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EL CAMINO DE SANTIAGO Y LA RELIGIOSIDAD POPULAR XI ENCUENTRO DE SANTUARIOS DE ESPAÑA MONS. JULIÁN BARRIO BARRIO ARZOBISPO DE SANTIAGO DE COMPOTELA Santiago de Compostela, 23 - 25 de septiembre de 2008

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EL CAMINO DE SANTIAGO Y LA RELIGIOSIDAD POPULAR

XI ENCUENTRO DE SANTUARIOS DE ESPAÑA

MONS. JULIÁN BARRIO BARRIO ARZOBISPO DE SANTIAGO DE COMPOTELA

Santiago de Compostela, 23 - 25 de septiembre de 2008

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La valoración positiva de la religiosidad popular es una característica de nuestro tiempo. En una cultura marcada por el racionalismo de la Ilustración y por la idea del progreso del siglo XIX no había lugar para un tipo de religiosidad que pasaba por ser una vieja forma de superstición y magia, nacida de una visión mítica y pobre de la realidad. Incluso dentro de la Iglesia, los procesos relacionados con la renovación bíblica y con el movimiento litúrgico y ecuménico fomentaron una actitud crítica frente a las diversas formas de piedad tradicionales. Una buena parte de los teólogos y no pocos responsables de la pastoral apenas se han fijado en el valor de la piedad del pueblo.

Pero la tendencia iba a cambiar de signo. A partir de 1973 han ido apareciendo numerosos trabajos sobre el tema. Los distintos puntos de vista llevan de hecho a acentuar en cada caso unos determinados aspectos y a presentar definiciones en las que a menudo se destaca un solo elemento. En algunos autores encontramos una aproximación de tono histórico-antropológico que conduce a definir la religión del pueblo como vivida en contraste con una religiosidad oficial1. Otros desde una perspectiva psicológica acentúan el elemento costumbre como el más característico del catolicismo popular2. No faltan tampoco los que han identificado sin más la religiosidad popular con el folklore o lo han definido como una manifestación de la falsa conciencia impuesta por la clase dominante al proletariado3.

Tales definiciones no carecen, en alguna forma, de cierta legitimidad. Pero desembocan fácilmente en una especie de reduccionismo. Para evitar este peligro habrá que buscar una definición general que abarque todo el espectro de los fenómenos religiosos populares y tenga en cuenta su base común, por encima de las fronteras de las religiones concretas. En este sentido nos puede ayudar el hecho de que en algunas formas de la religiosidad popular hallamos una religiosidad general que ha sido cristianizada en parte e incluso encontramos antiquísimas formas de religión, paganas y naturalistas, que se albergan, con ropaje cristiano, en el mismo seno de la Iglesia. Siguiendo esta línea, hay autores que prefieren hablar de religión “común” más que “popular”, porque, a su entender, todas las religiones forman “una línea básica de experiencia general” que se especifica mediante la expresión institucional de la religión4. El Camino de Santiago es un camino de religiosidad, de fe, de valores, de historia, de cultura y de ritos. Todo hombre es un peregrino y como tal va tejiendo su peregrinar con los pasos de estas realidades, unas veces como búsqueda y otras como hallazgo.

LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL CONTEXTO DE LA FE CRISTIANA

¿Fe o religiosidad en el Camino de Santiago? Se plantea de esta forma el problema de la relación entre religión y fe cristiana. Esta problemática está dominada todavía, incluso dentro del catolicismo, por las ideas del teólogo calvinista K. Barth. Según este

1 Cf. L. MALDONADO, Génesis del catolicismo popular. El inconsciente colectivo de un proceso histórico (Madrid, 1979), 11-12. 2 Cf. A. VERGOTE, “Volkskatholizisme”, Collationes 1 (1979), 417-432. 3 Cf. B. HEIM, Antonio Gramcsi und die Volksreligion, en K. RAHNER et al., Volksreligion – Religion des Volkes, Stuttgart 1979, 156-264. 4 Cf. R. TOWLER, Homo Religiosus. Sociological Problems in the Study of Religion, New York 1974.

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teólogo, la revelación, si se toma totalmente en serio, sólo puede significar una cosa: la acción soberana de la gracia de Dios, en la que Dios mismo se comunica y se da conocer. La fe es la plena aceptación de ese hecho. En esta perspectiva, la religión, según Barth no es más que increencia: no es la auténtica respuesta a la manifestación de Dios en Cristo. Todas las religiones se presentan como intentos de autojustificación y autorredención por parte del hombre. Pero la revelación desenmascara esos intentos. Descubre su no necesidad, es decir, la impotencia innata del hombre para realizar la verdad. Entendido como religión, también el cristianismo es increencia. Sólo por un acto de fe es posible aceptarlo como la verdadera religión. Pero en su forma concreta no merece esta calificación.

Indudablemente la visión de Barth muestra un gran respeto por la soberanía de Dios. Sin embargo, cabe poner en duda la exégesis de los primeros capítulos de la carta a los Romanos en que se funda esta concepción. Además, el rígido planteamiento de este autor no permite explicar el significado positivo de la grandeza de las religiones. De todos modos, el mismo matizó posteriormente sus puntos de vista, si bien hay que decir que siempre subsiste la misma orientación fundamental.

Hay que notar que en él la palabra “religión” tiene una resonancia negativa y que todas las formas de religiosidad, incluida la popular, participan de esa negatividad. De esta forma, la concepción barthiana se opone a una determinada concepción, pre-ponderante en la teología católica, según la cual la religión y la fe no están en tensión dialéctica ni se neutralizan mutuamente, sino que más bien se prolongan entre sí.

Lo que equivale a decir que la relación entre religión y fe no puede definirse como discontinuidad, esto es, que la religión constituye un momento positivo de una etapa imprescindible en la formación del sentido cristiano de lo sagrado. Por tanto, la religión es un momento relativamente independiente dentro de la fe cristiana, y la religiosidad popular puede considerarse como una contextualización legítima (lo cual no quiere decir perfecta) de la experiencia de Dios.

Manifestaciones a favor de que la religión es momento positivo con respecto a la fe cristiana las encontramos, por ejemplo, en el discurso de Pablo en el Areópago (Hech 17,22-31). El Apóstol toma como punto de partida las estatuas de las divinidades griegas e intenta aducir razones para hacer reconocer al “Dios desconocido” como el Dios de Jesucristo: “lo que vosotros adoráis sin conocerlo es lo que yo os anuncio”. Pablo no podría hablar así si hubiera existido una ruptura total entre la religión y la filosofía griegas, por una parte, y la fe cristiana, por otra.

