El Caso Max Power y Otros Cuentos

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EL CASO MAX POWER Y OTROS CUENTOS

Alejandro Badillo

AURORABOREAL®

Puro

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Alejandro Badillo

México (1977). Es escri-tor, crítico literario y co-ordinador de talleres de escritura. Ha publicado, entre otros libros de na-rrativa, Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro-Conaculta), La herrumbre y las huellas (Edi-ciones de Educación y Cultura) y La mujer de los macacos (Libros Magenta-Secretaría de Cultura del DF). Es colaborador de la revista Crítica. Cuentos suyos han sido publicados en antologías y revistas en México y el extranjero. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Aurora Boreal® eBooksFoto Alejandro Badillo © Carlos Flores Couoh.Foto carátula © Carlos Flores Couoh.Diseño: Leo Larsen®

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Diseño original de la colecciónLeo Larsen

Primera edición: ! Editorial Aurora Boreal®, Mayo 2015. ! ! ! ! Dirección editorial: Leo Larsen

© Alejandro Badillo© Aurora Boreal®

"[email protected] 1902-5815 Editorial Revista Aurora Boreal®

Producción Jazz en la 127® Copenhague - Dinamarca

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Para Abigail y mis gatas Peluche y Felpa-Marie

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El caso Max Power

! La tarde del 22 de marzo de 1997, Max Power fue al estreno de la película francesa Le rouge et le noir. El títu-lo remite a la novela de Stendhal, sin embargo, esa era su única coincidencia, porque la historia –escrita por un guionista especializado en comedias ligeras– giraba en torno a un pintor alcohólico en busca de fama y a su apasionada amante entrada en años. La heroína era una actriz venida a menos, tal vez por sus malos manejos fi-nancieros o por su tendencia a involucrarse con políticos corruptos. Trataba de resucitar su fama perdida actuan-do en filmes poco ambiciosos desde el punto de vista ar-tístico, pero con taquilla asegurada. El actor estelar, en cambio, era joven y talentoso; varios periodistas le augu-raban una carrera promisoria. Las personas que vieron a Max Power entrar a la sala y sentarse en la primera fila de butacas (era corto de vista y no podía leer con clari-dad los subtítulos) concuerdan en que dejó su maleta a un lado, bostezó, y cruzó las piernas como si estuviera en la sala de espera de un consultorio. La película transcu-rrió sin contratiempos. Algunos recordarían que, por la trama ligera, de enredos y situaciones chuscas, la hora y media de duración se les había ido volando. Al salir de la sala, Max Power se detuvo unos instantes a observar la

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cartelera con las próximas películas. Todavía faltaban dos funciones más. En la taquilla había una larga fila es-perando poder comprar un boleto. Pasó junto a ellos con una sonrisa en los labios: tenía la costumbre de ir a la primera función, por eso no tenía problemas para con-seguir boletos, incluso en estrenos. El vendedor que lo atendió dijo: “Llegaba siempre con sus tenis rojos, a ve-ces hasta con media hora de anticipación, sabía que probablemente sería el único en la sala, pero aun así se veía apresurado por llegar apenas abierto el cine. Una ocasión no resistí la curiosidad y lo seguí en silencio para ver qué hacía. Cuidando de no hacer ruido, entorné la puerta, asomé los ojos justo para ver cómo sacaba un li-bro de su maleta, cruzaba las piernas y se ponía a leer”.! El episodio del cine fue investigado superficialmen-te, aun cuando entre los espectadores estaban la mujer y su hija con quienes Max Power se encontraría después en circunstancias bastante lamentables. Meses más tarde, cuando la película fue editada en video, alguien hizo no-tar el parecido de la ropa del protagonista con la que lle-vaba Power. Coincidencia, dijeron muchos, pues al ser la primera vez que él la veía, era imposible que conociera el atuendo del actor. Aunque pudo haber visto los ade-lantos que salían en la televisión. Después de la breve po-lémica de la ropa, nadie se molestó en hacer una hipóte-sis acerca de su extraña costumbre de ponerse a leer media hora antes del inicio de cada función. ¿Algún ras-go obsesivo en su personalidad o algo insignificante que consideraron no valía la pena investigar? Quizá nunca se sepa.

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! Max Power abandonó el complejo de cines. Cruzó la calle. Empezaba a hacer frío y sacó de la maleta un suéter azul. Las luces de la ciudad comenzaban a encen-derse. El cielo tenía ese tono gris, casi mortecino, que precede a la oscuridad completa. Los pájaros se arremo-linaban, peleando por un lugar entre las ramas de los es-casos árboles que poblaban el camellón. Se detuvo en la banqueta. Veía hipnóticamente los autos, los anuncios luminosos, las personas que esperaban el autobús. A po-cos metros de él, un fotógrafo aficionado esperaba con paciencia el momento en que las aves se alejaran un po-co de los árboles, y así poder captar el momento en que sus siluetas aparecieran limpias y oscuras frente a su cá-mara. Verificaba la altura del tripié y ajustaba el obtura-dor. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, ya que la noche estaba por echar sus garras al día. En ese instante, una parvada salió de entre los altos edificios de enfrente. Las aves caían como gotas emplumadas. Aleteando con fuerza, describieron círculos para después, manteniendo las alas muy quietas, dejarse llevar por las sutiles corrien-tes de aire. Cruzaron frente a él como si supieran de an-temano que estaban posando para su lente. Extendieron con majestuosidad las alas. Disparó a pesar de no poder evitar a una figura que salía en la parte inferior del re-cuadro.! La fotografía ganó el primer lugar en el concurso “La ciudad y la tarde” que organizó la revista Contraluz y fue publicada en la portada de aniversario. El organiza-dor del certamen, inspirado por la melancólica figura, de rostro apenas visible, le colocó a un lado un aforismo de

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Estrabón: “Ciudad grande, soledad grande”. El ganador, después de subir al estrado para recibir su premio, decla-ró a un reportero: “Sabía que esa tarde era especial. Me quedaba poco tiempo para lograr alguna toma intere-sante. Desde luego esperaba que los pájaros me ayuda-ran. Después de estar ahí dos horas pensé que me iba a ir en blanco. Cuando estaba a punto de renunciar a sa-car la foto, un hombre cruzó la calle, sacó un suéter azul de su maleta y se lo puso. Se quedó mirando los autos, parecía no tener otra intención que la de estar parado en la banqueta. Tenía cierto aspecto desvalido, como si fue-ra un niño abandonado por sus padres. Por mi mente cruzó una idea que al principio juzgué fantasiosa, pero que esa noche, al estar revelando los negativos, cobró más fuerza: el pobre hombre no sabía quién era, ni a dónde iba a ir. Me prometí que, después de tener la foto del concurso le sacaría una a él. En ese momento apare-cieron las aves, era la toma perfecta. Probé varios ángu-los pero el hombre me estorbaba: en cualquier posición que colocara la cámara, él salía. Refunfuñando, disparé varias veces. Mientras lo hacía, me miró, alzó el brazo derecho y señaló con el dedo índice el cielo. Luego pasó junto a mí. Es difícil explicar por qué me puse tan ner-vioso: las manos me temblaban y no pude cambiar el ro-llo, ni siquiera el flash que necesitaba para poder sacarle la foto. Tal vez reteniéndolo unos instantes hubiera re-nunciado a sus planes”.! La célebre foto de Max Power, con los pájaros sobre su cabeza y él levantando su brazo hacia el cielo, es el único testimonio gráfico que se tiene. Nunca se supo na-

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da de su familia; no hay registros de ningún tipo. Horas más tarde, encima de los tenis rojos, en su cartera man-chada de sangre, sin billetes ni credenciales, se encontró una tarjeta de presentación. La tarjeta –ahora en el mu-seo central de la capital– muestra, sobre un fondo claro, la silueta estilizada de una persona y debajo de ella, en letras mayúsculas (los peritajes que se hicieron especifica-ron que eran tipo Courier New, de 14 puntos) alineadas al centro, se puede leer: “HOLA, SOY MAX POWER”. A propósito de esto, un comentarista de radio ironizó: “Pareciera que el señor llegó de otro planeta, trajo un montón de tarjetas para hacer contacto con la gente y, cuando supo que lo estaban fotografiando, señaló la ruta hacia su galaxia.” El fotógrafo fue contratado por una revista de moda, tuvo varios romances con estrellas de cine. Sin embargo su carrera fue corta, porque el inci-dente con Max Power lo dejó marcado y desde entonces se empeñó en fotografiar pájaros y hombres con tenis ro-jos señalando al cielo. ! Max Power bajó el brazo. Cerró los ojos. Sin im-portarle el humo que despedían los camiones, respiró profundamente. Las aletas de su nariz se ensancharon y llenaron los pulmones con un poco del follaje de los ár-boles, el fragmento de la plática de las personas, un pe-dazo de los autos que empezaban a prender los faros. Las puntas de los árboles se mecían lentamente, parecían arrullar a los pájaros que antes de dormir espulgaban cuidadosamente sus plumas. Continuó su camino y pasó junto al hombre de la cámara que, sumamente nervioso, no atinó a decirle nada. Se internó por una calle lateral

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un poco oscura. Su atención se concentró en las luces intermitentes de los anuncios. Notó que una de las agu-jetas de sus tenis rojos estaba suelta. Se agachó y la ama-rró. Caminaba lentamente, lo que hacía que varias per-sonas lo rebasaran. Al llegar a una avenida transitada, con las manos en los bolsillos permaneció inmóvil, ob-servando atentamente los actos circenses que se escenifi-caban en los semáforos: pequeños faquires acostándose sobre vidrios, hombres vomitando fuego, ancianas en-corvadas pidiendo limosna. El sol se había extinguido, dejando el cielo cubierto por una gran mancha de aceite. Mucho se ha especulado sobre si alguna vez Power tuvo dudas acerca de lo que hizo. Las opiniones se dividen entre los que sostienen que actuó sistemáticamente, co-mo si siguiera los pasos de un manual, y los que ven a un hombre atormentado que tuvo muchas dudas. El oficial de tránsito, asignado a ese crucero, dijo: “Desde el prin-cipio me llamó la atención el hombre de suéter azul. Era la hora en que muchos oficinistas salen de su trabajo, el tráfico se intensifica y los cruces de las calles están ates-tados. Entre el ir y venir de personas, el señor Power re-saltaba, pues no se movía ni parecía tener intenciones de querer hacerlo. Era como si estuviera anclado en el piso. Dejaba pasar las oportunidades que le daba el semáforo con una tranquilidad que exasperaba. Yo dudaba de preguntarle si estaba perdido o necesitaba alguna infor-mación, porque en el fondo tenía curiosidad por saber cuánto tiempo estaría ahí, sin moverse. Después de un rato, vi como una niña se le acercaba. Él se agachó. Es-toy seguro que sacó algo de su maleta y se lo entregó,

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aunque no pude distinguir con claridad qué era porque la gente que pasaba junto a él lo ocultaba de mi vista. La niña se alejó y, sin saber muy bien por qué, me dio el empujón que me faltaba para encararlo y acabar de una vez por todas con mis dudas. Atravesé la calle. Antes de hablar con él, me di cuenta de que en su cara había un gesto de frustración, como si el encuentro con la niña le hubiera dejado un mal sabor de boca. Sé que es difícil de creer, pero al observarlo con detenimiento me sorpren-dió el color de sus ojos, o más bien la ausencia de color en ellos. Su iris era una pantalla cambiante que actuaba como un espejo, devolviendo la imagen que tenía en-frente. En sus ojos vi a un auto estacionándose y a una persona de traje entrar a un edificio. Supongo que el se-ñor Power advirtió mi perplejidad porque me observó fi-jamente, arqueó las cejas en actitud interrogativa. Mien-tras elegía la mejor forma de dirigirme a él, pude distin-guir en su mirada el reflejo de mi insignia y mis lentes oscuros. Me decidí por la pregunta más lógica:! “–¿Puedo ayudarlo en algo?! “Negó suavemente con la cabeza. Por la forma co-mo lo hizo pensé que era alguien sumamente educado. A pesar de la gentileza con que despachó mi pregunta, ya sin meditaciones volví a la carga con la esperanza de oír al menos su voz.! “–Pero... ¿está perdido, a dónde se dirige?! “Quise hacerle más preguntas pero me quedé exta-siado viendo en sus ojos cómo un comerciante cerraba la cortina de su negocio. Parecía reflexionar profundamen-te su respuesta, porque inclinó ligeramente el rostro.

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Unas líneas de expresión se formaron bajo su nariz y en la frente. Cuando al fin entreabrió un poco la boca y pensé que iba a decir algo, se contuvo, limitándose a pa-sar la lengua por los labios y quedando de nuevo como estatua. Me sentí un niño pequeño al cual le prometen una golosina pero se la dejan encima de un mueble muy alto, inalcanzable. Tragando mi frustración con saliva, tuve la intención de dejarlo en paz, cuando el señor Power, advirtiendo mi desconsuelo, sacó su mano dere-cha del bolsillo haciéndome seña de que esperara, luego alzó muy lentamente el brazo y con su dedo índice seña-ló al cielo. Así, con ese gesto de autoridad, tenía aspecto de general, de un Napoleón de tenis rojos convocando a sus tropas para tomar por asalto la luna o las nubes, sólo que en vez de caballos tenía autos, y, en lugar de solda-dos, oficinistas ansiosos por llegar a sus hogares. En ese momento me notificaron por el radio de un accidente a muy poca distancia de donde me encontraba. Sin pensar que en pocos minutos me encontraría de nuevo con el señor Power, me dirigí a la patrulla.”! Max Power veía nostálgicamente el otro lado de la calle, como si ésta fuera un mar revuelto, hecho de asfal-to, y no se atreviera a cruzar hasta la orilla. Una niña sa-lía de una tienda lamiendo su paleta mientras guardaba las monedas del cambio en una bolsa con forma de manzana. Se quedó unos momentos junto a él esperan-do el alto del semáforo para pasar. Observó con deteni-miento los tenis rojos, sonrió, acercó su mano pegajosa a la manga del suéter y le preguntó:! –Señor, ¿me podría dar la hora?

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! Power bajó la vista hasta toparse con las trenzas y la pequeña mano sujetándose a su suéter. Se arremangó, pero en su muñeca izquierda no había nada que sirviera para medir el tiempo. Revisó la derecha con los mismos resultados. Mientras se agachaba para estar a la altura de la niña, sacó de su maleta una pluma y un pedazo de papel. Apoyándose en el aire, dibujó un círculo bastante tembloroso. Con la punta de la lengua sobresaliendo apenas de sus labios, como un escolar batallando con sus deberes, le hizo varias marcas transversales y a cada una de ellas le escribió un número. Al finalizar, suspiró satis-fecho y le entregó el papel a la niña. Una leve sonrisa, la del que termina exitoso un encargo, estampó su rostro. La niña, observando incrédula lo que le había entrega-do, volvió a exigir su atención jalándolo de la manga:! –Oiga, pero los relojes tienen manecillas, y éste no tiene. ¿Cómo voy a saber la hora? ! Max Power se encogió de hombros, hizo un gesto de sorpresa, su boca se frunció, como si la niña le hu-biera hecho una pregunta relativa a física nuclear o ma-temáticas avanzadas. Pronto el semáforo se pondría en rojo. La niña suspiró resignada, le dio otra lamida a su paleta, y le dijo lacónicamente:! –Bueno, adiós.! La pequeña figura se puso en marcha casi engullida por la estampida de portafolios y trajes que competían por llegar a la acera de enfrente. Max Power se despidió de ella agitando la mano. Después la metió de nuevo a su bolsillo. Al otro lado de la calle un agente de tránsito –entre tímido y curioso– se acercó a él.

