la brisa hmeda y el vrtigo que all, en el fondo, el azul verdoso del mar profundo le provocaba. El golpe de las olas contra el roquero hizo saltar algunas gotas que baaron su rostro y mojaron sus ropas, mas quiso permanecer quieto algunos minutos, desafiando la furia de la embravecida pleamar. Despus de un rato, levant la vista para posarla sobre el difuso horizonte de la maana plena de neblina. Gir lentamente su mirada hasta encontrarse all lejos con aquellas naves lejanas a la cuadra de Valparaso. Hurg con la vista el muelle a la distancia, pero le fue imposible descubrir nada en ese instante. Sin embargo, estaba seguro que all, tras algunos kilmetros de costa, exista alguien, un hombre simple, cuyo mrito radicaba en la bondad con que se haba puesto en su lugar. Entonces gir su cuerpo, cogi su mochila y comenz a bajar desde las rocas lentamente primero, pero presuroso despus, hasta llegar a la acera, para luego echarse a correr tras ese microbs verde que finalmente se detuvo y lo invit a ascender con su frgil carga de fe y esperanza, porque quizs ahora era el tiempo de que el ascensor de su vida comenzara por fin a emprender la subida. FIN