Semejante ruptura no se vio tampoco en los primeros siglos del cristianismo. Así, Justino, padre apologeta del siglo II, afirmaba que el cristianismo es ciertamente la única religión verdadera, pero que en cada hombre actúan las semillas del “logos”. Dando un salto en el tiempo, en el siglo XV se pueden recordar también las ideas de Nicolás de Cusa sobre lo que hay de común en todas las religiones; en el siglo XVII las opiniones de Roberto Nobili y Mateo Ricci sobre los ritos y usos indios y chinos, y las ideas de la Ilustración sobre la religión natural. Pensemos también en la distinción que hace el Concilio Vaticano I entre el conocimiento de Dios basado en la creación y el basado en la revelación cristiana. Y lo que aquí se dice del conocimiento se puede extender lógicamente a la relación entre Dios y el hombre en general.

De todo esto se deduce que la religión y la fe no son magnitudes que se excluyan mutuamente. Pero son dos realidades distintas que no coinciden sin más. Lo cual significa que hay que guardarse de dos peligros: un exclusivismo extremo, que no

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atribuya a la religión ningún significado positivo y, por otra parte, una especie de maximalismo espiritual que anexione a la fe cristiana sincretísticamente todas las formas de religión. Así, pues, siempre habrá una diferencia y, por tanto, una tensión, entre religión y fe.

LA ACTITUD DEL HOMBRE RELIGIOSO

La experiencia religiosa del peregrino debe ser atentamente considerada como apertura a la trascendencia. De lo todo lo anterior se puede afirmar, que el fenómeno religioso constituye en última instancia un campo propio y un orden específico de valores, que reclama una atención por sí mismo, negándose a ser integrado dentro de otra área de valores, bien sean los filosóficos, los éticos o los estéticos. A la luz de la fenomenología de las religiones, podemos decir que la religión comienza consigo misma, se afirma desde sí misma y en sí misma se consuma. Si bien es cierto que tolera una explicación racional de sí misma, en manera alguna se apoya en ella o ni siquiera la necesita. Dios, la vida eterna y los demás elementos que la filosofía logra establecer en este orden poco o nada tienen que ver con esas realidades tal como son religiosamente vividas por el hombre religioso. En última instancia, “la fe en el Dios de la religión vive, incluso en las formas de la llamada religión natural, por sí misma y no por la gracia que le concede la metafísica”5.

Asimismo, el hombre religioso no es aquel que acepta unas verdades, que alimenta unas esperanzas o realiza unas prácticas, sino más bien aquel que ejercita toda su existencia desde una perspectiva: la referencia total al Misterio, la apertura total hacia él en una actitud de entrega y acogimiento. El Misterio de Dios no es para el hombre una idea, un deseo o un ideal, sino una realidad que se le impone, que se vive como plenitud y a la luz de la cual la propia existencia humana logra un sentido. El hombre religioso se caracteriza, pues, por el reconocimiento de un ámbito de la existencia, de una realidad y de un ser personal, frente al cual se siente emplazado en un radical estremecimiento que le despierta a su identidad, como libertad que puede responder y como responsabilidad que puede obedecer.

Por ello, la actitud religiosa se comprende a sí misma esencialmente como una respuesta radical y correlativa a una presencia anterior que llama y se articula en palabra y se percibe como revelación de persona a persona. El hombre se encuentra ante Dios y, al hacer lugar personal a esa presencia personal en sí mismo, se convierte en hombre religioso. El hombre no inventa esa presencia, sino que la encuentra, más aún, se encuentra con ella, y al encontrarse con ella torna su ser luminoso como si le naciera del fondo de sí mismo. Esta experiencia es nota característica del peregrino.

Su actitud, fundada en el respeto ante el Misterio, se articula en lo que podríamos llamar el acto primordial del hombre religioso: la oración. Esta es una realidad muy compleja que abarca formas muy diversas: desde el asentir agradecido al suspiro inarticulado y hasta aquella otra forma decantada de orar en la que el hombre religioso hace palabra su agradecimiento. En la actitud orante el hombre religioso reconoce que Dios es una realidad trascendente, es decir, que sólo se da a conocer cuando el hombre suelta sus asideros y avanza más allá de sí mismo para poder hacer lugar a la presencia de Dios que se le revela como la realidad incondicional.

5 Cf. M. SCHELER, Vom Ewigen im Menschen. I: Religiöse Erneuerung, Leipzig 1921, 337.

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El posicionamiento de soberbia frente a lo real, frente a sí mismo, de lucha titánica por crear desde el propio esfuerzo el sentido y el logro de la propia existencia, o de intento de dominación de Dios, subyugándolo mediante prácticas (la magia de los ritos en las religiones primitivas o la magia del saber y del poder en nuestra civilización contemporánea), todo ello está en las antípodas del hombre religioso.

En la relación religiosa es donde a su vez el peregrino conoce quién es Dios en la medida en que deja afluir sobre sí su presencia y consiente a sus efectos salvíficos. Y allí se le va descubriendo como el totalmente Otro, que desde su distancia le hace sentir al hombre su mundanidad, su pertenencia a un orden del ser cualitativamente distinto, a la vez que Dios aparece como la realidad ontológicamente suprema que se manifiesta como Bien y como Valor personal, estableciendo así la norma de todo valor y de todo bien.

Esta experiencia religiosa, desde la cual se nos insinúa quién y cómo es Dios, la vive religiosamente el peregrino no como una conquista, sino como un don. En otras palabras, el hombre es santo en la medida en que Dios lo ha santificado; el hombre ama en la medida en que se siente amado por Dios y presenta dones agradables a Dios en la medida en que previamente se siente agraciado por los dones de Dios. Por eso toda manifestación de culto no es otra cosa que el reconocimiento y proclamación laudatoria de que somos gracia y tomamos conciencia de ella en la medida en que lo decimos delante de Dios. Somos “Peregrinos por gracia”.

Esta manifestación religiosa no es una construcción teórica, sino un hecho existente en todas las culturas que nos son conocidas. Tiene, por tanto, una universalidad temporal y cultural, es decir, ha abarcado a la totalidad de la persona, por emerger no de una de las potencias del alma (memoria, inteligencia o voluntad) o de uno de sus niveles (racional, volitivo, afectivo o emocional), sino del núcleo de la persona en una unidad indiferenciada y previa al despliegue de las potencias, y la ha configurado en todas y cada una de sus dimensiones.