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! Nunca se supo la identidad de la niña. Basados en el retrato hablado que proporcionó el agente de tránsito se pegaron carteles en la ciudad. Al no haber respuesta, extendieron la búsqueda a todo el país. Para muchos, ese encuentro fue crucial, o al menos bastante representati-vo. Incluso un famoso escritor desarrolló un cuento te-niendo como trama esa supuesta plática. Retomando la información disponible en ese momento, el escritor ape-nas menciona el episodio del cine y básicamente se cen-tra en la efímera relación que sostuvieron Power y la ni-ña. En una entrevista concedida a la prensa internacio-nal, afirmó: “Cualquier intento de una biografía de Power será casi en su totalidad imaginaria, porque los datos que han proporcionado los testigos son pocos y en algunos casos ambiguos. Por eso en el cuento abordo al personaje tratando de evitar datos, y escribo diálogos ajenos a cualquier lógica. Para mí, Power siempre será un ser subjetivo por excelencia, esa característica es la que hace que cada quien vea en él lo que le conviene. Las personas lo visten como si fuera un muñeco de car-tón, le pegan distintos rostros, frases, esperanzas. El error radica ahí, porque él es lo opuesto: una hoja en blanco, un espejo que devuelve palabras, una estatua retándonos en silencio. Todo el mundo espera respuestas, soluciones, por eso no pudieron comunicarse con alguien que cada paso que daba era una enorme interrogación. Si trata-mos de enfocar los hechos del 22 de marzo desde este punto de vista, todo lo que hizo, desde que salió del cine hasta que llegó al metro, adquirirá pleno sentido: el no–sentido.”

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! Después de caminar algunas cuadras, Max Power pudo ver un montón de curiosos apiñándose en círculo. El tráfico avanzaba muy lentamente. Los automovilistas, al ver las luces rojas y azules de una ambulancia, trata-ron entre claxonazos de hacerle un espacio. En el asfalto había fragmentos de vidrio machacados. La escena no necesitaba mayor interpretación porque el auto –con las llantas delanteras sobre la banqueta, el parabrisas des-trozado– y la abultada manta blanca explicaban todo. El auto mostraba la dureza de un accidente; la fragilidad de la vida humana, era representada por la manta, que pa-recía un copo de nieve abandonado en medio de la calle. Dos velas situadas a sus lados titilaban como estrellas fú-nebres. Power se fijó en todos los detalles: el cofre salpi-cado de manchas rojas, la bolsa de mujer colgando de la antena. Un vaso de unicel roto, todavía con restos de café, era arrastrado por el viento. Decenas de miradas curio-sas contemplaban a la mujer sollozante, que se aferraba al bulto cubierto de tela blanca como si quisiera retener a un fantasma. Parecía una virgen doliente al pie de la cruz. La levantaron en brazos. Al principio opuso resis-tencia, sin embargo terminó cediendo y aflojó el cuerpo. Sus ojos no tenían lágrimas pero estaban rojos y casi de-sorbitados. Fue llevada a la ambulancia para que le ad-ministraran un calmante. Power, sumamente interesado en lo que sucedía, se hizo un lugar entre los curiosos. La gente murmuraba los detalles del accidente; alguien mencionó que había visto huir al conductor del auto. Dos paramédicos, sabiendo que ya no podían hacer na-da, cuidando de no descubrir el cuerpo, levantaron el

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bulto y lo pusieron en una camilla. El agente de tránsito que había encontrado a Power calles atrás desviaba el tráfico hacia vías alternas. Observó cómo el sujeto que lo había desconcertado tanto caminaba en dirección de la ambulancia.! –¿Es familiar de la joven? –le preguntó el paramé-dico.! Max Power no contestó, ni siquiera lo miró. Con lentitud apartó la manta. Quedó tan absorto por su des-cubrimiento que se acercó todavía más y sin querer mo-vió un poco las ruedas de la camilla. Esta pequeña sacu-dida fue suficiente para que una gota de sangre resbalara de los cabellos y fuera a estrellarse en su tenis derecho. La gota permaneció intacta en la punta, sin deformarse, brillando débilmente como si fuera un recuerdo del su-ceso. Acarició las mejillas sucias, llenas de cortes, al mismo tiempo que contemplaba la piel árida de los bra-zos. Los cabellos revueltos, apenas sujetos por un pren-dedor con forma de mariposa, le daban el aspecto de una chica recién despertada, lista para bañarse y dedi-carse a sus labores. El cerco de curiosos se estrechó toda-vía más. Una voz murmuró “¿Qué está haciendo?”, pero la pregunta sólo obtuvo silencios e intercambios de mi-radas. Power observó cómo en los labios de la joven se formaban unas burbujas de sangre. Pasó las yemas de los dedos para limpiarlos. Lo hizo cuidadosamente: parecía temer despertarla de un sueño apacible. En ese momen-to, en un último acto reflejo, la boca de la joven se mo-vió. Max Power dio un respingo y se apresuró a cubrirla de nuevo.

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! El accidente fue reseñado en una nota de tres ren-glones en la sección policiaca de los diarios locales. Sin embargo, una semana después, cuando los rumores de que Power había estado ahí fueron confirmados, la noti-cia adquirió resonancia mundial. Llovieron los reporte-ros tratando de saber el mínimo detalle de la atropellada y su madre. Al día siguiente se dio a conocer la historia completa: la joven era estudiante de economía, había ido al cine con su madre (coincidentemente la primera fun-ción de Le rouge et le noir). Al acabar la película habían ido a tomar un café. La joven tenía que estudiar para un examen, así que pidió uno para llevar. Se dirigían a la parada del autobús cuando, al pasar por las líneas ama-rillas que marcan el paso de los peatones, un auto ignoró la luz roja y la embistió de frente. Un testigo mencionó que vio el cuerpo rodando por el cofre, otro salía de su casa justo cuando el auto se detuvo bruscamente y dejó la huella de las llantas marcadas en el asfalto. La joven se golpeó con el parabrisas y salió proyectada metros ade-lante. Su bolsa ensartada en la antena siguió balanceán-dose unos segundos, como un péndulo, hasta quedar es-tática. La madre se llevó las manos a la boca porque al mismo tiempo las piernas de su hija dejaron de sacudir-se. Policías y paramédicos fueron entrevistados una y otra vez. El encargado de la ambulancia dijo: “Lamen-tablemente no pudimos hacer nada, el impacto había re-ventado varios órganos internos y ya no había pulso. In-tentamos reanimación artificial sin lograr respuesta. Íbamos a subirla a la ambulancia para llevarla al forense, cuando un hombre de suéter azul y tenis rojos se acercó

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a la camilla. Le pregunté si era familiar de la joven, pero no me respondió. Destapó el cuerpo y estuvo así unos segundos, hasta que algo lo asustó y se fue caminando de prisa. Tuve curiosidad por saber que era lo que lo había asustado, así que bajé la manta y me sorprendí mucho al descubrir en el rostro de la joven una sonrisa”.! En el velorio, los esfuerzos por extirparle del rostro esa sonrisa fueron vanos. La joven –todavía con el rostro hinchado, adquiriendo esa palidez que hace a los muer-tos figuras de cera– ostentaba imperturbable, hasta po-dría decirse con orgullo, una sonrisa limpia, de esas que sólo se pueden obtener con un buen chiste o una situa-ción graciosa. Al siguiente día, antes de partir al cemen-terio, a los familiares les fue difícil llorar amargamente porque, al reconfortar a la madre y persignarse frente al ataúd, no pudieron dejar de preguntarse por qué la jo-ven, que reposaba su muerte vestida muy correcta de blanco, con las manos cruzadas sobre el pecho, tenía esa sonrisa descarada que dejaba ver todos sus dientes. Al-gún primo lejano había comentado, cuando terminó el entierro: “Parecía que se estaba burlando de todos.” Un caso todavía más curioso, al que también le dieron se-guimiento los medios, fue el que protagonizó su madre. Ésta, que había presenciado la breve aparición de Power, estaba segura de que era una especie de mensajero celes-tial; un ángel que había mandado Dios para hacer me-nos difícil la muerte de su hija. En caso contrario, ¿cómo explicar esa sonrisa? Sólo alguien que se sabe en las puertas del paraíso puede estar tan contento como para demostrarlo de esa forma tan explícita. El dolor de una

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madre al perder a su hija puede tener repercusiones sor-prendentes. La idea del ángel fue tomando cada vez más fuerza en su mente. La prueba que faltaba para confir-mar sus fantasías llegó cuando en el servicio forense se enteró del final de Power en el metro. Ya no necesitaba otra cosa, porque el mensaje era claro: el hombre de te-nis rojos era un enviado del cielo que había elegido a su hija y a ella como portadoras de la verdad divina. Sintió que debía hacer algo. No podía permanecer indiferente, así que consiguió donativos, amplió su casa y, el 22 de marzo del año siguiente fundó “La Iglesia Universal de Max Power”, cuyos principios eran prácticamente los mismos que los de la iglesia mormona, con la diferencia de que los sacerdotes vestían igual que Max Power y, en la biblia oficial, su nombre era puesto en lugar de Dios, Jesús, y algunos de los profetas más importantes. Un co-mediante bromeó diciendo que, de ahora en adelante, cuando muriera una persona, un ángel de tenis rojos diera su aval, para que los familiares pudieran librarse de costosas misas y aburridos rosarios, pues el alma del ser querido ya estaba segura en el cielo. Algunos estudiantes que estaban entre el grupo de curiosos, fundaron el efí-mero movimiento de izquierda llamado “Todos somos Max Power”. Sin ningún documento ideológico, ni pro-nunciamiento político, lo único que hicieron fue rentar un cuarto y colgar una foto retocada por computadora en la que Power –con una boina sobre su cabeza y la barba medio crecida– simulaba ser una especie de Che Guevara. Con esta foto, vendida en camisetas y carteles, adquirieron fondos suficientes para reunirse todas las

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noches en su cuartel general y emborracharse a la salud de su héroe. De La Iglesia Universal de Max Power pronto se desprendió una rama místico-religiosa cuyos fundadores, monjes modernos, cabalistas, esotéricos, se dedicaron a estudiar cada paso de Power. Trazaron ma-pas del recorrido que hizo desde el cine hasta el metro, calcularon el mapa estelar del 22 de marzo, revisaron exhaustivamente la grabación del noticiero donde estaba su última huella. Para ellos, el hombre no había dejado nada al azar, todo tenía un significado críptico y, por lo tanto, sólo asequible a los iniciados. Con esta idea fueron al cine, estudiaron hasta el cansancio la foto de Power, contaron el número de letras de la tarjeta de presenta-ción, las dividieron, sumaron, multiplicaron. Adquirie-ron decenas de copias de Le rouge et le noir. Como sucede con esa clase de movimientos, poco a poco fueron per-diendo fuerza, y dejaron de aparecer en público. Los úl-timos miembros siguieron sus estudios en secreto para poder tener libertad de acción. Hace poco publicaron un libro donde aseguran que “El Único e Indivisible Max Power”, como ellos lo llaman, era un iniciado que viaja-ba en el tiempo, habría recibido enseñanzas de los ese-nios, participado en la construcción de las pirámides de Teotihuacán, ayudado a Leonardo da Vinci a pintar la Mona Lisa y, finalmente, en su última escala, había de-jado su legado más importante. Aún no sabían cuál era éste, pero especulaban que tenía que ver con el fin del mundo. Entre toda la confusión que se desató a partir del accidente, la opinión más sensata fue la que dio una psicoanalista en un programa de radio: “Seguramente

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era hipersensible, toda su vida había evitado escenas de-sagradables. Como sabía que se acercaba el fin, tuvo el valor de enfrentar la muerte destapando el cuerpo de la joven. Es sabido que la gente después de muerta puede realizar movimientos. En este caso fue una sonrisa. Power se asustó y quiso llegar cuanto antes al metro, no soportaba estar un segundo más en este mundo que no entendía”.! A esa hora, la entrada al metro hervía de gente. Las personas caminaban por intrincados laberintos creados por los vendedores ambulantes, que así lograban ganar terreno para exponer mejor sus mercancías. Max Power compró un boleto y cruzó el torniquete. A pesar del frío de la calle, en el ambiente flotaba un aire tibio, pegajoso. Bajó las escaleras sumergido en la multitud que se amon-tonaba en el estrecho pasillo. Los escalones, erosionados por el continuo paso de miles de zapatos, se habían vuel-to resbaladizos, un poco curvos en las orillas. El mar de cabezas se movía en orden, ejecutando una coreografía inmensa y bamboleante. Al llegar a una intersección, la fila se dividió en tres. Manteniéndose en el centro, de-jándose llevar por el flujo de gente, llegó al inicio de una nueva escalera, ésta vez eléctrica. Al ir descendiendo, se dio cuenta de que el sentido contrario iba igual de reple-to. Ante sus ojos desfiló un enjambre de lentes, gorras, narices, ojos. La escalera llegó a su fin y la fila se disper-só, como si fueran peces que hubieran estado atrapados y ahora pudieran nadar a sus anchas en el andén. Su atención divagó entre los anuncios de cosméticos, ropa deportiva, el rostro sonriente de un aspirante a diputado

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en plena campaña. Un gusano anaranjado, repleto de pasajeros en sus entrañas, emitió un silbido al entrar a la estación. Las puertas se abrieron. Los que estaban aden-tro luchaban por salir, mientras los de afuera buscaban hacerse de un espacio. El abordaje fue breve, porque las puertas empezaron a cerrar sus fauces. Una voz grabada pidió que dejaran libres los accesos. La serie de rectán-gulos naranjas reemprendió el viaje. Max Power observó los rostros apretujados contra los cristales, bajó la vista hacia la línea amarilla que señalaba el límite de seguri-dad y acercó la punta de sus tenis rojos hacia ella. El re-loj ubicado debajo del nombre de la estación cambió de minuto. Los que no habían podido entrar no se intimi-daron y tomaron nuevas posiciones para un nuevo inten-to. Power retiró la punta de sus tenis de la línea, pero inmediatamente los volvió a colocar ahí, rebasándola unos centímetros. Después se puso en cuclillas y, apo-yando las manos en el piso, se arrastró hasta quedar sen-tado en el borde. Su actitud parecía la de un niño ino-cente que confunde su columpio con el paso del metro. Tal vez por eso la gente no actuó de inmediato. La ac-ción resultó tan inverosímil que los había dejado con la boca abierta, sin saber que decir. Las piernas de Power colgaban y él las movía de atrás hacia adelante dando pequeños pataleos. Un niño riéndose señaló a su madre al extraño que movía las piernas como si estuviera sen-tado en una piscina. Max Power bajó la vista y, de un so-lo movimiento –impulsándose de nuevo con las manos–, dio un salto y cayó a la mitad de la vía. Eso despertó a la gente e hizo que reaccionaran las lenguas; primero fue la

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anciana que gritó: “No lo haga.” Luego el vendedor ambulante, que a falta de argumentos sólo pudo soltar una exclamación de incredulidad. Como una fila de fi-chas de dominó, una voz empujó a otra y así el efecto en cadena llenó de gritos las gargantas de todas las criaturas que poblaban el andén. En el sonido local pidieron cal-ma. Power se quedó unos momentos observando con in-terés a la gente que manoteaba, se jalaba los cabellos, ce-rraba los ojos. Un señor de lentes alzó la voz para llamar su atención: “Dime qué es lo que quieres, yo te escucho.” Power se encogió de hombros dándole a entender que no quería nada y, metiendo las manos en los bolsillos, empezó a caminar. Arreciaron las súplicas, invocaciones a la Virgen, gritos desesperados de “no seas tonto”, “la vida es bella, muchacho”. A pesar del revuelo, nadie se atrevió a acercarse: parecía que se hubiera metido a un océano y la gente no pudiera rescatarlo porque no sabía nadar. El hombre de lentes –sin darse por vencido– hizo acopio de valor y se acercó al borde. Iba a bajar una pierna cuando se escuchó el ruido de unos vagones aproximándose. “Dios mío”, murmuró una voz. El va-liente se amedrentó y abandonó su tentativa. Cuando todos esperaban angustiados el fatal desenlace, el suspiro de alivio de los que estaban cerca de la boca del túnel, indicó que el metro entraba por la otra dirección. El conjunto de vagones llegó con su carga, que contempla-ba incrédula al hombre sobre las vías. La amenaza más inmediata había pasado; sin embargo Power seguía en su empeño y ya era demasiado tarde para que alguien se aventurara a un nuevo rescate. Caminaba sin prisa, pa-

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recía confundir el andén con un paseo dominical en el campo. Sólo faltaba que silbara una canción. La gente, resignada, observó a la figura de tenis rojos introducirse en el túnel. Antes de perderse de vista, volteó sonriéndo-les, quizá para calmarlos, para demostrarles que no tenía miedo. El andén, antes ruidoso, se quedó en silencio.! El último acto de Max Power, dado a conocer en el noticiero nocturno, ocasionó que el reportero tuviera problemas nerviosos y que el titular de noticias ganara varios premios. Antes del enlace en vivo, pasaron varios testimonios que habían recabado al llegar a la estación del metro. Una señora resaltó la sonrisa en su rostro; un anciano, conmovido hasta las lágrimas, aseguraba que antes de bajar a las vías quiso decirle algo. En el puesto de control confirmaron que, después de entrar la perso-na al túnel, había pasado un vagón. El conductor de éste fue interrogado exhaustivamente; pero, por más pregun-tas que se le hicieron, lo único que pudieron obtener fue la declaración firme de que no había pasado por encima de nadie y que, en todo el recorrido, lo único fuera de lo normal había sido un reflejo minúsculo a la mitad de las vías, como si alguien hubiera dejado abandonado un es-pejo. Las autoridades anunciaron que habían detenido el tráfico en esa línea. Los pasajeros que salían del último recorrido no entendían la desesperación del joven repor-tero tratando de sacar algo en claro. Sus preguntas obte-nían respuestas parecidas: “no vi nada”, “es una bro-ma”, “estaba dormido”. El único testimonio diferente fue el que dio un hombre de traje y portafolios negro

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que, con mucha seguridad, dijo: “Se tiran al paso del metro, pero no se van así, caminando tan campantes”. ! El conductor del noticiero hizo un enlace a la esta-ción.! –Estamos en vivo. Dime qué ves.! –Los rescatistas están alumbrando el túnel, buscan-do alguna señal del cuerpo... Un momento, voy a salir del aire, estamos arreglando algunas interferencias.! –Muy bien. Aprovecho para ir a comerciales." Al regresar de los anuncios, el conductor muy serio dijo:! –Amables televidentes, para los que nos sintoniza-ron tarde les informo que un sujeto de aproximadamen-te 30 años, de tenis rojos y suéter azul bajó a las vías del metro y se fue caminando en dirección al túnel. Regre-samos contigo, ¿hay algo nuevo?! –Parece que encontraron algo.! –¿El cadáver?! –No estoy seguro, nos estamos acercando para veri-ficar.! En la pantalla se veía el túnel, los cascos blancos de los rescatistas resaltaban en la oscuridad. Por momentos la imagen se distorsionaba. La cámara situada detrás del reportero tomaba parte de su cabeza y de sus lentes! –Es una maleta.! –¿Qué tiene?!! El reportero abrió el cierre.! –No hay nada.! La linterna de un rescatista distinguió algo, alum-bró a la izquierda. Una voz anunció:

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! –Aquí hay algo.! –¿Puedes acercarte más?! No contestó, sino que se apresuró a llegar lo antes posible. La toma se agitó; después, estabilizándose, mos-tró la ropa abandonada de Power: calcetines negros, el pantalón arrugado de mezclilla, el suéter azul, los tenis rojos con las agujetas todavía amarradas. Encima de ellos estaba una cartera manchada de sangre.! –Los rescatistas van más adelante a ver si encuen-tran el cuerpo –dijo, y procedió a describir lo que estaba haciendo–. Voy a revisar la cartera, a ver si encuentro algo relacionado con la persona.! Unos segundos de silencio. La voz nerviosa del re-portero, llegó a los oídos de la audiencia, perpleja, frente a sus televisores. ! –Sólo hay una tarjeta. Dice HOLA, SOY MAX POWER.! –¿Estás seguro? ¿No hay nada mas?! –No, espera... –se dirigió al camarógrafo–. Oye, ilumina aquí.! El conductor, ya impaciente, iba a preguntar de qué se trataba cuando la toma, un poco borrosa, alcanzó a mostrar, en una de las paredes del túnel, la silueta de una persona trazada con tiza blanca –como lo hacen los peri-tos después de un accidente–. Era una pintura rupestre en la que se distinguían las piernas formadas por dos lí-neas irregulares que se unían al trazo más grueso del tronco. El círculo del rostro –en perpetuo equilibrio– te-nía en su interior dos círculos más pequeños. Debajo de ellos, el triángulo de la nariz y la media luna correspon-

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diente a la boca. Uno de los brazos estaba levantado; al final de éste, una línea de apenas uno o dos centímetros simulaba un dedo índice que señalaba arriba, hacia el cielo.! Max Power se adentró en el túnel, después de dar unos pasos volteó, parecía un hombre que sale de viaje y le dedica una última mirada a sus recuerdos. Aún podía escuchar las voces de la gente. Un ratón gris salió de un lado y atravesó frente a él arrastrando su cola pelada, inusualmente larga. Continuó su marcha. La oscuridad era apenas perforada por las diminutas lámparas situa-das a los costados. Abandonó su maleta que resbaló de su cuerpo como una hoja seca cayendo de un árbol. Sin-tió la mano derecha pegajosa. Alzándola frente a su ros-tro, observó la palma teñida en rojo, las líneas de sus manos desdibujándose. Se detuvo y exhaló un suspiro largo. Sus movimientos eran seguros, sólo su mirada húmeda mostraba emoción. Fue poco el tiempo que le llevó quitarse toda la ropa. La piel se le puso de gallina. Dejó los tenis rojos que zafó sin necesidad de desatar las agujetas. Se escuchó el bufido del metro acercándose. Sabía que no quedaba mucho tiempo, así que se apresu-ró a sacar la cartera del bolsillo del pantalón y la colocó encima de los tenis. Un rastro de sangre la manchó. Po-niéndose de pie, enderezando la espalda, aguzó la vista para ver a la incandescencia iluminar débilmente el fon-do del túnel. Así, desnudo, Max Power parecía ser un hombre de cristal, un hombre necesitado de mostrar su fragilidad moviendo uno a uno los dedos de sus pies y sacando la lengua al ruido cada vez más fuerte. Transcu-

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rrieron quince, veinte segundos. La incandescencia se concentró en un punto brillante que expandía sus fronte-ras. Max Power sintió que su corazón bombeaba, que daba latidos poderosos. A los treinta segundos, la luz ad-quirió el tamaño suficiente para semejar un sol tímido que, asomándose al final del túnel, reclamaba sus domi-nios a la noche. El sonido despertaba ecos, mezclaba el alarido de los vagones con las ruedas metálicas sacando chispas de los rieles. Fue en el límite de los cincuenta se-gundos cuando el amanecer blanco, brillante, se apoderó por completo de sus ojos. Entreabrió la boca y dio un paso adelante. En sus pupilas se veía al gusano naranja devorar ávidamente las vías. Un resquicio de su mirada pudo reflejar el bostezo del conductor del metro. Cin-cuenta y cinco segundos y el amanecer inmenso empezó a fundirse en su cuerpo, ocupando cada centímetro. La última respiración, las aletas de su nariz se hincharon. Alzó el brazo. Cincuenta y nueve segundos. El engranaje del reloj de la estación rechinó y lentamente cambió de número. Después de eso ya no hubo nada.

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La caída

! El hombre cae por la ventana. Puede ser un acci-dente o un suicidio largamente meditado. Los vidrios de la ventana han sido espejo, por un instante, de una gota de luz en el ojo derecho. El cuerpo sondea el primer va-cío, el aire puro que le otorga una respiración vegetal a la escena. Los pies recuerdan una condición aérea, pri-migenia y desconocida. Sin embargo, la caída inició sin contratiempos: la tierra reclamaba ese cuerpo y manda-ba hilos invisibles, latidos de un corazón caliente y eter-no. El hombre mira, en ese segundo que se extiende, el horizonte irregular de edificios. Los pies se mueven en la nada, como si bucearan en un mar diluido, en un desier-to líquido que revela, de pronto, sus transparencias. La caída, a pesar de su desorden, tiene algo de redención. El cuerpo se inclina, quizás por el casi imperceptible ro-ce con un balcón, y el torso tiene una vaga vocación ho-rizontal, como si la caída se transformara en prepara-ción de vuelo o como si el encuentro con la tierra fuera, en realidad, el demorado vaivén de una hoja desprendi-da de la rama más alta de un árbol. Quizás la palabra que acabo de mencionar interactúa con el hombre que, en estos momentos, sigue en franca caída. Quizás la pa-labra hurga en la materia y el árbol, sus cinco letras, la

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tilde que sobrevuela la primera vocal y que parece el primer brote de una semilla, empiezan a entrometerse en la narración. El árbol es el espía que merodea, el im-pulso vital que mueve los cuerpos y los planetas. Por eso, mientras el hombre cae, la tilde ya es un crecimiento sos-tenido, la nota pulsada en un piano que gana fortaleza en un recinto curvo, abovedado como un cráneo. La pa-labra árbol salió de los labios de un demonio que, en un tiempo antiguo, estuvo constelado de sol y que ahora busca la mínima oportunidad, el resquicio oportuno y definitivo para crecer y alzar los ojos y los agudos cuer-nos al resplandor. Entonces el árbol planta sus raíces en el gesto del hombre que, en medio de la caída, sólo ha tenido tiempo de escenificar el dolor, el ardiente encuen-tro con la muerte. Al inicio es un nervio. Pero el río au-menta su cauce en la frente del hombre. El piso es una geografía cada vez más cercana. Las grietas en un ado-quín adquieren resonancias geológicas. Es la primera materia creada por Dios la que hormiguea en el rostro del hombre que, en medio del descenso, presiente que su final es un entramado de finas nervaduras, secretas raí-ces, cableados que fosforescen y que encandilan insectos en un bosque. El rostro del hombre se humedece. Pero no es la tensión. No es el sudor en el que afila su brillo la muerte. Son los brotes que crecen y el gesto del hombre se detiene en el aire. Las ramas se endurecen y las verdes vetas en la frente, en la nuca, entre los ojos, se estabili-zan. La caída no es la del hombre. Es el sol que se abre paso en el entramado de nudosas coyunturas, hojas, ra-mificaciones afiladas que apuntan al cielo. El bosque la-

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te, al inicio, diminuto. Pero poco a poco extiende su ho-rizonte y la ciudad entera, con los aglomerados edificios y la gente, se transforman en un sitio primigenio, un lu-gar esperando ser encendido por unos pasos, habitado.

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Los felices días del bombardeo

! Al principio había sido una sensación azul en los ojos, un pellizco en los nervios seguido de un estremeci-miento en las paredes del túnel. Las náuseas volvían con la necesidad de escuchar alguna sirena y él trataba de reconstruir una voz suelta que recorriera el túnel como un perro meticuloso, testarudo, entrenado para seguir durante años el rastro de un cadáver. Al cerrar los ojos imaginó su soledad como un viejo de uñas afiladas, co-mo fragmentos de sombra tan volátiles que parecían ji-rones de ceniza flotando en el techo, buscando ganar consistencia para llenar la forma de un fantasma que perduraba minutos, horas, en la silla y que fumaba (en las horas que suponía era de noche) hasta toser, expulsar un poco de neblina y recitar que bajo tierra el mundo era más preciso, el letargo que lo invadía por el aire en-rarecido permitía pensar mejor las cosas. “Pensar” repi-tió mientras volvía a escuchar el bombardeo y sentía ne-cesidad de frío, de calor, alguna señal de vida que esta-bleciera un punto de referencia para seguir investigando, para no rendirse. Una vez, al regreso de una excursión en busca de comida, creyó oír un carcajada seguida de un reproche: “No intentes subir, allá arriba no hay nada que ver, siempre es invierno” y justo al terminar la pala-

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bra se concentraba en la nariz un olor a cerrado, el tiempo que se detenía a escasos centímetros de su boca y que después ascendía para estrellarse en la mente, en las órbitas de los ojos. Se pasaba la mano por la quijada, trataba de sorprender figuras humanas en las paredes. Pensó en el año: ¿2030? ¿2035? En realidad no importa-ba porque con la cifra sólo tenía vislumbres de un vago exterminio, quizá de una guerra que lo había olvidado y que con los años se había ignorado a sí misma, sus pla-nes, mapas, objetivos, hasta reducirse a un golpeteo mo-nótono, el toque marcial de un tambor que semejaba el latido de un hombre, los pasos de un gigante recorriendo un campo infinito que contribuía a mantenerlo vivo, so-segar su respiración hasta sincronizarla con la caída de las bombas.

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II

! Cuando cerraba los ojos también estaba dentro del túnel, un túnel un poco distinto, más húmedo, con espo-rádicas franjas de luz que lo recorrían como la frontera de un vientre materno; un espacio que lo mantenía cau-tivo, rodeado de oscuridad, que le jugaba bromas, le tendía señuelos como algún destello, la torpe imagen de una cara que lo dejaba embobado aunque la ilusión no perduraba y de pronto se sorprendía hablando, contán-dose su historia para recordarla, fabricar un instrumento mental que le permitiera revisar un instante, mirarlo en cámara lenta, bajo distintas perspectivas, como si exa-minara una joya en busca de algún defecto, un error cu-ya ausencia le obligara a examinar otro momento, hilar-lo en silencio al anterior para poder comenzar de nuevo, esta vez con todos los detalles: “Vísperas del año nuevo. Estamos varados en un vagón atestado del metro. Hace calor, una mujer se abanica el rostro y me mira. Es me-diodía y la luz en el andén se interrumpe, los tubos lu-minosos parpadean, hacen intermitentes nuestros cuer-pos. Alguien supone un suicida en las vías. Una voz hace notar el creciente bamboleo, el temblor en el piso. A mi derecha un niño mira a su madre: sus ojos se encuen-tran, se dicen que será cuestión de segundos. El murmu-llo en el andén parece el aleteo asustado de un pájaro.

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Ocurre la primera explosión. Algunos corren, otros se limitan a observar los pedazos de cemento, piedras que caen en avalancha sobre las vías. Me mantengo en el va-gón, decidido a morirme ahí, en espera del golpe defini-tivo en mi cráneo. Algunos mueren al instante, otros –cercanos al punto de impacto- se arrastran entre los es-combros. Nadie mira a su alrededor con un gesto de tranquilidad. Nadie tiene lucidez en los momentos fina-les y por eso huyen, gritan, se pisotean, como si la pro-piedad de la muerte estribara no en el vacío sino en la locura; no en la parálisis, ni en el adormecimiento, sino en la rabiosa contemplación de un espejo. Trato de ir a la trinchera principal, ser blanco de los fragmentos que caen, quemarme con la brecha humeante que divide las vías, pero el ataque sufre una interrupción y en el des-concierto apenas logro percatarme de que ya no hay gri-tos, sólo el persistente olor a carne quemada que dificul-ta la respiración. Hago un inventario de mi cuerpo. Toco mis piernas, palpo mi estómago, recorro con los dedos mis costillas. Mientras me examino el aire antes pegajoso se vuelve más ligero, tal vez el preludio de una reconci-liación, la tregua con un dolor que no siento, con la caí-da libre que se detiene a escasos centímetros del suelo y que me inmoviliza, me obliga a girar el cuello para que observe al otro lado de la ventana a la bomba en estado puro, no un cohete en forma puntiaguda, sino una esfera blanca que detiene el tiempo, lo convierte en un estan-que en calma que reorganiza el mundo, le otorga alguna cualidad que no logro descubrir antes de la destrucción final. La esfera se estremece antes de perder su forma

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circular y extiende sus límites hasta volverse un manto espeso que colapsa metal, huesos, entrañas. El vagón es un barco hundiéndose lentamente, haciendo agua por la popa. Un destello perdura hasta que el vagón se trans-forma en una pecera luminosa. Resplandezco a medida que recorro el pasillo. Puedo ver cómo la luz ejerce su peso en la ventana. Un cuerpo inmenso y blando fractu-ra el vidrio, lo trabaja con la obsesión de un orfebre has-ta convertirlo en polvo brillante. Sobrantes de luz trepan por mi cuerpo: insectos blancos buscan las yemas de mis dedos no para incendiarlos sino para volverlos blancos, contaminarme para condenar mi vida y al mismo tiem-po separarme de los muertos que yacen a mi pies, re-construirme en el espacio que me ofrece la luz antes de hundirme para siempre en el túnel, antes de que mi ma-no se levante no con un gesto de amenaza, sino con la intención de dibujar en el aire la forma primordial de la bomba, su voz; la entonación que le da cuando dice que para mi no habrá muerte.! Al llegar a la última palabra suspiró con tranquili-dad. Se pasó la lengua por los labios en un intento por decir más, añadir un epílogo afortunado a la historia. Intentó abrir los ojos de una forma distinta, despegó los párpados poco a poco, como si se preparara para dar la bienvenida a una realidad diferente, quizás observar el inventario de un mundo nuevo, el vestigio de una ciudad enterrada que hasta entonces le había negado sus favo-res. Abiertos los ojos comprobó la banalidad de su espe-ranza Ante él seguía el túnel, la grieta en el piso, muy parecida al cadáver de un gato. Pensó en anuncios neón,