Todo ello quiere decir que el hombre religioso no se ha manifestado como tal sólo en los actos específicamente propios (oración, culto...), sino que ha configurado todos los demás niveles de la vida: el ético, el jurídico, el cultural, el social y el político-económico, creando una organización social, un orden jurídico, unas relaciones de producción religiosamente determinadas y unas manifestaciones culturales animadas por aquella actitud religiosa. En otras palabras, la actitud religiosa logrará su verdad histórica y no teórica, cuando estas determinaciones del acto religioso se encarnen llenándose de contenidos materiales y tomen cuerpo en expresiones tanto específicamente religiosas (oración, culto, sacrificio...) como seculares (configuración de la ética, de la vida comunitaria, de la acción social y política, de la esperanza escatológica...).

LA RELIGIOSIDAD POPULAR COMO EXPRESIÓN CONCRETA DE LA FE DEL PEREGRINO

La Palabra de Dios es bordón para el peregrino: “Luz es tu palabra para mis pasos”. Por lo que se acaba de decir, la relación entre Dios y el hombre corresponde a la naturaleza personal de ambos, cada uno en su orden propio. El hombre no busca a Dios como el absolutamente desconocido ni lo alcanza como un objeto de apropiación. Dios no conquista al hombre ni se da a conocer como si fuera absolutamente ajeno. Algo en cada uno prepara para el reconocimiento del otro y el

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don al otro. No obstante, hay que tener en cuenta que es Dios quien da el buscar y el encontrar lo mismo que el querer y el obrar antes e independientemente de que el hombre se preocupe de Dios. El hombre es un peregrino por gracia. La iniciativa de la alianza está en Dios y Jesús no es fruto del heroísmo, ni la salvación que tenemos en él es fruto de la conquista humana. La religión tiene que encontrar su senda entre una funcionalización de Dios que lo deje ajeno a la existencia e insignificante para el destino humano y una afirmación tal de su gratuidad trascendente. Dios es necesario en cuanto Dios y por ello gratuito. El cristianismo es un humanismo que surge del Cristo crucificado y resucitado, no de Adán y Prometeo autodivinizados.

El cristianismo, como religión profética, reconoce a ciertos hombres como los mensajeros de Dios, frente a las religiones sapienciales, que consideran el conocimiento de Dios y de sus designios como fruto y sabiduría de algunos hombres bien preparados. Esto equivale a decir que el cristianismo no es “religión del Libro” sino de “la Palabra de Dios”. Pero la palabra en el cristianismo no viene desde fuera sino desde dentro, en cuanto que es la religión del que es Palabra eterna del Padre y se ha hecho temporal en Jesús, portador de la Palabra de Dios, el Hijo que revela la gloria de Dios. Por tanto, la palabra no es superpuesta o ajena a su ser.

Asimismo en Jesús Dios ha llegado a la historia humana no desde fuera de ella sino surgiendo dentro de ella misma, como hijo nacido de María por la acción del Espíritu Santo. De esta forma, convergen en él los dos movimientos: el ascendente de un hombre ante Dios, naciendo de mujer, y el descendente del Hijo eterno, tomando carne, compartiendo morada y destino con los mortales. En Jesús tenemos, pues, realidad e historia humanas conjugadas en unidad de persona con revelación e historia divinas. Es decir, Dios se nos revela en un acto en el que se manifiesta a sí mismo como Palabra viva y como Amor trascendente e infinito. De esta manera revela y manifiesta su voluntad, pero esta voluntad sólo podrá ser recibida por el hombre a través de las mediaciones objetivas y de las actitudes humanas que Dios mismo elige y prepara.

La respuesta del hombre a esta revelación o manifestación de Dios no es simple resultado de la actividad humana, sino un don de Dios. “No te hubiera yo encontrado si tu no me hubieras buscado primero”, manifestaba san Agustín. No basta la audición externa de la enseñanza del evangelio, sino que es menester la acción de la gracia que previene y ayuda, que mueve a creer y que da el creer. El centro motriz de este creer es Cristo, en el sentido de que al hablar de la fe en Cristo, no sólo la consideramos como dirigida a Cristo, sino como un identificarse con la actitud más profunda de Jesús ante el Padre. Jesús es el creyente y al mismo tiempo aquel que nos despierta y nos libera a la fe. El seguimiento de Jesús no es, pues, imitación externa, sino seguimiento en la fe.

Podemos decir que la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre, en los que se encuentra a sí mismo, su vida, a los otros y la realidad en su totalidad, al encontrar a Dios. La fe no es un acto de la sola razón, ni de la voluntad sola, sino que compromete al hombre entero y a todos los ámbitos de su realidad. Por esta razón, no tiene importancia sólo para su ámbito privado y personal, sino que tiene también una dimensión cultural, política y social, es decir, pública.

Desde el punto de vista histórico, la revelación como acontecimiento originario se inicia en Israel, sigue con Jesús, “mediador y plenitud de la revelación” y “en quien se X

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consuma toda la revelación de Dios”6, y perdura en la historia de la Iglesia. El acontecimiento originario de la revelación nos es actualizado y trasmitido por la “Iglesia en su doctrina, vida y culto”, en los que “perpetúa y trasmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree”7. Ello equivale a decir que en el cristianismo la realidad de lo leído en la Escritura la ofrece la Liturgia, que se convierte en lex interpretandi Verbi Dei. La Liturgia es lex credendi porque previamente es el lugar donde la Palabra de Dios nos es dada como vida. El acontecimiento revelador, narrado en la Escritura y guardado en la Tradición, se “contiene” simbólicamente y se actualiza en los sacramentos de la Iglesia. Por ello, la Liturgia “contiene” (es decir, “actualiza”) la raíz de nuestra fe, en cuanto celebración del misterio de Cristo en los sacramentos; la “confiesa”, mediante la profesión de la fe o del Credo; la “entiende”, en cuanto la Liturgia es lugar hermenéutico o sede la de interpretación eclesial de la fe; y, por último, ha de seguir la fe para actuar por la caridad.

Esta relevancia de la Liturgia es puesta de relieve por el Concilio Vaticano II cuando afirma que “la liturgia es la cumbre a la cual tiene la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”8. En esta misma línea, teniendo presente la enseñanza del Concilio y las enseñanzas de Juan Pablo II9, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos reconoce que “en el curso de los siglos, las Iglesias de occidente han estado marcadas por el florecer y enraizarse del pueblo cristiano, junto y al lado de las celebraciones litúrgicas, de múltiples y variadas modalidades de expresar, con simplicidad y fervor, la fe en Dios, el año por Cristo Redentor, la invocación del Espíritu Santo, la devoción a la Virgen María, la veneración de los santos, el deseo de conversión y la caridad fraterna”. Todo esto constituye lo que se ha dado en denominar comúnmente “religiosidad popular” o “piedad popular”10.