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un color en el que pudiera concentrarse para dar un nuevo impulso a la soledad. La silla estaba vacía aunque el viejo imaginario –la línea chueca de su espalda– pare-cía perdurar en la penumbra como un objeto olvidado, carente de autor y de memoria. Alzó la vista al techo. Las sirenas no llegaban. Sólo pudo extender las manos en el piso, sentir el corazón pulsante, atropellado, bus-cando la sincronía con las bombas que regresaban pun-tuales para darle una absurda seguridad, una íntima medición del tiempo

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III

! “Sueño de nuevo con las bombas, bombas como copos de nieve, bombas que caen como lluvia lenta, más ocupada en perturbar con el sonido que con la intensi-dad del daño. ¿Qué pueden romper, volar en pedazos, si con los años, con la mera persistencia han demolido cualquier vestigio de construcción? ¿Qué pueden hacer en la superficie sino volver más fina la arena rojiza, el re-cuerdo volátil de tantos cuerpos?”. Terminó de escribir. Sonrió. La idea de la arena rojiza le pareció ridícula y tachó el renglón completo. Apoyó la pluma en la hoja maltrecha y trató de escribir un nuevo diagnóstico, pero se dio cuenta que pensar era internarse irremediable-mente en una cámara oscura, entrar al terreno de las pa-labras sueltas cuyos significados se resistían, cambiaban para inventar un lenguaje al cual no tenía acceso. Aven-tó la pluma. La mente la sentía retorcida, a ratos hormi-gueante por el escaso alimento que encontraba a medida que recorría el túnel. Su experiencia reciente era la de un nómada que recolectaba latas de refresco, fragmentos de galletas, bolsas de papas fritas. Comenzó a olvidar al-gunos datos de su vida pasada: su número telefónico, la dirección de su casa. Temeroso de olvidar la fecha en que abordó el metro la grababa en las paredes del túnel. El olvido lo llevaba al desamparo, sin embargo, pronto

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comenzó a asumir cierta noción de orgullo, el natural prodigio de sentirse el único hombre, porque habían caído durante tanto tiempo las bombas que arriba no había vida, sólo un páramo consumido por el fuego, cu-bierto por una espesa ceniza. Sin testigos, sin una me-moria que ordenara el mundo, el pasado se detenía de forma indefinida en la superficie, como una mancha que mantenía inmóvil el tiempo. Alzaba las manos como si quisiera tocar el pantano en que se había convertido el mundo. Alzaba las manos como si ayudara a intensificar el bombardeo, a volverlo un mar vasto, pródigo en acei-te, radioactividad acumulada. Entonces disminuyó sus avances en el túnel, dándose tiempo para reconocer sus propiedades, las maravillas que dejaba la muerte. Prote-gido, asimilado a la tierra, sentía por fin su propiedad del futuro real, el destino de la vida y de la memoria reciente que oscilaba entre la lucidez y un intenso desvarío que le hacía avanzar a tientas en el túnel, como un animal cie-go, dando tumbos, confundiéndose repetidas veces de camino. Una noche, después de una jornada especial-mente fatigosa, soñó el sueño del único hombre y cuan-do despertó tuvo miedo porque su originalidad lo volvía frágil, demasiado humano. Prevenido, comenzó a grabar su nombre, quizá para asegurarse su posteridad, para morir con la dignidad de un dios novato que nunca en-tendió su papel ni su herencia y cuya potestad apenas servía para retener algunos visos de locura, los laureles de la fiebre que lo coronaban por horas llevándolo a descubrimientos imaginarios en el túnel, a nombrar con-tinentes entre la podredumbre, escalar pilas de cadáveres

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para otear con desdén el horizonte. Terminada la gran-deza, con el hambre royéndole el estómago, disminuyó de forma sensible su metabolismo; el pensamiento se alentó hasta sólo registrar el tañido del corazón o el pul-sar de las bombas relacionado con el progreso de la luz en las paredes. Utilizó su letargo para fabricar una espe-cie de arrullo, una melodía desconocida que fijaba la voz a su existencia y que le permitía alcanzar una inesperada sabiduría que le motivaba a hablar de nuevo, a entregar-se a su historia, repetirla una vez más con una entona-ción que le permitiera sentirse ajeno. Habló entonces con la voz de otro hombre, un alquimista que sugería una forma distinta de articular la memoria, echar en re-versa el transcurrir de ese día como si cambiara de im-proviso la ruta del agua: retuvo el boleto, empujó con la espalda el pasamanos y caminó hacia atrás en el andén. En el camino a casa borró el pensamiento inútil que le provocó un insecto, deshizo algún gesto en medio de la multitud que esperaba cruzar la calle. Pronto estuvo en su casa, sintiendo una somnolencia anticipada, buscando con el cuerpo el contacto con las sábanas para dormir y despertar nuevo, dispuesto a abordar el mismo vagón repleto, rodeado por las mismas personas que lo mira-ban en silencio, expectantes, dándole la oportunidad pa-ra que esta vez pudiera encontrar la variación, el detalle que hiciera la diferencia.

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IV

! Un día el bombardeo perdió fuerza hasta cesar por completo. La monotonía fue sustituida por el vacío y el silencio que ocupaba el túnel le pareció el de una calle blanqueada por el polvo. Al principio, incapaz de con-formarse con la ausencia de un sonido al que estaba ha-bituado, intentó remedar los golpes lanzando rocas, pa-teando escombros, poniendo la mano cerca del corazón para recobrar la antigua sincronía. ¿Qué había pasado? ¿Por qué la luz filtrada por los resquicios del techo no re-corría las paredes sino permanecía intacta, como un in-secto aturdido en medio de las vías? Juntó sus provisio-nes, un poco de agua y fue al encuentro de la luz. Había hecho algunos preparativos en su último refugio y, mien-tras seguía la ruta obcecado, tentados los labios por al-guna canción de fuga, quiso creer que iba a ser sustitui-do por otro, alguien que repetía por inercia su itinerario y que en poco tiempo estaría husmeando en el mismo trecho del túnel. Pensó con amor, casi con desesperación, en un rostro indefinido, en un hombre o mujer más ap-tos para gobernar aquella oscuridad; alguien destinado a la tarea ruinosa, tal vez infinita, de nombrar sombras, dar orden a aquella revuelta de islas y continentes. La luz dejó su inmovilidad y comenzó a ascender por una de las paredes, al principio segura, después un poco in-

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decisa, como si tuviera que ajustar algún trazo a su reco-rrido. Caminó un día entero hasta notar que el haz de luz ascendía. Cerró los ojos, como si recibiera en pleno rostro una lluvia de hojas: las venas en sus brazos era como ríos. En su último refugio había dejado una carta, el testamento de un dios arrepentido, derrotado: ! “Después de numerosas reflexiones, he llegado a concluir que salir del túnel es posible, en realidad es tan fácil que eso mismo impide su salida. Piensa en una fron-tera invisible, una cerca hecha de un olor que a pesar de ser imperceptible te obliga a detenerte. No olvides el bombardeo, la cuenta atrás con los dedos hasta que, sin darte cuenta, comiences a contar latidos, espirales de pa-sos. Mueves un pie, luego otro, cada vez más arriba y así formas escalones en el aire que te elevan hasta mirar el cielo manchado de rojo y te sientes con la consistencia de un demiurgo, de un Adán liberado de la servidumbre, que pasa sus días haciendo malabares con las bombas. Es tan sencillo como si estuvieras en una historia de ciencia ficción, en una película donde combates con dia-blos caídos del cielo, acertijos que se desgranan y que parecen una insólita reunión de insectos. Después de la batalla siempre podrás apartar nubes y a pesar de no destruir por completo al enemigo tendrás ánimo para bajar a tu refugio y preparar una próxima escaramuza. Sólo ocúpate de pensar, dibujar parábolas perfectas, lí-neas punteadas que parecen inofensivas pero que en rea-lidad reproducen la trayectoria probable de las bombas. Imagina las explosiones, piensa en ellas como espectácu-los de luz, murmura palabras como ¡pum! y ¡pas! y el so-

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nido en tu boca las obliga a obedecer, explotar donde les indiques. No duermas, dedica tu insomnio como si ofre-cieras una oración a la humanidad y así el exterminio será menos vulgar, más preciso: cae una bomba, 100 personas; cae otra, l50. Piensa en esa constelación de muertos, en sus brazos blancos, tal vez azules. Fueron afortunados porque antes de morir hubo un gesto de maravilla en sus ojos, porque un ángel de luz desbarató sus cuerpos y, antes de salir de casa, colocó los retratos en su lugar y apagó la última vela. Vuelve a dibujar la bomba, no como un proyectil, sino como una esfera per-fecta, que regresa el tiempo, lo cambia de lugar, le pone flores”.! Llegó a un pasaje que conectaba a un canal de de-sagüe. La señal luminosa seguía firme en la penumbra, forzándolo a seguir. Se arrastró entre desperdicios y un fango oloroso a muerte. Tuvo la sensación de insectos en la cara. El canal se abría y al final dejaba ver el inicio de una escalera. Se aferró a los escalones y comenzó a subir. Antes de llegar al último peldaño tuvo un presentimiento y preparó su último discurso, el que dejaba a la soledad, al nuevo ser que lo sustituiría: “Te preguntarás por qué me voy, porque en mi convergen el pasado y el futuro, porque el presente no basta y los hombres que alguna vez existieron necesitan que salga”.

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V

! Al principio es la misma sensación azul en los ojos. Después comprende que es un estremecimiento distinto, tal vez los nervios de ver cómo la luz se abate entre el polvo, cómo lo aparta hasta deslumbrarlo, volverlo –por instantes– ciego. Siguen sin llegar las sirenas, sin embar-go, puede oír el sonido compacto de los autos, pisadas sobre asfalto caliente. Se apoya sobre los codos; apenas encuentra apoyo para impulsarse, rodar fuera del vértigo y descansar un momento. Cubierto de polvo, parece una criatura recién nacida, expulsada de la tierra para ir al encuentro de un sol desconocido. Se pone en pie. Tiempo después, mientras grabe su nombre en las ruinas de una casa, se preguntará si hay un mundo subterrá-neo, si existió el tiempo en que habitó el túnel o si todo es un simulacro, una historia condenada a repetirse. Por ahora sólo puede alzar la cabeza, caminar entre gente que lo ignora, en un flujo continuo cuyo motor es la in-diferencia, la prisa. Agotado, apenas con fuerzas para sentirse satisfecho, se detiene en una esquina para con-templar los anuncios luminosos, los autos sincronizados y brillantes. Reconoce el mundo que abandonó y que creía perdido. Siente áspera la lengua. Se apoya en una pared porque vuelve a sentir el azul en los ojos, pero esta vez parece más real, ya no es un preámbulo, una necesidad,

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sino la certeza de ver las miradas apuntando hacia el cielo, el azul contaminando otros ojos. Las manos dejan caer portafolios y bolsas. Las bombas comienzan a caer.

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Los primeros dioses

! Una nueva teoría sobre el origen del universo afir-ma que hubo una condición especial o un "error" en el Big-Bang. Según esta perspectiva la expansión que siguió al gran evento se detuvo casi inmediatamente por causas desconocidas. El polvo y materia estelar quedaron con-centrados bajo presiones inimaginables y el infinito no pudo ser colmado. A pesar de este escenario, la polémica teoría afirma que un poco de materia logró escapar de la gravedad concentrada y evolucionó hasta crear su pro-pio espacio-tiempo y sus leyes físicas. Con el paso de mi-les de millones de años la materia tomó forma y moldeó un sistema solar, el primero en la historia del universo abortado. Uno de los planetas tuvo las condiciones nece-sarias para crear vida inteligente. Estos seres primigenios se desarrollaron de forma ininterrumpida bajo un cielo sin estrellas, nebulosas y galaxias. Con el tiempo cons-truyeron enormes telescopios y descubrieron la condi-ción anormal del universo. Millones de años después tu-vieron la tecnología suficiente para extraer materia con-densada del evento que no pudo expandirse y esparcirla por el espacio vacío que los rodeaba. Así nació de forma artificial un segundo universo que reemplazó al original

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que nunca pudo existir, que nosotros habitamos y que tomamos por verdadero.

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A solas

Uno

! Antes de colgar la bocina –repasando con los dedos el cable del teléfono– mencionaste una mancha de hu-medad con la intención de demorar la llamada. Del otro lado de la línea hubo un carraspeo seguido de un “no te preocupes” dicho sin fuerza, con apariencia de un mo-nosílabo. Mantuviste la esperanza, pero él se despidió con besos lejanos, con el regreso de Buenos Aires previs-to dentro de una semana, la consabida promesa de fotos y recuerdos. Más tarde, antes de que el reloj marcara las cinco, el departamento adquirió la consistencia de un es-tanque silencioso que parecía pintar de verde las pare-des, una sutil invitación que estabas acostumbrada a ig-norar, porque las sorpresas eran fragmentos de otro tiempo, y ahí, sentada, a mitad de la sala, prescindías del asombro porque éste era sólo un mero acto transitorio. Con ojos aburridos, las manos inmóviles sobre la falda, recordaste el momento de colgar la bocina, el ligero vai-vén de cortinas que le siguió, como si un fantasma hu-biera estado tras ellas, soplando entre los pliegues para lograr un suave impulso de olas. Apoyaste los labios en el silencio que cubría los muebles, mientras bajabas los ojos al piso, al bosquejo de sombra de una muñeca de porce-

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lana. La hora en el reloj perdió importancia y ya ibas a levantarte cuando en el departamento de al lado comen-zó el ruido. Te preguntaste si habías soñado ese ruido en particular (uno tenue, de pasos intermitentes, que pare-cían ir en círculos), porque soñabas todas las noches y tenías la rara habilidad de despertar con el sueño en la boca, como si nunca hubiera acabado y estuviera frente a ti, listo a ser repetido en el desayuno, palabra por pa-labra. En los sueños de los últimos días, un hombre de sombrero habitaba el departamento desocupado. Soñar-lo era distinto porque con él no había historia al desper-tar, como si deliberadamente eligiera esconderse en la imaginación y te dejara –a modo de anzuelo– algunas certezas aisladas: el color de su corbata, la barbilla mal afeitada, el sombrero abandonado a los pies de una re-producción de Renoir. Al principio te pareció absurdo, pero pronto comenzaste a sacar rechinidos de las puer-tas, a crear sonidos inesperados con el agua, porque sa-bías que él estaba ahí, del otro lado, atento a tus ruidos, y a veces sentías que te soñaba, porque a solas, sin nadie que confirmara tu presencia, era natural que los papeles se invirtieran. Sonreíste al intuir su desconcierto cuando salías y dejabas el departamento en silencio. Bajabas las escaleras apenada por tu ausencia, veías de reojo la puerta azul, y entonces podías imaginarlo acostado en la cama, concentrado en la superficie de un vaso con agua, como si ahí estuvieran flotando el insomnio y el hastío.

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Dos

! Cuando llegó con la noticia, pensaste que el nuevo trabajo no afectaría el rumbo de sus días. Al mes vino la primera salida: un viaje rápido a Monterrey que aprove-chaste para visitar amigas, cambiar de lugar cuadros y plantas. En los meses siguientes Nueva York, Montreal, Bruselas, fueron nuevas marcas en el mapa. El mundo fue creciendo para él mientras el tuyo era del tamaño de los recuerdos en los libreros, de las fotos bajo la cama que tratabas de alinear en una misma historia. Los viajes de negocios eran parte de las nuevas responsabilidades y él las aceptó sin pensar demasiado, esgrimiendo ante tus tibias protestas la promesa de un sueldo atractivo, viáti-cos ahorrados, un futuro tranquilo, sin riesgos. Ahora, mientras recorrías la sala para cubrir el estanque con tus pasos, entendiste que el riesgo era verle la cara al silen-cio, llevar una vida inmóvil, más sensible a los olores, re-ceptiva a la sombras de los muebles, a las luces en la sala de espera que hacían de tu silueta un rastro perdido en-tre la gente. Las continuas visitas al aeropuerto fueron un ritual en ocasiones modificado por la compra a últi-ma hora de un rollo fotográfico, por un adiós dicho con palabras diferentes. Tuviste que memorizar la ruta de la terminal a la casa, prender el radio para dar cauce a al-gún pensamiento mientras arriba, las luces de un avión,

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cruzaban el cielo. Aprendiste a olvidar despedidas, olvi-dar frases iguales para concentrarte en imágenes que pudieran unirte a él; así, te convencías que Buenos Aires era una débil lluvia, muy parecida a la que veías por la ventana; que en las madrugadas los dos eran presas del insomnio y, en ese momento, horarios y distancias no existían, porque abandonaban la cama al mismo tiempo: él se dirigía al pasillo de un hotel extraño, uniformado por una luz sucia, amarillenta; y tú ibas descalza a la ventana, con una lámpara de pilas en la mano, como si la inocencia de tu deseo fuera suficiente para darle po-tencia a su luz, volverla faro que iluminara sus párpados, los ojos. “Probablemente ese hotel lo he soñado” mur-muraste mientras ibas a la cocina y matabas el tiempo calentando en el horno un pan que no estabas segura de comer. Los ruidos que llegaban del departamento de al lado se hilvanaron en un caminar que pronto acompañó al tuyo. Prendiste el radio: un accidente en la autopista, la estadística lejana de un partido de fútbol. Moviste las manos sobre la estufa para sentir el calor de las pequeñas llamas azules; al lado de la foto de bodas, un bodegón revelaba luces distintas en las manzanas, disminuidas cuando llegaban a la superficie agrietada de unas peras. Antes de ir a comerciales informaron de una tormenta fuera de temporada. En la calle las nubes mantenían en equilibrio la lluvia.

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Tres

! La lluvia no duró mucho y un viento ligero disper-saba hojas en el patio. Escuchaste los últimos goteos. Un largo maullido cubrió los sonidos y lo seguiste con la va-guedad con que se percibe una forma bajo el agua. Por la ventana, el deambular de un gato se adivinaba en el estremecimiento en los charcos, independiente de las go-tas del techo que los estrellaban. De entre las hojas de un geranio salió otro maullido, más fuerte, preámbulo de los ojos ámbar claro que adquirieron peso en la tarde y avanzaron con cautela hacia la puerta. Lo dejaste entrar y la luz dio de lleno en las manchas negras y blancas, en el andar pausado, con reminiscencias de película anti-gua. El gato saludó con un lamento solidario, alzó la ca-beza para reconocer el lugar en el que estaba. Como primer acercamiento rozaste con los dedos las orejas; el gato hizo rendijas los ojos y arqueó la espalda con una lenta caricia. “Mi esposo salió de viaje, se va cada quince días. Ahora debe estar en Buenos Aires”. Te sentiste un poco tonta por hacerlo tu confidente, pero seguiste ha-blándole por inercia, prolongando la felicidad del en-cuentro. Lo cargaste para ir al librero. “Este recuerdo es de París” –dijiste cuando pareció interesarse en una di-minuta Torre Eiffel. Al tratar de contar la historia del objeto te desconcertó haberla olvidado y en tus palabras

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sólo hubo generalidades: una mañana fría, gente amon-tonada en un camión para turistas, las calles de París, vistas desde la altura. El gato ya no atendía tus recuerdos cosmopolitas y se removía en tus brazos atraído por al-gún olor en la sala, por el caminar duplicado en el otro departamento. El pensamiento fue al hombre de som-brero, imitando tus movimientos, como si de esa forma reclamara una atención a la cual estaba demasiado acos-tumbrado. Con el gato en brazos fuiste al cuarto por la cámara. Decidida a preservar el acontecimiento la pro-gramaste. El gato, voluntarioso, como si de antemano supiera su papel, subió a tu regazo. La cuenta regresiva, acomodar un mechón sobre la oreja, ofrecer una sonrisa feliz y vacía al flash que alumbró sus caras. “Debo de te-ner un poco de comida para ti” Él, desde la silla, te vigi-laba como un dios antiguo, un poco derrotado pero aún dispuesto a ensayar un orgullo de animal sabio que se traslucía en sus ojos, en la indolencia con que recibía tus atenciones. En la cocina revolviste con las manos la pe-numbra de los cajones: sopas caducadas, latas cubiertas por finas capas de polvo, sobrevivientes al último invier-no. Al regresar el gato se había ido y te tumbaste en la cama, incapaz de buscarlo. Los ojos fueron al vértigo del techo, y ahí, después de reflexionar un instante, descu-briste que el gato había existido sólo como la variación de un acto improbable.

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Cuatro

! Imaginabas al gato como funámbulo en la barda cuando tocaron la puerta. La noción de un nuevo en-cuentro te iluminó los ojos, aunque no evitabas la sospe-cha de un nuevo engaño. Escéptica, cruzaste la sala, pe-ro tu deseo era incontrolable, crecía de tal forma que cuando detuviste tus pasos estabas segura de él, de su mano en espera, que devolvía los nudillos a las palmas abiertas para después ir a la orilla del sombrero, como si afinara la parte final de un saludo. Preguntaste quién era. No hubo respuesta. De puntas viste por la mirilla el abandono del edificio, las hojas encorvadas de una plan-ta sin dueño. Ibas a volver cuando la duda se hizo más fuerte ¿Habían tocado o era sólo el presentimiento de alguien ahí? Las repercusiones de la equivocación se pre-sentaron tentadoras y llegaron a tu mente con un leve matiz de vacío. ¿Por qué no ir más allá? Decidiste apos-tar a la invención y, después de unos segundos, la figura en la mirilla se fue haciendo más nítida. Sonreíste al asombro y a la travesura, a la consistencia que adquiría la piel morena y a las líneas que flotaban sobre ella, defi-nidas en mayor parte por la humedad de los ojos grises. Aguardaste unos segundos para reafirmar tu mentira y abrir la puerta. Un momento de indecisión, producto de un pasillo vacío, amenazó con echar abajo tu fantasía:

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forzaste la vista y sólo así dejó verse, apenado en el qui-cio de la puerta, esperando tu invitación a pasar. La luz dividía su rostro, delineaba los labios apretados, pacien-tes de cualquier iniciativa tuya. No hubo más opción que engrosar la voz y ponerla en su boca: “Disculpe, acabo de mudarme al departamento de al lado. Soy nuevo en la ciudad”. Era tu turno y respondiste con palabras tranquilizadoras, que impidieran su inmediata desapari-ción. Hechas las presentaciones, era lógico pensar en el primer paso del hombre, el principio de un deambular que lo llevaría a la mancha de sombra, junto a la mesa de centro. Nuevas palabras sirvieron para animarlo: “Pa-se... siéntese” sugeriste temerosa a que diera media vuel-ta. Moviste los ojos a la estela de frío que dejaba su cuerpo, mientras completabas la curva de la nariz ima-ginaria, los hombros de aire, el cuello formado en el sue-ño, los ojos diminutos que comenzaban a poblarse de luz. En el radio se escuchaban los amores tristes de un bolero. “¿Gusta un café?”, “aguarde aquí, no tardo”. Caminaste nerviosa a la cocina. La canción contaba la historia de un amor inconcluso, en las vías de un tren, y casi podías sentir las manos del hombre acompañando las tuyas sobre la estufa, modulando el fuego que hacía burbujear el agua. Regresaste con las tazas en una ban-deja. Pensaste que se había ido, pero un temblor en las violetas evidenció su figura, su mirada absorta en los re-cuerdos sobre el librero, interesada en las pequeñas figu-ras que para él simbolizaban risas, un retorno a los rui-dos habituales que seguía aburrido tras la paredes. El lo-cutor anunció una nueva melodía y los dos permanecían

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callados, temiendo la reacción del otro. ¿Quiere bailar? preguntaste desconcertada, con palabras que no eran tu-yas. Ahora él entraba al juego y ponía su voz en tu boca para pedir un baile. Orgullosa de su iniciativa, dejaste el café en la bandeja y avanzaste al sillón vacío. Fue fácil abandonarse al deseo del baile, mover a ciegas las ma-nos, anclar los dedos en la parte correspondiente a los hombros y seguir las marcas circulares que dejaban los zapatos. Y la imaginación fue tanta que las palabras lle-garon solas, porque los ojos –empeñados en buscarse– reconstruían sin querer la esencia de una conversación olvidada. Era tan fácil como ofrecer la mano al contorno del cuerpo, a la extensión que parecía desvanecerse en los giros, arrastrar los pies como títere de trapo que a pe-sar de su fragilidad, nunca llegaba a desaparecer porque cuando no lo creaban tus ojos, era la música la que lo renovaba cada instante para tenerlo aferrado al baile, a tu voz que rememoraba viajes nunca hechos, fantasías producto de encontrar la soledad hecha un silencio in-terminable. Acabó la canción. Ya no había sol y la luz del foco daba un color mate a tus mejillas. El hombre re-cogió el sombrero del sillón, pasó la mano sobre algunos cabellos despeinados; antes de salir, dirigió una mirada indolente al café intacto en la bandeja. Esa noche, in-somne en la cama, pensaste en la locura, en las palabras finales del hombre engarzadas en un discurso que en su brevedad abarcaba distintos tipos de magia, el origen del mundo, la secreta convicción de que a cierta hora de la tarde la tristeza y los gatos son irremediables.

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Cinco

! Una semana después llegó tu esposo. Las tardes se condensaron en una sola, amarilla y perezosa. Los relo-jes suspendieron manecillas, las sombras fueron manchas de agua. Inventaste citas para evitarlo, adquirir la cos-tumbre de recorrer sin rumbo las calles, sacar fotos a gente desconocida que guardabas con sigilo bajo la ca-ma. El cerrar una puerta o el entibiar el agua de la rega-dera fueron, desde entonces, inevitables actos de supers-tición. A veces, dejabas vagar las manos sobre los mue-bles y en tu mente un montón de pájaros detenía el vue-lo. Tu esposo recibió el aviso de un nuevo viaje. Los rui-dos en el departamento cesaron pero sabías que no era el fin de la historia, porque tu vida se había convertido en una duda y ésta te llevaba a un páramo silencioso, provocador de sueños largos, reticentes a límites y expli-caciones. Por eso el hombre de sombrero ya no apareció y en tus sueños sólo hubo bailes de máscaras y gatos des-conocidos. Los días pasaron. Tus manos, sensibles a la luz, se volvieron frágiles y pronto las sentiste como si fue-ran el recuerdo de otra persona: el hombre –empeñado a su vez en soñarte– movió la cara en el instante de pe-numbra que la cubría y esperó a que cerraras la puerta. Sabía que tú eras su creación, que en cierta forma eras mentira, pero aún así, se acercó tímidamente para ima-

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ginar tus últimos pasos y alargó la mano como si quisiera tocar de nuevo la puerta. Arrepentido, sonrió a la farsa que dejaba atrás y, antes de dar media vuelta, procuran-do no hacer ruido, te mandó un beso de marinero derro-tado. El gato saltó de la maceta, pasó con orgullo entre sus piernas; él lo tomó entre los brazos, acunándolo co-mo si fuera un niño. Entraron al departamento. El vaso aún estaba en su lugar y le dio un trago dejando que el movimiento del agua distorsionara el reflejo de su rostro, la escena de ballet del cuadro de Renoir. El hombre se sentó en la cama y llamó al gato con un gesto. Los dos se mantuvieron muy quietos, extrañamente iguales en la penumbra. La lluvia volvió, hizo que las sombras se alargaran hasta el reflejo del agua que ahora permanecía brillante y en reposo. Se miraron de reojo y esperaron en silencio a que durmieras.

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La partícula primordial

! Se sintió inspirado y comenzó a escribir un cuento. Delineó la trama y los personajes. Un par de horas des-pués terminó. Fue a dormir satisfecho por el trabajo cumplido. Se despertó inquieto a medianoche pues in-tuía que había algo mal en el cuento. Prendió la lámpara del buró, sacó las hojas del cajón y leyó detenidamente su historia. No encontró un error garrafal, pero le pare-ció que utilizaba demasiadas palabras. Tomó una pluma y subrayó las partes que pensaba superfluas. Volvió a re-dactar el cuento, apagó la lámpara y volvió a dormir. Pa-saron unos minutos y despertó con la misma sensación. Repitió el proceso una y otra vez. El cuento se empe-queñeció tanto que pronto cupo en una hoja. Sin em-bargo el hombre no se daba por vencido y seguía elimi-nando letras. Los párrafos iban desapareciendo y, des-pués de un par de horas, se quedó con una sola palabra cuyo significado desconocía. Asombrado, trató de recor-dar el momento en que la había escrito pero sus esfuer-zos fueron en vano. Por inercia, quizá suponiendo que le ayudaría en algo, la pronunció. En ese momento se apa-gó la lámpara del buró. El hombre se asomó por la ven-tana y miró cómo se iba oscureciendo la calle. Alzó la

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vista al cielo: las estrellas desaparecían una a una: había pronunciado el nombre de Dios.

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Una flor encendida

! Los ojos turbios y los sentidos al aire, el perfumista buscaba revelaciones. En su tienda, todas las noches, le-jos de alborotos, improvisado el laboratorio bullía. Tam-bién algunos frascos calentados por llamas azules. En medio de la penumbra, las azulosas iluminaban su cara y en su mirada una inútil victoria. Porque las esencias eran efímeras. Porque el tiempo actuaba en ellas. Como el humo disperso del café. Como morosa nube que pierde su forma. Es verdad que el perfumista era hombre viejo. Pero en los olores gozaba y rejuvenecía. Y entonces, gota a gota, con altas palmadas, con nuevos olores, encendía su locura. ! En las tardes el perfumista bajaba al pueblo y bebía absenta en el Cuervo Rojo. En la segunda ronda se qui-taba el sombrero, inclinaba la cabeza y le hablaba a su bebida, el hada verde de los maniacos, de los poetas. El perfumista, enverdecido, alzaba la voz y proclamaba su fuego, sus contenidos ardores. Y los parroquianos lo mi-raban y sus risas tan ruidosas eran que parecían rojas. Transfigurados en la penumbra, rabiando en el Cuervo Rojo, eran densos diablos bailando en las sombras, em-puñando tenedores como afilados tridentes, en ristre. Quizá en esas noches la verdosa hacía al perfumista in-

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mune a las burlas. Le entumía el alma para ensimismarlo y alejarlo de las voces y del escarnio. Como un guiñapo, envenenado por tanto verde, el perfumista caminaba después por las calles. Insultaba a la luna, a los rijosos diablos, a su sombra. La tormenta de absenta terminaba en su cama con estertores. El vaho del alcohol tan fresco era, casi fosforescía en su boca. Y el cuerpo, encallado entre las sábanas, se anegaba en el dócil sueño, en la pe-numbra.

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II

! Murió el silencio en el cuarto. El perfumista dio lo-cas vueltas en la cama. Como herido de muerte. Como si habitara un lecho de encendidos carbones. Tomó un va-so de agua. Frente al espejo hizo el triste inventario de su cuerpo. Se lavó la cara. Se examinó, uno a uno, los dien-tes. Los pelos blancos fulguraban en la luz. La luz tam-bién incidía en las arrugas, en la barba. En las mañanas que seguían a las juergas sentía alboroto de mundo en el cuerpo. Como muchos pájaros, a un mismo tiempo, en el pecho. Un temblor casi caliente en las venas. Cosqui-lleos en la nariz.! Después de vestirse abrió su negocio. Quitó el polvo de los instrumentos, de las precisas herramientas. A pe-sar de los temblores conservaba diestras las manos. Or-denó goteros y colorantes. Hierbas y minerales. Se sentó a esperar clientes. Suspiraba como santo. Miraba la vida triste del pueblo. El silencioso transcurrir de los gatos. Rodeado de frascos, de los reflejos que brotaban en ellos. Alrededor de él, como luciérnagas, sus imaginaciones. ! Una mujer atravesó la calle y entró al negocio. El perfumista miró su rostro de nieve. La mujer husmeó con el perfil fino, casi dibujado a tinta en el resplandor de la calle. Bosquejado también, su rostro, en el tiempo; enmarcado con un sombrero antiguo. En el mostrador la

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mujer inclinó el torso. La luz le llenó los ojos. Por la in-vasión de luz, la mirada más plena. Y se lo quedó mi-rando, apenas pestañeando, intacta. El perfumista se acercó. En el pecho de la mujer percibió un olor dulzón, como el de las desbordadas frutas que en sus sueños to-caba. Ella inclinó aún más el cuerpo. El olor, esta vez, más sutil. Una mueca de satisfacción dejó expuestos los dientes; los labios codiciosos y llenos. ! –Me informaron que su tienda es la más surtida de la región –le dijo.! –Tengo muchas variedades, es cierto –respondió el perfumista! –Busco este perfume –indicó la mujer extendiéndo-le un papel.! El perfumista no pudo leer el nombre. La caligrafía era extraña. Casi un dibujo. Ahí no había letras sino flo-res, pálpitos rojos y verdes, ramas enredadas hasta la lo-cura. Vocales, sílabas extrañas, incluso gruñidos, intentó el perfumista. Pero no quiso negar el perfume a la mujer. Quería retenerla y seguir bebiendo sus olores. Se caló los lentes y se dirigió al fondo de la tienda. Fingió revisar frascos, la balanza, los minerales pulverizados en el mor-tero. Pero sus pensamientos hervían. El fuego en el cuer-po lo afiebraba. Con gesto adusto trazaba con las manos rutas imaginarias en los anaqueles. Pero la búsqueda ar-tificiosa y la impaciencia de la mujer, bullendo al otro la-do del mostrador, lo hicieron regresar. ! –No tengo ese perfume –confesó, al fin, derrotado.! –¿No lo tiene? –replicó ella. ! El perfumista negó con la cabeza.