Durante bastante tiempo tanto la reflexión teológica como la praxis pastoral de la Iglesia han estado influenciadas por una concepción de la religiosidad popular, que la consideraba como un legado de la superstición o de la incultura religiosa, un residuo “no cristianizado” de arraigadas prácticas ancestrales. Sin embargo, esta situación ha cambiado radicalmente debido a una serie de nuevas aportaciones con sus efectos en documentos oficiales de la Iglesia.

La religiosidad popular es una expresión concreta de la fe de la Iglesia en unas determinadas circunstancias socioculturales. En las prácticas y en los contenidos de esta expresión religiosa se articulan los problemas cruciales de la existencia humana: el sentido de la vida, el valor del sufrimiento, la realidad del más allá. La religiosidad popular contribuye, pues, a que la vida tenga coherencia y una finalidad precisa, y al

6 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2; 7. 7 Ibíd., 8. 8 Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosantum Concilium, 10. 9 Cf. Carta apostólica Vicesimus quintus annus (4-12-1988), 18: “La piedad popular no puede ser ignorada ni tratada con indiferencia o desprecio, porque es rica en valores, y ya de por sí expresa la actitud religiosa ante Dios; pero tiene necesidad de ser continuamente evangelizada, para que la fe que expresa llegue a ser un acto cada vez más maduro y auténtico. Tanto los ejercicios de piedad del pueblo cristiano, como otras formas de devoción, son acogidos y recomendados, siempre que no sustituyan y no se mezclen con las celebraciones litúrgicas. Una auténtica pastoral litúrgica sabrá apoyarse en las riquezas de la piedad popular, purificarla y orientarla hacia la Liturgia, como una ofrenda de los pueblos”. 10 Cf. CCDYDS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, Madrid 2002, 26.

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mismo tiempo es un factor decisivo para la configuración y desarrollo de la identidad individual y de la colectiva.

LA AMBIVALENCIA DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

También en el peregrinar encontramos aspectos ambivalentes. “Somos peregrinos en la tierra, llamados a ser ciudadanos de los santos”. Sobre la base de la distinción entre religión y fe hay que esbozar una especie de criteriología que permita aceptar, con el oportuno discernimiento, lo que es legítima expresión de la fe. La revelación y su propia racionalidad constituyen un principio crítico para distinguir las formas aberrantes y las degeneraciones como tales. En el contexto de nuestra problemática, la tensión entre religión y fe se traduce en los siguientes planos: la problemática distinción entre profano y sagrado, la tensión entre salvación personal y dimensión “política” de la fe cristiana, la relación entre símbolo y realidad simbolizada, la relación entre costumbre y opción personal y, por último, la tensión entre sentimiento y razón. A continuación y en la medida de lo posible, vamos a clarificar tales planos.

En la religiosidad popular, los lugares sagrados representan un importante papel. Pero en el cristianismo, en cierto modo, se ha suprimido la distinción entre sagrado y profano. Dado que Dios se ha vinculado en Jesucristo plenamente con el hombre y con toda la creación, su fuerza santificadora es, por principio, universal. No hay lugares privilegiados en los que se manifieste con preferencia la fuerza de Dios. Esto aparece con claridad ya en el Antiguo Testamento, especialmente en la tradición profética que desemboca en el Nuevo. Dios o lo sagrado no están vinculados a un lugar numinoso. A Dios se le adora en espíritu y en verdad, porque ya no habrá otro templo que el mismo Dios, como dice el libro del Apocalipsis: “Pero no vi templo en ella, porque el Señor, Dios, el omnipotente, y el cordero es su templo” (Ap 21,22).

Sin embargo, esto no significa que la distinción entre sagrado y profano carezca de sentido. Tal distinción no puede servir para dividir la realidad en dos ámbitos. El punto de partida no es ahora la separación local por principio, sino la esencial relación mutua entre lo profano y lo sagrado. Por medio de su revelación, Dios se volcará sin reservas hacia el hombre, y esto no en momentos marcados en el tiempo o sólo en la interioridad de la experiencia humanas, sino en la historia y en el mundo del hombre. Precisamente por eso, la fe cristiana no pude prescindir de imágenes y símbolos que remiten a la realidad divina y, en cuanto tales, poseen un significado y un peso especiales.

Es doctrina común que la religiosidad popular se caracteriza por una determinada visión del mundo como lugar en el que todo está relacionado y controlado. Ninguna acción mala queda sin castigo, ni ninguna acción buena sin recompensa, porque Dios ve todo. Debido a esta interconexión y control, al hombre le queda tan sólo un reducido espacio de maniobra. Ello conduce en muchos casos a un fatalismo con respecto a la posibilidad de la iniciativa humana.

La vida de la religiosidad popular está dominada por las necesidades del momento, pues los cuidados y preocupaciones del pueblo son muy concretos. Esto se refleja, por ejemplo, en la oración, que sólo adopta dos formas: petición y acción de gracias. Raras veces hay lugar para una alabanza gratuita. Todo lo cual lleva con frecuencia a una religiosidad marcadamente privatizada y referida al yo. Naturalmente, la religión siempre tiene que ver con el individuo y sus necesidades; pero un excesivo énfasis en

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tal aspecto va contra la idea de que el reino de Dios es un convivir en la justicia y la paz, y contra la comunidad de los fieles.

En la religiosidad popular son importantes las “mediaciones”: bendiciones, reliquias, medallas, rosarios, imágenes, agua bendita, velas, palmas y cenizas bendecidas. El uso de estos objetos puede dar ocasión a la magia. “Tal es el caso cuando los símbolos, en los que se manifiestan la presencia de Dios y su poder salvífico, pierden su significado. Entonces dejan de ser símbolos fundados en lo que simbolizan y son manejados con vistas a regular e incluso forzar la presencia de Dios y su poder salvífico. El uso cristiano de símbolos no significa que el hombre influya sobre Dios, sino más bien que se deja influir por él. En la medida en que la religiosidad sea una aproximación a Dios para subordinarlo al ámbito humano..., debe ser efectivamente rechazada”11.