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! –¿Lo podría conseguir?! –Voy a intentarlo –mintió! –Regreso después –dijo la olorosa.

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III

! Esa noche, en el Cuervo Rojo, débil trazo en la me-sa el perfumista. El hábito de pensar en los olores de la mujer lo había desgastado. Sus breves palabras, también. En las manos tenía el papel con el impronunciable. Pero cada vistazo a los colores, a las líneas, lo aguijoneaba. El Cuervo Rojo emitía un débil murmullo y en su barra empezaban a dispersarse los diablos. El humo de la ab-senta permanecía en el tiempo y le velaba el rostro y los labios. Humoso, el perfumista, sentía sus pensamientos como torpes peces, nadando en el fondo de su copa Los últimos diablos, con los ojos constelados de alcohol, bri-llosos por la locura, salieron del Cuervo Rojo. ¿Cómo conseguir el perfume que quería la mujer?, ¿cómo rete-nerla para beberse por completo sus dones? Fatigada la mente, empezaba a jugar el juego de la verdosa. Pero la absenta ya no era consolación, ni bandera de guerra, ni motivo para el abandono. El perfumista pidió la cuenta. Al salir del lugar, a la distancia, el Cuervo Rojo titilaba en la noche. Su anuncio neón, la figura viva del pájaro, aleteaba, en la oscuridad ! El perfumista se dirigió a su tienda. Las banquetas lustrosas por la noche. Los gatos en las esquinas, en los tejados, en su coro. Después de unos minutos, el perfu-mista la vislumbró, a lo lejos, al final de la calle. Junto a

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un farol, como atraída por la luz, inmóvil falena, la mu-jer lo esperaba. La olorosa tenía el mismo vestido. El perfumista apresuró el paso. Llegó a su encuentro con la-tidos violentos; la sangre una estampida en las venas.! –Necesito el perfume –dijo la mujer. ! El perfumista no pudo contestar. Recobraba apenas el aliento. Pero a pesar del cansancio sus sentidos, ciegos a las cosas del mundo, iban en pos de la fragante, de la nube de olores que la envolvía. ! –¿Lo encontró? –preguntó, la impaciente.! El perfumista negó con la cabeza.! La seguridad había abandonado a la mujer. Como al borde de un precipicio, temblaba, su voz. Urgidos también los ojos, los labios llenos.! –Vamos a la tienda –dijo, al fin, el perfumista –a lo mejor alguna combinación puede dar resultado.! Sus cuerpos avanzaron en la noche. Breves sombras ungían el cuerpo de la mujer. El perfumista caminaba a un lado, sin despegarse mucho, como mosca atraída a la miel.! El perfumista abrió la cortina, prendió las luces. Los frascos alineados, con nuevos colores, por la artificiosa. Líquidos ambarinos, púrpuras, y dorados. Reproduccio-nes de plantas oriundas de Asia. Algunas encontradas en islas imaginarias, rodeadas de océanos profundos. Un te-soro en la tienda tenía el perfumista. La mujer dejó su bolsa en una silla y pasó al otro lado del mostrador. ! –Debe ser algo de rosas, de sándalo –dijo el perfu-mista.! –O una flor muy rara –continuó él mismo.

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! –Que poliniza una extraña suerte de insecto –pensó en voz alta.! –O una esencia que brota al azar –finalizó mientras iba al fondo de la tienda. ! La mujer, inmune a su soliloquio, se acercó a los frascos. Mientras miraba, los labios, toda ella, suspendi-da en la fiebre. Leía, una a una, las etiquetas. El vestido dejaba al descubierto una parte de la espalda. Los cabe-llos, derramados en ella, abrevaban su resplandor. Un ascua era su alma mientras recorría los anaqueles. El perfumista, a poca distancia, distinguía en su respiración una rara orquídea, una especia añorada, una flor cuyo nombre le provocaba insomnio. La mujer, impaciente, revisó manuales, consultó amarillos recetarios, pesados libros. Mientras ella investigaba el perfumista, instigado por su provocación, se acercó aún más. Pero lo hizo tí-midamente. La mujer se dio vuelta:! –Espere –dijo y se acercó al perfumista. ! –¿Qué pasa?! –No se mueva.! A las solapas de su saco dirigió la mujer su investi-gación. El rostro subió después por los botones de la ca-misa, el cuello almidonado y recto.! –No es posible, usted lo tiene –dijo.! La mujer festejó su descubrimiento. Niña iluminada parecía. Al borde de la locura. Con vivas palmadas feste-jaba.! –Después de tantos años –dijo dando vueltas.! El perfumista se quitó el saco. Lo examinó con mi-nucia. Pero no encontró ningún olor. También su cami-

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sa. Como negado a ese olor. Como si éste, en breves se-gundos, se hubiera evaporado. Sin embargo la mujer era un sol.! –Debemos darnos prisa –dijo.! –¿Qué hay que hacer?! La mujer no contestó. Sólo empezó a desnudarse. Pronto en una silla el vestido abandonado. Los zapatos. El encaje de la ropa interior un destello en los ojos del perfumista. El cuerpo de la mujer, expuesto, como una lámpara apenas oscurecida por la sombra del pubis. El perfumista, maravillado, percibió que en el talle le cre-cían los aromas. El origen de ellos ahí. Un mundo ignoto que ahora descubría. En la tienda se desperdigaron los aromas de la mujer, como luces, como esquivos insectos. El perfumista miró los blancos senos. Los pezones. Las aureolas dibujadas por la penumbra. Toda ella la llama de una vela. El perfumista se quitó, tembloroso, la ropa.! La mujer hizo espacio, tiró el mortero de una mesa. Viejos cuadernos con recetas, escobillas, palas, termina-ron también en el suelo. Libre la mesa entonces. Lista para los ardores. La mujer se acostó. Flor que atrapa a un insecto, atrajo al perfumista. En el ambiente flotaba la fiebre de ella, la que pronto contagiaba al perfumista y lo hacía subir con dificultad a la mesa. El rojo pulsando en las entrañas. El cuerpo desnudo de la mujer, fresco como fruta, como madera recién cortada. El ombligo profundo. Tal vez ahí, pensó el perfumista, mientras lo besaba, la clave de los olores. Abandonado al deleite, so-bre ella, con los ojos cerrados. La mujer guió al impa-ciente, al de las manos tiesas y temblonas. Lo ablandó en

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los densos muslos. Después el perfumista, más libre, se internó en el bosque. A la distancia, enredados los dos, como un nombre imposible, como el buscado perfume. Y los dos brillaban. La mesa se tambaleó. Un frasco más cayó al suelo y dejó un indeleble rastro en la madera.! El perfumista penetró en los olores. A cada movi-miento lluvia de ellos tenía. También más joven era cuando la quejosa, entre sus brazos, parecía desbaratar-se. De papel era la mujer con cada acometida. Después de unos minutos el goce de los olores terminó. El perfu-mista se dejó caer, como desprendida hoja, a un costado de ella. Un coro tenía encima. Lo que los hombres de-ben sentir antes de entrar al cielo. La mujer se bajó de la mesa. La pedacería de vidrio, herida de luz, en el piso. Toda ella sudaba. La respiración le afilaba las costillas. Más evidentes los pechos. Más viva por el sexo la oloro-sa. Como flor seca de pronto agotada con agua. El per-fumista, embebido aún, se puso los pantalones. Tenía aromas por todas partes. En las manos. En las canas. En los brazos calientes. No se acordó de la esencia buscada por la mujer. Sólo podía pensar en el calor, en los incan-descentes restos de una fogata. La mujer seguía desnuda. Se sentó en una silla. Meditaba. Sus pies muy blancos parecían lunas en el piso. Después de unos momentos, le preguntó:! –¿Tiene cerillos?! El perfumista fue al mostrador y le alargó una caja.! La llama brotó fácil al primer contacto. La mujer la protegió con la palma de su mano. Como ánima en cue-va oscura. Como espontánea y diminuta estrella. Des-

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pués tomó un mechero y contagió de oro la punta. Los dos estuvieron unos segundos mirando la llama, encan-dilados. ! –Mira, perfumista –dijo la mujer con una sonrisa, acercando el mechero al encendido sudor de su cuerpo– éste es el secreto de la esencia, el que he esperado toda la vida, el único que me falta.! La llama se encaramó al cuerpo blanco. El perfu-mista intentó con un trapo apagar a la mujer. Pero el fuego era pleno. Amante voraz. Como ardiente sudario brotaba. La flama grande y la mujer un débil pabilo. No hubo gritos, quejas, invocaciones. La mujer silenciosa ardía. De cuclillas, invadida, mirada a su alrededor asombrada. Después de unos instantes el sitio del fuego ocultó casi todo su cuerpo. Pero a pesar del fuego no ar-día la olorosa. Y no había chispas, ni leves pavesas vo-lando. El perfumista, los estantes, los frascos, testigos. La tienda un vertedero de luces. No había denso humo. Ni olor a quemado, ni oscuros nubarrones. En el ámbito só-lo fina niebla crecía, cundía entre papeles, cuadros, es-tantes. Como dos brasas los ojos de la mujer. La niebla comenzó a llenarse de azahares, de rosas, de orquídeas. El perfumista incluso encontró, en el cúmulo, la absenta que había bebido esa misma tarde. Percibió, en la niebla, un nuevo olor. La mujer aún pudo mover la mano dere-cha y atrapó un poco. La llevó a la nariz. Sonrió. Fue lo último que pudo ver el perfumista de la ardiente. Atra-par el olor era inútil. El perfumista pensó, esperanzado, que el olor era tan intenso que quedaría impregnado en los frascos, en los instrumentos, en los papeles. Pero la

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esencia, como la muerte, era efímera. El tiempo pasó y el olor fue absorbido. Pero la niebla perduró durante días y era tan densa que el perfumista a veces sentía que le be-saba los labios.

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La profecía

! La caravana avanza lentamente entre las dunas. El sol comienza a hundirse en el horizonte. Se detienen an-te la orden del patriarca. El viejo escarba en la arena. “La señal que anunciaron los profetas”, murmura mien-tras observa decenas de rascacielos semienterrados en el desierto y aprieta contra el pecho un anuncio herrum-brado de McDonald’s.

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Cortometraje

Uno

! Las luces van disminuyendo de intensidad y poco a poco se van apagando. La pantalla rectangular sobresale en la penumbra. Te acomodas en la butaca. Todavía se escuchan algunos murmullos que terminan cuando la música empieza a inundar la sala. La pantalla se ilumi-na, el haz de luz descubre el polvo flotando en el am-biente. Empieza la historia. La toma muestra a un hom-bre en camiseta cerrando la ventana. Es calvo y su vien-tre abultado se recorta en la poca luz que entra al cuar-to. La cámara se mueve, y enfoca el exterior para que puedas ver un patio lleno de charcos. Los faroles de la calle se diluyen en el piso, los muros cuarteados con musgo y lama cultivan insectos fosforescentes que revolo-tean. El hombre se queda parado como una estatua. Un mosquito se planta en su cuello y empieza a picarlo. La operación es tardada, y te hace sentir incómodo, te ras-cas el cuello como si fueras la víctima del zancudo. Aca-bado su trabajo, satisfecho, vuela internándose en la os-curidad. La cámara vuelve con el hombre, lo toma de perfil y desciende hasta sus zapatos, son viejos, y piensas que tal vez la suela esté repleta de agujeros. Atrás de ellos, un poco borrosos, se distinguen algunos envases de cerveza. La música asciende, se tensa como un hilo. La

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cámara lo sabe y hace un acercamiento a los labios del hombre que tiemblan. Imaginas que hay una lucha den-tro de él. La imagen parece quedar congelada unos ins-tantes y sin saber por qué te provoca nerviosismo, mue-ves los pies y parpadeas más aprisa. El hombre parece intuir la incomodidad que está causando y rompe su in-movilidad, que te ha estado envolviendo como un tém-pano. Camina hacia una mesa y una silla que están en la esquina. Tiene los dedos de los pies engarrotados. A pe-sar de la penumbra se puede ver su camiseta húmeda, quizá por un sudor incipiente que baja por sus axilas y que no logras ver del todo. Luego la toma vuelve a mos-trar la ventana, tal vez para ganar tiempo, porque cuan-do regresa con el hombre, ya está sentado en la silla. Ahora te encuentras atrás de él, y fantaseas con la idea de observar la escena dentro de los ojos de un asesino. Alguien contratado para clavarle un puñal en la espalda. Haces conjeturas de cómo podrías huir después de co-meter el crimen, pero la imagen se acerca rápidamente, se agranda el cuerpo del hombre, y cuando te das cuenta estás justo en su hombro derecho, como un mosquito a punto de picar, y que ante la pasividad de la víctima se regodea zumbándole en la oreja. La figura del asesino y del insecto desaparece de tu mente, y es sustituida por la de un espía que sigue todos sus movimientos. El hombre, con los brazos apoyados en la mesa, lee un libro. La mú-sica es tenue y acompaña a la cámara que enfoca a la página de bordes frágiles. Lees: “El hombre luchaba contra sus pensamientos. La imagen de su hija estaba firme en su cabeza. Quería poseerla, que sus ojos se ce-

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rraran por el deseo”. La cámara se aleja del libro, parece arrepentida de mostrar algo prohibido. La pantalla se queda en blanco, se oscurece lentamente. En la sala se escuchan toses y observas a un espectador durmiendo con su cabeza recargada en el hombro.

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Dos

! Cuando piensas que la proyección ha terminado, la pantalla empieza a emitir destellos, como si se tratara de un foco primitivo que tarda en hacer fuego sus filamen-tos. Por fin el rectángulo se ilumina, y te topas de frente con la nariz del hombre, observas los vellos que sobresa-len. Tus ojos descienden hasta descubrir la punta del ci-garro que brilla en la penumbra. Es un diminuto punto de luz que termina en una estela blanca y opaca. La to-ma sigue al humo que sube, se desplaza, y como si tuvie-ra vida propia, busca alguna rendija para escapar. Al no encontrarla, furioso se estrella en el techo, desparramán-dose hasta volverse invisible. La respiración del hombre es corta y pesada, la frente está húmeda, y unas gotas pequeñísimas bajan de ella, para después perderse entre las cejas. La toma hace un acercamiento, y las arrugas de su rostro se convierten en valles profundos y arenosos. Se escucha un jadeo, el hombre se mueve, empuja algo con su cintura. Sientes nerviosismo. Tu boca se entrea-bre, y la lengua se mueve como un molusco que explora lentamente los labios. Intuyes lo que está pasando, y el libro vuelve a tu mente con esas letras de tipografía anti-gua, excesivamente adornadas, y apiñadas como palo-mas negras en una torre, listas para volar de la hoja a la menor provocación. Pensar en eso te desconcierta un

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instante y entonces la toma se abre, hasta dejarte ver el cuadro completo. Ves al hombre que aprieta los labios, su vientre colgante está posado sobre las carnes de su hi-ja. La joven está boca abajo, sus gemidos aumentan de intensidad. La incomodidad aumenta, y con timidez vol-teas ligeramente para tratar de ver a los demás especta-dores, pero no distingues ninguna silueta. Al volver a tu posición, te percatas de que la toma se aleja de ellos, has-ta quedar suspendida en algún punto indefinible, y eso basta para darte la sensación de estás apostado en el te-cho. Podrías asegurar que la cámara se ha transformado en los ojos de una mosca. Ésta, como si adivinara tus pensamientos, tiembla en un aleteo diminuto y ansioso. Se mueve con frenesí, imitando perfectamente el vuelo desordenado de una mosca. Ahora lo que ves son retazos de imágenes: la mosca vuela y observas la calva del hombre, los cabellos de la joven derramados sobre la mesa donde estaba el libro, el pene hurgando entre los muslos sacudidos. El efecto está tan bien logrado que, sin darte cuenta, tensas todo el cuerpo y tus manos se suje-tan a los brazos de la butaca. La toma se sacude, parece exhausta, y aferrándose a una tabla de inmovilidad, en medio de ese remedo artificial de vuelo, va a pegarse al vidrio. Se queda quieta. Expectante. “La mosca está atrapada”, piensas. La visión hacia el exterior se entur-bia. El vidrio pringoso actúa como un deformante, y la pantalla sólo alcanza a mostrar una mancha pálida en el cielo. “Es la luna”, murmuras entre dientes. Otra vez os-curidad completa.

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Tres

! La música empieza y no hay imagen. Primero es un arpa, y relacionas las notas agudas con una voz femeni-na. El instrumento es pulsado con furia, y a pesar de no verlo sientes cómo las cuerdas vibran, cómo están a pun-to de romperse. La pantalla muestra el siguiente mensaje del libro: “No me pude contener. El sólo contacto con sus manos fue un detonante. Su piel, su maldita piel”. Las letras aparecen solitarias en la pantalla, enmarcadas en un cuadro, como sucede en las películas mudas. Una a una, en orden, van a posar sus patas finísimas en una de las hojas. La superficie del papel tiembla, como si es-tuviera hecha de agua. Rápidamente las tapas se cierran y sabes que ese sonido es definitivo; tan es así que acaba con la música que acompaña la secuencia. La cámara enfoca horizontalmente la superficie arrugada del libro, las tapas gruesas parecen latir, tener vida propia. “El li-bro está escribiéndose a sí mismo”, piensas. Un cambio de ángulo y descubres de nuevo al hombre. Su jadeo se va apagando, pero las venas de su cuello aún saltan, y sus ramificaciones parecen llegar hasta las líneas de san-gre que estrían sus ojos. La toma desciende y observas que ha terminado, el semen yace en un charco pequeño. El miembro le cuelga exhausto, como una bandera a media asta. La palabra “Fin” emerge de la pantalla. El

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punto de la i flota un instante antes de caer en la letra. No lo puedes creer, es un nuevo truco, seguro. Aguardas un instante pero no pasa nada: la luz no se prende y no se escucha el murmullo de la gente. Te levantas de la bu-taca, caminas, pero la oscuridad rodea todo y es difícil saber a dónde ir. “¡La luz, por favor!”, gritas, pero no hay respuesta. Estás solo. Intentas llegar a la puerta por donde entraste, pero todo esfuerzo es en vano. ¡Carajo, perdido en una sala de cine!, vuelves a gritar, con la es-peranza de que alguien oiga y acuda a tu rescate. Aguzas la vista. Alcanzas a distinguir una luz al fondo. Te guías por ella, piensas que es la salida de emergencia. El cami-no es difícil pues te mueves a tientas, con miedo de tro-pezar con algo o con alguien. El ambiente es húmedo, es raro porque cuando llegaste al cine, el cielo estaba lim-pio. Cruzas la puerta, pero no hay ninguna salida. Es un espacio cerrado. Ahora estás en un cuarto oscuro, al fondo hay una mesa, y encima de ella un libro.

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Cuatro

! Observas el cuarto, tratas de salir pero no hay nin-guna puerta. ¿Qué está pasando?, te preguntas, y cuan-do das el primer paso, tus pies chocan contra un envase vacío. Rueda un poco hasta detenerse con una pata de la mesa. Ésta parece llamarte, quizás ahí esté la explicación de todo. Te acercas a ella, y ves a su único habitante: el libro sin título. Lo tomas y, antes de abrirlo, sientes con agrado, casi con concupiscencia, el peso de tus manos depositado sobre la cubierta. Hay una hoja marcada, le-es: “El espectador se acerca y lee con atención. Esto es suficiente ya no se necesita nada más... Fin.” La misma caligrafía exagerada. No entiendes bien. Podrías jurar que la página leída quedaba a mitad del libro, pero aho-ra al dar vuelta a la hoja te das cuenta que es la última. Te invade la angustia, avientas el libro que termina en un rincón. Las hojas desparpajadas y amarillentas son una sonrisa irónica. Lo maldices, sientes el borboteo de la sangre que se agolpa en las sienes. Intentas calmarte y recorres palmo a palmo la pared, buscando alguna for-ma de salir. Al no descubrir ningún pasaje, te asomas por la ventana. Todo está inmóvil: las nubes manchando la luna, una gota suicida en plena caída, otra estrellándose indefiniblemente en un charco desierto. Estás en una acuarela estática. Te quedas parado y tus ojos son los

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únicos que tienen movimiento. Una mosca pasa por tus cabellos, parece interesada en contemplarte. La espantas con las manos. En este momento escuchas la música que dio comienzo a la función, un haz de luz se cuela por una rendija de la pared; con esperanza te asomas. No das crédito a lo que ves: la alfombra, las butacas vacías; en una de ellas está el hombre calvo, desnudo, que como un gran sátiro en erección, se frota el miembro y se ríe con grandes carcajadas mientras avienta palomitas a la pantalla.

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Historia del durmiente despierto

Uno

! Al inicio de la tarde tuvo ganas de fumar. Tomó la pipa de agua y distrajo la mirada en el humo que salía de su boca y que formaba nubes amarillas, ámbar resca-tado del cielo Abou-Hassán, comerciante de seda y dáti-les, recordó el verso del profeta: “El mundo es una gota de agua, el azahar que se desvanece en el tiempo”. La aspereza del tabaco le devolvió las fatigas del viaje, la imagen de un ave teñida de rojo; un aleteo que le trans-mitía una somnolencia pegajosa, producida –tal vez– por una comida abundante. Sus labios exhalaron una tenue colina de humo, la última. Afuera, el harmattan –producto del invierno sahariano– soplaba del noreste, bajo su influjo la corteza de los árboles se agrietaba y las plantas desvanecían sus colores. En las noches, Abou-Hassán acostumbraba subir al torreón en el centro del patio para vigilar los diminutos reptiles que salían de sus madrigueras en busca de presas. El torrente de huellas dejado en la arena recordaba el tránsito de las estrellas y en las mañanas el desierto parecía una superficie viva, surcada por venas. Abou-Hassán regresó al diván, dejó escapar un bostezo, se tapó con una manta de pelo de cabra y durmió.

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Dos

! Abrió los ojos. En los párpados pudo sentir las patas heladas de un par de mariposas blancas. Un poco de aire frío se filtraba bajo la puerta, traía los restos de una can-ción, la gesta de los amantes, sus besos de humo. Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no acudieron. Repitió el llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban som-bras. El ritmo de una respiración removía el silencio, ha-cía temblar las sombras como a las hojas de un árbol. Abou-Hassán examinó su cuarto y descubrió varios ob-jetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos por el tiempo. Ánforas y vasijas se alineaban sobre una mesa baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz inci-día en las sombras y les daba forma. Así, una mujer sur-gió de la penumbra, sin reparar en él, alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior buscan-do las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té. Las pulseras en sus brazos tintineaban. Sus ojos eran brillantes y negros; manojos de arrugas permanecían es-tancados en la frente y en las mejillas. Quiso preguntarle qué hacía en su cuarto pero no se atrevió. La luz se mo-vía por el piso, entretenida en el vislumbre del fuego des-cubrió por accidente más objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en sus arru-gas lejanos vestigios de hombres. Un gran espejo dupli-

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caba paredes, encaminaba al mundo a una consistencia de naturaleza muerta. Abou-Hassán se levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y contempló su reflejo con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un examen más detenido reveló que la superficie no era inerte sino que se esforzaba en imitar la piel del invierno, sus formas de agua. Se miró hasta observar que el reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro y pensó –en el desfiguro– que su memoria co-menzaba a inventar. Sintió oleadas de vértigo. Advirtió una revuelta de lunas en el techo. En los ojos duplicados manaban transparencias. Abou-Hassán intentó hablar pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente era demasiado elemental para la fantasía, su pensamiento el torpe dibujo de un niño. La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso de agua rebosante. Bostezó. La mujer lo guió con calma al diván. Volvió a dormir.

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Tres

! No supo cuánto tiempo había pasado. Esta vez no quiso abrir inmediatamente los ojos sino que se mantuvo atento en su oscuridad, expectante. Afuera seguía la in-movilidad de la tarde, recorrida por instantes de frío. Podía escuchar la pesada respiración de los camellos, los hocicos abrevando en las tinajas del patio: las fosas nasa-les se dilataban y de ellas emergían vahos circulares que al elevarse en la tarde adquirían una intensa luminosi-dad verdosa. Abrió los ojos. El remedo de una nube de-jó en las ventanas su impronta de humedad y río. Se apoyó con dificultad sobre los codos: brazos y piernas es-taban entumecidos. En el desconcierto pensó que había dormido largo tiempo, que diminutos insectos se repro-ducían en sus articulaciones. La mujer seguía en el cuar-to, esta vez acompañada por una joven. Abou-Hassán alzó la cabeza para verla mejor: estaba ataviada con un sencillo vestido de algodón, de mangas largas, sin ningún estampado. El cabello castaño –suelto y largo– oscilaba en la mitad de la espalda. Observó con detenimiento la redondez de los hombros, el largo perfil del cuello ilumi-nado tenuemente por los restos de luz esparcidos en el suelo. Apretó los párpados al sentir un montón de plu-mas flotar en su cabeza. La joven se acercó a él, sonrió mientras detenía una mano tibia cerca de la barba. Mo-

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vió ligeramente el cuello, lo suficiente para que la luz as-cendiera en el rostro y los ojos se volvieran profundos y acuosos. Un lunar sobre la ceja derecha brillaba en la penumbra de la frente. En su mirada habitaba la seda y el olvido y esa deficiencia en la memoria la tornaba vul-nerable, dispuesta a los espacios blancos. Abou-Hassán se preguntó por el origen de la sensación voluptuosa que lo envolvía y que al no poderle darle cauce se transfor-maba en un sentimiento de tristeza. La mujer habló:! –Al fin abres los ojos. ! –¿Qué hacen aquí?! La mujer fingió no oírlo y encendió un brasero. Hi-lillos de humo buscaron el techo. Las aletas de su nariz se dilataron al recibir el olor que despedían las hojas de naranjo.! –Has tardado mucho, debes estar cansado –dijo con afabilidad mientras tomaba un cuenco y lo llenaba con agua –pero no te preocupes, pronto te recuperarás– las hojas de naranjo se ablandaron al contacto con el agua, le dieron tiempo para mirarlo, retrasar las palabras co-mo si encontrara un placer secreto en ellas.! Abou-Hassán se estiró para desentumecerse, dedicó unos minutos a justificar un desvío de la mente, la posi-ble alucinación del tabaco; aunque la fatiga en los miembros –perenne desde que había abierto los ojos– le sugirió una larga caminata, la pendiente de la locura, el combate prolongado contra las arenas viscosas del sue-ño.! –Estás despierto, muy despierto –dijo la mujer con una sonrisa.

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! Con el sonido de la última palabra llegó un alivio prematuro: la voz perduraba con una sabiduría lejana, tal vez antigua, que unida a la reiteración de su vigilia le obsequiaba liviandades, el poder de controlar el agua. La mujer se sentó junto a una mesa, con gesto cansado limpió las hojas de naranjo restantes; el cuerpo de la luz, en medio de sus manos, se esparció en la vejez de la ma-dera, la volvió el fragmento brillante de una playa. Abou-Hassán recordó las playas de su infancia, verdes y azules, repletas de caparazones abandonados. La joven, asombrada, acercó las manos al fuego que reaccionó con azules y ríos de chispas. Burbujas emergieron de inme-diato en la superficie del cuenco, se reunieron en una es-puma compacta que recordaba la molicie de los barcos. La mujer se sentó, entrelazó las manos sobre el regazo mientras el humo del brasero terminaba de envolver el cuenco. La joven lo contempló con curiosidad, al flexio-nar las piernas el vestido había subido unos centímetros dejando al descubierto sus pies calzados con sandalias púrpuras, decoradas al frente con pavo reales en vuelo; pulseras plateadas alrededor de los tobillos. Los pájaros, antes ruidosos, se mantuvieron en silencio, esperando el ocaso en las ramas de un pino. Abou-Hassán entreabrió la boca, varios puntos de humedad se acumularon en la frente, uno de ellos se separó del resto y descendió con pereza hasta la mejilla. La mujer retiró el cuenco del fuego, las burbujas perdieron fuerza y culminaron su al-boroto con un siseo apagado. ! –Té de azahar, te quitará la somnolencia.

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! –¿Estoy en mi casa? –preguntó Abou-Hassán, es-merado en recuperar una certeza que se le escapaba. ! –No... vienes de muy lejos –le respondió mientras soplaba al cuenco y la superficie del agua se estremecía entre delgados brazos de humo. ! Abou-Hassán enderezó la cabeza. La mujer inclinó el cuenco sobre su boca, la mano temblaba y en el tem-blor las venas azules que descendían a los lados se abul-taron, invadidas de pronto por diminutos ríos de sangre. Bebió con la mirada fija en sus ojos. El té recorrió su garganta dejando una cadena de palpitaciones. Una oleada de calor bajó por su pecho, diseminó el aire frío entre sus pies.! En medio de mareos se sentó en el borde del diván. La habitación parecía distinta a cada momento: las vigas del techo eran imprecisas en sus colores, los motivos geométricos de una alfombra mudaron a las paredes, el polvo que flotaba y se hacía turbio recordaba un banco de arena submarino, agitado por la tormenta. La joven, después de pasearse por la habitación, de observar el frágil pabilo de una vela como si no lo comprendiera del todo, le tocó la frente. El contacto prolongó una extraña sensación de pesadez que culminó con un bostezo, ella pareció darse cuenta del efecto que causaba y se volvió, al hacerlo, la cinta que ceñía el vestido al cuerpo quedó flotando un instante y al descender se atoró en la esquina de una mesa; la inercia del movimiento hizo que la cinta se desanudara y el vestido resbaló lentamente por el talle hasta yacer en el piso como una segunda piel abandona-da, aún con restos de perfume en las costuras. La joven

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dejó que el resplandor de las ventanas descubriera el re-lieve de las costillas, el suave hueco del ombligo que pa-recía alargar la parte inferior del torso. Se acercó a él con una sonrisa calma. Abou-Hassán rodeó con el dedo índice la incipiente rigidez del ombligo, usándolo como pretexto para aventurarse a la extensión cercana a los senos. Varios lunares desperdigados en el vientre le re-cordaron granos de arroz, arrojados al azar en una pla-nicie nevada. Extendió la mano y sintió escalofríos cuando sus dedos llegaron al espacio entre los senos y cruzaban con un ligero temblor la breve línea de sombra que se desplazaba entre ellos. La joven respiró profun-damente, pudo sentir cómo su respiración se trasladaba a él, cómo se tensaba un momento, guardando impulso, como si tuviera que esperar algo, quizás una palabra desconocida, aguardando ser dicha por cualquiera de los dos. La mujer asistía la escena con ojos quietos, los labios apretados y firmes. La joven le ofrecía su cuerpo desnu-do como una historia latente, en espera de ser escrita pa-ra así poder ser fuente de otras; historias tristes, historias contadas una y otra vez hasta lograr que las palabras perdieran paulatinamente el significado y el perderse en ellas fuera algo inevitable. Mientras su mano derecha vagaba por las caderas imaginó que el vestido no se ha-bía enganchado por accidente, que todo, desde las pala-bras intercambiadas, hasta la mano de ella que ahora bajaba para guiar la suya a la zona interior de los mus-los, había sido ensayado meticulosamente. Imaginó a la joven repitiendo frente al gran espejo cada uno de los movimientos que formaban parte de esa puesta en esce-

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na; una coreografía que ignoraba, pero que después, al tomar conciencia de la importancia de sus palabras, de su peso específico, se obligara a adoptar una sabiduría escondida y engañosa. La trató de encontrar mientras las manos, enlazadas, volvían a subir por las caderas, como si la primera exploración no hubiera sido suficien-te y necesitara reafirmarse en la invención de formas cir-culares sobre el vientre. Abou-Hassán vio a la joven en la pausa de la madrugada, con la luna roja en la cara, ima-ginándolo a él y a la estela de frío dejada en su piel cuando por fin el vestido cayera. Se vio ignorante, ateni-do al tacto de las manos que, unidas, parecían ser las de una persona dependiente de impulsos largos, uniforma-dos en el deseo. Su ignorancia le hizo sentirse como un impostor, alguien sujeto al azar de las tormentas de are-na y que trasladado a un escenario desconocido sintiera la falsedad de una vida para la cual aún no estaba pre-parado. La joven pareció entender su inquietud y estre-chó los ojos dándole a entender que era el indicado, que la incertidumbre cedería con el tiempo, la torpeza de sus manos estaba a salvo en las suyas. En medio de la con-fianza pudo intuir un engaño sutil, aludido en el aura de frío que perduraba y que parecía bosquejada por una in-teligencia tenaz e inexperta. Las puntas de los dedos humedecieron el inicio del sexo, y cuando llegaron a su depresión se separaron, comprendiendo que su llegada obedecía a una búsqueda individual. La joven cerró los ojos para seguir a ciegas el endurecimiento de los mus-los, de los senos. Abandonada, acercó la boca esperando un beso. Juntó los labios. Abou-Hassán trató de encon-

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trarla pero los labios se hacían de aire y las mejillas per-dían consistencia hasta dejar juegos de luz sobre la piel. La respiración de la joven se perdía como el viajero que se obstina en un imposible laberinto.! –¿Qué pasa? preguntó Abou-Hassán a la mujer.! –Ella está de paso. Mira, ahora está por despertar. ! La joven fue invadida por fragancias dulces, fosfo-rescencias amarillas. Sus ojos se llenaron de nubes y un poco de azahar impregnó el lugar donde habían estado los labios. Aún pudo verla, estremecida, como si presin-tiera la ilusión del invierno, como si su perfil fuera el cuerpo de una llama y alguien, en secreto, intentara apagarla. Antes de desaparecer dirigió una mirada de sorpresa a su alrededor.