Sin embargo, en los casos concretos se requiere precaución. Ciertamente, cuando se parte de que el uso de símbolos y “mediaciones” en la religiosidad popular debe considerarse por definición como magia, no sólo se pasan por alto elementos mágicos que pueden hallarse también en formas más “ilustradas” de vivencia religiosa, sino que se cierran los ojos a cuanto de positivo se da en la vivencia religiosa popular, como es el caso de la innegable confianza en Dios. Además, se olvida la necesidad de mediaciones sensibles, sin las cuales la religión y la fe serían imposibles: “per visibilia ad invisibilia”.

Desde un determinado punto de vista, la religiosidad popular es un conjunto de ritos y costumbres. El énfasis recae, sobre todo, en realizar tales prácticas, sin que ello implique gran reflexión. Así, pues, la religiosidad popular se funda no en una opción personal, sino más bien en una experiencia de plausibilidad. La fe, en cambio, es un acto personalísimo basado en la libertad, un acto que supone conversión y cambio. Naturalmente, también la fe requiere ritos y prácticas, y existe siempre el peligro de que se volatilice o sea absorbida por la ejecución de acciones rituales o por la observancia de prácticas vacías. Entonces éstas llegan a convertirse en contenido de la fe cristiana y pierden su carácter de medios al servicio de la transmisión de la misma fe.

Sin embargo, estas consideraciones no deben impedirnos ver lo que de positivo encierra la costumbre volcada en la religión. A través de las costumbres, los individuos y las comunidades entran en contacto con su pasado y se sitúan en una historia significativa de sucesivas generaciones. La conciencia de hallarse inserto en una preciosa tradición ofrece identidad, confianza y seguridad. En un mundo amenazado por el caos y las confrontaciones se tiene así la sensación de formar parte de un conjunto de orden y sentido. Costumbres, usos y ritos no son de por sí algo vacío o inauténtico. Una costumbre puede hacerse propia. Entonces se adoptan ciertos usos o se realizan ciertos ritos porque siempre se ha visto hacer así. En tal caso se sigue la costumbre, porque es expresión de una forma de vida con la que se está de acuerdo y que se considera válida, aun cuando esto último no se pueda tematizar.

Es indudable que en la religiosidad popular domina el sentimiento. Pero esto no debe llevar a una oposición frente a la razón, cosa que tarde o temprano, desembocaría en formas aberrantes de religiosidad. Con esto no se quiere decir que la racionalidad sea el único criterio para juzgar las manifestaciones religiosas ni, menos aún, que la 11 Cf. H. BIEZAIS, Von der Wesensidentität der Religion und Magie, Abo 1978, 54.

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racionalidad impida toda forma de degeneración. Sentimiento y razón actúan mutuamente como correctivos críticos. La fe no es nunca puro sentimiento: si lo fuera, resultaría imposible una confesión de fe coherente, el kerigma se disolvería en glosolalia y los cristianos no podrían dar razón de su esperanza (1Pe 3,15). No es, pues, imaginario el peligro de que, pro falta de una instancia ordenadora, se absoluticen ciertos aspectos parciales, lo cual lleva al fanatismo y a la polarización. Pero, por otra parte, una religión de la que se excluyera todo sentimiento quedaría reducida a una colección de proposiciones abstractas. A fin de cuentas, la fe cristiana es verdad encarnada, una verdad traducida, vivida y transmitida mucho más en forma de relato, representación y drama que por vía de definiciones y pruebas lógicas.

En esta constatación ha de buscarse también el origen de la relación, a menudo tensa, entre teología y religiosidad popular. La religiosidad popular es una religión vivida, que no se expresa en fórmulas, sino que emplea otros modos de transmisión. Lleva a perspectivas e intuiciones que no pueden entrar adecuadamente en el proceso de una lógica formulada y, por tanto, son fácilmente calificables de subjetivas y sentimentales.

Por otra parte, el teólogo es considerado a veces por el pueblo como sabelotodo. Se le mira como a alguien que menosprecia lo sencillo. Y eso no es justo. La fe en sí, en cuanto actitud o realización existencial, es ciertamente sencilla, pero su verbalización concreta no lo es. La actitud y el fundamento de tal actitud es difícil de expresar en palabras. Esto habrá que intentarlo constantemente, pero con el convencimiento de que es necesario volver de la abstracción a la experiencia concreta, incluida la “fe sencilla” y sus formas de manifestación. Lo cual no es una tarea opcional, sino inherente a la búsqueda de la verdad de la fe.

La realidad de Dios escapa a cualquier intento de nuestra mente que pretenda encerrarla en definiciones y conceptos. Escapa también a nuestras posibles presentación e imaginación. Este convencimiento se plasmó en todas las formas de teología negativa: Dios no puede ser localizado en ningún punto del tiempo o del espacio. Pero la fe cristiana sabe también que este Dios, que supera nuestro pensar y sentir, se ha manifestado, con la máxima profundidad y de un modo definitivo, en Jesucristo, una persona histórica concreta. Su vida y obra, su muerte y glorificación nos muestran cómo es Dios y qué se propone con respecto al hombre y a su historia.

El seguimiento de este Jesús implica un cambio total de la vida, un cambio que exige tomar radicalmente en serio al hombre y el mundo. Ni la confesión de Jesús como Dios con nosotros ni la decisión de seguir sus huellas nacen de un encuentro personal con el hombre Jesús. Jesús nos es conocido únicamente por una tradición en la que él ha hablado. Llega a nosotros mediante un proceso de lenguaje y un amplio mundo de símbolos. La religiosidad popular es uno de los vehículos de ese universo simbólico y, al mismo tiempo, expresa y plasma la afirmación de la realidad a que apuntan ese lenguaje y esos símbolos. La tensión que siempre existe entre el lenguaje, el símbolo y las formas de expresión, por una parte, y la realidad a que estas magnitudes apuntan, por otra, son el principio en que se apoya la religiosidad popular y que, a la vez, relativiza su legitimidad.

Se podría afirmar que “la religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue menospreciada por parte de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla, acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es

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acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o sorprendente. Es la raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el racionalismo y el sectarismo”12.

LA PEREGRINACIÓN JACOBEA COMO MANIFESTACIÓN DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Detrás de estas palabras está la definición que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos hace de “religiosidad popular”: “La realidad indicada con la palabra ‘religiosidad popular’ se refiere a una experiencia universal: en el corazón de toda persona, como en la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Todo pueblo, de hecho, tiende a expresar su visión total de la trascendencia y su concepción de la naturaleza, de la sociedad y de la historia, a través de mediaciones cultuales, en una síntesis característica de gran significado humano y espiritual. La religiosidad popular no tiene relación, necesariamente, con la revelación cristiana. Pero en muchas regiones, expresándose en una sociedad impregnada de diversas formas de elementos cristianos, da lugar a una especie de ‘catolicismo popular’, en el cual coexisten, más o menos armónicamente, elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la cultura propia de un pueblo, de la revelación cristiana”13.

En el Camino de Santiago podemos descubrir la genealogía, la geografía y el testimonio de una religiosidad popular muy vigente en la actualidad. La peregrinación es una de las manifestaciones más características de la misma, que está presente en casi todas las religiones y culturas conocidas. Sin embargo, en la problemática teológica de la peregrinación hay que tener en cuenta dos factores. Por un lado, como acabamos de decir, la peregrinación es una forma de comportamiento religioso muy extendida tanto dentro como fuera del cristianismo. Por otro lado, como dijimos al comienzo, la fe cristiana no conoce ninguna atadura del culto cristiano a determinados lugares y tiempos. La pregunta de la samaritana junto al pozo de Jacob, de si Dios debía ser adorado en el monte de Garizim o en el de Sión, es decir, la vieja cuestión entre samaritanos y judíos, es respondida por Jesús en el Evangelio de Juan de la siguiente forma: “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Pero ya llega la hora, y ésta es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca” (Jn 4, 21-23). Incluso sin una cuidada exégesis de esta perícopa aparece claro el contraste, que existe entre la pregunta y la respuesta. Se pregunta por el lugar idóneo y se contesta con la referencia al espíritu y verdad, que evidentemente no están atados a ningún lugar concreto. En el tema que nos ocupa, ello significa que la peregrinación como el camino hacia santos lugares ha perdido su significado prístino en la realización plena de la fe cristiana.

La cristiandad parece haber interpretado así estas y otras similares afirmaciones del Nuevo Testamento. Ello se manifiesta en que la elección del lugar, en el que se celebra el culto divino o en el que se construyen iglesias-santuarios, ya no parte del presupuesto de que Dios ha calificado este o aquel lugar como sagrado, sino que es contemplada como una cuestión de la utilidad pastoral. Para ello se tienen en cuenta todos los puntos de vista sociológicos y psicológicos. Y aquí hay que añadir también, 12 Cf. Alfa y Omega, 18 de octubre de 2001. 13 Cf. CCDYDS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, Madrid 2002, 28.

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entre otras cosas, la referencia a acontecimientos históricos, que han tenido lugar en determinados lugares. En este tan delimitado sentido, lugares, que el recuerdo relaciona con acontecimientos importantes en la historia de la Iglesia, pueden ser calificados como santos lugares.

Teniendo en cuenta estos presupuestos, podemos decir que Santiago de Compostela es considerada en una milenaria tradición histórica como meta mundial de los peregri-nos que se encaminaban ad limina beati Jacobi. Sus orígenes remontan a la época prerromana con el asentamiento denominado Lovio, localizado en el interfluvio de los ríos Sar y Sarela, donde parece ser se ubicaba un lugar sagrado de culto. En el siglo I d.C. se asienta una guarnición romana, que con el tiempo va adquiriendo mayor im-portancia al poseer un recinto fortificado. A lo largo del siglo IV fue decayendo la in-fluencia romana, llegando al abandono del asentamiento con la caída del Imperio. El antiguo asentamiento romano, abandonado y en ruinas, se fue convirtiendo en un bosque: el bosque del Libredón, al que los lugareños cualificaban como lugar santo –“locus sanctus”- por contener restos sagrados. A comienzos del siglo IX Teodomiro, obispo de Iria, descubre en este bosque la tumba del apóstol Santiago y este hallazgo es confirmado por el rey Alfonso II el Casto, quien en una peregrinación restauró “la iglesia en honor de tan grande Apóstol [y] cambió el lugar de la residencia del obispo de Iria por este que llaman Compostela”14.

Además de este elemento histórico hay que tener en cuenta que el nacimiento de la peregrinación jacobea se asienta sobre la base antropológica, común a muchas cultu-ras y religiones, de que la vida es una peregrinación. En los tiempos pasados, viajar o peregrinar fue, pues, algo más que una acción meramente utilitaria -para intercambios comerciales- o placentera, al estilo de lo que hoy es para muchos el turismo. Era un medio necesario en la vida para adquirir experiencia, conocimiento e incluso prestigio y, en la medida que peligroso, era también una aventura, un reto atrayente para los audaces. Viajar o peregrinar era lo que daba pericia y experiencia y, viceversa, sólo poniéndose en marcha o en camino cabe adquirir experiencia: “el empirismo o expe-riencia es un efectivo ‘andar y ver’ como método, un pensar con los pies”.

Pero aunque ésta haya podido ser una de las motivaciones en el pasado a viajar -una de cuyas modalidades era la peregrinación-, dista de ser la única clave que puede ayudarnos a entender el fenómeno de la peregrinación a Santiago de Compostela. En sentido estricto, peregrinar es viajar a un santuario más o menos distante, o sea, des-plazarse lejos por una motivación religiosa, lo cual no quita que junto a esta motiva-ción se puedan dar otras muy dispares, como las apuntadas anteriormente: de aven-tura, comerciales, políticas, sociales, psicológicas o militares.

Puestos a abordar la faceta intrínseca a las peregrinaciones, lo primero que cabe se-ñalar es que éstas no constituyen un fenómeno específico de la religión cristiana, sino que parecen responder a una necesidad de las más diversas religiones, manifestada en múltiples lugares antes y después de Cristo. Así, los judíos acudían al templo de Jerusalén; el Islam impone a todo el mundo musulmán peregrinar a la Meca al menos una vez en la vida, si sus medios lo permiten, etc.

Dejamos por sentado que todas estas peregrinaciones tienen algo común y que, por ende, en la peregrinación a Santiago se encuentran pervivencias, adaptaciones y evo-luciones de formas de culto más antiguas y primitivas. Tanto los abusos como la pro-pia evolución religiosa contribuyeron a que se produjera a lo largo de la historia un im- 14 Historia Compostelana, ed. de M. SUÁREZ y J. CAMPELO, Santiago 1950, 21s.