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Cuatro

! Consumió las horas obstinado e insomne. Recorrió salones, fatigó el movimiento de los pájaros y el transcu-rrir de los relojes. La mujer le advirtió la inutilidad de sus esfuerzos, le explicó que ese sueño en particular no era pausa ni arribo, sino un punto de partida intermina-ble; él –como ella– tendría que afrontar la postergación, la espera de otros viajeros, espejismos que al desvanecer-se lo recordarían con la vaguedad de un trazo borroso. Uno de ellos, cuyo sueño tuviera la lucidez suficiente, se-ría su reemplazo. Al acabar su explicación, con gesto sa-tisfecho, se desvaneció. Abou-Hassán no le hizo caso y siguió alumbrando los rincones con lámparas de aceite, vigilando el polvo de los corredores. Al tercer día, derro-tado, fue por la manta de pelo de cabra y durmió; pero cada vez que abría los ojos no podía despertar y pasaba de un sueño a otro, como quien recorre las habitaciones de una mansión infinita.

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Ícaro

! El hombre mira su rostro en el espejo. Sus ojos tra-tan de permanecer inmóviles en la imagen que tiembla, como estrellada por una gota de agua. La noche es un fuego fatuo. En la habitación la luna se detiene, da for-ma a la penumbra hasta volverla un débil resplandor, una vena de luz que intenta prender los filamentos de un foco. El hombre sigue mirándose en el espejo, en la ma-no derecha sostiene un revólver. Espía el arma a interva-los, siente su peso, el frío que trepa hasta los brazos. Imagina que entre los dedos, en el frío de las manos, tie-ne astillas de su vida, el corazón de un pájaro muerto en pleno vuelo. El hombre se aleja del espejo, da unos pasos a la derecha. El cuerpo se le llena de oscuridades repen-tinas. El resplandor que lo rodeaba se volatiliza, se con-vierte en un destello, un filo de luz sobre su cabeza. En la calle, las lámparas descubren un caldo compuesto por polución e insectos nocturnos. Un pelotón de autos espe-ra la señal del semáforo para cruzar: en medio de los se-gundos resoplan, se agitan como peces hambrientos. El hombre se dirige al armario en busca de la caja con ba-las. En su mirada se refleja el movimiento cansado de la penumbra, el quicio de la ventana, las sombras que con-juran; vino estancado en un rincón del cuarto. Sin que-

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rer baja la vista, la boca del revólver es un demonio os-curo, el ojo paciente del cazador en medio de la lluvia. El hombre coloca una bala en el cilindro del revólver. No puede haber equivocaciones. La bala se aloja, se queda quieta, silenciosa, como si tuviera malicia y espe-rara un principio de violencia, un accidental contagio de pólvora. Mientras el cilindro regresa a su posición origi-nal, el hombre comprende que no es gratuita su demora, que la manera en que camina, en que respira; la forma en que dispone los platos sobre la mesa, son parte de un itinerario, de un plan cuidadosamente ensayado que empieza en algún bar de la ciudad y que termina con su mirada duplicada en el espejo, el cuerpo endurecido, el revólver apretado en la mano derecha, como un insecto vibrante, a punto de hacer chispas. El hombre esboza una media sonrisa, parece gozar en secreto los placeres de su derrumbe y el ritmo de su pulso ya no cabalga en sus brazos sino que va lento, como el siseo del fuego, como el avance enemigo en el fango que le hace perca-tarse que, justo en ese momento, está a la caza de sí mismo. Sorprendido, a punto de precipitarse en su pro-pia emboscada, siente necesidad de calma, de soledad, de un par de palabras. Mira una vez más hacia la calle: la noche se eleva, el aullido del último perro se derrama sobre el asfalto. La mirada del hombre pierde fuerza, permanece inmóvil, como sumergida en el fondo de un acuario. Trata de cerrar los ojos, imitar los rezos de un hombre ahogado, devorado por las algas; pero su mente, la que minutos antes estaba desbordada y cuyos pensa-mientos parecían una obstinada reunión de peces, se ha

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transformado en una playa inerme, un hotel de cuartos vacíos. Envanecido comienza a levantar la mano, muy lentamente; el índice mantiene en tensión el gatillo y la sombra del brazo, amoldada anteriormente al movi-miento, tiembla y se retuerce, como si estuviera expuesta al fuego, como si el movimiento entero estuviera dirigido por la torpe mano de un titiritero que, de pronto, olvida su obligación con la sincronía y deja una sombra aban-donada, una herida en la luz que proyectan las lámparas en el piso. El pulso se acelera aunque no lo suficiente pa-ra ramificarse en los brazos, en las venas. Encima de la silla permanecen, intactos, un par de calcetines verdes, el armazón abandonado de unos anteojos. El hombre me-dita en estos objetos, piensa en la suerte que correrán, la cadena de manos que especularán con ellos y cuando desvía la vista de la silla para enfocar la ventana descu-bre, casi por accidente, que el cañón está a la altura de su cabeza, que el ángulo es el apropiado para que un ti-rón, un reflejo involuntario de los dedos, active el percu-tor y la bala atraviese su cerebro dejando a su paso un camino incandescente, una risa rota y abierta. ¿Cuál de-be ser el último pensamiento antes de morir? Imagina el instante posterior al disparo, el cráneo desbaratado, la mirada anegada en sangre, el cuerpo que se derrumba, que permanece indefenso en el piso mientras el frío le llena los labios. Imagina, también, que un milagro ines-perado lo detiene en la orilla de la muerte; que cada cé-lula de sus manos, de sus piernas, de sus brazos, perma-nece incorruptible, dolorosamente consciente. Inmóvil en el piso, vacío de sangre, esperará la disolución del mi-

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lagro, registrará con terror, con implacable lucidez, la fugaz vida de las moscas, las manchas del tiempo en las vetas de los azulejos, el progresivo deterioro de los mue-bles. La mirada asciende del revólver al techo. La noche es una mano cerrándose sobre la ciudad y el hombre aprovecha el momento para ensayar un tímido conteo, una cuenta regresiva que parece una oración, un lento deshielo. Sigue desgranando números mientras recuerda fragmentos de su vida: una olvidable noche de alcohol, una larga temporada de insomnio provocada por la sen-sación de una mujer durmiendo a su lado. Pronto olvida la secuencia, los números pierden paulatinamente el sig-nificado hasta quedar reducidos a trazos; esbozos de un movimiento que se ha estancado en las manos pero que continúa en los labios, en el sudor que empieza a bajar entre las cejas. Frente a él, en las ventanas iluminadas de los demás departamentos, el mundo se hace pequeño, un juguete olvidado, cubierto de polvo. En el estaciona-miento, entre los autos, un gato araña las hojas de un ge-ranio. En medio de los números sus recuerdos se im-pregnan de ceniza. La muerte es una fruta madura. La cuenta regresiva termina. El dedo jala el gatillo. El es-truendo, el fogonazo de luz que ilumina la boca del ca-ñón, son breves. La bala es impulsada por un río de hu-mo y chispas. Los ojos del hombre son los de un pez a punto de ser sacado del agua. Y justo cuando la bala ol-vida las turbulencias provocadas por su despegue y em-pieza a interesarse en la región donde hará impacto; el tiempo se detiene. Un mosquito, adormilado por una re-ciente ingesta de sangre, congela su vuelo cerca de la

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ventana. El progreso de la luz en la pared se interrumpe y las grietas y manchas que la recorren son los accidentes de una tierra milenaria. La mirada del hombre perma-nece inmóvil y atenta. El ojo izquierdo está fijo en algu-na parte del cuarto; el derecho permanece congelado, con el párpado un poco caído, presintiendo el primer brote de sangre, la primera salpicadura. La mano dere-cha está alejada de la cabeza. Los dedos se conservan engarrotados, aún con fuerza suficiente para seguir em-puñando el revólver. El humo expulsado por la boca del cañón, no se dispersa, se mantiene junto, como un reba-ño de ovejas observando la primera nube del mundo. En la garganta un trago de saliva se aquieta. El corazón ya no palpita, permanece húmedo y caliente; a la expec-tativa. El hombre no siente dolor, sólo tiene la sensación de ser un bicho cogido por las alas, a punto de ser fijado en la pared, atravesado por el alfiler del tiempo. ¿Cuán-do terminará el jugueteo de Dios con su muerte? El rui-do de una incipiente lluvia tintinea en las ventanas. En las calles los autos se unen en una procesión dolorosa y lenta. La bala, a escasa distancia de la cabeza, sigue amenazando desde su pasividad, desde su aparente con-dena. El hombre imagina que mueve la mano izquierda, que la levanta hasta alcanzar la bala. Imagina que la re-corre con los dedos, que la desprende del aire como si apartara una uva del racimo. Asombrado con su nueva habilidad, bosqueja más movimientos. Después de las manos, comienza a imaginar un débil temblor en las piernas. Cree que mueve los ojos cuando recuerda la es-palda de una mujer, sus uñas afiladas; las pecas templa-

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das, dispuestas al azar sobre los hombros. Ante la proxi-midad de la bala, imagina calor en su pecho, el golpe de sangre que hincha los pulmones. Un cuerpo pugna por salir de otro. Del hombre inanimado comienza a brotar un hombre nuevo. La vista se le nubla. Las manos co-mienzan a recorrer las murallas, los edificios de una ciudad de niebla. Pronto está mirándose, de frente, con cautela, como quien observa de lejos un animal peligro-so. Revisa las piernas separadas, el tronco apenas encor-vado, el gesto endurecido y seco. Tiene la idea de que mientras permanezca alejado de él, mientras no se to-que, tendrá los beneficios del olvido, de su transparencia. Mira sus ojos congelados, las nervaduras de sangre que los recorren; descubre su piel demasiado blanca, recorri-da por indecisas sombras de árboles. Piensa que la muer-te no es necesaria para ser eterno. Piensa que puede bur-larse del descuido de Dios, que puede esconderse en cualquier grieta, en el silencio del cuarto. Piensa en to-dos los libros que podrá leer, en la minuciosidad del in-vierno, en la somnolencia de los muebles en el verano. Pero afuera el engranaje del mundo sigue su marcha: los autos gruñen; los insectos se alejan del polvo para apa-rearse bajo el fulgor de las lámparas. La habitación es la cima de una montaña, recorrida por el último aliento del mundo. La cama, la silla con los calcetines y los anteojos, no navegan en la luz, sino permanecen opacos, como animales espantados, adormecidos por el tiempo. El hombre se asoma por la ventana: descubre con maravilla que los árboles aún se agitan, que las luces de la ciudad parpadean.

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! Pasa la noche acostumbrándose a su nueva condi-ción: camina alrededor de su cuerpo, se atreve a tocar con sus dedos luminosos la empuñadura del revólver, la bala aún caliente y suspendida. Trata de dispersar el humo que permanece compacto sobre su cabeza, que la rodea como una aureola. Pasan las horas. El hombre ol-vida su cuerpo, advierte lumbre en un rincón, un poco de azul en el cuarto. Entre las botellas vacías comienzan a brotar mariposas. En los estantes rejuvenecen fotogra-fías, aparecen libros extraviados. En la ventana, en el es-tampado de las cortinas, se proyectan fragmentos olvi-dados de su adolescencia. Pero la noche cede, las calles comienzan a llenarse de autos, de gente. ! A las ocho de la mañana, como todos los días, el conserje del edificio enciende la bomba de agua, sube las escaleras para recoger las bolsas de basura. El hombre escucha los pasos del viejo, la respiración entrecortada por el esfuerzo, el carraspeo habitual en la garganta. El conserje se acerca a su puerta, la número seis. Le extra-ña no encontrar la bolsa. Va a dar media vuelta cuando algo llama su atención y se acerca lentamente a la puer-ta. Olisquea la madera, como si estuviera captando una antigua esencia que le aguijonea la curiosidad, el asom-bro. El hombre está al otro lado, transparente y volátil, una forma suelta y sin nombre. Recuerda, alarmado, que no cerró bien la puerta. El conserje se anima, alarga la mano y gira lentamente la perilla. El hombre comien-za a caer. ! Las manos vuelven a su tacto, la respiración se tras-lada a sus pulmones, la memoria se adhiere a su cerebro.

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Mientras el conserje completa el giro de la perilla, la ha-bitación deja de ser una anomalía. La perilla al fin ter-mina su giro y el picaporte se desliza a la izquierda. El instante, antes intacto, queda desprotegido. El tiempo comienza a invadir el lugar, a precipitar un grano de arena en el vacío. El conserje entra. La bala penetra, impecable, la cabeza del hombre. Un golpe de luz. La mirada vuelve a cubrirse de vidrio. El cuerpo se de-rrumba. Las rodillas se doblan. Un hilo de sangre sigue una ruta invisible sobre los azulejos. En la habitación hay un fragmento de hueso perdido, como la pieza fal-tante de un rompecabezas. El telón cae sobre el escena-rio aunque todavía pueden verse algunas luces, estertores en las manos y en las piernas. Sobre el piso se observa a un hombre con los brazos abiertos y torturados, fundidos por el tiempo. Las aletas de su nariz, ventanas donde hubo incendio.

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Recuerdo

! Atardecía. Se asomó por la ventana y observó a un niño cruzar el parque y dirigirse a la fuente. Recordó una tarde muy parecida, muchos años atrás, en ese mis-mo parque, cuando era niño y jugaba hasta el anoche-cer. Siguió observando al niño y encontró algo familiar en él: quizás la gorra, la playera roja, los tenis. El niño se volvió y dirigió la mirada a la ventana desde donde era observado. En ese instante ambos desaparecieron.

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Índice

El caso Max Power" " " " " " " 6La caída!! ! ! ! ! ! ! ! ! 30Los felices días del bombardeo! ! ! ! ! 33Los primeros dioses" " " " " " " 47A solas" " " " " " " " " " 49Una flor encendida" " " " " " " 62La profecía! ! ! ! ! ! ! ! ! 74Cortometraje"" " " " " " " " 75Historia del durmiente despierto" " " " " 84Ícaro! ! ! ! ! ! ! ! ! ! 95Recuerdo" " " " " " " " 103

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Alejandro Badillo

México (1977). Es escri-tor, crítico literario y co-ordinador de talleres de escritura. Ha publicado, entre otros libros de na-rrativa, Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro-Conaculta), La herrumbre y las huellas (Edi-ciones de Educación y Cultura) y La mujer de los macacos (Libros Magenta-Secretaría de Cultura del DF). Es colaborador de la revista Crítica. Cuentos suyos han sido publicados en antologías y revistas en México y el extranjero. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

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