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portante cambio de énfasis en la consideración religiosa de los peregrinos. Frente al peregrino que emprende la marcha por un camino físico determinado, parece tomar fuerza una vieja idea: la de que el camino que hay que recorrer es el de la vida. Es el lentísimo paso del camino material al camino espiritual, del camino como construcción al camino como símbolo, del culto externo al interno. O dicho con palabras de Tomás de Kempis en el siglo XV: “El que sabe andar dentro de sí y tener en poco las cosas exteriores, no busca lugares ni espera tiempos para entregarse a ejercicios devo-tos”15.

Más, ¿qué caminos son los aptos e indicados para “andar dentro de sí” y qué viajes los que así se emprenden? Durante milenios, morir ha sido, según expresión todavía usual, “emprender el último viaje”. Y tan al pie de la letra se llegó a tomar esto, que entre los celtas e iberos era costumbre en el enterramiento de los poderosos, poner u ofrendar un carro para ese último viaje.

Esta antiquísima concepción de la muerte como viaje sigue viva en el lenguaje. Por ejemplo, la muerte aun es denominada de vez en cuando tránsito (ida al más allá) u "óbito" (derivado del verbo latino obire, que a su vez procede de ire, que en latín signi-fica ir); y, a los católicos moribundos se les administra el "viático", palabra que entre los romanos designaba el dinero de bolsillo para los viajes y que en el catolicismo es el sacramento de la eucaristía que se administra a los enfermos en peligro de muerte.

A esta concepción de que la muerte es el último viaje, Séneca en la Consolación a Polibio (II, 2) le añade un aspecto más claro y rotundo: "Tota vita nihil aliud quam ad mortem iter est" = "Toda vida no es otra cosa que un camino hacia la muerte". Propo-sición, por otro lado, muy afín a la concepción cristiana de la vida que cargó también de simbolismo la noción de camino.

Por lo pronto, fue el propio Cristo quien dijo de sí que era "el camino, la verdad y la vi-da" (Jn 14, 6), imagen que Pablo retoma cuando habla de el "camino nuevo y vivo in-augurado por él [Cristo] para nosotros" (Heb 10, 20). San Pedro, por su parte, sostie-ne en su primera cata que el cristiano ha de vivir en el mundo como en el extranjero, que es casi como decir de viaje (1Pe 1,1). Pero quien desarrolló más el simbolismo del camino y de la vida como viaje fue quizás Agustín de Hipona, que insistió en que se viene al mundo, no para permanecer en él, sino de paso. Todos estos precedentes cristalizan en la Baja Edad Media en la noción de homo viator, siendo la vida la vía a que alude el adjetivo latino viator. Gonzalo de Berceo, en la primera mitad del siglo XIII, lo expresó así en la introducción a los Milagros de Nuestra Señora:

"Todos cuantos vivimos que en piedes andamos siquiere en prisión, o en lecho vayamos, todos somos romeros que camino andamos San Pedro lo dice esto, por él os lo probamos.

Cuanto aquí vivimos, en ajeno moramos; la fijanza durable suso la esperamos, la nuestra romería entonz la acabamos cuando a paraíso las almas enviamos".

15 TOMÁS DE KEMPIS, Imitación de Cristo, Libro II, cap. 1.

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Y al mismo texto de san Pedro (1Pe 1,1) recurre el autor del Kempis para repetir en diversos pasajes que lo propio del cristiano, más que peregrinar a un santuario deter-minado, es portarse "como desterrado y peregrino sobre la tierra" (Libro I, cap. 17 y libro III, cap. 53).

Viaje la muerte, viaje la vida y viaje también lo que conduce a cualquier meta de índo-le espiritual. Este es el presupuesto antropológico y religioso-teológico sobre el que se asienta la peregrinación a Santiago de Compostela. Es decir, la condición de viajero, propia del hombre, su status viatoris, es algo que desde el principio forma parte de la historia humana, la historia tanto religiosa como la profana. Dentro de la perspectiva bíblica, está claro que el camino es algo importante, ya que inspira, en gran medida, la historia bíblica desde sus mismos inicios. Los acontecimientos básicos de esa historia tienen lugar, con frecuencia, en el camino. La concreción, manifestación y difusión del cristianismo pueden ser consideradas como resultado de la realización de determina-dos e importantes viajes. En este sentido, cabe afirmar que el camino no sólo simboli-za las raíces de lo sagrado, presentes en la religiosidad popular, sino que es expre-sión de las posibilidades históricas del cristianismo.

El Camino de Santiago fue desde los comienzos, por su significación y por sus apor-taciones múltiples, un fenómeno importante que condicionó el modo ser de gran parte de Europa; y ello, porque el peregrino jacobeo ha venido cumpliendo ininterrumpida-mente una vocación itinerante, que lo hacía ser “viajero de lo sagrado” y transmisor de saberes.

Su meta no era precisamente una ciudad o un lugar llamado Compostela; su meta era un apóstol, la tumba del apóstol que, según la tradición, había evangelizado España. Ese peregrino, que era el peregrino por excelencia, esencialmente distinto de cual-quier viajero, no aspiraba a encontrarse con Santiago al final del largo itinerario, por-que Santiago viajaba con él. En este sentido, puede decirse que no faltaron nunca o casi nunca las intenciones de carácter espiritual, dado que se trataba de un viaje de conversión y de transfiguración, de un viaje sagrado a través de la cristiandad entera. El móvil fundamental era la devoción a Santiago, la búsqueda de una relación perso-nal con él. Esa era la actitud del peregrino imbuido de fe y profundamente devoto del Apóstol, lo cual no excluía otras motivaciones tales como el deseo de una santifica-ción personal, la necesidad de una mayor práctica de oración, el reconocimiento y gratitud por las gracias y favores recibidos, la obligación de cumplir una promesa, sin olvidar un cierto afán por conseguir indulgencias16, la búsqueda del deseado milagro o también una cierta nostalgia por el martirio. Esencial en esa peregrinación era, sin du-da alguna, el espíritu de penitencia. Se iba a Compostela “por penitencia”, ya fuera por decisión personal, ya por delegación o por encargo de alguien que no podía reali-zar ese viaje sagrado. El recorrido a pie, de todo o parte del camino, fue siempre uno de los medios humildes de hacer penitencia. Es decir, el Camino de Santiago y la pe-regrinación jacobea han sido desde sus inicios una historia de fe, de testimonio de vi-da cristiana, de caridad fraterna; una historia que configuró a la Europa cristiana.

A la hora de aclarar la historia de la difusión del cristianismo con frecuencia se afirma que Europa (Occidente) ha tratado de imponer su religión, lo que se califica como colonialismo religioso, una parcela del más amplio sistema colonial. Sin embargo, hay que precisar que la “interculturalidad” pertenece a la forma originaria del cristianismo, ya que el cristianismo nació en el punto geográfico donde se juntan los tres continentes asiático, africano y europeo y sólo posteriormente se convirtió en religión 16 En 1294 el papa Clestino V concedió por primera vez una indulgencia plenaria por peregrinar.

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europea. Pero de tal manera, que se puede afirmar que “Europa sólo de forma secundaria es un concepto geográfico: Europa no es un continente geográficamente aprehensible con claridad, sino un concepto cultural e histórico” (J. Ratzinger). Y desde el punto de vista concreto religioso, pese a la tendencia a la desacralización radical de la visión del mundo, favorecida sucesivamente por la Ilustración y por los historicismos materialistas e idealistas, es justo afirmar que el contenido cristiano sigue siendo una referencia en la vida europea. “La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización, hasta tal punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio” (Juan Pablo II). Ello contribuyó a forjar un patrimonio cristiano, que, según Juan Pablo II, continúa hoy “ofreciendo respuestas adecuadas a las nuevas cuestiones que se plantean especialmente en el campo ético”. La fe cristiana y Europa son dos realidades íntimamente unidas en su ser y en su destino, de forma que las crisis del hombre europeo son las crisis del hombre cristiano y las crisis de la cultura europea son las crisis de la cultura cristiana.

EL CAMINO DE SANTIAGO COMO CAMINO DE FE

Desde un principio se ha venido repitiendo que el Camino de Santiago ha sido desde sus inicios un camino de fe y, al mismo tiempo, un camino de cultura, en una palabra, el acontecimiento más importante en la configuración de la Europa medieval como Cristiandad occidental. Esta convicción la recogía Eneas Silvio Piccolomini, el papa humanista Pío II (1405-1464), al enunciar en su obra cartográfica una especie de uni-dad religioso-cultural europea, en oposición a lo que consideraba la barbarie asiática. Piccolomini dejó claramente establecido, en sus consideraciones, la existencia de una ecuación entre Europa y civilización, entre cristianismo y civilización, que es precisa-mente la gran aportación hecha por el Camino de Santiago y las peregrinaciones ja-cobeas.

En la misma línea que su antecesor Pío II, ya en nuestros días Juan Pablo II reconoce sin ambages la contribución de la peregrinación jacobea a la unidad e integridad de Europa: “Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la ‘memoria’ de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogé-neo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando”17.

Sin embargo, en la actualidad a causa de las ideologías secularizadas, el materialis-mo, el hedonismo, el nihilismo, la virulencia de los nacionalismos excluyentes, el terro-rismo, etc. percibimos que “el cristianismo vive una situación de crisis, de desplaza-miento existencial, de tiempos invernizos y que ha perdido influencia en las concien-cias, relevancia social, audiencia y eficacia pública, presencia en las instituciones y en la configuración de la conducta”18.

Ciertamente, no se trata de crear una Europa paralela a la existente, sino de mostrar a esta Europa que su alma y su identidad están profundamente enraizadas en el cristianismo, para poder así ofrecer a Europa la clave de interpretación de su propia vocación en el mundo. El origen del cristianismo está en Oriente. Lucas al igual que Juan y todo el Nuevo Testamento ponen su raíz en Israel: la salvación viene de los 17 Cit. por Peregrinos por gracia. Carta pastoral del Arzobispo de Santiago de Compostela en el Año Santo Compostelano 2004, Santiago de Compostela 2002, 99. 18 Ibíd., 104.

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judíos (Jn 4,22). Sin embargo, Lucas indica un nuevo camino, que abre una nueva puerta. El camino, que indica el libro de los Hechos de los Apóstoles, es en su totalidad un camino que va de Jerusalén a Roma, el camino a los paganos. De esta forma, el cristianismo es la síntesis lograda en Jesucristo entre la fe de Israel y el espíritu griego19. Sobre esta síntesis se asienta Europa. El intento del Renacimiento de destilar lo griego puro con la eliminación de lo cristiano para reconstruir lo griego primigenio es tan absurdo y sin sentido como el nuevo intento por conseguir un cristianismo deshelenizado. Europa surge de esta síntesis y tiene su fundamento en ella.

CONCLUSIÓN

La unidad de Europa será duradera y provechosa si está asentada sobre los valores humanos y cristianos que integran su alma común, como son la dignidad de la persona humana, el profundo sentimiento de justicia y libertad, la laboriosidad, el espíritu de iniciativa, el amor a la familia, el respeto a la vida, la tolerancia y el deseo de cooperación y de paz20, es decir, ¡la Europa unida del tercer milenio!

El articulado sistema de valores –fe, solidaridad, caridad, sacrificio, actitud penitencial y trascendencia– relacionado con la peregrinación compostelana, partiendo de la base común de la religiosidad popular, maduró y reforzó una concepción cristiana de las relaciones entre los hombres de países y costumbres diferentes, unidos en una misma fe y en una misma civilización que sigue siendo referente en este momento. Por eso, Europa no puede considerarse solamente una estructura económica, basada en un sistema monetario común. La unidad europea ha de fundamentarse sobre un sistema de valores, personales y colectivos donde la existencia se comprenda como don y tarea para el hombre, donde el prójimo sea aquel de quien cada uno se hace responsable y donde la vida de cada uno se ponga al servicio de los demás.

En este horizonte, la peregrinación pasa de tener un valor simple y exclusivamente cultural e histórico a ser un valor constitutivo y constituyente de la común civilización europea. El peregrino contribuye eficazmente a la construcción de la única Europa posible: la que tiene una referencia espiritual con sus principios morales y sociales, su cultura, su arte y su sensibilidad, es decir, la que tiene sus raíces en la tradición cristiana que la articuló profundamente en cada una de sus fibras.

En esta hora, “Compostela, hogar espacioso y de puertas abiertas, quiere convertirse en foco luminoso de vida cristiana, en reserva de energía apostólica para nuevas vías de Evangelización, a impulso de una fe siempre joven”. Este es el anuncio gozoso y la invitación fraterna a traspasar los umbrales de la Puerta Santa en el Año Jubilar Compostelano 2010, segundo del tercer milenio cristiano.

19 Para una exposición clara y profunda de esta idea, cf. W. KAMLAH, Christentum und Geschichtlichkeit, Stuttgart 1951. 20 Cf. JUAN PABLO II, Discurso en el acto europeísta celebrado en la Catedral de Santiago, 9 de Noviembre de 1982.

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